*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 76793 *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. MARCELA o ¿A CUÁL DE LOS TRES? COMEDIA ORIGINAL EN TRES ACTOS POR DON MANUEL BRETÓN DE LOS HERREROS Representada por primera vez en el teatro del Príncipe el día 30 de Diciembre de 1831. Esta comedia ha sido aprobada para su representación por la Junta de censura de los teatros del Reino en 8 de Mayo de 1849. QUINTA EDICIÓN [Ilustración: M. P. D.] PRECIO: 8 REALES MADRID: ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO DE E. CUESTA, _Calle de la Cava-alta, núm. 5._ 1881. PERSONAS ACTORES Marcela DOÑA CONCEPCIÓN RODRÍGUEZ. Don Timoteo DON ANTONIO DE GUZMÁN. Don Martín DON CARLOS LATORRE. Don Amadeo DON PEDRO GONZÁLEZ MATE. Don Agapito DON JOSÉ VALERO. Juliana DOÑA RAFAELA GONZÁLEZ. _La escena es en Madrid, en una sala de la casa de Marcela._ Esta composición pertenece a la Galería Dramática que comprende los teatros moderno, antiguo, español y extranjero, y es propiedad de su editor, _don Manuel Pedro Delgado_, quien perseguirá ante la ley, para que se le apliquen las penas que marca la misma, al que sin su permiso la reimprima o represente en algún teatro del reino, o en los liceos y demás sociedades sostenidas por suscripción de los socios, con arreglo a la ley de propiedad intelectual de 10 de enero de 1879 y publicada en la _Gaceta_ del 12 del propio mes y año. ACTO PRIMERO. ESCENA PRIMERA. MARCELA, DON TIMOTEO, DON AGAPITO y JULIANA. Don Timoteo y Juliana aparecen en el fondo disputando: Marcela y don Agapito más inmediatos al proscenio, sentados, haciendo aquella una petaca, y este un cordón. TIMOTEO. ¡Si no quiero! ¿Hay tal porfía? Mi habitación es sagrada. JULIANA. ¿No he de dar una escobada donde hay tanta porquería? TIMOTEO. ¿Qué importa? No lo consiento, no lo sufro; y si te atreves... JULIANA. Pero... TIMOTEO. En tus manos aleves va a morir mi nacimiento. A tal ruina, a tal estrago ya no hay paciencia que baste. Ayer rompiste o quebraste mi Baltasar, mi rey mago. Hoy con los zorros fatales me has hecho trozos, añicos, dos pastores con pellicos, o si se quiere, zagales. JULIANA. Pero señor... AGAPITO. Lindamente. Primoroso va el tejido. TIMOTEO. Reniego de tu barrido. JULIANA. (_Entre dientes_). ¡Vejestorio impertinente! TIMOTEO. ¿Qué dices de vejestorio? JULIANA. Yo... TIMOTEO. Mira que si me irrito... ¿Qué hace usted, don Agapito? (_Se acerca. Juliana arregla los muebles_). AGAPITO. Nada: un cordón de abalorio. MARCELA. Agapito es muy amable. AGAPITO. Sabe usted cuál se desvela por complacer a Marcela mi amistad inalterable. Prosigo pues mi cordón mientras ella se ejercita en su petaca de pita. JULIANA. (¡Qué enfadoso maricón!) TIMOTEO. Según parece, es de moda esa labor o tarea entre las damas, o sea... ¿Pero di, no te incomoda esa mano de mortero en la tuya delicada? ¡Qué moda tan desairada! No llega al mes de febrero. MARCELA. En algo se ha de pasar el tiempo. AGAPITO. Esa bagatela es del gusto de Marcela. MARCELA. Mejor es eso que holgar. AGAPITO. Y yo diré en todas partes que es obra muy singular, y que la debe premiar el Conservatorio de Artes. MARCELA. Alabanza lisonjera, digna de un joven tan fino como usted. TIMOTEO. ¡Oh! Mi vecino sabe muy bien la manera, el modo y forma de hacer a una dama cumplimientos: es decir... MARCELA. (_Se levanta y don Agapito también_). En sus acentos es muy fácil conocer su educación esmerada. TIMOTEO. ¡Oh! Es un joven, un mancebo, que puede decir, me atrevo a afirmar... y nunca errada me salió una profecía, me atrevo a pronosticar que le harán mucho lugar las damas. MARCELA. Su bizarría, su trato afable y cortés, su gusto para cantar, su destreza en el bordar, y la gracia de sus pies cuando baila un rigodón, son prendas que sin empeño bastan para hacerle dueño del más yerto corazón. AGAPITO. ¡Oh, señora! ¡Qué rubor! Me confunde usted. Ya veo... MARCELA. Como lo digo lo creo. AGAPITO. (Ciega está por mí de amor). MARCELA. Su contextura es endeble, pero... AGAPITO. Sí, soy delicado. MARCELA. Ya se ve; niño mimado... JULIANA. (¡Que no conozca este mueble que se están mofando de él!) MARCELA. Mas la gordura, el color... son de mal tono. ¡Qué horror! No es de elegante doncel presumir de pantorrillas como un ganapán, un bruto. ¡Qué bello es un rostro enjuto abismado en las patillas! Ni sobre cuello macizo arman bien los corbatines; ni se pintan figurines para un mancebo rollizo. Rostro sano y carrilludo propio es de gente ordinaria. ¡Qué feo al cantar un _aria_ o lanzando un estornudo! ¡Qué mal sobre alfombra turca quien tiene recios jamones; qué mal mueve los talones para bailar la _mazurca_! ¿Qué vale la corpulencia? El hombre alto, mocetón, parece sauce llorón cuando hace una reverencia. ¡Aunque escritores morales viendo a un hombre encanijado clamen: fatal resultado de las costumbres actuales! Puesto que el hombre no es bueno, le prefiero chiquitín; que en pequeño vaso, al fin, no cabe mucho veneno. De gigantesca figura huye amor como del bu. Vamos, valen un Perú los hombres en miniatura. AGAPITO. ¡Ah, que es celestial consuelo el gustar a tal belleza! Tome usted: tanta fineza bien merece un caramelo. Ah, también una pastilla menos dulce que esa boca. JULIANA. (¡Tonto! A risa me provoca.) AGAPITO. Tiene esencia de vainilla. (_A don Timoteo y a Juliana_). Vaya unos caramelitos. TIMOTEO. Gracias. AGAPITO. Son pura ambrosía. TIMOTEO. ¿Y de qué confitería? AGAPITO. Calle de Majaderitos. MARCELA. Como usted... es parroquiano, le servirán... AGAPITO. De rodillas. Ahí tiene usté; esas pastillas son las que gasta el _soprano_. TIMOTEO. ¡Eh! Yo os dejo ventilar, discutir tan grave asunto. Por mi parte, he dado punto y me subo al palomar. Allí me hechizo, me encanto, y se me pasan las horas muertas. ¡Son tan criadoras!... Quiero decir, ¡ponen tanto!... Yo no paro, no sosiego hasta pasar mi revista. Conque abur, hasta la vista; hasta después; hasta luego. ESCENA II. MARCELA, DON AGAPITO y JULIANA. AGAPITO. ¿Vuelve usted a su petaca? MARCELA. No. La cabeza me duele. AGAPITO. Jaqueca. Quitarse suele con parches de tacamaca. ¿Se los quiere usted poner? Bueno será. En dos instantes iré a casa de Collantes... MARCELA. ¿Para qué? No es menester. En tomando el aire un poco... Bajaremos al jardín. AGAPITO. (Ya triunfé de don Martín. Mía es Marcela. ¡Estoy loco!) El brazo. (_Se le da Marcela_). JULIANA. (Ya está tan hueco.) AGAPITO. La sombrilla. ¡Bravo, bravo! (_La toma de Juliana_). ¿_Allons_? (Mi ventura alabo). MARCELA. (Me divierte este muñeco). ESCENA III. JULIANA. JULIANA. Sola estoy, y esta pereza... Vamos, el viento del sur me desalienta. Tenía que arreglar el _canezú_ de la señorita; pero para trabajar en tul no estoy ahora. ¿Y qué haré? ¿Murmurar? El avestruz de Juanillo no está en casa; Bonifacio es un gandul; la cocinera... ¡Ah! Gertrudis, que ayer vino de Gallur, y ahí en la casa de al lado sirve a don Pedro Eguiluz... Sí, sí. ¡Qué buena muchacha! Y yo no la he dicho aún... (_Asomada a una ventana_). ¡Paisana! ¡Gertrudis! ¡Hola! Ya viene. Tal cual. ¿Y tú?— (_Se supone que la hablan desde otra ventana_). Me alegro. ¿Sí? Ganas poco; yo cuatro duros y algún regalillo, porque mi ama, Dios la dé mucha salud, es generosa y me quiere; así tengo yo un baúl que da gozo. Te aseguro que mi eterna gratitud... Su tío don Timoteo es un pedazo de atún. Cominero, impertinente... ¡Qué lástima de ataúd! Tan plomo para explicarse, que cuando dice _según_, si detrás no va el _conforme_ no está contento. ¡Jesús! Y luego me da una guerra con su palomar, con su... Vamos; bien dijo quien dijo que el servir es mucha cruz. Mi ama, como viuda y rica, goza de su juventud; ¡oh!, pero con juicio, aunque esto no es hoy día muy común. No le faltan aspirantes; pero ella, sea virtud, sea orgullo, o lo que fuere, no se ha decidido aún por ninguno. Hay un poeta que la mira de trasluz, suspira, gime, se arroba, y no pronuncia una Q. Reverso de su medalla es un compadre andaluz, capitán de artillería, que lo mismo es entrar, ¡prum!, estalló la bomba. Aquella no es boca, no, que es obús. El tercero... ¡y cuál me aburre su terca solicitud! Es un fatuo, un botarate, _post-data_ de hombre; el _non plus_ del lechuguinismo; enclenque, periquito entre ellas... ¡Puf! ¡Qué peste! Siempre moneando, siempre cantando el _Mai piú_, siempre hablando de piruetas, y del solo, y de la _pul_... Hombre que iría al Japón por bailar un _padedú_; y siempre con golosinas... ¡así esta él que no echa luz! Y dale con si el peinado ha de llevar _marabús_, y si es color más de moda el de hortensia que el azul: si el corsé... Mas viene gente. Ya nos veremos. Abur. ESCENA IV. JULIANA y DON AMADEO AMADEO. Julianita, Dios te guarde. JULIANA. ¡Oh, señor don Amadeo! AMADEO. ¿Y tu ama? JULIANA. Salió a paseo. AMADEO. ¡Que siempre venga yo tarde! JULIANA. Ahí está don Timoteo. AMADEO. Mi corazón solo anhela ver a la hermosa Marcela; y no viéndola mi amor, ese prosaico señor me cansa, no me consuela. JULIANA. Puede que lejos no esté... AMADEO. ¿Quién? JULIANA. Mi ama. AMADEO. Dímelo. Iré... JULIANA. En cuatro saltos... AMADEO. Al fin, ¿no me dirás dónde fue? Habla. JULIANA. Ha bajado al jardín. AMADEO. ¿Al jardín? Tú, según creo, te burlas de un afligido. No dijiste... JULIANA. Que a paseo salió. ¿Y en esto he mentido al señor don Amadeo? AMADEO. No, mas tu chanza enfadosa el tiempo me hace perder. ¡Oh, Marcela! ¡Oh, prenda hermosa! Vuelo al jardín. ¡Oh, placer! ¿Hay suerte más venturosa? Allí entre el verde arrayán la diré mi tierno afán, y que enamorado, muerto... ¿Está sola? JULIANA. No por cierto, que la acompaña un galán. AMADEO. ¡Ah! JULIANA. (Se quedó tamañito). AMADEO. ¡Ingrata y fatal mujer! JULIANA. ¡Oh! No es tan grave delito. AMADEO. ¿Y quién pudo merecer...? JULIANA. El señor don Agapito. AMADEO. ¿Don Agapito? Ese mono... No le temo; le desprecio; mas al pesar me abandono al ver que me estorba un necio dicha que tanto ambiciono. JULIANA. Grande es sin duda el amor que le inspira a usted mi ama. AMADEO. Sí; mas ni un solo favor paga mi amorosa llama, y moriré de dolor. ¿Quién al mirarla tan bella, quién no se abrasa de amores, quién no delira por ella? Envidia tengo a las flores que están besando su huella. Envidia al aire sutil que en torno juega, lascivo, de su cabello gentil, y al ruiseñor que festivo la canta diosa de abril; y a la fuente cristalina que murmurando la llama, y en la enramada vecina envidia tengo a la grama si en ella, ¡ay Dios!, se reclina. Envidio al rojo clavel que la ofrece su carmín; envidio a todo el vergel... y a don Agapito, en fin, porque la acompaña en él. JULIANA. ¡Qué relación tan discreta, y cómo huele a azahar, a tomillo y a violeta! Para eso de enamorar no hay hombre como un poeta. Bien haya su boca, amén, que con elocuencia tal pinta el favor y el desdén. Ellos suelen sentir mal, ¡pero lo dicen tan bien! AMADEO. ¡Ah! JULIANA. Mas mi señora bella, ¿por qué cuando está presente esos labios siempre sella? ¡Conmigo tan elocuente, y tan cartujo con ella! Declare usted su pasión, porque mentales amores ya de este siglo no son. AMADEO. Yo temo que sus rigores... JULIANA. ¡Eh! No es tan fiero el león. Es preciso ser más franco. Ser cobarde con las damas es querer quedarse en blanco. No se ande usted por las ramas. Herrar o quitar el banco. AMADEO. A un desaire, lo confieso, prefiero una enfermedad, y aunque la amo con exceso... JULIANA. ¡Hola! Vence según eso al amor la vanidad. AMADEO. Si Julianita quisiera, pues tan tímido nací, y es de mi bien camarera... JULIANA. ¿Qué? AMADEO. Sé tú mi medianera. JULIANA. ¡Yo! AMADEO. Declárate por mí. Yo te ruego... JULIANA. ¡Bueno es esto! Pues qué, ¿no tiene usted lengua? O por ventura mi gesto... AMADEO. ¡Oh! No lo tengas a mengua, que mi amor es puro, honesto. ¡Ah! Si venzo sus desvíos... JULIANA. En mi vida me he mezclado en ajenos amoríos, porque el tiempo me ha faltado para ocuparme en los míos. Pero en fin, por compasión, aunque repruebo el oficio, ofrezco mi intercesión. AMADEO. ¡Oh dicha! A tal beneficio no hay humano galardón. Si fueses tú camarera de las que andan por ahí, dinero y joyas te diera; mas veo prendas en ti superiores a tu esfera. Tu talento es sin igual, y mi pluma no profano... Sí, voy a escribirte ufano el más lindo madrigal que se ha escrito en castellano. JULIANA. ¡Pues! Dádiva de poeta. ¿Y con esa fruslería me paga usted la estafeta? AMADEO. ¡Oh! La dulce poesía... JULIANA. Buen dinero es la gaceta. Aunque tenga yo talento y guste de madrigales, perdone usted si no miento, daría por veinte reales, no un madrigal, sino ciento. Yo agradeciera, no obstante, tal honor, fineza tal, ¡oh caballero galante!, si envuelto en el madrigal me diera usted un diamante. AMADEO. ¡Oh Pimpleas! No escuchéis tan horrorosa blasfemia. Huid, ¡oh musas!, ¿qué hacéis?, y hasta Rusia no paréis, aunque os coja la epidemia. ¡Que tú discreta te llames, tú que en el alma cobijas pensamientos tan infames! JULIANA. Pues yo... AMADEO. Calla no me aflijas. ¡_Oh auri, auri sacra fames_! (_Da una moneda a Juliana_). Toma, pues dinero quieres, y perteneces, mezquina, al vulgo de las mujeres. Mayor será la propina si con celo me sirvieres; ya que por raro portento, cuando las musas están en tan triste abatimiento, no me pudro en un desván descamisado y hambriento. Toma; que la dulce lira solo consagro a la hermosa por quien el alma suspira, no a fámula codiciosa que solo tedio me inspira.— ¡Ah! Perdona. Loco estoy. No te enojes. JULIANA. Bagatela. Tan quisquillosa no soy. AMADEO. Hazme dueño de Marcela y cuanto quieras te doy. JULIANA. ¿No baja usted al jardín? AMADEO. No, que me siento con vena, y quiero a mi serafín hacer una cantilena. Ábreme su camarín. JULIANA. Vaya usted, que abierto está. AMADEO. (_Distraído_). Voy, voy. La primera estrofa... (_Se retira gesticulando como quien compone versos_). JULIANA. La cabeza perderá, y luego si una se mofa... ESCENA V. JULIANA y DON MARTÍN. MARTÍN. ¡Oh, Juliana! ¿Cómo va? JULIANA. (Otro loco rematado). Muy bien, señor don Martín. MARTÍN. Mucho de verte me agrado. Desde Cádiz a Pequín no hay un cuerpo más salado. JULIANA. Es favor que... MARTÍN. No, mujer. Y ese color..., ¡cosa rara! Y el cutis... No hay más que ver. Hoy has estrenado cara. JULIANA. ¡Yo! MARTÍN. No es esa la de ayer. A fe mía, Julianita, si no me hubieran flechado los ojos de la viudita... ¡Ah! Pero aún no he preguntado por tu bella señorita. ¿Salió ya del tocador?— ¡Que un hombre de mi calibre esté perdido de amor!— Y ella independiente, libre, fresca, tranquila... ¡Qué horror!— ¿Qué hace el viejo estrafalario? ¿Recompone el nacimiento, o le echa alpiste al canario?— Hoy pasó mi regimiento revista de comisario. La vida de un militar es vida perra, Juliana. Suena el clarín. ¡A montar!, y por tarde y por mañana... Es cosa de reventar. Conque anda; sé diligente. ¿Puedo entrar? Pasa recado.— El vecino encanijado ahí estará. ¡Vaya un ente! Ya me tiene estomagado.— ¿No respondes? Tú estás lela. JULIANA. ¡Si usted no me deja hablar! MARTÍN. Vamos, ¿dónde está Marcela? JULIANA. Ha bajado a pasear. MARTÍN. ¿Al Prado? ¿En la carretela? JULIANA. No. Al jardín. MARTÍN. ¿Con el pelmazo de su tío? JULIANA. No señor. Bajó... MARTÍN. Terrible embarazo es un viejo... ¡Ah! ven, primor: te quiero dar un abrazo. JULIANA. ¡Eh! ¿Qué hace usted? MARTÍN. No hay escape. Vamos, si al fin ha de ser, ¿de qué sirve?... ¡Ay, mona!... (_Va a abrazarla, y Juliana, encogiendo el cuerpo, se le huye y le deja con los brazos abiertos_). JULIANA. ¡Zape! ESCENA VI. DON MARTÍN. MARTÍN. Se escapó. ¿Cómo ha de ser? Pero como yo la atrape... Ea, vamos al jardín... Mas ¿quién sube? ¡Hola! Es la viuda, y el enfadoso arlequín la acompaña; sí, no hay duda. ¡Formidable paladín! ESCENA VII. MARCELA, DON MARTÍN y DON AGAPITO. MARCELA. ¿Usted por aquí, mi amigo? Muy buenos días. MARTÍN. Estoy a los pies de usted, señora. AGAPITO. Saludo a usted... MARTÍN. Servidor. (_Se sienta Marcela, y en seguida don Martín a la derecha y don Agapito a la izquierda_). MARCELA. Hoy hace un día admirable. AGAPITO. Casi, casi pica el sol. MARTÍN. Se equivoca usted: no pica. AGAPITO. A mí sí. MARTÍN. Pues a mí no. AGAPITO. Eso va en naturalezas. (_Don Martín habla al oído con Marcela_). Yo tengo una complexión... Vaya una pastilla... (_Se la presenta_). MARCELA. (_Aparte con don Martín_). Usted se burla. Sé que no soy ningún monstruo... AGAPITO. Una pastilla... MARCELA. Pero el cielo no me dio las gracias que usted pondera. MARTÍN. Pues no es exageración. Esos ojos, esa boca son obra del mismo amor. Modestia sin sosería, gracia sin afectación... Y luego habrá quien alabe las bellezas de Moscú, de París, de Filadelfia, de Edimburgo, del Japón... ¡Eh! No hay nada comparable con el gracejo español, con ese garbo, ese brío... En la boca de un cañón me vea yo si... ¿Qué es eso? (_Tropieza con su brazo en el de don Agapito, que seguía ofreciéndole su pastilla_). AGAPITO. Una pastilla... MARTÍN. ¡Eh! No soy amigo de golosinas. AGAPITO. Suavizan mucho el pulmón. MARTÍN. (_Gritando_). Si yo lo tengo de hierro, ¿qué diablos?... ¡Pues como soy que me gusta la fineza! AGAPITO. ¿Las quiere usted de licor? (_Don Martín sigue hablando aparte con Marcela_). Aquí he de tener algunas de marrasquino, de ron... MARCELA. ¡Dejaría usted de ser andaluz! En fin, le doy mil gracias por la lisonja. MARTÍN. Lo digo de corazón. Si no lo sintiera así, no dude usted que... MARCELA. Mejor. Así lo agradezco más. Tengo una satisfacción en gustar a mis amigos. Sabe usted cuán franca soy. No me quiero parecer, aquí para entre los dos, a esas que arañan a un hombre si las dicen una flor; o bien frunciendo el hocico, con amerengada voz, clavando en tierra los ojos, suelen responder: «Favor que usted me hace.—¿Sí? ¿De veras?— Para que lo crea yo.— ¡Eh! No diga usted esas cosas, que me cubro de rubor.— ¡Oh, qué malos son los hombres!— Vaya, calle usted por Dios...». Y nunca saben salir de este mismo diapasón. MARTÍN. Nunca he gustado de tontas. AGAPITO. Algunas conozco yo que, a fe mía... MARCELA. El hombre fino, de mundo, de educación, es galante con las damas, y, siempre que su pudor no ofenda, si las requiebra cumple con su obligación. Porque eso de si el _poplín_ es más de moda que el _gro_; si recibió más aplausos el contralto que el tenor: «¿Se divierte usted? ¿Estuvo muy concurrido el salón?...», son estériles recursos, por más que entre col y col se suela mezclar un poco de amable murmuración. AGAPITO. Ciertamente... MARCELA. Ni a una dama se la ha de hablar del Mogol, de la guerra de los rusos, de si vino el paquebot de la Habana, de... MARTÍN. A las bellas se les debe hablar de amor. AGAPITO. Y cuando más, de algún baile, de alguna... MARTÍN. (_A Marcela_). Prendado estoy de ese carácter amable. AGAPITO. Marcelita... (Se acabó: no me deja meter baza. (_Se levanta_). ¿Hay hombre más hablador?). ESCENA VIII. MARCELA, DON MARTÍN, DON AMADEO y DON AGAPITO. AMADEO. (¡Eh! Ya acabé mi letrilla. Jamás Apolo...) Señora... MARCELA. Beso a usted la mano. MARTÍN. ¡Oh, primo!— Pues señor, vuelvo a mi historia. (_Habla al oído con Marcela_). AMADEO. (¡Ingrata! ¡Apenas me mira; me saluda desdeñosa, y habla con otro en secreto! Yo no sé cómo soporta tantos ultrajes mi amor). (_Se pasea. Don Agapito, aburrido, se pone a trabajar en su cordón_). MARCELA. ¡Que siempre ha de estar de broma este don Martín! AGAPITO. (_A don Amadeo_). Amigo, poco favorable sopla el viento para nosotros. Don Martín es quien la logra. Mire usted qué amartelado, qué ufano está... No me importa. Yo sé bien que si Marcela de algún galán se enamora, será de mí, porque al cabo y al fin, aunque no me toca alabarme... ¡Ah, qué ocurrencia! ¿Por qué no hace usté unas coplas satíricas contra ese hombre que tanto nos encocora? AMADEO. No estoy para coplas. AGAPITO. Pero... AMADEO. Ni jamás contra personas determinadas... AGAPITO. No le hace. La venganza es muy sabrosa. Pero ya se ve, no siempre las deidades de Helicona... ¿Y que tiene usté entre manos ahora? AMADEO. Nada. (¡Qué mosca es el hombre!) AGAPITO. ¿Algún soneto a los desdenes de Flora? ¿Algún agudo epigrama? ¿O bien algunas estrofas? AMADEO. ¡Hombre!... AGAPITO. ¿O quizá algún poema al céfiro y a la aurora? AMADEO. No pienso... AGAPITO. ¿Alguna elegía? ¿Alguna oda? ¡Oh!, las odas... AMADEO. No señor. Voy a escribir, no con tinta, con ponzoña, una sátira sangrienta contra hombrecillos de alcorza, que solo tienen talento para bailar la gavota; que por un yerro de imprenta son hombres y no son monas; que huelen a majaderos al través de tanto aroma; que si España fuera Egipto, pudieran pasar por momias; que con su voz de falsete los oídos me destrozan; que con su extraña figura siempre a risa me provocan; que con sus gestos me pudren, me empalagan con sus modas... y en fin, con necias preguntas, me fastidian, me sofocan. AGAPITO. Ya; pero eso ha de entenderse con quien... MARCELA. Doblemos la hoja, don Martín, y guarde usted para quien no le conozca esas frases de cartilla. MARTÍN. ¿Y por qué ha de ser lisonja, y no...? MARCELA. ¡Por Dios, don Martín! Mire usted que no soy tonta. MARTÍN. (Otra será su respuesta cuando me declare en forma.) MARCELA. Amigo don Amadeo, ¿teme usted que se le coman? ¿Cómo así, tan retirado? AMADEO. Quien de prudente blasona, señorita, se retira si conoce que incomoda. MARCELA. ¡A mí incomodarme usted! Con decirlo me sonroja. Don Martín me estaba hablando; y como siempre es chistosa su conversación... MARTÍN. (Yo venzo.) MARCELA. Me hacen gracia hasta las bolas que suele ensartar. MARTÍN. ¡Marcela! MARCELA. Yo le oigo como una boba. Ni era cosa de dejarle con la palabra en la boca. AGAPITO. ¡Sí; fácil es! MARCELA. Yo no gusto de insípidas ceremonias, y trato con confianza a mis amigos. Ahora soy de usted. AMADEO. (¡Oh dulces ojos! ¡Oh voz que el alma me roba!) Marcelita... MARCELA. ¿Piensa usted publicar alguna obra de su ingenio? MARTÍN. Mal hará, si no es alguna espantosa novela donde haya espectros, y violencias y mazmorras, y almas en pena, y suicidios... y en fin, eso que está en boga. Sobre todo, gran cartel, con cada letra tan gorda, y te haces hombre. Si aspiras a merecer la corona de escritor clásico, puro; si cuidas más de la gloria que del dinero, ¡ay de ti!, ningún cristiano te compra. AMADEO. No me desvela el afán de verme impreso. Es tan poca la confianza que tengo en mis versos... MARCELA. Es muy propia del verdadero saber la modestia. AMADEO. Usted me honra. (¡Oh bella!) MARCELA. Mas yo, que soy su amiga y admiradora, y por usted me intereso tanto... AMADEO. (¡Bien haya tu boca!) MARCELA. Siento que versos tan lindos, y que justamente elogian sujetos de ciencia y gusto, el público desconozca, cuando hace gemir las prensas tanta fementida copla. AMADEO. (¡Ah!...) La aprobación de usted es mi más satisfactoria recompensa. AGAPITO. (Estoy volado.) MARTÍN. ¿De qué valen las cien trompas de la fama? Quien merece la aprobación de una hermosa... Cuando voy yo a la cabeza de mi veterana tropa, y agitando el abanico con sonrisa encantadora, alguna humana deidad me saluda... vaya; es cosa de perder el juicio.—Estando mi escuadrón en Tarragona... A propósito; hoy me ha escrito el ayudante Mendoza. (_Se levanta Marcela y todos, menos don Agapito_). ¡Qué buen muchacho! Se casa por poderes en Daroca con una... Don Agapito, deje usted esa maniobra. Qué diablo... AGAPITO. Sí; ya la dejo, que no estoy de humor. Las borlas para mañana. (_Se levanta_). ESCENA IX. MARCELA, DON AMADEO, DON MARTÍN, DON AGAPITO y DON TIMOTEO. TIMOTEO. ¡Oh, señores! Tanta dicha, tanta honra... MARTÍN. ¡Oh, amigo mío! TIMOTEO. Yo estaba arriba con las palomas... AMADEO. ¡Las tres! (_Va a tomar el sombrero, y lo mismo don Agapito y don Martín_). TIMOTEO. ¿Dónde van ustedes? Alto ahí, que quiero que coman con nosotros. AMADEO. Por mi parte... TIMOTEO. ¡Cómo! Ninguno se oponga, se resista a mi convite, a mi obsequio. (_A la puerta_). Juan, la sopa. MARTÍN. Pero... TIMOTEO. No hay pero que valga. No somos gente tan sobria, tan frugal, que nuestra mesa se asuste por tres personas, por tres convidados más o menos. MARCELA. Soy muy gustosa en que ustedes me acompañen. MARTÍN. Acepto, pues. TIMOTEO. Buena olla, quiero decir, buen cocido no ha de faltar; y unas ostras, que no se comen mejores en la fonda de Perona. AMADEO. Con mucho placer... AGAPITO. No es justo despreciar... TIMOTEO. Sin ceremonia; sin cumplimiento. No gusto de etiquetas enfadosas.— Ea; al comedor conmigo.— ¿Qué haces tú que no te apoyas en un brazo?... (_Los tres se lo ofrecen, y Marcela toma el de don Agapito, que está más cerca_). ¡Bravo! Adentro. (_Se lleva como a remolque a don Martín y a don Amadeo_). MARTÍN. Maldito goloso... ESCENA X. DON AGAPITO y MARCELA. AGAPITO. (¡Hola! Me prefiere.) Marcelita, si usted a mal no lo toma, después de comer, quisiera... MARCELA. ¿Qué? AGAPITO. Hablar con usted a solas. MARCELA. Muy bien. (¿Qué querrá decirme?) AGAPITO. (¡Qué de finezas me otorga! Si digo yo que mi amor navega con viento en popa.) FIN DEL ACTO PRIMERO. ACTO SEGUNDO. ESCENA PRIMERA. MARCELA y JULIANA. JULIANA. Pronto deja usted la mesa. MARCELA. Ya han levantado el mantel: no tienen por qué quejarse. Les he servido el café, y huyendo de los cigarros, que maldiga Dios, amén, aquí me vengo, Juliana. JULIANA. Pero eso es mucha esquivez, señorita. ¿Qué dirán viendo que se aleja usted tan pronto? MARCELA. ¿Qué han de decir? Que preciándome de ser amiga suya, los trato con franqueza. JULIANA. Eso está bien. El señor don Timoteo, que habla él solo más que diez, en punto a conversación sabrá suplir, bien lo sé, la falta de su sobrina; pero, a mi corto entender, motivos más halagüeños harán sensible y cruel esa retirada. MARCELA. ¡Cómo! Yo no te entiendo... JULIANA. ¡Pues qué! ¿Mi señorita no sabe que el invencible poder de sus ojos hechiceros cautivos tiene a los tres? MARCELA. ¿Qué estás diciendo? JULIANA. En verdad, señora, no es menester ser profeta para eso. El amor luego se ve, y en materias semejantes es un lince la mujer. MARCELA. Pues yo, que tal no he notado, no lince, topo seré. JULIANA. ¿Disimula usted conmigo? Eso, señora, es hacer agravio a mi discreción. ¿O desea usted tal vez que la regale el oído? MARCELA. No por cierto. Pero ¿quién te ha contado esas patrañas? En nuestro trato, ¿qué ves sino una amistad sencilla?... JULIANA. Me gusta la sencillez. Digo a usted que están prendados de esos hechizos. Lo sé de buena tinta. MARCELA. Confieso que muy galantes los tres me suelen decir lisonjas, que ni puedo reprender, porque al fin las alabanzas nunca se oyen con desdén, ni les doy otro valor que el debido al oropel de cortesanas finezas. Uno entre ellos suele ser más pródigo de requiebros. JULIANA. Don Martín, sin duda. MARCELA. Pues; pero yo le oigo, Juliana, como quien oye llover, porque es aquella cabeza otra torre de Babel; y tan pronto me enamora diciendo que al rosicler de la aurora dan envidia mis ojos, y que el clavel no es más rojo que mis labios, y cosas de este jaez, como me habla de un tordillo que le envían de Jaén, y del pienso, la parada, la patrulla y el cuartel. JULIANA. Pues crea usted... MARCELA. Ahora dime: ¿no sería una sandez el juzgarme yo querida, solicitada por él? Don Agapito me asedia, y suele decir también sus piropos; pero un hombre que gasta todo su haber en perfumes y en pastillas, víctima de su corsé, bailarín afeminado, ¿cómo es capaz de querer? Resta el poeta, y tú sabes que es la suma timidez para con las damas. Puede que por mí perdido esté de amor; y aun suele mirarme con melosa languidez; pero mientras no se explique mal le puedo comprender. En fin, tiempo ha que me tratan todos ellos. La viudez me da cierta independencia; mas, aunque a solas me ven, de ninguno he recibido hasta ahora ni papel, ni declaración verbal por donde pueda creer que me aman. Los tres me estiman, y no fuera yo cortés si tan finas atenciones me negase a agradecer. JULIANA. Sin embargo, muchas veces, mientras una no da pie, callan los hombres, y... Vamos, ya sabe usted que soy fiel. Ese cuerpo ha dado a todos flechazo, sí; yo doy fe.— ¿Cuál de los tres ha logrado inspirar más interés...? MARCELA. Vete, que don Agapito quiere hablarme a solas. JULIANA. ¿Eh? ¿Qué tal? MARCELA. Y aquí viene. JULIANA. Pronto le verá usted a sus pies, tierno, rendido... MARCELA. ¡Bobada! Algún nuevo _balancé_ querrá enseñarme, o quizá... JULIANA. Ello presto se ha de ver. Yo me voy. (Ya por el pronto cayó en el anzuelo un pez.) ESCENA II. MARCELA y DON AGAPITO. AGAPITO. Ahora, bella Marcelita, que no está aquí el artillero, y sobre mesa el coplero no sé si duerme o medita, pues sola oírme ha querido colmándome de bondades, voy a usar de mi licencia. Prepare usted el oído... MARCELA. (Para escuchar necedades. ¡Paciencia!) AGAPITO. No es por vanidad; nací, señora, con tal estrella, que apenas hay una bella que no delire por mí. Yo las dejo suspirar, y prendido en otra red, las miro con menosprecio; que a todas no puedo amar, y mi alma... MARCELA. Prosiga usted. (¡Qué necio!) AGAPITO. Ya prosigo. El alma mía sola usted ha cautivado, y a la de usted se ha ligado por secreta simpatía. No es dura roca Marcela, no es insensible diamante al tierno amor que me inspira. Sé que por mí se desvela; me lo prueba a cada instante... MARCELA. (Mentira.) Permita usted... AGAPITO. Seré breve. Pero sus ojos fatales alientan a mis rivales, y esta conducta es aleve. Fijo yo en su corazón, poco me debe afligir algún amor transeúnte. MARCELA. Pero ¿qué demostración...? AGAPITO. Déjeme usted concluir. MARCELA. (¡Qué apunte!) AGAPITO. Si a solas está conmigo, su sonrisa encantadora me prueba... pues, como ahora (_Se sonríe Marcela_), que soy su más dulce amigo; mas si viene el atronado de don Martín... ¡fuego en él! o el mustio don Amadeo, hago yo siempre a su lado un ridículo papel. MARCELA. (Lo creo.) AGAPITO. Pretendo, pues, y ya es hora, que ese labio lisonjero ponga fin con un _te quiero_ al ansia que me devora. (_Viene don Amadeo, Marcela le sale al encuentro, y hablan aparte_). Entonces, si gloria tanta que mi ventura completa me disputa un temerario... ¡Calla! ¡Esta es buena! Me planta para hablar con el poeta. ¡Canario! ESCENA III. MARCELA, DON AGAPITO y DON AMADEO. MARCELA. (_Aparte con don Amadeo_). No, no me lo niegue usted: ocioso es que disimule. ¡Si Juliana me lo ha dicho! AGAPITO. (Merece quien esto sufre... Pero no; estará picada, y darme celos presume.) AMADEO. Estaba solo. Sentía inspiraciones del numen, y una letrilla amorosa por pasatiempo compuse; pero está tan incorrecta... AGAPITO. (Si me ve con pesadumbre, logra su objeto.) MARCELA. ¿Qué importa? No es razón que se sepulte en el olvido. Veamos. AMADEO. Bien: con tal que no la escuche don Agapito... MARCELA. ¿Y por qué? AMADEO. No temo a una mala nube tanto como a un necio. AGAPITO. (¡Oh! Sí; aunque se finge voluble, ella me ama. Lleva a mal que sin motivo la acuse... Bien puedo yo ser su amante sin exigir que renuncie a tener amigos.) MARCELA. Bien: pues yo haré que desocupe el puesto.—Don Agapito... (_Se acerca a él_). AGAPITO. (¡Miren qué pronto sucumbe!) MARCELA. Quisiera... Perdone usted. AGAPITO. (¿No digo?) MARCELA. Mandar por dulces... AGAPITO. Aún he de tener pastillas aquí... ¡mas son tan comunes! ¿Usted prefiere bombones, no es cierto? MARCELA. Lo que usted guste. (Yo no los he de probar.) AGAPITO. No sé si en casa de Núñez los habrá. Si no los tiene, yo veré en Los Andaluces... MARCELA. No; yo mandaré a Juanillo... AGAPITO. ¡Qué! Si ese hombre es tan inútil... MARCELA. Es verdad.—Bien; vaya usted: mejor será. AGAPITO. Me confunde tanta bondad. Voy volando.— (Ya no es posible que dude de su amor. Para que hiciera tal distinción de ese fútil poetilla, o del insigne don Martín.—¡Ah! ¡Cuál me bulle el corazón de alegría! ¡Digo a ustedes que se lucen, señores míos!) Supongo (_A Marcela con misterio, y haciendo el interesante_) que... MARCELA. Ya... (_Riéndose_). AGAPITO. Bien, bien; pero urge... MARCELA. Sí... AGAPITO. (_Muy satisfecho_). Basta, basta.—(Lo más que resiste es hasta el lunes.) ESCENA IV. DON AMADEO y MARCELA. MARCELA. (¡Habrá títere más...!) Vamos; ya nadie nos interrumpe. Lea usted esa letrilla. AMADEO. Será fácil que me turbe.— Léala usted, si merezco tanta dicha, y me disculpe la ruego mi libertad. MARCELA. (Temblando está.) AMADEO. (Amor me ayude.) MARCELA. (_Lee_). «_Letrilla a Laura_». AMADEO. (No sangre; hielo por mis venas cunde.) MARCELA. (_Lee_). «Mis ojos, que admiran tu talle gentil, a los tuyos piden cadena feliz, y ven en tus labios las gracias reír, contino te dicen que muero por ti. Si veo a tu mano, que envidia el marfil, del arpa divina las cuerdas herir, mi dulce embeleso, mi gozo sin fin te dicen, oh Laura, que muero por ti. Tú ves abrasado mi pecho latir desde que Amor me hiere con dardo sutil. Mis hondos gemidos, mi llanto infeliz, te dicen sin tregua que muero por ti. Erato desdeña mi plectro regir, si no es que te canto gloria de Madrid, y en versos que aspiran a eterno buril, oh Laura, te juro que muero por ti. Cautivo en tus ojos me consumo así cual roto y perdido capullo de abril. Tú me ves, oh Laura, penando morir, y quizá no sabes que muero por ti. Ya es vano el silencio. Yo te adoro, sí. Por ti me atormentan mil penas y mil. Si airada la tumba me quieres abrir... no ignores al menos que muero por ti». ¡Oh qué preciosa canción! (¿Seré yo esta Laura bella?) AMADEO. Si hay algún mérito en ella es todo del corazón. MARCELA. No se llame sin ventura quien maneja así la lira; ni la belleza que inspira tanto amor, tanta ternura. AMADEO. ¡Ah! Si... MARCELA. Nombre imaginario, Laura sin duda será, que los poetas allá tienen otro calendario. Y la razón es muy llana: ¿quién en los versos tolera a una Blasa, a una Sotera, Jerónima o Sinforiana? ¿Y tanta es la perfección de esa Laura? ¿Ha sido fiel el poético pincel? ¿No ha habido exageración? AMADEO. (_Con entusiasmo_). Es de las gracias modelo; la formaron los amores; sus ojos encantadores robaron la luz al cielo; flores nacen donde pisa... MARCELA. (_Remedándole_). Su dulce voz enajena, y las almas encadena con su hechicera sonrisa; su boca es fragante rosa de Chipre... o de Jericó.— ¿Piensa usted que no sé yo cómo se pinta a una hermosa? AMADEO. (Se burla. No me declaro.) MARCELA. (¿Tendrá Juliana razón?) ¿Pero quién en conclusión es ese portento raro? AMADEO. No seré yo quien le nombre. MARCELA. ¿Es delito por ventura el adorarla? AMADEO. Es locura. MARCELA. ¡Locura! ¿Eso dice un hombre? ¿Es de áspera condición? AMADEO. No, que su agrado enamora. MARCELA. ¿Es casada? AMADEO. No, señora. Más honesta es mi pasión. MARCELA. (Yo de mi duda saldré.) ¿Es amiga mía? AMADEO. Sí. MARCELA. ¿Vive muy lejos de aquí? AMADEO. No. MARCELA. ¿Quiere a otro? AMADEO. No sé. MARCELA. ¿Hoy la habrá usted visto? AMADEO. Ya. MARCELA. ¿Puso mala cara? AMADEO. No. MARCELA. ¿Le ha dado a usted celos? AMADEO. ¡Oh! MARCELA. ¿Le ha hecho a usted preguntas? AMADEO. ¡Ah! MARCELA. ¡Qué lacónico es usté!— Vaya; tome su canción, y a la primera ocasión... AMADEO. ¡Ah! Ya es inútil. MARCELA. ¿Por qué? AMADEO. Porque su rigor me hiela. MARCELA. Cualquiera de esto se halaga; y si tanto amor no paga, lo agradecerá... AMADEO. ¡Marcela! MARCELA. Tome usted sus versos. AMADEO. ¡Oh! MARCELA. ¡Dale con tanto gemir! Acabe usted de decir que soy esa Laura yo. AMADEO. (_Turbado_). ¡Ah! Si... mi... la... MARCELA. (_Riéndose_). Si... mi... la... ¿Me enseña usted el solfeo? AMADEO. (Perdido soy. Bien lo veo.) MARCELA. (Lástima y risa me da.) Vaya; hable usted con franqueza, monosílabo señor. ¿Soy yo causa de su amor? AMADEO. ¡Oh desventura! ¡Oh flaqueza! MARCELA. De nada me maravillo; y... AMADEO. ¡Dura fuerza del hado! MARCELA. Vaya, hable usted, o me enfado. AMADEO. ¡Ay, Marcela! MARCELA. (¡Ay, tabardillo!) AMADEO. ¿Conque al fin he de romper mi silencio? MARCELA. Sí; ya es hora. AMADEO. Pues la que mi pecho adora... MARCELA. Ya no lo quiero saber. AMADEO. ¡Ah! (_Se deja caer sobre una silla_). ESCENA V. DON AMADEO, MARCELA y DON MARTÍN. MARTÍN. Gracias al cielo doy, que al fin ya libre me veo... MARCELA. ¿De quién? MARTÍN. De don Timoteo. Bufando de rabia estoy. MARCELA. ¿Pues cómo?... MARTÍN. ¡Malditos sean sus sinónimos eternos! Hay hombres de los infiernos que cuando hablan aporrean. No acabará en quince días, a no hacerle yo acostar, y torna a sus profecías; y retorna al nacimiento... ¡Digo! ¡Pues tenía traza de dejarme meter baza! ¡Oh, qué hablador tan sangriento! Aquello era por demás. ¡Hija, qué nube! ¡Qué nube! Intención mil veces tuve de enviarle a Satanás. No lo puedo resistir; me desesperan, me endiablan esos que hablan, y hablan, y hablan sin respirar ni escupir. Sirve en mi cuerpo un alférez que es hablador furibundo, y se llama don Facundo Valentín Pérez y Pérez. No hay poder hablar con él. ¡Sí, sí, facilito es eso! En soltando la sin hueso a ninguno da cuartel. Un día se puso a hablar conmigo: yo le quería interrumpir. ¡Bobería! Sintió que iba a estornudar. En tan crítico momento ¿qué hacer? La boca me tapa, el estornudo se escapa, y prosigue con su cuento. ¡Digo! Esto es ser hablador. Pues con tanta algarabía, por cartujo pasaría al lado de ese señor. Es mucha, mucha crueldad. ¡Válgame Dios, qué carcoma!... No lo tome usted a broma: eso es una enfermedad. Vamos; aún me dan sudores. ¡Qué suplicio! ¡Qué agonía! ¡Jesús! ¡Mala pulmonía en todos los habladores! MARCELA. Cuenta con la maldición. MARTÍN. Pues qué, ¿me puede alcanzar? MARCELA. No; a usted no, que es para hablar la suma moderación; mas, ¡oh prodigio admirable! En el próximo aposento, a usted le ha dado tormento un hablador perdurable. Pues véame usted; yo sudo de fatiga y de pesar, porque acabo de lidiar con un sempiterno mudo. MARTÍN. ¡Mudo! ¿Y quién...? AMADEO. ¡Ábrete, abismo! MARTÍN. ¡Calla! ¿No es mi primo aquel?— Diga usted, Marcela: ¿es él ese mudo? AMADEO. ¡Ay Dios! MARCELA. El mismo.— Nunca gusté de llorones. ¿Dónde hay cosa más molesta que oír solo por respuesta suspiros e interjecciones? MARTÍN. ¿Pero cuál es tu quebranto? Amigos somos los dos. Habla; di... AMADEO. ¡Pluguiera a Dios que no hubiese hablado tanto! MARCELA. Amor le saca de tino; mas no sé quién le avasalla. Si se lo pregunto, calla; solloza si lo adivino. Y por cierto que hace mal, y procede como necio; que de sensible me precio, si no de sentimental. Siento los males ajenos; soy su amiga verdadera; y satisfacer debiera mi curiosidad al menos. Pero si tanto le halaga dentro del pecho su pena, guárdesela enhorabuena, y buen provecho le haga. AMADEO. Yo... MARTÍN. ¡Quita allá, que eso es mengua! ¡Nada! A salir del barranco.— A bien que yo soy más franco: no me morderé la lengua. Yo no soy nada hablador, que de prudente me paso; pero cuando viene al caso hablo más que un sangrador. Precisamente deseo ahora más que nunca hablar: ¡tal dieta me ha hecho pasar el señor don Timoteo! Ya que usted me da licencia, y puesto que el Dios vendado al más lego, al más callado da facundia y elocuencia, basta, basta de tormento; salga del pecho mi afán, que estoy hecho un alquitrán, y si no canto, reviento. No hay que dudar de mi fe, porque Dios me hizo soldado, que Aquiles fue enamorado, y Marte mismo lo fue. No sirve contra Cupido el vestir férrea coraza, que cual si fuera de estraza la taladra el fementido. Harto he mostrado a mi dama celebrando su belleza, la intensidad, la fiereza de esta pasión que me inflama. Ni Amadís, ni Beltenebros, ni cuantos de amor bramaron, a sus bellas regalaron tantos, tan dulces requiebros; mas temiendo sus enojos, admiro mi cobardía, no la he dicho todavía: «Muerto me tienen tus ojos». Mis intenciones son rectas: bien lo puede conocer; pero está visto, es mujer que no entiende de indirectas. Yo con mi amor no la ultrajo, porque al fin soy caballero. Pues pecho al agua. ¿Qué espero? Echemos por el atajo. MARCELA. (¡Oh, qué exordio impertinente!) MARTÍN. ¿Qué dice usted? MARCELA. Nada digo. Prosiga usted. AMADEO. ¡Ah! MARTÍN. Prosigo, que ya he soltado el torrente. Hay mujeres cuyo oficio es barrenar corazones, y con dulces ilusiones sacar a un hombre de quicio. Mujeres que a su pesar son imán de los placeres; y en fin, señora, mujeres que es forzoso idolatrar. Graciosas, discretas, bellas, y apacibles como el cielo, ¿cuál es el hombre de hielo que no suspira por ellas? Una entre todas domina, como suele en los collados entre tomillos menguados descollar gigante encina. Por ella estoy con el Credo en la boca; y no, no es chanza, si no cumple mi esperanza dará conmigo en Toledo. Si el hombre más insensible la adora mal de su grado, ¿qué haré yo, desventurado? ¡Yo, que soy tan combustible! Pues ese dulce martirio; esa deidad de la tierra, que me mueve tanta guerra, que me infunde tal delirio; ese apetecido bien; esa suspirada aurora; ese prodigio... ESCENA VI. DON MARTÍN, MARCELA, DON AMADEO y JULIANA que llega corriendo. JULIANA. ¡Señora! MARTÍN. Maldita seas, amén. JULIANA. Venga usted, que hay novedad.— Yo estoy loca. MARCELA. ¿Qué ha ocurrido? JULIANA. Que Clitemnestra ha parido con toda felicidad. MARTÍN. ¡Clitemnestra! JULIANA. ¡Pobrecita! MARCELA. ¡Oh, qué gozo! ¿Y cuántos? JULIANA. Tres. MARTÍN. ¿Se puede saber quién es?... JULIANA. ¿Quién ha de ser? La gatita.— Venga usted: el uno es negro; otro tiene un collarín... MARCELA. Perdone usted, don Martín.— (_Se va corriendo_). Vamos, vamos. ESCENA VII. DON AMADEO y DON MARTÍN. MARTÍN. ¡Pues me alegro! ¡Oh, mujer aleve, ingrata! ¡Con la palabra en la boca me deja como una loca porque ha parido la gata! AMADEO. ¡Oh cielo! MARTÍN. ¡Tratarme así! ¡Si lo veo y no lo creo!— ¿Qué dices de esto, Amadeo? Responde. AMADEO. ¡Triste de mí! MARTÍN. ¡Quedamos lindas figuras para adornar un retablo! AMADEO. ¡Ay! MARTÍN. Jeremías del diablo, ya la paciencia me apuras. ¿De qué te quejas, maldito? AMADEO. De mi desdicha. MARTÍN. Si es tanta, mala angina en tu garganta, pon en las nubes el grito; desahoga el corazón; truena, y no con esa calma te estés repudriendo el alma con tanta lamentación. En el café mucho hablar. Vaya; ¿quién te pone tasa? Y en entrando en esta casa solo sabes suspirar. (_Le hace levantar_). Levanta; deja de hacer en ese rincón el búho, y reneguemos a dúo de esa funesta mujer. Toma parte en mi rabieta, y pues tanto me ultrajó, llámala tú, como yo, frívola, falsa, veleta. Por mucho que tú te asombres de su garbo sin segundo, di que Dios la ha echado al mundo para acabar con los hombres. Di conmigo, pues me mata: «Mujer inicua y sin fe, permita Dios que te dé veinte arañazos la gata». AMADEO. No la haré yo tal agravio; no tomaré tal venganza. Solo para su alabanza osaré mover el labio. Mientras con saña importuna te quejas de su desvío, yo la pondré, primo mío, en los cuernos de la luna. Diré que eclipsa la gloria de Cleopatra, de Lucrecia, y de aquella que en la Grecia dejó perpetua memoria. Diré que es, cual otro Edén, aquel rostro afable, hermoso. Diré que es grato y sabroso hasta su mismo desdén. Con tierna solicitud, si tanto puede mi acento, encomiaré su talento, ensalzaré su virtud. Diré que es dulce, sencilla, cuerda, apacible, donosa; y diré en verso y en prosa que es la octava maravilla. MARTÍN. ¡Qué fuego! ¡Qué ponderar! Estoy de oírte pasmado. O la viuda te ha flechado, o yo no sé qué pensar. AMADEO. ¡Ah! Sí; mi pecho la adora, y en él su imagen grabada... MARTÍN. ¡Mire usted con qué embajada me sale el primito ahora! Yo bien decía entre mí: este pisó mala yerba; pero es tanta tu reserva... Nunca obsequiarla te vi... Yo atendía a otro negocio, y con mi afán no advertía... Pues escucha: juraría que tenemos otro socio. AMADEO. ¡Otro! ¿Y quién? MARTÍN. Don Agapito. AMADEO. Sí, pero en vano porfía. MARTÍN. Querer a ese hombre sería imperdonable delito; bien lo conozco. No obstante, como amor todo es chiripas... AMADEO. ¡Qué! ¡Si da dolor de tripas solo el mirar su semblante! Menospreciarle debemos, porque a un bicho tan cuitado le honraría demasiado... MARTÍN. Calla, que aquí lo tenemos. ESCENA VIII. DON MARTÍN, DON AMADEO y DON AGAPITO con un cucurucho de dulces. AGAPITO. Todo Madrid he corrido por traer de los mejores, hasta que al fin..., ¡oh, señores! ¿Y Marcela? ¿Dónde ha ido? (_Don Martín y don Amadeo rodean a don Agapito y le hablan con mucho misterio_). MARTÍN. A una solemne función. AGAPITO. ¿A estas horas? No sospecho... AMADEO. Está postrada en su lecho... la viuda de Agamenón. AGAPITO. ¡Eh, señores! Esa chanza... MARTÍN. No es ilusión. AMADEO. ¡Oh maldad! ¡Oh perfidia! MARTÍN. ¡Oh liviandad, que está clamando venganza! AGAPITO. Vaya, basta de tramoya, que es para aspar a cualquiera... MARTÍN. ¡Oh Atrida! ¡Más te valiera haber fenecido en Troya! AGAPITO. Pues digo que es buen humor... AMADEO. ¡Ay, señor don Agapito. tres de una vez! ¡Oh delito! MARTÍN. ¡Y el uno es negro! ¡¡Qué horror!! AGAPITO. Véame yo confundido si entiendo un solo vocablo. AMADEO. ¡Silencio! AGAPITO. Pero ¿qué diablo...? MARTÍN. ¡Chist!... Clitemnestra ha parido. AGAPITO. ¿Clitemnestra? Por mi abuela... MARTÍN. ¿Quiere usted que lo repita? AGAPITO. (_Dando palmadas_). ¡Ah! ya entiendo. La gatita, la gatita de Marcela. Por vida... Me alegro mucho. Voy corriendo; Voy a ver... (_Despidiéndose_). Señores... MARTÍN. ¿Puedo saber qué encierra ese cucurucho? AGAPITO. Son bombones, capuchinas, almendras garapiñadas, yemas acarameladas y pastillas superfinas. ¿Gusta usted, don Amadeo? ¿Y usted...? MARTÍN. La ventura alabo de don Agapito. ¡Bravo! Ya hay dulces para el bateo. Corra usted... AMADEO. Corra usted; sí. Mi enhorabuena le doy. MARTÍN. Cuidarla mucho. AGAPITO. Voy, voy.— El negrito para mí. ESCENA IX. DON MARTÍN y DON AMADEO. MARTÍN. ¿Has visto, primo, en tu vida más ridículo animal? AMADEO. Ya se iba amoscando un poco. MARTÍN. ¡Oh! Y si él se enoja, es capaz... de caerse muerto.—Pero dejémosle acariciar a su Clitemnestra, y vamos a otra cosa más formal. ¿Conque amas a la viudita? AMADEO. ¿Y quién, oh primo, verá tantas gracias en su rostro y en su cuerpo celestial sin sentir dentro del pecho un amoroso volcán? MARTÍN. A mí también me ha gustado más de lo que es regular; y, por cierto, no esperaba que fueses tú mi rival. Yo creí que satisfecho con merecer su amistad, no aspirabas a la dulce coyunda matrimonial. AMADEO. Tampoco yo esperaba que fueses tú su galán. MARTÍN. ¡Poeta y amar de veras, es cosa particular! AMADEO. ¿Y qué diremos de ti, andaluz y capitán? MARTÍN. Como que iba yo a pedirte me hicieses un madrigal para pintar a Marcela mi dulce cautividad. AMADEO. Yo me iba a valer de ti para decirla mi afán. MARTÍN. Pues querernos a los dos no es posible. AMADEO. Claro está. MARTÍN. Dejarla es duro; matarnos sería una necedad. ¿Qué haremos? AMADEO. Querido primo, ya sabes tú cuán fatal soy en amores. La adoro. Solo la tumba podrá de mi triste corazón la activa llama apagar; mas sea que no merezco tan peregrina beldad, sea que con tantos ayes la he llegado a fastidiar, bien conozco que Marcela no será mía jamás. Tú sabes mejor que yo la ciencia de enamorar. Yo soy tímido en extremo; tú eres en extremo audaz; a mí no me da esperanzas; acaso a ti te las da.— Yo te cedo su conquista: sí, Martín; y de este umbral apartado para siempre, triste, desvalido, ¡ay!, lloraré mi desventura en amarga soledad. MARTÍN. ¡Ah, ah!... Déjame reír. AMADEO. ¿Conque estoy para expirar, y te ríes? MARTÍN. No hay cuidado: pronto te consolarás, que amores inconsolables no son fruta de esta edad. AMADEO. ¡Cómo! ¿Tú dudas, Martín, de mi amor?... MARTÍN. No dudo tal; pero hablemos con franqueza, pues nos conocemos ya. Hoy por Marcela suspiras; mañana suspirarás por otra. AMADEO. Yo soy sensible; yo no vivo sin amar. MARTÍN. Pues por eso mismo es fácil que rinda tu voluntad otra Filis u otra Laura, amartelado zagal. Tres damas te he conocido desde el día de San Juan. La cuarta es Marcela.—Vamos, dime ahora la verdad: ¿no te atreves con la quinta? ¿No hay en tu pecho lugar para hospedarla? ¡Qué diablos! Aunque sea en el zaguán. AMADEO. Aún me harás reír, Martín, y eso es una iniquidad. MARTÍN. Yo también amo a Marcela; pero amo a lo militar; reservándome algún tanto de juicio y de libertad, por si hay que volver las grupas hacia el cuartel general. Cuando la veo, me inflamo, pierdo la chaveta, y más si esgrime aquellos ojos que tanta guerra me dan. Confieso que si lograra su mano, fuera el mortal más dichoso, pero, amigo, no me dejará enterrar como amante de novela si calabazas me da. AMADEO. Pero en suma, ¿qué partido tomaremos? MARTÍN. Declarar formalmente nuestro amor a la viuda, y cada cual ver cómo puede rendirla. No es mucha temeridad, que ella nos anima a todos con su carácter jovial. Manos a la obra, Amadeo. ¡Al grano!, que lo demás es perder tiempo. Al que venza, su fortuna le valdrá, y el que quedare vencido ceda el campo a su rival. AMADEO. Pues lo quieres, me conformo. MARTÍN. Entre tanto, dame acá esos cinco. Siempre amigos. AMADEO. Siempre amigos.—Y del tal don Agapito, ¿qué hacemos? MARTÍN. Declararle sin piedad la guerra; mortificarle, perseguirle y no parar hasta echarle de esta casa; que aunque él es moro de paz, y no puede desbancarnos, semejante orangután, sin embargo, será útil... AMADEO. ¿Para qué? MARTÍN. Para estorbar. Sígueme; vamos a casa, y dispondremos el plan de ataque. (Mucho me engaño, o la hago capitular). FIN DEL ACTO SEGUNDO. ACTO TERCERO. ESCENA PRIMERA. DON TIMOTEO y MARCELA. TIMOTEO. Pues hemos quedado solos, ven; sentémonos aquí, sobrinita. MARCELA. Está muy bien. (_Se sientan_). ¿Qué me quiere usted decir? TIMOTEO. Muerto, o difunto, tres años hará el día de San Luis, tu marido, tu consorte, tu esposo don Valentín; eres viuda, pero viuda todavía en el abril; quiero decir, en la flor de tus años. ¿No es así? MARCELA. Cierto. (¿A dónde irá a parar?) TIMOTEO. Aunque en edad juvenil, por tu estado, tu talento, tu independencia, y en fin, porque te dan tus haciendas una renta de dos mil y quinientos pesos fuertes, que hoy día es un Potosí, eres hábil, apta, idónea, según el fuero civil; digamos, según las leyes y costumbres del país, para hacer lo que te agrade de tu persona gentil. MARCELA. Pero... TIMOTEO. Sentado y supuesto que tienes maravedís, esto es, dinero, caudal para poder subsistir... Digamos... MARCELA. Al grano, tío. TIMOTEO. Aunque no es tampoco ruin, o, si se quiere, mezquina, cicatera, baladí mi fortuna, pues poseo, gozo y disfruto en Madrid seis mil ducados anuales, que no es un grano de anís, no te hago ninguna falta; no necesitas de mí. Pero apenas cinco lustros acabas tú de cumplir, o sean veinte y cinco años; y supuesto que en monjil no se han de trocar tus galas; y, si no quieres mentir, una voz dentro del pecho a nueva amorosa lid te está brindando; Marcela, sobrina, por San Dionís, al yugo del himeneo vuelve a humillar tu cerviz. Cásate, y antes que muera, antes que llegue al confín, al término de mi vida, que ya la tengo en un tris, véame yo en tus hijuelos renacer, reproducir, ya que no pueda en los míos, por culpa de mi Beatriz, que en gloria descanse, aunque ella me echaba la culpa a mí. MARCELA. Aún no soy tan vieja, tío, que me tenga sin dormir el ansia de pronunciar en los altares un sí. Doy por sentado que el hombre, lo mismo aquí que en París, es de la mujer apoyo, como el olmo de la vid; pero aunque tanta viudez ya me empezase a aburrir, porque insensible no soy cual figura de tapiz, eso de casarse, tío, no se hace así como así. ¿He de pregonar mi mano a son de caja y clarín? TIMOTEO. No digo tal; Dios me libre de pensamiento tan vil, ¡porque vale más tu mano que el imperio marroquí! Quédese para las feas el descaro y el ardid, o sea... ¡Cuántos habrá que suspiren entre sí, quiero decir, en silencio, por enlazar, por unir su destino con el tuyo! Ahí tienes a don Martín, al capitán, que delira, bebe los vientos por ti. MARCELA. ¿De veras? TIMOTEO. Sí, me lo dijo sobre mesa, y no en latín, porque, como al fin, criado en la orilla del Genil, tiene un desparpajo... Y vaya; que no es cosa de escupir, de menospreciar... Treinta años; hombre fuerte, varonil; capitán de artillería, con haciendas en Coín, y en Loja, y en Antequera; noble como el mismo Cid; franco, alegre... Para esposo, vamos, no hay más que pedir.— ¡Ah, picaruela! ¿Te ríes? Él se ha valido de mí... MARCELA. Pero... TIMOTEO. Entiendo. Tu modestia, tu rubor... ¡Oh, qué sutil, qué sagaz soy yo, qué fino para esto de descubrir, adivinar, sorprender un secreto femenil! Esto es hecho. Ahora a tus solas... Adiós, me voy al jardín. Echaré pan a los peces y subiré perejil para mañana. ¡Qué boda! ¡Qué brillante porvenir! Serás muy afortunada, muy dichosa, muy feliz. ESCENA II. MARCELA. MARCELA. ¡Pues! Porque ve que me río, ya se va tan satisfecho; ya presume que mi pecho... ¡Qué original es mi tío! Sensible soy como todas; no me pienso emparedar, pero me pongo a temblar con solo hablarme de bodas. Me hallo bien con mi reposo, con mi dulce libertad, y temo hallar en verdad un tirano en un esposo. Mas si al fin, como mujer, me es forzoso sucumbir, ya que yo lo he de sufrir, yo me lo quiero escoger. ESCENA III. MARCELA y JULIANA. JULIANA. ¡Buenas nuevas! El criado de don Agapito ahora me acaba de dar, señora, este billete cerrado. MARCELA. ¿Y a quién dirige esa esquela el señor don Agapito? JULIANA. Lea usted el sobrescrito. MARCELA. (_Toma el billete, y lee el sobre_). «Para la hermosa Marcela».— Extraño, por vida mía, que un papel quiera enviarme un hombre que pueda hablarme a cualquier hora del día. JULIANA. Faltándole atrevimiento para hablar, la cosa es clara, en ese papel declara su amoroso pensamiento; pues, por mucho que presuma de la victoria, es constante que maneja todo amante mejor que el labio la pluma. Sí; carta es de amor. MARCELA. Lo creo, porque me dijo no ha mucho... JULIANA. Ya con impaciencia escucho. Abra usted, pues. MARCELA. Abro y leo. «Adorable y adorada Marcelina: Unidos nuestros corazones por los ocultos resortes de mágica armonía, como los sones del trombón se acuerdan con los ecos del violín cuando marcan los compases de una contradanza con melodiosa cadencia...» ¡Buen principio! Esto promete. Me pasma tanta elocuencia. JULIANA. Con melodiosa cadencia... Vale un mundo ese billete. MARCELA. «Días ha que nuestros ojos son los únicos intérpretes de nuestra recíproca ternura; pero ha tomado tal incremento la mía, que ya no la puedo contener en los límites de mi silencio, aunque expresivo y elocuente. Un poeta misántropo y calenturiento; un militar atolondrado y hablador, la bloquean a usted, y, envidiosos de mi ventura, parece que se empeñan en secuestrar mis amores. Declaro, pues, por escrito, desesperado de poderlo hacer de palabra, que mi gusto por la danza, mi pasión por la moda, mi fanatismo por las sedentarias e inocentes labores del bello sexo, a que usted pertenece, y con el cual aspiro a identificarme, y últimamente, mi afición a las pastillas de coco y a los merengues, no embelesan tanto mis sentidos como una sola mirada de la interesante Marcela. Arda, pues, para nosotros la antorcha de Himeneo, y envidien todos los elegantes de Madrid al derretido y amartelado _Agapito Cabriola y Bizcochea_». JULIANA. ¡Oh, qué melifluo papel! MARCELA. Su lectura causa tedio. ¡Qué novio para un remedio! JULIANA. Pues calabazas en él. MARCELA. Me enfada su presunción y su descaro inaudito. ¿Cuándo el tal don Agapito conquistó mi corazón? Si a mi despecho tal vez sus visitas he sufrido, porque mi paciencia ha sido mayor que su estupidez; si su necia petulancia me ha dictado con razón algún elogio burlón que ha convertido en sustancia; si, como hago con cualquiera por no poderlo evitar, mi mano le suelo dar al subir una escalera; si sufro, por no hacer dengues sobre lo que nada vale, que alguna vez me regale caramelos y merengues, no le autorizo por esto a tan extraña osadía, ni mi amor jamás pondría en hombre tan indigesto. JULIANA. ¡Uf! Me da dolor de muelas; de mirarle me empalago. Dele usted carta de pago, y vaya a las Covachuelas. MARCELA. No pasará de esta noche, puesto que a tanto se atreve. Ya que el demonio me lleve, quiero que me lleve en coche. JULIANA. ¿Y qué le digo al criado que espera contestación? MARCELA. Le dirás que a la oración... (_Suena una campanilla_). Anda a ver quien ha llamado. ESCENA IV. MARCELA. MARCELA. ¡Pues estará poco ufano con mi pretendido amor! ¿Yo esposa suya? ¡Qué horror! Antes cortarme la mano. Yo le haré con mis desprecios... ¡Señor, _que no ha de poder_ _ser amable una mujer_ _sin que la persigan necios_! ESCENA V. MARCELA y JULIANA. JULIANA. Señorita, ¡gran correo! Dos cartas más. ¡Qué fortuna! Don Martín manda la una, la otra don Amadeo. También esperan respuesta los criados de los dos. MARCELA. Dame, dame.—Santo Dios, ¿qué conspiración es esta? JULIANA. ¡Bueno! ¿Qué hace usted con tres declaraciones ahora? MARCELA. Leamos.—«A mi señora doña Marcela Cortés». JULIANA. (La veo en terrible aprieto.— ¿Quién se llevará la torta?) MARCELA. Esta a lo menos es corta. «_A Marcelita_: soneto.— Si digno fuera de tu ansiada mano quien más rendido tu belleza adora, pronto luciera la benigna aurora, término a tu desdén, que lloro en vano. Mas ¡ay!, jamás logró poder humano dar leyes al amor; jamás, señora, que, a poderlas dictar, mi pecho ahora se holgara de romper su yugo insano. No con dulce esperar me lisonjeo: solo te pido en premio a mi ternura, el fatal desengaño que preveo: Bien como en cárcel hórrida y oscura solía un tiempo el inocente reo la muerte preferir a la tortura. _Amadeo Tristán del Valle_». JULIANA. A ese no habrá quien le tilde de vano y de presumido. ¡Qué modesto, qué rendido, qué respetuoso, qué humilde! MARCELA. Si es cierto amor tan extraño, yo estoy muy comprometida, porque va a perder la vida si le doy un desengaño. JULIANA. Pero es tan bello sujeto, tan amable... Bien merece... (Buena señal, que enmudece.) MARCELA. Mucho me agrada el soneto. JULIANA. Por fuerza ha de ser muy fiel quien tales sonetos fragua. ¡Eh, señora! Pecho al agua. Decídase usted por él. MARCELA. No es imposible que sienta lo que me dice. JULIANA. Pues ya. MARCELA. Pero el soneto quizá se ha escrito para cuarenta. JULIANA. Con tal marido, yo espero... MARCELA. Después de la bendición, suele volverse león el más tímido cordero. JULIANA. Mi corazón se conmueve, y a ser la cosa conmigo... MARCELA. Confieso que es el amigo que más aprecio me debe; mas casarme... JULIANA. Voto a San... Si no nos aventuramos, señora mía... MARCELA. (_Después de un momento de reflexión_). Leamos la carta del capitán.— «Amable Marcelita: Esta tarde me hubiera declarado verbalmente, a no habérmelo impedido el parto de _Clitemnestra_. Me dejó usted plantado por una gata...». Aunque nada hay malo en esto, nunca tan frívola fui. Para escaparme de aquí me valí de aquel pretexto; porque estaba ya en un potro, y no podía sufrir al uno por su gemir, y por su charlar al otro.— «Pero yo no lo atribuyo a desprecio, sino a un capricho, a una chanza, o tal vez al designio de hacerme ver que ciertas materias se deben tratar sin testigos.—Ya es tiempo de explicarme. »Treinta años hace que soy soltero, y no es para hombres de mi temple el ser toda la vida de Dios una misma cosa. Unos me pintan el matrimonio como el más espantoso cautiverio; otros dicen que es un manantial de dichas y de placeres. Cada uno cuenta de la feria como le va en ella. Yo quiero salir de dudas, porque siempre he sido curioso, y porque empiezo a cansarme de andar, como suelen decir, a salto de mata. Los mandamientos de la ley de Dios me prohíben hostilizar a la mujer del prójimo. Dicen que todo lo puede el dinero: mentira. Yo tengo tres mil duros de renta, y nunca he podido comprar los verdaderos placeres, que otros más afortunados disfrutan _gratis_. Me canso de lidiar con patronas y lavanderas. Por otra parte, cuando yo nací, mi padre fue lo que yo no he sido todavía, y un hombre como yo no ha de ser menos que su padre. Por estas y otras razones he resuelto casarme; y habiendo de elegir una esposa, ¿quién mejor que usted, viudita mía? Talento, gracia, hermosura... ¡Cuántos presagios de ventura matrimorial!—Aunque creo que no me mira usted con repugnancia, ignoro todavía el lugar que ocupo en ese corazón; pero me parece que no haría usted ningún disparate en casarse conmigo, porque, sin vanidad, me atrevo a ser tan buen consorte como el primero. »Ya ve usted que esto es hablar al alma. He dicho. Responda usted ahora con la misma franqueza a su resuelto pretendiente, Q. S. P. B. _Martín Campana y Centellas_». ¡Epístola singular! ¿Has visto un novio más brusco? JULIANA. Por cierto que el hombre es chusco. ¡Qué modo de enamorar! MARCELA. Alabo su buen humor, y su carta me da gozo, que al fin es soberbio mozo... JULIANA. Y muy soberbio hablador. MARCELA. Mas con gracia. JULIANA. No ha de ser Por mi voto el preferido. ¡Dios me libre de un marido que hable más que su mujer! MARCELA. ¿Conque no te agrada? JULIANA. No. Yo le haría mil desdenes. MARCELA. Juliana, mal gusto tienes.— ¿Y si le escogiera yo? JULIANA. Preciso es que la chaveta perdiera usted, ama mía. A quien yo preferiría es al poeta. MARCELA. El poeta... Sí... JULIANA. Yo hablo sin interés. Ello, usted se ha de casar. MARCELA. ¡No me dejan respirar! JULIANA. Vamos; ¿a cuál de los tres...? MARCELA. Poco a poco. ¿Es puñalada de pícaro? Loca estoy. ¡Tres a un tiempo! Se lo doy, Juliana, a la más pintada. JULIANA. ¿Pero qué contestación a los criados daré? MARCELA. Que aquí vuelvan, les diré, sus amos a la oración. JULIANA. Pues qué, ¿va usted a salir? MARCELA. Voy a hacer una visita ahí arriba, a doña Rita. JULIANA. No me quiere usted decir... MARCELA. Muy pronto, te lo prometo, todos mi elección sabrán.— (¡Qué franco es el capitán!— ¡Qué letrilla, y que soneto!) (_Se retira pensativa_). ESCENA VI. JULIANA. JULIANA. ¡Mal haya tanto misterio! Ahora iría con el chisme a Gertrudis si supiera... ¡Desgraciadas las que sirven a estos señores que quieren que todo se lo adivinen!— Vamos, no dirá el poeta que Juliana es insensible a su regalo.—Y presumo que la viuda le distingue.— Por otra parte, yo temo que la balanza se incline a don Martín.—Esta duda tanto me aburre y me aflige, como si fuera yo alguno de los tres novios insignes.— Con esto, y con que después se la lleve el alfeñique de don Agapito... ¡Oh! No. ¡Qué locura! No es posible.— ¿Quién se acerca?—Él es. ESCENA VII. JULIANA y DON AGAPITO. AGAPITO. Juliana, muy buenas tardes. JULIANA. Felices. AGAPITO. Ya sé que tu ama ha leído mi billete. Dime, dime... JULIANA. Le cita a usted... AGAPITO. Ya lo sé. ¡Si me lo ha dicho Felipe!... Pero yo estoy impaciente, y es preciso que averigüe... JULIANA. También ha citado... AGAPITO. ¿A quién? JULIANA. Al poeta. AGAPITO. ¿Qué me dices? ¿Se ha declarado por fin? JULIANA. Sí, señor. AGAPITO. ¡Mire usted! JULIANA. _Item_. Comparecerá también a su tribunal temible el capitán don Martín, a fin de que se administre recta justicia a los tres. AGAPITO. ¡Bien! Comparecencia triple. ¿Es concurso de acreedores? Con tal que a mí me adjudiquen la hipoteca... ¡Oh! ¿Quién lo duda?— Me alegro de que nos cite a un tiempo a los tres. Mi triunfo así será más plausible, más solemne, y mis rivales... ¡Cuánto voy a divertirme! Di: ¿cómo, cómo leyó mi carta? Con apacible sonrisa, con cierta... Aguarda: ¿te gustan los diabolines? Aún tengo... JULIANA. No soy golosa. AGAPITO. ¿Qué le ha parecido el símil?... JULIANA. No entiendo. AGAPITO. La consonancia de trombones y violines, comparada a nuestro amor. El pensamiento es sublime. ¿Lo celebró? (_Va oscureciendo_). JULIANA. Sí, señor; soltando el trapo a reírse, como yo. AGAPITO. Pues; de alegría. Y dime: ¿tú no advertiste palpitación en su pecho, y así..., un rubor...? JULIANA. (¡Oh, qué chinche!) Excuse usted las preguntas, porque yo no he de decirle ni una palabra. AGAPITO. Está visto. Sin duda se me apercibe alguna dulce sorpresa. ¡Oh! Pero yo soy muy lince. JULIANA. Al más lince se la pegan. AGAPITO. ¡Oh! Lo que es a mí, es difícil.— Hablemos claro: yo sé que Marcela se desvive por mí, y esos mentecatos, en vano, en vano compiten conmigo. JULIANA. Tengo que hacer, y si usted me lo permite... AGAPITO. Anda con Dios.—Ah, te ofrezco, luego que se realice mi casamiento... JULIANA. ¿Un vestido? AGAPITO. Una libra de confites. JULIANA. Mil gracias por la fineza. (Mala víbora te pique.) ESCENA VIII. DON AGAPITO. AGAPITO. ¡Bravo! La victoria es mía. Esta noche se despiden mis rivales, y no bien me dejen el campo libre, trataremos de la boda. A mediodía, convite gastronómico: a la noche, gran concierto, baile... Envidien mi fortuna los que tanto con sus bromas me persiguen; los que me llaman enclenque, y fatuo, y... Yo sé el _busilis_ mejor que nadie; y mujer que a mis gracias no se rinde, bien puede decir... ¡Qué veo! Allí vienen el belitre de don Martín y su primo don Amadeo. ¡Infelices! ESCENA IX. DON AGAPITO, DON MARTÍN y DON AMADEO. MARTÍN. No puede tardar. Aquí la aguardaremos. AMADEO. ¡Terrible momento! MARTÍN. Don Agapito. Hagamos lo que te dije. ¡Duro en él! Yo por un lado; tú por otro.—Don Melindre (_Dándole una palmada en el hombro_), buenas noches. AGAPITO. Poco a poco. No quiero que me acaricien de ese modo. AMADEO. (_Por el lado opuesto haciendo lo mismo_). Buenas noches.— ¿A cómo van los anises? AGAPITO. ¡Eh, que mis hombros no son de piedra! MARTÍN. No: son de mimbre; ya lo sé; pero mi afecto... AGAPITO. Bueno está que usted me estime, pero... AMADEO. ¡Cuidado, que soplan unos vientos muy sutiles, y usted no está para fiestas! Le aconsejo que se cuide. AGAPITO. Pero, señores, ¿qué diablos?... Quiero que ustedes descifren... MARTÍN. Guárdese usted del sereno. AGAPITO. Pero aunque yo me constipe, ¿qué le importa a nadie? MARTÍN. Vamos; el que de esto no se ríe, no tiene gusto. AGAPITO. Señores... MARTÍN. Oye para que te admires. Ese apéndice... AGAPITO. ¡Qué frases! No; pues como yo me irrite... MARTÍN. Quiere casarse. AMADEO. ¿De veras?— No haga usted caso. Son chistes de mi primo. ¡Usted casarse! AGAPITO. Sí, señor. ¿Y quién lo impide? MARTÍN. Y con Marcela. ¡Ahí es nada! AGAPITO. ¡Bueno es que ustedes me priven!... MARTÍN. Hombre, no sea usted fatuo. AMADEO. Hombre, no sea usted simple. MARTÍN. ¿Dónde se ha metido usted? AMADEO. Mejor es que se retire con sus honores... AGAPITO. ¡Por vida!... Desde que tengo narices, no me he visto... MARTÍN. ¿Quiere usted, con esa traza de tiple, enamorar a Marcela? Si fuera entonar un _Kirie_... AGAPITO. ¡Oiga usted!... AMADEO. ¡Marido un _quidam_ que padece de raquitis! MARTÍN. Si usted se casa... perdone que su fin le pronostique; no vive usted veinte días. AMADEO. ¿Qué veinte días? Ni quince. AGAPITO. ¿Quieren ustedes dejarme? MARTÍN. ¡Vaya una figura triste! AGAPITO. Pero ¿hay valor para esto? AMADEO. ¡Vaya una cara de tisis, que da gozo! AGAPITO. ¡Voto a bríos! AMADEO. ¡Lindo mueble! MARTÍN. ¡Lindo dije! AGAPITO. ¡Me ahorcara! AMADEO. ¡Vaya un apunte! MARTÍN. ¡Vaya un ente inverosímil! AGAPITO. Señores, basta de broma. MARTÍN. ¡Eh! ¿Quiere usted que me explique de otro modo? AMADEO. Mejor es. Dejémonos de perfiles. Renuncie usted a la mano de Marcela. AGAPITO. Es imposible. MARTÍN. Deje usted de visitarla. No es justo que nos fastidie... AMADEO. Que nos estorbe... AGAPITO. Esas cosas de ningún hombre se exigen; y primero... MARTÍN. ¿Conque usted gallea? AMADEO. ¿Usted se resiste? MARTÍN. (_Tirándole de un brazo_). Pues véngase usted conmigo. AMADEO. (_Tirándole del otro_). Pues veremos si usted riñe como habla. Sígame usted. AGAPITO. Señores, no me desquicien. MARTÍN. Déjale. Vamos al campo. AMADEO. Es inútil que porfíes. Antes lidiará conmigo. AGAPITO. Pero entre Escila y Caribdis, ¿qué hago yo? MARTÍN. Suéltale. AMADEO. Aparta. AGAPITO. ¡Por piedad, no me asesinen ustedes! MARTÍN. ¡Al campo! AMADEO. ¡Al campo! AGAPITO. ¿Quién me socorre? ¡Ah, caribes! ESCENA X. DON AMADEO, DON AGAPITO, DON MARTÍN, DON TIMOTEO y JULIANA. Don Martín y don Amadeo sueltan a don Agapito. Juliana trae luces. TIMOTEO. ¿Qué es esto? JULIANA. ¿Qué es esto? AMADEO. Nada. TIMOTEO. Esos gritos... MARTÍN. Una broma. AGAPITO. Pero broma muy pesada. MARTÍN. ¿Se pica usted, camarada? Pues con su pan se lo coma. TIMOTEO. ¿Picarse? ¡Qué disparate!— Pero al oír tal debate, yo pensaba, por mi abuelo, que se trataba de un duelo, o desafío, o combate. MARTÍN. ¡Qué! No, señor. Le hemos dicho que deje de pretender a Marcela. TIMOTEO. ¡Buen capricho! MARTÍN. Porque ella es mucha mujer para semejante bicho. AGAPITO. ¿No ve usted cómo me insultan? Yo lo sufro. AMADEO. Por desidia. AGAPITO. Mas si antes no me sepultan, Marcela... En vano lo ocultan: se están muriendo de envidia. TIMOTEO. ¡Silencio!—Amigos, ahora, luego, más tarde, después... JULIANA. Fuego de amor los devora; mas ya vendrá mi señora, y escogerá entre los tres.— Oiga usted, don Amadeo (_Se lo lleva a un lado, y hablan aparte. Lo mismo hace don Timoteo con don Martín._), hablé por usted a mi ama. De usted será. Así lo creo. AMADEO. ¡Fausto amor! ¡Dichosa llama!— Mas ¡ay!, te engaña el deseo. TIMOTEO. Usted va a rendir el muro. MARTÍN. ¿Será mía? TIMOTEO. Lo aseguro. MARTÍN. ¡Si vale usted un tesoro! TIMOTEO. Lo afirmo, y lo corroboro, y lo sostengo, y lo juro. AGAPITO. ¡Cuánto tarda! Me impaciento.— ¡Oh! Con tisis y sin tisis, ya se verá... Pasos siento. JULIANA. Ya está aquí. TIMOTEO. Llegó el momento decisivo; esto es, la crisis. ESCENA XI. DON TIMOTEO, DON MARTÍN, JULIANA, MARCELA, DON AGAPITO y DON AMADEO. TIMOTEO. Bien venida. AMADEO. (¡Oh dulce vista!) MARCELA. Caballeros, buenas noches. TIMOTEO. Aquí tienes tres amantes, o bien tres adoradores, que solicitan, pretenden, anhelan ser tus consortes. Todos tienen buenas prendas, o cualidades, o dotes; y es fuerza que alguno de ellos tu preciosa mano logre. ¿A cuál de los tres eliges? ¿A cuál de los tres escoges? MARCELA. Declarados ya los tres, el triste deber me imponen, mi amistad, mi honor, mi estado, de decir a estos señores libremente mi sentir: y pues el poder del hombre, como ha dicho alguno de ellos, no manda en los corazones, yo espero que sin rencor a mi fallo se conformen. AGAPITO. Lo prometo. MARTÍN. Y yo también. AMADEO. Y yo. MARCELA. Tres declaraciones he recibido esta tarde que me colman de favores. Ahora bien: responderé a todos tres por su orden.— Don Agapito... AGAPITO. ¡Ay, Marcela! (Solo a mí me corresponde. Sus ojos lo están diciendo.) MARCELA. Aunque me sobran razones para quejarme de usted, pues no sé cuándo, ni dónde le he dado yo fundamento para que tanto blasone de mi soñado cariño... AGAPITO. Señora..., yo... MARTÍN. Aquí se oye y se calla... MARCELA. La indulgencia ha sido siempre mi norte; y mal puedo yo evitar que usted viva de ilusiones. Le perdono su osadía.— Por lo que hace a sus amores, los agradezco en el alma, siquiera por los bombones que me regaló esta tarde; mas le ruego no se enoje si digo que para usted mi corazón es de bronce. AGAPITO. ¡Qué escucho! MARCELA. No hay que afligirse. Siendo tantos los primores de esos pies y de esas manos, mujeres hay, más de doce, a las cuales un marido como usted vendrá de molde, ya que no haga justicia a un mérito tan enorme. Pero le daré un consejo, siempre que a mal no lo tome. Si usted pretende, hijo mío, ser venturoso en amores, déjese de caramelos; robustezca sus pulmones; emancipe su cintura del corsé que se la come; déjese de figurines, déjese de rigodones; que el hombre, ante todas cosas, está obligado a ser hombre. AGAPITO. ¡Usted también! Vive Dios, que ya no hay paciencia... TIMOTEO. ¡Pobre don Agapito! Si usted consiente en que yo le adobe, le cure, le restablezca, desencanije y entone... AGAPITO. Déjeme usted, que estoy hecho un tigre, un rinoceronte. ¡A mí tal desaire! A mí... Estoy echando los bofes de cólera y de... ¿Qué digo? Eso quieren: que me amosque, y me desespere, y... No; que hay hermosuras mayores muertas por mí.—Sí, señora; y porque usted me abochorne, no dejaré yo de ser la delicia de la corte. ESCENA XII. MARCELA, DON AMADEO, DON MARTÍN, DON TIMOTEO y JULIANA. JULIANA. (Ese ya va despachado.) TIMOTEO. ¡Qué estúpido es ese joven, qué necio, qué mentecato, y qué estólido, y qué torpe! No; pues como no se enmiende, o se corrija, o reforme, le anuncio, le pronostico, le presagio mil sofiones; ¡oh!, y exequias prematuras, anticipadas, precoces. MARTÍN. ¿Conque a quién le toca ahora? AMADEO. (Yo tiemblo como el azogue.) MARCELA. Al señor don Amadeo.— Sentiré que le incomode mi franqueza. Yo le estimo como a un hermano. Son nobles sus sentimientos; su trato el más ameno; es muy dócil, muy fino, muy consecuente, y me faltan expresiones para ensalzar su talento; mas, por mucho que me honre con su mano, nuestros gustos, nuestros genios son discordes. Él es serio, reflexivo, taciturno; y yo, señores, viva, alegre, bulliciosa. Además, aunque él me adore, jamás podré conseguir que a las musas abandone; y tendré celos de Erato, de Talía y de Caliope.— Mas ya que el hado no quiere que esposo mío le nombre, más tierna amiga que yo no ha de hallar en todo el orbe. AMADEO. (_Muy exaltado_). ¿Amiga? ¡Qué profieres! ¿Merece mi cariño tanto agravio? ¡Ah! Rompa ya mi labio, rompa el silencio, pues mi muerte quieres. ¡Oh tú, la más cruel de las mujeres! ¡Oh tú, cuyos hechizos por mi destino aciago adoro a mi despecho! ¿Solo me ofreces de mi amor en pago yerta amistad?—Arráncame del pecho en donde está grabada, arráncame primero, ingrata, impía, tu imagen adorada. La amistad apacible tal vez se cambia en amorosa hoguera; mas ¿dónde el insensible, dónde está el corazón, cobarde, helado, que a la amistad desciende cuando en llama voraz Amor le enciende? No, no. Sé mi enemiga, pues no merece el mísero Amadeo a par de ti ceñirse en los altares la plácida corona de Himeneo. En tanto mis pesares, lejos de ti llorando, en la ribera del lento Manzanares, yo, con voz lastimera, a los vientos daré tristes cantares. ¡Adiós! MARCELA. Pero oiga usted... AMADEO. No. Ya es en vano. MARTÍN. Primo... TIMOTEO. ¡Raras manías!— Mire usted, considere, reflexione, que como no abandone... AMADEO. ¿Ya va usted a ensartar sus profecías? Cállese usted, y el diablo se lo lleve.— ¡Adiós, mujer aleve! ¡Adiós por siempre! ¡Adiós! Nuevo Macías, víctima moriré de tus rigores. En tiernas elegías cantad, hijos de Apolo, mis amores, y mi tumba llorad, llorad, pastores. ESCENA ÚLTIMA. MARCELA, DON TIMOTEO, DON MARTÍN y JULIANA. MARCELA. ¿Don Martín, lloro o me río? porque a la verdad, yo dudo lo que debo hacer. MARTÍN. Reír es lo mejor. TIMOTEO. ¡Qué _ex abrupto_, qué descarga, qué andanada, qué tempestad, qué diluvio de quejas y de clamores, de lágrimas y de insultos! MARCELA. ¿Pero habrá perdido el juicio? MARTÍN. ¿Cómo, si nunca lo tuvo? Ya ve usted, poeta... Pero no hay cuidado: ese es un flujo de palabras. El morirse de amores ya no está en uso. TIMOTEO. Ea, vamos; ya está visto que es tu novio o tu futuro don Martín. JULIANA. ¡Pobre poeta! TIMOTEO. Aplaudo, celebro mucho tu buena elección, tu acierto; quiero decir, tu buen gusto. MARTÍN. Si merezco tanta gloria, no habrá, señora, en el mundo quien no envidie... MARCELA. Usted perdone, don Martín, si le interrumpo.— Confiese usted que no tiene todavía muy maduros los cascos para marido. Aún no está usted muy seguro de quererme solo a mí. Aún están muy en tumulto esas pasiones; y yo, que no fui con mi difunto muy dichosa, antes que humille otra vez mi frente al yugo, lo miraré muy despacio. Palabras que como el humo se disipan, nada prueban, y a quien cumplió cinco lustros, don Martín, no se deslumbra con amorosos arrullos. Aunque un poco atolondrado, usted, no lo dificulto, sería muy buen marido; mas dice un refrán del vulgo que lo mejor de los dados es no jugarlos. MARTÍN. ¡Me luzco como hay Dios! TIMOTEO. Pero sobrina... MARTÍN. ¿Conque tampoco hay indulto para mí? MARCELA. Perdone usted. No es vanidad, no, lo juro, la causa de este desvío con que a tres novios renuncio; pero amo mi libertad y en ella mi dicha fundo. No aborrezco yo a los hombres aunque severa los juzgo. Confieso que para amigos son excelentes algunos; para amantes, casi todos, para esposos... ¡_abrenuncio_! Mi sexo me inclina a ellos; mi razón toma otro rumbo.— No sé al fin quién vencerá, porque yo no soy de estuco. Entre tanto ni desprecio a los hombres ni los busco. Buenas palabras a todos, mi corazón... a ninguno. MARTÍN. Esta franqueza me encanta, y sería un necio, un bruto si, ya que aspirar no puedo, aunque de amor me consumo, a una mano tan preciosa, no cifrase yo mi orgullo en elogiar a Marcela y en llamarme esclavo suyo. JULIANA. ¿Conque no se casa usted? TIMOTEO. He de bajar yo al sepulcro sin el consuelo, el alivio, el gusto, el placer... MARCELA. Presumo que así será. TIMOTEO. Mas ¿por qué? ¿Por qué, mujer? Yo me aburro. MARCELA. Boda quiere la soltera por gozar de libertad, y mayor cautividad con un marido la espera. En todo estado y esfera la mujer es desgraciada; solo es menos desdichada cuando es viuda independiente, sin marido ni pariente a quien viva sojuzgada. Quiero, pues, mi juventud libre y tranquila gozar, pues me quiso el cielo dar plata, alegría y salud. Si peligra mi virtud, venceré mi antipatía, mas mientras llega este día ¿yo marido? Ni pintado, porque el gato escarmentado huye hasta del agua fría. Los humanos corazones yo a mi costa conocí. Pocos me querrán por mí; cualquiera por mis doblones.— Celibatos camastrones, buscad muchachas solteras, que muchas hay casaderas. Dejadme a mí con mi luto. Paguen ellas su tributo: yo ya lo pagué, y de veras. No perturbéis mi reposo. Hombres, yo os amo en extremo, pero a la verdad, os temo como la oveja al raposo. Este es necio; aquel celoso; avaro y altivo el uno; otro infiel; otro importuno; otro... MARTÍN. ¿Está usted dada al diablo? MARCELA. No hay que ofenderse. Yo hablo con todos y con ninguno. FIN DE LA COMEDIA. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 76793 ***