The Project Gutenberg eBook of Eneida; v. 2 de 2, by Publio Virgilio Marón This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: Eneida; v. 2 de 2 Author: Publio Virgilio Marón Translator: Miguel Antonio Caro Release Date: January 19, 2022 [eBook #67197] Language: Spanish Produced by: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This ebook was produced from images generously made available by Biblioteca Digital Hispánica/Biblioteca Nacional de España.) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK ENEIDA; V. 2 DE 2 *** BIBLIOTECA CLÁSICA. TOMO X. ENEIDA POR PUBLIO VIRGILIO MARON TRADUCCIÓN EN VERSOS CASTELLANOS POR MIGUEL ANTONIO CARO —— TOMO II. —— MADRID LIBRERÍA DE HERNANDO Y COMPAÑÍA Calle del Arenal, núm. 11 — 1902 TRADUCTORES ESPAÑOLES DE LA ENEIDA. I. TRADUCTORES CASTELLANOS. (_a_) El afamado intérprete frances de la _Eneida_, Barthélemy (París 1838), parece dar por sentado que la version más antigua del poema virgiliano es la del obispo Saint Gelais, dedicada á Luis XII en 1500. Inverosímil se nos antoja semejante especie, áun tratándose de interpretaciones francesas, y por lo que hace á nosotros, los castellanos, desde 1428 poseíamos una traduccion completa en prosa, que si no es la primera de todas las neo-latinas, como suele afirmarse, á lo ménos merece lugar entre las más vetustas. Compendios italianos y catalanes existian ántes, pero la reproduccion íntegra y más ó ménos fiel del texto virgiliano era una verdadera novedad y un importante servicio á la causa del Renacimiento y á las lenguas vulgares. Cabe la gloria de tal empresa á D. Enrique de Aragon, más generalmente conocido por el título de _Marqués de Villena_ que por el suyo verdadero, de conde de Cangas de Tineo. Su traduccion de la _Eneida_ no se ha impreso nunca, ni queda de ella manuscrito completo en ninguna Biblioteca: para completarla es preciso reunir los códices de Madrid, de Sevilla y de París, que iremos describiendo. El de la Biblioteca Colombina es el más antiguo y completo de los que tenemos en España. Códice en papel, á dos columnas, 142 folios, letra del siglo XV. Fáltanle al comienzo pocas hojas que debian contener los primeros capítulos del libro I de la _Eneida_. Así es que empieza por la traduccion de los versos: «_Gens inimica mihi Thyrrenum navigat æquor_...» «Los vientos, sepas qué gente á mi enemiga navega por el mar tirreno, es á saber, de italia, los ylionios, es á saber troyanos, trayendo á Italia é los vencidos diosses secretos.» Abarca este códice los seis primeros libros sin glosas. Preliminares nunca hubo de tenerlos, porque en el _Registrum_ de D. Fernando Colon aparece notado de esta suerte: «Seis libros de las Eneidas de Virgilio, traducidas de latin en castellano por D. Enrique de Villena.» Divídense por capítulos. El primer libro incipit: «Yo Virgilio en verso cuento los fechos.» El sexto desinit: «Los navíos en la ribera.» Tiene este códice en la actual numeracion de la Colombina la signatura AA.-144-8. Al folio 142 dice: «Aquí se acaba el sexto libro de la Eneyda de Virgilio de la primera parte»[1]. La Biblioteca Nacional posee en dos códices modernos (M. 16 y 17), pero mucho más el primero que el segundo, los mismos seis libros que la Colombina. Pellicer[2] no pudo ver más que los tres primeros, porque en su tiempo no existia otra cosa en la Biblioteca. Poco despues de la publicacion de su libro, sabedor D. Tomás A. Sanchez de la existencia del códice hispalense, solicitó y obtuvo del bibliotecario de la Colombina, Galvez, copia de los otros tres, remitiéndole en cambio los principios que faltaban al de Sevilla. Una nota antigua (quizá del mismo D. Enrique), copiada al frente del códice M. 16, nos informa que aunque el de Villena dedicó su traslación al Rey de Navarra, «por cuya instancia la fizo... non ge la presentó porque antes que fuesse puesta en pergaminos é bien escrita... se levantó discordia é guerra entre el señor Rey de Castilla á quien el dicho D. Enrique avia por soberano señor y el señor Rey... de Navarra, por ende abstúvose de lo facer tanto beneficio ni aver con él comunicacion en este presente, reservándola por la comunicar á otros caballeros del Reino...» En otra apostilla del márgen suplica el intérprete á los copistas que escriban el libro «con glossas segun aquí está cumplidamente, porque los secretos ystoriales y los integumentos poéticos lleguen á noticia de los lectores.» Y tan adelante lleva D. Enrique este empeño, que hasta califica de «tentacion y sujeccion diabólicas» el deseo de trasladar el texto sin las glosas. Eran á no dudarlo, y precisamente por su misma erudicion indigesta, que él llama «fructuosa doctrina,» la parte de su trabajo que más le placía; pero los amanuenses le obedecieron mal, pues ni el códice de Sevilla ni el de París tienen glosas. A las instancias y _ruegos muy afincados_ de D. Juan II de Navarra debieron nuestras letras esta version, dado que «él, leyendo y faciendo leer ante sí la comedia del Dante falló que alababa mucho á Virgilio... y fizo buscar la dicha Eneyda, si la fallaria en romance, porque él non era bien instruido en la lengua latina, y non fallándola ni aun quien tomar quisiesse cargo de la sacar de la lengua latina á la vulgar, por ser el texto suyo muy fuerte y de diversos vocablos y ystorias non ussadas, y aun porque estas obras poéticas non son mucho ussadas en estas partes...» tuvo que acudir á D. Enrique, el cual se prestó á ello «por captar su benevolencia... porque se acordasse de le desagraviar de su heredad que le tenía tomada contra justicia.» La altisonante y archi-latinizada dedicatoria de D. Enrique al Rey de Navarra, es bastante conocida, y Pellicer la trae en su Biblioteca. En el _Prohemio_ ó Preámbulo da el traductor algunas noticias de Virgilio y de sus obras (acerca de los poemas menores _Culex_, _Ciris_, etc., dice que «los hizo traer de Florencia D. Enrique de Villena, cá d’antes en Castilla non se fallaban de Virgilio estas obras si non la bucólica y la geórgica y la Heneyda»), y por lo que toca á su traduccion anuncia que tendrá «tal manera que non de palabra á palabra ni por la órden de palabras que está en el original latino, mas de palabra á palabra segund el entendimiento y por la órden que mejor suena en la vulgar lengua, en tal guissa que alguna cossa non es dexada ó pospuesta... de lo contenido en su original, antes es aquí mejor declarada... por algunas expresiones que pongo acullá subintellectas... Los diversos autos de cada libro partí por capitulos... magüer Virgilio sin distincion capitular fizo cada libro, solo texiendo aquel de continuados versos.» Tardó D. Enrique en hacer este trabajo (segun se advierte en una de las glosas) un año y doce dias, interpolando la tarea virgiliana con otras, cuales fueron la de poner en castellano la Divina Comedia de Dante y la Retórica Nueva de Tulio, sin otras obras menores de «Epístolas é Arengas é Proposiciones é Principios...» prueba todo ello de facilidad maravillosa. Comenzóse el 28 de Setiembre de 1427. El códice M.-16 tiene glosas, pero no el 47, como copia que es del de la Colombina. En un códice de 311 folios útiles, escrito en papel, letra del siglo XV, posee la Biblioteca Nacional de París (señalado con el núm. 7812 en los catálogos antiguos, y con el 207 en el _fondo español_ moderno) nueve libros de la _Eneida_ desde el cuarto hasta el duodécimo. Tras una hoja desparejada, cuya vuelta está en blanco, viene el principio del códice (en letra roja) de esta manera: «Aquí comiença el quarto libro de la Eneyda de Virgilio, en el qual se pone como la Reyna Dido casó con Eneas, é despues por monicion de los dioses se partió de Cartago é se fué en Italia, é la dicha Reyna se mató por su partida.» Sigue el texto dividido en capítulos. Al márgen hay breves notas que generalmente empiezan: «_In latino dicitur sic_...» Otras veces son más extensas, por ejemplo, la relativa á Mercurio en el folio 15. El libro XII termina así: «A aquel, es á saber, Turno solviéronse los miembros de frio é la vida con gemido fuyó indignada de yus de las sombras.--Aquí fenesce el dozeno libro de la Eneyda, et toda la obra quanto en esta materia dexó fecho Virgilio á su finamiento, magüer oviesse voluntad de proceder más adelante. Et segunt opinion de algunos fasta la muerte de Enéas avíe de continuar, la qual Eneyda despues fué corregida por Tuca é Varo por mandado de Octhoviano, segunt los exponedores declaran.» «Este dicho libro de la Eneyda escribió Juan de Villena, criado del senyor ynygo lopes de Mendoça senyor de la Vega. É lo acabó sábado primero dia de Setiembre en la villa de Guadalfaxara, anyo del nascimiento de nuestro salvador Jhsuxpto de mill é quatrocientos é treynta é seis anyos.» El Sr. Ochoa, al registrar este ms. en su _Catálogo_, tomó por nombre de autor el del copista. Pero gracias á la diligencia del Sr. Amador de los Rios, y sobre todo, del conde de Circourt, que le ayudó en esta indagacion, pudo comprobarse que los tres primeros libros de los nueve corresponden exactamente á los códices que en España se conservan, y que por consiguiente los otros seis pertenecen de igual modo á la version de D. Enrique, no habiendo diferencia de estilo, y sabiéndose que el de Villena tradujo toda la _Eneida_. Además, el número de capítulos es exactamente el mismo que anuncia D. Enrique en su Prohemio: 346 para toda la obra, que con los 20 párrafos del _Prohemio_ hacen 366, uno para cada dia del año. Aun se conservan otros dos códices fragmentarios del trabajo de D. Enrique. En la Biblioteca de la Santa Iglesia de Toledo hay un códice en folio menor, escrito á dos columnas, en 480 fojas, así encabezado: «Aquí comiençan las glosas sobre el primero y segundo libro de la Eneyda de Virgilio que fizo D. Enrique de Villena.» Contiene el Prohemio además de las glosas, ni éstas se refieren sólo á los dos primeros libros, sino tambien al tercero. Finalmente, en la Biblioteca de los Duques de Hijar, examinó mi excelente amigo D. Damian Menéndez Rayon otro códice en folio menor, 167 ps. sin foliar, las más en papel y las restantes en vitela: el cual, además de la dedicatoria y prohemio, contenía los tres primeros libros de la _Eneida_ de D. Enrique con sus glosas. De este códice parece haber sido copiado el de la Biblioteca Nacional. Termina con esta suscripcion: Finito libro sit laus et gloria Christo, Qui scripsit scribat, semper cum Domino vivat, Vivat in cœlis hic scriptor mente fidelis, Sint adjutores cœlesti habitatores: Martinus Sanctii vocatur: qui scripsit benedicatur. Et fuit perfectus XVIII Junii anno Domini 1442. Doña Isabel la Católica poseyó en su Biblioteca[3] «un libro de romance de papel, que son las _Enéidas de Virgilio_, glosado un pedazo, de D. Enrique de Villena, con unas coberturas de tabla, guarnecidas en carmesí aceituní de pelo, con unas flocaduras al derredor de seda verde é oro, bordadas en la una parte de las armas de Diego Arias con unos tejillos verdes de cobre dorado.» Insensatez sería buscar en esta version rastro ni sombra de la poesía del original. Aun en cuanto á fidelidad deja harto que desear, así por descuidos y malas inteligencias del traductor, como por las estragadas copias que hubo de tener á la vista. Pellicer notó ya el desatino de traducir, v. gr., el _Tu das epulis accumbere Divum_, por _Tú eres aquella que das viandas á comer á los dioses_. Pero no abundan estos _lapsus_ tanto como pudiera creerse, ni tuvo razon Ticknor para censurar tan ágriamente como lo hace el capítulo I del primer libro (que es la parte publicada por el mismo Pellicer), juzgando por ella que «el Marqués sabía poco latin.» A la verdad, aquel trozo puede traducirse con mucha más elegancia, pero no con más exactitud. Hasta hay frases felices: «_ira recordante_» _memorem ob iram_, que dice el Mantuano. Como monumento filológico presenta interes el libro de D. Enrique, no porque la lengua allí empleada sea la castellana de ninguna época, sino porque acusa el vano y tenaz empeño de los eruditos por latinizarla desacordadamente, usando de inversiones extrañas y de giros y construcciones pedantescas, que ni son latinas ni castellanas. _Secundacion preceptiva_, dice nuestro traductor, en vez de _obediencia á los preceptos_. Un ejemplo, escogido sin particular empeño, mostrará á dónde llega esta manía. Es del libro IV: «Llegado Mercurio... al sito do son los reales hedeficios de la cibdat de Cartago, falló á Eneas acustioso en la fundacion de las fortalezas é alturas de aquellas: _nuevas_ mandando fazer _obras_ le vido, é de _ricas_ compuesto _vestiduras_. Traye la estrellada espada con dorada vayna. E el manto con _punctas_ cubierto de color tiriano bermejo, colgado de los hombros... La Reyna Dido las telas é texeduras dél departiera con delicado oro. E mostrándose á él Mercurio en el encuentro, _tales_ le dixo _palabras_: Tú agora hedificas los altos fundamentos de Cartago é _fermosa_ labras _cibdat_», etc.[4]. (_b_) Gallardo menciona por incidencia una traduccion de libro II de la _Eneida_ en coplas de arte mayor, publicada en 1528 por Francisco de las Natas[5]; pero ni la he visto, ni nadie da noticia de ella. Su autor, que lo fué tambien de la _Comedia Tidea_, obra rarísima, perteneciente al género de las Celestinas, y cuyo único ejemplar conocido está en la Biblioteca Real de Munich, fué _beneficiado de la iglesia parroquial de Covarrubias y de la iglesia de Santa Cruz del lugar de Revilla Cabriada_. Tal se titula al principio de la _Tidea_. Barrera[6] sospecha (á mi ver, sin fundamento) que estos títulos sean burlescos, y el nombre mismo un seudónimo. (_c_) El Dr. Gregorio Hernandez de Velasco, de quien cantó Lope de Vega: «Acudiendo el primero El Títiro español, nuevo Sincero, Cuya divina musa toledana Dió poder á la lengua castellana,» etc., conocido por sus versiones de las églogas 1.ª y 4.ª de Virgilio y del _Parto de la Vírgen_ de Jacobo Sanázaro, dió á la estampa su traduccion poética de la _Eneida_ mucho ántes que Aníbal Caro la suya italiana. La edicion príncipe de ésta es de 1581 por los Juntas. De la castellana conozco las siguientes impresiones: _Los doze libros de la Eneida de Virgilio, príncipe de los poetas latinos, traduzida en octava rima y verso castellano. En Anvers, en casa de Juan Bellero._ Sin año. Al fin dice: «_En Anvers, en casa de Gerardo Smits, á la costa de Juan Bellero._» 12.º, 599 pp. (hay una sin foliar), inclusos los preliminares. Salvá y otros tienen por primera edicion ésta, de la cual son copias todas las anteriores á la de Toledo por Juan de Ayala. 2.ª ed.--_Los doze libros de la Eneida de Virgilio, príncipe de los poetas latinos, traduzida en octava rima y verso castellano. En Anvers, en casa de Juan Bellero, en el Halcon._ MDLVII (1557). Ocho hs. preliminares sin foliar, y 647 páginas foliadas (la última no tiene numeracion.)--Ejemplar de mi Biblioteca. No hay más señas de impresor que estas: _Typis A. T._ A la vuelta de la portada se lee un soneto anónimo en alabanza del traductor: «Diez y seis siglos ha revuelto el cielo...» Los demás preliminares son: una _Advertencia del impresor á los lectores_, dos epigramas latinos sin nombre de autor, y la traduccion en tercetos de los versos que forjó algun gramático, suponiéndolos compuestos por Augusto cuando Virgilio mandó quemar la _Eneida_. En el prólogo leemos: «Esta diligencia tenía sola España por hacer hasta ahora: no sé la causa. Bien creo que no ha sido falta de buenos ingenios. Mas por ventura no han echado de ver la falta que este Autor hacía en nuestra lengua..., ó lo que es más posible, creo yo por cierto que no ha faltado quien haya tomado tan honesto trabajo, sino que se habrá contentado con hacerlo sólo para su ejercicio y contentamiento, sin querer comunicar sus trabajos á quien, en lugar de se los agradecer, se los murmure. Lo qual ha sido buena parte de causa para que el autor de esta traduction no la haya permitido publicar algunos años ántes, y para que ya que á instancia de algunos amigos suyos permitió que saliesse á luz dexe en silencio su nombre.» Tampoco le revelaron sus apologistas, contentándose con decir que era toledano: _Toletum invisit_... _Et loca quæ aurifluo perfluit amne Tagus..._ 3.ª ed.--Anvers, Juan Bellero (_Typis, A. T._), 1566, 12.º Hecha á plana y renglon sobre la anterior. Tiene el mismo número de páginas. 4.ª ed.--Anvers, Juan Bellero, 1572, 12.º Nueva tirada, idéntica á las dos anteriores. Además de estas reimpresiones antuerpienses, debió de haber otras tres (hoy desconocidas), puesto que la de Toledo se titula _octava_. --«_La Eneida de Virgilio, príncipe de los poetas latinos, traduzida en octava rima y verso castellano: ahora en esta última impression reformada y limada con mucho estudio y cuydado, de tal manera que se puede dezir nueva traduccion. Hase añadido en esta octava impression lo siguiente: Las dos Eglogas de Virgilio, Primera y Quarta. El libro tredécimo de Maffeo Vegio. Una Tabla que contiene la declaracion de los nombres propios y vocablos y lugares dificultosos._» Toledo, por Juan de Ayala, 1574, 4.º, 8 hs. preliminares, 127 fols. y 3 de la declaracion ó Tabla. (B. Nacional.) Las variantes entre esta edicion y las de Amberes son notabilisimas y contínuas. Casi siempre mejoran el texto. Citaremos alguna muestra, y sean dos octavas de la narracion de la muerte de Príamo en el libro II. Ed. de Amberes: En medio del palacio un grande altar Al descubierto cielo puesto estaba, Y un laurel alto y muy antiguo á par. Su sombra los Penates abrazaba. Qual suele espessa en tempestad bajar La banda de palomas, tal andaba Hécuba con sus hijas rodeando Aqueste altar, los dioses abrazando. Esto en diziendo, un débil dardo ayrado El animoso viejo le arrojó, El qual del ronco azero rechazado En lo alto del escudo se colgó. · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · Ed. de Toledo: Un grande altar en medio el patio havia, Do á cielo abierto el Rey sacrificaba, Un laurel viejo y alto le cubria, La sombra los Penates abrazaba. Cual baja espessa en la borrasca fria La banda de palomas, tal andaba Hécuba con sus hijas rodeando Aqueste altar, los Dioses abrazando. Dijo, y lanzóle un débil rayo airado El animoso viejo, áun no rendido, El qual del ronco acero rechazado En lo alto del escudo quedó asido. La primera enmienda es felicísima. En la segunda llevó Hernandez de Velasco demasiado léjos la aversion á los agudos, comun en nuestros versificadores clásicos. La edicion toledana es matriz de todas las que siguieron, á excepcion quizá de la de Amberes, 1575, 12.º, que probablemente se ajusta á las cuatro de Bellero. --«_La Eneida, etc. Háse añadido á la primera impression lo siguiente: Las dos Eglogas de Virgilio, Primera y Quarta. El libro tredécimo de Mapheo Veggio... La moralidad de Virgilio sobre la letra de Pitágoras. Una tabla. La vida de Virgilio._» Toledo, Diego de Ayala, 1577, 12.º, 10 hs. preliminares, 321 fols. y 39 de Tabla. --Alcalá, por Juan Iñiguez de Lequerica, 1585-1586. --Zaragoza, Lorenzo y Diego de Robles, hermanos, 1586, en 8.º --Lisboa, 1614, por Vicente Alvarez, 11+482 fols. sin la Tabla. --En Valencia, en la oficina de Benito Montfort, año 1776, 2 tomos 8.º, con una advertencia del impresor. No contiene los preliminares de las antiguas; pero sí el _Suplemento_ de Mapheo y la Tabla. --Valencia, en la oficina de Josef y Thomas de Orga. Año MDCCLXXVIII (1778). Llena los tomos 4.º y 5.º de las _Obras de P. Virgilio Maron, ilustradas con varias interpretaciones y notas en lengua castellana_, coleccion dirigida por Mayans. --Valencia, en la oficina de Benito Montfort. Año 1793. 2 ts. 8.º Reproduccion exacta de la de 1776. --Valencia, por los hermanos de Orga. (Reimpresion _ad pedem litteræ_ de las _Obras de Virgilio_, etc., impresas en 1778.) --Madrid, 1779, por Francisco Xavier García, 2 ts. 8.º --París, 1838, en la edicion políglota de Montfalcon. Aunque Gregorio Hernandez adoptó para la mayor parte de su trabajo el verso suelto, tradujo en octavas los discursos y narraciones, y por tanto dos libros íntegros (el segundo y tercero). ¡Lástima que no hubiese preferido la misma combinacion métrica para lo restante! Fuera de Jáuregui (y éste gracias al admirable modelo que tenía á la vista), ninguno de nuestros clásicos alcanzó el arte del verso suelto con sus pausas, cortes y rítmicos movimientos. Hasta los tiempos de Moratin y Jovellanos casi todos los versos blancos son pura prosa. No se libra de este general defecto Hernandez de Velasco; pero á su modo trata de dar plenitud y número á la versificacion con diversos artificios, especialmente onomatopéyicos, y á veces lo consigue. Tiene versos aislados muy valientes y trozos que pueden leerse sin enfado. La parte que está en octavas es muy superior á lo restante. Parece que al imponerse el traductor aquella traba, se corregia su desaliñada facilidad, y si perdian un tanto en concision, haciéndose más redundante y desleida la frase, ganaban no poco en rotundidad y armonía sus metros. Y como Gonzalo Hernandez era poeta (aunque mediano, y de ninguna suerte comparable con Aníbal Caro), pone, de vez en cuando, en su verbosa interpretacion un como reflejo del sentimiento virgiliano, máxime en el libro IV, que es el mejor traducido, con ser el más bello y difícil: Mas la Reina feroz, temblando toda, Furiosa con tan fiero y crudo intento, Los ojos ya sangrientos revolvia, Llenas de azules manchas las mejillas Que le temblaban espantosamente. Teñida ya de amarillez funesta, Clara señal de la vecina muerte, Con ímpetu se lanza en lo secreto De su palacio, y súbese furiosa Sobre la alta hoguera, y desenvaina La espada del Troyano, dón ajeno Del crudo ministerio que esperaba, Ni para tal pedido ni guardado. Reclinóse tras esto sobre el lecho Y dijo aquestas últimas palabras: «¡Oh dulces prendas, quando Dios queria Y me era amigo mi infelice hado! Tomad aquesta mísera alma mia, Y dad fin dulce á mi mortal cuidado: Hoy es mi triste, postrimero dia, Ya el curso de mi vida es acabado. Hoy baja el alma de la grande Dido Al centro oscuro del eterno olvido. · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · Dijo. Al momento acuden sus mujeres Al alboroto, y hállanla caida Sobre la aguda espada, ya muriendo, La espada de espumosa sangre tinta, Las blancas manos ya con sangre rojas. Alzan un alarido horrendo todas Que atruena el gran palacio y altas salas; Vuela la fama al punto á todas partes Por la ciudad confusa y turbulenta; Braman las casas todas, y resuenan Con amargos lamentos y gemidos Y con gritos y aullidos de mujeres: Y hiriendo sus pechos y sus rostros Hacen un triste són que rompe el aire, Cual si la antigua Tiro ó si Cartago Por fuerza de enemigos combatida Con horrenda rüina se asolara, Y por las cumbres y altos capiteles De las moradas de hombres y de Dioses Se embravecieran mil furiosas llamas. · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · Atendidas las dificultades enormes de traducir lo que es la perfeccion misma, no deja de mostrar arte esta traduccion del _Ter sese adtollens_, aunque los tres admirables versos del original estén desleidos en siete, y haya algun prosaísmo: Tres veces, con las bascas de la muerte, Sobre el codo estribando, probó á alzarse; Mas otras tantas tornó á dar consigo Sobre la cama un lastimoso golpe, Y volviendo los ojos, que ya en muerte Nadaban, hácia el Cielo, vió su lumbre, Y viéndola, gimió porque áun vivia. El último verso es de primer órden: no está traducido sino sentido el _ingemuitque reperta_. Aníbal Caro, con ser más literal en la expresion, es aquí ménos artista. Considerado meramente como intérprete de un texto latino, G. Hernandez es muy fiel, aunque amplifica y parafrasea demasiado. En esto tiene alguna disculpa; se proponía hacer un Virgilio inteligible á todos, y lo consiguió: su _Eneida_ apénas necesita notas. Era, sin duda, eminente humanista, y su trabajo virgiliano conserva toda la estimacion que puede tener una traduccion del siglo XVI hoy que tanto ha adelantado la correccion de los textos. Puede consultársele todavía con fruto: pocas veces yerra, y siempre en compañía de buenos intérpretes. (_d_) Cristóbal de Mesa, ardiente secuaz de la escuela italiana, amigo y panegirista del Tasso, á quien imitó con infeliz fortuna nada ménos que en tres poemas épicos, publicó _La Eneida de Virgilio, traducida... Madrid, por la viuda de Alonso Martin_, 1615. 8.º, 8 hs. preliminares y 356 foliadas. Tiene esta version la extrañeza de estar en octavas y tercetos alternados: lo cual asimismo vemos en las _Metamórphosis_ de Pedro Sanchez de Viana. La dedicatoria es al rey Felipe III. Poeta seco y versificador duro y difícil, quedó Mesa muy inferior á Velasco, y su obra no fué reimpresa nunca. La traduccion de las _Églogas_ y _Geórgicas_ que en 1618 publicó, supera bastante á su _Eneida_. Entre nuestros humanistas del siglo pasado era casi proverbial la ridícula traslación del _Intonuere cavæ, genitumque dedere cavernæ_ Retumbó dentro en su profunda _panza_. (_e_) A estas dos traducciones poéticas, únicas que se hicieron en la dorada edad de nuestras letras, deben añadirse dos en prosa. Es la primera: --«_Las Obras de Publio Virgilio Maron, traduzido en prosa castellana por Diego Lopez... con comento y anotaciones. Valladolid, por Francisco Fernandez de Córdoba._ 1601; 4.º, 8 hs. prls. y 378 folios.» Esta es la primera edicion, segun resulta del _Catálogo de Salvá_. Hay, por lo ménos, las reimpresiones siguientes, como de libro vulgarísimo en nuestras escuelas: --Madrid, por Juan de la Cuesta, 1616, 4.º --Valladolid, Francisco Fernandez de Córdoba, 1620, 4.º --Lisboa, 1627. --Alcalá, María Fernandez, 1650, 4.º --Madrid, Imprenta Real, 1668, 4.º --«_Las obras de Publio Virgilio Maron. Traduzido en prosa castellana. Por Diego Lopez, Natural de la villa de Valencia. Orden de Alcántara y Preceptor en la villa de Olmedo. Con comento y anotaciones, donde se declaran las Historias y Fábulas y el sentido de los Versos dificultosos que tiene el poeta. Año 1675. Con licencia: En Madrid, en la Imprenta Real. A costa de Juan de S. Vicente, Mercader de Libros._» --_Barcelona. Año de 1679, en la imprenta de Antonio Ferrer y Baltasar Ferrer, libreros._ (De mi Biblioteca.) Todas estas ediciones son idénticas, hasta en el número de páginas: todas tienen 4 hs. prls. y 548 pp. de texto, sin contar la _Tabla_, la vida de Virgilio y el índice de los autores alegados en el comento. Diego Lopez era un maestro de gramática, y no se propuso más objeto que el modestísimo de facilitar á sus alumnos la inteligencia del texto virgiliano. Su prosa es medianeja: poco flúida y elegante. D. Gregorio Mayans tuvo la peregrina ocurrencia de suponer que el Maestro Diego Lopez se habia apropiado una soñada version de la _Eneida_ hecha por Fr. Luis de Leon. ¡Como si fuese empresa ardua y que exigiera un plagio, la de hacer una traduccion literal para uso de los muchachos! ¡Como si el pobre Diego Lopez, preceptor de latinidad toda su vida, y que supo interpretar por su cuenta á Persio, Juvenal y Valerio Máximo, hubiese necesitado andadores para hacer lo mismo con Virgilio! Para un trabajo tan pobre como el suyo, es casi profanación traer á cuenta el nombre de Fr. Luis. ¿Y dónde consta ni por dónde hemos de presumir que éste tradujo la _Eneida_? (_f_) Fr. Antonio de Moya, de la órden de San Agustin, lector de Teología, y procurador general de la provincia de Quito en Indias, publicó en tres tomos (dejándola incompleta) una edicion, traduccion y comentario de Virgilio; en la cual concurren raras circunstancias. El intérprete se ocultó en el primer volúmen con el nombre de Abdías Joseph, en el segundo con el de D. Antonio de Ayala, y reservó para el tercero el suyo propio: «_Obras de Publio Virgilio Maron. Elogias (sic), Geórgicas y Eneida. Concordado, explicado é ilustrado por el P. M. Fr. Antonio de Moya, del órden de San Agustin... residente en San Phelipe de Madrid. Dedicado al muy ilustre Señor D. Martin de Saavedra Ladron de Guevara, conde de Tahalú, etc... Tomo tercero de la Eneida. Con licencia. En Madrid, por Pablo del Val, año de 1664._» Que el autor de este tomo lo fué tambien de los dos primeros, dedúcese de estas palabras con que la dedicatoria empieza: «Estos tres tomos que tengo publicados sobre Virgilio, y el último que falta para remate de esta obra, piden andar en un tomo grande con un índice de todas sus palabras... y otros dos tomos que tengo de notas escogidas sobre este autor.» Contiene este tomo los seis primeros libros de la _Eneida_, traducidos en mala y rastrera prosa. Fr. Antonio de Moya, que llamándose Abdías Joseph habia intentado apropiarse las versiones _poéticas_ de las églogas y del primer libro de las _Geórgicas_, hechas por Fr. Luis de Leon: para su _Eneida_ entró á saco por la que sesenta y tres años ántes habia dado á la estampa Diego Lopez. Las variantes entre una y otra son de poca monta, y en ocasiones resulta mejorado el texto del P. Moya. Mayans, sin fundamento alguno, y sólo por cavilosidad crítica, sostiene que Fr. Luis de Leon hizo una traduccion de la _Eneida_, cuyo manuscrito vino á manos de Diego Lopez, que se le apropió alterándole, y le dió á luz en 1601. Otra copia cayó más tarde en poder del P. Moya, quien, no teniendo noticia del hurto de Diego Lopez, juzgó que podria disponer de aquella traduccion como de cosa sin dueño. Pero ¿qué noticias hay de ese supuesto manuscrito tantas veces saqueado y que nadie ha visto jamás? Absolutamente ninguna: sólo ha existido en la fantasía de Mayans. Al ver dos libros casi idénticos, lo natural es creer que el segundo fué tomado del primero, y no imaginar una fuente comun á ambos, cuando no hay fundamento para tal suposicion. El P. Moya plagió, por tanto, á Diego Lopez, y de ninguna manera á Fr. Luis de Leon. Las afirmaciones gratuitas de Mayans (que cometió la inaudita profanación de poner á nombre de Fr. Luis esta traduccion de los seis primeros libros de la _Eneida_ en el tomo III de sus _Obras de Virgilio_, etc.[7]), han sido causa de que al paso que unos han ensalzado y puesto en las nubes tales trabajos, solamente por creerlos obra del maestro Leon, otros le hayan achacado gravísimos errores que nunca pudo cometer el insigne agustino, y en que fácilmente debió de incurrir su compañero de hábito el P. Moya. _Absit à tanto viro dedecus hoc._ (_g_) En las _Obras Poéticas de D. Diego Hurtado de Mendoza_, tomo XI de _Libros raros y curiosos_, página 95, se lee con el título de _Elegía á la muerte de Dido_ una traduccion bastante literal del fin del libro IV desde el verso: _At trepida et cœptis inmanibus effera Dido._ Puede dudarse que sea de D. Diego, porque en un códice de París se lee esta nota que parece autógrafa: «No es mia, ni mala»; pero si no es suya, lo parece. La misma aficion á finales agudos; el mismo desaliño en la versificacion; la misma poesía en el pensamiento. Está en verso blanco, y, diga lo que quiera Ochoa en su _Catálogo_, es un trozo verdaderamente notable. (_h_) En la Biblioteca Real de Nápoles (J.--E.--46), hallé esta traduccion manuscrita y desconocida: «_Los Quatro libros de la Eneida de Vergilio, traduzidos en verso suelto. Al Excelentisimo Principe de Sena, por Aunes de Lerma._» Empieza: Las armas y el varon divino canto, Que vino por sus hados el primero De los Troyanos reinos desterrado A la Lavinia costa. . . . . . . . . Aunque no queden más que los cuatro primeros libros, el traductor en la dedicatoria promete toda la _Eneida_. La traduccion es fiel y poco parafrástica; pero los versos pecan de descuidados, y hay muchos que no constan. Véase una muestra: Terná guerra grandisima en Italia, Y sus feroces pueblos sojuzgando, Dará á las gentes leyes y murallas En tres veranos y otros tres inviernos Despues de haber los Rútulos vencido; Mas el infante Ascánio, al qual agora Se añade el sobrenombre de Iulo, Ilo llamado, quando el Ilion grande Con su poder el reino sostenia, Treinta años volverá el mudable tiempo Primero que estos muros desampare, Y el reino del asiento de Lavino Traspasse á edificar los fuertes muros Y casas populosas de Alba-luenga. El traductor deja cortados algunos versos á imitacion de Virgilio, v. gr.: Aquí se dice que habitaba Juno, De Sámo las moradas despreciando, Y las de todo el suelo: aquí sus armas, Aquí su carro estuvo. (_i_) «_Traduccion Poética castellana de los doze libros de la Eneida, de Virgilio Maron, Príncipe de los Poetas Latinos: su autor Don Juan Francisco de Enciso Monzon, Clérigo de menores órdenes, natural de la Ciudad de el gran Puerto de Santa María. Y la consagra á la Cathólica Magestad de Cárlos Segundo nuestro Sr. Rey de España y Emperador de la América. Con licencia, en Cádiz. Por Christóbal de Requena, año de 1698._ 4.º 7 hojas sin foliar y 255 páginas á dos columnas.» La dedicatoria es de lo más pedantesco y gongorino que recuerdo haber leido: «La Fénix despues que renace de aquellos ámbares preciosos de su pira, donde concibiendo los rayos del sol, haze tálamo de la vida el túmulo de la muerte, dicen los Poetas (¡oh Monarca Augustisimo!) que reconocido á aquel auspicio luminoso á quien debe su florida pompa, vuela á la ciudad de Heliópolis», etc. En el prólogo _A los doctíssimos y sutilíssimos ingenios de España_, dice Enciso: «Yo he traducido la Eneida más como poeta que como intérprete, no sólo porque la he traducido en versos, sino porque quanto cabe en mis fuerzas he procurado que la traduccion compita con el original... procuré siempre realzar la sentencia del poeta ó en el modo ó en la sustancia.» Y tan satisfecho quedó de su trabajo, que ingenuamente añade: «Este libro que ofrezco me ha dejado contento, y no lo leo con ménos gusto que el original.» Por lo transcrito puede comprenderse de qué pié cojeaba este nuevo traductor. Todo su afan era _realzar_ la sencillez de Virgilio, es decir, hacerle conceptuoso y culterano. Enciso (que fué tambien autor de una _Cristiada_) versificaba con valentía y número, pero estaba contagiado por el pésimo gusto de su tiempo. La traduccion está en octava rima. Véanse dos para muestra (Libro VII): Despues que dieron culto á Proserpina, Llegaron á los cándidos pensiles, Del deleyte inmortal patria divina Que vierte Mayos y descoge Abriles: Aquí infusa la lumbre cristalina Del Cielo con las pompas más sutiles El campo ilustra en tempestad preciosa De nardo, de clavel, de lirio y rosa. Unos los fuertes miembros ejercitan En la que da aromática palestra El campo Elysio, y cultos solicitan Hacer de su valor gloriosa muestra. Otros en dulces plectros acreditan Las glorias de su voz y de su diestra, Añadiendo á sus mágicas ideas Dulces saraos, métricas choreas. Si esto es Virgilio, _¡quantum mutatus ab illo!_ (_j_) D. Josef Pellicer de Salas y Tobar tradujo _los quatro libros primeros de la Eneyda de Virgilio en quatro romances de á cien coplas cada uno_. No queda más noticia que la que da el mismo Pellicer en la _Bibliotheca_ que formó de sus propios escritos. (_l_) «_Los Quatro primeros libros de la Eneida de Virgilio, traducidos en verso castellano por D. Tomás de Iriarte._» Ocupa todo el tercer volúmen de la _Coleccion de sus obras en verso y prosa_. (Madrid, 1805. Imp. Real. 320 pp con XXII de Prólogo). Tambien se halla en la 1.ª ed. (ménos completa) de dichas _Obras_. (Madrid, 1787.) Está en romance endecasílabo, metro desdichado para trabajos de esta índole, pues ni tiene las ventajas de la rima (al paso que reune todos sus inconvenientes), ni la soltura y clásica gallardía del verso suelto. Sólo al Duque de Rivas fué dado hacer que se leyesen de seguida romances tan dilatados como los de _El Moro Expósito_. No hay martilleo más desapacible que el de la asonancia prolongada durante todo un canto de 800 ó 1.000 versos. No adolece la traduccion de Iriarte (como otras suyas, especialmente la de la _Epístola ad Pisones_) de prosaísmos de diccion, porque Iriarte tenía demasiado gusto para ponerlos en una epopeya, y él mismo se lamenta en el prólogo de lo _escasas y pobres de locucion poética_ que son las lenguas modernas, y envidia la majestad y abundancia de las antiguas. Pero nadie da lo que no tiene, y si podia el fabulista canario traducir con dignidad y decoro el texto virgiliano (y no hay duda que lo hizo), faltábanle calor en el alma y viveza en la fantasía para reproducir los lamentos de Dido ó el cuadro de la destruccion de Troya. Quintana juzga en dos palabras esta traduccion: «El texto está reproducido: la poesía no.» Además de los cuatro libros, trabajó Iriarte en el 5.º; pero no llegó á publicarle, desalentado quizá por el poco éxito de la primera muestra. (_m_) «_Traduccion de las obras del Príncipe de los Poetas Latinos, P. Virgilio Maron á verso castellano. Dividida en quatro tomos. Tomo II. Que contiene los quatro primeros libros de la Eneida. Por D. Joseph Raphael Larrañaga. Con las licencias necesarias. En Méjico, en la Oficina de los herederos del Lic. D. Joseph de Jáuregui, calle de S. Bernardo._ Año de 1787.» Una hoja sin foliar con la lista de los suscritores, otra con las erratas y dos con un romance de D. Toribio Castañeda en aplauso de la traduccion, 430 pp. con texto latino y castellano. La traduccion es en romance endecasílabo. --«_Tomo III, que contiene los quatro segundos libros de la Eneida_ (lo demás idéntico).» Una hoja sin foliar, 478 pp. y el índice. --«_Tomo IV, que contiene los quatro últimos libros de la Eneida_, etc., (lo demás _ut supra_). Año de 1788.» Una hoja sin foliar y 593 pp. Esta traduccion es completísima: no sólo encierra los doce libros de Virgilio, sino tambien el suplemento de Mapheo Veggio. El incógnito traductor (que es casi desconocido hasta en América) era muy mal poeta. Júzguese por el argumento ó _asunto_ del primer libro: De Juno á persuasiones Éolo despacha los furiosos vientos, Y arroja á las regiones De Libia los troyanos regimientos; Jove con sus razones A Vénus quita justos sentimientos; En la hermosa Cartago á Eneas recibe Dido que amante á todo se apercibe, A quien la diosa Vénus desmentido Envía en forma de Ascánio al dios Cupido. Esto es cuando habla por su cuenta. Veamos cuando traduce: Yo aquel que cuando jóven entonaba _Silvestre_ verso en rústica zampoña, Y dejando las selvas _pastoriles_ Despues compuse _leyes poderosas_. Al frente del último tomo hay un perverso soneto, intitulado «Sencilla expresion de los deseos de un íntimo amigo del Autor»: ¡Oh! y quiera, en fin, el Cielo soberano Se llegue el dia feliz, _interesante_ En que veamos concluido tu elegante Virgilio vuelto en metro castellano... Sólo como curiosidad bibliográfica puede mencionarse esta traduccion. (_n_) Otro tanto digo de «_La Eneida de Virgilio, traducida en verso pentámetro por D. Cándido María Trigueros_.» Se conserva en la Biblioteca Colombina (B 4.ª 445--28) en un cuaderno procedente de la librería del Conde del Aguila. Contiene solo los tres primeros libros y un retazo del cuarto. Los llamados _pentámetros_ son alejandrinos pareados, insufribles para todo oido castellano: Canto el varon primero que huyendo el cruel hado De Troya vino á Italia por armas celebrado, Y sufriendo en mil tierras y el reyno de Neptuno Las iras poderosas de la enojada Juno, Toleró con firmeza de Marte los combates; Fundó, en fin, á Lavinio, y sus teucros Penates Asseguró en el Lacio: donde el nombre latino, El Albano senado y la gran Roma vino. El único mérito de esta traduccion, si alguno tiene, es la concision. En 786 versos está el libro I, en 816 el II, en 754 el III: pocos más que los del original[8]. (_p_) «_Los dos primeros libros de la Eneida de Virgilio, traducidos en octavas castellanas por D. Francisco de Várgas Machuca. En Alcalá: año de 1792. En la Imprenta de la Real Universidad. Con licencia_.» En 4.º, 255 pp. texto latino y castellano, sin prólogo ni preliminar alguno. Buena inteligencia del texto: las octavas generalmente débiles, á la vez que redundantes; pero no faltan versos felices. Véase la descripcion de la muerte de Laoconte: Ya su cuerpo los dos por la cintura Con repetidas vueltas le ciñeron: Su garganta con mísera apretura Con una y otra vuelta le oprimieron; Y además de las roscas que formaban Sus cabezas las de él sobrepujaban. Destilando veneno denegrido Las vendas, con sus manos pretendian Desenvolver las roscas, y afligido Quejas hasta los cielos despedía, Como el toro que brama quando herido Huye del sacrificio que sufría Y la incierta segur que el golpe ha errado De su cuello sacude lastimado. Pero las dos culebras, deshaciendo La prision de las roscas apretadas, Ibanse poco á poco desprendiendo Del infeliz Laocoón, y desliadas Fuéronse, un giro y otro repitiendo, Al templo de la Diosa encaminadas, Y despues que á sus plantas se postraron, Debajo de su escudo se ocultaron. (_q_) El P. José Arnal, jesuita de los expulsos, conocido por su traduccion del _Philoctétes_ de Sófocles, se ocupaba en una version de la _Eneida_. Es noticia del P. Pou en su _Specimen interpretationum hispanarum auctorum classicorum tam ex græcis quam latinis, tum sacris, tum prophanis_, ms. que D. Joaquin María Bovér poseía y extracta en su _Biblioteca Balear_. (_r_) D. Juan Meléndez Valdés, en el prólogo que escribió en Nimes para la última edicion de sus poesías, menciona entre los mss. que perdió durante la guerra de la Independencia una _traduccion muy adelantada_ del divino poema Virgiliano. Parece que eran seis los libros ya traducidos. (_s_) D. Francisco Sanchez Barbero, eminente humanista, trae en sus _Principios de Retórica y Poética_ (Madrid, 1805) tantas veces reimpresos, algunos trozos virgilianos (especialmente del libro IV) con felices traducciones de su propia cosecha, v. gr.: ¡Oh sol que en luz eterna al mundo aclaras, Y tú, testigo de mis ánsias, Juno, Vengadoras Euménides; triforme Hécate, en cuyo honor los anchos trivios Con aullar melancólico resuenan En la nocturna oscuridad: vosotros Dioses tambien de la espirante Elisa, etc. Tampoco son desgraciadas las que inserta D. José Gomez Hermosilla en su _Arte de hablar en prosa y verso_. (_t_) _Dido_, canto épico por D. Juan Maria Maury. Impreso por vez primera en el tomo LXVII de AA. Españoles (pp. 175 á 183). Es una traduccion del libro IV de la _Eneida_ en versos endecasílabos irregularmente combinados, con un _prólogo_ y un _epílogo_, tambien en verso, añadidos por Maury, para formar un poemita completo. El _Proemio_ es un extracto del libro I de la _Eneida_ con todos los preliminares indispensables para la inteligencia del asunto. La traduccion del libro IV es preciosa. Oscurecen su mérito giros extraños, inversiones excesivas, cortes rítmicos un tanto artificiales y violentos; lo cual da á este trabajo un aire de extrañeza que en verdad le perjudica. Tampoco es de loar la versificacion caprichosa que adoptó Maury. Por lo demás, á fuerza de ser elíptico y ceñido, llega á un grado de concision y energía (á veces abrupta y escabrosa) que no consigue ningun otro poeta ni traductor castellano. No esquiva los latinismos, v. gr., _inauspiciada_, _claustro_, _régia_ (en el sentido de _palacio_). Hé aquí una muestra de la elegancia y del vigor con que está escrita esta traduccion, obra de un verdadero poeta: . . . . . . . . sus naves sumergiera, Sus tiendas encendiera, exterminara Al padre, al hijo y á la raza entera... ¡Oh sol que todo con tu antorcha clara Lo alumbras! Noble hija de Saturno Que mis agravios ves, ¡Hécate muda Que por sus plazas con pavor saluda De las ciudades el clamor nocturno! ¡Dioses del Orco! Furias vengadoras, Númenes todos de la triste Dido Moribunda, atended, y el merecido Pago al inicuo dad: las frigias proas, Si es fuerza arriben á segura playa, Si así lo quieren Júpiter y el Hado, Que por un pueblo bélico acosado, De Ascánio léjos, prófugo, no haya Quien le socorra: de los suyos vea Matanza atroz. . . . . . . . . . . Esto pido, este exhalo último ruego Con el aura vital. . . . . . . . . Sal de mis huesos vencedor ingente Que á fuego y sangre á la dardania gente Allá persigas, do cabrá, doquiera, Opuestos mar á mar, playa á ribera. ¡Qué inspirado estuvo Maury, al traducir el Quæsivit cœlo lucem, ingemitque reperta. . . . . . . . . . . . . . . . Del cielo Busca la luz y al encontrarla gime! El _epílogo_ reproduce parte de la bajada á los infiernos en el libro VI; pero lo demás es invencion de Maury, y no poco feliz. La sombra de Dido anuncia á Enéas los futuros desastres de Roma y la venganza de Cartago por Aníbal: Y en medio de estos bélicos despojos Graba una mano en caracteres rojos «Tesino» y «Trebia», «Trasimeno» y «Cánas.» (_u_) La Eneida _en castellano por B. P. V._ (Benito Perez Valdés.) Oviedo. Año de 1832. Ms. autógrafo que poseo, así como el de las _Geórgicas_, vertidas por el mismo traductor. El de la _Eneida_ tiene 1.260 páginas, con el texto latino al frente. Está en versos sueltos la traduccion, que es completa. D. Benito Perez Valdés († 1842, á la edad de ochenta y tres años[9]) fué un boticario ovetense, amigo en sus mocedades de Jovellanos, y conocido en su patria por el apodo de _El Botánico_. Aficionado á las buenas letras, compuso gran número de poesías patrióticas en bable y en castellano durante la guerra de la Independencia, y en la época constitucional del 20 al 23, entre ellas _El Romancero de Riego_, que reimprimió en Lóndres con cierto lujo el canónigo D. Miguel, hermano del caudillo liberal de las Cabezas. En la traduccion virgiliana de este farmacéutico, aparte de muchos é imperdonables desaliños, fáciles de explicar en una obra no corregida por su autor, quizá no destinada á la prensa, y hecha en un aislamiento literario casi absoluto, hay condiciones estimables de latinista, y áun de escritor castellano, pero no de poeta. Para un verso feliz (y no deja de tenerlos), se encuentran ciento inaguantables, mostrándose á cada paso la impericia de Valdés en la manera de construirlos y trabarlos. Pero si versifica mal, habla, á lo ménos, con pureza y abundancia el castellano. Véase una levísima muestra de este incógnito traductor: Luégo que de Laurento en el alcázar De guerra el estandarte puso Turno, Y el bronco són se oyó de las trompetas, E hizo de los caballos fiero alarde, Y con la lanza sacudió el escudo De la lucha intimando señal cierta, Escandecido el ánimo valiente, El Lacio todo trepidó en tumulto, Ansioso se conjura, y arrogante Fuera de sí su juventud se exalta. (Libro VIII.) (_v_) _La_ Eneyda _de Virgilio, traducida en español_ (sic) _por L. D. F. V. Barcelona, imp. de Grau, 1842_. Trad. en prosa para las escuelas, hecha por un profesor de Humanidades de Barcelona. Roca y Cornet habló de ella en _La Civilizacion_. (_x_) «_Nueva Version de la Eneida de Virgilio en verso español, acompañada del texto latino al frente, el más correcto. Por D. Alejandro de Arrúe, Preceptor titular de la Invicta villa de Bilbao.--Bilbao, Imprenta de Adolfo Depont, Editor._ 1845, 4.º» Conozco de esta traduccion dos volúmenes. El primero (404 pp.) comprende los cuatro primeros libros y numerosas _notas sobre las palabras más oscuras mitológicas y geográficas de la Enéida de Virgilio_. El 2.º abraza los libros quinto, sexto, sétimo, octavo y el comienzo del noveno, quedando cortado el ejemplar que tengo á la vista en la página 356. Ignoro si se terminó la publicacion de este tomo y de lo restante de la obra. Al frente de la version va el texto latino bastante correcto. La traduccion está en romance endecasílabo y no pasa de mediana. El intérprete carecia de gusto literario, versificaba con muchos tropiezos, y hasta en el lenguaje es incorrecto y desaliñado. Complácese en términos exóticos y raros compuestos. Para las anotaciones consultó especialmente á Servio, Donato, Minelio, los PP. La Cerda y La Rue (_Ruæus_) y Delille. Muéstrase en todo más humanista que poeta. (_y_) «_La Eneida de Virgilio, traducida en verso endecasílabo por D. Graciliano Afonso, Doctoral de la Santa Iglesia Catedral de Canarias.--Año de 1853.--Palmas de Gran Canaria: Imp. de M. Collina... 1854._» 8.º 2 ts. el 1.º de VIII 233 pp., y el 2.º de 278 pp. En una advertencia _al lector_ dice el Sr. D. Graciliano que en 1838 trajo de América, _donde permaneció 18 años emigrado por la causa de la libertad, una traduccion en prosa con notas, para la instruccion de la juventud canaria_. El 25 de Junio de 1853 le ocurrió la idea de ponerla en verso y la terminó el 24 de Octubre: celeridad verdaderamente extraordinaria, y más en un anciano de 78 años, que esta edad tenía el señor Doctoral en aquella fecha. Sería injusticia notoria examinar con rigor una traduccion hecha en tales condiciones: lo singular es que de vez en cuando tenga buenos versos y arte de estilo, en medio de un diluvio de prosaísmos, repeticiones y negligencias. Está en romance endecasílabo. Que no carece de mérito, mostrarálo, tomado á la ventura, un pasaje del libro XI. Habla Tarcon en la batalla contra Camila: «¿Qué pavor se apodera de vosotros, Tirrenos sin honor siempre y sin alma? ¿Qué indigna cobardía os aqueja? ¿Una sola mujer del campo os lanza En fuga y dispersion? ¿dó están agora Las manos impotentes, las espadas? Tanta insolencia no mostrais de Vénus En las órgias nocturnas tan amadas, Ni cuando corva flauta os convida De Baco alegre á la festiva danza Y el vaso rueda en la suntuosa mesa Donde todo es placer...» Así hablando, conságrase á la muerte Y en su corcel se arroja á la batalla, Y á Vénulo acomete con gran furia. · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · Y ya le encierra en sus membrudos brazos Tal se alza el ave de doradas plumas, El águila de Jove que arrebata Una serpiente á lo alto de las nubes Y encadena la presa con sus garras, Y en ella fija sus corvadas uñas, Y al dragon hiende: con sus ánsias vanas Se pliega, se repliega en varios giros Y encrespa de su espalda las escamas, Y silbos lanza horribles: su cabeza Siempre erguida con aire de amenaza. Pero él en vano lucha, que de Jove El corvo pico el ave despedaza, Y con heridas cubre el cuerpo fiero Y el aire despues corta reposada. (_z_) «_La Eneida de Virgilio, traducida al castellano._» Forma parte de las «_Obras Literarias de D. Sinibaldo de Mas. Madrid. Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, Salon del Prado, núm. 8_, 1852.» La _Eneida_ tiene paginacion aparte: 175 fols. Hay ejemplares sueltos. Tiene esta traduccion la singularidad de estar hecha en una especie de _exámetros_ castellanos, tal como el autor los habia propuesto en su _Sistema musical de la lengua castellana_. Más que como version debe considerarse esta _Eneida_ como un ensayo rítmico, y mejor, como un monumento de paciencia. Ni aquellos son _exámetros_, ni suenan como versos en ninguna lengua: Era noche, y estaban durmiendo con profundo silencio Los míseros humanos, el plateado mar y las selvas: Las estrellas lucientes hacían por el cielo su curso: Los ganados bulliciosos, las aves que esmaltes adornan, Los peces que en el fondo del líquido elemento se placen Y las fieras bravías que habitan en el áspero bosque, Todos sus males olvidaban, dados al plácido sueño. ¿Quién soporta doce cantos en este llamado _metro_? Lo que sí puede alcanzarse, escribiendo en esta forma, es alguna ventaja en cuanto á la concision. Y D. Sinibaldo de Mases muy conciso; pero tuvo el mal gusto de «abreviar muchas descripciones, profecías y comparaciones que le parecieron prolijas y lánguidas para lectores del siglo XIX.» ¡_Refundir_ á Virgilio! De esta traduccion pueden sacarse giros y frases felices y latinismos aprovechables. (_aa_) Juan Cruz Varela, poeta de Buenos-Aires (1794-1839), tradujo los primeros libros de la _Eneida_. Dícelo don Miguel A. Caro, con referencia á D. Juan María Gutierrez[10]. En la _Revista del Rio de la Plata_ se publicó el primero, y allí tambien dos _Cartas_, de Varela, sobre la manera de traducir á Virgilio y sobre las anteriores versiones castellanas[11]. (_bb_) El ilustre poeta venezolano Andrés Bello tradujo el libro V de la _Eneida_ (_los juegos_); pero no sé que haya sido impreso. Le cita el Sr. Caro. (_cc_) «_El Libro primero de la Eneida traducido en verso por el Excmo. Sr. D. Ventura de la Vega._» Se publicó por primera vez en un periódico ó revista, pero se ha reimpreso con más correccion en el tomo I de _Memorias de la Real Academia Española_. (Madrid, Rivadeneyra, 1871). Ochoa dijo rotundamente de este fragmento que era «la mejor traduccion de Virgilio que él conocia en ninguna lengua.» Muchos serán del mismo parecer. Es, á lo ménos, uno de los mejores trozos de verso suelto castellano, y una de las interpretaciones donde mejor está entendida y más poéticamente expresada la índole del original, la majestuosa, á la par que sencilla, elegancia virgiliana. Aníbal Caro tiene más soltura y más gracia: Ventura de la Vega más igualdad y esmero. Sin ser humanista de profesion, sabía bastante latín para comprender el texto, y tenía además la ayuda de muchos comentarios y versiones que no alcanzó el italiano. Hé aquí una muestra del trabajo de Ventura: Él en Italia una tremenda guerra Sostendrá; domará pueblos feroces, Ciudades fundará, y usos y leyes Dará á sus hijos, y en el Lácio al cabo, Tres estíos veránle y tres inviernos Reinar sobre los Rútulos vencidos. Sucederále el niño Ascánio, que hora _Yulo_ añade á su nombre (_Ilo_ llamado Cuando existió Ilion). Verá en el trono Treinta giros del sol en torno al orbe, Y trasladando de Lavinio el reino, Asentarálo en Alba: Alba-la-longa, Por él de inmensa fuerza coronada. Ya de año en año allí los hijos de Héctor Trescientos reinarán, hasta que _Ilia_, Reina y sacerdotisa, en solo un parto Dos gemelos dé á luz, prole de Marte. Será uno de ellos Rómulo, que alegre, Sobre sus hombros por blason llevando La roja piel de su nodriza loba, Juntará un pueblo, la ciudad de Marte Fundará, y á sus nuevos moradores _Romanos_ llamará, del nombre suyo. A estos _Romanos_ ni barreras pongo Ni término señalo: les he dado Un imperio sin fin. Y hasta la misma Juno, esa áspera Juno, que hoy medrosa Fatiga el mar, la tierra y el Olimpo, A consejo mejor tornará un dia, Y á par conmigo exaltará al Romano, Togado pueblo, rey del Universo. Tal es mi voluntad.--Las venideras Edades, en humilde servidumbre De la casa de Asáraco á las plantas Verán á Phtía y á la gran Micénas, Y subyugada y sierva á Grecia toda. De esta troyana esclarecida sangre Nacerá César, que heredando el nombre De Yulo el grande, llamaráse _Julio_. Límite de su imperio será solo El Oceáno, y de su fama el cielo. Cargado con despojos del Oriente, Recibirásle en el Olimpo un dia, Y aras y culto le dará la tierra. Entónces ya, las lides apagadas, El aspereza de los siglos rudos Suavizándose irá, y el Universo Por la cándida fe será regido. ¡Qué bella sería una traduccion de Virgilio en versos sueltos y hechos de esta manera! (_dd_) «_Dido: libro IV de la Eneida de Virgilio, traducido en verso castellano, por D. Fermin de la Puente y Apezechea. Sevilla. Establecimiento tipográfico á cargo de Juan Moyano, 1845._» Dedicado á los PP. Escolapios, 56 pp., 4.º --«_Eneida de Virgilio: libros I y VI, traducidos por don Fermin de la Puente y Apezechea. Madrid, imprenta de Aribau y Compañía, sucesores de Rivadeneyra_, 4.º, 127 páginas.» El libro I está incluido además en las _Memorias de la Academia Española_. Además de estos tres libros, dejó preparados el señor Puente y Apezechea otros cinco, segun me informa mi buen amigo D. Antonio Sanchez Moguel. Aunque el Sr. Puente, persona en todos conceptos apreciabilísima, no era muy poeta, su traduccion de la _Eneida_ es buena (sobre todo en el libro IV), y merece más fama que la que ha alcanzado. Inmune casi de los vicios que afean la interpretacion de los _Libros Sapienciales_, hecha por el mismo autor harto prosaicamente, tiene hermosas octavas, de las cuales pondré alguna para muestra: No de otra suerte Orestes delirante, Del triste Agamenon prole maldita, Del crímen siente el aguijon punzante, Y espantosa vision le precipita. Huye á su madre, y se la ve delante Que ardiente tea y víboras agita, Y al cual las infernales vengadoras Posan sobre el umbral á todas horas. Cuanto más leo esta traduccion, más me agrada. Reina en ella cierta apacible y modesta elegancia y una igualdad de estilo que se echan de ménos en las demás poesías del difunto académico. En el libro I, y sobre todo en el VI, aprovechó algunos versos, y áun dos ó tres octavas enteras de la traduccion de Hernandez de Velasco. Este libro VI es el más flojo en la de Puente y Apezechea. (_ee_) D. Gabriel García Tassara, en sus _Poesías_ (1872), tiene traducida _La Muerte de Príamo_ (libro II de la _Eneida_) desde el verso _Forsitam et Priami fuerint quæ fata requiras_. (_ff_) «_Obras completas de P. Virgilio Maron, traducidas al castellano por D. Eugenio de Ochoa, de la Academia Española. Madrid. Imprenta y estereotipia de M. Rivadeneyra, calle del Duque de Osuna_, 1869, 4.º» XXXV pp. de preliminares y 816 de texto é _Indice alfabético_ de los personajes nombrados en la _Eneida_. Libro impreso con mucha elegancia, aunque tiene algunas erratas. Por lo que hace al texto, reprodujo Ochoa el de Heyne, revisado por Wagner (1830-1841), consultando en algun caso el de Bénoist y otros. La traduccion es en prosa, que, como toda prosa poética, resulta monótona y amanerada, y como toda prosa de Ochoa, no está libre de galicismos. Fuera de esto y de algunos errores (no graves) de interpretacion, el trabajo es concienzudo, aunque de sabor poco nacional y castizo. En la _introduccion_ y en las _notas_ no faltan ligerezas bibliográficas y críticas. Ochoa no era latinista de profesion; pero tenía buenos conocimientos clásicos. Su _Virgilio_ vino á llenar un vacío en nuestra bibliografía clásica; y si alguno de sus libros le sobrevive, será con certeza éste. (_gg_) _Los seis libros primeros de la Eneida de Virgilio, traducidos al castellano en versos endecasílabos sueltos._ Coria: Imp. de Policarpo Evaristo Montero. 1870. 8.º, 154 pp. y dos de _Fe de erratas_. El nombre del traductor aparece al fin de la _Advertencia_: D. Felipe L. Guerra, vecino de Gata, el cual hizo esta traduccion para enseñanza de su hijo, estudiante de latin. Más adelante ha publicado completa: _La Eneida de Virgilio, traducida al castellano en versos endecasílabos sueltos._ Coria: Imp. de P. Evaristo Montero. 1873, 8.º, 304 páginas. Una y otra edicion fueron privadas, y _ad usum amicorum_. Es traduccion más recomendable por la fidelidad que por la elegancia ni soltura. (_hh_) _Juan de Arona_ (seudónimo del escritor peruano D. Pedro Paz Soldán y Unanue, elegante traductor de las _Geórgicas_) ha tenido la ocurrencia no muy feliz de hacer una especie de version jocosa ó parodia de algunos trozos del libro I de la _Eneida_ (1-101), y del II y IV. Allí Dido dice á Enéas que _le llegará su San Martin_, y otras cosas de la misma laya. Pertenece al mismo género de parodia que el _Virgile travesti_ de Scarron, ó el poemita bable de _Dido y Eneas_, de D. Antonio Gonzalez Reguera. Los trozos de Juan de Arona á que aludo pueden verse desde la página 74 á la 84 del libro intitulado _Poesía antigua._--_Las_ Geórgicas _de Virgilio traducidas en verso castellano_, etc. Lima: Imp. del Comercio, 1867. (_ii_) El docto latinista D. Raimundo de Miguel, á quien deben nuestras letras el mejor Diccionario latino, tradujo en verso castellano los dos primeros libros de la _Eneida_, trabajo hecho en su vejez como por solaz, y nunca corregido á gusto de su autor. Está en el libro rotulado: _Poesías de D. Raimundo de Miguel, catedrático de Retórica y Poética en el Instituto de San Isidro de Madrid, seguidas de un apéndice que contiene la traduccion de los dos primeros libros de la_ Eneida _y varias composiciones latinas del maestro Francisco Sanchez de las Brozas, vertidas á la lengua castellana en variedad de metros por el mismo autor. Madrid. Agustin Jubera, editor._ 4.º XVII+540 pp. (1876.) (_jj_) _Obras de Virgilio, traducidas en versos castellanos por Miguel Antonio Caro. Bogotá. Imprenta de Echevarria hermanos_, 1873. Preceden á la traduccion una dedicatoria á la Academia Española, un estudio preliminar extenso (CXIX pp.) y algunas advertencias. El tomo II contiene los seis primeros libros de la _Eneida_. El tercero (1876) los restantes, con adiciones al _estudio_ preliminar y (al fin) correcciones al texto. Ofrece publicar más adelante el texto latino con comentarios y una introduccion, un estudio sobre las imitaciones y reminiscencias virgilianas en poetas de España y América, los _Poemas menores_ atribuidos á Virgilio y un _Indice_. La traduccion del Sr. Caro es sin duda la mejor que poseemos en castellano, á lo ménos tomada en conjunto. Hay pasajes débil ó vagamente traducidos, y adolece además del vicio capital de estar en octavas reales, forma sumamente artificiosa, y que quita al traductor mucha libertad, y al traslado mucha concision. Pero admitido este pié forzado, sólo hay motivos de admiracion en el trabajo del Sr. Caro. Cierto que se encuentra algun giro exótico, alguna construccion violenta, alguna frase traida de léjos; pero ¿qué importa esto al lado de tantas frases expresivas y gallardas, al lado de tantos giros felices como embellecen la traduccion del poeta bogotano? El cual es además notabilísimo y concienzudo latinista, y nunca ó raras veces se desvía de la recta interpretacion. Debe aplaudirse, sobre todo, en su trabajo la pureza y galanura con que maneja la lengua castellana, como dueño y señor de todas sus preseas y tesoros, cosa rara en las regiones americanas. Fuera de Bello y Pesado, no conozco hablista americano comparable al traductor de Virgilio. II. TRADUCCIONES CATALANAS. (_a_) _Obras de Virgili_, traducidas en lengua catalana, por Jacinto Ricart. Ms. en 4.º mayor, que se conservaba (segun refiere Torres Amat) en casa de Manxarell, de la villa de Sampedor. (_b_) Eneidas _de Virgili, traduhidas en vers mallorquí_, por Juan Bautista Nicolau Seguí, médico palmesano, nacido en 1804. Bovér (_Biblioteca de escritores baleares_) dice haber visto este manuscrito (sin concluir) en poder de la familia del traductor. (_c_) D. Miguel Victoriano Amér, tambien mallorquin, se ocupa en traducir al catalan la _Eneida_, y lo hará como de su saber y buen gusto puede esperarse. III. TRADUCTORES PORTUGUESES. (_aaa_) En la Biblioteca Nacional de Lisboa (D.--3.--46) se conserva inédita: «_A Eneida de P. Virgilio Maron. Traduzida do latim em verso solto portuguez. Author M.e Leonél da Costa Lusitano, Natural da muito nobre e sempre leal villa de Santarem._» Está dedicada á D. Francisco de Mascarenhas, virey que fué de la India Oriental y gobernador de la China. No hay más preliminares que una advertencia _Ao leitor_ y un _Elogio sobre as partes e excellencias do poeta_. Esta copia perteneció á Ribeiro dos Santos, y ocupa seis tomos en 4.º Los dos primeros contienen la traduccion, y los cuatro restantes las notas. Leonél da Costa sólo era conocido por su traduccion de las _Eglogas_ y _Geórgicas_, cuyos versos sueltos no son mucho mejores que los de esta _Eneida_[12]. (_bbb_) Juan Franco Barreto, el más celebrado de los antiguos intérpretes lusitanos de Virgilio[13], floreció en la segunda mitad del siglo XVII. --«_Eneida Portugueza com os argumentos de Cosme Ferreira de Brum, Dedicada á García de Mello, monteiro mór do reino de Lisboa_, Lisboa, por A. Craesbeck de Mello, 1664.» 12.º XVII+139 hs. foliadas por una sola cara. Al fin está el _Diccionario de todos os nomes proprios e fabulas que n’estes seis libros de Virgilio se contem_. _Parte 2.ª que contém os seis últimos livros de Virgilio_, 1670, por A. Craesbeck de Mello. 12.º XI+158 pp. con otro _diccionario_. --«_Eneida Portugueza. Parte 1.ª que contém os primeiros seis livros de Virgilio. Seu author Joao Franco Barreto, natural da cidade de Lisboa. Com os argumentos de Cosme Ferreira de Brum e com o Diccionario de todos os nomes proprios, e fabulas que nestes seis livros de Virgilio se contem, e a explicaçao delles para melhor intelligencia do Poeta. Lisboa: na officina de Antonio Vicente da Silva. Anno de MCCCLXIII_, 6 hs. prls. y una blanca y 371 pp.» La traduccion está en octavas reales, conservando las frases y áun los versos de Camoens, siempre que imitó á Virgilio. La versificacion es en general valiente y rotunda. El segundo tomo contiene los seis últimos libros. La 3.ª ed. es de Lisboa, _na Typ. Rollandiana_, 1808, 2 ts., 420 y 429 pp. Sin el prólogo ni los sonetos laudatorios de las antiguas. (_ccc_) «_Commentarii in P. Virgilium Maronem, nunc primò juxta ordinem verborum, post tamen uberioribus notis locupletandi. Tomnus secundus complectens sex priores libros Æneidos. In hac quinta impressione maxime correcti... Scribebat D. Gaspar Pinto Correa. Theologus Lusitanus... Barcellorum Collegiata Canonicus Pænitentiarius. Ulyssipone, apud hæredes Dominici Carneiro. Anno 1698._» Una h. de prels. y 352 pp. 4.º Contiene el argumento y explicacion de cada libro, el _Ordo verborum_ con una traduccion literalisima y destinada para las aulas, y algunas notas y comentarios. Ayudó á Gaspar Pinto Correa, su hermano, de quien es el comentario á los libros 6.º, 7.º y 8.º de la _Eneida_. Esta obra, hasta por la fecha de la publicacion, hace _pendant_ con la de Fr. Antonio de Moya. Además de la edicion de 1698 que tengo á la vista, las hay de 1644 (Lisboa, por Pablo Craesbeck), 1668 (Coimbra, por la viuda de Manuel de Silva), 1670 (Lisboa, por Antonio Craesbeck de Mello). Del tercer tomo, que comprende los seis últimos libros, hay impresiones de Lisboa, por Antonio Craesbeck de Mello, (1653 y 1665). (_ddd_) En la Academia de Ciencias de Lisboa se conserva autógrafa, en cinco tomos en 4.º, una traduccion de la _Eneida_ por Cándido Lusitano (P. Francisco J. Freire.) (_eee_) El P. Francisco Furtado, jesuita de los expulsos á Italia, tradujo en octavas todas las obras de Virgilio, pero no se imprimieron, y hoy sólo se conserva el manuscrito de las _Geórgicas_[14]. (_fff_) El matemático Francisco J. Monteiro de Barros dejó traducida en verso parte del segundo libro de la _Eneida_. (_ggg_) José Rodriguez Pimentel y Maia tiene en sus _Obras Poéticas_ (Lisboa, 1805-6-7, tres cuadernos), algunos trozos de la _Eneida_ traducidos. (_hhh_) «_Eneidas de Virgilio en verso, traduzidas do idioma latino en nosso vulgar por Luis Ferráz de Novaes, fidalgo da Casa de sua Magestade e Alcaide Mor da villa de Redondos. Lisboa, na off. de Felippe José de França e Liz. 1790._ 4.º, 536 pp.» La portada es apócrifa, y algunos atribuyen esta version á Pedro Viegas de Novaes, jurisconsulto, muerto en 1782 ó 1785. No tiene notas ni discurso preliminar. (_iii_) Antonio Ribeiro dos Sanctos en las _Poesías de Elpino Duriense_ (nombre arcádico suyo)--Lisboa, 1812, tiene traducida en verso una parte del libro I de la _Eneida_, _Eu soi aquelle que cantei outr’hora_, hasta el pasaje en que Júpiter envía á Mercurio á Dido para que dé hospitalidad á los Troyanos. En verso suelto. (_jjj_) _Filinto Elysio_ (Francisco Manuel do Nascimento) en el tomo I de sus _Obras completas_ (Paris, na officina de A. Bobée, 1817), tiene traducido un pasaje del libro IX de la _Eneida_ (el episodio de Niso y Euríalo). (_kkk_) Manuel Mattias Vieira Fialho de Mendonça tradujo la mayor parte de la _Eneida_, pero en la invasion francesa se le extraviaron los tres primeros libros. Hoy sólo conocemos un fragmento del cuarto, impreso por primera vez en 1814 en el _Investigador_, periódico portugues de Lóndres y reproducido en 1864 en el 2.º volúmen de _O Instituto, jornal scientífico e litterario_, que se publica en Coimbra (pág. 274 y 75). Este trozo es la mejor traduccion de Virgilio que he visto en portugues. (_lll_) Francisco Evaristo Leoni en sus _Obras Poéticas_... (_Lisboa, typographia patriótica de Cárlos José da Silva_... 1836) inserta (pág. 109) una traduccion de la muerte de Príamo, episodio del libro II de la _Eneida_. En verso suelto. (_mmm_) Antonio José de Lima Leitão. _As Obras de Publio Virgilio Maro, traduzidas en verso portuguez e aumentadas_ (_Monumento a elevação da colonia do Brasil a Reino e ao Estabelecimento do triplice Imperio Luso_)... Tomos II y III. Rio Janeiro, Na Typ. Real. 1819. 8+239 pp. el uno y 228 pp. el otro. --«_Monumento a elevação da colonia do Brazil a Reino e ao Establecimiento do Triplice Imperio Luso. As Obras de Publio Virgilio Maro, traduzidas en verso portuguez e annotadas por Antonio José de Lima Leitão, Cavalleiro da Ordem de Chisto, Doutor em Medicina pela Escolla de Paris, e Physico Môr da Capitanía de Moçambique... Tomos II y III_ (1819). _Rio de Janeiro: Na Typographia Real._ 8+239 pp. el 1er tomo, y 228 el 2.º» --«_As obras de P. Virgilio Maro, postas no texto latino o mais correcto e vertidas em verso portuguez com as mais precisas annotaçoens. Lisboa, Imp. Nacional_, 1842.» 8.º mayor, 56 pp. (Tirada de 46 ejemplares.) Contiene los 300 primeros versos de la _Eneida_ con muchas correcciones respecto á la traduccion impresa en 1819. Tiene esta traduccion la singularidad de comprender la dedicatoria de la _Eneida_ á Vénus, que sólo se halla en el códice de Lóndres, y es de autor ignorado: _Si mihi susceptum fuerit decurrere munus,_ _Oh Venus, oh sedes quæ colis Idalias!_... Lima Leitão (que tambien interpretó á Horacio, Lucrecio, Milton y Boileau) era filólogo concienzudo, pero mal poeta y durísimo versificador. (_nnn_) Juan Nunes de Andrade, profesor de latinidad, publicó: «_Amores de Dido con Eneas: traducçào da quarta Eneida_ (sic) _de Virgilio. Offerecido ao illmo. sr. José Práxedes Pereira Pacheco, dignísimo patriota e honrado brasileiro, auxiliador amante do progresso._» Rio-Janeiro, Typ. Brasiliense de Francisco Manuel Ferreira, 1847, 8.º, 97 pp. --_Traducção do terceiro libro de Virgilio_ (con el texto al frente). Rio-Janeiro, 1849.» Traducciones parafrásticas de muy poco valor. (_ppp_) «_Eneida, de Virgilio Maro, traduzida por Jose Victorino Barreto Feio... Lisboa, na imprensa Nacional, y en la typographia del Panorama._» Tres tomos 8.º, el 1.º de 289 pp., comprende 4 libros, el 2.º (319) otros cuatro, el 3.º (377) lo restante del poema, que desde la mitad del libro 9.º no fué traducido ya por Barreto, sino por José María da Costa e Silva. Está en verso suelto, con breves notas. Anteceden al primer tomo seis hojas sin foliar, con una dedicatoria al Baron de Foscòa y un prólogo. Barreto Feio era consumado latinista, como lo acreditó en sus versiones de Salustio y Tito Livio, y se distingue más que el otro Barreto por su constante adhesion al texto, así en la sustancia como en la diccion. Aun así, es bastante inferior á Odorico Mendes. (_qqq_) José Bonifacio de Andrade y Silva (á quien se atribuye parte en el poema _Reino de la estupidez_ con Francisco de Mello Franco) dejó inédito (á su muerte, acaecida en 1838) alguna parte de la _Eneida_, traducida y comentada. (_rrr_) «_Eneida Brazileira ou Traducção Poetica da Epopéa de Publio Virgilio Maro. Por Manuel Odorico Méndes, da cidade de S. Luis de Maranhão. Paris Na Typographia de Rignoux_, 1854.» 4.º 392 pp. Los preliminares son un prólogo y una advertencia, donde el traductor anuncia que seguirá el texto de la Rue. A cada libro siguen _notas_ en que Odorico Mendes se muestra muy al tanto de los últimos trabajos extranjeros sobre Virgilio. Traduccion notable por la perfecta inteligencia del original y por la concision, en favor de la cual no esquiva Odorico Mendes palabras compuestas, latinismos y audaces inversiones. Traduce, por ejemplo, el . . . . . . . . . _femineo ululatu_ _Tecta fremunt_. . . . . . . . . . . . _Com femineo ululado os tectos fremem._ --«_Virgilio Brazileiro ou traducçào do poeta latino._ Paris, na Imp. de W. Renquet y Compañía (1838.) 8.º mayor, 800 pp.» Con muchas variantes y notas, y un prólogo laudatorio de Borges de Figueiredo. Los 901 exámetros del original están traducidos en 9.944 endecasílabos. (_sss_) Juan Gualberto Ferreira dos Sanctos, profesor en Bahía, publicó una traduccion de los libros IV y VI de la _Eneida_, que quizá esté incluida en sus _Poesias_ (Bahía, 1833, 4 tomos). (_ttt_) Cárlos Norris publicó _Interpretaçào da Eneida de Virgilio, Principe dos poetas latinos... Lisboa, na off. Silviana_, 1855. 8.º, VIII+173 pp. No la he visto más que citada por Inocencio da Silva. Tiene poca ó ninguna fama. M. MENÉNDEZ PELAYO. ENEIDA ENEIDA. LIBRO SÉPTIMO. I. Tú, del troyano capitan nodriza, Tambien, Cayeta, á nuestras playas nombre Impusiste muriendo, que eterniza Tu fama, y hace que al lugar asombre: El sepulcro que guarda tu ceniza En la Hesperia mayor, aquel renombre Léjos le avisa y firme le señala, Y con póstuma gloria te regala. II. Hechos, pues, los piadosos funerales, Erigido de tierra un monumento, Las altas olas contemplando iguales Tornó Enéas al líquido elemento. Ministras de la noche las geniales Auras la anuncian con creciente aliento, Y sendas alumbrando á la fortuna Rïelan sobre el mar rayos de luna. III. No distante de allí la costa yace Do Circe, hija del Sol, potente mora; Y ya de dia con sus cantos hace Sonar sus altos bosques; ya á deshora Su alcázar regio iluminar le place Con el cedro oloroso que atesora, Y ella misma tejiendo se desvela Con el peine sonoro rica tela. IV. Allí rugen leones, que furiosos En la noche reluchan en cadena: Allí erizados jabalíes, y osos, En jaula que sus ímpetus enfrena, Se embravecen: aullidos dolorosos Horribles lobos dan; el bosque suena: ¡Ay! ¡hombres fueron ya, monstruos ahora! Con hierbas los mudó la encantadora. V. Neptuno que tan duro mal probasen Los piadosos Troyanos no querria, No, que á esas playas pérfidas tocasen; Un viento largo á la sazon envía, Y así concede que volando pasen Tras el hórrido golfo. Nuevo dia En su carro gentil la rubia Aurora Anuncia en tanto, y horizontes dora. VI. Calláronse las auras de repente, Muda y sólida calma sobrevino; Clavados en el mármol resistente Bregan los remos por abrir camino. Vido Enéas en esto un bosque ingente, Y al Tibre, que por él al mar vecino, Bullente en ondas, rojo con la arena, Trae sus aguas en corriente amena. VII. Por cima allí y á par de las orillas Cantan con dulce pico alborozadas Y al bosque vuelan miles de avecillas Que en la sombra recatan sus moradas. Holgóse Enéas, y mandó las quillas Inclinar á las playas deseadas; Y alegre de ocuparlas, al umbrío Hospicio acude ya del bello rio. VIII. De los reyes del Lacio tú la lista Muéstrame, Erato: lo que el Lacio era, Tiempo es ya que presentes á mi vista, Aun ántes que á sus playas extranjera Nave arribase. Tú de la conquista El orígen descubre, y yo esa éra, Yo esa historia marcial diré en mi canto, ¡Musa! si ya á mi voz concedes tanto. IX. Guerras, hórridas guerras y legiones He de cantar: de furia el pecho lleno, Convertidos los reyes en leones: Congregado el ejército tirreno: Volando de la Hesperia los varones A las armas: de Hesperia rojo el seno. Nuevo cuadro á mi ojos resplandece; Crece el asunto y la osadía crece. X. Campos, ciudades florecer veia Anciano, en paz antigua, el rey Latino: Él de Fauno y Marica procedia, Ninfa aquélla de orígen laurentino; Pico de Fauno padre sido habia, Y de Pico el orígen fué divino; Tú, Saturno, su padre: por primero Autor te aclaman del linaje entero. XI. No fué el monarca, si felice, abuelo Ni padre de varones: muerte fiera Quitóle en flor por voluntad del cielo El único varon que le naciera. Daba á Latino en su vejez consuelo, De sus reinos opimos heredera, Sola una hija en su estancia poderosa, Ya en sazon llena para ser esposa. XII. Del Lacio y toda Ausonia, á la doncella Muchos pretenden. A su afecto tierno Aspira, y bizarrísimo descuella Turno entre todos, del blason paterno Opulento heredero. Para ella Le quiere esposo, y ya elegido yerno Le ve la Reina; mas proyectos tales Tropiezan con visiones funerales. XIII. Al raso, en medio del palacio, habia Rico en sacro follaje un lauro anciano, Que en años veneró la gente pia. Es fama que Latino por su mano En dedicarle á Febo holgóse un dia No bien le halló, cuando en el campo llano Echaba á sus alcázares cimiento; Y de ahí á la ciudad nombró _Laurento_. XIV. Hé aquí, de este árbol á ocupar la cima, Mil abejas bajaron de repente, Y, por los piés trabadas, se arracima El ruidoso tropel, y así pendiente Quedó de un ramo. «Á nuestra costa arrima Varon extraño con armada gente», Cantó un augur: «de do el enjambre vino, Vendrá la muerte del poder latino.» XV. Yendo otra vez, y el genitor con ella, En el ara á encender con mano pura Místicas luces la rëal doncella, Vióse súbita chispa que fulgura Sobre el suelto cabello, y baja y huella, No sin ruido, la blanca vestidura, Y el velo regio y la diadema ardia Opulenta del oro y pedrería. XVI. En humo envuelta y rojos resplandores Esparce ella despues lampos de llama Por muros, techos. Fúnebres temores El suceso en los ánimos derrama; Que si aquellos prodigios superiores A ella prometen dizque gloria y fama, Guerra amenazan á la Patria. En eso Cava Latino, de terror opreso. XVII. Fauno ocurre á su mente: el Rey la planta Mueve al gran bosque en cuyas sombras cela Su armonioso raudal la Albúnea santa; Mefítico vapor en torno vuela: Que allí del tiempo venidero canta El vatídico padre, y lo revela; Italia, Enotria toda, allí sus pasos Guian en tristes dudas y arduos casos. XVIII. De noche el sacerdote que sus dones Allí á ofrecer acude reverente, Si al descanso, tendiéndose en vellones De inmoladas ovejas, da la mente, Ve en sueños revolarle apariciones Peregrinas; delgadas voces siente; Habla con Dioses, y su mudo acento Penetra de Aqueronte el hondo asiento. XIX. Fué allí sus dudas á calmar Latino; Y habiendo, segun rito, degollado, En obsequio al oráculo divino, Cien lanudas ovejas, acostado En sus pieles dormia; cuando vino Súbita y misteriosa voz del lado Más secreto del bosque: «¡Prole mia! De ajustados enlaces desconfía. XX. »Tú de una hija la mano á descendiente Itálico no des. Foráneo yerno, Su linaje empalmando con tu gente, Hará nuestro renombre sempiterno. Él nacion fundará grande y potente; Tal, que el espacio que en dominio alterno Sobre un mar y otro mar el sol rodea, Todo á sus piés se humille y suyo sea.» XXI. Latino mismo estos avisos, dados En la callada noche, no recata; Y de Ausonia por campos y poblados Ya la alígera Fama los dilata: Ella daba la vuelta á los Estados Del Rey, en los momentos en que ata La juventud troyana el hueco leño Al promontorio aquél verde y risueño. XXII. Enéas, los caudillos principales Y Ascanio yacen en la sombra amiga Con que, sus ramos prolongando iguales, Árbol excelso la campaña abriga. Tortas de flor extienden, cereales Manteles (Jove mismo les instiga) Que con frutas silvestres luégo acrecen, Para encima poner viandas que cuecen. XXIII. Mas no al hambre la cena satisface; Ojos se van y manos tras la monda Delgada Céres que tendida yace: Voraz diente á los panes la redonda Márgen y abiertos cuartos roe y pace, Que significacion entrañan honda; Y «¡Aun las mesas se come el hambre aguda!» Yulo clamó, sin que al misterio aluda. XXIV. Fué esta voz primer nuncio que declara Á los Teucros ventura. El padre al hijo La palabra quitóle; mas se pára Con asombro, un instante, y regocijo, Y recobrado, «¡Salve, Tierra cara!» Y «¡oh Penates de Troya, gracias!» dijo: «Cumplióse el voto: el lance aquí me muestra La anunciada heredad, la patria nuestra! XXV. »Ya de estos milagrosos accidentes Mi amado genitor me dió la clave: «Cuando el hambre aguzando edaces dientes »(Pegada á playa incógnita tu nave) »Haga que tras las viandas te apacientes »De las mesas, tu voz al Cielo alabe, »Que patria hallaste; y con alegre pecho »Pon allí muro propio y dulce techo.» XXVI. »Hé aquí el hambre temida: de cuidados Término justo y de cruel destino. Animo, pues: del sueño recreados, Con el albor primero matutino De aquí saldremos por diversos lados El país á explorar circunvecino: Quiénes son de estos términos los amos; Qué campos pueblan, qué ciudad, sepamos. XXVII. »Hora en honor de Júpiter clemente Bebed; á Anquíses invocad; más vino!» Hablaba Enéas, y la noble frente Ceñida ostenta en ramo peregrino. Primero á la alma Tierra, y del presente Lugar invoca al Protector divino; Las Ninfas á que el bosque da guaridas; Rios sin nombre y fuentes escondidas. XXVIII. Á la Noche despues y sus fanales, Á Cibéles y á Júpiter de Ida; Y á sus padres, que moran inmortales Cielo y Erebo, en órden apellida. Jove tres veces, en momentos tales, Desde lo alto del cielo truena, y cuida Mostrar en medio del fragor sonoro Nubes de fuego y ráfagas de oro. XXIX. Al Dios el pueblo atónito veia Blandir él propio el nimbo rutilante. Rumor que de fundar llegó ya el dia La anhelada ciudad, en un instante Circula y crece. Todos á porfía, Orgullosos de agüero tan brillante, Renuevan las gozosas libaciones Y con flores de Baco ornan los dones. XXX. Con el primer albor del nuevo dia Van, costa y lindes á explorar: los vados Estos son de Numicio; ésta es la ria Del Tibre: campos éstos son poblados Por los fuertes Latinos. Cauto envía Cerca del Rey augusto cien legados Enéas, que en sus tercios selecciona; Y ya el árbol de Pálas les corona. XXXI. Cargados de presentes, mensajeros De paz, que da á sus sienes verde gala, A la vecina capital ligeros Marchan. Enéas mismo allí se instala; Y ya con zanja humilde los linderos De la futura poblacion señala, Y cual ciñendo un campamento, ordena Tender la empalizada, alzar la almena. XXXII. Ya los nuncios, al fin de su jornada, Ven las casas y torres presumidas, Y ascienden á los muros. A la entrada Y en torno á la ciudad, corre en partidas Alegre juventud: regir le agrada Potros y carros con mañosas bridas; Y con rígidos arcos y ligeras Flechas, tiros ensayan y carreras. XXXIII. Tomó uno de á caballo á su cuidado Trasmitir nuevas tales al oido Del viejo Rey: acorre; haber llegado Unos hombres, anuncia, con vestido Peregrino, de cuerpo agigantado. Que á su presencia vengan, comedido Latino manda. «Al punto,» dice, «oirélos;» Y va el trono á ocupar de sus abuelos. XXXIV. Fábrica en cien columnas sustentada, Grande, augusta, soberbia, en una altura De la ciudad descuella; consagrada Por religion antigua y selva oscura. De Pico Laurentino real morada Fué antaño. Por presagio de ventura Allí los nuevos reyes recogian El cetro y fasces que al poder se fian. XXXV. Templo era y tribunal: en sus altares Corderos inmolando, los señores De la corte á gustar sacros manjares Sentábanse en contínuos cenadores. Cada príncipe vió las tutelares Imágenes allí de sus mayores El vestíbulo ornar, nobles y enhiestas, Obras de antiguo cedro, en órden puestas. XXXVI. Ítalo allí; y aquel que al italiano Suelo trajo la vid, el buen Sabino, A quien, áun hora, figurado anciano, La corva hoz le asoma, autor del vino: El gran Saturno y el bifronte Jano Muestran, callando, su poder divino: Otros reyes les siguen, con heridas Marciales, por la patria recibidas. XXXVII. De antiguos triunfos testimonios mudos, Hay en los sacros postes mil despojos: Armaduras suspensas, penachudos Yelmos, corvas segures ven los ojos: Ven sin número allí dardos y escudos, Ven de puertas grandísimos cerrojos; Cautivos carros, y espolones graves Quitados por valientes á las naves. XXXVIII. Pico, de potros domador ufano, Con trábea corta, allí tambien se muestra, Báculo quirinal tiene en la mano, Sentado, y sacra adarga en la siniestra: Pico, á quien ya, de ardor tocada insano, Hirió con vara de oro maga diestra, Circe, amante cruel; con hierbas malas Mudóle en ave y le pintó las alas. XXXIX. En este, pues, de Dioses templo digno, De sus abuelos en el rico trono, El Rey audiencia concedió benigno. Entraron los legados, y él con tono Manso y afable, de clemencia signo, «Hablad, Dardanios; vuestro ruego abono,» Les dice: «ántes que vistos anunciados, Yo vuestro oriente sé, sé vuestros hados. XL. »Mas ¿cuál deliberada causa, ó ciega Necesidad á nuestra costa impele Y á puerto ausonio vuestra escuadra apega? ¿Fué que el rumbo perdisteis? ¿Ó, cual suele Avenir al que en alta mar navega, Tras rodear tan largo, al leño imbele Embistió ronca tempestad? Propicio, Siempre, tendreis en nuestra casa hospicio. XLI. »Á los Latinos apreciad: lejanos De pacto escrito y de penal violencia, En dulce paz cultivan como hermanos Antiguos usos, de Saturno herencia. Y ya entre los Auruncos hallé ancianos Que, si bien entre sombras (influencia Envidiosa del tiempo), en la memoria Aun guardasen de Dárdano la historia. XLII. »Fué de ésta, dicen, suya, á patria ajena; Fué á las frigias ciudades, cabe el Ida, Y de la tracia Sámos el arena Honró, que hoy Samotracia se apellida: Dejó á Corito y su mansion tirrena; Y en el celeste alcázar ya le anida Aureo solio que esmaltan luminares, Y goza él, nuevo Dios, culto y altares.» XLIII. «Sangre ilustre de Fauno, gran Latino!» Palabras tales respondió Ilioneo: «No aquí impelida nuestra flota vino Por rudo soplo en agitado ondeo; Estrella no torció nuestro camino, Ribera no engañó nuestro deseo: Trajo nuestros bajeles á esta rada Concorde voluntad nunca arredrada. XLIV. »De la nacion mayor que peregrino Viniendo de los límites de Oriente El sol miraba, nos lanzó el destino. Tiene en Jove principio nuestra gente; La juventud dardania del divino Abolengo se precia. A aquella fuente El que á tí nos envía está cercano, Hijo de Diosa, Enéas, Rey troyano. XLV. »Cuántas nubes de muerte de Micénas Á asolar fueron la ciudad troyana; Cuál lucharon al pié de sus almenas Asia y Europa con crueza insana, Lo sabe el que las últimas arenas Pisa do va á quebrarse espuma cana; Lo sabe á quien la zona ancha intermedia Aisla, y sol abrasador asedia. XLVI. »Despues de aquel diluvio y largo viaje, Sobrio asilo en tus costas, lo que asombre Nuestros Dioses, pedimos, y hospedaje: El aire y agua, propiedad del hombre. No será al reino nuestro ingreso ultraje; Crecerá nuestro amor y tu renombre: ¡Si á Troya, Ausonios, vuestro seno abriga, No la vereis ingrata ni enemiga! XLVII. »Y esto lo juro por lo que es Enéas; Por su diestra, no ménos ya probada En sellar pactos que en vencer peleas. Muchos pueblos--tenernos en nonada Excusa, ¡oh Rey!, aunque extender nos veas En las manos la oliva; aunque embajada De súplicas traigamos--gentes muchas Ligas nos propusieron y no luchas. XLVIII. »Mas por divina voluntad guiados A los bordes venimos de tu imperio: A la cuna de Dárdano los hados Traen los nietos de Dárdano. Con serio Ordenamiento, á los tirrenos prados Que honra el Tibre, y, envueltas en misterio, Nos mueve á las vertientes de Numico, El sabio Apolo, de promesas rico. XLIX. »Que en prenda de concordia aceptes fia Los breves restos de la Patria cara, Memorias de otra edad, quien los envía: Vé en qué oro libó Anquíses en el ara; Mira cuáles, si al pueblo reunia, En su alto tribunal cetro y tïara Príamo usaba, y el bordado arreo Por damas de Ilïon.» Habló Ilioneo. L. Suspenso el Rey le escucha; mas no tanto, Miéntras, bajos los ojos, con prolija Pausa los vuelve, en el purpúreo manto, Ni en el cetro rëal la atencion fija: Ideas tales no le ocupan, cuanto El proyectado enlace de la hija; Y la voz del oráculo elocuente Revuelve pensativo allá en su mente. LI. «Que éste es,» se dice, «el anunciado yerno Con quien mi cetro he de partir, medito; El que hará de su raza el nombre, eterno, Y de su imperio el ámbito, infinito.» «Vos el augurio que feliz discierno,» Exclama luégo con gozoso grito, «Dioses, sellad, y coronad mi idea! Troyano, en lo que á tí, cual pides sea. LII. »Ni menosprecio el dón. Miéntras Latino Impere, no de fértiles terrenos Opimos frutos, de Ilïon divino Magnificencias no echareis de ménos. Y ¡oh! si unir con el nuestro su destino, Si hospedaje leal, dias serenos Anhela vuestro Rey, ¿por qué me niega De verle el gozo, y ante mí no llega? LIII. »Ojos amigos le verán; y en muestra De la alïanza que firmar decido, Estrecharé su diestra con mi diestra. Id, y en mi nombre referidle, os pido, Que una hija tengo que en la patria nuestra Hallar no puede para sí marido; Con profética voz glorioso abuelo, Con visiones de horror lo impide el Cielo. LIV. »Vendrá yerno extranjero á mi palacio; Me le anuncia infalible profecía: En él sus esperanzas finca el Lacio; Y él, su raza empalmando con la mia, De nuestro nombre llenará el espacio: Por tal el hado á vuestro Rey me envía; Créolo, y si es verdad lo que adivino, Lo anhela el corazon.» Habló Latino. LV. Y manda que, uno á uno, á los Troyanos Lleven sendos caballos: de trescientos Que en reales cuadras hay, los más lozanos. Con púrpura y bordados paramentos Y colleras riquísimas ufanos Van los ágiles brutos, opulentos Con el profuso aurífero tesoro, Y el bocado volviendo, muerden oro. LVI. Hermoso carro para el Rey ausente, Y dos potros con él, despacha luégo, Que, renuevos de eléctrica simiente, Por la abierta nariz despiden fuego: Los bridones del Sol secretamente Sagaz con yegua oculta á fértil juego Circe movió: fruto éstos de esa traza, Bastardos brotes son de etérea raza. LVII. Así, en régios corceles caballeros Y de régias mercedes abrumados, Portadores de paz, ya mensajeros, Tornaban á su campo los legados. Partiendo, á la sazon, de los linderos Argivos, con los céfiros alados Volando va de Júpiter la esposa En su carro gentil soberbia Diosa. LVIII. Y léjos, desde el sículo Paquino, Ve ledo á Enéas; ve á su gente, dada, En la tierra á quien fia su destino, Bases á echar de sólida morada, Las naves olvidando. En su camino Paróse adolorida y asombrada La Diosa, y meneando la cabeza, Sola consigo á razonar empieza: LIX. «¡Oh raza aborrecida! ¡Oh frigios hados, Por siempre opuestos á los hados mios! ¡Qué! ¿Cautivos quedar, y no estorbados? ¿Eso logran? ¿Sin fuerza, y no sin bríos? ¿Ilesos de sus muros abrasados Salir, y de las hondas de sus rios? ¿Y entre aceros y llamas, ruina y muerte, Hallar camino y restaurar la suerte? LX. »¡Á bien que de venganzas satisfecha Yo, ó cansada de odiar, desistiria! Luégo que el hado de Ilïon los echa, Prófugos restos, á la mar bravía, Mi cólera en las olas los estrecha, Les cierro á toda empresa toda via, Y armada, último golpe, les afronto Con las iras del cielo y las del ponto! LXI. »¿Qué me sirvió Caríbdis vasta, ó Scila, Ni qué las Sirtes? La nacion troyana Libre del mar, respecto á mí tranquila, Ya el Tibre deseado ocupa ufana. ¡Y á los Lápitas fieros aniquila Marte! ¡y en manos pone de Dïana Jove á los Calidonios por perdellos! ¿Cuál el gran crímen fué de éstos ó aquéllos?; LXII. »¡Y yo, esposa de Júpiter, que empleo Cuanto recurso da el furor; que ensayo Cuanto plan dicta el odio, ¿qué granjeo? ¡Ser de Enéas vencida!... ¡Aun no desmayo! Ajena mano, si en la lid flaqueo, Irá á encender de mi venganza el rayo; Y si el Cielo á mover mi voz no alcanza, Empeñaré al Averno en mi venganza! LXIII. »No ya el imperio del país latino, Ni de Lavinia la ofrecida mano (Si así inflexible lo ordenó el destino), Quitar pretendo al príncipe troyano. Mas yo estorbos sin cuento en su camino, Yo pondré entre ambas razas odio insano; A ambos reyes tan caro así les cueste Ser yerno éste de aquél, suegro aquél de éste! LXIV. »La sangre de dos pueblos es tu dote, Y madrina á tu union Belona asiste, Vírgen!... Hacha nupcial que incendios brote, Hécuba, no tú sola concebiste; Que tambien de dos pueblos para azote, De Páris ominoso copia triste, Nació el hijo de Vénus. Boda nueva Ya á Troya renaciente estragos lleva.» LXV. Dijo, y el carro la soberbia Diosa Con rápido descenso inclina á tierra; Y de aquella region que tenebrosa Las hermanas frenéticas encierra, Evoca á la ímpia Alecto, que rebosa En fraudes, iras y rencor de guerra; Que todo crímen é intencion dañada Tiene en ella su nido y su morada. LXVI. Horrible es entre monstruos infernales; Pluton mismo su padre, y las hermanas Tartáreas la detestan; ¡visos tales Y tantas apariencias inhumanas Toma y muda, afligiendo á los mortales! ¡En serpientes tan ásperas é insanas El crin le abunda que su cuello eriza! Juno á hablarle empezó, y así la atiza: LXVII. «Tú sola, hija de la Noche, puedes Conseguir lo que imploro; ¡oh vírgen! fio Que en tan estrecha coyuntura, vedes Que sucumba mi honor y el poder mio: No dejes tú que, entre nupciales redes de Latino envolviendo el albedrío, A mansalva el troyano aventurero Los ítalos confines tome artero. LXVIII. »Tu ardiente azote altera y tu veneno Públicos y domésticos enlaces; Por tí hermanos unánimes, terreno Sangriento van á disputar: falaces Tienes mil nombres, artes mil. Tú el seno Astuto anima, pues: juradas paces Rompe; discordias siembra: audaz asome La juventud; pida armas, armas tome!» LXIX. Al punto, el corazon y las miradas Infectas de ponzoña medusina, Del Rey á detenerse en las moradas, Alecto vuela á la region latina: Mueve en silencio á Amata sus pisadas: Amata á la llegada repentina De los Troyanos, y á la ansiada boda De Turno, su atencion dedica toda. LXX. En congojas y lloros femeniles Se abrasaba la Reina, cuando vino La Furia á su mansion con pasos viles: Tírale del cabello serpentino Uno de sus cerúlëos reptiles, Y se lo hunde en el seno, porque el tino Pierda, y corra el palacio, y á él trasmita Todo el furor del monstruo que la agita. LXXI. Y ya el áspid sutil por entre el bello Seno y las ropas de la Reina gira; Ya, sin que la infeliz se cure de ello, Víbora, alma de víbora le inspira: Crece, y dorada alhaja orna su cuello; Crece, y cinta elegante atar se mira Sus cabellos y sienes; crece, y blanda Hincha sus venas, por sus miembros anda. LXXII. Miéntra el vírus primero que destila De la ponzoña húmida, resbala Por los sentidos tímido, y vacila El fuego oculto que los huesos cala; Miéntras no oprime al ánima intranquila Toda la fuerza del incendio, exhala La dolorida Reina quejas tales A estilo y en acentos maternales: LXXIII. «¿Tú nuestra única hija» (y largo lloro Por la hija y frigias bodas derramaba, Así hablándole al Rey), «nuestro tesoro Darás á advenedizos? ¿Ni hallas traba En su suerte, en mi amor, en tu decoro? Haya viento propicio, ¡y por esclava Llevarásela á bordo, y dejaráme En duelo eterno el robador infame! LXXIV. »Ejemplo toma del pastor troyano Que de Esparta á Ilïon llevóse á Elena. ¿Qué? ¿y tus santas promesas son en vano, Tu patriótico zelo? ¿Harás ajena Esa que veces mil paterna mano Tendiste á Turno ya de afecto llena? Oigo me arguyes que forzoso agüero Subyuga el Lacio á príncipe extranjero. LXXV. »Si Fauno así sobre tu mente impera, No se rinde por eso mi deseo; Region independiente es forastera, Que á esto los Dioses aludieron creo: El orígen de Turno considera: Ínaco, Acrisio, entre los nombres leo Que, honrando patria extraña, honran su gente; Y la clara Micénas fué su oriente.» LXXVI. En balde hablaba así la Reina: mira Que en Latino sus voces no hacen mella; Y ya, quemando sus entrañas, gira El veneno furial por toda ella: Movida, en fin, de ponzoñosa ira, Fantasmas ve, respetos atropella, Y por la ancha ciudad el paso ciego Abrevia con febril desasosiego. LXXVII. Cual peonza que en plaza despejada De juguetones mozos circuida, Va, del torcido látigo azotada, Que hace que, vueltas dando, espacios mida; A ver el boj tornátil de pasada Necia, curiosa ociosidad convida Absorta turba; y ni el herir se aplaca, Ni él ménos bríos de los golpes saca: LXXVIII. Por medio á la ciudad, y entre sus gentes Indómitas, el paso precipita La Reina así con ímpetus ardientes. Nuevas furias concibe ya, medita Escándalo mayor: en accidentes Convulsivos, semeja que la agita Interno Baco: á selva hojosa, inculta, Lleva á la hija consigo; allí la oculta. LXXIX. Tál eludir ó deshacer aquella Boda intenta que teme y que desama: Y gritando ¡Evohé! de la doncella Unico digno á tí, Baco, proclama; Que por tí, dice, en tiernas hojas ella Viene á vestir tu predilecta rama; Por tí, ofrecida á tí, danzando en coro, Suelta de sus cabellos el tesoro. LXXX. Corre la nueva; y del furor tocadas Ya todas las matronas, desparcidas Las melenas al viento, sus moradas Dejan, buscando insólitas guaridas: Astas vibran de pámpanos ornadas, Y de rústicas pieles van vestidas; Otras dan voces de dolor. Blandea Amata en medio improvisada tea. LXXXI. Y anuncia á voces, con mirar de llama, De Lavinia y de Turno el himeneo; Y «¡Oid!» en brozno acento, «Oid,» exclama, «Oh matronas del Lacio, mi deseo: Si áun á la triste Reina amais que os ama, Si honrais fueros maternos, el arreo De las sienes al punto desatando Que órgias conmigo celebreis os mando.» LXXII. Así en los bosques, en feral desierto, Con estímulos báquicos incita Alecto á Amata; y como mira cierto Prender la llama que atizó maldita, Y en conflicto por ende y desconcierto Ve la real casa, y lo que el Rey medita, Hácia el rútulo audaz la Diosa triste Va en negras alas que su cuerpo viste. LXXXIII. Tiende ella el vuelo á la ciudad que él ama,-- La cual Dánae, traida á la ribera Al ímpetu del Noto, fundó, es fama, Con acrisios colonos. Ardea era Floreciente el lugar, Ardea hoy se llama: Cambió la suerte, el nombre persevera. Allí, mediada ya la noche umbría, En su excelsa mansion Turno dormia. LXXXIV. Deja Alecto su cuerpo horrible, deja Su apariencia furial; la toma humana; Ara con rugas mustia faz de vieja; Con venda ciñe la melena cana Y con rama de oliva; y ya semeja A Cálibe, al andar, ministra anciana De Juno y de su templo. De esta suerte Muéstrase á Turno, y voces tales vierte: LXXXV. «¡Turno! ¿y así permitirás que nada Te sirvan tantos méritos, y lleve Huésped dardanio en mengua de tu espada El cetro que en justicia se te debe? Aquel enlace y dote conquistada Por tí con sangre, el Rey te niega aleve: Y á un extranjero en tu lugar convida. ¡Vé, y por ingratos luégo expon tu vida! LXXXVI. »Vé, y los Tirrenos debelando fuerte, La paz á los Latinos asegura! Estos avisos mándame traerte Entre el descanso de la noche oscura, Saturnia poderosa. ¡Sús! despierte Tu ardor la juventud, y la conjura Los muros á dejar, de armas provista, Y haz que á los Frigios animosa embista! LXXXVII. »Tú á ésos, que yacen junto al bello rio, Y á sus pintadas naves fiero hostiga Con rayo abrasador. El labio mio Te enseña lo que el cielo á hacer te obliga. Latino propio si en infiel desvío Niega el pactado enlace, como amiga Probó tu mano ya, pruébela ahora Justiciera tambien y vengadora!» LXXXVIII. Burlándose el doncel de la adivina, «No ha faltado,» contesta, «cual supones, Nuncio que á la ribera tiberina Me avise que llegaron galeones. ¿Mas tú á notificarme de rüina A qué vienes con lúgubres ficciones? No ha puesto la alta Juno todavía En olvido mortal la causa mia. LXXXIX. »Ya: decrépita edad, y asombradiza De suyo la vejez, tu mente, ¡oh buena Mujer! con temorcillos martiriza, Y de especies fatídicas te llena Viendo entre reyes la empeñada liza. Cuidar las aras tu deber te ordena; Hazlo, y deja del reino á los magnates Acordar treguas ó librar combates.» XC. En cólera creciente se inflamaba Alecto oyendo á Turno; y Turno, yerta Paró la vista, áun bien de hablar no acaba: Espantosa vision le desconcierta, Convulsivo terror sus miembros traba. ¡Así disforme á demostrarse acierta La Furia, al propio sér vuelta de lleno! ¡Tanto silban las hidras de su seno! XCI. Y ya con vista que abrasando mata, Al jóven, que algo, en la ocasion estrecha, En balde de añadir medroso trata, Sus ojos tuerce y la intencion desecha; Y dos gemelos áspides desata De la crin ruda de serpientes hecha, Chasquéalos su mano, ira rebosa, Y esto agrega con boca ponzoñosa: XCII. «¡Mira la ilusa aquí, la asombradiza, Á quien el peso de los años, buena Mujer, con temorcillos martiriza! ¡La que de especies vanas anda llena Viendo entre reyes empeñada liza! Torna, torna á mirar, si no te apena: Furia soy de los reinos infernales; Guerras llevo en la mano y fieros males!» XCIII. Así diciendo, vengativa tea Al jóven lanza, en cuyo triste pecho Ya con negro fulgor hundida humea. En sudor copiosísimo deshecho, Que brota y cala, pavorosa idea Su letargo interrumpe; y ya en el lecho, Ya fuera, con voz ronca y mano brusca, Armas pide frenético, armas busca. XCIV. Y en sed de sangre criminal, en fiera Rabia arde loco. Así en sonante llama Los costados de férvida caldera Cerca y envuelve allegadiza rama: Siente el agua el ardor, bulle ligera, Y enciéndese, y borbota, y se derrama La desbordada espuma, y vuelto nube El cálido vapor al aire sube. XCV. Hé aquí á sus nobles contra el rey Latino, Rompida entre ambos pueblos la alïanza, Turno señala militar camino, Y armados los convoca á la venganza: A Italia defender es su destino, Y rechazar al invasor; que alcanza Por sí sola, dice él, la fuerza suya, A que el Latino ceje, el Teucro huya. XCVI. Hecho á los suyos Turno estas razones, Y á los Dioses pedido fuerza y guía, Entre sí los rutulios corazones A la lid se estimulan á porfía: Corren unos á armarse campeones Ricos de juventud y lozanía; Quiénes fieros con sangre régia, y quiénes Con brazo ilustre y triunfadoras sienes. XCVII. Turno inflama á los Rútulos; y vuela A los Teucros en tanto Alecto impía: Con nueva traza, al márgen va do anhela Tras las fieras Ascanio ó las espía; Y con violento ardor hace que huela Rastros de ciervo la sagaz jauría Que Ascanio lleva. Rústicos furores Aquí nacieron; y despues, horrores. XCVIII. Con altos cuernos y gentil figura, Temprano hurtado al maternal sustento, Hubo un ciervo á quien daban con ternura De Tirreo los hijos alimento-- Tirreo, aquel que en campos de verdura Custodiaba del Rey greyes sin cuento;-- Mas si querido á los mancebos era, Silvia ante todos en su amor se esmera. XCIX. Ama él su servidumbre, ella le adora: Plácida jóven, la enastada frente Con süaves guirnaldas le decora, Peina á su ciervo y lávale en la fuente: Manso á la mesa va de su señora, Ledo caricias de su mano siente; Ociosas horas en la selva pasa, Mas de noche, aunque tarde, vuelve á casa C. De la querencia, á la sazon, distante, Ansioso el ciervo de apacible frio, Sesteaba en la playa verdeante, Nadando á tiempos á merced del rio. Los podencos de Ascanio, allí cazante, Fieros le avientan con ardiente brio; Y á impulso Ascanio de ambicion inquieta, Lanza del combo arco una saeta. CI. Y dió acierto fortuna á su descuido; Que á herirle los ijares, por el viento Volando al ciervo fué con gran rüido La flecha aguda. El triste huye sangriento A la usada mansion, y con gemido Como quien llora y llama en su lamento, Entra en su establo, y los contornos llena Con los ecos dolientes de su pena. CII. Con las palmas los brazos se golpea, Y alza Silvia tristísimos clamores; Fué el primer llamamiento que á pelea Convocó los fornidos labradores. Ellos (pues ya invisible la ímpia Dea Sembrara en la ágria selva sus ardores) Al punto comparecen: éste saca Tizon agudo; aquél ñudosa estaca. CIII. Cuanto ha tomado, en armas lo convierte La rabia, y toma cuanto á mano mira. Con recias cuñas, con empuje fuerte, Tirreo á la sazon á hender aspira Un roble colosal. Y como advierte Amenazas venir, fuego respira Del hacha asiendo arrebatado, y llama Los suyos á su lado y los inflama. CIV. Volando en esto la terrible Diosa, Que alta el momento de dañar espía, Precipítase audaz, y el ala posa En la cumbre mayor de la alquería; Y desde allí la seña sonorosa Que á pastores reune, al aire fia, Y por el campo, con el corvo cuerno, Hace sonar los ecos del Averno. CV. Y el campo se estremece y la arboleda, Y atónita retumba selva anciana En són profundo; y aunque léjos queda, Oye el clamor el lago de Dïana, Y el Velino, y el Nar, que blanco rueda Pues de vertientes sulfurosas mana; Trémulas madres, al rumor del trueno, Apretaron los hijos contra el seno. CVI. Corren al són de la bocina insana Los rústicos, tomando armas á tiento; Corre, á auxiliar á Ascanio, la troyana Juventud en abierto campamento. Ordénanse las haces: no es villana Riña ya, ni se ostenta el ardimiento Con macizas estacas ó tizones; No; que blanden el hierro, y son legiones. CVII. Oscura miés de puntas encontradas El campo cubre, y en dudosa liza Reflejan en las nubes las espadas Del sol los rayos. Tal primero eriza El piélago sus ondas, y encrespadas, Más y más cada vez se encoleriza, Y encumbrándose, en fin, desde su asiento, Esforzado amenaza al firmamento. CVIII. Hé aquí, lidiando en avanzada hilera, Crujiente flecha á su garganta asida Almon cayó, que entre los hijos era De Tirreo, el mayor. La cruda herida Con la ferviente sangre que aglomera, La húmida voz y la delgada vida Extinguió del mancebo, á cuyos lados Muchos otros sucumben derribados. CIX. Allí murió Galeso, que intervino Medianero de paz, ¡infortunado! Rico en tierras cual no otro convecino, Él, viejo ilustre, y de virtud dechado: Contaba en sus dehesas de contino Rebaños cinco de mayor ganado Y cinco greyes de lanosa cria; Y el campo con cien yuntas revolvia. CX. Miéntras pugnaban con incierto marte, Firme en cumplir lo que á su fe se fia Habiendo Alecto por su fuerza y arte Comprometido en bélica porfía Y funeral destrozo á cada parte, Arrebola con sangre su alegría, Deja á Italia, veloz cruza la esfera, Y á Juno en voz de triunfo dice fiera: CXI. «Lo que ansiaste, atroz guerra, odios insanos, Te doy: sangre ha corrido: ahora, si puedes, ¡Vé, reconcilia á Ausonios y Troyanos! Más allá iré, si gracia me concedes: Azuzaré los pueblos comarcanos, Y atraeré sus auxilios con mis redes Al incendiado campo de la guerra: De armas, si faltan, sembraré la tierra!» CXII. «Basta de ardides y traspasos; tente!» Juno así respondió: «robusta nace Esta guerra por sí: sangre reciente Tiñe las armas que el furor les hace, Y trábalos él mismo en lid patente. Que á tan ardiente union y estrecho enlace Venga de Vénus la famosa casta Y el rey Latino mismo, ésto me basta. CXIII. »¡Y véte al punto! El que en Olimpo impera No ya en paz que siguieses llevaria Vagante Furia en superior esfera: Si áun hay algo que hacer, á mí lo fia.» Miéntras hablaba así Juno altanera, Con áspides Alecto descogia Las bramadoras alas, deja el cielo, Y al Cocito veloz despeña el vuelo. CXIV. Hay en mitad de Italia, sojuzgado De montes, noble sitio, por la fama En apartadas tierras celebrado, A quien valle Omnisanto el vulgo llama: Selva le ciñe de uno y otro lado Con medrosa negrura y densa rama; Y entre rocas, en óndico tumulto, Por el bosque un torrente suena oculto. CXV. Horrenda cueva allí la vista espanta, Á Pluton y sus reinos abertura: Roto Aqueronte, férvida garganta Gran vorágine abre, y nube oscura De vapores pestíferos levanta;-- Allí el odioso Númen su figura Escondió derribándose al profundo, Y su serenidad devuelve al mundo. CXVI. Entretanto á los bélicos furores Juno cuida poner última mano. A la ciudad los míseros pastores Acorren, y sin vida á Almon lozano Exponen; y esforzando los clamores, Hendido el rostro de Galeso anciano Enseñan; y cobrando la esperanza A los Dioses y al Rey piden venganza. CXVII. En medio al alegato se presenta Turno feroz, el cual de sangre y llama El terror con sus voces acrecienta: Que á reinar á los Teucros se les llama, Que frigia raza en su lugar se asienta, Y á él se pone á las puertas, dice, y brama; Y hacen parte con él hijos de aquellas Que de Amata en furor siguen las huellas. CXVIII. Miéntras las madres en vinosa danza Atropellan florestas y collados, (¡De una reina el ejemplo tanto alcanza!) Ellos de un númen infernal tocados, Convocan en tropel á la matanza, Contra el querer del Cielo y de los hados, Contra el temor de oráculos y agüeros; Y las puertas del Rey asedian fieros. CXIX. Cual peñon en los mares, él resiste; Como el peñon á quien con golpe rudo En fragor recio el oleaje embiste, Y él las ondas ladrantes oye mudo, Y escollos, rocas que la espuma viste Hirviente en derredor, los ve desnudo, Y firme mira, en sus costados rota, Ir y venir el alga que le azota. CXX. Yendo las cosas á merced de Juno, Al fin el mal consejo halló camino; Tál que, habiendo á los Dioses uno á uno Y á los vientos alígeros Latino Conjurado con votos importuno, «En ondas,» dice, «adversas el Destino Nos arrastra. Vosotros, homicidas, La impiedad pagareis con vuestras vidas. CXXI. »Á ti está reservado acerbo filo; Tarde á los Dioses volverás tu ruego, ¡Oh Turno desdichado! Yo al asilo Que abre la tumba á mi esperanza, llego; Sólo me privas de morir tranquilo!» Habló Latino, y encerróse luégo, Y á tristes pensamientos entregado, Las riendas abandona del Estado. CXXII. Fué en el Lacio costumbre;--los albanos Pueblos la honraron luégo; y la gran Roma, Hoy si á los Getas lleva ó los Hircanos Luto, ó sobre los Arabes asoma, Ó á Oriente ó á los Indos va lejanos, Ó enseñas propias á los Partos toma, Roma, abriendo á sus triunfos la carrera, En la misma costumbre persevera:-- CXXIII. Y es así que dos puertas tiene iguales El templo que renombran de la Guerra, Por ritos consagrado inmemoriales, Y por Mavorte, que sangriento aterra: Guarnécenle cien barras, y son tales El bronce y hierro que lo mura y cierra, Que el tiempo destructor los muerde en vano; Y firme los umbrales guarda Jano: CXXIV. Y apénas el Senado la balanza Inclina por la guerra, ya, ceñida Romúlea toga á la gabina usanza, Vistoso el Cónsul presentarse cuida; Las chilladoras puertas abre, y lanza El grito que venganzas apellida: Le sigue el pueblo, y la guerrera pompa El clangor solemniza de la trompa. CXXV. Estas puertas de lúgubre destino, Rebelde chusma con furor tirano, Siguiendo la costumbre, al buen Latino Mandaba abrir contra el poder troyano; Mas á alargar el Padre no se avino Al ministerio vil la régia mano, Y en sombras ocultóse. El vacuo puesto La Reina de los Dioses llena presto. CXXVI. La cual del cielo rápida desciende, Y ella misma las puertas rechinantes Empuja, y los ferrados postes hiende. Italia, al punto, adormecida en ántes, En bélico furor toda se enciende: Quiénes á pié se ensayan; arrogantes Quiénes, en polvo envueltos, potros doman; Ya todos piden armas, armas toman. CXXVII. Y á las hachas dan filo, y pulimento Á los lisos escudos y saetas; Quieren banderas tremolar al viento, Que el viento hieran voces y trompetas: Renuevan, pues, al yunque el armamento Cinco ciudades, á porfía inquietas: Árdea, Atina potente, Crustumero, Y Antena torreada y Tíbur fiero. CXXVIII. Aperciben las cóncavas celadas, De cabezas reparo; adargas nuevas De varillas de sauce conformadas, Y corazas metálicas y grevas, Hecho el argento láminas delgadas; Y nadie ya ni en hoces ni en estevas Ocupa el pensamiento; que humillado Yace y se esconde el arte del arado. CXXIX. ¿No ves cuál de sus padres los aceros Reforjan en el horno? El clarin suena; Pasa de mano en mano entre guerreros El símbolo marcial: aquél estrena Yelmo arrumbado en casa; aquéste fieros Potros á desusado yugo enfrena; Y la de triple franja, áurea loriga, Toma, el escudo fiel, la espada amiga. CXXX. ¡Hora, Musas, abridme el Helicona, Mi númen sed! Qué jefes principales Corrieron á ganar triunfal corona Decid, qué gentes los siguieron; cuáles Nobles varones en la hesperia zona Ya florecian: honras desiguales Da Fama oscura á tan insignes hombres; Vosotras los sabeis, dictad sus nombres! CXXXI. Mezencio de los términos tirrenos, De los Dioses reidor, primero vino, Y armó los suyos de coraje llenos: Lauso con él, mancebo peregrino, El cual gallardo sobre todos, ménos Turno, se ostenta, y de otro rango dino; Hábil jinete y cazador de fieras: ¡Nunca hijo de Mezencio, ay triste, fueras! CXXXII. De Agilina mil hombres sacó en vano Lauso infeliz. En pos de estas legiones Noble Aventino en el gramoso llano Su carro y sus indómitos bridones Lanza, con palma triunfadora ufano: De Hércules la hermosura y los blasones Heredó, y á su escudo da ornamento Hidra ceñida de culebras ciento. CXXXIII. Dióle á luz en las sombras del collado Que, como él, goza el nombre de Aventino, Rea, sacerdotisa, que al agrado Cedió, débil mujer, de un sér divino, Luégo que, habiendo á Gerïon postrado, A las regiones de Laurento vino El semidios, y en tiberinas olas En paz lavó sus vacas españolas. CXXXIV. Trae el hijo de Alcídes su vestido, Que ancho los hombros y hórrido cubriendo Arrastra en puntas á los piés partido: Piel que muestra, á su frente adorno horrendo, Los albos dientes de un leon vencido Tal á su regio alcázar va tremendo Aventino marchando. Sus peones Menean fieros dardos y rejones; CXXXV. Y la sabina pica aterradora Blandiendo van. Tras éstos, dos hermanos Dejan, Catilo y el fogoso Cora, Argiva copia, jóvenes lozanos, Los tiburtinos muros que decora Nombre fraterno; y á lidiar insanos Acorren, y con armas delanteras A romper del contrario las hileras. CXXXVI. Hijos de nubes dos Centauros, cuando De níveas cumbres rápidos descienden. Así, ancho espacio abriendo, resonando, Arbustos postran y la selva hienden. Tambien Céculo vino con su bando, Fundador de Preneste, el cual entienden Todos los siglos que entre vil ganado Nació, y fué pronto junto al fuego hallado. CXXXVII. De todas partes campesina hueste Al Rey se adscribe que engendró Vulcano: Los que tratan las cimas de Preneste, Los que de Gabia, á Juno grata, el llano; Los que el gélido Anio, y el agreste Hérnico monte con arroyos cano; Los que las tierras de la rica Anaña; Padre Amaseno, y las que tu onda baña. CXXXVIII. No armados todos van de firme hoja, Ni hacen ellos sonar carro y escudo: Gente es que en balas pardo plomo arroja; Algunos blanden doble dardo agudo: De piel de lobo capellina roja Les defiende la sien: de cuero crudo Lleva el derecho pié cerrada abarca; Desnudas huellas el izquierdo marca. CXXXIX. Gran domador de potros vino luégo Mesapo, el hijo de Neptuno: el hado Le protege, y ni á espada ni con fuego Su sacra vida vulnerar es dado. Él á su pueblo, en secular sosiego A pacíficas artes avezado, A la guerra de súbito apellida, Empuñando el primero arma homicida. CXL. Forman la multitud que le acompaña Los que el suelo Falisco y Fescenino, Los que el alto Soracte, y la campaña Flavinia, y lago y bosques de Cimino Tratan, y de Capena la montaña. Más que terrestre, ejército marino, No de hombres, sino de aves le creyeras, Movidas con estruendo á las riberas. CXLI. En ordenadas filas los loores Cantando de su Rey marchaban ellos, Cual entre húmedas nubes sus candores Muestran los cisnes de Caistro bellos Cuando vuelven del pasto, y triunfadores Cantos exhalan de los largos cuellos; Y el rio suena y los asianos vados De la celeste música agitados. CXLII. Guiando Clauso va grandes legiones, Igual él mismo á una legion potente; Clauso, ilustre varon, de los varones Antiguos de Sabinia procedente, Del cual por las latinas poblaciones, Tribu admitida al fin, la Claudia gente Se propagó, desde que Roma dada Fué en parte á los Sabinos por morada. CXLIII. Los de Amiterna, innumerable cuento. Los de Cúres y Ereto habitadores A Clauso unirse veo en un momento: La olivosa Mutusca guerreadores Da á su turno, y la villa de Nomento, Y el campo de Velino, rico en flores; Y van los que en Severo desabrido Y en las Tétricas cumbres hacen nido. CXLIV. Y la Casperia y Forunila gente, Y la que Himela en sus riberas cria; La que bebe del Tibre en la corriente, Y en las aguas de Fábaris: la fria Nursia y Orcia tambien su contingente, Y el latino país el suyo envía; Tambien arma sus hijos la campaña Que Alia (¡nombre nefasto!) cruza y baña. CXLV. En número á las ondas van iguales Que ruedan en el piélago africano Si triste se hunde en aguas invernales Orion; ó á las que de Hermo en fértil llano Ó en las mieses de Licia candeales Espigas densas tuesta rayo insano;-- Y suenan los escudos, y la tierra Treme, de piés batida, en són de guerra. CXLVI. Griego, Haleso odia á Troya: sus bridones Unce al carro, y á Turno, á lid dispuestas Arrastra mil valientes poblaciones: Aquellos que del Másico en las cuestas Cultivan, Baco, tus preciosos dones; Los que enviaron de sus ágrias crestas Los Auruncos ancianos; los vecinos De los húmedos campos Sidicinos; CXLVII. Y los que á Cáles dejan y las bravas Satículas guaridas, y el asiento Que tú, Volturno, con tus ondas lavas; Llegan al par los Oscos ciento á ciento: Todos redondas y erizadas clavas Prendidas llevan con flexible amiento: Adarga que la izquierda cubre enseñan Y el corvo alfanje con que en lid se empeñan. CXLVIII. Ni á tí en mis versos dejaré en olvido En la ninfa Sebétide engendrado, Ebalo, por Telon, cuando adquirido Hubo de los Telebos el reinado, Y en Cáprea, anciano ya, sentó su nido. Estrecho el hijo en el paterno estado, A los campos Sarrastes le dilata, Y á los llanos tambien que el Sarno trata. CXLIX. Y de Bátulo y Rúfras las regiones Le obedecen, y el valle de Celena, Y la que Abela entre altos torreones Campiña mira al pié de pomas llena. Tercian la pica á guisa de Teutones: Almete de alcornoque la melena Ciñe en torno: de acero cicaladas Brillan las peltas, brillan las espadas. CL. Dichoso en lides, rico en gloria, Ufente, A tí á la guerra Nersa montuosa Tambien te diputó. La esquiva gente De los Ecuos te sigue, que escabrosa Tierra ocupa, y de asaltos impaciente En la caza de monte no reposa: Siempre á nuevos despojos se aperciben, Armados andan y de presas viven. CLI. Tambien, marruvio sacerdote, vino Umbron á combatir; movióle á tanto El rey Arquipo: sobre yelmo fino Tiende sus hojas el olivo santo. Él los monstruos del reino serpentino Con el tacto domaba y con el canto; Iras durmiendo de dragon furente Manso paraba el ponzoñoso diente. CLII. ¡Mísero sabio! no será que vede El paso á la troyana arma homicida Tu canto soporífero; ni puede Hierba sanar la inevitable herida Si en Marsos montes se buscase adrede. El bosque te lloró que Anguicia cuida, Y las diáfanas olas de Fucino; Vivos lagos lloraron tu destino. CLIII. Luégo, prole de Hipólito, dechado Llegó, Virbio, de garbo y lozanía: Con la prístina gloria señalado Materna Aricia á pelear le envía Del fondo de la selva en que educado Fué por Egeria, cabe la onda fria, A par del ara ilustre de Dïana, Rica en votos, no tinta en sangre humana. CLIV. Es fama que despues que sin ventura, Por traza infame de madrastra fiera Y de padre cruel sentencia dura, Fué Hipólito arrastrado en la ribera Por caballos sin freno, al aura pura Tornóse á alzar y á la superna esfera, Por merced de Dïana y su cuidado Con médicas raíces reanimado. CLV. Miró indignado el Padre Omnipotente Que un hombre de los reinos infernales Volviese así con apacible frente A la luz y á los hálitos vitales, Y ráfaga flechó de fuego ardiente Contra el de ciencia tanta y hierbas tales Sabio descubridor, hijo de Apolo, Y en las estigias aguas sepultólo. CLVI. Compadecida entónces la alma Diosa A Hipólito tendió su mano pia, Y en morada le oculta nemorosa Y allí á la ninfa Egeria le confía: Oscuro así y en soledad dichosa Una vida ingloriosa viviria Por las selvas itálicas, cual hombre Nuevo, de _Virbio_ bajo el nuevo nombre. CLVII. Al templo y á los bosques de Dïana Por eso á los cornípedos corceles Llegar no es dado, pues la mar cercana Huyendo, y monstruos de la mar crueles, Tiraron mozo y carro en fuga insana. Él no ménos audaz, ellos más fieles, Sus potros en el campo el hijo incita, Y su carro á la guerra precipita. CLVIII. Revuélvese ante todos corpulento Y sobre todos la cabeza eleva Armado Turno, cuyo almete al viento Triple penacho ofrece, y alta lleva Quimera que respira etneo aliento: Ella su ardor al parecer renueva Envuelta en tristes llamas, á medida Que la lid se ensangrienta embravecida. CLIX. Con altos cuernos y relieves de oro En tanto el terso escudo abulta Io, Prole aparente de cerdoso toro (Nobiliaria leyenda); Argos impío Custodio allí de virginal tesoro Osténtase tambien; tambien un rio Figurado de líquida abundancia De la urna cincelada Ínaco escancia. CLX. Con trabadas rodelas en los llanos Una nube le sigue de peones: Allí van los Argivos, los Sicanos Antiguos, en cerrados batallones, Y Rútulos, y Auruncos, y Sacranos; Los Labicos, que pintan sus blasones; Los que te explotan, Tibre, en bosques rico, Y tus sagradas márgenes, Numico. CLXI. Y las gentes que rútulos collados Cultivan; las que tratan la colina Circea; las que campos sojuzgados A Júpiter Anxur, y el que domina Holgándose en sus verdes arbolados Feronia; las que la húmeda Pontina Laguna, y hondos valles por do Ufente Helado va en el mar á hundir la frente. CLXII. Con gallardo escuadron la marcha cierra Honor, Camila, de la Volsca gente: Sus jinetes temblar hacen la tierra Acorazados de metal luciente. No á hilar, no á tejer mimbres, mas en guerra A lidiar y á sufrir, manos y mente Dió la animosa vírgen, que en su vuelo Vence al aura y apénas toca el suelo. CLXIII. Sobre campos y mieses pasaria Sin mover las aristas la doncella En su rápido curso; cruzaria Con planta enjuta y fugitiva huella Hinchadas olas de la mar bravía Como suspensa aparicion. Por vella, Mozos, hembras, en campos y poblados, Acuden á su paso embelesados. CLXIV. Y áun de léjos admiran cómo vuela Gentil; cómo con púrpura los bellos Hombros, terciando regio manto, vela; Y cómo los undívagos cabellos En auríferos hilos encairela; Cómo con licia aljaba da destellos; Y cuál blande con noble desenfado El mirto pastoral de hierro armado. LIBRO OCTAVO. I. Así que de la guerra el estandarte Turno en su alcázar tremoló en Laurento, Y con ronca trompeta á toda parte El alarma llevó, y en movimiento Sus potros puso y el tropel de Marte, Los ánimos se turban al momento, Todo el Lacio á su voz tiembla y le imita, Toda la juventud arde y se agita. II. Por sumos jefes van Mesapo, Ufente, Y aquel que de los Dioses se reia Mezencio audaz: de agricultora gente La campaña doquier dejan vacía, Recursos rebatando. Incontinente A Vénulo sagaz allá se envía Do el gran Diomédes asentó su corte, Que anuncios lleve y de él favor reporte. III. Cómo con frigias naves ha llegado Al Lacio; cómo ocupa la ribera Con sus vencidos Dioses, y del hado Corona y triunfos en el Lacio espera El troyano adalid; cómo á su lado Muchos corren, y, nuncio á su bandera, Toma el dardanio nombre alas de fuego: Esto el embajador dirále al Griego. IV. Más que el rey Turno y más que el rey Latino, Dirále, en fin, mirar él mismo debe A donde á ese invasor, si con destino Propicio entrare, fácil es le lleve De ambiciosas conquistas el camino. Sabe en tanto que el Lacio se conmueve, Y fluctúa en revuelto mar de ideas Con zozobrante afan mísero Eneas. V. Va, y viene, y torna el ánimo agitado, Tienta todo y no pára en una cosa: Así un rayo de luz del sol dorado O la alba luna, vibra y no reposa Sobre jarron de bronce reflejado, En que diáfano líquido rebosa; Trémulo, acá se anima y allá muere, Sube, y los altos artesones hiere. VI. Es de noche: en los árboles y en tierra Mudas yacen las aves y ganados; Letárgico placer sus ojos cierra. En tanto Enéas, presa de cuidados, Lleno del pensamiento de la guerra, Rindió á tardío sueño los cansados Miembros, del cielo bajo el dombo frio, En las amenas márgenes del rio. VII. Y hé aquí de entre la plácida corriente Y pompa de los álamos umbría Al Dios que guarda el Tibre, el Rey durmiente Vió alzarse venerable, y que vestia Cendal verdoso, y en su anciana frente A las húmedas crines retejia Oscuras juncias. Habla, y de esta suerte Consuelo el Númen y esperanzas vierte: VIII. «¡Hijo de diva estirpe soberana, Salve! tú, que arrancada al enemigo Nos restituyes la ciudad troyana, Y á Pérgamo inmortal llevas contigo! Ya sus muros á tí Laurento allana, Y á tí sus campos abre el Lacio amigo. Nada temas de próximos combates; Que patria al fin tendreis tú y tus Penates. IX. »Calmóse de los cielos la tormenta, Y hechos abonan la palabra mia; Que aquí una hembra de cerdo corpulenta Pronto verás entre robleda umbría, Con treinta lechoncillos que alimenta, Alba, en torno á sus ubres la alba cria; Y aquí podrás, alzando al patrio muro, De afanes tantos descansar seguro. X. »Treinta años pasarán, y Ascanio ufano Fundará, coronando tu destino, La ilustre basa del poder albano. Apacibles verdades adivino; Ilusiones no son de sueño vano. Mas cómo por ahora abrir camino Te cabe de tu triunfo al cumplimiento, Diré en breves razones; oye atento: XI. »Los Árcades habitan este suelo, Que nietos de Palante, acompañaron Aquí á Evandro, su rey, con fiel anhelo Siguiendo su pendon: sitio adoptaron, Y con nombre sacado del abuelo La ciudad Palantina edificaron Sobre los montes. Ellos de contino En guerra están con el poder latino. XII. »Tu campo hermana con el suyo, y liga Trata con ellos de amistad sincera. Fácil á par de mi ribera amiga Yo he de llevarte en direccion certera, Tál que venzan subiendo sin fatiga Tus remos mi raudal. Tú á la primera Luz del dia, con votos y con preces Vé de Juno á amansar las altiveces. XIII. »Cuando conquistes del valor la rama Gracias tributarás al poder mio. Yo soy aquel que hoy miras cuál derrama Su caudal sobre fértil señorío; Soy el cerúleo Tibre, ilustre en fama Y de los Dioses predilecto rio: Aquí en grandioso alcázar me solazo; Nobles ciudades en mi cuna abrazo.» XIV. Dijo el rio, y se hundió cual si buscara El hondo lecho. Á un tiempo se retira La noche en ese instante, y desampara El sueño á Enéas. Yérguese él, y mira Ya en oriente del sol la lumbre clara; Y agua cogiendo (Religion le inspira) Alzala de las palmas en el hueco, Y así con llena voz anima el eco: XV. «¡Vos, Ninfas de Laurento (en quien los rios Hallan, raza gentil, su ilustre oriente), Y oh padre Tibre de raudales pios! A Enéas acoged, y de su frente Clementes apartad golpes impíos! Doquier escondas tu sagrada fuente, Doquiera, ¡oh bello Dios! secreto mores, Tú apiadado calmaste mis dolores. XVI. »De mí por siempre en himnos bendecido Serás, y honrado con perpetuos dones, ¡Tú, de cuernos undívagos ceñido, Rey de rios de Italia en las regiones! Sólo espero me asistas, sólo pido Que ratifiques ya tus predicciones.» Dijo; y dos barcos de su flota alista, Y gente hecha á bogar, de armas provista. XVII. En este punto; (¡oh místicas señales!) Cándida hembra de cerdo con sus crias Enéas ve, que, en la color iguales, Se han tendido en las márgenes umbrías Sobre la verde hierba. Ofrendas tales El troyano adalid con manos pias Te hará, ¡máxima Juno! Ya ante el ara Dones presenta, y con la grey se pára. XVIII. Y el Tibre, que bajó la noche entera Hinchado, su corriente á la mañana Con reflujo suavísimo modera Y como estanque plácido la allana, Y abre á las quillas próspera carrera. Con gozoso rumor la caravana Ya remos bate, y sobre el fondo quieto Fugaz resbala el embreado abeto. XIX. Los árboles se asombran de la orilla Viendo venir por el cristal sereno La pintoresca copia, y cómo brilla Distante con las armas de su seno. Dia y noche bogando la escuadrilla El rio sube de recodos lleno; En selvas laberínticas se pierde, Y cruza en ledo giro el bosque verde. XX. En medio ya de su radiante vuelo Ardia el sol, cuando avistó el Troyano Muros y alcázar, blanco á su desvelo, Y casas esparcidas, que el romano Poder más tarde levantó hasta el cielo; Que era Evandro modesto soberano, Y modesta su corte. Apriesa inclinan Las proras ya, y á la ciudad caminan. XXI. Solemnes por ventura en aquel dia El Rey árcade honores tributaba, Antes de la ciudad, en selva umbría, Al semidios de la invencible clava. Allí Palante, hijo del Rey, se via, Rudo senado y juventud no esclava, Incesando á los Númenes. Gotea Caliente sangre y ante el ara humea. XXII. Ellos, viendo que fáciles ascienden Por entre el bosque opaco altos navíos, Y hombres que, al parecer, los brazos tienden Sobre los remos con callados bríos, La ceremonia con temor suspenden; Levántanse. Culpables descarríos Palante audaz reprime, y el acero Empuña, y al peligro va ligero. XXIII. Ya de un alto estas voces firme envía: «¿Quiénes, mancebos, sois? ¿Cuál clima esconde Vuestra cuna y orígen? ¿Quién por via Tan desusada os impelió, y á dónde? ¿Paz, ó guerra traeis? ¿Qué intento os guia?» En pié sobre la popa así responde Enéas á Palante, y en la diestra Rama de oliva, alegre anuncio, muestra: XXIV. «Hijos somos de Troya peregrinos, Y aquestas armas que confuso admiras, Armas contrarias son á los Latinos, Que nos rechazan con rebeldes iras. Ver ansiamos á Evandro: á sus destinos Unir los nuestros, con leales miras Proponemos Dardanios principales. Tal pedimos; tú lleva anuncios tales.» XXV. Pásmale el nombre que oye, y,«¡Vén conmigo!» Palante dice, «vén, quienquier tú seas, Donde hables á mi padre, y al abrigo De mis Penates hospedado seas.» Tómale de la mano, y como amigo En las suyas retiene la de Enéas; Y enselvándose juntos se desvían Del Tibre, y hácia el Rey los pasos guian. XXVI. Manso á Evandro habló Enéas: «Ofrecerte La verde rama de ínfulas vestida, ¡Oh el mejor de los Griegos! hoy la suerte Me depara feliz. Ni me intimida Arcade y jefe á tí de Dánaos verte Y consanguíneo de uno y otro Atrida. Hanme traido oráculos sagrados, Y mi propio querer y el de los hados; XXVII. »Y tu fama tambien, que espacio luengo Discurre por el mundo; y la lejana Comun raíz que con tu raza tengo: Padre y autor de la ciudad troyana, Hijo Dárdano fué, nuestro abolengo, De Electra (en Grecia tradicion anciana Lo acredita); hija Electra fué de Atlante, Que á cuestas lleva el fuego rutilante. XXVIII. »Mercurio, de otro lado, es vuestro abuelo, Que de Maya gentil nacido un dia, Por vez primera de la luz del cielo Gozó en la cumbre de Cilene fria; Y, si ya sin incrédulo recelo En arraigada tradicion se fia, Hija Maya es de Atlante, el mismo Atlante Que á cuestas lleva el cielo rutilante. XXIX. »Así un tronco en dos vástagos se parte, Y una sangre tenemos. Con legados No me anuncié, por eso, ni con arte Pretendí tu amistad tentando vados; Mas yo mismo en persona, aquí á obligarte Ocurro al corazon de tus Estados. Y es comun nuestro honor: la Daunia gente Tú y yo tenemos enemiga enfrente. XXX. »¿Y quién no ve que si ella nos extraña, El territorio entero á la coyunda Humillará de su arrogante saña, Y el mar que á Hesperia superior inunda Suyo será, y el que inferior la baña? Mutua fe dos ejércitos confunda: Por mí, aporto á la union de ambos pendones, Sufridos y valientes corazones.» XXXI. Habló Enéas: Evandro larga pieza, Miéntras hablaba, con afan prolijo Mírale de los piés á la cabeza, Y «¡Oh el más valiente de los Teucros!» dijo: «¡Con qué placer (pues con cabal certeza Quién eres contemplándote colijo) Te doy mis brazos! En tu faz, tu acento Miro á tu ilustre padre, á Anquíses siento. XXXII. »Yo recuerdo que á Hesíone su hermana Visitando, y su corte, en Salamina, Por la Arcadia pasar, de nieves cana, Príamo quiso. Con su flor divina Me arrebolaba juventud temprana. ¡Cuánto á la comitiva peregrina Admiré entónces! Mas Anquíses era Entre nobles figuras la primera. XXXIII. »Yo hablarle y estrechar su mano ansiaba, Jóven el alma y de entusiasmo henchida; Llegué, y al muro que el Feneo lava, Oficioso llevéle. A su partida Licias saetas y una insigne aljaba Y una clámide de oro entretejida, Y dos frenos me dió, tambien de oro, Que hoy de Palante son gala y tesoro. XXXIV. »En fin, cual lo pedís, la mano mia Os doy en prenda de amistad sincera. Y á fe que al primo albor del nuevo dia Ireis con los auxilios que mi esfera Consiente. Con partícipe alegría (Pues dilatarlo más delito fuera) A celebrar en tanto yo os convido Este anual sacrificio interrumpido. XXXV. »Y desde hora á un festin y á unos altares Mostraos á concurrir á nuestro lado.» Dijo; alejados vasos y manjares Pide; céspedes da de herboso estrado Por sillas á los nuevos auxiliares; Y á Enéas en lugar privilegiado Rústico solio de arce y piel lanuda De soberbio leon, brindar no duda. XXXVI. Y jóvenes selectos, y del ara Canos ministros, traen en seguida Entrañas que el divino fuego asara, Cestas do con su dón Céres convida, Tazas do su caudal Baco depara. Enéas y su guardia, allí tendida, Lomos de un buey entero, trozos hacen, Y consagrados intestinos pacen. XXXVII. Calmada el hambre, que ávida devora, Evandro dijo así: «No rito vano, No vil supersticion, despreciadora De antiguos dioses, fué, huésped troyano, Quien el solemne altar que ves ahora Y estas mesas alzó por nuestra mano; Fué justa gratitud: piadoso culto Rendimos, salvos ya de fiero insulto. XXXVIII. »¿Ves esa roca en peñas sustentada Y tanta piedra en torno desparcida, Y desierta del monte la morada? ¿El estrago no ves que en su avenida Hicieron recias moles? Tu mirada Contempla la recóndita guarida, El antro hondo de quien huésped era Caco, mitad humano, mitad fiera. XXXIX. »No visitó su lóbrego recinto El sol: siempre de víctimas recientes Estaba el suelo con la sangre tinto; Y en las puertas terríficas pendientes Gustaba ver su criminal instinto Torvas cabezas. De su boca ardientes Humos lanzaba, de Vulcano prole El monstruo, al menear su inmensa mole. XL. »Trayéndonos, al fin, un sér divino, El tiempo coronó nuestro deseo: Máximo vengador, despues que al trino Gerïon humilló, con el trofeo Riquísimo ufanado, Alcídes vino Rigiendo en victorioso pastoreo Ganado hermoso, y vímosle guialle A par de este almo rio, en este valle. XLI. »Cuatro toros proceros, porque nada Sin ensayar dejase en fraude ó crímen, Y cuatro vacas hurta á la majada Caco sagaz, y de su cueva al límen Tíralos por la cola: revesada La senda, huellas sin concierto imprimen; Así, quienquiera que á buscarlos pruebe, Rastro no habrá que á término le lleve. XLII. »Entre tanto á partir apercibido, Amenazaba Alcídes su ganado Repleto asaz, que con mayor bramido Ya aqueste deja atras, ya aquel collado: Estremece los bosques el gemido Por quejumbrosos ecos dilatado, Y una novilla en la caverna honda Da un gran mugido que á la grey responda. XLIII. »Así un lamento de la res esclava La esperanza burló, turbó el sosiego Del tirano raptor. En furia brava Hércules todo enardecióse, y ciego Arrebatando la nudosa clava, A la cumbre del monte corre luégo; Y por primera vez Caco en los ojos Mostró terrores en lugar de enojos. XLIV. »Y huye, vuela al sagrado de su gruta Más que el Euro veloz; de alas le dota Los piés el miedo que la faz le inmuta: Huye, y se esconde, la cadena rota Que á la entrada suspende piedra bruta: (Merced del padre, que en edad remota Forjó los eslabones); y la puerta El soltado peñon deja cubierta. XLV. »Murado el monstruo, el héroe que el camino Le seguia, llegó de rabia insano; Mira acá, torna allá, perdido el tino, Los dientes cruje, y su furor es vano. Él tres veces da vuelta al Aventino, Tres veces él con vengadora mano Entrada busca sin que modo halle, Y tres rendido se sentó en el valle. XLVI. »El dorso coronando de la cueva Hubo á dicha una roca agreste, aguda, Que á los ojos altísima se eleva De contornos simétricos desnuda: Infausto alado ejército la aprueba Porque á hacer nidos en su cumbre acuda; Y ella propia hácia la onda tiberina, Que á izquierda huyendo va, mira y se inclina. XLVII. »Fuerte y mañoso, por el diestro lado Opuesto Alcídes al peñon, ensaya Moverlo, y de raíz desencajado, Ya sin que estorbos á sus fuerzas haya, Empújalo: con eco prolongado El aire en torno retumbó; la playa Tiembla oprimida por la enorme piedra Y medroso el raudal salta y se arredra. XLVIII. »En su palacio y lóbrega caverna Caco al punto aparece á descubierto, Cual si en su fondo la region inferna Mostrase el suelo de repente abierto, Y las sombras de aquella Noche eterna Que aborrecen los Númenes, incierto De luz un rayo penetrara, y ése A los Manes de asombro estremeciese. XLIX. »Sorprendido en su cóncavo agujero, Viendo la claridad que se derrama Intempestiva á denunciarle, fiero En modo inusitado Caco brama: Tírale dardos Hércules ligero Del borde, y armas en su auxilio llama De toda especie, porque al monstruo oprima: Ramos, disformes piedras le echa encima. L. »Ya perdida de fuga la esperanza, Caco (¡nuevo prodigio!) en su defensa Columnas de humo de las fauces lanza, Y el ámbito entoldando en nube inmensa. Roba á los ojos cuanto á ver se alcanza, Y une fuego siniestro y sombra densa En caótico horror. Mas sus ardides No acobardaron el valor de Alcídes. LI. »Ántes él donde ve que más agita Ondas el humo, y más su hervor enciende El negro abismo, allí se precipita Con salto audaz: entre sus brazos prende Al que incendios inútiles vomita, Y vigoroso le comprime, y hiende Seca de sangre la feroz garganta Y los hórridos ojos le quebranta. LII. »Y volcada la puerta, al claro dia Las reses y rapiñas que el perjuro Guardaba y pertinaz negado habia, Salen: crece el concurso: al aire puro Arrastran por los piés la mole fria; Ni se hartan de mirar el rostro, el duro Gesto, y pecho cerdoso cual de fiera, Y extinta la garganta que fué hoguera. LIII. »Desde entónces, cual ves, el beneficio Grata celebra en cada aniversario Cada generacion. Autor Poticio Fué del culto de Alcídes, y el Penario Linaje guarda el religioso oficio. Él puso en este hojoso santüario Esa ara, que por máxima tenemos Siempre, y siempre por máxima tendremos. LIV. »¡Ea! de hojas ceñida la cabeza, Alzad los vasos y verted del vino, Honrando, amigos, la feliz proeza, É invocad todos á Hércules divino Que á todos cubre con igual largueza.» Dijo el Rey; y entre verde y blanquecino, Caro, el álamo, al Dios, vistió las frentes Con sombra circular y hojas pendientes. LV. Y llenando la diestra el cáliz santo, Liban todos con rostro placentero, Y á los Dioses invocan. Entre tanto El Héspero, rodando el hemisfero, Enciende su fanal. Y ya con manto De piel, los sacerdotes (el primero Poticio) marchan, por ritual costumbre Llevando en hachas la sagrada lumbre. LVI. Renuévase el banquete: los presentes De gratísimos dones y manjares Segundas mesas cubren, y con fuentes Rebosantes coronan los altares; Y cercando las aras relucientes, A entonar ya sus plácidos cantares Los Salios van, á quien con sacro adorno El álamo la sien guarnece en torno. LVII. De mancebos un coro, otro de ancianos, De Hércules cantan los gloriosos hechos: Cómo dejó con infantiles manos Los dos gemelos áspides deshechos Que envió su madrina; los troyanos Cómo hundió luégo y los ecalios techos, Y pruebas mil un dia y otro dia Venció bajo agrio Rey y Diosa impía: LVIII. «Trajiste, invicto, al hierro de la muerte Nubígenas biformes, Folo, Hileo: Monstruos en Creta domeñaste fuerte, Y entre sus rocas al leon Nemeo: Tiemblan las aguas del Estigio al verte; Y del Orco el guardian inmundo y feo Tembló en su hórrido antro, donde allega Huesos roidos que con sangre riega. LIX. »No se halló sombra que cejar te hiciera, Ni áun Tifeo, y armado y corpulento, Ni vió turbarse tu razon, la fiera Hidra, al sitiarte con cabezas ciento. ¡Salve, prole de Jove verdadera! ¡Al coro divinal nuevo ornamento! A los tuyos, aquí, y al sacrificio Vén con fáciles pasos, vén propicio.» LX. Cantaba el coro así: la áspera roca De Caco, en fin, su lóbrega guarida Conmemora, y al monstruo, por la boca Fuego arrojando, aliento de su vida. Mueve el canto á la selva, y lo revoca El eco por los montes. En seguida Las sacras ceremonias ya acabadas, A la ciudad dirigen las pisadas. LXI. A un lado el hijo, el huésped á otro lado, Caduco en ambos sostenido iba El buen Rey, y el camino el varïado Hablar recrea. La mirada viva Pasa de cosa en cosa, embelesado Enéas con la amena perspectiva, Y pide, á cada antiguo monumento, Para ojos y oidos alimento. LXII. Y Evandro, rey que á alcázares romanos Echó la basa, de este modo empieza: «Oye: indígenas Ninfas y Silvanos Poblaban de estos bosques la aspereza, Y unos hijos de robles, medio humanos, Ni á poseer hacienda, ni riqueza Allegar avezados, ni á uncir bueyes: Gentes duras, sin hábitos ni leyes. LXIII. »Cruda caza y el árbol más vecino Nutríanlos. Saturno fué el primero Que á esta region desde el Olimpo vino De Jove huyendo el vengativo acero: Destronado en el cielo, peregrino En la tierra, el linaje aquél grosero, Disperso en la selvática fragura, Trajo á obediencia y á civil cultura. LXIV. »_Lacio_ quiso llamar al suelo hesperio Que dió refugio á su deidad _latente_; Y vió bajo su sacro magisterio Lucir de oro la edad la humana gente: En paz ejerció el Dios su blando imperio, Hasta que en cambio vino lentamente Siglo ménos hermoso, germinando Amor de lucro y ambicion de mando. LXV. »Al Lacio entónces las Ausonias gentes Vinieron, y vinieron los Sicanos; Y de nombre mudó veces frecuentes La tierra de Saturno; y de tiranos Fué regida: uno de ellos, el de ingentes Miembros, Tíbris feroz; los Italianos Trasladámos al Tibre su apellido, Que antaño _Albula_ fué: nombre perdido. LXVI. »Yo del país que vió rodar mi cuna Fugitivo, á marítimos azares Lancéme: omnipotente la fortuna Y el hado incontrastable aquí mis lares Plantaron de raíz. Con oportuna Inspiracion Apolo en altos mares, Y mi madre Carmenta con tremenda Profética leccion, me abrieron senda.» LXVII. Dice; y andando, al rey de los Troyanos Señala el ara y puerta que, en memoria De aquella Ninfa que explicando arcanos El arte ejercitó divinatoria, _Carmental_ apellidan los Romanos: Ella de los Enéadas la gloria Profetizó sobre el país latino, Y el futuro esplendor del Palatino. LXVIII. Y el bosque ingente enséñale que un dia Tornó en asilo Rómulo guerrero; Y el _Lupercal_ bajo la roca fria, Así nombrado como Pan _lobero_ Por costumbre que entre Árcades regía; De Argos, su huésped, cuenta el caso fiero, Y de Argileto el sacro umbroso abrigo Muestra, y toma el paraje por testigo, LXIX. Y la roca Tarpeya, en el camino, De ahí, y el Capitolio Evandro enseña, Hoy mole rica y oro peregrino, Mustio collado ayer y áspera breña: Aun entónces el vulgo campesino Reverenciaba el bosque y tosca peña, Tocado ya del religioso miedo Que reina del sagrado sitio en ruedo. LXX. «¿Ese collado ves, que señorea Frondosa cima?» dice Evandro; «mora En ese bosque una deidad; cuál sea El misterioso Dios sólo se ignora: Al mismo Jove ya, cuando menea La negra egida en diestra vengadora Y á tempestad el cielo todo mueve, Jura haber visto no una vez la plebe. LXXI. »Repara luégo este y aquel anciano Monumento; esparcidos los pedrones Contempla: ves reliquias de lejano Imperio y de antiquísimos varones. Una fundó Saturno y otra Jano De esas dos arruinadas poblaciones; Janículo por ello ésta se nombra, Y Saturnio apellido á aquélla asombra.» LXXII. Hablan; y ajena al esplendor del oro Tienen delante la rëal morada; Y donde asombran hoy Romano Foro Y espléndidas Carenas, ven manada Tranquila vagueando, y manso toro Oyen mugir. Evandro, ya á la entrada, «Pasando estos umbrales,» dijo, «Alcídes Bajó la frente victoriosa en lides. LXXIII. »Él tuvo por palacio el hogar mio: Anímate, y tú mismo á un Dios te iguala; Tesoros menosprecia, y sin desvío Vén, huésped bueno, á una mansion sin gala.» Dice; y entrando, con afecto pio Da á Enéas corpulento estrecha sala, Y en un lecho de hojas le reposa Con piel cubierto de africana osa. LXXIV. Rueda entretanto, y con su sombra parda La noche abraza al mundo. Y Vénus bella, Que á punto mira de que en guerras arda Laurento, el azorado afan que en ella Trabaja, ya no enfrena, y más no tarda, Y en el lecho de oro donde sella Vulcano su aficion, frases enhila En que miel de divino amor destila: LXXV. «Cuando Ilïon sin esperanza alguna Dilataba tan sólo su caida, Y más que de altos reyes, de Fortuna Iba á ser Troya en llamas destruida, No á tí para los tristes, importuna Pedí entónces, esposo de mi vida, Armas; en ejercicio de tu arte No quise inútilmente fatigarte. LXXVI. »Callé prudente, aunque debia tanto De Príamo á los hijos, y á menudo De Enéas los esfuerzos, no sin llanto, Vi frustrarse. Hoy que al fin llegar él pudo Con el favor de Jove, ¡oh númen santo! Al país de los Rútulos, yo acudo Á tí, yo á tí mis súplicas dirijo; Y madre, armas te pido para un hijo. LXXVII. »Vencerte supo la hija de Nereo Y con su llanto la Titonia esposa; ¡Y yo...! ¿Esas gentes que en marcial arreo Hierros forjan, en liga poderosa Ves? ¡En muros cerrados yo las veo Mi ruina maquinar!» Habló la Diosa, Y con sus brazos de aparente nieve Blanda al lento marido ciñe y mueve. LXXVIII. En medio del letargo, de repente Recibe el Dios la conocida llama, Y el calor que le llaga dulcemente Rápido por sus huesos se derrama: Así cuando en relámpago fulgente La ennegrecida atmósfera se inflama, Con lumbre devorante cruza inquieta El seno de las nubes ígnea grieta. LXXIX. Cuánto el poder de su hermosura obliga Conoció Vénus en el buen suceso De la añagaza. Respondióle, en liga De inacabable amor Vulcano preso: «De argüir con recuerdos, la fatiga Excusa; ¿en mí no fias? Si ántes eso Que hoy piensas, me dijeses, los Troyanos Armas, Diosa, llevaran de mis manos. LXXX. »Ni Jove omnipotente ni el Destino Á Troya ni á su Rey negado habria Vivir diez años más. Y pues te vino En gustos hoy guerrear, y hay tal porfía, Cuanto con hierro ó con electro fino Labrar es dado, cuanto el arte mia Consigue laboriosa, cuanto puedo. En suma, concederte, lo concedo. LXXXI. »El aire y fuego me obedece: en duda No pongas la eficacia de tu ruego; Todo lo alcanza, y mi poder te ayuda.» Así razona cortésmente, y luégo Rendido á la beldad Vulcano anuda Los vínculos de amor, de amores ciego, Y dichoso en los brazos de su dueño Se deja poseer de un manso sueño. LXXXII. Cual matrona obligada que granjea Con la rueca y labores delicadas El sustento á la vida, la tarea Al desvelo añadiendo, aletargadas Cenizas se alza á reanimar, y emplea En la obra á la lumbre sus criadas, Y así el lecho que el cónyuge le fia Guarda sin mancha, y los hijuelos cria; LXXXIII. No ménos listo y á la misma hora (Cuando va en la mitad de su carrera La Noche, y al alado Sueño azora, Gustada apénas la quietud primera), Del estrado en que Vénus le enamora Alzase el Dios que sobre el fuego impera, Y del cielo á la tierra en que trabaja, Vulcania en nombre y obediencia, baja. LXXXIV. Esta á la eolia Lípara se arrima Y á la sícula costa, isla ardua: humea De riscos erizada: en honda sima Truena la ancha caverna ciclopea, Etna nuevo que el negro oficio lima: Golpe duro los yunques martillea; El candente metal no da sosiego, Zumba el aire, en la fragua aceza el fuego. LXXXV. Bronte, Esteropo y Piracmon desnudo, Ciclopes esforzados, á porfía En la vasta oficina un rayo agudo, De aquellos que en ardiente lluvia envía Jove del alto Olimpo al orbe mudo, Fabricaban. El rayo aparecia, Al arribo del Padre ignipotente, Pulido en parte, en parte deficiente. LXXXVI. Tres dardos de granizo en la obra bella, Tres de agua etérea, tres de alado viento, Tres de fuego que fúlgido destella, Mezclado habian; y en aquel momento Tonante voz, terrífica centella Añadian, y sordo aturdimiento E incendio vengador. En otra parte Ruedas labran prestísimas á Marte: LXXXVII. Ruedas labran al carro en que alborota Al mundo el Dios que guerras siembra y llamas; Y á Pálas más allá, broquel y cota En que esplenden auríferas escamas, Tersan tambien, donde el que mira nota De hidras feroces peregrinas tramas Y, apto á que el pecho á la deidad defienda, Segado vulto de mirada horrenda. LXXXVIII. «Alzad,» dijo llegando el Dios herrero, «Cuanto empezado habeis, Ciclopes mios; Alzad; y atentos escuchadme: quiero Armas para un varon de grandes bríos. Manos pujantes y exquisito esmero Aquí todos poned, y aquí lucíos De magistral destreza haciendo alarde: Sús! la obra empiece, y en salir no tarde!» LXXXIX. Dice; y al punto la labor partida, A ella corren con ímpetu ligero: Bullen torrentes de oro; se liquida En la ancha fragua el llagador acero: Y escudo ingente, impenetrable egida Que contraste al latino campo entero, Al paladino los Ciclopes trazan Con siete discos que entre sí se abrazan. XC. Cuáles, en medio á la comun fagina, Suenan los sopladores fuelles; cuáles Zabullen en el agua allí vecina Con estridor fogoso los metales: Gime de heridos yunques la oficina: Alzando con gran fuerza el brazo, iguales Alternos golpes dan; tenaza emplean Mordaz, y el hierro sin cesar voltean. XCI. En tanto que así brega el buen Vulcano En su antro humoso, en su tranquilo lecho La luz bendita y gorjear temprano De las aves que triscan en el techo A Evandro despertaban. El anciano, La túnica vistiendo al fuerte pecho, El nuevo dia á saludar se alza; Las sandalias tirrenas ciñe y calza; XCII. Del hombro abajo acomodar no olvida Al cinto puesta la tegea espada, Y del izquierdo lado desprendida Tercia una de leopardo piel manchada; Y ya dos canes que en su guarda cuida Y parejos anuncian su llegada, No bien de su alto nido los umbrales Ha traspuesto, con él saltan leales. XCIII. De las habidas pláticas, no en vano Recuerda el prometido contingente El Rey, y con su huésped mano á mano Anhela de partir secretamente. Pues no ménos que el Arcade, el Troyano Madrugador anduvo y diligente: Hace á Enéas Acátes compañía; Evandro con Palante el paso guía. XCIV. Ya las diestras se estrechan; ya convida El uno al otro á la interior morada; Siéntanse en soledad apetecida, Y así el Rey empezó con voz pausada: «¡Oh ilustre capitan, que á nueva vida Alzas contigo tu nacion postrada! No por mi fama y por las glorias tuyas Grande el auxilio que te ofrezco arguyas. XCV. »Flaco es nuestro poder; que de una parte Jurisdiccion nos quita el tusco rio; De otra, el Rútulo audaz con fuerza y arte Brama en torno á los muros. Mas yo fio Con un pueblo magnánimo asociarte, Fuerte en recursos y apazguado mio: Propicia la ocasion te anuncia bienes; Al llamamiento de los hados vienes. XCVI. »De aquí trecho no grande Agila dista, Ciudad fundada en secular cimiento, Que de la Lidia gente fué conquista Cuando en montes de Etruria hizo ella asiento, De armas que suele el triunfo honrar, provista. Años muchos de paz tuvo y contento, Hasta que al rey Mezencio dar le plugo Muestras de amo cruel y atroz verdugo. XCVII. »¿Quién sus maldades hay que en fiel trasunto Describa? ¡Mal contadas al tirano Le sean, y á sus hijos! Á un difunto Cuerpo atar le era fiesta un cuerpo sano, Diestra con diestra, el rostro al rostro junto, (¡Oh de martirizar modo inhumano!) Y en duro abrazo y entre inmunda baba Así á un mezquino muerte lenta daba. XCVIII. »Alzóse un dia armado el pueblo: afronta, Cansado de sufrir, al Rey: su casa Sitia, hervidero de maldades: pronta Muerte á los suyos da: ya el techo abrasa El fuego, que enojado se remonta. En medio del estrago huye él, y pasa Al campo de los Rútulos: le asila Turno, y el hierro en su defensa afila. XCIX. »En justa indignacion toda se enciende Etruria, y de rebato á la cuchilla El cuello criminal traer pretende. Tú á esos miles de bravos acaudilla, ¡Oh Enéas! te abriré camino; atiende: Empavesada hervia ya en la orilla La densa escuadra, cuando oyó de un viejo Arúspice el fatídico consejo: C. «¡Meonia juventud, flor y corona »De antigua raza! Apruebo que á Mezencio »Siga el justo furor que le destrona,» Dice, «mas en Italia no hay, sentencio, »Tan gran pueblo á vencer, capaz persona; »Buscad jefe extranjero!» Hondo silencio Al divino pronóstico sucede, Y aterrado el Etrusco retrocede. CI. »Hoy la acampada hueste á mí se fia: Cetro, diadema, insignias imperiales Con legados aquí Tarcon me envía, Y que vaya me pide á sus rëales Y ejército gobierne y monarquía. Flojas mis fuerzas son á empresas tales, Flacos mis hombros á tan grave carga, Fria é inerte senectud me embarga. CII. »Y no á Palante en mi lugar envío; Que en lo extranjero no es cabal; sabina Madre altera su orígen. Esto, y brío Juvenil, tienes tú, y una divina Voz te llama. No tardes, huésped mio; ¡A su gloria dos pueblos encamina! Yo este buen hijo, de mi edad caduca Gloria y solaz, te allego; tú le educa. CIII. »Edúcale en las armas: tú dechado, Tú en armas le serás ejemplo y guia: Aprenda desde mozo á ir á tu lado, Paciencia ejercitando y valentía. Jinetes además, lo más granado, Te doy doscientos de la gente mia; Y otros doscientos de ánimo arrogante En nombre suyo aportará Palante.» CIV. Dijo. Enéas sin voz, sin movimiento, Y Acátes, duda amarga, triste idea Revuelven en el alma. En tal momento Dales á cielo abierto Citerea Clarísima señal. El firmamento Con subitáneo estruendo centellea, Y que cruje parece y se derrumba, Y de tirrena trompa el eco zumba. CV. Alzan los ojos: se oye el estallido Otra vez y otra, y por region serena Ven en convoy de nubes conducido Un haz de armas lumbrosas, y que suena Sienten de léjos el metal herido. Pásmanse todos. Mas la voz que truena Conoce Enéas, y que cumple, entiende, Vénus su alta promesa y le defiende. CVI. «No escrutes, noble valedor,» exclama, «El prodigioso agüero; en mí confía: Esa voz del Olimpo á mí me llama; Es fausto anuncio que mi madre envía, Mi madre, alta deidad. Cuando la llama Marcial prendiese, me ofreció daria Esa señal: su protectora mano Armas me trae que forjó Vulcano. CVII. »¡Y oh qué gran mortandad miro presente Al malhadado campo Laurentino! Al polvo, Turno, inclinarás la frente; ¡Y tú cuánto broquel, Tibre divino, Cuánto yelmo darás en tu corriente, Y derribado cuerpo al mar vecino! ¡Vengan ahora á desplegar sus haces; Vengan, y rompan las juradas paces!» CVIII. Dice; y del alto solio se levanta: El muerto fuego á Alcídes consagrado Devoto anima sobre el ara santa; Al Lar despues, la víspera obsequiado Y á los Penates húmiles la planta Mueve: Evandro y los Teucros, lado á lado, Por fuero y religion inmemoriales inmolan escogidos recentales. CIX. Encamínase luégo hácia las naves El dux troyano á revistar su gente: Para la dura guerra y trances graves Lo más lucido elige y más valiente: En blando flote y vueltas van süaves Los otros, á merced de la corriente; Con éstos enviar al hijo quiso De sí mismo y su empresa fausto aviso. CX. La marcha, al par, terrestre se acelera: Caballos danse al héroe y su mesnada; La alfana que á él le traen cubre entera Piel de leon roja de uñas de oro armada. Ya la exigua ciudad sabe y pondera Que al Rey tirreno vuela una brigada: Doblan votos las madres: creces toma Al susto el riesgo; inmenso Marte asoma. CXI. Al hijo estrecha el Rey, su mano asida, Y «¡Oh! hiciérame volver favor celeste A los pasados años de mi vida, Cuando eché á tierra la primera hueste»-- Dice en larga llorosa despedida-- «Aquí mismo, en el valle de Preneste, Y los escudos de las rotas filas Quemé triunfante en levantadas pilas! CXII. »Á Herilo allí, descomunal guerrero, Tumbó esta diestra al Tártaro profundo: De su madre Feronia (¡caso fiero!) Tres formas recibió viniendo al mundo: Rey de alma triple y desdoblado acero, Muerto un tronco, quedábale el segundo Y otro despues. Mas á los golpes mios Rindió sus armas y agotó sus bríos. CXIII. »Fuese así, no á mis brazos te arrancaras, Buen hijo; ni insultando la frontera Con mengua mia, tantas vidas caras Mezencio criminal segado hubiera;-- ¡Desolada ciudad, no así lloraras!... Vosotros, ¡oh! de superior esfera ¡Dioses! ¡gran Jove, reinador supremo! A vuestro númen recurrir no temo. CXIV. »¡Oh! ¡del árcade Rey el desconsuelo Os mueva á compasion, y de un anciano Padre las preces escuchad! ¡Si el Cielo Ha de volverme mi Palante sano; Si él algun dia alegrará mi duelo; Si firme unirle á mí no espero en vano, El término alargad de mi partida: Trabajos sufriré; quiero la vida! CXV. »Mas si un hado cruel fúnebres lazos Á mi esperanza tiende y mi deseo, Lícito sea fenecer los plazos De esta mísera vida, hora que áun veo Incierto lo futuro, y que en mis brazos Te tengo, hijo, y en verte me recreo, ¡Tú, tan tarde gozado y tan querido! Nunca nueva fatal hiera mi oido!» CXVI. Tal sus adioses últimos plañia El Rey; y enajenado de sentido, En brazos sus criados á porfía Le restituyen al desierto nido. Y sale la veloz caballería Por las abiertas puertas con rüido: En primer línea Enéas va y Acátes; Otros siguen en pos teucros magnates. CXVII. Con rica sobreveste gallardea Ostentando en sus armas sus blasones Entre todos Palante: así campea El lucero que en líquidas regiones Se baña, cuyo fuego Citerea Ama sobre el de cien constelaciones, Cuando su faz divina alza en el cielo Y rasga de la triste noche el velo. CXVIII. Desde el muro las madres aterradas Ven las nubes de polvo cuál se extienden, Y siguen con atónitas miradas Las bandas que con tanto acero esplenden. Por desechas de zarzas erizadas, Abreviando camino, armados hienden, Y en escuadron que clamoroso cierra Galopando á compas baten la tierra. CXIX. Cabe el helado Ceretano rio Hay un gran bosque; y mucho negro abeto Que alturas forma en torno, hácele umbrío; Le consagró tradicional respeto. Es fama que á Silvano, númen pio, Apropiaron aquel lugar secreto Los antiguos Pelasgos, los primeros Que ocuparon del Lacio los linderos: CXX. El sitio al Dios de campos y ganados Le dedicaron, y un solemne dia. No léjos de estas selvas sus soldados Tarcon apercibidos guarecia; Y podíase ya de los collados Altivos, contemplar en lejanía La legion que en los llanos acampaba, Y dónde empieza, ver, y dónde acaba. CXXI. Al bosque ameno acuden, que recrea La fatiga á caballo y caballero. Vénus que á la sazon, radiante Dea, En voladora nube el dón guerrero Traia al paladin, no bien le otea Cabe el frio raudal, solo y señero En un repuesto valle, ante él parece, Y la hadada armadura así le ofrece: CXXII. «Cata, hijo, aquí las armas inmortales Que sola de mi esposo el arte traza: Las prometidas armas con las cuales Arrostrarás de Turno la amenaza Y el soberbio furor de sus parciales!» Dice, y al hijo Citerea abraza, Y de una encina al pié, que estaba enfrente, Deposita el arnes resplandeciente. CXXIII. Reconocido el adalid y ufano Por la honra excelsa y recibida gracia, El tesoro contempla soberano Y la vista sobre él gozosa espacia: Las piezas, ya en el brazo y ya en la mano, Revuelve, y de mirarlas no se sacia: La espada incontrastable, la garzota, El yelmo aterrador que incendios brota. CXXIV. Ya en la enorme loriga brilladora, Recia en el bronce, en el matiz sangrienta Como nube cerúlea á quien colora Fogoso el sol, los ojos apacienta; Ya de las pulcras grevas se enamora, De electro y oro que al más fino afrenta; La lanza admira, y el labrado escudo, Que humano idioma describir no pudo. CXXV. Los ítalos orígenes, las glorias En él grabó de la romana gente, No desconocedor de las historias Venideras, el Dios ignipotente: De Ascanio y su linaje las victorias Dispuso de uno en otro descendiente, Y tanta famosísima batalla, Quien contempla el escudo, en órden halla. CXXVI. Allí el antro de Marte se descubre, De una parida fiera verde alcoba: Dos risueños rapaces, que el salubre Sustento solicitan de la loba, Cuélganse en torno á la materna ubre; Y ella con mansa lengua los adoba, Ya á éste volviendo en su comun cariño La robusta cerviz, ya al otro niño. CXXVII. Viene tras esto la naciente Roma; Y las sabinas asaltadas, tales Aparecen allí como las toma La ocasion de los juegos Consuales; Y nueva guerra y súbita, que asoma De Rómulo á la vez á los parciales, Y á los Curites y al anciano Tacio, Pueblo viril de corazon rehacio. CXXVIII. Con sus armas, y en pié, y allí cercanos, Depuestas ya las mutuas amenazas, Ambos reyes ostentan en las manos De Jove ante el altar sagradas tazas; Una cerda que inmolan cual hermanos Acredita la union de entrambas razas; Y de Rómulo brilla recien hecho Tosco palacio de pajizo techo. CXXIX. Luégo en diversas direcciones Mecio De rápida cuadriga por el llano Arrebatar se mira;--así en desprecio No tuvieses tu fe, mísero Albano!-- Arrastrar al follon (¡castigo recio!) Manda implacable el vencedor romano; Y entre zarzas pasando y entre abrojos Rastro dejan de sangre los despojos. CXXX. Tú, Pórsena, á tu vez, por el proscrito Tarquino instando, la ciudad bloqueas; Y ya de libertad corren al grito Espadas á blandir nietos de Enéas: En el ceño el furor llevas escrito, Y que amagas advierto, como veas Que osó el puente hundir Cócles, y que libre Clelia ya de prision, trasnada el Tibre. CXXXI. En lo alto del escudo está presente Manlio, guardian de la Tarpeya roca, Que en defensa del templo, el eminente Capitolio ocupando, se coloca; Y vese allí que de la Gala gente Que á los umbrales en silencio toca, Volando avisa con clamor sonoro Argénteo ganso en pórticos de oro. CXXXII. Entre matas la hueste avanza artera, Y ya de aquella deseada altura, Ya casi entre las sombras se apodera, Dádiva todo de la noche oscura: Les luce de oro á par la cabellera, De oro abunda la gaya vestidura. Y el blanco cuello, que á la leche iguala, Ciñe, de oro tambien, maciza gala; CXXXIII. Y llevando ante sí largos escudos, Blande cada uno doble dardo alpino. El de Salios danzantes, y desnudos Lupercos, á este grupo está vecino: Señálanse los ápices lanudos Y el ancil sacro que del cielo vino; Y matronas, que insignias venerandas Honestas llevan en carrozas blandas. CXXXIV. El mundo de las penas, la alta boca Del Tártaro tambien la arte divina Grabó léjos de allí. Tú de una roca Que amenazando está siempre rüina, Apareces pendiente, y la ira loca Temblando de las Furias, Catilina. Más allá de los justos las mansiones, A quien dicta Caton sábias lecciones. CXXXV. En medio á estas escenas, mar hinchado, Un piélago de oro se dilata, Que en vivo movimiento simulado Copos de espuma albísimos desata: En círculo nadando dilatado Tersos delfines de luciente plata Girando van, y con alzadas colas Barrer parecen las hirvientes olas. CXXXVI. Cautiva en medio al ponto las miradas De Accio el conflicto, el próximo remate Incierto aún: en órden las armadas Con férreas proas van; hierve Leucate: Sus ítalas legiones arriscadas Conduce Augusto César al combate; Yérguese en popa; el Pueblo y el Senado Tiene, y los Dioses de la Patria, al lado. CXXXVII. Yérguese en la alta popa: fuego alienta Radiante cada sien; su coronilla La estrella Julia fúlgida sustenta. Agripa, que sus tropas acaudilla, Enhiesto en otra parte se presenta: Dioses y vientos le cortejan: brilla Sobre su frente la rostral corona Que navales hazañas galardona. CXXXVIII. Allí Antonio á su vez bárbara hueste Manda, con vario militar arreo: Triunfante la region que la celeste Aurora ilustra y piélago Eritreo Ha dejado, y ejércitos del Este Trae: al Egipcio acompañarle veo, Y al remoto Bactriano; y (¡mancha odiosa!) Tambien le sigue forastera esposa. CXXXIX. Precipítanse á un tiempo las galeras Hácia alta mar; y cúbrenla de espuma Revolviéndola toda, las guerreras Proras y remos con violencia suma. Ver bogando las Cícladas creyeras O montes que, éste á aquél, cayendo, abruma; ¡Tanto estrechan la lid! ¡con mole tanta Un torreado buque á otro quebranta! CXL. Volante hierro y encendida estopa Caen doquier: la atroz carnicería En sangre el campo de Neptuno arropa. Con el egipcio sistro desafía Cleopatra; y, armados en su popa, A Anúbis labrador, y á cuantas cria Feas deidades su país, reserva Contra Neptuno y Vénus y Minerva. CXLI. Ella mirar no ha osado todavía Los dos zagueros áspides. En tanto Arde Mavorte en medio á la porfía, Tallado en hierro; y esparciendo espanto Bajan tras él por la region vacía Las Furias: corre con rasgado manto Riendo la Discordia; y hiere al viento Belona en pos con látigo sangriento. CXLII. Apolo Accio, que dudoso mira El trance, desde lo alto el arco tiende; A Indo y á Egipcio horror mortal inspira: El Árabe, el Sabeo fuga emprende; Todos vuelven espaldas á su ira. Ni á más la Reina espavorida atiende: Ya, ya jarcias afloja, da la vela, Vientos convida, por el golfo vuela. CXLIII. Grabó á la triste el Dios ignipotente Con el Yápiga huyendo, á quien invoca Entre el estrago, pálida la frente Al soplo de la muerte que la toca; Y puso al caudaloso Nilo enfrente, Que abriendo en su dolor séptupla boca, A su seno cerúleo y honda cama Con suelta ropa á los vencidos llama. CXLIV. Y luégo en triple triunfo á los romanos Muros César avánzase opulento: Máximos á los Dioses italianos Santuarios fundar tres veces ciento En Roma, ofrece, y sus alzadas manos Expresan el eterno juramento. Y plazas vense y calles en festivas Danzas bullir y en jubilosos vivas. CXLV. Tiene aras cada templo, y centenares Reune de matronas: sacrifica Reses el sacerdote en los altares. César, de Febo en la albicante y rica Entrada, las ofrendas populares Reconoce, á las puertas las aplica; Y ante él desfilan las vencidas gentes En veste, armas y lengua diferentes. CXLVI. Allí el Nómade, el Áfrico, á ligeros Trajes usado; y Lélegas en fila Vense, y Carios allí; diestros arqueros Los Gelones; Eufrátes, más tranquila Su corriente arrastrando; y los postreros Morinos; y el que doble cuerno estila, Reno undoso; y los Dahas renuentes, Y Aráxes, no enseñado á sufrir puentes. CXLVII. Tales asuntos el sin par Vulcano En el escudo figurado habia. De su madre el obsequio soberano Contempla el paladin, y se extasía En sus primores; con anhelo vano Enigma tanto descifrar porfía, Y de futuros nietos y de Roma Gloria y poder sobre sus hombros toma. LIBRO NONO. I. Miéntras Fortuna en el etrusco suelo En tal manera los sucesos guia, Hácia el osado Turno desde el cielo Juno, hija de Saturno, á Íris envía. En el bosque de un valle que el abuelo Pilumno consagró, Turno yacia, Y así empiézale á hablar puesta delante, Con róseos labios la hija de Taumante: II. «Lo que deidad ninguna, por corona A humano ruego, prometer osara, Por sus pasos el tiempo te ocasiona, Turno, y ansa de triunfos te depara: Sus proyectados muros abandona, Y flota y compañeros desampara Enéas, y de Evandro palantino Al poder y amistad tienta camino. III. »Y áun más: en las etruscas poblaciones Penetra, incita la nacion tirrena, Levas hace de rústicos peones. Corta demoras tú: sazon es buena Para armar carros, para uncir trotones; ¡Vé, y su campo turbado desordena!» Dice, y huyendo con parejas alas, Entre nubes de su arco abre las galas. IV. Conocióla el mancebo, tiende iguales Las manos á la vírgen, y en su vuelo Léjos la sigue con palabras tales: «¡Íris, nuncia gentil, joya del cielo! ¿Quién así de los cercos siderales Envuelta en nubes te redujo al suelo? ¿Qué imprevista estacion? ¿qué cambio es éste? Aléjase la bóveda celeste, V. »Y en el éter erráticas estrellas Contemplo. Ya el belísono mandato Que con agüero de esplendores sellas, Quienquier tú fueres, obediente acato.» Dice, á las aguas se encamina, y de ellas Toma en las palmas, y á los Dioses grato Sus nombres invocando muchas veces, Hinche la esfera de devotas preces. VI. Ya las armadas tropas á porfía Marchando en los abiertos campos veo, Ufanas con veloz caballería Y ricas de oro y de vistoso arreo: Mesapo las primeras haces guia; Las últimas, los hijos de Tirreo: En medio alto adalid Turno campea, Y á todos corpulento señorea. VII. Así el Gánges en plácida creciente En siete brazos silencioso fluye; Y el Nilo, cuando á su álveo la corriente, Con que inunda los campos, restituye, Así avanza tambien calmosamente. Ya la nube de polvo que circuye Al ejército, han visto los Troyanos Negra formarse en los tendidos llanos. VIII. Y de frontero alcor así el primero Gritó Caíco: «¿Á quién horror y grima No pondrá, ciudadanos, ese fiero Tenebroso turbion que se aproxima? ¡Sús! ¡dardos hay aquí! ¡venga el acero! ¡Y á los muros trepemos, que está encima El enemigo!» Y con clamor ingente Cierra las puertas la troyana gente. IX. Que Enéas, sabio capitan, el dia Que partió, de apariencias lisonjeras No fiarse jamás mandado habia, Ni salidas hacer: que las trincheras Guardasen, dijo, con tenaz porfía. Sus puestos á ocupar corren ligeras Las armadas legiones; y es en vano Que ira en contra y pudor se den la mano; X. En vano, que encendida en ellos arda La muchedumbre por lanzarse: cuida De obedecer primero, y densa aguarda Y firme en huecas torres la avenida. Turno, en tanto, á su hueste en pasos tarda, Adelántase audaz, suelta la brida, Con veinte caballeros de alta cuenta, E improviso ante el muro se presenta. XI. Sobre un corcel de Tracia lozanea Que blancas manchas luce; cresta roja Sobre el dorado morrïon ondea. «¿Quién de vosotros, á mi ejemplo, enoja Con fiero reto á los contrarios? ¡Ea!» Dice, y blandiendo un dardo, alto le arroja, Nuncio marcial, y el potro que sofrena Con garbosa altivez lanza á la arena. XII. Síguenle en clamoroso movimiento... Mas ¿quién de ellos pensara lo que mira? El Troyano, en inerte encogimiento, No igual lid á empeñar armado aspira, A cobijar su campo sólo atento. Los muros registrando Turno gira Furioso en su corcel, y abrir espera, Por donde entradas no hay, de entrar manera. XIII. Cual, llena, asedia un lobo á una majada En alta noche; y vientos y aguaceros Arrostra, y por la cerca tienta entrada; Balan bajo las madres los corderos; Él ruje, y ya en su presa, áun no tocada, Ceba sus apetitos carniceros; Que el hambre acumulada le atormenta Y arde, áridas sus fauces, sed sangrienta: XIV. El Rútulo adalid, de igual manera, Mirando los rëales y los muros En ímpetu fogoso se exaspera, Derrítele el dolor los huesos duros: Penetrara en la plaza si pudiera; Y piensa cómo á los que ve seguros Encerrados Troyanos, fuéra llame Y á igual lid en los campos los derrame. XV. Con surtas popas la troyana armada En la orilla contigua á los reales, Yacia de trincheras resguardada, Con foso, en derredor, de aguas fluviales. Abalánzase Turno á la estacada: A los suyos, que llegan con triunfales Aplausos, al incendio alienta, excita; Él mismo un inflamado pino agita. XVI. De Turno en pos la juventud se arroja, Que del jefe el ejemplo la espolea; Los hogares intrépida despoja, Y ármase cada cual de negra tea: Con densas nubes sobre llama roja Ya aquel, ya este tizon arde y humea; Y al cielo remontándose Vulcano Las pavesas esparce al aire vano. XVII. ¡Musa! ¿cuál Dios de la troyana flota Apartó, dí, la vencedora llama? La evidencia del hecho está remota, Mas tradicion eterna lo proclama. Cuando leños del Ida á mar ignota Enéas iba á confiar, es fama Que al poderoso Júpiter, su hijo, La alma Diosa Cibéles así dijo: XVIII. «Sé propicio á mi ruego y mi querella, Ya que el cetro me debes con la vida: Tuve yo una floresta que descuella Entre pinares, coronando el Ida; Muchas ofrendas recibí yo en ella, Largos años por mí favorecida: Huecos sagrarios, con la sombra oscuros De pinos resinosos y arces duros. XIX. »Yo he cedido estos árboles de grado Al dardanio mancebo, de bajeles Menesteroso. Hoy roedor cuidado Me aflige: tú le ahuyenta; tú á Cibéles-- Filial premio á sus preces reservado-- Da que sus tablas nunca hundan crueles Viento ni mar, señuelos ni embestidas; ¡Válgales en mis montes ser nacidas!» XX. «¿Qué pretendes,» responde, «madre mia?» El que mueve los cercos siderales: «¿Á naves, obra de un mortal, cabria El fuero de las cosas inmortales? ¿Andar seguro por incierta via El troyano adalid? ¿Caprichos tales Habian de alterar leyes del Hado? ¿Tal poder á cuál Dios jamás fué dado? XXI. »Concedo, empero, por calmar tus penas, Que al fin--cuando por líquidos caminos Hayan á las itálicas arenas Llegado, y en los campos laurentinos Puesto á su capitan, de mal ajenas-- Su sér mortal las naves de tus pinos Pierdan, y cada cual se trueque en Dea, Cual Doto de Nereo ó Galatea, XXII. »Y esotras que, del mar húmedas Diosas, Cortan con pecho de marfil liviano Del piélago las capas espumosas.» Por las riberas del Estigio hermano Con torrentes de pez vortiginosas Juró lo dicho el Númen soberano; La frente inclina, y del Olimpo dueño, El Olimpo estremece con su ceño. XXIII. Cumplido el plazo por las Parcas fuera, Llegaba, en fin, el prometido dia: De la flota á apartar la llama fiera Turno á la Diosa en su feroz porfía Constriñe. En esto iluminó la esfera Nueva luz; nube inmensa Oriente envía, Cruzar la ven el ámbito sereno Y que coros del Ida hinchen su seno. XXIV. Y una voz resonó tremenda y clara Que á Rútulos envuelve y á Troyanos: «¡Teucros! á defender mi flota cara Alados no acudais ni armeis las manos; Cual si los mares á incendiar probara, Saldrán de Turno los intentos vanos. ¡Huid, diosas del mar! ¡Cada una horra-- Vuestra madre os lo manda--el ponto corra!» XXV. Y suéltase cada una en tal momento Del cable que la tuvo prisionera; Y de proa zabullen, y el asiento Solicitan del piélago, á manera De nadantes delfines; y ¡oh portento! ¡Oh pasmo! cuantas vido la ribera De bronce en su recinto ancladas proras, Tantas vírgenes surgen bullidoras. XXVI. Los Rútulos temblaron: del espanto Mesapo mismo poseer se deja Que á sus caballos alborota; en tanto Que, formando sus ondas ronca queja, No á impelerlas se anima el Tibre santo, Medroso, y de la mar la planta aleja. Mas del audace Turno nada alcanza A abatir la soberbia confianza. XXVII. Ántes enciende, y entusiasmo inspira Con su elocuencia: «Este prodigio,» exclama, «A los Troyanos solamente mira Infausto. Si es que Júpiter los ama, Hoy su auxilio á las claras les retira; Ya sobra nuestro acero y nuestra llama, ¿En el mar qué les queda ni en la tierra? Sendas de salvacion el mar les cierra: XXVIII. »Nada esperan allá, y en nuestras manos Acá la tierra ven; que mil legiones Itálicas la cubren. Hoy, hoy vanos Esos presagios son y predicciones. Que orgullosos ostentan los Troyanos; ¡Qué! ¿de Ausonia en las fértiles regiones Ya no surgieron? Con lo cual sobrado A Vénus dióse y á la ley del Hado. XXIX. »Yo tambien tengo mi inmutable síno: A una gente de esposas robadora Destruir por la espalda es mi destino! De los Atridas el dolor, yo ahora Lo pruebo: ni á Micénas sola avino Ser de justa venganza ejecutora!... ¿Qué capital castigo una vez basta?... ¿Mas si la ruina la maldad no gasta? XXX. »Esos golpes mortales de la Suerte Leccion han sido que enseñar podia Contra toda mujer odios de muerte! ¡Demente obstinacion! Ved cómo fia En valla y foso, contra golpe fuerte Breve retardo, la nacion que un dia, Aunque obra de Neptuno mal seguros Vió en llamas perecer sus altos muros! XXXI. »¿Quién ahora, elegidos compañeros, De vosotros, vendrá á meter conmigo El hacha en esos frágiles maderos? ¿Quién á invadir ese tremente abrigo? No; ni armas de Vulcano, ni guerreros Buques mil, contra mísero enemigo He menester; y porque más se aneguen, Que todos los Etruscos se les lleguen! XXXII. »Ni teman de nosotros, cual del Griego Que robó el Paladion, cobarde, oscuro, Cruel asalto, ni que al vientre ciego De un caballo trepemos; no: les juro Que en pleno sol y cara á cara, el fuego En torno llevaremos de su muro; ¡Y así, que con los Dánaos no pelean Que Héctor diez años entretuvo, vean! XXXIII. »Mas la parte mejor pasó del dia; Y porque bien habeis entrado, el resto Justo es dar al descanso y la alegría, Y esperad nueva lid con nuevo arresto.» Así habló Turno; y á Mesapo fia El dar, enfrente á las salidas, puesto A vigilantes tropas delanteras, Y las murallas rodear de hogueras. XXXIV. Toca á catorce jefes escogidos El cerco de la plaza; cien soldados Atentos á cada uno dan oidos: Y ya con roja pluma empenachados Rondan, en oro espléndido ceñidos: Remúdanse: en la hierba recostados Encomiéndanse á Baco, y se solaza Vaciando cada cual su henchida taza. XXXV. Hacen guardia, al fulgor de las hogueras, Y jugando entretienen el desvelo. Desde lo alto, á la vez, de sus trincheras Mirando están el ocupado suelo Los Troyanos; y puertas y barreras Requieren, no sin tímido recelo; Y las torres con puentes relacionan, Y las ceñidas armas no abandonan. XXXVI. Mnesteo y el intrépido Seresto Dirigen la defensa. Para cuando Sobreviniese temporal funesto, Enéas, al partir, á ambos el mando Encomendó de aquella gente. Puesto Cada cual, los peligros sorteando, Con solícito afan á ocupar vuela, Y hacen todos por turno centinela. XXXVII. Niso una puerta á la sazon guardaba, Niso, el hijo de Hírtaco, guerrero Terrible, á quien el Ida, cuna brava, Selvática mansion, por compañero A Enéas envió, con llena aljaba Y firme dardo cazador ligero: Euríalo con él, gallardo mozo A quien apénas apuntaba el bozo. XXXVIII. Más que Euríalo hermoso, armas troyanas Mancebo no vistió; verle enamora: Fueron en paz y en guerra almas hermanas Los dos; comun deber los junta ahora. «¡Euríalo! ¿algun Dios á las humanas Mentes dará este afan que me devora?» Niso dice: «¿ó su propio terco anhelo Cada uno juzgará ser voz del Cielo? XXXIX. »A la lid, ó á algo grande, arduo, me instiga Implacable hace rato el pensamiento. ¿Cuál confianza el Rútulo no abriga? ¿Ves? rara luz alumbra el campamento: Los vence el vino, y ya el sopor los liga; Ningun rumor se siente ó movimiento En la vasta extension. Mi interna lucha Contempla ahora, y lo que pienso escucha: XL. »Quieren todos, el Pueblo y el Senado, Llamar á Enéas, y enviarle quienes Hagan fiel relacion de nuestro estado. Si me prometen lo que pida, y vienes Tú en llevarlo (yo quedo asaz pagado Si glorioso suceso honra mis sienes), Iré; que al pié de aquel collado, creo, Hay senda cierta al monte Palanteo.» XLI. Quedó atónito Euríalo con esta Revelacion; y ya con sed de fama El ánimo encendido, así contesta Al noble amigo que en su ardor le inflama: «Niso, tu ingenio á conquistar se arresta Tanta gloria, ¿y contigo al que te ama No has de llevar? ¿Y yo sin compañía Tanto riesgo arrostrar te dejaria? XLII. »¡No! á más nobles acciones fuí criado Cuando, naciendo entre el marcial rüido Y las desgracias de mi Patria, alzado Me hubo en brazos Oféltes, aguerrido Varon, mi padre; y luégo acá, á tu lado, A más altos objetos he venido, Miéntras siga por áspero sendero Al buen Rey mio hasta el confin postrero. XLIII. »Hay aquí un alma que la vida en nada Aprecia ante la gloria. Con mi vida Yo tu gloria daré por bien comprada.» Niso á esto replicó: «Jamás temida Fué por mi en pecho heroico accion menguada; ¡No! así Jove, así el Dios que en mi partida Haya de ser de mi intencion testigo, A los brazos me vuelva del amigo! XLIV. »Mas atiende: si ya fortuna loca, Desdichada ocasion, deidad esquiva (Que á casos tantos mi ambicion se aboca, Cual ves), en este lance me derriba; De ambos, á tí sobrevivir te toca, Que no á mí, por tus años: sobreviva Quien mi cuerpo, del campo del combate Traido, ó recobrado por rescate, XLV. »Mande á la tierra;--ú honras, y, vacía, Me dedique una tumba, si es que fiera Niega aquello la suerte... ¿Y yo sería Quien, causando fracaso igual, hiriera El tierno pecho de una madre pia Que, excepcion entre ancianas, va doquiera Siguiéndote, garzon, en nuestras huestes, Y el regio hospicio despreció de Acéstes?» XLVI. «Vanas razones en tejer porfías,» Interrumpe el intrépido mancebo: «Abreviemos el paso; no en mis dias Me apartarás de la intencion que llevo.» Y diciendo, despierta á los vigías, Que por órden acuden al relevo. Sigue Euríalo á Niso; á andar empiezan, Y al príncipe los pasos enderezan. XLVII. Por los campos los otros animales Ya anegaban en sueño sus cuidados Y la ingrata memoria de sus males. Trataban á ese tiempo, congregados, De la ardua situacion los principales Caudillos y la flor de los soldados: ¿Qué haremos, dicen, en angustia tanta? ¿Quién hácia Enéas moverá la planta? XLVIII. En pié están, en mitad del campamento, Apoyado cada uno en luenga lanza, Puesto al brazo el escudo. En tal momento Llegaron, y agitados de esperanza, Los dos piden audiencia: un pensamiento Anuncian, que con creces la tardanza Resarcirá que causen. Acogida Les da Ascanio, y á Niso á hablar convida. XLIX. El cual les dice: «Sin injusto ceño, Nobles jefes, oid nuestras razones; Ni por la edad juzgueis de nuestro empeño. Yacen los enemigos escuadrones Entorpecidos del licor y el sueño: Campo á nuestras astutas intenciones Propicio allí se ofrece, do la puerta Que mira al mar, dos sendas abre incierta. L. »Negro vapor al cielo enviando, humea Á largos trechos moribundo fuego. Si permitiereis que ensayado sea Por nuestras manos de fortuna el juego, Y á la ciudad vayamos Palantea A buscar nuestro jefe, luégo, luégo Terrible con la sangre y los despojos Le gozarán presente vuestros ojos. LI. »Y no temais que entre el silencio mudo Andando de la noche, un extravío Avenga: en estos sitios á menudo Hemos cazado, y desde valle umbrío Descubrir la ciudad la vista pudo, Y explorado tenemos todo el rio.» Calló Niso; y Alétes, noble viejo, Sabio varon de magistral consejo, LII. «Númenes, cuyo brazo patrocina A Troya!» exclama: «á fe que á los Troyanos No preparais una total rüina Cuando así en años suscitais tempranos Ímpetus tales de virtud divina!» Y á ambos ciñe los hombros, y las manos Estréchales, y en llanto de alegría El rostro humedeciendo, proseguia: LIII. «Premios á vuestros méritos iguales, Mancebos, ¿dó hallaré que os galardonen? Lo primero, los Dioses inmortales Y las propias conciencias os coronen! Apreciadores de servicios tales, Segunda recompensa á fe que os donen, Enéas hoy, y cuando llegue el dia Ascanio, que olvidaros mal podria.» LIV. «Más digo,» Ascanio interrumpiendo exclama; «Por los Lares de Asáraco, y el fuego De Vesta inextinguible, y cuantos ama Grandes Dioses mi casa, Niso, os ruego Volvais el padre al hijo que lo llama, Que se cuenta sin él perdido y ciego: Mis esperanzas y el destino mio Yo en vuestros pechos sin reserva fio. LV. »Venga él, y en gozos trocará lamentos, Y el hado amansará que nos maltrata. Dos vasos de abultados ornamentos, Que él ya ganó en Arisba, obra de plata, Dos trípodes tambien, y dos talentos Grandes de oro, os dará mi mano grata; Ni añadir una antigua taza olvido Que recibí de la sidonia Dido. LVI. »Que si el hado me otorga que conquiste El itálico suelo, y se sortea Espléndido botin, óyeme: ¿viste El caballo en que Turno gallardea Y las doradas armas que se viste? Tuyo el caballo con las armas sea, Exentos, Niso, del comun despojo; Tuyo el escudo y el penacho rojo. LVII. »Que añadirá mi padre á dones tales Doce hermosas esclavas, adivino; Luégo, doce cautivos, con marciales Arreos cada cual; y de Latino, En fin, los predios rústicos reales. En cuanto á tí, mancebo peregrino, A quien mi edad sigue el alcance, lazos Anudando de amor te doy mis brazos; LVIII. »Mi corazon te doy, y te recibo Desde aquí por perpetuo compañero: De hoy más, sin tí gozosas no concibo Glorias, que dividir contigo quiero. Ya el laurel me corone ó ya el olivo, En todas ocasiones tú el primero Amigo, á quien el alma nada esconde, Mio serás!» Euríalo responde: LIX. «Nunca, nunca será que yo desdiga De este animoso arranque; así la suerte Amiga se presente... ¡ó enemiga! Mas que ante todo premio pido, advierte: Tengo una madre, de la estirpe antiga De Príamo, á quien no razon tan fuerte, Ni patrio sol, ni regio hospicio, nada Hubo que de seguirme la disuada. LX. »Yo parto sin hablarla; ella, ¡ay! no sabe Cuántos riesgos el hijo desafía! Por la noche y tu diestra, que no cabe En mí á su llanto resistencia impía; Venciérame. Consuelo tú süave Sé, y arrimo, á la pobre madre mia! Si en tí fincar esta esperanza puedo, Iré al peligro con mayor denuedo.» LXI. Con lágrimas responden de ternura Los Troyanos presentes. Renovado El recuerdo del padre, Ascanio apura Su afecto en él; y el rostro hermoseado Con llanto, dice: «En esta ardua aventura, Euríalo, no temas resultado Que á tan glorioso acometer no cuadre; Sí, tu madre tambien será mi madre. LXII. »Llamárase Creusa, y madre fuera Mia del todo: en cambio es madre tuya, No pequeño renombre. Comoquiera Que esta empresa magnánima concluya. (Júrolo por mi vida, á la manera Que ántes mi padre), ó ya te restituya, Ó no, próspera suerte, honra no escasa Siempre daré á tu madre y á tu casa.» LXIII. Dice Ascanio llorando, y desanuda Del hombro al punto una dorada espada, No de su vaina de marfil desnuda, De Licaon cretense obra extremada: Una, de leon despojos, piel velluda Mnesteo á Niso da: con él celada Permuta Alétes. De metal cubiertos Marchan los dos, con hados ¡ay! inciertos. LXIV. Los siguen los caudillos principales Hasta las puertas, jóvenes y ancianos Con votos y plegarias. Bríos tales Ascanio ostenta y pensamientos canos No ya cual de su edad; y mil filiales Mensajes encomienda: ¡intentos vanos! Las fugaces palabras recogían Vientos que á sordas nubes las confían. LXV. Salen, pues, y los fosos ya salvados, Envueltos en la sombra, la carrera Encaminan á campos malhadados En que á muchos la muerte ántes espera: Ven rendidos á trechos los soldados Y los carros en alto en la ribera; Entre armas, ruedas, bridas, vino y todo Mudo yace el ejército beodo. LXVI. Habló el hijo de Hírtaco primero: «¡Euríalo! osar mucho importa ahora; Propicia es la ocasion, y éste el sendero. Tú, no se alce tal vez mano traidora A hacernos por la espalda un desafuero, Ten alerta la vista indagadora; Que yo dando la tala en torno mio Por ancha brecha conducirte fio.» LXVII. Dice, y hace silencio, y á Ramnete Que en su alta tienda y cama entapizada Daba roncos bufidos, arremete Con brazo firme y con desnuda espada. Rey á un tiempo y augur, á quien somete El rey Turno sus dudas, fué; mas nada Valieron artes al dormido mago Contra el poder de un invisible amago. LXVIII. Á tres pajes que entre armas, mezcla ciega, Yacen, y al escudero y al auriga De Remo, al pié de sus caballos, llega Y las flojas cabezas les desliga A hierro; al amo, en pos, el cuello siega, Y el tronco deja que abortando siga Raudales: de cadáveres sembrada En cálido cruor la tierra náda. LXIX. Y á Lamo oprime, á Lámiro, á Serrano, Mozo éste de gentil fisonomía Que hasta tarde despierto estuvo, en vano, Con el mucho jugar; ya en fin dormia Puesto en brazos de un sueño asaz temprano, Con el mucho beber. ¡Feliz si al dia Aguardase! si, hurtándose al sosiego, Igualara la noche con el juego! LXX. Como leon que, en el furor agudo De hambre voraz, entre el rebaño vaga Tierno de carnes y en su espanto mudo, Que hinche el aprisco, y ya le aferra y traga; Brama su boca ensangrentada: crudo Así Niso se ceba: irle á la zaga Euríalo no quiere, y muertes hace En la ignorada grey que en torno yace. LXXI. Él á Ábaris y á Fado asalto fiero Y á Herbeso y Reto dió: Reto, que en vela Todo viéndolo está; medroso empero Tras una jarra enorme el bulto cela: En su pecho, al erguirse, entra el acero Que, sacado, mortal caso revela: Vierte el triste la vida, y sangre y vino; Y el nocturno agresor se abre camino. LXXII. Ya al cuartel de Mesapo va, do espira Sin pábulo la lumbre: allí la hierba Paciendo atados los bridones mira. Niso en breves palabras (pues observa Cuán léjos va llevándolos la ira Que matando se enciende y exacerba) Dijo: «La odiosa luz próxima advierto: No más sangre; ancha senda hemos abierto.» LXXIII. Mucha arma allí, mucha maciza plata, Mucho vaso y riquísimo tapete Abandonan. Euríalo arrebata Para sí de Mesapo el justo almete, Que al viento plumas de color desata; Despues que los galones de Ramnete Y el cinto, que áureos clavos ornamentan, Alzó: en vano sus hombros los sustentan! LXXIV. (De Cédico opulento éstas un dia Galas fueron; el cual al tiburtino Rémulo como prenda las envía De alma hospitalidad y afecto fino: En legado, al morir, éste las fia Al nieto, y con su muerte, en guerra, vino A manos de los Rútulos la rica Herencia, y al más fuerte se adjudica). LXXV. Salen ambos del campo, y ya por via Segura echan á andar. En tal momento Respuestas para Turno conducia Parte de una legion: tres veces ciento Jinetes son;--atras la infantería A marchar se apercibe:--de Laurento Salieron adelante, y á su frente Va, con broquel cual los demas, Volcente. LXXVI. Llegan ya al campo y muro, cuando aquellos Bultos miran que á izquierda mano tienden. El yelmo de Mesapo da destellos Que entre el nocturno clarear ofenden La vista á quien observe: huyes, mas ellos, Desmemoriado Euríalo, te venden! «No equívoca vision mi mente inflama,» De en medio del tropel Volcente clama. LXXVII. Y «¡Alto!» intima: «¿quién sois? decid; ¿de dónde Ó á dónde os dirigís? ¿Á qué bandera Adscritos militais?» Nadie responde: Uno y otro á los bosques acelera El paso, y á la noche, que le esconde, Fiado huyendo va. Sin más espera Cierran al bosque entradas y retretes En alas desplegados los jinetes. LXXVIII. Selva de encinas negras y jarales Tendíase ancha allí, de agrios abrojos Ceñida, y de espesísimos breñales: Rara trillada senda ven los ojos En medio de sus calles naturales. Euríalo, á quien pesan sus despojos, Y los ramos asombran del recinto, Piérdese en el confuso laberinto. LXXIX. Niso huye, huye impróvido, y ya fuera Va del alcance de enemiga mano, El campo atras dejando en su carrera Que por Alba despues nombróse _Albano_: (Campo del rey Latino entónces era, Y en él grandes majadas). ¡Ay! en vano, Cuando hubo de parar, buscó al ausente Amigo, y dijo al fin con voz doliente: LXXX. «¡Euríalo infeliz! ¡yo te he dejado! ¿Por dónde, ¡ay triste! he de seguirte ahora? ¿Dónde hallarte?» Y con rumbo retrogrado Otra vez de la selva engañadora Intríncase en el seno enmarañado; Sus propias huellas afligido explora, Y entre las matas ásperas camina En que silencio funeral domina. LXXXI. Caballos siente, oye el tropel, escucha De horda perseguidora el alto aullido; Ni de tiempo medió distancia mucha Cuando nuevo clamor hiere su oido, Y á Euríalo distingue, que relucha En vano, de contrarios sorprendido: Turbóle senda ambigua y sombra ingrata; Y fuerza superior ya le arrebata. LXXXII. ¿Cómo será que al mísero liberte? ¿Con qué armas defender podrá al amigo? ¿Entre heridas buscando honrosa muerte, Arrojaráse en medio al enemigo? ¿Qué hará? Blande un astil con brazo fuerte, Y á la Luna tomando por testigo, Que alto su carro á la sazon regía, En voz sumisa esta plegaria envía: LXXXIII. «¡Honor de los celestes luminares, Custodia de los bosques, sacra Luna! Si á Hírtaco, mi padre, en tus altares Poner viste en mi nombre ofrenda alguna; Si, cazador en selvas seculares, Tu gloria acrecenté con mi fortuna Tus bóvedas colgando de despojos, Compasiva á mi afan vuelve los ojos! LXXXIV. »¡Oh! dame que ese grupo desordene, Y á este dardo en el aire abre sendero!» Orando así, con cuantas fuerzas tiene Arroja el arma. En ímpetu ligero El asta parte despedida, y viene, Hendiendo sombras, á Sulmon frontero, Y rómpese en su espalda, y la madera Hecha astillas las vísceras lacera. LXXXV. Agobiado Sulmon rueda al instante, Y con hondo estertor, trémulo, frio, Las entrañas fatiga, agonizante, Y de encendida sangre vierte un rio. No hay quien no torne á ver, quien no se espante Niso, entretanto, renovando el brío, Puesto el brazo á la altura de la oreja, A asestar otro tiro se apareja. LXXXVI. Temblando están del invisible amago Todos, cuando otra vez dardo estridente Llega, que ambas las sienes pasa á Tago Y en su hendido cerebro híncase ardiente. El causador no indaga del estrago Llevado de la cólera Volcente, Ni en quién le cumpla desfogarse mira; Ciego salta, y bramando estalla en ira: LXXXVII. «Tu sangre ha de correr, quienquier que él sea; Y en tí de entrambos tomaré venganza!» Así diciendo, el hierro ya menea Desnudo, y sobre Euríalo se lanza. Lleno, á par, de terror, Niso vocea; Fuera, tambien, de sí, Niso se avanza: Más tiempo oculto estar no lo tolera El duro trance, ni él callar pudiera. LXXXVIII. «¡Acá, acá, revolved! ¡yo soy!» les dice; «¡Contra mi pecho encaminad la espada! ¡Oh Rútulos! mirad que ese infelice Nada osó hacer, ni hacer pudiera nada. Todo yo lo tracé, todo lo hice. Por los astros lo juro y la morada Celeste. Fué su culpa, demasiado Á un sin ventura amigo haber amado.» LXXXIX. Miéntras en vano así Niso clamaba, Ya la amenazadora punta llega, Y al costado de Euríalo se clava Y el tierno pecho le destroza ciega. Cae el triste, y la vida se le acaba: Roja sangre sus blancos miembros riega, Y, doblándose lánguida, reposa Sobre los hombros la cerviz hermosa. XC. Tál flor purpúrea á quien tronchó el arado Desfallece á morir; tál la amapola Sobre su débil vástago doblado Inclina mustia la gentil corola Que la lluvia agobió. Desesperado Niso penetra el escuadron, y á sola La persona, entre todos, de Volcente Solicita su cólera impaciente. XCI. Acá y allá, ya aquel, ya este guerrero, Le resisten y estorban: él no cia, Antes á todos lados el acero Fulmíneo revolviendo ábrese via; Hasta que al fin al Rútulo, que fiero Gritando á la sazon la boca abria, Por ella adentro le escondió la lanza: Próximo así á morir tomó venganza; XCII. Y encima se desploma herido, inerme, Del muerto amigo á quien unió su historia, Y en paz allí su último sueño duerme. ¡Oh, felices los dos! si alguna gloria Puedo yo de mis versos prometerme, Siglos no eclipsarán vuestra memoria Miéntras sustente inmoble el Capitolio El prez de Enéas y de Jove el solio! XCIII. Vencedores los Rútulos en tanto Recogido el botin, al campamento Exánime á Volcente van con llanto Conduciendo. Menor no es el lamento Que en los reales cunde, y el espanto, Cuando á Ramnete ven sin movimiento, Y tanto noble jefe á quien abruma Comun calamidad: Serrano, Numa... XCIV. Cerca á los que ó difuntos ó mortales Están, acude multitud ingente: Ven de espumosa sangre los raudales Y tibio aún de mortandad reciente El campo. Reconocen los marciales Despojos: de Mesapo allí el luciente Casco; allí el cinto, recobrado á un muerto, El rico cinto, de sudor cubierto. XCV. El áureo lecho de Titon la Aurora Tímida deja, entre celajes raya, Y ya su lumbre que horizontes dora Secretos descubriendo, el sol explaya Por el mundo. Con voz animadora Turno, no sin que él mismo armado vaya, Cual suele, de los piés á la cabeza, Al arma á todos á llamar empieza. XCVI. Á su voz cada jefe sus legiones Ferradas, en batalla ordena: ceban La rabia vomitando maldiciones; ¿Qué más? en astas que en el aire elevan, De los dos degollados campeones Los rostros clavan, y, á doquier los muevan, ¡Oh espectáculo! ¡oh bárbaro trofeo! Síguelos de la plebe el clamoreo. XCVII. De sus muros, en tanto, á la siniestra Los sufridos Troyanos aparecen; Protegidos del rio, á mano diestra, Sus anchas fosas á la par guarnecen. ¡Ah! de sus altas torres pasan muestra Al campo, ¡y cuán de véras se entristecen Viendo (ni cabe engaño) aquellos vultos Horribles con la sangre y blanco á insultos! XCVIII. Alada en la ciudad la fama rueda, Y á la madre de Euríalo al oido Tristes cosas murmura. Ella se queda Pálida, sin calor y sin sentido: Va la aguja á los piés, se desenreda Cayendo de las manos el tejido. Mesando luégo la melena blanca Altos gemidos de su pecho arranca; XCIX. Y al muro, á la falange delantera Frenética ella corre, ella no cuida Que entre armas y varones acelera El paso, ni el peligro la intimida; Y de quejas despues hinche la esfera: «¡Que así te miro, ay hijo de mi vida! Tú, arrimo á mi vejez mísera y triste, ¡Cruel! ¿dejarme en soledad pudiste? C. »Pues riesgos ibas á correr tan graves, ¿Cómo no me avisaste la ardua empresa, Ni oí palabras de tu amor süaves? ¡No que hora en tierra ignota yaces, presa A los latinos perros y á las aves! Ni honrar me es dado, Euríalo, tu huesa; Que recoger no pude tus despojos, Tus heridas lavar, cerrar tus ojos. CI. »Ni la ropa vestirte que de dia Yo y de noche labraba, mis pesares Consolando en la edad caduca mia. ¡Ay! ¿á dónde seguirte? ¿en qué lugares Tu destrozado cuerpo quedaria? ¿Y para esto por tierras y por mares Anduve acompañándote? ¿y es esta Vision cruel cuanto de tí me resta? CII. »¡Rútulos! si teneis piedad alguna, Todos aquí asestad; yo la primera Caiga; ¡matadme!... Ó tú de mi fortuna Duélete, ¡Padre de los Dioses! Hiera, Hiérame un rayo tuyo: esta importuna Memoria acabe: el Tártaro me espera; Precipítame allá, pues de otra suerte No es dado á esta infeliz que halle la muerte!» CIII. Lloran todos con ella; y ya al deseo De combatir, con el comun quebranto Las fuerzas van faltando. Actor é Ideo A la triste, que enciende duelo tanto, Acuden, por mandato de Ilioneo, Y de Yulo, que vierte largo llanto; Sustentándola en brazos se encaminan A su hogar, y en el lecho la reclinan. CIV. Óyese del clarin el són agudo; El canoro metal de alarma llena Los campos, y ya el aire, en ántes mudo, Con los ecos terríficos resuena. Formada ya la militar testudo De Volscos el ejército se ordena, Y á cubrir apercíbese en batalla El ancho foso y á arrancar la valla. CV. Buscan unos entrada, y por escalas Á trepar se dirigen á la parte Do las haces parece estar más ralas Que coronan el muro y baluarte. Se arman los Teucros á su vez; tan malas Armas no habrá que no utilice el arte, En que ya los formó la patria tierra, De guardar plaza fuerte en larga guerra. CVI. Picas vibran, y áun vuelcan ya pedrones Cuyo peso del Rútulo consiga Romper los defendidos batallones. ¿Y qué? ¿será que conllevando él siga Tan rudos golpes sin sufrir lesiones Bajo la densa concha que lo abriga? No; ni el número basta. ¿Veis do ileso Marchando viene el peloton más grueso? CVII. Pues ya á esa parte misma risco horrendo Los Troyanos arriman, ruedan: postra Anchamente á los Rútulos cayendo Y desbarata su ferrada costra. La muchedumbre audaz, retrocediendo, Tal lluvia en ciego asalto más no arrostra, Y á los sitiados á ofender aspira Sólo con flechas que de léjos tira. CVIII. Ostentando á su vez Mezencio insano Su catadura amenazante y fea, Viene por otra parte, y en su mano Etrusco pino tenebroso humea. Mesapo, prole de Neptuno, ufano Porque indómitos potros señorea, El vallado tambien romper decide Y escalas ya para los muros pide. CIX. ¡Oh Calíope! ¡oh Musas celestiales! ¡Inspirad al cantor! Cuántos encierra Estragos ese campo funerales, Decid; á quiénes Turno echó por tierra, Y otros á otros tambien, cuáles á cuáles; Desenrollad el libro de la guerra, Y mi vista contemple aquellos hombres: ¡Vosotros los sabeis, decid sus nombres! CX. Con arduos puentes á asombrosa altura, En oportuno sitio al aire vano Erguíase una torre. Se conjura A embestirla el ejército italiano Con extremado alarde de bravura. En agolpados grupos el Troyano Defiéndela con piedras, y á porfía Por troneras abajo armas envía: CXI. Turno osado, primero en los primeros, Tira una hacha encendida, que se pega A un lado de la torre: á los maderos, Acrecentada por el viento, llega La llama devorante. Los guerreros Que adentro ven el gran peligro, en ciega Confusion á salvar corren la vida, Buscando en vano y de tropel salida. CXII. Y en tanto que se agolpan, en su anhelo, Á un punto ajeno al fuego, se derrumba Súbito por su peso el fuerte: el cielo Con fragoroso estrépito retumba: Y vienen, medio exánimes, al suelo, No sin que la alta mole en pos sucumba, Transfijos por sus armas los soldados Y de duras astillas lastimados. CXIII. Á todos el tremendo golpe acaba, Salvo á Helénor y á Lico. En años era Tierno aquél: en secreto, de la esclava Licimnia al rey Meonio le naciera; A la guerra de Troya, aunque le estaba Vedada, ella envióle. De ligera Armado, iba inglorioso, con desnudo Acero, y sin divisa el limpio escudo. CXIV. El cual mirando acá, y allá, y doquiera, Mil haces que le estorban la salida, Determina morir. Como la fiera Que de perseguidores circuida En densa red, contra la opuesta hilera Se embravece en furiosa arremetida, Y de un salto sin miedo ni esperanza, Por cima de los dardos se abalanza; CXV. Así Helénor se arroja, y donde advierte Más densa la erizada tropa, fiero Entrando por allí corre á la muerte. Lico miéntras, más que él de piés ligero, A una fuga veloz fia su suerte Entre tanto enemigo hórrido acero; Trepa al muro, cubierto de Troyanos, Y alto asidero busca, amigas manos. CXVI. Á la carrera Turno y con la lanza Habiéndole seguido, ya cercano Le mira, ya sobre él victoria alcanza. «¡Qué! ¿de librarte de mi fuerte mano Concebiste, demente, la esperanza?» Dice, y cogiendo al que trepaba en vano, No sin parte del muro á que se aferra A sí le trae y le derriba en tierra. CXVII. Con uñas corvas por el vago viento Á blanco cisne, así, ó á liebrezuela, La armígera de Jove al firmamento Arrebata feroz, y encima vuela; Y al corderillo así, que anduvo á tiento, Por quien la baladora madre anhela, Roba el fiero animal que sirve á Marte. Ya clama el sitiador por toda parte; CXVIII. Corre y los fosos terraplena, y pega Antorchas á los muros, con desprecio Del peligro de muerte á que se entrega. A las puertas terrífico Lucecio Llamas vibrando amenazante llega. Venir le mira, y un peñasco recio, Como roca de monte desprendida, Lanzó Ilioneo, y él rindió la vida. CXIX. Ligro en Ematio, Asila en Corineo (Hábil uno en lanzar venablo fuerte, Otro, falaz saeta) atroz deseo Sacian. Ceneo á Ortigio da la muerte; Turno derriba al vencedor Ceneo, Y á Itis, á Dioxipo deja inerte, Y á Prómolo, y á Clonio, y á Sagares, Y á Ida, que guardaba altos lugares. CXX. A Priverno quitó Capis la vida. Habíale primero rasguñado Temílas con su lanza. Él, que á la herida Fué la mano á llevar, desacordado Tira el escudo. En alas conducida Vino una flecha, y al izquierdo lado Clava su mano, entra, la entraña hiere Que aire recibe y da, y el triste muere. CXXI. Arcencio, el de figura señalada, Allí, de ibera púrpura luciente, Su rico arnes y clámide bordada Mostraba. (Le envió su padre Arcente De la selva á la madre consagrada, Do le criara, á par de la corriente Del Simeto, que ve en ofrendas rico El altar propiciable de Palico.) CXXII. Así como tan bellas galas mira, Dardos suelta Mezencio, honda estridente Toma, y tres veces la sacude y gira En torno á su cabeza, y al de Arcente Encaminando la amenaza, tira Eala, forjada ya de plomo ardiente, Y ambas sienes le pasa, y de la almena Le hace caer á la tendida arena. CXXIII. Entónces dicen que por vez primera Arco y flechas el príncipe troyano, Temidas ya de fugitiva fiera, Usó en guerra homicida; y por su mano Mató á un fuerte guerrero, de quien era Rémulo sobrenombre al de Numano, Y por mujer, de Turno, poco hacía, A la hermana menor tomado habia. CXXIV. El cual amenazando horrenda tala Va delantero, y del reciente enlace Haciendo y de sus fuerzas muestra y gala; Y clama audaz cuanto decir le place: «¡Oh pobres Frigios, los de suerte mala! ¿Tercer asedio enrojecer no os hace? ¿Y pensais que os serán reparo fuerte Frágiles tablas contra instante muerte? CXXV. »¡Y tal linaje en actitud guerrera Nuestras esposas pide, ó nuestras vidas! ¿Qué Dios os trajo, ¡míseros! qué fiera Demencia á Italia? Aquí no hallais Atridas Ni enlabiador Ulíses os espera; Antes lo habreis con gentes aguerridas Que su prole, al nacer, al rio llevan, Y de agua y hielo en el rigor la prueban. CXXVI. »Juventud es la nuestra que se emplea, Fatigando los montes, en la caza; Que en manejar el arco se recrea, Que en domeñar caballos se solaza. No hay duro empeño á que inferior se vea: Sobria, sufrida, inquebrantable raza, Ó con rastro tenaz doma la tierra Ó bate muros en abierta guerra. CXXVII. »Hierro es en todo tiempo nuestra usanza: Si movemos la tierra, al buey tardío Con el cuento aguijamos de la lanza: Ni gustos muda ni el nativo brío Edad provecta á quebrantar alcanza; Yelmos dan á las canas atavío: Mozo y viejo á la par conquistas hacen, Y en vivir de despojos se complacen. CXXVIII. »Vosotros, los de ropas en que arde Con el zafran el múrice de Oriente, Teneis por dentro un corazon cobarde: Es vuestra ocupacion ocio indolente, Voluptuosa danza es vuestro alarde: Con el frigio tocado ornais la frente, De cintas rodeándola y de lazos, Y en blandos pliegues enredais los brazos. CXXIX. »¡Oh Frigias, más que Frigios! ¡Id! Guarida Alta el Díndimo os abre: á sus parciales La flauta berecintia allá convida Con la usual melodía; ¿y los timbales No ois de la Deidad que reina en Ida? Id al báquico estruendo, y las marciales Luchas dejad á varoniles pechos; A llevar armas no alegueis derechos!» CXXX. Á vueltas de sus fieros y blasones No en calma Ascanio á tolerar se avino Del jayan los dicterios y baldones: Tiende el arco y atrae el nervio equino, Los brazos en contrarias direcciones Esforzando; mas, ántes que camino Dé su mano á la flecha voladora, Los ojos alza y reverente ora. CXXXI. «¡Oh Jove omnipotente! así me ampares Y premies con el éxito que imploro Mi empeño audaz; y ofrezco á tus altares En sacrificio un jóven y albo toro Que ya á las astas de su madre, pares Yerga las suyas, retocadas de oro, Que muestre corneando su ardimiento Y polvo con los piés esparza al viento!» CXXXII. Oyóle el Padre complacido, y truena Á izquierda mano, despejado el cielo. Descargándose al punto el arco suena, Y disparado el homicida telo De la cuerda tirante se enajena, El aire rasga en estridente vuelo, Llega, y traspasa con el hierro insano Las sienes cavernosas á Numano. CXXXIII. «¡Anda, soberbio, y al valor regala Con burlas que el castigo desafían! Los pobres Frigios, los de suerte mala, Esta respuesta á tu arrogancia envían.» Conciso Ascanio así su furia exhala. Los Teucros, que admirados le veían, En aplauso triunfal su nombre elevan Y al cielo la esperanza en alas llevan. CXXXIV. Desde un punto sereno de la esfera En una nube, sobre el aura pura, Apolo, el de la hermosa cabellera, Miraba en ese instante por ventura El fiero asalto y la defensa fiera, Y á Yulo vencedor así conjura: «¡Bien hayas, jóven de inmortal destino!, ¡Sigue! ¡ése es de los astros el camino! CXXXV. »¡Bien hayas, nieto ya, y futuro abuelo De Dioses! Cuanta guerra el hombre enciende, Trocarse en paz verá dichoso el suelo Reinando tu familia. A tí no extiende Troya su hado cruel.» Dice, y del cielo, Rasgando el aire vibrador, desciende A Ascanio, y de sus formas se desnuda, Y el rostro en el del viejo Bútes muda. CXXXVI. El cual del noble Anquíses escudero Y su fiel guardapuertas fuera un dia; Tiempos despues lo dió por compañero A Ascanio Enéas, y por útil guia. En la blanca cabeza y ceño austero Apolo, andando, á Bútes contrahacia, Y en la voz y el color y la apostura, Y en el bronco sonar de la armadura. CXXXVII. Y á Yulo enardecido, «¡Hijo de Enéas! ¡Basta!» dícele el Dios, «basta á tu gloria Que así á Numano castigado veas Bajo tu brazo. Esta primer victoria Apolo te concede, y, que le seas Émulo ya en el arma venatoria, No mira, no, con voluntad aviesa. Mas tú ya en el combate, ¡oh niño! cesa.» CXXXVIII. Trunco el discurso, y la mortal figura Deponiendo, á los ojos se evapora El Dios, raudo cruzando el aura pura. Descubrióse en la fuga voladora: Leve han visto los jefes su armadura, Y áun su aljaba alejarse oyen sonora;-- Y obedécenle ya: de la pelea Apartan al garzon, que la desea; CXXXIX. Y al peligro otra vez sus corazones Presentan. Por los muros va en aumento El bélico clamor. Fuertes varones Tienden el arco, ó del revuelto amiento Tiran sus jabalinas y lanzones. Todo de armas se cubre el campamento. Huecos yelmos doquier suenan y escudo: Con choques leves y con golpes rudos. CXL. Arrecia por momentos la batalla. Naciendo las Cabrillas, de Occidente Así tambien azotadora estalla La lluvia; con granizo así estridente Fiero turbion el piélago avasalla Cuando el Eter, con austros inminente, Empuja acuosa tempestad, y el trueno A las cóncavas nubes rompe el seno. CXLI. Pándaro y Bícias, de Alcanor de Ida Hijos, criados por la agreste Hiera En la selva de Jove (en tal guarida Ni arduo abeto ni cumbre hubo altanera Que á aquellos mozos superior se mida), La puerta que á guardar el Rey les diera Abren; y en su gran fuerza ambos seguros, Retan al enemigo á entrar los muros. CXLII. Á un lado y á otro armados aparecen Adentro, á fuer de torres, con cimera En que altivos plumajes resplandecen. Tal orillas del Po, ó á la ribera Del Atesis ameno, iguales crecen Dos encinas de intonsa cabellera, Y, el pié afirmando en el bañado suelo, Mueven la vana cresta allá en el cielo. CXLIII. Los Rútulos, la entrada al ver patente, Se lanzan. Cada cual con su cohorte, Sin más tardar avanzan ya: Quercente, Y Aquícolo, en las armas y en el porte Hermoso, y Tmaro, de ánimo vehemente, Y Hemon, alumno del feroz Mavorte: Estréllanse en su arrojo, y los primeros Dejan en el umbral vidas y aceros. CXLIV. Y, siguiendo á sus jefes los soldados, Ya espaldas vuelven los que atras venían; Mas cobra la ira hostil mayores grados, Y otra vez atacar tal vez porfían. Por su parte los Teucros, agolpados Hácia aquel punto, más y más confían; Y salen, y alejados de la puerta, Persiguen al contrario en liza abierta. CXLV. El rey Turno que, en otra parte, insano El espanto y la muerte á muchos lleva, Oye que encarnizándose el Troyano A abrir sus puertas orgulloso prueba; Del asalto emprendido alzando mano, Con ira que sus ímpetus renueva Acude, acorre á la patente entrada Por gemelos gigantes custodiada. CXLVI. Y á Antífate ante todos, que gallardo Ante todos tambien la planta mueve (Del alto Sarpedon hijo bastardo Que le nació de una mujer de Tebe), De itálico cerezo arroja un dardo Que en su garganta, hendiendo el aura leve, Va á hundirse: ancha la herida brota un rio, Y arde, hincado al pulmon, el hierro impío. CXLVII. A Afidno luégo, á Mérope, á Erimante Rinde, y á Bícias, que amenazas pára Rugiente, con mirada centellante; Contra venablos el arnes le ampara. Ni azagaya lanzó Turno al gigante; Con zumbadoras cuerdas le dispara Falárica mortal cual rayo fiero: A su empuje el taurino doble cuero, CXLVIII. Y áun con dobles escamas de oro fino La fiel loriga resistir no pudo: Desmayado el gran cuerpo al suelo vino, Tembló la tierra y retumbó el escudo. Con golpe así y estruendo repentino Yerto pilar que giganteo y mudo En ántes dominara el mar de Bayas, Cae tal vez en las soberbias playas, CXLIX. Y rueda así con ímpetu y rüina Y en el fondo del piélago se ensena: Toda se turba la extension marina Al impulso, y resurte negra arena; Y estremécese Prócida vecina Desde su asiento, y con espanto truena; Truena el áspero lecho de Inarime, Donde á Tifeo Júpiter oprime. CL. Entónces Marte armipotente asiste Y enérgicos estímulos añade A los Latinos, y de ardor los viste (A los Troyanos á la vez invade Con Pavor tenebroso y Fuga triste); Y ya, porque en sus almas se persuade El Dios guerrero y á la lid los guia, Invasores acuden á porfía. CLI. Como, postrado el cuerpo y la faz muerta, Al hermano infeliz Pándaro mira Y el mal suceso ve, cierra la puerta; Ella al empuje vigoroso gira: Con sus hombros anchísimos cubierta Él la tiene por dentro, y en su ira A muchos de su gente allende el muro Mezclados deja en el combate duro. CLII. Á otros, empero, de tropel, consigo Adentro recibió. ¡Ciego y demente! Que no ha echado de ver cómo al abrigo De aquella confusion, entre la gente El jefe del ejército enemigo Siguiendo impetüoso la corriente Penetra, como tigre despiadado En medio de pacífico ganado. CLIII. Entran, pues. Mas de súbito á sus ojos Brilla extraña vision: altos se mecen Sobre yelmo gentil crestones rojos; Crujen hórridas armas que estremecen, Y luz fiero broquel vibra á manojos... Al punto aquel semblante que aborrecen, Y aquel brazo feroz que temen tanto, Los Teucros reconocen con espanto. CLIV. Pándaro, en el furor á que la muerte De su mísero hermano le arrebata, Alzase entónces corpulento y fuerte, Y «El palacio dotal no ves de Amata,» Exclama, «ni Árdea es ésta que á tenerte Abre el recinto de sus muros, grata A un hijo vencedor. ¡Turno! has entrado En campo hostil, y ya salir no es dado!» CLV. Y Turno, con sonrisa de bonanza: «Mide, pues, esa diestra con la mia, Y á Príamo dirás que en mi pujanza Otro Aquíles topó tu cortesía!» Con nudos y corteza áspera lanza Pándaro desembraza; la desvía Juno en su vuelo: á herir el hierro acierta Los aires sólo, y se clavó en la puerta. CLVI. «No será cual la tuya inobediente Arma de esta mi diestra manejada, Ni ella sus golpes eludir consiente,» Dice Turno; y se empina, alta la espada. Y en la mitad descarga de la frente A Pándaro tan recia cuchillada, Que no paró sin que con ancha herida Las impubes quijadas le divida. CLVII. Cae el jayan; y el suelo en són profundo Treme, no acostumbrado á golpes tales. Con sangre y sesos el arnes inmundo Tiende en tierra, y á par descomunales Sus miembros, el coloso moribundo; A hierro en partes dividida iguales Cuélgale la cabeza á entrambos lados; Y cuantos miran esto huyen turbados. CLVIII. Si al vencedor al punto se ocurriera A sus parciales franquear la entrada Rompiendo con su mano la barrera. Fuera aquella ocasion postrer jornada A la emprendida lid, y luz postrera A la raza de Príamo cuitada;-- Mas de sangre la sed, que sangre huele, De los que huyen en pos loco le impele. CLIX. Y á Fáleris, y á Gíges, un jarrete Habiéndole en la fuga herido, alcanza: Con picas de éstos á otros acomete; Juno el fuego le da de su venganza. Clavó á Fégeo en su escudo, y arremete Tras de Hális, y hácia aquellos ya se lanza Que están desde los muros braveando: Prítanis, y Halio, y Noemon, y Alcrando... CLX. ¡Tristes! no le aguardaban. Se le aboca Linceo, empero, entre ellos avisado, Y contra él, aunque tarde, los convoca: Turno se le adelanta, en un vallado Se apoya, el hierro esgrime, y le derroca De un tajo, con el yelmo destroncado La segada cabeza. Y luégo á Amico Postra, en despojos de la selva rico, CLXI. Cazador que cual nadie el arte y dolo De enherbolar saetas conocia. Mató despues á Clicio, hijo de Eolo; Y á Creteo, á quien fué la compañía Fiel de las Musas su deleite solo, Su ejercicio el laud, la poesía Su amor. Carros marciales, lides bravas Siempre, ¡vate infeliz! cantando estabas. CLXII. Oyen los jefes que el peligro llama: Mnesteo y el intrépido Seresto Allá acuden, y al ver que se derrama Medrosa turba ante invasor enhiesto Que aterra la ciudad, Mnesteo exclama: «¿A dó huis, insensatos? Más repuesto ¿Qué otro sitio hallareis ni más seguro? ¿Ó qué muro buscais allende el muro? CLXIII. »¿Un hombre triunfará de mil Troyanos Áun en medio de vallas y de aceros? ¿Y él solo entre vosotros, ciudadanos, Correrá haciendo impune estragos fieros? ¿Y para el Orco segarán sus manos La flor de nuestros jóvenes guerreros? ¡Qué! ¿Dioses, Patria, Rey nada os merecen, Ni os inspiran piedad ni os enrojecen?» CLXIV. Encorajados con palabras tales Rehácense, y en densa infantería Avanzan ya. Con armas desiguales Pausadamente del combate cia Turno, y hácia la parte en que fluviales Ondas besan el muro, se desvía, Miéntras con nuevo ardor y altos clamores Auméntanse sobre él los ofensores. CLXV. Cual leon de monteros acosado, Que los venablos contrapuestos mira Receloso, y á paso retrogrado Con miradas sañudas se retira: El valor en su raza vinculado Huir no le permite, ni la ira; Mas por medio de la áspera barrera Romper no puede, aunque romper quisiera; CLXVI. Así Turno tambien dudoso y lento Retrocediendo va; mas no desmaya, Y arde en vivo furor su pensamiento. Embestir una vez y áun otra ensaya, Y una vez y otra su ímpetu violento Pone á muchos en fuga, á otros á raya; Pero al fin en su daño se congregan Cuantos hay en el campo y juntos llegan. CLXVII. Ni ya la hija de Saturno osa Confortar al ahijado en su porfía Con nuevo aliento; que á Íris vaporosa Júpiter mismo desde el cielo envía, Y, encaminados á su régia esposa, Mensajes no süaves le confía, Que abandonar á Turno ordenan, caso Que de los muros él no arredre el paso. CLXVIII. Nada el mancebo, pues, con el escudo, Nada ya con la armada diestra puede; ¡Tanto el asalto arrecia áspero y rudo! Hace que en torno de sus sienes ruede Ruido asordante, el incesante, agudo Repiquete del yelmo: ábrese, y cede La armadura de bronce á las pedradas; Las rojas plumas vuelan arrancadas. CLXIX. Contra nube de dardos enemiga ¿Qué hará la copa de un broquel? Circunda A Turno ya la multitud; le hostiga Mnesteo con su lanza furibunda: Mana el sudor copioso en su fatiga; Raudal como de pez su cuerpo inunda: Fáltale aire vital; convulso aliento Al moribundo pecho da tormento. CLXX. ¡Ved! con todas sus armas de repente, Como último arranque de su brío, Arrójase á las aguas. Blandamente En su rojo regazo el sacro rio Recíbele, y sumido en su corriente, Sangre, polvo y sudor le lava pio, Y devuélvele en ondas sosegadas Hermoso de su gente á las miradas. LIBRO DÉCIMO. I. El palacio de Olimpo omnipotente Se abre entretanto. El Padre de inmortales Y Rey supremo de la humana gente A concilio en las salas siderales Convoca. Él desde allá ve el continente, Y las huestes del Lacio, y los reales Troyanos. Altos Númenes asoman, Y en el ámplio conclave sillas toman. II. «¡Celícolas ilustres!» Jove empieza; «¿Por qué mudais de acuerdo? ¿Por qué insanos Os dais á pelear con tal crueza? Yo vedara que Italia á los Troyanos Resistiese; ¿en qué cóleras tropieza Mi voluntad? ¿Por qué terrores vanos Acá el uno, allá el otro á lid se lanza Y va el hierro á empuñar de la venganza? III. »Ya la hora sonará de las batallas (No el tiempo acelereis), cuando Cartago Rompa el Alpe, y de Roma á las murallas Descargue por la brecha horrendo estrago. Podreis entónces desbordar sin vallas Hasta rapaces triunfos vuestro amago: Hora enfrenadle, y con semblante amigo Benditas paces afianzad conmigo.» IV. Conciso Jove habló. Ménos somera Fué la espléndida Vénus, que en su duelo Vuelta al Padre razona en tal manera: «¡Rey y eterno Señor de tierra y cielo, Divina Majestad! ¿ni en quién pudiera, Sino en tí, mi dolor hallar consuelo? Los Rútulos me insultan: ¡mira, mira Cómo entre ellos soberbio Turno gira! V. »Ya con propicio Marte hinchado llega Al cerco; audaz le invade: mal seguros Traban los Teucros áspera refriega Puertas adentro y en sus propios muros; Su misma sangre ya los fosos ciega. Enéas, ¡ay! sus míseros apuros Ausente ignora. ¿Y contra el duro asedio Nunca tú, nunca ya darás remedio? VI. »Renace Troya, mas con ella nace Otro ejército hostil como el aqueo; Ni se alza en pié, sin que, saliendo audace De Arpos etolia, el hijo de Tideo Otra vez á sus muros amenace. No han de cerrarse ya mis llagas, creo; Armas que á esta hija tuya ántes hirieran, Mortales armas, hoy tambien me esperan! VII. »Si á hurto ya de tí, ó á tu despecho, Fueron á Italia los Troyanos, lleven La justa pena del culpado fecho; ¡No tus furores, tu justicia prueben! Mas si camino solamente han hecho A do Dioses y Manes á ir los mueven Una vez y otra vez, ¿quién tus mandados Torcer intenta y reformar los hados? VIII. »¿Quién? ¿Ya no has visto en sicilianos mares Nuestras naves arder?... ¿No desencierra Éolo sus alados auxiliares?... ¿Íris no baja con mision de guerra?... Y hoy, porque áun parte tomen los hogares Independientes de Pluton, á tierra Sale Alecto, de allá abortada, y cruza A Italia, y cual bacante iras azuza!... IX. »Del prometido imperio nada alego; ¡Pude esperarle en hora más dichosa!... ¡Venza hoy quien quieras! Mas si en su odio ciego Á mis Teucros negar juró tu esposa Todo terreno hospicio, esto te ruego Por Troya hundida y su reliquia humosa. ¡Sálvese Ascanio del feral combate; Al nieto, ¡oh Padre! tu favor rescate! X. »Torne Enéas al mar, y rumbos déle Voltaria Suerte en ondas ignoradas. Mas este niño... verle me conduele; Yo le quiero librar de las espadas: Yo á Citera ó á Páfos llevaréle, O á Idalia y sus pacíficas moradas, Donde robado al militar rüido Consuma el tiempo en inglorioso olvido. XI. »Y reinen, si te place, hijas de Tiro; Cartago á Ausonia oprima en férreo mando; Y de este infante y su feliz retiro Nada teman... ¡Mas oh remate infando! ¿A los Teucros para eso en largo giro, El hierro y fuego asolador burlando, Que venciesen dejaste mil azares Por tantas tierras y por tantos mares? XII. »¿Y hoy que á Troya restauren en el Lacio Consientes, porque caiga en nueva guerra? ¡Valiera más que en el yermado espacio Que de sus padres la ceniza encierra A alzar tornasen imperial palacio! Su Janto y Símois, su nativa tierra Vuélveles, ¡ay! Si á muerte los destinas, Perezcan de la patria en las rüinas!» XIII. Habló á su vez con ímpetu iracundo La reina Juno: «La ocasion me obliga Un silencio á romper largo y profundo, Y el gran dolor á divulgar que abriga Secreto el corazon. ¿Quién ya en el mundo, Dí, mortal ó inmortal, es el que instiga A Enéas á la ofensa? ¿Quién le mueve A que al buen rey Latino guerras lleve? XIV. »¿Hados á Italia le impelieron? Cierto: ¡Casandra en su furor le abrió la via! Mas si hoy deja su campo, ¿el desacierto Que en dejarle comete, es culpa mia? ¿Eslo, si da su vida á un soplo incierto, Y el mando militar á un niño fia? ¿Que así la fe tirrena solicite, Y quietos pueblos sedicioso agite? XV. »Pues si él de propio acuerdo torpe yerra, ¿Hay decir que á su mal Juno le acosa, Y que Íris baja con mision de guerra? ¡Oh! ¡en el ítalo pueblo indigna cosa Es llevar llamas con que á Troya encierra Naciente; indigna en Turno (á quien la Diosa Venilia madre fué, Pilumno abuelo) Que en paz ocupe su nativo suelo! XVI. »¡Y cosa no ha de ser indigna y fea En el Troyano, si una tierra extraña Invadiendo feroz con negra tea Tala y subyuga en torno la campaña! No, si el suegro se apropia que desea Y ajena esposa en el hogar apaña; Ni ha de ser vergonzoso en frigias tropas Mentir sus manos paz y armar sus popas! XVII. »Tú sí que á Enéas en peligros graves Áun de las manos de los Griegos puedes Redimirle, y al cuerpo echarle sabes De aire y niebla sutil propicias redes; Tú en Ninfas de la mar truecas sus naves: ¡Y á fuero haciendo estás tantas mercedes, Y yo á tuerto he de obrar si en lado opuesto Un corto auxilio á mis parciales presto! XVIII. »Ignore Enéas lo que ausente ignora, Y tú olvídale en Páfos ó en Citera, O en tus grutas de Idalia. No que ahora En daño suyo, á una nacion guerrera Provocas, y á una raza vencedora! ¿Quién de frigias reliquias acelera El fin: yo, ó el que á los Griegos dando paso, Causó de Troya misma el gran fracaso? XIX. »¿Rompiendo antigua paz con rapto insano, Yo á Europa y Asia en militar porfía Comprometí? ¿Yo al forzador troyano, Cuando á Esparta asaltó, serví de guia? ¿Armas y amores ministró mi mano Al grande incendio? ¡Entónces te cumplia Por los tuyos mirar! ¡Al aire entregas Injustas quejas hoy, hoy tarde llegas!» XX. Tal Juno declamaba. Asentimiento Mostraban las Deidades sordo y vario Murmurando entre sí; cual suele el viento, Cuyos soplos el bosque centenario Erizan en templado movimiento, Y rondando el hojoso santüario Crecen luégo en rumores murmurantes, Nuncios de tempestad á navegantes. XXI. Habló entónces el Padre omnipotente, El que todo lo rige y lo compasa Con cetro universal. Profundamente Enmudece á su voz el alta casa De los Dioses; el éter eminente Calla; tiembla la tierra en su ancha basa; Encogidos los Zéfiros no alientan; Los mares su encrespada pompa asientan. XXII. «Atentos escuchadme, y lo que os diga Tened presente. Pues traer no es dado Teucros y Ausonios á amistosa liga, Ni tregua admite vuestro encono airado; Ya bogue el uno en esperanza amiga, Ya fie el otro en su presente estado, O Rútulo adalid ó Teucro sea, No ha de ser, no, que yo parcial los vea. XXIII. »Ora arribado hubiere á extraño suelo Por suerte adversa al Ítalo, ó por vano Error de patria y seductor señuelo, A resistir embates el Troyano, Ni á él redimo ni al otro. Ó gloria ó duelo Lábrele á cada cual su propia mano: El cetro universal yo á nadie inclino; Por sí los hados se abrirán camino.» XXIV. Por las riberas del Estigio hermano, Vorágines de negro ardiente lodo, Juró lo dicho el Númen soberano: La frente inclina, y al moverla, todo Tiembla el Olimpo. A aquel debate vano Término dando en tan solemne modo, Se alzó del áureo solio: á los umbrales Condúcenle entre sí los inmortales. XXV. El asedio estrechando á la muralla Instan á la sazon por toda parte Los Rútulos, cuidosos de tomalla Con llamas vivas y sangriento Marte. El troyano gentío entre su valla Vese acosado, y de salir no hay arte: ¡Ay tristes de sus nobles campeones Que las torres defienden y bastiones! XXVI. En ya ralo cordon cubren guerreros El muro. Ambos Asáracos en vano Se ofrecen, peleando en los primeros; Timete Hicetaonio, Timbre anciano, Y Asio, y Castor. Les fueron compañeros De Sarpedon el uno y otro hermano, Claro á par y Temon, á aquella guerra Venidos desde Licia, noble tierra. XXVII. Veis al lirnesio Acmon, que arrastra inerte Mole, parte de monte no pequeña, Y, cual su hermano Menesteo, fuerte, Y cual Clicio su padre, la despeña, Todo el cuerpo tendiendo. De esta suerte El agredido en arrojar se empeña Ya volador astil, ya piedra grande; Y hachas el agresor y dardos blande. XXVIII. Como perla de fúlgido destello En rojo oro engarzada, cuyo oficio Es dar adorno ya á la sien, ya al cuello; Ó bien como con clásico artificio Embutido marfil esplende bello En terso boj ó terebinto oricio, Tal Ascanio entre todos resplandece; Tal descubierta la cabeza ofrece XXIX. El digno barragan que Vénus ama, Y hermoso así por su cerviz de nieve El tendido cabello se derrama, Que á su frente hilo de oro ciñe leve. Mnesteo allí tambien (á quien la fama, Porque á él de Turno la expulsion se debe, Ha engrandecido) á la defensa asoma, Y Cápis, de quien Capua nombre toma. XXX. Tambien allí lidiando, los arpones Lanzaste que homicidas enherbolas A vista de magnánimas legiones, Tú, que tu nombre, ¡oh Ismaro! arrebolas, De ilustre orígen lidio con blasones, Hijo de aquel país donde con olas Doradas el Pactolo se desliza Y cultivados campos fertiliza. XXXI. Así unos y otros, sin ganar terreno, Recia lid pelearon todo el dia. Y en tanto Enéas á la mar el seno, Bogando en medio de la noche, hendia. Pues él, dejado á Evandro, y al tirreno Campamento venido, hablado habia Al jefe: nombre y patria le revela; Lo que ofrece le dice, y lo que anhela; XXXII. Y los recursos le describe luégo Que ha asociado Mezencio á su venganza; Píntale á Turno en sus enojos ciego; Pondérale cuán poca confianza Merece humano cálculo; y el ruego Añade á la razon. A la alïanza Tarcon se inclina, y, sin que instantes pierda, Sus fuerzas une y ya la marcha acuerda. XXXIII. A un extranjero príncipe obediente, Librada así del veto de los hados, Entrégase á la mar la etrusca gente, En los buques subiendo aderezados. La real nave de Enéas en la frente Muestra frigios leones sojuzgados, En tanto que en su popa se alza el Ida, Imágen á expatriados tan querida. XXXIV. Allí, en la popa, el ánimo constante Con pensamientos bélicos fatiga El grande Enéas. Muévele Palante, A su izquierda sentado, á que le diga Ya los astros que rumbo al nauta errante En noche opaca dan con lumbre amiga, Ya de su propia vida los azares, Cuantos corrió por tierras y por mares. XXXV. ¡Hora, Musas, abridme el Helicona! ¡Inspirad al cantor! Decidme, cuáles Nobles salieron de la etrusca zona En auxilio de Enéas; qué navales Fuerzas ganosas de triunfal corona Corrieron á los líquidos cristales. Abrió Másico el rumbo: nao ferrada, Ante todas su _Tigre_ sobrenada. XXXVI. Mil jóvenes reune su bandera Que de Clusio vinieron y de Cosas, Y con aljaba al hombro andan ligera, Con arco audaz y flechas sanguinosas. Lanza su nave á par de esta primera, Con lucido escuadron de armas vistosas Abante adusto, y un Apolo de oro Presta á su popa tutelar decoro. XXXVII. Populonia, su patria, con seiscientos Mancebos le acudió para la guerra, No de experiencia militar exentos; Elba, que hierro inagotable encierra, Isla famosa, le envió trescientos. Adivino del cielo y de la tierra A quien tierra ni cielo nada oculta, Tercer caudillo, Asila, al mar insulta. XXXVIII. Él interpreta lo que parla un ave, Ve lo que abierta entraña significa, Y de los astros los secretos sabe, Y presagos relámpagos explica. En masa hórrida y densa, tras su nave, Arrastra mozos mil que calan pica: Ciudad los reclutó que de Elis viene, Nueva Pisa, y toscano asiento tiene. XXXIX. Sígueles de hermosura y de esplendores Vestido Astur; Astur, que va fiado En su potro y sus armas de colores: Con voluntad unánime, de grado Le acompañan trescientos guerreadores Que su nativa Cérete han dejado, Y á Gravisca insalubre, y la campaña Que Pirgo ilustra y la que Minio baña. XL. Tambien, Cínira, á tí nombrarte cuido, ¡Oh de Ligures capitan valiente! Ni á tí, Cupavo, dejaré en olvido, Que llevas por insignia de tu frente Un plumaje de cisne, envanecido Penacho tuyo y de tu electa gente: Amor fué vuestra culpa; vuestra gloria Eternizar del padre la memoria. XLI. Pues Cisne amó á Faeton, le honró con llanto; Y entre álamos frondosos, en su duelo, De las hermanas á la sombra, en tanto Que daba, dicen, al pesar consuelo Con la música dulce de su canto, Vistió de ancianidad el cano hielo, Blandas plumas tomó, y alzóse en ellas, Tendiendo en su clamor á las estrellas. XLII. El hijo á sus paisanos sigue ahora Con pequeño cortejo: monta el grande _Centauro_, y de los remos avigora El movimiento, porque el monstruo ande: El cual representado está en la prora; Un asido peñon la arma es que blande, Sobre el agua amagando lo suspende, Y ya con larga quilla el ponto hiende. XLIII. Ocno tambien de su natal ribera Una legion levó para la armada: Del tusco rio y Manto la agorera Hijo famoso: aquel que á tu morada Muros y nombre (el de su madre) diera, ¡Oh ciudad en abuelos bien dotada Que no de una, de triple estirpe vienes, Y tribus cuatro en cada raza tienes! XLIV. Centro es comun á tan diversas gentes Mantua; mas de su fuerza y poderío En la sangre toscana están las fuentes. Rencores granjeó Mezencio impío Allí tambien: quinientos combatientes Mincio conduce en vengador navío Dende el padre Benaco al mar salado, De verdes espadañas coronado. XLV. Marchando va majestuoso y lento Auléstes: con cien árboles azota El mar en levantado movimiento, Y la masa de mármol hierve rota: Es su nave un Triton, que corpulento Con su concha los senos alborota Del piélago cerúleo, y el semblante Cerdoso imita de un jayan nadante. XLVI. Tiene el monstruo los miembros desiguales, Busto viril y vientre de ballena; Y, hendiendo con el pecho los cristales, Medio hombre, medio pez, la espuma suena. En treinta buques con caudillos tales Así, en fin, el ejército se ordena Que en pro de Troya por los mares vino Con piés de bronce en líquido camino. XLVII. Desamparó los cielos aquel dia; Ya en alto la alma Febe el hemisferio En su carro noctívago impelia. Enéas desvelado, al ministerio De las velas atiende él mismo, y guia Firme el timon. En esto, en coro aerio, Ninfas, que fueron ya sus compañeras, Mira venir festivas y ligeras. XLVIII. Ninfas, de húmidos reinos moradoras Por superior mandato de Cibéles, Que de la mar transfiguró en señoras Tablas que fueron en la mar bajeles. Juntas bullen, y tantas como proras Férreas orlaron la ribera: fieles Reconocen de léjos á su dueño, Y le cortejan en tropel risueño. XLIX. Llegó jovial la que entre todas sabe Las gracias del decir, Cimodocea; Con la diestra la popa ase á la nave Cuyo dorso ella misma señorea, La izquierda boga en mudo afan süave, Y nuevas dando á aquel que las desea, «¿Velas,» le dice, «hijo de Dioses? Vela! Y sús! con alas desplegadas vuela! L. »Troncos fuimos nosotras ya en el Ida, Naves tuyas despues, del Oceano Ninfas hoy. Como aleve á nuestra vida El Rútulo atentó con fuego insano, Nuestra divina Madre condolida Mudónos: cables que anudó tu mano, Mal de grado rompimos; y ella Diosas Nos hizo de las mares espumosas. LI. »De tí, Enéas, venimos en demanda. Entre muros y fosos, y en aceros Envuelto Ascanio, arrostra con su banda Del Latino los ímpetus guerreros. Ya el sitio ocupan que tu voz les manda Arcades y toscanos caballeros; Mas no sin que abocar Turno se apreste Entre ellos y el real su armada hueste. LII. »Animo, pues; y al despuntar temprano De la próxima luz llama tu gente Al arma; y el escudo que Vulcano, Invicto dón de diestra ignipotente, Te dió, con cercos de oro, embraza ufano. Si tú confías que mi voz no miente, De Rútulos atroz carnicería Verá en pilas alzada el nuevo dia.» LIII. Dice; y como quien sabe el modo, y tasa La fuerza, da á la popa, al irse, un tiento, Y la despide, como astil que pasa, Por hábil mano disparado, al viento: Todas la imitan; la onda apénas rasa Alígera la flota. El gran portento Al punto Enéas vió con mente absorta; Fausto agüero le juzga, y se conhorta. LIV. Y á la celeste bóveda serena Vuelto, «¡Oh del Ida alma Deidad!» exclama; «Madre que honras el Díndimo, y almena Triunfal te ciñes, y al leon que brama Trajiste á la coyunda que le enfrena! Vén, vén propicia al pueblo que te llama!» No dijo más. La Noche en tanto huia; Y ya de lleno resplandece el dia. LV. Manda á su gente el adalid que apronte Los aceros, que á bélicas señales Preste el sentido, y al peligro afronte Fuerzas cobrando á la ocasion iguales. En pié él mismo en la popa, el horizonte Domina, y á su vista los reales Troyanos tiene. Con la izquierda luégo En alto embraza su broquel de fuego. LVI. Lo vió el pueblo sitiado, y de los muros Unánime clamor el aire envía; Lanzan todas las manos dardos duros, Creciendo la esperanza en osadía: Tal grullas de Estrimon nublos oscuros Cruzan con ruido en la region vacía, De los Austros huyendo, y libres de ellos Gritan gozosas con acordes cuellos. LVII. Oyó la voz que el entusiasmo exhala Pasmado el sitiador, que tal no espera; Hasta que, á ver tornando, mira en ala Las popas arrimarse á la ribera Y que en velas envuelto el mar resbala. Ardele al héroe la gentil cimera, Ígnea lengua en el aire es su garzota, Y el escudo de oro incendios brota. LVIII. Así tal vez en noche vaga y pura A los mortales pechos amedrenta Fúnebre desatando allá en la altura Cometa asolador su crin sangrienta; Y así tambien terrífico fulgura Fogoso Sirio en estacion sedienta, Y de hambre y peste amenazando al suelo Con su présaga luz contrista el cielo. LIX. Turno audaz áun por eso no desmaya; A los que llegan repeler emprende Antecogiendo la interpuesta playa, Y así en su ardor los ánimos enciende: «¡Mancebos! de las manos no se os vaya La ocasion codiciada que os atiende: En campo abierto, igual á cada parte, Ya, ya podemos reducir á Marte. LX. »Recuerde cada cual lo que á su esposa Y á su familia debe amenazadas, Y á ejemplo tome tanta accion famosa Que honró de sus mayores las espadas. ¡Sús! al agua corramos miéntras posa Inciertas en la arena las pisadas El invasor: atrevimiento pido; Asiste la fortuna al atrevido!» LXI. Tal dice; y vacilante considera Á quiénes dejará los bloqueados Muros, con quiénes él á la ribera Correrá. Por escalas sus soldados Desde las altas popas echa fuera Enéas á su vez. Cuál á los vados A saltar se aventura, donde mira Que el piélago desmaya y se retira; LXII. Cuál por los remos á bajar se afana. Tarcon la playa explora, y do serena Entrada observa, que ni espuma cana Quebrantada murmura, ni el arena Rehierve allí, mas en creciente plana Se desliza la mar calmosa y llena, Súbito á ese lugar proas convierte, Y exhorta á sus guerreros de esta suerte: LXIII. «¡Selecta juventud! sobre esa orilla Lanzad, lanzad con ímpetu de guerra El robusto espolon á dividilla! Batid el remo: en enemiga tierra Abrase surco nuestra misma quilla! ¡Oh! si el suelo una vez mi mano aferra, Nada me importa que en el punto mismo Rompido mi bajel vaya al abismo.» LXIV. Dijo; y aquellos que con él navegan Mueven el remo, y con acordes bríos Por hender los latinos campos bregan Impeliendo espumosos los navíos, Hasta que á descansar las proras llegan, Sin contraste de escollos ni bajíos, En lo enjuto. No así, Tarcon, tu popa, Que en un banco de arena áspero topa. LXV. Y allí en el agrio dorso, entre los vados, Pende, y despues de vacilar instantes, Fatigando las ondas sus costados, Abierta enajenó los navegantes Sobre las aguas. Remos destrozados Les impiden, y escaños fluctuantes, De los brazos la accion, y retrogradas Los enredan de piés las oleadas. LXVI. Ni á Turno embarazó torpe tardanza; Toda su hueste arrebatando fiero, Sobre los Teucros retador se lanza. Sonó el clarin. Enéas el primero Contra la agreste muchedumbre avanza, Y á hijos vence del Lacio (¡fausto agüero!) A su encuentro, de todos adelante, Vino Teon, descomunal gigante. LXVII. Al cual, del acerado coselete, Y túnica con oro retesada, Enéas las junturas rompe, y mete Por el costado adentro honda la espada. Con ella luégo á Lícas acomete, Quien, ya en el claustro maternal salvada, Infante, ¡oh Febo! te ofrendó su vida; Fuéle piadoso el hierro, hoy homicida! LXVIII. Mató despues á Gias corpulento Y al fornido Ciseo, cuyas clavas Peones derribaban ciento á ciento; Ni altos brazos ni hercúleas armas bravas Les valieron, ni haberte el grande aliento Heredado, ¡oh Melampo! á tí que andabas Un tiempo al lado del invicto Alcídes, Partícipe en sus suertes y en sus lides. LXIX. Veis á Faro, que voces da impotente; Enéas crudo acero hunde en su boca. Y tú, Cidon, que el blanco más reciente Sigues de tu pasion de mozos loca Siguiendo á Clicio, á quien la faz riente Temprana edad de blando bello toca, Tambien á golpes de dardania mano Allí yacieras con tu ardor vesano;-- LXX. Mas no; que cuando herirte se promete Aquella mano, en ala en torno densa Los siete hijos de Forco dardos siete Lanzan, cada uno el suyo, en tu defensa: En el divino escudo y el almete Parte rebotan sin causar ofensa; Parte van á la piel, y entrado habria El hierro, cuando Vénus lo desvía. LXXI. Y al fiel Acátes vuelto dijo Enéas: «¡Oh! dame, dame el arma que solia Los cuerpos erizar de las aqueas Postradas huestes en mi patria un dia, Y á fe que contra Rútulos no veas Golpe con ella errar la diestra mia!» Dice, y á la venganza lisonjero, Fornida lanza toma al escudero. LXXII. Voló el hierro que el héroe desembraza, Y el escudo á Meon y la loriga Atraviesa, y su pecho despedaza. Acudiendo Alcanor con diestra amiga, Al hermano al caer sostiene, abraza. Mas su ímpetu furioso no mitiga El asta, y sanguinosa en su carrera Pasa el brazo á Alcanor, y áun sale afuera. LXXIII. Quedóle al infeliz pendiente y flaca, Mal atada á los músculos, la mano. Acude entónces Numitor, y saca Del lacerado cuerpo del hermano El venablo de Enéas, con que ataca A Enéas mismo. Fué su arrojo en vano; Que sólo á rasguñar un muslo alcanza Al grande Acátes la sesgada lanza. LXXIV. De Cúres con los suyos Clauso vino Presumido en su edad y lozanía. Rígida lanza este adalid sabino Desde léjos á Dríopes envía: Bajo la barba abriendo hondo camino Entra ella, y vida y voz róbale impía: Su rostro enmudecido el suelo besa, Y sangre de su boca mana espesa. LXXV. Sigue Clauso, y en modo vário atierra Tres Tracios, de la estirpe enaltecida De Bóreas; y otros tantos que á la guerra Enviaron el padre de ellos, Ida, E Ísmara su patria. Haleso cierra, Y cierran los Auruncos en seguida, Y Mesapo, aquel hijo de Neptuno, En caballos insigne cual ninguno. LXXVI. Cada uno á su adversario al mar cercano Lanzar intenta con ardiente brío: Confin de Ausonia aquel humilde llano Fué cerrado palenque al desafío, Donde latino ejército y troyano Disputan de la tierra el señorío: Ya en pugna cada vez más densa y brava, Brazo con brazo, pié con pié se traba. LXXVII. No de otra suerte en la region vacía En desapoderado afan los vientos Alzan tal vez descomunal porfía Con fuerza igual de opuestos movimientos; Y ni los nublos ni la mar bravía, Ni entre sí los contrarios elementos Ceden: larga es la lid, y en fiel persiste; Todo, en conflicto universal, resiste. LXXVIII. Entre tanto los árcades soldados Han venido á un lugar donde el terreno Dejó un crecido arroyo de arrancados Arboles, y rodadas piedras, lleno: Soltando los trotones, mal hallados En tan fragoso sitio á usar del freno, Si supiesen, á pié combatirian; Mas principiaron mal, y pronto cian. LXXIX. Palante dar les ve la espalda, y luégo Mira al Latino que les va al alcance, Y con voces ya amargas, ya de ruego (Postrer recurso en tan difícil trance), «¡Compañeros!» les dice, «¿un pavor ciego Será que á fuga ignominiosa os lance? Por tanto paso en que adquirísteis gloria, Por tanta conquistada alta victoria, LXXX. »Por nuestro rey Evandro, y la esperanza Que en vosotros cifró la ambicion mia, Émula de mi padre á la alabanza, ¡Oh! ¡volved caras! Hay que abrirnos via Entre enemigos á poder de lanza; Y donde grupo hostil nos desafía Más denso, por allí la Patria manda Que atraviese Palante con su banda! LXXXI. »¡No hay Dioses en la lid! somos mortales, Y es mortal el contrario que os aterra; Brazos tenemos y ánimos iguales. O á Troya ó á la mar: la mar nos cierra El paso con sus moles colosales; Troya nos llama; efugio no hay por tierra; Amigos, elegid sin más tardanza!» Dice, y entre el tumulto se abalanza. LXXXII. El primero en ponérsele delante (A quien mala ventura su rüina Aconseja) fué Lago: en el instante Que un gran guijarro á desraigar se inclina. Venablo duro voleó Palante, E híncaselo allí donde la espina Por medio las costillas demarcaba; Ya adherido á los huesos, lo desclava. LXXXIII. Miéntras él á cobrar el arma atiende, En venganza se arroja y en relevo Del muerto amigo, Hisbon, y airado emprende Sobrecoger el árcade mancebo. Inútil fué su arrojo; le sorprende, Mal prevenido contra golpe nuevo, Palante, revolviendo de contado, Y húndele el hierro en el pulmon hinchado. LXXXIV. Y á Estenio, y á Anquemolo, de la gente De Reto antigua originario, embiste, El cual de la madrastra osó impudente Manchar el lecho, y hoy á Turno asiste. Al filo de su acero juntamente Caiste tú, Laride, y tú caiste, Mísero Timbro, en los rutulios llanos: Hijos de Dauco, idénticos hermanos. LXXXV. ¡Cuán dulce el confundir los dos gemelos Fué á sus padres! Con arma hora los pide Que el suyo le ciñó, Palante; ¡y hélos, Qué atroz desemejanza los divide! Pues rodó tu cabeza por los suelos, ¡Oh Timbro! y dueño busca en tí, Laride, Semiviva tu diestra cercenada, Y áun los dedos crispando, ase la espada. LXXXVI. Sigue Palante, y penetrando el viento Con un fiero lanzon que á Ilo dispara, Clava á Reteo, que á la fuga atento Su carro de dos potros alanzara En medio á éste y aquél. Por un momento Ilo así, sin pensarlo, el golpe pára; Cayó el otro, y asurcan sus talones El campo de las rútulas legiones. LXXXVII. Y fué así que Reteo en ese instante De tí, gran Teutra, y de tu digno hermano Tíres, dábase á huir; que de Palante Ya entónces el ejemplo no era en vano: No; que á su voz, á su ímpetu arrogante El dolor y el pudor se dan la mano A armar las de los Arcades, que anhelan Venganza, y de él en torno densos vuelan. LXXXVIII. Tal, por diversos puntos, en verano Pastor cuidoso un bosque incendia, y tales Con el viento las haces de Vulcano Vencen los interpuestos matorrales Y unidas corren sobre el ancho llano: Él, en alto sentado, los triunfales Esfuerzos de las llamas y su ira Con victoriosa complacencia mira. LXXXIX. Haleso, de otro lado, en armas fuerte, Embebido en las suyas se adelanta, Y á Féres, á Demódoco da muerte, Y á Ladon. A Estrimonio, que levanta El brazo, un tajo asesta, y cae inerte La mano que amagaba á su garganta. Con piedra hunde á Toante el cráneo, y huesos Mezclados esparció de sangre y sesos. XC. Cuidó en las selvas ocultar temprano Á Haleso, de desgracias agorero Su padre; mas no bien cerró, ya anciano, Los blancos ojos al sopor postrero, Las Parcas, salteando al hijo arcano, De Evandro le consagran al acero. Contra él Palante, ántes que el dardo libre, En sumisa oracion invoca al Tibre: XCI. «¡Padre Tibre!» murmura, «porque hiera Al duro Haleso el corazon, envío Esta arma voladora: en su carrera Tú concede fortuna al hierro mio, Y colgaré á una encina en tu ribera El despojo marcial.» Oyóle el rio; Y Haleso, á punto en que á Imaon guarnece, El pecho al golpe arcadio inerme ofrece. XCII. Al gran fracaso del sin par guerrero Temiendo que se arredre y desbarate El ejército, avánzase ligero Lauso, en la guerra alto poder: su embate De frente Abante recibió el primero, Que era el nudo y firmeza del combate; Y sucumben tras él árcades gentes, Y sucumben tirrenos combatientes, XCIII. Y áun vos, reliquias del rebato griego, ¡Oh Teucros! Ya ambas huestes férreos lazos Con caudillos iguales, igual fuego Traban, y abrevian de la lid los plazos: Apremian los de atras; el tropel ciego Menear no permite armas ni brazos; Y á un punto acorren con vigor pujante Contrarios entre sí Lauso y Palante. XCIV. En edad uno y otro floreciente, Ambos son en belleza singulares, Emulos en fortuna, ¡ay! que inclemente Tornar les veda á los nativos lares; Mas el Rey del Olimpo no consiente Que lleguen á medir sus fuerzas pares: A mayor enemigo reservados Marchan los dos bajo terribles hados. XCV. A Turno su divina hermana exhorta A que salte, y auxilio á Lauso preste; Y él, á su voz arrebatado, corta En carro volador la armada hueste, Y, á los suyos mirando, dice: «Importa Que treguas deis: yo lidiaré; sea éste Combate singular; Palante es mio. ¡Así viese su padre el desafío!» XCVI. Dijo, y campo la turba le franquea Pasmado oyendo aquel audaz mandato, Y viendo el pronto obedecer, rodea Palante á Turno con la vista un rato; Por su cuerpo gigántico pasea Los ojos: rabia muda en ceño ingrato Muestra á distancia: al fin, sin más respeto, Sale, y contesta del tirano el reto: XCVII. «Despojo opimo arrancará mi espada, Ó, con gloria tambien, daré la vida. A un caso y á otro apercibido, nada Del padre ausente el ánimo intimida. Modera tu soberbia desbocada!» Dice, y avanza á do sus fuerzas mida: El árcade escuadron tiembla y recela: En los pechos la sangre el pavor hiela. XCVIII. De su carro á la vez Turno se apea, De dos brutos tirado; y marcha al duelo En silencio y á pié. Cual leon, que otea En lontananza á un toro audaz que el suelo Escarbando se apresta á la pelea, Y á él de su alta guarida acude á vuelo, Tal fué del adalid la semejanza En el momento en que á lidiar se avanza. XCIX. Ya que Palante á Turno estar advierte A tiro de asta, él desde luégo embiste, Por si, premiando al más audaz, la suerte Al ménos esforzado fausta asiste; Y ántes al aire inmenso de esta suerte Oró: «Tú, Alcídes, si de Evandro fuiste Huésped, y amigo te sentó á su mesa, ¡Oh! dame ayuda en mi arriesgada empresa! C. »Haz que Turno me mire á él moribundo Arrancarle las armas en despojos, Sangrientas; y al cerrarlos hoy al mundo Haz que me sufran vencedor sus ojos!» Oyó Alcídes su voz, y en lo profundo Del pecho comprimió tristes enojos Haciendo inútil llanto. Jove al hijo Estas palabras de consuelo dijo: CI. «A cada cual fijado está su dia; De la vida los términos estrechos Mortal ninguno traspasar podria; Mas la fama extender con grandes hechos Es dado á la virtud. ¿Hora sombría A cuántos no abatió, gloriosos pechos De sangre diva, al pié de la alta Troya? Aun mi hijo Sarpedon se hundió en la hoya. CII. »Turno mismo á la meta señalada Ya llega: el hado inevitable gira Sobre su frente.» Dice, y la mirada Del campo de los Rútulos retira. Palante á esta sazon su lanza osada Con grande esfuerzo á su adversario tira, Y arranca de la vaina incontinente La espada, que en su mano arde luciente. CIII. Allí el asta fué á dar donde eminente La armadura protege al hombro, y pudo Rasguño leve, al fin, al cuerpo ingente De Turno hacer, despues que de su escudo Las orlas penetró. Calmosamente Fornido azcon que acaba en hierro agudo Blandiendo Turno estuvo rato largo, Y estas voces lanzaba en tono amargo: CIV. «Tú ahora probarás si es más certero Mi dardo, y más que el tuyo penetrante.» Dijo; y aunque de láminas de acero Cubierto, y férreas planchas, de Palante El broquel, y aforrado en recio cuero, Por medio hendió la punta con vibrante Empuje, y dividiendo la trabada Loriga, el ancho pecho al triste horada. CV. El cual, en vano, arráncase caliente El hierro de la llaga; sangre y vida Huyen por una senda juntamente. Agobiado cayó sobre la herida; Aquel suelo enemigo con la frente Ensangrentada hirió, y en su caida Las armas resonaron. En voz alta Así clamando Turno encima salta: CVI. «Id, Árcades; y á Evandro en nombre mio Direis que al hijo, en la manera aciaga Que por su culpa granjeó, le envío. Que los honores últimos le haga Permítole, consuelo, ¡ay de él! tardío, Pues caro siempre el hospedaje paga De Enéas.» Calla, y con la planta izquierda Hace al yerto adalid que el polvo muerda. CVII. Del rico talabarte le despoja Al mismo tiempo, el cual ostenta impresos Cincuenta infaustos tálamos que moja Sangre de esposos míseros, opresos Por viles fembras, en mortal congoja Vuelto el gozo nupcial: fieros sucesos Que en chapas de oro ayer Clonio esculpiera; Hoy de ello Turno ufano se apodera! CVIII. Mas ¡ay! alucinada fantasía Del hombre, que la suerte venidera No conoce jamás; jamás, el dia De la dicha, sus ímpetus modera! Tiempo será en que Turno compraria La vida de Palante si pudiera, Nunca manos pusiera en él, y á enojos Este triunfo tendrá y estos despojos! CIX. Los Árcades, con gran gemido y llanto, A Palante sacaron de la arena Puesto sobre un escudo. ¡Ay triste! ¡cuánto De gloria al genitor, cuánto de pena Llevas! Róbate envuelto en alto espanto El dia mismo que en la lid te estrena; Mas no sin que ántes dejes de hombres muertos Los campos de los Rútulos cubiertos! CX. En tanto á Enéas, no el susurro llega, Sí mensajero cierto del fracaso; Que es perdida, le dice, la refriega, Si él no acude. A su voz se lanza, y paso Se abre á filo de espada; en torno siega Cabezas, ancho campo deja raso, Y á Turno, que en su triunfo se encarniza, Ardiente busca en la revuelta liza. CXI. No se apartan un punto de su mente Palante, Evandro: aquellos fraternales Banquetes á que huésped fué presente, Aquellas diestras que estrechó leales. Cuatro hijos de Sulmon, cuatro que Ufente Nutriera, coge vivos, á los cuales La amada sombra honrando él mismo hiera, Y su cautiva sangre dé á la hoguera. CXII. De léjos lanza airada arroja luégo A Mago, que mañoso el golpe esquiva Y á sus rodillas con lloroso apego (Por encima la lanza fugitiva Pasó vibrando) exhala humilde ruego: «Deja que á un padre yo, que á un hijo viva; Hazlo en amor de ese hijo en quien esperas, Por la sombra del padre á quien veneras! CXIII. »Rescate ofrezco: tengo una alta casa, Y allí de plata, en sótano profundo, Cincelados talentos, y sin tasa De oro labrado y sin labrar abundo. ¿O piensas que á tu campo el triunfo pasa Porque esta alma mezquina huya del mundo? ¿Qué gaje para tí, qué gloria es ésta?» Enéas irritado le contesta: CXIV. «Libre herede tu prole, de oro y plata Ese caudal que tu palacio encierra; Turno, muerto Palante, el fuero mata De los pactos y trueques de la guerra. Esta es al padre, ésta es al hijo grata Sentencia.» Dice; con la izquierda aferra El yelmo, y hasta el puño en la doblada Cerviz del suplicante hunde la espada. CXV. Ved al hijo de Hemon que se avecina, Sacerdote de Febo y de Dïana: Honra sus sienes la ínfula divina, Y todo él resplandece, de galana Ropa cubierto y de armadura fina. Cierra Enéas con él, con furia insana Le echa á tierra, y sobre él se regocija, Y con sombra de muerte le cobija. CXVI. Recoge en hombros el soberbio arreo Seresto: á tí, que el campo en sangre bañas, Alzarle ha, rey Gradivo, por trofeo. Ya en contra veo á Umbron (que las montañas De los Marsos dejó), con él ya veo Restablecer la lid con sus hazañas A Céculo, hijo ardiente de Vulcano. A ellos se lanza el adalid troyano. CXVII. El cual de un tajo derribado habia A Anxur la izquierda mano y del escudo El cerco ponderoso (Anxur, que fia En cierta frase mágica, y desnudo Por ella de temor, ya al cielo erguia El pensamiento, y prometerse pudo Edad prolija y venerables canas: ¡Todo error grande y esperanzas vanas!); CXVIII. Cuando, con armadura refulgente, De Fauno que en las selvas habitaba Y la ninfa Driope procedente, Tarquito arrostra audaz su furia brava: A éste la cota y el paves ingente Con su asta misma él de traves entraba, Y la cabeza al que, rogando, áun iba Mil cosas á decir, hiere y derriba. CXIX. Y el caliente cadáver impeliendo, Con pecho rencoroso dice encima: «Madre aquí no vendrá, ¡jayan tremendo! Que tu cuerpo con blanda tierra oprima, Ni habrás patrio sepulcro. Te encomiendo A las aves de presa, ó á la sima Te lleven de la mar sus ondas vagas Y peces gusten tus sangrientas llagas.» CXX. Luégo á Anteo y á Luca se convierte, Avanguardia de Turno, al bravo Numa; Y al hijo de Volcente, aquel Camerte De faz bermeja, á quien riqueza suma De tierras entre Ausonios cupo en suerte, Y reinó en la callada Amicla, abruma;-- Caliente ya su acero, en la campaña Desborda el héroe inatajable saña. CXXI. No de otra suerte contra el cielo un dia Cien brazos Egeon y manos ciento Ejercitaba en dura rebeldía, Y de sus pechos inflamado aliento Por las cincuenta bocas despedia, Y de Jove á los rayos igual cuento Contrapuso de escudos y de puntas, Todos crujiendo, y amagando juntas. CXXII. Ya á los cuatro caballos se encamina, Que briosos avanzan, de Nifeo; Ven que los dientes con furor rechina, Venle acercarse á paso giganteo, Y temieron, y en fuga repentina Dan al carro hácia atras brusco rodeo: Quedó en tierra tirado el triste auriga, Y vuela al mar la alígera cuadriga. CXXIII. Al campo en esto, rebosando en ira, En carro llegan Líger y Lucago Que alba pareja de caballos tira: Las riendas rige aquél; haciendo estrago Este la espada fulminante gira. No sufrió Enéas el soberbio amago; Y ya á los dos hermanos firme avanza, Gigantesco de verse, alta la lanza, CXXIV. «Caballos de Diomédes frigia tierra Aquí no ves hollar, ni aquesta brida De Aquíles rige el carro: aquí la guerra Acabará, y acabará tu vida!» Esto Líger diciendo, ¡cuánto yerra! Léjos voló su necio hablar. Ni cuida Enéas con razones contestalle; Con arma, sí, que de terror le acalle. CXXV. A aguijar los trotones se doblega Lucago, y en sazon que echa adelante El pié siniestro, á lid dispuesto, llega Y la orla baja del broquel brillante, Y la ingle izquierda luégo, el asta ciega Taládrale. Rodando en el instante Moribundo se arrastra el infelice; Y en tono amargo el vencedor le dice: CXXVI. «No de enemiga fila espectro vano, Ni ya de tus bridones tardo el vuelo, Lucago, te entregó. Saltaste al llano Sobre las ruedas por tu propio anhelo.» Dice, y ase del tiro. El triste hermano Del carro mismo se escurriera al suelo Y las inermes palmas extendia, Y esta plegaria balbuciente envía: CXXVII. «Por tí, y aquellos á quien es debido Tu sér, ¡que con piedad, señor, me veas, Y esta vida me dejes que te pido!» Rogando sigue; y replicóle Enéas: «No así hablabas en ántes, fementido; Vé, y fiel hermano con tu hermano seas!» Y con la espada el pecho vengadora, Santuario del alma, hondo le explora. CXXVIII. Por el campo con ímpetu creciente El dardanio adalid destrozos tales Hacía, cual horrísono torrente Ó cual negra legion de vendavales Enfurecido. Y ved que de repente Salen, desamparándolos rëales, El infantil caudillo y sus soldados Con dicha á dura extremidad llegados. CXXIX. «Amadísima esposa y dulce hermana!» Así Jove entre tanto dice á Juno, A ella vuelto de grado: «no fué vana Tu prevision; auxilio da oportuno Vénus sin duda á la nacion troyana: Ni ánimo ellos viril ni ardor alguno Tienen para la guerra (bien dijiste); Ni fuerza ni constancia les asiste!» CXXX. Sumisa contestó la excelsa Diosa: «Hermosísimo esposo de mi vida! ¿Por qué haces en esta ánima, medrosa De tus duros mandatos, nueva herida? Si áun dieses, cual debieras, á tu esposa De aquel antiguo amor llena medida, No me negaras, soberano dueño, Sacar á Turno del sangriento empeño. CXXXI. »Y yo á Dauno su padre le tornara Incólume... ¡Pues no! ¡ruede en el suelo, Y en su sangre inocente enmienda cara Tomen los Teucros! Por tercero abuelo Cuente en vano á Pilumno; su preclara Estirpe en vano se remonte al cielo, ¿Qué te importa? y de ofrendas mil en vano Haya ornado tus pórticos su mano.» CXXXII. Así entónces le dió respuesta breve El Señor del etéreo alcázar: «¿Plazo Quieres mayor para el doncel que debe Caer al fin bajo enemigo brazo? Si eso te basta, no será que pruebe Tu justo anhelo en mí duro rechazo: Prófugo á Turno saca del combate, Y que el golpe inminente se dilate. CXXXIII. »Y nada más: si á vueltas de tu ruego Halagas encubierta confianza De reprimir de la discordia el fuego Y en los hados hacer total mudanza, Hasta ese punto en mi poder no llego, Y alimentas inútil esperanza.» Tornó Juno, los ojos hechos fuente, A hablar, y dijo así con voz doliente: CXXXIV. «¡Si lo mismo, Señor, que áun no deparas En voz expresa, el corazon queriendo Lo acordase, y la vida aseguraras Que hoy á Turno perdonas! ¡No que horrendo Fin le espera inculpable! ¿Ó á las claras Yo, de asustada, la verdad no entiendo? ¡Ojalá que me engañe, y dé tu Alteza Rumbo mejor á lo que á ser empieza!» CXXXV. Dijo, y de lo alto se lanzó del cielo Moviendo tempestoso torbellino, Cubierta en torno de nimboso velo: A las haces troyanas y al latino Campamento encamina recto el vuelo; Luégo, á imágen de Enéas (¡oh divino Prodigio!), de sutil vapor su mano Un espectro fabrica hueco y vano. CXXXVI. Y de imitado arnes y falso escudo Reviste á aquel fantasma; de la hadada Cabeza del Troyano el penachudo Morrion le finge, y la dardania espada; Voz vana, acento de intencion desnudo Le da, y remedo de viril pisada; Cual soñada vision, ó aparecida, Que se alza, dicen, al faltar la vida. CXXXVII. Ya el fingido guerrero sale á plaza, Y acicalado á vista gallardea De las primeras filas, y amenaza Al contrario, y le llama á la pelea. Encárasele Turno, y desembraza Desde léjos la lanza que blandea, Silbante: la fantástica figura Vuelve la espalda y huye con presura. CXXXVIII. Cayó Turno en la red; y á la esperanza De acabar con Enéas, aire toda, El alma, lisonjero á la venganza, Abrió sedienta, de placer beoda. Y «¿A dónde, Enéas, vas?» grita, y se lanza; «No, no abandones la ajustada boda! Tierra que, hendiendo el mar, buscando vienes, Te la dará mi diestra; aquí la tienes!» CXXXIX. Tales clamores, insensato, exhalas Vibrando el hierro vengador, que envía Centellas; ¡y no ves que el viento en alas Tu deseo se lleva y tu alegría! Echado el puente y puestas las escalas, Pegada á un alto escollo estar se via La nao en que de Clusio el rey Osinio Llegara allí con militar dominio. CXL. A ella la sombra, tímida y ligera, Corre á ocultarse. No se desconhorta Turno, demoras vence, de carrera Los altos puentes salta, al barco aporta. Mas no bien de la proa se apodera, Juno invisible ya la amarra corta, Al lance atenta, y de la orilla suelto El casco arrastra sobre el mar revuelto. CXLI. Ni ya el fantasma de ocultarse trata, Mas alzándose en forma inconsistente Oscura nube al aire se dilata. Y miéntras busca á su rival ausente En medio Enéas de la liza, y mata A cuantos por do pasa le hacen frente, Envuelto en impensado torbellino Ya Turno de alta mar lleva camino. CXLII. Ingrato á un beneficio que no entiende Tornó á mirar, y con doliente grito Entrambas manos hácia el cielo extiende: «¡Omnipotente padre! ¿Qué delito Cometí, que tu saña así se enciende Y mal tan grande sobre mí concito? ¿Qué es de mí? ¿dónde estoy? ¿Qué fuerza nueva A dónde, en fuga, y como quién me lleva? CXLIII. »¿Acaso hácia Laurento rumbo sigo? ¿Ó volveré por suerte á mis reales? ¿Y qué dirán aquellos que conmigo Vinieron á la guerra, y á los cuales (¿Es verdad? ¡oh vergüenza!) al enemigo Abandoné y á horrores funerales? Ya, ya los veo que dispersos mueren; ¡Ay! ¡sus lamentos mis oidos hieren! CXLIV. »¡Abriese, á devorarme, una honda boca La tierra! Ó vos, más bien, al ruego mio Venid, ¡oh vientos! contra dura roca Arrebatad piadosos mi navío; Esperanzado en vos Turno os invoca! ¡Allá estrelladme en áspero bajío, Do Rútulos no lleguen, ni importuna Fama me siga ni memoria alguna!» CXLV. Dice, y en zozobrante afan no sabe Entre intentos dudosos qué decida: O si ya, enloquecido por tan grave Afrenta, el pecho sin piedad divida Con frenético acero; ó de la nave Se arroje, y á poder de brazos pida En su bélico ardor la orilla corva Venciendo el ponto que lidiar le estorba. CXLVI. Tres veces uno y otro pensamiento Traer á ejecucion el triste ensaya, Y tres veces tambien su osado intento La Diosa que le asiste puso á raya, Condolida; y en blando movimiento Hace que en brazos resbalando vaya De hirviente espuma á términos seguros: Del padre Dauno á los antiguos muros. CXLVII. Mezencio á esta sazon, por sugestiones De Jove, suple del que huyó la falta, Y con valor sereno las legiones Teucras invade, á quien el triunfo exalta; Embisten los tirrenos escuadrones Al odiado adalid que al campo salta; Contra él, todos contra él vuelven sus miras Con densas armas y comunes iras. CXLVIII. Mas él, como alto escollo, inmoble, osado, Que reina sobre el mar, y combatido Por las ondas y vientos, sin cuidado Oye de hondas y vientos el bramido, Así resiste á un lado y á otro lado. A Hebro Dolicaonio, sin sentido Echa á tierra, y á Látago derriba, Y á Palmo en su carrera fugitiva. CXLIX. No á estos dos de una suerte; que de roca Con un pedazo enorme se adelanta A Látago, y le aplasta rostro y boca; Mas á Palmo una corva le quebranta, Y déjale arrastrar, miéntras coloca La ganada armadura, que levanta, En los hombros á Lauso, y en la frente El creston del rendido combatiente. CL. Mató luégo Mezencio al frigio Evante: Y á Mimante, que á Páris compañía Hizo, en edad y en gustos semejante: Hécuba el hacha que soñado habia Dió á luz la noche misma en que Mimante A Amico de Teana le nacia: Aquel reposa bajo el patrio cielo; Cae éste oscuro en peregrino suelo. CLI. Cual jabalí que en años se aposenta Allá en Vésulo, entre alto y alto pino, O de selvosas cañas se apacienta Oculto en el pantano Laurentino; El cual feroz se pára, y nadie intenta De cerca herirle, si á las redes vino A colmilladas de uno y otro perro; Los dientes cruje, eriza frente y cerro, CLII. Y á todo lado impávido amenaza; Y á distancia dan voces y se airan Los monteros en torno, y él rechaza En sus lomos los chuzos que le tiran: Contra Mezencio en semejante traza Los que con justa indignacion le miran, Muestran, no cuerpo á cuerpo, sus furores, Sino á trechos, con dardos y clamores. CLIII. Vino ganoso de marcial trofeo De la antigua Corito Acron, de griega Raza, que por su fuga, su himeneo Dejó sin consumar. En la refriega Con ricas plumas y purpúreo arreo Que su novia le dió, luciente llega. Mezencio en un tropel aquella roja Vislumbre vió, y alegre allá se arroja. CLIV. Tal, cuando altas majadas importuno Ha rondado un leon con rabia hambrienta, Si alguna cabra huyente ó ciervo alguno Divisó de engreida cornamenta, Salta á su presa, y, largo tiempo ayuno, Abre ancha boca, crespa crin avienta, Y á las entrañas con ardor se clava, Y en negra sangre el rostro horrendo lava. CLV. Cayó el mísero Acron, y semivivo, Batiendo con los piés la odiosa tierra, Roto dardo ensangrienta. Fugitivo Iba Oródes; pero hecho á franca guerra Más que él, y ménos que él á plan furtivo, No quiso herirle á salva mano, y cierra Mezencio pecho á pecho, y le derriba, Y con el pié y la lanza en él estriba. CLVI. Y dice: «¿Á Oródes el de insigne fama Visteis, amigos, en la lid? ¡Pues hélo Bajo mis piés!» Con él la turba clama, Y el grito de victoria sube al cielo. «Quienquier seas, tambien, tambien te llama,» Repuso el moribundo, «aqueste suelo No harás impune de mi muerte alarde, Ni será, no, que la venganza tarde!» CLVII. Mezencio, con sonrisa que señales De ira disfraza, replicó: «¡Tú muere! El Señor de mortales é inmortales Disponga allá de mí como quisiere.» Pronunciando feroz palabras tales La lanza arranca, sin que á más espere: A eterna noche al mísero destierra El férreo sueño que sus ojos cierra. CLVIII. Sacrator sin piedad á Hidaspe trata; Triunfante á Alcato Cédico acomete; Rapo á Partenio y á Orses, que recata Gran fuerza, humilla; á Cronio y á Ericete, Hijo de Licaon, Mesapo mata: A aquél tendido en tierra, audaz jinete Por su bridon indómito arrojado; A éste pugnando á pié, de á pié soldado. CLIX. Ágis de Licia á estos combates vino, Tambien como peon: con él Valero Cierra, y le vence, insigne paladino De prístinas virtudes heredero. Salio á Tronio; Neálces, que camino A flechas alevosas da certero, A Salio hirió á su vez. Tal iba Marte Mezclando el campo, igual á cada parte. CLX. Todo era estrago y confusion: caian Vencidos á la par y vencedores, Y ni los unos ni los otros cian. De Jove en los altivos miradores Pensar duele á los Dioses cuál porfían Los hombres tan sin fruto en sus furores: Vénus acá, allá Juno ven la riza; Pálida Furia en medio se encarniza. CLXI. Viene Mezencio amenazante y feo Gran lanza sacudiendo, como esguaza, Orion á pié los golfos de Nereo Con mole descollante, cual de caza Tornando de los montes giganteo Añoso fresno empuña á fuer de maza, Corren sus piés sobre la humilde broza Y allá entre nubes la cabeza emboza. CLXII. Tal va con grandes armas el tirreno; Y Enéas, que veloz llegar quisiera, Con los ojos le busca, de ardor lleno, Allá á lo largo de enemiga hilera: Firme el otro en su basa ve sereno Al osado adversario á quien espera; Mide el tiro á la lanza con la vista, Y «¡Así esta diestra, que es mi Dios, me asista, CLXIII. »Y aqueste hierro que vibrante á Enéas,» Dice, «en castigo á su insolencia arrojo! ¡Y á fe, Lauso, y á fe que con preseas Que á ese bandido arrancaré en despojo, Trofeo vivo de mi triunfo seas!» Calla, y tira de léjos en su enojo La silbadora lanza. Ella el escudo Troyano hiere, mas entrar no pudo; CLXIV. Y á distancia en su vuelo rechazada, Va de allí al noble Antor, y hondo camino Le abre entre las costillas y la ijada. Compañero de Alcídes, de Argos vino Antor, y á Evandro unido, hizo morada En ítala ciudad. Hoy ¡triste síno! Cae de extraviado golpe: al cielo mira, Y su Argos dulce recordando, espira. CLXV. Tocó á Enéas su vez: su lanza vuela, Y lienzos, bronce triple y triple cuero Traspasa á la ancha y cóncava rodela De Mezencio; va á la ingle; pierde empero Su fuerza allí: brota la sangre: vela Gozoso el agresor; tira ligero De la espada, pendiente al muslo, y salta Sobre el herido, á quien la fuerza falta. CLXVI. De dolor y de amor lanzó un gemido Y dejó por su faz correr el llanto Lauso, en viendo á su padre mal herido. ¡Mancebo memorable! no en mi canto Callaré tu alabanza; ni en olvido Caerán (si á una virtud de precio tanto Crédito ha de prestar la edad futura) Tus nobles hechos y tu muerte dura. CLXVII. Perdido ya el vigor, la accion perdida, Pasos Mezencio daba atras doliente, Trayendo en el broquel la asta homicida. Interpúsose entónces impaciente El mancebo, y haciendo que divida La atencion el troyano combatiente, Entretiene la furia de la daga Con que éste, alta la diestra, ávido amaga. CLXVIII. Así del vencedor el movimiento Lauso embarga; y con alta gritería Apóyanle los suyos, miéntras lento El padre resguardado se desvía Por la pelta del hijo. Armas sin cuento Sobre Enéas la turba en tanto envía De léjos; y él, ardiendo en furia nueva, Firme y guarnido el choque sobrelleva. CLXIX. ¿Quién vió tal vez en recio pedrisquero Romper las nubes y azotar la tierra? Huyen los labradores; y el viajero, Como en alcázar natural, se encierra En cava umbrosa ó sólido agujero Que algun rio le ofrece ó agria sierra; Y aguarda allí para seguir su via, Que calme la tormenta y abra el dia: CLXX. Así de todas partes asaltado Eneas se recoge y acoraza Miéntras escampa el áspero nublado; Y á solo Lauso increpa, á él amenaza, Diciéndole: «¿Dó vas, dó vas, cuitado? ¿Qué audaz resolucion incauta abraza Tu voluntad? A tanto no eres fuerte; Tu atolondrado amor corre á la muerte!» CLXXI. No por eso el mancebo se modera; ¡Y cuál sube de punto y se derrama Del Troyano el furor! Parca severa A Lauso no perdona: de su trama Vital recoge ya la hebra postrera. ¡Demente! él mismo el golpe adverso llama: Vibrando Enéas el brioso acero Por medio al infeliz lo esconde entero. CLXXII. Pasó el hierro la pelta (asaz ligera Arma á tanta arrogancia) y la loriga Que de hilos de oro tierna madre hiciera; Llenóla en sangre; y triste se desliga El alma, y á otro mundo huye ligera. Ni pudo Enéas ya como á enemiga Aquella faz mirar, faz moribunda Que extraña palidez baña y circunda. CLXXIII. Tan bello ejemplo de filial ternura Movióle á compasion, tiende la diestra Y dice á Lauso: «¡Ay jóven sin ventura! ¿Ya el pio Enéas qué ha de darte en muestra De homenaje á virtud tan noble y pura? Al ménos tu ceniza él no secuestra; ¡Oh! si algo valen fúnebres honores Al lado dormirás de tus mayores! CLXXIV. »Lleva esas armas, tu delicia enántes, Y este consuelo en tu forzosa muerte, Que caiste, no á manos infamantes, Del grande Enéas bajo el brazo fuerte!» Dijo, y á los parciales vacilantes De tardos riñe, y alza á Lauso inerte. ¡Mísero Lauso! en sangre mancha aquellos Que á la usanza aliñó pulcros cabellos. CLXXV. Entretanto á la márgen tiberina Fuerzas cobrando el genitor doliente, Con la linfa restaña cristalina De la herida cruel la abierta fuente, Y de un árbol al tronco el cuerpo inclina. De un ramo más allá se ve pendiente El yelmo duro, y el arnes pesado Ocioso está sobre el tapiz del prado. CLXXVI. Flor de mozos guerreros le rodea: Él anhelante, sin vigor que rija Sus acciones, el cuello que flaquea Apoya; y cubre el pecho con prolija Rizada barba. Oir nuevas desea De Lauso, en Lauso está su mente fija; Y mensajeros de su afan cuitado Envía, que le vuelvan á su lado. CLXXVII. Mas ya sobre sus armas extendido, Ingente él mismo y con ingente llaga, Traen á Lauso, haciendo gran plañido, Sus soldados. De tanto mal presaga El alma léjos entendió el gemido; Y sus canas manchando en polvo, halaga Mezencio su dolor; las palmas tiende Al cielo; el hijo entre sus brazos prende. CLXXVIII. «¿Tanto el halago de existir convida,» Dice, «y tanto obró en mí, que al enemigo Te entregué en mi lugar, prenda querida? ¡Y yo (¡padre infeliz!) viviendo sigo! ¡El hijo que engendré me da esta vida, Yo la muerte le doy! Siento y maldigo El peso horrendo de mi suerte ingrata; ¡Esta sí es honda herida, esto sí mata! CLXXIX. »¡Y tu nombre tambien con mi pecado. Hijo del alma, yo manché, del trono De mis padres, por odios arrojado! ¡Así de mis vasallos al encono Con muertos mil hubiese allá pagado Mi crímen! ¡No que en mísero abandono Sobrevivo! ¿Y no dejo todavía Los hombres y la odiosa luz del dia?... CLXXX. »¡Dejaréla!» Y diciendo se levanta Sobre el enfermo muslo: aunque le impide Fiero dolor mover la torpe planta, Animo cobra, y su caballo pide Que con bien le sacó de guerra tanta: En él su gloria y su aficion reside, Noble consolador, fiel compañero. Al afligido bruto habló el guerrero: CLXXXI. «Hemos vivido á fe tiempo sobrado, Rebo, yo y tú, si mucho tiempo dura Cosa alguna mortal. Ó ensangrentado Hoy el vulto traerás y la armadura De Enéas, y á mi Lauso harás vengado; O si todo camino cierra dura La desgracia al valor, caerás! Te digo Que has de vencer ó de morir conmigo. CLXXXII. »Que tú, digno bridon, nunca á villanos Yugos el cuello inclinarás; ¿ni cómo Habrias de admitir amos troyanos?» Dice, y monta el corcel, que humilla el lomo A recibirle; se llenó las manos De agudos dardos, y asentóse á plomo: Guarnecida de bronce centellea Su frente; áspera crin encima ondea. CLXXXIII. Rápido á los contrarios se abalanza; En el pecho le hierven á porfía Impetus de vergüenza y de venganza, Y del herido amor la frenesía Y el probado valor de su pujanza. Llama á Enéas, y á lid le desafía Con grande voz tres veces. El Troyano Reconocióle, pues, y exclama ufano: CLXXXIV. «¡De los Dioses el Padre así lo quiera! ¡Quiéralo el alto Apolo!--Ya contigo Soy en batalla.» Hablando en tal manera Con fatídica lanza á su enemigo Ocurre. El cual replica: «¡Cruda fiera! Lo acertó tu crueldad; la luz maldigo; Mátasme un hijo y la esperanza, ¿y quieres Despues de eso asustarme? ¡Necio eres! CLXXXV. »Amenaza no habrá con que me espantes: No hay Dios á quien respete: no me inspira Miedo el morir; vengo á morir; mas ántes Estos dones te traigo.» Dice, y tira Un dardo, y otro, y otros: incesantes Lanzándolos, en vasto cerco gira Volando en torno al campeon, que al rudo Asalto opone firme el áureo escudo. CLXXXVI. Tres veces dió la vuelta el caballero Sobre la izquierda, armas lanzando á mano; Y tres cubierto todo en fino acero, Movió consigo el adalid troyano Aquel de hincadas puntas bosque entero: Desclavar tanta flecha, empeño es vano; Y Enéas lleva á mal que se dilate, Urgente ya, tan desigual combate. CLXXXVII. Medita: al fin en presto movimiento, A do las huecas sienes le divida, Dispara al bruto de guerrero aliento Su lanza. El cual, no bien sintió la herida, Estribando en los piés azota el viento Con las manos, y sigue en su caida Al enredado caballero, y rueda De bruces, y él bajo sus lomos queda. CLXXXVIII. Ambos campos el cielo á grito herido Encienden. Vuela Enéas, y el acero Desnudando sobre él, «¿A dónde es ido Aquel Mezencio,» dice, «ántes tan fiero? ¿Qué se ha hecho ese arrojo tan temido?» Apénas el exánime guerrero Cobró, volviendo al cielo la mirada, La luz perdida y la razon turbada, CLXXXIX. Y responde: «¡Acerbísimo enemigo! ¿A qué suspendes sobre mí la muerte? ¿Qué me increpas si á nada yo te obligo? Libre eres de matarme; ni á moverte Con ruegos vine aquí, ni ya contigo Pactos hizo mi Lauso de esa suerte. Mas si áun queda piedad para el vencido, Una sola merced muriendo pido: CXC. »¡Da que sea mi cuerpo sepultado! Vengativas escucho en torno mio Rugir las olas de mi pueblo airado; ¡Sálvame tú de ese furor impío! Pueda de un hijo reposar al lado!» Esto dijo no más, y sin desvío Entregó la garganta á la honda herida. Y en sangre envuelta derramó la vida. LIBRO UNDÉCIMO. I. En este medio alzándose la Aurora Del Oceano las regiones deja. Enéas, aunque el ánsia le devora, Con que á dar sepultura se apareja A sus aliados, y consigo llora, Y el dolor de las pérdidas le aqueja; Sus votos, vencedor, cumple primero, Con el albor del matinal lucero. II. Cúmplelos; y en la cima de un collado Hace hincar luégo una robusta encina, Habiéndola de ramas desnudado; En ella la armadura diamantina De Mezencio pondrá: trofeo alzado Al Dios que en guerras triunfador domina. Ya le acomoda el yelmo, ya la cota, Por doce partes perforada y rota. III. Truncos vuelve sus dardos al guerrero En efigie, y su cresta ensangrentada, Préndele á izquierda el gran broquel de acero, A su hombro cuelga de marfil la espada. Y él, entre los aliados el primero, A hablarles se alza luégo: en apiñada Y silenciosa turba su persona Los jefes cercan ya; y así razona: IV. «Ya lo difícil acabasteis: llano, Soldados, lo que falta os adivino. Ved los despojos del cruel tirano; Ricas primicias son: ¡en esto vino Mezencio á dar por obra de mi mano! Sabed que á la ciudad del rey Latino Marchar nos cumple. En el marcial intento Ocupad desde ahora el pensamiento. V. »Prevenidos estad, porque llegada La hora que darán á mi ventura Los Dioses, de mover el campo, nada Los ánimos sorprenda, ni á pavura Ó á dañosa demora los persuada. A los muertos en tanto sepultura Demos: único honor que á ellos alcanza Del Aqueronte en la profunda estanza. VI. »Sí, á egregias almas que este patrio nido Con su sangre nos dan generadora, Que últimas honras tributeis os pido. Palante al patrio pueblo que le llora Sea en fúnebre pompa conducido: Virtud no le faltó: funesta un hora Robóle á nuestro amor, robóle al suelo, ¡Ay! para hundirle en sempiterno duelo!» VII. Y llora, y al umbral los pasos guia Donde Acétes, anciano y fiel guerrero, De Palante infeliz custodia hacía Al tendido cadáver. Escudero El del parrasio Evandro fuera un dia, Y vino en esta vez por compañero De aquel amado alumno, con auspicios, Cual ántes no lo fueron, impropicios. VIII. En torno ostentan en comun su duelo Turba troyana y mustia servidumbre, Y damas, suelto al aire el rico pelo En señal de dolor, cual fué costumbre. Entró Enéas al pórtico, y al cielo Alza inmenso clamor la muchedumbre, En gran lamentacion hiérense el pecho, Y suena con el llanto el regio techo. IX. Él, viendo de Palante sostenida La frente, y blanco el rostro á par de muerte Y en aquel pecho hermoso la ancha herida Que ausonia lanza abriera, y sin que acierte El llanto á contener, «¿Tú aquí sin vida,» Clama, «amigo infeliz? Cuando la suerte Más propicia á mis armas sonreia, ¡Ay! de mi lado te arrebata impía! X. »No quiso la cruel que el triunfo mio Vieses, y vencedor entre marciales Pompas volvieses al solar natío! No hice á tu padre, no, promesas tales Cuando, enviándome á excelso poderío. Al darme en tierno abrazo tristes vales Me advirtió receloso que lo habria Con gentes bravas en tenaz porfía. XI. »¡Y él hora por ventura se complace En trocar á esperanzas sus temores, Y ofrendas en el ara y votos hace, Miéntras damos estériles honores Al jóven que, pues ya sin vida yace, Nada debe á los Dioses superiores! ¡Por tí, padre infeliz, cuánto me aflijo! ¡Tú el cruel funeral verás de un hijo! XII. »¿Y éste es el triunfo ansiado? ¿éste el festivo Regreso? ¿ésta mi fe tan engreida? Mas no le viste, Evandro, fugitivo Ni echado de la lid con torpe herida; Ni por qué preferir tendrás, él vivo, Acerbo trance, ¡oh padre! á infame vida. ¡Cuánto pierdes en él, Ausonia, y cuánto Tú, hijo mio!» Así habló vertiendo llanto. XIII. Que el mísero cadáver se levante Ordena; y eligiendo mil guerreros Entre toda la hueste, de Palante La fúnebre custodia y postrimeros Honores les encarga: que delante Lleguen de Evandro, y tristes mensajeros, Consuelo den, pequeño á duelo tanto, Mas á un padre debido en tal quebranto. XIV. Otros, en este medio, con presteza De encina y de madroño acopian rama Con que féretro blando se adereza Hecho de zarzos en flexible trama: Verde toldo de rústica maleza Forman despues á la funérea cama, Y los miembros del jóven delicado Tienden en fin sobre el hojoso estrado, XV. Cual flor, por dedo virginal cogida, De muelle viola ó de jacinto tierno, Que áun formas guarda y esplendor de vida Falta de jugo y del favor materno. Dos túnicas Enéas en seguida Saca, que en leda ostentacion de interno Afecto dió, labradas de su mano, La excelsa Dido al capitan troyano. XVI. Triste él con una y otra (de ambas era Grana el fondo, que fino oro recama) Cubrió el cuerpo, y la hermosa cabellera Veló, que pronto abrasará la llama. Cautivas armaduras aglomera Que de Palante son conquista y fama, Y en larga serie desfilar ordena Cuantos ganó despojos en la arena. XVII. Allí arneses, caballos. Sordo al ruego Ya las manos atras ligado habia A los mancebos cuya sangre al fuego Dará, en obsequio que al finado envía. Manda á los mismos capitanes luégo Arboles lleven que á la luz del dia El nombre ostente del que fué vencido Por trofeo, y sus armas por vestido. XVIII. Bajo la carga de la edad maltrecho Acétes miserable en pos se lleva, Y ora á golpes ofende el flaco pecho, Ora uñas fieras en su rostro ceba, Ó de la tierra sobre el duro lecho Largo se extiende, y su dolor renueva. El carro de Palante ya aparece Que con rútula sangre se enrojece. XIX. Y Eton, su buen corcel, á su mesnada Se avanza, del marcial jaez desnudo, La faz en gruesas lágrimas bañada, ¡Que tanto en él el sentimiento pudo! Otros su asta y morrion (cinto y espada Turno se reservó) llevan, y mudo El ejército á pié la marcha cierra, El cuento de las lanzas vuelto á tierra. XX. Paróse Enéas, cuando en larga hilera La pompa funeral pasó adelante, Y dió en alto gemido su postrera Despedida al cadáver ya distante: «La misma de la guerra ley severa A otros llantos, ¡oh máximo Palante! Y á nuevo afan nos llama. ¡Salve, amigo, Por siempre, y para siempre adios te digo!» XXI. Calló, y á sus reales se encamina Tendiendo al alto muro. Allí, entretanto, Llegados son de la ciudad latina Embajadores, que de olivo santo Con la rama adornados peregrina Piden tregua, en la cual los que sin llanto Honroso á fil de espada yacen muertos, Sean de tierra por piedad cubiertos. XXII. Tregua piden y paz con los finados, Y que armisticio Enéas á varones Conceda, á quienes diera ya dictados De huéspedes y suegros. Las razones El Troyano aprobó de los legados, Y añade, al otorgar tan justos dones: «¡Latinos! ¿qué fortuna indigna os cierra En estos lazos de forzada guerra? XXIII. »¿Por qué á nuestra amistad fuisteis esquivos? Paz para aquellos me pedis que muertos Han sido en el combate;--¡áun á los vivos Quisiera yo otorgarla! A vuestros puertos No vine con intentos ofensivos, Mas sumiso al mandato de hados ciertos Mansion perpétua á establecer. Tampoco A guerra yo vuestra nacion provoco. XXIV. »De la hospitalidad faltando al fuero El rey Latino en Turno armado fia. Que Turno á estrago tal, solo y señero Se expusiese, ¿más justo no sería? Pues quiere echarnos, y á poder de acero La guerra terminar, aquí debia Reñir conmigo; de los dos viviera A quien Dios ó su brazo se la diera! XXV. »Hora los compañeros malhadados Id á imponer en la funérea pira.» Dijo. Atónitos callan los legados; Cada uno, vuelto el rostro, al otro mira. Dránces, que lustros ya cuenta avanzados, Que contra el jóven Turno odios respira Y en daño suyo acusaciones vierte, Responde, al fin, por todos de esta suerte: XXVI. «¡Oh tú, máximo en lid, rico en blasones! ¿Cómo sabré á los cielos ensalzarte? ¿Cuál te honra más, lo justo en las acciones, O lo sufrido en el rigor de Marte? Gratos, príncipe, á tí, de tus razones A la patria ciudad daremos parte; Y si á ello la Fortuna abre camino, Te enlazaremos con el rey Latino. XXVII. »Turno otro auxilio busque entónces: juro Que á cuestas hemos de llevar de grado Para cimiento del troyano muro Piedras que cumplan lo que manda el Hado!» A estas palabras con murmullo oscuro Asienten los demas. Quedó pactado Que dure, de los muertos en servicio, Seis dias y otros seis el armisticio. XXVIII. Viéronse en él mezclarse los soldados; Y vagando á la par teucro y latino, Con hachas abatir por los collados Fresno que herido cruje ó yerto pino, Y los cedros rajar de olor cargados, Con cuñas, y los robles, de contino, Y quejigos de agreste cabellera En plaustros gemebundos sacar fuera. XXIX. Entretanto la Fama voladora, Que ya á Palante vencedor mentia, De lúgubres alarmas nuncia ahora En torno á Evandro va, llenando impía Muros y techos donde Evandro mora. Los Arcades acorren á porfía Hácia las puertas, y segun costumbre Antorchas asen de funérea lumbre. XXX. Brilla de luces prolongada hilera Despartiendo los campos que ilumina. La frigia turba, en tanto, plañidera A los muros sus pasos encamina. Reúnense ambos pueblos; ya la entera Procesion á los techos se avecina: Las matronas la ven, y altos lamentos Por la triste ciudad dan á los vientos XXXI. A moderar á Evandro no es bastante Fuerza humana. Allá vuela, allá se arroja, Y deteniendo el féretro, á Palante Postrado abraza, en lágrimas le moja, Contra el seno le estrecha sollozante. Cuando hubo apénas la mortal congoja Dado paso á la voz, gimiendo dice: «¡Ay hijo de mi alma! ¡ay infelice! XXXII. »En vano me ofreciste cautelarte Del peligro fatal. Yo bien sabía Cuánto en la guerra á seducir es parte De la gloria el sabor; con qué energía En el primer conflicto arrastra Marte La juvenil ardiente fantasía! ¡Tristes primicias de tu edad lozana! ¡Dura preparacion de lid cercana! XXXIII. »¡Ay! que mis votos y mis preces nada Me valieron. Y tú, bendita esposa, No á tan fieros dolores reservada, ¡Cuánto fuiste, muriendo, venturosa! Por modo opuesto, yo de mi jornada He vencido la senda trabajosa, De las pruebas triunfé del hado esquivo, Y ya ¡padre infeliz! me sobrevivo. XXXIV. »¡Hubiera yo seguido los reales Troyanos, y los Rútulos me hubiesen A dardos abrumado, y pompas tales A mí, no á mi Palante, aquí trajesen! Mas aquellos banquetes fraternales, ¡Oh Teucros! no temais que hora me pesen, En que la diestra os di como alïado;-- ¡Golpe era aquéste á mi vejez guardado! XXXV. »Que si fué tu destino en tan tempranos Años caer, cayeras á los ménos --Muertos ántes mil Volscos á tus manos-- Guiando al Lacio el paso de tan buenos Compañeros! Piadoso el Rey troyano, Nobles Frigios y en masa los Tirrenos Te han hecho, sí, muníficos honores; Yo mismo no te hiciera otros mayores. XXXVI. »Traer les miro en árboles triunfales Armados cuerpos que humilló tu acero. Las fuerzas de la edad fuesen iguales, Y gran tronco llegaras tú el primero, Turno! --Mas ¡ay de mí! ¿por qué, mis males Llorando, os privo del laurel guerrero? Id ya, y á vuestro Rey en nombre mio Llevad estas palabras que le envío: XXXVII. »_Causa eres tú que yo viviendo siga,_ _Muerto Palante, en este odioso suelo;_ _Pues nos debes de Turno la enemiga_ _Cabeza á mí y á él. De tí en mi duelo_ _Y de Fortuna esta esperanza abriga_ _Mi pecho. Para mí ya no hay consuelo_ _Humano; mas á un hijo en su honda estanza_ _Nuevas quiero llevar de su venganza!_» XXXVIII. Despierta con sus rayos celestiales El nuevo dia, que en oriente raya, Al usado ejercicio á los mortales. Ya el padre Enéas, ya en la corva playa Tarcon ha alzado piras, en las cuales Vaya el Troyano y el Tirreno vaya A colocar los muertos de su bando, Los patrios ritos cada cual guardando. XXXIX. Arde la lumbre lúgubre, y oscura Nube envuelve del cielo las regiones. Revestidos de espléndida armadura Tres veces han marchado los peones En derredor del fuego que fulgura; Y tres los de á caballo en sus bridones Lustran la triste funeral hoguera, Y lanzan de dolor voz lastimera. XL. Plañendo de consuno, el largo lloro Riega el suelo y al par las armas riega: De las trompetas el clangor sonoro Y el clamor de la gente al cielo llega. Quién á las llamas el marcial tesoro A los Latinos arrancado, entrega: Finos yelmos, magníficas espadas; Frenos y ruedas, á encenderse usadas. XLI. Otro tal vez á la funérea pira, Prendas notorias de los que ella abrasa, Los escudos y aquellas armas tira Que ántes ciñeron con fortuna escasa. Mucho novillo en cerco arder se mira, Híspidos cerdos, víctimas sin tasa Traidas de los campos: hierro fuerte Las rinde al fuego y las consagra á Muerte. XLII. Caros cuerpos por toda la ribera Vense humear; y nadie se retira De la que guarda medio extinta hoguera, En tanto que en silencio húmeda gira Tachonada de luces la alta esfera. Y allá tambien innumerable pira (Que allá gimen tambien tristes destinos) Han alzado en su campo los Latinos. XLIII. Y á sus muertos, en parte, acogimiento Bajo la tierra con piadosas manos Mullen; otros envían á Laurento, Llevan otros á predios comarcanos; Y los demas sin distincion ni cuento Hacinados consumen. Ya los llanos En su vasta extension lucen doquiera Con el émulo ardor de tanta hoguera. XLIV. Así como ahuyentó con luz serena Gélidas sombras el tercero dia, Ruedan la alta ceniza, y tibia arena A los revueltos huesos que envolvia Encima acopian... Mas oid cuál suena, En esta de dolor larga porfía, La ciudad y su alcázar opulento Con mayor alarido y movimiento. XLV. Madres allí, ternísimas hermanas, Y huérfanos y viudas la homicida Guerra maldicen en querellas vanas, Y la boda de Turno prometida: Que las armas él solo empuñe insanas, Que él solo, exclaman, con las armas pida El imperio de Italia y la corona, Y los sumos honores que ambiciona! XLVI. De las hembras dolientes el dictámen Fiero apoyando Dránces, acredita Que á Turno emplaza á singular certámen El Troyano, y á solo Turno cita. Parciales hay tambien que á Turno aclaman, Ya abogando por él, ya en ronca grita: Con cien trofeos triunfador le nombra Voz popular; le da la Reina sombra. XLVII. En medio á tan ardientes altercados, De vuelta de Argiripa floreciente Veis aquí se presentan los legados Que allá marcharon; y, con triste frente, Que tan grandes trabajos empleados Empeño fueron, dicen, impotente: Nada han valido con el jefe griego Dádivas, oro, ni apremiante ruego. XLVIII. Ó á otra alianza, pues, tentar camino Ó proponer las paces al Troyano Será forzoso. El mismo rey Latino En profunda afliccion cayó. No en vano Las claras muestras del furor divino, Y los alzados túmulos del llano Que recientes se ofrecen á la vista, Incontrastable anuncian la conquista. XLIX. Y así el Rey de su corte á los primeros Varones, en sus altos penetrales Cita á solemne junta. Ellos ligeros Van, llenando avenidas y portales. Venerable entre tantos consejeros Por sus canas é insignias imperiales, Grave en medio de todos él se asienta; Ni es ledo aspecto el que su faz ostenta. L. Y luégo á los legados que, cumplido El cargo, han vuelto del etolio estado, Manda que de tan grave cometido Cuenten punto por punto el resultado. Cesa ya de las lenguas el rüido, Y obediente del príncipe al mandado, «Vimos, conciudadanos, á Diomédes,» Vénulo dice, «y sus argivas sedes. LI. »Asperezas vencimos del camino, Y á término llegando, aquella mano Tan temida tocámos por quien vino A tierra un dia el gran poder troyano. Triunfante el Rey, con próspero destino, En los campos del yápigo Gargano Echaba de Argiripa el fundamento, Ciudad que así nombró del patrio asiento. LII. »Así que entrado hubimos, y licencia Se otorgó á las palabras, nuestros dones Ofrecimos, y nombre y procedencia Declarámos al Griego: las razones Expusimos despues, que á su presencia Nos llevaron; la guerra que varones Extranjeros nos mueven. Manso oyónos, Y habló á su turno en apacibles tonos: LIII. «Antigua raza, Ausonios fortunados, »Que en paz gozais de la saturnia tierra, »¿Qué os instiga, viviendo sosegados, »A provocar desconocida guerra »Y en demanda á correr de nuevos hados? »¡Oh! quien eso pretende, ¡cuánto yerra! »Nosotros profanámos con el hierro »A Troya; y ved nuestro ejemplar destierro! LIV. »No en las pérdidas sólo que nos cuesta »El largo sitio, mi escarmiento fundo; »Ni sólo el frigio Símois me amonesta »De cadáveres lleno. Andando el mundo »¿Qué atroz suplicio por sufrir nos resta? »Doliera al mismo Príamo. Iracundo »El astro de Minerva, y Cafereo »Cruel lo sabe, y el peñon Eubeo. LV. »A otra zona lanzados, Troya hundida, »Llegó hasta las Columnas de Proteo »Peregrinando Menelao Atrida; »Llegó Ulíses al antro Ciclopeo. »¿Recordaré de Pirro la caida, »Derribado el altar de Idomeneo, »Y la locrina juventud, ahora »De las líbicas costas pobladora? LVI. »El mismo miceneo Rey, que un dia »De los grandes Aquivos tuvo el mando, »Fué, entre su mismo penetral, de impía »Consorte muerto bajo el brazo infando; »Venció así á quien vencido á Troya habia, »Villano burlador. Y yo, tornando »Al patrio hogar, la deseada esposa »No hube de ver ni á Calidonia hermosa. LVII. »¡Iras del cielo! Y áun aquí sombríos »Me siguen y fatídicos portentos: »Mudados ya los compañeros mios »En aves, cruzan los delgados vientos, »Siguen el curso á los desiertos rios »(¡Inaudita expiacion! ¡fieros tormentos!) »Y con fúnebres ecos de gemidos »Hinchen ¡ay! los escollos maldecidos. LVIII. »Temer debí tan espantosos males »Desde que en liza desigual, insano »Pude atentar á cuerpos celestiales, »Y á Vénus ofendí la diestra mano »Con sacrílega herida. Horrores tales »Finaron ya: con el poder troyano »Guerra no tengo; ni mi antigua gloria »Renuevo con placer en la memoria. LIX. »Yo, pues, en vuestro intento no conspiro: »Antes bien, que volvais á Enéas cabe »Esos presentes que traer os miro »De la patria. Ya golpe á golpe, en grave »Conflicto ya, de léjos, tiro á tiro, »Probé yo mismo el arte con que sabe »Empinar el broquel; la gran pujanza »Con que él menea la fulmínea lanza. LX. »Fiad por tanto en la experiencia mia. »Si el suelo ideo producido hubiera »Dos héroes más como él, llegado habria »A inaquios reinos el Dardanio, y viera »Grecia en duelo trocada su alegría. »¿Quién, sino Héctor y Enéas, de guerrera »Inmensa muchedumbre opuso terco »Antemural al estrechante cerco? LXI. »Ambos hicieron con su fuerte diestra »Que un año, y otro, y diez, dia tras dia, »Retrocediese la victoria nuestra: »Iguales en esfuerzo y bizarría, »Éste en virtudes superior se muestra. »¡Oh! paz haced con él, donde ella os ria; »Y huid toda ocasion que en lid acabe »Y con sus armas vuestras armas trabe.» LXII. »Esto, ¡oh máximo Rey! en la ardua empresa Falla el Griego y responde.» Habló; y creciente Rumor, pasada la primer sorpresa, Corre de boca en boca entre la gente, Como raudal, en natural represa De rocas detenido, que impaciente Murmullo forma, y la ribera brama Con el agua que bulle y se derrama. LXIII. Cuando cesó la agitacion primera El anciano monarca abrió su boca, Y habló de su alto solio en tal manera, Despues que á las Deidades pio invoca: «Quise yo que en sazon se definiera Esta causa, ¡oh Latinos! Hoy que toca Armado el enemigo á nuestras puertas, Tarde á civil consejo están abiertas. LXIV. »En guerra nos hallamos importuna Con recia, diva gente, que fatiga No recibió jamás de lucha alguna, Ni las armas depone, aunque enemiga Redoble adversos golpes la Fortuna. Nadie en extraños esperando siga; Faltónos la alïanza del Etolo: Cada cual en sí mismo espere sólo. LXV. »Dicho está, ciudadanos, cuánto sea Esta esperanza individual mezquina; ¿Mas quién hay que no palpe luégo y vea Que amenazado de fatal rüina El público edificio tambalea? A nadie vuestro príncipe acrimina: Ha hecho el valor cuanto al valor es dado; Todas sus fuerzas concentró el Estado. LXVI. »Qué ocurre ahora á mi indecisa mente Atended; breve soy; aquesto creo: Un territorio á par de la corriente Tusca, de antiguo, cual sabeis, poseo, Que hasta el confin sicano hácia occidente Se dilata. A labranza y pastoreo Dan Rútulos y Auruncos sus collados. Parte bravíos, parte cultivados. LXVII. »Cedamos por la paz á los Troyanos Esa áspera region, cuan larga yace, Con los montes piníferos cercanos. Iguales leyes de concorde enlace Les daremos, y parte como á hermanos En el reino. Pues tanto les aplace Aqueste suelo, de temor seguros En él se arraiguen y establezcan muros. LXVIII. »Mas si han de ir, y el destino lo tolera, A otras playas, es bien que les labremos Veinte cascos de itálica madera, O más que alcancen á ocupar: tenemos Sobrado material en la ribera. Brazos daré, espolones, jarcias, remos, Y de las naves el equipo todo; Fijen ellos el número y el modo. LXIX. »Además, á su campo cien varones Vayan, eximios en la gente nuestra, Que les lleven de paz proposiciones --El sacro olivo en la inocente diestra-- Y por mí sellen pactos. Ricos dones De oro y marfil conducirán, en muestra De mi amistad, y silla y trábea, emblema De esta que ejerzo autoridad suprema. LXX. »¡Ea! el remedio decretad que implora La afligida nacion que en vos espera!» Dránces entónces se alza, á quien devora Por la gloria de Turno, torticera Emulacion y envidia roedora. Fuerte en recursos y en palabras era, No en armas: en consejos, de prudente Fama gozaba, agitador potente: LXXI. Bien que de padre incógnito, debia Nobleza ilustre á la materna rama. Alzóse entónces, pues, y así á porfía Cargos amontonando iras inflama: «¡Benigno Rey! propones, á fe mia, Cuestion que, á nadie oscura, no reclama Mi voz. La causa del comun fracaso Todos la saben; mas la dicen paso. LXXII. »¡Dé libertad de hablar, y enfrene el vuelo A su orgullo, el fatal ductor que hace Con funestos auspicios--sí, dirélo, Y siquiera de muerte me amenace!-- Tanto prócer caer, y sume en duelo A la ciudad, miéntras con pié fugace Del enemigo campo se desvía Y al asordado cielo desafía! LXXIII. »¡Ojalá que esa espléndida embajada, ¡Oh el mejor de los reyes! y esos dones Muchos y grandes que enviar te agrada, Con uno solo y principal corones! No del justo dictámen te disuada Rebelde encono de émulas pasiones: Da tu hija en digna boda á egregio yerno, Y afirma así esta paz con lazo eterno! LXXIV. »Vamos á él mismo á suplicarle, empero, Si tanto miedo embarga á los Latinos, Que ceda, y deje al Príncipe su fuero Natural ejercer, y los destinos Contemple con piedad de un pueblo entero. --Tú, sola causa á nuestros males, dínos, ¿Los tristes ciudadanos de esa suerte Arrastrarás de nuevo á horrenda muerte? LXXV. »La guerra de salud no da esperanza: Todos pedimos paz, dánosla luégo Con la prenda inviolable que la afianza! Soy el primero que á pedirla llego, Yo, á quien émulo finges; ni hay tardanza En mí--vesme á tus plantas--para el ruego: ¡Ten piedad de los tuyos, pon la ira, Y léjos derrotado, te retira! LXXVI. »¡Cuánta muerte hemos visto! ¡cuánto estrago! ¿Qué tala en vastos campos no hemos hecho?... Mas si es que ejerce irresistible halago La fama en tí, si escondes en el pecho Tanto valor, y de tu afan en pago Esperas como dote regio techo Que no has de renunciar, entónces, ¡ea! Afronta á tu enemigo en la pelea. LXXVII. »Para que el regio enlace Turno ufano Goce, ¿sólo á nosotros por ventura, Sin lágrimas ni honores, en el llano Nos toca sucumbir, caterva oscura? Tú tambien, tú tambien, si no es en vano Fama heredera de marcial bravura, Sál luégo al campo, y con la frente erguida Contempla al que á batalla te apellida!» LXXVIII. Turno, impaciente ya, lanzó un gemido, Y voces tales de lo más profundo Del pecho arranca, en cólera encendido: «Tú el primero en llegar, tú el más facundo En los consejos, Dránces, siempre has sido. Brazos pida la patria, ardor fecundo,-- Jamás el labio vocinglero sellas. ¡Palabras! ¿y á qué el aula henchir con ellas? LXXIX. »Pomposas á volar las das seguro Miéntras sangre los fosos áun no llena Y áun pára al agresor trabado muro. Por tanto en tu oracion, cual sueles, truena, Trátame, oh Dránces, de guerrero oscuro, Ya que tú de cadáveres la arena Cubrir supiste, y por tu diestra veo Alzado acá y allá tanto trofeo! LXXX. »Gala hacer de valor te es dado en guerra, Ni habrás por enemigos de afanarte Yendo á buscarlos en remota tierra; Cercándonos están por toda parte. ¡A ellos, pues, á ellos! ¡cierra, cierra! ¿Qué aguardas?... ¿O los ímpetus de Marte Tú jamás de otra suerte los conoces Que en tu gárrula lengua y piés veloces? LXXXI. »¡_Yo derrotado_! ¿Quién de derrotado Me acusará, vil monstruo, cuando vea Que el Tibre por mi diestra acrecentado Con la troyana sangre rojo ondea; Que Evandro con su casa y con su estado Sacudido de asiento bambolea, Y que en fuga los árcades guerreros Arrojan en el campo los aceros? LXXXII. »No, no tal me probaron en su dia Pándaro y Bícias, con su gran pujanza, Y otros mil cuyas almas á porfía Hundió mi diestra en la tartárea estanza Cuando ejército hostil me circuia!-- ¡_La guerra de salud no da esperanza_! Al régulo dardanio, á tus parciales Vé, agorero, á cantar presagios tales! LXXXIII. »¡Alienta en tu alarmante clamoreo A gente no una vez vencida, y pisa Las esperanzas de la nuestra!... Veo Que huyendo ya con azorada prisa Los Mirmidones van, y el de Tideo (¡Tanto alcanzas!) y Aquíles de Larisa, Y vuelve su corriente espavorido De las ondas adriáticas Anfido! LXXXIV. »Luégo, que amenazante le intimido Simula, y es el miedo de la muerte De que astuto se ostenta poseido, Nueva ponzoña que en sus tiros vierte. Jamás esta mi diestra, fementido, --Escucha en paz; no has, no, por qué moverte-- Esa alma vil te arrancará del pecho Donde su nido y su morada ha hecho! LXXXV. »A tí y á las consultas que propones, Ahora, oh Padre, la atencion convierto. Si nada de tus fieles campeones Aguardas ya, si la esperanza ha muerto, Si nunca la Fortuna á dar sus dones Volvió, cuando en la guerra el desconcierto Pudo una vez señorear las almas, Tendamos luégo las inertes palmas, LXXXVI. »É imploremos la paz;--aunque ¡ah! si hubiera Algun resto en nosotros todavía De la virtud antigua!... ¡yo dijera Entre todos egregio en bizarría, Y en la coronacion de su carrera Feliz, al que dejó la luz del dia De una vez, por no ver tamaña afrenta, Mordiendo el polvo de la lid sangrienta! LXXXVII. »Mas si hay recursos, si hay á lid dispuesta Intacta juventud; si pueblo tanto, Tanta ciudad itálica nos presta Oportuno favor; si sangre y llanto A los Troyanos su victoria cuesta, Y asolacion igual, igual espanto Allá domina, ¿ante el umbral primero Rendiremos cobardes el acero? LXXXVIII. »¡Temblar de miembros, cuando áun no ha sonado La retadora trompa! En su porfía Vuelve las cosas á mejor estado El tiempo, huyendo un dia y otro dia. ¿Fortuna qué de veces no ha sentado En firme basa al que burlara impía? Ni á extremo caso hemos llegado; sólo El auxilio nos falta del Etolo: LXXXIX. »Nobles jefes diputan los vecinos: Ved al fausto Tolumnio en los primeros, Ved á Mesapo. Triunfos no mezquinos Ganará, sí, la flor de los guerreros Del Lacio y de los campos laurentinos! Acaudilla tambien sus caballeros, Honor, Camila, de la volsca gente, Acorazados de metal luciente. XC. »Mas ya que á lid me citan decisiva Los Teucros, si esto agrada, y tanto impido La pública salud, no así huye esquiva La victoria de mí, que tal partido No abrace ante tan grata perspectiva. Sí; con Enéas sin temor me mido: Cual otro Aquíles venga si le place, Y armas como hechas por Vulcano, embrace! XCI. »Ya lo he jurado, y con placer me inmolo (Que á mis mayores en virtud no cedo) Á vos y al Rey mi suegro.--_¿Á Turno solo_ _Emplaza Enéas?_ Pues admito ledo El singular combate. ¿Permitiólo El Cielo por castigo? No haya miedo Que Dránces lo padezca;--¿en nuestra gloria? Coger no espere el lauro de victoria!» XCII. De esta suerte en recíproca porfía Altercan sobre el arduo tema, cuando Ved que Enéas su ejército movia. Corre el palacio, y va terror sembrando Por la ciudad con alta vocería Un mensajero: Que el troyano bando Ha dejado la márgen tiberina; Que la tirrena hueste al par camina; XCIII. Que vienen en concorde movimiento Cubriendo las campiñas dilatadas. Los ánimos se turban al momento: Renuevan, con imperio estimuladas, Las populares iras su ardimiento; Frenéticos bramando, á las espadas Los jóvenes se arrojan; los ancianos Quejas murmuran entre lloros vanos. XCIV. La grita de la gente hiere al cielo Creciendo acá y allá vária y confusa, Como en los bosques al posar el vuelo Clamar el coro de las aves usa Entre el hojoso y apiñado velo; O como en el pecífero Padusa Miles de cisnes que le habitan, suenan En roncas voces, y el canal atruenan. XCV. De la ocasion asiendo que los hados Le dan, «¡Bien, ciudadanos!» Turno grita: «Consejo celebrad, y haced sentados Las alabanzas de la paz bendita, Miéntras sobre nosotros descuidados El taimado invasor se precipita!» Puertas afuera de la régia estanza, Sin esperar á más, raudo se lanza. XCVI. «Ház que el volsco escuadron se ordene ufano De sus señas en pos, Voluso, y guía Tú á los Rútulos,» dice;--«y en el llano Desplegad la veloz caballería, Oh Mesapo, y tú, Córas, con tu hermano. Avenidas y torres á porfía Defiendan otros; y conmigo ande Armado el resto á do mi voz lo mande.» XCVII. Correr se ve la poblacion entera A la muralla. Al mismo Rey anciano Obliga el triste lance á que difiera Aquel consejo, comenzado en vano, Y sus grandes debates. Que no hubiera Llamado en tiempo al adalid troyano Al reino, acreditándole por yerno, Mucho se culpa con lenguaje interno. XCVIII. Quiénes ante las puertas cavan fosas, Quiénes mueven estacas, y acarrean Piedras á empuje. A lides sanguinosas Instrumentos horrísonos vocean. Y ya, en vario cordon, madres y esposas, Y niños de tropel, largo rodean El muro. A todos en aqueste dia Llama el último trance y agonía. XCIX. Hácia el templo de Pálas, entretanto, Que entre sacros alcázares descuella, Se encamina la Reina: haciendo llanto Numerosas matronas van con ella Sus dones á ofrecer al Númen santo: Marcha á su lado la real doncella, Que inocente causó tantos enojos, Y no levanta los hermosos ojos. C. Inciensan, en subiendo á los umbrales, El templo, y el dolor que el pecho encierra Exhalan, de allí mismo en voces tales: «¡Arbitra omnipotente de la guerra! ¡Mira, oh vírgen Tritonia, á nuestros males! Al Frigio salteador derriba en tierra, Quiebra en su mano tú la arma homicida, Y ante esas puertas él la arena mida!» CI. Turno airado á su vez se arma á batalla: Con escamas de bronce á maravilla Cubierta, viste la rutulia malla; De áureas grevas ornó la pantorrilla (La sien áun no ha cuidado resguardalla); Ciñóse espada, y todo es oro, y brilla Rajando airoso del alcázar alto A anticiparse al enemigo asalto; CII. Cual, rotos los ronzales, sin que nada Se oponga en campo abierto á su albedrío, Vuela el corcel al pasto y la yeguada Huyendo del pesebre; ó hácia el rio En que los miembros refrescar le agrada, Erguida la cerviz, con ágil brío, Bufando va, y en ondas sobre el cuello Le juega, y por los brazos, el cabello. CIII. Acompañada de la volsca gente Camila al paladino se atraviesa Al paso, y ya en las puertas, reverente A tierra salta la gentil princesa: Dóciles á su ejemplo, incontinente Se apean los demas con fácil priesa; Y á hablar ella principia de esta suerte: «Turno, si un pecho que se siente fuerte, CIV. »Si un ánimo resuelto confianza Poner puede en sus fuerzas, yo de lleno Contrastar del Troyano la pujanza Prometo, y sola arrostraré al Tirreno. Deja que vaya á ejecutar venganza Mi diestra, y de peligros fausto estreno Haga esta vez en el combate duro; Y tú con los de á pié guarnece el muro.» CV. «¡Ornamento de Italia! ¡denodada Vírgen!» Turno á su vez exclama, puesta En la fiera doncella la mirada: «¿Qué gracias dignas, qué cortés respuesta Podré dar, á tu mérito adecuada? Mas ya que á todo riesgo estás dispuesta, Obremos de consuno. Enéas--sélo Por espías, y es voz que toma vuelo-- CVI. »Ese Enéas malvado, en la llanura Gente á caballo, armada á la ligera, Mandó á escaramuzar; mas él la altura Solitaria del monte en tanto espera Vencer, y á la ciudad llegar procura. Yo en los senos del bosque una certera Emboscada pondréle, con soldados El sendero asediando á entrambos lados. CVII. »Tú al Tirreno, reuniendo tus pendones, Vé, y el fuerte Mesapo allá te siga, Te sigan los latinos escuadrones Y las bandas del Tíbur: la fatiga Partiremos del mando.» Con razones Tales como éstas á Mesapo instiga Tambien, y á sus aliados capitanes; Y marcha él mismo á coronar sus planes. CVIII. Hay del bosque en las vueltas, y al que tienda Celada allí, promete buen suceso, Un valle á quien con sombra apremia horrenda De un lado y otro matorral espeso: Conduce al valle una delgada senda, Angosta boca y peligroso acceso, Y le domina incógnita y secreta En la cima del monte una meseta. CIX. De alcázar sirve aquésta y de guarida Para bélico asalto, ó darlo quieras A derecha y á izquierda una salida Inopinada haciendo, ó ya prefieras Rodar guijarros de la cumbre erguida. Turno á aquellas regiones traicioneras Por caminos que él sabe, vuela, y presto Metiéndose en la selva toma puesto. CX. En tanto con la faz bañada en lloro, Allá en la altura la hija de Latona A Opis veloce, ninfa de su coro, Interesa en su afan, y así razona: «¡Doncella! de mis armas el tesoro Ciñe en vano Camila, y se abandona A una guerra cruel--Camila, aquella Que amo ante todas en mi corte bella! CXI. »Ni afecto es nuevo el que Dïana abriga Y así á dulzura singular la mueve. A su hija tierna de Priverno antiga Sacó, huyendo el furor de airada plebe, El tirano Metabo: amor le obliga A que por medio del tropel la lleve Consigo; y alterando de Casmila, Su madre, el nombre, la llamó Camila. CXII. »El destronado Rey por compañera En su destierro la llevó consigo: Conduciéndola en brazos va doquiera; Con ella de agrios montes sin abrigo Las yertas cimas prófugo supera. Le estrecha en torno armado el enemigo: Recorriendo los Volscos la campaña Por víctima le buscan de su saña. CXIII. »Hé aquí que en medio de su fuga un dia A la márgen llegó del Amaseno: El agua rebosaba; tanta habia Caido en recia lluvia. El turbio seno Quiso á nado pasar; mas, ¡ay! temia Por su carga preciosa: de afan lleno Todo á un tiempo lo piensa, y de repente Osado arbitrio avasalló su mente. CXIV. »Iba empuñando, á la guerrera usanza, Con nudos, y de sólida firmeza Que el humo examinó, disforme lanza: De silvestre alcornoque en la corteza Metió á la niña, al medio la afianza Del asta, y para el vuelo la adereza: Blande en mano robusta el arma al viento, Y esta plegaria eleva al firmamento: CXV. «¡Oh de los bosques, tú, frecuentadora, »Alma vírgen Latonia! esta hija mia »Consagro á tu servicio desde ahora: »Ella á dudosas auras hoy se fia »Perseguida y volando huye y te implora: »Tuya es, lleva tus armas; tú la guía, »Sálvala tú!» Y aquí con gran pujanza Doblando el brazo despidió la lanza. CXVI. »Suenan las ondas, y la pobre infante Pasa sobre la rápida corriente No en vano asida al asta rechinante. Metabo, que ya encima el tropel siente, Arrójase á las aguas, y triunfante, A un césped que vistió grama riente (¡Gran merced de la Diosa, alta fortuna!) Arranca el dardo con la intacta cuna. CXVII. »Vaga, y ni aldea ni ciudad le asila; Ni sufriera favor su índole brava: Al modo rudo que el pastor estila, Solitario en los montes habitaba; Y con feral sustento á su Camila En madrigueras hórridas criaba: Allí en sus tiernos labios, de bravía Yegua las ubres exprimir solia. CXVIII. »Y áun los pasos primeros no ha ensayado Con vacilante pié la tierna niña, Sin que á sus palmas él dardo aguzado Dé, y al hombro carcaj y arco le ciña; No, sin que en vez del manto y del tocado De oro que el lujo cortesano aliña, Desde la coronilla le suspenda Sobre la espalda, piel de tigre horrenda. CXIX. »¡Y qué era ver la bella cazadora Venablos impeler con breve mano, Ó en torno de las sienes zumbadora El honda sacudir, y al cisne cano Ó ya la grulla derribar que mora Orillas de Estrimon! En vano, en vano Cien tirrenas matronas para nuera Quisieron detenerla en su carrera. CXX. »Contenta con el culto de Dïana, Ni de las armas la atencion desvía, Ni la virginidad jamás profana A cuyo eterno amor su gloria fia. Oh! ¡quién me diera que en contienda insana No hubiese ella de entrar en este dia Con los Troyanos, y, á mi pecho cara, Con vosotras aquí me acompañara! CXXI. »Mas pues su acerba suerte se acelera, ¡Ea! cruzando la region vacía Tú al latino país baja ligera, Vé al campo donde lid se enciende impía Bajo auspicios infaustos, y quienquiera Sea el que ofenda de la ninfa mia Las carnes sacras, Ítalo ó Troyano, Pague el hecho á mis armas y á tu mano. CXXII. »Recíbelas al punto, y de esta aljaba Saca la flecha vengadora. A vuelo Yo el cuerpo de la triste en nube cava, Antes que le despojen, volverélo A la tierra que de hija tal se alaba, Y tumba le daré.» Dijo; y del cielo Opis se lanza en negro torbellino Y estruendosa en el aire abre camino. CXXIII. Hé aquí á los muros el unido bando De etruscos y troyanos caballeros En ordenadas haces va marchando: Huellan el campo indómitos y fieros Sacudiendo las bridas y bufando Los sofrenados brutos. ¡Cuál de aceros Erizados los llanos se estremecen, Y en puntas mil y mil arder parecen! CXXIV. Mesapo, en esto, enfrente á los Troyanos Asoma con los rápidos Latinos, Y el ala de Camila, y los hermanos Que mandan la legion de Tiburtinos: Van apretando en recogidas manos Largas lanzas, y blanden dardos finos: Acércanse, el furor que espiran crece, Y el bramar de los potros se enardece. CXXV. Cuando uno y otro ejército venido Hubo á tiro de dardo, ambos se paran: De ambas partes en súbito alarido Prorumpen, y al encuentro se preparan: Cada uno á su corcel de ardor henchido Anima con la voz; todos disparan Arrojadizas armas á porfía Cual densa nieve, y se oscurece el dia. CXXVI. Ante todos, Tirreno y el ardido Acónteo uno para otro van derecho, Lanza en ristre, y en hórrido estampido Estréllanse los dos. Pecho con pecho Este y aquel caballo en choque herido Se despedazan. Rueda á largo trecho Acónteo, de violenta sacudida, Y exhala al viento la infelice vida. CXXVII. Tál piedra que arrojó mural tormento Cae, así el rayo que estallando asuela. Turbáronse las haces al momento: Echa cada Latino su rodela A la espalda, y, cambiando el movimiento, El bando urbano hácia sus muros vuela: Como caudillo principal, Asílas En pos impele las troyanas filas. CXXVIII. Y ya llegaban á las puertas, cuando Veis que á la carga los Latinos gritan, De los brutos volviendo el cuello blando: A su turno los otros ejercitan La fuga, y vuelan rienda suelta dando. Dos veces los Toscanos precipitan Contra el muro á los rútulos guerreros, Dos, cubriendo la espalda, huyen ligeros. CXXIX. Lo mismo en el vaivén de la marea El ponto, ora se avanza á la campaña, Altos escollos espumoso albea, Apartadas arenas crespo baña; Ora retrocediendo raudo ondea, Y riscos que rodó su hirviente saña Torna á sorber bajando, y se repliega, Y las húmedas playas desanega. CXXX. Mas así que principian el tercero Encuentro, cada cual toma adversario, Y entra en calcada pugna el campo entero: Entónces fué el gemir, confuso y vario, Los que mueren; y arnes y caballero Nadar entre el estrago sanguinario Confundidos; y á par de los varones Semiánimes sucumben los bridones. CXXXI. Arrecia el batallar duro y ardiente. Orsíloco del miedo se aconseja De combatir con Rémulo de frente, Y tirando al troton, bajo la oreja Híncale un dardo. Empínase impaciente Con el acerbo hierro que le aqueja, Y de uno y otro brazo el aire azota Furioso el animal, y al dueño bota. CXXXII. Mata á Yólas Catilo; á Herminio mata, Alma grande, armas graves, cuerpo ingente: Desnudos cuello y hombros, se desata Undoso encima el oro de su frente: Golpes su cuerpo de esquivar no trata: ¡Tanto á la ofensa espacio da patente! Temblando en su ancha espalda el asta hundida Doblóle, de dolor, la larga herida. CXXXIII. Sangre acá y acullá negra se vierte, Nada el acero talador perdona, Y todos entre golpes van la muerte Buscando, que gloriosa los corona. En medio á tanto horror, activa y fuerte Ufánase Camila, de Amazona, La de aljaba gentil, la que desnudo Presenta un pecho en el combate rudo. CXXXIV. Y ya esparza la vírgen animosa Tantos astiles con que el aire llena, Ya el hacha de dos filos poderosa Esgrima, siempre á su hombro el arco suena, El arco de oro y armas de la Diosa. Ella, áun huyendo en la tendida arena, Vuelto el arco descárgale á deshora, Hiriendo atras con flecha voladora. CXXXV. Dan á la semidiosa compañía, Flor de Italia y su corte, la doncella Larina, y Tula, y la que en liza impía La ferrada segur, hiriendo, amella, Tarpeya audaz; á quienes ella habia Para formar su comitiva bella Elegido por damas auxiliares, Fuese en paz, fuese en bélicos azares. CXXXVI. Tal se ostenta, ya bata el Termodonte Helado, ya el peligro en la pelea Con armas vistosísimas afronte, La tracia hueste de Amazonas; sea Que á Hipólita circunden, ó que monte En su carro triunfal Pentesilea; La tropa femenil saltando agita Lunadas peltas, y en tumulto grita. CXXXVII. ¿A quién, oh vírgen de marcial talante, Primero acometiste, á quién postrero? ¿Cuántos tu diestra derribó triunfante?-- Fué Euneo, hijo de Clicio, á quien, primero, Largo abeto en el pecho por delante Ella hundió. Cae el mísero guerrero, Muerde el polvo, y muriendo, en sangre propia Revuélcase, vertida en larga copia. CXXXVIII. Luégo á Líris embiste y á Pagaso Aquél, miéntras la brida asir pretende, Con su troton cayendo; estotro, al paso Que acude, y al caido amigo tiende La inerme diestra, en súbito fracaso Ruedan: sobre ambos á la par desciende Golpe mortal. Camila con su lanza A Amastro, hijo de Hipota, en pos alcanza. CXXXIX. Tendiendo todo el cuerpo, amaga, estrecha A Harpálico en seguida y á Tereo, Y á Cromo y Demofonte. Cuanta flecha Ella envía, obediente á su deseo Mata un Frigio, ya á izquierda, ya á derecha. Allá léjos en tanto á Órnito veo En su caballo yápigo de caza Moverse, armado en desusada traza. CXL. Cubre sus anchos hombros recio cuero De novillo: encajadas las ingentes Fauces de un lobo, nuevo aspecto y fiero Con las quijadas y albicantes dientes, Dan á su rostro. Un esparon grosero Menea. Entre los otros combatientes Revuélvese, y á todos su cabeza Sobra, abultada de animal fiereza. CXLI. Cogió ella al cazador, ni afan le cuesta En hueste desbandada. «¡Y qué, Tirreno! ¿Piensas,» dice, «que aquí cazar te es fiesta Monstruos, cual de las selvas en el seno? Tiempo es que de armas de mujer respuesta Lleven tus voces. Ni de gloria ajeno Vas á la sombra de tu padre: díla Que á manos sucumbiste de Camila.» CXLII. Habló así, mal contenta su venganza Con traspasarle el pecho. Y luégo humilla, Troyanos ambos de feroz pujanza, A Orsíloco y á Bútes. Donde brilla La tez del cuello, que á cubrir no alcanza Pendiente á izquierda del broquel la orilla, Entre el yelmo y loriga del jinete, Allí á Bute, en su fuga, el hierro mete. CXLIII. Busca ambicioso en circular corrida Orsíloco, á su vez, á la guerrera: Sigue ella al mismo de quien es seguida, En órbita menor huyendo artera; Y descarga sobre él, volviendo erguida, Hacha tremenda: ruegos él reitera; Golpes ella, y las armas párte y huesos; Cubren la hendida faz calientes sesos. CXLIV. A parar cerca de ella entónces vino, Y espantado suspéndese, el guerrero Hijo de Auno, habitante de Apenino, Que entre Ligures ya no fué el postrero Miéntras sus fraudes protegió el destino. Ve que huir no le es dado el trance fiero, Y ve tambien que de apartar no hay traza A la Reina cruel que le amenaza. CXLV. Arbitrios á idear comienza astuto, Y dice: «Quien te aplaude, ¡oh cuánto yerra! No tú, mujer, mas tu arrogante bruto Autor es de tu gloria. Vén; mas cierra El camino á la fuga: á pié disputo Con las armas el campo: ambos á tierra Saltemos, y veamos, frente á frente, Si esa gárrula fama triunfa ó miente!» CXLVI. Sintió del pundonor punzada aguda Camila; da el caballo á una escudera, E igualando las armas, con desnuda Espada, y parma sin divisa, espera. El mancebo del éxito no duda De su artificio, y huye: de ligera Riendas ha vuelto, y con la espuela dura Al veloz alazan volando apura. CXLVII. «¡Falso ligur! en vano el triunfo cantas De las perfidias que aprendiste! en vano Soberbio esperas que artimañas tantas A tu padre falaz te vuelvan sano!» Dijo la vírgen; con aladas plantas Pasa, cual rayo, al fugitivo, y mano, Delante del caballo que volaba, Al freno pone, y del jinete traba. CXLVIII. Y allí en la sangre de él venganza toma, Con la facilidad con que en el cielo, Desde alto pico abalanzado, asoma, Ave sagrada, el gavilan, y á vuelo Alcance da á la tímida paloma Sobre las nubes: cae la sangre al suelo, Miéntras él las rapantes uñas ceba, Y las plumas que arranca, el viento lleva. CXLIX. No con ojos en tanto indiferentes, Sentado en alto en el Olimpo, mira Trabados en la lid los combatientes El Padre universal; y á nueva ira Mueve á Tarcon, que en ímpetus furentes Arde, á caballo entre el estrago gira, Y viéndolas cejar, habla á sus bandas En voces ora fieras y ora blandas. CL. Por sus nombres ya á aquél, ya á éste apellida, Y el desigual combate restablece. «¡Tirrenos sin pudor! ¿qué os intimida? ¿Nunca será que á demostrarse empiece Nuestro viejo furor? Que de vencida Os lleve una mujer ¿no os enrojece? Si para huir vinisteis, compañeros, ¿A qué empuñar inútiles aceros? CLI. »No así de Vénus combatir os cuesta En la nocturna lid. ¡Cuán de otro modo Saltais de Baco en la ruidosa fiesta Al són de corva flauta! ¡Id--si ese es todo Vuestro placer, si vuestra gloria es ésta-- Rondad las mesas del festin beodo, Miéntras bien el augur os pronostica, Y os llama al alto bosque la hostia rica!» CLII. Dijo así, y á morir con gloria atento, Pica el caballo, en el tropel se lanza, Y á Vénulo arremete turbulento: Con poderosa diestra le afianza, Y, arrancando al jinete de su asiento, Abrázale ante sí con gran pujanza. Vuela. Gritos de asombro el aire hienden, Y allá, todos allá la vista tienden. CLIII. Vuela, armado llevándose un guerrero, Flamígero Tarcon por la llanura; Y tróncale la lanza, y va ligero Resquicios requiriendo á la armadura Por do llegue de muerte al prisionero. Mas éste rebelándose procura Apartar de su cuello la amenaza, Fuerza opone y la fuerza hostil rechaza. CLIV. Como al dragon que se arrastraba en tierra Fiera arrebata un águila rojiza, Y vuela en alto, y con los piés le aferra, Y las sangrientas garras encarniza; Llagado el monstruo se retuerce, y cierra Las nudíferas roscas, y se eriza Con rígidas escamas, y su boca Silba, y erguido á su opresor provoca; CLV. El ave en tanto de afligir no cesa Con corvo pico á la hidra reluchante, Y el aire con las alas bate ilesa: Arrancando con ímpetu triunfante Del tiburtino campo, así su presa El tirreno Tarcon lleva delante. Movidos de su ejemplo y suerte buena Tornan los Lidios á la ardiente arena. CLVI. Arrunte, á quien por suyo el hado sella, Ganándola de mano, hábil espía Con dardo á punto á la veloz doncella, Y busca al golpe fiero fácil via. Si furiosa enemigos atropella En medio de la bélica porfía, Él vuelve allá solícitas miradas Y le sigue callando las pisadas; CLVII. Y si es que ella á su campo victoriosa Torna el paso, tras recias embestidas, Él entónces allá con insidiosa Mano convierte las ligeras bridas. En su mañera ronda no reposa, Las entradas tentando y las salidas En largo giro, y con secreto gozo Blande el asta certera el cauto mozo. CLVIII. En tal sazon en medio á los tropeles Con frigias armas luce rico y fiero Cloreo, consagrado ya á Cibéles, En bridon espumoso caballero: En oro entretejidas cubren pieles, Emplumadas de láminas de acero, Su caballo; y él mismo se engalana Con los esmaltes de extranjera grana. CLIX. Cretenses flechas lanza cuando tiende El arco licio: al hombro el arco de oro Tiémblale al vate, y de oro el casco esplende Su clámide amarilla, y el sonoro Undívago ropaje anuda y prende En áurea joya; bárbaro tesoro Muslo y pierna guarnece, y de la aguja La arte sutil su túnica dibuja. CLX. Tras éste corre, pues, la vírgen, ora Colgar quiera sus armas por trofeo Al templo, ó ya vestir, de cazadora, Cautivo el oro del vistoso arreo. Mujeril impaciencia la devora, Y en manos, ¡infeliz! de su deseo, En la confusa lid con alma y ojos Tras esa presa va y esos despojos. CLXI. Arrunte, la ocasion llegada al dolo, El dardo aparejado, oró ferviente: «¡Oh tú, á quien los Hirpinos como á solo Dios del Soracte protector, la frente Humildes inclinamos, almo Apolo! Tú en cuyo honor cien pinos luz viviente En piras dan; y á cuya sombra santa Ascuas hollamos con segura planta! CLXII. »¡Númen de alto poder! préstame oido: Matar á esa mujer, que es nuestra afrenta, Concede á nuestras armas. Nada pido Del triunfo para mí: ni tengo cuenta Con los despojos, ni del prez me cuido; Mi nombre de otros hechos se alimenta. ¡Ella caiga, ella muera! más no anhelo; Y vuelva yo inglorioso al patrio suelo!» CLXIII. Parte oyó, y á la alada ventolina Parte de la plegaria Febo entrega: Que con muerte el mancebo repentina Postre á la vírgen arrojada y ciega, A eso la oreja y voluntad inclina: Que á su alta patria torne, eso le niega Al suplicante, y este dulce voto La borrasca le alzó, robóle el Noto. CLXIV. Silba el dardo en el viento. En ese instante Todos los Volscos con espanto mudo Fijan de su señora en el semblante Ojos y mente. Ella saber no pudo De viento, silbo, ni asta amenazante, ¡Ay! hasta que llegó bajo el desnudo Izquierdo pecho á hincarse el hierro aleve, Y la virgínea sangre entrando bebe. CLXV. A recibir acuden á porfía A la Reina temblando sus doncellas. Con mezcla de terror y de alegría Se hurta, ante todos, á la vista de ellas Arrunte desalado: ya no ansía Astuto perseguir ajenas huellas; Sin que de más que de escapar se acuerde, En medio del tumulto huye y se pierde. CLXVI. Así aquel lobo que en el campo deja A un gran novillo, ó al pastor, sin vida, Cobarde al punto del lugar se aleja, El alcance temiendo, en presta huida; La conciencia del hecho audaz le aqueja; Medrosa bajo el vientre recogida Vuelve la cola, y sin mirar por dónde En marañada selva entra y se esconde. CLXVII. Entre tanto la vírgen moribunda Arranca con la diestra el dardo hundido; ¡En vano! entre los huesos con profunda Llaga se ceba el hierro encrudecido. Sombra de muerte su mirada inunda, Fáltale ya la sangre y el sentido, Y la color que tuvo purpurina Desaparece de su faz divina. CLXVIII. Ser llegada sintió su hora postrera, Y á Acca se vuelve, de su corte dama, En leales afectos la primera, En cuya fe su corazon derrama. «¡Acca!» dice, «¡mi dulce compañera! Ya se acabó de mi vivir la llama, A esta llaga no esperes que resista; ¡Toda es en torno oscuridad mi vista! CLXIX. »Vé, y dí á Turno mi anhelo postrimero: Que ocupe mi lugar, y á los Troyanos De la ciudad repela.--¡Adios! ¡yo muero!» Calla, y huyen las riendas de sus manos; Fria ya, desmayado el cuerpo entero, Sucumbe renunciando á esfuerzos vanos, Y el blando cuello y la sagrada frente Reposa al fin la vírgen falleciente. CLXX. Al reino de las sombras con gemido Huyó el alma indignada. En tal momento Se alza del campo unísono alarido Las estrellas á herir del firmamento. Al caer la heroína, más reñido Empéñase el combate. Ciento á ciento Embisten á una vez con altas voces Teucros, Tirrenos, Arcades veloces. CLXXI. De la Diosa ministra vigilante, Impávida testigo de la liza Sentada en alto monte allá distante Ópis mirando está la horrenda riza. Mas viendo en el tropel vociferante La sentenciada Ninfa que agoniza, Su conmovido pecho no consiente Moderacion, y clama en voz doliente: CLXXII. «¡Pobrecita de tí! porque contraste Hacer quisiste á la nacion troyana, ¡Oh, en qué modo cruel tu error pagaste! ¡Cuán cara te costó la guerra insana! ¡En vano desde niña fiel honraste En solitarias grutas á Dïana! ¡En vano por las selvas dando asombro Nuestro arco y flechas suspendiste al hombro! CLXXIII. »Consuélate; no á muerte desastrosa A tí tu Reina abandonar pudiera; De gente en gente sonarás famosa, Y la mancha de inulta no te espera: Gloria y venganza te dará la Diosa, Gloria y pronta venganza; ¡oh, sí! quienquiera Que haya sido el autor de tu desgracia, Yo vengo al campo á castigar su audacia!» CLXXIV. La tumba de Derceno, de Laurento Antiguo rey, del monte al pié se empina En que Ópis vigilaba, monumento De amontonada tierra, que una encina Con sombra amiga cubre. En un momento Su vuelo gentilísimo declina Agil la Diosa allá, y en lo alto puesta A Arrunte busca con mirada presta. CLXXV. Con su marcial espléndido atavío Marchar le ha visto, en vanagloria hinchado; Y «¿A dónde, á dónde vas con tal desvío? Revuelve,» dice; «¡aquí te llama el hado! Matador de Camila, yo te fio Que llevarás el galardon ganado; A tí, tambien á tí se ha dado en suerte De armas divinas recibir la muerte!» CLXXVI. Y habiendo del carcaj, que de oro es hecho, Sacado una saeta alada, apunta No sin ira la Ninfa, á largo trecho Tendiendo el arco, hasta que comba y junta Entre sí los extremos ante el pecho, Y, ambas manos en línea igual, la punta Tocando está del hierro con la izquierda, Y el seno con la diestra y con la cuerda. CLXXVII. El disparado arpon que rasga el viento Sintió Arrunte, y á par del estallido, En sus carnes el hierro entrar violento. No alcanzó de los suyos sino olvido, Que en medio de revuelto campamento Lanzar le dejan el postrer gemido Sobre el polvo ignorado. Alzando el vuelo Ópis veloz restituyóse al cielo. CLXXVIII. De Camila la banda á triste huida Se entrega: ya los Rútulos turbados, Ya Atina, el valeroso, ha vuelto brida. Sin jefes, sin enseñas los soldados Al muro corren á buscar guarida, A escape, por los Teucros acosados, De muerte perseguidos. No hay quien mueva Armas en contra ni á esperar se atreva. CLXXIX. Aliento, sólo para echar, les queda, Al hombro el arco laxo: el suelo duro Baten los cascos voladores: rueda Del campo á la ciudad turbion oscuro. Las matronas la infausta polvareda Ven, rompiéndose el pecho, desde el muro: Agudo sube el femenil lamento Las estrellas á herir del firmamento. CLXXX. Aquellos mismos que patente entrada Hallan, yendo adelante, no por eso Evitan de la turba encarnizada Que envuelta en el tropel los sigue, el peso. Tal hubo á quien alcance dió la espada Ya en el umbral, á do llegaba ileso, Y en la patria ciudad, recien llagado, Va á morir de su hogar en el sagrado. CLXXXI. Mas de la plaza al ver los guardadores Que amigos y enemigos junto llegan, Puertas danse á cerrar, y á los clamores No osan ceder de los que ansiosos ruegan. Nacieron del terror ciegos furores: Estos, armas en mano, el paso niegan; Con las suyas abrirlo aquéllos quieren, Y en choque horrendo asaz matan y mueren. CLXXXII. Los exclusos, que en vano buscan senda (Espectáculo fiero á los llorosos Padres), ó urgidos de presion tremenda Caen despeñados en los hondos fosos, O contra la muralla á toda rienda Arrójanse á estrellarse impetüosos, Y los ferrados postes acomete La ciega masa con furor de ariete. CLXXXIII. Desde el muro matronas y doncellas Negras púas y recios leños tiran, Si aceros faltan, y á seguir las huellas De la Amazona intrépidas aspiran. Puro amor de la Patria tanto en ellas Hace, que sólo á defenderla miran Tendiendo el cuerpo, y cada cual espera Morir en el empeño la primera. CLXXXIV. En este medio allá en los escondidos Senos del bosque á Turno desconcierta Nueva cruel que lleva á sus oidos Acca en gran turbacion:--Camila, muerta: Los Volscos, destrozados, destruidos: Del enemigo la victoria, cierta; Suyo el abandonado campamento: El terror á las puertas de Laurento. CLXXXV. El mancebo al instante ardiendo en ira (No sin que á ello en su daño le persuada La voluntad de Jove) se retira Del agrio bosque y pérfida celada. A tiempo que él de nuevo á sus piés mira Dilatarse los llanos, la evacuada Montaña Enéas penetró, la altura Supera, y sale de la selva oscura. CLXXXVI. Raudo uno y otro á la ciudad camina; No muchos pasos entre sí distantes Y en órden van. La hueste laurentina Y de polvo los campos humeantes Delante Enéas ve: que él se avecina Turno advierte á su vez; de los infantes Ha sentido el concorde movimiento Y de los potros el fogoso aliento. CLXXXVII. Y al combate principio allí se diera, Si, á par que el hemisferio desampara, No ya el rosado Febo en la onda ibera Sus cansados cabellos recreara. Abriendo de la noche la carrera Fallece el dia, y sin su lumbre clara Deja á entrambos ejércitos, los cuales Cercando el muro asientan sus rëales. LIBRO DUODÉCIMO. I. Turno, como á las haces de Laurento Bajo impropicio Marte debeladas Perder contemple el primitivo aliento, Y que en torno solícitas miradas De su palabra audaz al cumplimiento Le empeñan, mudamente en él clavadas. Implacable de suyo se enardece Y con sus iras su arrogancia crece. II. Como leon que en la africana arena, Si le han herido cazadores, arde En rabia, que su roto pecho llena Por grados; y ya, en fin, con fiero alarde Armas mueve; sacude la melena Sobre el fornido cuello, y el cobarde Dardo rompiendo que llevó prendido, Da con labio sangriento un gran rugido: III. No de otra suerte el fuego de venganza En el alma de Turno se acrecienta. Va luégo á hablar al Rey, sin que templanza Sufra en el tono su pasion violenta: «¡Señor!» dícele, «en Turno no hay tardanza, Ni hay por qué de lo dicho se arrepienta El vil Dardanio ó lo pactado altere; Soy con él en batalla, si esto quiere. IV. »Tú en la forma ritual el desafío Propon con esta ley, augusto anciano: O ha de lanzar al Tártaro sombrío A ese prófugo de Asia aquesta mano, Y sentado contemple el campo mio Que por la honra comun mi ardor no es vano; Ó él á todos en mí vencidos vea, Suya Lavinia con el triunfo sea.» V. Latino respondió palabras tales Con grave y reposado continente: «Lo mismo que entre todos sobresales, Mancebo audaz de corazon valiente, Por tus feroces ímpetus marciales, Más que todos me cumple ser prudente, Y es bien que todo yo lo pese y mida, Consejos oiga y en sazon decida. VI. »Villas ganadas por tu esfuerzo tienes, Y tienes de tu padre el real palacio; Latino, como Dauno, abunda en bienes Y en liberal afecto. Hay en el Lacio Otras beldades de virgíneas sienes, Nobles tambien. Perdona si me espacio En ideas amargas: lo que siento Te diré sin disfraz; estáme atento: VII. »A antiguos pretendientes la hija mia No he debido otorgar; á tal partido Hombres y Dioses oponerse vía. Vencido de mi amor á tí, vencido Fuí del deudo, y del llanto y frenesía De la régia consorte: al recibido Yerno quito su bien, todos los lazos Rompo, y de impía guerra échome en brazos! VIII. »De entónces cuántas bélicas faenas Me envuelven, sabes, Turno; ¿y qué no hallas, Tú mismo, tú el que más, de ímprobas penas? Perdimos en el campo dos batallas; Las esperanzas de la Patria apénas Guarecemos ahora entre murallas: Aun cálido con sangre el Tibre ondea, Aun de osamentas la llanura albea. IX. »¡Ay! ¿á qué instable acuerdos tomo y mudo? ¿Qué demencia me impele y me desvía? ¿Por qué la guerra á suspender no acudo De una vez, vivo tú, si, muerto, habria De atar con ellos amistoso nudo? ¡Ser no puede mi suerte tan impía Que, porque mi hija y sociedad me pides, A exponerte me fuerce á horrendas lides! X. »Los consanguíneos Rútulos ¿qué hubieran De decir? ¿qué la Italia toda?... ¡Mira Los altibajos que al que lidia esperan!... ¿Piedad tu viejo padre no te inspira Si pesares su término aceleran? ¡En Ardea, ausente tú, por ti suspira!» Habló. Turno á razones no se inclina; Es estímulo al mal la medicina. XI. Insiste en sus propósitos; y luégo Que pudo desatar la voz, turbado De aquel furor inexorable y ciego, «¡Monarca venerable! ese cuidado Que tomas,» dice, «por mi bien, te ruego Te dignes por mi bien echarle á un lado; ¡Permite que áun á costa de mi vida Conquiste yo la gloria apetecida! XII. »Sí, que no es tan inválido mi acero, Ni golpes da mi diestra tan en vago: ¡Tambien hienden mis armas cuando hiero, Y allí brota la sangre donde llago! No acudirá esta vez tan de ligero Diva madre á librarle del amago; Seránle contra mí defensa flaca Femíneos velos entre nube opaca!» XIII. La Reina, en tanto, á quien temblar hacía Aquel nuevo combate, á Turno ardiente, Su electo yerno, detener porfía; Y ya entre sí mortal despecho siente: «¡Óyeme!» dice, «¡tú, esperanza mia, Consuelo solo á mi vejez doliente! Columna del Estado glorïosa; Mi casa entera en tu favor reposa. XIV. »¡Oh Turno! por mi bien y mi decoro, Si algun respeto y atencion me debes, Te ruego, y por las lágrimas que lloro, Que con los Teucros tu valor no pruebes; ¡Es la única merced de tí que imploro! Mio será cualquiera fin que lleves; Pues yerno á Enéas no veré cautiva: ¡No pienses ¡ah! que yo te sobreviva!» XV. Oye á su madre, y lágrimas derrama Lavinia, y harto dice su mejilla; Vivo rubor la baña de la llama Que en los huesos empieza á consumilla: Marfil semeja el rostro de la dama Que en múrice sangriento tinto brilla, Ó albo lirio á quien da profusa rosa, Con él mezclada, su color fogosa. XVI. Turbado, en la beldad que le enamora Ha fijado los ojos el guerrero, Y arde más por lidiar. «¿Y á qué, señora,» Conciso dice á Amata, «el triste agüero Me ofreces de tus lágrimas, ahora Que de Marte me arrojo al lance fiero? ¡Cesa, te ruego! A Turno, madre pia, Parar no es dado de su muerte el dia. XVII. »Y tú al frigio tirano, Idmon, vé y lleva, Mal que le suene, este mensaje: «Luégo Que haya asomado al mundo Aurora nueva Sobre sus ruedas de matiz de fuego, Contra el mio su ejército él no mueva, Guarden Teucros y Rútulos sosiego: Sea con nuestra sangre disputada Lavinia, en ese campo, espada á espada!» XVIII. Dice, y va á su mansion. ¡Con qué alegría, Pidiendo sus caballos, ve que atentos Bufan ante él con noble bizarría! Blancos cual nieve, rápidos cual vientos A Pilumno ofrendólos Oritía. Aurigas les cortejan: los contentos Pechos la palma en hueco són golpea, Y el crin les peina que revuelto ondea. XIX. Ensáyase á los hombros la coraza, Toda de oro erizada y de blanquizo Oricalco; el escudo fino embraza; Prende la espada y el creston rojizo: Espada aquella de divina traza Que el Dios del fuego por sus manos hizo, Candente la templó en la estigia ola, Y al padre Dauno él mismo reservóla. XX. En medio al edificio puesto habia La recta lanza contra gran coluna: Arrebátala airado--arma que un dia Ganó al aurunco Actor su alta fortuna-- Y en furibunda voz: «¡Vén, lanza mia, Nunca sorda á mis votos! Oportuna Ocasion es llegada: Actor el grande Ya te supo blandir; Turno hoy te blande! XXI. »¡Ven! (dice, y fulminante la menea) «¡Oh! dáme que á ese Frigio afeminado Bajo tus botes confundido vea; Que la tersa loriga, mal su grado, Rota, arrancada, destrozada sea, Y el cabello gentil todo empolvado Que unge, en mirra y con hierro ardiente riza!» Turno así delirando se encarniza. XXII. Y ya al rostro el incendio que le agita Brota, y siniestro en su mirar chispea. Así tambien sus armas ejercita El toro que se ensaya á la pelea; Terríficos mugidos da, se irrita Contra el tronco de un árbol, y en idea, Hiriendo al aire, á su contrario llama, Y el escarbado polvo desparrama. XXIII. No ménos fiero Enéas por su lado Anímase á la lid, la lid anhela, De las maternas armas rodeado. Admite el reto, apláudele. Revela A sus amigos el querer del hado, Y al afligido Ascanio así consuela. Nobles envía que á Latino lleven Leal respuesta y el concierto aprueben. XXIV. Apénas con el rayo rubicundo Las crestas de los montes se teñian (A la hora en que, del piélago profundo Los caballos del Sol saliendo, envían Por las altas narices luz al mundo), Y Rútulos y Teucros ya acudian Campo á medir, ante la gran muralla, Donde se dé la singular batalla. XXV. Unos, de grama, en medio del arena, A los Dioses comunes ponen aras; Otro, el limo vestido, y de verbena Orlado, fuego trae y linfas claras. El ejército ausonio á puerta plena Sale, con picas uniforme; y raras Y varias armas á su vez mostrando, Viene el troyano y el tirreno bando. XXVI. ¿Quién lid recia y de muertos altas pilas No augurara de aquel marcial arreo? Pasar volando en medio de las filas A los insignes capitanes veo Radiantes de oro y grana: el fuerte Asílas, Nieto ilustre de Asáraco Mnesteo, Y Mesapo, aquel hijo de Neptuno, Domador de caballos cual ninguno. XXVII. Cada cual á su sitio vuelve, y mudos, A una seña obedientes, en el suelo Hincan lanzas y arriman los escudos. Las madres ya, con zozobrante anhelo, Y los ancianos, de vigor desnudos, Y plebe inerme, á presenciar el duelo Agólpanse á los techos y á las yertas Torres, ú ocupan las altivas puertas. XXVIII. Juno en tanto, de vivo afan llevada, Se ha posado en la cima del Albano-- Monte sin nombre á la sazon, pues nada Al sitio daba gloria;--y sobre el llano Solícita dirige la mirada, Registra el horizonte, y el troyano Ejército á la vez y el laurentino Contempla, y la ciudad del rey Latino. XXIX. Tornóse á hablar la Diosa de repente A la hermana de Turno: semidea Que, puesta de aguas dulces á la frente Tal vez en limpio estanque se recrea, Tal en sonora despeñada fuente: El alto Rey que el éter señorea Su virginal honor robado habia, Y premióla con esta primacía. XXX. «¡Ninfa, honor de las ondas cristalinas, Carísima ante todas á mi pecho!» (Juno la dice) «á tí entre las Latinas Que Júpiter infiel subió á mi lecho Sola amé y elegí, y en las divinas Mansiones á ocupar te dí derecho Glorioso asiento. Oye tu mal ahora, Yuturna, en el afan que me devora. XXXI. »¡Oh! ¡no me inculpes! Por do ví camino De la Suerte y las Parcas mal cerrado A la esperanza del poder latino, Por allí á Turno y tu ciudad de grado Siempre auxilié. Con inferior destino Hoy al caro adalid miro abocado A horrendo lance, y acercarse siento ¡Ay! de las Parcas el fatal momento! XXXII. »No sufren, no, mis ojos esa lucha Ni esa paz. Tú el favor que darse pueda (Caso es urgente, y pide audacia mucha) Corre á dársele á Turno: acaso ceda La adversa suerte.» Atónita la escucha Yuturna, y llanto por su rostro rueda; Tres, cuatro veces en herir se agrada El seno hermoso con la diestra airada. XXXIII. «No es tiempo» (insiste la saturnia Diosa) «De llorar. A tu hermano vé y liberta, Si hay medio, de la muerte que le acosa;-- Ó provoca un conflicto, y desconcierta El pacto celebrado: ¡elige y osa! Te doy mi autoridad.» Fuése, é incierta Ha dejado á la Ninfa y confundida, Con aquella en el alma triste herida. XXXIV. Salen los Reyes ya. Con mole ingente Viene Latino de su campo; tiran Cuatro brutos su carro, y de su frente Doce áureos rayos en redor se miran, Del Sol su abuelo emblema refulgente. Turno va en ruedas que arrastradas giran De dos caballos blancos, y su diestra Dos dardos de ancha hoja en alto muestra. XXXV. De acá, orígen de Roma, el Rey troyano Marcha, y con armas célicas fulgura Y con sidéreo escudo. Al par galano Avanza Ascanio, en quien feliz se augura Otra esperanza del poder romano. El sacerdote en alba vestidura Un lechon y una intonsa corderilla Conduce al ara donde el fuego brilla. XXXVI. Vuelven los ojos hácia el sol naciente: La mola esparcen, con el hierro siegan En la testa á la víctima presente Breves mechones que á la llama entregan, Y las tazas alzando juntamente Con el sacro licor las aras riegan. Empuña Enéas el desnudo acero, Y así sus preces pronunció el primero: XXXVII. «¡Sol! ¡de mi juramento sé testigo! ¡Y tú, á do el hado al fin me da que aporte Despues de afanes tantos, suelo amigo! ¡Y oh Rey omnipotente y real consorte, Alma hija de Saturno, ya conmigo Ménos severa, oidme! ¡Y tú, Mavorte, Que sobre el haz de la anchurosa tierra Haces rodar el carro de la guerra! XXXVIII. »¡Tambien las sacras fuentes y los rios, Y cuanto númen sobre el aire impere Y en la cerúlea mar, me escuchen pios! Marcharán, si de Turno el triunfo fuere, De Evandro á la ciudad Yulo y los mios; El vencedor del campo se apodere, Ni tema que á este reino los Troyanos Vuelvan infieles con armadas manos. XXXIX. »Mas si á mí el triunfo Marte da--lo espero, Y ¡oh! confirmen los Dioses mi esperanza!-- No haré que humille, mísero pechero, El ítalo al Troyano su pujanza, Ni optaré el cetro soberano. Quiero Que, invictos ambos pueblos, de alïanza Nudos estrechen que perpetuos duren, E iguales leyes como hermanos juren. XL. »Yo los ritos daré, daré el divino Culto; su alto poder conserve entero Y el derecho de guerra el rey Latino; Muro á mí los Troyanos duradero, Que por Lavinia se dirá Lavino, Alzarán.» Así Enéas el primero Habló; luégo Latino, la mirada Vuelta al cielo, y la diestra levantada: XLI. «Tambien, ¡oh Enéas! por el Éter puro, Y por la Tierra y líquido Oceano, Y por los hijos de Latona juro; A ambos invoco, y al bifronte Jano: Por las Deidades del Averno oscuro Y el santuario de Pluton tirano; Y oiga mi voz el Padre omnipotente Que pactos sella con su rayo ardiente! XLII. »Toco el ara, y el almo fuego alzado En medio de los dos, testigo sea: ¡Oh! cualquiera que fuere nuestro estado, No llegue dia en que romper se vea Esta paz en Italia, este tratado! Que anegue el orbe fuerza gigantea Y al Tártaro derribe el firmamento;-- ¡No hará volver atras mi juramento! XLIII. »Como este cetro la palabra mia: Falto del jugo vegetal materno, Segado en brazos y melena umbría, Ya verdor no dará frondoso y tierno: Hierro al bosque arrancóle, árbol un dia; El arte en bronce le embutió, y eterno Emblema de los reyes de mi casa, De mano en mano incorruptible pasa.» XLIV. Tal dice, y muestra al par en las reales Manos el cetro venerado. Sellan Ambos sus votos con razones tales En medio de los próceres. Degüellan Ante el fuego despues los animales Sagrados, palpitantes los desuellan, Y encima de las aras las calientes Entrañas ponen en colmadas fuentes. XLV. Tiempo há ya que las rútulas legiones Del iniciado pacto auguran males; Un secreto pavor sus corazones Ocupa, y más cuando á los dos rivales Próximos ven, y de ambos campeones Consideran las fuerzas desiguales. El modo infausto como Turno avanza Crece la popular desconfianza. XLVI. Mudo y á lento paso comparece A doblar ante el ara la rodilla; Su juvenil figura palidece, Baja la vista, mustia la mejilla. Ve la Ninfa al hermano, y ve cuál crece En sordas voces la naciente hablilla, Turbados pechos vacilar advierte; Y entre ellos, disfrazada de Camerte-- XLVII. Era éste un lidiador que gala hacía De su antigua nobleza, y cuya espada De su padre á la clara nombradía En el ardor de bélica jornada Correspondió con noble bizarría-- Entre ellos, de Camerte disfrazada, Yuturna, pues, astuta el pié desliza, Y rumores sembrando el fuego atiza: XLVIII. «¿Que al invasor se oponga, no es vergüenza, Rútulos, sola un alma? ¿Ó de él, insanos, Temblais que en fuerza ó multitud nos venza? Ved: Arcades, y Teucros y Toscanos, Hueste á Turno fatal: allí comienza, Y allí acaba; están todos: si á las manos Con dos nuestros solo uno de ellos viene, No temo que su número se llene. XLIX. »Subirá de los Númenes al lado Él, que ahora á sus aras reverente Se ofrenda; en alas de la fama alzado Cobrará vida en boca de la gente; Miéntras nosotros, pueblo vil, sentado A mirarle con ojo indiferente, Quedaremos sin patria: el tiempo acerba Y justa servidumbre nos reserva!» L. Así exalta las almas. Por instantes Se agrandan, vueltas dando, los rumores. No son los Laurentinos cual en ántes; Aun los mismos Latinos, que de horrores El término esperaban anhelantes, Abren súbito el pecho á los furores, De Turno el caso indigno les conduele, Y arden ya porque el pacto se cancele. LI. Atenta á la ocasion que la convida, Yuturna entónces da en el alto cielo Gran señal que los ánimos decida Y engañe de los Ítalos el celo. Esforzaba en la atmósfera encendida Tras ribereños pájaros el vuelo La roja ave de Júpiter, y puso En triste fuga al escuadron confuso. LII. A las olas de súbito se cala, De un cisne hermoso aferra, y por el viento Con ímpetu feroz remonta el ala. Los Ítalos la observan; y ¡oh portento! Clamor acorde el bando aéreo exhala, Y en densa nube é inverso movimiento Persigue á la cruel de quien huia; Bajo sus plumas se oscurece el dia. LIII. Tanto la han acosado, y tal le pesa Su nueva mole al águila, que al rio Floja la garra al fin suelta la presa, Y piérdese en el ámbito vacío. En júbilo trocando la sorpresa Los Ítalos, y en alto vocerío Rompiendo, la simbólica apariencia Saludan, y á las manos dan licencia. LIV. Tolumnio el adivino habló el primero: «¡Oh! lo que tanto ansié cúmplese ahora: Me dan los Dioses favorable agüero. A mi ejemplo, á mi voz, sin más demora Requerid, desgraciados, el acero Contra ese advenedizo que os azora, Que con tímidas aves os iguala Y vuestras costas ominoso tala! LV. »A salvar nuestro Rey de uñas feroces Venid, las filas estrechad: yo os fio Que fugitivo el robador, veloces Las alas soltará de su navío A perderse en los mares.» Tales voces Lanza el augur, y con resuelto brío Corre adelante, y una lanza tira A los contrarios que á su alcance mira. LVI. Inevitable el asta huye y rechina; Suena inmenso clamor; tumultuosa Agitacion los órdenes domina De bancos, y en los ánimos rebosa. Nueve hijos, de belleza peregrina, Que al árcade Gilipo etrusca esposa Dió, fiel cuanto fecunda, hizo el Destino Que estuviesen enfrente al adivino. LVII. A uno de ellos, gallardo á maravilla, Y vestido de fúlgida armadura, Por medio al vientre, donde usado brilla Tahalí cuyos cabos asegura En la parte central dentada hebilla, Por allí á traspasarle se apresura El crudo hierro, y sus costillas hienden, Y en el rojo arenal yerto le tiende. LVIII. Enciéndese mortal resentimiento En los hermanos: arma arrojadiza Uno toma, otro espada empuña; á tiento La animosa legion corre á la liza. Vuela en contra la hueste de Laurento; Va en pro, con armas que el blason matiza, El Arcade, y con él, ardiendo en saña, Teucro y Etrusco inundan la campaña. LIX. Así á todos aguija un mismo anhelo, El de reñir: á despojar se atreven Las aras: se oscurece todo el cielo Con los dardos innúmeros que llueven. En tanto los ministros, en su duelo, Vasos, sacros hogares léjos mueven; Huye, en viendo deshechos los tratados, Latino con sus Dioses ultrajados. LX. Aquél engancha un tiro, miéntras éste Monta de un salto en su bridon guerrero, No sin que el hierro centellante apreste. Romper ansiando el pacto, á caballero Mesapo va contra el tirreno Auleste, Rey él mismo y de insignias régias fiero, Quien en las aras, al ciar, tropieza, Y hunde entre ellas, rodando, hombro y cabeza. LXI. Encima el agresor se precipita, Y enhiesto, en su corcel, lanzon horrendo Sobre el postrado príncipe ejercita; Rogaba en vano el infeliz gimiendo. «¡Cayó, y ante el altar!» Mesapo grita; «Gran víctima á los Númenes ofrendo!» Caliente aún, los Ítalos en torno Quitan al cuerpo noble el rico adorno. LXII. Corineo un tizon tomó del ara, Y como Ebuso herirle amenazase, Fulminóle las llamas en la cara: Arde y luce la luenga barba, y dase Ingrata á oler. Mas él aquí no pára, Y al que ofuscó, por los cabellos ase, Y, poniéndole encima la rodilla, Su flanco hiere con atroz cuchilla. LXIII. A Also, el pastor, por entre armada gente En las primeras filas daba caza Podalirio; mas vuélvese el huyente Súbito, y al que al hombro le amenaza, Con su hacha frente y barba de un fendiente Párte, y riégale en sangre la coraza. A eterna noche al mísero destierra El férreo sueño que sus ojos cierra. LXIV. Enéas, la cabeza descubierta, Tendiendo inerme está la diestra pia, Y «¿A dónde, á dónde vais? ¿qué os desconcierta?» Exclama en voces que á su gente envía. «¡Oh, enfrenad esas iras! Firme y cierta Está mi voluntad: la lid es mia, Nada romper podrá las condiciones: No, no al temor rindais los corazones! LXV. »Dejadme, y esta mano valedero Hará el sellado pacto. Sacros ritos A Turno deben á mi solo acero.» En medio á estas razones y altos gritos, Hé aquí silbando en ímpetu ligero, En la nube de hierros infinitos Que al impasible paladin respeta, A herirle vino alígera saeta. LXVI. ¿Qué fuerza la condujo? ¿de cuál mano Partió? ¿Qué acaso, ó númen escondido Dió tal gloria á los Rútulos? Arcano Hondo fué. No se holgó de haber herido Mortal ninguno al capitan troyano. Mas cuando á Enéas alejarse vido Y advirtió de sus nobles la mudanza, Turno abre el pecho á férvida esperanza, LXVII. Y los trotones pide y las tremendas Armas; de un salto sobre el carro, altivo Monta, impaciente por regir las riendas. Vuela: ya á éste, ya á esotro, semivivo Vuelca, á la Muerte acumulando ofrendas; O arroja sobre el bando fugitivo Lanzones que arrebata, ó atropella Filas, y en curso abrumador las huella. LXVIII. Cual cerca al Hebro helado, con sangriento Ardor bate su escudo en són de guerra Marte, sus potros de encendido aliento Lanzando al llano desde la alta sierra; Delante corren del alado viento, Gime bajo sus piés la tracia tierra, Cien formas de Terror, de Insidia y Saña Cortejo son que en torno le acompaña: LXIX. Así el Rútulo impele sus caballos Todos cubiertos de sudor que humea; Y á hombres sin fin, despues de derriballos, Con ímpetu furial en la pelea, Concúlcalos cruel: los duros callos Sangre desparcen que la crin gotea, Y en ruidoso tropel, por donde pasan, Con sangre el polvo de la lid amasan. LXX. Rindió de cerca á Folo y á Tamiro, A Esténelo dió muerte, aunque lejano; Tambien á Glauco de distante tiro Mata, y á Lade al par, de Glauco hermano: Formó á estos dos para la lid, ya en giro De carro volador, ya mano á mano En el palenque, con igual pericia, Su padre Imbraso en la materna Licia. LXXI. Mézclase en otra parte en la porfía Eumédes, prole de Dolon, preclara En guerra: el nombre del abuelo habia Tomado; en alma y brazos se equipara Al padre--aquél que ya, como de espía Al campo griego á entrar se aventurara, Los caballos del hijo de Peleo Pidió en premio; otro dióle el de Tideo! LXXII. Seguia, al aire libre, en campo abierto, Turno á Eumédes, con leve dardo: enfrena Su carro, salta, llega; semimuerto Al fugitivo halló sobre la arena: El pié al cuello le pone; al puño yerto Le arranca hoja luciente, y se la ensena, Tiñéndola hasta el pomo, en la garganta, Y fiero así sobre él victoria canta: LXXIII. «¡Troyano! el suelo hesperio que sangrienta Tu planta holló, mejor ya mides, creo: Esta es mi paga al que á lidiar me tienta; Estos los muros que te alzó el deseo.» Sus dardos luégo á Asbute, á Daré avienta, A Tersíloco, Síbaris, Cloreo, Y á Timete, á quien potro asombradizo Cerviz abajo descender le hizo. LXXIV. Cual bate ronco Bóreas el Egeo, Y la mar, á sus soplos paralela Rueda á la playa en levantado ondeo; Alta nube en el aire huyendo vuela: Tal densas haces arrolladas veo Doquier que sus bridones Turno impela; Envuélvele su propio movimiento, Y sus plumas agita hendido el viento. LXXV. Tanto alarde de bárbara pujanza Fegeo no sufrió: con mano loca Los fieros brutos á atajar se avanza Del freno asiendo en la espumante boca. Arrástranle indomables; ancha lanza Su cuerpo, aunque sedienta, apénas toca Bajo la triple malla, por do hiende A salvo, miéntras él del yugo pende. LXXVI. Mirando á su adversario, en vano embraza Su escudo, en vano por socorro grita Esgrimiendo la daga; le amenaza El eje y rueda que veloz se agita. Cayó. Por entre el yelmo y la coraza Turno, que ya sobre él se precipita, De un tajo la cabeza le cercena, Y tronco informe déjale en la arena. LXXVII. En tanto que con ímpetus furiales Corriendo la campaña Turno hacía En carro vencedor destrozos tales, Bañado de la sangre que vertía Van á Enéas llevando á sus rëales Fiel Acate y Mnesteo; compañía Le da Ascanio, y él mismo en su asta larga Cada segundo paso el cuerpo carga. LXXVIII. Roto el cabo, la punta que le hiere El héroe trata de arrancar; se irrita Su impaciencia; algun medio, aquel que fuere Brevísimo entre todos, solicita: Que abra los bordes de la llaga quiere Ancha espada, y los senos que visita Hondo el hierro, descubra; tal su ruego, Y que á lidiar le restituyan luégo. LXXIX. Hé aquí venido habia á su presencia Yápix, hijo de Yaso, aquel que Febo Señaló con gloriosa preferencia: Sí, que á él, estando aún tierno mancebo, Comunicó sus dones y alta ciencia El Dios, llevado de amoroso cebo; De los agüeros enseñóle el arte, Y en su cítara y arco dióle parte. LXXX. Mas él, que al caro padre desahuciado Sólo pensaba en prolongar la vida, De sanitarias plantas el callado Estudio cultivó por escondida Senda. En su lanza Enéas apoyado Está, y á sordas brama, y de crecida Juventud que le cerca, el vago espanto Contempla inmóvil y del hijo el llanto. LXXXI. Remángase la veste el buen anciano Al uso de Peon; y con discreta En balde aplica y diligente mano Hierbas divinas de virtud secreta; El encarnado hierro tienta en vano; Con tenaza mordaz tal vez lo aprieta. ¡Ah! no da el almo Apolo traza alguna, Ni encamina el conato la Fortuna. LXXXII. Y ya el pavor invade el campamento, Espantosa amenaza se aproxima, En polvo se condensa el firmamento, Tropel de caballeros se oye encima; Y mil dardos y mil cruzando el viento Van doquiera á caer, y ponen grima Al par de combatientes y de heridos Voces de rabia y de dolor gemidos. LXXXIII. Vénus, en tanto, del afan movida Que el corazon materno le atormenta, Díctamo coge en el cretense Ida-- Hierba que allí lozana se presenta, De pubescentes hojas revestida; Flores la cubren de color sangrienta, Y pace de ella la silvestre cabra Si cruda flecha su espinazo labra. LXXXIV. La raíz salutífera recata Encubierta la Diosa en nube umbría, Llega, y en modo oculto el agua trata Que en limpísimos vasos puesta, hervia; Virtud comunicándola, desata El díctamo, y el zumo de ambrosía Que las fuerzas vivífico recrea, Esparce, y odorante panacea. LXXXV. Con esta linfa Yápix, que no sabe La merced de la Diosa recibida, Lava la llaga: al punto, pues, el grave Dolor huye del cuerpo; en la honda herida Restáñase la sangre; ya süave Tras la mano la flecha no traida Saliendo va; y el adalid doliente Todas sus fuerzas reintegrarse siente. LXXXVI. «¡Armadle, armadle, que lidiar desea!» Ante todos así Yápix inflama El turbado concurso á la pelea. «Y tú, ilustre caudillo,» luégo exclama, «No pienses que este triunfo humano sea; Mi arte, mi diestra nada obró: te llama Fuerza más alta, voluntad divina Que á mayores objetos te destina!» LXXXVII. Mas el héroe tardanzas no consiente: De acá y de allá á la pierna sobrelaza Las grebas de oro, él mismo; ase impaciente De la fulmínea lanza, la coraza Viste, toma el broquel resplandeciente; Y las armas tendiendo en torno, abraza Y fugaz por el yelmo besa al hijo: «De mí firme virtud, teson prolijo, LXXXVIII. »Quiero que aprendas; de dichosa suerte Otros,» le dice, «te darán lecciones. Hora vuelo en la lid á protegerte, Voy á guiarte á sus preciados dones: Cuando llegues á edad adulta y fuerte Recoge mis gloriosas tradiciones, Y de ellas memorioso, Ascanio mio, Sigue á Enéas tu padre, á Héctor tu tio!» LXXXIX. Dicho esto, por las puertas dilatadas Blandiendo el asta enorme, giganteo Arrójase adelante: sus pisadas Mnesteo sigue, síguelas Anteo. Hé aquí de los reales á oleadas Toda la turba desbordarse veo; En ciego polvo el ámbito se cierra, Y herida de los piés treme la tierra. XC. Turno en esta sazon desde un frontero Alcor aquella nube ha visto; véla El escuadron de Ausonios; el guerrero Ímpetu encogen, el pavor los hiela. Fué entre todos Yuturna quien primero Oyó el ruido, y lo entiende, y se hurta, y vuela Medrosa. Arrastra el capitan troyano Su negra hueste en el abierto llano. XCI. Cual, turbando los aires repentina Tempestad, á la tierra nimbo aciago Por medio de los mares se encamina; A mieses y arboredos ¡cuánto estrago Traerá! ¡cómo la plebe campesina Tiembla de léjos el tremendo amago! A anunciarlo en las playas, adelante Los vientos van con soplo resonante; XCII. Tal aparece el adalid reteo; A defenderse la asustada gente Fórmase densa en ángulos. Timbreo Al fuerte Osíris da mortal fendiente: Derriba á Arcecio en el tropel Mnesteo Acátes á Epulon, Gias á Ufente; Y cae allá Tolumnio, el agorero, Que el dardo impío disparó primero. XCIII. Un grito de terror álzase al cielo, Y á su turno los Rútulos á viva Fuga se dan en polvoroso vuelo. Enéas á la turba fugitiva Muerte no da, ni áun contrapuesto telo O pecho firme su ímpetu cautiva; Entre la nube que la vista ofusca A Turno solo anhela, á Turno busca. XCIV. Ve Yuturna el peligro, y atosiga Su viril corazon fiera congoja: Muda á Metisco va, de Turno auriga, Le arranca, y léjos del timon le arroja; Puesta ella en su lugar, el tiro instiga, Y ondea á su placer la rienda floja: En la voz, en las armas y el semblante Osténtase á Metisco semejante. XCV. Cual acude al castillo de opulento Señor, y excelsos atrios la traviesa Negruzca golondrina ronda, el viento Hiriendo ufana con versátil priesa; Partículas recoge de alimento A gárrulos polluelos dulce presa; Ya visita los pórticos vacíos, Ya en torno trisca de los lagos frios: XCVI. Así volando la marcial doncella Alanza entre enemiga muchedumbre Los caballos, y todo lo atropella De su carro veloz la pesadumbre: Ora en esta region, ora en aquélla, Muestra al hermano entre fulmínea lumbre; Mas asir la ocasion jamás le deja, Y siempre volteando huye y le aleja. XCVII. No ménos diligente las pisadas En largo giro el héroe le rastrea, Y en medio de las huestes destrozadas Con grande voz le llama á la pelea. Cuantas veces le hallaron sus miradas Y los halados potros ya en idea Alcanzaba, volando en pos, la ruta Tantas torció tambien la Ninfa astuta. XCVIII. ¡Mísero! en golfo de agitados vientos Fluctúa en balde; hácia contrarios lados Le arrastran diferentes sentimientos. Contra él, en ese tiempo, reservados, Mesapo, listo siempre en movimientos, Llevaba en la siniestra dos ferrados Astiles: con certera puntería Uno de ellos blandiendo, allá lo envía. XCIX. Hincando una rodilla, con su escudo Enéas guarecióse: el asta empero Rehilando sobre el casco penachudo Voló las altas alas del plumero. Tener su indignacion él más no pudo, Salteado otra vez tan contra fuero, Al sentir que en revuelta fugitiva El carro volador su encuentro esquiva. C. Y el altar que violaron, por testigo Tomando de su fe desobligada, A Júpiter juró; y al enemigo Se precipita ya, con ciega espada A ejercitar sobre él comun castigo. Con favorable Marte ha entrado, y nada Perdona, y hace mortandad horrenda; ¡Ay! que da á sus furores larga rienda! CI. ¿Cuál Dios ahora inspirará mi canto? ¿Quién me dará que recordar emprenda Tantos destrozos, y caudillo tanto Sacrificado en una y otra senda Por Enéas y Turno?... ¡Jove santo! ¿Y plugo que á tan áspera contienda Concurriesen naciones que algun dia Para siempre la paz unir debia? CII. Al Rútulo Sucron, al paso hallado (Fué esta pugna, aunque breve, la primera Que en sitio á combatir determinado Paró á los Teucros en su audaz carrera), La espada Enéas envasóle á un lado, Y allí por do la muerte es más ligera, Bien las costillas y del pecho pudo Pasar las tramas el acero crudo. CIII. En tanto á dos hermanos guerreadores, Ambos á pié (pues uno del trotero Cayera), inmola Turno á sus furores: A Amico, que venía hácia él primero, Con larga lanza recibió; Dïores Espiró en pos al filo de su acero. Al carro ambos segados vultos cuelga, Y en llevarlos manando sangre, huelga. CIV. De un golpe Enéas á la Muerte envía A Tánais y á Talon y al gran Cetego, Y á Onite, el de habitual melancolía, Hirió despues, en su ira siempre ciego; Hijo era de Equïon y Peridía. Turno otros dos hermanos postra luégo, Que de Licia vinieron, noble tierra, Y de apolíneos campos á la guerra. CV. Rindió tambien al árcade Menédes: En vano el infelice, odiando á Marte, Al pecífero Lerna á echar sus redes Tranquilo acostumbróse: tal su arte; Allí su pobre choza; en las mercedes De los grandes jamás tocóle parte; Miéntras su padre, en ya provectos años, Cultivaba alquilados aledaños. CVI. Como invaden de puntos diferentes La árida selva y lauros restallantes Voraces llamas; ó cual dos torrentes Que hacen destrozos, entre sí distantes, Y al mar desde las cumbres eminentes Arrebatan sus hondas espumantes, Así Enéas y Turno el campo talan Que corren, y en estragos lo señalan. CVII. Ya la interna pasion los espolea; Ya estallan sus invictos corazones; ¡Con toda el alma á la mortal pelea Vuelan ya!--De las glorias y blasones De sus antepasados alardea En medio de los fieros escuadrones Murrano: su ducal genealogía Por los latinos Reyes descendia. CVIII. Vióle Enéas; su furia vengativa Comunica á un pedron que enorme alanza, Y de cabeza al mísero derriba: En las riendas envuelto so la lanza Del carro, ya le aplasta fugitiva La rueda; puesto el dueño en olvidanza, Por cima sus indómitos caballos Baten veloces los sonoros callos. CIX. Hilo feroz, verboso, amenazante Entrara en lid: á su aureada frente Poniéndosele Turno por delante Asesta un dardo, que al cerebro, ardiente Clavóse, bajo el yelmo relumbrante. Caiste y tú, Creteo, el más valiente De los Grayos; de Turno á libertarte Tu diestra poderosa no fué parte. CX. Ni á tí tus propios Dioses al Troyano Te supieron hurtar, Cupenco. ¡Ay triste! Puesto el pecho á sus golpes, es en vano El broquel acerado que le asiste. Y tú tambien al laurentino llano, Eolo ilustre, á sucumbir viniste; Tambien debian estos arenales Tus espaldas medir descomunales! CXI. Tú del triunfante Aquíles, tú del peso De la argiva falange tan temida, Luchando cual leal, saliste ileso; ¡Y aquí estaba la meta de tu vida! Gran palacio tuviste allá en Lirneso, Gran palacio gozaste bajo el Ida; ¡Y ya te reservaba tu destino Un sepulcro en el campo laurentino! CXII. Latinos y dardanios campeones, Mnesteo y el intrépido Seresto, Y domador Mesapo de bridones, Y Asílas, siempre en la refriega enhiesto, Y las etruscas y árcades legiones, Ya todos á encontrarse, en vuelo presto Corren: batalla universal, suprema, Se libra; cada cual su esfuerzo extrema. CXIII. No hay reposo, no hay vado: el choque dura Igual de cada parte. En tal momento A sugerir á Enéas se apresura Su hermosísima madre un pensamiento: Que á los muros acorra, le conjura, Que lleve su escuadron sobre Laurento De improviso, y con golpes repentinos Ponga espanto mortal en los Latinos. CXIV. Despues que sobre el campo en giro vario Él ha echado solícita ojeada Acá y allá buscando á su contrario, Convierte á la ciudad fija mirada: Inmune y en sosiego solitario En presencia de lid tan ensañada, La observa; y en imágen, de repente, Mayor combate enardeció su mente. CXV. A Mnesteo al instante y á Sergesto, Con quienes párte de la hueste el mando, Convoca, y al intrépido Seresto: Ocupa una eminencia; de su bando, Al verle, en torno de ella acude el resto: Densos, picas y escudos no soltando, Todos esperan que los labios abra, Y oyóse así de lo alto su palabra: CXVI. «¡No haya, mi voluntad impedimento! Aunque de pronto concebida empresa Ménos listos no os halle; á Jove cuento De nuestra parte. Hoy mismo, hoy mismo, si esa Militar madriguera y regio asiento, Que es nuestra la victoria no confiesa, No admite el freno y rinde vasallaje, Haré en su seno asolador ultraje; CXVII. »Hundiré en polvo el más altivo techo Envuelto en llamas! ¿Quién tendrá por justo Que el tornar, ya vencido, á campo estrecho, Espere yo que á Turno venga en gusto? No: ¡cumpla la ciudad el pacto hecho! Nefando monumento, centro adusto De la guerra ella ha sido: ¡sús! con teas Lo que debe pidamos!» Habló Enéas. CXVIII. Ya, formándose en cúneo á la batalla, Animosa la tropa se encamina. Escalas de improviso en la muralla Se ven, y el fuego la cabeza empina. Quién á las puertas acudiendo, acalla A los guardias con muerte repentina; Quién, armas empuñando, trepa: al cielo Tejen mil dardos tenebroso velo. CXIX. Hé aquí entre los primeros, extendiendo La diestra Enéas á la faz del muro, Increpa al rey Latino con tremendo Clamor. Que vez segunda al trance duro Le compelen Los Ítalos, rompiendo La nueva ley, y en su furor perjuro Se revuelven contra él como enemigos, Grita, y toma á los Dioses por testigos. CXX. Discordes entre sí los ciudadanos, Unos las puertas franquear querrian Y de paz recibir á los Troyanos, Y al muro al mismo Rey llevar porfían; Otros empero con armadas manos Al sitiador bizarros desafían. Así tal vez en cavernosa piedra Silvestre enjambre se guarece y medra; CXXI. Y así el pastor por despojarlo, llena De humo amargo el recinto, y las turbadas Hijas de la recóndita colmena Discurren por las céricas moradas: Rumor confuso por la roca suena, Bramando aguzan iras enconadas; El sofocante olor penetra, y sube Suelta en ondas al aire la hosca nube. CXXII. En tanto á los sitiados sobrevino Calamidad que alto estupor derrama Y el resto extingue del valor latino. Vió la Reina que al muro se encarama, Trayendo, el agresor, triunfal camino, Vió el acero á las puertas, vió la llama; Ni Rútulos allí, ni allí la hueste De Turno, que el asalto contrareste: CXXIII. Dando al jóven por muerto la mezquina, Sola causa del mal, única rea Proclámase; y gimiendo desatina Enajenada en su doliente idea; Desgárrase la veste purpurina, Lúgubre frenesí la aguijonea, A yerta viga ató ominoso nudo, Y fué aquello un morir fiero y sañudo, CXXIV. Hiere á las damas la nefasta nueva: Mesándose Lavinia los floridos Cabellos, las airadas manos ceba En las róseas mejillas: con gemidos Responde su cortejo; el eco lleva Por las ámplias mansiones los plañidos; Y ya por la ciudad su vuelo explaya El rumor, y los ánimos desmaya. CXXV. En polvo vil la blanca cabellera Mancha, rasga su veste el Rey anciano, Vaga sin rumbo, y viendo desespera De una infeliz consorte el fin insano Y la ruina de un pueblo! Que no hubiera Llamado en tiempo al adalid troyano Al reino, acreditándole por yerno, Mucho se culpa con lenguaje interno. CXXVI. Turno batallador allá en lejano Límite en tanto, cada vez más lento, Ménos y ménos cada vez ufano Del de sus potros decadente aliento, A pocos, áun dispersos en el llano, Ensaya perseguir. El vago viento Ya hácia aquella region lleva á oleadas Extraño són de voces apagadas. CXXVII. Aguzando el mancebo los oidos Fatídico clamor distinto siente, Oye de la ciudad los alaridos. «¡Ay de mí! ¿Qué gran duelo está presente A los muros? ¿Qué fúnebres sonidos De tan diverso punto la corriente Del aire arrastra?» Dice, y de la brida Tira atónito, y pára la corrida. CXXVIII. Sagaz la Ninfa que usurpó el semblante Del auriga Metisco, y los trotones Y carro y riendas guia, en ese instante Al hermano anticípase, y razones Tales vierte: «Sigamos adelante, ¡Oh Turno! y á enemigo no perdones; ¡Adelante sigamos! La Victoria Abrió esta senda y nos anuncia gloria. CXXIX. »Los muros defender, á otros compete. ¿Y tú, cuando á los Ítalos Enéas En reñido conflicto compromete, Contra los Teucros tu poder no empleas? ¡Animo! á los que restan acomete, Y á fe que ni inferior salir te veas En número, ni en lauros ménos rica La diestra ostentarás!» Turno replica: CXXX. «¡Oh! ¡tu influjo en mi bien jamás reposa! Sentílo ya en el campo, hermana mia, Del punto en que el tratado poderosa Fuiste á romper usando de artería; Y ahora mismo vanamente, oh Diosa, Encubres tu beldad. Mas ¿quién te envía, Quién, dime, de la sedes celestiales Tanto mal á palpar y horrores tales? CXXXI. »¿Mirar querrás los míseros despojos De tu hermano?... ¿Y qué espero? ¿Cuál reparo Me ofrece la fortuna? Por mis ojos Ví á Murrano caer: otro, más caro Amigo no me queda: oí sus flojos Acentos, tarde ya, pedirme amparo; Yo le he visto ¡ay dolor! rendir la vida, Ingente él mismo y bajo ingente herida. CXXXII. »Por no mirar nuestro baldon inulto Presa en miembros y en armas cayó Ufente, ¿Y hora entregados á feroz tumulto Nuestros hogares sufriré paciente? ¡Ah! ¡nos faltaba este postrero insulto! ¿Y á la furia de Dránces maldiciente No podré contestar con mis hazañas? ¿Espaldas volveré? ¿Y estas campañas CXXXIII. »Contemplarán á Turno fugitivo? ¡Qué! ¿el morir es odioso á tanto grado? Si de supernos Dioses no recibo Ni piedad ni justicia, con agrado Mi ruego, ¡oh Manes! acoged votivo: No indigno de altos padres, consagrado Mi espíritu desciende á vuestro límen, Puro, sí, puro de afrentoso crímen!» CXXXIV. No bien en estas voces prorumpiera Cuando venir vió á Sáces, ve su boca Que reciente flechazo, dilacera: Su espumante bridon, que apénas toca El campo hostil, lo rompe hilera á hilera; Mas él desaforado á Turno invoca: «¡Turno, última esperanza en nuestros males, Habe ya compasion de tus parciales! CXXXV. »Rayos á los alcázares fulmina Enéas con su ejército, y amaga Al poder de los Ítalos rüina; Sobre los techos el incendio vaga. En tí pone sus ojos la latina Gente, á tí vuelve su clamor. Qué haga No sabe el Rey, y en su ánima medita Cuál yerno adopte, qué alianza admita. CXXXVI. »A la Reina, por tí tan decidida, A caso extremo sus terrores mueven; ¡Ay! ¡por su mano se quitó la vida! Bajo las puertas á arrostrar se atreven Sólo Atina y Mesapo la embestida. De un lado y otro los contrarios llueven. Tantas puntas esgrime la enemiga Hueste, que miés ferrada el campo espiga. CXXXVII. »¡Y á este tiempo en el más remoto prado Turno su carro vagaroso guía!»... Guardó torvo silencio el increpado, Y en el pecho le hierven á porfía, Con tantos contratiempos alterado, Ya del herido amor la frenesía, Ya el probado valor de su pujanza, Fuego de pundonor, voz de venganza. CXXXVIII. Así que á los destellos renacientes De la razon, la nube se retira Que le envolvió en horrenda noche, ardientes Los globos de sus ojos rueda, y mira Con demudada faz los eminentes Muros desde su carro. En roja espira Ve el fuego que tablajes señorea Y al cielo enderezado libre ondea. CXXXIX. Turno mismo, de sólida madera, Con altos puentes guarnecida, alzara Trabada torre; de ella se apodera Aquel voraz turbion. «¡Hermana cara! ¿Ves, ves,» clama el cuitado, «que doquiera El hado nos arrolla? Me pesara Que en cerrarme insistieses el camino Que un Dios señala y mi cruel destino! CXL. »¡Allá! ¡no más tardanzas! ¡Mano á mano Lucharé con Enéas! ¡Con la muerte Cuanto hay de acerbo á padecer me allano! ¡Trocar déjame en gloria este ocio inerte, Y arder, miéntras aliente, en fuego insano!» Dice, y salta veloz del carro, y fuerte Entre hombres y armas por el campo embiste, A Yuturna dejando muda y triste. CXLI. Cual rueda enorme montaraz fragmento, Ya recia lluvia ó huracan lo bata, O sea ya que el no sentido y lento Trabajar de los años lo desata; Impetuosa desde su alto asiento Al abismo la mole se arrebata, Y en los saltos que da desmesurados Arboles vuelca y hombres y ganados: CXLII. Turno, echándose así del carro afuera, Rompe los escuadrones, los divide, Y por entre ellos en veloz carrera De la magna ciudad los muros pide. Allá en sangre empapado ve doquiera El suelo, y ve que el aire todo estride Con dardos borrascoso. Hizo señales Su mano, y él lanzó clamores tales: CXLIII. «¡Paso, oh Rútulos, dad al paladino! ¡Y vos cesad en la marcial porfía, Valientes del ejército latino! Dejadme el campo; la aventura es mia. Por vosotros lidiar es mi destino; Mi ánima sola por el pueblo expía El sellado concierto.» La amenaza Todos paran al punto, y danle plaza. CXLIV. Aun bien Enéas de sentir no acaba Aquel nombre de Turno, se apareja Al singular combate, toda traba Rompe impaciente, y de las obras ceja Del fiero asalto que á los muros daba Déjalos ya, las altas torres deja, Y desciende saltando de alegría, Truenan sus armas y el espanto cria. CXLV. Cual Atos ó cual Érice aparece, Ó del padre Apenino á semejanza, Que sus tersas encinas estremece, Y de la nívea cúspide que lanza A la region del rayo, se envanece. Movidos de tan súbita mudanza Allá Rútulos miran y Troyanos Y todos á una vez los Italianos. CXLVI. Los que ocupaban el adarve enhiesto Como aquellos que al pié de la muralla Batían, de sus hombros han depuesto Las armas, y uno y otro campo calla. Latino mismo en asombrado gesto Mira que al fin á singular batalla Fortísimos concurren, de regiones Tan diversas, aquellos dos varones. CXLVII. Corriendo ellos al campo que la guerra Suspensa abre á sus ímpetus, distantes Arrójanse las lanzas; luégo cierra Uno y otro adalid, con los sonantes Escudos de metal. Gime la tierra; Golpes dan y redoblan las tajantes Espadas; y de un lado y de otro, á una Asisten el esfuerzo y la fortuna. CXLVIII. Como en el vasto Sila ó gran Taburno, Marchando á combatir dos toros fieros, Aquél á éste, éste á aquél hiere á su turno; Retíranse medrosos los vaqueros; El rebaño contempla taciturno; Cuál se alce de los dos con régios fueros Sobre el hato en los campos y en las sierras, No saben pensativas las becerras; CXLIX. Ellos, en tanto, con vigor tremendo Cuernos traban y heridas menudean, Sus cuellos y sus brazos envolviendo Los arroyos de sangre que chorrean; Repite el ancho bosque el sordo estruendo: Chocando los broqueles tal pelean El troyano y el daunio combatiente; E hinche los aires el fragor creciente. CL. Dos balanzas en fiel Júpiter tiene, Y de ambos héroes los diversos hados Poniendo, aguarda á ver á quién condene El lance extremo, y cuál de aquellos lados Con peso agobiador la Muerte llene. Sin temer de su ardor los resultados, Turno entónces alzó su espada larga, Todo el cuerpo esforzando, y la descarga. CLI. Irguiéndose ambos campos á la hora Prorumpen en confusa vocería. Quebróse en medio al golpe la traidora Hoja, y abandonado Turno habia Finado allí, si á fuga voladora No acude. Más ligero se desvía Que alado viento, cuando el cabo asido Desconoció, y su diestra inerme vido. CLII. Fama es que ya, cuando de pronto uncidos Los caballos, á lid montó ligero, Tomó, en su afan turbados los sentidos, El de su auriga, y no el paterno acero: A los Teucros, con él, despavoridos Pudo acosar gran tiempo; ahora, empero, Hierro mortal, cual hielo quebradizo, Dando en armas divinas, se deshizo. CLIII. Brillan los trozos en la roja arena. Él entretanto huye y se retira A otra parte del campo; le enajena El terror, y en inciertas vueltas gira: Denso cordon que su esperanza enfrena Formar doquiera á los Troyanos mira; Allá el paso le impide ancho pantano, Acá el cerco mural limita el llano. CLIV. Enéas el alcance no descuida, Y aunque á tiempos retarda dolorosa Sus rodillas aún la fresca herida, Al que temblando va férvido acosa Pié con pié. Tal hallarse sin salida Suele un ciervo infeliz; corriente undosa Acá le ataja, allá le pone miedo De plumas de color pérfido ruedo; CLV. Y así umbrino ventor pieza levanta, En pos labrando en rápida carrera; Hace y deshace el triste, á quien espanta El rojo valladar, la alta ribera, Círculos mil con voladora planta: Insta el fiero sabueso; se dijera Que con los dientes vencedor le toca, Y áun muerde en vago su burlada boca. CLVI. Alzóse en esto un gran clamor, que llega Confuso al cielo, y de él retumba herida La laguna, cuan ancha el campo anega. Rabioso Turno, sin templar la huida, A los Rútulos clama, nombra, ruega Que la espada le traigan conocida. Enéas, á su vez, muerte inminente A aquel intima que mediar intente; CLVII. Y á todos aterrando los conmina Con asolar los muros; y aunque herido, No desiste: corriendo á la contina Cinco órbitas agota en un sentido, Cinco en opuesta direccion camina, Que no es, á fe, lo en lid comprometido Circense premio ni trivial presea, Por la sangre de Turno se pelea! CLVIII. Viejo acebuche allí se alzaba un dia Con sus amargas hojas: el marino El firme leño venerar solia, Que á Fauno estaba dedicado; y vino Muchas veces en él su ofrenda pia A colocar, y, al Númen laurentino Cumpliéndo el voto, á la sagrada copa Náufrago suspendió la húmida ropa. CLIX. Este árbol divinal, sin miramiento, Por despejar el campo al desafío, Cortaron los Troyanos de su asiento. En la raíz fibrosa que el vacío Sitio guardaba, atravesando el viento Cae y se enclava con pujante brío El asta del Dardanio. Echó él su lanza, Ya que á hacer presa por sus piés no alcanza. CLX. Y el tiro á segundar corre, y porfía La punta en desasir que honda se aferra. Entónces Turno esta plegaria envía Ante el peligro que su mente aterra: «¡Duélete, oh Fauno, de la suerte mia, Y tú esa arma retén, óptima Tierra, Si fiel siempre os rendí el antiguo culto Que el Troyano abatió con fiero insulto!» CLXI. Fácil el Númen al favor se inclina. Pugnó Enéas gran pieza, y fuerza ó traza Util no halló; que la raíz divina El hierro aprieta cual mordaz tenaza. Miéntras él en vencerla insta y se obstina, Otra vez de Metisco se disfraza La daunia Diosa, y al hermano llega, Y el acero vulcánico le entrega. CLXII. Ardiendo Vénus de que á tales grados Llegase de la Ninfa la osadía, Acude, y de los senos intrincados La pica destrabó que áun resistia. En sus armas y fuerzas reintegrados, Uno en su espada, el otro en su asta fia, Y á la lid anhelosa y furibunda Avánzanse arrogantes vez segunda. CLXIII. Ved al Rey del Olimpo omnipotente Cómo habla en tanto á Juno, que atendia Sentada en una nube refulgente Al singular combate: «¡Esposa mia! ¿Que haya fin esta guerra, no consiente Tu pecho? ¿Ya qué falta? Al cielo un dia Se alzará Enéas como sér divino Que debe á las estrellas el Destino. CLXIV. »Harto lo sabes, ¿y áun tu mente espera? ¿Y ahí en gélidas nubes áun te agrada Nuevos planes trazar? ¿Justo es que hiera A un cuerpo sacro arma mortal? ¿que espada Recobre Turno, y fuerza extraña adquiera Ya á punto de rendirse? A tanto osada Sin tí una débil Ninfa ser no puede. Tu error conoce, y á mis ruegos cede! CLXV. »Llegamos ya al final. En mar, en tierra A los Troyanos agitar pudiste, Te fué dado mover infanda guerra, Y alta casa afligir, y en duelo triste Envolver régia boda. El paso hoy cierra Mi mano á nuevas cóleras;--desiste!» Esto Júpiter dijo; reverente Juno así respondió, baja la frente: CLXVI. «¡Ah! bien conozco, real esposo mio, Tu augusta voluntad: á ella me entrego, Y de Turno y del suelo me desvío. Sin eso, no en cruel desasosiego Aquí me hallaras en el éter frio Sufriendo solitaria: armada en fuego, En medio del combate, las hileras Del enemigo provocar me vieras! CLXVII. »Yo á Yuturna, es verdad, di aliento y mano Para salvar á Turno de inminente Golpe; no ya para que el arco insano Tendiese. Te lo juro por la fuente Inaplacable del Estigio hermano (Rito, único entre todos, que imponente A los Dioses obliga). Y ahora cejo, Y fatigada asaz las guerras dejo. CLXVIII. »Mas yo una gracia (el hado no la veda) Que de los tuyos y el poder latino Redunde en majestad, pedirte pueda: Hacer sólidas paces el Destino Y alegres bodas celebrar conceda, Yo desde ahora á su querer me inclino; Muéstrese, empero, el natural del Lacio Su viejo nombre en mantener, rehacio. CLXIX. »No ellos Teucros se llamen ni Troyanos, Ni de vestido muden ni de idioma: Viva el Lacio; haya príncipes albanos, Nada por siglos su poder carcoma; Y derive de pechos italianos Virtud pujante la futura Roma. Muerta es Troya; su nombre aborrecido Yazga con ella en perdurable olvido!» CLXX. Sonriendo el Autor de hombres y cosas, «De Jove hermana y de Saturno hija Te ostentas,» dice, «cuando áun no reposas, Y dentro el pecho en ansiedad prolija Esas iras revuelves procelosas! Cálmalas ya. Ni mudo afan te aflija, Ni me torne á asestar tristes querellas Tu dulce boca, ejercitada en ellas. CLXXI. »¡Oh, sí, que te daré cuanto has pedido; Yo todo tuyo soy! Sus tradiciones, Su popular lenguaje y su apellido Conservarán de Ausonia los varones: El vencedor uniéndose al vencido Refundiráse en él. Yo instituciones Sacras, yo ritos les daré divinos: Una el habla será; todos, Latinos! CLXXII. »Formarán ambas razas de consuno Un pueblo que á mortales y á inmortales Superará en virtud; y pueblo alguno Te dará cultos á su culto iguales.» Sus pensamientos serenando Juno La frente inclina ante razones tales; De los aéreos ámbitos se aleja Al mismo tiempo, y el nublado deja. CLXXIII. Así aquella acordanza concluida, Su mente sábia el Padre soberano Vuelve á otro punto, y á Yuturna cuida Apartar de las lides del hermano. Hay dos plagas que Diras apellida La Fama: á entrambas ya, por modo arcano, De sí Noche abismosa lanzó fuera, A un tiempo, al par que á la infernal Megera. CLXXIV. De iguales serpentíferas espiras La madre armólas, y de fuertes alas, Con que aparecen las gemelas Diras Del Dios tremendo ante las régias salas. Prestas mueven, ministras de sus iras, Miedo á las gentes, si á ciudades malas Él amenaza desolar con guerra, O peste y mortandad manda á la tierra. CLXXV. Jove á una de ellas desde lo alto envía Porque lleve á Yuturna infausto agüero. Voló la Furia, y la region vacía En torbellino atravesó ligero. Cual flecha, armada de ponzoña impía, Que el Parto ó el Cidon de arco certero Ha tirado, y, silbando, la interpuesta Nube traspasa, incógnita y funesta; CLXXVI. Tal rápido á la tierra se abalanza Aquel aborto de la Noche oscura. Y así que á ambos ejércitos alcanza A divisar, abrevia su figura, Y del pájaro toma la semblanza Que en cementerio ó solitaria altura En la noche callada aciago asiste Turbando el aire con su canto triste. CLXXVII. Tiende á Turno, de forma tan provista, El ominoso vuelo y se alborota Pasando y repasando ante su vista, Y con las alas el broquel le azota. Terror secreto al mísero contrista Y de los miembros el vigor le embota; El cabello erizado se levanta, Anúdase la voz en su garganta. CLXXVIII. Luégo que hubo Yuturna, en el sonido Y en el batir fatídico del ala, De léjos á la Euménide sentido, De hermosas crenchas la esparcida gala Rasga, hiérese el pecho dolorido, Y el rostro ofende, y su dolor exhala En voces tales: «¡Ay! en vano, en vano Ya ayudarte querré, mísero hermano! CLXXIX. »¡Cruel fuérzanme á ser! De hoy más, ¿qué espero? ¡Y qué! ¿de prolongar, Turno, tus dias Arbitrio no me queda? ¿Aqueste agüero Deshacer no podrán las fuerzas mias?... ¡Cesad, cesad en vuestro azote fiero; Ese vuelo, ese grito, aves sombrías, Harto conozco y me atormentan harto! Ya os obedezco, y de la lid me aparto. CLXXX. »Sí, que en vosotras el imperio siento Del magnánimo Jove! ¿El precio es ése De mi virginidad? ¿Qué á mi contento Presta eterno vivir? ¡Nunca él hubiese De la ley del comun fenecimiento Exentado mi sér! Mortal yo fuese, Fin diera á mi penar, y huyendo haria A la fraterna sombra compañía! CLXXXI. »¡Héme ahora inmortal! ¡Oh hermano mio! ¿Qué habrá sin tí que enojos no me sea? ¿Y dónde mi doliente desvarío Abismo tan profundo cual desea Que me trague hallará, y en el umbrío Reino sepulte á esta infelice dea?» Dice, y llora, y cubierta un glauco velo, En hondas linfas escondió su duelo. CLXXXII. Enéas entretanto con la grande Arbórea lanza á su contrario acosa; Hace el hierro brillar miéntras la blande, Y habla; en su voz la indignacion rebosa: «¡Qué! ¿y será que tu planta se desmande, Turno, á nueva tardanza vergonzosa? Con bravas armas ya, no en triste huida, Brazo á brazo el combate se decida!... CLXXXIII. »¡Vé, toma formas mil! Cuantos el arte, Cuantos recursos la pujanza encierra, Ensaya: vuela al cielo á refugiarte, O en los cóncavos senos de la tierra!...» Sacude la cabeza, y «No, no es parte Tu ira á aterrarme, ¡oh bárbaro! me aterra,» Turno dice, «la cólera divina; Júpiter, sí, que labra mi rüina.» CLXXXIV. Más no dijo; y rodando la mirada Sobre el campo, una piedra vido ingente, Ingente, antigua piedra, colocada Porque allí señalase permanente La linde de dos predios disputada. Cargaran peso tan difícilmente, Tendiendo fuertes cuellos á porfía, Doce hombres de los que hoy la tierra cria. CLXXXV. Arrebata el pedron con mano presta Turno, y con él, cuanto en sus fuerzas cabe, Empínase, y veloz corre, y lo asesta. Turbado el héroe, que acudió no sabe, Ni que asió del peñasco, ni que enhiesta Mueve su mano aquella mole grave; ¡Ay de él! á sus rodillas falta brío, Cuaja su sangre de la muerte el frio. CLXXXVI. Arrojado del brazo prepotente, Rodando el risco en la region vacía, No completó su giro, inobediente Al recibido impulso que lo guia. Y cual finge terrores el durmiente En el regazo de la noche umbría, Por lánguido sopor ligado, y sueña Que ansiosa fuga en alargar se empeña, CLXXXVII. Y siente en sus conatos que desmaya, Del antiguo vigor privado, y yerta La lengua en vano desatar ensaya, Y voz ni grito á producir acierta; Por dondequiera, así, que Turno vaya A entrar brioso en la que senda abierta Ha imaginado, allí la Diosa dura El éxito á estorbarle se apresura. CLXXXVIII. Ya naufraga en angustias su esperanza: Ha tornado á los Rútulos la vista Y á la ciudad; mas la apremiante lanza El pié le ataja, el ánimo le atrista: Ni con qué traza escape se le alcanza, Ni por cuál modo al enemigo embista; Rastrea en torno, y su ojeada es vana, Que ni el carro aparece ni la hermana. CLXXXIX. Dudar ve á Turno, y su asta fulminante Vibra Enéas, propicio punto cata Con los ojos, y arrójala distante, Y entero en ella su poder desata. No con ímpetu suele semejante Piedra que de ballesta se arrebata Terrífica zumbar; ni así, encendido, Estalla el rayo en hórrido estampido CXC. Fiero estrago llevando, el hierro crudo Vuela á guisa de negro torbellino, Y por lo bajo rompe del escudo Hasta el séptimo cerco diamantino, Y el halda abriendo á la loriga, pudo Crujiente en medio al muslo hacer camino. Al fiero golpe, que de accion le priva, Turno enorme de hinojos se derriba. CXCI. Alzándose, en doliente vocería, Los Rútulos prorumpen; gime el viento, Y tiembla en torno el monte, y á porfía Vuelven los altos bosques el lamento. Él, hincado, la diestra dirigia Y miradas de humilde sentimiento A Enéas: «He mi suerte merecido, Y nada,» exclama, «para mí te pido. CXCII. »¡Venciste! todo en mí te pertenece; Me han visto los Ausonios prosternado Tender las palmas. Si piedad merece Un padre (fuélo Anquíses) desdichado, La ancianidad de Dauno compadece, Y vivo, ó muerto, cual te venga en grado, Este hijo tu piedad le restituya. ¡Oh! cese tu rencor; ¡Lavinia es tuya!» CXCIII. Paróse armado el héroe encrudecido, Y revolviendo los ardientes ojos La diestra reprimió: ya del rendido El discurso amansaba sus enojos, Cuando el infausto talabarte vido De Palante asomar, ricos despojos Que echó sobre sus hombros Turno ufano, Muerto el mancebo, y con sangrienta mano. CXCIV. Han resaltado las que el cinto lleva Lucientes inequívocas labores. Conforme Enéas las miradas ceba En aquel monumento de dolores Insanables, la colera renueva, Y clama así, terrible en sus furores: «¿Con tan queridas prendas te atavías, Y escapar de mis manos presumias? CXCV. »Palante es quien te hiere; sí, Palante Quien te inmola, y se venga en tu culpada Sangre!» Dice, y al pecho que delante Tiene, encamina la fulmínea espada Enardecido. Turno en ese instante A manos siente de la muerte helada Sus miembros desatarse, y gemebundo Su espíritu indignado huye al profundo. FIN DE LA ENEIDA. NOTAS: [1] Pongo el registro de los principios del códice sevillano: Folio 12, libro II: «Despues desto dicho callaron todos, é estuvieron atentos catando á Eneas, por oyr lo que avie de contar...» Folio 40, libro III: «Despues que á los Dioses plogo las cosas de Asia...» Folio 63, vuelto. «O cuanto fué pagada la reyna Dido de la narracion de Eneas... De antes ferida de amoroso fuego.» Folio 87 vuelto, libro V: «Partiendo Eneas de los mares de Cartago, estando en medio de la flota...» Fol. 115. libro VI: «Despues que Eneas las precedentes dijo palabras...» [2] _Ensayo de una biblioteca de traductores españoles_, páginas 67 y 71. [3] Vid. Clemencin, _Elogio_, etc. pág. 45. [4] La descripcion detallada de los códices de Madrid, Sevilla y París puede verse en mi inédita Biblioteca de Traductores. El primero que menciona las _glossas de D. Enrique sobre Virgilio_ es Fernán Mejía en el _Noviliario Vero_. Cita la trad. Tamayo de Várgas en la carta preliminar al _Plinio_ de Jerónimo Huerta. Vid. además N. Antonio, Sarmiento (_Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles_), Mayans (_Vida de Virgilio_), Pellicer, Amador de los Rios, Ochoa (Catálogo de los ms. de París), y D. Menéndez Rayon en un art. de _La Reforma_. [5] _Ensayo de una biblioteca española_, col. 648. [6] _Catálogo del teatro_, pág. 283. [7] _Todas las obras de P. Virgilio Maron, ilustradas con varias interpretaciones y notas en lengua castellana. 1778, Valencia, librería de los Orgas._ [8] El libro I de la _Eneida_ tiene 756 versos, el II 804, el III 718. [9] Tengo á la vista su partida de defuncion, que me ha facilitado D. Fermin Canella y Secades, catedrático de la Universidad de Oviedo. [10] _América Poética._ Valparaiso, 1846. pág. 797. [11] Noticia que con otras muchas no ménos curiosas me ha comunicado en carta particular el Sr. Caro, refiriéndose á otra del argentino Sr. Gutierrez, fechada en Noviembre de 1874. Añade el Sr. Caro que hasta ahora no ha podido hallar los números de la _Revista del Plata_, á que la carta alude. [12] Puede verse un extenso juicio de las traducciones de Leonél da Costa en el tomo VI del _Ensaio biographico critico sobre os melhores poetas portuguezes_ por José M. da Costa e Silva, pág. 154 y siguientes. Costa e Silva no conoció la _Eneida_. [13] Vid. Costa e Silva, tomo V, pp. 267 y ss. donde juzga y extracta esta version. [14] Vide Costa e Silva _Ensaio biographico_, tomo VI pp. 325 á 363. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK ENEIDA; V. 2 DE 2 *** Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. 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