The Project Gutenberg EBook of Del Plata al Niagara, by Paul Groussac

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Title: Del Plata al Niagara

Author: Paul Groussac

Release Date: July 6, 2015 [EBook #49376]

Language: Spanish

Character set encoding: UTF-8

*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DEL PLATA AL NIAGARA ***




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NOTA DEL TRANSCRIPTOR:

—Los errores obvios de impresión y puntuación han sido corregidos.

—Se ha mantenido la acentuación del libro original, que difiere notablemente de la utilizada en español moderno.

—El transcriptor de este libro creó la imagen de tapa utilizando la portada del libro original. La nueva imagen pertenece al dominio público.

[i]

DEL PLATA AL NIÁGARA


[ii]

IMPRENTA DE PABLO E. CONI É HIJOS, PERÚ, 680

[iii]

PAUL GROUSSAC


DEL
PLATA AL NIÁGARA

... J’étais là; telle chose m’advint.

(La Fontaine.)

BUENOS AIRES

ADMINISTRACIÓN DE LA BIBLIOTECA

79, PERÚ, 79


1897


[iv]
[v]

A Carlos Pellegrini

No siendo estas notas personales el meditado estudio que correspondería á un encargo oficial, ni un homenaje digno del alto magistrado que tanto contribuyó á que yo las escribiese,—no las dedico al que era entonces Presidente de la República y es siempre una fuerza nacional y una gloria de su patria: sino, en prueba de afecto y agradecimiento, al juez más indulgente de mi esfuerzo, al fiel amigo de la juventud y de la madurez.

P. G.


[vi]
[vii]

PREFACIO


Algunas de estas páginas han visto la luz en La Nación de Buenos Aires, otras en La Biblioteca; el resto es inédito. Por lo demás, tienen todas ellas idéntica procedencia: han sido redactadas sobre apuntes personales, tomados durante el mismo viaje y sin hacer mucha cuenta de la opinión exterior. No espere, pues, el lector informarse aquí de impresiones ajenas, sino de las mías.

Escribo el prefacio de este libro sin haber visto reunidos jamás ni conocido por su orden todos sus capítulos; pues está demás advertir que la lectura tropezosa y fragmentaria de las pruebas, lejos de suministrar un buen elemento de juicio, tiene por efecto saturar de su prosa al enervado autor, inhabilitándole para volver á leerse impreso en mucho tiempo. No creo, sin embargo, que la parte inédita sea más débil que la que fué recibida con indulgencia, y tal vez suceda que los defectos de una y otra se atenúen en el conjunto.[viii] De desear sería que el escritor observase el precepto de Horacio, estacionando su obra recién nacida hasta que, olvidado de los «trabajos de Lucina», pudiese juzgarla con relativa imparcialidad y corregirla con acierto. Por mi parte soy bastante propenso á seguir el consejo; pero acaece que, una vez guardado en la gaveta, casi no hay manuscrito que vuelva á salir. Tengo la satisfacción de ser un autor inédito de gran avío y reserva. ¿Qué necesidad de exhibir el pensamiento, si el único deleite está en pensar? Lanzar una astilla más á la corriente que pasa ... ¿Para qué, para quién?

Á no bastar la experiencia de los años, sería suficiente la de mi oficio de bibliotecario para enseñarme la vanidad de estas protestas contra el invencible olvido. Debemur morti. Repletos están esos armarios de obras maestras que yo mismo no he leído ni leeré jamás. Durante el período veintenario del desarrollo mental, no se alcanza á leer realmente dos mil volúmenes; y apenas si se utiliza una décima parte de esos ingesta, eliminándose por inasimilable el resto de la materia alimenticia. Dedúzcase, además, la masa de lecturas inútiles, de frívola curiosidad ó manía erudita, fuera de las nocivas, que destejen el tejido anterior y, con nuevas opiniones sugeridas, agravan la servidumbre del espíritu. Más tarde, se cata uno que otro libro, para comprobar que casi todos se repiten.

Es gran consuelo de no poder leerlo todo, la conciencia de que fuera vana la empresa imposible. Una biblioteca es ante[ix] todo un cementerio: contiene mil autores muertos por uno vivo—que pronto morirá. El monumento enorme de la ciencia se viene edificando sobre un tremedal: no sólo en razón de su frágil estructura, sino porque al peso de cada hilada nueva, se hunde otra á flor de tierra hasta desaparecer. El aspecto de la ciencia cambia cada quince años; antes de concluída, cualquiera publicación extensa tiene ya partes caducas. Consiste el progreso científico en sustituir la semiverdad de ayer por la cuasiverdad de hoy—que durará hasta mañana. Cada generación surgente tiene por inmediato deber enterrar á la anterior. Casi nada subsiste útilmente; con una parte de los materiales antiguos, la fábrica flamante reemplaza á la decrépita. Cada «clase» recién llegada rehace por su cuenta la ciencia, la filosofía, la crítica. La historia es una tela de Penélope: todo es sustentable porque todo es incierto. Quien pretende vincular un hecho actual á su única causa lejana se parece al estadístico que, en un campo de batalla, probara á descubrir por inducción bajo qué bala enemiga había caído cada soldado. El hombre se agita y el destino le lleva, deduciendo las consecuencias infinitas de sus actos: el más ínfimo, tal vez, engendra las mayores, que su autor nunca sospechará.—En una noche de tormenta, á orillas del mar, una pobre anciana enciende su lámpara de aceite para remendar sus andrajos: es un faro de salvación para la nave perdida [x]que corría á estrellarse en la costa ...

Se dice que el arte alcanza vida más distinta y prolongada; la obra maestra no parece en efecto sustituíble, siendo su esencia la originalidad. ¿Será verdad que los millares de volúmenes que obstruyen nuestros estantes representan otros tantos conceptos y expresiones individuales de lo bello? Es otra ilusión: el tesoro estético, como todos los tesoros, se ha obtenido con la acumulación de cinco ó seis materias «preciosas», más ó menos varias en la forma, pero de substancia idéntica. Una ó dos veces por siglo, alguien ensaya una nueva ó renovada aleación de las materias conocidas: ¡es un hombre de genio! La muchedumbre imitadora marca el paso y despacha su etapa en pos del conductor. A éste hay que admirarle «en bloque». La montaña es de oro nativo: no hay una escena de Shakespeare ó un terceto de Dante que no sea de inspiración divina ¡como los versículos de la Biblia!

Eso repite la pedantería escolar. En realidad se reduciría á mucho menos el quilate de la admiración, á no intervenir la sugestión omnipotente. Algunos autores «clásicos» se imponen á nuestra infancia inconsciente: tal es la base de nuestra devoción y de su prestigio. El día próximo en que la democracia utilitaria borre también este culto de su programa, Homero y Virgilio no saldrán más del Götterdämmerung, en que vagan el persa Ferdoucy y el sánscrito Kalidaça. Superstición aparte, de las obras antiguas no sentimos de veras[xi] sino los breves fragmentos que, á fuer de eternamente humanos, nos parecen modernos y en correspondencia con las obras nacionales contemporáneas. Espontáneamente, nadie vuelve á absorber por entero un poema que pase de cien páginas, en procura de emoción estética. Se ha entrado una vez en la Ilíada y la Divina Commedia, como en San Pedro de Roma, para contarlo; y se exhiben algunos estribillos de antología á guisa de relaciones brillantes con ese high life artístico. Quien sea sincero y tenga el valor de sus gustos, confesará que le bastan pocas obras selectas para el consumo poético, y agregará que las prefiere recientes y escritas en su lengua.—Ello, como se ve, tendería á reducir, aun más que para la ciencia, el elenco de la biblioteca literaria indispensable. Un gran poeta resume toda la poesía. Por entre cambiantes riberas y con nombres distintos, los grandes ríos surcan el planeta, reflejando cielos y horizontes diversos, arrastrando en su corriente múltiples vestigios de las regiones comarcanas: pero sus ondas todas cumplen la misma misión fecunda, y una sola es el agua que todos los pueblos vienen á beber.

Habrá de parecer extraño que las palabras anteriores sean el preámbulo de «un libro más», cuya necesidad, sin duda alguna, no se dejaba sentir en este ni el otro continente. La inconsecuencia es flagrante, y no pretendo justificarla. No he tenido, para incurrir en ella, una sola de las razones que otros suelen invocar: obligación profesional, ambiciones de «gloria»,[xii] esperanza de lucro ó estímulo de amor propio—ni siquiera el puro gusto del ejercicio natural, análogo al del muchacho que «remonta» una cometa ... Un impulso, con todo, ha debido de moverme á recoger estas páginas; pero temo que sea otra ilusión. He esperado que esta obra sería útil en su fondo y en su forma, en sus tendencias honradas y sus anhelos artísticos, no sólo para la tierra á que estoy adherido por todas mis raíces adventicias—las únicas vivas ya—y cuyo mayor bien necesito perseguir, hasta por egoísmo bien entendido; sino también para esas otras comarcas americanas, que se han sentido y se sentirán lastimadas por mi franqueza, y juzgarán que la mentira halagüeña, no la verdad amarga, era el digno pago de la hospitalidad.

Respecto de estas últimas no necesito formular declaraciones ni protestas. Encuentro tan singular la hipótesis de que se embarque un escritor para lejanas tierras, con el propósito de observarlas de reojo y pintarlas de través, que me siento coartado para discutirla. Temo incurrir en ese terrible ridículo, que, en mi país, hiere más hondamente que las injurias y denuestos ... No debe, en efecto, ignorar el benévolo lector que, por algunas de las páginas que está llamado á juzgar, he sido seriamente deteriorado, en efigie—y con cierta inelegancia. Espero que, al releerlas hoy serenamente, mis fulminadores se sentirán sorprendidos, y acaso un poco avergonzados: será mi única venganza.

[xiii]

En este rápido bosquejo del continente americano, se echará de menos al país mismo de donde arranca el viajero: falta aquí la República Argentina, como falta en un cuadro el punto de vista. No se puede estar á un tiempo en la sala y en el escenario. Á este país, y sólo á él converge la perspectiva: mis observaciones más exteriores tomarían otro giro si las redactase para europeos. De ello se tiene una muestra en el Apéndice.—Del panorama que se desarrollaba ante mi vista asombrada ó entristecida; de las faltas y extravíos hispano-americanos; del estéril desgobierno ó del funesto despotismo; del ejemplo yankee, tan lleno de enseñanza en su enérgico desarrollo material, como en el exceso utilitario y egoísta que fatalmente paralizará su crecimiento: del estudio de los grupos sociales como del espectáculo de la naturaleza, he procurado extraer un estímulo ó una advertencia para la política, la educación, el arte,—las realidades y los ideales argentinos. Y he deseado que este libro fuera bueno para que pudiera ser eficaz.

Sentiría que la brevedad material de cada esbozo engañase respecto de su contenido. Por cierto que no he encerrado en uno ó dos capítulos la sociología de una región. Pero acaso algún lector atento advierta que la forma ligera encubre un fondo sólido, y que alguna vez la concisión puede ser condensación. Tampoco he creído que fuera indispensable adoptar un plan metódico y un tono doctrinario, rechazando la poesía y la sonrisa, y vaciando una materia, de suyo elástica y vagabunda,[xiv] en un rígido molde artificial. Sin mucho cuidado del orden lógico, he transcrito mis sensaciones instantáneas y mis reflexiones inmediatas, no rehuyendo las contradicciones aparentes ó reales, que son legítimas cuando completan el aspecto de la verdad. No teniendo sistema ni ideas preconcebidas, he dejado que este libro se depositara en mí, página por página, á merced de mis impresiones sucesivas. No he intervenido conscientemente en el experimento, para desviarlo hacia tal ó cual preocupación de secta, escuela ó partido, porque no acierto á descubrir en mí la sombra proyectada por cuerpos que no existen. Con sus errores y deficiencias, este es un libro de buena fe.

Uno de los vicios fundamentales de la educación pública consiste, como tengo dicho, en uniformar las almas y las inteligencias; á este respecto, la jesuítica es la peor de todas, no en razón de su tendencia sino de su disciplina. Como dice Mefistófeles, «se comprime el espíritu en botas españolas», imponiéndole violentamente la noción del rigor lógico y de la ley absoluta, que no existe en las cosas humanas, y edificando sobre el suelo firme de la realidad los castillos de naipes de las reglas abstractas y del puro raciocinio. El criterio de las ciencias históricas y aun naturales no debe ser, por ahora al menos, el de necesidad y certidumbre, sino el de contingencia y verosimilitud. Todo concepto práctico es una transacción. Las pretendidas leyes sociológicas son exactamente[xv] como las líneas de las altas cumbres y del divortium aquarum de las cordilleras fronterizas: todo el mundo las menciona y las traza en el papel, pero nadie sabe determinarlas en la práctica, porque en su forma geométrica no existen—son una mera abstracción. Pero esto debería decirse desde el principio: debería ser el gran principio, para que la educación no falseara nuestro juicio á los veinte años, hasta que la experiencia propia lo enderece á los cuarenta. Ese pecado original, fomentado entre nosotros por la dialéctica curial y sus miserables sofismas, engendra á su vez la intolerancia esterilizadora y funesta, como un residuo de la ortodoxia sectaria y de la antigua escolástica. No se admite en teoría sino el criterio absoluto: y por eso la teoría resulta falsa é impotente, puesto que lo relativo y contingente es la atmósfera misma en que «nos movemos y somos». Tan de antiguo avasalla nuestra mente ese concepto de dogma, que hemos torcido su sentido hasta amoldarlo á nuestra preocupación: dogma no significa más que opinión ó parecer.

Ahora bien: ya se trate de juzgar un acto, de apreciar una evolución social, ó simplemente de exponer la sensación producida por la naturaleza ó la obra de arte ¿con qué se forma la opinión sincera y personal? Con la reacción, evidentemente, del sujeto ante el objeto. El sujeto es una inteligencia individual, nunca idéntica á otra, aunque la educación tenga por efecto y defecto atenuar la originalidad. Llevo ante las[xvi] cosas el conjunto de mis ideas, tendencias, gustos y hábitos propios, y como éstos no son en ningún caso iguales á los de mi vecino, tiene que ser diferente en cada caso la impresión, si es espontánea y valedera.—Debe afirmarse que cualquiera opinión se falsea más y más al paso que se generaliza.—Sin duda, parece que ocurriera lo contrario, porque vivimos repitiendo juicios aprendidos y frases hechas. El consensus omnium es la contraseña de nuestra domesticidad mental. No hay un hombre entre cien mil que escape á la sugestión de un libro ó de un discurso, y lo que es peor, á la vulgarización creciente que se difunde por el periódico.

Ha dicho Amiel: un paisaje es un estado de alma. La fórmula no es nueva, como tampoco otras análogas de Diderot, Taine y el mismo Zola. Todas derivan de la de Bacon, mucho más amplia y comprensiva: ars, sive additus rebus homo. El arte, pues, es el hombre agregado á las cosas. En estas páginas, por consiguiente, no encontrará el lector la naturaleza y las gentes americanas, sino tal cual se han revelado al observador, al través de su idiosincracia y su humor variable. Cualquier otro observador, igualmente sincero, haría un cuadro muy distinto. Toda producción artística, buena ó mala, es una combinación de la realidad con la fantasía; y sin duda, cuando de impresiones de viaje se trata, lo que ante todo resulta parecido, es el retrato del viajero.

[xvii]

Espero, con todo, que en estos ensayos algo más importante se dejará traslucir: y es una tentativa literaria plausible, aunque se haya malogrado por insuficiencia del artista é imperfección de su instrumento.—Es muy sabido que el autor de estas páginas maneja una lengua que no es la suya. Muy lejos de erigir en sistema su propia torpeza, procura atenuarla cada día, acercándose á la corrección gramatical, base y fundamento del estilo. Si no escribe mejor en español, no es por soberbia francesa, sino porque no sabe más ...

Dicho esto con entera ingenuidad, me es imposible aceptar el castellano como un instrumento adecuado al arte contemporáneo. Sonoro, vehemente, oratorio, carece de matices, mejor dicho, de nuances—pues es muy natural que no tenga el vocablo, faltándole la cosa. Es la trompeta de bronce, estrepitosa y triunfal, empero sin escala cromática. La evolución presente tiende al fino análisis, á la sutileza, al cromatismo, como que obedece á la ley de disociación progresiva. En el arte, como en la moda que lo refleja, reina el matiz. Es probable que en el siglo XX—las disonancias wagnerianas lo hacen prever—no bastarán los intervalos y acordes usuales como medio de expresión armónica. Lo propio, naturalmente, acaece con la lengua literaria. Por ejemplo, el estado actual de la prosa francesa, la más elaborada de todas, es el último paso de una evolución incesante que, sólo en este siglo y desde Chateaubriand hasta Loti, cuenta siete ú ocho[xviii] estadios visibles. La lengua española no ha sufrido ni admite este trabajo de transformación: se rige siempre é invariablemente por sus clásicos. Ahora bien: todo producto orgánico que se estaciona, se desvirtúa; y los que declaman sobre la riqueza presente de un instrumento secular, aplicando un concepto inmutable á un proceso esencialmente evolutivo, desconocen los términos de la cuestión.

No es este el lugar para mostrar cómo el sentido de la naturaleza y el delicado análisis del sentimiento tenían que quedar embrionarios, en un país que no cuenta un gran psicólogo ni, al lado de artistas soberanos como Velázquez y Murillo, un solo paisajista ... Sea de ello lo que fuese, no es discutible que sea la lengua escrita, en cualquier momento de la evolución social, el instrumento de expresión y exacta medida de la civilización ambiente. Eso es, y nada más. El español ha sido la primera lengua del mundo cuando la civilización española ocupaba el primer lugar. Durante la edad media la lengua de Virgilio se degradó al mismo nivel que el arte medieval; y lo que hoy se balbucea en Atenas, es una jerga gitana del luminoso verbo ático. No creo que se mire una ofensa en la simple comprobación de un hecho evidente. La civilización española contemporánea no es aislable de las infiltraciones exteriores: vive de reflejos, así en la idea como en la realización; y es singular ilogismo, en quien tan dócilmente acepta las cosas extranjeras, una oposición tan viva[xix] á las palabras, que son el signo inalienable de aquéllas. Puede que sea una crisis pasajera, y nadie lo desea más que yo.

Entretanto, considero atendible cualquier esfuerzo encaminado al propósito de alcanzar un estilo literario más sobrio y eficaz que nuestro campaneo verbal, á par que más esbelto y ceñido al objeto que la anticuada notación española. Tal empresa, sin duda, era superior á mis fuerzas,—acaso á las de cualquier escritor. Para renovar el estilo (no tanto en su letra, cuanto en su espíritu), sin rebajarle al nivel de una jerga cosmopolita, fuera necesario poseer por igual,—además del talento robusto unido al más delicado sentimiento del arte,—el espíritu extranjero en su más sutil esencia y el castellano ó nacional en toda su plenitud. Es un caso de imposibilidad, casi un círculo vicioso.—Con todo, la tentativa no habrá sido estéril si, entre los jóvenes argentinos que se preparan á sustituirnos, hay quien recoja siquiera la indicación ...

Pero, del mismo concepto antes formulado, se deduce que la reforma exterior implica otra más radical y profunda, ya que la general flaqueza del estilo no es sino el fiel indicio de un pensamiento sin vigor. Otro proceso más grave es el que falta iniciar, para que la mejora importe una transformación. La misma educación nacional es la que se debiera reconstruir por su base, desde la planta hasta el coronamiento, reservando la discusión frívola y bizantina de los diseños perfectos. Y es otra vanidad que he visto debajo del sol, esa inquieta per[xx] de los programas ideales—sin duda, ¡automóviles!—cuando en realidad lo único importante es inocular á la juventud, por la autoridad y el ejemplo, hábitos de trabajo obstinado y sincero ¡aunque éstos se aplicaran al aprendizaje del guaraní! En el viaje de aplicación de los guardias marinas, es casi indiferente el itinerario: lo esencial es aprender á navegar. Adquiramos el sentimiento del deber, el amor á la ciencia, la convicción del esfuerzo necesario, y todo lo demás vendrá por añadidura. Pero, aun suponiendo que se tuviera la palanca ¿dónde encontrar por ahora el punto de apoyo?

Esta juventud argentina me inspira inquietud. Varias generaciones han pasado por mis manos, más ó menos directamente, y conozco su fondo generoso y su inteligencia vivaz. Presencio anualmente la cosecha intelectual, y sobre darme cuenta de su insuficiencia, sé que aquélla no se renovará; para muchos el débil esfuerzo de los exámenes quedará único y definitivo: después del cultivo superficial, volverá la maleza á invadir el campo. Nosotros, los mayores, somos los culpables. Ni arriba ni al lado de ella, encuentra la nueva generación el ejemplo moralizador y severo. Nadie trabaja con perseverancia y energía, nadie soporta el peso de la meditación solitaria durante semanas y meses, nadie se arranca de las entrañas la concepción original largo tiempo incubada ... ¿Hasta cuándo seremos los ciudadanos de Mimópolis y los parásitos de la labor europea? Cortar de un sablazo heroico ese cordón umbilical[xxi] de la colonia, era empresa fácilmente realizable para quien tenía altivez y valor: ¿cuándo lucirá el día de la emancipación moral, y alcanzará el intelecto sudamericano sus jornadas definitivas de Maipo y Junín?

No parece que sospechásemos el abismo que, en la procelosa derrota de la humanidad, media entre remolcadores y remolcados, entre pueblos productores y pueblos consumidores de civilización. No ser más que civilizado, es un estado pasivo y precario que debe ser transitorio: lo único que vale é importa, es vivir, en parte al menos, de la propia substancia é irradiar luz propia, siquiera sea débil y trémula. Al paso que se va conquistando el planeta, se dilatan más y más los territorios de colonización y adaptación europea, que se tornan mercados útiles ó débouchés de la productora exuberante. Son países civilizados—por ella—que fácilmente llegan á poseer, en cambio de su suelo virgen, todos los instrumentos de la civilización, desde el buque de acero hasta el libro de luz, en un todo iguales á los de allá: la única diferencia, más profunda aún para el libro que para el buque, está en que los civilizados compran lo que los civilizadores elaboran ...

Creo que muestro en las páginas siguientes cómo el grupo inerte ó violento de muchas nacionalidades hispano-americanas está condenado á vegetar indefinidamente en ese estado subalterno. Acaso las regiones tropicales no sean por ahora asimilables, y sí únicamente explotables para la civilización[xxii] europea; puede que constituyan depósitos en reserva para el período futuro, cuando el planeta, enfriado en sus extremos, reconcentre hacia el ecuador la fecundidad y la vida. En todo caso, entre todos ellos, hay por lo menos dos pueblos que escapan á la ley fatal y tienen en su mano un porvenir divisable de independencia y grandeza. Sólo para con uno de ellos tengo que llenar una misión y cumplir un deber. Á éste que, por momentos, me trae el recuerdo de ese león del Paraíso Perdido, que entre todas las esbozadas creaciones del sexto día, brega por desligarse del limo nativo y sacudir al aire libre la roja melena: á éste de quien soy, puesto que es suyo todo lo mío, ofrézcole ahora este libro imperfecto y trunco, en que balbuceo lo que quizá no quiera entender ...

Cualquiera producción inspira á su autor algo de la solicitud paterna. Paréceme, con todo, que la presente estaba adherida cual ninguna á mis fibras secretas. Si la suerte le fuese adversa, figúrome que sentiría algo semejante á una herida personal. Y esto, no únicamente porque estoy siempre presente en sus páginas, sino porque este cuaderno de apuntes ha sido con toda verdad mi compañero y mudo confidente en las soledades de ese largo viaje por mar y tierra. No me separo de él sin alguna melancolía; y, por momentos, creo que si fuera tiempo aún no le lanzaría al escenario público, prefiriendo para él la existencia interna del espíritu, parecida á la de ese limbo sin sonido ni luz, donde, según la Fe católica,[xxiii] vagan eternamente las almas infantiles que se apagaron antes de recibir el bautismo.

Pero es tarde ya: Liber, ibis in urbem! ... ¡Que cumpla su destino y le sea clemente el aura popular! Si es actitud de simple justicia no hacer expiar al párvulo inocente los pecados del padre, acaso, el formular públicamente ese voto sea el mayor acto de humildad ...


[xxiv]
[1]

DEL PLATA AL NIÁGARA


I

CHILE

LA ESTRUCTURA NACIONAL

Del cerro andino cuya meseta terminal separa las vertientes argentina y chilena, manan los dos arroyos que, al engrosar en breve su caudal propio con diez corrientes adventicias, dilatarán en la hoya respectiva su faja sinuosa hasta venir á ser los ríos de Mendoza y Aconcagua.

¡Aquí el rendez-vous de las prosopopeyas y frases hechas! Retórica obliga. Se llega cansado, hambriento, aterido y abrumado por la trasnochada á mula; harto de valles y quebradas uniformemente pintorescos, con la misma a «sierpe de plata» que se retuerce entre peñascos, reverberando al sol sus móviles escamas. Horas hace que no se alzan los ojos hacia las areniscas y conglomerados de la serranía; nos han fatigado hasta las visiones fantásticas que el crepúsculo y la distancia evocan:[2] ruinas de castillos y catedrales disformes cuyos sillares colosales fueran los estratos ondulantes, remedando las estrías verticales de la roca ya góticas columnatas sin bóveda visible, ya juegos monstruosos de órganos para el Juicio final—con las nevadas cúpulas del Tupungato y Aconcagua sobre el poniente lívido ... No importa: es asunto entendido que, al pisar la cumbre, Perrichón ha estallado en gritos sublimes: «¡Dios! ¡Providencia! ¡Inmensidad! ¡Eternidad! ¡¡Oh!!..» Todo lo cual será redactado, tres días después, en un confortable hotel de Valparaíso, ¡y bien empenachado de signos admirativos!

La cordillera es imponente y bella; pero la cumbre no es más que su peldaño final, el menos interesante de todos; se la salva sin verla, embotados los sentidos por lo prolongado de la misma sensación. Por lo demás, así en lo físico como en lo moral, el último paso no conmueve ni sorprende: ha sido previsto, anunciado, descontado. Cuando la fortuna, el amor, la gloria cumplen al fin su gran promesa, llegan demasiado tarde; nos hemos saciado con la ilusión, la realidad nos deja tristes. Las emociones preliminares han agotado de antemano la del triunfo; la fruta madura tiene resabio de ceniza, y el destino nos brinda la copa llena cuando ya no tenemos sed.—En sí mismo, el paisaje carece de variedad y hasta de majestad. El paso de la Iglesia y la cumbre del Bermejo, á pesar de su altitud absoluta, son dos boquetes ó portillos, dos depresiones entre alturas mayores: es mediocre el horizonte contemplado. El cerro próximo, descarnado y sombrío, corta duramente el azul metálico del cielo; en los repliegues de la roca, algunas chapas de nieve hacen centellear sus agujas finísimas, cual hojuelas de mica; asoma la arcilla húmeda y negruzca debajo de la capa fundente: ello es la «corona inmaculada» de la poesía de bufete. Interminablemente,[3] á lo largo de la senda estrecha, desgarrando la delgada epidermis caliza, las vértebras de la cordillera se suceden en rosario de peñones; y se roza con el estribo la cornisa sublime que, desde el valle, admirábamos ayer.—Ni un asomo de vegetación, ni un grito de ave, ni una fuga de insecto entre las grietas. Allá abajo, en el fondo del abismo, como un lustroso rastro de babosa en una piedra obscura, el torrente coagulado en su quebrada se alarga indefinidamente, terso é inmóvil por la distancia, sin una arruga, sin un rumor; en el aire rarefacto, un principio de fatiga y ansiedad penosa acrecienta la impresión de abandono, de soledad, de inhospitalidad. El hombre no se siente aquí pequeño, como suele decirse: tiene la vaga conciencia de ser un punto extraño, un detalle chocante en un medio hostil. Es este un paisaje lunar, reino inviolado del silencio y de la muerte, en cuya atmósfera esterilizada y glacial nuestra vida terrestre procura en vano el más efímero asiento. Concibe la imaginación la grandeza salvaje, el horror sublime de una noche de invierno en estas soledades, cuando la tempestad de nieve desata los ventisqueros y arroja al precipicio los aludes erráticos: pero tales cataclismos no se perpetran para ojos humanos, así como las erupciones volcánicas de nuestro helado satélite ... Ahora, la tibia caricia del sol amigo, la solidez del piso que retumba bajo el casco del la mula, el silbido del arriero indiferente, al desvanecer toda inquietud en la cruzada, acentúan su vulgar monotonía. Durante la breve travesía de la planicie divisoria, la sensación dominante no es otra que el deseo de bajar y divisar la posta del Juncal. Como el Augusto de Corneille, se experimenta la nostalgia de la llanura:

Et monté sur le faíte, on aspire à descendre...

[4]

Entre tanto, con mi hábito de la observación interna, me doy cuenta de que el desarrollo del paisaje, además de su reproducción pintoresca en la imaginación, ha movido la reflexión que creía adormecida: descubro que he pensado, además de soñar. Lentamente, en el espíritu casi pasivo, se está elaborando un concepto general, una como transposición abstracta del panorama material, provocada inconscientemente por las semejanzas y contrastes de la doble vertiente andina, trepada y descendida desde Mendoza. Poco ó nada ha cambiado en la decoración natural, en el aspecto de los sitios. Los accidentes de la montaña permanecen casi idénticos á los de la hoya argentina. La implacable serenidad del cielo bíblico se aviene siempre con la severidad adusta de las quebradas grises é impone el mismo sentimiento de postración. Me ocurre que las separaciones políticas han de ser más sutiles que las de la naturaleza ... Pero, muy luego, percibo netamente cierto cambio inicial: se nota lo escarpado de la pendiente chilena por la aspereza mayor de la bajada y los saltos bruscos del arroyo Juncal, primer tributario del Aconcagua. La misma falda, en el descenso, exhibe una primera prueba del enorme desnivel: hacia la derecha, en la intersección de las pendientes del Portillo, una vasta laguna, llena hasta rebosar en su pila ovalada, despliega deliciosamente bajo el cielo azul el virgen cristal de sus ondas glaucas, que sólo bañan el ala de las aves de paso. ¡Encantadora sorpresa! Es la primera «sonrisa húmeda» de esa Iliada de piedra y el anuncio próximo de otra Cibeles enternecida. Á poco, en los declives del Juncal, la enjuta vegetación asoma como un vello ligero en las paredes lisas de la roca; las verbenas y llaretas tapizan ya las depresiones del terreno, y las calandrinas alzan sus flores de púrpura por sobre la masa herbácea de las[5] cañadas. Después de los arbustos de matorral, arrayanes y espinos, primeros triunfadores de la aridez ambiente, crecen laboriosamente las hayas y acacias en las riberas más clementes; los cactos erizados, los cirios rígidos yerguen en las pendientes más ásperas sus candelabros verticales. Pero, en el Salto del Soldado, las parásitas y enredaderas se enlazan ahora en los troncos de las encinas y nogales; el río ha ensanchado más y más su cuenca ya irrigable; las acequias orillan alegremente el rudo sendero pedregoso. Entonces, bruscamente, una erupción de frondosidades invade el paisaje: sauces, olmos, castaños, todo el reino cultivado ha tomado posesión del suelo humedecido; los altos cortinajes de las alamedas limitan los alfalfares y viñedos; las casas de campo y blancas alquerías emergen de los trigales y praderas: y Santa Rosa de los Andes, dormida en su marco de festones vegetales, anuncia la entrada en el espléndido valle de Aconcagua, gloriosa diadema de la patria chilena, populoso y fecundo como un pedazo de Francia, y donde todos los plantíos de la zona templada prosperan magníficamente. En un trayecto de pocas leguas, la flora ha recorrido la escala que en la opuesta vertiente requiere varios días para trasponerse, desde los pobres sembrados de Uspallata hasta los opulentos dominios de Santa Fe y Buenos Aires. Algunas horas más y se entra en Valparaíso: en menos de un día se ha cruzado á todo Chile, de la cordillera hasta el mar.

Desde el primer día, en efecto, hiere la vista esa diferencia fundamental entre las dos regiones: dos epítetos que parecen triviales, y son profundamente significativos, vagan constantemente en los labios, al recorrer la accidentada falda chilena y la vasta llanura argentina: todo lo que pertenece á la primera trae adherido el calificativo de circunscrito, con todas las ideas[6] conexas de altura, rigidez, densidad; del propio modo que evoca la segunda todas las derivaciones de lo ilimitado: amplitud, espacio, desarrollo sin fin. Y lo característico de esas voces que creíamos provisionales, es que preesisten después del examen detenido y del doble estudio histórico y sociológico, cual si entrañaran una definición completa en su imperiosa brevedad. Veremos cómo, sin deliberación ni prejuicio, todas las conclusiones materiales y morales respecto de Chile tienen por rasgo definitivo la condensación, del propio modo que las que á la Argentina se refieran evocan la noción opuesta de expansión.

En pocas leguas, antes de la confluencia del Putaendo, la adjunción del Juncal, del río Blanco y del Colorado han constituído al caudaloso Aconcagua, que riega copiosamente sus fértiles vertientes y, por cien canales abiertos que lo dejan casi exhausto, lleva la abundancia y la vida á las valiosas haciendas de Santa Rosa y San Felipe, rodea luego á Quillota, cada vez más lento y como deseoso de prolongar su obra fecunda, antes de cruzar la sierra de la costa y perderse en el mar. Como un pequeño Nilo, en su breve curso de 150 kilómetros ha derramado la prosperidad en toda la zona atravesada; aunque más y más detenida su velocidad inicial de torrente andino, tanto ha rectificado su curso que, salvo el sinuoso recodo de Quillota, el río casi sigue el camino más corto de su hoya; en un solo día ha concluído su misión benéfica desde la cordillera hasta el Océano. Compréndese que en esta faja estrecha y volcada hacia el Pacífico no haya espacio para los desiertos inmensos de la sabana argentina; y la comparación de esta corriente, tan bien empleada, con su antagónica de la vertiente opuesta se impone irresistiblemente. ¡Qué diferencia entre el laborioso Aconcagua y el río de Mendoza que abandonamos[7] ayer! Apenas bañada la mínima parte de la provincia natal, muy lejos aún del mar buscado, muy antes de cruzar la pampa sedienta, desfallece nuestra corriente «criolla» y se arrastra perezosa hasta perderse en una laguna cenagosa é inerte ...

Poco á poco, alrededor de este núcleo material, vienen á envolverse mil datos y nociones fragmentarias, desprendidas de la sociología de ambos países: jirones de historia, geografía, estadística, política, que se enlazan en torno de la percepción presente como las lianas en un tronco secular. Al pronto, parece que la evolución general de los dos pueblos rivales pudiera simbolizarse con la carrera de los ríos divergentes que, naciendo en el mismo macizo y descendiendo casi por el mismo paralelo, desempeñan, en su curso tan breve, misión tan diferente y alcanzan tan diverso destino.—Frente á la evolución histórica del pueblo chileno, tan precisa y práctica en su marcha ascendente, se recuerda cuán dolorosa y contradictoria fuera la revolución argentina, siempre fluctuando entre los conflictos renacientes de la barbarie primitiva y la importada civilización, y remedando, con sus rápidos adelantos y sus bruscos retrocesos, los cataclismos elementales de un mundo en formación. Se admira involuntariamente el trazado tan neto y lógico de la primera, que forma cabal contraste con el tanteo penoso de la segunda; y, desde luego, se entra á desconfiar de que la exageración territorial, las realizaciones democráticas y liberales, el mismo incremento material sólo debido á la avenida europea, sean factores absolutos de grandeza nacional.

Pero, la duda no se prolonga. Con sumar mentalmente á Santiago con Valparaíso y compararlas á la sola Buenos Aires, renace la convicción de que ésta representa un esfuerzo civilizador[8] que supera al de las otras agrupaciones urbanas de la América latina. Todos los extravíos pasados y presentes, lejos de aminorar este resultado, acentúan su importancia: si á esto se ha llegado luchando contra la corriente ¿qué no hubiera sido ayudándose con ella? Un lapso de medio siglo no es más que un día en la vida de los pueblos; y también es probable que se cumpla en sociología la ley biológica que proporciona el tiempo y los trabajos de la gestación á la longevidad é importancia del organismo engendrado. Volviendo entonces al punto departida, se descubre que el inmenso desierto argentino es la condición necesaria de esos colosos fluviales del Paraná y del Uruguay, depósitos de las grandes vertientes continentales, en cuyo seno se absorberían los Aconcaguas y Biobios sin alterar su nivel[1]. Por fin, sin dejar de aplaudir el espíritu de orden y economía que tan admirable partido ha sacado de un arroyo mediocre, se piensa que la misma corriente mendocina que vimos perderse en una travesía, embebe el subsuelo pampeano y contribuye á formar ese mar dulce que surgirá más tarde bajo la sonda del agricultor, continuando en otra forma y á la distancia su obra interrumpida de fertilización ...

Además de este concepto fortuíto, el viajero penetra en Chile con un conjunto de nociones más ó menos exactas, desprendidas de sus lecturas é informaciones anteriores. Al pronto, todo ello se aglomera para constituir un juicio a priori, provisional y fluctuante en los detalles. Esta hipótesis debe[9] quedar flexible y rectificable; sin adelantar conclusión definitiva, sirve sobre todo para concretar las primeras impresiones confusas en torno de su núcleo consistente, del propio modo que un tronco de árbol en un delta favorece y activa el sedimento aluvial.

Puede escribirse de un país extranjero después de residir en él varios años, viviendo mezclado é interesado el escritor en la evolución colectiva, estudiando sus accidentes externos é internos, respirando largamente la atmósfera nacional hasta conocer al pueblo y su territorio en su historia, en sus órganos vitales y sus manifestaciones significativas. Parece que este método fuera el único practicable y legítimo; lo es, en todo caso, para escribir un libro de conjunto y dejar un documento duradero, si no definitivo. El método del viajero es casi fatalmente incompleto y superficial. Puede, sin embargo, no carecer de utilidad, y hasta suele contener un elemento precioso, casi siempre debilitado por la estancia prolongada: el choque vivo y directo del contraste. Esta impresión instantánea y sincera, en que se procede por comparación explícita ó sobrentendida, logra adquirir un valor inapreciable, si es analizada inmediata y escrupulosamente por un espíritu reflexivo. La sensación diferencial es la más espontánea y segura de todas; todas las otras sensaciones pueden ser ilusorias, pero la que comprueba una diferencia contiene siempre un fondo de verdad. No son, pues, necesariamente frívolas y despreciables las observaciones del transeunte, siempre que se formulen con buena fe, apoyadas en algún conocimiento anterior del país recorrido y referidas á un término de comparación que no sea ni muy análogo ni harto distante.—No necesito decir que, en este rápido bosquejo de Chile, la base de referencia no ha de ser mi país natal, sino la República Argentina: tengo para ello[10] todas las razones de utilidad práctica y de conveniencia especulativa. Sobre un breve resumen de datos y rasgos significativos, procuraré asentar un juicio hipotético, una conclusión provisional, que someteré luego á la contraprueba de mis observaciones personales. Aunque fugaces y fragmentarias, éstas serán relativamente probantes si concuerdan con la teoría. No creo que exista otro método para que la impresión casi repentina del viajero que no es un simple descriptor alcance alguna eficacia documentaria. ¡Ojalá el que aquí habla no carezca en absoluto de perspicacia, como no le faltan la conciencia y la sinceridad, para que la observación directa y material sea una buena piedra de toque de las inducciones sacadas de la geografía y la historia!

Entre los factores sociológicos, son primordiales los permanentes ó lentamente modificables: así el suelo y la raza. Son componentes del primero, además de la extensión y naturaleza del territorio, su configuración general y situación geográfica, que rigen su clima y producciones. Ahora bien, entre todos estos elementos, sólo uno es común á ambos países limítrofes; pero es tal su importancia, que basta por sí solo para señalar una línea indeleble de separación entre éstos y los restantes del continente austral. En el grupo de las repúblicas latino-americanas, Chile y la Argentina son las únicas comarcas de vasta extensión cuyo clima y latitud correspondan á los de la región central europea.

Esta zona favorecida es la que parece, en la actualidad, plenamente adecuada á la civilización que llamaré «secundaria». México y el Perú, por ejemplo, han debido ser, por sus condiciones naturales, los asientos de la civilización primaria en América, lo propio que el Egipto y la India en el viejo mundo.—No[11] es imposible, por otra parte, que en un porvenir lejano se establezca sobre las ruinas de la actual otra civilización «terciaria», más independiente del calor solar y del medio ambiente, y cuyos límites se extiendan hacia las regiones glaciales del norte y del sud. Pero, en el período presente y el futuro divisable, es evidente que los órganos complejos de nuestra civilización, fundada en la división del trabajo y las concurrencias nacionales, no se desarrollan y funcionan plenamente sino allí donde el clima intermedio y tonificante torna productiva la labor material y estimula el ejercicio del pensamiento. Con la identidad originaria de la raza europea,—muy modificada ya,—la analogía geográfica es, pues, el primer elemento común á la Argentina y Chile. Casi todos los otros son diversos, si no antagónicos; y ello ha bastado para crear, en tres ó cuatro generaciones, dos variedades sociológicas americanas profundamente distintas. Empero, y desde luego, no parece dudoso que en el continente sudamericano la hegemonía deba pertenecer á los dos pueblos favorecidos.

Para una población sensiblemente igual, que hoy mismo no alcanza á tres millones de nativos, la superficie de Chile (deduciendo las recientes anexiones) es la sexta parte de la República Argentina. Ahora bien, en el sentido americano, lo que significa la expresión organizarse nacionalmente, es, ocupar realmente el suelo bajo el triple aspecto demográfico, político y económico: abreviando las distancias despobladas y reduciendo los desiertos baldíos, multiplicando, por fin, las agrupaciones urbanas, ganglios sociológicos depositarios de la riqueza y transmisores de la civilización. La empresa acometida por uno y otro pueblo, durante el medio siglo de su evolución decisiva (1825-1875), ha sido, pues, tan desigual como la de dos propietarios que, con recursos presentes casi[12] iguales, resolviesen amueblar y sostener sus casas respectivas, teniendo la una seis veces más capacidad y departamentos que la otra.

Así, desde el principio de la Independencia, el formidable problema de la organización nacional se ha planteado de una manera incomparablemente más accesible y resoluble para Chile que para la Argentina. En tanto que su medianía territorial (sin vedarle, como al Uruguay, las grandes ambiciones patrióticas) facilitaba una relativa condensación demográfica en los valles productores, su enorme alejamiento de Europa disminuía singularmente sus aptitudes como país de colonización. Á trueque de esta causa de lentitud en el desenvolvimiento económico podía alcanzar un grado mayor de homogeneidad y cohesión en su estructura social. El principio y el fin de cualquier estudio comparativo entre ambos países está resumido en esa última frase; todo lo que precede y seguirá no es sino su comentario.

Al hablar de la raza chilena, no debe confundirse la clase dirigente con la masa popular: si aquella capa superior es análoga por su origen á la correspondiente en las otras repúblicas hispano-americanas, no así la muchedumbre suburbana y rural. Al paso que la infiltración europea—fuera de la española primitiva—era muy escasa en el grupo superior chileno, es bien evidente que en la masa popular su mezcla infinitesimal no merece tenerse en cuenta. El dato demográfico que debe dominar constantemente todo paralelo entre estos pueblos limítrofes, es el siguiente: según el último censo de 1885, Chile contaba entonces, en todo su territorio, 26.241 europeos; ahora bien, ¡en el solo quindenio de 1871-1886 se han establecido en la República Argentina 650.000 extranjeros! Epilogad y reducid cuanto queráis: el rasgo diferencial[13] queda indeleble, y es tan significativo que, lo repito, debe anteponerse á cualquiera otra consideración sociológica. Durante el solo año de 1884, por ejemplo, la Argentina se anexaba por la pacífica inmigración un número de agricultores europeos mayor que el de los peruanos y bolivianos amarrados á Chile por los resultados de la guerra. Admitiendo que ambos grupos anexos se hayan reproducido en proporción igual: ved ahí, por una parte, un contingente de chileno-peruanos, y por otra, un grupo igual de argentino-europeos, agregados al núcleo nacional respectivo: la consecuencia no ha de ser idéntica.

Es así como las leyes naturales de territorio y situación han creado las variedades sociológicas que con el tiempo, factor omnipotente, tendrán que acentuarse más y más. Mientras que la Argentina podía esperar los resultados de su evolución social por la mezcla é infiltración europeas, en Chile la necesidad desarrollaba en el propio seno, y casi con los solos elementos nativos, las aptitudes industriales, las virtualidades materiales é intelectuales, que forman la compleja estructura indispensable para la vida de un moderno organismo político. Siendo Chile una faja «de gran longura» y mediocre extensión entre la cordillera y el mar, tuvo su pueblo que procurar laboriosamente su desarrollo, ocupando la costa, surcando el océano civilizador, atacando la montaña receladora de tesoros ocultos, apropiando, por último, la zona intermedia y los valles centrales á la alimentación del grupo entero. Todo fachada sobre el Pacífico, ha sido marino, dedicado al tráfico internacional, y, á las veces, preparado para las conquistas litorales; al hacerle minero, la cordillera, que protegía su espalda é invadía su territorio escaso, le impuso también la obligación, como le enseñó los medios, de cultivar intensamente el suelo ingrato,[14] abriendo sendas y canales, cortando, cavando, nivelando, luchando victoriosamente con la estéril arena y la roca enemiga. El aislamiento y la pobreza, por fin, acostumbrándole de antiguo á bastarse á sí mismo, fomentaron su tendencia fabril; y este propietario de las islas de Juan Fernández parecía en verdad predestinado á realizar en América el tipo nacional de Robinson. Agricultor, marino, industrial: sin influencias externas ni mezclas exóticas, ascendió rápidamente á una situación sociológica superior á la de otros pueblo más ricos, casi exclusivamente pastores ó expendedores de productos preciosos.

Al propio tiempo que las leyes permanentes de la raza y del medio delineaban los rasgos fundamentales de la fisonomía chilena, la ausencia de la gran inmigración europea, innovadora y perturbadora de la tradición, permitió conservar casi intacto el edificio colonial, sin más que cambiar la inscripción de su portada. La revolución chilena quedó exterior en sus causas y sus efectos: un ejército argentino cortó definitivamente el cordón umbilical que ataba la colonia á su metrópoli; y esta rápida operación, lejos de arrasar con lo existente lo mantuvo en pie, reduciendo el cambio de estado á un acto de emancipación y á la toma de posesión del país por los nativos. El dictador O’Higgins casi pudiera creer que recibía y administraba la herencia política de su ilustre padre, el fundador de Santa Rosa y Vallenar. Todo concurría, pues, á perpetuar la dualidad originaria del pueblo chileno: una clase dirigente en la punta de la pirámide, una masa anónima y sumisa abajo, con una faja de separación casi insalvable: así, en el cerro de Aconcagua, la zona amorfa de arenisca impide que se confunda el conglomerado de la base con las estrías del vértice. De suerte que, después de un breve extravío democrático[15] y un experimento único de federalismo que produjeron la anarquía y bastaron á demostrar su falta de adecuación, elaboróse una constitución resueltamente centralista,—tan poco democrática, que las dos fracciones del grupo dirigente se han sucedido en el poder sin alterar la forma constitutiva; tan poco republicana en el fondo, que las facultades del presidente, unidas á la reelección indefinida—antes de la reforma de 1871—y á su irresponsabilidad inmediata, eran más importantes y absorbentes que las de un monarca constitucional.

Conviene insistir en este consorcio armónico de la raza y la estructura originaria con las circunstancias y las instituciones políticas, en esta feliz apropiación del pueblo chileno al medio ambiente, porque ello da la clave de esa evolución ulterior, que, con la colonia más lejana y pobre del dominio español, ha hecho al pueblo más civilizado y fuerte del Pacífico: á la nación que en cincuenta años de labor incesante y administración honrada, tenía ya alcanzada la legítima hegemonía moral en esta vertiente de los Andes, mucho antes que la conquista militar le agregara su sanción brutal. Votada sin grandes disidencias, después del sangriento conflicto que diera el triunfo al partido conservador, la constitución unitaria del año 33 ha quedado subsistente en sus grandes lineamientos, precisamente porque no era más que la consagración legal del orden político históricamente establecido. La accesión al poder del partido liberal no ha sido la señal de destrucción de la constitución conservadora: han bastado algunas reformas parciales y paulatinas para completar su adaptación. En lugar de las veinte constituciones de papel que, en el pueblo vecino, se volaban arrebatadas por cada tormenta anárquica, se ha podido aquí, una vez por todas, esculpir en el granito la carta fundamental;[16] porque ésta no era una concepción artificial y postiza, una ley teórica encargada de modelar las costumbres de todo un pueblo, sino la reglamentación de los hábitos y tendencias seculares. Es posible que el molde ideado ó copiado por los legisladores argentinos fuera superior al chileno; pero éste fué hecho por medida y, sin esfuerzo ni sufrimiento, han podido vaciarse en él las generaciones sucesivas.—Una población centralizada y relativamente compacta; un grupo superior apoyado en el clero católico, muestra y modelo de las jerarquías, y apoyando á la vez sus pretensiones tradicionales; un gobierno elegido periódicamente en la sola clase privilegiada, rica y noble, que llevaba al poder sus tradiciones domésticas de honradez administrativa, y que no podía buscar en el mando la fortuna ó la satisfacción vanidosa que poseía desde la cuna; la existencia originaria de dos partidos antagónicos, pero extraídos de la misma clase superior y cuya rivalidad abierta era menos un peligro que una garantía; abajo, la muchedumbre innominada, vinculada al terruño, á la mina, al taller, sin más sentimiento común con la aristocracia que el mismo patriotismo exaltado é intransigente, tan pujante en el patricio que sacrifica fortuna y vida por la grandeza nacional, como en el roto humilde que vierte su sangre por una tierra que nunca le perteneció, y pelea por instinto de raza como sus antepasados del Arauco: tales son las grandes estratificaciones de la masa chilena, que la organización política y la historia han contribuído á solidificar.

No hay aquí espacio ilimitado, ni horizonte misterioso y tentador; nada, por tanto, que se parezca á la libre y feliz vagancia del gaucho argentino en sus desiertos pampeanos ó en sus montes «arribeños». Cada hombre del pueblo nace obrero, inquilino, peón, roto del campo ó del suburbio; todos tienen[17] patrón, son moléculas de un fragmento compacto, pertenecen á una gens urbana ó territorial. Para mantener incólume contra la infiltración externa tan anticuado edificio, no bastaban los tradicionales hábitos de sumisión, fomentados por las supersticiones y la ignorancia popular, hasta hoy tolerada fuera de las ciudades: era necesario que todas las influencias ambientes y todos los resortes internos conspirasen al mismo fin. Por el lado extranjero: la distancia de Europa, la pronta ocupación del suelo, la escasez de buenas tierras disponibles y el desarrollo industrial criollo, mantenían desviada hacia el Plata la gran corriente inmigratoria é impedían la formación de una numerosa clase media; por el lado popular: la raza enérgica, el clima tonificante, la labor penosa de la montaña y del mar habían forjado una masa proletaria sufrida y ruda, capaz de disputar el suelo al inmigrante agricultor ó sostener contra el obrero europeo la lucha por la vida,—instrumento excelente en la guerra como en la paz, siempre que su arrojo brutal encontrara el saqueo como premio y corolario de la victoria, y se le permitiera devastar las comarcas opulentas que sus dueños enervados ó disolutos no sabrían defender. Por el lado dirigente, por fin: junto al lujo, á las pretensiones nobiliarias, á las distinciones de clase, á los mayorazgos y las vinculaciones, á las preocupaciones de raza y religión, á todas las vanidades prestigiosas que van desapareciendo,—han subsistido las verdaderas condiciones y salvaguardias de las aristocracias: el voto restricto; la ilustración y la autoridad moral; los grandes fundos productivos; la concentración del grupo gobernante en una capital mediterránea, lejos del contacto europeo y comercial; la ausencia casi completa de clase media, por exclusión, no como en otra parte, por confusión y mezcla de los rasgos sociales. Tal es la fuerte organización histórica[18] que ha hecho al Chile actual, ó más exactamente al anterior á las últimas guerras: es decir, al primer pueblo de Sud-América, si se tuviera sólo en cuenta el desarrollo normal y la estructura coherente de la nacionalidad.

Advertid que este pueblo ha llegado al período adulto antes que todos sus vecinos, bastándose á sí propio casi completamente en su territorio, primitivamente el más pobre del dominio español. Ha creado con su propia substancia ó la rápida é inteligente iniciación, su administración moralmente ejemplar, su ejército y su marina, cuyas campañas han despertado la atención del mundo; sus industrias mineras y agrícolas, durante un medio siglo de orden interno que le ha conquistado en los mercados europeos, antes que la gloria militar, esa gloria económica que se llama el crédito. Además, ha llevado á las especulaciones más altas y desinteresadas que constituyen propiamente la civilización, sus cualidades nativas de conciencia juiciosa y paciente laboriosidad. Sin duda, hanle faltado, no sólo el genio, la llama sagrada, la originalidad soberana,—como á los otros pueblos americanos,—sino la gracia elegante y el mismo gusto artístico: el numen de Bello, descolorido y frío como el agua, ha presidido á sus inspiraciones. Pero en las ciencias aplicadas, en la historia y en el derecho ha seguido con paso mesurado y seguro las huellas de los maestros. Su propia escuela de pintura y escultura revela cualidades y aptitudes de disciplina poco comunes en América. Sus Facultades profesionales é Institutos superiores ó secundarios parecen igualmente dignos de aprecio por su administración y sus estudios. En suma, este país posee en pleno desarrollo todos los órganos necesarios al funcionamiento social: los que han quedado embrionarios ó faltan por completo no son indispensables. No está demostrado que una nación, aun[19] en América, tenga que ser una democracia ateniense, ni siquiera una república; y si Chile hubiera de continuar siendo una aristocracia utilitaria más ó menos abierta, convendría estudiarlo imparcialmente desde ese punto de vista, sin tener desde luego por inferioridad lo que sólo revela al pronto una diversidad.

Las líneas generales y las deducciones abstractas no pueden forzosamente representar más que el esqueleto de un organismo tan vasto y complejo como lo es una sociedad; no dan cabida á los accidentes que alteran más ó menos profundamente el trazado teórico de la historia. En anatomía y fisiología, por ejemplo, se dibuja el esquema rectilíneo de un órgano ó aparato para explicar con eficacia mayor sus formas ó funciones; la «fisiognomonía» caracteriza el juego de los músculos expresivos de las emociones con rasgos precisos y rígidos, bosquejando una cara humana con cuatro ó cinco rectas esenciales: claro está que con ello no se pretende representar la imagen exacta y compleja de una fisonomía ó de un órgano, los cuales jamás contienen el elemento rectilíneo. Lo propio ocurre en estos ensayos de síntesis sociales: se acentúa un rasgo característico y se omiten los accesorios, en gracia de la sencillez y brevedad, pero sin pretender á la semejanza completa. Además, en estos bosquejos provisorios, es fuerza fijar é inmovilizar un estado general correspondiente á un período preciso y significativo, descuidando las lentas deformaciones que son obra incesante del tiempo y constituyen la evolución de un grupo nacional.

Por distante y aislado que estuviera, Chile no vivía solo en el continente: de ahí ciertas influencias y modificaciones que nacían de las infiltraciones vecinales, cuando no de las guerras[20] de invasión ó conquista. Á pesar ó en razón misma de su concentración mediterránea en lo político y social, no podía dejar de fomentar el movimiento comercial europeo que le traía los elementos vitales de que carecía, en cambio de las materias primeras, cuya explotación y exportación eran su fuente de recursos: de ahí el desarrollo material de Valparaíso y demás ciudades litorales, cuyo contacto y corriente exótica introducían en la masa colonial un fermento transformador. Entre Santiago y Valparaíso la diferencia de naturaleza era tan profunda, que debía mantener vivo por mucho tiempo el antagonismo. Irresistiblemente, la «democratización» había de penetrar por la vía marítima; y la comunicación con el extranjero ó la incorporación del forastero al grupo nativo tenía que crear la clase intermedia, contigua al pueblo por su origen humilde, mezclada á la aristocracia nativa por su fortuna. Activarían este movimiento «igualitario» la difusión inevitable de la educación, las propagandas del libro y de la prensa, los compromisos y promiscuidades imprescindibles de las contiendas electorales.—Por otra parte, las consecuencias sociales de las dos últimas guerras, exterior y civil, serán probablemente mucho más considerables que las políticas. Podría desde luego demostrarse que la primera ha traído á la segunda; y que la militarización, unida á la brusca inflación de las rentas fiscales por la anexión del territorio salitrero, ha generalizado el espíritu de ambición y aventura, junto al gusto del agio y de las satisfacciones materiales en una proporción antes desconocida. Sin aceptar las exageraciones é injusticias partidarias, creo que la administración Balmaceda señala un acceso de megalomanía nacional, fomentada por el gobierno, pero cuyos estragos morales sobrevivirán al desgraciado dictador. ¡De esa convulsión terrible no[21] es sólo el papel de banco el que sale quebrantado! Tal vez la misma conquista peruana contenga el desquite futuro de los vencidos, y, guardadas las proporciones, pueda aplicarse en cierto modo al vencedor el verso terrible de Juvenal:

Luxuria incubuit, victumque ulciscitur...

Todo ello, y mucho más, habría de considerarse en una síntesis de la sociología chilena, para redondear los ángulos agudos de una apreciación tan somera como la que vengo ensayando. Sin embargo, todas las variaciones adventicias no alcanzan á destruir los caracteres fundamentales y específicos. Si los elementos arriba indicados son realmente característicos, tienen que ser duraderos, aunque no absolutamente fijos; y á despecho de todas las modificaciones subsiguientes, Chile debe aparecer en conjunto al observador imparcial, tal cual he podido inducirlo por su historia evolutiva que nuevamente resumo. Políticamente: un pueblo centralizado, con un poder ejecutivo predominante, una clase dirigente emanada de la aristocracia de raza y fortuna territorial. Socialmente: un pueblo amigo del orden y sometido á la autoridad legal, con fuerte estructura orgánica y todas las cualidades y defectos de un patriotismo exagerado, casi español; práctico por el espíritu y la conducta; probo y severo en su administración; con horizontes intelectuales proporcionados á los materiales; concienzudo, laborioso, perseverante; económico, primero por necesidad y luego por hábito. En suma, una nación más intrínsecamente completa que sus hermanas del continente,—es decir, que ya ha pasado para ella el período de mayor crecimiento;—predestinada por su organización y fibra viril á ser vencedora de su vecina del Pacífico, cuya riqueza al alcance de la mano era una tentación tanto más irritante cuanto más segura era[22] la presa. Un pueblo de tanta sensatez nativa, sin embargo, que contempla él mismo y confiesa ya la influencia perniciosa de la conquista, y que, prudente en los límites del honor nacional, parece sincera y verdaderamente curado de nuevas veleidades invasoras.

En sus grandes líneas fisonómicas, tal había visto al pueblo chileno antes de rozarme con él. Si, lo repito, mis inducciones son exactas, han de concordar con mis actuales observaciones. Bien sé que no he podido verlo todo ni estudiar nada bien; por más que en un país centralizado el estudio de la capital sea de importancia incomparable, comprendo que éste no basta, aunque le agregue rápidas correrías en los departamentos vecinos y algunas visitas á Valparaíso y demás pueblos litorales del tránsito. Con todo, los sondajes esparcidos en una vasta extensión del país y multiplicados en su centro pueden suministrar una base no despreciable para el estudio. No pueden tacharse de erróneas las conclusiones por el mero hecho de no corresponder sino á una proporción muy reducida de experimentos parciales respecto de la totalidad. Si hay mil bolillas de diversos colores mezcladas en una urna, y, extrayéndolas al azar, se obtiene una serie de diez bolillas iguales, puédese afirmar matemáticamente, sin más averiguación, que las de dicho color constituyen la inmensa mayoría.

En las páginas siguientes presentaré al lector algunos resultados de mi extracción.


[23]

II

CHILE

EXPERIMENTOS Y COMPROBANTES

Como un islote en una laguna, el cerro de Santa Lucía levanta en el corazón de Santiago su cono basáltico, frenéticamente adornado, tallado, acicalado, compuesto y descompuesto por el ilustre intendente Vicuña Mackenna, cuyo mayor defecto, así edilicio como literario, no fué precisamente la sobriedad. Esta giba municipal es el orgullo de los santiaguinos; todas las descripciones del país celebran la octava maravilla; no hay compendio escolar que omita su mención; y si os toca, al apearos del tren de los Andes, la fortuna de caer en brazos de un amigo chileno, tened por cierto que allí será la primera estación. Es la visita de etiqueta y estreno; pero se la repite cuatro ó cinco veces en una estancia de tres semanas. Hay un teatro de verano con su palpitante repertorio de zarzuela española, una terraza en belvedere, un restaurant francés servido á la chilena ¡todos los atractivos! Por fin, después de conocer la ciudad y sus alrededores, si queréis, al despediros, resumir en una hora veinte días de impresiones[24] fugitivas, volved solo, una tarde, á trepar el peñón de Huelen. No hay observatorio más sugestivo: los accidentes del paisaje cobrarán ahora su real significado, como que serán efectivamente otros tantos signos materiales de ideas allí anidadas, síntomas visibles de una tendencia social y, para el transeunte, como el toque de llamada de las sensaciones dispersas.

Este mismo cerro, desde luego, es un precioso documento. Nada extraño sería que hubiera perpetrado su afeamiento arquitectónico un improvisador incoercible; lo importante es que tal adefesio haya sido consagrado como una reliquia nacional, hasta el punto de no poder criticarlo sin cometer un sacrilegio y ser declarado enemigo público. «De Santiago al cielo, y desde allí, etc.»: ya conocéis la fórmula. Hemos visto y veremos que tienen los chilenos muchas virtudes de perseverancia y energía impulsiva; pero la elegancia no es una virtud, ni el gusto una dependencia de la voluntad. Y en sus palacios de canto dorado, lo propio que en sus tentativas artísticas y preferencias intelectuales, notaremos tendencias parecidas á las que se ostentan en su querido peñasco.

Desde la rampa en espiral de su base hasta el mirador de su vértice, el cerro primitivo desaparece bajo una granulación postiza de piletas y rocallas, acueductos romanos con almenas medievales, grutas basálticas alumbradas con gas, precipicios de juguete con escaleras bien niveladas y molduras en las barandillas: un hacinamiento pretencioso al par que ingenuo de todas la cursilerías de cualquier estilo y edad, cuyo conflicto se continúa hasta en el contraste de la vegetación. Las enredaderas exóticas y sedientas se enlazan á los pimientos vulgares; por sobre los ingratos eucalyptus se erizan la cácteas, palmeras y demás plantas «literarias». Á guisa de puntuación de ese poema churrigueresco, pululan á cada[25] paso las chucherías cerámicas odiosamente pintorreadas, las columnitas pseudo-griegas soportando jarros símili-etruscos y «monos» de baja alfarería. Ese baratillo ornamental evoca no sé qué recuerdos de vendedor de tutilimundi, cuyo ambulante escaparate se volcara en el jardín de un tendero romántico. Y el resultado de tanta orgía decorativa es pequeño, disparatado, mezquino, como un banquete de burgueses cicateros, un día de natalicio, cuando se echa la casa por la ventana. Á medida que se va subiendo, los contrastes grotescos se multiplican con verdadero ensañamiento. El cañón «de las doce», ó del merodiano, como dice mi cochero, queda tan cerca de la inevitable estatua de Valdivia, que me pregunto si no estará encargado de su disparo este ilustre inválido. Otra efigie, también vecina, la del obispo Vicuña, pariente del Cerrero mayor, parece bendecir la parroquia poco severa de las glorietas. Complemento patético: el zócalo de la estatua trae un soneto ilustrativo y firmado ... por otro pariente ¡naturalmente! ¿Quién duda que para ser buena, como dice el refrán, ha de ser la ... cuña del mismo palo? Por fin, el creador en persona no podía faltar á esta cita de familia: como para subscribir eternamente su obra maestra, que los trepadores no vacilarán en declarar de largo aliento, ha querido descansar en una capilla de la cumbre, que completa (geodésicamente hablando) la triangulación del teatro de tandas y del alegre fondín.—Desde el kiosko oriental que corona tanta belleza se contempla todo el valle de Santiago.

(Tal me ha parecido el famoso cerro de Santa Lucía. No hago por ahora comparaciones: declaro simplemente que, al lado de este desborde de lirismo municipal, me parecen austeras todas las grutas y cascadas de nuestros intendentes bonaerenses. Ello no se opone á que sea la pasión sincera de los[26] chilenos, su nostalgia incurable cuando lo dejan de ver y, como tal, el verdadero «rasgo prominente» que el poeta argentino Domínguez debería mencionar, entre «el sol ardiente»—¡tan característico del Brasil!—¡y el imponente ombú de nuestra «pampa grandiosa»! Sospecho que algunos lectores argentinos y muchos chilenos encontrarán que, por esta vez, carezco de entusiasmo. Basta á mi conciencia honrada saber que hago lo posible por ver bien las cosas y describirlas como las veo. Otros habrá que me declaren lince cuando prodigo elogios, y topo cuando formulo críticas: y éstos siquiera serán ingenuos. ¿Cómo no escribir de vez en cuando cum grano salis, si es en viaje, sobre todo, donde un hombre de gusto recibe cien heridas por día antes de devolver una por mes?)

Magníficamente, en su doble circo de serranías, el departamento de Santiago se despliega á mis pies: en proyección casi vertical el centro de la ciudad; los suburbios, en aérea perspectiva que huye gradualmente, reducida y esfumada, hasta fundirse en la primera ondulación de la montaña. No me cuesta imaginar que, en una fresca mañana primaveral, después de un aguacero que cristalice la atmósfera, lave los edificios y lustre las verduras flamantes, el panorama ha de ser encantador, sin perder nada de su grandeza. Me toca contemplarlo en esta tarde de otoño, agria y ventosa,—excepción tanto más deplorable cuanto que casi todos los días pasados han sido de una serenidad ideal,—después de seis meses de sequía que han tejido sobre las cosas su telaraña gris y tendido en el espacio un velo de polvo flotante, que empaña con la misma tinta neutral las construcciones nuevas y viejas, los mustios follajes de la alameda y los siempre verdes del encinar, los frescos cuadros de alfafares y praderas al pie de las colinas cercanas y los pedregales de sus laderas. La sola Cordillera,[27] en su eterna y sublime tristeza, desafía estaciones y accidentes de luz: llena todo el naciente con su rugosa escarpa pizarreña, estriada de aristas y quebradas. Como una corona de plata sobre una frente encanecida, un blanco festón nebuloso aguirnalda la cumbre nevada: y en esa zona intermedia entre el cielo y la tierra, se duda si la cresta es un cirrus congelado, ó si será la desflecada nube un jirón de nieve de la cornisa andina, arrancado al pasar ...

El aspecto de la ciudad es monótono y triste. Como un vetusto damero divisado al soslayo, extiende sus manzanas sucesivas, regulares y descoloridas, sus azoteas de balaustradas alternando con el punteado de los tejados y las canaletas del zinc. Casi todas las casas, aun en los barrios centrales, tienen amplitud colonial; los follajes de los patios y jardines rebosan de los techos rectangulares, remedando los ribetes de musgo entre las losas de un patio secular. Desde aquí las habitaciones apiñadas recuerdan, bajo su capa blanquecina, un rebaño de ovejas apretadas en un corral; de trecho en trecho, como un pastor de pie dominando los vellones grises, un campanario de iglesia se yergue en el espacio. Ninguna originalidad, ni siquiera la copia correcta de estilo alguno. He visitado las iglesias, y su vista lejana me trae reminiscencias de su interior. La mezquina y moderna linterna de la Catedral acentúa aún las desproporciones de la pesada nave jesuítica. Las torres italianas de Santo Domingo son tan destituídas de carácter como las españolas de San Francisco, ó las góticas de tal ó cual otro templo de confección. Hacia el norte, cerca del cerro Blanco, la Recoleta Domínica evoca sus suntuosidades advenedizas: innumerables columnas y revestimientos de mármol blanco, pinturas murales de belleza oleográfica, arañas y candelabros, vidrieras y bóvedas de lujo flamante, dorado en todas[28] las costuras, de una «banalidad» insuperable ... Por lo demás, esta decadencia de la arquitectura religiosa no es achaque especial de Chile, ni de América; reina en el mundo entero y hace cumplir su ley fatal. Hace más de dos siglos que las iglesias nuevas no son sino postizos de cal y canto—cuando no de adobe embadurnado. El templo levantado sin creencia es una copia inanimada que ni á la belleza externa logra alcanzar. Nace viejo y prolonga su existencia ficticia; se asemeja á una coraza de gliptodon: está intacta la envoltura, pero no es más una piedra lo que fué un organismo vivo.

Aun á la distancia, se nota la escasez del movimiento urbano, la casi nulidad de la labor moderna. No hienden el aire las chimeneas de las fábricas, no desgarran el silencio los agudos silbidos de las máquinas, ni llegan, por fin, á esta altura los potentes rumores de las colmenas manufactureras que, en otras partes, roncan de día y de noche y semejan la vasta respiración del monstruo industrial.—Pasa al pie del cerro la magnífica Alameda, llena de follajes y estatuas, bordada de mansiones señoriales, prolongándose desde el Mapocho hasta la Estación central de los ferrocarriles: no es mucho más concurrida y bulliciosa que la principal arteria de Mendoza. Al este, el río que acabo de nombrar suelta dos ó tres hilos de agua en su profundo lecho canalizado, separando el barrio popular de Ultra-Mapocho del resto de la ciudad; en su margen izquierda el Asilo de la Providencia, para niños expósitos, oculto entre frondosidades, me trae el recuerdo de una visita dolorosa ... Delante de mí, la calle de Agustinas se abre hasta la quinta Normal, con sus hileras de casas uniformes, sus veredas estrechas y vacías, sin más animación que tres ó cuatro puntos negros que se arrastran en cada cuadra.—Pero la vista quiere alzarse y descansar una vez más en ese admirable[29] horizonte que bastaría á salvar á Santiago del mustio achatamiento. Como inmensas olas del diluvio súbitamente petrificadas á la voz de un Dios, las hileras de colinas se suceden, dominadas por otras mayores que dejan ver al macizo principal por sus anchas escotaduras. Por sobre los hombros graníticos de los cerros de Navia, San Cristóbal y Apoquindo, las dos grandes sierras extremas parecen observar eternamente el valle de Santiago. Al norte y al oriente la clara transparencia del cielo crepuscular destaca deliciosamente los finos dentículos de la montaña. Hacia el sud nebuloso, la hoya central de Chile se abre sombría y vaga, cerrando su paso el San Bernardo, como fuerte destacado que custodia la entrada ...

Por vez postrera, sin duda, paseo una lenta mirada de adiós por la primera ondulación de la cordillera, donde se recuestan en verde anfiteatro las praderas cercadas de arboledas europeas, los ricos parques y viñedos de Ñuñoa, Macul, Peñalolén, cuyo recuerdo tan reciente vuelve hacia mí ya velado de tristeza. ¡Oh! ¡estas nuevas simpatías á cada hora tronchadas son la gran amargura de los viajes! ¡Algunos amigos viejos han traído á muchos recientes, y en todos ellos he hallado manos y hogares abiertos, hospitalidad generosa y cordial, las mesas de familia con su tibia atmósfera reconfortante! ¡Cuánto cuesta cumplir con el deber de amar la verdad por sobre todo y, al decirla, herir acaso corazones leales que se quisiera acariciar!...

El crepúsculo ha sido breve; no hace una hora que el sol ha desaparecido tras la sierra de la Costa que, ahora, se proyecta duramente sobre el cielo opalino; se ha hundido en ese Pacífico que mañana surcaré, solo y sin muchas ilusiones. Ya cae la noche, instigadora y cómplice de las debilidades enervantes. Me siento melancólico como una vieja romanza.[30] Por sobre la cumbre de los Andes, la luna asoma su cara pálida ¡y quedo mirando la luna! Sin cuidarme de estar ó no ridículo, llego á pensar que algo me trae de la Argentina: un tenue reflejo de otros ojos que la están mirando también, allá por el Retiro, en una casita llena de niños. Y tanto, tanto miro que, al fin, creo que el «sereno» me ha nublado la vista ... ¡Ay! ¡pobre Mefistófeles! ¿qué se hicieron tus ironías?...

Chile vale más mirado de dentro que de fuera, y esto es particularmente cierto respecto de su capital. Santiago no es, en detalle, tan mediocre como en conjunto. Olvidemos las exageraciones del patriotismo de campanario; no reparemos en los textos escolares que enseñan á los niños chilenos la evidente supremacia de su nación sobre todas las hispano-americanas, y celebran la grandiosidad de Santiago y la «magnificencia de sus edificios particulares y públicos». Es la verdad que la República Argentina no posee, sin disputa posible, una capital de provincia comparable con las dos principales ciudades chilenas. Ni Córdoba puede equipararse á Santiago de Chile, ni mucho menos el triste Rosario á Valparaíso. La capital, especialmente, posee algunos edificios bastante notables. No incurriré en la vulgaridad de prolongar estos paralelos materiales, ni estoy aquí para informar sobre albañilería; pero puedo afirmar que el palacio del Congreso nacional, la Escuela de medicina y algunas otras construcciones modernas, harían figura honorable en cualquiera ciudad americana. No dejaré de mencionar la Quinta Normal con sus múltiples aplicaciones, científicas, artísticas—y culinarias;—la Alameda soberbia, poblada hasta el exceso de estatuas militares y civiles, el gran hospital de San Vicente y, para no ser ingrato, el parque Cousiño, cuyas frondosas arboledas humillarían á[31] las de nuestro Palermo. Pero si, para los porteños inteligentes, es materia entendida que Buenos Aires es una gran ciudad sin monumentos ¿cómo queréis que reservemos nuestra admiración para edificios como la Moneda, la Universidad, los bancos y teatros, las bibliotecas y colegios, los hospicios y prisiones, las iglesias y cuarteles—seguramente no superiores en general á los similares de allá, que reputamos insuficientes y provisionales? Algunas casas particulares son célebres por su lujo de construcción y amueblado ¡que las disfruten sus dueños y las admiren los snobs! Mientras existan los originales europeos, no tendré que celebrar sus copias americanas más ó menos correctas. Y seguro estoy de que algunas mansiones coloniales de aquella Lima, hoy arruinada y viuda de su antiguo esplendor, moverán mi sentido estético más hondamente que las opulencias allegadizas é importadas de ciertos palacios santiaguinos que no necesito nombrar y en los cuales, como diría Molière, abundan los «solecismos» de gusto y adaptación. Los grandes monumentos artísticos están en otra parte, allá donde se han desarrollado lentamente y florecido durante siglos las civilizaciones originales. Las naciones americanas son principalmente interesantes por sus sitios naturales, sus costumbres nativas en conflicto con instituciones más ó menos adventicias; y secundariamente por aquellas realizaciones materiales que son síntomas reveladores de su evolución política y estructura social. Á este respecto, la visita de algunas haciendas y fundos rurales es infinitamente más significativa que la de las «casas romanas» y «alhambras» de la capital.

En las puras democracias, es casi inevitable que la formación ó estructura urbana se extienda y predomine gradualmente[32] sobre la rural. Durante mucho tiempo, puede, sin inconveniente y aun con provecho general, suceder lo contrario en las aristocracias. Desde este punto de vista, Chile y la Argentina se encuentran respectivamente en la misma situación que Inglaterra comparada con Francia. Entre nosotros, años hace que un gran «estanciero» ó agricultor no pasa sino por excepción algunos meses en su propiedad de campo. Dirige la explotación un mayordomo; los empleados y peones casi no conocen al verdadero patrón, que gasta en la capital—ó en Europa—el producto de la hacienda. No siendo dicha propiedad un punto de residencia habitual y, por otra parte, hallándose regularmente á distancia considerable de Buenos Aires, es natural que la casa é instalación sean provisionales y apenas confortables. Aquí las condiciones son muy diversas. La estrechez del territorio productivo aproxima las distancias, al par que la mediocre extensión de los fundos permite multiplicarlos en el mismo valle. Siendo terrenos de cultivo y regadío, es decir, de producción intensiva y valiosa—viñas, cereales, forrajes, etc.—su explotación es obra complicada y minuciosa que requiere la presencia del dueño y su inmediata vigilancia. Agregad á ello que el fundo es un feudo: la base y justificación de la estructura social, una morada estable así para el señor como para los siervos. De ahí que las haciendas rústicas chilenas sean, por lo confortables y hasta opulentas, verdaderas residencias «dominicales», habitadas gran parte del año por el propietario y su familia, que casi siempre han viajado en Europa, visitado á Francia, Alemania y sobre todo á Inglaterra, la gran escuela de la vida rural. Esta faz, con la minera, es la más interesante y característica de Chile. Lujo de ciudad, importado y chillón, lo hay en todas partes, y singularmente en las «tierras calientes». Lo que me parece propiamente[33] chileno, es la sana y amplia existencia del gentleman farmer americano, en su fundo de viñedos y alfalfares surcados de acequias, con sus bodegas provistas de todos los aparatos de vinificación científica usados en Francia, disfrutando con su familia, en su casa llena de muebles, tapices, cuadros y libros, y rodeada de parques y jardines, todas las ventajas de la civilización urbana sin sus inconvenientes morales y físicos.

Esta faz social de Chile, lo repito, bastaría á revelar su estructura fundamentalmente aristocrática. Hay muchos otros rasgos que lo confirman. Algunos, como la educación pública, la vida política é intelectual, las preocupaciones de casta y religión son visibles á la distancia; otros son más íntimos y requieren observación directa: así, los gustos, las tendencias generales del carácter, las manifestaciones pasionales del individuo y de la colectividad. Estos son los más difíciles de determinar porque son los más importantes. Es facilísimo comprobar, por ejemplo, que la prensa periódica no ha salido aquí de la infancia, en cuanto á difusión é instrumento de información é influencia. El número de periódicos para todo el país es casi la mitad del nuestro; pero la circulación diaria total no excede por mucho la de un gran órgano platense. Su material es indigente; todos ellos se copian mutua y cándidamente; la misma noticia gira durante una semana, indefinidamente repercutida. La explicación es evidente: entre la clase dirigente, que es un grupo, y la masa popular que no sabe leer, falta á la prensa la inmensa clientela de la clase media.

¿Queréis ver confirmada esta última aserción, y comprobar la convergencia de ambos rasgos sociológicos? Observad el organismo educativo, y, desde luego, las estadísticas, que no acepto sino en globo y por sus totales más interesantes.[34] En tanto que las cifras relativas á la educación superior y secundaria son en Chile mayores que las correspondientes en la Argentina, las estadísticas de la instrucción primaria revelan un cuadro exactamente opuesto. De las sumas respectivas, resultaría que las matrículas primarias alcanzan aquí á la mitad de las nuestras; pero si se consideran otros factores concurrentes, y especialmente la asistencia, creo que un tercio sería la proporción real. En cuanto á la calidad de la materia educativa suministrada, sería temeraria cualquiera afirmación categórica: pero si es posible extender á la totalidad los rasgos de una parte central, inducir el fondo por la superficie, la clase de enseñanza por el valor de algunos profesores, y el trabajo de los alumnos por el aspecto disciplinario del establecimiento, creo que también deben admitirse las diferencias cualitativas en el mismo sentido que las cuantitativas. La educación media y universitaria ha de ser más sólida aquí que allá; la común y normal decididamente inferior. Repito que estas apreciaciones son meramente conjeturales, casi instintivas, nacidas de impresiones forzosamente superficiales y fragmentarias. Además, la seguridad de ser leído en Chile me obliga á mantenerme en la vaguedad; no me resuelvo á precisar qué lecciones he oído, qué conferencias me han parecido deficientes; y no pudiendo torcer le verdad, prefiero omitirla.—La exacta justicia es posible con las colectividades, ó con ciertas individualidades cuyas obras y actos admiten de suyo la discusión. ¿Cómo sacar á la luz pública y en són de crítica á un modesto empleado, á un honrado profesor que se esfuerza quizá por ser irreprochable y tiene la ilusión de conseguirlo?

Existe, por otra parte, un criterio indirecto para apreciar la eficacia de la educación secundaria y superior de una nación; es el método evangélico: «por sus frutos los conoceréis». Fuera[35] de las aptitudes personales, cuya selección se hace sin intervención extraña, hay un promedio de ilustración general, que se manifiesta en la prensa, en las revistas especiales, en la cátedra, en el parlamento,—y que puede tenerse por el producto directo de la educación. Agregando á lo que ya conocía, lo que en estos días he logrado colegir, creo poder ratificar la conclusión arriba formulada. Hay conciencia, estudio, aplicación en el vario ejercicio del pensamiento: pero este pensamiento en sí mismo carece de tendencia propia, de originalidad. La fibra nerviosa es sana y enérgica: no tiene espontaneidad. Ahora bien, esta irritabilidad delicada y espontánea es lo que se llama talento.—Pero un pueblo puede cumplir su evolución y ocupar dignamente su rango en la historia, sin que abunden en sus generaciones los hombres de talento original; así, la Suiza y, en cierto modo, los enormes Estados Unidos. Es verdad que los hábitos de estudio y conciencia científica no constituyen más que una asimilación; pero esta atmósfera intelectual es una condición de vida y fecundidad para los genios posibles. Otros países hay donde un espíritu superior que accidentalmente apareciera no podría desarrollarse por la inferioridad del medio circunstante. En Chile, el terreno está preparado para recibir al genio nacional que hasta ahora no ha surgido.

¡Dualidad extraña y al parecer contradictoria! Ese pueblo de fibra tan enérgica, ese conquistador lleno de audaz arrojo para la acción, se muestra en la especulación intelectual el más sumiso y tímido de los discípulos. Ha pedido á la Europa y á esta misma América sus iniciaciones diversas—á semejanza de sus antepasados coloniales que enviaron al Cuzco por civilización: ha oído las lecciones de Gay, Domeiko, Philippi, Courcelle-Seneuil, Bello, fuera de la pléyada argentina de la[36] emigración que ilustró á Santiago, después de desbastar á Copiapó. No parece sino que esta prolongada influencia debiera imanar para siempre el acero nacional. Pero nada de esto ha sucedido: los sabios que desaparecen dejan un semillero de excelentes discípulos, juiciosos y aplicados, entre los cuales ninguno ascenderá á maestro. En la minería, que tanto han practicado, muchas modificaciones y procedimientos felices son chilenos—pero debidos á un ingeniero francés ó un boticario alemán aquí establecido. El vuelco favorable de su guerra con el Perú es en parte debido á la oportuna captura del Huáscar en Punta Angamos; ahora bien, un chileno me afirma que esa captura se hizo posible porque hubo en Valparaíso un extranjero que descubrió este huevo de Colón: limpiar los fondos del Blanco y del Cochrane, en pocos días y sin dique de carena, devolviéndoles así su perdida velocidad.—No son inventores en ramo ni grado alguno, porque no llegan jamás á dominar su materia con despreocupación y desdén de las fórmulas doctrinales. Magister dixit: tal es el principio y el fin de su sabiduría. Su actual discusión por la prensa nacional de la cuestión económica, es un «entrevero» de citas escolares: atribuyen á causas artificiales la desestimación de su moneda fiduciaria, en lugar de buscarla cada cual en el desequilibrio de su presupuesto casero, en el gasto superior á la producción,—lo mismo que entre nosotros,—á la baja de sus productos mineros, al desarrollo de la importación improductiva. Creen todavía en la anticuada majadería de Bastiat contra la «balanza del comercio» ó, despistados por el equilibrio aparente de su debe y haber, obtenido merced á la enorme partida de los salitres, no alcanzan á ver que esa exportación es ficticia para el país y sólo real para el fisco. En realidad, respecto de Chile, la situación económica no hubiera variado en absoluto[37] si, en lugar de poseer á Tarapacá, impusiera á su legítimo dueño una contribución de guerra igual al producto fiscal de las salitreras. Fuera de la cuestión muy secundaria de los brazos chilenos allí empleados, es, pues, evidente que la exportación anual del nitrato de sodio podría subir de 20 á 40 millones de quintales y representar una entrada fiscal dupla de la actual, sin que la condición económica del país se modificara sensiblemente: no es producción nacional. En consecuencia, ¡se está clamando por una nueva discusión de la tesis en el Congreso reunido extraordinariamente, y por la promulgación de una ley que tenga la virtud de equilibrar el presupuesto de los que gastan más de lo que producen, y reciben mucho más de lo que envían á la Europa tutelar!

Esta tendencia intelectual á contentarse con las causas segundas y cobijar las opiniones propias bajo la garantía de una autoridad, se hace perceptible en todas las direcciones del pensamiento chileno. No siendo caso de una crítica personal, creo que puedo, sin faltar á las reglas de conveniencia que me he impuesto, aludir á una conferencia á que he asistido en la Escuela de medicina. Se trataba de una lección inaugural, ante alumnos ya casi médicos; la competencia profesional del catedrático no es para mí dudosa—agregaré que, lejos de ser un práctico estrecho, es un espíritu abierto á las múltiples manifestaciones del arte y la literatura; él mismo me había invitado á su clase y, por fin, el campo que se iba á recorrer previamente, antes de explorarlo en sus detalles, era esa región perturbante y crepuscular de las neurosis, á cuyo estudio ningún pensador moderno puede quedar extraño ... Esperé una exposición filosófica de la materia mas obscura y temerosa de la ciencia, una crítica elevada de los métodos todavía tan vacilantes, de las conclusiones tan conjeturales aún, de los resultados[38] terapéuticos, tan caprichosos y contradictorios como las mismas entidades mórbidas acometidas.

Sin preámbulo ni resumen alguno, sin ensayar siquiera una clasificación, el profesor entró en materia con la descripción de la ataxia locomotriz: causas, pródromos, antecedentes precursores; hizo entrar á un enfermo, pidióle que contara su historieta, comprobó en él los síntomas clásicos, marcha, pupila, reflejo de la rodilla; después de una alusión al «pansifilismo» de Fournier, prescribió el tratamiento correcto, como si fuera infalible—y cuando pensé que iba á comenzar, había ya terminado. Era la conferencia de apertura. Ni una mención de las grandes y terribles cuestiones provocadas por el estudio psicológico y social de los accidentes ó degeneraciones del mecanismo nervioso; ni una vacilación respecto de la certidumbre de la etiología y la eficacia del tratamiento. Allí no asomó la duda, que es el initium sapientiæ y la estampilla del verdadero espíritu científico. Para esos jóvenes estudiantes, se presenta el mar tenebroso de la medicina bajo el aspecto de un camino de hierro cuyos viajeros conocen de antemano el itinerario, desde el punto de partida hasta el término, con exacta indicación de las estaciones intermedias y su minuciosa filiación.

—¡Oh! ¡sabia desconfianza y prudente escepticismo de Claudio Bernard! ¡Ignorabimus fecundo de Dubois-Reymond!

Lo propio en el arte que en la ciencia. Años ha que concibieron el propósito extraordinario de adjuntarse, con gran refuerzo de estudios pertinaces y laboriosa constancia, una «Escuela normal» de bellas artes: trajeron pintores europeos,—entre éstos estaba indicado Monvoisin, correcto alumno de David, algo así como un Bello de la pintura convencional,—enviaron [39]á Europa escuadras de artistas bisoños ... Nosotros siquiera tenemos el consuelo de que muchos de nuestros pensionados huelguen infatigablemente: éstos estudian, buscan, se aplican, se dan un trabajo de los mil demonios, vacían durante veinte años arrobas de color sobre hectómetros cuadrados de lienzo; acometen la historia, el paisaje, el retrato, el bodegón con increible perseverancia. Prolongan su aprendizaje hasta los umbrales de la vejez, vuelven para continuarlo á la sombra inspiradora de sus montañas, y enriquecen con una generosidad afligente sus colecciones nacionales de reflejos y copias de todas las escuelas conocidas—excepto de la escuela chilena. Todos ellos son discípulos irreprochables en punto á conducta y aprovechamiento; aprenden su lección con toda conciencia, y algunos, como Lira, Valenzuela, Orrego, dibujan con habilidad ó muestran cualidades reales de coloristas: pero quedan discípulos, sin gusto propio, sin iniciativa original y, lo que es más incurable, sin la tentación de una audacia feliz. Pintan y esculpen incansablemente Valdivias y Caupolicanes, batallas terrestres y navales, con un ardor patriótico que merecería recompensas en cualquier otra parte que en el Salón. Pero es lástima y gran injusticia que con el más ardiente patriotismo no se supla al genio ausente. Todavía no hay gente en casa; si bien fuera impertinencia gratuita desesperar del porvenir.

En arquitectura, ut supra. En música, no creo que sus ambiciones pasen de la Marina para la generalidad, y de Rigoletto para los iniciados. He asistido, por ejemplo, á un atentado público contra la Misa de Verdi, que borra todas mis impresiones musicales de Bolivia y Tucumán: el público aplaudía frenéticamente. Al día siguiente quise desquitarme leyendo la protesta indignada de la prensa: todos los diarios pedían la reincidencia y maltrataban al público por no haber acudido[40] en masa á esta «interpretación nacional».—En literatura, por fin, importaron á un Boileau venezolano que les enseñó la lengua hasta el purismo, la gramática hasta la superstición; se saben al dedillo la retórica, la poética, todas las nimiedades bizantinas de la literatura preceptiva,—y ello da por resultado un ciclo poético que arranca de las odas de dicho Bello ¡y remata en los sonetos de Guillermo Matta!

Nada, por fin, revela con más elocuencia esa vocación ó tendencia irresistible para catecúmenos intelectuales y discípulos jamás emancipados, que su evolución militar: con ser el pueblo más instintivamente guerrero de América, de amor propio más celoso y patriotismo más pronto á salirse de madre, acaece que sus grandes páginas de gloria han sido redactadas por extranjeros.—Anteponiendo el orgullo patrio á la vanidad nacional, con tal de asegurarse la victoria, los oficiales y soldados chilenos soportan hoy la autoridad técnica de un jefe alemán, depositario, según ellos, de los secretos que reservan el triunfo decisivo, y quien probablemente les revelará la táctica y estrategia con tanta eficacia como Monvoisin les enseñara pintura y Courcelle-Seneuil, economía política. Podría multiplicar los rasgos concurrentes que forman esta curiosa y compleja fisonomía de pueblo sudamericano, con su espíritu á la par conquistador y disciplinado, altivo y sumiso, ambicioso de ciencia y arte sin aptitudes visibles para sabio ni artista, perseguidor tenaz de la belleza á quien espera rendir con la voluntad paciente y el esfuerzo infatigable, á falta de gusto exquisito y gracia seductora,—casi tan tímido en la iniciativa cuanto resuelto y tenaz en la prosecución. En suma: una figura enérgica y digna de estudio por sus solos contrastes intelectuales, aunque sus rasgos morales no atrajeran imperiosamente nuestra atención, en razón directa, precisamente,[41] de su diferencia radical con los rasgos más característicos y propios de la fisonomía argentina.

Como la Macedonia, como la Prusia, Chile es deudor de su poderío actual á su pobreza primitiva. Este país oligárquico es hijo de sus obras. La vida ruda y escasa es tan buena maestra para el pueblo como para el individuo. Á sus difíciles condiciones de existencia inicial, debe sus hábitos de orden, parquedad y economía, que se han traducido con igual fidelidad y eficacia en el carácter moral del ciudadano y en la estructura orgánica de la colectividad—y, desde luego, en su administración pública, severa y proba. Sus ejércitos han saqueado desapiadada y odiosamente á los peruanos: pero sin que un sólo jefe volviera rico por un acuerdo secreto ó una transacción. Han combatido, derrocado y maldecido con exagerada y frenética pasión, esa breve tentativa de gobierno personal que ellos llaman la «dictadura», pero no se ha oído una acusación de peculado contra el dictador ni sus «cómplices», mucho menos contra sus adversarios y sucesores. Con la misma facilidad inconsciente con que funciona normalmente un organismo sano—sin elaborar principios tóxicos los aparatos encargados de mantener la salud, ni producir desórdenes internos los centros directores—aquí, la dictadura, la revolución, la restauración constitucional, se han sucedido sin que en lo esencial se modificase ni alterase el mecanismo administrativo. Ningún régimen político ha necesitado justificar su accesión al poder, prometiendo castigar fraudes y malversaciones de sus antecesores ú opositores, porque está admitido y sobrentendido que tales delitos no han podido cometerse. Salvo excepciones, la honradez administrativa es allí tan elemental como el aseo físico en persona decente. Este rasgo[42] heredado de la colonia y transmitido á las generaciones como un depósito sagrado, no tendría casi valor positivo en Europa y apenas merecería mención: en América debe considerarse como el mayor de los elogios, puesto que es la primera razon de la grandeza chilena y el secreto de su hegemonía en el Pacífico.

Chile ha tenido sesenta años de verdadera administración: esta proposición breve y sencilla es el resumen de su historia. Ha sabido utilizar desde el origen su fuerte estructura colonial para robustecer y perfeccionar ese funcionamiento administrativo, de tal suerte que su solidez ha resistido, sin destruirse ni falsearse, á todos los choques externos ó presiones internas de las guerras y revoluciones. Todos los hechos de su historia, todos los actos de sus gobiernos, todos los documentos de su existencia semisecular, demuestran á las claras la realidad á para que la eficacia de su sano régimen constitucional. Ahora bien, en la base del edificio, lo que siempre encontraréis es la severa probidad, la economía minuciosa, la escrupulosa honradez, así en el mandatario principal como en el subalterno. Sería muestra de tanta frivolidad superficial el despreciar este elemento íntimo de la estructura chilena, como tener por secundario en fisiología el estudio de la célula—unidad primordial de los tejidos y aparatos del organismo.

En Chile, donde el duelo no se conoce sino por accidente, el sentimiento del honor bien entendido, la seriedad y vigilancia de la opinión, la consideración adherida al empleo público que confiere un certificado de idoneidad muy apreciado, han sido suficientes hasta ahora para obtener del empleado el máximum relativo de capacidad y dedicación, con el mínimum de retribución pecuniaria. Sabido es que algunas de las funciones más importantes del Estado son gratuitas, honoríficas,[43] en el pleno sentido de la palabra; además, la mayor parte de las retribuídas establecen tanta desproporción entre la importancia del cargo y su compensación material, que debe necesariamente ser llenado con algo el vacío intermedio, y restablecido de algún modo el equilibrio. Este algo intangible es la consideración pública;—¡ay de los países donde ese humo de puro incienso no flota eternamente en el espacio!—y vuelve á la memoria la vieja proposición de Montesquieu sobre «el honor, principio de las aristocracias». Desgraciadamente, no puede recordarse sin una sonrisa la proposición complementaria acerca del régimen democrático, ¡que descansa «en la virtud»!

El estudio comparativo de los presupuestos argentino y chileno sería fecundo en enseñanza; lo he practicado teniendo en cuenta todas las diferencias que fluyen de la diversidad en la organización general—y, desde luego, el hecho del régimen federal, que sobrepone entre nosotros catorce presupuestos provinciales al de la nación. Compréndese que no me sea posible en estas notas rápidas abundar en detalles y comentarios. Pero señalo la utilidad de este estudio razonado á alguno de nuestros jóvenes publicistas. Allí verá y pondrá en pública evidencia las diversidades de carácter y organización, que se revelan claramente por la desproporción general de los sueldos y pensiones en uno y otro país. No hay necesidad de decir de qué lado están la modestia y la prudente parsimonia. El departamento que, por muchas razones, llama especialmente la atención, es el de la guerra. La comparación de lo que cuesta á Chile su ejército actual, que no alcanza á la mitad del argentino, es altamente instructivo. Al pronto, y no considerando sino los totales, las proporciones están guardadas—7 millones para Chile y 13 para la Argentina;—pero[44] cuando se analiza la composición de las planas mayores se llega á la estupefacción: aquí 12 generales por 42 allá; 18 coroneles en lugar de 124; 40 tenientes coroneles chilenos por 190 argentinos, fuera de 100 en la reserva, etc. ¿Cómo se establece entonces el equilibrio en los gastos presupuestos? Con la dotación del soldado, con su racionamiento severamente justificado, con su sueldo de 30 pesos mensuales, casi triple del sueldo del argentino.

Ya que he rozado esta materia de interés siempre palpitante entre los dos países, y aunque no dudo que algunos recientes visitadores argentinos habrán visto mejor que yo los lados fuertes y débiles de la organización chilena, no prescindiré de unir mi testimonio al de los que se han producido por ambos lados de la Cordillera. Sinceramente, Chile quiere la paz. Mi condición de extranjero y, acaso, alguna facilidad mayor para gastar franqueza con algunos viejos amigos chilenos, me han dado la plena convicción de que, en la actualidad, todo peligro de guerra ha desaparecido—puesto que es harto evidente que el pueblo argentino no tiene ni tuvo jamás un pensamiento de agresión. La grandeza de la República Argentina no se funda en las anexiones, ni perturban su sueño las glorias ajenas: nuestra verdadera anexión fecunda é irresistible de un fragmento de Chile, será la avenida de chilenos que pedirán el bienestar y la abundancia á las territorios del sud de Mendoza y del Neuquen. Así las cosas, y calmada la agitación estéril que la cuestión de límites entretuviera entre pueblos de índole porfiada y curial, la paz está por algún tiempo asegurada. Y es de estricta justicia comprobar que tal ha sucedido, tan pronto como Chile deseó que sucediera. ¿Completaré mi pensamiento? Creo que, al indicarlo siquiera, cumplo con un deber: lo que ha fomentado en Chile el deseo de la paz,[45] es el convencimiento evidente, irrefragable de su necesidad.

Si hubiéramos estado tan bien informados como ellos de las situaciones respectivas, habríamos comprendido que, á pesar de las faltas, de las deficiencias, de las llagas visibles de nuestra organización militar, la partida era desigual y, á la corta ó á la larga, no podía su resultado ser dudoso. El «boa constrictor» que se pintara alargado en el Pacífico hasta tener su boca en Tarapacá, podía mover hacia la Tierra del Fuego su cola aprehensora: tiempo ha que los dardos caudales pertenecen á la mitología. Y si la absorción del pedazo argentino era ya muy difícil, aun para un boa constrictor ¿cuánto más lo sería su digestión?—Los embarazos financieros y las inquietudes de la situación política justifican plenamente la actitud contenida del gobierno argentino. Pero, mejor informado, acaso hubiera juzgado que sus responsabilidades patrióticas no eran tan solemnes como se presentaban en la apariencia, y que, si la paz era para todos deseable y necesaria, en un momento dado el medio de cimentarla sólidamente pudo ser la entrega de sus pasaportes á un ministro imprudente ... En suma, todo ha concluido bien: all’s well that ends well.

Chile está enfermo. Con sus guerras de conquista ha revestido esa vieja «túnica de Neso», empapada en sangre ponzoñosa y que se adhiere á sus carnes inoculándoles el virus funesto. Lejos de ser un remedio, las engañosas riquezas de Iquique son la fuente del mal. El Perú le ha contagiado el germen de su propia decadencia: la riqueza fiscal, desmoralizadora y corruptora, cuyos corolarios son la prodigalidad disolvente en los presupuestos, los premios ofrecidos al condottierismo electoral, la empleomanía, el militarismo que, no encontrando presa por fuera, la busca por dentro y se torna elemento[46] agitador. Coincidiendo con la baja de su producción industrial y la depreciación de su moneda, la repleción de las arcas fiscales no sería un síntoma de salud, sino de apoplegía cerebral. Balmaceda no habrá muerto en vano si su partido vive ó debe renacer. La instabilidad del gobierno se acentúa, y la anarquía empieza á manifestarse en las formas terribles del bandolerismo asesino é incendiario. Si es inevitable que los países nuevos sufran una vez en su vida esta viruela epidémica y febril: la anarquía social, ¿quién sabe si no ha sido mejor conocerla en los años juveniles de fácil curación y pronto restablecimiento? ¿Quién sabe si el estado presente del Brasil y el próximo de Chile no deben hacer llevadera para la República Argentina la larga prueba sangrienta que enluta su historia y que ya no puede volver?[2]


[47]

III

DE VALPARAÍSO Á LIMA

LA SERENA.—CALDERA.—ANTOFAGASTA.—IQUIQUE

Á bordo del Laja.

Aquí desembarcaba hace un mes, no fatigado seguramente por el viaje, que antes es tonificante y vigorizador, pero muy impregnado aún de vida argentina y casera; sobre todo, con el alma dolorida, magullada por los sacudimientos de la separación ... Al pronto, Valparaíso me pareció bastante mediocre de extensión y neutro de carácter. Á pesar del clima delicioso en este mes (abril) y del relativo confort de la vida física, el roce de cosas é intereses comerciales sin novedad ni amplitud, la inevitable monotonía de una actividad, para mí exterior y ajena, me saturaron en seguida. Temí entonces mostrarme injusto para con el primer puerto de Chile, si me detenía en él tan mal «acondicionado», en la brusca soledad del extrañamiento, y tomé el portante para Santiago, donde me esperaban [48]algunos amigos de juventud ...

Vuelvo hoy al «puerto» para tomar el vapor de Lima. No me encuentro tan aislado como en los primeros días. Gracias á la benevolencia de los diarios y al viento favorable que sopla de la Cordillera—¡todo de paz y fraternidad!—me han salido al paso nuevas relaciones, más fáciles y numerosas de lo que pude sospechar. Frecuento dos ó tres clubs, algunas casas de familia, visito establecimientos públicos. Por supuesto que agradezco debidamente todas estas amabilidades, cordiales ó simplemente corteses, que constituyen la conquista menos discutible de la civilización y, como si dijéramos, la moneda fiduciaria de la amistad. Me aprovecho de todo ello para mirar de cerca lo que antes entreví.

Mi primera impresión general se modifica muy poco. El verdadero Chile está en Santiago, no en Valparaíso.—Con sus barrios populosos del Puerto y el Almendral, sus muelles y docks de vaivén poco vertiginoso, sus tres ó cuatro arterias de aceras europeas, medianamente agitadas, y cortadas por callejuelas que escalan al pronto los cerros rojizos; su población cosmopolita desarraigada, sus plazas é iglesias de imitación, sus tiendas previstas y sus monumentos modernos (el erigido á la «Marina Nacional» es interesante, si bien de efecto algo teatral),—Valparaíso es el puerto de comercio en sí, que recuerda á cualquiera de los otros, sobre todo á los menos vastos y pintorescos: el Rosario ó el Callao, Bahía y sus ascensores—menos el espléndido aderezo tropical,—una Veracruz más amplia y limpia, un Montevideo reducido á la mitad ... Pues, á pesar de las diferencias íntimas y el contraste de las latitudes, todos los puertos marítimos se parecen insoportablemente. El poderoso flujo mercantil pronto consigue nivelar ó rechazar á segundo término los relieves locales, y, donde quiera, el idéntico hormigueo de los embarcaderos[49] y aduanas, de los malecones ó wharfs, refleja la agitada monotonía del Océano.

Fué Valdivia, según los unos, Saavedra, según los otros (Vicuña Mackenna) quien bautizó á Valparaíso. Extremeño ó castellano, el padrino llegado á Chile por el desierto de Atacama no sería descontentadizo en materia de paisaje. La boca del Aconcagua con algunos bañados verdecientes, acá y allá; el ondulado horizonte y la dulzura del clima pudieron darle la ilusión de un «valle del paraíso». Con todo, ¡fué mucho bautizar! El «paraíso» de Chile está en otra parte: en el rico valle de Aconcagua, ó, hacia el sud, en las encantadoras florestas de Concepción y Arauco.

En lo tocante á Valparaiso, hoy mismo, después de transcurridos tres siglos de apropiación humana,—desde los altos barrancos que dominan la bahía hasta la playa de Viña del Mar y los esteros de Quilpué, la árida roca revienta donde quiera la capa delgada del humus, por entre los bosquecillos de vegetación artificial y las malezas de pencas y aliagas. Del glauco mar dormido hasta los próximos declives, la ciudad se alarga en arco estrecho; y todo el barrio del escarpado Cerro, con sus casitas pintadas y sus jardincillos sobrepuestos en hilera, revuelto y apiñado por la perspectiva, remeda una alquería de Nuremberg, una caja de juguetes bruscamente volcada en la cuesta y á punto de rodar en la rada. Delante de nuestro buque que leva anclas y vira lentamente, desfilan á flor de agua las fortificaciones que defienden la entrada; luego el arrabal del Barón, al norte, con su caserío pintorescamente escalonado en aparador sobre las blandas colinas. Se pone el sol tras la Escuela naval, en el extremo opuesto de la bahía; la ciudad se enciende poco á poco; las últimas chalanas vacías se escurren hacia la tierra; pasamos delante de un buque de guerra chileno,[50] cuya banda nos despide con el God save the Queen ... Estamos en marcha, con rumbo á los países calientes.

No es este Laja el mejor steamer de la Compañía sudamericana, pero es estable y bien distribuído; todo el personal, del capitán al marmitón, parece gastar humor tan manejable como el mismo mar Pacífico. Cierto manque de tenue, y aun de real confortable, me parece ampliamente compensado por esta facilidad del trato, esta francachela de las relaciones personales que es el atractivo potente, aunque rara vez confesado, de la existencia «criolla»—contra la cual se murmura sin tregua, pero cuyo hábito mecedor echamos de menos, más tarde, en Londres ó París. Todo se arregla: tal es la divisa hispano-americana, que bien vale á muchas otras. En viaje, sobre todo, llegan pronto á cansarnos los reglamentos angulosos, las minuciosas prescripciones y prohibiciones contra cuyos artículos nos golpeamos á cada instante, cual contra el techo muy bajo ó la puerta estrecha del camarote. Á trueque de estar un poco codeados por las gentes y maltratados por las cosas, gustaríamos de sentirnos menos protegidos. Es lo que se logra sin esfuerzo en todas nuestras administraciones nacionales ...

Para no sentirse muy desgraciado á bordo, la primera condición es estar solo en el camarote; la segunda, no estarlo en la mesa ó sobre cubierta. Cuando digo «solo», bien comprendéis que es remedio peor que el mal, esa larga mesa del comandante en que se inserta uno á la aventura, encontrándose demasiado tarde con vis-à-vis grotescos ó antipáticos, con vecinos extravagantes y fastidiosos que os cuentan cada día su historia con tal de averiguar la vuestra.—Yo tenía anuncio de hallarse á bordo un conocido chileno, explorador infatigable[51] y geólogo sin par entre Catamarca y Copiapó,—¡l’homme de la montagne!—muy capaz, por otra parte, de interrumpir un análisis al soplete para escuchar un lied de Schumann, y hasta acompañarlo en el piano. Dotado de humor inalterable y estómago ejemplar, está en su casa á bordo como en un pozo de mina: enganchado á sus informes y correspondencias desde el alba, manipulando libros y planos, despachando en cada escala docenas de cartas á los innumerables comités, congresos y sindicatos de que forma parte; pues entra en todas las empresas mineras y salitreras que se proyectan en el Pacífico,—sobre todo en las que se liquidan con estampillas y telegramas.—Compañero precioso bajo cualquier aspecto, pero muy ocupado entre sus comidas para no requerir un sustituto. Él mismo me le busca y le trae al día siguiente.

Ha tenido buena mano: el recién venido, que completa nuestra petite table reservada, es aún más interesante que el cateador. Es un alemán de aspecto simpático, espíritu fino y modales correctos, que no me atrae perdidamente el primer día, pero que gana con el trato: love me little, love me long.—Junto con la madurez, ha conseguido el bienestar material, es decir la independencia: habita parte del año en Berlín, parte en París, desde donde administra sin fatiga su casa de Chile. Vive allá inteligente y suavemente, bien instalado, recibiendo á literatos y artistas,—íntimo amigo de Sarasate,—saboreando la existencia en su otoño, cuando exenta de pasiones y excesos se torna en realidad pacífica y buena.

Como el Graindorge de Taine, cuyo recuerdo me trae con frecuencia, después de una fuerte educación universitaria ha librado la batalla de la vida material, ganándola en quince ó veinte años. Los negocios no eran para él un fin, sino un medio:[52] los ha plantado allí, tan pronto como pudiera. Es un sabio; y el gusto de las cosas del espíritu le ha preservado en parte del egoísmo de los solterones. Está de vuelta de muchas cosas, como bien pensáis,—entre otras, de la intransigencia patriótica que perturba la digestión,—pero no de la ciencia, del arte, de la belleza. Conoce bien á Kant y Schopenhauer, los dos muelles de la moderna filosofía; ama nuestros libros, nuestros salones, nuestro teatro: ni fariseo ni filisteo, aspira con delicia esa flor suprema de la civilización que se llama París. Algunas veces, por la siesta, en la toldilla donde relee á Goethe ó Heine, me hace pronunciar y traducir versos del Fausto, la queja de Mignon, ó una breve joya del exquisito Intermezzo:

Mir träumte wieder der alte Traum...

Pero, lo que siente profundamente, como todos sus compatriotas, es la música, el arte sagrado y nacional. La conoce en todas sus obras maestras, de Bach á Wagner y Grieg; se expresa sin necia preocupación acerca de los matices de la interpretación contemporánea, desde nuestra orquesta del Conservatorio—perfecta por la maestría y la habilidad técnica—hasta la ejecución de Bayreuth, incomparable por el fervor religioso y lo concienzudo de la iniciación ... Y todo esto, en el enredo de las maniobras, en el vaivén de los pasajeros chilenos, peruanos, bolivianos, que enarbolan gorras bordadas y trajes extravagantes para jugar al tejo sobre cubierta, ó, desde el alba hasta el anochecer, tendidos en sus sillas de tijera, acometen los «cachos» de bananas y canastos de aguacates.—Me ofrezco el placer de observar á mi germano que, al principio tan frio y reservado, se entibia poco á poco en este roce familiar de cada hora,[53] de cada instante. Por varios días, ha estado indeciso y, como decimos, tanteando el agua, adelantándose con mesura y precaución. Á la altura de Mollendo, está completo el deshielo; en Lima, donde tendremos que separarnos,—pues él sigue camino para Nueva-York y Europa, en tanto que me detengo en el Perú,—me exige la promesa de volvernos á ver en París ó Berlín: y todo ello muy seriamente, con una insistencia, un cálculo meticuloso de las direcciones y épocas probables, en que siento el deseo sincero de estrechar esta amistad de chiripa. Nos separaremos con íntimo pesar.—Y forman la dulzura triste de los viajes, estas efímeras simpatías tronchadas de golpe, que quedan plantadas en el recuerdo como amorces sin empleo: esas tentativas de mutuo ingerto, de espíritu á espíritu, cuyo destino se acaba allí, sin que sepamos jamás si, con el tiempo, hubieran prendido y prosperado ... Disimule el lector la complacencia con que he referido mi única conquista en el Pacífico.

Dolce far niente!

Esta navegación del Pacífico, entre Valparaíso y Panamá, es de una serenidad ideal. El cielo invariablemente puro, el aire fresco ó tibio, el mar apenas arrugado por la brisa del largo, que llega débil, como cansada, del lejano fondo occidental: todo conserva un aspecto tan sosegado y apacible, que ni ocurre la idea de un temporal. Me dice el comisario que, en dos años de navegar, no ha conocido tormenta. La nave está distribuída casi como un barco de río, con la fila de camarotes sobre cubierta; á partir de Guayaquil, los pasajeros[54] duermen al aire libre, sin la aprensión más lejana de un golpe de mar: los mismos camareros sacan los colchones de las camillas y los tienden sobre el puente; y á medianoche, cuando vagan los ojos en el estrellado cielo, buscando el «camino de Santiago», óyese el flic-flac de las sábanas bajo la brisa deliciosa.—Los pasadizos, hacia popa, están obstruídos por los vendedores de frutas y legumbres, que exponen su mercancía en escaparate, como en el mercado, sin cuidado por el balance imperceptible; renuévanlas en cada escala, cambiando sus verduras del sud por las bananas, piñas y mangos tropicales, cuya fragancia capitosa nos llega por ráfagas. Luego, es el embarque ó la bajada del ganado en todos los puertos de la costa: las ovejas tiradas en montón, hechas ya fardos de lana; las mulas chúcaras que cocean hasta en las chatas; los pobres bueyes pasivos que se dejan izar de las astas, sacando afuera sus ojazos despavoridos ... Uno de los tráficos importantes de la línea es este abastecimiento de algunas poblaciones y salitreras del litoral, en que no crece una mata de pasto,—donde sólo puede vivir el hombre empujado por la sacra fames: allí está, miserable y grandioso, encarnizado, invencible, desventrando la montaña metálica, escarbando aquel ingrato suelo, para extraer el nitrato que, en otro parte, engordará los surcos extenuados y hará brotar las mieses opulentas, ¡gracias á este mismo polvo blanquecino cuya presencia es aquí un indicio de incurable esterilidad!

Es otro encanto de esta navegación de recreo, el contraste del horizonte hacia uno y otro bordo de la ruta. Por babor, es el inmenso mar, el vacío infinito del Gran Océano que desarrolla en la luz sus anchas olas quietas, apenas onduladas por su misma amplitud, mucho más alla de esa línea esfumada[55] donde el sol rojo se hunde cada tarde: hasta la Polinesia, las islas de coral vagamente presentidas; más lejos aún, á través del vasto archipiélago occidental, hasta el recuperado Oriente. Por la derecha: la tierra próxima que no se pierde de vista; arriba de la playa arenosa ó la acuchillada barranca que se costea sin cesar, se yergue la masa pizarreña de los Andes, con su cabeza encanecida. De este lado, la ola corta, siempre estremecida y retozona, parece que se divierte eternamente en acudir á la orilla, en emprender el asalto del acantilado que nunca tomará. Se siente que es un juego,—el juego seductor y formidable del abismo. Estas son las glad waters de Byron, las olas ociosas y festivas que, sin tener nada que hacer, brincan independientes y ligeras, desgarrando en los dientes del escollo su collarín de espuma. Aquellas otras, pesadas y lentas, son «medios de transporte»: hinchan el lomo, monstruosas bestias de carga, bajo los enormes navíos que deben soportar. Casi inspiran lástima; y la vista se vuelve hacia los rebaños juguetones de la costa, las «cabrillas» azules de cuernos blancos, que los españoles han bautizado con tanta gracia risueña ...

...Nubes, espumas, volutas de las olas: tales son las visiones evanescentes, las imágenes fluidas y fugaces que os envuelven en las largas horas de mecedora monotonía que á bordo diluyen la vida. Fácilmente se volvería á las sensaciones primitivas, á las ilusiones ingénuas de los marinos griegos y los viejos pescadores bretones, que miraban deslizarse nereidas blancas bajo el cerúleo cristal, ó revolotear en la cresta de las olas, alciones de plata que eran almas en pena. En el sillón de lona que un vago balanceo columpia blandamente, junto con el ronquido narcótico de la hélice, la siesta meridiana os aletarga en un delicioso entorpecimiento,[56] abdicación gozosa del querer y pensar, en el vacío de una fantasía apenas esbozada, que flota abandonada y pasiva, bajo el aliento de este sopor más reposado que el mismo sueño.—Así deben sentirse vegetar los árboles tropicales, lejos del cierzo y la nieve del norte, en la húmeda pesadez del ambiente forestal, dejando que suba lentamente, de las raíces carnosas á las ramas eternamente verdes, su sangre henchida de jugo nutricio, la rica savia exuberante que siglos de floración perenne no pueden agotar ...

Sacude mi adormecimiento la campanada de la comida, devolviéndome á la maquinal existencia de pasajero-encomienda nos 66-67, á estribor. Encuentro en el comedor, pegando sobres delante de la sopa servida, á mi infatigable compañero chileno, el corresponsal automático que me recuerda al personaje de Galdós, perpetuamente afanado en contestarse las cartas que él mismo se dirigía. Mi amigo alemán acaba de releer á Schopenhauer: me habla del Nirvâna budhista, que es el supremo bien, siendo el aniquilamiento absoluto, la consecución del no-vivir. Lo conozco su Nirvana: yo soy quien lo disfruta—mientras no me perturba la campana fatal ...

Las horas de la noche son más laboriosas. Entonces es cuando el mar recobra todos sus derechos. Por más que nos esforcemos en prolongar la velada, sufriendo interminables sesiones de ajedrez, agarrándonos de cualquier rama, aceptando las peores coartadas: es fuerza, al fin, como el Tircis de Racan, penser à faire sa retraite. Las primeras noches teníamos momentos exquisitos: una señora norteamericana, después de su lección diaria á una adorable niñita de diez años, se sentaba ella misma al piano y tocaba, para los tres anabaptistas, algunas sonatas clásicas; se producía un amplio y saludable vacío á nuestro derredor, la gente huía á toda prisa:[57] era un encanto. Pero nunca lo bueno es duradero. Un robusto mozo chileno, gobernador de un departamento del norte y muy prendado de una joven pasajera, le ha descubierto—prematuramente—talento musical. La pareja se apodera del piano desde el anochecer, bajo la mirada enternecida de los ascendientes; y es ¡un degranamiento delirante de habaneras, polkas y «perlas de salón» contemporáneas de la conquista! La dulce criatura toca según el precepto evangélico: ignorando su mano izquierda lo que hace la derecha. Pero se ensaña contra las teclas, vacilantes y amarillas como dientes de abuela, con una energía muy superior á su edad. Se estremece el piano secular bajo el asalto de esta furia juvenil, que parece tener diez dedos en cada mano. Y, hasta el castillo de proa donde nos hemos refugiado, llega el estruendo de los aplausos frenéticos.

Hay que ganar el camarote, melancólicamente, y tenderse á medias, en figura de gatillo, sobre el catre poco más ancho que una caja de violín. La siesta y la falta de ejercicio ahuyentan el sueño arisco. El ritmo sordo de la máquina semeja la pulsación de un monstruo potente que nos arrebata en la noche y el vacío; se percibe contra el bordaje el continuo chorrear del hondo surco abierto, como por una reja de arado ciclópeo. Me siento fuera de la vida normal, muy lejos de las ciudades bulliciosas—más lejos aún del rincón familiar. La larga procesión de los recuerdos comienza á desfilar, amarga y dulce. Se sufre con no poder retener delante de sí, en el campo de la imaginación, las caras fugitivas con que se quisiera soñar, siempre: los seres amados, cuya memoria nos punza en cualquier hora cual invisible cilicio, se borran á los pocos segundos, sin saber cómo, bajo perfiles desconocidos de transeuntes entrevistos en un puerto, en un tren, que vuelven á renacer[58] con estúpida insistencia y nos persiguen con un encarnizamiento de pesadilla. Se hace esfuerzo por llamar á los que se adhieren al corazón por cada fibra: se recuerda una inflexión de voz, un jirón de frase, la risa de una madre joven, un gentil balbuceo de niño, que ayer nos hacía gracia y hoy nos da gana de llorar ... Y luego, otros resurgimientos involuntarios, más esfumados y lejanos, pero revividos por la sugestión del medio idéntico: la evocación de otros viajes por el mar, menos tranquilos y vacíos que éste, cuando érase joven y se abrían de par en par las puertas del porvenir, en la esperanza y el pleno orgullo de la vida ... En el silencio de un solo rumor persistente, los recuerdos se escurren del alma como el agua de una esponja embebida; y ese perpetuo chorrear de la ola contra la borda parece la fuga rápida, la vuelta irrevocable de la existencia misma hacia los limbos del no ser.

Muy de mañana, nos despierta el desarrollo del ancla que cae en el mar. Al pronto, produce cierta molestia la brusca inmovilidad; abierto el tragaluz, un puerto aparece: casas escalonadas en la costa, el penacho de una locomotora que trepa una pendiente, un parche de verdura, acá y allá. Ello sucede aquí todos los días; y en un primer viaje, cuando no se está espoleado por el deseo de llegar, este contraste de las mañanas en tierra y de las noches á bordo que duplica la travesía, produce agradables paréntesis en la navegación. Se pisa tierra con júbilo; se muda de régimen; se observa una nueva faceta de la pobre humanidad; se toman croquis y apuntes instantáneos. Hé aquí algunos.

[59]

Coquimbo.—La Serena.

En el fondo de un ancón en herradura, en el declive de un ribazo abrupto de granito gris, contrafuerte de la cordillera de la Costa, Coquimbo sobrepone sus grupos de casillas de pintada madera ó zinc acanalado. Forman los techos ligeros, latas de alerce: lo mismo podrían ser de tela ó papel, pues entramos en la zona pétrea—que se prolonga más allá de Lima—donde no llueve jamás. Pocos kilómetros hacia el norte, La Serena, capital de la provincia, se depliega en abanico sobre una meseta que domina la bahía, dentro de un marco de verdura: es una verdadera ciudad, al lado del pequeño puerto de aspecto mezquino.

Pero Coquimbo es un excelente surgidero, mucho más seguro que el de Valparaiso,—batido, en invierno, por los vientos del norte. Los comandantes ingleses lo prefieren también por otras razones menos meteorológicas: no ofrece tantos peligros como el gran puerto chileno para las «andanadas» de las tripulaciones. Y es por ello, tal vez, que ahora, en la apacible ensenada generalmente cubierta de gaviotas más que de embarcaciones, los dos cruceros ingleses de estación, Warspite y Melpomene, arrojan la imprevista nota guerrera de sus erizadas torres y sus blindajes cuadrados que se reflejan duramente en el agua inmóvil.

Á la distancia, gaviotas y botes pescadores parece que se desprendieran de los mismos nidos de la aldea marítima, adherida á la árida roca—igualmente obligadas, aves y gentes, á alimentarse de la mar. Se compadece desde lejos á los pobres[60] seres humanos que, sin duda, han naufragado allí, manteniendo su existencia precaria á fuerza de pescados y mariscos; y por poco nuestra ignorancia esperaría que acudieran á la playa, cual modernos Robinsones, haciendo señales á la nave que les volverá á su patria ... Desembarcamos, y tropezamos donde quiera con docks y almacenes, escritorios y tiendas: un vaivén de comerciantes chilenos y extranjeros, de señoras con gorras floreadas, de soldados ingleses con la estrecha casaca roja, el casquete minúsculo pegado á la coronilla—á guisa de cápsula-tapón de esas botellas ambulantes.—Los hilos telegráficos y telefónicos se cruzan en las bocacalles, los pianos en actividad acompañan los roncos cantares de las tabernas numerosas. En la estación, donde tomamos el tren de La Serena, un abogado peruano, pierolista cesante, cuenta á mi compañero chileno—quien, por supuesto, tiene parte en el negocio ¡por correspondencia!—las peripecias de no sé qué tramway eléctrico ya concedido ... Así visto de cerca, ¡encuentro que está bastante «en el tren» el nido de gaviotas!...

Desde el vagón, miro desfilar el paisaje que, poco á poco, va perdiendo su aspecto marítimo. En los repliegues ensanchados del terreno menos pobre empiezan á verdear algunas cañadas; los dormidos pantanos reflejan los juncales de sus orillas, pobladas de aves acuáticas. Unas cuantas vacas pacen en las praderas húmedas; casitas de campo y alquerías con labranzas de Liliput escalan los declives y parecen abrigarse bajo la cornisa rígida y desnuda de la montaña de granito. Uno que otro arroyo sinuoso corta la vía ... Casi creería cruzar la provincia de Córdoba, hacia Quilino ... cuando después de una curva, por una escotadura del talud, el mar reaparece, como un fragmento de pizarra con una punta de lápiz en su[61] centro: es nuestro Laja imponente, la cárcel flotante que, dentro de dos horas, nos volverá á encerrar.

Es la Serena una vieja ciudad, contemporánea de Valdivia, y que no parece en vía de rejuvenecer: muchos edificios desmoronados y en ruínas; en otros se han calafateado con tabla ó con zinc las brechas del adobe. Al revés de Coquimbo, la hallamos medio vacía, y la habitación resulta muy ancha para el habitante. Por todas partes, caserones silenciosos, tiendas sin clientes, aceras sin transeuntes. Una bonita plaza bien sombreada, llena de flores, está desierta. La catedral—pues es cabeza de obispado—está sólidamente construída en sillar, como para perpetuar la lucha encarnizada que allí sostienen, según mi amigo, todos los estilos arquitectónicos conocidos, desde el pelásgico hasta el italiano de exportación. En mitad de la fachada más ó menos griega se yergue, asentado en el mismo entablamento, un complicado campanillo cubierto con el casco-tiara de Juan de Leyden.

Se nos pasea por las desahogadas calles; algunos naturales abren sus ventanas, perturbada su siesta por la herrería insólita de nuestro anciano vehículo.—En una esquina, saliendo de una capilla, un ramillete de muchachas nos hace recordar que á la poesía le basta un poco de espacio y de sol, un rayo de belleza y juventud, caído en cualquier rincón de la tierra, para despuntar y florecer: una de ellas, pálida y grácil, con extraños ojos claros debajo de cabellos más negros que su mantilla, se destaca del grupo vulgar, como una Preciosilla extraviada entre cíngaros ... Y nunca sabrá, nunca jamás, que su encanto anónimo y fugitivo, asido al paso, anda por el mundo, cristalizado en una frase, como gota de agua en un fragmento de cuarzo hialino.

Un conocido de mi geólogo—tiene en todas partes, ¡hasta[62] en la China-town de San Francisco!—se empeña en llevarnos al club: el café, la posada, la confitería—sobre todo el mentidero del lugar. Por el momento, la sociedad está siguiendo una «guerra» lánguida—faute de combattants. Se nos recibe con tacos abiertos; ¡en el acto, una vuelta de vermut internacional! Me presentan á algunos notables; el redactor de la Reforma: un camarada jaranero y palmeador, de terno gris y sombrero de copa en la oreja, que habla de su hoja de col bi-semanal como de una cosa terrible, una máquina de guerra formidable que los «intrusos» de la Moneda miran con inquietud y temblor; un viejo «capitalista»: usurero probable, vestido á la moda serenista de hace treinta años, prudente y suspicaz, siempre en guardia contra un sablazo de Damocles; otro «literato»: una fuina rubia, amable en demasía, que escribe «también» y me trata como cofrade. J’en passe ... Todos ellos son balmacedistas hasta el cerro de enfrente. Por lo demás, la provincia entera ha permanecido fiel á su antiguo senador que la enriqueció: es la razón de casi todas las convicciones políticas y el secreto de todas las popularidades,—do ut des.—Pero declina el día; por más que nos cueste, tenemos que romper ese círculo fascinador: el cocktail del estribo ¡y con brindis esta vez! Mi compañero brinda por La Serena, Coquimbo y Guayacán—¡esas tres Marías!—cuyo progreso y prosperidad, etc. ¡Viva Chile etc!... Acompañamiento triunfal hasta la estación. Esperaba un serenata que ha faltado: sin embargo era éste el caso—y el lugar.

[63]

Caldera.

Fondeamos al amanecer. Una caleta arenisca, en semicírculo, con la población en el fondo, formando anfiteatro; algunas casas de dos pisos,—recuerdos de pasado esplendor; la aduana, los docks, la estación del ferrocarril que baja de Copiapó y termina en el muelle. Algunas desvencijadas garitas de baño, esparcidas en la playa, acrecientan la impresión de decadencia y abandono.—En el momento de bajar á tierra, un muchacho me ofrece sardinas frescas. Es un verdadero regalo y estoy á punto de comprarlas, cuando el botero me enseña, á cien metros hacia la costa, á un pescador que, según él, me las venderá más frescas y hasta las sacará en mi presencia.

Al dirigirnos allí, mi compañero inseparable me muestra una punta de verga que sale del mar, precisamente en la querencia de las sardinas: pertenece al Blanco Encalada, echado á pique por la torpedera Lynch, durante la campaña revolucionaria.—Recuerdo que en Europa, en dicha época, se pretendió extraer de este desastre un nuevo argumento en favor de los torpedos ... Por este ejemplo,—y otros análogos ó peores,—lo que me parece demostrado, ante todo, es que la marina de guerra, aun más que el ejército, constituye una carrera de aristocracia moral: una institución cuyas altas responsabilidades necesitan apoyarse en una larga y gloriosa tradición de honor, de abnegación heroica, de virtud varonil. La situación del marino embarcado, sobre todo en tiempo de guerra, es la vida jugada á cara ó cruz. Allí el deber no es materia divisible,[64] que pueda cumplirse á medias, como en tierra alguna vez; en la hora solemne, hay que echar el resto, sacrificarlo todo, so pena de caer cien grados bajo cero. ¿Qué significaría una marina de parada, cuyos galoneados jefes no supieran resistir á la tentación de divertirse en tierra, mientras que el enemigo ronda en acecho al rededor de la desertada nave? ¿Qué oficial sería aquel que, en el supremo instante del peligro, no se acordara de su rango sino para separar su suerte de la de sus hombres, y, con tal de salvar el pellejo, abandonase la tripulación en su épave desahuciada? Sin duda, la alternativa es tremenda; pero eso mismo es el principio y el fin de la noble carrera. El navío de guerra es un claustro heroico: no entréis en esa religión, ó romped vuestros votos, si no os sentís con la vocación sublime; pero, mientras estéis allí, depositario de la bandera patria, cualquiera debilidad humana, cualquier resabio de egoísmo puede arrastraros al deshonor.

Aquí, la catástrofe fué instantánea y terrible. De las versiones varias que he recogido en Caldera y otras partes, parece resultar que la oficialidad del Blanco estaba en tierra esa noche, fraternizando con los voluntarios de Copiapó, cubiertos de flores por las señoras entusiastas. Se dice que fueron omitidas las precauciones más elementales; la Lynch pudo acercarse para disponer su ataque. Sólo puso en alerta el primer torpedo lanzado: era demasiado tarde; con el sexto, que dió en el centro, la nave se fué á pique. Me hablan de ciento ochenta muertos, fuera de la pérdida del acorazado que, entonces, pudo ser irreparable. Creo que el comandante, bien emparentado, ha sido ascendido después del triunfo de los congresistas ... Pero no tomemos microscopio para mirar la paja en el ojo ajeno.

El bote llega sobre el Blanco á pique. La admirable transparencia[65] del agua deja ver, á tres metros, todos los detalles del coloso volcado en el flanco: el casco de acero, las baterías y troneras abiertas, la cubierta rajada. El blindaje verde-azulado, como chapeado de escamas obscuras, está invadido por incrustaciones de mariscos: toda una población submarina hormiguea allí, alimentándose todavía con vestigios humanos que no han acabado de disolverse en el entrepuente y los camarotes. Millares de sardinas, ágiles y negruzcas, bullen en torno del anzuelo: véselas, como por el cristal de un aquarium, precipitarse y engullirlo sin que la experiencia de días y semanas «entibie su ardor». El pescador levanta su caña metódicamente, á ciencia cierta, casi sin mirar si está el pececito enganchado en la punta. Me arrima su cesto lleno para que escoja, diciendo en tono insinuante: «Elija usted las más aceitosas». ¡Aceitosas!... Procuro reaccionar en obsequio del positivismo: repetirme que, según las doctrinas más flamantes, tal es el circulus de la vida universal, en que se nutre el hombre con lo que vive del hombre, y que, diariamente, trago sin verlas otras y peores combinaciones ... Me hallaréis melindroso y repulgado: pues bien, decididamente, á pesar de Darwin y su escuela, no probaré las sardinas «aceitosas» de esta nueva Bahía de los Difuntos.

La visible decadencia de Caldera es toda de rechazo, como fuera mero reflejo su rápida prosperidad. Por sí misma, nunca valió gran cosa; pero era la puerta de Copiapó—ese efímero Potosí de la provincia de Atacama. Si huelgan estos ingenios y no se escapa el humo de las altas chimeneas; si esta línea férrea que serpea en la montaña—y fué la primera de la América del Sud—no alcanza á la décima parte de su tráfico antiguo, es porque las minas de Copiapó están broceadas. Medio siglo atrás, este árido distrito chileno fué una pequeña California[66] de la plata, afluyeron emigrantes y aventureros; la aldea capital recibió un empuje de crecimiento increíble; poblóse este desierto, donde al principio el agua era más escasa que el precioso metal. Aquí se recogieron, en pocos años, las grandes fortunas de Santiago. Centenares de argentinos acudieron de las provincias andinas, Catamarca, Tucumán, Salta, y, tras ellos, el grupo de los proscritos de Rosas.—Un antiguo vecino con quien almuerzo (en un caserón vacío que con voz muda refiere la pasada opulencia), me habla familiarmente del abogado Rodríguez, de Alberdi, del doctor Tejedor que enseñaba entonces, en el colegio local, un cúmulo de materias—¡además del francés! También conoció mi huésped á Sarmiento, fantástico mayordomo de la mina Colorada, de donde tuvo que salir por «incapacidad»; todo marchaba á la desbandada, en tanto que el escritor en ciernes incubaba al Facundo, ¡y que el futuro grande hombre soñaba con Buenos Aires ó Argirópolis!

Debería escribir algún poeta—como lo hiciera Bret Harte para su California—la historia psicológica y real, mezcla de cálculos, experimentos y leyendas supersticiosas, de estos modernísimos Argonautas ... Estimulo á mi huésped, y veo encenderse sus ojos apagados al hablar de panizos y de derroteros perdidos. La historia de Juan Godoy, el descubridor de Chañarcillo,—cuya estatua se alza en Copiapó,—es un verdadero cuento oriental, una transcripción realista y pintoresca del inolvidable Alí-Babá: nada le falta, ni la caverna, ni los burros cargados de plata, ni la mujer reveladora—ni los «cuarenta ladrones».

La tradición es ingeniosa é interesante: os la referiré menudamente, alguna noche de invierno. Se han recogido en los Folk-lores las leyendas de la selva y del mar: las de las[67] minas son más locales, menos nómadas y trashumantes. Algunas se conservan, en Chile y el Perú, desde los tiempos incásicos. Los genios de la tierra, los Nickels y Kobolds de las grutas subterráneas no han sido inventados todos en Alemania ó Escandinavia: se los encuentra en la Cordillera, más reales si no tan antiguos. La superstición moderna se ha ingerido en el mito. Así, después de los monstruos fabulosos, comunes á todos los tiempos y regiones, que guardan los tesoros ocultos, aparece aquí la india centenaria, la bruja que todo el mundo ha conocido: Flora Normilla, la madre de Godoy, Carmen Ollantay y cien más, que encierran su secreto bajo una fórmula enigmática, reservando su descubrimiento para algún Edipo de corazón valiente y espíritu sutil.

Por lo demás, quien ha bebido, beberá. Y son innumerables los antiguos mineros de Caldera y Copiapó que, semejantes á mi huésped, no se han resignado á la ruina, creen firmemente en una vuelta de la fortuna, y, después de perder su resto de vista en escudriñar los polvorientos archivos de las capillas y escribanías, dan al fin con el buscado derrotero, transmitido bajo juramento por un moribundo: invierten entonces sus últimas pesetas en expediciones y cateos, en procura del famoso Reventón del Zorro, fácil de reconocer por una serie de cruces profundamente marcadas á cuchillo en las rocas del sendero, y que viviente alguno volvió á encontrar, ni acaso lo viera jamás ... Después de todo, esa poesía inculta é inarticulada vale más que la nuestra, artificial y vacía como una cavatina: sea cual fuere su sueño en la tierra ¡dichosos los que sueñan, pues vivirán consolados de la realidad!

[68]

Antofagasta.

Bahía, puerto, ciudad: todo ello se sigue y se parece bastante, salvo que aquí la bahía está completamente abierta, el mar siempre picado, y las casas parecen más numerosas y pintorreadas que en las villas del sud. También Antofagasta es un producto minero, y muy reciente: fué el descubrimiento de Caracoles, hacia 1870, el que improvisó, puede decirse, la población actual. Recuerdo las expediciones de ganado por los valles de Salta, los gruesos dieces de plata que rodaban por allá, entre troperos y arrieros. La vena pingüe se agotó muy pronto; muchos que acudían desde lejos llegaron tarde. La marea ha bajado y el distrito minero ha perdido mucha población. Con todo, Antofagasta no ha sufrido la suerte de Caldera, gracias á su ferrocarril á Huanchaca—otro Caracoles—y á Oruro, en Bolivia.

También hay salitreras que empiezan á producir. Pero es en Tarapacá donde se debe observar lo que puede hacer un solo producto exportable con un abominable desierto: Iquique es Nitrópolis.—Aunque la actividad es aquí notablemente menor, como, al fin y al cabo, los procedimientos son idénticos, apenas desembarcado monto á caballo para ver de paso la elaboración del salitre. Los vagones llegan en convoy, bajando de la montaña, y descargan la materia bruta, el caliche rojizo, al mismo pie de los aparatos de tratamiento. Sucesivamente triturado, cernido, anegado, el producto disuelto pasa á hervir en grandes calderas sobrepuestas; este líquido decantado deposita la substancia terrosa en el fondo de los defecadores, pasando luego á la evaporación para cristalizar.

[69]

Vuelve á bajar por una cadena cargada con grandes cangilones, como de draga; luego se expone al sol en estrechas regueras donde se completa la cristalización. Esa nieve reverberante se recoge con pala y se despacha en bolsas á Europa y Estados Unidos; es lo que comemos, transformado en trigo y legumbres.

Hoy es domingo y, además, marca este día un aniversario memorable en los fastos locales ¡la fiesta de los bomberos! La ciudad entera está de pascua. Encuentro al Intendente de la provincia—hombre de mundo, inteligente y cordial—de gran parada, con la banda roja y blanca bajo el frac. Todas las compañías de bomberos están sobre las armas; hay cinco ó seis que rivalizan en lujo de uniformes guerreros, de estandartes multicolores, de cascos resplandecientes. Chilenos disfrazados de yankees, italianos de bersaglieri, ingleses de horse-guards, alemanes con cascos de punta y anchas barbas de Gambrinus, se disputan la palma de la actividad entusiasta. Pero todos se eclipsan ante los dálmatas. Rasgo curioso: estos esclavones forman aquí un grupo compacto y obstruyen, con su inevitable vich, las muestras de la ciudad. Han pedido y obtenido el privilegio de sustituir el pendón austriaco por su vieja bandera provincial cruzada de emblemas, y, con orgullosa satisfacción, la despliegan al viento, blanca y triangular, cual vela levantina. Vamos á la iglesia en corporación; las bandas estallan al mismo tiempo que las campanas echadas á vuelo. En seguida, bajo un rajante sol de montaña, que nos deja helar en la sombra, todos los notables—de que formo parte—rodeando al Intendente, apoyados en la baranda del palacio de tabla, asistimos á los ejercicios y al desfile de los bomberos.

Después de trepar á las escaleras y repetir infatigablemente[70] las mismas maniobras, pasan al frente de las autoridades, tiesos, marciales, combando el pecho, enganchados á sus bombas relumbrantes, satisfechos y gloriosos como el regimiento de Madrucio[3].—Hasta estos últimos años, Antofagasta, como el resto del litoral, no disponía sino del agua destilada: naturalmente, quedaban sus habitantes reducidos á la «porción congrua». La institución languidecía, poniéndose sombría la vida. Pero tanto se forcejeó que se dió con el agua. Una compañía ha captado un arroyo en la montaña y lo trae al puerto, atravesando treinta leguas de cañería. ¡Qué entusiasmo, entonces, qué febril impaciencia, en acecho del primer siniestro que se hacía esperar! Y cuando estalló por fin ese incendio providencial ¡qué irrupción de salvamento, cuánta bomba en batería, cuánta agua! Que d’eau! ...—Lo mismo sucede en Santiago y en Valparaíso; pululan las compañías de bomberos voluntarios: es una vocación irresistible. Conviene agregar que cumplen valientemente con su deber, sin hacerse esperar ni quedar alardeando en las aceras. Bastante los he visto en función, allá, donde regularmente se producía un incendio por noche—¡á veces dos!

¡Al fin, solos! El Intendente arroja sobre un sofá su frac y su banda oficial; el capitán del puerto—un teniente de navío, instruído y amable—desabrocha espada y charreteras, y corremos al almuerzo. Dos buenas horas de charla. El Intendente, jovial y decidor, no agota sus anécdotas sobre la revolución, los Estados Unidos, que conoce á fondo, los collas que, al apearse de sus cumbres, quedan aturdidos y entusiastas ante el primer palmito blanco que les sale al paso,—en cualquier «venta» que, semejantes á Don Quijote, «imaginan ser[71] castillo». Hacia el champagne, también el capitán acaba de desabrocharse y me desliza sub rosâ confidencias estupendas sobre el reverso de la campaña congresista.

Pero ha pasado la hora del reembarco. Un empleado del Resguardo nos avisa que el comisario del Laja reclama la salida.—«¡Cómo, su despacho! que espere el bote: saldréis con el señor, cuando concluya ...» Pasa otra hora; al fin, levantamos la sesión y me embarco en la falúa de la capitanía, con una mar alborotada—así es casi siempre en los puertos del Pacífico—que no mueve al vapor en su fondeadero. Y ante los oficiales y pasajeros furiosos por el atraso, me guardo muy bien de hacer alusión á mi calaverada bombo-gubernativa.

Al salir de la bahía de Antofagasta, doblamos la Punta Angamos, en el extremo de una arista pedregosa. Á derecha é izquierda pelícanos enormes, con su ancho pico de teja y su «coto repugnante», como diría Musset, puntean el mar con sus manchas parduscas; vuelan torpemente, rasando las olas y dejándose caer como piedras para asir el pez entrevisto que se les ve engullir. Una asociación de ideas me recuerda las sardinas de Caldera. Aquí fué capturado el Huáscar, después de muerto el almirante Grau—¡doble desastre igualmente irreparable para el Perú!

En esta guerra, los peruanos tuvieron á Miguel Grau, así como los chilenos á su Arturo Prat. La diferencia entre uno y otro—aparte los quilates personales de que no soy juez—consiste en que Prat fué ante todo un ejemplo, un símbolo, mientras que el otro era una fuerza efectiva: la mejor carta del Perú en esa desesperada partida. El marino peruano fué grande por su vida, como el chileno por su muerte. ¡Invencible tendencia idealizadora de las muchedumbres![72] Arturo Prat, cuyo supremo sacrificio—contra todas las versiones enemigas—debe ensalzarse como un rasgo de heroísmo igual al del caballero d’Assas, no tuvo más página saliente en su vida que su fin sublime. Con todo, aparece más grande que su émulo quien, durante meses, bastó á detener su patria en la pendiente del abismo. Prat es simbólico, y como tal quedará en la imaginación popular, mucho después que el combate de Iquique y toda la campaña estén casi olvidados.

Para apreciar la magnitud del desastre aquí sufrido, es menester recordar que hasta hoy, entre las naciones del Pacífico, no existe más camino que el océano: quien es dueño del mar se adueña de la tierra. La campaña naval, pues, fué la base y condición de la guerra; no pudiendo ser la terrestre más que su consecuencia y conclusión. He ahí por qué el concurso de Bolivia—aunque fuera efectivo—tenía que ser de escasísimo valor; y por qué también, en el caso de una guerra argentino-chilena, las condiciones del triunfo serían del todo distintas.—Á pesar de su ejército inferior y de la pérdida reciente del Independencia en Punta Gruesa, mientras el Perú conservó su rápido monitor para proteger sus convoyes, atacar los de los chilenos y forzar los bloqueos, pudo tentar la fortuna. Después de Punta Angamos, el denselace era sólo cuestión de tiempo y de sangre vertida. El ejército chileno podía elegir su hora, su punto de desembarco, bombardear y saquear el litoral, sin temer una sorpresa ni que se cortaran sus comunicaciones.—Todas las publicaciones especiales han celebrado las atrevidas correrías de ese pequeño Huáscar, que vino á ser un enemigo temible, debido á su agilidad y á la audaz pericia de su comandante. Sorprendido, aquí mismo, entre los dos blindados Cochrane[73] y Blanco, se defendió desesperadamente. Derribado y muerto Grau en su torre de mando, por un obús del Cochrane, tres ó cuatro oficiales le sucedieron en pocos minutos y cayeron á su vez. El Huáscar fué tomado en el momento de irse á pique, cubierto de cadáveres y heridos ... Cuando se vuelve á ver el monitor ahora chileno, tan menudo al lado de su enorme adversario, se admira al vencido aún más que al vencedor. Saludemos con un recuerdo á los valientes de uno y otro bordo, que cayeron entonces donde pasamos hoy.

Iquique.

Nadie sospecharía, por el aspecto, que estamos ya en territorio legítimamente peruano, y otros que el enemigo hereditario—Erbfeind—podrían engañarse de buena fe. Es siempre la misma costa á la vista, árida y desierta entre dos puertos inmediatos, sin una mancha verde en que pueda asentarse la errante fantasía. Todo llega á cansar, hasta el mar sereno y el cielo azul; y tenemos gana de pisar esa nitrosa arena de Tarapacá, cuya capital surge alegremente de la tenue bruma matutina, rasgada por el primer rayo de sol.—Á la distancia, se manifiesta ya la importancia industrial de Iquique: los muelles cubiertos de vagones penetran en el puerto, hasta el fondeadero donde numerosos buques están cargando,—entre ellos el magnífico velero de cinco palos La France, uno de los mayores del mundo, especialmente construído y dispuesto para el transporte del salitre. Por la falda abrupta de la montaña trepa atrevida la línea férrea: los trenes se suceden con breve intervalo,[74] todos cargados de caliche: contamos hasta seis que bajan juntos, uno tras otro. Las altas chimeneas de los ingenios derraman en el aire vibrante sus penachos de humo que dan la ilusión de nubes lluviosas.

Las autoridades del puerto se hacen esperar, y los pasajeros chilenos tienen tiempo sobrado para devanar el doble relato histórico que tuvo en esta bahía su trágico escenario. En el punto mismo donde nuestro Laja ha fondeado, es donde la corbeta Esmeralda fue echada á pique por el Huáscar: Arturo Prat cayó en la cubierta enemiga, á la vista de Grau que no le pudo salvar. El mismo día, un poco más al sud, en Punta Gruesa, la cañonera Covadonga, acosada por la Independencia, atrajo á ésta sobre las rompientes donde se perdió. Por fin, es muy sabido que Iquique fué el punto de reunión de las fuerzas revolucionarias y el asiento del gobierno congresista que venció al presidente Balmaceda ... Toda esta costa del Pacífico está sembrada de recuerdos guerreros, y, á manera de las grandes familias arruinadas, compensa con su nobleza la indigencia del aspecto físico.—En general, la inferioridad de los paisajes americanos, comparados con los europeos, proviene de estar desnudos de esas huellas humanas, que orientan y llaman hacia lo pasado nuestra imaginación. Aquí la historia es de ayer, pero tan patética, que no requiere perspectiva para ostentar grandeza.

La nueva Iquique es muy reciente, y queda algo de infantil en su alegre decoración: parece una soñada ciudad japonesa de tabla pintada, casi de cartón, cuyos tabiques se vendrían al suelo si les arrimara el hombro «mi hermano Yves». Cada casita es un esmerado juguete, con verandá y peristilo de barnizadas columnas. Las azoteas soportan un doble techo abierto para pasar la siesta, al resguardo del[75] implacable sol, en este clima mineral que no conoce la lluvia. La playa está cubierta de garitas: tan seco es el aire y tan tibia el agua, que los extranjeros se bañan afuera el año entero. Toda la ciudad tiene el aspecto exuberante y rico de una población minera en su apogeo: las calles enarenadas revelan cuidado y limpieza exóticos; los almacenes y tiendas, llenos de mercancías costosas, rebosan de compradores: chilenos tostados, cholos lampiños, extranjeros rubicundos, señoras de estrepitosa elegancia. Donde quiera, hieren la vista, por las abiertas ventanas, los muebles y cortinajes lujosos. El salitre da para todo—hasta para los frecuentes incendios que arrasan periódicamente manzanas enteras de estas frágiles construcciones. Oigo decir que la misma arena de las calles, mezclada de salitre, ¡se ha incendiado alguna vez! Lo cierto es que las compañías de seguros perciben el diez por ciento.

La plaza es bonita y risueña, con su iglesia esbelta y sus calados kioscos. Los carruajes de alquiler son numerosos y mejores que en Santiago—lo que, á la verdad, no es mucho decir. Se respira un ambiente de bienestar: la anchura de la vida rumbosa, el dinero que fluye abundante y fácil—en desquite de la rudeza del trabajo. El mes pasado, el Banco de Iquique puso en jaque á los grandes establecimientos de Valparaíso. Almuerzo en casa de un caballero peruano, un tanto argentino, de cuya acogida cordial guardo buen recuerdo: servicio rico y correcto, buena cocina, cuatro ó cinco vinos legítimos. Hemos entrado de paso y nada se ha preparado. La casa está bien puesta, confortable, aunque flamante; en el piso alto un espacioso escritorio lleno de cuadros y libros. El dueño de casa, inteligente y cultivado, es el consejero y árbitro autorizado en negocios salitreros. Ha escrito[76] folletos técnicos y una excelente Geografía de Tarapacá; pero se interesa en otras cosas que la «salitrería»: por ejemplo, en las urdimbres políticas de Piérola, para quien me da una carta que pongo en mi cartera, junto á la que llevo desde Buenos Aires para Cáceres.

El centenar de fábricas en actividad—pertenecientes casi todas á compañías inglesas—han exportado el año pasado cerca de 20 millones de quintales métricos de nitratos elaborados: podrían producir el doble sin temer que, antes de un siglo, se agotara la zona explotable. Pero la demanda actual del abono no pasa de esta cifra. Mi huésped, adversario de la «inflación», ha combatido la formación de compañías nuevas y sindicatos monopolistas. Por esta sola fuente de exportación, sin contar el guano y el yodo, percibe el fisco unos veinte millones de pesos: es lo más limpio de la renta chilena; y se comprende cómo el primer y exquisito cuidado del gobierno, en plena guerra, fuese «organizar provisionalmente» el territorio que sponte sua no evacuará jamás.

Tarapacá es el reino mineral: la única planta que allí existe es fósil: el tamarugo, que da su nombre á la pampa salitrera del Tamarugal. Aunque el agua abunda ahora, desde que una sociedad la trae de un valle andino, ningún árbol prospera en la arena hostil que absorbe el líquido—como por una criba—sin humedecerse. Fuera de la plaza principal, donde languidecen algunos pinos raquíticos, no se ve rastro de verdura en los patios y paseos. Recuerdo esa región de ensueño en que nos transporta el poeta de las Flores del mal,—llena de mármoles y agua vivas, pero donde las piedras preciosas reemplazan á las flores y follajes. Por eso, en Iquique, se tiene como excursión predilecta ir á Cavancha, á beber tisana de champagne bajo un kiosco, donde un europeo[77] ha realizado el prodigio de hacer crecer algunas flores, dentro de un metro cúbico de tierra vegetal importada! Esos rudos trabajadores, americanos y europeos, después de sus faenas en la mina y el escritorio, ejecutan el invariable programa de recorrer tres kilómetros de desierto, en carruaje ó en tranvía, para aspirar la débil fragancia de algunas rosas ó gardenias que crecen precarias y enfermizas, como niños en un asilo ...

Continúa la navegación; los puertos y escalas se suceden, pero el interés decae: se parecen demasiado unos á otros. Después de Iquique, he aquí á Pisagua: una muralla de conglomerados arcillosos de un millar de metros, á pico sobre la estrecha playa en que la aldea cuelga sus graderías; un borracho que tropiece ha de rodar hasta el mar. Los chilenos tomaron por asalto esa cresta coronada de defensas bolivianas: es de una audacia inaudita—un irreflexivo heroísmo de araucanos. Con todo, uno se dice que, puesto que la guerra existe, es así como se debe hacer. Son esos golpes de loca intrepidez los que desconcertaron á los aliados—sobre todo á los bolivianos, que pronto abandonaron la partida. Un antiguo oficial—chileno por cierto—me cuenta que algunos pobres cholos, desbandados, sableados por la espalda, se daban vuelta para gritar á los rotos feroces: ¡No sea usted grosero!... El dicho caricatural es el residuo y la cruel moraleja de la campaña.

Arica viene en seguida; pero llegamos al anochecer para alzar anclas dos horas después. No bajo á tierra y doy las gracias al gobernador melómano que había pedido por telégrafo que nos preparasen caballos para trepar al Morro.—Como un soldado que custodia una zagala: encima de la ciudadita de[78] ópera-cómica se yergue la masa prismática, inaccesible, duramente destacada en el crepúsculo gris. El grupo de las habitaciones tiene un encanto casi artificial. No parecen de verdad esas casitas abigarradas, esa capilla gótica extra-florida, ese espacioso chalet que resulta ser la aduana, ¡aquel oasis en el desierto pedregoso, con árboles reales cubiertos de hojas verdes que no son de zinc! Todo ello se exhibe muy pegadizo y flamante,—y vienen á la memoria los terremotos, las espantosas marejadas ciclónicas que azotan á las poblaciones y les impiden envejecer.—Luego, un islote fortificado vuelve á traer la nota trágica; los ojos se clavan en ese Morro fúnebre donde, esta vez, la defensa fué tan encarnizada como el ataque; allí unos y otros se batieron furiosamente. Después de rechazar la capitulación con los honores de la guerra, el coronel Bolognesi y casi todos sus jefes cayeron, muertos ó heridos—incluso el comandante Sáenz Peña que se granjeó allí, merecidamente, el rencor indeleble del vencedor.

Después de Arica, las aldeas peruanas despiertan escaso interés: la costa está lejana, á veces difícil de alcanzar con estas canoas chatas, en que los indígenas traen frutas á vender. Hombres y mujeres llevan el desairado sombrero oval, tal cual se encuentra en las pintadas figuras de otros siglos ... Después de Ilo y Mollendo,—donde embarcamos á una parisiense de Puno y un marsellés de La Paz,—Pisco despliega su ancha vega verdeciente. Por algunas escotaduras azuladas, se entreven los valles umbríos, plantados de cañaverales y viñedos—los que producen el aguardiente famoso en todo el litoral. Algunas casas blancas, campanarios, chimeneas de ingenios emergen de los follajes. Llegan mujeres en piraguas, como en los tiempos de la conquista; y con los mismos modales humildes y suaves que sus abuelas gastaban con los españoles,[79] nos brindan frutas de la región, bananas, paltas, tejas de cidra en confite, pasas de sabor exquisito—casi de balde. ¿Qué vale la fertilidad asombrosa del suelo, si está muerto el comercio, y, como ya en Lima, falta la salida que desarrolle la producción?

La navegación se torna ya cruelmente monótona; se vuelve apenas la cabeza para ver pasar las islas Chincha: tres gruesas rocas cubiertas de guano, á cuyo alrededor pululan los pelícanos y cuervos marinos, como para demostrar el origen animal, largo tiempo discutido, de ese abono, hoy casi agotado y substituído. La vida de á bordo gravita pesadamente sobre las frágiles relaciones de ayer; ya nadie se busca, ó muy poco: basta con encontrarse regularmente en la mesa y sobre cubierta. Con tanto rozarse, los cuerpos se han cargado con la misma electricidad y tienden á rechazarse mutuamente.

Como en el primer día, vuelvo á buscar la soledad disolvente y triste, en que el alma, según la deliciosa imagen de un drama indio—Çakuntalâ—que me persigue, «vuela hacia atrás, como el pendón del soldado que camina contra el viento». Dos días, un día aún ... Divisamos, por fin, al través de la niebla matinal, pintorescas aldeas encaramadas en la costa: Chorrillos, Miraflores, nombres antes risueños, hoy fúnebres; algunos fuertes se alzan en torno de una ancha bahía de agua lechosa; luego torres, campanarios, edificios apiñados: una gran ciudad entrevista por entre una selva de mástiles, en una dársena con circuito de piedra. Es el Callao ¡ya era tiempo! Al saltar en tierra, caigo en los brazos de García Mérou, y, unos minutos después, volamos hacia Lima.


[80]

IV

LIMA

Messine est une ville étrange et surannée ...

...Desde mi entrada en Lima, por la estación de Desamparados, viene zumbando en mi oído este verso de Banville (á quien por cierto no cultivo mucho), cuyos apareados adjetivos descoloridos y musicales, con no tener nada en sí de raro ni sorprendente, alcanzan en su feliz combinación no sé qué belleza indefinible, sugeridora de líneas y colores, de arquitecturas arabescas y soñadas—como ciertas páginas vagas de Quincey. Étrange et surannée ... Por algo será—por algo que no comprendo—que esa reminiscencia me persigue por todas las aceras de esta «Ciudad de los Reyes»; y daría cincuenta de mis frases menos deformes por haber sido el soldador original de esos dos epítetos. Se dice que tales hallazgos de estilo son inconscientes y fortuítos; pero acontece en esta lotería lo contrario que en la otra; á saber, que son casi siempre los hombres de talento los que sacan los números premiados. Étrange ... pero, basta ya, que veo asomar á un personaje de Molière.

Y no es, seguramente, porque Lima «le deba nada» á su[81] entrada. Después del triste Callao, las ocho millas del trayecto hasta la «desamparada» estación carecen de interés pintoresco. La inevitable niebla matutina funde los cultivos y las colinas en el mismo celaje gris. Se divisan por momentos los cerros de San Jerónimo y San Cristóbal, que dominan la ciudad: pero ¡hemos visto ya tantas montañas! El primer encuentro del Rimac, con su hilo de agua en el enorme lecho pedregoso, es un desencanto: trae el recuerdo del Mapocho, del Manzanares, de todos esos álveos famosos que parecen haber gastado sus ondas en alimentar su nombradía. Completa la semejanza un hermoso puente «romano», como el de Toledo y ese otro de Santiago, que los chilenos no han sabido conservar ... Se pasa delante de los pobres suburbios de Monserrate y La Palma; por poco se atraviesa el Matadero ... Positivamente el vestíbulo de Lima está destituído de prestigio. Es algo así como la entrada á una casa solariega por la caballeriza y la cocina. Después de apearse en el mejor hotel,—que merecería ocupar un puesto distinguido entre las ventas manchegas del Puerto Lápice,—el forastero echa á correr por estas plazas y calles estrechas, cuya apariencia entre colonial y morisca trae un primer encanto; cuyos nombres anticuados: Inquisición, Espaderos, Virreina, Judíos ... despiden desde luego no sé qué tufillo de poesía aviejadita, trascienden á sahumerio á la vez «perricholesco» y monacal.

Las capitales seculares que alcanzan originalidad son las que condensan los rasgos dispersos de su pueblo. Entonces, esos montones de piedras y ladrillos se impregnan de humanidad, hasta el grado de ser casi personas: y lo son para mí, simbólica á par que sociológicamente. París, en verdad, es un artista; Berlín, un soldado; Liverpool, un marino; Génova, un mercader. Y esto, sin calcular ó pesar al pronto la[82] importancia positiva del íntimo carácter: Génova, por ejemplo, tiene menos comercio que París.—Lima es la ciudad-mujer. (¡Oh! por favor: ¡reprimid esa sonrisa intempestiva!)—Es una mujer, en su porte exterior, en sus primores y achaques arquitectónicos, en su índole toda política y social, en su alma, por fin, ó sea en su historia entera, femenina y felina, infantil y cruel. Como tal hay que verla, para juzgarla con equidad. Las joyas y adornos, los afeites y colores vistosos, la excesiva coquetería ornamental, la pasión del lujo y la preocupación permanente de agradar y seducir: todo lo que nos parece ridículo y displicente en el hombre, se torna atrayente en una dama de alcurnia que ha nacido rica y vivido ajena á los problemas de la existencia material. Disculpad su vanidad pasada, su ligereza, sus imprudencias ¡es una mujer! Otras ciudades son fuertes, heroicas, grandes por el pensamiento ó la acción: Lima ha sido encantadora; era su función y su excelencia—hasta el rayo terrible que la fulminó. Escribamos de ella, entonces, sin rigorismo austero. Al levantar el velo de su dolorosa decadencia, no olvidemos que él envuelve á una herida: hablemos de la pobre viuda que fué reina, con reverencia, con ternura, con piedad ...

Todo aquí revela á la ciudad noble: fenómeno extraordinario y casi único en América. Mucho más aún que la rica y populosa Méjico, ha sido Lima la verdadera patricia criolla; y es bien evidente que de su emancipación arranca su decadencia. La era moderna, igualadora y constitucional, la ha deformado más que embellecido. Así en lo material como en lo político, se ha mostrado inhábil y torpe para ese «progreso» tangible que Montevideo y Valparaíso se asimilaban maravillosamente. Muy al contrario de Buenos Aires, que renacía en verdad con[83] la Independencia y comenzaba á dilatarse en la tabla rasa de su Pampa, indefinida como su ambición y su destino, barriendo desdeñosamente todo vestigio colonial: Lima ha vivido y permanecido como el injerto más floreciente del tronco indígena. La unión fecunda de Pizarro con la hermana de Atahualpa tiene el significado y la belleza de un símbolo: como el conquistador, Lima toda empalmó su nobleza histórica en la legendaria de los Incas. Hasta después de romper la aurora nueva, continuó soñando con su primacía. En el congreso de Tucumán, todavía, como solución del solemne problema futuro, ella era en realidad quien, inconsciente y mal despierta, balbucía el nombre incásico de no sé qué Huaina más ó menos Capac ... Á semejanza de su gloriosa metrópoli, había de encontrar en su grandeza antigua el primer obstáculo á su transformación; y como ella también, eternamente fluctuante entre sus tradiciones seculares y las exigencias de los tiempos nuevos, había de caminar adelante con la mirada hacia atrás por la pendiente sembrada de precipicios.

Según lo que era de esperarse, estos caracteres profundos brotan exteriormente en la forma y disposición de los edificios privados y públicos; del propio modo que la naturaleza salina de un asiento terrestre asoma por defuera en visible eflorescencia. La estructura material de una ciudad es la cristalización de sus costumbres; y así la arquitectura viene á ser el comentario perpetuo de las evoluciones sociales que constituyen, con sus capas sucesivas, la masa histórica nacional. Que el Perú, mucho más que la Argentina y el mismo Chile, resistió cuanto pudo la intrusión del espíritu moderno, bastarían á demostrarlo—sin acudir á los datos confirmativos de cien documentos escritos—el desarrollo precario ó nulo de las instituciones exóticas que implantaron en Lima el esfuerzo[84] administrativo ó el mero prurito de imitación. Y no me refiero, por cierto, á muchas ciudades importantes del interior, como Cajamarca ó el Cuzco, donde se vive en pleno «indigenado», sino únicamente á la capital que puede, además, considerarse como una gran población litoral.

Es inútil decir que, poseyendo en abundancia oro y plata, guano y nitrato, no podían faltarle los iniciadores del progreso moderno: los Meiggs y Dreyfus, los Grace y sus «compañías» tenían que acudir, numerosos y voraces como los lobos marinos en la bahía del Callao. De ahí, los ferrocarriles en despeñadero, los vapores subvencionados, los sindicatos mineros, fabriles, agrícolas; de ahí también, los empréstitos usurarios y, como consecuencia, los pocos pero muy costosos edificios de utilidad ú ornato que disuenan en la histórica ciudad. Estas muestras de flamante civilización han quedado sin digerirse, como cuerpos extraños en el organismo colonial. Las calles de asfalto y macadam vuelven á su estado primitivo por falta de compostura; la higiene urbana queda como antes confiada en gran parte á los gallinazos ó zopilotes; el peregrino va en tranvía vacío al palacio y magníficos jardines de la «Exposición», donde ha de encontrar á cuatro forasteros. La imponente Penitenciaría, construída por un paisano de Meiggs—naturalmente—sobre el modelo de la de Filadelfia, está administrada á usanza de los antiguos presidios. Hay un admirable monumento al «Dos de Mayo», cuyo grupo inferior—creo que de Carrier-Belleuse—es probablemente la obra escultórica más bella de la América española: lo han relegado á una plaza lejana donde nadie lo ve ...

Es porque todo ello, lo repito—y multiplicaríanse los ejemplos indefinidamente—representa un conjunto de elementos[85] adventicios y pegadizos que el pueblo no pedía antes ni aprovecha después. Lejos de embellecer á Lima, estas nuevas importaciones le quitan algo de su armonía. Hasta la animada cuadra de Mercaderes, con su fila de tiendas pseudo parisienses, sería una disonancia chillona, si sus inevitables «Villes de Paris» no se hallaran incrustadas entre rejas y balcones del buen tiempo. La verdadera Lima, la auténtica y genuína que queremos mirar y admirar, es la de las cincuenta iglesias, conventos y beaterios; la de los viejos caserones esculpidos, con sus rejas voladas y sus labrados balcones de vidrieras y celosías; la de las recobas y portales con su vaivén de tapadas, y sus grupos de cesantes que evocan recuerdos de licenciados famélicos y covachuelistas del virreinato; la de la Plaza de Toros y la Alameda de Acho, donde, al caer de la tarde, los árboles sombríos parecen esperar aún á las parejas enamoradas; la del «Paseo de Aguas» y de la Perricholi, cuyos descendientes vagan alrededor de los escombros señoriales sin sospechar su gloria de opereta; la Lima, por fin, de la historia y la leyenda, de las «tradiciones» que no sean gacetillas, de la poesía que no haya sido diluída en verso asonantado ni en novela por entregas.

Todo la evoca ante la imaginación, todo la vuelve presente y resucita tangible por sugestión omnipotente. Los edificios en otra parte más prosáicos, los que pudiéramos llamar «vulgares por destino»—como se dice de ciertos inmuebles por ficción legal,—se ostentan aquí ennoblecidos de historia ó iluminados de tradición. El actual Palacio de gobierno era la casa de Pizarro: allí fué asesinado el rudo y atroz conquistador, procurando besar antes de morir la cruz pintada con su propia sangre en el pavimento;—y salieron los asesinos de esta casa que tenéis á la espalda, en el portal de Bodegones y[86] Botoneros. La Cámara de diputados es el antiguo claustro universitario de San Marcos, de cuyas aulas pedantescas se volaban anualmente bandadas de bachilleres y licenciados, llevando en el pico, en vez de gajo verdeciente, una astilla de enjuta escolástica. El recinto del Senado, en la plaza de la Inquisición, es la propia sala de consultas del Santo Oficio, que funcionó en Lima mucho tiempo después de no ser en España sino un recuerdo aterrador: el magnífico artesonado de nogal, maravillosamente tallado, fué regalo del Consejo central á su sucursal indiana más meritoria. Otra página sombría—moderna, esta vez—en el mismo vestíbulo: el ex-presidente Pardo—el hombre superior de su generación—entonces presidente del Senado, pasaba delante del piquete que le presentaba las armas; de repente, el sargento le descargó su fusil en la espalda: cayó mortalmente herido, en una losa del patio que se señala siempre ... Muchas iglesias son de gran riqueza y estilo, como las de San Pedro, de San Francisco, de Santo Domingo con sus airosas torres y fachada romano-moriscas y su claustro más opulento aún. Y cada monumento, además de ser bello, enseña en la perspectiva del pasado su noble vetustez, como por entre una larga avenida de recuerdos. La catedral famosa, con sus tres naves inmensas y sus altas bóvedas ojivales, ostenta un tesoro material en su altar mayor, y un tesoro artístico, mucho más raro y valioso, en su vasto coro capitular de innumerables asientos tallados en cedro, con su figura de alto relieve esculpida en cada respaldo monumental.

Después de recorrer su riqueza ostensible y, si tenéis en ello interés, examinar sus relicarios, no abandonéis aún la ornamentada basílica: en una cripta de piedra, debajo del altar mayor, os mostrarán, en su féretro de cristal, el esqueleto momificado de Pizarro, con la puñalada aún visible que le rompió[87] la clavícula derecha. Este espectáculo os deja pensativo: deseáis, queréis estar seguros de su autenticidad—á pesar de no haber sido demostrada oficialmente sino por arqueólogos de Ateneo—y, por un momento, la imaginación reviste de carne esa máscara agestada y chata para devolverle el duro perfil del conquistador. ¡Qué sueño espléndido, rutilante de oro y sangre, fué su destino! Pero ¿quién sabe si lo sintió y midió como nosotros, y si no es nuestra fantasía más bella que la realidad?—Lo que no era ilusión, en todo caso, era el temple de esas almas de acero en sus cuerpos de bronce. Pizarro, después de todo, ha sido aún más valiente que cruel, más ávido de batallas que de suplicios;—y el poeta historiador que él no ha tenido hasta ahora, vacilará tal vez en decidir si la púrpura que envuelve al imperial aventurero es la del verdugo ó la del triunfador ...

Aunque nuestra moderna «economía política» nos permitiera invertir sumas tan cuantiosas y existencias enteras de artistas en tales obras arquitectónicas ¿cómo podrían jamás rivalizar nuestras fábricas advenedizas y flamantes con esos testimonios solemnes de la historia secular? Es conveniente, es necesario desdeñar la nobleza y los pergaminos; y digo que es necesario, porque, á no ser así, habría fuera de Lima y en todo este mundo nuevo, demasiada gente mal entretenida en perseguir un intangible ideal ...

¡La devoción, la codicia, el amor! Ha subsistido durante dos siglos y más, á orillas del Rimac, á tres mil leguas de la madre patria, una pequeña España criolla, semejante á la originaria bajo las tres faces características de su idiosincrasia. Pero era esta una colonia tropical, es decir una reproducción allegadiza, un injerto exuberante que abría sus flores bajo un[88] cielo sin lluvias ni escarchas, y extraía la savia vital, no del mismo suelo nutricio, sino del tronco indígena á que la conquista lo adhirió. Por eso degeneró la fibra primitiva; y faltó á la hija indiana de los reyes el rasgo profundo y persistente del patriotismo vivaz, que completa y explica á la España caballeresca. Más que una Toledo ó una Burgos semicastellana, fué Lima una Granada mitad incásica, como la otra quedara mitad morisca, á pesar de las conversiones y los destierros. Y en sus feudos, más ricos y sumisos que los de Castilla y la misma Andalucía, la trasplantada aristocracia levantó iglesias opulentas, palacios y casas solariegas, derramó pródigamente el oro y la plata de sus minas repletas, resucitó en la tierra de los virreyes la vida de lances y torneos, de procesiones y amores, de corridas de toros y autos de fe que caracterizan á la España de la dinastía austriaca. Fué aquello la fiesta secular del virreinato—con breves intermedios de sublevación indígena que completaban la ilusión de la reconquista morisca. Las generaciones de siervos quedaban tendidas en las selvas y las minas, á guisa de espesa capa del humano mantillo que era necesario para que la Lima aristocrática y voluptuosa pudiera deslumbrar y florecer. Al lado de la nobleza de la sangre, surgía otra nobleza del oro, más fastuosa que la otra: una veta nueva pagaba la flamante ejecutoria. Á pesar de las precauciones y distinciones recelosas, en el misterioso crisol de la raza se mezclaban y fundían elementos heterogéneos: al modo que la ambición de los primeros conquistadores había creado una nobleza mestiza, más tarde los amores de los virreyes y magnates dejaban una aristocracia criolla, y tal cual chola picaresca hacía cepa de marqueses ...

Todo ello á la distancia, iluminado por la leyenda y la fantasía, forma un conjunto deslumbrador: tan fascinante y seductivo[89] que al artista enamorado de lo bello casi le falta valor para hundir su mirada en las miserias y ruinas futuras que se encubrían debajo de aquellos esplendores; tan colorido y real para la imaginación, que el cuadro primitivo persiste aún después de tamaños trastornos y descalabros. Al pasar delante de esas mansiones señoriales de patios inmensos, de balcones calados como encajes, de grandes escaleras esculpidas, se espera vagamente ver salir á la marquesa de Guadalcázar ó á la condesa de Chinchón—la de la cascarilla—en sus largos vestidos de terciopelo henchidos por el guardainfante bajo la basquiña recamada de seda y oro. Al penetrar en el maravilloso palacio de Torre-Tagle, cuya fachada primorosamente labrada con sus dobles balcones, cerrados y tallados como cofres orientales ó cristianos relicarios, sugiere la idea de un santuario que fuera también un harén,—se busca en el poyo de piedra del espacioso portal á los lacayos de librea que os anunciarán á Su Excelencia. Por la mañana, ó más bien al caer de la tarde, en los antiguos barrios silenciosos «de la gente», todo conspira á preservar vuestra ilusión. De las calafateadas ventanas bajas, con su reja volada que permite ver sin ser visto, se escapa un cuchicheo femenino; una forma esbelta, rebozada en la manta negra, sale de un zaguán vecino; no habéis entrevisto sino algunos rizos de azabache sobre una frente de nieve, y el rápido espejeo de una mirada juvenil: basta para que la aparición furtiva traiga reminiscencias de citas amorosas, en esa alameda sombría á orillas del Rimac, ó en el atrio profundo y más discreto aún de una iglesia ... Pero ¿qué mucho? si en cualquier esquina, la realidad palpitante y viva se alza para solidificar vuestra ilusión.—Pasaba cierta noche con un amigo limeño por el Estanque de Aguas que el virrey Amat hizo construir, para que su Perrichola tuviera ese juguete de Semíramis[90] debajo de sus ventanas; mi compañero me enseñaba la casa misma de la favorita, el teatro de esa pasión senil que fué un verdadero hechizamiento. Yo evocaba en el silencio la extraña figura de esa comedianta criolla que la parodia no ha podido vulgarizar y que el agudo buril de Mérimée adivinara mucho mejor que el esfumino de los «tradicionalistas» de oficio. De la esquina misma una sombra se destacó, y mi cicerone, tocándome el codo murmuró: «Es Amat, el bisnieto de la Perrichola ...»

¡Sueño resplandeciente y embriagador! Así vivió, divertida y soñolienta la población coqueta, mientras sus millares de esclavos traían á sus piés las riquezas al parecer inagotables de sus montañas. Pasaban los años; se desmoronaban los vetustos edificios coloniales, y ella creía que bastaba cambiar el escudo de su palacio y reemplazar con un gorro frigio su corona ducal. En tanto que en torno suyo todo se transformaba y renacía; que los duros hijos del trabajo echaban ya, al pasar por su lado, una mirada insolente á la sultana mecida en su hamaca, ella se encogía de hombros y seguía durmiendo al rumor del festín. Con su indiferencia de patricia, había dejado que se mezclasen y cruzasen en sus haciendas y montañas todas las razas inferiores, produciendo variedades más inferiores aún; los negros africanos después de los indígenas, los chinos asiáticos por sobre los zambos, mulatos, mestizos prietos y claros, cuarterones y «sacalaguas» de todo matiz. Y, después de reir y cantar, de deslizar su vida entre fiestas y siestas,—en una hora fatal sintió llamar rudamente á la puerta de su palacio: era el chileno, sobrio y audaz, enérgico y aguerrido, escapado, como ella decía con desprecio, «de ese antiguo presidio del sur»—¡era el chileno que buscaba una presa! Y Lima entonces no encontró para oponerle sino la multitud bastardeada[91] de su imbele servidumbre; y como en los días antiguos de Cajamarca y Túmbez, las tropas peruanas se rindieron al conquistador.

II

En los vaivenes de la fortuna que constituyen su historia, casi todas las naciones han conocido las humillaciones de la derrota y los destrozos de la invasión. Casi todas también han reaccionado y, después de un desfallecimiento pasajero, han podido recobrar la fuerza y la salud. La pérdida de una provincia es una amputación; pero las naciones se asemejan á esos organismos de vida descentralizada y difusa que reconstruyen á la larga su miembro perdido. Cuando un pueblo languidece para siempre después de tal mutilación, es porque se hallaba de antemano herido en las mismas fuentes de la vida. Creo haber mostrado anteriormente las causas generales de la decadencia peruana. La catástrofe de la guerra chilena ha descubierto el mal latente y precipitado su crisis—pero no lo ha creado. Así como la posesión de Tarapacá no ha producido la prosperidad de Chile, su sola pérdida no podía acarrear la ruina irrevocable del Perú. Desearía muy de veras que esta revelación implacable del mal contribuyese á despertar de su letargo á un pueblo que no se puede conocer sin cobrarle simpatía; y por eso me atrevo á mostrarle á las claras el desarrollo creciente de su decadencia.

Esa decadencia es por todas partes y bajo cualquier aspecto, perceptible, patente,—temo que irremediable. No arranca la gravedad del mal de los territorios perdidos, de Chorrillos y Miraflores arruinados, de la marina y el ejército poco menos[92] que aniquilados—ni siquiera del erario indigente, de las industrias paralizadas y de las fortunas particulares desvanecidas ó apocadas. La causa primera es más profunda. Los accidentes terciarios y ya constitucionales de la infección nacen en lo más hondo del organismo. El tejido celular de una nación, es el mismo pueblo; pues bien, este tejido esencial es el que está envejecido y enfermo en el Perú. ¿Dónde encontrar, entonces, el punto de apoyo para una reacción salvadora y radical, capaz de devolver al organismo postrado la elasticidad y el vigor de la juventud?

Los síntomas superficiales son meras indicaciones concurrentes para guiar al observador; todos ellos conducen y convergen á esta pregunta capital: ¿por qué? Después de doce años, la respuesta unánime de los peruanos es siempre la misma: la guerra chilena. ¡Oh! sin duda, la invasión ha revestido un carácter despiadado y feroz, tanto que en algunos casos rayó en ridícula, con ser tan rencorosa y mezquina. Lo he dicho ya y lo repetiré á su tiempo: el término de la campaña no ha honrado al vencedor. Pero con todo, después del saqueo y de la mutilación, el Perú disminuído ha quedado más rico, acaso más poblado que Chile después de sus provechosas anexiones. Examinad de paso ese marasmo persistente de una nación entera, en sus manifestaciones más palpables y elocuentes, y decid, con la imparcialidad del testigo antes simpático que adverso, si la respuesta del pueblo peruano es atendible y si puede señalarse la invasión chilena como la causa de la ruina general.

El aspecto todo de la vida limeña revela la pobreza ó la estrechez. El único medio circulante es esa gruesa moneda de plata, cuyo martilleo retumba en el mostrador de cada tienda ó almacén, como hace veinte años en Tucumán ó Salta. Las[93] principales casas importadoras se sostienen escasamente; en cambio prosperan los «empeños», y es el primero de todos una «joyería» dirigida por un judío alemán, gran comprador de muebles y alhajas, vestigios de la pasada prosperidad. Las liquidaciones caseras, día á día, son incesantes: por todas partes os ofrecen cofres labrados, huacos, cuadros, aderezos, vestidos. Para una capital de 130.000 habitantes, hay dos ó tres fondas de tercer orden, amuebladas y servidas á la criolla. El único tranvía urbano lucha por la vida. En una estadística reciente, veo que el número anual de telegramas transmitidos por todas las oficinas de Lima—incluyendo la de Palacio—es de 8163, que ha producido poco más de 5000 soles. No hay teatros. He ido á la Plaza de Toros—inmensa, pintoresca, con sus capeadores criollos á caballo:—habría mil personas en los «tendidos» más baratos, entrando en cuenta un batallón de línea con bayoneta calada. Los portales y recobas de la Plaza Mayor hormiguean de día con un ejército de «cesantes», vulgo ociosos, como en la Puerta del Sol—pero sudando la pobreza, con levitas negras que espejean como charol, sombreros atornasolados y fisonomías de escribanos y alguaciles. De noche suelen tocar en dicha plaza dos ó tres bandas de música, juntas ó alternando: la «sociedad» no concurre, y el bajo pueblo, humilde y dócil, se sienta en la inmensa gradería de la catedral, que llena la mitad de la cuadra. (¿Cómo no recordar los bancos de mármol que allí faltan y adornan innoblemente la plaza de Santiago?) La Exposición, con sus jardines y sus salas de artes y antigüedades, es un paseo espléndido pero desierto. Allí he admirado huacos de trabajo finísimo, jarrones y ánforas dignos de la civilización asiria ó etrusca; las telas de Merino y de Montero sorprenden al que conoce las producciones pictóricas de Chile y la Argentina.[94] (El cuadro famoso de los Funerales de Atahualpa carece de vida en su conjunto: la actitud teatral y congelada de los personajes recuerda una caída de telón de ópera, un final de tercer acto después del tutti infalible; los detalles son excelentes como carácter y dibujo; Pizarro algo convencional, pero el Inca es admirable de verdad; algunos monjes asumen una realidad sorprendente, y el colorido es rico y armónico.) Los parques y macizos de flores, llenos de plantas tropicales, están abandonados. He ido dos veces; no había diez personas, incluyendo á nuestra comitiva de cinco ó seis. La magnífica catedral está cerrada: el techo se viene abajo y faltan los fondos necesarios á su reparación. La vida social es casi nula; las famílias no salen sino á misa; los hombres hacen visitas los domingos, después de almorzar, como mujeres. Salvo excepciones, una visita nocturna, de improviso, sería casi una impertinencia: las señoras elegantes tendrían que arreglarse á escape, encender las lámparas: un zafarrancho general. Algunos amueblados son lujosos, todavía; pero las casas más ricas permanecen cerradas; las gentes de fortuna están viajando por Europa ó los Estados Unidos: en el grupo patricio hay un furor enfermizo de expatriación.

¿De qué proviene esta decadencia general? De la guerra, se os contesta. Pero la guerra no ha quitado definitivamente al Perú sino las salitreras de Tarapacá, que no representaban, lo mismo que ahora, sino la plétora perniciosa y malsana para el fisco nacional: es decir, los medios de fomentar la corrupción política en sus peores formas. Con ó sin estancos salitreros, hubiérase producido el empobrecimiento de las minas mal explotadas, el envilecimiento de los productos agrícolas confiados á la elaboración indígena ó china, á la dirección mercenaria. ¿Cómo admitir que el país entero se[95] confundiese con la administración, no siendo rico sino por la riqueza fiscal y quedando pobre con la pobreza de aquélla?

La importación total durante el año de 1891 ha sido de 15 millones de soles, y la exportación de 12 millones: la diferencia se salda con liquidaciones, ventas, hipotecas usurarias. El presupuesto de la administración alcanza á 7 millones de soles, merced á un sistema de impuestos agobiador para las escasas fuerzas del país: supera la mitad de la exportación nacional. Hace poco menos de veinte años que, por vía de empréstitos, acciones y empeños, los gobiernos sucesivos han enajenado las fuentes de recursos más valiosas del Perú. Los mismos pastores han abierto la puerta del redil á los lobos de afuera. Algunos gobernantes han recogido, en esas pobres cajas semi vacías, fortunas escandalosas. En la actualidad, la suerte del Perú está fluctuando entre el ex-dictador Piérola, que entregó á Lima y enriqueció á Dreyfus, y el general Cáceres que perdió la última batalla y cedió á Grace los ferrocarriles y las minas del Cerro de Pasco. Este candidato es impopular en Lima y tiene en contra suya al Congreso; pero será elegido porque no existen en el Perú ni partidos organizados, ni elecciones, ni convenciones, ni cosa alguna que se parezca á vida política: nada que no sea la vegetabilidad inconsciente é inerte de las grandes postraciones.

Si después de daros cuenta de lo que es la actividad externa y social, queréis penetrar en la intelectual os encontráis con la estagnación ó el retroceso. La prensa está desarmada, más que por la mordaza administrativa, por su propia insignificancia ó pusilanimidad. Hay hasta dos diarios que no carecen de cultura y buena intención: lo que se busca vanamente en sus columnas castizas, es el acento convencido, la protesta dolorosa é indignada del patriotismo. Por[96] lo demás, pocos los leen y nadie los escucha. Actualmente tiene descolgada la popularidad uno de esos pasquines virulentos y groseros que, para nosotros, parecerían contemporáneos del padre Castañeda. Ha hecho brotar una familia de «satíricos», cuya necedad sólo está superada por su pedantería. La cuarteta es la forma habitual de la discusión, siendo su fondo el retruécano sobre el apellido, la alusiones indecentes á los actos privados, á la mujer, á la familia del que se ataca hoy—y es el mismo á quien se abrazaba ayer y se adulará mañana. En todas partes los versos pululan, de toda laya y complexión. Hombres más que maduros, que han aspirado á estadistas, consumen los seis días de la semana en este oficio de remendón. Habiendo envejecido sin sospechar nada de la evolución moderna se sorprenden cuando, improvisados diplomáticos de sonsonete, pasan por nuestras traviesas ciudades del Plata, dejando un reguero de ridículo.

El pensamiento anémico de un pueblo entero acaba de extenuarse bajo ese régimen de verdadero parasitismo pedicular. Ahora bien, como remedio á los males presentes y á las catástrofes futuras; como Sursum corda generoso y varonil, enfrente de este descenso gradual de los espíritus y las conciencias, los «pensadores» no preconizan el trabajo material, la iniciación civilizadora, el deletreo paciente de la ciencia y la filosofía modernas; sino la redondilla y la décima, en español castizo.—Cuéntase que los bizantinos seguían discutiendo una regla gramatical, en tanto que los turcos batían sus murallas; pero no dice la historia que continuarán su tarea de eunucos después del saqueo y la rendición ... En Lima se siente ahora como una recrudescencia de la palabrería pedantesca y vacía. Funciona solemnemente una «Academia de la lengua», sucursal de la que elabora en Madrid[97] tan exquisito diccionario. Para procrear una obra inspirada, para dar al fin con la originalidad y la vida, estos «excelentísimos» se cuelgan del pescuezo un abalorio y, puestos en cuclillas, formando rueda, teniendo cada cual en la mano su diploma de la academia matriz ¡se calientan al reflejo de una luna menguante! El achaque es epidémico y crónico. El mismo gobierno—el ministro del ramo es académico—que no pudo mandar á Chicago una sola muestra de las riquezas históricas y naturales del Perú, ha costeado en Madrid, durante el concilio de la «Lengua», á su correspondiente y distinguido defensor. Los resultados no pueden ser más tangibles; el representante los comunica alborozado: «Después de una descomunal batalla acerca del adjetivo de inca, quedaron fuera de combate, incásico, incano é inqueño, declarándose por quienes lo saben bien, que incáico es el derivado legítimo de los soberanos del Cuzco y el único que, como tal, debe ceñir la Mascaipacha y empuñar el Tupaccurí gramatical. ¡Victoria completa!»—Pobres victorias peruanas! Entretanto, la enseñanza primaria y profesional, las escuelas y colegios retroceden á un estado rudimentario y verdaderamente incáico ...

Todos esos rasgos son exteriores y parciales: podría en cierto modo dudarse de que sean plenamente significativos y sintomáticos de un estado general. Pero hay aquí, en mi sentir, dos estigmas profundos que anuncian ó caracterizan la degeneración orgánica. Es el primero el acceso libre y próspero de una raza inferior que, gradualmente, se infiltra en el elemento nacional, aunque sea el más bajo y débil, para debilitarlo más y rebajarlo aún. El segundo es la marcada superioridad de la mujer sobre su compañero social: manifestación que parece también un signo de atavismo regresivo[98] propio de las razas envejecidas. No necesito decir que si, como materia de observación, ambos rasgos son interesantes y dignos de estudio, distan mucho de ser igualmente atrayentes.

Después de la bastardía étnica, debida á la antigua mezcla indígena y africana, el Perú está sufriendo ahora la del contacto asiático; y ello, en un grado de intensidad que no admite comparación con el de otras regiones invadidas. La colonia china de San Francisco, acaso más numerosa y rica que la de Lima, no es ni será nunca un elemento asimilado, ó sea un peligro nacional. La China town es el Ghetto de estos modernos judíos, que han sido tolerados como instrumentos de cierto tráfico ó del trabajo vil. Á mas de que su residencia en California se hace cada vez más precaria, no creo que haya ejemplo de una unión contraída ni de un real compañerismo entre «celestes» y terrestres. Permanecen allí como ilotas ó parias, aislados y rencorosos.—En el Perú, los he visto risueños, contentos, cariñosos como buenos perros domésticos. En las faenas del campo y de la ciudad, se mezclan y confunden casi con los «cholos» de cualquier matiz, hasta que logran desalojarles sin ruido de los oficios provechosos. Insensiblemente, van invadiendo como una lepra los departamentos del litoral y hasta del interior. No inspiran repugnancia á las criollas, ni ellos la tienen en absoluto por las costumbres indígenas. Después de algunos años se cortan la trenza,—la inmunda cola de lagarto que trae reminiscencias de soga y látigo,—se hacen kiu ó renegados, sin tornarse abominables para los recién llegados. Muchos son católicos, visten á la chola, se casan con mestizas y procrean abundantemente una nueva variedad de peruanos que me han parecido—¡cosa terrible!—más agraciados é inteligentes que los nativos de su condición. Son buenos padres, excelentes maridos, laboriosos, económicos—y[99] sus mujeres viven felices. Ante esta adaptación perfecta, me siento inclinado á creer que han dado con hermanos de raza, y me aproximo á la teoría etnográfica que atribuye á una emigración asiática el poblamiento de esta vertiente del continente americano. Así se explicaría lo de ahora y lo de antes, y lo de más allá. En todo caso, esta fácil amalgamación es profunda y tristemente significativa. Para que pueda realizarse y ser fecunda esta nueva hibridación asiática, es necesario que las anteriores hayan rebajado la raza indígena casi á su nivel. Ahora bien, fuera de su destreza simiesca que sólo justificaría su colaboración provisional en los países nuevos, el elemento chino representa la parálisis evolutiva, la muerte de todo progreso, el opio difundido en el organismo nacional.—Y ante todo, es un tipo deforme y feo, no relativa sino absolutamente ¡la efigie divina se ha borrado de su máscara bestial!

He visitado dos veces el barrio chino de Lima; y acaso, después de conocer su colonia de San Francisco con sus teatros y bazares, vuelva sobre este tema curioso y pintoresco. Aquí sus tiendas especiales y puestos de comestibles ocupan un barrio entero, al rededor del mercado, de donde casi han desterrado á los indígenas. Se les ve agitarse y voltear sin ruido, en sus mesas de legumbres, carne, frutas,—ágiles é infatigables como mujeres que no supieran chillar y alborotar.

Sentados en sus tabernas, delante de sus tazones hondos, manejando con movimientos de ardilla sus palillos, como quien hace punto de media, engullen rápidamente, envueltas en azafrán, comidas conocidas—cordero, pollo, arroz—que me parecen nuevas, cosas limpias que me parecen inmundas. Con sus muecas involuntarias en la palidez de cera vieja de sus mascarones achatados y lisos, con sus divertidos ojillos porcinos de «hombre que ríe» y sus dedillos flacos y exangües de[100] monos enfermos, parécenme caricaturales y grotescos, y hallo no sé qué de repugnante y obscenamente senil en su parodia eterna de nuestra humanidad. Por los callejones estrechos de sus refugios, en las guaridas obscuras donde se apiñan en anaqueles de tabla, un olor acre de opio y miasma os toma la garganta, y es necesario fumar todo el tiempo para precaverse de la náusea. Hay cuartos de juego donde mueven como prestidigitadores naipes grasientos y dóminos enormes, apuntando con puñados de judías; talleres liliputienses de remendones, sastres, costureros y planchadores de ropa,—rincones más inmundos aún. Las cocinas apestan; las tostaduras de maní levantan el estómago. Existe una gran piscina sombría para el baño común; y no sé por qué este último detalle es más nauseabundo que los demás: me figuro esos cuerpos obesos y pelados de batracios chapoteando en el agua turbia ... Y en los pasadizos resbalosos y húmedos, cuyo vapor semeja tufo visible, es un hormigueo de cosas y seres melosos, pegajosos, horriblemente olorosos, que me traen el recuerdo de esos montones de cucarachas tucumanas que hierven atascadas en un tarro de arrope ... Por fin, hay los dormitorios de opio—y esto es lúgubre. Sobre catres de tabla, la cabeza contra la pared descansando en una tijera de palo, bajo el papel rosado con sus tres signos negros que encierran una fórmula propiciatoria—de dos en dos, en una promiscuidad que hace más repelente sus formas hermafroditas: están fumando sus largas pipas de madera encima de la lamparita llena de aceite de maní, que clava una estrella rojiza en las tinieblas ambientes. Según el estadio de la embriaguez, varían las actitudes, más ó menos embrutecidas. El que comienza, sentado, aspira febrilmente el veneno por el tubo recto y activa la combustión de la resina negra; el humo acre se escapa en espiral blanquecina; otro, ya vencido á medias,[101] despide bocanadas intermitentes, los ojos extraviados, una vaga sonrisa idiota en los labios blancos, la mano vacilante; por fin, hay los que han caído intoxicados, inertes, con la faz exangüe y cadavérica, los ojos vidriosos de la muerte, levantadas las costillas por un vago jadeo de éxtasis que parece una agonía. Un silencio de sepulcro:—y contemplo horrorizado ese columbario de bultos humanos, sintiendo mi alma agobiada bajo un terror desconocido—con el estremecimiento de la duda y del misterio. ¿Quién sabe si no hay cierta grandeza oculta en ese voluntario embrutecimiento, cierto melancólico desdén de la vida en esa obstinada prosecución del aniquilamiento? ¿Qué largo sufrimiento de la raza envejecida habrá transmitido á las generaciones la desesperación hereditaria é incurable, hasta el grado de sustituir al natural afán de la existencia el tétrico deseo del no ser?—Acaso, por sobre las repugnancias de la forma y las sordideces del medio material, no sea este desprecio de la realidad humana, esta sed inextinguible del ensueño, más que un inmundo remedo del gran desprendimiento terrenal en que se aletargó nuestra Edad Media: ¡Beati mortui quia quiescunt!...

Como carácter peculiar del grupo social peruano, he mencionado ese rasgo curioso y significativo de la superioridad innegable de la mujer. Este hecho se manifiesta, al contrario del anterior, en la capa aristocrática del pueblo limeño. Todos los viajeros han celebrado la belleza y la gracia de estas hijas del trópico; el brillo diamantino de sus ojos negros; la frescura claustral ó la mórbida palidez de estas flores delicadas, criadas en la sombra aunque nacidas al sol, y que prefieren al aire libre la media luz crepuscular de la iglesia y del salón. En su negro tocado tradicional, que tiene el atractivo supremo del[102] adivinado misterio y del contorno entrevisto, pasan esbeltas y ligeras, batiendo el mármol de los atrios con su trotecito de pájaro, ó huyendo, al caer de la noche, por la acera callada, con un roce y vago aleteo de aparición.... No se ha celebrado bastante su fina elegancia intelectual, la maravillosa fluidez de su dicción cantante, su perpétua adivinación de lo que no pueden saber, la encantadora pedantería de su discreteo de «preciosas» nunca ridículas. Basta una sola de estas hechiceras para animar una tertulia de diez hombres, como basta un ruiseñor para un jardín. Hasta creo que ellas mismas lo prefieren así: devuelven el chiste, el epígrama, con una presteza y una soltura admirables. La palabra se escapa, como el volante de una raqueta, describe en el aire una curva graciosa y cae en el blanco sin vacilar. Se expresan con una corrección, una propiedad pasmosas; se deslizan por entre las asperezas de la «analogía», como la bolilla de marfil entre las púas de un billar inglés. Triunfan, decididamente, en la sintaxis; pero sin rigidez ni esfuerzo alguno. Son las hadas de la gramática. Algunas han leído librotes para extraer de esos mamotretos un átomo de miel que Vadius quisiera recoger en sus labios:

Ah! pour l’amour du grec souffrez qu’on vous embrasse!...

Positivamente, son instruídas, letradas—y me ha parecido ver, en la punta de algunos dedos de rosa, una manchita de tinta. Han nacido epistolarias; y en esas cartitas satinadas que van y vienen entre Lima, Santiago y Buenos Aires, no sospecharíais que se agita el equilibrio sudamericano, como paréntesis á una consulta sobre la supresión del flequillo ó la vuelta del traje imperio ... ¡Os digo que son únicas! Y, con todo eso, altivas, enérgicas, conscientes de lo que en los días luctuosos[103] debía hacerse y no se hizo; soberbiamente vengativas por las heridas nunca cicatrizadas de su orgullo patrio y la ruina de su grandeza nacional. Todo esto lo saben los pobres vencidos de ayer: lo confiesan y reconocen con una ingenuidad que reemplaza todas las demostraciones ...

Y después de pasar quince días al lado de estos seres exquisitos y complicados, me embarcaré con el vago pesar de no haber encontrado el talismán que volviera á este país la prosperidad perdida, á sus hijos la energía reparadora y el esfuerzo viril—sin quitar á sus hijas la gracia soberana, en ellas inseparable de la suprema distinción.

Pero algo más buscaré y por muchos días aún, tendida la mirada hacia la costa peruana—algo que ya no encontraré sin duda en el largo viaje de destierro y soledad: la casa amiga, llena de gorjeos infantiles, cuya atmósfera tibia tuvo para mí la dulzura de un hogar; la cordialidad sincera de una mesa argentina, el contacto de cada día, de cada hora, con un espíritu de mi familia; la imanación refrescante del talento juvenil, la hospitalidad practicada como un parentesco—los brazos abiertos de García Mérou.


[104]

V

DE LIMA Á COLÓN

GUAYAQUIL.—PANAMÁ

Después de una quincena de gratísima estancia,—velada acaso por la impresión de conjunto que me ha sido penoso formular,—tengo que arrancarme de Lima, la muy noble y hechicera, que desprende el encanto melancólico de la grandeza venida á menos. Presiento que tan sólo ahora comienza para mí el verdadero y rudo viajar, es decir, el extrañamiento, la soledad moral sin el paréntesis de las arribadas á casas amigas: lo que en estrategia se llama «la pérdida del contacto». ¡Oh! ¡qué dura ha de ser esa larga abstinencia de charla familiar, el eterno soliloquio del espíritu replegado sobre sí mismo! Nunca más cierto que en la peregrinación el Væ soli! de la Biblia: ¡Ay del solo! que cuando cayere, no tendrá quien le levante ...

Hasta Lima había llegado, adelgazándose más y más al estirarse, el hilo invisible que me ata á Buenos Aires: no sólo encontraba donde quiera, en Chile y el Perú, una propagación de afectos ó relaciones fáciles, sino que comprobaba personalmente[105] la irradiación directa de la tierra adoptiva. El hilo está roto. ¿Qué individualidad puedo yo esperar, allí donde la Argentina parece mucho más desconocida y distante que en París ó Londres? Tengo de ello una percepción inmediata, desde que piso la cubierta del vapor Imperial, que me lleva á Panamá. Once more upon the waters! Pero esta vez, Childe Harold encanecido y sin lirismo, me siento desorientado, aislado de veras, separado de mis cien compañeros de cautiverio, menos aún por la falta de trato anterior que por la ausencia de posible afinidad futura.

Desde que dejo de agitar el pañuelo hacia el grupo cariñoso que se queda en el Callao, la brusca invasión del aislamiento cae en mi alma como un gran silencio repentino; y en un ensayo de reacción infantil, me pongo á leer dos ó tres pobres cartitas de «recomendación» para Guayaquil y demás tierras calientes. Luego, semejante al medroso que canta en las tinieblas, me doy á pensar que, en adelante, mi mejor y fiel amigo hasta Méjico y California, mi interlocutor más sufrido en esa vasta terra incognita, donde me tornaré al pronto tartamudo y sordo á medias, será este cuaderno de papel blanco que he comenzado á ennegrecer.

¡Triste paliativo para quien el escribir es tan tedioso! ¿Será posible que exista un sér inteligente y delicado que, con toda buena fe y espontaneidad, se entregue á este fastidioso enhebrar de frases impotentes, desdeñando el noble deleite de imaginar á solas, sin lanzar á la plaza pública sus confidencias? Ello parece tan inverosímil como atribuir gustos de artista al ente subalterno que persigue mariposas en la pradera, con el único afán de fijarlas, muertas y descoloridas, en una caja de cartón ... Otra ha de ser la razón de los «apuntes de viaje». Creo hallarla en el fondo de perversidad humana[106] que descubre especial fruición en el anhelo de lo vedado, ó, más generalmente, en la inobservancia del deber ...

Ejemplo al caso; este deplorable oficio de «corresponsal» y futuro autor de «impresiones», que tan de ligero me he impuesto, no tiene sino una faz agradable: el no cumplirlo. Entonces se vuelve encantador. El más insípido vagar cobra sabor de fruta prohibida. Decid al soldado en campaña que su fatigosa requisición de víveres es libre merodeo, ¡y le veréis volar á la corvée! ¿Quién osaría comparar las delicias de una «rabona» á la tibia satisfacción de un asueto legítimo? He descubierto, pues, este remedio—que me permito recomendaros—contra el pesado aburrimiento de las horas de viaje: el tener siempre por delante un programa de trabajo que no se ejecutará jamás. Así, al perder en cualquier chata partida, ó en la sola ociosidad, el tiempo que se debiera «consagrar» á la escritura, se experimenta una sensación de triunfo: «¡Otra que te raspé!» Este condimento del pecado es lo que llaman los moralistas el «remordimiento». Reflexionad: en la vida no hay más cosas buenas que las prohibidas,—las contrarias á la convención social, á las reglas de la prudencia, á la salud. La obligación—la misma palabra lo dice—es todo lo que liga al hombre, coartando su independencia y soberbia altivez. La santa Bohemia, ignorada de los burgueses y filisteos, sería en verdad la tierra de promisión, si éstos no fueran los más fuertes y no nos impusieran su ley.

Confieso, por otra parte, que esta filosofía de turista no sería inatacable, considerada «bajo el prisma» de la pedagogía ortodoxa. Pero ¡en viaje! Como el Maître Jacques de Molière, que cada uno de nosotros lleva consigo, trocaré mañana la sonrisa del escéptico por el gesto convencido del educador, de «uno de nuestros más autorizados educacionistas»![107] Aunque, en el fondo, no sabemos mucho más respecto de la virtud de nuestra pedagogía, que los médicos acerca de su terapéutica. Andamos á tientas: obscuré cernimus. Apenas si comenzamos á sospechar que los preceptos del catecismo y los sermones carecen de eficacia; y que la real educación del sér joven no modifica perceptiblemente el elemento innato de la raza y el atavismo, sino por la acción prolongada del medio, el choque diario de la experiencia, la presión brutal de la necesidad que elabora las ideas útiles y crea los poderosos hábitos ... Pero, queden para mañana los negocios serios!...

Guayaquil.

Reconocemos al pasar la histórica ruina de Túmbez, en su arenal, que amojona la frontera peruana por el norte, y ya estamos en la bahía de Guayaquil, remontando el amplio estuario. En esta hora matutina, la costa baja parece encantadora, con su isla y aldea de Puná, abigarrada de blanco y rojo, que se destaca netamente del verde intenso.—La primavera, la aurora, la infancia: todo ello se muestra hechicero bajo los trópicos: más tarde, muy pronto, la gracia se evapora con el fresco cendal de la mañana, los rasgos se espesan ó se entumecen bajo el clima disolvente y el sol abrasador.

Las riberas del caudaloso Guayas se aproximan lentamente; piraguas afiladas, canoas y jangadas cubiertas huyen delante de nosotros, traqueadas por el violento oleaje de nuestra singladura. Hacia el nordeste, adonde vamos, lindas colinas arboladas se desprenden del claro cielo, desenrollando[108] hasta la ría sus tupidos vellones de follaje. En torno de las cabañas brotadas entre los acuáticos paletuvios, algunas vacas rojizas, potros airosos, dispáranse por la fresca pradera, húmeda todavía del rocío nocturno que el sol naciente absorbe en una hora. Garzas y cigüeñas blancas hunden en el légamo sus zancos rígidos; loros y cotorras salpican su color vivo en el paisaje; azuladas tórtolas revolotean en las esbeltas palmeras, se posan en las gruesas raíces adventicias de los mangles, que, bañándose en el agua inmóvil, remedan una imagen reflejada de su ramaje. Oigo cantar los gallos en los vecinos cortijos; y esta alegre diana que hace un año no escuchaba, transporta mi pensamiento muy lejos, á otras llegadas matinales entre la algazara y la risa de los niños bajados del tren medio dormidos: las temporadas de la estancia, los galopes á caballo por aquellos bosques balsámicos y amigos, cuyas sanas emanaciones, en vez de esta pérfida sombra tropical y su envenenada espesura, traían efluvios tonificantes, devolvíanme con la reposada existencia independiente la fuerza y la salud ...

La alta barrera de los Andes ha prolongado la breve aurora ecuatorial; pero, al punto de emerger el disco del sol sobre la cordillera, derrámase el incendio sobre el paisaje bruscamente iluminado; parece que el lejano Chimborazo estuviese en erupción de llamas y rayos ofuscadores; á poco se agita y hierve el río Guayas, haciendo espejear su epidermis resplandeciente, chapeada de escamas metálicas. En breve espacio, casi sin transición, hemos saltado del alba al mediodía, del clima templado al tórrido, del dulce floreal al ardiente termidor. Á medida que penetramos en el puerto fluvial, Guayaquil desarrolla su hilera pintoresca en la margen derecha. Por entre la caldeada atmósfera, cuyo[109] espejismo hace vibrar las barcas en el río y las casillas de madera en sus orillas, cual si estuvieran en vías de derretirse, las manchas verdes de las palmas y los inmensos penachos de los plátanos distantes envían la ilusión de la frescura y de la sombra. Las casas sobre pilotes, con sus altos en desplome, se alinean interminablemente, confundiéndose con las balsas cubiertas que obstruyen el puerto, y remedan una pequeña Venecia tropical—sin historia ni monumentos.

Bajamos á tierra al medio día,—«en esta tierra, diría Tennyson, en que es siempre medio día»[4];—recorro el malecón y la calle del Comercio, en busca de la Casa de Correos. Encuentro una tienda obscura y estrecha, amueblada con un mostrador; un mocito con cara de terciana me vende una estampilla, y se retira tras de una mampara donde adivino un catre tentador. Al notar que la estampilla no está engomada, esbozo al paño un reclamo tímido. Sale una voz de la trastienda: «¡Ahí tiene el tarro de goma!». Efectivamente, está un enorme tarro de cola sobre el mostrador con un pincel descomunal. ¿En qué estaba pensando? Procuro realizar la operación,—sin éxito, probablemente, pues del centenar de cartas que durante esta media vuelta al mundo he de escribir, la de Guayaquil, con tarro y todo, será la única que no llegue á su destino. ¿Será cierto que el servicio de correos es correlativo del estado de civilización?

Echo á vagar por la ciudad. Casi todas las construcciones son de madera, desde las iglesias recargadas de florones y pinturas hasta las aceras de tablones escuadrados. Á la sombra de los portales en arcada, adorno y refugio del malecón y calles [110]adyacentes, el hormigueo de los negros y mestizos, los puestos chinos con sus empalagosas emanaciones, las carnicerías criollas, las pirámides de piñas y bananas, las cocinas al aire libre, las tiendas con sus muestras vistosas tendidas en los largueros: todo eso y lo demás, ya muy visto y conocido, rehace para mí el cuadro sabido de memoria de todos los puertos tropicales. Ningún movimiento, ninguna vida aparente en las habitaciones de los pisos altos; ventanas y balcones tienen bajadas las celosías, como párpados cerrados.

Fuera de estas calles próximas al puerto, donde se mueven las exportaciones de caucho y cacao que convergen á Guayaquil, un vasto y pesado silencio amortaja el emporio ecuatoriano: el reino de la siesta. Entro en el principal bazar de la calle del Comercio: está vacío. Me enseñan «curiosidades»: esculturas á cuchillo postizamente bárbaras, adornos y chucherías de marfil vegetal, mamarrachos al óleo que remedan el arte quiteño—indios mascando el chonta-ruru, etc.,—y que, desde los quince pasos, huelen á baja factura italiana; y luego: pieles de fieras, cocodrilos embalsamados, sombreros de jipijapa,—todo el desembalaje cursi para turistas en demanda de color local ...

Me meto en un tramway vacío, tirado por dos mulas éticas que andan paso ante paso, respetando el descanso de su cochero y mayoral. Las afueras de la ciudad se muestran ya invadidas por la vegetación tupida, espléndida, inquietante, que exubera y chorrea savia nutricia. En la bóveda rebajada del cielo gris, la espesa colgadura de nubes se desprende á trechos, como cortina mal fijada, mostrando parches de lapislázuli. Se respira un tufo de sudadero romano, un denso vapor caliente, saturado de miasmas y fragancias vegetales que se arrastran por el suelo, entre los[111] charcos de la lluvia de ayer y la atmósfera cargada y ya húmeda de un chaparrón cercano. Ya se desploma, circunscrito y local, en tanto que, acá y allá en torno nuestro, sigue el sol derramando sus cascadas de fuego. Sin un rumor, sin un hálito de brisa, las gruesas gotas tibias se aplastan en el camino, quedan en glóbulos de cristal sobre las anchas plumas verdes de los bananos. Junto á sus ranchos ó bohíos de bambú techados de palma, algunas mujeres y muchachos, sin inquietarse por el aguacero que gotea en su hamaca suspensa de una enramada, dejan correr la lluvia en su cutis de bronce. «Si va á pasar ... ¡Quién se toma el trabajo!...» ¡Sabia economía criolla del esfuerzo, religiosamente observada en Sud-América!

Volvemos á los barrios centrales; me bajo del tranvía para andar más á prisa. Visito la catedral de «estilo» jesuítico-español, cuyo frente cuajado de molduras y rosetones encubre un interior suntuosamente lúgubre; el colegio monumental y despoblado; el palacio episcopal, advenedizo y cualquiera. En la plaza de San Francisco, una estatua del presidente Rocafuerte—¿por Aimé Millet?—parece montar la guardia delante del convento. Esta capilla es parecida á sus congéneres de Santiago ó Lima, sencilla é interesante en proporción de su relativa desnudez. En la penumbra de la nave rectangular, tres ó cuatro mestizas arrodilladas forman un grupo confuso tras de una joven que reza, con la cabeza envuelta en su mantilla. La veo salir, bajo la plena luz del atrio, y quedo estupefacto ante su esplendor, que contrasta maravillosamente con todas las caras pálidas y marchitas que hasta ahora he visto en esta tierra envenenada. Rubia, fresca, de esbelta robustez, esta legítima flor ecuatoriana tiene el pelo de oro y los ojos azules de una wili, con la carnación divinamente transparente de la[112] Santa Catalina del Correggio. ¡Extraño misterio, que en todos los pasajeros del Imperial producirá el mismo asombro! pues será nuestra compañera de viaje hasta Panamá, con su marido, rico comerciante francés que vuelve á la patria ¡extenuado por este clima fatal! Ella evoca el recuerdo de esas espléndidas orquídeas de las selvas natales, cuya mágica florescencia extrae frescura y brillo de una atmósfera de fuego. Con su pobre marido carenado por una estación en Vichy, la volveré á ver en París, indiferente y pasiva en los Campos Elíseos lo mismo que en el atrio de San Francisco, irradiando su belleza inalterable y fría como una gema,—á manera de esos témpanos cristalizados que su Cotopaxi arroja á la distancia, y son trozos de hielo salidos del cráter en ignición.

Al cruzar la plaza, leo en una pared blanca, con letras enormes como de muestra comercial, el nombre de un diario guayaquileño, y recuerdo que traigo una carta de Lima para su director. Falta una hora para levar anclas: aprovechémosla, puesto que viajo para instruirme.

En un cuarto bajo y blanqueado con cal, delante de la clásica mesa de redacción, más revuelta que un cuévano de trapero, me recibe un joven esbelto y pálido, de modales corteses y aspecto simpático; parece convaleciente, como casi todos los indígenas. Al ver mi carta, que viene de un antiguo dictador—ó poco menos,—el periodista me considera afiliado á su liberalotismo de oposición y me encuentro lanzado en plena corriente de política ecuatoriana, en las polémicas de campanario y las batallas liliputienses del papel—misterios todos que conozco al igual que los combates de los trogloditas. Felizmente, mi amigo flamante—«¡Cuente usted con un amigo!»—es otro pequeño Cotopaxi oratorio: escucho el desfile previsto de la vida y milagros del déspota del día—idénticos[113] á los del déspota de ayer, y aun de antes de ayer. El gobierno actual es, por supuesto, una tiranía apenas disfrazada, y el clericalismo más subido impera en la capital. Guayaquil es la única ventana abierta sobre el mundo civilizado: aquí la mayoría es independiente, liberal, radical. Está en elaboración la próxima revolución, inevitable, triunfante, destinada á realizar todos los ideales, todos los progresos,—probablemente en nombre de Alfaro ó de Veintemilla, de quien creo que es pariente mi emancipador.—Poniéndonos en lo peor, la ventana sirve también para decampar ... Por lo demás—seamos justos—el tiranuelo actual, hombre de letras, no gasta medios violentos; deja á los periodistas libres, en Guayaquil; ni siquiera suprime los periódicos: se contenta con cortarles los pies, como hacían los déspotas orientales con sus cautivos, permitiéndoles arrastrarse por el suelo, en torno de su mesa. De acuerdo con el obispado—¡foco del obscurantismo!—el gobierno se limita á confiscar sin ruido todos los ejemplares de los diarios opositores que se envían por correo. Como el «avaro Aqueronte», el buzón no devuelve su presa. (¿Allí quedaría mi carta de marras?)—Pero todo está á punto de concluir, de reformarse: la próxima constitución—anexa á todo vuelco gubernativo—será perfecta y definitiva. Etc., etc ...

En tanto que el tórrido tribuno—sin duda, sincero—asesta en el vacío su «ecuatorial», miro la susodicha estatua por la ventana abierta; y aquella figura convencionalmente meditativa del caudillo guayaquileño, evoca por asociación las de sus predecesores y sucesores, cuya historia recorría á bordo, y no por cierto en autor adverso al tan hueco y estéril cuanto celebrado liberalismo[5].

[114]

¡Lúgubre y carnavalesco desfile de revoluciones sangrientas, de pactos y traiciones vergonzosos, de manotones «sorpresivos» y dentelladas famélicas, con el acompañamiento repugnante de esa fraseología jacobina, medio siglo después que en Europa ha sido arrojada á la espuerta de la basura! Figuraos una opereta en cien actos cuyas escenas trágicamente cómicas fueran reales, con asesinatos, envenenamientos, saqueos y orgías de verdad: las peripecias del Príncipe de Maquiavelo puestas en acción, no por Malatestas y Castruccios, elegantes en su misma corrupción y ferocidad, sino por mestizos lúbricos y ébrios, y al compás de la bámbula ... Más sencillamente: imaginad nuestra anarquía sanguinolenta de una década, prolongada por más de medio siglo—todavía dura—y, en lugar de nuestra franca barbarie provincial de vincha roja y chiripá, una parodia nauseabunda de constituciones deformes y proclamas idiotas, que parecen eructos á la libertad[6]!—Cada capítulo de esa historia repite el anterior con insoportable monotonía, tan sólo amenizada por lo grotesco del estilo.—Los anales del Ecuador ostentan la uniformidad abrumadora de su clima sin estaciones. Siempre la violencia impulsiva en el pueblo, como el estío implacable en la tierra; el atentado brutal ó la usurpación insidiosa para asaltar el efímero poder, que de antemano justifican y atraen las anárquicas represalias. Una sola década hace excepción en más de sesenta años: la de García Moreno, cuya mano de hierro se enguantaba de terciopelo clerical, y que fué bárbaramente sacrificado, no por su despotismo y más ó menos[115] justificadas crueldades, sino por su energía autoritaria que creyó posible fundar el orden en el catolicismo intransigente. En suma, aquella dictadura, con sus errores y violencias connaturales, representa el único esfuerzo intentado para domesticar el anarquismo ecuatoriano. Con ella la nave nacional, bien ó mal orientada, seguía un rumbo fijo, en lugar de ser juguete de las olas embravecidas, como antes y después de la famosa Constitución de 1869 ...

Un tanto hipnotizado por el runrún oratorio, he seguido mi pensamiento, dejando vagar la mirada en torno de la estatua de Rocafuerte, ahora más que nunca meditativo, pues por efecto del vibrante miraje, paréceme que cabecea de pie. En un resuello de mi «amigo», murmuro distraídamente, designando al presidente de bronce:

—García Moreno ¿era de Guayaquil?

El periodista liberal me mira estupefacto: leo la indignación y el escándalo en su boca abierta, y aprovecho la coyuntura para esquivarme, después de las «cortesías de estilo», como dicen los repórters criollos: «¡Cuente V. con un amigo!».

Si escribiera para lectores europeos, no me sería perdonado el dejar á Guayaquil sin hacer mención de los cocodrilos del Guayas. Podrían servirme de disculpa mis sendas alusiones á los yacarés políticos ... En puridad, nada tengo que reprocharme. Caudillejos aparte, y á pesar del sol rajante (2° de latitud), habíamos fletado—seis ingleses y yo—un vaporcito armado en guerra para remontar el Guayas hasta la región de los saurios. Todo estaba pronto: provisiones, armas,—una colección de spencers, winchesters, etc., con que despoblar el reino de los caimanes,—hasta un aparato fotográfico, ad perpetuam [116]rei memoriam ... El tiempo de entrar en mi camarote para cerrar mi baúl, y ya los amables ingleses se habían marchado, capturando el bote como un simple pedazo de Venezuela.—Por lo demás, este rasgo de forbantes no les ha sido de provecho. Tres ó cuatro horas después volvían al Imperial, trayendo á uno de los cazadores con una insolación. La aventura, felizmente, no ha tenido mayores consecuencias, merced á la intervención enérgica de la ciencia. El médico de á bordo, un mestizo rechoncho con cabeza de batracio, acude al pronto, arremangándose con convicción, seguido por el comandante cargado de frascos. Sinapismos, compresas heladas, friegas á brazo partido ... ¡nada! El enfermo, tendido en un banco sobre cubierta, no se movía: ya en camino, al parecer. Por fin, el doctor destapa un frasco azul, murmurando: agua sedativa, y echa una dosis en las manos del capitán puestas en escudilla sobre el pecho desnudo del paciente ... ¡Doble rugido del capitán que larga todo y del enfermo que recibe el chorro en el estómago! Era ácido fénico. El efecto ha sido maravilloso, y quedará, sin duda, como la curación más notable que haya perpetrado este descendiente de los brujos incásicos. Con semejante médico á bordo se puede viajar tranquilo: si se atreviere á nosotros el vómito negro ¡dará con la horma de su ojota!

Panamá.

La entrada de Panamá por el Pacífico es un encanto: parece una reducción de la de Río de Janeiro; sólo que aquí conviene llegar al alba, en tanto que la portentosa bahía brasileña necesita del sol declinante para resplandecer en toda su gloria magnífica y teatral. Desde la aurora estamos en pie—y no es mucho esfuerzo dejar cuanto antes el sudadero del camarote.—Con[117] lentitud y precaución, por entre el dédalo invisible de los bancos de coral, el «steamer» da sus últimas vueltas de hélice para fondear á pocos cables de la isla Tobago.

Á nuestra izquierda, los conos arbolados de Naos y Flamenco surgen con deliciosa audacia del círculo espumante de los escollos. El viejo Panamá,—sombrío y erizado de rocas abruptas, que fueron bastiones y parapetos en tiempos de Morgan y Pointis,—y la ciudad nueva, un poco al oeste, pintoresca y alegre cual estampa iluminada, se yerguen contiguos bajo las puntas agudas del cerro de Cabras. Un oficial me enseña las torres cuadradas de la catedral, de ese recargado estilo hispano-colonial que no parece vulgar en este paisaje; la ensenada del canal interoceánico en la Boca; al pie de la colina de Ancón, el hospital de la Compañía, innumerable serie de pabellones elegantes, lujosos, escalonados en la falda, como chalets de recreo á la sombra de cedros y naranjos. El sol naciente y tibio apenas alza su disco sobre las islas verdes, arrojando en el paisaje el oro y la púrpura de la mañana; por doquiera, una vasta erupción de follajes y flores que alegran la vista y hasta rejuvenecen los arruinados terraplenes que la menguante deja en seco; la brisa fresca nos trae rumores de campanas entre ráfagas de fragancias forestales y perfumes de magnolias ... Y bajamos á tierra con esta impresión de alegría y bienestar, después de una pesada travesía. Todo parece arreglado para seducirnos, hasta este privilegio de puerto franco, que nos ahorra el enervamiento del equipaje trastornado por la inquisición aduanera. Estoy á punto de encontrar que Panamá, ciudad y clima, es adorable: un verdadero «paraíso terrenal», como lo llamaban los Wyse, Turr, Lesseps, Zavala: todos los del reclamo gigantesco que cruzaron el istmo [118]á vuelo de buitre ...

Por su aspecto exterior, la ciudad no difiere mucho de las antiguas poblaciones peruanas; pero, sobre el antiguo fondo colonial, se encuentra á cada paso el contacto de las dos influencias rivales, yankee y francesa, que se han combatido ó yuxtapuesto. Muchos avisos y muestras comerciales están en las tres lenguas. El tramway eléctrico, el pavimento y las aceras de las calles centrales, la bonita plaza de la Catedral—donde hacen buena vecindad el Grand Hôtel, la Agencia del canal, el Banco del judío Ehrmann y el obispado; el alumbrado público y hasta los uniformes modernos de la policía: todos los adelantos materiales de la ciudad nueva son regalos más ó menos directos de la opulenta Compañía. La era de las obras del canal ha sido la edad de oro de esta provincia de Colombia, y, por rechazo, de todas las otras.—El cochero negro que me hace dar mi primer vuelta de Panamá me toma por un ingeniero, y me pregunta con vivo interés si los trabajos no volverán á seguir. Le afirmo que sí ¡palabra de ingeniero!

Por lo demás, este paseo es encantador. Vamos rodando desde las callejuelas de la ciudad vieja, con sus volados balcones de bastidores, hasta las espesuras umbrías de la colina que desciende á la Boca. El ambiente está delicioso: acá y allá, algunas gotas de lluvia, anuncio de la primera tormenta que caerá mañana, como estreno de la estación húmeda. Á derecha é izquierda del camino arenoso, en que las ruedas abren susurrante estela como en el agua, los ranchos de cañas dejan ver hamacas colgadas, catres de palo en los cobertizos; y en sus contornos, mangos, cocoteros, plátanos, sandiares: la vida abundante y fácil para la indiada ociosa y feliz. De éstos, muy pocos han quedado en los cortes y terraplenes del canal,—¡fuera de los jamaiqueños conchavados por centenares! Pero, como estos anónimos se enterraban en zanjones que se[119] rellenaban después, á estilo de la langosta saltona, sería injusto achacarles mayor recargo en las estadísticas.

Todos los enterrados no han guardado el incógnito;—desde luego, los «celestes». Acaso este cementerio chino, tan característico, desprenda con su ínfima y muda protesta de los ignorados efímeros contra el olvido, una melancolía más intensa que los otros. Hasta en la tumba persiste la tendencia encogida y achaparrada de la chuchería chinesca: los túmulos uniformes y microscópicos se componen de piedrecitas verticales que rematan en una bola, en el lugar de nuestra cruz, enseñando cada cual su extraño jeroglífico negro que parece un coleóptero aplastado.

Visito después el cementerio francés, en muy buen estado, lleno de árboles y flores que las Hermanas del hospital cuidan esmeradamente, como un pedazo de patria. ¡Y cuántas hay de esas calles fúnebres, de esas hileras de cruces, de esas piedras grises y tablas negras, en que dos ó tres nombres van acolados al mismo apellido, como que encubren una sola familia! Diríase el campo mortuorio de una poblacion entera. Y de todos estos epitafios ingenuos y desconsolados, que ningún deudo lejano leerá jamás, de todos estos nombres humildes de seres jóvenes, heridos casi en la misma fecha, se alza un inmenso lamento sólo para mi alma perceptible,—sunt lacrymae rerum,—acusando el rigor del destino y el crimen de los hombres.—Bien sé que no eran ciudadanos ejemplares, muchos de los terrajeros caídos en este suelo envenenado. Pero con todo, encuentro harto dura la oración fúnebre colectiva que les dedicaban algunos financistas repletos de París, al atribuir los estragos que ya no podían ocultar, únicamente á la incuria, al libertinaje, á los excesos de los trabajadores. Me ocurre—y tengo datos para ello—que todas las víctimas no[120] fueron la espuma y escoria de nuestra población, y que más de un jornalero llegó con mujer é hijos, impelido por la honrada pobreza y el deseo de mejorar la suerte de los suyos. No son únicamente vagabundos y mujeres perdidas los que duermen aquí, lejos de la aldea nativa, bajo una humilde piedra de limosna, al lado del viejo de barba gris que primero sucumbió. ¡Y entre tanto!—¡oh miseria é insensatez!—al rededor del vasto osario, junto al gran campamento de la Boca, al pie de la costosa Folie Dingler y á cien metros del río Grande donde podían derramarse,—los inmundos pantanos exhalando el miasma, apestando á fiebre y muerte, se extienden todavía allí, intactos, sin haber recibido jamás una sangría de drenaje, un ensayo de terraplén que, en cambio de algunas coimas cercenadas, habrían salvado la vida á centenares de hombres!... «Y ¡en estas condiciones de eterna primavera es como se concibe el paraíso terrenal!» ¿Quién habla así? ¡Un Bonaparte[7], pues! Es el estilo pastoso y enfático de esa familia de aventureros más ó menos coronados, que nunca logró hablar de corrida la lengua de Voltaire.

¡Pobres aldeanos franceses!

He permanecido cinco días en Panamá y sobre el istmo, recorriendo á caballo ó en bote las obras de la bahía de Limón, el río Grande arriba de la Boca, y el resto del canal al rededor de la bonita isla del Manglar hasta la Puerta Ebbé,—fuera de la parte análoga en la vertiente del Atlántico. La excursión por agua, sobre todo, me ha impresionado, en el silencio y la paz melancólica de esa gran esperanza perdida. El ancho canal cortado en talud se alargaba á nuestra vista, recto y profundo. Quería figurarme[121] que se prolongaba así hasta muy lejos, sin interrupcion, después de vencidos los obstáculos, tajado el cerro de Culebra, embozado el Chagres brutal. Forjábame por instantes la ilusión de la empresa concluída, después de tanto dinero derrochado, llevada á feliz término por la ciencia aunada al patriotismo, é inaugurándose al fin en una universal y gloriosa aclamación ...

Dejemos los ensueños y volvamos á la realidad. En cuatro ó cinco horas, he recorrido la parte del canal definitivamente cavada; agregad un trecho doble ó triple por la vertiente atlántica, y tendréis concluída una tercera parte del trayecto en longitud, entrando en la cuenta las bocas naturales utilizadas; pero en absoluto y como proporción de la obra por realizar, apenas una fracción centesimal. Todo lo difícil y problemático queda en pie, sin haberse decentado más que de trecho en trecho y por vía de ensayo. El ingeniero en jefe que me acompaña no cree, naturalmente, que la partida esté perdida. Está en su papel profesional. Ha obtenido nuevos plazos en Bogotá, creo que con una enésima comisión de dos millones. La compañía futura tiene dos años para constituirse y volver á proseguir los trabajos. Se preconiza hoy el canal de esclusas que se atacaba diez años ha. El inevitable Wyse demuestra ahora que es salvable y hasta utilizable la dificultad del río Chagres. El bief superior se alimentaría con las aguas de dicho río, almacenado en el valle central. No se trataría ya más que de unos 500 millones de francos. Etc., etc.

No tengo opinión formada en la cuestión técnica. Me limito á desconfiar de las demostraciones «matemáticas» que ocurren tarde, y son diametralmente contrarias á las que se presentaban antes, como el fruto de veinte años de[122] estudios no menos matemáticos. Por otra parte, si se encontrase el capital, es muy dudoso que el gobierno francés autorizara la formación de una nueva compañía, que no podría subsistir sino haciendo tabla rasa de la anterior. El proyecto se estrella contra un doble non possumus financiero y legal. Luego vendría la cuestión internacional. Por un concurso de circunstancias que ya no existen,—sin olvidar á Lesseps cuyo coeficiente personal tenía importancia incalculable, hasta en Washington y Nueva York,—los Estados Unidos soportaron hace veinte años lo que hoy combatirían enérgicamente. El reciente pegamiento—ó pagamiento—de Bogotá ha suscitado fuertes resistencias del lado yankee. Se ha logrado merced al convencimiento general de que carece de alcance práctico, y con ciertas reticencias que á todos aprovechaban: para el representante de la compañía, era un éxito personal; para los agentes colombianos, dos millones de francos al contado no son fruslería; por fin los Estados Unidos ganaban una situación privilegiada ante la sucesión abierta.

Las obras por el lago de Nicaragua han quedado interrumpidas, debido en parte á la presión de las grandes compañías ferrocarrileras. Con todo y contra todo, se hará el canal interoceánico, acaso en Nicaragua, más probablemente en Panamá. La influencia de la enorme república es invencible en esta parte del continente. Sin esfuerzo ni violencia, por la simple ley de la gravitación, se anexará á buen tiempo las regiones útiles del Centro y «protegerá» las del Sud. Cogerá á Guatemala, Costa-Rica, Cuba y el resto como peras maduras. El mutilado México se siente ya en la esfera de fascinación del pueblo constrictor: la era de anarquía, que infaliblemente sucederá á la dictadura actual, le hará rodar por la[123] pendiente yankee. En este mismo Panamá, los americanos nos han reemplazado con admirable presteza, y lucran donde nos arruinábamos. Detentan el ferrocarril, el telégrafo, la prensa, el comercio de tránsito, que se reparten con los judíos sin detrimento para unos ni otros. Se han instalado en el famoso Hôtel Central, cuyo hall vió á Lesseps presidir banquetes tropicales en mangas de camisa; del bar al oficio, todo es yankee. Nadie sabe palabra de francés ... ¡ni de español! Los libros comerciales, los anuncios, las listas, las cuentas: todo está redactado en inglés ... Á propósito de judíos, recojo de paso esta bonita prueba del latitudinarismo colombiano. Se alza en la plaza el vasto palacio episcopal; como el obispo no ocupa sino el piso alto, alquila el bajo á un sanhedrín israelita (¡muy caro, para hacer obra pía!): de suerte que en medio de las cruces y emblemas católicos de la fachada florece, ad majorem Dei gloriam, esta muestra bancaria impregnada de modernismo: Isaac and Co—¡en grandes mayúsculas de oro!

¡Oh! sí, decididamente, ¡la creo sepultada para siempre la empresa francesa del Panamá! Es la impresión que del conjunto y de los detalles recibía, cuando iba recorriendo el canal por última vez, al descender el mudo crepúsculo. El material abandonado en la ribera, las lanchas inmóviles, las gigantescas dragas anquilosadas en sus posturas oblicuas: todo parecía aumentar el universal silencio, la sensación melancólica de soledad y abandono irrevocable. Los animales desalojados por los obrajes han reaparecido, y viven allí con toda confianza. Garzas blancas y flamencos rosados exploran el cieno, bajo los cangilones de hierro; y un caimán que sorprendemos al paso saca del agua su hocico[124] disforme, y, en vez de bucear, se arrastra sin apuro hasta el vecino paletuvio, sobre sus patas en cartabón.

En resumen, de todo lo visto, oído y estudiado, resulta para mí la convicción de que la obra nunca fué conducida como debiera,—como la habría dirigido, sin duda alguna, en un espíritu de sano patriotismo y amor de la gloria verdadera, ese noble y honrado Michel Chevalier, cuya Memoria profética es, aún hoy, digna de ser leída y meditada. Todo el edificio del Panamá se ha construído en desplome, hilada por hilada. El público confiaba en Lesseps—una leyenda; Lesseps se entregaba á sus colaboradores ordinarios, politiqueros y arbitristas que concluían por creer á medias en los propios boniments que habían pagado; los profesionales estudiaban el asunto por encargo, y, bajo la hipótesis de un capital inagotable, concluían con un informe favorable; los sabios, del Instituto ó de la Sociedad de Geografía, resolvían la cuestión en abstracto, como un teorema, sobre la base de que los estudios de Wyse merecían confianza absoluta ...

Ahora bien, no la merecían en grado alguno, y el edificio, además del desplome, se asentaba en una base deleznable. Tan poco serias son las investigaciones históricas de Wyse, que ha ignorado—por confesión propia—el nombre y la obra de su predecesor más benemérito. Sus estudios de 1878, sobre el terreno, que han decidido la ejecución del canal á nivel, han durado tres semanas y pertenecen á Reclus. ¡Tres semanas para estudiar el trazado, las nivelaciones, los sondajes, el levantamiento de ochenta kilómetros, con obras de arte inauditas, insensatas!—¡como ese proyectado túnel de 43 metros de luz!—Entretanto el teniente Wyse negociaba en Bogotá la concesión, que era lo principal del asunto. Después de demostrar en un primer libro, perversamente[125] escrito en todo sentido, que el canal á nivel era el único aceptable, afirma ahora, en otro libro, que fué aquello una exigencia colombiana,—cuando consta que la modificación que persiguió entonces é hizo anular ¡se refería á un canal de esclusas! Todo ha seguido ese giro científico. No ha existido jamás un trazado definitivo, completo, fundado en estudios geológicos y topográficos minuciosos: la Compañía del ferrocarril ha suministrado las distancias y niveles vagamente aproximativos, como que la línea dista mucho de costear el canal. El famoso congreso reunido por Lesseps no ha tenido más elementos de examen y discusión.

Entonces entró la aventura en su faz financiera y ejecutiva; y no tengo que volver á sacudir esos trapos cenagosos. Hoy mismo, y para un transeunte como yo, la sensación de desorden y despilfarro persiste y domina el cuadro. Fué el estreno de Wyse comprar el Panama Railroad á razón de 800.000 francos por milla: y todo rodó por esa pendiente «uniformemente acelerada», como se dice en mecánica. Après nous le déluge!—Para cebarse en paz, los gordos daban parte á los chicos. En París sólo han conocido el manipuleo francés: se ignora la tarifa local, la cuenta pasada por el patriotismo colombiano. Ingenuamente, Bonaparte Wyse insiste sobre la «estatua» que el congreso de Bogotá le ha votado, como á un padre de la patria; ello es apenas suficiente: para ese grupo dirigente y digiriente ha sido, no un padre, ¡sino una nodriza!

He visto las villas de los Lesseps en Colón; he ido á la de Dingler por la vía del Corozal, cortada á pico en la montaña, para evitar á la familia del director la humillación del camino común de la Boca, que pasa á cincuenta metros ... Lo fantástico de esas y otras obras de lujo, no es su ejecución sino su precio, apuntado en los libros de la Compañía. Todo[126] ello ha sido dicho y repetido al tanteo por Drumont y otros—por los mismos informes oficiales con bastantes atenuaciones.

Pero algunos rasgos hay que no pueden ser tomados sino en el sitio, con el vivo color de la realidad. He aquí un rápido croquis de un contratista francés, socio de Lesseps junior, el cual, no teniendo nada que ver con el asunto financiero, disfruta tranquilamente en París sus millones pescados en los pantanos del istmo. Hace unos doce años, él caía en Lima, sin un cuarto, medio maquinista, medio vagabundo, y desertor por añadidura. Entró en un ingenio azucarero y, como tuviera la mano ligera,—ó pesada,—un buen día acogotó á un pobre culí chino. Su situación se tornó desagradable, no tanto por la justicia peruana, cuanto por los compañeros del muerto, quienes, dos ó tres veces, estuvieron á punto de suprimir al asesino. Al fin, tuvo que fugarse de noche para salvar su interesante pellejo. El patrón, apiadado por sus lágrimas de bonne crapule, como diría Zola, le hizo embarcar en el Callao: él mismo me refería el hecho, en el ingenio donde sucedió. Llegado á Panamá, el aventurero enérgico y audaz ascendió muy pronto; pasó del simple merodeo y la coima garitera á las proveedurías de río revuelto, descolgando á la postre pingües contratos, con participaciones anónimas. Volvió á París millonario. Al principio quisieron molestarle por su travesura militar; pero entonces ni los presidios ni las compañías argelinas de disciplina estaban hechos para los forbantes del Panamá ...

El inmenso y magnífico hospital de la Compañía ha sido otro negocio, pero algo largo de contar. Nada más pintoresco y lujoso que esos pabellones aislados, en la falda de la colina Ancón, en medio de parques y jardines llenos de esencias y flores espléndidas, entre grutas y juegos de agua. Aquello es[127] realmente suntuoso, y por cierto que no exigían tanto los pobres calenturientos. Todos los pabellones están vacíos; sólo recorren los parques y jardines «principescos» algunas docenas de huérfanas guiadas por las Hermanas de caridad, y que viven con desahogo en la fastuosa villa Dingler, también abandonada. Y en la tarde apacible que pasé por allí, era un cuadro de infinita tristeza esa bandada de muchachitas pálidas y finas, de suerte más sombría que sus vestidos de luto, al cuidado de esas hermanas de cofia blanca que les hablaban francés con su voz dulce, vagando unas y otras sin destino por esos esplendores desiertos: aquellas maravillas del arte y de la naturaleza que son el resumen y residuo de tantas miserias sufridas, de tantos esfuerzos para siempre jamás inútiles ...

¡Ah! no escasea el material de construcción ni la maquinaria, á lo largo de la línea férrea que me llevaba esa mañana de Panamá á Colón—ni tampoco ¡las poblaciones enteras de villas, barracas, casillas y chalets vacíos! Debo decir que los talleres y campamentos de la Boca están bien cuidados y en orden perfecto—esperando á las visitas. Pero los otros—los que los viajeros entrevén rápidamente entre dos estaciones—tienen aspecto menos consolador. Las ruinosas fábricas, enmohecidas por el desuso y la intemperie, destrozadas por los huracanes, ostentan su esqueleto desvencijado, sus aparatos á medio desmontar, con el material sembrado á la rastra, ya roído por la herrumbre, ya invadido por hongos y musgos que remedan una lepra vegetal. Dragas, remolcadores, motores, mecanismos de todas clases y tamaños se hunden en el cieno, junto á las improvisadas poblaciones cuyo maderaje desarticulan y pudren las lluvias torrenciales del istmo. El krach de allá repercutió aquí como cataclismo. Ante el desastre y el ¡sálvese[128] quien pueda! de la obra humana, la reconquista del desierto y la selva cobró no sé qué airada violencia de desagravio. La impetuosa avenida forestal terraplenó las zanjas, niveló á toda prisa los taludes, cual si la naturaleza se afanase por borrar sus estigmas y cicatrices, en tanto que los indios buscadores de caucho y los negros tagueros se albergaban en los chalets traídos para ingenieros y contratistas ... Nos pinta Virgilio el asombro de los labradores romanos al desenterrar con sus arados las armas y despojos de las edades heroicas ¡con qué extrañas reliquias tropezarán los campesinos colombianos del siglo veinte, si la humedad no ha conseguido destruir hasta entonces su último vestigio!

Salvo esa obsesión invencible que para mí empaña y entristece el paisaje, no puede imaginarse camino más pintoresco que el de Panamá á Colón. No he experimentado sino en el Brasil, y acaso menos intensa, esta sensación casi embriagadora del esplendor vegetal. Es como una erupción frenética de árboles y lianas, de flores y follajes, que estalla por doquier, en las faldas de los cerros, en las riberas del Chagres y sus arroyos tributarios, hasta en el balaste de la vía. Por momentos el tren se precipita por debajo de unos arcos triunfales de ramajes entrelazados, de bóvedas tupidas y sombreadas que despiden efluvios balsámicos, capitosos hasta dar vértigo. En el fondo de algunas quebradas estrechas, la marea vegetal revienta en oleadas y remolinos de verdura, evocando fantásticos aluviones de materia orgánica súbitamente germinada y frondescente, como en la obra de los seis días ¡tan imposible parece que esa flora exuberante haya brotado por entero del suelo tropical! Los cedros y caobas gigantescos, los preciosos palisandros y palos de rosa, los guayacanes de tronco en[129] ánfora, los rectos membrillos de flores purpurinas, los sándalos amarillos, los gutíferos chorreando savia, los bongos enormes en que se ahuecan piraguas de treinta toneladas: todos los colosos forestales, cubiertos de enredadas lianas y deslumbrantes orquídeas como un guerrero bárbaro de arambeles y pedrerías, atropellándose por alcanzar el aire y la luz, estiran el tronco y las ramas casi verticales fuera del ambiente estancado y perennemente tibio del humus negro en que bañan sus raíces. Los euforbios lechosos y los desmayados plátanos alternan con las esbeltas palmeras que yerguen al sol sus rígidos abanicos; las hojas lustrosas del naranjo rozan el verde encaje de los helechos arborescentes;—y, por todas partes, aras multicolores, tórtolas azules, cardenales y colibríes, insectos de zafiro y esmeralda hienden el espacio, revolotean en los ramajes, chillan y zumban en la espesura, son la sonrisa y la gracia de esa magnificencia. Mariposas de cien matices se posan en los cálices abiertos, como flores inquietas sobre otras flores, y, por instantes, una ráfaga de brisa arrebata del mismo arbusto alas y pétalos, que vuelan confundidos por el aire ... ¡Es la selva virgen del trópico en el fecundo hervor de su verano eterno! Me siento perturbado, sofocado, aturdido por los perfumes y fermentos de esa inmensa orgía de savia derramada; y, vagamente, sueño con las épocas primitivas del mundo joven: cuando el loco ímpetu de la vida elemental se desbordaba en la corteza blanda y humeante del planeta, abortando organismos colosales apenas desbastados que se enredaban en las selvas espesas, pobladas de árboles gigantes que sobreviven en nuestros desmedrados arbustos de hoy; cuando reptiles monstruosos surcaban los mares ó abrían en la atmósfera densa horribles alas membranosas, esbozando torpemente el [130]vuelo del ave futura ...

En la estación de Emperador, invade el único salón del tren una caravana de negras, vistosas y chillonas como una bandada de tucanes. Los hombres quedan en el balcón, haciendo muecas á través de los cristales.—El negro ríe siempre, con un encanto de bobería irresistible. Debajo de su tupida borra de betún, sus ojos de marfil viejo y su jeta simiesca se rien provisionalmente, antes de causar risa. Con su media lengua tartajosa, estorbada por el bezo, y su perpetuo zarandeo, participa del niño y del cachorro. Para cobrarle horror, es menester encontrarle en los Estados Unidos, pretencioso, insolente ¡ciudadano! complicando su husmo natural con repugnante perfumería. En cualquier otra parte nos divierte y le cobramos simpatía como á una criatura inferior, grotesca y jovial. No así el indio: éste es triste y taciturno, como que lleva el peso de su mortal decadencia, de su degeneración creciente é invencible. Éste representa la prueba malograda de un buen original; el negro es su caricatura. Por eso vive robusto, resistente, satisfecho de su condición, ahora lo mismo que antes.—Bajo el aparato melodramático del famoso y mediocre Uncle Tom’s Cabin hay mucha majadería. La pretendida sed de emancipación de los negros fué una merienda de blancos. La paradoja de que sean hoy menos útiles y felices que ayer es defendible. En cambio de las plantaciones del sud arruinadas, se tiene ahora á los libertos, sirvientes en Washington ó lustrando libremente, en todas las ciudades de la Unión, las botas democráticas de sus conciudadanos. Puro ó mestizo, el hombre de color untado de civilización adquiere un alma de mulato. C’est tout dire!

Criada con soltura y lejos de las ciudades, la negrita joven es graciosa. Delante de mí,—no demasiado cerca,—hay algunas monísimas, en su género. Una, sobre todo, compondría un[131] bonito bronce policromo, enderezada y sosteniendo un candelabro al pie de la escalera. La pañoleta punzó, sobre el vestido blanco de mangas muy cortas, deja libre el ébano de los brazos y de la garganta; en la cabeza crespa lleva un madrás amarillo enroscado en turbante, con enormes zarcillos dorados en las orejas; y bajo este arreo estrepitoso revuelve sus ojos blancos, se ríe con toda su dentadura deslumbradora que remeda, en su hocico moreno, un tajo fresco en una nuez de coco. La «sapita», diría Voltaire, ha dado instintivamente con el perifollo y los colores adecuados para parecer bella á su crapaud. Hasta su collar de cuentas rojas es un hallazgo. Toda la gentil bestezuela está perfecta en su coquetería criolla y montaraz: evoca escenas de Pablo y Virginia ...

¡Pero en Matachín es donde los negrillos, escapados de los bohíos de cañas, acuden y nos invaden como cucarachas! Nos ofrecen ramos de jazmines y orquídeas fragantes; canastillos de palma llenos de guayabas, mangos, bananas, guabas—que semejan algarrobas enormes—chirimoyas, ananás,—y unas extrañas pomarosas que tienen aspecto de huevos verdes; por fin, sabrosas pastelerías de leche con miel. Con tanto ensordecernos, nos obligan á tomar su mercancía—aunque sea para regalarla á sus congéneres de enfrente. Por otra parte, casi de balde: todo ello superabunda en las cercanías ahora desiertas, y, á lo largo de la vía férrea, los racimos de bananas se pudren en las ramas, intactos.

Panamá conserva, á pesar de todo, su doble atractivo pintoresco é histórico. El advenedizo Colón es franca y siniestramente vulgar. ¡Hago moción para que se le inflija ó se le devuelva para siempre su nombre yankee de Aspinwall!—Bajo un cielo de estaño en fusión, en una atmósfera de fuego que no deja un instante de tregua ni trae un hálito de confortante[132] frescura á las tres de la mañana, compone casi toda la población un reguero de casuchas voladas sobre el malecón, con algunas callejuelas llenas de pantanos, donde los sapos están de broma toda la noche. Los huecos del gran incendio reciente han quedado abiertos, como negros alvéolos de dientes caídos. La calle del puerto está ocupada por agencias marítimas, depósitos, almacenes, bars. No se encuentra una sola mujer en los portales—salvo negras: ninguna apariencia de familia, de hogar, en este campamento de mercaderes cosmopolitas. Á orillas del mar, las dos grandes villas de madera de los Lesseps se levantan, lúgubres y vacías, rodeadas de altas palmeras que surgen del ardiente arenal y parecen artificiales.

Corro á la agencia inglesa—todo aquí es inglés ó yankee—y pido informes sobre el vapor cuya salida para Veracruz se anunciaba en Panamá: es un cargo-boat, sin pasajeros, sin sombra de confort, tan desprovisto que el mismo comandante se entremete con el agente para que me devuelva el dinero y me deje embarcar por otro rumbo. Me describe el itinerario: tendremos quince días de navegación, tocando en infinidad de puertos imposibles, en Livingston, Belize, Progreso ... Acaba por confesarme que, á último momento, al alba, embarcaremos un centenar de negros jamaiqueños—de grado ó por fuerza—que se destinan á los terraplenes de Puerto Barrios. ¡He dado con un buque negrero!—No importa: á pesar del aspecto fúnebre del vapor, de la perspectiva inquietante, del furor sordo de los oficiales á quienes voy á incomodar, y de los ojos furibundos del steward que arroja mi equipaje en el camarote que antes ocupaba,—me embarco en el Engineer, de Liverpool, que leva anclas dos horas después,—porque, desde Buenos Aires, he resuelto entrar en los Estados Unidos por Méjico y California.


[133]

VI

DE COLÓN Á VERACRUZ

BELIZE.—PROGRESO.—MÉRIDA DE YUCATÁN

El vapor Engineer, de Liverpool, en que he tomado pasaje para Veracruz, es como dije un viejo cargo-boat de excelentes condiciones marineras, con un itinerario seductor: tocará en Guatemala, Honduras, Yucatán ... Lleva bastante carga y, accesoriamente, hasta ciento dos pasajeros de distinción: á saber, cien negros de buena tinta, el negrero (don Juan Baranda) y, por fin, este pobre blanco vergonzante que será el historiógrafo de la expedición. Por lo demás, nada falta á bordo. Tengo mi catre con dimensiones de ataud, sin sábanas ni fundas, en un camarote-estufa que se refresca de mañana al dulce gotear de la cubierta. No tratándose sino de quince días de travesía entre Colón y Veracruz, el hielo para la bebida ha parecido superfluo. En cambio: tocino, carne salada, judías secas y agua caliente á discreción. Asisto al embarco de mis compañeros de viaje: un hormiguero de jamaiqueños[134] lustrosos que cruzan el pasadizo, haciendo muecas á la baqueta del «cómitre», y se apilan en el entrepuente. Nos ponemos en marcha á las ocho de la mañana, bajo un sol de plomo derretido. Tocan la campana para el almuerzo y me dirijo al comedor: un sudadero estrecho, con atmósfera y luz de sótano.

La mesa está obstruída por enormes fuentes llenas de cosas formidables; en una cabecera se sienta el capitán, en la otra, el primer oficial; con el dedo, el steward me enseña mi sitio, enfrente del negrero, entre el contador y el maquinista cuyas uñas ostentan la insignia profesional: gentes y guisos tienen caras de pocos amigos. El capitán inicia la fórmula horripilante: A slice of bacon, sir? ¡Tocino!... ¡yo que no sorportaba lo gordo de una chuleta! El primer oficial pertenece al género «chusco»: me dirige dos ó tres frases de tanteo, y, junto con mi primer resbalón en inglés, todos se sonrien, ¡hasta el negrero! Empiezo á sospechar que el judío Ehrmann, venteando mi antisemitismo, ha inventado este paquete para Veracruz....

¡Bah! á la larga cada piedrita hace su alvéolo. El viajar es una escuela de filosofía.—En la vida las cosas nunca son tan buenas como se las espera ni tan malas como se las teme. La existencia toda es una transacción entre la dicha absoluta y la desgracia completa. Todo pasa, todo se acomoda ó, lo que tanto vale, nos acomodamos á todo, y, como dicen los arrieros, «la carga se compone en el camino».—Después de desembarcar, creo que no guardaré mala memoria de este buque negrero. Durante esta cruzada tórrida por el mar Caribe y el Seno Mejicano, es lo cierto que no he sentido para nada mi humanidad, y que, con tocino y todo, he digerido como un ñandú. Á los tres días de aclimatación, ya me entraba como por mi casa en[135] el cuarto del capitán; consultaba sus libros y mapas, me interesaba por el derrotero y las maniobras; chapurraba un inglés que causaba distracciones al mismo timonel, á despecho del reglamento[8]; y los oficiales no distaban mucho de tratarme como á igual ¡es decir como á inglés! La única nota sombría y melancólica era la ración de pan como oblea, anegada en una tinaja de té....

El mismo negrero no resultó tan negro; además de contarme su accidentada vida, que recordaré alguna vez, poseía un ajedrez de marfil vegetal con un tablero del tamaño de un naipe: y allí era el comernos las piezas como «porotos», sobre un canto de cajón dispuesto en la toldilla.

Salvo dos ó tres días de mar picada, las noches eran magníficas. Tendido en la tijera de lona del segundo capitán,—mi enemigo del primer día,—después de hundirse el sol de púrpura en las ondas iluminadas, me dejaba mecer por el lento balance, evocador de recuerdos lejanos; vivía de mi propia substancia, en esta Tebaida flotante tan avenida á la meditación.—De vez en cuando, la soledad es buena; es algo así como un retiro espiritual consagrado al examen de conciencia: un alto reparador en la carrera del mal, cometido ó sufrido, que forma la existencia más recta y más feliz. Á poco andar se extrae no sé qué amarga dulzura de esta abstinencia del mundo: cella continuata dulcescit, que dice la Imitación. Y así, hasta muy entrada la noche, pasaban las horas iguales, picadas por la campana y el grito del vigía en la proa,—All’s well!—tranquilas, uniformes, sin más accidentes que los de mi sueño interior: á semejanza de esas olas silenciosas que corrían á lo largo de la nave, sólo diferenciadas ellas tam[136] por el fleco de espuma fosforescente que es otra fugitiva ilusión ...

Por la gran distancia, no conocí Puerto Barrios de Guatemala ni Livingston, donde descargamos nuestro «palo de ébano»—y, por añadidura, también á dos pobres muchachos ingleses, émulos de Robinson que se ocultaron en la bodega al salir de Liverpool: después de hacerlos trabajar duramente en el viaje, se les abandonaba ahora en esa playa insalubre, porque se arribaba á una posesión británica. ¡Oh! esas iniquidades perpetradas con impunidad, esas lágrimas del inocente vertidas en la sombra ¡cómo quisiera yo creer que son recogidas por algún testigo del infinito, que las condensa pacientemente hasta reventarlas algún día en tempestad justiciera y rayo vengador!—Confieso que sentí vagamente ver partir al negrero con su ajedrez. Parece muy probable que, á igual de su cutis, su conciencia pasara de castaño obscuro; además hay que reconocer que poseía un tablero más «endiantrado», como dicen en Lima, que la filiación de su poseedor. Pero ¡que el Guatemala le sea tan propicio como á su mercancía! Al cabo perdió sin chistar las dos últimas partidas: rasgo elevado que me deja alguna esperanza para su reforma y salvación. Por fin, se llamaba Baranda y esto mismo quizá contribuya á contenerle ...

Belize.

Á vuelta de otras gentilezas mías, Cané me dijo un día que, á fuer de francés, tenía yo el derecho de no saber geografía. (Picante coincidencia: precisamente era á propósito de la América Central.) Confieso que respecto al Honduras, británico ó criollo, hasta el momento de pisarlo había ejercido ese[137] derecho en toda su plenitud. El mismo nombre de «Belize» se refería en mi memoria á una «mujer sabia» de Molière:

Nous l’avons cette nuit, Bélise, échappé belle ...

En sólo veinte horas de permanencia he logrado terraplenar esta laguna de mi educación. Ahora sé que Belize, ilustre capital del British Honduras, está situada en la embocadura del Old-River, que he cruzado á mediodía sobre un puente de hierro incandescente; tampoco ignoro que su nombre es la corrupción del de Wallace, un famoso pirata escocés; podría deciros que, en su población de seis mil almas, las negras superabundan en la misma proporción que entre los pasajeros del Engineer: tengo datos acerca de su temperatura tórrida porque la he sufrido, de sus mosquitos porque los he alimentado; de su parque pantanoso porque casi me he quedado en él. Pero convendrá el mismo señor Cané en que este método de aprender geografía es un tanto oneroso ...

Bajo á tierra á las doce del día, en un bote cuya vela gualdrapea á ratos contra su palo de bambú; en este ambiente de fuego, las ráfagas de brisa intermitente parecen suspiros de lasitud de aquella tierra tropical que se divisa á dos millas, baja y arenosa en la playa, sombreada de obscuras arboledas en su interior. Al cabo de tres horas de ceñir el viento escaso y ayudarnos con los remos flojos llegamos á la orilla y, como el portugués de la zarzuela, me entrego al primer indígena que me brinda un parasol. El indígena resulta alemán y me conduce á su hotel; una casilla de madera en forma de jaula, con galerías en contorno, paredes de enrejado, puertas y ventanas de celosías: todo ello abierto al sol, al aire, á las nubes de mosquitos y sabandijas que acechan á sus víctimas.

[138]

Me pongo á comer en el mismo plato, pescado frío, estofado, patatas hervidas y bananas fritas; todo lo encuentro delicioso porque hay hielo. ¡Oh! ¡la casa está bien provista! Hasta consigo una botella de cerveza, traída del almacén más próximo. Es el mejor hotel de Belize, y su dueño se desvive por complacerme: ¡llega á proponerme una partida de carambolas para esperar la bajada del sol!

Á la tarde tomo un carricoche y me largo por la ciudad. La posesión inglesa se revela en todos los detalles de la población, desde el aspecto reglamentario de las oficinas en la Court House y la amplia residencia del Gobernador, hasta el cuartel militar, los hospitales y los asilos: todo ello confortable, macizo, reglamentado. En contorno del puerto, con frente al mar, las casas de comercio, los depósitos y barracas se levantan entre arboledas. En el río que atraviesa la ciudad se apiñan los barcos cargados de caoba y campeche, ó los que van á cambiar por estas esencias forestales, hasta la frontera del oeste, sus mercancías europeas. Á esta hora crepuscular una vasta serenidad envuelve la tierra. Cruzo lentamente por las calles espaciosas, enarenadas, en que el carruaje se desliza sin ruido como sobre musgo. Á uno y otro lado de las avenidas las villas de los residentes ingleses, rodeadas de jardines, alzan sus amplias galerías circulares con las verdes celosías festoneadas de enredaderas. Se entrevén al pasar hamacas y mosquiteros, muebles de color claro sobre las esteras, los grandes cortinajes contra el sol ardiente y deslumbrador: el home británico, tranquilo y confortable, bien acolchado de comodidad material y de egoísmo. Entre las flores, en los céspedes de terciopelo, los niños juegan y rien. Por todas partes, los inmensos cocoteros rayan con sus abanicos obscuros el cielo[139] pálido; las palmeras reales dominan los techados con sus alas cruzadas como aspas de molino; los bananeros encorvan sus enormes plumas verdes; los cachús de follaje deliciosamente tierno columpian á la brisa sus frutas redondas, semejantes á mangles purpurinos. En una verandá, sobre el balcón donde se retuercen las orquídeas caprichosas, una joven juega con un mono suelto.

En las veredas, en los umbrales, alrededor de las casillas de tablas invadidas por la vegetación y la humedad, los negros pululan: jamaiqueños robustos, trabajadores, militares y marinos que afectan ya la tiesura inglesa bajo el rojo capillo del soldado ó el casco de corcho del policeman. Los vuelvo á encontrar á orillas del mar, en una larga faja verde donde, antes del baño, juegan frenéticamente al cricket. Á las cuatro de la tarde todas las casas de comercio cierran sus puertas, y los empleados, blancos, negros, mulatos, se arrojan á la playa.—Si á la aptitud colonizadora y al prestigio autoritario juntase el pueblo inglés el sentimiento generoso y humano del latino, acaso lograría hacer hombres con estos negros jamaiqueños, quienes, por otra parte, son en todo sentido superiores á nuestros «compatriotas» de la Martinica y Guadalupe.

Salimos de la población y atravesamos una verdadera selva, por un camino umbrío y musgoso que me trae recuerdos de Fontainebleau. El silencio crepuscular es completo, imponente, religioso: tan absoluto, que un imperceptible rumor en la zanja vecina atrae mi atención, y diviso un enorme langostín azulado que arrastra en los juncos sus patas de lisiado. Cerca de una cabaña una negrita está pescando en una acequia: al verme, arranca bruscamente su anzuelo con un grito: fish! en una carcajada que dibuja una faja de marfil en su jeta de caoba. Me río del gracioso ademán, y queda contenta como[140] una cómica aplaudida. Asoman las primeras estrellas; la luna nueva dibuja hacia el oeste su fino creciente de oro que, bajo el vago globo ceniciento, remeda una pestaña rubia orlando un cerrado párpado. En toda la noche quisiera yo salir de estos senderos sinuosos, de estas bóvedas sombrías, llenas de calma y encantamiento; pero mi cochero da señales visibles de inquietud por el extraño viajero que lleva, y hay que volver á la población,—donde no tengo nada que hacer, nadie á quien ver, fuera del alemán «carambolero».

Son las ocho de la noche; no me queda siquiera el recurso de comer, habiendo almorzado á las cuatro. Voy á mi cuarto, enciendo una lámpara de petróleo y empiezo á tomar apuntes en mi cartera; pero, á los cinco minutos, las mariposas nocturnas acuden á la luz, lloviendo en mi cabeza como copos de nieve, y el zumbido de los mosquitos me amenaza ya con una noche toledana. Hay que cerrarlo todo y salir: fiant tenebræ! Me siento en el mirador que domina la calle. Enfrente del hotel, en un marco de altísimas palmeras, una iglesia gótica yergue su masa aguda; me la han nombrado ya: es Saint-Mary’s Parish, de la comunión episcopal. Está iluminada y la campana llama al oficio. ¡Toma! he aquí un programa; precisamente hace ya algún tiempo que no he oído vísperas ni sermón. Creo que en estas alturas no debo reparar en pelillos ortodoxos, y, aunque católico, espero que esta función episcopal me será abonada en cuenta. Voy á la church.

Una larga nave obscura que las lamparas de petróleo no alumbran distintamente sino hacia el fondo, como en el escenario de Bayreuth; el interior está desnudo, pintado de blanco, salvo la bóveda de caoba; en el extremo opuesto á la entrada una reja de madera, ahora abierta, deja ver un altar muy sencillo,[141] dominado por un alto crucifijo de ébano. Á la derecha, un reloj de pared señala, además de la hora, la nota del falso gusto nacional y burgués. Á la izquierda, un órgano de pedal, abierto, con la lección del día en el atril. Todo el resto del templo está ocupado por filas de bancos con asientos numerados, dejando en medio una calle estrecha. Me siento en el fondo, bajo una lámpara, y me pongo á leer la hoja impresa de los cánticos. Lentamente, en largos rosarios silenciosos, los fieles se deslizan y ocupan los asientos. Abundan, naturalmente, las negras grotescas, con sombreros de flores y trajes de carnaval. Aquí y allí, algunos negros cansados se acomodan para descabezar un sueño. El clero hace su entrada por una puerta lateral: un sacerdote inglés, joven y robusto, con estola y sobrepelliz—de aspecto casi católico;—y luego, otros clérigos subalternos, diáconos mulatos de mala estampa y solapada catadura. Juntas con éstos, sin duda para marcar la jerarquía social, entran también algunas damas blancas, dos ó tres niñas, mujeres é hijas de residentes ingleses; por fin, dejando una estela luminosa en la obscura muchedumbre, una joven alta y elegante, de vestido blanco, sombrero y guantes negros, se dirige hacia el altar y se sienta delante del órgano.

He admirado por detrás su silueta airosa; y ahora sigue dándome la espalda, pronta para preludiar. De su cuerpo no distingo más que la nuca blanca y los rizos dorados debajo del sombrero Gainsborough. Y gusto de figurármela muy bella, muy extraña á este medio vulgar; rechazo el pensamiento de que pueda pertenecer á ese pertiguero, gangueador de responsos anglicanos. Así, á la distancia, posando sus manos blancas sobre el teclado de marfil, basta para la ilusión de una hora. ¡Oh! ¡que no se vuelva, que no me enseñe el perfil ingrato y seco de una mujer de pastor!

[142]

Con una breve entrada del órgano principia la ceremonia: el instrumento me parece bueno y, por supuesto, la ejecutante eximia. Á poco, las frases amplias y solemnes de los cánticos ingleses, que podrían ser de Haendel, desenvuelven hasta la bóveda sus lentas ondulaciones, cual espirales de un incienso místico. Las negras no chillan ni desafinan; en pos del órgano sonoro arrastran su murmullo vergonzante, tímidas y humildes hasta en la oración. Y el pobre rebaño obscuro, condenado á la servidumbre después de la esclavitud, balbucea esos cantos de esperanza y libertad, como si para él existiese en parte alguna, antigua ó nueva, la engañosa tierra de Promisión:

A land of sacred liberty
And endless rest...

El ministro se adelanta, robusto y corpulento; recuesta en la reja su espalda y, con voz fuerte y acento convencido, pronuncia su sermón, evidentemente dedicado á la parte «decente» del auditorio. Lo que logro entender de paso, por entre las repeticiones y las anticuadas formas oratorias del púlpito, revela siempre al insular emprendedor, al colono conquistador del mundo. Su Providencia, seguramente inglesa, maneja el mundo como una inmensa factoría. Lejos de descansar después de la labor de los seis días, ella es quien fomenta el progreso humano con su eterna actividad. Y el orador enumera esos progresos modernos: los ferrocarriles, el telégrafo, la navegación, etc. Describe á su Dios omnipotente, con los atributos de un presidente ideal de compañía limited que tuviera en el cielo su asiento social. La voz se hincha para celebrar la magna obra britana; en cada frase, las voces energy, struggle, victory, civilization, retumban como los ¡quién vive! de un[143] nocturno campamento. En este perdido rincón del nuevo continente, ante este auditorio de aldea colonial, el orgulloso civis sum romanus estalla soberbiamente, y, acaso mejor que bajo las bóvedas de Westminster, proclama el secreto de la grandeza nacional, debida toda á la energía del individuo, á la sólida organización del hogar,—más compacto cuanto más aislado,—y, sobre todo, á la fe inquebrantable del ciudadano inglés en la solidaridad eficaz, en la omnipresencia de esa madre patria, cuya égida gloriosa, en cualquiera latitud, en el cantón más ignoto del mundo, le cobija y alumbra como el sol!

Los negros se han dormido al runrún oratorio, y menean á compás sus motas de astracán. Sus compañeras agitan perdidamente las pantallas de palma. Por las abiertas ventanas de báscula entran mariposas nocturnas, ráfagas de aire tibio cargadas con vagas armonías lejanas, fragancias de jazmines y rosas que luchan con el petróleo de las lámparas y el husmo indefinible de la concurrencia. Después del retornelo indicador del órgano, un último canto se levanta, de una amplitud imponente, de una dulzura infinita. Acaso bajo la influencia de la hora, de mi situación, de los versos que leo en mi cuaderno y me traen reminiscencias de la Oración por todos de Víctor Hugo, me invade un sentimiento extraño, mezcla de angustia y lasitud. Me siento solo, abandonado como un náufrago en las soledades de la noche y del mar, lejos, muy lejos de todo lo que amo y me pertenece. Paréceme que una atmósfera disolvente y mórbida hubiera ablandado mi fibra viril, y me anega el alma una tristeza de agonía.—¡Tan breve es la vida, tan frágil, tan precaria! ¿Cómo se puede acortarla aún con la ausencia, aventurar en un viaje incierto la ración de felicidad íntima que el avaro destino nos depara, y tentar con la voluntaria separación á la desgracia que nos acecha? Solo,[144] olo, solo en el vasto mar ... ¿por qué con tanta porfía vuelve á mi mente este monótono sollozo del viejo marinero inglés?[9] ¿Qué sér amado está muriendo lejos de mí á estas horas, y me manda en algún magnético efluvio del alma su postrer adiós? ¡Oh! nunca, nunca más, sin duda, volveré á reirme y á ser feliz!...

El canto continúa, salmódico y adormecedor; parece que ahora despidiera una como virtud confortante. Paseo una vaga mirada por la asistencia; todos esos seres humildes y sacrificados están de pie, como si arrojasen por una hora el fardo de su hombro magullado. Si ello fuera cierto, su ingenua creencia sería legítima, y dejaría de ser vana la oración. Pero ¿quién volverá el alma pródiga al hogar de la fe?—Y con todo, las sectas groseras y estrechas, las huecas fórmulas nada prueban en contra de la religión absoluta é inmortal. La impotencia eterna del artista para realizar la obra perfecta, más que una negación de la belleza suprema, es su eterna afirmación. ¿Qué saben nuestras miopías, y los tanteos efímeros que llamamos leyes naturales, de lo que pasa más allá? Si en algún planeta de nuestro sistema existen seres sin el sentido de la vista, han de negar la existencia de las estrellas y del cosmos inaccesible, con la misma lógica que nuestra ciencia positiva y fragmentaria niega la categoría del ideal y arranca al inconsciente universo su conciencia ignota é innominada ¡sólo porque nuestra ignorancia le diera nombre y la llamara Dios! Y aunque fuera estéril la plegaria como súplica candorosa á lo desconocido, sería acaso fecunda como comunión espiritual y llamado «telepático» á las almas que[145] con nuestra alma palpitan, allá lejos, fuera del límite que nuestros sentidos pueden salvar.—Prestaban nuestros padres al mundo visible una figura elíptica: ¿quién sabe si no fué su ilusión un símbolo sublime, y si en la tierra, para los seres distanciados, la transmisión más eficaz no es la palabra alada que parte del foco íntimo, vuela hacia arriba y, después de tocar cualquier punto de la bóveda ideal, desciende más vibrante y tiende al otro foco conjugado su infalible vuelo?

Presto atención, ahora, al canto de aquellos anónimos desheredados que, sin embargo, tienen algo que dar; escucho y tal vez murmuro con ellos, acompañándolas con un comentario interior, las palabras rimadas sin arte, pero impregnadas de humana ternura y santa sencillez:

Remember all who love thee
And who are loved by thee;
Pray, too, for those who hate thee,
If any such there be...

«Recuerda á los que te aman y son amados por tí ...» ¡Ay! ¿cómo no recordarlos, ahora más que nunca, cuando el corazón henchido de ellos se desborda y gotea al menor estremecimiento como una copa llena?—«Ora por los que te odian, si los hay ...» ¡Oh! no, eso me sería imposible, aunque supiese orar. En el acto de pedir por nuestros enemigos, se oculta el sentimiento más refinado del orgullo cristiano. Es más humano el desprecio, el olvido. ¿Para qué recordarles que el odio es casi siempre el disfraz de la envidia y la confesión más dolorosa de la impotencia? El que sabe hacerse justicia olvida la ofensa junto con el castigo, y no sabe odiar. Además, es una condición muy triste de la vida el que casi nunca tengamos enemigos por el mal que pudimos cometer:[146] los que nos aman siempre son los que de veras hemos hecho sufrir ...

Y termina la trémula plegaria, bajando el tono, hasta apagarse en un murmullo casi inarticulado de vergonzante súplica, cual si no se atreviera á pedir para sí propio el indigno pecador:

Then, for thyself in meekness,
A blessing humbly claim...

Sí, muy humildemente, pidamos para nosotros la bendición que nunca merecemos, porque en la conciencia más honrada la suma del mal es siempre mayor que la del bien. El demonio del egoísmo y del orgullo habita nuestras almas y rige sus actos con tiránica ley: pidamos la generosidad, la indulgencia, una comprensión cada día más lata del mundo y de la vida que nos conducirá á la pacificación, á la serenidad, raíz y flor de toda filosofía. ¡Oh! hombre, criatura de un día, ¿qué tienes que no hayas recibido? Tu madre, tu mujer, tus hijos son dádivas gratuítas de la naturaleza: Ecce hæreditas Domini! Antes de la tarea concluída has recibido el galardón: da las gracias por todo ello á la Bondad eterna; levanta en el silencio tu plegaria efusiva, sea cual fuere el templo en que te toque orar. No temas que tu súplica se pierda en el vacío: si ha sido sincera, te digo en verdad que sin traspasar tus labios ya encontró su ignoto destino. La meditación solitaria ha ennoblecido tu pensamiento; tu oblación ingenua, derramada como una abundancia, ha dejado tu alma limpia como una piedra de altar: has orado en tu corazón purificado ¡y allí dentro está tu Dios!

[147]

Progreso.—Mérida de Yucatán.

Hemos embarcado en Belize á cuatro pasajeros para el próximo puerto de Progreso, en el Yucatán: dos hondureñas, madre é hija, un yucateco, física y moralmente redondo como una O, y, por fin, un viejo dentista inglés, ciudadano americano y residente jamaiqueño, acorchado y arrugado como una pasa, el cual recorre la América Central hace treinta años, desquijarando á sus semejantes de cualquier pelo y matiz. Las dos señoras mestizas hablan una jerga singular, mezcla de inglés, español y maya, con una vocecita delgada y un acento lleno de equis que asemeja su habla estridente á un canto de cigarra. Habitan una aldea del interior, Orangewalk, y recuerdan de su pequeña patria con una ingenuidad enternecida. El yucateco es mulero, mayordomo de hacienda y sobre todo jugador al monte «de mucha suerte». Toda esa gente me cuenta sus vidas y milagros con sorprendente naturalidad. Los cuatro han traído apetito de náufragos; absorben el comistrajo de á bordo con una voracidad insaciable. El equipaje de la muchacha consta de una guitarra envuelta en sarga verde; y de noche, en la toldilla, tenemos una pequeña sesión musical. Canta sin mucho desafinar, con su voz de fonógrafo que parece llegar de la bodega, tonadas criollas y canciones inglesas—sin que falte el inevitable Home, sweet home!—que la madre acompaña á la sordina. Pero ¡hemos despertado al gato que dormía! Al rumor de la música, el dentista ha abandonado una partida de poker con el contador, para exhibirse como cantante de ópera. Su repertorio data de medio siglo: lo adquirió en Méjico, durante la primera presidencia de Santa[148] Ana; pero la cruel naturaleza le ha dotado de una memoria tan extraordinaria como su facultad para desafinar. Con voz cabruna y acento indescriptible bala infatigablemente las arias y cavatinas de Don Pasquale, del Elisire d’amore, de la Sonnámbula. Estoy aterrorizado: no son más que las nueve y está en capilla el Barbero, de Rossini. Pero, después del Ecco ridente, ya no resisto más. Á grandes males grandes remedios: le corto el resuello en el umbral de Una voce poco fa, para decirle resueltamente: «Vea usted, dóctor, si ha de seguir cantando, más bien ¡sáqueme una muela!» Aunque se lo digo en tono de chanza, me he hecho de un enemigo más; y el dentista melómano no me dirigirá la palabra hasta Progreso, el próximo puerto de Mérida del Yucatán.

Es Progreso un punto cualquiera de la costa, donde la casualidad ha fijado el embarcadero comercial de la provincia; no tiene fondo ni abrigo alguno contra las rachas del viento norte, que suelen ser terribles. Tenemos que anclar á cuatro millas, y no hay otro medio de comunicación que los botes de vela. El capitán me aconseja que no baje á tierra; en todo caso, habré de estar á bordo al día siguiente antes de las doce, hora en que «infaliblemente» se zarpará ... Vacilo un momento; pero estoy tan cansado ya por mi régimen celular, y tanto me pondera el yucateco las bellezas de Mérida,—una ciudad de cuarenta mil almas, llena de lujo y de «comodidades»,—que resuelvo la expedición: en suma, no son sino unas treinta millas de ferrocarril ...

El viaje de desembarco es un poco más largo que el de Belize: son las once y llegaremos á las tres de la tarde, á buena hora para el tren. Bajo el sol vertical, el mar reverbera insoportablemente; procuro una ilusión de sombra bajo el ala de la vela latina: sub umbra alarum protege me. Dejo colgar[149] mi mano en el agua y de vez en cuando me refresco la cabeza; pero el patrón me la hace retirar vivamente con historias de tiburones. Al fin tocamos la playa arenosa; un muelle estrecho está obstruído por los fardos de henequén; y en todas las calles de la dispersa población, circulan las vagonetas decauville, transportando el valioso textil. Es una «pita», pero de calidad superior á la nuestra y aun á la de Filipinas, debido á la sequedad del clima y la incomparable aridez del suelo.—Años atrás, era el Yucatán el Estado más pobre de Méjico: en sus rocas calcáreas sólo alcanzaba á vivir este agave de aspecto ceñudo y hostil, emblema de la desolación: ahora se exporta anualmente por valor de diez millones de pesos oro. ¿Quién sabe si las pencas de nuestro pobre Santiago no serán algun día plantas de bendición, más que esa caña dulce, de amarga memoria?

Tomo el tren de Mérida—¡nombre encantador que evoca por consonancia versos bucólicos de Garcilaso!—y durante dos horas cruzamos por una Arabia pétrea donde las hileras de henequén erizan sus puñales verduscos. Por todas partes, los rieles estrechos costean los cercados de piedra; una mula arrastra el diminuto tren de carga hasta la próxima estación. Nada más tétrico que el aspecto de la árida comarca, con su espinosa vegetación sin un asomo de humedad, sus habitaciones de pedriza blanca cubiertas de paja entretejida, sus habitantes chamuscados y curtidos como iguanas por la fiebre y el sol. Los indios pululan en las estaciones, unos en busca de agua, otros vendiendo tunas y pantallas. Los hombres visten el calzón blanco y la camisa corta, con el ancho sombrero cónico de enorme cordón plateado que se ha perpetuado desde los siglos de Palenque y Uxmal. Las mujeres macizas y rechonchas, con la tez de ladrillo y la aguileña nariz tulteca, llevan[150] sobre el huipil escotado y sin mangas el corto fustán con franja de colores, informe remedo de la romana clámide; retuercen el grueso pelo lacio en dos enormes «porongos» laterales que el viento mueve como boyas, al propio tiempo que pega la camisa flotante sobre su hidrópica desnudez. Ello es horrible; y si, como dicen algunos, era de esta raza y estampa la famosa Marina de Hernan Cortés, en verdad os declaro que el «conquistador» no ha robado su gloria. Hablan una lengua gutural, azotada de consonantes desgarradoras y sibilantes, que recuerda un paseo por sus montes de pencas y abrojos, y en cuya áspera contextura los nombres más dulces parecen estridentes chasquidos de platillos y cobran un aspecto de ferocidad. Segun el Arte del idioma maya, que he adquirido á peso de henequén: «amar» se dice Ocobxhal; la «querida», responde á este suave llamado: Ixkakatnatzucil—también ¡así será ella!—y esa «Marina» de Cortés á quien antes aludí, se apellidaba correctamente Malintzín.

Mérida es la ciudad del calcio, como Iquique la del nitrato, y va de química. El suelo, las calles, las casas, las gentes, los árboles escasos y desmedrados: todo desaparece bajo una capa de cal. Si las mujeres usan albayalde, no tienen perdón de Dios. Me toca recibir un aguacero al poco rato de llegar, y la lluvia transforma los caminos cóncavos en charcos de leche caliza. Todo está blanco, inexorablemente blanco; las desiertas calles se alargan como zanjas de yesera; y tomo una reunión de escribanos y alguaciles, bajo los arcos del cabildo, por una huelga de molineros. Recorro la ciudad en una calesa forrada de latón, que me trae encontrados recuerdos de cajón fúnebre y conserva alimenticia. El cochero que me arrastra por las canteras parece impacientarse con mis indicaciones y, viendo[151] que no llevo bastón, me alcanza una caña, explicándome su empleo tradicional. Es una incorrección y casi una ofensa mandar de palabra al conductor: hay que tocarle el hombro con el bastón en cada esquina; palo en el hombro derecho, y tuerce á la derecha, etc. El método es tan sencillo como eficaz. Sin embargo, si llegara á ser concejal de Mérida, propondría, como «amante del progreso», prolongar las riendas del jaco por entre las orejas del cochero.—En los intervalos de esta paliza reglamentaria, observo la población ingrata y monótona. Edificios públicos, iglesias, fondas, colegios: todo es de una vulgaridad blanquecina y terrosa. Al fresco del reciente chaparrón, algunos naturales sacan las cabezas por las caprichosas claraboyas recortadas en forma de trébol en sus puertas y ventanas; las mujeres parecen mestizas feas, rojizas ó desteñidas por el polvo ambiente; me miran pasar con aire soñoliento, restregando sus ojos hinchados por la siesta.—El recuerdo más curioso de mi excursión es un dato antropológico que confirma una de las leyes transformistas: la adaptación de un órgano á su nueva función. Aquí los aguadores y esportilleros llevan la carga en la frente, en lugar de la espalda. No teniendo que emplearla en pensar, lo que sería una sinecura, la cabeza ha vuelto á ser para ellos una vértebra, como en su origen anatómico. Traen en el cráneo, como el buey su yugo, una gruesa cincha de cuero de cuyo extremo cuelga una tinaja de barro que les golpea las caderas, á modo de cartuchera monumental. Ello es muy ingenioso, para yucatecos.

Se come bastante bien en una «Lonja» casi lujosa; y después de tanto régimen sajón, la cocina española me sabe á maravilla. Allí trabo relación con un «hortera» catalán que me lleva á Itzimná, una aldea de paseo y romería, dotada con todos los encantos de la civilización: rifas, caballos de palo,[152] órganos de manubrio, etc. La vuelta en el tranvía repleto no carece de amenidad: observo los perfiles, procurando encontrar el rasgo diferencial que separa á «mestizos» y yucatecos puros—pues mi amigo de á bordo se ofendía esta tarde cuando yo llamaba «indios» á los primeros. Vano empeño: ni por el tipo y la lengua, ni por el traje los puedo distinguir. Los vestidos blancos europeos tienen el mismo corte que los «fustanes»; y el acento español de los mestizos, con su txin txin de grillo próximo á cantar, me produce el efecto del maya más castizo.

La posada en que he parado, por recomendación de mi compañero de viaje, es una abominable barraca, y la noche es cruel en mi hamaca de tortura, librando hasta el alba descomunal batalla con los mosquitos. Al fin me han vencido; y cuando entra á las ocho mi yucateco, más que nunca entusiasta de su Mérida «para él dulce y sabrosa», necesito verdadera magnanimidad para ponerme á su nivel. Con todo, no resisto á enseñarle mis manos entumecidas—¿por qué será que la toilette matinal incita á la chacota?—diciéndole con gravedad: «Sabe usted cómo llamamos los sabios á este mosquito?»—«No, señor».—«¡Es el mosquito de cascabel!»—Confiesa que no lo sabía, y recoge el dato científico para su hija, que tiene escuela.

Después de una hora de espera en la estación, nos anuncian que el tren no saldrá porque el de Progreso ha descarrilado en la mitad del camino. El administrador me colma de datos y atenciones; pero cuando le hablo de despachar inmediatamente un tren de socorro y trasbordo, me mira con estupefacción: «¡Ah! no, señor; hasta mañana no se podrá.» Pero, ¡hay un tren á las cuatro, por otra línea, más larga!... Hablo de tren expreso, de coche, de caballo: todo es imposible.[153] Y veo, en un segundo de sombría perspectiva, el vapor en marcha para Veracruz; mi equipaje tirado en el resguardo, abierto, saqueado; y yo, esperando una semana en esta dichosa Mérida al vapor de Cuba, con dos ó tres libras en el bolsillo por todo capital, cual otro Judío errante ... Dirijo una rápida mirada á mi acompañante; pero tiempo há que le medí: como decimos allá, por el Salado, ha de ser «penca de poca grana». ¡Siquiera fuera yo jugador de monte, y de «mucha suerte» como él! Maquinalmente, palpo mi reloj en el bolsillo. ¡Pobre viejo compañero mío, si habrá de rematar sus correrías en uno de los numerosos empeños de Mérida!...

Me dirijo al telégrafo, un tanto mohino y cabizbajo. No había calado mal á mi compañero. Por el camino me viene prodigando los consuelos platónicos: ¿qué importa una semana? tendré tiempo de conocer la ciudad, etc., etc. Le interrumpo, exasperado: «¡Pero no tengo plata, ni ropa, ni nada, todo ha quedado á bordo!» Á los tres minutos, mi buen compadre descubre que está muy apurado: le han brotado de golpe «un porción de quehaceres urgentes» que le obligan á dejarme. Sin saber cómo me entra súbitamente un acceso de risa tan incoercible y comunicativa, que él mismo se ríe también. «¡Vengan esos cinco yucatecos!»,—y nos separamos entre los arpegios de carcajadas que nunca se podrá explicar, ni con el auxilio de su hija, la maestra de escuela.

¡Incauto merideño! hubiera salvado la honra y atrapado otro buen almuerzo con esperar cinco minutos más. La agencia de Progreso me contesta que, por la marejada, el Engineer no concluirá su descarga hasta la tarde. ¡Respiro! Y me encamino solo á la «Lonja» hospitalaria.

Pero ¿cómo matar este terrible día, bajo un sol que á cada instante raja las pesadas nubes preñadas de tempestad?[154] No es posible almorzar durante cinco horas. Y vago por las calles achicharradas, en mi calesa de latón, zurrando sin piedad á mi cochero. Visito la Catedral, Santo Domingo, que tiene pinturas sorprendentes, aun después de todo lo que he visto en Sud-América, me apeo en las sorbeterías, en una «Librería meridiana» cuyo nombre así puede derivar de «siesta» como de Mérida ... ¡llego hasta comprar una Historia y geografía del Yucatán: me siento capaz de todos los excesos. Me meto por una escuela cuyo salón de estudio tiene por mobiliario un pizarrón, una tinaja y dos docenas de ganchos embutidos en la pared, para las hamacas. Vuelvo á caer fatalmente á mi «Lonja» de partida. Allí encuentro á un estudiante de quinto año, mestizo mofletudo, con un libro en la mano izquierda y una copa de «cognac» en la derecha. El libro es la Química de Pelouze y Frémy. Como el colegio no tiene laboratorio, parece que el alumno practica sus análisis en el mostrador. Recojo algunos datos respecto del personal docente, el plan de estudios, los sueldos. Doy un grito de admiración al saber que ¡cada catedrático percibe 200 pesos! Pero tengo luego que envainar mi entusiasmo: son 200 pesos anuales, por diez meses de lecciones diarias ¡20 $ al mes! ¡Y faltan brazos para enfardar henequén!

En la estación, encuentro á mi cantorcita del vapor con su inseparable guitarra. Pero ¡basta ya de guitarras, y de tonadas mayas, y de vestigios de Mérida! En el tumulto de la tormenta que se ha desplomado y del granizo que bate redobles en los techos de zinc, me arrincono en el vagón y me hundo en la lectura de mi tratadito de marras. ¡Ahora no se dirá que descuido la geografía! La aprendo con frenesí; el Yucatán es mi cabeza de turco: conozco sus bellezas naturales de Chacsinkin á Maxcamú; hasta me atrevo á afirmar[155] que las «hazañas espartanas» (página 60) de los hijos de Tiximin y aun de Toxkokob ya no tienen para mí muchos secretos ...

Continúa la lluvia, el tren se arrastra jadeante y, á boca de noche, hago en Progreso mi entrada poco triunfal. El furioso viento norte levanta la arena húmeda que me azota el rostro. La agencia ha despachado ya su último bote con la correspondencia; el Engineer tiene izado su gallardete de leva. Por otra parte, me aconsejan no embarcarme con este temporal. ¡Quedarme una semana en el Yucatán, sin tener siquiera los medios de organizar una excursión á las admirable ruinas de Uxmal! Prefiero arriesgar el bulto. Encuentro en el muelle á un botero que me exprime á su gusto; pero fleto el bote y, por sobre las embarcaciones amarradas que bailan alegremente, llego á nuestra cáscara de nuez. El patrón se sienta á la caña, el muchacho empuña una gafa y nos empezamos á mover. Hay marejada, pero la cosa no me parece tan fiera. Estoy sentado al viento, en el canto de la borda y, en són de broma, pregunto al patrón si será caso de volcar. «¿Quién sabe?» contéstame mal humorado; y luego para infundirme valor me cuenta ¡que una vez fué á bordo con peor tiempo! El muchacho va á alzar la vela y me grita: ¡agárrese, señor! Siento un formidable flic-flac de la lona en su amura vibrante, una brusca sacudida que tumba el bote á la banda; embarcamos un paquete de mar que me baña de la cabeza á los piés, y comenzamos á correr con una velocidad vertiginosa. El muchacho me amarra en un gran pedazo de lona, como un salchichón; y así, estribado contra la borda, la espalda á la ola, pudiendo apenas respirar y sudando la gota gorda bajo mi capucho, me dejo llevar á donde quiera Dios. Bajo el viento de través, el bote se recuesta más[156] y más, rozando el agua como golondrina de tormenta y embarcando á cada segundo. Por una rajadura de la lona, alcanzo á ver con un ojo una punta de remo que espero agarrar á tiempo, y un listón de mar obscuro, orlado de blanco, que pasa con frenética rapidez. Siento que el viento arrecia á medida que entramos en el golfo desamparado; cada racha, ahora, salpica en el bote; y á ratos una ola mayor rompe en la borda con un rumor profundo, al que sigue un sordo crugido: doblo el espinazo bajo el derrumbe que me sacude hasta hacerme perder pie. Reina un breve silencio con sensación de parada brusca. Pero la barquilla se recobra y sigue volando, ladeada como ave herida. Confieso que me aburro un poco debajo de mi envoltura que apesta á pescado y alquitrán. ¿Cuánto hará que desaferramos? ¿diez minutos, dos horas?... De repente, la voz tranquila del patrón: ¡Échale un cabo! Me sacudo y asomo la cabeza: el Engineer surge á diez brazas, negruzco, enorme, en las tinieblas lívidas. Ya están bajando la escalera; el capitán se asoma á la borda para espiar la ascensión; dos marineros quedan en el descanso para arponearme. La atracada está algo enojosa; el bote baila sin tregua arriba ó abajo del primer escalón, rebota contra la cadena y, cuando voy á asirme de una mano tendida, ya está á tres metros. No me gusta la maniobra y la yerro dos veces en la obscuridad. El capitán grita: Allow him to come up alone! (¡Dejadle subir sólo!) Prefiero eso; me dejan libre y escojo el buen momento para engraparme en la cadena, alone! Llego á la cubierta con trazas de perro mojado, aguardando un fuerte jabón del capitán, por la demora. Me muele la mano de un apretón y me lleva á comer: A slice of bacon, sir?—y de puro asustado trago el tocino sin mascar ...


[157]

VII

DE VERACRUZ Á MÉJICO

Después de otros dos largos días de mar,—desde Progreso y Mérida,—cuando el capitán del Engineer me enseña en la punta de su anteojo, un poco al sud de la proa, el festón gris perla que remata en el nevado pico de Orizaba y es el estribo de la gran meseta de Anáhuac, cuéstame algún trabajo recordar que vuelvo á tocar en Méjico. ¡Son tan poco mejicanos esos bravos yucatecos que (sin desgarramiento) acabo de dejar! En hora prevista y acaso próxima, junto con el primer crugido del bastidor constitucional que disimula apenas la dictadura de Porfirio Díaz, bastarále al Yucatán condenar el paso estrecho que por Tabasco le sujeta á la fábrica federal: quedará suelto, á manera de un pabellón aislado—de arquitectura un tanto original. Más que á Méjico, es á Guatemala á quien se adhiere fuertemente, como el Río Grande al Uruguay. Entre Mérida y Veracruz no hay por ahora más vía de comunicación que la marítima. Ahora bien, como vínculo de nacionalidad tal conexión es en extremo laxa y deficiente. En sociología, lo mismo que en física, el agua es mala conductora del calórico.

[158]

Los griegos confundían istmo y estrecho bajo una sola designación. No tenían el concepto vasto de la nacionalidad: un archipiélago no forma una patria. No llegó nunca á la unidad la misma Grecia continental, con sus costas acuchilladas por senos y promontorios, sus golfos obstruídos de sirtes é islas múltiples, centinelas avanzados de las rivalidades y dialectos locales. El líquido elemento, tan complaciente para el tráfico y las colonizaciones, conserva las distancias y se opone á la intimidad política. Las provincias no están reunidas, sino separadas por el mar: Oceano dissociabili, decía Horacio. El canal de San Jorge ha influido más que otras causas históricas,—acaso dependientes de la física,—para que Irlanda quedase infinitamente menos inglesa que la asimilada Escocia. Á despecho de la proximidad y las tradiciones, la Sicilia no responde plenamente al estremecimiento nacional italiano: permanece siciliana, y el estrecho de Mesina es una solución de continuidad. Así entre nosotros: con hallarse á diez horas de Buenos Aires, Montevideo es otro mundo, el extranjero, á pesar del antiguo y siempre activo intercambio de los destierros políticos. Si en las horas de fiebre aventurera, hubiésemos echado un ferrocarril sobre Abra Pampa y la Quiaca, el sud de Bolivia sería hoy más argentino que la Banda Oriental. Lo que articula, en efecto, y emparienta á los grupos humanos, es el suelo resistente: el vertebrado esqueleto terrestre que guarda como una adquisición definitiva el rastro de cada progreso realizado, y donde cada nueva etapa de la caravana puebla un desierto ó terraplena un hueco de la civilización.

Por otra parte, el Yucatán no es mejicano, ni por la raza, probablemente tolteca, ni por la lengua local—maya—ni por la historia antecolombiana ó moderna. Siempre conquistado, nunca asimilado, se ha valido de cualquiera tentativa unitaria[159] del gobierno central para cortar la amarra federativa y hacer rumbo aparte. Á ratos, suele salir al mundo que poco se cuida de ello, una república de Yucatán, cuya existencia legalmente comprobada duró una vez hasta ocho años ¡lo que es sin duda edad provecta en estas Américas centrales![10] Hasta sucedióle al dicho y dichoso país considerarse muy vasto para una sola nación. Según la conocida ley de reproducción de los organismos inferiores, la república se escindió en dos, sin dolor: el Estado independiente de Campeche, tan ilustre en la tintorería, se puso también á intentar su ensayo leal, aovando á toda prisa su correspondiente constitución «campechana» ... ¡Dios mío! qué interesante y ameno sería todo ello, ¡visto de cerca y estudiado con amor! En Mérida, con estos ojos que la muerte cerrará, he recorrido—¡oh! ¡rápidamente!—una Historia política del Yucatán, en dieciseis volúmenes compactos y todavía inconclusa, ¡faltando lo mejor! Pero ¿dónde está el Meilhac iniciado y erudito, el Grosclaude convencido y formal, digno de cantar épicamente la Gatomaquia de estas democracias hispano-calientes?

En los tiempos de sus caravanas libertinas, la región era pobre y rendía poco jugo en el trapiche federal. Las cosas han cambiado merced al henequén, cuya fibra es incomparable para la cordelería. Su exportación se ha decuplicado en pocos años; en el próximo pasado, los Estados Unidos han absorbido por diez millones de dollars del textil yucateco, destinado principalmente al engavillado del trigo en el Far-West. Pero tal éxito ha despertado la infalible competencia. Mis amigos no dudan del triunfo y miran con desdén las jarcias y maromas[160] de Bahamas ó Filipinas. Parece, en efecto, que la pita yucateca deriva su excelencia de la misma aridez del suelo: á ser así, no hay peligro inminente ¡siempre que nuestro Santiago no entre en la lid!

La administración paternal de Porfirio Díaz no podía asistir impasible á este empelechamiento de «Cendrillón». Al momento ha decretado derechos enormes contra la exportación del henequén: es su manera de alentar la industria nacional. Después de sendas protestas los contribuyentes han tenido que ceder y pagar, según costumbre de los pueblos libres. Pero, si la población yucateca estaba ya cansada con el yugo azteca, no parece que el nuevo impuesto tenga la virtud de hacerla descansar ... Aztecas, toltecas, yucatecas: bien sospecho que para mis lectores toda esta micrografía ha de quedar algo confusa, fundiéndose los matices en la riqueza del consonante. Pero deben creerme bajo palabra: un abismo separa á unos y otros,—un abismo que he cruzado en dos días de navegación.

Con este preámbulo sólo quise explicar por qué, al desembarcar en Veracruz, parecíame que, como mi predecesor Hernán Cortés, pisaba por vez primera el suelo mejicano.

Veracruz.

Para ser justo, habré de decir, desde luego, que Veracruz lleva á Colón una ventaja enorme: la de ser, en lugar del principio, el término definitivo de mi accidentada travesía; por lo demás, tan repelente y siniestro como aquél,—con la decrepitud por añadidura, y algo que revela no sé qué convicción mayor, qué arraigamiento más incurable en el abandono pantanoso y la incuria malsana.

[161]

Al paso que vamos entrando en la rada abierta y casi vacía, la famosa fortaleza de San Juan de Ulúa emerge de su islote madrepórico. Los españoles la declararon «intomable»: sin duda habrán mudado de parecer desde que ha sido tomada por todo el mundo. Da lástima su estado de deterioro actual, y nos preguntamos qué fragmento sólido de esa ruina podría dar pretexto á otro bombardeo. Una tierra baja, hacia el sud, es la isla de Sacrificios: el «Jardín de aclimatación» de la intervención francesa que pobló su cementerio más copiosamente que todos los sacrificios humanos de la barbarie azteca. La «Villa rica de la Veracruz» alarga en la playa arenosa y palustre sus casas de azotea y desteñidas cúpulas. El primer aspecto es mezquino y desmedrado, pero el segundo es peor.—En mi desdén francés de la geografía, me imaginaba á la ciudad histórica con su puerto de fama secular, como á otro Valparaíso, ó, por lo menos, un Callao en plena actividad comercial, á pesar del clima insalubre: me encuentro con cinco ó seis buques fondeados[11], delante de una población húmeda y casi silenciosa. Las estadísticas más veracruzanas declaran un tráfico anual que es la sexta parte del de Montevideo: es este y por mucho el primer puerto de Méjico, que cuenta doce millones de habitantes. La marina de guerra está representada aquí por dos avisos de modelo anticuado, Independencia y Libertad (¡naturalmente!), que se herrumbran en el fondeadero, con su cañoncito á popa, arremangando la nariz. Su aspecto de incuria hace sonreir á nuestros oficiales ingleses. Á pesar de la corneta que prodiga sus toques de llamada, tres ó cuatro desbragados marineros se persiguen en la cubierta[162] del Independencia, juegan á empujones. Esta pequeña escena abre perspectivas sobre la disciplina de á bordo ...

Después de las visitas reglamentarias, dos botes atracan á nuestro Engineer. No soy rencoroso: prodigo los enérgicos apretones de mano á mis carceleros (A slice of bacon, sir?), y me largo con mi petate. En el trayecto, pregunto á mi botero—un gran diablo negro de piel flácida y como acardenillada—¿si la fiebre amarilla sigue prosperando en Veracruz? «¡Ah! no, señor, respóndeme consolante y satisfecho: ¡sólo hay vómito negro!...» Como se ve, la cosa varía de especie y quedo muy tranquilizado. Desembarco en un pequeño muelle, entre una docena de negros ó mestizos, sin mucha baraunda. Mi botero es también esportillero, carrero, etc., con más oficios que faenas; se ofrece para llevar mi equipaje á la estación, esta tarde ¡requisito indispensable para poder tomar mañana el tren de Méjico! Mi carrero-piloto, al ponerme al corriente, se expresa con admirable corrección, ¡acaso superior á la de los sacalaguas limeños! Ante este cicerone con aptitudes de Cicerón, tengo que velar sobre mi estilo y envainar mis vení y ché argentinos. Cuando el purismo desaparezca de Salamanca, volveremos á encontrarlo en el morro de un negro, bajo un portal de Lima ó Méjico.

En el resguardo, tengo que esperar el beneplácito de un grueso personaje que, en su uniforme descolorido y pasado, redacta su correspondencia: mi baqueano me informa en voz baja que ¡ese es el gran jefe! Al fin, se levanta el alto funcionario y preside personalmente á la apertura de los baules. Es severo, meticuloso, inquisidor; sus manos gordas atropellan mis ropas y papeles: un instante, se ha complicado la situación, á causa de una botella de pisco ... Con gran trabajo aplaco á mi galoneado cerbero; al cabo me deja libre de poner mis[163] cosas en orden, en la calle cenagosa y sin aceras. Ha llovido esta mañana, lloverá esta tarde: en la atmósfera gris y mal enjugada, vagan siempre algunas gotas disponibles que se asientan acá y allá. Me pongo en marcha hacia el Hotel Universal, detrás de mi carriola: queda á dos pasos, según me afirma mi guía; por otra parte, no se divisa un carruaje en todo el malecón.

El aire acuoso y el cielo bajo forman un ambiente pesado que, desde luego, fatiga el pecho y relaja los tejidos. Con aprensión invencible, se cree, se siente que se respira el miasma y la anemia. Compréndese demasiado cómo, después de algunas semanas, el debilitado forastero ha de buscar, sin encontrarla, su pasada energía: ha descendido á la miseria fisiológica del indígena, sin adquirir la relativa inmunidad de aquél contra las endemias mortales. El enfermo ha de perder pie en seguida, y el empobrecido organismo buscaría aquí, más vanamente que en Panamá ó Guayaquil, la reserva de fuerza indispensable para la reacción ... Durante la intervención francesa, las guarniciones de Veracruz se fundían como cera: hubo de apelarse á los africanos y criollos de la Martinica.

El aspecto de la ciudad es miserable y decadente: ningún carácter «propio»—sobre todo en el sentido francés de la expresión;—evoca la parte más vulgar de otras conocidas poblaciones hispano-americanas, algo así como el arrabal de Malambo en Lima, ó el de Ultra-Mapocho, en Santiago. Al llegar al hotel, situado en una pequeña plaza sombreada y enlosada, pregunto por el «centro» de Veracruz, el barrio elegante y concurrido: estoy en él ¡es esto!—Las eternas casas con saliente balcón de madera y ventanas de obscuras celosías, pero sin la nota pintoresca del Pacífico: se sospecha que no hay nada detrás que merezca ser visto, y que está puesto el[164] enrejado á guisa de tupido velo sobre una cara fea. Las calles en declive tienen su arroyo central lleno de cieno y hierba. Las lepras de humedad se pegan en las paredes, en los balcones, hasta en el papel de las habitaciones. Las inmundicias llenan las calles y, por todas partes, de los techos, de las cornisas, de los umbrales, nubes de buitres negros, de zopilotes enormes bajan á la calle para llenar su oficio estercorario. Véselos abatirse, gordos como rufianes, sobre los montones de basura, hundir en los detritos sus inmundos cuellos pelados, para asentarse luego en la barandilla del balcón donde, un minuto después, una mujer posará sus manos pálidas. Háse conservado religiosamente la innoble tradición colonial que delegaba en esos buitres «carroñeros» la limpieza urbana: un reglamento los manda respetar, bajo pena de multa. Los zopilotes representan una corporación, una institución municipal. ¡Y pululan! pareciéndome su inmundo desparramamiento, su infección visible y semoviente, mil veces peor que la inerte suciedad. Una fadeur nauseosa de hospital y cementerio se desprende de los edificios: un vaho de sutil podredumbre que llena las calles, se insinúa en las casas, se infiltra en los cuartos, penetra horriblemente las ropas y hasta las sábanas. Lo arrastro conmigo por donde quiera, á pesar de toda mi agua de Colonia; me repugna la fragancia de las flores en la Alameda, y ansío aspirar una acre fumigación desinfectante, un ambiente de agua fenicada ...

Vago por los empedrados; visito, por descargo de conciencia, la «Casa municipal», algunas iglesias, y hasta la estación del Ferrocarril Mejicano. Faltan ¡ay! doce horas para el tren libertador. Un chaparrón me arroja á una librería, compuesta de unas docenas de textos escolares y novelas españolas con otras tantas pizarras. Descubro un ejemplar del Teatro crítico,[165] roído de moho—¡nunca tendrá más que el estilo del autor!—y caigo en el conocido artículo de Los españoles americanos, donde se explica que en ellos «amanezca más temprano el discurso, por la mayor aplicación y continuada tarea de la juventud». ¡Excelente Padre Feijóo!...

Enfrente de la tienda se alza una iglesia restaurada: «San Francisco!» me dice el baratillero con satisfacción. Y cruzo la calle,—movido acaso por la vaga reminiscencia inconsciente de otro San Francisco que, ahora, comienza á irisarse en la memoria con el resplandor imaginativo de lo pasado, de lo desvanecido, de «lo que pudo ser», como murmura con tristeza inefable el simbólico é inquieto Rossetti:

Contémplame: mi nombre es Pudo-ser;
También me llamo Nunca, Adios, Es-tarde![12]

Desvarío aparte, compruebo que la iglesia es tan poco original como su nombre. Es la sempiterna arquitectura recargada y pintorreada del frailismo colonial, con sus capillas en escaparate, sus altares relucientes de oropel. Dominando el retablo, un gran Cristo sanguinolento comba en la cruz su torso magro, púdicamente envuelto en un calzón de bordado terciopelo, y lleva, en contorno de su rostro de yeso, bucles de doncella, «tirabuzones» de verdad, cortados en una frente de veinte años y ofrecidos como ex-voto de penitencia ó gratitud.

El hotel está regido por españoles, pero servido por criollos: naturalmente, rezuma incuria y desaseo. Tengo que librar batallas para conseguir una silla entera, una toalla casi[166] limpia, una almohada al parecer intacta. Pero la mesonera acude en auxilio de su mozo y me desarma en un pestañeo. En Veracruz—lo mismo que en Burgos ó Toledo—nunca he podido resistir á la ingenua filosofía española: á la patrona maciza y jovial que se para delante de mí, puesta en jarras, y, sin inmutarse por mis protestas y «franchuterías», raja mi indignación con esta ú otra salida: ¡Pero, hijo de mi alma, vamos á ver!... Quedo aturdido y acabo por reir.—Como en el patio, pues es preciso comer, á pesar de los zopilotes: un negro enjambre de moscas acribilla la mesa y me espera de pie firme; no hay ademán ni arbitrio que las espante, y caen en el sitio, como la guardia de Waterloo. Tomo el partido de sepultar mi pan bajo el mantel, mi vaso bajo un plato y así, con ayuda del mozo que esgrime una pantalla sin comprender tanto remilgo, pruebo algunos bocados, sin mirarlos demasiado.

La fonda—the leading hotel, dice mi guía yankee—da sobre la Plaza mayor, que es también el paseo público, enfrente de la catedral. Rebosa de follajes y flores, y su contorno rectangular está enlosado de mármol: es el lujo y el orgullo de la población, el «Santa Lucía» de Veracruz. Los «veracrucificados», hombres y mujeres, habituados al cascote de su empedrado, no pueden agotar la sensación deliciosa de resbalar en esas losas: es una moda elegante caminar ahí encima arrastrando los pies, como quien patina;—y desde mi cuarto abierto, después de media noche, seguiré oyendo la enervante resbalada. Á la tarde, los buitres aportan en bandadas y se forman en filas sobre la cúpula y los campanarios, como canónigos en cabildo: su espesa franja negra cubre balaustres y cornisas. Otras aves obscuras silban, pían, graznan insoportablemente en los follajes; no se percibe una nota dulce, un arrullo de tórtola. No parece sino que en Veracruz cualquier belleza natural[167] se presentase desviada, degenerada, pervertida. ¡De las flores abiertas, de las verdes espesuras se escapan los efluvios de fiebre y el miasma mortal! Las aves, que en otras partes son la nota alegre y juvenil de la naturaleza,—algo así como la obra inútil y encantadora del séptimo día,—no están aquí representadas sino por sus especies innobles ó displicentes: mirlos y urracas, que parodian el canto del ramaje, cuervos y zopilotes repugnantes: ¡los croque-morts de la ornitología!

Después de dos ó tres vueltas en la plazuela, quedo varado en un banco,—tan enervado por la volátil cencerrada, que veo llegar sin un estremecimiento la banda municipal, blindada de cobre, cubierta de galones y entorchados ... Por supuesto que, para hacer juego con los demás, debería de ser intolerable. De ningún modo: su desafinar no es intermitente, como el de otras bandas pretenciosas, sino homogéneo y diré metódico; los ritmos se alargan con languideces criollas que, para un programa de palomas y zapateados, están en situación. El mismo repertorio es una muestra de gusto relativo, en esta latitud: temía «selecciones» italianas ó «perlas de salón».

El «Todo-Veracruz» ha invadido la Alameda, á remolque de los trombones; se desarrolla lentamente en torno de los naranjos y magnolias, bajo la cruda luz que enternece los follajes. Damas y caballeros visten telas claras, llevan flores en el ojal, en el seno, en el cabello; se respira un ambiente capitoso de jazmines. Muchos jóvenes parecen raquíticos, achaparrados; al verlos arrastrar la pierna me ocurre que, para algunos, el patinar en la losa puede ser el esquema elegante de un vago reumatismo ó de la ataxia próxima. Las muchachas son menudas y frágiles, no feas en general ni mal emperejiladas, merced á la ausencia de imitación «parisiense»; algunas, bonitas, á despecho de su busto liso y su espalda estrecha[168] donde cae una trenza maciza; un encanto mórbido se desprende de su pintada palidez. No pocas, sin duda, están convaleciendo y, después de la desmayada siesta, han recobrado para la noche un poco de vida facticia y falote alegría.

Todo este pequeño mundo enfermizo ríe y juega durante una hora en los perfumes y la música. Los grupos tararean ó esbozan la habanera ejecutada, desbordantes de entusiasmo: ¡con razón la guía señala esta función al aire libre, entre los characteristics de Veracruz![13] Pero lo que arrebata al público, es la Marina sentimental y cursi que la concurrencia entona á media voz. Oigo este grito irresistible y farmacéutico en una boca de mujer: ¡Qué jarabe!—Son sinceros; experimentan ante ese ideal para horteras y esa tristeza de romanza la misma sensación estética que otros ante el allegretto de la séptima Sinfonía. Siendo el efecto idéntico, aunque procedente de causas tan diversas ¿quién decidirá en cuál hay mayor dosis de convención?... Y, desde mi alcoba, por la abierta ventana donde la velada luna llena me rememora el tragaluz del camarote, sigo las voces jóvenes que suavizan y algodonan las quejas desgarradoras de un pistón frenético: En las alas del deseo-¡mi ilusión la ve flotar!... Me duermo á medias en mi catre de lona, al compás de la mecedora canción; y, no sé cómo, atraviesa mi sueño el afeitado espectro de esa Inés de las Sierras, evocada y fijada por Teófilo Gautier en uno de sus esmaltes inalterables:

Nodier raconte qu’en Espagne
Trois officiers, cherchant un soir
Une venta dans la campagne...

[169]

El Anáhuac.

Después de una noche pasada en claro, bajo el ilusorio mosquitero, estoy en pie al rayar el alba, impaciente por tomar el tren de Méjico. En la sala de espera oigo protestar contra el madrugón: sin duda otros poseen una «virtud dormitiva» que triunfa del calor y de lo demás. Por mí, habríamos partido tres horas antes, perdiendo la vista de los alrededores de Veracruz, con sus médanos y chaparrales salpicados de infectos pantanos, donde algunos jacales techados de palma me traen recuerdos del Norte argentino. Bastaba abrir los ojos después de Soledad, para saludar de paso el Camarón de gloriosa y patética memoria[14]. El tren de la Compañía mejicana es bastante confortable, con su lujoso Pullman americano,—sólo que no hay nada para comer ni beber: almorzaremos en Esperanza, al filo de mediodía. La vía está admirablemente construída, y el camino hace olvidar todas las abstinencias: ¡es propiamente una maravilla!

La subida comienza á partir de Soledad; el ambiente se aligera, y, en el júbilo universal de la mañana, la naturaleza tórrida oculta su aspecto hostil para ostentar tan sólo su belleza. Cruzamos algunos puentes sobre arroyos tributarios del Atoyac, vamos trepando por entre la roca viva, con no sé qué[170] prisa por escapar de los lazos de esas «tierras calientes», cuyo abrazo es funesto como el amor de Circe. La vegetación de la zona ardiente revienta aún en las quebradas, intacta y omnipotente, á esta altura de 1500 pies; los cañaverales y cafetales extienden sus cuadrículas de verde más tierno en los valles y laderas. Alternan con los plátanos y las palmas comunes, los altos helechos y los izotes de latas rígidas; todavía estallan las vistosas orquídeas junto á los follajes obscuros de los guayacos y caobas, mezcladas á las flores rojas de los tulíperos. Pero esta naturaleza excesiva parece ablandarse para la despedida, y purifica su caricia malsana la brisa de las montañas próximas.

Enfilamos el túnel de Chiquihuite y, en seguida, un puente metálico de 330 pies corta la pintoresca cascada de Atoyac. Aquí es donde principia la ascensión, sobre rampas de cuatro por ciento, subiendo curvas que parecen insensatas, por entre paisajes espléndidos. Un orgullo humano me hincha el corazón delante de tanto prodigio realizado,—sobre todo al recordar que esta parte de la línea ha sido construída en medio de las revueltas, hace más de treinta años. En la delantera y trasera del tren, acaban de uncir dos poderosas locomotoras Fairlie para trepar la terrible escalera de Orizaba y Maltrata. Entusiasma verlas acometer la ruda tarea con su jadeo formidable y rítmico, arrebatando por arcos declivios de cien metros de radio, el tren articulado que retuerce sus vértebras entre la muralla de granito y el abismo ¡se tiene gana de aplaudir!

Subimos y giramos sin tregua alrededor del cambiante panorama. Primero se contempla el paisaje en alta perspectiva, luego se lo corta á nivel, para volverlo á ver todavía, desde el recodo superior, proyectado horizontalmente á modo de relieve topográfico. Durante media hora el mismo sitio se presenta[171] sucesivamente como montaña, meseta y valle profundo. Desde Atoyac hasta Córdoba, en veinte millas de trayecto, se sube de 1500 pies á 2800 sobre el nivel de Veracruz. Continúa la subida de la rampa abrupta por entre ese paisaje de hechizamiento. Cruzamos la honda y ancha torrentera de Metlac sobre un puente de acero que forma un cuarto de círculo de ciento veinte metros de radio y tres por ciento de grado, á una altura de 92 pies sobre la sima. El valle encantador de Orizaba, al pie de su pico nevado y resplandeciente, señala la entrada en las tierras templadas. La ciudad, blanca y alegre, se divisa bajo su velo matinal de jironada bruma, en su marco de espesa verdura, donde los robles y nogales se mezclan ya con los últimos esplendores del trópico. La lucha está empeñada entre ambas naturalezas; pero es la nuestra, la buena y sana vegetación alpestre, la que está pronta á vencer ... En la estación, me ofrecen mangles, pomarosas, granadinas que saben á tunas demasiado fragantes ... No; basta decididamente: creo que por algún tiempo no me harán falta ...

Seguimos la marcha, y á poco, en Maltrata, un enjambre de indiecitas frescas nos invaden con ramilletes de gardenias y violetas, nos cargan de canastillas llenas de peras, cerezas, albaricoques y fresas perfumadas. Me arrojo encima, la boca llena de agua, cual delante de un envío delicioso de la patria. ¡Qué desayuno! Se come más y más, se compra todavía, se hace provisión de flores y frutas; las banquetas del pullman se convierten en puestos de mercado ... Ahora, en la subida que continúa, la montaña ostenta la riqueza agreste de los Alpes y los Pirineos; erguidas encinas de calado follaje, olmos macizos, esbeltos alisos, abetos obscuros, desplomados en los declives y, más arriba aún, la pirámide aguda de un gigantesco ciprés. El aire fresco nos trae efluvios resinosos y salubres.[172] ¡Cuál se dilatan mis pulmones europeos, lejos de esas travesías debilitantes, de esas emanaciones perversas del ecuador! ¡Cómo se aspira la salud, el gozo de vivir, en el seno reconfortante de esta naturaleza septentrional! ¡Es ésta la verdadera madre de la humanidad civilizada, la nodriza robusta y dura,—y no esa querida criolla, con sus caricias llenas de traiciones, sus siestas lánguidas y enervantes, ladronas de virilidad!

Por todas partes: campos cultivados, aldeas de techos rojos en torno de los pintados campanarios; vacas y ovejas manchan alegremente las pendientes; los potros galopan en las praderas, la crin al viento: y ante esa fiesta de la tierra fecunda, esa plácida y eterna geórgica de la zona templada, un Salve magna parens vaga en mis labios, que se dirige á otras comarcas americanas, donde semejante espectáculo no es un mero accidente,—las que reservan á la Europa del siglo veinte sus campos de producción inagotable.

Prosigue la ascensión; franqueamos por instantes claros arroyuelos que trazuman de las paredes de granito, cortadas á pico y ya jaspeadas de musgo, con ramilletes verdes y azules en sus grietas húmedas. Ahora empieza á sentirse frío; andamos por la nubes; la roca viva desgarra á trechos el humus empobrecido. Pero la vida vegetal no desfallece aún: lucha y se transforma antes de sucumbir. Los pinos y hayas tenaces se engrapan en la piedra, se retuercen sobre los helados torrentes, como para resistir al llamamiento vertiginoso del abismo. El espectáculo reviste una grandeza indecible que aplastaría nuestra infimidad, si no se mirara siempre la valiente locomotora casi humana que sigue trepando, dominando la sojuzgada naturaleza, en su desdén soberbio de las quebradas y precipicios que atraviesa sobre un alambre. Se siente la embriaguez del libre espacio y de la altura, hasta que el próximo túnel da[173] breve tregua á la vista fatigada; pero, al pronto, una vaga vislumbre de tronera flota como un nimbo sobre la máquina, crece rápidamente, ahuyentando las tinieblas cual humareda, y el día claro resplandece de nuevo sobre un leñador que hunde su hacha en un tronco, un hato de cabras desgranado en la falda, un indiecito que arrea su burro y nos mira pasar con sus ojos tranquilos. Con todo, los grandes árboles se espacian más y más; la hierba rasa y los arbustos mezquinos anuncian la vecindad de los nevados y volcanes. Ya parece que toda fuente de vida vegetal esté agotada; cuando en Boca del Monte, cerca de la cumbre, á 8000 pies, un último bosquete de coníferas colosales surge á orillas de la vía, arrojando una suprema nota triunfal, á manera de un morituri de gladiadores que ostentan sus orgullosos músculos en el instante mismo de sucumbir. Son las sorpresas de la sierra tropical.

En Esperanza, estamos al borde del Anáhuac, cuya altiplanicie se prolonga hasta Méjico. Los maquinistas desenganchan las locomotoras Fairlie, y, durante el almuerzo, pienso que en seis horas hemos recorrido la escala vegetal que va desde la zona tórrida hasta las cumbres alpinas. También es aquí donde los trenes que se cruzan canjean su escolta de seguridad,—¡pues es cosa muy sabida que el bandolerismo no existe en Méjico desde el advenimiento de Porfirio Díaz!

Surcamos ahora la alta meseta de Anáhuac con su limitado horizonte que, hasta Méjico, forma un circo moviente de serranías. Alrededor del alto Popocatepelt, cuya nevada cumbre se esfuma en las nubes, los cerros menores apiñan sus grupos parduscos, como un rebaño en torno de su pastor. El tren sigue rodando hacia la montaña cercana sin alcanzarla jamás, cual si transportara consigo la oblonga meseta. La extensa llanura está muy poblada; á derecha é izquierda de la vía los[174] caseríos se suceden hasta las primeras ondulaciones de la falda; los campanarios rompen la monotonía de los cultivos: centeno, maíz, cebada, legumbres. Algunas haciendas alzan sus construcciones macizas, de gruesas murallas grises coronadas de miradores, cuyo aspecto participa del bordj argelino y del castillo feudal. Los indios hormiguean en otras labranzas, prontas para la próxima siembra. Á trechos, parches de aive, verdes juncales en las cañadas que traen mi recuerdo á nuestra frontera de Santa Fe ... Pero, ante todo, esta es la región del maguey: durante leguas y leguas, el agave productor del pulque alarga interminablemente sus hileras de dardos agudos, plantadas al tresbolillo.—No hablemos ligeramente de esta bebida nacional, tan necesaria para el pueblo mejicano como la cerveza para el germano, y tan simbólica como fuera el soma para los antiguos arianos. Desde el distrito de Apam, el Munich indígena, se lo despacha diariamente á Méjico en trenes especiales. Un imponente cuadro de Obregón, más reproducido que la venerada imagen de Guadalupe, consagra esta borrachera patriótica: desde su trono imperial de alta gradería, el Gambrinus azteca, profusamente emplumado, apura la primera copa del néctar divino: aquello se intitula La invención del Pulque, como si dijéramos la «Invención de la Santa Cruz»;—y no es para mí flaca satisfacción el que mi gusto concuerde con el de un pueblo entero, al declarar sin ambajes que la pintura es tan sabrosa como la bebida—y recíprocamente.

La lluvia ha comenzado en Esperanza y seguirá hasta Méjico. Naturalmente, me libro del polvo, que es el flajelo del Anáhuac; pero el frío se acentúa, tanto más cuanto que desde Lima acostumbraba dejar el sobretodo en el bagaje. No hay nada que ver entre la tierra obscura y el cielo gris; nada que leer, fuera[175] de un papelucho de Veracruz que me sé de memoria desde el editorial hasta los avisos del montepío ... Dirijo la palabra á mi vecino más apetitoso: resulta ser un viejo mejicano tartamudo, sordo á medias y «liberal» á enteras, que me toma por español y se deja caer á brazo partido sobre los franceses de la intervención. Me divierte infinitamente, y, por momentos, me temo que lo sospeche. Me enseña el antiguo camino real que ahora costeamos, donde un azteca de traje antecolonial camina descalzo tras de su asno, y, con sonrisa entre infernal é idiota, me explica cómo pasó por aquí de fuga el cuerpo de Lorencez, después de su derrota ante Puebla.—El rechazo fué muy real; en cuanto á la fuga, es tan cierta que, después de descansar dos días en los Álamos, casi bajo el fuego del fuerte Guadalupe, esperando vanamente á los vencedores que no intentaron salir, el general Lorencez estuvo á punto de recomenzar el ataque. Pero ¡tiene razón el inválido, lo mismo que los otros: 5000 franceses llevando el asalto á una ciudad fortificada de 75.000 almas, defendida por los 12.000 hombres de Zaragoza, bien artillados y parapetados tras de sus murallas: era partida igual y debíamos vencer! Y es por eso que el comandante Lefebvre, algunos días después, batía à plate couture al victorioso Zaragoza, cerca de Aculcingo, con el regimiento 99 de línea, haciéndole mil prisioneros; y también que más tarde, Bazaine,—de quien todo puede decirse, menos que no era valiente hasta la locura—con dos regimientos y su 3º de zuavos que nunca le abandonaba, puso el ejército de Comonfort en plena derrota, en San Lorenzo, cerca de la misma Puebla ...

Esos tristes recuerdos de historia, y otros más trágicos aún, me persiguen hasta la estación de Apizaco, donde arranca el ramal para Puebla. La lluvia sigue cayendo; el tren se ha[176] llenado de mejicanos. Muchos jóvenes «decentes» visten el traje nacional: la corta chaqueta de torero que deja ver el cañón del revólver, largo como un trabuco; el ajustado calzón con su hilera de botones metálicos y el enorme sombrero cónico con su grueso cordón plateado. Se disfrazan de «charros», al modo que los porteños cuando volvían de la estancia con el poncho y la bota, hace medio siglo. Instintivamente, me siento ante un anacronismo. ¿Será por ello que, al punto, me desagradan tanto esos falsos «piratas de la sabana», de aspecto melodramático y aire de fachenda, que soportan tan dócilmente á su don Porfirio?

El cielo bajo y anegado produce ya el crepúsculo en el vagón; me envuelvo en el zarape que he comprado á un buhonero y, desde mi rincón, miro melancólicamente las charcas del camino, rumiando esa lúgubre historia, esa «gran idea del reinado» que me hostiga sin cesar. ¡Han debido nuestros pobres soldaditos recibirlos más de una vez en su espalda y en su rancho, estos aguaceros que traen la fiebre!—Y sin que jamás un reflejo de gloria legítima, una llama de sentimiento patriótico recalentase el vientre vacío y el cuerpo aterido:

Petit pioupiou,
Soldat d’un sou,

Qu’as-tu rapporté du Mexique?...

¡Qué cosa podía traer el soldado, de esta aventura ambigua, tan obscura en su origen como en su real propósito, á no ser el hábito del merodeo y del desorden, la tendencia funesta á desconfiar de sus jefes,—todo lo que, más tarde, contribuirá á preparar el irreparable desastre!—El ejército asistía á las desavenencias de las autoridades civiles y militares: á las competencias codiciosas entre refugiados mejicanos y[177] agentes franceses; á esas organizaciones de «contraguerrillas» que recogían bajo la bandera de la Francia la espuma de la filibustería internacional; á esas cacerías matrimoniales de los Dano, Bazaine, Saligny; á esa lucha de intrigas entre sus generales y los Almonte y Labastida—clericales de salón y oficiales de antesala, dispuestos á vender á sus aliados como entregaran á su país, y que empujaban á Maximiliano por el camino fatal de Querétaro.

¡Pobre diablo de emperador en comisión, traído como un accesorio en los furgones del ejército extranjero! Hoy nos parece imposible que semejante empresa haya germinado en cerebros y corazones sanos, y todo se achaca á la alucinación de Napoleón ó á la corrupción de Morny, olvidándose que hombres como Michel Chevalier—una inteligencia y una probidad—que conocían á fondo Méjico y los Estados Unidos, apoyaron con vehemencia la funesta expedición.—He leído, en no sé qué casino ó club del Pacífico, un artículo de Claudio Jannet[15] en que se emite este pensamiento profundo bajo una forma un tanto romántica: Napoleón III releva le trône d’Iturbide sur la tête de Maximilien. ¡Un trono sobre la cabeza! Debía de ser muy incómodo, por momentos, y bastaría á justificar su voluntaria abdicación. ¡Y eso, que no era sumamente fuerte, esa cabeza de Maximiliano! Bueno, generoso, iluso, sin mucha inteligencia ni carácter, era de esa semilla de archiduques y generales áulicos que, desde Jemmapes hasta Sadowa, han dejado en la historia un reguero de derrotas.

Su muerte fué digna de una Habsburgo. Con todo malogró su salida, como su entrada. Quisiéramos encontrar en ella[178] menos resignación cristiana, no sé qué resumen altanero y despreciativo que fuera un castigo y una lección: un ancho escupido al rostro del traidor, un latigazo en plena faz del indio que se vengaba como verdugo después de no pelear como soldado: la palabra suprema y vengadora que acrecentara nuestro aprecio sin atenuar nuestra piedad ...

De repente, el nombre de Otumba que suena en la noche barre todos estos recuerdos contemporáneos, evocando otras imágenes más altas y lejanas. ¡Hernán Cortés! No era la voluntad ni la energía lo que faltaba al que se batió aquí, ha cerca de cuatro siglos! Con todo, su alma heroica y ruda de conquistador había también sufrido la víspera su hora de flaqueza humana. Cuéntase que lloró durante la agonía de la Nochetriste, bajo el ciprés que la tradición enseña aún en Popotla, por estas cercanías. Era fuerza partir, abandonarlo todo después de tenerlo todo conquistado, escaparse en las tinieblas á raíz del inmenso desastre, abriéndose la retirada á través del país sublevado. Entonces el jabalí detuvo la fuga, hizo frente á la jauría furiosa y, á fuerza de audacia y desesperada intrepidez, repuso su fortuna.—Y es un privilegio fugaz del forastero, esta evocación de una lejana epopeya bárbara, por la sola virtud de un nombre lanzado en la noche, durante el calderón de tres minutos de la locomotora ...

Á las ocho, en la noche cerrada y bajo la lluvia persistente, llegamos á la estación central de Buena Vista. No reprocho á Méjico el carecer de encanto en tales circunstancias. Estoy tiritando y casi rendido; temo que el zarape de Puebla haya llegado algo tarde. Mi vecino, el liberal galófobo, se despide de mí con esta advertencia siniestra: ¡Cuidado con el tifus de Méjico!—¿Cómo, todavía?


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VIII

MÉJICO

No he trabado relación con el tifus de Méjico, pero sí traído de mi cruzada por la meseta de Anahuac una bronquitis, complicada luego con la ordinaria fatiga pulmonar que tan desagradablemente sorprende aquí á los forasteros. Es un fenómeno de todo punto análogo al conocido soroche de la Puna boliviana, como que es debido á una causa idéntica, es decir á la rarefacción del aire por la altura sobre el nivel del mar. Méjico se halla á 2300 metros; con todo, me ha parecido que el apunamiento no guarda proporcion con la altitud absoluta: es posible que, fuera de mi factor personal, como recién llegado de los mares ecuatoriales, obren otros endémicos,—acaso los mismos que hacen de esta antigua capital lacustre una de las poblaciones más malsanas del mundo.

Antes de transcurrida la semana, todo había vuelto á su quicio; pero, no pudiendo ser mucho más larga mi estancia, no he tenido tiempo para recobrar todo mi entusiasmo anterior de viajero enamorado de historia y leyenda. Creo que el mayor filósofo guarda rencor á los lugares donde ha sufrido. Por otra parte, desde el primer momento, me he sentido en[180] la esfera de atracción de los Estados Unidos: malísima condición para ser un buen observador. Positivamente, después de algunos días de reclusión en el Hotel Iturbide, fueron mis relevailles dirigirme á una agencia y tomar pasaje para San Francisco. Pude reaccionar; pero confieso que necesité cierto esfuerzo y no poco valor moral para reconciliarme con mi deber y, al solo fin de no ignorarlo todo, dedicar una semana de estudio á la capital de Hernán Cortés y Porfirio Díaz.

Á la verdad, no es mucho ni muy profundo lo que haya podido estudiar en tan breve y mal comenzada estación; nada extraño será, pues, que este capítulo salga á la vez más indigente y menos indulgente que otros—y acaso sea lo segundo consecuencia de lo primero.

Sabe el paciente lector que la «albañilería» no es mi fuerte, mucho menos si los edificios no son bellos ni siquiera originales, no pudiendo tomarse entonces como signo característico y revelación de un «estado de alma» social. La naturaleza y los hombres son mi curiosidad; sobre todo el hombre. La evolución colectiva, que construye la historia, me parece menos interesante aún que la individual, que representa una contribución á la eterna filosofía: aquélla teje los acontecimientos, fabrica las modas y las instituciones; ésta es la verdadera célula del organismo social, el elemento activo y plástico que se modifica lentamente, incorporándose los principios ambientes y hereditarios. Por eso, si tuviera ambición literaria, aspiraría á que mi relación de viaje, bajo su forma suelta y dispersa, contuviese un ensayo de psicología comparada. Pero ¿quién sabe lo que será, si llega á ser algo?

En su conjunto material, Méjico es una grande y noble ciudad hispano-americana, no inferior á su fama secular; si bien dista mucho de ofrecer un spécimen casi perfecto é intacto[181] de la sociología colonial, como Lima la encantadora y única. En la misma metrópoli peruana habían herido mi sentimiento histórico no pocas intrusiones del mal gusto importado. En Méjico, entre los ribetes yankees de la vida callejera y las demoliciones ó restauraciones de los antiguos monumentos, puede decirse que queda muy poco de lo que el historiador ó el arqueólogo viene á buscar. Las antigüedades aztecas, que sobrevivieron á la conquista, han desaparecido por efecto del tiempo y también de la indiferencia comarcana. El «progreso» material ha dado buena cuenta de las ruinas cuya belleza no puede el vulgo apreciar, de todas esas «antiguallas» que no representan sino los pergaminos de cal y canto de los pueblos, fuera de ser los documentos más fidedignos de su historia. No sería imposible que, á són de no sé qué liberalismo de logia y trastienda que aquí reina, se diera al suelo con la magnífica catedral ó se la convirtiera, si no en cuartel, en escuela de artes y oficios. Me temo á veces que la modernísima democracia consista en levantar cada pueblo sus moradas á la moda del día, arrasando las de sus predecesores, para que cada generación humana no deje más rastros en la tierra que los del ganado trashumante. Esa democracia niveladora, amante de tablas rasas y gran fabricante de self-made men, la contemplaremos luego en su forma aguda, en esa ocupación anhelante y febril del Extremo Oeste que remeda, en medio de todas sus innovaciones prácticas, una regresión moral á los éxodos antiguos, al nomadismo asiático: la tienda del pastor alumbrada con luz eléctrica.

Esta tibieza del sentimiento histórico es general entre los pueblos americanos: fuera de algunos fetiches patrióticos, vinculados á su gloriosa independencia, no se preocupan mayormente de sus orígenes seculares. Una sola causa basta á[182] dar cuenta de la indiferencia popular: son estas, nacionalidades de transporte y aluvión.—Nosotros, nobles ó plebeyos, tenemos mil años de radicación á la gleba nacional. Mi nombre me dice que soy un galo antiguo. Siento que mis abuelos, aunque sólo fuesen vasallos de leva y humildes pecheros, pelearon con los albigenses, arrancaron su provincia de las garras inglesas en las milicias comunales de la Guyena, lloraron de alegría y dolor por las hazañas y la muerte de la «Buena Doncella», lucharon desde Bouvines hasta Waterloo por la integridad del suelo sagrado: figurantes anónimos, pero testigos y actores, acaso, de esa incomparable epopeya de diez siglos,—Gesta Dei per Francos. Grano á grano, sus cenizas obscuras cayeron y se juntaron en el mismo lugar para formar ese terruño venerable, ese pedazo de patria milenaria en que he brotado ... Por el lado paterno, mis vástagos vienen á ser injertos americanos. Serán, lo espero, buenos hijos de su país; pero no pueden ser argentinos como soy francés: con la plena adaptación hereditaria de los gustos y aptitudes, con todas las células sensitivas y pensantes de la dualidad cerebral,—con toda el alma y el corazón de veinte generaciones encadenadas.

El patriotismo, pues, de las naciones nuevas,—por sincero y ardiente que lo veamos y palpemos,—tiene que ser nuevo también, limitado á la capa más reciente de su historia. Ello, por supuesto, es provisional: este terreno de aluvión reciente será diluviano algún día. Pero, al presente, no puede cambiarse la ley natural: la juventud mira hacia el porvenir, como nosotros hacia el pasado. La tendencia, por otra parte, es tanto más irresistible y explicable entre nosotros, cuanto que la República Argentina, lo propio que los Estados Unidos, poco ó nada tenía que conservar de sus orígenes antecolombianos[183] y aun coloniales primitivos. Al Perú y á Méjico les incumbían otros deberes históricos que, por muchas causas conocidas, han dejado de cumplirse. Sabido es que si algo podemos estudiar de las antigüedades peruanas, aztecas y particularmente yucatecas, ello es debido á la labor y á la ciencia europeas.

¡Oh! bien sé que en esta populosa Méjico se os enseñará al pronto el moderno y complicado, aunque no vulgar, monumento á Guatimozín—á quien llaman Cuauhtemoc, para condimentar su sabor local;—pero ello no responde sino á preocupaciones políticas. El gobierno de Porfirio Díaz es azteca como el de Rosas fuera «americano» y criollo. Levanta un emblema de guerra partidista contra el añejo espíritu clerical y afrancesado: el grupo conservador cuyas miserables intrigas urdieron en París y Miramar la triste aventura que tuvo en Querétaro su trágico desenlace. En realidad, el instinto nacional se encarna en Juárez y sus secuaces ó sucesores de estirpe más ó menos indígena: no se remonta mucho más allá. La estatua de Guatimozín adorna el «Paseo de la Reforma», y cuadra allí como un busto de Tupac-Amarú en el recinto de nuestro parlamento.

Como muestra y ejemplo de arquitectura «nacional», se ha levantado en el parque de la Alameda,—después de pintorrear odiosamente sus bancos de piedra—un pabellón de estilo ... ¡morisco! Llegáis á Méjico con la cabeza llena de recuerdos históricos y legendarios; tiemblan en vuestros labios jirones de crónicas; las imágenes de los monarcas aztecas, las heroicas aventuras de los conquistadores, las tragedias y comedias del virreinato asedian vuestra fantasía: y no encontráis, de los primeros sobre todo, fuera de algunas piezas del museo, ni los vestigios de las reliquias seculares[184] que veníais á buscar. Etiam periere ruinæ. Las enredaderas poéticas que el peregrino trajera, cual hebras ideales de la imaginación, procuran vanamente un tronco vivo ó muerto en que prenderse,—á no ser que se adhieran al «Árbol de la noche triste» que se os enseña en Popotla (¡tramway suburbano!), el cual reviste tanta autenticidad como un buen retrato de Colón.

Pues bien, la ironía está demás. Aunque no fuera Méjico una de las comarcas más ricas y pintorescas del mundo, y no pudiera ostentar su capital, á mas de sus modernas construcciones ó adaptaciones, á la verdad poco interesantes, aquellas reales magnificencias de la Catedral y de la Plaza Mayor, merecería aún la peregrinación sólo por haber sido el teatro de tantas escenas memorables, que los nombres locales bastan á evocar. Hablando con sinceridad, no quedaba mucho más de la bíblica Jerusalén que Chateaubriand y Lamartine vieron surgir por entre las mezquitas turcas: el raudal de su propia poesía, derramado en las arenas evangélicas, pudo resucitar en el desierto á la antigua Sión «resplandeciente de claridades», y con el rocío de la fe su bordón de peregrino reverdeció y brotó flores como la vara del profeta.—Los nombres solos, según decían los latinos, tienen virtud de encantamiento: nomina, numina. El «Palacio Nacional», que llena todo el este de la Plaza Mayor, no es más que una vulgar y chata reconstrucción del siglo xviii con adiciones más recientes y sin carácter original; pero se llama la «Casa de Cortés», ocupa el solar que el brioso caudillo se adjudicó sobre las ruinas de la morada de Moctezuma: y con vago respeto penetráis en su patio espacioso, en su Salón de embajadores, inmenso é imponente con sus paredes cubiertas de retratos de próceres y cuadros patrióticos,—entre los cuales no merecen[185] mención artística sino el Hidalgo de Ramírez y el Arista de Pingret. Acontece lo propio con el bosque de Chapultepec, residencia veraniega del presidente; con el arzobispado donado por Carlos V á los prelados de Méjico «para siempre jamás»; con la Casa de moneda, la Biblioteca, las iglesias; con las calzadas y acueductos, con los hospitales que fueron conventos y los colegios que fuero beaterios: no queréis recordar de demoliciones y reparaciones advenedizas, bastándoos el sitio ó el nombre deliciosamente anticuado para que se cumpla la evocación.

Las excursiones á las cercanías de la ciudad son más sugeridoras aún. El santuario de Guadalupe, con su virgen milagrosa que sucede á la diosa Tonantzín de los aztecas, no ha sido desvirtuado por la «reforma» liberal, y he asistido á una innumerable romería traída en trenes expresos desde los confines del país. La pequeña población de Atzcapolzalco es un nido de leyendas y crónicas mejicanas anteriores á la conquista, como que se relacionan con la fundación del imperio que Cortés aniquiló. Los cinco cipreses ó ahuehuetes, al oeste del monasterio, daban sombra al manantial desde cuyas ondas cristalinas la seductora Malinche fascinaba al caminante. Y este mito azteca iguala en fluida belleza al de las sirenas homéricas ó el del hada Loreley de las consejas rhenanas, remedándolos tan fielmente en sus detalles, que estos vienen á ser un argumento más en favor de la tesis ariano-americana. Por donde quiera, en plena capital moderna alumbrada con electricidad, los nombres de los barrios y las calles han conservado su imanación primitiva y su mágica virtud de sugestión. Por sobre la vulgar realidad presente, la intangible tradición levanta su aéreo castillo, contra cuyos flexibles y ondulantes arabescos las líneas rígidas de nuestra crítica y[186] los ángulos de nuestra prosa no prevalecerán. A dos pasos de la Alameda, el puente de Alvarado me recuerda invenciblemente aquel «salto» famoso de la calzada, que mi querido Bernal Díaz deniega con tan cómico encarnizamiento. Y hasta ese ciprés de la Noche Triste de que se burlaba el crítico que llevo conmigo, he aquí ahora que el poeta vuelve á buscarle, atraído por una lógica superior á los razonamientos documentados. Como dice la doctrina hegeliana, «todo lo que debe ser ha sido»; y para que Hernán Cortés sea un héroe humano, al par que un tipo simbólico completo, hacíale falta haber sentido alguna vez, debajo de su atroz heroísmo, sangrar la fibra íntima: es necesario que haya llorado durante esa noche inolvidable de desastre y horror.

A este respecto, la conquista de Méjico recupera el primer puesto entre todas las del Nuevo Mundo y, mucho mejor que el mismo Perú, condensa á su alrededor las glorias y miserias de la secular tragedia. La vasta empresa hispano-americana es un prodigio de energía y audacia, una orgía de fanatismo implacable y de codicia brutal. Para templar esa fibra de acero de los conquistadores, fueron sin duda necesarios los siete siglos de la cruzada morisca, con la incomparable aptitud belicosa que tales instintos heredados y hábitos tenían que crear. Pero no eran suficientes. Para que el pueblo castellano saliese triunfante de la formidable aventura americana, era menester que, durante la guerra secular y plasmadora de la Reconquista, cada español católico que nacía soldado nutriera de la infancia á la vejez y transmitiera á sus hijos durante varias generaciones, no sólo el odio inexpiable del invasor sino el desprecio feroz y verdaderamente semítico por la sangre del idólatra y del hereje. En el fondo, la sagrada contienda de la[187] tierra recobrada entrañaba un conflicto mortal de raza y religión: por eso suele ostentar el romancero patriótico el tinte sombrío del profetismo hebreo. Pero, apenas arrancada de su postrer atalaya granadina la execrada media luna, ese pueblo creado y educado para gladiador, desdeñoso del trabajo pacífico y de la ciencia civilizadora, permaneció en armas y de pie, pidiendo otras conquistas, quœrens quem devoret como el león de la Escritura. Felizmente, y por extraña coincidencia, las halló al punto, antes que la Inquisición aplicada en la propia carne y substancia activase el principio del suicidio: Colón surgió á raíz del cerco de Granada. El descubrimiento de América vino á distraer á España de una vuelta ofensiva é inmediata contra el Islam, en Africa y el Oriente. Fatalmente, se aplicaron á la nueva conquista las prácticas atroces de las guerras sectarias. Por encontrarse en el fantástico camino de «Cipango», los indios americanos eran reos de un delito parecido al de los moros y judíos. Fueron tratados como tales: saqueados, ahorcados, quemados, perseguidos con sabuesos en sus montes natales, vendidos como esclavos en el mercado de Sevilla—¡civilizados!

Aquellos horrores no son imputables tan sólo al carácter español. Toda la Edad Media ha sido feroz; homo homini lupus. Pero, después de la fatalidad étnica que injertó en su semitismo originario el del largo contacto arábigo, España sufrió la fatalidad histórica de ser protagonista del drama europeo en su acto menos humano y civilizador: la propaganda á sangre y fuego del catolicismo. Y si es cierto que la Reforma señala una era nueva del pensamiento, es de una lógica profunda y terrible el que la victoria de aquélla haya marcado la decadencia material y moral de su implacable enemigo.

En lo que atañe al exterminio americano, hay que advertir[188] también, en descargo de los conquistadores, que entonces, mucho más que después, el soldado vivía del botín y del saqueo. Siendo, además, la Reconquista una guerra civil,—y más que civil, como diría el español Lucano,—se hizo muy visible, al día siguiente de la victoria definitiva, que la destrucción del vencido acarreaba la ruina del vencedor. Nunca estuvo más pobre España que después de rendir á Boabdil. De ahí la necesidad, la urgencia del derivativo indiano. Antes de ser una mina, la América fué un exutorio. Durante un siglo y más, de Cádiz y Sevilla, se escurrieron á Indias bandas famélicas de diente largo y conciencia á la vez estrecha y holgada: aventureros valientes y fanáticos—sin camisa tal vez, mas nunca sin escapulario—y, en suma, tan incapaces de un rasgo de clemencia como de un acto de cobardía. Para estos muslimes bautizados, cual para los otros, la palabra piedad no tenía más significado que el de devoción.

Por eso la epopeya conquistadora carece de belleza humana. Parece que en el arte también fuera exigible la presencia de ambos elementos sexuales: el concurso de la gracia y de la fuerza, de la emoción con la voluntad, del filete sensitivo con el motor. Uno sólo aparece en la ruda cruzada americana. Con razón la voz disciplina es tan monástica cuanto militar: un campamento es un convento abierto. Para la creación artística, la soldadesca tiene la misma esterilidad que la frailería. Habrá fragmentos, hallazgos, páginas—gritos líricos como en los salmos hebráicos: no hay poema de claustro ni de cuartel.

El vasto cuadro de la conquista ostenta la monotonía del oro y de la sangre. Aun en este Méjico, entonces opulento y resplandeciente, el mismo episodio soberbio de Hernán Cortés, el más garboso de los caudillos españoles, arranca del[189] elemento azteca su interés primordial: Moctezuma, Guatimozín, y esa sumisa y sacrificada Marina son el grupo patético. Para que un rayo de poesía bárbara ilumine la atrocidad compacta y arroje siquiera un reflejo de incendio sobre la traición y el exterminio, falta llegar al alzamiento de los oprimidos, á la fuga tenebrosa de los opresores por la calzada de Méjico, á las angustias de la «Noche Triste». ¡Al fin tienen su hora de venganza y desquite, siquiera sea incompleta y fugaz! Y tan imperioso es en el corazón humano el sentimiento de la justicia inmanente, que el horror de la tragedia ennoblece aquí á los mismos conquistadores. Vuelven á ser soldados, no ya verdugos, soldados épicos en esta misma Otumba que visitaba ayer, como sus padres en el Salado y Las Navas. Un puñado de españoles intrusos contra una muchedumbre parapetada y dueña del suelo, innumerable, inacabable: sorprendidos en las tinieblas, pelean en retirada, rendidos de hambre y fatiga, con sus heridas recientes «de refresco» á las de ayer; derrochando sin esperanza de gloria personal su monstruoso heroísmo; multiplicando, á dos mil leguas del aplauso y de la fama, sus fabulosas proezas sin testigos ¡tan ignoradas como relámpagos en el mar!... Aquí es donde hay que oir la voz de trueno de Bernal Díaz, relator ingenuo de las propias hazañas[16]. Después de transcurridos cuarenta años, el veterano, sacudido por el estremecimiento de los altos recuerdos, interrumpe bruscamente sus cuentos de comadre: se despierta y endereza, arrojando de un puntapié sus andaderas de[190] cronista aprendiz; y entonces, sin buscarlo ni sospecharlo, dejando muy atrás á Gomara y Oviedo que hablan de oídas, á los cantores de gesta que no leerá jamás, llega de golpe á la suprema belleza del movimiento y colorido, suelta á borbotones sus relinchos de guerra, ¡manoseando lo sublime con la inconsciencia de un niño y el rudo desenfado de un viejo campeador!...

Es así como, á despecho de todo, los recuerdos tradicionales se abren paso y vuelven hacia mí por esa larga Vía Apia, gloriosa y fúnebre, de la historia legendaria. Y ello consuela un poco de las actualidades monumentales, del gran Teatro Nacional, de la Aduana, del circo en la plaza de Santo Domingo, de los hijos de familia que pasean por esos portales sus ridículos trajes de «charros», de los letreros en inglés, de los restaurants á la francesa con su nomenclatura azteca: de todo lo artificial, intruso y postizo que ha quitado á la Méjico moderna su antiguo carácter histórico sin reemplazarlo con otro nuevo.

La catedral es imponente y bella, á despecho de sus incoherencias de estilo y del mezquino jardín que afea y empequeñece su atrio. De proporciones mucho mayores que la de Lima, con un lujo inaudito en su adorno interior, reviste un aspecto de indiscutible y grandiosa nobleza. La mano soberana del tiempo ha pacificado las batallas de sus órdenes arquitectónicos: el dórico y el jónico de sus naves y torres casi han llegado á armonizar con los detalles españoles y moriscos de la fábrica; del propio modo que las estátuas colosales de los Patriarcas, que se yerguen en el basamento de las cúpulas, parecen tender la mano á las Virtudes teologales de los campanarios. Por todas partes las armas de[191] la República, esculpidas en la piedra venerable, lanzan el chillido advenedizo de la «Reforma liberal»: sólo falta el medallón del ubicuo presidente Porfirio Díaz.

El gran interés del «Museo Nacional» consiste naturalmente en sus antigüedades aztecas; pero no satisface plenamente la espectativa. Se le esperaba más rico y completo. Sus reliquias más famosas, la Piedra del sol, el Indio triste, los ídolos y las serpientes místicas producen un efecto que llamaré trunco y fragmentario: no se ve desfilar la historia eslabonada y sucesiva de esa interesante civilización, y creo que en París ó Berlín se la podría estudiar mejor. La Escuela de Bellas Artes es una de las tantas creaciones debidas á la reacción progresista de Carlos III, cuyo reinado fué una tentativa fugaz de renacimiento intelectual contra las verdaderas corrientes nacionales y bajo la presión directa del filosofismo francés. Aquello era todo artificial y de reflejo, así la pintura neorafaelesca de Mengs como el teatro pseudo-volteriano de Huerta ó Cienfuegos. Algunas salas y galerías—especialmente las dos primeras—contienen cuadros interesantes de la escuela hispano-mejicana del siglo XVII: Herrera, López, el indio Cabrera; Echave (cuya mujer ó lo que fuera, la Sumaya, tiene un curioso San Sebastián en la catedral): eran ramas desprendidas de los troncos sevillano y madrileño que estaban entonces henchidos de savia artística. La tercera galería se compone de cuadros «atribuídos» á Rubens, Murillo, Velázquez, Van Dyck, etc.—En general, delante de una colección americana de grandes maestros antiguos con firma «auténtica», debéis conservar preciosamente vuestra duda. Pero si los cuadros son «atribuídos», cualquiera duda sería ofensiva y casi criminal: creed á pie juntillas en su legítima procedencia de alguna trastienda judía de Venecia ó París.

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En cuanto á la moderna pintura mejicana, pertenece generalmente á esa secta enfática y chillona, tan difundida en la América española, que confunde la declamación con la elocuencia, y la crudeza del colorido con el vigor. También tienen éstos Escuela nacional de pintura, lo mismo que aquéllos, y no pretenderé disuadirlos: son realmente «escuelas» primarias de un arte que parece oficio,—eternos aprendizajes de discípulos aplicados que no han llegado jamás á la inspiración original ni á la plena maestría.

He hecho dos visitas á la Biblioteca nacional. Ocupa el macizo y vasto convento de San Agustín; la fachada es de aspecto imponente con sus columnas y bajos relieves; un jardín conduce al vestíbulo pavimentado de mármol, por entre los bustos de las glorias mejicanas. La inmensa sala de lectura es la antigua nave mayor; los depósitos llenan las capillas laterales: y todas esas grandiosidades están mal adaptadas, incómodas, antihigiénicas, como que el sitio de prestado no es adecuado á su fin. Aunque cuento hasta treinta lectores, todo ese espacio enorme parece vacío, inhabitado, sepulcral; un polvo sutil cubre las mesas, los estantes, los libros y los lectores. Domina el coro una descomunal estatua del Tiempo con su hoz afilada, para demostrar que ¡el saber, ó el arte, ó la ciencia, ó cualquier otra cosa es inmortal! Y esa cosa está vagamente simbolizada por una serie de gigantescos yesos que representan—ressemblance garantie—á Valmiki, Confucio, Isaías, Aristófanes, Orígenes, Alarcón, Humboldt y otros ilustres, en su calidad de «personificaciones de la sabiduría». ¿Habéis notado que esas listas de representantes de la humanidad, por cortas que sean, salen siempre largas ante el buen sentido? ¡Confucio representando á la filosofia antigua y Orígenes á la cristiana! ¡Aristófanes, símbolo del teatro griego, como Alarcón[193] de la literatura española, en sustitución de Cervantes ó Calderón! Bien sé que el culto y elegante «jorobado» era mejicano; pero entonces tenía su puesto en el vestíbulo. ¡Y el enciclopédico Humboldt, que no ha dejado huella original en ninguna ciencia, sustituído á Galileo, Newton ó Lavoisier,—inmensas personificaciones del genio inventivo—tan sólo porque ha escrito su famoso Ensayo sobre la Nueva España, que no soportaría hoy un prolijo examen crítico!—¡Así están ellos, Confucio, Valmiki y compañía, con sus yesos dudosos como camisas de quince días, cubiertos de telarañas, enseñando sus lamentables anatomías modeladas por algún lego agustino, envueltos en sus ropas polvorientas que imploran en vano el golpe de plumero ó la mano de jabón que les rehusan los ordenanzas, tratándoles como á sí propios!—Al sustituto del director, ausente hasta mañana, le insinúo la alta conveniencia de modificar su galería de celebridades. Me mira algo escandalizado; pero le sosiego, explicándole todo mi pensamiento: no se trataría de desalojar á los venerables monigotes, sino de bautizarles con otros nombres. «Así, por ejemplo, Valmiki haría un Aristóteles muy aceptable, el finado Alarcón nada perdería con llamarse Cervantes, que era algo cargado de hombros, etc.» Creo que no le he convencido.

Recorro los estantes y los catálogos fragmentarios: es el fondo de teología, derecho antiguo é historia colonial que sirve de base á todas las bibliotecas hispano-americanas, pero mucho mayor que el nuestro. Un oficial me habla de 120.000 volúmenes, otro de 250.000. Los datos no concuerdan rigurosamente; pero no dudo que sea enorme la masa cúbica de material impreso que pocos leen. Como instrumento de trabajo, fuera de la estrecha erudición colonial, como[194] colección científica y literaria en las tres grandes lenguas activas del moderno laboratorio europeo, la monumental biblioteca mejicana debe de ser inferior á nuestro modesto é incipiente plantel de Buenos Aires. Para mi propia edificación, me he supuesto buscando datos relativos á mi estudio sobre el Problema del genio: faltan las obras maestras originales. En Buenos Aires, no he podido concluir mi libro tal cual lo concibo; no podría empezarlo en Méjico. Por otra parte, las librerías comerciales son un buen espejo del medio intelectual. Con todas sus deficiencias, las cinco ó seis grandes librerías de Buenos Aires representan un movimiento de ideas y de iniciación europeas que, como importancia y calidad, no admite comparación con las de Santiago, Lima ó Méjico. Para limitarme á un ejemplo corriente: la casa de Bouret no ha recibido jamás—su jefe me lo afirma y su aspecto me lo confirma—una colección completa de la Bibliothèque scientifique internationale, que allá se ha vendido por docenas.

Sin ánimo de humillar ni desalentar á nadie, creo que ello es indicio de una desemejanza de situación que algo tiene de radical y absoluto. Todos los hispano-americanos escuchan el mismo concierto de la civilización europea, deseosos de ajustar su marcha al soberano canon rítmico. La única diferencia está en que los menos lo oyen adentro, y los más desde afuera, como «mosqueteros» de la fiesta. Los que han logrado penetrar en el recinto, pagando muy caro su asiento, no deben malbaratar su privilegio precioso: si observan y estudian, en lugar de dormirse ó murmurar, están en aptitud de pasar algún día de espectadores á actores y tomar parte en la ejecución.—Ahora bien, protestar contra esa evidencia,—y sobre todo, protestar con injurias[195] que por lo distantes y clamorosas se vuelven anónimas,—alzar el chivateo araucano contra los juicios tranquilos de un observador únicamente preocupado de la verdad, para quien, por precepto de lengua y educación la exactitud es la condición misma de la justicia—justice, justesse—y que no hizo el sacrificio de abandonar por un año su hogar, sino con el fin de instruirse y extraer para todos algún provecho de sus comparaciones:—todo eso, hay que decirlo alguna vez, no significa más que mezquindad de vistas, estrechez de horizonte, carencia de amplitud intelectual. Respingar bajo la crítica, después de haber pregonado el elogio, igualmente sincero, no importa sino traer argumentos á la tesis contraria, y demostrar—lo que el observador no pretendiera—que el mediocrismo es endémico y constitucional. ¡Valiente modo de componer el retrato, el hacer muecas al objetivo fotográfico!

Al día siguiente, pregunto por el señor Director, á quien envío mi tarjeta. «Está presidiendo la Academia», me contesta el portero con solemnidad. Adivináis que se trata de la Academia de la lengua, correspondiente de la de Madrid, y sentís, como yo, cierta timidez respetuosa. Después de una hora, se levanta la sesión, y la Academia desfila gravemente por la nave mayor. Contra todo precedente biológico, este cuerpo consta de tres miembros: tres faciunt capitulum. Por sus actitudes agobiadas y sus frentes pensativas, me doy cuenta de la importante y ruda labor. ¡Labor fecunda! ¿Quién sabe si de esta «ida» no violenta las puertas del diccionario la voz «presupuestar», recientemente repelida contra todo el empuje tradicionalista de Ricardo Palma? En los labios del primer licenciado «académico» he creído divisar una sonrisa [196]de triunfo gramatical. Esperemos ... ¡Esperemos!

El director de la Biblioteca nacional es un conocido literato é historiador mejicano. Me recibe con cortesía, sin calor. Editor infatigable, está corrigiendo ahora las pruebas de una voluminosa colección de Poetisas mejicanas, para la Exposición de Chicago. Con mi incurable prurito de sinceridad, dejo escapar esta impertinencia: «Y todo eso ¿no le parece á V. muy vacío?...» ¡Vacío! El editor me mira con extrañeza. Tengo que confesar mi ignorancia: fuera de la célebre carmelita del siglo XVII, no conozco de las poetisas mejicanas más que los fragmentos de las antologías. Creo de oídas en el genio de doña Isabel Prieto de Landázuri, de la bella señora Pérez de García Torres y sus dignas compañeras. En cuanto á la «décima musa», sor Juana Inés de la Cruz, algo de ella se me alcanza seguramente; pero han sido tantas las «décimas musas», antes y después de la lesbiana Safo, que tal vez me pierda en la cuenta ... Musas aparte, la conversación instructiva y prudente del señor bibliotecario me abre algunas perspectivas sobre las cosas de Méjico. Rumiaré todo eso y lo demás esta noche, en la travesía de Méjico al Paso del Norte. Pero es increíble la poca cantidad de ideas comunes que pueden tener dos hombres «ilustrados», como se dice, que hablan la misma lengua y ejercen exteriormente la misma profesión. Por centésima vez, en Méjico, experimento la sensación de la enorme distancia que nos separa de este país. Nos ignoramos mutuamente, cual si viviéramos en planetas distintos. Fuera del círculo de algunos estudiosos, las figuras de Sarmiento y Alberdi son absolutamente desconocidas; una revista local citaba ayer los versos más trillados de Andrade, haciendo gala de erudición ¡como si fueran de Valmiki! Abren ojos más grandes que los portales de la calle Tlapaleros,[197] cuando les digo que hay trescientos mil extranjeros en Buenos Aires, en tanto que ellos, después de tres siglos de afluencia colonial, no alcanzan á tener más de cuatro ó cinco mil, en su mayor parte españoles.

En toda la costa del Pacífico, desde Chile hasta Colombia, la influencia argentina, si bien naturalmente decreciente, nunca deja de percibirse por el transeunte. En Guayaquil y hasta en Panamá, he tenido el placer de recibir visitas á título de viajero «argentino». Llega hasta allí la irradiación de la lejana Buenos Aires, envuelta en no sé qué aureola fascinadora de riqueza y moderna elegancia que nuestra crisis de crecimiento no ha logrado empañar. En Méjico no penetra nada nuestro: terra incognita. Este pueblo vive orientado hacia el norte, que le conquista sordamente. Creo que el único argentino aquí establecido sea el amable y cariñoso general de la Barra, hermano de los de allá. Pero es ciudadano mejicano. Urge, pues, nombrar á un «residente» argentino, para muestra y specimen—lo propio que en Liberia ó la China. ¡Oh! ¡qué de intereses comunes y asuntos importantes tendrían que ventilar las legaciones de uno y otro país!

No existe orgánicamente el grupo hispano-americano; lo que así se ha llamado, no era sino la vinculación política de las colonias á la metrópoli. Rotas las cadenas que se juntaban en la Casa de contratación, todo punto de contacto en el centro histórico común desapareció provisionalmente, hasta que los mutuos esfuerzos de la Independencia y las relaciones solidarias de la «Vida nueva» crearan los únicos que estén destinados á subsistir.

Lo que existe gráfica y casi diría étnicamente, es una América del Norte y una América del Sud, acollaradas más que[198] unidas por la frágil coyunda del Darien. El istmo de Panamá será cortado infalible y próximamente; y ello tendrá como primer efecto, aun antes que el ensanche del intercambio universal, la aproximación, á par que la contracción en estructura más compacta, de los pueblos meridionales. Como el congreso de Panamá, convocado en una línea divisoria que parecía una ironía natural, el Pan-Americano tenía que ser una quimera,—y ello ha sido dicho en palabras que quedarán. Cuando la línea de división sea un brazo de mar, cada continente palpará su autonomía. Ambos tienen su polo y su destino, acaso tan opuestos, como la Osa menor y la Cruz del sud. Entonces las naciones australes, como naves hermanas de la misma flota, bogarán en conserva sobre las olas tranquilas de su doble océano, guiadas—no hay que dudarlo—por la iniciadora y propagandista de la emancipación: la que también ahora las precede en el crucero del progreso, á guisa de nave capitana, y enseña en el mapa su aguda proa patagónica enderezándose hacia el Este, iniciador de la ciencia y de la luz ...

¡Nave del porvenir! ¡Cara nave argentina, que llevarás en tu cubierta algunos séres de mi nombre, algunas gotas de mi sangre francesa: Dios te conduzca y te mantenga orientada hacia esa patria mía de la belleza risueña, de la nobleza generosa y fina, de la ciencia unida al arte como el fruto á la flor! Poco importaría que no te corrigieras de tu ligereza, de tu imprudencia, de tu prodigalidad, que son también defectos nuestros, si supieras envolverlas en una virtud, un entusiasmo artístico, un culto intelectual. Sin un símbolo y una fe que flote eternamente sobre las aguas como la brújula primitiva, de nada te valdrían tus cargamentos de riquezas, que vendrían á ser acaso una presa ó una tentación. Llámese moralidad, ciencia, patriotismo ó religión: edifícate un altar ideal,[199] vive y muere abrazada á él como los primeros cristianos á la cruz. ¡Sé un alma!—Y todo lo demás te será dado por añadidura; y la historia sancionará esa hegemonía sudamericana que la próvida naturaleza te ha deparado,—¡oh, nación argentina, nave del porvenir!


[200]

IX

DEMOCRACIAS AMERICANAS

Bello será el porvenir, pero el presente es triste.—En el tren que sale de Méjico á las ocho de la noche, sin un alma conocida en este salón-dormitorio que me lleva hacia el norte, sóbrame tiempo para soñar y meditar como la liebre de La Fontaine en su albergue. Hasta las inmediaciones de Silao, nada podré ver del trecho recorrido; atravesaré sin conocerlos los Estados de Hidalgo y el trágico Querétaro. Para distraerme, tengo una «Guía», regalo de la obsequiosa administración, confeccionada toda entera por un conocido literato con frases del siguiente jaez: «Leamos en este libro ayudados por la claridad de la lámparas del Pullman; y si al concluir sentimos que nos llama á su regazo esa invisible pero dulce amiga que solícita nos invita diariamente, sin cansarse nunca, á reposar de las fatigas del día, al pasar su aterciopelada mano por nuestros párpados ... etc.» La frase se desenreda durante quince renglones, interminable y repugnante, como un pelo de india azteca que se extrae de un jarro de pulque. Á ese necio parloteo de eunucos bizantinos se llega en los países de «habla castiza» donde todos saben escribir y nadie sabe pensar[201] ¡prefiero una página de nuestros Amores de Giacumina. donde siquiera no está aderezada la cruda estupidez! Prefiero, sobre todo, reflexionar en lo que he podido observar ó acaso traslucir, en mi breve tránsito por el único país hispano-americano que haya disfrutado, durante estos últimos quince años, los beneficios de la paz. He conversado con algunos hombres, leído algunos diarios, apuntado algunos rasgos sociales y populares, recorrido algunas estadísticas: en suma, poseo muy pocos elementos para una inducción exacta. Pero la impresión general no engaña: la paz que reina en Méjico es la de los sepulcros.

¡Oh! ¡el espectáculo político de esa América española, que acabo de atravesar y ya conozco casi en su conjunto, es sombrío y desalentador! Por todas partes: el desgobierno, la estéril ó sangrienta agitación, la desenfrenada anarquía con remitencias de despotismo, la parodia del «sufragio popular», la mentira de las frases sonoras y huecas como campanas, los «sagrados derechos» de las mayorías compuestas de rebaños humanos que visten poncho ó zarape y tienen una tinaja de chicha ó pulque por urna electoral,—el eterno sarcasmo y el escamoteo de la efímera Constitución. Donde quiera, por sobre el hacinamiento de los oprimidos: el grupo odioso de los opresores, los lobos pastores de las ovejas, el lúgubre desfile de los gobernantes de sangre y rapiña, los Guzmán Blanco, López, Veintemilla, Santos, Melgarejo y sus émulos, que no tienen siquiera la estatura de los verdaderos déspotas,—el amplio desdén de la ratería fiscal que mostrara un Rosas ó un Francia ... ¡Y las guerras civiles de venganzas y saqueos como entreactos á las rudas y crueles tiranías! Y las dictaduras centrales, complicadas y completadas con las mil opresiones y extorsiones lugareñas: desde el prefecto que denuncia terrenos[202] «baldíos» desterrando á sus dueños, ó el gobernador que baraja bancos y empréstitos, hasta el cacique que «plagia» una vaca y el curaca que violenta una mujer. Y, por fin, sobre todo ello, el espeso y negro velo de la impunidad, acá y allá rasgado por el puñal de las represalias, que no significa sino un cambio de mandón ... No parece sino que en este continente, colmado por la naturaleza y malogrado por los hombres, se asistiera hace medio siglo á la siniestra bancarrota de la democracia y á las saturnales de la libertad. El Brasil y Chile que, por causas análogas en el fondo aunque diversas en la apariencia, se habían sustraído al contagio anárquico, han entrado á su turno en la ronda infernal. ¡Ay de las naciones, como dice crudamente el Apocalipsis, que se embriagaron una vez con el vino de la ira y de la fornicación!...

Ante esa degeneración de la sagrada doctrina que Francia proclamara, ese derrumbamiento general de los edificios republicanos que, á imitación ciega ó prematura de los Estados Unidos, se han levantado en el continente incurablemente español, se ha podido con razón aparente desesperar de la democracia moderna y blasfemar de la santa libertad. Yo mismo lo he pensado y lo he escrito. Con tal de escapar á esa manía agitante del desorden, á ese crónico histerismo de turbulencias y revueltas, he deseado muchas veces para los países que amo el advenimiento de un dictador inteligente, cuya férrea mano impusiera el orden y el progreso, al igual que otros fomentan el retroceso y la barbarie. He repetido con Renán que el ideal de los gobiernos sería el de un «déspota bueno y liberal».—¡No hay despotismo bueno; y el adjetivo «liberal» lanza alaridos al verse apareado á semejante sustantivo! Después de respirar durante algunos días, y sólo por la lumbrera exterior, la atmósfera de cárcel y cuartel de la república[203] mejicana, retiro humildemente mis votos sacrílegos, los abjuro como una blasfemia y un ultraje á la humana dignidad. No; á pesar de todos los excesos, la libertad es el bien supremo. El vino puro y generoso no es responsable del alcoholismo y la intoxicación. ¡Desechemos los sofismas, por querida que sea la boca que los vertió; cerremos por esta vez nuestros oídos á la voz de la Sirena: desconozcamos esa filosofía de la historia aprendida en la escuela sanguinaria y sin entrañas del profetismo hebreo, que ordenaba sacrificar la prole enemiga—como en ese versículo final del Super flumina Babylonis, que manda estrellar contra las piedras las cabezas de los niños inocentes, y es la mancha indeleble, la abominación inexpiable que no lavaran en treinta siglos todas las aguas del Jordán! Reprobemos el desorden y las revueltas estériles, maldigamos de la anarquía con la voz y el gesto; pero sin olvidar jamás que, para los pueblos como para los individuos, el único mal intolerable es la esclavitud.

Todos los de fuera, tenedores de bonos y manipuladores de negocios, que consideran estos países, no como naciones, sino como meras comarcas explotables, están á sus anchas y en buen sitio para celebrar el orden restaurado por Porfirio Díaz. La paz reina en Varsovia. Pero, ni esto mismo es comparable. En Varsovia, para recordar esa deplorable palabra (vertida en la tribuna francesa, si mal no recuerdo, por el ministro Sebastiani), se oían las protestas y los gritos de las víctimas. En la República Argentina, palpitante bajo la bota de Rosas, los de adentro podían escuchar la voz alentadora de los proscriptos, que venía desde Montevideo y Chile: nunca cesó de importunar al déspota ese rumor de trueno lejano, cargado de amenazas y maldiciones; la misma Buenos Aires le mantenía en perpetua alarma, hasta acorralarle en su guarida[204] de Palermo, y, como dice magníficamente Esquilo, de Casandra cautiva, la nación jadeante «cubría su freno con espuma sangrienta ...» En el Méjico enfrenado por este héroe de guerras civiles, no se escucha una voz disonante en el parlamento, en la prensa, en un corrillo: ni siquiera del extranjero llega un grito de indignación. Mucho más triste y desconsolador que el mismo silencio sepulcral, que fuera á su modo una protesta, se alza, desde la capital hasta los confines del país, un concierto de rendición y alabanza: el himno de los antiguos aztecas ante el trono de Moctezuma. Méjico entero es una inmensa encomienda; y parece que el pueblo emasculado hubiera perdido hasta el deseo, hasta el recuerdo de su virilidad. La tiranía más funesta no es la salvaje de la «mazorca» y del puñal, cuyas heridas francas se restañan en pocas horas; sino la del opio y del veneno lento, que acorcha las fibras del corazón, esteriliza la mente y corrompe el alma misma de todo un pueblo.—Por cierto que no me refiero aquí á los sentimientos individuales, sino á esa alma colectiva y externa de una nación, que no es de ningún modo la suma de sus unidades. Es ésta la que Porfirio Díaz ha logrado envilecer, hasta conseguir que extraiga satisfacción de su propio envilecimiento.

Basta recorrer un diario, abrir un libro, asistir á un acto oficial, para darse cuenta de la perversión general de las ideas, de la decadencia moral á que un régimen de compresión prolongada y una atmósfera de campana pneumática conducen fatalmente á una nación altiva. No hay plaza ni esquina, no hay trastienda ni pulquería, donde no se ostente el retrato de ese soldadote buen mozo, ya vestido de uniforme cuajado de pasamanería, ya con traje y aspecto de rico burgués bonachón que maneja sin inquietud una pingüe hacienda.

[205]

Por otra parte, no me cuesta agregar que, para mí, lo displicente y antipático del presidente Díaz no es su tipo personal ni su conducta privada, sino su insidiosa dictadura; ni tampoco compararía su actitud administrativa con la de su predecesor inmediato que muere encausado por malversación. La corrección doméstica pesa muy poco en la balanza que ostenta la opresión de un pueblo entero en su otro platillo.—Y acaso no sea el síntoma más terrible oir levantarse cantos y risas del fondo de la ergástula.—¡Los textos escolares ensalzan la gloria del dictador! En un libro oficial de historia contemporánea, se sufre la náusea de asistir á la apoteosis del presidente vitalicio en la forma idiota y soez de un paralelo entre Juárez, Porfirio Díaz y ... Jesucristo, puesto entre ambos. ¡Es casi el Calvario por segunda vez!... El himno de alabanza es tan repugnante cuanto universal. Díaz es igualmente grande por haber derrocado, en nombre de los «principios», al presidente Lerdo, que aspiraba á la reelección, y por haber luego asegurado, con la complicidad de su Rump-Parliament, su propia reelección indefinida. En la baja compilación que vuelvo á mencionar para estigma de sus fautores, la ignominia popular está celebrada y fomentada en los términos siguientes: (la derrota del presidente Lerdo) «dió por resultado, como fácilmente se comprende, que desapareciesen por encanto los numerosos partidarios que tenía Lerdo, y que surgiesen, como evocados por conjuro eficaz, improvisados partidarios de Porfirio Díaz ...» Es la prostitución de la plebe consagrada por la prostitución de la prensa. Después de la sangrienta ejecución de Veracruz, toda tentativa de sublevación ha desaparecido en el país helado por el terror; y los poetas de librea cantaban ayer, en plena Biblioteca nacional, en versos felizmente detestables, la benignidad de la dictadura. Acaba de[206] morir el ex-presidente González, gobernador perpetuo de Guanajuato, de todo punto inferior á Díaz, pero que representaba un núcleo posible de oposición, un similia similibus agorable si bien de muy dudosa eficacia. Ambos generales, naturalmente, eran compadres, como Rosas, Quiroga y los López. ¿De qué compadre «respondón» podrá surgir ahora la veleidad de un nuevo «plan», como aquí llaman cómicamente á los alzamientos? Los gobernadores de Estados son comandantes de campaña, criaturas del amo, caudillos lugareños sin prestigio ni ambición nacional, en su mayor parte mestizos ó indígenas puros, como ese coronel Cahuantzi, cacique de Tlaxcala. Porfirio Díaz conserva en la capital la fuerza militar; el armamento está almacenado en su propio palacio. Los congresales son funcionarios del Ejecutivo, nombrados á indicación del dictador, como todos los otros empleados. La discusión de las leyes tiene tanto alcance como en el senado de Calígula. Ante una duda posible sobre la constitucionalidad de una orden del amo, los legisladores contestarían probablemente, como los consejeros del famoso déspota oriental: «Ignoramos si hay una ley que permita este atropello, pero conocemos otra que autoriza al monarca para hacer cuanto sea de su real voluntad.» Por decreto especial, les ha devuelto las corridas de toros. Panem et circenses, los toros y el pulque: la fórmula es correcta; tiene la sanción de la historia y completa la asimilación.

No es bueno que lo ignoremos todo acerca de la historia americana contemporánea. De la desgracia extraña podemos sacar alguna enseñanza, y experimentar en cabeza ajena á qué miseria moral podrían conducirnos nuestras eternas disensiones, nuestro ciego desconocimiento de lo que importan para el pueblo argentino los honrados propósitos y el sano[207] patriotismo en el gobierno, y, sobre todo, el goce tranquilo é ilimitado de este bien supremo ¡la libertad!

Para legitimarse, la dictadura invoca el eterno salus populi, el comprobante de la prosperidad material que, según los turiferarios, se debería á su presencia. Es el argumento de todos los despotismos, el mismo que sirvió cuarenta años há para justificar en Francia el golpe de Estado y el Imperio. Lo he aprendido en la escuela junto con mis primeras letras. Aquí no tiene siquiera la apariencia de la verdad. El poco acentuado desarrollo de Méjico, en los últimos años, es apenas el crecimiento natural de un organismo joven, bajo la acción estimulante del mundo exterior. Los panegiristas miopes no vacilan en apuntar, entre los «grandes progresos realizados durante el primer período de Porfirio Díaz», datos análogos á los siguientes, que copio textualmente: «El total de escuelas primarias existentes en Méjico en 1875 era de 8103, y de 350.000 el número de alumnos asistentes ... En 1884, las escuelas habían subido á 8586 y reciben instrucción 442.000 alumnos». El aumento de las escuelas, el único imputable á la acción gubernativa, no alcanza á 6%; el de los alumnos inscritos es de 20%, y corresponde poco más ó menos al acrecentamiento decenal de la población[17].

Así analizados, los otros progresos que se atribuyen á la dictadura tendrían explicación análoga. En la cifra del comercio anual, que alcanza á 150 millones de pesos, ocupan el primer[208] rango, en los artículos de exportación, los metales preciosos explotados por compañías inglesas y yankees, y el henequén que el Yucatán despacha á Nueva York ¿qué tiene ello que ver con el gobierno de Porfirio Díaz? Sería tan lógico abonarle en cuenta ese desarrollo comercial, como responsabilizarle por la baja reciente del henequén ó la diminución en 39% del valor de la plata, que era la principal exportación del país, y cuya baja reducirá las cifras comerciales á lo que fueran antes de la dictadura.—Instintivamente habréis comparado como yo esos guarismos totales á los correspondientes entre nosotros. Si prolongara el paralelo sería todavía más instructivo. Aun teniendo en cuenta el valor bastante superior de la moneda, esos guarismos son inferiores á los nuestros. Méjico constituye uno de los territorios más ricos del mundo, y su población alcanza á unos 11.600.000 habitantes. Ahora bien, entre esa masa hay 11.000.000 de indios puros ó mestizos. Este dato demográfico basta por sí solo á dar razón de la historia, de la dictadura, del estado general del país—y hasta de esa singular ilusión óptica, que les hace creerse ricos porque producen y gastan proporcionalmente menos que la mayoría de los pueblos americanos.—No me cansaré de insistir en la importancia de este doble dato demográfico correlativo en las regiones hispano-americanas: las cifras absolutas del elemento europeo y del elemento indígena. Ello da la clave del resto. La latitud y, como consecuencia, la afluencia europea, por una parte; la ausencia de grupo indígena compacto: he ahí la doble condición del progreso americano. La raza inferior autóctona es un obstáculo tanto más poderoso, cuanto más numerosa y relativamente «civilizada» haya sido al tiempo de la conquista y durante la era colonial. «No se pone vino nuevo en odres viejos». La palabra de Cristo significaba que[209] los judíos estaban más distantes del cristianismo que los gentiles; y puede repetirse, con idéntico alcance y absoluta exactitud, para demostrar que los pueblos americanos, embarazados de fuertes poblaciones aborígenes y productos mestizos, vagaran más de «cuarenta años» en el desierto bárbaro antes de divisar la plena civilización. Las únicas naciones que no han pactado con el indígena, que lo han barrido al desierto donde se extingue lentamente, son las extremas del continente. Con instrumentos y resultados todavía muy desiguales, han asumido ó asumirán la hegemonía—repitamos lo que es bueno repetir—de su respectivo grupo continental, realizando á despecho del anticuado criollismo lugareño el trasplante de la civilización europea en América.

Á las seis de la mañana, alzada la cortina de mi «alcoba», miro pasar, desde la camilla del Pullman, el grato y reposado paisaje mejicano. La campaña está densamente poblada; por todas partes los dorados trigales cubren el suelo, prolongando los setos de sus límites hasta el esfumado horizonte, y la rubia llanura de Guanajuato se extiende como un inmenso y rayado zarape en el telar. Se almuerza en Silao, á las 7.45; es el «plan» americano que se inicia. El almuerzo, de cinco ó seis platos regados con té, al levantarse; la comida, muy parecida, á la una; por fin la cena, más y más idéntica, á las seis. No se consigue nada en los intervalos: el viajero no come cuando tiene apetito; debe tener apetito cuando es hora de comer. Hasta para el estómago es el viaje una provechosa disciplina: el déspota de la vida regalada pronto se vuelve un esclavo obediente y elástico; y nunca me he sentido más sano que bajo este régimen pasivo y reglamentario. Naturalmente, el humor anda al compás del estómago; fuera de algunas rachas[210] inevitables de melancolía, estoy dispuesto, sufrido, casi alegre. Mens sana in corpore sano. La sola satisfacción de ver, estudiar, comprender aspectos nuevos del universo, llena todas las horas de cada día. He escrito en mi cartera, leo y practico con la posible exactitud esta máxima profundamente filosófica: «Es inútil irritarse contra las cosas ...» Ahora bien, los reglamentos, los empleados, los guardafrenos, los waiters negros ó yankees,—y agregad una docena de etc.,—son «cosas» que con vuestro enojo pasajero no lograréis modificar en lo más mínimo. Una vez clavada esta idea racional en el cerebro, todo marcha á maravilla. Estoy seguro—y satisfecho—de haber dejado en todas partes una impresión de bonachonería; afirmo que, junto á mi cuenta saldada, cada «hotelero» ha debido de escribir irresistiblemente en sus libros este certificado de buena conducta y exactísima filiación: «viajero español; buen apetito; tranquilo, paciente, conversador».

De Méjico al Paso del Norte, frontera de los Estados Unidos, hay dos mil kilómetros que se recorren en sesenta horas. La cinta es un poco larga, sobre todo mientras se cruza los desiertos y médanos de Zacatecas y Durango. Tengo la impresión de la travesía entre el Recreo y Frías; pero falta la charla de las estaciones, y el conductor que solía allá dar la orden de marcha con esta fórmula desprovista de severidad: «Cuando guste, don Pablo ...»

El trecho de Chihuahua rescata su aridez con lo pintoresco de sus montañas mineras. Por sobre puentes y viaductos, el tren atraviesa la región de los minerales famosos; los ramales se destacan para Sierra Mojada, donde cinco ó seis grandes compañías explotan la plata.

Los ingenios de Santa Eulalia se yerguen en la áspera serranía, acribillada de negras bocas de minas; y entre el velo[211] azul del crepúsculo, los blancos campanarios de Chihuahua se proyectan en la falda, dominando la torre cuadrada de la Moneda, que fué cárcel del patriota Hidalgo. Á la mañana siguiente se llega á Ciudad Juárez, última población mejicana, separada de Paso del Norte por el río Grande: cambio de tren, visitas aduaneras, etc. Pero todo se facilita merced á las agencias.

Ciudad Juárez y El Paso, que se miran por sobre el río, presentan inmediatamente la exacta medida del contraste sociológico entre los dos países: á pesar de su antigüedad, la población mejicana, soñolienta y estacionaria, ha quedado como un arrabal de la americana nacida ayer. Cruzamos el río Grande; llegamos á la estación del Paso, donde estaremos dos horas, esperando el tren de la Southern Pacific, para Los Ángeles y San Francisco. Me meto en un inmenso mail-coach tirado por cuatro magníficos tordillos percherones: calles con alamedas, cottages flamantes con techo de listones, residencias de ladrillo rojo con la gradería central y su parche de césped; una gran church gótica que aplasta la vecina iglesia católica; buggies manejados por muchachas rubias; anuncios, carteles ciclópeos. En el Hotel Pierson, donde almuerzo, encuentro en la mesa cinco ó seis señoras solas, de bata blanca, bebiendo agua helada y comiendo choclos á mano limpia, con un diario por delante. Miro por la ventana: la casa de enfrente tiene una escalera recta con un anuncio patético por través de cada grada. Primer escalón: Have you a family?—segundo: God bless your family! etc., etc., hasta el piso superior. ¿Quién hisopea así á mi familia lejana con tan sentida bendición? Es una compañía de seguros. No hay duda posible ¡estoy en los dominios del tio Sam!

[212]

En el umbral yankee

Experimento una sensación extraña, del todo nueva para mí; es sin duda sincera y espontánea, puesto que la encuentro apuntada en mi cartera, en el momento mismo de haberse producido. Más exactamente: percibo una sensación fundamental á la cual se juntan dos ó tres secundarias; del propio modo que, con tocar una sola tecla del piano, despertáis el séquito de la tercia, de la dominante y de la octava, que vibran en acorde perfecto con la tónica. Las sensaciones secundarias—para despacharlas de una vez—son meramente personales; el cambio brusco de la lengua y de los hábitos centuplica al pronto la distancia: para mí, entre El Paso y Ciudad Juárez, no media la estrechez del río fronterizo, sino la inmensidad moral de un océano. Durante meses, como una astilla flotante sobre las olas, paréceme que voy á ser traqueteado por fuerzas contrarias y muy superiores á las propias. Tendré que amoldarme á una vida nueva; deletrear laboriosamente un texto casi del todo desconocido; balbucear con esfuerzo permanente una lengua que no es la nativa, ni la que me he asimilado sin trabajo durante la fácil y elástica juventud. Desde luego percibo el desgaste cerebral, la tensión fatigosa del rudo aprendizaje, la tarea extenuante, continua, proseguida de la mañana á la noche de cada día, de prestar atención, no sólo á las cosas é ideas imprevistas, sino á cada expresión, á cada palabra, á cada giro extraño, para comprender y hacerme entender. Me incorporo á una columna en marcha, lanzada á galope tendido por la llanura inmensa ¡y monto un caballo maneado!...

[213]

Y como en el acorde armónico,—¡oh! en modo menor, no hay que dudarlo,—otras previsiones debilitantes y depresivas se suceden en mi imaginación. Ese mundo donde penetro, no es solamente extraño y nuevo: lo presiento hostil, antipático á mis gustos incurables de desterrado artista soñador, á mis tendencias exasperadas y aguzadas por veinte años de juicios absolutos y de soledad intelectual. Yo, que me hallo desorientado en el París cosmopolita y frívolo de la «ribera derecha», de los bulevares y del Figaro ¿qué vengo á ver en este reino del industrialismo, de la fuerza brutal, de la vulgar democracia y de la fealdad? El sordo acorde de las notas depresivas continúa así, durante algunos minutos; me siento desalentado, abrumado, «muy chiquito», y me arrincono en el ángulo del vagón, no pudiendo meterme debajo de la banqueta y desaparecer como en su concha el caracol ...

Pero la reacción se produce muy pronto: la nota fundamental se levanta vigorosa y plena, acallando desdeñosamente todas las otras, y, á poco, tan sólo ella se deja oir.—El mundo actual está cumpliendo una de sus evoluciones seculares, una de sus «épocas» históricas. Magnus sæclorum nascitur ordo. Fuera pueril, á pretexto de preferencias personales, desconocer lo evidente, y, á semejanza del niño que cree producir la obscuridad cerrando los ojos, pensar que basta negar el proceso inminente para que se difiera por una hora su ineluctable advenimiento. La humanidad moderna ha sido nuevamente fecundada á fines del pasado siglo: durante la centuria de su dolorosa gestación, ha vagado por la tierra, en cinta del porvenir, incierta de la hora y del lugar del alumbramiento, vacilando entre la Francia luminosa, la Germania profunda, la misteriosa Eslavia, el Asia remota y [214]tradicional ... No lo dudéis ¡es aquí donde ha procreado! El advenedizo caserío de Belén ha sido preferido á la noble Jerusalén del templo histórico y de los esplendores antiguos. Signos inequívocos así lo manifiestan en el cielo y la tierra: una constelación reciente fulgura en el firmamento; y he aquí á los reyes del Oriente que depositan ahora en el establo predestinado, el oro, el incienso y la mirra de la consagración. No reparemos tampoco nosotros en el pesebre originario, ni profiramos la blasfemia farisáica, diciendo del recién venido: «¿No es ese el hijo del carpintero?» Pues, en verdad os digo que los tiempos están cumplidos: se ha abierto el Libro de los siete sellos, y, de pie en el umbral del siglo veinte, la joven América inaugura la novísima etapa de la errante y siempre ascendente humanidad.

Ahora bien, me toca en suerte estudiarla y acaso comprenderla en la hora eficaz de la vida, en la plena madurez, cuando ya disipadas las fumosas pasiones juveniles y antes de la decadencia física y mental, goza el espíritu de su completa autonomía. ¿Y renunciaría á este beneficio inapreciable, malbarataría esta ocasión única de ensanchar para siempre mi horizonte intelectual, tomaría una actitud rebelde y negativa, porque este mundo nuevo es diferente del viejo, y pertenezco á una raza más fina y artística? No, seguramente: tal no ha sido mi propósito y, Dios mediante, tal no será mi tentativa. Esa lengua nueva que balbuceo apenas, la aprenderé, la sabré, agregando, como dice Gœthe, un alma nueva á mi alma latina; y, además de la lengua que es el instrumento preciso, estudiaré el múltiple organismo que surge, cual otra Delos flotante, á la superficie de la civilización.

Recorreré, después de tantos otros, regiones y ciudades; pero más con el objeto de observarlas como síntomas externos,[215] que con el fin de presentar un cuadro, ya hecho diez veces, de su agrupación material.—El libro de James Bryce, admirable análisis del organismo político, quedará probablemente definitivo para veinte ó treinta años: aunque se tuviera para ello fuerzas y tiempo suficientes, sería vano rehacerlo. Lo que no se ha despejado hasta ahora de la estructura política y del enorme laboratorio material de los Estados Unidos, es el principio director, el primum movens, la célula vivificante de la masa entera y, para decirlo todo en una palabra breve, el alma yankee[18]. Iré á todas partes, viviré con ellos en los congresos, en los teatros, en las calles, en las escuelas, en los templos, en los talleres; me sentaré á su lado en el hogar,—y aquí es, sin duda, donde más aprenderé;—hablaré con los hombres, las mujeres y los niños: me haré uno de ellos. Todo lo anotaré y compararé, sin reparar en repeticiones ó contradicciones; todo lo recordaré y expresaré ingenuamente: el bien y el mal, lo grandioso y lo miserable, lo grotesco y lo magnífico; y después, tal vez me sea dado poseer la energía y la amplitud intelectual bastantes para ensayar, en veinte páginas substanciales, la síntesis de esa alma dispersa y colectiva que, según la expresión clásica, vivifica y agita la mole colosal.

¡Oh! bien sé de antemano que no podré prescindir, sobre todo en estas páginas volantes, de escribir alguna vez con mis nervios exasperados. No hay envoltura filosófica que no se raje por partes en ciertos momentos, bajo el rudo contacto[216] diario de hábitos y gustos contrarios á los propios. Quiero dejaros de antemano prevenidos. Pero, en esos mismos momentos nefastos, creo que no incurriré en error positivo; hasta creo posible que esas pinturas ab irato resulten menos flojas y desteñidas que otras mías. «El arte, decía Delacroix, es la exageración.» Entonces, el rayo visual llegará al objeto—ó vice-versa, si preferís—pasando por el lente de la pasión; nada será falsificado ni omitido; pero sí todo presentado con excesivo relieve, y generalizado lo circunscrito. Preveo, no obstante, que esos momentos serán raros. Y asimismo, se producirán en un medio moral de sincera y real simpatía. El corazón me dice que voy á querer á esos cíclopes. Ahora bien, la simpatía es condición necesaria para conocer á fondo; Carlyle ha dicho esa palabra profunda[19]. Con el querer agregado á la mente, acaso no resulten mis estudios del todo malogrados é ineficaces. Toda grandeza despide algo de solemne y casi divino. Como lo dice el título mismo de una obra monumental, que seguirá estudiándose después que todas las de Spencer hayan sido substituídas: el mundo no es únicamente una «representación», es también una «voluntad». Este cetro de la voluntad es el que, según creo, ha pasado á manos del pueblo de los Estados Unidos ...

Tal es el candoroso examen de conciencia que hago, al pisar los umbrales del tío Sam.


[217]

X

CALIFORNIA

Por cierto que la entrada en los Estados Unidos, por Méjico y el Paso del Norte, carece de atractivo pintoresco. Á despecho del puff atronador alzado por los diarios y guías, de los ferrocarriles de explotación y las agencias territoriales ídem, que de consumo multiplican los gigantescos reclamos, este pobre territorio fronterizo casi no encuentra comprador ni habitante. Dista mucho de pagar lo que ha costado. El «lanzamiento» ó booming del extremo sudoeste se presenta tan laborioso como el casamiento de una muchacha fea y sin dote, por más que, según sus tutores, ofrezca miríficas «esperanzas» para el lejano porvenir. Ni la conquista yankee ni los subsiguientes tratados de anexión han logrado modificar el aspecto del invencible desierto que, para el viajero, se presenta siempre como una mera prolongación de los estados mejicanos de Chihuahua y Sonora.

Los que algo retienen de historia moderna, no han olvidado la grita que levantó el partido nacional contra los «afrancesados» de Maximiliano, al solo anuncio de la cesión de Sonora, consentida ú ofrecida al gobierno francés. En el fondo, el[218] regalo era mediocre. Á trueque de la posesión inútil y precaria de una estación naval en el callejón sin salida del golfo californiano, Francia hubiese adquirido, además de algunas minas riquísimas que nunca han cubierto los gastos de explotación, la más floreciente comarca de bandolerismo que exista en el mundo. Los historiadores indígenas no se han aplacado á nuestro respecto; después de treinta años transcurridos, suelen hablar aún con amargura de la «avidez francesa». En cambio, no guardan mal recuerdo de la brutal invasión que en pocos años puso la mitad de su territorio en poder de los Estados Unidos, haciéndoles ceder por la fuerza ó de mal grado (tratado de Guadalupe Hidalgo), además de Tejas, los territorios de Nuevo Méjico y Utah, las vertientes del Colorado y la opulenta California. Sin duda se consuelan con saber que todo ello es una aplicación correcta de la sacrosanta doctrina de Monroe, y así se dejan mutilar «por persuasión». Hoy más que nunca se enorgullecen con la amistad del poderoso tío Sam: proclámanse sobrinos suyos, á la moda de Bretaña—ó de Polonia—y no esperan sino la ocasión de otro congreso pan-(y circenses) americano, para expresar su cumplida aquiescencia. ¿Quién dijo que á la cazada liebre poco le importa saber á qué salsa habrá de aderezarla el cazador? ¡Error profundo! Los mexicanos quieren la salsa yankee, sazonada con gruesa pimienta humorística; pues bien, sin ser profeta, puedo asegurarles que, día más día menos, serán servidos á su paladar ...

Del Nuevo Méjico, que la línea férrea descantea por el sudoeste, y del Arizona (Árida zona ¡admirable bautismo!) que cruza en su mayor anchura, no divisamos sino vastos desiertos de arena, cubiertos de cactus enanos y espinosos brezos que se retuercen en el suelo, acorchados por el sol, cual[219] haces de sarmientos en el fuego. Faltando en absoluto la humedad, cualquiera hoja de arbusto aborta en espina; y echo de menos los montes de algarrobos y caldenes que arrojan una sonrisa triste en nuestras más tétricas travesías de Catamarca ó San Luis. Ni una habitación, ni un árbol frondoso durante leguas y leguas: ningún vestigio de vida animal ó vegetal que no sea aquella maleza descolorida—ni una mancha verde en que pueda la vista descansar. En las cercanías de Dragoon Summit, el tren costea una interminable salina reverberante, comparada con la cual la nuestra de Totoralejos parecería un oasis. El implacable sol de junio enciende y hace vibrar la napa cristalina de ese Mar Muerto, con un insoportable y ardiente espejeo de hoguera, sin un matiz sombreado en la tierra ni un celaje de nube en el cielo metálico. Siento que vaga en mis labios una fórmula propiciatoria que bien pudiera ser la oración ad petendam pluviam. ¡Oh sí! fuera una bendición, una hora de lluvia copiosa y fresca que haría brotar mágicamente la savia invisible de los gérmenes por doquiera esparcidos y desecados. Me vuelve á la memoria el himno encantador é infantil de San Francisco de Asís al agua próvida, fecunda y casta ... ¡Qué bien se concibe en esta travesía el viejo culto ariano por las fuentes y los arroyos cristalinos! ¡Cómo se comprende que las tribus nómades del mundo antiguo hayan divinizado el agua bienhechora, por ser el alma de la tierra y, con el aire y el fuego, el principio de la vida universal!

Varias compañías americanas han acometido la empresa de canalizar ampliamente el río Grande, que cruza inútilmente esta región. La solución teórica del problema es tan sencilla como costosa su práctica realización. No es para nadie dudoso que á la larga el Arizona «pagaría», como aquí se[220] dice; pero ¿cuándo? That is the question. En estos países nuevos y febriles, hombres y cosas viven de prisa, y los grandes capitales no suelen arriesgarse y correr el albur de los resultados á plazos largos. No hay que contar con el apoyo del tesoro federal, en forma de subvención ó garantía. ¡Pasaron los bellos días de la plétora monetaria! El mensaje con que Cleveland ha inaugurado su segunda administración no se parece en absoluto al que clausuró la primera y le costó su reelección: ya no se trata de discurrir el mejor empleo de los superavit ni de conjurar el peligro de la obstrucción metálica.—Por otra parte, estos lejanos territorios, que no han sido aún incorporados á la Unión federal, representan casi el extranjero ... Ahora bien, es un error pensar que los yankees tengan grandes capitales disponibles para empresas exteriores. El canal de Nicaragua está interrumpido, después de languidecer dos años á la espera de los medios que no han llegado; ninguna línea férrea valiosa de Méjico se encuentra en manos americanas; y en cuanto á sus obras importantes en el Perú, sabido es que se han proseguido merced á concesiones ó garantías fiscales, es decir, con dinero peruano. Son los ingleses los que tienen el capital expansivo—como los franceses el ahorro crédulo ¡para correr ingenuamente las peores aventuras!...

De trecho en trecho, una minúscula estación en este desierto inhabitado sirve de pretexto á un alto breve y melancólico. ¿Quién es el náufrago de la vida ó el incurable forjador de quimeras que ha podido dejar á su espalda las praderas del Oeste, casi vírgenes aún, repletas de recursos y esperanzas, para aceptar este destierro de jefe de estación en la desconsolada soledad?—Y con todo, tal es la savia exuberante del organismo americano, que desde su centro irradia al punto más[221] extremo algo de su virtud civilizadora. Merced al pozo cavado por la Compañía del Southern Pacific Railroad: en torno de la casilla de «pintado pino», juguete nuevo que no ha de salpicar nunca una mancha de barro, se yerguen algunos arbustos en una huerta de un cuarto de acre; las capuchinas y arvejas odoríferas se enredan en los postes y verjas de abeto; pavos y gallinas pecorean acá y allá; una cabra retoza en un cercado verde, poco más ancho que un paño de billar. Por la ventana abierta, con sus cortinas de muselina, se entreven muebles de pitch pine, esteras, un rocking-chair, diarios y magazines sobre una mesa: todo ello arreglado, sacudido, deslumbrante de orden y aseo—¡la virtud nacional!—pronto para recibir á cualquier hora las visitas que no vendrán jamás. La joven dueña de casa, de blanco delantal, sube al andén y recibe su canasto de provisiones, levanta con largas tenazas su trozo de hielo, hilvana con el maquinista ó el guardatren un diálogo puntuado con risas y exclamaciones. Es su única échappée diaria sobre el mundo exterior. Pero suena una campanada, un silbido agudo rasga brutalmente la charla amistosa: «Vamos ... ¡hasta la vista! Good bye, Mrs. Paine!» El tren se escurre, y hasta mañana quedará cerrado el paréntesis. Éstos han traído la bocanada de viento de Nueva Orléans, otros traerán luego la de San Francisco, y ello bastará para no abandonarse y sentirse vivir.

Con el gran silencio de la tarde que cae, la estación vuelve á ser presa del desierto inconmensurable. Pero la compañera fiel, enérgica y dulce, alegra la casita, del propio modo que las enredaderas y el césped sus cercanías. Como un faro en el mar, estrella la obscuridad la lámpara del home humilde, donde el padre lee los diarios y la madre la Biblia, en el silencio[222] ritmado por el tic-tac del reloj y la respiración de los niños dormidos.—Más allá de Bowie, en el desierto siempre, dos rosadas niñitas, vestidas del mismo percal rayado y encaramadas en una potranca flaca, se acercan á nuestro car: se rien sin descanso ni timidez, mostrando sus dientes blancos en sus graciosos palmitos tostados y pecosos de durazno pintón. Acaso, dentro de cinco ó seis años, les toque proseguir en Denver ó San Francisco la gran aventura de la vida, y no les habrá perjudicado este rudo aprendizaje de la primera edad. Les alcanzo naranjas por la ventana y me alejo con el pesar de no abrazarlas ...

Se tiene ahí, no hay que dudarlo, una manifestación, elocuente en su pequeñez, de esa energía sajona que el yankee puro ha heredado y conservado sin degeneración. Allí aparece desnuda la raíz del árbol poderoso que ha esparcido por el mundo su fecunda simiente, fertilizando los yermos más lejanos y desafiando todos los climas: es la raza colonizadora por excelencia, porque adondequiera transporta consigo el dón precioso de bastarse á sí misma, gracias á la virtud alegre y sana de la familia, á la ayuda fortalecedora del hogar y al cordial inagotable de una religión que no vive del culto externo sino del sentimiento individual. Este primer esbozo de civilización esporádica en el desierto contiene tanta enseñanza como el espectáculo de las ciudades populosas y nuevas que luego encontraré—y que eran ayer lo que esto es hoy. Comparo en mi imaginación lo que asoma apenas de esta dispersa apropiación social, con las estaciones análogas de nuestras provincias argentinas; recuerdo cinco ó seis entre Quilino y Frías, todas parecidas entre sí: en que el empleado, joven ó viejo, casi siempre soltero, exhibe al paso del tren su leonera en desorden, amueblada con una montura, dos ó[223] tres botellas, un catre que sirve de percha y de baúl, y donde dormirá la siesta abrumadora entre una jugarreta y una parranda con chinas abrutadas ... No es por arriba sino por abajo que los pueblos se clasifican mejor: no por el estrecho vértice de la pirámide, muy semejante de aspecto en todas partes, salvo la diferencia de altura, sino por la ancha base popular que soporta el edificio entero.

Aparte esas rápidas perspectivas, adivinadas más que entrevistas, confieso que mis primeros experimentos del nuevo medio social son tan afligentes como su paisaje. Nuestro Pullman-car está obstruído con maletas y equipajes de formas tan extraordinarias como las heteróclitas figuras de sus dueños: dominan los rostros glabros y enjutos de los colonos y demás gentecita rural de Tejas; visten arreos pintorescos y representan á los auverneses ó saboyanos de los Estados Unidos—digamos los collas de la frontera jujeña, para hacernos entender—pero unos rústicos que no sospecharan el encogimiento. Se despatarran en los asientos, con sus botas en el respaldo, al nivel de sus narices, escupen en todas partes, por el colmillo, á causa del chicote que mascan; los que han dejado el chewing nacional apestan el fumadero con sus cigarros de Virginia, levantándose á cada rato para absorber grandes vasos de agua helada. No entiendo palabra de lo que conversan entre sí ó con los waiters negros, á quienes tratan familiarmente, y lo propio les pasa á ellos cuando intento chapurrar mi escocés del Engineer.—Esto, por otra parte, me acompañará hasta Chicago ó más allá. El hombre del pueblo—sobre todo el odioso negro que se aprende á detestar en razón directa de su insolencia—no quiere entender, salvo en caso de propina, más que su slang gangueado con el acento del terruño y cortado por elipsis ó[224] fórmulas locales: imagináos á nuestros cocheros parisienses ó á nuestros aldeanos de provincia, dirigiéndose á nosotros en su argot callejero ó rural. Me acostumbraré bastante pronto al inglés culto pronunciado correctamente, pero mucho me temo que abandone los Estados Unidos sin comprender á los negros ni á los boys de las aceras.

Después de mi primer ensayo en el coche de fumar, tengo que batir en retirada, algo corrido y mohino. Al recogerme á mi asiento, tropiezo con una cara de pascua que se sonríe debajo de una boina azul, y me invita en español á ganar un departamento reservado, desde cuya ventanilla me llama otra boina azul, blandiendo una botella de Jerez. Son dos vascos españoles; el común aprieto nos ha aproximado instintivamente, y, á los pocos instantes, se sella la intimidad sobre recuerdos familiares de las glorias vizcaínas y navarras: Gayarre, Aramburu,—sobre todo los famosos pelotaris que han valido más que cien agencias de emigración en esas provincias: el Manco, Elicegui, el Chiquito, y ese terrible Portal, fuerte como un turco y sutil como su pala.

Mis nuevos amigos abandonan á Cuba, después de labrar su fortuna en veinte años, pero conservan sus casas de negocio y sus haciendas en la Habana y Matanzas. Dan una gran vuelta de recreo, tomándose vacaciones por primera vez en su vida, antes de volver al nido natal, colgado en un declive de los Pirineos.

Salieron de él casi niños, sin una peseta ni oficio alguno en las manos, como los que vienen al Plata, pero buenos para todo, con su salud robusta, su flexibilidad laboriosa y honrada, y su brincadora agilidad de gamuza pirenáica. Han logrado lo que buscaban—tener dinero—porque han sabido no querer sino una cosa y perseguirla sin tregua por el camino[225] recto.—En tanto que otros soñadores vienen á América tras del ave azul que vuela de rama en rama, y envejecen, naturalmente, antes de alcanzar su ilusión: los que han nacido para emigrar—los vascos, en primera fila—prosperan casi siempre en la emigración. ¡Bah! ¡la vida no merece tantos desvelos! Todo acaba en lo mismo; concluída la jornada, nos despedimos con la misma voltereta: buenos y malos, necios y sabios, pobres y ricos, nos disolvemos todos en el mismo olvido. El oro es tan vano como la gloria y el poder,—y lo que llamamos arte, que no es sino una convención; y lo que llamamos ciencia, que no es más que un paso adelante en un callejón sin salida. Omnia vanitas. Emprendemos todos el mismo corto viaje de condenados á muerte. ¿Quién decidirá si es más sabio ceñirse los lomos desde el amanecer para ponerse en marcha por el camino trillado, bajo el sol y la lluvia, sin una hora de tregua en la etapa, con el único fin de encontrar á la tarde comida y albergue en el mesón; ó si tanto vale extraviarse en los senderos, saboreando la excursión como un paseo, gozando con los accidentes del camino y de las perspectivas, á trueque de cenar con las zarzamoras del cercado y dormir en campo raso?...

Don Pedro, el menor de mis dos compañeros, raya en los cuarenta años; es un admirable ejemplar de esa raza fuerte é ingenua que se ha esparcido en el Plata, hasta formarse aquí una segunda patria,—lo compruebo al oirle hablar de Buenos Aires y Montevideo como de un emporio vascongado,—llevando consigo y conservando siempre su frescura simpática y robusta, como un reflejo del paisaje montañés. Éste es un coloso con sonrisa de niño, hermoso como un roble, tranquilo como un buey de labor, bueno «como un pedazo de pan» según el dicho campesino; y así como el clima de[226] las Antillas no ha mellado su complexión de atleta ni alterado su tez florida, tampoco el roce del mundo y la fortuna le han hecho soltar su boina azul. Nos queremos en seguida, él tan sencillo y yo tan complejo, sin duda en virtud de la ley de los contrastes, y gracias á mi precaución habitual de llevar siempre la charla al terreno que mi interlocutor conoce mejor que yo. Me habla de Cuba, y las horas se deslizan sin sentir ...

Su compañero, don Esteban, es menos atrayente: averiado, temoso, porfiado y disputador, hasta el punto de contradecir con la mano mientras el asma le sacude, ha barnizado con pretensión burguesa su primitiva ignorancia cerril, y la exhibe al primero que llega, á guisa de albarda sobre su lomo de borriquillo. Domina al bonazo de don Pedro á fuerza de cansarle; también le da cierto prestigio actual el haber pasado algunos meses en Nueva York hace treinta años, y chapurrar cuatro palabras de inglés que, por otra parte, pronuncia como una «vasca» española. No sabiendo nada de nada, puede hablar de todo con igual autoridad; y ¡abusa de su derecho!—Después de toser, es su principal ocupación contradecir á troche y moche, al tanteo. Nos fastidia, nos carga hasta el exceso, y él mismo lo sospecha en sus momentos lúcidos. Bajo el pretexto de que el humo le incomoda, don Pedro y yo nos instalamos en el smoking-room, y nos despachamos docenas de exquisitos habanos ¡recuerdo personal del propio fabricante! Pero don Esteban se aparece y comienza por rectificar uno de sus últimos traspiés, que nadie recordaba: «Tenía Vd. razón: el que asesinaron en el teatro no fué Grant, sino el «general» Lincoln». Y en el acto vuelve á entrar en liza: «¡Qué hombre, ese Hernán Cortés! Cuando pienso que fué por aquí á fundar á[227] San Francisco!»—Entonces, sobre todo, ¡es cuando tengo ganas de mandarle á Bilbao!—Por lo demás, es buen hombre en el fondo este pobre don Esteban, y no me costará mucho soportarle hasta San Francisco,—fundado por Cortés,—donde nos separaremos con grandes apretones. Sólo necesito dejarle desbarrar á su gusto. El primer día tuve el candor de rectificar sus sandeces: era la guerra declarada.—Cualquiera discusión es inútil, pero la que aceptamos con un necio nos rebaja de golpe á su nivel. ¿Á qué emprender gratuítamente la educación de aquel transeunte que no sacará de ello provecho alguno y al contrario nos guardará rencor? Recuerdo haber estallado una vez—hace una docena de años—porque en una mesa redonda de Lisboa, un médico brasileño sostenía que había hecho en ferrocarril el trayecto del Rosario á Montevideo: era joven entonces y me faltaba filosofía. ¡Cuánto más satisfecho me siento por haber escuchado en Colón, sin pestañear, hace algunas semanas, las variaciones delirantes de un francés corredor de avisos, respecto de la República Argentina, y especialmente de Tucumán que apenas conozco! Era el más fantástico de sus boniments profesionales: no he protestado, me ha encontrado amable y nadie ha perdido nada con la bola—ni siquiera Tucumán.

El inmenso desierto monótono se arruga y matiza al paso que nos aproximamos al extremo oeste; ya verdean algunos matorrales y parches de hierba en las depresiones del suelo; de trecho en trecho se alzan algunas chozas de pastores; una vaca rojiza, un hato de esbeltas cabras salpican alegremente la tierra gris. Llegamos á Yuma, estación importante en la frontera del Arizona y California. El río Colorado arrastra delante de nosotros sus ondas amarillentas, entre los altos[228] ribazos bordados de vegetación. El fresco encantador de una mañana de primavera se junta á las primeras sonrisas de la Arabia feliz. En la cantina regamos con té y leche un almuerzo compuesto de rosbif, patatas hervidas y confitura—todo servido á un tiempo en el mismo plato. Los últimos indios apaches—the last of the Mohicans!—arrollados en un zarape multicolor, con sus gruesos mechones lacios cayendo como correas sobre sus enormes rostros angulosos, seriotes, todos nariz y mandíbulas, cual esculpidos por un leñador en un tronco de hickory, vienen á vender arcos y flechas que no han servido nunca y parecen salir de un bazar. Cada mujer trae cargada en la espalda á su progenie, arrollada con bandeletas en un cuévano angosto que semeja una vaina de momia. Las criaturas hacen blanquear allí dentro sus ojuelos de lagartija—y, como la mañana, también aquí conserva la infancia algo de su gentil frescura de inocencia é inconsciencia,—¡estoy por encontrar casi bonitos esos mamoncitos apaches!

Pero ha llegado un viejo violinista yuma para obsequiarnos con una serenata arizoniana. Al principio, no es fácil desenredar lo que quiere decir el venerable anciano con su rechinamiento agudo y como resinoso. Cuando don Esteban arroja un grito—seguido al punto de un violento ataque de tos ¡en la carraspera del crincrín ha reconocido el canto de las Provincias! Sí, no hay duda posible: es el capela gorria lo que el piel-roja desuella con una impasibilidad de antiguo escalpador ... ¿Por medio de qué avatar misterioso, de qué extraña ironía del color local, ha venido ese llamamiento de las bandas carlistas á transformarse en aire de danza californiano? Tal es el «secreto de la sabana» que nuestro compañero procura vanamente arrancar al curtido minstrel, quien,[229] completamente embrutecido, sordo además como una colección de tapias arizonas, contesta invariablemente: yes, sir, á cualquier pregunta, y para no romper el hechizo de las monedas de diez cents, sin detener su arco las coge con sus labios entreabiertos cual hendedura de alcancía. Pero don Esteban protesta con solemnidad—¡Debryan bisaya!—que el viejo ha de saber el castellano, puesto que toca un canto vascongado; le asedia á preguntas estrambóticas, le explica el gran levantamiento de boinas del año 33 por el primer don Carlos; por fin, desafiando el asma que le acecha, se resuelve á enganchar su voz de herrumbrada cerradura al zumbido de cigarra de la prima y, batiendo palmas para marcar el compás, se pone á cantar:

¡Don Cárlos gureá,
Don Cárlos maiteá!
¡Ay, ay, ay, mutilac,
Capelac gorriac!...

Y aquella escena inverosímil que nadie inventaría, ese improvisado duo de un guipuzcoano y un apache, es de un efecto cómico amplio y humano que ha conquistado en seguida todos los sufragios: viajeros yankees y mejicanos, waiters y guardatrenes, forman rueda entusiasta en torno de los ejecutantes igualmente poseídos de su papel,—y hasta me parece que los indios presentes tuviesen ganas de sonreir por vez primera de su vida.

Pero cuando, dada la señal, el tren se pone en marcha, desde la ventana don Esteban arroja con la peseta de despedida esta suprema explicación á su acompañante, que ha quedado en el andén, reflexionando en la ganga enviada al último sachém por el gran Manitú: «¡No era este don Carlos, sino el[230] abuelo!» Y ya se revuelve en su asiento, presa de un acceso de tos incoercible. Yo también me revuelvo en el sofá del cuarto de fumar, en tanto que el excelente don Pedro va y viene entre uno y otro, atendiendo á su amigo con cara de circunstancias y volviendo hacia mí para reirse á gusto. ¡Y me quejaba ¡ingrato! ¡de que fuese tedioso el camarada aquél!

La pingüe y fértil California del sud comienza á desarrollarse blandamente entre dos hileras de colinas; corremos á lo largo de un vasto cañón, teniendo á San Bernardino Range á la derecha y á San Jacinto á la izquierda, con la cornisa intermitente de la lejana sierra Rocallosa ó Nevada entre la falda verde y el cielo azul. Las olas de oro de los trigales maduros ondulan suavemente hasta el pie de los collados, tapizados de viñas, praderas y follajes. Los cottages rojos y blancos, las villas y quintas lujosas se levantan sobre un mar de parques y verjeles. El paisaje todo ha revestido un gran aspecto de riqueza y abundancia, sin perder nada de su belleza pintoresca. Me aparece como una inmensa mesa puesta, el valle bíblico de la Multiplicación, eternamente abierto á las caravanas del viejo mundo que se juntan aquí: las de la cuna europea, militantes y civilizadoras que ya tienen poblados y plasmados los Estados del este; las del Asia antigua, derramadas por el pululante Oriente, y que llegan de isla en isla por el incomensurable mar Pacífico, á manera del caminante que cruza un vado á flor de agua asentando el pie en las rocas sucesivas. Al contemplar lo que este pueblo ha sabido hacer con el territorio desnudo que los mejicanos le entregaron, está el observador á punto de imponer silencio á la voz de la conciencia que protesta en nombre de la justicia absoluta y del «imperativo categórico», para reconocer que la virtud del esfuerzo[231] laborioso y la magnitud del resultado práctico legitiman en cierto modo la conquista violenta.—Y es fuerza repetirse, para formar un juicio cabal de la riqueza americana, que esta risueña California no es sino una faja estrecha de la inmensa comarca bañada por dos océanos que, bajo los múltiples aspectos de una producción intensa, pero casi tan copiosa en otras partes, se despliega, más ancha que la Europa toda, cuatro veces mayor que la Argentina, desde el Dominion ártico hasta las Antillas tropicales, al través de todas las maravillas físicas, de todas las variedades vegetales y minerales, de todos los recursos agrícolas y fabriles que aseguran para diez siglos el propio desarrollo de un continente independiente y completo.

Se tiene aquí por vez primera la sensación grandiosa y casi augusta de una entrada en el vasto Canaán de la nueva promesa.—El más vigoroso espíritu de la Francia contemporánea habla en cierto lugar de los paisajes de Milton, que son «una escuela de virtud»[20]. Ahora comprendo lo que ha significado. Ante esta radiante sonrisa de la tierra americana, no sé qué júbilo generoso é impersonal me dilata el pecho; una salve íntima, una efusión enternecida y cordial se remonta á mis labios, derramándose como una bendición sobre este recuperado paraíso, que parece estremecerse de gozo bajo la tibia caricia de la mañana estival. Desnuda de historia, sin el prestigio de los recuerdos seculares y las leyendas, llega esta Cibeles occidental á la soberana belleza por el solo atractivo de su seno fecundo, donde quiera impregnado de sudor humano: por el único encanto omnipotente de su juvenil exuberancia y venturosa plenitud.

[232]

Ahora, á uno y otro lado de la vía, las plantaciones de todas clases, los cultivos y verjeles se suceden interminablemente. Las residencias campestres, los ingenios variados, molinos, lagares, destilerías, fábricas de frutas conservadas, depósitos y embarcaderos, jaspean de islotes rojos y blancos el archipiélago de verdura. Cada estación es una ciudad ó una aldea, ganglio comercial de donde irradian ramales y tranvías. Á partir de Redlands, los vagones de fruta obstruyen los apartaderos de la línea—y es tal el hacinamiento, que por la vista sola nos sentimos saciados de duraznos y albaricoques, de ciruelas y melones—hasta de esas deliciosas naranjitas sin semilla (seedless) que aquí se apellidan Washington Navel, aunque la variedad haya sido importada de Bahía[21].

En Colton, risueña villa de tres mil almas, que nació ayer y ha crecido más rápidamente que sus naranjales, se juntan las dos grandes líneas del Southern Pacific y del California S. Railroad. Nos hallamos casi en el centro del maravilloso valle de San Bernardino, oasis en otro oasis, cubierto hacia el litoral de winter resorts y sitios balnearios, y cuya cabeza de distrito se divisa á tres millas por el norte; produce algunos de los mejores y más famosos vinos de California; de aquí parten durante el verano los trenes especiales de frutas que se distribuyen en todos los mercados de los Estados Unidos. Las fábricas de conservas yerguen por todos lados sus altas chimeneas empenachadas: la sola Colton Company emplea quinientos obreros de taller y despacha diariamente 4000[233] cajas soldadas. Por cima de la falda y sus bosques de naranjos, algunos picos nevados añaden la grandeza á la gracia de la decoración, trayéndome el recuerdo de la Yerba Buena tucumana; mientras que un poco más lejos, en Cucamongo, ya célebre por sus viñedos, veo surgir como un trasunto del pintoresco valle de Santiago de Chile. Y así, por todas partes, las poblaciones agrícolas amojonan de milla en milla el rico suelo de esta Arcadia industrial, hasta Los Ángeles, donde llegamos esta tarde para volver á marchar cuatro ó cinco horas después: Ontario con su colosal avenida de palmeras y naranjos que se prolonga hasta el pie de la sierra; San Gabriel y sus limoneros; Santa Anita sembrada de ranchos, donde una sola hacienda (la de Baldwin) tiene plantados 60.000 acres de viñedos—poco más ó menos la superficie total de caña dulce ó viñas (1892) de toda la Argentina. Aquí y allá, en medio de los sonoros nombres mejicanos—de tal suerte estropeados que los desconocerían sus propios padres,—la fantasía cursi de los recién llegados ha emperifollado este antiguo territorio de pueblos indios y tolderías con apelativos mitológicos: Arcadia, Hesperia, Pomona, etc.; y no resulta la mezcolanza barroca en demasía, en esta hora al menos ¡tan real es la gracia bucólica del paisaje, tan diáfano el ambiente impregnado de vegetal fragancia y eliseano frescor!

Los Ángeles.

Á pesar de ser ya toda una ciudad yankee, encuentro en Los Ángeles ciertos vestigios aún muy perceptibles del indeleble origen criollo y del invencible encanto español. Esta impresión inequívoca—que sentiré en el mismo San Francisco—no[234] está sugerida solamente por los nombres de algunos sitios y familias. Á cada instante se descubren en los arrabales, cruzados por el tramway eléctrico, reliquias materiales y hasta sociales de la antigua población: por ejemplo, en el umbral de estas casuchas de adobe, son, á no dudarlo, criollos mejicanos los que están engullendo tamales, ó zangarreando la guitarra durante la siesta. Han quedado familias Delvalle, Coronel, Pacheco, Sepúlveda, que desempeñan cargos concejiles y poseen aún inmensas haciendas. La fiesta anual de la «tribu» Delvalle es una solemnidad famosa en toda la California; aquí los «notables» de ayer figuran todavía entre los prominent de hoy ...

Pero no son más que vestigios. La antigua misión de la «Reina de los Ángeles», que el comandante Frémont tomó sin combate en 1847, no era sino una pobre aldea de dos mil indios y mestizos, tan atrasados ó indolentes que no se cuidaban de explotar los conocidos placeres auríferos de sus arroyos. Los Ángeles es ya una hermosa ciudad de 60.000 habitantes, extranjeros en su mayoría, cuyo vuelo prodigioso data de los últimos años: en 1880, no había triplicado aún la cifra primitiva de sus pobladores; y lo demás en proporción. No pasando de esa fecha los más importantes centros agrícolas del condado, son naturalmente más nuevos aún los valiosos edificios públicos y privados de la flamante ciudad, y todos los órganos materiales y morales que constituyen, ne varietur, el progreso entendido á la yankee.—Ya encontramos en Los Ángeles las gratas alamedas sombreadas, con sus pintorescas residencias y chalets de bay window y gradería exterior; los enormes buildings de ocho á quince pisos con fachada de columbario; los bancos pseudogriegos y templos neogóticos,—toda la fabricación al por mayor de la «arquitechería»[235] americana. Desde la California hasta el Massachusets, sin otros matices que un exceso de pesadez ó riqueza decorativa en los emporios más advenedizos, encontraréis reproducidos, en cada población, no sólo la misma estructura material, desde el Masonic Temple hasta el hotel mammoth con sus bars y ascensores, sino los mismos órganos previstos de la vida urbana, los mismos accidentes del grupo social: escuelas, teatros, vagones, tramways con su invariable tarifa de cinco cents, avenidas de enlosadas aceras donde la luz eléctrica recorta duramente las siluetas, etc., etc. Es siempre la ciudad yankee, indefinidamente reproducida, y sin más elemento diferencial que el costo y el tamaño—es decir la cantidad. Los Ángeles es un fragmento de San Francisco, Denver un pedazo de Filadelfia, Cincinnati una mitad de Chicago. Hay más habitantes en la antigua capital de los puritanos que en la reciente Sión de los mormones: por tanto, mayor número de manzanas edificadas,—pero, mutatis mutandis, las construcciones públicas y privadas son tan parecidas en una y otra, por dentro y por fuera, como el New York Herald al Chicago Herald, como el policeman de capote gris y casco de punta, plantado en una esquina de Boston, es idéntico al policeman de guardia en una esquina de Pittsburg. La concreción urbana está vaciada en un solo molde: fuera de los sitios naturales, los Estados Unidos son un monstruoso cliché. De ahí el tedio profundo que se desprende de su masa gigantesca y uniforme para el turista superficial, que vaga de calle en calle y de hotel en hotel sin nada sospechar del alma americana. En Europa, las cosas son más interesantes que los hombres; acaece lo contrario en este mundo en formación, mejor dicho, en fabricación. Aquí el producto humano es tosco y primitivo, en proporción de su enorme magnitud—como ha sucedido[236] en el mundo orgánico;—la obra provisional es inferior al obrero, no pudiendo aquélla interesar al filósofo sino en cuanto sea indicio documentario y síntoma del espíritu que la realiza—y por esto, precisamente, la mayor parte de las Impresiones de tanto commis voyageur de la literatura se extasían con exceso ante los colosales montones de hierro y ladrillo: celebran el volumen prodigioso del banco de coral, haciendo caso omiso de la madrépora viva que lo levanta sin tregua en el seno del mar.—Procuraré emplear otro procedimiento; y, desde luego, pienso que me fastidiaré muy poco en esta pretendida patria del fastidio.

En esta magnífica tarde de junio, la ciudad nueva despide una como alegría infantil. Vago por las anchas avenidas que lucen su follaje primaveral, y apunto de paso algunos rasgos de la vida callejera que muy pronto dejarán de llamar mi atención: mujeres en bicicleta ó conduciendo buggies, pregoneros y sandwichmen exhibiendo reclamos, procesiones cívicas y profesionales, carteles con anuncios gigantescos y fórmulas exuberantes de ingenuo cinismo—y donde quiera el roce brutal de la muchedumbre que nos codea, maltrata y lleva por delante con la inconsciencia de un rebaño de paquidermos, pero que no nos da tiempo para irritarnos, pues, á poco andar, nos sentimos desarmados y casi enternecidos por la complacencia inagotable y cordial con que un afanoso empleado, un transeunte de prisa, un rudo trabajador satisface nuestras preguntas de forasteros. Desde el anochecer quedan cerradas las tiendas y demás casas de comercio, pero, alumbradas por dentro, lucen sus escaparates y prestan animación á los barrios centrales. La brisa fresca me recuerda que está el mar á pocas millas. Las aceras rebosan de transeuntes, hombres y mujeres con traza de artesanos domingueros. En la esquina[237] de North Main y Arcadia street, miro pasar en una cencerrada carnavalesca de voces, guitarras y panderetas, una compañía del Ejército de Salvación, guiada por una tía coloradota, y seguida, á guisa de apéndice convencido y convertido, por un viejo borracho que dibuja eses en la estela evangélica ...

Empieza á hacérseme largo el tiempo hasta la salida del tren para San Francisco. En Spring street, delante de un Concert Hall, vuelvo á encontrar á mis vascos infieles, que no quisieron acompañarme al Jardín Zoológico—una maravilla de plantas y flores raras. Mientras yo comía pasablemente en el restaurant Nadaud y corría el albur de un champagne californiano que sabe á falsificado chablis, el camarada Esteban se obstinaba en descubrir una fonda vascuence que le recomendaron en Méjico. Gracias á su inglés pintoresco ha dado al fin con un dining-room dependiente de una sociedad de templanza, donde le han servido rosbif regado con té claro á guisa de valdepeñas; quédale el consuelo de afirmarme que «lo sabía», como el Pontsablé de Madame Favart.—Aquí nos alcanza de nuevo el destacamento del Salvation Army, siempre seguido de su beodo inextirpable. Asistimos á la pequeña representación bajo la luz eléctrica del Hall pecaminoso. La «capitana» fulmina su proclama, interrumpida por las chuscadas del auditorio; sin inmutarse, ella misma se rie con los fisgones ó vuelve las tornas á la rechifla truhanesca; por fin, viéndose desbordada, entona su cántico gangoso con acompañamiento de silbidos y tamboriles. He comprado á una «Miss Helyett», llena de costurones escrofulosos, un número de su periódico: un bodrio de declamaciones añejas mezcladas con reclamos infantiles, en prosa y verso,—el Apocalipsis de Bertoldo. ¡Se cree soñar recordando que el conocido sombrero de paja con cintas moradas, tendido como una escudilla,[238] se llena con los cuartos del grueso público, y que esas comparsas de parásitos cuentan, para desenvolver por el mundo sus farándulas bufas, ¡con un presupuesto de cinco ó seis millones de dollars!—Don Esteban, que no pierde la ocasión de instruirme, me desliza al oído: ¡Son espiritistas! Seguramente el neófito aquel del bamboleo enérgico confirma el juicio de mi compañero, y puede jurar con toda sinceridad que posee la doble vista, pues sin duda ve bailar al són de la guitarra todas las mesas redondas del vecino Hall ...

El paisaje del día siguiente, sin carecer de «belleza económica», es mucho menos decorativo que el de la víspera. El cañón se ensancha ahora en una vasta llanura que ondula hasta la Sierra Nevada. Los grandes cultivos de cereales y los ranchos de ganado han sucedido á los viñedos y verjeles. En cada estación tomamos viajeros de facha rica, familias con canastos de frutas y flores que vuelven de un paseo campestre y anuncian la aproximación de la Queen City del Pacífico. Á la tarde, empiezan á espejear algunos charcos en las cañadas; luego, hacia el noroeste, uno que otro mástil afilado raya de negro el claro horizonte: de repente, á una milla del tren, aparece un jirón de la bahía. En seguida, interminablemente, desfilan terrenos baldíos, inmensos depósitos, montones de casillas y cobertizos que no representan aún sino una «nebulosa» del futuro arrabal. Un enorme ferry-boat toma el tren entero en su monstruosa espalda cubierta de rieles, de carros enganchados, de rotisseries y saloons, de mesas y bancos donde se apila el cargamento humano que no queda en los coches. Después de veinte minutos de travesía y viento helado, á pesar de la estación, la ancha proa del bote colosal se suelda á la ribera, y bajo una bóveda sombría se cae en la infernal batahola de los reclutadores de viajeros que, alineados[239] contra la pared, aullan infatigablemente los nombres de sus hoteles. Estamos en San Francisco. Un agente de Express nos da su tarjeta en cambio de nuestro boleto de equipaje; pronunciamos: Palace Hotel, y asunto concluído. Nos dirigiremos al hotel sin otra preocupación y, después de comer descansadamente, encontraremos el equipaje en nuestros cuartos.

Los yankees, cuya existencia es un perpetuo viajar, han resuelto con superioridad práctica este problema: tener los mejores hoteles y trenes del mundo—the best in the world—y sobre todo, suprimir el enojo de los impedimenta, esas batallas con los odiosos parásitos de los embarcaderos, que son en otras partes la real fatiga del viaje y el suplicio del viajero.

San Francisco.

De mis quince días de estancia en San Francisco—la verdad ante todo, aunque sea vergonzosa,—la gran impresión que queda dominante y persistente es la del bienestar físico. Después de tanto choque ó rozamiento sufrido desde Buenos Aires, después de tanto camarote estrecho con catre dudoso, de tanta fonda y albergue mortificante, desde la nevera de Las Cuevas hasta los sudaderos malsanos de Colón y Veracruz, confieso ingenuamente que he saboreado el amplio confortable y el lujo flamante del Palace Hotel, con su despliegue de aseo deslumbrador, sus muebles y telas de matices claros, sus camas inmensas y elásticas, el aire, la luz, el agua á profusión con pirámides de toallas frescas y su santa divisa central: Clean hands and pure heart! Y todo ello, en el ambiente tónico y salado del mar, cuya brisa fresquísima en este principio[240] del verano llama de nuevo el apetito robusto y el olvidado humor de la retozona juventud, en esta atmósfera moral de independencia y libre aventura, tan oxigenada como la física ... Bien saben mis pacientes lectores que no desdeño la naturaleza, ni la historia, ni la poesía: pero en este Frisco bullicioso me he dedicado ante todo á la prosa vil, á la guenille burguesa—al casco material ¡qué bien necesitaba de este calafateo y carenaje!

¡La juventud! Tal es la palabra sonora y mágica que aquí parece resonar en todos los ecos y desprenderse de todos los actos colectivos, de todas las actitudes y empresas de la atrevida población: la juventud arrojada y azarosa, rebosante en esperanzas é ilusiones, con el orgullo insolente de su breve pasado y la fe imprudente en su ilimitado porvenir; y junto á ello, en vez de la pesadez maciza y del boasting grosero de Chicago, no sé qué gracia nativa y dichosa alacridad de jugador confiado en la suerte, y cuya fortuna vertiginosa ha comenzado llamándose placer. No necesito reseñar esa historia fantástica del oro, que deja atrás todos los cuentos orientales y cuyo comienzo, apenas viejo de medio siglo, parece perderse ya en las brumas legendarias. Bret Harte, con real á par que poético colorido, ha pintado el cuadro fascinador de esas batallas de la audacia y la codicia, prestando vida insuperable á sus grupos violentos de argonautas californianos; además, cien relatos locales conservan la memoria circunstanciada de la rutilante aventura que arrojó á esta playa, durante diez años, toda la población desarraigada y flotante de las cinco partes del mundo: europeos, asiáticos, polinesios, americanos del sud, squatters é indios de las praderas, todos los desesperados de la vida, todas las caravanas de Babel. Pero, acaso no sea tan asombroso el espectáculo de ese sórdido delirio colectivo,[241] como el de la inmediata organización rudimentaria y progresiva que le sucedió, hasta constituirse en veinte años la capital opulenta y el emporio comercial del Pacífico, en el centro de la comarca agrícola más floreciente de los Estados Unidos. La California actual es el triunfo de la civilización americana y la prueba más acabada de su incomparable potencia plástica. El organismo social que ha podido en tan breve lapso asimilarse el salvaje campamento de Yerba Buena, que muchos vecinos de Market street recuerdan aún, y convertirlo en el San Francisco de hoy, no sólo deslumbrante de lujo y magnificencia, sino civilizado, tranquilo, lleno de bibliotecas y colegios—de moralidad igual, si no superior, á la de las ciudades del Este, fundadas por puritanos y cuákeros—merece la admiración y el respeto del mundo.

Con presentar San Francisco el aspecto general de las otras capitales yankees y poseer todos sus órganos conocidos é invariables, conserva, sin embargo, el sello visible de su especial origen y pintoresca situación: algo de exotismo oriental recuerda al viajero que se halla aquí más cerca del Japón que de Europa, á la vez que subsisten en las gentes y sitios mil vestigios coloniales. De la Puerta de Oro (Golden Gate) a China Basin, los blocks regulares, parcial ó completamente edificados, ondulan sobre las primitivas colinas como en Valparaíso; los tranvías suben y bajan las mismas pendientes antes surcadas por las arrias de mulas con sus cargas de provisiones ó mineral; el booming convulsivo ha logrado crear barrios enteros en las accidentadas cercanías de Golden Gate Park y el Hipódromo, pero los «huecos» agrestes abundan, obstruídos de viejos ranchos mejicanos, y muchísimas residencias vacías enseñan el melancólico to let que llama en vano al transeunte. Más que Chicago,[242] Kansas City y otras «ciudades hongos» (mushroom cities) del Oeste, ha conocido San Francisco las crisis de crecimiento que, paralizando momentáneamente el organismo, reducen el gasto de fuerzas hasta restablecer el equilibrio. Ahora mismo se inicia el krach de la plata, cuyas consecuencias generales son difíciles de prever; con todo, puede anunciarse ya que aquí la situación se desenvolverá sin grandes cataclismos, en razón de las corrientes diversas y en cierto modo antagónicas que la California ha dado á su actividad, á diferencia de otros Estados casi tributarios de un solo producto ó industria. La plétora del metal blanco podrá encontrar remedio en la colonización agrícola y el incremento del intercambio asiático, ya tan considerable. En todo caso, el pánico monetario de estos días pasados (junio de 1893) parece haberse calmado sin repercutir profundamente en la vitalidad del Estado. Se ha estrechado el crédito bancario, mejor dicho, la conversión y los pagos en oro; pero las fábricas y haciendas siguen en plena actividad, con excepción de algunas minas hacia el Nevada y el Colorado que empiezan á restringir sus laboreos. Como otras veces, resistirá esta prueba la California robusta y juvenil.

En todo caso, nada se nota aún en la vida exterior que revele el malestar interno. Este magnífico Palace Hotel, que cubre una media manzana—en el propio lugar donde, hace cuarenta años, mineros de botas y camisa de franela con el revólver al cinto venían á comer su bacon and beans,—tiene ocupados sus centenares de cuartos; y sus rápidos ascensores suben y bajan desde el amanecer, llenos de huéspedes un tanto abigarrados durante el día, pero de gran ceremonia para la comida: los hombres de frac, las señoras rivalizando de rayos y centellas con las lámparas Edison.[243] A la tarde, en el espléndido Golden Gate Park hormiguean los carruajes y caballos de raza; la elegante concurrencia se derrama en las avenidas; señoras y niños forman vasto círculo á una excelente banda de música que, en este momento, ejecuta una selección de Mignon; casi todas las jóvenes son esbeltas y airosas, muchas bonitas, alternando el rubio tipo sajón con la ardiente palidez criolla: el cuadro encantador es digno del admirable marco de flores y verdura, en el apacible día primaveral. Desgraciadamente, al llegar al clou de la partitura, algunas de mis encantadoras vecinas acompañan á media voz, en francés californiano, la plañidera romanza:

Conné-tiou la pays...?

Y este desafinado murmullo, cuyo crescendo se acentúa con la impunidad, me trae recuerdos tan punzantes de Veracruz (coincidiendo además, para ser franco, con la hora de comer), que levanto la sesión á toda prisa, en el momento de estallar el grito delirante del cornetín casi dominado ya por el coro de las paisanas y rivales de Sybil Sanderson: C’est là que je voudrais vi-i-vre!..

Esa mezcla de franca alegría y pintoresco exotismo, que caracteriza á San Francisco, se manifiesta en todos los detalles exteriores de la vida colectiva—desde la fantasía de su edificación, hasta la desenvoltura de su prensa y la índole de sus bibliotecas é institutos[22]—pero prorrumpe, puede decirse, de noche en las bulliciosas aceras comerciales, llenas de grupos cosmopolitas y estrepitosos que se codean bajo los[244] focos eléctricos, al rumor de las músicas de los teatros y conciertos, en el perfume de las flores y el centelleo de los escaparates, ostentando todos, bajo la diversidad de las condiciones y procedencias, cierta unidad exterior en el lujo del traje y el programa de fiesta.—La misma colonia china, que he visto en Lima humilde y cariñosa, no oculta aquí su fuerza numérica y su riqueza. Á fuer de primeros ocupantes, los «celestes», que pasan de veinte mil, han quedado instalados en el centro activo de la ciudad (como si dijéramos, en Buenos Aires, las diez ó doce manzanas en torno del café de París); tienen templos, restaurants, teatros propios, y se les ve ostentar por estas avenidas, con importancia canonical y empaque mandarinesco, sus solideos eclesiásticos y sus roquetes de seda azul, batidos por la larga trenza lacia. Debajo de sus rostros lampiños y su obesidad hermafrodita, descubro la hostilidad desdeñosa de la mirada, el odio encubierto de una raza de Shylocks, refractarios á la civilización en que prosperan, y que se creen superiores á los que les dominan con su ruda energía.

Esa impresión de la primera hora se confirma para mí durante la excursión que hago una noche á la China town, acompañado de un cónsul extranjero y un detective, cuya presencia parece indispensable para recorrer sin peligro la celeste leprería. Hemos venido por las iluminadas aceras de Market Street—el Broadway de San Francisco—y bruscamente, á la altura de Union Square, donde se incorpora el agente de seguridad, doblamos á la izquierda y penetramos en un callejón obscuro y medieval, con sendas casuchas en desplome, de cuyos dinteles cuelgan faroles de papel cubiertos de jeroglíficos que nuestro cicerone traduce al paso: Tin Yuk, joya celestial, Wa Yun, fuente de flores, etc., etc.[245] Subimos, bajamos, torcemos á uno y otro lado, por entre almacenes, tiendas, joyerías, boticas, lavanderías, talleres de todo género, puestos de comestibles y drogas, en cuyos escaparates, mal alumbrados por lámparas de aceite, alternan sandías y caña dulce, abanicos y pastillas de opio ó betel, chucherías de marfil y tabletas de chewing-gum; entrevemos en algunas tabernas grupos de magotos descoloridos, sentados á la turca, fumando en pipas de tubo recto, comiendo arroz con sus palillos como de crochet, jugando á una suerte de morra, pero sin mezclar un grito á sus ágiles ademanes de sordomudos: todo ello tan repelente y sórdido como lo visto en Lima, con su mismo vaho nauseabundo que bastaría á evocar aquellas escenas ya lejanas ... En estas tinieblas blanquecinas, surgen en torno nuestro, de las cuevas inmediatas, bultos informes y callados cuyas túnicas flotantes nos rozan como alas de murciélagos; y vuelve á mi memoria la vagancia nocturna del poeta Gringoire por el laberinto de la Corte de los Milagros, en Nuestra Señora de París ...

De repente, un deslumbramiento: estamos en un verdadero palacio oriental, resplandeciente de luces multicolores, de esculturas y calados figurando adornos vegetales, de pintados tableros y canceles de laca con incrustaciones de nácar, en que se entrelazan ramas de durazno en flor, esbeltas cigüeñas de nieve volando entre guirnaldas de crisántemos de oro. En la vasta sala donde estamos, no han quedado sino una docena de comensales sentados en sillones de ébano; acaban de comer en silencio, servidos por muchachos que van y vienen entre la mesa y los aparadores cargados de fina porcelana, ágiles como clowns, con sus babuchas de triple suela. Es el gran restaurant chino, adonde sólo concurren los ricos traficantes y agentes comerciales de la colonia, y por las puertas abiertas[246] se divisan anchas escaleras labradas y otras salas parecidas á esta....

Urgidos por la hora, no hacemos sino atravesar el vecino templo de Clay Street—análogo al de Lima, con los mismos ídolos, adornos y chucherías culinarias de un culto realista, á la vez pueril y senil—y nos dirigimos al teatro donde da representaciones extraordinarias un célebre comediante de Pekín. La sala, bastante obscura y de mediana extensión, se compone de un patio para la mosquetería, á usanza de los corrales españoles del gran siglo, rodeado de filas de bancos y palcos para la celeste high-life; hay una como cazuela con aposentos para mujeres; y de todos los puntos de la repleta sala se escapan nubes de humo mezcladas con emanaciones complejas de tabaco, almizcle y benjuí que nos obligan á encender también nuestros cigarros, en el mismo proscenio donde, merced al prestigio consular, nos sentamos entre los actores, delante de la orquesta que ocupa el fondo. La escena no tiene telón de boca; los actores, vestidos de trajes suntuosos y con el rostro grotescamente pintado, declaman con voz aguda una monótona melopeya. Hemos entrado in medias res—detalle insignificante, pues la pieza ha comenzado hace tres noches y durará aún una semana—y asisto á una, para mí, pantomima, mezclada de bailes y cabriolas, en que parece ser el nudo de la acción la eterna historia de la muchacha novia de un vejancón y cortejada por un oficial ó príncipe, más cubierto de púas y escamas que un dragón mitológico—el Barbero de Sevilla. Entradas, salidas, sollozos, manotones, rugidos, chillidos—y, naturalmente, comprendo menos cuanto más intenso es el diálogo. El «Coquelin» en representación—cuya jira, me dice nuestro guía, representa una fortuna—hace de Almaviva, y canta casi todo su papel con acompañamiento[247] de violines, gongos, flautas y tamboriles ... ¡y nada en el occidente puede dar una idea aproximativa de la zambra sabática que se arma entre esos hijos de Han! Los duos de Almaviva y Rosina, sobre todo, exceden en fantasía delirante á cuanto se pueda recordar ó imaginar: al lado de ello parecerían suspiros de arpas eólicas los apasionados coloquios y combatidos amores de veinte gatos reunidos en el tejado de una calderería en plena actividad. Después de unos veinte minutos de pesadilla, me levanto para salir cuanto antes y salvar para siempre la muralla de esa China. Al atravesar los bastidores, vemos á «Coquelin» acostado en un catre de tabla, inmóvil, impasible bajo nuestras miradas curiosas, con la vista fija en el techo—pensando tal vez en la casa de bambú, á orillas del río Pé-Kiang, donde podrá fumar tranquilo su querido opio, gracias á esta fructuosa excursión al país de los bárbaros occidentales ...

Y si aquí detengo estos apuntes sobre San Francisco, no piensen mis lectores que mis visitas se hayan limitado al parque de Golden Gate y al barrio chino: he visto la ciudad y sus alrededores—sin omitir la excursión á San José y al Lick Observatory con su famoso telescopio (the largest in the world); he recorrido concienzudamente las universidades, bibliotecas, escuelas, mercados, bancos y demás sucursales del Monde où l’on s’ennuie; he examinado con la debida prolijidad el enorme é inacabado City Hall, menos notable por su arquitectura achaparrada que por los manejos administrativos que han presidido á su edificación poco edificante ... De todo eso y lo demás pensaba dar informe circunstanciado, pero á medio borrajear he descubierto que todo ello ha sido ya descrito y corre impreso. Me he convencido de que, en estas notas de viaje, la única novedad á que pueda aspirar provendrá[248] de mi reacción personal en frente de las cosas y sobre todo de las gentes. Ahora bien, un poco desorientado por el estreno, sólo he visto de corrida á algunos funcionarios ó comerciantes, fuera de la muchedumbre en los conciertos y teatros: no he pasado en San Francisco de la envoltura superficial—y todo ello es de muy pobre psicología ...

Por otra parte, voy comprendiendo que, en los Estados Unidos, para ver lo mejor posible es necesario no ceder á la tentación de verlo todo en pocos meses. El turismo es el enemigo de la observación. Este inmenso país tiene cuatro ó cinco grandes aspectos característicos, condensados en otros tantos Estados y sus capitales: todos los demás se funden en uno de los tipos genéricos. En este momento, sobre todo, de la evolución sociológica, el grupo urbano que se debe estudiar paciente y filosóficamente, es Chicago—no tanto por la Exposición en sí misma, cuanto por las razones que han influído para que el magno problema de la World’s Fair se resolviese en su favor, contra todas las pretensiones rivales. Chicago es en la hora presente el resumen material y el exacto espécimen del mundo americano. El eje se ha corrido hacia el oeste; ya no atraviesa New York, ni Filadelfia—mucho menos la docta Boston, que antes se apellidaba precisamente el «cubo de la rueda» (the Hub)—sino la ciudad de los ferrocarriles y la carne—la ruda y potente capital de Pullman y Armour.


[249]

XI

SALT LAKE CITY

EL TRAYECTO.—EL UTAH.—LOS MORMONES

Media entre San Francisco y el Lago Salado una distancia de 870 millas, que los trenes del Southern Pacific deben recorrer teóricamente en 37 horas; resultan casi siempre 40, salvo error ó colisión. Es lo que en la tierra llamamos un buen paso de carreta. No exageremos, pues, la velocidad y precisión del servicio ferrocarrilero en los Estados Unidos,—al menos en el oeste. Por lo demás, el trayecto es interesante, y no deploro su relativa lentitud. Admiro el paisaje; cultivo á mis compañeros de viaje, y procuro soportar á los negros del servicio, no ocupándolos para maldita la escoba. No soy «esclavista», pero no puedo dejar de repetir que el negro liberto y ciudadano es la mancha (negra, naturalmente) de la victoria republicana y el rescate oneroso de la guerra de Secesión. La república de Liberia—significando la devolución de estos africanos á su África,—era un pensamiento genial. Pero no quieren volver á su tierra; y los «lynchamientos» con que se procura convencerlos son argumentos de poca eficacia.

[250]

La faja californiana que alcanzo á divisar, hasta Sacramento, donde cierra la noche, es casi tan rica y populosa como la zona del sud. Cortamos la Sierra Nevada, bien digna de su nombre, pues á pesar de la mediana altura y de la estación canicular, sus escarchadas laderas blanquean vagamente en la obscuridad.

Llevamos tren «vestibulado», con pasadizos adheridos y cerrados por vidrieras; un niño de tres años puede correr sin peligro de uno á otro extremo. Dormitorios, restaurant, cuartos de toilette, agua helada á discreción, mesas movibles delante de cada asiento, para comer, leer, jugar: se vive como á bordo, y los pasajeros poco bajan en las paradas. Cada smoking room es, por supuesto, el charladero central de su departamento. Sin fastidio ni timidez, me incorporo al grupo nativo: aprendo, observo, juzgo sin entusiasmo ni prevención lo que desfila ante mis ojos durante todas las horas de cada día. Ello, por otra parte, es más laborioso que difícil. Lejos de sustraerse al examen, el mundo yankee se brinda á la indiscreción: estamos en el país del anuncio y de la interview. En Europa, fuera de la exuberante España, la empresa de meterse con todos en las breves horas de un viaje por ferrocarril, sobre exigir muchos sacrificios de amor propio, tropieza con serios inconvenientes. Todo conversador es sospechoso para el viajero de «primera», quien, al tomar su boleto, ha revestido su «impermeable» de reserva glacial. ¡Cuidado con los contactos peligrosos!—Aquí la igualdad circula tan libremente en el salón como en la calle; es la atmósfera ambiente. Los ferrocarriles, desde luego, materializan el sentimiento reinante, con la ausencia de «clases» en los pasajes. El Pullman-car no es sino una condición de los viajes largos, y el tren vestibuled es un síntoma exterior de[251] la igualdad social. Cada cual se coloca moralmente á nivel de su vecino; sabe que puede dirigirle preguntas y entablar conversación; el fondo y la forma de las ideas son comunes, en todos los sentidos de la palabra. Con todo, sospecho que entre New-York y Boston ha de reinar un tono algo menos campechano.

No por eso pretendo que sea todo malo en la reserva europea, ni todo bueno en la «francachela» americana. Cuando, por ejemplo, el sirviente negro bebe en nuestros vasos, se zabulle en nuestro lavabo y concluye su horripilante toilette á nuestra vista y paciencia, siento en mi epidermis el roce brutal de tanta democracia. Todas las frases y proclamas no me convencerán: para tolerarlo sobra cuando menos un sentido—si no es la vista, es el olfato. Pero la explicación no se hace esperar. Al lado mío, en el fumadero, se sienta el coronel L.; enfrente, el señor W., senador de California; por fin, Mr. Ch., un millonario, superintendente de las dos grandes compañías mineras del Utah, y chiqueur infatigable. Sin abandonar su cigarro, el coronel se saca los botines, estira sus medias grises y alarga delicadamente sus extremidades en el asiento opuesto, entre el millonario y el senador, quienes siguen mascando, fumando y conversando con serenidad. Ahora me doy cuenta de su indiferencia ante las maniobras del negro; está evidente que sus membranas sensitivas son diferentes de las nuestras; y me convenzo de que la semejanza es la base más sólida de la igualdad.

Estos pequeños y afligentes rasgos externos se hallan compensados por el fondo realmente sano y cordial. Es, sin duda, mortificante el espectáculo de un «gentleman» tachonado de joyas, que masca tabaco sin descanso ó se suena las narices antes de sacar su pañuelo. Pero no he venido á tomar ni dar[252] lecciones de urbanidad, sino á estudiar con atención imparcial—y, si es posible, con indulgencia—la probable evolución social del siglo veinte en su mismo punto de arranque. Para dicha época, si me es lícito volver á la imagen nasal, piensan los yankees que el mundo entero se sonará como ellos; yo, menos pesimista, creo que los yankees habrán aprendido á sonarse: pero estamos de acuerdo en esperar que, en una ú otra forma, la armonía universal se habrá restablecido. En este dintel del siglo, la lucha entre la democracia vulgarizadora y la verdadera civilización se resolverá por la alternativa de Hamlet: ser ó no ser plebeyos,—tal es la cuestión. Entretanto, me divierte esta prueba avant la lettre de la humanidad futura; encuentro curiosos y hasta simpáticos estos yankees ingenuos y desabrochados. Discurren con desembarazo y sorprendente facilidad sobre cualquier tópico de sus intereses materiales—divisándolos siempre desde su punto de vista local ó personal. Revelan una perspicacia y agudeza incomparables para la solución inmediata de los problemas prácticos, sin divisar la doble perspectiva de las causas ó consecuencias lejanas. Padecen—ó gozan—de miopía intelectual: encuentro en mi diario repetida hasta el fin esta impresión del primer día. Ahora bien, para los objetos pequeños y cercanos, la visión del miope es incomparable. Ignoran la ironía;—axioma que parece una perogrullada, pues equivale á afirmar que los paquidermos no sienten cosquillas. Por lo tanto, se contradicen unos á otros sin enojo; discuten seriamente las cosas para ellos más serias: las cosechas, la fluctuación de los precios del ganado y los cereales, el «booming» paralizado de San Francisco; sobre todo la cuestión de la plata. El senador está por la derogación de la ley Sherman; el minero, naturalmente, por su mantenimiento ó su reemplazo por la acuñación libre en[253] cada Estado—remedio equivalente á combatir el dolor de una muela careada con inyecciones diarias de morfina. El primero es demócrata, el segundo republicano; éste emprende un panegírico de Harrison, que el otro escucha sin pestañear. Ambos están á cien leguas de una nota personal agresiva ó deprimente para la opinión y el partido adversos: á igual distancia, también, de una idea general, de una vista «nacional» respecto del asunto. Cada cual es exclusivamente de su distrito, de su parroquia, de su profesión. Me incorporan á la «cámara». «¿Tienen también ustedes minas at home?» Procuro, en mi media lengua, expresar mi opinión «platónica»; me rebaten con animación, sin aspereza; cada argumento empieza con un Me parece (I think ...), que hace oficio de cojinete; sobre todo, jamás una alusión á mi incompetencia de forastero; el interés por sus cosas domésticas confiere la ciudadanía. ¡Sus preguntas acerca de la República Argentina y Chile harían sonreir á un parisiense! Me ofrecen su casa y sus servicios con evidente sinceridad; y acepto la invitación de visitar las minas de Park City, en el Utah. «¡Le acompaño á usted!» exclama el coronel. Y como lo dijo, lo ha hecho. Esta reliquia de la guerra de Secesión ha sido mi Virgilio en el viaje mineral. Y bien merecería su inagotable facundia la apóstrofe dantesca:

Or se’ tu quel Virgilio e quella fonte
Che spande di parlar sì largo fiume!...

Son las diez de la noche y reina un fresco de serranía: ¡buena hora para dormir! Encuentro el salón transformado en dormitorio, con un estrecho pasadizo obscuro entre los dos tabiques del cortinaje. La cortina fronteriza de la mía ondula[254] como un mar de teatro, y percibo crujidos de vestidos tras del telón. He pasado la noche en el fumadero y no conozco á mi vecino. Me siento en el borde de mi catre, esperando que se calme la oleada para emprender mi maniobra sin peligro de carambola. Á poco oigo el esfuerzo de la ascensión: ¡upa! mi vecino ha trepado y se estira horizontalmente. Veo una mano blanca que desliza en el suelo, por bajo de la cortina, un par de zapatitos mordoré. ¡Hum! ¡tiene pie chico mi vecino! Y siento alguna aprensión por mi déshabillé al aire libre. En fin, voy á comenzar la operación, cuando sale una voz de mujer del bastidor medianero:

Sir, ¿podría usted decirme á qué hora pasamos por Virginia City?

—No lo sé, señorita (seguramente es soltera); pero voy á averiguarlo ...

En el cuarto de fumar, el coronel está librando un combate de poker con un médico alemán, establecido en el Kansas hace cuarenta años y más yankee que el tio Sam. Contestan juntos á mi pregunta: «á las seis», dice el coronel; «á las ocho», responde el enterrador, y siguen barajando. Vuelvo á mi cortina parlante:

—¡Señorita!

—¿Señor?...

—El coronel dice que á las seis y el doctor á las ocho ...

Oigo una risa ahogada encima de mi cabeza, en el piso superior, y otra voz, hermana de la primera, interviene en el diálogo:

—Y usted, sir, ¿qué dice?

—Yo creo que los dos tienen razón ...

Una ráfaga de carcajadas, y luego un silencio de dormitorio monacal. Pero ahora, con mis escrúpulos europeos, el[255] desnudarme será tarea de alto acrobatismo. Me meto en cama vestido, y en ese cajón de cómoda me desprendo pieza á pieza, como don Quijote, con retorceduras de hombre-serpiente: todo un ejercicio de desarticulación que me da calambres y hace sonar mis conyunturas como castañuelas. ¡Uf! ya estoy. Por una hendidura veo los zapatitos mordoré, erguidos en su tacón agudo, como mirando con impertinencia mis gruesos botines de viaje, que revelan el cansancio de su larga odisea desde Buenos Aires ... Me estorban esos zapatos nuevos; y no es porque sean muy grandes, al contrario; pero me incomodan, positivamente ...

Al día siguiente descubro que las voces pertenecen á dos hermanas de Salem, maestras de escuela, jóvenes, rubias, ni lindas ni feas, y que van solas desde el Oregón á la exposición de Chicago, para volver por el Canadá. Pobres como ratitas blancas, limpias como espejos, alegres como un Christmas; disfrutan su mes de vacaciones, cruzando por estos Estados Unidos como por el jardín de su colegio. Ya somos amigos; las llevo á almorzar al restaurant, pues he tanteado las provisiones de su canasto; y así paso el día entre mirar el paisaje, oirlas cantar romanzas sentimentales y tomar lecciones de pronunciación inglesa con mi vecina Miss Grace, que es «elocucionista» y me hace repetir un cuento de Poe con una seriedad pedagógica. En un descanso le pregunto: «Pero, ¿qué interés tenían Vdes. por saber el horario de Virginia City, que queda á cuarenta millas de la línea?»—Me contesta muy gravemente: «Era para Margaret, que lleva un diario del viaje».

Á medida que nos aproximamos al Utah, la campiña reviste un encanto indecible; se cruzan arroyos que serpean entre verdes collados cubiertos de álamos y encinas. Las praderas[256] esmaltadas de flores, como en Francia, alternan con los sembrados; de trecho en trecho, casitas campestres y confortables chalets. La buena tierra materna derrama la abundancia y el bienestar. Cerca de un cottage, semi-oculto como un nido en el follaje, un joven robusto y esbelto persigue á un niñito de siete años que huye como conejo por el campo de alfalfa: al fin le alcanza y, riéndose de su desesperado pataleo, le carga en el hombro y vuelve á la casa con él. El lento crepúsculo agrega su dulzura á ese cuadro apacible. ¡Oh! sanidad de la vida libre, á la sombra tranquila del hogar, cerca del suelo recién desmontado: robusta fatiga del cuerpo, paz serena del alma, ¡reposo!—Cuando recordamos á los Estados Unidos, es para evocar la idea de un inmenso taller, un hormiguero de población jadeante y febril, que se agita en las minas, en las fundiciones, en las veredas de Chicago ó de Nueva York; un pueblo de frenéticos perpetuamente sacudidos por el baile de San Vito de la especulación. Son pinturas de novela y descripciones de turistas que no han pasado de las capitales del Este. El aspecto general del pueblo—en la parte que hasta hoy conozco—es más bien indolente y flemático. Por otra parte, los cuatro quintos de la población viven en pequeñas ciudades, aldeas y alquerías que constituyen el vasto receptáculo de la vida nacional.

Llegaremos mañana temprano al Lago Salado, y, sin duda por ser la última noche, se arma en el fumadero un formidable poker. El coronel pretende iniciarme; pero confundo spades y clubs, y soy una causa de perturbación desastrosa. Las maestritas, de camisola blanca, antes de acostarse, hacen tranquilamente sus arreglos en el tocador, delante de nosotros; se despeinan, se lavan, etc., con la mayor naturalidad. Lo que es esta noche, me meto en cama con tanta comodidad[257] y despreocupación como en una cuadra de cuartel; y los famosos zapatitos mordoré parecen conversar amistosamente con mis lanchas amarillas, como en partida á cuatro.—Para completar mi educación yankee, me falta ver en Chicago, entre muchas otras cosas, á las señoras que dejan el brazo de su acompañante por cinco minutos, ó se levantan de la mesa, en pleno restaurant, para volver en seguida tan frescas y risueñas ...

Salt Lake City.

Á las 8 de la mañana enfilamos en Ogden el ramal para Salt Lake City; estamos en el valle central del Utah, en el país de los mormones. Mis lecturas son fragmentarias y antiguas; lo que me figuro respecto del Lago Salado es una blanca ciudad austera y fría, vagamente puritana—sin perjuicio de la poligamia; con grandes casas desnudas y un vasto silencio alrededor de un templo blanqueado á cal; un rumor de oraciones gangueadas al compás de las máquinas agrícolas y fabriles, que alzan también su plegaria al dios dollar; en suma,—ostento sin pudor mi ignorancia,—algo así como un inmenso falansterio rural, ribeteado de responsos bíblicos y poblado de enormes fariseos seriotes y barbudos, entre multitud de «fariseas» huesudas, enemigas de la gracia y la sonrisa,—menos barbudas quizá, pero no menos displicentes que sus maridos á prorrata ... Tal me aparecía á la distancia la aglomeración mormona.

El valle de la nueva Sión es un encanto. Desde Ogden hasta Salt Lake se experimenta la sensación de penetrar en el rincón más nuevo del Nuevo Mundo: la naturaleza ostenta[258] frescura flamante y casi diría infantil. El río sinuoso, sombreado de álamos, acaricia con blandos «meandros» las fértiles riberas. La mañana es de una belleza, de una frescura ideal. Flotan aún jirones de bruma, tenues cendales de un gris azulado, que se descorren lentamente, enseñando las pingües praderas llenas de ganado, las granjas y cortijos rodeados de cultivos, los cottages y chalets confortables en sus marcos de arboledas, y, por fin, hacia el oeste, la franja blanca de la sierra Wasatch que festonea deliciosamente el claro cielo. Al pronto, hacia el este, aparece el Gran Lago, en un horizonte incomparable, aunque desnudo de vegetación. La sola luz resplandeciente, que baña las colinas onduladas; los islotes del lago y su líquida napa adormecida, con todos los matices tiernamente azules de la turquesa, bastan para la fiesta de la vista maravillada. Los nombres evangélicos de la comarca no han sido rebuscados: completan la evocación; así nos figuramos los nítidos horizontes y los lagos de Galilea, en cuyas plácidas orillas vagara la divina figura, aureolada de cabellos rubios que nuestra adoración ha convertido en nimbo ideal de oro y de luz. ¡Oh! sin duda: es espúrio el origen de esta secta mormónica; sus contornos materiales constituyen una grosera parodia de la evangélica predicación; pero, si olvidamos por un momento el repugnante aspecto de la doctrina y las necias prácticas del culto, no podemos menos de encontrar el eterno diamante de la fe debajo de las toscas exterioridades del fetiche. Es el sentimiento religioso, el que ha derramado la fertilidad y la abundancia en el árido valle del Utah; el hálito de la fe ha transformado en veinte años un espantoso yermo en región de delicias, y por la energía del símbolo en que se materializara, según las palabras de Isaías, «la soledad se ha alegrado y ha florecido como el lirio».

[259]

La entrada en Salt Lake City es otra agradable sorpresa. Las calles son anchas avenidas sombreadas por álamos soberbios, acacias de follaje primaveral, arces frondosos (maple-trees) que derraman sus blancos ramilletes en los rectángulos de césped húmedo que orlan las aceras. La ciudad no cuenta mucho más de cincuenta mil habitantes, pero es el centro de irradiación y convergencia de todo el valle copioso y rico, del Utah entero, cuya población de agricultores, industriales y mineros pasa de 230.000. El barrio central parece un fragmento de San Francisco; sus grandes arterias de Main y Temple Streets ostentan las altas y espaciosas construcciones de una capital americana: bancos, fábricas, tiendas y almacenes monumentales; los edificios públicos, de ladrillo y granito, reemplazarían con ventaja á muchos análogos de Chicago. Los teatros y café-conciertos alternan con los colegios y las iglesias de todos los cultos imaginables: episcopal, presbiteriano, unitario, católico, israelita, etc., etc. En la acera del magnífico hotel Knutsford, una capilla metodista comparte fraternalmente el terreno con el Meeting Hall del ejército de salvación. Pero el gran templo mormón domina la ciudad desde cualquier punto que se la mire: todos los guías os dirán que su construcción duró cuarenta años y que su costo pasa de diez millones de dollars ... Todo ello es más fácil de indicar que el estilo arquitectónico á que pertenece: desde lejos su masa granítica general y sus torres agudas parecen góticas: vista de cerca la fábrica, no encontráis una sola ojiva, un haz de columnitas ni una entrada central: es un baturrillo de pilares y torrecillas rectilíneas, de arcos romanos y linternas del Renacimiento, con adornos modernísimos, lámparas eléctricas, clochetons chinescos, piletas y accesorios del más refinado yankismo,—todo ello coronado por la estatua colosal del[260] ángel Moroni—hijo legítimo de Mormón—que toca sin tregua á 222 pies del suelo la larga trompeta recta de Aída. Ocupan otro costado de Temple square el insignificante Assembly Hall y el enorme Tabernáculo, cuya negruzca bóveda elíptica se hincha á la distancia sobre el mar de follajes como un lomo de ballena colosal ...

Bien, pero ¿dónde están aquellos mormones ceñudos y barbudos, tanto más austeros por fuera cuanto más indulgentes y refocilados de puertas adentro? No ha de ser difícil encontrarlos, puesto que, según las estadísticas, representan más de la mitad de la población, si bien los gentiles, «por mangas ó por faldas»,—probablemente por mangas,—acaban de ganarles las elecciones municipales. Después del baño y el almuerzo en el hotel Knutsford—¡plan americano!—tomo el primer tramway eléctrico que pasa, tras la vaga esperanza de tropezar con alguna ceremonia mormónica.

El clima es realmente primaveral; apenas si se siente el calor cuando se camina al sol ó, de noche, el fresco húmedo cuando no se camina. Por entre las magníficas alamedas, los trenes de cuatro ó cinco coches, repletos de pasajeros, se deslizan suavemente, guiados por el hilo central que prolonga su sonido cromático, como el del viento por una rendija. Á una y otra parte del camino, las estereotipadas residencias se suceden, confortables, lujosas, rodeadas de céspedes y flores; se entreven interiores risueños y cuidados como homes ingleses; en las galerías entapizadas de enredaderas, algunas mujeres vestidas de blanco leen un magazine, cerca de los niños que juegan ó de los hombres que fuman, de espaldas en su «rocking-chair», y enseñando á los transeuntes las suelas de sus zapatos alineadas en la barandilla. Por momentos, en el gran silencio de las paradas, un piano invisible envía una ráfaga[261] de acordes. Se respira un ambiente de sanidad y quietud. Todos los trenes que vuelven vacíos llevan el mismo letrero: To the races; y ahora sé que la secta mormona me arrastra ... ¡á las carreras! Encuentro que esta primera excursión carece de color local, pero acepto el programa y llegamos al hipódromo.

Me trepo á la tribuna cuajada de espectadores. La concurrencia está muy mezclada y, naturalmente, es menos elegante que en San Francisco. Entre los hombres dominan los trabajadores y campesinos, como que es domingo. Las mujeres también parecen en su mayor parte aldeanas; mal pergeñadas, pero estrepitosas; casi todas rubias, frescas, con ojos grises y dientes deslumbradores; algunas «morochas», de aspecto criollo, derrame probable de California ó Nuevo Méjico. El circo es una pradera, junto á una laguna azul; y se tiene por delante la coqueta ciudad, con más árboles que casas, dominada por la falda suave de la sierra Wasatch, donde se destaca el fuerte Douglas. Son carreras de trote sin mucho interés. Presto mi programa á una muchacha que apunta las peripecias con su lápiz. Apuesto contra ella unos cuantos centavos á no sé qué casaca; gano, y tengo que pronunciar un alegato para demostrarle que iba á otra casaca, que ha perdido. Al fin la mormonita embolsa mis «chirolas», y con la conciencia limpia vuelvo á la ciudad.

En el hotel me espera el coronel L., para llevarme al Gran Lago Salado, donde la población se baña casi todo el año. Esas veinte millas de ferrocarril, hasta la playa Garfield, son un paseo por entre arenales y salinas, pero no desagradable, gracias á la pureza del aire y á la disposición inteligente del tren: una serie de coches abiertos, alegres y cómodos. Me encuentro ahora entre la verdadera sociedad de Salt Lake; los[262] hombres, casi correctos; las señoras parecerían europeas si no llevaran tantos brillantes. Algunas son muy agradables; casi todas, robustas y esbeltas; con una belleza de cabello y frescura de tez incomparable; pero su talle de durmiente trae recuerdos desolados de pampa sin ombú; muchas jóvenes llevan gorros, chalecos y corbatas de hombre, afectan el desembarazo masculino, y, faltas de verdadera gracia, no alcanzan sino á parecer muchachos flacos.

Por un largo terraplén y un alto muelle de madera, el tren penetra en el Lago Salado hasta el pabellón de baños de Garfield Beach. Tiene realmente el aspecto de un «Mar Muerto», con sus orillas cristalizadas y los islotes prismáticos que emergen de sus ondas pesadas y plomizas, tan saturadas de sal, que el menor choque, la arruga de la brisa, las cubre de espuma blanca. Los botes excursionistas cortan penosamente el denso líquido que parece estañar sus relumbrantes carenas. Alrededor del vasto pabellón, los bañistas pululan, hombres y mujeres, con la mitad del cuerpo fuera del agua, como tritones. Se concibe que, con un poco de ejercicio, algunos de ellos, pródigamente dotados por la naturaleza, podrían caminar sobre el agua, renovando el milagro de Genesaret. Me he bañado esta mañana y no siento el menor deseo de realizar el experimento; pero comprendo que causaré un gran pesar al coronel si no me zabullo: cedo, pues, á sus instancias, como el guillotinado por persuasión. El efecto es realmente curioso: el cuerpo flota como corcho, y no es posible sumergirle.—Se dice que la proporción de sal en disolución es de 15 por ciento, cinco veces más que en el océano y casi tanto como en el lago Asfaltites. Ningún pez soporta esta saturación; hasta ahora no se ha pescado más bicho viviente que un langostín cuya carne parece llenar la boca de salmuera. Algunas bañistas[263] jóvenes, en el umbral de los camarotes, retuercen á dos manos sus largas trenzas rubias; y sus carnes rosadas evocan reminiscencias, á la vez mitológicas y culinarias, de infelices nereidas á quienes Venus, irritada por sus formas «crustáceas», transformara en accesorios de su culto «semi mundano»—en cabinet particulier.

En el inmenso restaurant del Pabellón, las familias ocupan las mesas sin mantel; pero casi todas han traído su lunch en canastos, y los mozos vagan de huelga alrededor del mostrador monumental. En el piso superior, una orquesta despabila el salón de fiestas, vasto y desnudo como un templo metodista; el pino lustroso y flamante relumbra en el techo, en las paredes, en el piso de skating, en los bancos del circuíto. Las parejas se entregan ingenuamente al vals de tres pasos, sin detenerse un instante durante veinte minutos, como que el baile es un sport de reacción después de la ducha. ¡Oh! todo ello sano é higiénico, sin asomo del «vuelo lascivo» que inquietaba á Hugo, y las muchachas sin travesura no gastan otra sal que la de los cristales microscópicos que refrigeran castamente las puntas de su admirable cabello.

Desde la terraza superior, todavía inacabada, se contempla el lago entero, cuya tersa superficie de dos mil millas cuadradas, salpicada de isletas rocallosas, se desenvuelve netamente en su marco de montañas. El sol se pone tras un escollo negruzco y abrupto: un pico redondeado, cuya forma humana, rodeada por una nube de blancas aves acuáticas, remeda á un tostado guerrero africano envuelto en su flotante albornoz. Hacia la ciudad, doblemente esfumada por las alamedas y el crepúsculo, las islas de Antélope y Stansbury levantan á tres mil pies sus cumbres pedregosas, centinelas del valle del Jordán que despliega, bajo el obscuro velo de la tarde, sus ricas campiñas[264] y alquerías. Y se recuerda que, hace cincuenta años, el coronel Frémont descubría este desierto de arena y agua salobre, y, por entre mil penurias, salía de la boca del Weber River en un bote de seis metros, para plantar la bandera estrellada en el árido escollo que hoy lleva su nombre y él llamara la «Isla de la Decepción».

Mr. Ch ... me ha invitado á comer en el «Alta Club», para encontrarme (to meet) con algunos mineros é ingenieros del Utah. Preveo una ruda tarea, y preferiría una jornada de mula por las altiplanicies de Bolivia; pero tengo que resignarme á esto y mucho más, si no quiero asemejarme al sempiterno turista de los hoteles y ferrocarriles. Yo, que no converso á mi gusto sino con dos ó tres amigos, y me intimido cuando pasan de cinco ó seis, voy á tener, durante meses, que mezclarme con gente desconocida, ser «introducido» en los clubs y reuniones sociales ó caseras, fijar la atención en conversaciones extrañas por la lengua y la materia, tener que contestar á cumplimientos, brindis, formular apreciaciones sobre «lo que me parece el país» ... ¡Oh! terrible programa—que, sin embargo, ¡se llenará!

El club está bien arreglado y lujoso; el servicio más correcto que los socios. Mis dos amigos, el minero y el coronel, me presentan á derecha é izquierda: el señor S., ex lord mayor de Salt Lake; un banquero, tres ó cuatro ingenieros—entre ellos, un italiano inteligente que ha estudiado en la escuela de Freiberg—y algunos más; todos ellos, cordiales, abiertos, gastando mucho «humor», que festejo las más de las veces sin entenderlo. Confieso que no brillo sino por mi modestia y apariencia de candor. Doy cortésmente la preferencia á los vinos californianos sobre los franceses, y absorbo,—esperemos que para el resto de mi vida,—productos variados de[265] Napa valley. Pero en suma, todo eso lo encontraré en el resto de los Estados Unidos; y juzgo para mí algo ridículo el haber venido á Salt Lake para no asistir sino á carreras, bailes de casino y comidas de club. Perseguido por mi idea fija, aventuro algunas alusiones á la secta mormónica y á mi deseo de conocerla ... Mis «amigos» se ríen; los otros, al pronto guardan silencio; pero, poco á poco, se desata en toda la mesa una andanada de burlas y vituperios contra los «Santos del último día», hasta dejarlos por los suelos, en estado de no ser cogidos ni con tenazas. Percibo en unos el rencor y el desprecio; en otros, el odio mal disimulado; en casi todos, algo de esa hostilidad compleja—mezcla de repugnancia sincera y de envidia secreta—que á muchos cristianos inspiran los judíos ricos. Se hace para mí evidente que una insuperable valla de aversión separa á mormones y gentiles. La poligamia, hoy oficialmente extirpada, pudo ser una causa originaria; no es ahora sino un pretexto ó una contraseña de enemistad, como el estigma de la circuncisión contra los israelitas. Descontando las exageraciones, está en la lógica humana que la secta mormónica haya sido alternativamente oprimida y opresora, tornándose, de víctima en el Illinois, perseguidora y despótica en el Utah. Hay hechos numerosos que lo comprueban: el asesinato del capitán Gunnison y de sus ocho compañeros no es un hecho aislado, y, además de los actos violentos, está muy patente y á la vista que el elemento «gentil» se ha infiltrado por endósmosis en este territorio vedado, contra la voluntad y las resistencias de sus primeros habitantes.

Trato de desviar la conversación de mis amables huéspedes hacia temas más amenos para ellos y no menos instructivos para mí. Acerca de las minas del Utah, recojo datos interesantes. Me sorprende saber, por ejemplo, que las minas de[266] plata de Park City, que visitaré dentro de pocos días, cuentan entre las más importantes de los Estados Unidos, y que el Colorado no tiene compañía más próspera que la de Ontario Silver Mining Cº, de la que mi huésped es superintendente. Al fin se presenta una ocasión para que abandone mi papel effacé de mero oyente: un hermano del ingeniero italiano se interesa por la República Argentina, como tenedor accidental de algunos títulos de Buenos Aires y Santa Fe. Preferiría que la causa fuera mejor, pero no tengo la elección, y ensayo en mi inglés todavía muy accidentado, un outline optimista y consolador de la maltratada tierra. El accionista, después de escucharme atentamente, brinda con convicción por la prosperidad de Buenos Aires—y de sus cédulas. Y saboreo mi éxito con una copa de vino californiano «tipo Champagne».

Á instancias mías, el coronel se ha puesto en campaña para hacerme penetrar en el santuario mormónico; me refiero á la casa del Presidente, y no al Templo, cuyo interior ningún ojo de gentil ha contemplado jamás. Ha sido un sitio en regla. Fué la primera paralela el persuadir á mi cicerone de que mi entrevista con el profeta respondía á propósitos trascendentales. Y como me objetase que no tenía relaciones personales con él, le expliqué la maniobra. Era imposible que un hombre de su importancia no fuera conocido de algún «santo» de alto copete. «Vamos á ver, entre los consejeros, los doce apóstoles, los setenta evangelistas, los noventa y nueve sacerdotes (High Priests) y los trescientos obispos ... Puesto el pie en cualquier escalón se sube hasta arriba: es cuestión de diplomacia ... ¿Acaso no ha sido usted diplomático?...»

¿No os he presentado al coronel? ¡Oh! es un buen tipo yankee—si bien un tanto desflorado por el «inimitable[267] Boz» en su Martin Chuzzlewit. Ha vivido en todas partes y ejercido todas las profesiones: es su especialidad. Es, desde luego, una de las quinientas mil reliquias de la guerra de Secesión—cuyo servicio es más caro que el sostenimiento de cualquier ejército europeo. Pero, antes ó después, ha sido ingeniero, agricultor, químico, cirujano (probablemente dentista), etc., etc. Estamos en el país de los comodines y chapuceros (Jack of all trades, master of none). Su existencia—que debe de pasar de los sesenta y cinco—es una larga «bolada de aficionado». Es un hombrecito todo retorcido y arqueado, que parece construído con duelas de tonel; aseado, cepillado, condecorado,—primero olvidaría sus gafas ó su corbata que su roseta de veterano en el ojal,—de una actividad envidiable é infatigable ¡tan productiva como la de la ardilla de Iriarte! Discurre de cualquier tema con maestría, excepto del que posee el interlocutor. Así, con los oficiales del fuerte Douglas le oiré charlar de todo, menos de milicia; y en las minas, que visitaremos juntos, elegirá el momento de la zambra más infernal, en medio de los hornos y cilindros, para completar «en francés» la explicación de los ingenieros. De un candor esencialmente yankee, festeja durante dos horas de reloj mis bromas primitivas, tan inocentes como las que dirigiría á mi Chiche, que tiene cinco años ... Volveré sobre ese candor americano, rasgo fundamental que no ha sido puesto de relieve, y suele tomarse por humorismo desenfadado é irónico. Por lo demás, sincero, complaciente, ilustrado—ó, si preferís, «lustrado» de conocimientos varios,—tan delicado en su pobreza bohemia, que necesito gastar sutilezas de sofista para demostrarle que, con acompañarme á comer todos los días, él es quien me hace favor.—Al oírme poner en duda sus aptitudes diplomáticas, se endereza vivamente[268] en sus duelas crurales y me fulmina esta contestación: «¡He sido secretario de legación en Berlín!... ahí he aprendido el francés». Pensaba que lo aprendiera en Texas, antes de la incorporación ...

Pero mi causa está ganada. Al día siguiente, muy de mañana, viene á anunciarme que un oficial mormón me recibirá á las once. Vagamos, entre tanto, por el barrio de los «Santos», como los polígamos se apellidan modestamente, poblado de encantadoras residencias y de reliquias históricas. El coronel me enseña la primera casucha edificada en Salt Lake; la imprenta del Deseret News[23], el principal diario mormón; las dos moradas de Brigham Young, Lion House y Bee-Hive House, que revelan gustos de sultán advenedizo y burgués; á su lado, una especie de arco de triunfo, formando una como ojiva cóncava con un águila explayada en su vértice (Old Eagle Gate), conmemora cierta victoria de la secta sobre las fuerzas federales (¡Tempora mutantur!). Al lado mismo está otra casa del sucesor de Smith, la White House, que era una escuela y se llenaba con la sola prole del santo varón y de sus diez y ocho esposas. Dos cuadras al este de Eagle Gate, un gran rectángulo de césped, cercado por una verja de hierro, encierra los sepulcros de la familia Young: cubre la tumba del Profeta una losa granítica de seis metros cuadrados, lisa, desnuda, sin inscripción. Brigham Young ya no pertenecía á la humanidad; y el voluntario olvido de su nombre terrestre, en la ciudad toda llena de él, es un rasgo de orgullo grandioso, un hallazgo casi genial. Por fin, visitamos[269] el famoso Tabernáculo: es un inmenso carapacho de gliptodonte puesto sobre zancas rígidas, y que ocupa en arquitectura el mismo rango que, en literatura sagrada, el Libro de Mormón.

Pero la grotesca armadura tiene 250 pies de largo y ha costado no sé cuántos millones de dollars: por lo tanto, los guías americanos la enumeran entre sus dos ó tres docenas de «octavas maravillas». El interior es un hall desnudo, con bancos para 12.000 oyentes. Sabido es que la bóveda (casi escribo: bobada) es elíptica: me he convencido, escuchando el órgano, que el tal refinamiento de bárbaros produce insoportables resonancias. Los tronos del profeta y sus dos consejeros ocupan un foco, debajo del órgano; el guardián nos coloca en el otro, para gozar el prodigio, renovado de Dionisio el siracusano. Oigo, en efecto, un cuchicheo parecido á un roce de hojas secas; pero mi compañero, á dos metros, no oye nada, y ha de ser la dichosa bóveda muy socorrida para los once mil y tantos bobalicones que ven hablar á su presidente, ¡sin estar en el foco! ¡Wonderful! exclama el coronel, que es ingeniero; y felicita calurosamente al portero como si fuera éste el constructor.

Al fin, penetramos en el antro preliminar: el despacho de a «relaciones exteriores». Ahí nos recibe un vejete con trazas de faquir, «sólo largo en talle», como el licenciado Cabra de Quevedo: parece una caña de pescar, y compadezco á las «mojarras» que pudieran tragar el anzuelo. Es el amigo del coronel; pero no demuestra gozar de gran influencia administrativa. Vacila antes de anunciarme á su jefe; entonces mi compañero interviene con este argumento irresistible: «¡Cómo! un gentleman que viene desde Buenos Aires para estudiar[270] vuestra religión!...» Convencido el escribiente, penetra resueltamente en el cuarto vecino; largos cuchicheos; por fin se nos hace entrar. El despacho es una pieza espaciosa, llena de mapas y registros, con aspecto de escribanía y agencia territorial. El «ministro» viste á estilo de pastor metodista; tiene maneras afables de jesuíta de saya corta. Ha viajado y exhibe desde luego sus conocimientos geográficos:—«¿Con que es V. del país de don Pedro?...» El emperador del Brasil ha dejado en el Utah, como en todas partes, una estela de simpatía. Formulo mi solicitud, el ministro queda pensativo; pero mi calidad de «brasileño» vence todas las resistencias, y pasa á la casa de enfrente para conferenciar. Al cuarto de hora vuelve con cara satisfecha: dignus sum intrare. En el breve trayecto hasta la residencia «papal», el coronel le manifiesta su agradecimiento en sentidas frases, y luego me desliza al oído: «¡Farsantes! (Old dogs!) ¡Así pudieran ahorcarnos!...»

La mansión del Presidente, rodeada de árboles y flores, no carece de carácter en su voluntaria y casi diría afectada sencillez: pues, desde Brigham Young, los jefes del mormonismo manejan millones y dirigen las empresas comerciales más fructíferas de la región. Entran y salen mormones de ambos sexos que parecen campesinos. En una antesala, donde nos hacen esperar, doy por fin con «santos» barbudos. Luego el coronel me presenta á una brujita vestida de negro, cuya barba y naríz forman un solo pico—una lechuza con anteojos azules; es una «gran funcionaria», viuda de un rico judío que, sin duda después de casado, se hizo mormón. Se comprende que, en ciertos casos, no baste una sola mujer para la felicidad. Paréceme que la mormona me considera como á un catecúmeno, pues me explica los progresos de la secta con un[271] tono de simpatía que me inquieta. Felizmente vuelve el ministro y me lleva consigo, dejando en la antecámara á mi pobre coronel, á fuer de «gentil» convicto y confeso. Nueva estación en la secretaría privada, donde mi guía me presenta á un joven correcto y frio: «Mr. G., ¡un amigo de don Pedro!» Conservo mi gravedad diplomática, pero empiezo á divertirme considerablemente.

El salón en que me recibe el presidente Wilford Woodruff, jefe supremo de doscientos mil creyentes, de cuyas voluntades y haciendas podría disponer sin encontrar mucha resistencia, nada tiene de muy notable en sus proporciones ni mueblaje. Alfombra, papel y muebles burgueses; los retratos vulgarísimos de sus tres antecesores adornan las paredes: Joseph Smith, el alucinado fundador y bautista del mormonismo, con su extraño perfil de demente jovial; Brigham Young, el enérgico organizador de la sociedad y creador de Salt Lake; por fin, John Taylor, gran propagandista de la doctrina en el extranjero: algo así como un «Apóstol de las Gentes» que fundara diarios y publicara sendos editoriales á guisa de «epístolas». Al pronto, en el salón, cuyas celosías están bajadas, no distingo al grupo apostólico, formado en el ángulo opuesto, en actitud de recepción diplomática. Además del secretario, «personaje mudo», dos formidables anabaptistas flanquean al profeta, desplomado en un sillón curul de estilo Imperio. El más joven y corpulento, filisteo de unos cuarenta y cinco años, con barba de escoba y apariencia marcadamente «poligámica», es un hijo de Joseph Smith, el sacrificado Mahoma de la secta. El otro consejero, más afinado y complejo, aunque no menos robusto, parecería un diplomático correcto, á no cargar la tupida y ya encanecida pera del tio Sam. Este es el gran impresor y librero de Salt Lake; pero[272] las hazañas que le han hecho famoso se relacionan fisiológicamente con su apéndice cabruno. Se llama Cannon, y la corte del Utah ha tenido que reprimir sus incorregibles aptitudes de «revólver», después de una causa ruidosa, aplicándole la ley Edmunds por Unlawful cohabitation. Su Vida de Smith ha sido escrita en la penitenciaría federal.

El consejero Smith se adelanta cuatro ó cinco pasos; me toma de la mano y me introduce solemnemente, levantando la voz y recalcando las palabras importantes: «Buenos Aires ... Brasil ... ¡amigo de don Pedro!...» El profeta esboza el ademán de levantarse, pero le contengo apretándole la mano, y balbucea algunas palabras en que el nombre de mi «amigo» póstumo vuelve con la insistencia de un leitmotiv.—El presidente Woodruff tiene ochenta y seis años; viste de negro y corbata blanca, con esmero y pulcritud. Es un bello tipo de anciano; una cabeza á lo Wagner, suavizada y ablandada por la ausencia de genio. Es un antiguo farmer, muy rico, que combina sus funciones sagradas con otras presidencias industriales y bancarias. Por lo demás, bastante insignificante aun antes de su vejez.—Después de Brigham Young, que fué su Jefferson, enérgico y poco escrupuloso, la secta ha entrado en la vía democrática de los Estados Unidos, que no buscan á los «grandes hombres» para elegirlos presidentes.—La edad empaña sus ojos azules; su rosado cutis de anémico y las venas cartilaginosas de sus manos trémulas revelan la decrepitud. Por sus modales excesivamente respetuosos sospecho que, en el trasluz crepuscular de la segunda infancia, me confunde vagamente con su huésped imperial de hace quince años ... ¡Un profeta me toma por un emperador!... Debe admirar la sencillez americana de mi saquito gris, que cuenta ya largas aventuras de viaje. ¡Siquiera llevara mi cinta de oficial[273] de academia! Con todo, y sin hacerme ilusión respecto de mi frescura juvenil, ha de encontrarme bien conservado ...

Los acólitos dirigen como con andaderas la conversación titubeante del pobre anciano: completan, corrigen, componen, concluyen á veces por hacerle decir lo contrario de lo que intentó. Dos isletas blancas quedan flotando en ese mar de tinieblas crecientes: la infatigable propaganda religiosa y el recelo del gobierno federal. Esto se revela por la prudente reserva ó el optimismo excesivo de las apreciaciones. He aludido á la riqueza del Utah y de la región californiana; el Presidente ensaya algunas frases tendentes á demostrar el «lealismo» nacional de los mormones. Y entonces el anabaptista con trazas de filisteo empuña el tema, como la clava de su tatarabuelo Hércules, y sacude palos á derecha é izquierda, acometiendo á los enemigos de la Unión, á los viles calumniadores que pintan á los Santos como á malos patriotas ... «Somos americanos como el que más, nuestra divisa es la de Washington: ¡E pluribus unum!...» Y así continúa con un ardor de demagogo y una facundia de predicador ambulante. Visiblemente, todos ellos me hacen el honor de contarme entre sus futuros prosélitos. El hombre-cañón aplaude con la pera, y el Profeta repite como un responso la socorrida fórmula: «¡Aoh! yes: e pluribus iunum ...»

Parece que el coronel, en procura de argumentos contundentes, me ha pintado como un embarrador de papel de una fecundidad exuberante. El sanhedrín mormónico se interesa por saber si pienso escribir sobre la religión; y después de mi respuesta afirmativa, al punto la tendencia propagandista del sectario se abre paso, ingertada en el espíritu yankee esencialmente anunciador:—«No compre V. libros: le mandaremos un ejemplar de cuanto se ha publicado sobre la materia».—Quieren[274] que beba mi convicción en las fuentes más puras. Cumplen generosamente lo prometido; á la tarde encuentro en mi hotel un respetable cajón de libros, lujosamente encuadernados,—Historia del Utah, de Smith, de Young, de Taylor, el Libro de Mormón, una docena de «defensas»; Mr. Durant, una estúpida cuasi-novela de propaganda fide, etc., etc.,—todos ellos con sendas dedicatorias presidenciales.—Yo también, en mis horas de ocio, he cumplido la promesa de estudiar la historia y la doctrina mormónica en sus documentos auténticos. No he arribado á una adhesión, muy al contrario: mi conclusión es enérgicamente negativa, como podréis verlo por este breve resumen, que acaso complete alguna vez.


[275]

XII

SALT LAKE CITY

II

EL MORMONISMO

Para mi gobierno, atribuyo una importancia que sin duda encontraréis excesiva á la impresión total que los hombres y las cosas producen en mí. Tomo el pulso á mi instinto, y sólo después procuro explicarme su manifestación, siquiera asome tan obscura como irresistible.—Salgo de esa entrevista, tan atenta y cortés, con un marcado sentimiento de antipatía. Me pregunto ¿por qué? Analizo, estudio, reflexiono—y la respuesta de mi sentido recto y honrado es que allí falta la sinceridad. ¡Oh! ¡distingamos aquí como en otras empresas, entre los predicadores y los creyentes, entre los promotores ardientes de la sociedad y el dócil rebaño de los accionistas! Un movimiento religioso moderno, que no se apoyase en la fe de sus adeptos, se estancaría muy pronto en la inmovilidad y la muerte. No fundaría nada estable y sólido, á semejanza de esos ridículos y nómades «salvacionistas», que reclutan los vagabundos del mundo entero y[276] vienen á ser los gitanos del proselitismo. Pero los iniciadores del mormonismo han sido meros impostores. Y era tan grosera la impostura, que sólo en aquellos Estados Unidos rudos y crédulos de hace medio siglo ha podido ser acogida y prosperar.

Los tres factores sociales que con desigual energía han cooperado á la fortuna del mormonismo, venciendo los obstáculos que levantara el egoísmo material, y sobre todo lo absurdo y vulgar de la doctrina, son los siguientes: 1º la ausencia de cultura general y de espíritu crítico (correlativa de lo muy robusto y eficaz del sentimiento religioso), que hasta ahora, y á pesar de las apariencias contrarias, constituye la fuerza moral al par que la inferioridad intelectual del pueblo americano; 2º la escasa densidad de la población y la disponibilidad de vastos territorios vacantes en el oeste; 3º la laxitud del vínculo federal, caracterizada por la celosa y, entonces, más que hoy, preponderante autonomía de los Estados. Conviene tener á la vista estos tres factores, que he enumerado en el orden de su importancia, para fallar sobre el porvenir del mormonismo: si ellos subsisten intactos, la secta cumplirá su cabal desarrollo; si ellos han mermado y tienden á desaparecer, la secta languidecerá fatalmente, y su absorción por el organismo nacional será tan sólo cuestión de pocos años.

Encontraréis en todas partes la historia de su origen y rápida propagación; pero no puede gustarse plenamente el sabor americano de esta fruta religiosa, sino estudiando en los voluminosos documentos que me han sido facilitados, los caracteres de la planta y las peripecias de su crecimiento semisecular. Y no se tenga por asunto de poco momento: el problema religioso vuelve á ser la cuestión palpitante del mundo.

Ahora bien, con todas sus deficiencias y vulgaridades, el[277] mormonismo muestra realizado en nuestro tiempo un experimento completo que, no sólo suministra indicaciones preciosas acerca del espíritu de credulidad del pueblo americano, sino que arroja al propio tiempo vivísima luz sobre el proceso histórico y legendario de todas las religiones. No puedo, por ahora, hacer más que justificar brevemente mis conclusiones; pero no abandono definitivamente el tema. Creo que un estudio substancial y filosófico del movimiento mormónico constituiría el mejor comentario crítico de tantas historias religiosas como este siglo ha producido: representaría un cartabón ó marco fiel para el contraste de aquellas innumerables inducciones, ya tímidas, ya temerarias, que la simbólica y la exégesis modernas han acuñado, con dudosa aleación de arte y ciencia, de conjetura y de realidad.

Como entidad religiosa, el mormonismo presenta un conjunto más completo que el protestantismo—sin que ello importe comparar la Biblia al Libro de Mormón; tiene revelación, milagros, mártires, misterios y sacramentos, jerarquía eclesiástica, y hasta un embrión de culto simbólico, adulterado por evidentes preocupaciones materiales: en suma, todos los elementos y todos los ingredientes de una iglesia establecida. El organismo es, lo repito, de aspecto vulgar, de concepción grosera y factura primitiva, pero vivificado y ennoblecido por la fe robusta de sus adeptos. Se parece á una moneda fiduciaria cuya garantía de emisión, con ser una quimera, fuese por todo un pueblo aceptada firmemente como un valor positivo: provisionalmente, la ilusión tendría el poder representativo y la plena eficacia de la verdad.

«La letra mata y el espíritu vivifica». La letra del mormonismo era, en efecto, de una torpeza tan enorme y caricatural,[278] que hubiese bastado á matar en su germen la tentativa, á sembrarse en cualquiera otra comarca de mediana cultura intelectual.—Un pequeño campesino del Vermont, ocioso y desequilibrado, con la cabeza llena de visiones y profecías, después de indigestarse de lecturas bíblicas y embriagarse de revivals sectarios, concibe hacia 1820 el pensamiento de una nueva religión. Nosotros, gente de imaginación ponderada y contenida por el guardalado de la crítica social, clasificamos la idea entre las que conducen más ó menos directamente al manicomio. Hay, desde luego, una parte de exactitud en el diagnóstico. Los retratos de Joe Smith—con su cráneo dolicocéfalo de impulsivo, su perfil huyente y la extraña hilaridad comunicativa del conjunto—reproducen una fisonomía de iluminado tangente á la imbecilidad, y con pasaje ya tomado para la provincia de Megalomanía. Todos sus contemporáneos y no convertidos vecinos mencionan su ignorancia y estupidez (stupidity and illiterate character). Es muy posible que la abierta válvula de su profetismo impidiera la explosión de la demencia, desviando al alienado latente hacia el jocrisse. En todo caso, su personalidad forma contraste cabal con la de su sucesor, el carpintero Brigham Young, el verdadero hombre de la secta, que fué el sólido empresario de las colonias religioso-comerciales: capaz de hacer frente á todas las dificultades y conflictos de una organización social; muy poco dado á visiones apocalípticas, y tan celoso de la multiplicación de los accionistas como de sus dividendos. Este fué quien sustituyó el título de «Profeta» por el de Presidente, más adecuado á su papel y á su ambición. Puede admitirse que las primeras alucinaciones de José Smith fuesen «reales» es decir, patológicas. Un ángel, llamado Moroni, «le aparecía como una luz y se disipaba como un humo», después[279] de anunciarle que Dios le había elegido para revelar al mundo el «evangelio eterno»—el cual se encontraba escrito «con caracteres egipcios, caldaicos, siriacos y árabes», sobre unas planchas de oro, enterradas en la vecina colina de Cumorah. Junto á la caja preciosa, hallaría Joe un par de anteojos de diamante, que le permitirían leer la traducción del sagrado texto.

La imaginación inculta teje su red maravillosa con los elementos que halla á su alcance, á manera del ave que construye su nido con la paja y las fibras de las cercanías. Un gaucho argentino describe la «salamanca» de los brujos, figurándose su lujo inaudito como una mezcla de tienda y pulpería. Los accesorios maravillosos de Smith no eran sino materiales de su profesión. Más que agricultor, él era un «cateador de tesoros» (money-digger); mitad vagabundo, mitad charlatán, hacía el oficio de zahorí, descubriendo minas ocultas con sus gafas de seer, ó bien señalando los manantiales subterráneos con la conocida vara de avellano. En cuanto á la composición del Libro de Mormón, punto de arranque de la propaganda, fué tarea laboriosa y compleja: una verdadera rapsodia compilada en cinco ó seis años de correrías por el New York y la Pensilvania. La lectura de la Biblia y la asidua frecuentación de los revivals religiosos le suministraron el núcleo doctrinario; la parte histórica fué extraída de una extraña novela de Spaulding, acerca del supuesto origen hebraico de los indios americanos, de cuyo manuscrito Smith tuvo conocimiento.—Para destruir esta aserción, los modernos sectarios no han hallado mejor procedimiento que publicar ellos mismos el pretendido manuscrito de la novela, descubierto por un Mr. Rice, mormón de Honolulú; y en la misma historia oficial que me han regalado, se «demuestra»[280] la completa diferencia de uno y otro texto, ¡confrontando una página del Libro de Mormón con otra página del Manuscript Story de Spaulding! Esta exégesis polinésica recuerda la argumentación del reo de marras, que quería aniquilar la declaración de dos testigos oculares, trayendo él á cincuenta «que no le habían visto» ...

Bajo pretexto de traducción, el Libro de Mormón fué elaborado pacientemente con la cooperación de dos ó tres personajes, más tarde famosos; el incauto Harris, quien, además de escribiente, fué el primer socio capitalista de la sociedad; el maestro de escuela Cowdery, el pastor Parley Pratt y el orador Sidney Rigdon: he ahí los verdaderos autores de las varias obras de doctrina y propaganda que llevan el nombre del inculto vidente Smith. Sabido es que no hay nada más fácil que la imitación exterior de la fraseología bíblica. Por lo demás, el Libro de Mormón es una compilación indigente é indigesta, en que la soldadura de los extractos bíblicos con las lucubraciones novelescas es visible y puede tocarse con el dedo. En mi vida he acometido lectura más tediosa. Los mismos nombres propios forjados son generalmente extraños á toda fonética oriental. La «innobilidad» de su origen no ha perjudicado al éxito de la doctrina, pero ha trascendido á toda su evolución ulterior: el mormonismo ha quedado grosero, como nació; y sus producciones más recientes, bajo el esmero de la ejecución material, conservan el mismo sello de repugnante charlatanismo y de baja fabricación. Sucede exactamente lo contrario con el sansimonismo, cuya nobleza primitiva y valía intelectual inspiran respeto: pero esto mismo ha sido el primer obstáculo para su popularidad. Las mismas palabras lo indican: el pueblo es el vulgo; un éxito popular es una vulgarización. Ahora bien, no existe vulgo más[281] vulgar que el de los Estados Unidos. Los yankees conquistarán el mundo: es asunto entendido; entretanto, son todavía lo que de ellos ha escrito Schopenhauer: los plebeyos de la humanidad. De ahí el éxito del Libro de Mormón, y sobre todo de la doctrina predicada, que rebajaba la religión al nivel de todas las inteligencias y de todos los apetitos.

Como doctrina y culto, el mormonismo carece por igual de elevación y de originalidad. Sería un simple plagio del cristianismo primitivo, si la adulteración de algunos principios no lo tornase una parodia de aquél. Su Credo, redactado por el apóstol Pratt y proclamado por Smith, admite la Trinidad, el bautismo por inmersión, la remisión de los pecados por la penitencia y la imposición de las manos; el dón de profecía é interpretación de lenguas, el reino final de Cristo en la tierra y la restauración de las tribus de Israel; la organización de una jerarquía eclesiástica; por fin, los artículos recientes de su profesión de fe contienen un acto de acatamiento para con las autoridades constituídas, añadiendo una declaración de respeto por las «virtudes sociales»—la castidad, inclusive—lo que significa un certificado público de vita et moribus que se otorgan á sí mismos los interesados ...

Pero, aun antes de la proclamación dogmática de la poligamia, es necesario ver en los textos apostólicos lo que realmente se oculta debajo de esos artículos de fe, para convencerse de que no es el mormonismo, como lo dije, más que la disparatada parodia del cristianismo. Su trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo está constituída en realidad por dos hombres inmortales y un fluido esparcido ¡análogo á la electricidad! El Padre y el Hijo revisten cuerpo; comen, beben, tienen mujeres, en medio de una corte de elegidos que viven como ellos. La «salvación» es la entrada en esa[282] vida inmortal de banquetes y amores libres, que parece un tippling-house del paraíso de Mahoma. Cristo ha tenido ya una resurrección después de su muerte; pero cumplirá otras dos ... José Smith, que no miraba mucho más allá de su propia existencia—«¡después de mí el diluvio!»—había fijado para 1890 la próxima venida de Jesucristo. Los mormones actuales tratan de hacer olvidar la malhadada fecha; pero no pueden destruir todos los textos ya impresos; se contentan con omitir la cláusula en las nuevas ediciones. Desde 1890 debía comenzar el reinado efectivo y corporal de Cristo en Salt Lake, el cual duraría mil años; la tierra sería un inmenso jardín, «surcado de ferrocarriles y telégrafos», con casas de oro y piedras preciosas, donde los gentiles seríamos los sirvientes de los «Santos del último día». Todas esas torpezas y locuras, además de las que omito, representan el ideal de un artesano yankee, exaltado por la lectura de la Biblia y embriagado por los reclamos charlatanescos de una prensa para emigrantes famélicos, que coloca el fin de la civilización en la riqueza, la hartura física y la enormidad material.

El evangelio nuevo se encontraba á nivel de esas poblaciones de pioneers enérgicos é incultos. Se propagó con la rapidez de un incendio en la pradera. En 1830 Smith dió principio á su misión, convirtiendo á cinco miembros de su familia; algunos años después predicaba delante de veinte mil adeptos. Los ataques violentos, las persecuciones del populacho, atraillado por las sectas rivales, producían el efecto del viento en la quemazón: lejos de apagar el entusiasmo, duplicaban su ardor. Cuanto más grotescos y ridículos fueran los sermones de Joe, más absurdas sus visiones y profecías, tanto más eficaz era la propaganda. La naciente asociación satisfacía á la par los dos sentimientos cardinales del alma americana: la[283] intensidad de la aspiración religiosa y la energía del espíritu positivo y práctico.

El mero hecho, en efecto, de acometer un territorio virgen cualquier grupo laborioso y disciplinado traía inmediatamente la abundancia y la prosperidad. Suponed que diez mil familias, vinculadas por un espíritu de confraternidad y absoluta obediencia á dos ó tres jefes ambiciosos, se establecieran en el río Negro ó en Misiones, en grupos compactos y abnegados, dispuestos para el trabajo y el sufrimiento: en diez años transformarían el desierto en un distrito exuberante de riquezas. Los jesuítas lo consiguieron en parte, en sus reducciones de la América española; pero no eran allí sino el Estado mayor europeo de un ejército indígena; además no podían «crecer y multiplicar», al igual que estos polígamos sometidos voluntariamente, y ad majorem Dei gloriam, ¡á una organización tan fuerte como la jesuítica!

Los progresos anuales de la secta le permitían ya desprender enjambres por el oeste, en el Ohío y el Missouri. Cerca de Independence, en el condado de Jackson (Missouri), fundaban la «Nueva Sión», desbordándose en los condados vecinos de Clay y Lafayette; invadían los condados de Portage, Carroll y Lake en el Ohío; fundaban en Kirtland bancos, manufacturas, un templo que costó 41.000 dollars y fué dedicado en 1837. Arrojados del Missouri por el odio y la envidia del populacho, creaban á Nauvoo, en la frontera de Illinois, cerca de la confluencia del río Des Moines y el Mississipi: en pocos años la soledad se convertía en un «sitio de abundancia y riqueza» (an abode of plenty and richness). Las mieses y el ganado cubrían las campiñas; los botes cargados de pasajeros y mercaderías surcaban el gran río; las anchas calles se llenaban de edificios públicos y residencias. Se erigió[284] un templo sobre los planos de Smith, que el arquitecto «gentil» encontró tan absurdos como complicados; pero el Profeta tuvo una consulta con el Señor, quien declaró que el mamarracho le parecía ¡all right!—Se enviaban misiones de reclutamiento á Europa, África, Palestina, y afluía una inmigración más numerosa que selecta, cuyos desórdenes fueron la causa ó el pretexto de la creciente hostilidad de la población. Smith obtuvo para Nauvoo y su territorio carta de distrito libre, y gobernó su «teo-democracia» con el absolutismo de un rey oriental, cuya poligamia practicaba ya aunque no era todavía un dogma promulgado.

No parece dudoso que en esta época (1843) la exaltación mental de Joseph fuera un pródromo del delirio de las grandezas. Trataba con risible altivez á los prohombres de Washington, exigía de Clay y Calhoun declaraciones categóricas acerca del mormonismo; concluyó por lanzar su propia candidatura presidencial. Su despotismo doméstico acarreaba la defección de algunos adeptos importantes, que descorrían el velo de una conducta muy poco profética. Esas discordias intestinas atizaban el odio instintivo ó interesado del populacho. Se produjeron denuncias graves; el gobernador del Illinois, pasando por sobre las franquicias otorgadas, dictó auto de prisión contra el profeta y sus consejeros. El 27 de junio de 1844 la cárcel fué asaltada y el profeta asesinado. Era ya tiempo para la secta y la misma carrera extraviada del reformador. El crimen de la canalla transformó al loco en mártir de su religión.

Fué elegido Brigham Young, contra las pretensiones, al parecer fundadas, de Sidney Rigdon, á quien se excomulgó. Pero Brigham Young, que tomó el título desde entonces definitivo de Presidente, era el hombre del momento: the man[285] for the hour. El rudo carpintero, cual otro zar Pedro, era el único capaz de dominar esos elementos rústicos, salvando la institución por la disciplina y la energía. Comprendió, desde luego, que la posición no era defendible y, después de inaugurar el nuevo templo, lo abandonó todo y preparó sin descanso la expatriación.

El éxodo cruel comenzó el 4 de febrero de 1846: millares de familias cruzaron el Mississipi congelado. Detalle que hace estremecer las entrañas: en esa primera noche de frío terrible, bajo la lona de las carretas, once criaturas vieron la luz. ¡Ay! ¡miseria profunda del rebaño humano! En carros, á caballo, á pie, con el ganado que se pudo salvar, la caravana se abría camino por las nevadas llanuras y los desiertos del Iowa. Pasó el invierno, más breve que el odio de los hombres; en junio, la vanguardia, conducida por el mismo Young, divisó el Missouri; los pájaros cantaban en las sabanas cubiertas de flores; y los indios omahas, menos despiadados que los cristianos del Illinois, recibieron con bondad á los proscriptos. Allí se detuvieron algunos meses, en Council Bluffs,—que es hoy una encantadora villa y la estación convergente de las líneas del oeste con la Union Pacific. Algunos peregrinos cruzaron al pronto el Missouri y levantaron sus casuchas en la opuesta orilla, delineando la que es hoy ciudad de Omaha, con 150.000 habitantes, y aspira á ser, con Kansas City, la rival futura de Chicago ... Evocaba estos recuerdos melancólicos en la tarde de verano en que pasé el puente del Missouri, para ir á esperar el tren en la estación vecina. Y no pretendo que esta evocación sea del mismo orden artístico que la de Chateaubriand en el valle de Esparta ...

Volvió el invierno cruel con sus vientos y sus escarchas; los fugitivos tuvieron que cavar cuevas en los bluffs (barrancas)[286] que sustentan hoy pintorescas residencias. Al fin asomó la primavera de 1847, y con ella aparecieron los emisarios que Young enviara, cual otro Josué, á explorar la nueva tierra de promisión: uno de éstos era el actual presidente Woodruff. Después de otras semanas de fatigas, el valle del Utah fué divisado desde las montañas del este.—Todavía tenían por delante muchos años de sufrimiento y escasez, antes de transformar ese yermo poblado de indios y azotado por mangas de langostas, en el terrestre paraíso que he descrito. Para soportar esas penurias y, finalmente, vencer en la lucha con los hombres y la naturaleza, no eran suficientes la fibra del colono americano y el temple del settler aventurero. Fué necesaria la energía indomable y siempre renaciente, que infunden en el alma humana la fe religiosa y la confianza en un Dios tutelar. Diez años después, el Utah era el territorio más rico y floreciente del país: contaba ochenta mil mormones en el solo valle, fuera de un número mayor en el resto del mundo y que se sentía atraído á la nueva Sión. El triunfo del «Evangelio eterno» parecía asegurado: el gobierno de Washington lo sancionaba, nombrando á Brigham Young gobernador político del territorio que era su obra y creación.—Entonces visitó Salt Lake el francés Rémy, cuyo libro optimista no tiene hoy más importancia que haber inspirado á Taine un estudio profundo y magistral, como todo lo que ha salido de su pluma soberana.

Después de cuarenta años transcurridos lo visito á mi vez, pero es para comprobar que todos los progresos materiales, antes iniciados por obra del mormonismo, se han llevado á término contra su influencia decreciente. Al día siguiente de su conquista, la población mormona quedaba estacionaria, en tanto que la inmigración «gentil» crecía en número y poderío, hasta triunfar en las últimas elecciones municipales.—¿Qué[287] había sucedido? ¡Oh! muy poco en la apariencia: un pequeño hecho «moral», que pudo tenerse por insignificante en ese mundo de emigrantes y cazadores de dollars. En cuanto se sintiera aislado del resto del país y soberano absoluto en su valle perdido, Brigham Young había promulgado el dogma de la poligamia que, por su cuenta, practicaba concienzudamente. Como una lepra moral, el virus disolvente se infiltró en el organismo robusto, hasta secar la misma fuente de la vida. La poligamia que esterilizó al Islam ha paralizado el desarrollo mormónico.—La piedra angular del edificio social es la familia; y no hay familia, en el augusto sentido de la palabra, allí donde la mujer se halla rebajada por la promiscuidad, y el hogar santo se prostituye en harém. Bastó la ley de Edmunds, que castigaba la cohabitación repugnante del gineceo, para rebajar la pretendida religión mormónica al nivel de un concubinato vergonzante. Se han visto los jefes de la secta obligados á exhibir en público, y ante un tribunal de «gentiles», el estigma clandestino de su carne. Y demostróse claramente lo que eran esas «esposas espirituales» de los sacerdotes, cuando el viejo Young, que ya tenía diez y ocho mujeres «legítimas», para negar una miserable pensión alimenticia á otras desgraciadas ¡tuvo el cinismo sórdido de probar que eran ya casadas y, por lo tanto, meras concubinas suyas!

Suscitáronse luego las causas escandalosas de Cannon y otros pontífices de la poligamia, y el ridículo enterró al dogma que la vindicta legal había herido de muerte. Á medida que el Utah se abría al progreso material y moral, tuvieron los mormones que refugiarse más y más en su templo cerrado á los «profanos», huyendo como aves nocturnas ante la luz. La poligamia ha matado al mormonismo. La población disidente, que aspira legítimamente á constituir un nuevo Estado[288] autónomo, persigue la expulsión del elemento cuya presencia es un obstáculo para su emancipación del gobierno federal. Los mormones ya preparan una emigracion á Méjico, á las islas Hawai, donde tienen fuertes colonias: realizarán su último éxodo, pero sin la fe ni la energía de los pasados días. Los factores que antes enunciara, como cooperadores del éxito, se han debilitado ó vuelto adversos. Como el islamismo, y por la misma causa íntima, el mormonismo es el «hombre enfermo» de que habla la diplomacia europea al discutir la cuestión de Oriente: sólo que la agonía de éste será mucho más breve, como que ha sido mucho menos larga é importante su evolución histórica.

La última tarde que pasé en Salt Lake me ha dejado una impresión extraña é indeleble. Con mi inseparable coronel L., fuí á visitar el fuerte Douglas, donde el regimiento 16º de infantería está acuartelado. Es cosa visible que, para la parte culta de la población, la presencia de este cuerpo de línea es doblemente penosa: por los recuerdos de pasadas represiones que evoca, y la situación de mero territorio, que las bayonetas federales acentúan. El fuerte domina la ciudad desde la falda de Wasatch Range; el paraje es tan ameno cuanto eficaz la posición estratégica. El camino, por el tramway eléctrico, es un paseo encantador entre quintas y alamedas. Al paso que se trepa la colina, el horizonte se ensancha hacia el oeste; la altura y la hora refrescan deliciosamente el ambiente. En las cercanías de la esplanada, los oficiales casados ocupan bonitos chalets llenos de plantas y flores; la intendencia y la enfermería son residencias campestres; la «villa» del coronel, con sus dos pisos y doble verandá, rodeada de jardines, ocupa un ángulo de la plaza, en que circulan[289] los coches de los paseantes. La tropa maniobra en el glacis cercado de árboles y césped; el uniforme obscuro y los cascos de punta remedan los del ejército alemán; pero la vida casera ha espesado á los oficiales, que afectan vanamente la tiesura germánica: sudan y se fatigan durante sus inocentes contramarchas de una cuadra. Esas tropas de línea parecen milicias territoriales, casi compañías de bomberos voluntarios. El jefe veterano asiste paternalmente á la parada desde un banco del paseo. Oigo un doble grito de sorpresa, y veo á mi propio coronel precipitarse en los brazos del otro[24]; éste se vuelve luego hacia mí y me sacude la mano con energía: ¡very glad, all right! ... Y en tanto que esas ruinas fraternales pasan lista de sus compañeros de armas, ausentes ó difuntos, contemplo embelesado el valle pintoresco que se desenvuelve á mis pies.

La masa entera de la ciudad se funde en una niebla azulada; las oleadas del follaje obscuro circundan los edificios casi invisibles; las torres de las iglesias y las chimeneas de las fábricas yerguen sus pirámides agudas y sus tallos rígidos, simbolizando materialmente la fe y el trabajo: las dos fuerzas hermanas que han cumplido la obra de la civilización. El orgulloso Templo mormón está cercado y como acometido por veinte capillas disidentes, tan varias de estilo como de creencias, pero unidas en un solo propósito hostil. El lago Salado, estrecho y terso como una hoja de acero, se alarga de norte á sur, semejando el islote de Cattle la empuñadura de ese alfanje que el sol poniente hace centellear. Un cañonazo da la señal de arriar la bandera que flota en el mástil de la esplanada: delante del regimiento formado y los oficiales que lo saludan, el estandarte[290] rojo y blanco desciende lentamente á lo largo de su driza, con no sé qué religiosa solemnidad. Designando las estrellas de plata en campo azul, que representan á los Estados, murmuro á media voz: Falta una ... El jefe endereza la cabeza, me toma del brazo y, alargando hacia Salt Lake su bastón de inválido, me contesta: «Estará dentro de poco: ¡befor long! ...»

Ahora el sol se ha ocultado detrás de la Sierra Nevada; el crepúsculo triste desciende en la colina; el regimiento vuelve á su cuartel, precedido por la música ya lejana que toca la Marcha de Sherman, ensordecida por la distancia cual por el tiempo que nos separa de la evocación. En esta soledad casi augusta, el himno marcial y bien ritmado, que sé de memoria desde San Francisco, me trae recuerdos de lecturas y como ráfagas de esas victorias sangrientas que fueron también triunfos morales. El golpe de audacia del general Sherman, cortando sus comunicaciones con el norte para cruzar la Georgia confederada sobre un espacio de 250 millas y buscar el mar, es un hecho de guerra de primer orden; pero, ante todo, significa para la historia el aniquilamiento definitivo del funesto espíritu separatista, el predominio y la salvación de la nacionalidad, la cauterización necesaria, si bien dolorosa, por el hierro y el fuego, de la llaga vergonzosa y secular de la esclavitud ... Tomo del brazo á mi pobre viejo coronel retirado, que ya no me parece ridículo, y, bajando con él la esplanada del bastión, repito con extraña emoción los versos del canto popular, cuya música apagada nos llega aún en el silencio de la noche:

So we sang the chorus from Atlanta to the sea,
While we were marching through Georgia...


[291]

XIII

CHICAGO

I

OJEADA RETROSPECTIVA AL KALEIDOSCOPIO

Acabo de recorrer el librito de apuntes en que, diariamente, durante cuatro meses de aclimatación chicagoense—apenas interrumpida por breves excursiones á los Estados cercanos—he reflejado algún aspecto fragmentario de esta prodigiosa «Porcópolis», como la llaman aún sin cortesía algunos rezagados: con su atronadora Exposición universal, sus cosas y sus gentes, sus pompas colosales y sus obras pelásgicas. Son doscientas páginas de mi letra menuda: notas instantáneas, independientes, y muchas veces contradictorias, que se estrujan y codean sin conocerse, á manera de la compacta muchedumbre que hormiguea por esas cuadras de Wabash Avenue,—sin más rasgo común que la absoluta despreocupación del estilo y la sinceridad evidente, casi diría la exactitud fotográfica de la impresión.

[292]

Allí encuentro esbozos de descripciones, perfiles de tipos forasteros y «domésticos», como aquí se dice; trizas de diálogos, cogidos al vuelo callejero ó pescados con caña paciente en el dormido estanque de un salón; croquis de escenas conmovedoras ó burlescas,—rápidos bosquejos de cuadros que acaso no pintaré jamás. Reviven para mí en promiscuidad caprichosa—de efecto cómico tanto más irresistible cuanto menos intencionado—las extrañezas y los contrastes de esta sociología fenomenal, elemental. Una visita á los corrales (stock-yards) se inserta entre dos congresos científicos ó literarios; un examen en la Universidad después de un mareo en la Bolsa; asisto á una procesión cívica, empavesada de cintas y banderas, bruscamente cortada por los carros de bomberos que vuelan al segundo incendio cotidiano, y que sigue luego su marcha de opereta, por entre la cencerrada estridente que acompaña las charangas de la manifestación. Me veo presentado, en el hall de Lexington Hotel, al socialista Henry George, por un monseñor católico cuya sobrina es type-writer en mi imprenta, y, después de una interesante conversación, nos separamos los tres sin saludarnos.—He anotado excursiones al «Lado norte», que comienzan en los elevadores de trigo sobre el río, se continúan en los colegios y la biblioteca de Newberry—¡pobre, pero honesta!—para rematar en Lincoln Park; y otras excursiones al sud, tan numerosas éstas que ocupan la mitad del libro, como que van, no sólo á la exposición, sino á casa de casi todos mis amigos. Cuando no por la vecindad de la página, los contrastes se acentúan por la asociación de las ideas: una función religiosa en un templo presbiteriano, donde un self-made tenor despelleja los Rameaux de Faure, evoca una rapsodia teatral llamada Old Homestead, en que otro ex-barítono acaba con lo que ha[293] quedado de la infausta melodía. Un repórter del Daily News, literato de buen jarrete que vuela en biciclo por esos empedrados—¡Musa pedestris!—jadeante, salpicado de barro hasta la nuca, me transporta al salón de la novelista Mrs. Hartwell Catherwood: no por parecerse ambos escritores, sino por ser allí donde le conocí, noches pasadas, declamando versos de gran etiqueta en traje sentimental. El apunte de una exhibición en el circo de Buffalo Bill, cuajado de espectadores entusiastas, revive el recuerdo de Hooley’s Theatre, donde Coquelin, delante de media sala, alcanzaba un succès d’estime; ó del Music Hall, donde la excelente orquesta de Thomas arrojaba á cincuenta oyentes de lance las margaritas de la sublime Sinfonía en la. Asisto en Michigan Avenue al desfile de los carruajes, con caballos de sangre y lacayos de librea, que se abren paso tranquilamente por entre los grupos de anarquistas que vociferan delante de la estatua de Colón: allí mismo se desarrollará el indescriptible «carnaval» de Chicago Day, que llevó setecientos mil mirones á la feria;—y, algunos días después, el mismo pueblo curioso é indiferente llenará las veredas para ver pasar el entierro del lord mayor asesinado ...Así, hoja por hoja, día por día, se suceden ante mi vista y mi imaginación las escenas fugitivas. El apellido ilustre de Armour encabeza dos páginas cercanas; en la una, como salchichero colosal; en la otra, como apóstol de la educación. La inmolación cotidiana de cinco mil cerdos le ha dejado cincuenta millones, la erección de un gran colegio le ha costado dos: saldo acreedor, cuarenta y ocho millones—y, además, el diploma de benefactor de la humanidad. Compruebo dolorosamente que ambas instituciones no son igualmente populares: en el Packing-House quinientos visitantes asisten con emoción á la metamorfosis maravillosa y casi[294] instantánea del cuadrúpedo gruñidor en conserva alimenticia; pero estoy solo en el Armour Institute para admirar los ascensores y tapices, los mármoles y cristales, los salones suntuosos, á cuya luz eléctrica ochocientos alumnos de ambos sexos aprenden un poco de todo, desde la cocina hasta el griego, desde la costura á máquina hasta el cálculo integral—fuera de un curso libre de flirtation que no figura en el programa.

Las reflexiones morales no son menos diversas que los rasgos pintorescos: tropiezo con gritos de admiración y de sarcasmo casi en la misma página; al principio, sobre todo, antes de la aclimatación, la rechifla es casi continua: lo incompleto, insuficiente y grosero de esta civilización mecánica y al por mayor exaspera mis nervios latinos. No soporto esos manoseos, pisoteos y perpetuos rozamientos de paquidermos indiferentes: el mayoral que me golpea en el hombro, el policeman que me agarra del brazo, el forastero que me pide datos á distancia de cuatro metros, sin mirarme antes ni después. Otros mil rasgos de cada hora, de cada minuto, me mantienen en cierto estado de irritabilidad, probablemente exacerbado por el clima brutal, y esa repugnante atmósfera de fragua que lo ensucia todo, ataca luego los ojos y la garganta, estampa en gentes y cosas su sello de vulgaridad. El frac de los mozos negros me inspira repugnancia por el frac: allí están, bullendo en el gran comedor de Palmer-House, agitando sus cuatro aspas de ébano en una desordenada coreografía de minstrels, tropezando en las sillas, rompiendo vajilla, cumpliendo á pedir de boca yankee su fantástico servicio, que remeda no sé qué bámbula «macabra» de chimpancés mal domesticados. ¡Oh! ¡my!.. En los teatros, la[295] inepcia del espectáculo es superada por la estupidez del espectador. En el smoking-room de algunos grandes hoteles hay un mozo encargado de distribuir á cada recién llegado un pedazo de leña: es para que en la hora solemne de la digestión, cuando los zapatos se alinean en el borde de la vidriera que mira á la calle, fumadores y mascadores se dignen esculpir con su navaja el palillo, y no los brazos del sillón: pero prefieren el sillón. Etcétera, etc.

Pero, he aquí que tropiezo con rasgos distintos, fielmente consignados por el observador imparcial. En esa baraunda de gentes que me codean rudamente por las veredas, se me cae un papel, y un transeunte que pasaba como una flecha se detiene para alcanzármelo; en la esquina de State y Monroe Streets, un pobre ciego quiere cruzar la calle cuajada de tranvías, carruajes y muchedumbre: una señora le toma del brazo; el policeman, Josué con casco de corcho, levanta la vara de justicia, y se detiene el Jordán hasta que la pareja gana la otra orilla. En un tranvía abierto, un cablecar que lleva ochenta pasajeros para cuarenta asientos, reniego contra mis vecinos que, con sus cuatro pies que parecen ocho, me han pisoteado, estrechado, reducido á una forma de anchoa; una mujer da un grito: ¡thief! y tras del ladrón que se desliza como anguila por entre el gentío compacto de Van Buren Street, el conductor y mis dos insoportables vecinos ya «pegaron» el brinco y echaron á correr; al medio minuto reaparecen; el uno trae el dollar arrebatado, el otro remolca al pick-pocket agarrado del pescuezo, que da pataleos de conejo hasta caer en poder del robusto policeman; ni la mujer da las gracias, ni los sabuesos voluntarios reclaman sus asientos ya ocupados ...

Una corriente profunda de fraternidad humana circula por[296] bajo de la áspera superficie. Esta misma aspereza está hecha de energía y de pasiva conformidad; así en lo principal como en la accesorio, la doble fibra torcida se muestra en su desnudez. Ya se trate del deber ó del placer, bajo el sol de plomo ó la lluvia helada, hombres y mujeres van adonde resolvieron ir. Un estorbo detiene un coche: nadie prorrumpe en esas griterías inútiles y grotescas que tanto acostumbramos. Dos carruajes pueden engancharse y desengancharse, faltando el acompañamiento obligado de dicterios soeces, sin cuya doble salva los cocheros parisienses creerían faltar á su misión. Y así, lo repito, en lo grande como en lo pequeño. Entre cien rasgos anotados, he aquí dos más, tomados al acaso.

En un recibo de Mrs. H. Palmer, «la reina de Chicago», estoy conversando en un rincón con el hijo del senador B ...; se acerca á darme la mano un pobre filólogo eslavo que ha venido desde no sé qué aldea danubiana, para disertar en el Congreso de lingüística ¡sobre el alfabeto cirílico! El digno sármata calza botas enormes, viste una hopalanda de mugik y conserva en la mano un gorro bordado que enternece. No habla inglés, ni francés; fuera de sus lenguas sabias y de los dialectos nativos—que le son tan útiles aquí como un billete del banco de Belgrado,—se expresa en un mal italiano dálmata, mechado de germanismos. Entramos juntos en el suntuoso salón: la bella «presidenta», estrepitosa, constelada de perlas y brillantes, más resplandeciente que una custodia, nos tiende la mano, sin marcar diferencia entre el correcto Mr. B ... y el pintoresco danubiano, que la contempla como á su panagia ortodoxa. Ella le habla inglés, francés, sin éxito apreciable; hasta procura juntar algunas migajas de libreto italiano, desparramadas en su memoria:[297] molto piacer, benissimo, buona sera ... Hace lo que puede; está encantadora, y su chapurrado gracioso vale una gramática.—Debo agregar que, á cuatro pasos de nosotros, el padre de la diosa, viejo corsario comercial encallado en la costa, sigue su chewing sin disimulo y parece encontrar que el salón de su hija está mal dotado de salivaderas ...

He pasado la velada siguiente en casa de una pobre profesora de elocución del Conservatorio. Tiene veinte años, es instruída, inteligente, honrada; cruza en todo tiempo por esas calles desiertas de un barrio nuevo; trabaja el día entero para sostener á su madre, á su padre anciano, á un hermano menor: acepta esa existencia de sacrificio sin perder una sonrisa. Me enseña inglés con una paciencia y un desinterés que me embarazan, mostrándose muy agradecida cuando le regalo un libro, una butaca de teatro, una pieza de música. Gana ochenta dollars por mes con sus lecciones, y su ajuar de todo el verano se ha compuesto de tres vestiditos para la calle y uno de lujo para los recibos, pues pertenece á la mejor sociedad. Esta noche, sin embargo, está estrenando otro de tres ó cuatro dollars; no disimula su ingenua alegría: «¿Cómo me sienta my new dress?» Le sienta á maravilla. Á las diez, interrumpe la explicación de Julio César, que recita con talento yankee, es decir con habilidad aprendida, para atarse un delantal blanco y preparar el chocolate. Me grita desde la cocinita contigua: «¡Lea Vd. en voz alta el discurso de Mark Antony, le corregiré!» Pero la madre aprovecha la coyuntura para enseñarme una crónica del Chicago Herald, en la que se elogia líricamente á su hija á la par de la millonaria miss B., por una comedia que han desempeñado juntas en una función de caridad.

Ved ahí dos notas diferentes, pero ambas por igual significativas,[298] y que se apartan notablemente de las que un turista europeo puede coleccionar entre su hotel y la Exposición. Hay muchas otras; la siguiente, por ejemplo, que no transcribo sin un estremecimiento.—He asistido á la quemazón completa, en tres horas, del Stock Pavilion, en la Feria: con heroica locura, cuarenta bomberos se han arrojado al quinto piso, donde el fuego había estallado. La construcción de madera, llena de aceites y materias inflamables, arde como una caja de fósforos: cuando quieren volver, impotentes y desalentados, la llama voraz les cierra el paso. Han trepado por la escalera interior que se derrumba, calcinada; no hay tiempo para que lleguen las escalas de la estación más inmediata: todo salvamento es imposible. La multitud apiñada prorrumpe en un clamoreo desgarrador, al ver á los hombres que se descuelgan en el vacío, aplastándose en el suelo como racimos. El calor es insoportable, nuestras frentes chorrean; pero me parece que algunas gotas que corren en nuestros rostros pálidos no son tan sólo de sudor. Las astillas ardientes llueven en las cabezas; nadie se mueve, petrificado por el horror; se percibe por instantes el jadeo de diez mil pechos. Pero se levanta un grito más terrible que los anteriores, un potente mugido de bestia herida que hace correr por mi carne un escalofrío: un capitán y tres hombres más han aparecido en la cúpula ya vacilante, esperando el desplome fatal, y allí, en un moritari sublime, saludan al pueblo que aclama su agonía ... No pretendo que no haya existido cuadro más patético: digo que no lo he visto jamás ...

Y ahora, la atroz nota burlesca, que en esta mísera tragedia humana nunca está lejos de la nota sublime: en los intervalos de ese silencio coagulado por el terror, llegaba, desde el otro[299] lado de la calle, la música salvaje del Dahomey, en Midway Plaisance ...—¡Midway-Plaisance! la faz exótica, carnavalesca é intérlope de la ya tan abigarrada Exposición: con sus casas de té chinas y sus palacios moriscos de contrabando, sus bazares indios y japoneses de mala ley, sus bayaderas orientales que hablaban el francés de Montmartre; sus orquestas húngaras, turcas y africanas; su calle del Cairo sospechosa, su Old Vienna dudoso, y su café tunecino que no dejaba lugar á dudas ... Ha sido la faz socorrida y productiva de la Feria,—¡la que «pagaba», según repetían los miembros del Comité central, con su fino gusto y elevado sentido de la civilización!

Ironía impremeditada: en mi cartera estos últimos apuntes alternan con los relativos al «Parlamento de las religiones», que celebraba sus sesiones en Art Palace—una «Escuela de bellas artes» inverosímil que, con sus yesos del comercio, vulgares y ennegrecidos, y sus copias de museos por misses aficionadas, forma la base de la enseñanza y la iniciación estética de la juventud.

Allí fraternizaron, en el mismo tablado, delante del mezclado público que llenaba el cobertizo de Columbus Hall, hasta hacer crugir los tabiques de pino (¡estamos en Art Palace!), representantes conspicuos de las principales religiones del orbe, con el objeto de reconocerse mutuamente: atestiguando así ante el mundo, ó la igual vaciedad de todos los dogmas oficiales, ó su igual legitimidad,—ó quizás ambas cosas á la vez. Arzobispos católicos, obispos anglicanos, pastores de todos los rebaños protestantes, rabinos judíos, bonzos y lamas budhistas; hombres, mujeres y neutros de las innumerables sectas americanas, que pululan en el cadáver del cristianismo como los gusanos en un organismo putrefacto:[300] todos se saludaban, cantaban y rezaban juntos; predicaban sucesivamente con éxito igual en todas las lenguas conocidas, despachaban su boniment inglés con los veinte acentos distintos del imperio británico. El obispo ortodoxo Dionysios se inclinaba ante la elocuencia del Hon. Pung Quang Yu, de Pekín; el obispo católico de Brooklyn, de levita negra y corbata con alfiler, felicitaba á la sacerdotisa budhista, miss Jane Serabji, de Bombay; monseñor d’Harlez, de Lovaina, aplaudía á la judía miss Lazarus,—á quien sus predecesores hubieran dedicado un auto de fe; en fin, para abreviar la procesión: todos los parásitos de la credulidad humana firmaban, en ese andamio de teatro ambulante, la paz oportunista de las viejas sectas enemigas,—y el ilustre cardenal Gibbons, con su cara de asceta politician, encabezaba la farándula del «amor libre» en materia de religión.

Habré de volver en alguna forma sobre ese World’s Parliament of religions[25], que para mí evoca recuerdos alejandrinos, y en el cual he visto diseñarse claramente, no el fin de la religión inmortal, pero sí la incurable caducidad de los cultos establecidos, que abdicaban allí sus dogmas fundamentales y repudiaban su historia secular.

Hace más de un siglo que nos pagamos de frases huecas y sustantivos sonoros: civilización, progreso, tolerancia religiosa, etc. Si esos ministros de las iglesias son creyentes, no han podido ser sinceros. Aquello de «tener la fiesta en paz» no es principio religioso, porque, desde luego, no es principio. La razón es tolerante; pero la intransigencia es la esencia misma de la fe. No nos atrevemos á confesar que nuestra tolerancia es un pseudónimo de nuestra indiferencia. Para la[301] Iglesia, el modus vivendi es un síntoma claro de no poder vivir; y este nuevo consorcio universal ha sido precedido por el divorcio secreto de cada secta con su creencia particular y su dogma sagrado.—Más lógicos en el absurdo encontraba á los «liberales» ingenuos que, en el vecino «Hall de Washington», escalera de por medio, atacaban la libertad de ser budhista ó luterano; ó aquellos inefables «evolucionistas» de afición que, después de hacer mesa limpia de toda divinidad, evolucionaban proclamando á Darwin dios y á Spencer profeta,—del propio modo que en el drama de Shakespeare, la plebe romana quiere que Bruto sea su segundo César por haber matado al primero.

Así, se agitaban sectas y corporaciones, con el rumor y la eficacia de un enjambre de moscas encerradas en una botella; en tanto que más allá, en su Babel de diecinueve pisos, los convencidos francmasones, estos orfeonistas del libre pensamiento, exhibían sus inocentes jeroglíficos, su bandas complicadas de cabalismo infantil, su blancos mandiles que parecen baberos, sus afiladas llanas de acero, ¡que sólo han revocado el aéreo castillo del Gr.·. Arq.·. del Un.·., y son más inofensivas que el sable de Prudhomme, más vírgenes que una espada de diplomático!—Por eso, cuando, entre dos sesiones del congreso pan-religioso (¡oh! sabiduría de las palabras!), salía á recorrer las barracas de Midway-Plaisance, respirando la fresca brisa del lago Michigan, parecíame por momentos que estas procesiones y contorsiones carnavalescas, eran en otra forma apenas más exótica y caricatural, la continuación de la pieza interrumpida en el Art Palace; y, así como no fuera aquélla más que el remedo farisáico y la explotación del sentimiento de lo divino, eternamente arraigado en el alma humana,—tampoco eran estas groseras exhibiciones más que[302] la parodia soez de la poesía oriental, el disfraz de la libre existencia de la tienda y del aduar en el desierto ilimitado, ó del pintoresco vagar de las tribus cazadoras á la sombra de sus selvas primitivas.

Pero un montón de ladrillos no es un edificio, y mil impresiones fragmentarias no equivalen á una síntesis. Cuesta muy poco,—fuera del meritorio esfuerzo físico—pasear por campos y poblaciones el aparato fotográfico que fija instantáneamente el aspecto superficial de las cosas. Comparad, por ejemplo, en la obra francesa más reciente y voluminosa publicada sobre los Estados Unidos, la parte ilustrada y descriptiva, casi siempre irreprochable, con la indigencia de las reflexiones y el candor de la crítica[26]. En todo grupo organizado hay dos ó tres fuerzas primordiales, ideas y sentimientos, de los cuales todos los accidentes externos no son más que la manifestación. Aunque fuera posible describirlo todo,—obras materiales, instituciones políticas y costumbres sociales,—los millares de impresiones instantáneas y vistas de detalle podrían multiplicarse indefinidamente sin equivaler á una explicación del conjunto.

Las descripciones son superficiales, mientras la explicación es interna. ¿Por qué? He ahí la fórmula concisa y formidable del enigma: la dificultad real comienza con el tránsito de la fotografía á la disección. He sido periodista, como todo el mundo; sé cómo se escribe al correr de la pluma y al espejear[303] de la impresión momentánea; no me hubiera costado transcribiros, en forma poco más ó menos correcta, los apuntes de que he citado algunos fragmentos. Con menos gracia en la forma é intrepidez en la afirmación, podía intentar lo que ha realizado el poeta Bouchor: describir, en «tres días» de permanencia, Chicago y su exposición, sin conocer á nadie, sin saber una sílaba de inglés—con el ridículo enorme de oir pronunciar en todas partes Tchicago, con pretendida afectación sajona, cuando es la única palabra (con «Michigan») cuya pronunciación local sea más suave que en francés. Pero ¿para qué venir de tan lejos con el fin de probar que un burlón suele, á las veces, tornarse más cómico que las cosas de que se burla; demostrando una vez más que el consonante nada tiene que ver con la idea, y que puede cantarse como un canario, pensando como un ruiseñor?

No pretendo realizar descubrimientos, ni tengo por seguro que el meditar mis palabras me libre del error. Pero el contraste que siento, entre la facilidad de redactar notas corrientes y la dificultad de formular una conclusión, me revela á las claras la diferencia de una y otra empresa. Por el esfuerzo que un resumen general me cuesta ahora, después de cuatro meses de observaciones, me doy cuenta de que la relativamente larga preparación, lejos de ser superflua, no ha sido aún suficiente. Percibo, además, por la lectura de mis propios apuntes, que no sólo el espectáculo cambiaba, sino también el espectador. Insensiblemente, el observador ha ido mezclándose más y más con los actores, hasta moverse con éstos en el escenario y asimilarse por días su manera de vivir. Después de dos meses, consignaba sin exclamaciones de sorpresa los programas más extraordinarios é imprevistos. Me había incorporado al desfile popular, en lugar de estudiarlo desde mi ventana de Michigan[304] Avenue. Había vivido plenamente en la atmósfera local, observando el panorama en compañía de los nativos, y comprobando la distancia de las idiosincrasias por la diferencia de la reacción. Que sea execrable una pieza de teatro, no es materia de mucha consecuencia; el dato de que un público entero la aplauda con frenesí y se conmueva en los episodios más grotescos, es ya un indicio atendible; pero lo profunda y realmente significativo, es que nuestro compañero—americano inteligente y de buena fe—defienda con entusiasmo y buenas razones la bárbara exhibición ...

Para cualquier viajero, una sociedad nueva es un río que corre entre campiñas ignoradas. Ahora bien, ese río no está únicamente caracterizado por su masa de agua, sino también por las riberas que la contienen. ¿Qué vale más, entonces, para conocerlo cabalmente: ser una piedra inmóvil que divide la corriente, ó bien una astilla suelta, «una caña pensante» que flota sobre las ondas, sigue su curso sinuoso y mira devanarse á uno y otro lado las cambiantes orillas?


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XIV

CHICAGO

II

LA CIVILIZACIÓN DEL OESTE

La primera impresión que Chicago produce, es la de una armonía perfecta entre la ciudad y su exposición;—refiérome, por supuesto, á la faz americana, la única importante y significativa. La criatura ha sido hecha á imagen y semejanza del creador; y por eso, siguiendo la bíblica reminiscencia, el pueblo entero de los Estados Unidos «la ha encontrado buena».

Desde el período preliminar de conflictos gubernativos, sobre la designación del sitio mejor para la feria, Chicago parecía señalado «por decreto nominativo de la Providencia». El delegado Bryan batía en brecha, ante el comité del Senado, las pretensiones rivales de Nueva York, Washington ó Saint-Louis, con el desembarazo irónico del sujeto que asiste á una extracción de lotería, teniendo el número premiado en su bolsillo.[306] El «Demóstenes del Illinois» (sic) prodigaba al Esquines yankee, el honorable Depew, las rechiflas y sarcasmos, las arrobas de salmuera ática, inmolándole finalmente en el packing-house del patriotismo. En su arenga ultrapintoresca, podía ahorrarse las buenas razones, porque tenía los votos, es decir, la suprema razón.—Chicago es actualmente la ciudad más «representativa» de los Estados Unidos. Nueva York, Filadelfia, Boston y otras grandes agrupaciones del este ó del sur, superiores por muchos sentidos, que llamaré «europeos», á la «Reina de las Praderas», pertenecen en cierto modo al pasado; por otra parte, San Francisco y quizá Omaha, la toldería india del Missouri que tiene ya 150.000 habitantes, no puede aspirar sino á la preponderancia del porvenir. Chicago es el presente, el «todopoderoso presente», como dice el Tasso de Goethe. Es el emporio del Oeste, de la región inmensa adonde convergen ahora los esfuerzos del coloso advenedizo y audaz. Dada tan rápida evolución, la relativa antigüedad de la Nueva Inglaterra constituye una especie de nobleza que, para los inmigrantes del Michigan, revela un síntoma de vejez.—Sin duda, el árbol apenas secular sigue creciendo de su base á su copa; pero en la parte inferior, la más compacta y sólida, el lento desarrollo es menos sensible: allá arriba, junto á las frondosas ramas recientes, cargadas de follajes y nidos, es donde estalla el asombroso tumulto de la vida juvenil,—y no parece que el tronco cercano al suelo tuviera más función que soportar la cima exuberante y transmitirle la savia destilada por la raíz. Tan evidente está ello, que un botánico de la flora social hallaría en lo excesivo y anormal del desarrollo el anuncio casi certero de la próxima caducidad; porque es el tiempo un factor de velocidad uniforme que con idéntico paso mide el comienzo, el medio y el término de la[307] vida en un mismo organismo, y no hay infancia breve que corresponda á una larga madurez. Ese filósofo se sonreiría, sobre todo, ante los «cálculos alegres» de los estadísticos locales, poseídos del delirio de las gorduras, y que descuentan el porvenir aplicando candorosamente al desenvolvimiento indefinido de su pueblo, las leyes excepcionales que han favorecido su primera edad.

Pero el Oeste no se preocupa de botánica, ni de ciencia alguna que no encuentre su aplicación inmediata en el business. Vive, trabaja y crece al día: muy poco le interesan las consecuencias de plazo largo. Acomete cualquier empresa con la doble palanca de la ignorancia y de la fe; y como la palanca está manejada por un brazo formidable, el éxito es casi seguro, á despecho de todas las previsiones. Despilfarra sus fuerzas con la insolencia y la inconsciencia de la juventud. Se burla de las elegancias y pretensiones europeas de Nueva York y de la pedantería de Boston, con esas risas de clown que encubren mal la envidia secreta. Pretende seriamente arrebatar á Washington su puesto de capital, sin sospechar que puedan significar algo las tradiciones nacionales y los recuerdos históricos.

Las cualidades más salientes y los defectos más abruptos del pueblo americano se acentúan en el Oeste como al través de un lente convexo. Lo que es el Este respecto de Europa, Chicago lo es respecto de Nueva York. Por eso tenía que ser elegida para teatro de la colosal exhibición. Á pesar de todo, no vuelve de su sorpresa la advenediza metrópoli. La «Feria universal» queda el punto culminante de su breve historia. Á ningún reporter exaltado le ocurriría, antes y después de una fiesta análoga, designar á Londres, París, ni siquiera Amberes ó Filadelfia, con el invariable apellido de[308] «Ciudad de la exposición»: ello se asemeja demasiado al método de los campesinos, que computan sus fastos con referencia á una comilona ó al estreno de su levita. Hace tres años que, para sus periodistas y oradores, Chicago no es sino la World’s Fair City; tengo sobre mi mesa dos gruesos volúmenes con este título. La etiqueta ha quedado adherida á sus ahumadas paredes. De ahí la doble importancia sociológica, así de la agrupación estable como de su apéndice accidental. La ciudad explica la Exposición y está completada por ésta, constituyendo el conjunto un retrato tan fiel y un resumen esquemático tan exacto de los Estados Unidos actuales, que de antemano ellos compendian, si no suplen, el examen directo del resto del país.

Las dos primeras veces que visité el Anthropological Building, quiso la casualidad que me acompañara, ya un americano del norte, ya otro del sur. Dicho se está que en ambos casos el chorro de alabanzas fué tan continuo cuanto universal; con todo, las manifestaciones del primero fueron bastante más moderadas y discretas que las del segundo: ante el lujo de enormidad que caracteriza esta Feria, el entusiasmo del South American no conocía límites. Pero el rasgo que más llamó mi atención fué que uno y otro, apenas entrados, atrancando por sobre las interesantes colecciones etnográficas del salón principal, me condujesen derechamente á la exhibición zoológica del piso alto, y allí, por entre todos los bichos y sabandijas de esa arca de Noé, me plantaran estupefacto delante del mamut restaurado y empellejado por un profesor de Harvard. Justificando y compartiendo el entusiasmo de mis ciceroni, un compacto círculo de curiosos depositaba sus homenajes á los cuatro pies del Elephas primigenius, voluminoso representante[309] de una raza proscripta. Hay que decir, por otra parte, que el digno fósil llevaba con modestia su gloria póstuma.—¡Pobre compadre viejo! Parecía más envarado que nunca en su confección de lance, espolio probable de algún moderno paquidermo en disponibilidad. Todo en él revelaba un esbozo informe de la naturaleza en sus primitivos tanteos. Figuraos la exageración caricatural del elefante contemporáneo, que ya provoca la risa con ese no sé qué de grotescamente infantil, incorporado á su desmedida estatura. En el mamut, el vacilante bosquejo orgánico se presenta desproporcionado hasta la parodia. Su esqueleto remeda el andamio de la forma animal; un tupido vellón negro forma copete sobre su cuero espeso, y una larga melena suplementaria acolcha todavía su viga vertebral; los interminables colmillos se retuercen en volutas de cuatro metros, incómodos é inofensivos; los ojillos porcinos parecen estrechados aún por el peso de la trompa elástica, que se cree ver oscilar á manera de monstruosa sanguijuela; la torpeza desmañada y como tímida de la grupa en declive remata humildemente en un rabo vergonzante; y la masa entera, encogida y recortada en demasía, debía de hamacarse pesadamente sobre sus dos pares de pilares desiguales y macizos, que parecen llevar pantalones de picote, y traen el recuerdo de esos borricos de mojiganga hechos con dos hombres acoplados. Este formidable catafalco tenía cuatro muelas tamañas como un adoquín, que le servían para triturar hojas y yerbas. Más indefenso que un conejo, en razón misma de su enormidad, tenía que sucumbir, desecho gigantesco, en el combate vital de las especies. Murió de resfriado, como un simple uistití, no obstante su sobretodo de pieles, quedando atascado en los pantanos del período glacial.

Sobre no ser raro,—pues las capas de sus huesos fósiles se[310] explotan industrialmente por todo el Norte,—ese coloso bonachón no debiera inspirar gran interés: es un simple elefante negro. El secreto de su popularidad reside en sus proporciones descomunales. «Mammoth» es el símbolo yankee de la magnificencia, de la grandeza, de la belleza natural y artística. De ahí su éxito incomparable ante las caravanas de los mineros del Colorado, rancheros del Nebraska, manufactureros del Este, agricultores del Centro y del Sur, que vienen á palpar la realidad de lo que sólo conocían por figura retórica: es el propio sustantivo, en lugar del adjetivo vago que encuentran día á día en sus gacetas, plantado como un penacho luminoso, al fin de cualquiera descripción delirante de su incomparable país. Montaña ó concierto, caverna ó discurso, edificio ó manifestacion: con decir que es mammoth, está definida la especie y colmado el bushel de la admiración. Mammoth es el Niágara, lo mismo que el Capitolio de Washington; mammoth, el Auditorium y la pieza que en él se representa; mammoth, el matadero de Armour y el mismo Mr. Armour. Fuerza ó riqueza, éxito ó bancarrota, estadística de cerdos beneficiados ó de libros impresos, dimensiones de una obra de arte ó de un discurso: todo se mide con ese mismo tablón de roble; y Bartholdy, el escultor mammoth, es el único artista que los Estados Unidos nos envidien.—Ahora bien: Chicago es por excelencia y definición la verdadera y genuína ciudad mammoth.

No tomaréis, lo espero, esa comparación por una broma prolongada, un chiste de estilo cuaternario. Tan importante y seria me parece la noción, envuelta en la imagen por el mismo pueblo suministrada, que la juzgo suficiente para explicar el carácter genérico de esta civilización, no más excesiva y gigantesca que incompleta y provisional. Esta noción primordial,[311] cimiento y substratum del edificio colectivo, así como de los particulares, de las obras materiales y de las instituciones, lo propio que de las costumbres y de los gustos dominantes, se reduce en el fondo á considerar esta civilización como primitiva.

La calificación tiene aspecto de monstruosa paradoja, tratándose de un país cuyas instituciones políticas y adelantos materiales le colocan, para la inmensa mayoría, á la «vanguardia del progreso»,—para emplear la fórmula sacramental. La evolución de los Estados Unidos se está cumpliendo en condiciones tan anómalas, tan diferentes de las que podemos estudiar por la historia; el monstruoso experimento que, con acopio de los materiales é instrumentos extraídos de su propio seno, ha realizado Europa en esta América, produce resultados tan repentinos y grandiosos, que la misma creadora retrocede estupefacta ante su criatura y no está muy distante de desconocerla, exclamando: ¡prolem sine matre creatam!

Sería excesivo pretender que todo ello sea mera apariencia. Hay algo más que una apariencia en la ley de acomodación al medio y á las condiciones de vida, según la cual se desarrollan ciertos órganos antes atrofiados, y se atrofian otros antes primordiales, para producir las variedades y acaso las especies zoológicas. Pero, en los límites actuales de la observación, no hay circunstancias ambientes ni selección natural ó artificial que haya cambiado un ave en un mamífero; ni se dice tampoco que cualquier acumulación de fuerzas é influencias propicias pueda suprimir las leyes de esa biología histórica, que llamamos ahora sociología: anteponiendo en un siglo—¡en un día!—una colonia á su metrópoli, haciendo dar brincos á la naturaleza uniforme y eterna (natura non facit saltum), y suceder, casi sin transición, la plena madurez de un[312] organismo político á su reciente sección umbilical de la madre patria.

La ilusión de que hemos sido víctimas ha sido sustentada por dos grupos de impresiones distintas. Por una parte, el espectáculo grandioso de un crecimiento sin ejemplo nos hacía olvidar que era también sin precedente la acumulación de tantos elementos de actividad en campo ilimitado y propicio: de suerte que, casi indiferentes ante los factores, reservábamos para el producto inevitable nuestra exclusiva admiración. Por otra parte, el positivismo moderno que, á impulso de la marea democrática, preocúpase más y más del aspecto exterior y material de la civilización y de los terribles problemas sociales que la plétora de población hace surgir, tenía que sufrir la fascinación de este mundo joven, naturalmente más robusto y feliz que el antiguo. Esa ilusión ha dominado el cuadro, así de las observaciones más superficiales como de las investigaciones más concienzudas. Las primeras se detenían en las exterioridades; las segundas se absorbían en los accidentes fragmentarios: unas y otras confundían los órganos accesorios con la esencia, la médula espinal de la civilización. Por eso ha venido repitiéndose casi sin discordancia que los Estados Unidos tenían ya resueltos los problemas políticos y sociales de la humanidad, cuando en realidad están sólo en vísperas de verlos planteados.

Órganos accesorios y meros instrumentos, verdaderos valores fungibles de la civilización, son todas esas aplicaciones industriales que los pueblos modernos se prestan y devuelven en incesante intercambio, gracias á lo instantáneo de la propagación universal. Las naciones contemporáneas son vasos comunicantes: todo lo que es masa líquida y corriente, capaz de[313] transmitirse sin evaporarse, ó desprovisto de forma rígida y sello original, se difunde íntegro por el vasto sistema donde se establece un nivel común; y la cuenca más dilatada acopia el caudal mayor. Pero el cristal sublime de la belleza queda adherido á su fondo; el espíritu divino del genio queda flotante sobre las aguas y no se deja canalizar. Los mismos ferrocarriles y telégrafos surcan la Europa, el Asia y la América, pero la creación artística permanece incrustada donde ha nacido, y en su propio manantial circunscrito es donde hay que beber la inspiración.

«Toda nuestra dignidad está en el pensamiento». La palabra de Pascal es una verdad eterna, después como antes de los inventos de Edison, que es americano, ó de Graham Bell, que era escocés. Y, seguramente, el discurridor sagaz de la carretilla y de la máquina de calcular[27] estaba en situación conveniente para hablar con cierto desdén de cuanto no fuera—en el orden intelectual—arte, ciencia pura ó filosofía.—Ello significa, en términos más breves y más latos, que la civilización es ante todo un estado mental y una superioridad moral. Puede el vulgo detenerse ante las manifestaciones materiales y secundarias; para un hombre que piensa, esta es la cuestión: ¿en qué reside irreductiblemente la diferencia existente entre un mandarín chino y un europeo cultivado? No es en la habilidad manual, ni en el acopio de nociones prácticas, ni en el aparato casi equivalente de la vida material, sino en lo que uno y otro piensan y sienten. La escala ascendente de la barbarie á la civilización está formada por estos pies derechos paralelos: la inteligencia colectiva,—ramificada en la ciencia[314] progresiva, en el arte impulsivo y original, en la concepción cada día más vasta de las leyes del mundo; y la moralidad,—caracterizada por el predominio creciente del altruísmo sobre el egoísmo animal, que va dilatándose de la familia á la patria y á la humanidad, y se levanta desde el bajo nivel de la conveniencia propia, hasta la región del deber absoluto y la esfera, para el vulgo inaccesible, del heroísmo desinteresado y de la abnegación. Por el peldaño que ocupan los pueblos en esa escala de Jacob, y no por el peso y número de sus herramientas, es como deben clasificarse; del propio modo que, en la escala zoológica, la fuerza y la agilidad, la agudeza de los sentidos y la aptitud perfectible de una especie cazadora, pasan antes que la habilidad maquinal é invariable de un castor.

El rango que ocupan estas agrupaciones noveles en punto á moralidad; lo que han venido á ser entre sus manos advenedizas el matrimonio, la familia, la patria, la religión, el concepto del deber y de la solidaridad humana,—y en una esfera más humilde, la buena fe comercial, la confianza práctica, el respeto de la verdad más externa y, por decirlo así, tangible, tendré ocasión de manifestarlo en páginas subsiguientes. Me basta por ahora comprobar que en la marcha intelectual de la civilización, el contrapeso más y más acentuado del Oeste ha coincidido con un descenso proporcionado al incremento material. Hace cincuenta años—antes que Cincinnati ó Chicago existieran como rivales posibles de Boston ó Filadelfia—la tímida incorporación, la iniciación de los Estados Unidos en el movimiento intelectual europeo era una esperanza y una promesa. Tenían oradores que reflejaban el brillo incomparable de la tribuna inglesa; historiadores que trataban asuntos de interés universal, empleando los métodos y el estilo de Macaulay y Thierry; novelistas que alcanzaban[315] la nota personal, siquiera fuese afectada y mórbida; un filósofo que perseguía la originalidad en la imitación y llegaba á ser la luna de Carlyle; poetas de la escuela lakista ó germánica, un tanto exangües y rezagados ... Pero, al cabo, Webster, Calhoun, Prescott, Poe, Emerson, Longfellow eran nombres de notoriedad europea. ¿Cuántos se registran hoy en el libro de oro del pensamiento?

En la ciencia pura acopian, glosan, observan hechos menudos, ó parafrasean las teorías de afuera; en la ciencia aplicada tienen cinco ó seis grandes invenciones utilitarias y un hallazgo genial—el fonógrafo. Admitamos que sobresalgan en los descubrimientos de inmediato resultado industrial, en los que obtienen la sanción del Patent Office. En las artes bellas, son imitadores dóciles, meritorios algunos, desgraciados los más, todos subalternos. La democracia igualadora en el orden intelectual produce la uniforme mediocridad. Sus diarios son innumerables, idénticos por la impresión, el estilo, el fondo, la información y la vulgaridad. En sus palacios educativos, tienen los mejores muebles é instrumentos, los programas más completos, los procedimientos más racionales; á ellos concurren las generaciones escolares sin distinción de origen, sexo ni color: todos ellos saben leer, escribir y contar—como en la China—sin las distinciones de casta de las petrificaciones asiáticas. El resultado es la imposibilidad de producir un hombre de genio durante su medio siglo de pleno desarrollo; de suerte que los inmensos Estados Unidos pesan mucho menos en la balanza del pensamiento puro y activo, generador de la civilización, que la diminuta Bélgica. Es que la civilización, lo repito, marcha á impulso de un grupo selecto que domina la muchedumbre, elaborándole de tiempo en tiempo nueva substancia pensante y emotiva: una aristocracia[316] intelectual. Una democracia práctica y absoluta, como ésta, significa exactamente lo contrario; su nombre lo dice: es la tiranía de la muchedumbre, ó mejor dicho, es ahora el predominio creciente de este grosero Oeste que representa su «izquierda radical».

No olvido por un momento que estoy observando la porción más adventicia de un pueblo joven, recién entrado en el escenario histórico. Con todas mis reservas para el presente, no he modificado aún mi fe en su porvenir: creo que un principio fecundo está fermentando en sus entrañas y que del caos nacerá la organización. Pero la hora actual, decididamente, no le pertenece. Para los que saben juzgar después de ver, el gigantesco bazar de la Exposición ha demostrado que su momento no ha llegado aún. Volviendo, para corroborarla, á la fórmula empleada en páginas anteriores: de los dos aspectos del mundo—voluntad y representación—me parece que el pueblo yankee no refleja sino el primero con potencia y eficacia, como lo pensé y dije al salvar su frontera; y esto, por otra parte, es más que suficiente para interesar al observador. Ahora bien: pueblo joven, nuevo, robusto, ingenuo—es lo que quiero significar al llamarle «primitivo».

¡Oh! ¡se entiende que no lo asimilo al Pelasgo ni al Aymará! Ninguna formación sociológica moderna puede aislarse de la influencia general; está bien evidente que el transplante de una rama europea en un continente nuevo, pero abierto á la comunicación, no puede producir más que una variedad del tipo originario. La «primitividad» de los Estados Unidos es singularmente compleja. Tenemos, desde luego, al elemento central de la colonia inglesa, cuya contextura sólida soportó sin disgregarse la incorporación de las capas cosmopolitas, hasta muy entrado el presente siglo. Éstas mismas, aún antes[317] de la segunda generación, sufrían al incorporarse una modificación profunda, la cual, bajo la acción persistente del medio y de los hábitos comunes, tendía á uniformarlas. Ahora bien, la uniformación de componentes tan diversos por la raza, la lengua y la clase social significaba una transformación, más ó menos completa según fuera su procedencia ... Se está viendo nacer la variedad social, casi étnica. Puede decirse, no obstante, que, hasta mediados del siglo presente, la preponderancia del tipo colonial se había mantenido. La civilización del Este quedaba dominante, y lograba asimilarse sin mucho esfuerzo la masa inmigratoria. Políticamente emancipada, la antigua colonia aceptaba todavía la situación de tributaria de la Europa industrial y sobre todo intelectual. Todo ha cambiado en los últimos treinta años. El núcleo colonial ha sido atacado por los elementos adventicios: ya no está envuelto, sino disuelto en la masa común.

No ha llegado aún á mi noticia que los historiadores nacionales ó los observadores europeos hayan caracterizado debidamente la evolución democrática que arranca de la guerra de Secesión; la eliminación de la esclavitud y del espíritu separatista no son más que accidentes accesorios de este hecho primordial: el advenimiento del Oeste, caracterizado por su «americanismo» más y más excluyente, su tendencia más que nunca igualitaria y material, el creciente antagonismo de sus ideas con la influencia europea, antes preponderante en la Nueva Inglaterra. Considero que dicha revolución es tan importante como la de 1776; pero, por haberle faltado el aparato teatral de la declaración de Independencia, ha pasado casi desapercibida. En realidad, con la toma de Richmond concluye el ciclo que se inició con la rendición de Yorktown, y del año de 1865 data una hégira nueva. Han bastado treinta[318] años para desplazar veinte grados al oeste el eje longitudinal de la Unión. Según la agrupación oficial del último censo, pertenecen á la división central, no sólo el Illinois, sino el Kansas y el Nebraska—el antiguo Far West; y la región occidental se extiende desde los montes Rocallosos hasta el Pacífico.

El desplazamiento geográfico es el síntoma de otra modificación más profunda. La explotación de los inmensos territorios casi vírgenes, por las minas, la agricultura, la ganadería y las industrias conexas; la creación de grandes ciudades en el desierto y su poblamiento por emigrantes del Este y de Europa, que necesitaban volver á las condiciones de la vida casi primitiva, á la existencia de aventura y campamento; la necesidad y la posibilidad de encontrarlo todo en este suelo privilegiado, y, con la conciencia de poseer todos los elementos de la civilización genuínamente americana, la creencia, hecha de vanidad é ignorancia, de que ellos bastaban para consumar la absoluta emancipación: todos esos factores materiales y morales se han congregado para cumplir la transformación social de que la reciente exposición en Chicago—el triunfo del Oeste sobre el Este—ha sido la manifestación más aguda. Que haya su buena parte de ilusión en este movimiento, es cosa demasiado evidente para que necesite demostrarse. Ni la emancipación comercial é intelectual de la Europa es tan completa como se dice en el Oeste, ni han perdido aún Nueva York, Boston y Filadelfia su antigua y especial hegemonía. Pero éstas se la verán disputada día á día con mayor encarnizamiento, y no podrán, como ya no han podido, conservarla en adelante, sino cediendo al rudo espíritu nivelador que ya impera en todo el país: vulgarizándose, es como se domina al vulgo.

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Aún más que la creación de nuevos factores concurrentes, es prueba de ser necesaria una evolución social el hecho de transformar á los existentes, acomodándolos al propio fin. Así han cooperado al imperio del mismo espíritu materialista y radical, fuerzas disidentes y al parecer antagónicas. El aplastamiento del Sur aristocrático, y la accesión del rebaño negro á la ciudadanía; las enormes y rápidas fortunas levantadas con los ferrocarriles, las minas, las industrias varias, todas las formas de la especulación agrícola y fabril, en contraposición con la riqueza territorial de las familias coloniales; la conmoción prolongada de la guerra civil que, al desarraigar temporalmente á millones de trabajadores, les infundió el gusto de la aventura y los preparó para la ruda existencia de empresa y campamento que el Oeste les brindaba; el desarrollo creciente de la producción material y la adaptación combinada y cada vez más íntima de los gustos nacionales á la fabricación doméstica:—todos estos hechos, sin duda, son contingentes directos del americanismo. Parecía, sin embargo, que el engrosamiento anual de la avenida inmigratoria pudiera hacer equilibrio á dicho americanismo, manteniendo íntegra la influencia europea. Sucedió lo contrario. Las muchedumbres arrojadas del viejo continente por las guerras, las anexiones y el pauperismo, emprendían el éxodo del destierro sin ánimo de volver más; daban para siempre la espalda á la tierra madrastra. Proscriptos de la miseria, encontraban una patria en el Canaán del bienestar inmediato y de la fortuna posible; sus brazos enérgicos y sus oficios manuales eran armas que ponían al servicio del exclusivismo americano; y la pronta naturalización aceleraba los efectos del medio transformador. Entre las grandes ciudades americanas, la menos europea por el espíritu, los gustos y la índole, es precisamente Chicago,[320] donde la población europea representa una enorme mayoría. Por fin, el mismo proteccionismo manufacturero del Este se combinaba con el materialismo del Oeste para contrarrestar la preponderancia secular. En tanto que aumentaban la población y la producción local, la importación europea disminuía. Ahora bien: el espíritu civilizador no se transporta en estado puro; necesita el vehículo y la amalgama del producto tangible; y la merma de la mercancía material anuncia la de la influencia moral.

Todos esos elementos heterogéneos, desde el más noble hasta el más vil, desde el residuo del espíritu puritano y colonial hasta el socialismo cosmopolita, se han derretido y combinado en el inmenso crisol efervescente de los Estados Unidos actuales. Sin duda que el resultado de la amalgama dista mucho de ser perfecto; pero es suficientemente homogéneo en su parte central para que se pueda predecir su naturaleza futura. Esta parte central es Chicago.

Entre todas las inducciones é hipótesis asentadas por Herbert Spencer, creo que sea la más sólida su identificación del progreso en cualquier organismo colectivo, con la diferenciación creciente de sus partes constituyentes. Ahora bien: parece muy evidente que, en lo fundamental—las ideas, los gustos, las aptitudes y las funciones sociales—la novísima evolución de los Estados Unidos se caracteriza por una marcha continua hacia la homogeneidad. Su progreso material, entonces, equivaldría á un regreso moral; y ello sería la confirmación de que la absoluta democracia nos lleva fatalmente á la universal mediocridad. Deseo que mis estudios ulteriores me conduzcan á una conclusión menos desesperante. Nos hallamos, quizá, en la primera etapa del éxodo futuro. Sólo alcanzamos[321] un momento del ciclo humano, y nos toca ser prudentes en la apreciación del porvenir. Acaso, volviendo á la imagen anterior, la mezcla y fundición de los elementos heterogéneos no sea, como en el tratamiento metalúrgico, más que una aleación pasajera y un encaminamiento necesario á la separación futura ...

En todo caso, cumple estudiar el momento presente; y no es posible desconocer la evidencia. En la fusión de los ingredientes, de valor y calidad tan diversos, el resultado de la combinación tiene que ser un promedio: la masa resultante es inferior al componente más noble, y superior al más vil. La muchedumbre democrática de los Estados Unidos ocupa, sin duda, un nivel más elevado que el del paisano ó proletario europeo; pero, siendo así que este mismo pueblo corresponde socialmente, con pocas excepciones, á nuestra clase media dirigente, no es discutible su inferioridad respecto á aquélla, y queda evidenciada la conclusión. La felicidad material del mayor número se ha comprado con el descenso de la minoría, del grupo que lleva la enseña de la civilización; se han arrasado las cumbres para terraplenar los valles y obtener esta vasta llanura ilimitada.

¿Qué es lo que vale más, en definitiva? Lo ignoro aún, y estoy aquí para estudiarlo. Entre tanto, lo que se trata de dejar fuera de cuestión, para despejar la vía, es el carácter incompleto y provisional, primitivo, en medio de su enormidad grandiosa, de la civilizacion actual, que ha querido ella misma exhibirse y compendiarse en una exposición levantada á orillas de su ciudad más representativa. El hecho en sí mismo es tan interesante, que resume, si no reemplaza, años enteros de estudios y observaciones. Se ostentan al descubierto, lo repito, en este emporio comercial del Oeste, los caracteres inequívocos[322] de todas las civilizaciones primitivas:—el amor á la enormidad, á la masa, al número; la confusión ingenua de la cantidad con la calidad y de la grandeza con la belleza; un sentimiento de la propia importancia, candorosamente combinado con la docilidad más sumisa y torpe en la imitación—y, por en medio de todo ello, una sorda sensación de fuerza elemental y de savia juvenil que revienta provisionalmente en ciclópea fantasía—pero que, á pesar de todo, infunde no sé qué extraña simpatía mezclada de admiración y terror ...

Probemos, pues, á desenredar la impresión resultante de mil impresiones sucesivas y fragmentarias, que la vista y el contacto de Chicago y de su exposición—de la madre y de la hija—dejan en la memoria, en el espíritu, en el corazón ...


[323]

XV

CHICAGO

III

LA CIUDAD Y LA EXPOSICIÓN

El hombre de bien que se meta por estos Estados Unidos tiene que precaverse contra los juicios anticipados. Si en Méjico ó San Francisco, verbigracia, le ha tocado soportar el chorro entusiasta de un inocente turista que se volvió «petaca» de un viaje anterior; y si luego agrega á ello la absorción de algunas guías y pinturas de Chicago, en ese estilo de dentista emérito, que aquí reina: es muy difícil que no se deje «sugestionar»—para emplear una palabra que felizmente empieza á pasar de moda. Señalo el peligro porque lo he corrido; non ignarus mali ... que dijo el otro. Lo que lógicamente infería yo de los elogios de Bertoldo y los reclamos de Barnum, era que iba á encontrarme en la World’s Fair City con un mamarracho monumental; tal es en mí la forma ordinaria de la sugestión.

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Pero las cosas de este mundo no se gobiernan por la lógica pura. El simple snob no expresa únicamente su opinión personal. ¡¿Qué felicidad mayor, para un filósofo, que ver desplegarse una necedad de buena ley, maciza y esterlina, en su marco natural, es decir, en los labios de un necio? Ahora bien: estas satisfacciones son raras. Casi siempre el sufragante universal combina lo que realmente siente con lo que ha oído tocar por el organillo de la esquina. Aplaude en la ópera, y con las mismas manos, á Ruy Blas y Lohengrin; á raíz de deleitarse con Ohnet, concede que Maupassant «también tiene cosas bonitas»; decide por sí y ante sí que Lombroso es un gran pensador, sin negar á Darwin las consideraciones de su particular estima ... Y si lo primero es alegre, lo segundo es triste; pues debiera ser el destino infalible del hombre superior el ser llamado tonto por Bertoldo ...

No he encontrado, pues, la «ciudad ventosa» tan displicente como las descripciones de marras me lo hicieran temer. Tiene su belleza especial. Más aún: acompaño á los chicagoenses en su convicción de que Chicago es la ciudad más bella de los Estados Unidos;—sólo disentimos, según creo, en el punto de aplicación de nuestro común entusiasmo ... La misma vida material es muy soportable. Si eran sofocantes algunos días de verano, las noches solían ponerse deliciosas, con la brisa fresca del Michigán. Algunas veces el carbón ambiente contrariaba las mucosas y dañaba un tanto á la estética, pero un vago perfil de foguista no deshonra á nadie; y he oído decir—en Chicago—que una atmósfera compuesta por partes iguales de humo espeso y polvo sutil, es excelente para el pulmón: ¡no consumptive!—Tenía mi buen cuarto, con bay-window, naturalmente, sobre Michigan Avenue;[325] y cuando me sentía el alma un poco «despeada», bastábame contemplar el desfile de los carruajes y biciclos para reirme solo. Me libraba del mal servicio de los hoteles, con no tener ninguno. Á la calle por cualquiera provisión ó utensilio: es decir, á la próxima botica, donde encontraréis, como en una pulpería de la pampa, cuanto podáis necesitar: ropa, bebidas, guantes, diarios, estampillas, cigarros, velas, etc. El mismo alquimista diplomado (cost $160) no tiene á menos serviros un ice-cream. Pululan las oficinas de mensajeros; pero el mandadero me quedaba casi siempre más lejos que el mandado. Además, hay mensajes delicados: si v. g. vuestro frac reclama un planchazo, lo más prudente es envolverlo en un diario y cargar con el bulto por esas veredas. Recomiendo la receta á mis amigos del Círculo de Armas: para el efecto, ningún Herald ni Tribune pueden medirse con nuestra «sábana gris»[28]. En cuanto á otras reparaciones de carácter más personal, sin incurrir en inmodestia creo que nunca tuve botones mejor cosidos; por ahí anda todavía mi dedal ...

También se ha exagerado mucho lo defectuoso del servicio culinario. Cierto es que, en el mejor restaurant, os quedáis unos cuarenta minutos delante del mantel limpio—he escrito allí casi todos mis apuntes;—pero todo se explica cuando el negro arremete con la bandeja de abundancia y os sirve todo de una vez. ¿De qué os quejáis? Lo tenéis todo por delante en fuentecitas japonesas, desde el caldo y la mazamorra de avena (oat-meal) hasta el asado y la fruta; podéis picar[326] en contorno como en un ejercicio de «copófono»; se establece un equilibrio de temperatura entre los platos diversos, de suerte que, al postre, si el café está un poco frío, en cambio el helado resulta casi caliente. ¡Hay que ser justo!—La prueba, por otra parte, de que no atribuía yo mismo tanta importancia á estos detalles gastronómicos, es que, teniendo cerca el excelente restaurant Kinsley, muy superior á las caravaneras del Auditorium y Palmer House, solía almorzar en el Lexington de la esquina, cuando no en una barraca de «Midway Plaisance». Así asegurada la paz de «la bestia», provisto de buena salud y humor pasable, con algunas relaciones cordiales de chicagoenses que sólo me encontraban un poco «peculiar», he podido conocer bien el antro de Polifemo, y describirlo con equidad y simpatía puesto que no me he aburrido en él.

En su vasto conjunto material, Chicago puede ser considerado bajo dos faces distintas: la primera y la más evidente es la que perciben y admiran desde luego los snobs transeuntes; es también la que los naturales y los guías ensalzan con inexhaustible fervor. Esta faz vulgar carece en absoluto de carácter y originalidad, es el aspecto estereotípico de las ciudades americanas, cuyos edificios parecen fabricados por gruesas, á manera de juguetes de un Nuremberg ciclópeo. Nacida la última, desarrollada en veinte años con los derrames del Este y de Europa, sin tener á la vista otros modelos y ejemplos de gusto que sus hermanas mayores, es natural que la Chicago arquitectónica carezca por igual de elegancia y acentuación. Anchas calles paralelas y perpendiculares, bien edificadas y pavimentadas en los barrios centrales, plagadas de baches y cubiertas de casuchas en los excéntricos; acá y allá, elevadísimos buildings, sin la menor sospecha de la[327] armonía necesaria entre su altura y su base,—cuya arquitectura participa de la garita y del palomar; interminables avenidas idénticamente bordadas de residencias, cuyo tipo fundamental se repite hasta el enervamiento: la villa ó el cottage de ladrillo y madera, de dos pisos y buhardilla, con techo de pizarra ó listón, la galería externa, la saliente ventana con vidriera, el parche de césped hasta la enlosada vereda, y sus filas de robles ó álamos delgados que se prolongan hasta el confín del horizonte, delante de otras mil residencias análogas ... Es lo pintoresco de pacotilla, la ornamentación convencional y de confección, el ideal ne varietur que algunos arquitectos de lance han aderezado á gusto y satisfacción de esos settlers y mercaderes, cuya dudosa burguesía data desde el gran incendio. Multiplicad por dos ó por veinte, según el caso, el número de blocks incompletamente edificados, y tendréis, como ya dije, el patrón sempiterno de la misma agrupación norteamericana, nacida de ayer ó anteayer, en California ó el Colorado, con el mismísimo sello de elegancia adocenada y de confortable al por mayor. Al principio, el contraste de esta «novedad» urbana con los villorrios coloniales del Perú y Méjico, causa una agradable sorpresa. Pero cansa muy pronto lo flamante y ficticio de estas estalagmitas de fabricación humana, sin sólido cimiento ni larga tradición, en que las paredes han crecido más de prisa que las arboledas. Se comprueba muy luego que la monotonía de las casillas pintadas es más abrumadora que la de los escombros; y, más allá de estos efímeros hogares que no alcanzan á abrigar una generación, la fantasía enternecida evoca aquellas nuestras pobres aldeas seculares, hechas lentamente á la medida del grupo y de la familia sedentaria, donde á la sombra del campanario amigo el hombre no ha vivido solamente de pan, y cuyas cabañas[328] y calles retorcidas parecían adaptarse á la fisonomía del habitante, trasmitiéndose de padres á hijos, cada vez más resistentes, más venerables, más impregnadas de humanidad ...

Chicago disputa enérgicamente á Cincinatti y Pittsburg el calificativo de «ciudad ahumada» (Smoky City). Una capa de hollín cubre los edificios más recientes, y, reemplazando la noble pátina del tiempo, confunde bajo el mismo matiz sombrío todas las pinturas exteriores y los materiales de construcción. Su aspecto general es el de la vejez precoz, bien distinta de la pensativa antigüedad. En seis meses, la White City de la exposición había descendido del blanco deslumbrador al tono del granito obscuro, lo propio que el Correo y el Auditorium. Ello, por cierto, no contribuye á ennoblecer el carácter arquitectónico de la enorme ciudad, pero tampoco le quita mucho. Semejante á una mujer fea á quien sobrevienen viruelas, como llovido sobre mojado, Chicago tenía poco que perder.—Acaso el efecto más marcado de este color negruzco sea el achicamiento aparente de las construcciones más colosales. Sabido es que esa ilusión óptica se demuestra y explica científicamente. He asistido cien veces, en el tramway de Wabash Avenue, á la decepción de los forasteros delante del hotel mammoth: «¿Es eso el Auditorium?»—Esos cándidos visitantes lo habían admirado en las guías y en las fotografías.

Es bastante curioso comprobar la armonía preexistente entre esa arquitectura de poco más ó menos y su reproducción por la fotografía: la musa del cliché ha cobijado amorosamente ambos destinos; y todo lo que con ésta pierde la verdadera obra de arte, lo gana el mamarracho decorativo. Los yankees tienen que ser los primeros fotógrafos del mundo: desde luego han revelado en la Exposición bellezas monumentales que hacen ilusión, pues sólo existen en la placa sensible.[329] El hecho tiene su explicación estética; pero resultaría un poco larga, para ser completa. Sabido es que un retrato fotográfico bien tomado tiende á deslucir la hermosura y á mejorar la fealdad. La fotografía es la democracia en el arte. Pero, en el efecto á que he aludido, obran otras razones complementarias que deduciré cuando tenga tiempo. Sea como fuere, el espíritu del Oeste, esencialmente desbastador, ha procedido por instinto cual pudiera hacerlo por cálculo. En esa clientela trashumante de la Exposición, los conocedores no eran la minoría, sino la excepción: no están los que son artistas y no son los que están. ¡Adelante, entonces, con las fotografías y las descripciones grotesco-líricas! El boasting y el humbug son las dos columnas de la novísima civilización, y por eso es que Barnum formaba parte del Congreso americano.

Dije ya que el tamaño, el número, la cantidad, constituyen el canon y la base del criterio de todas las civilizaciones primitivas: no se llega sino después de un largo refinamiento á la sobria elegancia, á la gracia discreta, á la calidad. Todo es aquí excesivo, recargado, desproporcionado: el mamut lo simboliza exactamente, así en el conjunto como en los detalles; desde la extensión del país, que corresponde á un continente, hasta sus ríos, sus rasgos geográficos, sus producciones y sus empresas. Este pueblo estaba destinado á encontraren su suelo árboles de 400 pies, comparados con los cuales nuestros robles y cedros parecen arbustos. Ha ajustado á la realidad ambiente su informe ideal, y los sequoias gigantescos de Yosemite Valley parecen el modelo del colosal telescopio de Lick—the largest in the world—que se yergue en el condado vecino. Estamos como Gulliver en el reino de Brobdingnag. Toda apreciación comparativa se ajusta al tamaño y al costo material; lo demás es accesorio. Las descripciones se reducen generalmente[330] á dar las dimensiones de los edificios y la suma del dinero invertido.—Parece imposible que se cometa un error arquitectónico en el diseño de un obelisco: ahora bien, el vulgarísimo «Monumento de Washington», en la capital, está malogrado, y la pirámide terminal es demasiado aguda; pero con esta punta suplementaria se ha llegado á la altura de 555 pies y «cuatro pulgadas». Es el monumento más alto del mundo: era, mejor dicho; pero los yankees se consuelan, consignando que la absurda torre Eiffel no es sino de hierro (but is built of iron), y quedan siempre como dueños orgullosos de la más alta masa de albañilería levantada por el hombre (the loftiest structure of masonry ever reared by man). ¡Tal es la forma de su Excelsior!—Oyeron decir que todos los pueblos poseían parques nacionales, más ó menos extensos: entonces el Congreso decretó la formación del Yellowstone Park para «recreo del pueblo». El parque—que, por otra parte, tiene bellezas naturales incomparables—se halla á unas 2500 millas de la capital, en el rincón noroeste del Wyoming; tiene una extensión de 3575 millas cuadradas y se necesita una semana para recorrerlo rápidamente.—Y así con todo. No encontraréis en Chicago una plaza cuadrada con edificios alrededor; pero sí ochenta millas de bulevares que circundan la ciudad, con una anchura que, para el de Drexel, alcanza á 250 pies, y 2000 acres de parques cubiertos de céspedes, árboles, estanques y lagunas, flores é invernáculos. Lincoln Park es el «Bosque» de Chicago, y Lake Shore Drive su «Avenida de los Campos Eliseos». En este último bulevar, que orilla el Michigan, se suceden las mansiones lujosas, imitaciones de castillos feudales y villas italianas, descomunal batalla de órdenes y estilos cosmopolitas con más colgajos y adornos externos que una pagoda, y[331] más dorados interiores que un ídolo oriental.—La residencia de la bella é inteligente Mrs. Potter Palmer es, por fuera y por dentro, una cuasi reproducción del castillo de Miramar; cuéntase que ha sido rehecho dos veces, casi al techarse, para seguir la voluble fantasía del propietario, que se daba cuenta del plano cuando la fábrica estaba ya en pie. Lincoln Park tiene 250 acres y está en una situación admirable; á falta de imponentes arboledas, posee magníficos céspedes y macizos de flores, lagunas, fuentes pintorescas, estatuas y monumentos. La colección zoológica—el Zoo, como aquí dicen—atrae á los muchachos, el desfile por el Lake Shore atrae á las mujeres, las carreras y regatas atraen á los hombres—y la vista del Michigan, azul é infinito como un mar, no atrae á nadie. Los monumentos de Grant y Lincoln son tenidos aquí por obras magistrales; los encuentro vulgares y «fotográficos», inferiores al «grupo indio» de bronce, y sobre todo al Schiller vecino. Pero el primero costó 100.000 dollars y el segundo 50.000: por consiguiente figuran entre «las más bellas esculturas del universo».

Los otros parques del oeste y del sud, algunos más extensos que el de Lincoln, como el de Washington y el Jackson Park de la feria, tienen el mismo carácter de dilatación en el vacío, acrecentado por el gusto mezquino y pueril de la ornamentación: no se ven más que confecciones rústicas, emblemas, iniciales, odiosos dibujos vegetales, «monos» informes y caricaturales que deberían atraer la lapidación, como se dice que ciertas profanaciones atraen el rayo. Esos adefesios son objeto de un culto admirativo; en sendos librotes publicados para eterna memoria del gran advenimiento, se reproducen todos esos flower beds y floral designs—éstos, sobre todo, con especial esmero: hay hombres que reman, segadores[332] acostados, ginetes con sombrero cilíndrico y botas de pocero, todos ellos fabricados con terrones de césped y que recuerdan los vestigios del arte troglodita.

Ese carnaval arquitectónico despliega sus máscaras y disfraces por las calles y avenidas, por todos los intersticios de la madrépora colosal. Todos los estilos se chocan ó amalgaman sin plan aparente ó pretexto disculpable, sin discernimiento en el plagio ni conciencia en la parodia. Las columnas y capiteles de cualquier orden se superponen, lo propio en el macizo City Hall que en el hotel de Palmer House; los mismos arcos de granito y el mismo aspecto carcelario decoran el Art Institute y el almacén por mayor de Marshall Field (Known throughout the civilized world!). ¿Pensábais que esa masa de once pisos, recargada de molduras y salidizos, con base románica, cuerpo medieval y cumbre Renacimiento, fuese—además de un pesado despropósito—algún «hotel mammoth»? Pues bien: es un templo, el Temperance Temple; pero no lo confundáis con el Pullman building, que ostenta por ahí cerca idénticos encantos. La confusión, por otra parte, no sería muy grave: algunas iglesias neogriegas y pseudogóticas, desafectadas por razones diversas, se alquilan para depósitos, y no se sabe cuándo su estructura correspondió mejor á su destino. Hospitales ó colegios, estaciones ó residencias particulares, iglesias ú hoteles, bancos ó cárceles, constituyen indistintamente un conglomerado de ojivas, cariátides, balaustres y cornisas, en que el capitel corintio flanquea el rosetón gótico, los tréboles y encajes moriscos coronan el medio punto romano, y los macizos y cuadrados marcos asirios soportan una loggia italiana ó—como el Auditorium—esbeltas volutas jónicas, á manera de un elefante que carga [333]un niño ... Es natural que todos esos plagios y rapsodias de fórmulas exóticas barajadas al tanteo, seduzcan el gusto bárbaramente infantil de estos primitivos, que han traslucido un reflejo de la civilización anterior: así los monjes del siglo quinto zurcían indiferentemente centones de Virgilio ó Claudiano para fabricar poemas á la Virgen.—Todo ello, artísticamente hablando, nace muerto; está vacío de substancia y vida orgánica: á semejanza de esos mosaicos de voces extraídas de veinte vocabularios, que los visionarios de la filología nos presentan como una futura lengua universal, fabricada con detritus de todas las otras. La lengua estética que hablan las calles de Chicago es el volapük de la arquitectura.

No sería extraño que el gusto cuaternario reinara aquí con autocrática potencia: lo que agrava el caso es lo de teorizar esa deformidad. El Oeste es bárbaro con plena convicción y por razón demostrativa. Cuando Matthew Arnold, el más latino de los críticos sajones, procuraba enseñarles por qué el materialismo advenedizo no es compatible con el concepto artístico de la vida, comenzaban por injuriarle y concluían oponiéndole esta triunfante réplica: «No hay razón para que nuestros monumentos y paseos no sean los mejores del mundo, puesto que no se ha ahorrado gasto en su construcción—for no expense was spared»!... ¿Qué podéis contestar á tales razones? ¿Cómo persuadir al cíclope de que su ojo único no realiza el ideal de la belleza, por más que tenga dimensiones de claraboya? Para cambiar instantáneamente las ideas que brotan en ese cráneo rudimentario, habría que romperlo y rehacer el molde cerebral.

La doble noción que, cual semilla dehiscente, engendra los mil árboles de esta selva moral, es, lo repito, que el tamaño y el costo venal de cualquiera producción humana dan la[334] medida de su valor absoluto. Ahora bien: la prueba de ser este el criterio dominante la encontráis patente en cualquier orden de manifestación material ó moral, individual ó colectiva. Escuchad una estrofa del himno de Polifemo, que parece compuesto por el millonario Carnegie[29]:

«El Oeste americano es la primera región de los Estados Unidos—y, por consiguiente, del mundo,—puesto que no tiene rival en la rapidez de su desarrollo agrícola, comercial y fabril. Poco importa que su agricultura extensiva consista en desflorar y agotar en veinte años el suelo virgen, para producir por hectárea una mitad menos que en las buenas y viejas tierras europeas; que su industria y su comercio dependan de tarifas draconianas, y que un cambio de frente de Inglaterra pueda arruinar los Estados mineros ó derribar sus bancos como castillos de naipes. Chicago será mañana el centro del mundo (desatendamos la nota más aguda que ya lo proclama hoy), por todo lo que sabéis de sus Stock-yards, de sus elevadores, de sus ferrocarriles, de sus casas de quince pisos—en una palabra, de su prodigioso incremento de veinte años. Y si admitimos, como cosa evidente, que el signo primordial de la civilización sea el desenvolvimiento de la actividad alimenticia, siendo el vientre el órgano que nos distingue de las especies inferiores: claro está que quien puede lo más puede lo menos—¡y que le ha bastado á Chicago distraer una mínima parte de su savia orgánica, hacia las ramas accesorias de dicha civilización, para sobresalir en ellas como en todas las demás!—De su arquitectura no hablemos más, para no humillar al resto del mundo; de sus bellas artes, basta decir que el Art Institute, construído de granito y mármol (cost 800.000 pesos),[335] tendrá 320 pies de largo por 170 de alto; de su enseñanza superior, basta este solo dato, más elocuente que todas las disertaciones: el edificio de la Universidad costará ocho millones, pagando un tercio del total el célebre John D. Rockefeller, el rey del aceite. ¿Cómo dudar, entonces, que será superior de primer golpe á la de Harvard, cuyo valor material no pasa de cinco? Et sic de cœteris.»

Pero ningún monumento de Chicago alcanza la importancia material y simbólica del Auditorium. Es el Panteón, el Coliseo, la Santa Sofía, el palacio de San Marcos—la maravilla de las maravillas americanas. Sería necesario pedir á un literato local su pincel-escoba para celebrarlo dignamente, con ese estilo peculiar en que alterna el lirismo descabellado con el cálculo positivo de las dimensiones, el volumen cúbico y el peso de los materiales, rematando la descripción ¡con el costo total que pasa de cuatro millones de dollars! Un libro que tengo á la vista condensa la admiración de los pan-americanos, que lo visitaron en 1889, en un grito de entusiasmo del señor Zelaya, de Honduras: «¡Conozco el universo entero: no existe nada igual!». Su dedicación, en diciembre del mismo año, fué una solemnidad nacional: el presidente Harrison vino desde Washington para inaugurar el hotel-teatro ...

Es una ciclópea y negruzca contrucción de piedra que para cárcel parecería muy lúgubre. El exterior es el de una maciza fortaleza cuadrada, en que las estrechas ventanas parecen troneras ó nichos sepulcrales; no hay una loggia, un balcón, un relieve que alegre la vista del prisionero ó del espectador. El hall es obscuro; los cuartos requieren luz á medio día; y los arcos rebajados, la selva de pilares de mármol y granito, el pavimento de mosaico, la monacal desnudez[336] de las paredes ó, por partes, sus recargados ornamentos, completan el aspecto abrumador de un hipogeo egipcio. El conjunto no es bello ni feo, ni acepta epíteto alguno que pueda convenir á cualquiera producción arquitectónica: es monstruoso, elefantino, cuaternario.

El Auditorium propiamente dicho, vale decir la sala de espectáculo, contiene 7000 asientos, y es del mismo estilo que el resto del edificio. Una inmensa bóveda circular, sin más relieve que sus arcos paralelos, remata en el escenario que remeda una chimenea colosal. La cruda luz eléctrica reverbera en las superficies desnudas: allá en las paredes del paraíso, perdidos en la obscuridad, se adivinan dos frescos borrosos, que probablemente ganan con no ser vistos. Además de los asientos—todos ocupados, en la noche única que estuve allí,—la muchedumbre cuajaba las galerías, los pasadizos, las escaleras. Representaban algo así como un Excelsior yankee: America, en cuyas escenas Colón y Washington alternaban con los saltos de los minstrels y las cabriolas de los acróbatas. Durante cuatro ó cinco meses, fué necesario asegurar la entrada con una semana de anticipación; había dos funciones diarias, y los inevitables Abbey y Grau han levantado una fortuna ... Era el tiempo en que los conciertos sinfónicos de la Exposición fueron brutalmente suprimidos «porque no pagaban».—Y en ese coliseo enorme, con sus «vomitorios» y su anfiteatro repleto de espectadores, me volvían recuerdos de los circos romanos, de los hipódromos del Bajo Imperio, y comparaba en mi imaginación esta barbarie con esa decadencia ... Estaban al lado mío algunos amigos de Chicago; una señora, literata, música, que había educado á su hija en Roma: había visto durante cinco años, San Pedro, el Vaticano, las ruinas [337]imponentes y los museos maravillosos ... Y ella fué la que me preguntó si no encontraba el Auditorium más bello que la Ópera de París ... ¡Contesté que sí! con un entusiasmo que el mismo señor Zelaya—de Honduras—me hubiera envidiado ...

Los hallo «impermeables» á todo lo que sea gusto y verdadera civilización. Sus diarios, sus piezas de teatro, sus conversaciones, sus adornos, sus joyas, sus procesiones, sus comidas: todo es mammoth. Su ingenuidad es tan enorme, que llega á ser grandiosa. Y si se logra echar en olvido, por algunos días, todas las nociones de la belleza, heredadas ó adquiridas con el estudio y la contemplación de las obras maestras artísticas; si se contempla esa acumulación material, cual se hiciera con las manifestaciones proporcionales de otro planeta mayor que el nuestro,—poco á poco se experimenta una sensación de asombro é inquietud que casi viene á ser estética.—Á eso aludía, al decir que Chicago tenía su belleza propia, en cierto modo superior, por su ruda y descomunal primitividad, á las imitaciones europeas de las metrópolis del Este. El espectáculo prolongado de la fuerza inconsciente y brutal alcanza á cierta hermosura «calibanesca».—La inmensidad de los corrales, el vaivén de los trenes, del elevated y de los carros de tramway que pasan eternamente rellenos de pueblo; las atrevidas construcciones que rebosan afanada muchedumbre, los inmensos buildings comerciales; las sesenta líneas férreas que irradian de las estaciones centrales, con sus millares de vagones estacionados y que parecen destinados á no moverse jamás; los túneles debajo del río, los puentes movedizos que se abren por segundos ante los buques cargados; y ese mismo río negruzco y plebeyo, cuajado de mástiles, con sus riberas obstruídas de elevadores y depósitos; el potente rumor de las maquinarias en actividad; los silbidos que desgarran[338] el oído, y, en cualquiera parte, hasta el fondo de los teatros y el silencio de los congresos, cortan bruscamente la palabra de los oradores ó cubren la música, con no sé qué desdén salvaje de esas puerilidades de otra civilización, aquí fuera de su lugar:—todo ello á la larga produce una sensación indecible. Se viene recordando que esa mole prodigiosa ha brotado casi toda en veinte años; y se experimenta, ante esa manifestación de la fuerza irresistible, la impresión de respeto y asombro que inspiraría el levantamiento de una montaña. El monumento no es airoso, ni esbelto, ni definitivamente organizado; toda su estructura revela el apuro, la factura provisional y al por mayor: pero es formidable, incomparablemente colosal, y al lado suyo, por un momento, cualquiera otro parecería desmedrado y mezquino.

Con esas ideas embrionarias y tendencias primitivas, apoyadas en una fuerza de empuje irresistible, es como han emprendido y realizado su feria universal. Creo que en las páginas anteriores se encuentra implícitamente descrita. Además, no puede ser materia de actualidad documentaria lo que ya no existe. Quizá en otra forma razonada y metódica aparezca su estudio positivo; ó acaso bosqueje algún día, en una fábula novelesca, su compleja y contrastada psicología: pues, al cabo, ese organismo monstruoso y efímero, ha vivido, ha tenido su alma exótica y fugaz ...

¡Pobre White City! La volví á mirar por vez postrera durante una tarde agria y descolorida de este invierno precoz, en el siniestro désarroi de las mudanzas y demoliciones. Retumbaban los vastos edificios solitarios bajo los martillazos de los embaladores; los rieles de las vías volantes se alargaban por las calles desiertas; los céspedes helados ostentaban el[339] pisoteo de un campo de batalla; y una gran melancolía se desprendía de esas ruinas nuevas, de ese sueño disparatado y colosal, pero sueño brillante al fin, ¡entregado como un cadáver gigantesco á la labor de destrucción! Yo mismo, que he vivido allí algunos meses, surcado veinte veces las lagunas y los canales que bañaban las graderías de los palacios de yeso y su endeble armazón, completando con algunas góndolas importadas esa parodia de Venecia americana; yo mismo recuerdo de algunas tardes de verano cuyos tintes apagados armonizaban los chillones edificios griegos é italianos, los grupos escultóricos, las cúpulas flamantes, prestando á esas frágiles confecciones un reflejo de belleza y una apariencia de verdad. No todo fué allí vulgaridad y desencanto.—Y aunque sólo fuera por esa noche deliciosa en que, idealmente iluminados los follajes por la luna y los invisibles focos de la luz eléctrica, se representó, en un parque real de álamos y encinas, la vaga y encantadora comedia de As you like it, perdonaría á Midway-Plaisance su brutal exotismo. Experimenté allí una sensación exquisita y única de olvido y rejuvenecimiento; la olvidada poesía llegaba hacia mí, envuelta en la brisa del próximo lago, refrescando con su caricia mi frente entristecida. Me sentía á mil leguas de las manufacturas y las máquinas, volvía á vivir en la región azul de los ensueños juveniles; y en esta selva de los Ardennes poblada de apariciones vaporosas, de Rosalindas que se desvanecían en las misteriosas espesuras, cantaban tan melodiosos los versos del divino Shakespeare, que el aleteo de algunos pájaros ocultos, turbados por la música, remedaba un ensayado arrullo que diera la réplica al ruiseñor inmortal ... Por esta sola hora de olvido y éxtasis, no he de hablar sin emoción de la Feria difunta. Con todas sus vulgaridades y atentados[340] contra el gusto artístico, quedará absuelta en mi memoria; tornándose más bella cuanto más lejana, se esfumará lentamente en el pasado irrevocable, y, soñador incorregible, seguiré siempre con la mirada enternecida la dorada copa del rey de Thule, que cayó vacía en las ondas obscuras del lago Michigan ...


[341]

XVI

WASHINGTON

I

EL DISTRITO FEDERAL

«Washington es una necrópolis». Tal es la fórmula corriente ... ¿La repetiremos porque anda estereotipada y nos hallamos en país de sufragio universal? ¿La desecharemos con desdén por el solo hecho de ser trivial y socorrida? Ni lo uno ni lo otro. Entre las variedades del snobismo viajero, sólo una actitud es más odiosa que la del admirador por encargo y sugestión de la Guía Baedeker: la del humorista á todo trance, que llega á negar la evidencia por el prurito de singularizarse, y persigue una fácil originalidad á expensas de la exactitud. Aunque enemigo de las frases hechas, no retrocedo ante el cliché si él traduce la verdad, siquiera sea exagerada ó aproximativa. Todos los forasteros han comprobada esta primera sensación de vaciedad que Washington produce.[342] Ahora bien: á pesar de ser vulgar esta opinión y combatida por el gran geógrafo Reclus,—quien, por otra parte, describiera el Distrito federal desde su retiro de Clarens, refrescando sus efímeros recuerdos con gran acopio de planos y datos estadísticos,—no vacilo en reproducirla con ciertas reservas, porque la encuentro estampada repetida é ingenuamente en mis apuntes de cartera, que nada deben á la influencia extraña ni á la preocupación.

Ora se llegue del oeste por Chicago y Cincinnati, ora del litoral atlántico por Nueva York y Baltimore (tengo hecho el experimento por uno y otro itinerario), el efecto es idéntico; hay más: se reproduce cada vez la sensación primitiva. Se cree penetrar en una inmensa aldea, más silenciosa y reposada que Santiago de Chile, y cuyas amplias alamedas amojonadas de estatuas, casi sin tráfico fuera de la arteria central (Pensylvania Avenue), diseñan un marco suntuoso á las dispersas residencias de dos pisos y á los vastos edificios oficiales. Este fin de otoño septentrional (noviembre) acrecienta sin duda el aspecto de mustio abandono y desalojamiento, sobre todo para quien acaba de pasar el verano en el tumultuoso exotismo de la Exposición. Dentro de algunas semanas hará su entrada el invierno; caerán las primeras nieves del año, más silenciosas que las últimas hojas secas de los plátanos, y, en un callado y gris amanecer de diciembre, sonarán alegremente las campanillas de los trineos que se resbalan sobre el acolchado asfalto ... Entonces se abrirá la season política.

La sesión legislativa en el Capitolio; algunas fiestas oficiales, cuya fácil descripción se encuentra en todas partes; uno que otro recibo diplomático, con el mismo elenco más ó menos pintoresco; dos ó tres grandes conciertos, en que lo[343] detestable fraternizará con lo exquisito, sin que lo último conmueva ni lo primero escandalice al público; el paseo meteórico de Adelina Patti, Coquelin, Henry Irving por los teatros vacíos, que sólo se llenarán con la grosera farsa provincial In Mizzoura y el actor Goodwin—á quien los sucesores de Webster y Calhoun ofrecerán un banquete en el propio Senate Reception Room, bajo la pintura mural de Washington presidiendo su consejo de ministros; una estrepitosa exhibición de crisántemos mammoth, tan enormes y fenomenales, que llegan á ser feos y no parecen de verdad; por fin, tal ó cual procesión de «caballeros» de cualquier orden: tal es el celebrado programa de invierno que romperá la quieta monotonía de la capital, sin quitarle su carácter indeleble de extenso villorrio deshabitado, cuyas «magníficas distancias»[30] se acentúan con sus innumerables plazoletas circulares y squares vacíos, desde el Capitolio hasta los parques y cementerios nacionales de los alrededores ...

Los viajeros europeos suelen comparar á Washington con Versailles y Weimar, lo que vale tanto como asimilar una flamante casa de huéspedes á un secular palacio que sólo vive de estética nobleza y gloriosa tradición. Un tanto diferente es el símil que me ocurre el primer día: me acuerdo de La Plata, la reciente y nunca terminada capital de la provincia de Buenos Aires; pero se trata, naturalmente, de una Plata magnificada, que guardara proporción con las comarcas y el destino respectivos. Es el mismo carácter grandiosamente artificial, como que se ha obedecido en ambos casos á un[344] concepto abstracto y teórico, haciendo caso omiso de las leyes profundas que rigen el desarrollo de todo organismo. El arquitecto francés L’Enfant, que fué encargado de trazar el plano de Washington[31], adoptó un criterio escolar y realmente infantil, á saber: que una ciudad se proyecta y distribuye a priori, como un edificio particular.

Son muy conocidas las largas y enojosas discusiones á que dió lugar la designación de la capital federal: reflejaban fielmente las incertidumbres de la situación, durante los años que siguieron el fin de la guerra de la Independencia. Adoptada en 1787 la constitución federal por los delegados de los trece Estados originarios, reunióse dos años después en Nueva York el primer Congreso, y, desde luego, se planteó el problema de la capital, á que aludía la Constitución (I, 8), y cuyo estudio se había aplazado prudentemente. Al punto estalló el conflicto entre los Estados rivales, revelando lo frágil del reciente vínculo de «unión perpetua»: Nueva York, Filadelfia, Baltimore y diez poblaciones menores, se disputaron la elección, y el Congreso tuvo que disolverse antes de arribar á un acuerdo. Entonces, como después, el sitio material no era sino el símbolo tangible de la Unión misma; y ello explica la gravedad de una cuestión al parecer accesoria; del propio modo que, setenta años después, este mismo carácter representativo justifica el encarnizamiento con que los ejércitos federal y confederado se disputaron la posesión de este punto sin importancia estratégica. Al comenzar la segunda sesión (1790), fué introducido un nuevo bill tendente á suplantar todas las pretensiones localistas, designando un sitio desierto sobre el Potomac, un poco al norte de Alexandría y quince[345] millas arriba de Mount Vernon, residencia del presidente Washington. Era notorio, y muy natural, el apoyo que éste prestara al proyecto; fué bastante eficaz para hacerlo adoptar, á despecho de vivísimas resistencias;—y acaso, ante el historiador filósofo, esta actitud sencillamente humana no contribuya poco á reducir las proporciones legendarias de aquella figura un tanto convencional.

El sitio en que se delineó la capital futura—que tomó el nombre de Washington en 1791, en el acto de colocarse su piedra fundamental—no parecía destinado por la naturaleza á tan ilustre destino. Entorno de la colina donde se alzara el Capitolio, el terreno se extendía estéril y pantanoso hasta el río; el movimiento comercial, á tan corta distancia de la metrópoli del Maryland y poco favorecido por el Potomac escasamente navegable, había de permanecer casi nulo; el clima era insalubre; por fin, después de ser durante muchos años un punto céntrico de la Unión primitiva, si bien de acceso bastante difícil, más tarde el prodigioso avance de la conquista yankee hacia el Pacífico volvería á poner en cuestión, á pesar de los ferrocarriles y telégrafos, la conveniencia de conservar tan al este la capital federal de una región inmensa, que tiene en Chicago ó Saint Louis su centro de gravedad[32]. Á estas condiciones naturales, bastante desfavorables, se unieron otras de carácter circunstancial.

Determinada el área del distrito federal[33], confióse al «admirable ingeniero» y arquitecto francés L’Enfant el plano y traza de la ciudad. Hemos dicho que el nuevo Anfión transportó[346] lisa y llanamente sobre el terreno el dibujo hecho en el papel: alrededor del Capitolio central irradió una serie de avenidas divergentes á todo rumbo, que cortaban, no sólo las calles en ángulo recto de los futuros blocks, sino también otras avenidas extensas y paralelas á las centrales, multiplicando las encrucijadas ó circles uniformes de la moderna Tebas. Así logró L’Enfant dotar á su patria adoptiva de la ciudad «mejor diseñada del mundo» (the best-planned city in the world!); y fué tal la satisfacción del creador, que su arrogancia creció á proporción de su criatura y hubo de despedírsele antes de comenzar la construcción. Las consecuencias de tan bellos dibujos no se hicieron esperar. Habíase delineado una ciudad de un millón de habitantes, que debía eclipsar á Nueva York y Filadelfia; la superficie entera del distrito fué seccionada para solares urbanos, y, especialmente en torno del Capitolio, ya proyectado con su fachada principal hacia el este, los propietarios fijaron precios tan fantásticos á sus terrenos, que la población se corrió más lejos y al lado opuesto del monte Capitolino, dejando desierta la región teóricamente favorecida. Por eso se encuentra el Capitolio en situación parecida á la de nuestra Fortaleza colonial, que tenía sobre el río su fachada más imponente. Á pesar de los enérgicos esfuerzos del presidente popular, el impulso estaba dado y, como siempre, la civilización se dirigió y ha seguido caminando hacia el oeste.

El aspecto actual de Washington no desdice de sus orígenes tan artificiales; la uniformidad y la simetría—cánones rigurosos y primitivos de la estética que reina despóticamente[347] en estos Estados Unidos[34]—no sólo se han aplicado en la arquitectura oficial y particular, en la repetición de los pórticos y frontis griegos, en las torres y arcos góticos de los templos, en el único molde y patrón de las residencias, tan previsto como el de las aceras urbanas; sino que se han impuesto á las manifestaciones edilicias que, al parecer, podían sustraerse mejor á la reglamentación. Después de recorrer las avenidas idénticas y las calles iguales, denominadas por números ó letras del alfabeto, se cae infaliblemente en una plazoleta ó circle, que irradia la misma rosa de veredas á todas direcciones y ostenta en su centro un monumento de bronce sobre pedestal de granito; y la más de las veces, aunque la estatua ecuestre deba representar á generales tan distintos como Scott, Mac Pherson, Thomas, Greene, etc., etc.,—pues los tales circles han dado para todo el Estado mayor de Grant,—resulta vaciado el mismo general, sobre el mismo caballo, y con el mismo «chambergo» á guisa de quitasol—todo ello igualmente elegante y decorativo. Y este culto simétrico completa el carácter de laberinto que la capital brinda al forastero, quien, durante la primera quincena, vaga perdido por estas soledades, sin otro polo visible que el omnipresente Capitolio ó el obelisco de Washington, que se levanta hasta las nubes «como el faro de aquel mar».

Hay felizmente algunas excepciones, fuera de los dos monumentos que acabo de mencionar—y que tienen aquí una importancia incomparable y simbólica. Si bien carecen de originalidad, agradan por su correcta imitación ó sus imponentes proporciones, el ministerio de Hacienda (Treasury)[348] con su enorme columnata jónica, el del Interior (Patent Office) de estilo dórico, el de la Agricultura (renacimiento), la Smithsonian Institution, de estilo enigmático, etc., etc.; sin contar el bello monumento de La Fayette, por Falguière y Mercié (cost, $50.000), el cual, naturalmente, no se confunde con los del general Jackson (de perfil tan extraordinario) ó del almirante Farragut ... Pero no ha de exigir el lector que yo entre en competencia desleal con las guías de forasteros; y, por otra parte, estos detalles no rompen la armonía estereotipada del conjunto. En esta ciudad de las estatuas, ha sido rasgo de ingratitud no erigir una á Urania, la musa de la Geometría ...

Con excepción de la modesta residencia del Presidente (White House), cuya construcción data de principios del siglo, casi todos los edificios federales son relativamente modernos; el mismo Capitolio, aunque su primera piedra fue colocada por Washington, no se terminó hasta 1865. Durante la primera mitad del siglo, la capital política no salió de su modesto papel constitucional: era el asiento de un gobierno que presidía principalmente á las relaciones exteriores de los Estados, muy celosos de su autonomía[35]. Durante las sesiones del Congreso, Washington albergaba una población trashumante que desaparecía con el mensaje de clausura, dejando la ciudad medio vacía entregada á sus «magníficas distancias». Pero el fin de la guerra de Secesión, al inaugurar una era nueva para el predominio nacional, tenía que repercutir en la población que lo representa y simboliza. Los años que siguieron fueron favorables para la lánguida capital; no sólo arrojaron[349] allí á millares de negros libertos, veteranos retirados y buscadores de empleos, sino que señalaron, con las dos presidencias de Grant, un intenso movimiento centralista, que se manifestó por la multiplicación de los órganos administrativos y la ingerencia creciente del poder ejecutivo federal en los Estados. No es necesario recordar las horas críticas, en que el carro triunfal del vencedor de Lee pareció rozar la meta del cesarismo. La tercera candidatura de Grant tenía por «plataforma» el unitarismo más ó menos embozado, con la supresión del Senado y acaso algo peor ... ¡Vanidad de las teorías a posteriori, que adjudican á una raza privilegiada la capacidad exclusiva para el self-government, y toman por una aptitud innata y hereditaria lo que es mero producto de las circunstancias!—En Washington, como en el resto del mundo, estuvo á punto de cumplirse una vez más la gran sentencia que el patriotismo argentino atribuye á San Martín. Algunos años de compresión despótica y prestigio guerrero, de prosperidad material y nepotismo administrativo, bastaron á debilitar las tradiciones del gobierno libre en las muchedumbres americanas. La «presencia de un militar afortunado» había gravitado en las instituciones de los Estados Unidos, lo propio que en las de otras partes; y, á no haber reventado con tiempo el absceso latente de la corrupción política, ¡es probable que el centenario de la Independencia (1876) se hubiera celebrado con el entronizamiento de un emperador!

Fueron los años de relativo apogeo para Washington; la población estable se duplicó bruscamente en diez años, alcanzando en 1880 la cifra de 180.000 habitantes, sólo inferior en una cuarta parte á la que tiene hoy. En este crecimiento, no tenían influjo apreciable los factores naturales y sociológicos que, en otras comarcas de la Unión, hacían surgir instantáneamente[350] las ciudades activas y populosas; por eso se ha detenido, sin paralizarse por completo, reduciéndose por ahora al aumento vegetativo de los organismos adultos. La capital política de los Estados Unidos no combina este carácter, como en las naciones centralizadas, con los de la metrópoli intelectual, manufacturera, comercial y mundana del país. Mero asiento oficial de un gobierno federativo que, por esencia y definición, no debería ejercer sino una acción representativa y externa sobre los Estados autónomos, Washington ha reflejado inversamente, puede decirse, las vicisitudes constitucionales del país; pues coinciden sus períodos de prosperidad é importancia creciente á las crisis agudas de la vida democrática, al propio modo que, en una prueba fotográfica negativa, corresponden las partes más brillantes de la imagen á las más obscuras de la realidad. En esos años «heroicos» del desarrollo institucional, que despertaron el entusiasmo sin límites de Tocqueville, era Washington una gran aldea de población reducida é intermitente; porque era también la época en que la democracia triunfante se derramaba libremente por Estados y municipios, casi sin intervención directa del poder central,—especie de soberanía eminente, representativa y en mucha parte nominal.

Pero era inevitable que, al andar del tiempo, el laxo vínculo federal se rompiera á despecho de su elasticidad, si no se fortalecía para resistir á la presión interna: sabido es que lo uno y lo otro ha sucedido, después de una lucha sangrienta. Y el hecho fatal, produciéndose en el medio más favorable á la subsistencia del federalismo, constituye el proceso histórico de un sistema provisional, que se reputara definitivo y perfecto. La federación es el estado larval de la nacionalidad.—Á pesar de las anexiones ó conquistas violentas,[351] que han dado á los Estados Unidos la amplitud de un continente, la población ha crecido en proporción casi cuádruple del territorio[36]; y esta relativa condensación demográfica ha sido suficiente para requerir una concentración gubernativa correspondiente, y, en muchas ramas de la administración, substituir la autoridad nacional á los antiguos fueros locales. La real autonomía de los Estados ha perdido el terreno ganado por la soberanía de la Nación, y es permitido afirmar que, del secular concepto del self-government, no queda más elemento intacto que el municipio.

Referida á Washington, como á un símbolo visible, pudiera la conclusión tacharse de exagerada, alegándose que, á pesar de su incremento considerable, sigue la capital ocupando un rango modesto entre las metrópolis americanas. Pero la objeción es de simple apariencia. Debe tenerse en cuenta que casi ningún Estado ha elegido, como capital política, una ciudad importante de la región. La histórica Boston ha quedado lo que fuera, no ha sido elegida; y, tratándose de esta venerable reliquia del pasado y santuario de la tradición, bien puede decirse que tal excepción confirma la regla. En su mayoría las capitales de Estados son aldeas sin importancia, que los viajeros ignoran y los mismos habitantes de los vecinos emporios apenas mencionan; puede afirmarse que, entre los millares de concurrentes á la exposición de Chicago, no hay uno por diez mil que conozca á Springfield.—Dado, entonces, su carácter exclusivamente político, el desarrollo actual de Washington, que nada debe á la industria ni al comercio,[352] es tan enorme cuanto significativo. Un análisis de sus condiciones demográficas mostraría que la población federal, con sus quince mil empleados y sus ochenta mil negros arrimados al gobierno tutelar, forma contraste con cualquier otra de la Unión, y corresponde realmente á un complicado mecanismo administrativo muy poco análogo al de una federación[37]. Fatalmente, pues, y obedeciendo á la gran ley natural que centraliza más y más el aparato director, al paso que va el organismo ascendiendo en la escala biológica, los Estados Unidos cumplen su evolución nacional, tanto más parecida á todas las anteriores de la historia, cuanto que sus factores sociológicos, antes excepcionales, ya se aproximan al carácter común. En la alternativa de concentrarse ó dislocarse, el instinto vital ha preferido el primer término, á despecho de las teorías y tradiciones constitucionales. Los ministerios, duplicados desde la guerra de Secesión, con sus numerosas reparticiones; las obras públicas; los correos, telégrafos, ferrocarriles y demás órganos circulatorios; los bancos reglamentados y la emisión sometida á la autorización del gobierno federal, así como los seguros y empréstitos locales; la superintendencia de la educación, y la extensión invasora de la jurisdicción nacional sobre materias antes reservadas á las legislaturas y tribunales de los Estados: los mil servicios ramificados de un vasto imperio convergen ahora á Washington, donde se elaboran las leyes incesantes que los centralizan, y de donde se expiden los decretos diarios que las hacen cumplir. De ahí, la estructura ya imponente de la capital política y la importancia creciente de este centro administrativo[353] nacional. El contraste exterior de esta aglomeración, algo silenciosa y difusa, con la agitación material de Chicago ó Nueva York, no debe engañarnos respecto á la superioridad funcional de una y otra; ni conviene olvidar que una gran capital del viejo mundo, como Londres ó París, acumula en su enormidad, además de los órganos puramente administrativos de Washington, los comerciales é industriales de Nueva York y Chicago, junto á los intelectuales y sociales de Boston y Baltimore, fuera de otros elementos históricos aquí ausentes ó rudimentarios.

Por lo demás, dichos contrastes materiales y el carácter de tranquilidad callejera, que la desproporcionada extensión de la ciudad acentúa, distan mucho de impresionar ingratamente al viajero. Fuera de los recursos sociales que la política y la diplomacia suministran, la vida en Washington tiene un sello especial de bienestar apacible. La monotonía del reposo hace un buen paréntesis á la monotonía de la agitación. Me habían cansado un tanto las grandezas fenomenales del oeste; por eso saboreo mejor, en los primeros días, el encanto discreto de estas desiertas avenidas y la gran melancolía de los parques en este fin de otoño.—Visito sin entusiasmo ni apuro algunos establecimientos oficiales. Desde luego, los ministerios con su aspecto previsto de City Hall: amplias oficinas llenas de empleados de ambos sexos, escaleras, ascensores, muebles idénticos, salivaderas á profusión; todo ello sin carácter ni novedad. Un detalle encantador es encontrar en el escritorio de cada jefe de una repartición (hasta en el Congreso y el propio despacho del Presidente) un ramito de flores frescas en una copa de cristal.—El Departamento de Educación, vecino del Patent Office, tiene poco interés; el Superintendente, cortés, delgado, pálido, como desecado por la estadística y[354] reducido á cifra, me da algunas obras oficiales y unas tarjetas de entrada para los colegios y escuelas de la capital.—En mis dos temporadas de residencia en Washington, he visitado algunos establecimientos de enseñanza común y superior; la primera vez los comparaba involuntariamente á los de Buenos Aires en lo material, y no quedaba deslumbrado; la segunda vez, llegaba de Boston, y el resultado de la comparación tenía que ser mucho más desastroso para las escuelas federales.—Entre otras impresiones pedagógicas, encuentro en mis apuntes la que me produjo la famosa High School, creada y sostenida para demostrar prácticamente la igualdad intelectual y cívica de los niños blancos y negros de ambos sexos, fraternalmente confundidos—algo así como una coeducation por partida doble. Fuí dos veces, por recomendación expresa del comisionado, y nunca pude asistir á un curso serio. Mientras que en Boston directores y maestros se disputaban mi presencia y disponían exámenes especiales en mi honor, aquí no logro asistir sino á marchas rítmicas, desfiles y cantos infantiles. El colored director es muy amable, pero parece empeñado en desalentarme, agobiándome con planes de estudios y programas que nunca logro ver ejecutar: ninguna de las clases superiores porque me intereso funciona «actualmente»; en cambio, lessons on objects y maniobras militares á discreción. Asisto desde una galería á una revista de negrillos, cuyas cabezas se proyectan sobre el blanco patio enlosado, produciendo el efecto de un juego de dominó movible, y el director no se cansa de hacerles repetir la canción popular: Try, try again ... no sé si para despertar mi entusiasmo ó armarme lo que llamamos en Francia una scie que me ponga en fuga. En todo caso consigue le segundo. Al retirarme recorro las numerosas clases llenas de aparatos,[355] bancos, mapas, cuadros murales; hay grupos de varones y niñas en «estudio»; lo mismo sucede en la biblioteca, cuajada de ficciones; pero no noto que los alumnos blancos formen corrillo con los parientes del Uncle Tom ...

No se debe insistir en este examen, que mostraría á la capital bajo su faz menos interesante; en Washington, lo característico es la vida política, presente ó pasada; para formarse una idea de la educación americana, hay que estudiarla en el Massachusetts. Por eso no me extenderé en este capítulo poco favorable; ni tampoco celebraré las innumerables colecciones naturales é históricas de la Smithsonian Institution, que levanta al lado del National Museum, especie de sucursal de la primera, su compleja é incalificable arquitectura «generally known as the Norman style» (sic). La híbrida institución, creada por un legado del inglés Smithson, para el «desarrollo y difusión de la ciencia», participa á la vez del museo, del jardín de plantas y de la sociedad científica; sabido es que llena el mundo sabio con la triple serie de sus publicaciones anuales (de carácter bastante pedestre y local), y que mantiene el intercambio de productos impresos más activo que exista. Su biblioteca está incorporada á la famosa del Congreso que, á pesar de sus 600.000 volúmenes (americanos en su gran mayoría), no merece su reputación yankee y dista mucho de ser comparable á la de Boston, ni por su instalación, ni por su riqueza bibliográfica, ni mucho menos por su servicio interno.

Todo lo que con la ciencia y el arte tenga relación reviste necesariamente en Washington un carácter pegadizo é improvisado. Cuando no una ley del Congreso, es el legado de un millonario lo que ha creado de golpe el órgano y la función. Cierto banquero Corcoran ha donado un palacio lleno[356] de cuadros, esculturas y bibelots para Museo de bellas artes;—y no hay que decir si al generoso y cándido filántropo le han deslizado obras antiguas «atribuídas», junto á otras modernas muy auténticas—como el Régiment qui passe, de Detaille, que produce desde la escalera de entrada su efecto irresistible de viva realidad y colorido ... ¡Melancólico recuerdo! Visité la galería Corcoran con ese pobre iluminado de José Martí, entonces lleno de bríos é ilusiones emancipadoras, y que había de caer estérilmente, un año después, bajo una de esas balas anónimas que tanto despreciaba. Y la triste memoria evoca á otra más triste aún, que para mí se adhiere indeleble á los alrededores tan pintorescos y apacibles del distrito federal.

En dos ó tres ocasiones visité con Rafael García Mansilla los parques exteriores de Washington, el Cementerio nacional de Arlington, Georgetown, el Jardín zoológico, la Universidad católica y la Casa de Inválidos (Soldiers’ Home) en su marco de árboles y flores. ¡Con qué contento y expansión juvenil me refería en francés—pues la lengua adoptiva le era más grata y familiar que la propia—sus lejanas excursiones infantiles por estos mismos parajes, haciendo detener el carruaje para mostrarme un estanque donde solía travesear! ¡Cuál corría entonces alegre y veloz nuestra victoria, por esa calzada de macadam contra la que, seis meses más tarde, su cabeza había de estrellarse, para que el marino robusto viniera á morir donde el niño jugara, y se anonadasen en un minuto tanta fuerza en reserva, tanta esperanza, tanta juventud! Sunt lacrymae rerum ...

Arlington House, en la orilla virginiana del Potomac, es una antigua propiedad de la familia Custis, donde residió[357] Washington alguna vez[38], y cuyo último propietario fué el célebre general de los confederados, Robert Lee. La casa y el magnífico parque fueron confiscados por el gobierno nacional después de la derrota: odiosa represalia del vencedor, y tanto más vergonzosa, cuanto que, á pesar de las pasiones desencadenadas, la Corte suprema condenó el despojo y mandó devolver la propiedad á su legítimo dueño; éste aceptó entonces venderla al gobierno por 150.000 dollars, y quedó allí establecido el Military Cemetery.

Ha sido, sin duda, un bello pensamiento, el de reunir en esta colina, que domina á Washington, los restos de millares de soldados que cayeron en la guerra civil, convirtiéndola además en un punto de paseo y peregrinación. Pero, como casi siempre acaece con las obras yankees, la grandeza de la concepción ha sido empequeñecida por las puerilidades de un mal gusto incurable. Se ha incurrido en la ingenuidad chinesca—que aquí se celebra como un hallazgo genial—de formar en batallones esas quince mil tumbas uniformes, con los jefes y oficiales al frente de sus compañías alineadas: y, bajo las encinas seculares, sobre el tapiz de flores y céspedes, las innumerables piedrecitas blancas se alargan interminablemente, en filas paralelas de una regularidad geométrica enervante. El efecto general es más mezquino que en Gettysburg.—Por supuesto que, á pesar de la última enmienda de la Constitución, los túmulos blancos no se mezclan con los negros: éstos quedan una media milla más lejos, junto á los de los refugees, señalados con una R. En el cementerio, como en la High school y la Howard University (concurrida por gente de color), que desde aquí se divisa hacia el Soldier’s[358] Home, toda la sangre derramada y todas las proclamas no han logrado borrar el estigma indeleble. También para las tumbas de los blancos—y, desde luego, para el sepulcro del general Sheridan, que domina la entrada—se han reservado los epitafios en verso, extraídos de un «beautiful poem» del coronel O’Hara, cuyas estrofas se desarrollan en las calles de esas compañías de piedra.—The Bivouac of the Dead parece una imitación bastante prosaica de la famosa Revista nocturna de Zedlitz, en que el fuego graneado de los adjetivos remeda demasiado las salvas fúnebres; citaré la primera estrofa, ó si preferís, la primera cuadra de esta balada popular:

The muffled drum’s sad roll has beat
The soldier’s last tattoo!

No more on life’s parade shall meet
That brave and fallen few.

On Fame’s eternal camping-ground
Their silent tents are spread,

And glory guards with solemn round
The bivouac of the dead...
[39]

Cerca de la entrada, al sud de la casa de Lee, un amplio y sencillo monumento de granito encierra los restos de dos mil soldados, recogidos en el campo de batalla y que no se pudieron identificar—the unknown dead;—y no sé por qué el sepulcro colectivo de estos ignorados despide para mí una melancolía más grandiosa y solemne que los otros millares de tumbas alineadas, como en la lista de las pensiones. Y como[359] han de estar allí confundidos negros y blancos, leales y rebeldes, encuentro más alto y puro este símbolo del deber cívico, dolorosa é igualmente cumplido por unos y otros en esa guerra de hermanos,—en que un deudo de Washington ocupó el puesto militar que su antepasado acaso no hubiera rehuído,—y en cuyas peripecias el Norte y el Sud defendían un derecho dudoso ¡que sólo fué establecido por la victoria final!


[360]

XVII

WASHINGTON

II

EL CAPITOLIO—MOUNT VERNON

Desde cualquier punto de la ciudad y sus alrededores, se divisan la cúpula dominante del Capitolio, con su gigante Libertad de bronce en el vértice, y la aguda pirámide de Washington, cuya altura excede 550 pies[40]: es con justicia que uno y otro monumento atraen invenciblemente la mirada del transeunte y obseden la imaginación del habitante, pues la capital entera de los Estados Unidos se simboliza fielmente en la figura de su fundador y en la historia de su Congreso.

[361]

He frecuentado bastante el Capitolio, pues he necesitado concurrir á la biblioteca del Congreso para estudiar en sus fuentes originales la historia práctica de la Constitución. Respecto del aspecto exterior, no creo que urja agregar otra descripción á las ciento y una que corren impresas y diseñadas. De esta imitación mammoth de San Pedro de Roma, háse dicho por americanos y europeos todo lo bueno y todo lo malo que cabe decir.—Antes de ver el Capitolio, puede anunciarse à priori que no ha de tener gran valor estético este remedo moderno de una basílica del Renacimiento que dista mucho de ser perfecta, ideado por una serie de arquitectos de ocasión y realizado en un país nuevo que aún hoy no sospecha el gusto ni la belleza. La fachada principal, que mira hacia el desierto, con sus escaleras, sus dos alas de mármol y sus peristilos, produce sin duda el efecto imponente de todas las fábricas colosales; pero la cúpula de hierro aplasta el pórtico mezquino, y el cuerpo central de pintada piedra contrasta pobremente con las alas de mármol, prolongadas en demasía: hay falta absoluta de armonía, así entre las partes del edificio como en sus materiales, y ¿qué otra cosa es la belleza artística, que la armonía en la originalidad? Por lo demás la construcción es enorme y,—con su rotonda pintada, sus frescos y estatuas, mediocres ó ridículos; sus puertas de bronce, sus halls para el Senado, la Cámara y la Corte Suprema, sus salas y antesalas, su laberinto de escaleras y pasillos, sus dorados y mármoles—ha costado trece millones de dollars. ¿Qué más necesita el patriotismo yankee para proclamar su Capitolio superior á any public building in the world?[41].

[362]

Durante mis estaciones en la Biblioteca del Congreso, que ocupa el subsuelo oeste del Capitolio, solía ofrecerme un entreacto de sesión parlamentaria; y, después de leer abajo las memorables discusiones de Webster y Calhoun, no dejaba de ser picante el cotejo de lo pasado con lo presente, ó si se quiere de la ilusión con la realidad. Algo imbuido aún, á pesar de mi prudente escepticismo, en el respeto religioso que el parlamentarismo yankee inspira á los «constitucionalistas» sudamericanos, confieso que, la primera vez, no penetré sin emoción en el santuario del Self-Government. Era mi guía é introductor un estimable lobbyist ú «hombre de pasillos» quien, naturalmente, nourri dans le sérail, conoce sus vueltas mejor que los ujieres. Felizmente para mis frágiles ilusiones, dimos principio por el ala norte (Senado) del Capitolio. Mi cicerone no me hizo gracia de un detalle del edificio; pero yo, más generoso que él, remitiré al lector á las prolijas guías locales, para la descripción, dimensiones y costo del «Salón de mármol», y los otros vecinos para el Presidente de los Estados Unidos y del Senado; del gran salón de recepción con sus frescos italianos, del lujoso y vulgar ladies’ parlor con sus retratos de Clay, Webster y Calhoun; y, por fin, después de muchos pasillos y escaleras de mármol, del célebre «Hall de las estatuas» (antigua Cámara de diputados), así llamado por contenerlas en abundancia de mármol y bronce, á razón de dos por Estado, fuera de algunas suplementarias. Una placa de bronce, en un ángulo del piso, señala el sitio donde John Quincy Adams cayó fulminado por un ataque de apoplejía.

En el lobby que corre trás de la sala de sesiones, mi guía me «introduce» al senador M., de Alabama: aspecto de farmer politiquero, en que la socarronería yankee se oculta bajo modales[363] campechanos; está mascando tabaco ó chewing-gum y, con su rudo bigote gris muy raso, parece que tuviera adherido al labio su cepillo de dientes; trae levita negra cortada con podadera, y el inevitable sombrero de fieltro en la oreja[42]. Me sacude la mano, me golpea el hombro, se rie, enseñando toda su dentadura, y el fondo de su conversación es el de siempre: «¿Qué le parece la country, eh? Well, somos yankees, ¡nosotros! Pase V. adelante ... all right!...»—Pasé adelante.

La sala del Senado es rectangular; forman el techo artesonado, bastante bajo, tableros de pintado cristal que se iluminan por transparencia durante las sesiones nocturnas; los asientos giratorios, cada cual con su pupitre de caoba, describen un hemiciclo y convergen al sillón ó cátedra presidencial. Entre el piso y el techo, una sola galería rodea la sala, dividida en tribunas: la de la prensa encima del presidente, la del cuerpo diplomático, al frente; por fin, á uno y otro costado, las de las señoras y de los gentlemen sin importancia. Adornan las paredes los bustos de Washington, Jefferson y otros «burgraves», y desaparecen las pilastras y tableros bajo la profusión de medallones, águilas, banderas, gorros frigios y otros pintados atributos. Muy poca animación; las tribunas están vacías; algunos «pajes» de diez ó doce años brincan como cabritos por entre los asientos, llamados por los papirotes de los senadores; traen ó llevan cartas, vasos de agua, telegramas; otros disponibles juegan á las bolillas en los pasillos ó se agazapan en las gradas de la President’s chair. En el despoblado recinto, una veintena de cabezas grises conversan, leen diarios,[364] escriben su correspondencia, reciben visitas en los asientos de última fila. Muchos fuman ó mascan; el presidente Stevenson acaricia, entre dos bostezos no disimulados, su martillo de rematador. Nadie escucha al orador, que habla de pie desde su asiento; se trata de un personal bill, pidiendo una pensión para una enfermera olvidada en la lista de las Army nurses; y el viejo S., de Nevada, brega por su criatura, saca diarios que se pone á dictar á los taquígrafos impasibles, y comenta su lectura, blandiendo la diestra, golpeándose el muslo, arrojando un chorro á la salivadera, después de una chuscada humorística que levanta risa general ...

La Cámara de representantes, of course, gasta más refocilamiento que el Senado, debido á la asistencia más joven y numerosa, y también, si cabe, á la soltura mayor. Sabido es que ocupa el ala sud del Capitolio; por lo demás, la distribución y el aspecto son los mismos que en el Senado. El sillón del Speaker, delante de una ancha mesa de mármol; á su derecha, en un pedestal, la maza simbólica de plata y ébano, semejante á los fasces romanos; en las paredes, algunas pinturas en que un intenso spreadeaglism suple á su modo la belleza ausente: el Washington de Vanderlyn, el La Fayette de Ary Scheffer; otros frescos del fecundo Brumidi, la Ocupación de California, el Descubrimiento del Hudson, y, nuevamente, el ubicuo Washington, presentado esta vez en la Toma de Yorktown, en una actitud teatral que contrasta con la serenidad de su noble cabeza aborregada ... Aquí, como dije, el vaivén es incesante y el rumor continuo; el orador suele adelantarse hacia el Speaker, sin que los colegas dejen de cruzarse por el intervalo[43], y, como un examinando ante la mesa,[365] procura hacerse oir, siquiera de los taquígrafos. Algunos diputados parecen artesanos endomingados; otros gastan una llaneza de traje y modales que llega al débraillé; uno hay, sin duda de Mizzoura, que ha venido á la capital con sus dos muchachos, y los trae á la cámara para no dejarlos solos en el hotel. Un negro de levita, diputado de South Carolina, parece mal acostumbrado aún á no circular entre los grupos con cepillo ó bandeja ...

La cuestión que hoy se debate tiene mucho mayor alcance que la de la otra cámara: trátase nada menos que de un proyecto para la admisión del Utah entre los estados de la Unión; con todo, se presta tan poca atención al informe constitucional como al alegato pro nutrice. El orador presente no es un diputado, sino el delegado del territorio ¡y mis amigos mormones se llevan una azotaina de profeta y señor mío!... Por lo demás, en este caso como en la mayoría de los otros, el orador no habla para la cámara distraída, sino para el interesado público local; la votación ha sido convenida en los comités de los partidos, y se anuncia de antemano que la admisión del Utah (demócrata) será aprobada en la Cámara y rechazada en el Senado,—no por cuestiones de etiqueta con Mormon ó Moroní—sino sencillamente porque la mayoría, allá republicana, es aquí demócrata.

Sin pretender que otras cuestiones palpitantes,—como las del Silver bill ó de los aranceles aduaneros—se traten en el parlamento con la misma indiferencia aparente, puede afirmarse que, en la inmensa mayoría de los casos, la discusión es un mero simulacro que conduce al voto, ya complaciente, ya imperativo, siempre independiente de la argumentación. Es una consecuencia y una condición de la disciplina partidista, como también uno de los síntomas visibles de la corrupción[366] política, que todos los observadores americanos y extranjeros han comprobado. Algunos de éstos[44] han analizado con admirable perspicacia el mecanismo legislativo de la Unión, mostrando cómo—muy especialmente en la Cámara de diputados—todas las ficciones constitucionales y vistosas del gobierno popular se reducen en la realidad á unos cuantos despotismos ocultos, tan poderosos é irresponsables como la autocracia rusa ó la realeza de derecho divino: así, en la Cámara, los comités permanentes y, desde luego, el presidente, que los designa á su antojo.

Todo bill introducido pasa á uno de los cuarenta y siete comités, el cual estatuye soberanamente sobre su suerte; ésta, para la inmensa mayoría, tiene que ser fatal: baste decir que, durante el último congreso, ¡el número de proyectos pasó de 13.000! Ahora bien: sólo tres días (vale decir, 12 á 15 horas de la semana) se consagran á la discusión general, ó sea un término medio de 600 horas hábiles para las dos sesiones anuales: admitiendo que cada proyecto no exigiera más que la hora concedida al miembro informante, el Congreso no alcanzaría á despachar (y ¡con qué conciencia!) el cinco por ciento de los presentados. Como bien se comprende, el número de bills examinados es mucho menor; pero la necesaria selección dista de obedecer únicamente á razones de interés público. En principio, los cuatro comités de elecciones, impresiones, apropiaciones y «vías y medios» tienen la preferencia, por corresponder á asuntos que no sufren dilación; en la práctica, todos se disputan el turno ante la decisión inapelable[367] del Speaker. En cuanto á los móviles, exceptis excipiendis, que excitan el celo de los diferentes comités, los más disculpables son los que obedecen al deseo de derramar pensiones y empleos sobre el propio distrito electoral; otros son menos inofensivos: así los que rezan con privilegios y concesiones solicitados por bancos, ferrocarriles, grandes compañías industriales y comerciales, en que puede decirse que el «interés» de tal ó cual comité suele crecer en razón directa del capital ...

Tal es, según los datos más imparciales y la suma de impresiones que un contacto frecuente y prolongado sugiere, el carácter general del mecanismo legislativo en estos Estados Unidos, que la credulidad hispano-americana ha considerado, por tantos años, al través del prisma fascinador de las teorías y de las prosperidades materiales. El mismo James Bryce, considerado aquí como un optimista, tiene que reconocer los vicios crecientes de un sistema que, sin desempeñar como en otros parlamentos,—y en este mismo, en otro tiempo—lo que se ha llamado una «función política educativa», va propagando á todos los órganos sociales, desde los partidos á los individuos, la inmoralidad y el escepticismo. Ello explica bastante, fuera de otras consideraciones materiales, el desdén que á la política profesan los únicos que, por su ilustración y dignidad moral, mereceríanpracticarla y dirigirla. Los abogados sin pleitos y los politicians sin otra profesión llenan más y más el recinto del Congreso, no atraídos seguramente por el sueldo modesto (5000 pesos anuales), absorbido en parte ó en todo por los gastos electorales[45], ni el brillo de sus funciones[368] desprestigiadas, y mucho menos por el deseo de servir á su país. Y este desgaste de fuerzas vivas (que con el tiempo se van tornando menos exuberantes á pesar de las apariencias), esta vulgarización sistemática de las almas y las inteligencias, representa en compendio el «triunfo de la democracia» y la práctica real de aquellas instituciones ejemplares, llamadas, según Tocqueville, Laboulaye y sus émulos doctrinarios, á regenerar el mundo y resolver todos los problemas sociológicos.

Es costumbre replicar á estas críticas y objeciones con dos afirmaciones positivas, cuyo valor es innegable: se muestra, por una parte, la asombrosa prosperidad material de los Estados Unidos, que sobrepasa en crecimiento todo término de comparación; y, por la otra, se comprueba la subsistencia y solidez aparente de la Constitución, de que es sin duda una parte muy esencial el sistema legislativo tan singularmente practicado. Parece lógico, entonces, relacionar ambos hechos, y repetir que los Estados Unidos deben principal ó exclusivamente á su Constitución tan gigantesco desarrollo.

Como siempre acaece, hay una parte de verdad en dicho juicio, y acaso otra mayor de ofuscamiento é ilusión. Creo que, al atribuir influencia tan excesiva á la Constitución americana, se comete no sólo, como en la escuela se dice, un sofisma de inducción (non causa pro causa), pero también un grave error de hecho, aceptando como definitivo un estado quizá transitorio y circunstancial, y admitiendo que el desarrollo físico y colectivo de una agrupación sea el criterio de su progreso absoluto, cuando éste es, ante todo, un proceso psicológico individual. En lugar, pues, de discurrir otra variante al conocido análisis de las instituciones yankees, creo que será más útil formular algunas de las reflexiones que su historia[369] y su contacto práctico me han sugerido, refiriéndolas á nuestras tentativas de imitación en Sud América.

Se ha hecho notar, precisamente á propósito de esta Constitución, cuán reducida y rara es la parte de originalidad que cualquiera «innovación» encierra, mayormente si resulta de una deliberación colectiva. Para demostrarlo, algunos escritores europeos y norteamericanos, rompiendo con la tradición popular y «el culto de la Biblia política», han desarmado la obra de los constituyentes de Filadelfia y enseñado cómo ella no contiene, del eje central á las ruedas accesorias, un solo elemento que no existiera ya, bien en la ley inglesa, bien en las cartas coloniales y constituciones de Estados derivadas de aquélla. Con ser exacta la exposición, está evidente el error de la consecuencia general, debido á un vicio de método. En un organismo, el conjunto es algo más que la suma de las partes. Entre los radicales, como Von Holst ó Stevens, y los ortodoxos fanáticos, como Tocqueville ó Pomeroy, algunos espíritus más fríos y sagaces han tomado la posición intermedia de Bryce y Boutmy, si bien más vecina de los primeros que de los segundos. Han mostrado sin esfuerzo que, respecto de la «Constitución» inglesa[46], la americana, á más de ser escrita y concreta, trae desde luego la modificación esencial de vaciar la substancia monárquica y centralista de aquélla en un molde muy distinto, cual es la democracia federativa; de suerte que, con ser idénticos los elementos constituyentes, han resultado muy diversos ambos productos políticos. La[370] demostración es irreprochable; pero ¿es completa? No, porque no enseña el principio directo y psicológico á que obedece el conjunto. Se dice alguna vez que los árboles impiden ver la selva; el achaque es frecuente sobre todo entre los botánicos. Éstos conocen, analizan, clasifican una por una las especies vegetales de una región; no van más allá, y hasta suelen negar la existencia de esa selva abstracta ó subjetiva que sólo divisan los artistas filósofos.

Dados sus antecedentes históricos, sus factores actuales y las condiciones á que estaba de antemano sometida su aceptación, había mil probabilidades matemáticas contra una, para que la Constitución escrita de Filadelfia fuese un fracaso ruidoso, un aborto tan efímero como la Constitución francesa de 1791, próxima á ver la luz. Al hablar de las trece colonias «inglesas» y sus poblaciones, muchos historiadores modernos, exagerando la homogeneidad de aquéllas, generalizan lo que ha dicho Bagehot del solo Massachusetts, á saber que gentes dotadas de semejante espíritu político y social se avendrían con cualquiera constitución. En realidad, no puede darse aglomeración más heterogénea que la de dichas colonias: diferían profundamente por el origen, la organización y las constituciones; por la nacionalidad y la lengua, por la religión y la clase social, por los hábitos familiares y las aptitudes políticas. Si es cierto, como ya dijimos, que no hay en la Constitución de los Estados Unidos un solo elemento que no tenga su antecedente en las leyes anteriores, es porque formaban éstas la enciclopedia más vasta y contradictoria que existiera jamás. Por su origen y organización, algunas colonias eran tierras de la corona, como Virginia; otras, feudos ó señoríos personales, como el Maryland; el resto, concesiones otorgadas, con cartas especiales, á corporaciones ó compañías. Sus[371] instituciones no eran menos varias que su lengua y nacionalidad; alrededor de los nobles cavaliers de Virginia y los peregrinos del Massachusetts, pululaban los inmigrantes y colonos suecos, suizos, holandeses, hugonotes franceses, etc. Era aún mayor y mucho más grave la diferencia de religiones y sectas, como que la mutua intolerancia era un fermento de guerra intestina y de desorganización social. Fuera del Maryland, donde al principio dominaron con lord Baltimore, los católicos eran perseguidos y vejados en todas partes; pero entre las mismas sectas protestantes, la que dominaba en cualquier colonia erigía la creencia religiosa en principio político para oprimir á las sectas rivales; los puritanos de la Nueva Inglaterra se encarnizaban contra los cuákeros, y éstos mismos, refugiados en Pensylvania, entronizaban la intolerancia en los actos gubernativos. Fuera de la esclavitud de la raza negra, las distinciones de clases creaban privilegios entre los blancos; había siervos europeos (indented servants) que, además de no tener derechos políticos, distaban mucho de ser equiparados á los gentlemen ante la ley penal; hasta el siglo XVIII no eran ciudadanos (freemen) sino los propietarios de la religión «ortodoxa» para cada colonia: puritanos en Massachusetts, católicos en Maryland, cuákeros en Pensylvania, episcopales en Virginia, etc.

En cuanto á las instituciones locales, si bien es cierto que las legislaturas tenían en principio que subordinar sus actos á la Common law y demás estatutos ingleses emanados del Parlamento, resultaban en la practica tan distintos como las costumbres, las condiciones climatéricas, las industrias y la índole social de las comarcas, produciéndose desórdenes y motines frecuentes entre gobernantes y gobernados. La misma organización municipal, nacida en el Massachusetts, iniciador,[372] y verdadero paladión de la libertad americana, no se propagó en su verdadera forma en todas las colonias; el sud aristocrático y esclavista no conoció el funcionamiento de la town comunal hasta después de la emancipación. No sólo en estas colonias de landlords, pero en las más democráticas, como Rhode-Island y Pensylvania, la educación popular era muy poco difundida; y allí mismo donde prosperara, como en el Connecticut y el Massachusetts, se resentía de la influencia puritana, por su espíritu intolerante y sectario.

Tales eran, sin prolongar la enumeración, los principales rasgos diversos y encontrados que caracterizaban las colonias, y que algunas pinturas admirativas y complacientes han transformado en una fisonomía uniforme y convencional de agrupaciones igualmente aptas para el self-government. Y á las intolerancias sectarias, á las rivalidades locales, á los conflictos de intereses entre los Estados grandes y chicos, los del norte y del sud, hay que agregar la falta de contacto por las distancias entonces enormes y, rotos los vínculos con la metrópoli, el interregno ó la germinación apenas sensible de la vaga nacionalidad[47].—Á este respecto, pudo hacer ilusión durante la guerra de la Independencia el ardor de un sentimiento común, en el cual es muy sabido que entró bastante débil y tardío el anhelo de libertad; pero el triste experimento del Congreso federativo, cuyo fracaso motivara la convención constitucional, mostraba demasiado la necesidad de crear ex[373] nihilo el organismo nacional que no existía. En el fragor de los combates había dejado de percibirse el rumor de las disensiones locales; producido el gran silencio de la paz después de la independencia asegurada, tan sólo éstas se dejaron oir; y no hay que recordar la angustiosa situación económica que siguió, y parecía precursora del aniquilamiento.

Entonces (14 de mayo de 1787) se reunió la convención de Filadelfia, y la historia no olvidará después de cuántos conflictos secretos é inminentes desgarramientos surgió á luz la Constitución nacional, destinada á alcanzar un éxito sin ejemplo, y á ejercer en el mundo una acción política cuyas consecuencias últimas son todavía incalculables.

El efecto de la Constitución es innegable; para proclamarlo no es necesario aceptar la teoría esencialmente americana que le atribuye la prosperidad nacional: basta que casi continuamente la haya favorecido y, salvo en un caso solemne, no la haya nunca estorbado abiertamente. Una república federativa que, con el máximum de libertad y el mínimum de gobierno central, ha recorrido tan extraordinaria carrera, sin más tropiezo histórico que una guerra civil, merecería tenerse por un país dotado de constituciones políticas ideales—si éstas tuvieran la sanción de los siglos. El tiempo es el crisol de toda grandeza, y, como dice Shakespeare, lo que le falta al hombre para ser un dios es la eternidad[48]. Con todo, el éxito es indiscutible, deslumbrador. Ahora bien ¿por qué ha sido único? Hé ahí para nosotros la cuestión importante.

Desde luego, no es necesario repetir que el instrumento constitucional no encierra en sí mismo una virtud; sin mencionar[374] los países que prosperan sin deber nada á este régimen[49], basta recordar que en la América española su adopción ha conducido al naufragio ó al falseamiento de las instituciones, siendo así que es más completo el fracaso allí (Méjico) donde aparece más literal la imitación.—Se invocan razones de raza, de medio, de tradiciones; y ello, sobre ser un poco vago, no es del todo aplicable al país (tan europeizado como los mismos Estados Unidos) cuya suerte más nos interesa, entre todos los que practican concienzudamente el régimen republicano, federal—revolucionario. Acaso se aclararían las ideas si pudiésemos aislar el espíritu que realmente presidió al laborioso alumbramiento de la Constitución,—y que, por cierto, no trasciende en su más clásico comentario, pues éste niega redondamente lo que voy á establecer[50].

Ese espíritu es el de una transacción: ello resulta á las claras, no sólo de las causas antecedentes que impusieron la reforma del pacto federativo, sino también de la discusión, agitada y por momentos desesperante, y, por fin, de este hecho significativo, que no fué aceptado ninguno de los tres proyectos presentados por Randolph, Patterson y Hamilton (el espíritu más alto y el alma más noble del Congreso).—Pero hay que acentuar más aún el sentido de aquella expresión y darle[375] mayor fuerza, pues entraña, bajo su apariencia trivial, la explicación más profunda del éxito político de unos y del desastre de otros.

He apuntado el carácter de egoísmo é intolerancia que antes dominara, así en la colonias como en los Estados de la confederación: el inmenso progreso realizado, durante las discusiones del Congreso de Filadelfia,—á favor sin duda de los dos grandes caracteres allí presentes: Washington y Hamilton; del corto número de los delegados (55) y del secreto de las sesiones—pero merced también á la dolorosa experiencia sufrida, consistió en hacer penetrar en las mentes y las almas de los patriotas americanos una noción soberana: á saber, que el gobierno libre se funda en el espíritu de tolerancia, no aceptado en teoría, sino practicado en toda su amplitud y aplicado á todas las creencias, ambiciones, intereses y energías de la comunidad. Ello, en el caso ocurrente, importaba desde luego un cambio de concesiones y el sacrificio mutuo de las convicciones extremas: y esto se consiguió. Había, entre los delegados, representantes de todas las opiniones, de todas las utopías, de todas las preocupaciones locales, de todos los egoísmos colectivos,—desde el mercantilismo de Nueva York hasta la esclavatura de la Carolina;—ningún elemento fué aceptado ni proscripto en absoluto; se resistió á los mejores, se contemporizó con los peores; y, para que el pacto resultante, con todas sus incoherencias y deficiencias, fuese salvador y fecundo, bastó que crease un gobierno central, viable y eficiente, superior á los antagonismos separatistas, y que la Carta fundamental, sin hacer tabla rasa de nada existente, tuviera asegurados su prepotencia y su mejoramiento paulatino dentro de su perennidad exterior.

Muy lejos, pues, de ser la Constitución americana un decálogo[376] imperativo, como algunos aseguran, ó un perfecto modelo teórico, como lo quieren otros, era un modus vivendi transitorio, un compromiso provisional entre el norte y el sud, entre los Estados grandes y pequeños, cuyos intereses eran antagónicos; pero significaba el triunfo de la tolerancia y del oportunismo, único dogma aceptable y exigible en materia política[51]. En tanto que los imitadores sudamericanos creían alcanzar al ideal teórico en la imitación servil, los redactores del original se habían declarado satisfechos por haber incluido en él la mayor suma posible de aspiraciones encontradas. La perfección de este memorable documento consiste, pues, en ser voluntaria y deliberadamente imperfecto.

Reflexionemos un instante en este grave problema histórico: todas las razones invocadas, como explicación de nuestras quiebras institucionales en la República Argentina, ó son inexactas, ó son refundibles en aquella noción. La anarquía es el producto genuino de la ignorancia y del egoísmo; es decir, de la obcecación intelectual que nos mueve á creer en la verdad única, absoluta y cercana, y del instinto antisocial que nos incita á imponer por la fuerza nuestro gusto y voluntad sobre las voluntades y gustos ajenos. Ahora bien: todo eso está contenido en la maldecida palabra; y toda la historia argentina no es sino un desfile de despotismos y revoluciones, porque la intolerancia, madre de la anarquía, nos ha hecho condenar, perseguir, destruir á nuestros adversarios, en nombre de un principio abstracto ó de un apetito egoísta, cuando era necesario ceder, amalgamar, reconocer la parte de verdad y de error, de justicia y de iniquidad, que todo lo humano encierra. Y ¿qué mucho que nuestras constituciones hispano-americanas[377] resultasen artificiales é impotentes, si, además de significar la tabla rasa de lo anterior y no tener en cuenta las fuerzas elementales é invencibles del complejo organismo, han sido siempre elaboradas por un partido dominante que, en el mejor de los casos, obedecía á un concepto estrecho de preponderancia y exclusivismo? El primer fruto de la ciencia y de la moralidad es la convicción de que, siendo todas las nociones sociológicas relativas y precarias, nadie debe proscribir a priori las opiniones adversas, so pretexto de que atacan las nuestras. La conciencia social descansa en un convenio, y por tanto no reconoce imperativo categórico. Por haberlo sentido y proclamado los hombres de Filadelfia, por haberlo ignorado ó negado los hombres de Buenos Aires y del Paraná, es que la Constitución norteamericana ha presidido, elástica y eficaz, al prodigioso desarrollo de los Estados Unidos; mientras que la argentina, análoga en su letra, pero muy diversa en su espíritu, sólo ha presenciado luchas estériles, ataques al gobierno en nombre de la libertad, opresiones del pueblo en nombre de la autoridad—el imperio fatal de la intolerancia y de la anarquía.

Mount Vernon.

He ido dos veces á Mount Vernon; la primera, acompañado, para conocer; la segunda, solo, para recordar; las notas siguientes se refieren á mi segunda excursión.

Sabido es que la morada de Washington, convertida en reliquia nacional y sitio de peregrinación, se levanta en la ribera derecha ó virginiana del Potomac, diez y seis millas más abajo de la capital. Un vapor de ruedas, el Macalaster, hace el breve trayecto; nos embarcamos á las diez de la[378] mañana y almorzamos á bordo, ni mejor ni peor que en cualquier hotel. El ancho río amarillento se desenvuelve casi sin arrugas entre sus márgenes bajas, coronadas en segundo término por colinas ondulantes. La hierba quemada por la escarcha forma una alfombra rojiza en los bosques raleados, cuyos robles y arces perfilan sus brazos desnudos sobre el cielo pálido. Á derecha é izquierda se suceden las residencias campestres, las alquerías fluviales como á lo largo del Paraná.

La primera escala es Alexandria, puerto comercial mucho más antiguo que Washington y que estuvo á punto de ser elegido para capital; en seguida, el fuerte Foote, construído en la costa de Maryland durante la guerra de Secesión y hoy desmantelado. El Fort Washington, que aparece luego, no es mucho más importante, á pesar de sus bastiones recién reparados; todo tiene aspecto añejo é inválido; los cañones de antiguo modelo acaban de oxidarse en sus troneras; algunos veteranos vagan por el glacis, y un soldado renco, de capote azul, probable escombro de las milicias federales, coge al vuelo la amarra del buque, sin largar su cachimba. Desde aquí se divisa Mount Vernon, y todo el mundo ha subido sobre cubierta: unos veinte y tantos pasajeros de ambos sexos y colores, provistos de folletos, noticias, fotografías, cintas nacionales que se venden á bordo, y desempeñan el oficio de los rosarios y medallas benditas en las tiendas de Lourdes. Mount Vernon es la Meca, ó si preferís la Medina americana (pues conserva la tumba del Profeta); y todo yankee patriota cumple una vez en su vida la piadosa peregrinación. Por lo demás, es fácil comprobar que la mayoría de los peregrinos ignoran la historia del héroe al igual que nuestras terceras franciscanas los hechos y milagros de[379] su institutor seráfico.—Aquí es de tradición que empiece á doblar la campana del buque; y se dice que la bella costumbre fué iniciada en 1814 por el comodoro inglés Gordon, que pasaba por aquí al ir á incendiar la capital: lo cortés no quita lo valiente.

Mount Vernon no es propiedad de la nación, sino de una sociedad privada de señoras, the Mount Vernon Ladies’ Association; es un rasgo más del admirable espíritu de iniciativa que aquí reina. Cuando el último heredero pensó en deshacerse de la propiedad, ocurrióle á una dama virginiana, miss Ann Cunningham, la idea de conservar la sacred place; se dirigió al Congreso en 1855, sin éxito; fué más feliz con la sociedad Women of America, que encontró medio de adquirir la casa y sus doscientas acres de campo por 200.000 dollars. Las subscripciones afluían de todas partes; fuera de las vulgares y que parecen inferiores á su valor venal, como las de Jay Gould y otros, merece mencionarse aparte la del pastor y orador Everett[52] que envió 68.494 pesos producidos por sus lecturas sobre la «Vida y carácter de Washington». La asociación tiene asignado á cada Estado de la Unión un cuarto de la casa para su mueblaje y arreglo, suponiendo que no habrá de contener sino reliquias auténticas del gran patricio y su familia—incluyendo en ésta á La Fayette, cuyo room ha sido otorgado á New Jersey; y, piadosamente, todos los visitantes—y yo mismo entre ellos—se esfuerzan para no poner en duda la procedencia legítima de estos trastos[380] venerables, ¡que se aumentan día á día y llegan de los confines del país!

La casa intacta, y sólo reparada en detalles accesorios, se levanta en una colina que domina el río; se divisa desde el desembarcadero, amplia y sencilla, de dos pisos (el segundo muy bajo, como entresuelo), con su larga galería de columnas, desde donde solía el dueño contemplar el horizonte de bosques y praderas. El techo de azotea tiene un pequeño mirador y, en el frente que mira al Potomac, una terraza sobre pilares cuya cubierta está á nivel del piso alto. La construcción es de madera pintada, imitando la piedra, y el aspecto general, el de una antigua casa-quinta de Buenos Aires. Al subir de la ribera, se encuentra primero el sepulcro de Washington; es un modesto monumento de ladrillo, conforme á la voluntad consignada en su testamento: aquí ha querido dormir el sueño eterno, al lado de su fiel compañera, lejos de las ciudades y sus fastuosos panteones. Los dos sarcófagos de mármol se alargan delante de la doble puerta de hierro; en la losa de la derecha, debajo de las armas nacionales, el nombre solo, breve—inmenso: Washington; en la de la izquierda: Martha, consort of Washington.

El interior de la casa no tiene sino un interés convencional; los cuartos, generalmente pequeños, están bien arreglados para interesar la curiosidad vulgar de los peregrinos: el Hall con su enorme «llave de la Bastilla», regalo de La Fayette; el cuarto de música, con la flauta del vencedor de Princeton y el arpa de Nelly Custis, su hija adoptiva; el cuarto de La Fayette, con el bureau que usó el elegante y valiente marqués, durante su última visita de 1784, etc., etc.. Y por momentos, á pesar del mueblaje de lance y del bric-à-brac apócrifo, la ilusión elabora su milagro, y una virtud secreta se desprende[381] del ambiente, de las paredes y del pavimento, que siquiera forman los cuartos en que realmente ha vivido el grande hombre. ¡Cómo se comprende su deseo de vivir aquí sus últimos años, en la paz confortable de este home campestre: lejos del tumulto de los campamentos, lejos del poder supremo que es también la suprema amargura, y de la aclamación popular que no es sino la moneda falsa de la gloria! Después de las batallas que aseguraron la Independencia, creía sinceramente, á los cincuenta años, que había terminado su carrera pública; y se deleitaba entre los suyos, llevando la existencia activa y reposada del gentleman-farmer virginiano, cuidando sus prados y dehesas, viendo madurar sus mieses, cultivando este mismo jardín que se extiende detrás de la casa, recorriendo á pie y á caballo los sitios amenos y las riberas del Potomac. Durante las largas veladas de invierno, delante del hogar alegre en que ardía un tronco de encina, en esas noches de diciembre de 1784, que fueron las últimas que La Fayette pasó aquí ¡qué dulces y profundas confidencias debían de cambiar los dos amigos y compañeros de Yorktown! El mayor, el más grande, veía partir al otro para el viejo mundo, soñándole devuelto á los esplendores de Versalles y París, en tanto que éste creía dejar al Cincinato americano, retirado para siempre en su dominio patriarcal: ni uno ni otro sospechaban que sólo estaba en vísperas de comenzar el gran período de su vida histórica; que el primero sería dos veces presidente de su Nación, que el segundo vería derrumbarse el trono de sus reyes y saludaría las ruínas de la Bastilla á la cabeza del pueblo de París ... Y con todo, algo de misterioso y patético hubo de estremecer sus últimos momentos, antes de la separación, para que al día siguiente, cuando La Fayette se embarcaba en la fragata que le llevaba á su patria, recibiese del reservado[382] é impasible Washington, estas bellas palabras de adiós en una carta, que acaso sea la única conmovida de toda su Correspondencia[53], la sola en que revele un temblor humano aquella voz siempre firme y serena, pero también austera y fría como el deber:

«... En el momento de nuestra separación, en el camino, durante mi viaje de vuelta, y desde entonces á cada hora, mi querido marqués, he sentido por vos todo el respeto, todo el cariño que me ha inspirado vuestro mérito personal en esos largos años de una relación íntima. Mientras nuestros carruajes se alejaban uno de otro, me preguntaba á menudo si os había visto por última vez; y, á pesar de mi deseo contrario, mis temores me respondían que sí. Recordaba en mi espíritu los días de mi juventud; hallaba que hacía mucho tiempo que habían huído para no volver más, y que descendía ahora la colina que he visto disminuir durante cincuenta y dos años delante de mí ... Sé que no se vive muy viejo en mi familia; y, aunque soy de constitución robusta, debo prepararme á descansar muy pronto en la fúnebre morada de mis padres. Estos pensamientos obscurecían para mí el horizonte, esparcían una nube sobre el porvenir: por consiguiente, sobre la esperanza de volver á veros. Pero no quiero quejarme: he tenido mi día ... No encuentro palabras que expresen todo el afecto que os profeso, y no intento hallarlas ...»

¡Palabras solemnes y conmovedoras en cualquiera boca, pero cuyo real alcance y pleno valor, en la de Washington, sólo pueden apreciar y medir quienes hayan estudiado su vida y carácter; leído, sobre todo, su correspondencia, que comienza en la juventud y termina la víspera de su muerte, sin que jamás, al dirigirse á su mujer, á su hermana, á su hija adoptiva, á sus amigos de cuarenta años, se vuelva á encontrar una confidencia efusiva, un arranque espontáneo y natural, parecido [383]al que acabo de citar ...

En el parque que se extiende tras de la casa, por las calles geométricas del jardín, dibujado, tallado, rastrillado escrupulosamente, con sus arriates de boj trazados con regla y compás, según el viejo estilo francés que tan bien cuadraba al carácter del dueño; en todos los puntos y rincones del cortijo, de la cocina al palomar, las romerías diarias de cuarenta años han dejado huellas de sus pasos, trayendo y llevando reliquias pueriles, grabando fechas é iniciales, arrancando hojas y ramilletes, cargando con astillas y cascotes conmemorativos. Entre los peregrinos de hoy, está un farmer de Minnesota que repite periódicamente la romería, para comprobar el crecimiento de un fresno que él mismo trajo y plantó hace diez años: le encuentro de guardia al pie de su arbol de donde no se mueve en todo el día, recitando á los concurrentes sucesivos la historia de su ash-tree, con más convicción que el guardián de las reliquias de una catedral.—De tales minucias y preocupaciones pueriles se componen todos los cultos, y el fetichismo varía en la forma y el objeto sin cambiar en su esencia simbólica. La humanidad es un niño secular que crece siempre en estatura sin llegar nunca á la mayor edad ... Al retirarme, camino del embarcadero, vuelvo á pasar tras de la tumba, y leo en el arco de la bóveda esta inscripción evangélica, en ese viejo inglés casi tan venerable como el latín de la Vulgata, pues es el que ha vibrado en los labios de John Knox y William Penn, de todos los reformadores y mártires del protestantismo: «Yo soy la resurrección y la vida. El que creyere en mí, aunque hubiere muerto, vivirá»[54].

Puede Washington esperar en paz la resurrección de la carne,[384] en que creyera su fe sencilla; su gloria, su alma, su espíritu, lo que vale del hombre, no ha muerto ni morirá. Las mismas supersticiones, de que es objeto su culto patriótico entre su pueblo, son la mejor prueba y salvaguardia de la inmortalidad. Mejor que la verja de hierro de su sepulcro, la leyenda piadosa preserva su memoria y embalsama su vida, defendiéndolas contra las tentativas de la realidad. No se ha escrito, ni probablemente se escribirá jamás, una historia exacta y filosófica de Washington: todas las que llevan este nombre, desde la de Marshall hasta la de Witt, pertenecen á la hagiografía. No se intentará revelar al hombre intermitente y falible, debajo del héroe sacramental. Nadie enseñará sus preocupaciones de raza y de fortuna, sus estrecheces de concepto, su limitado vuelo intelectual, la frialdad de sus afectos, la violencia orgullosa de su carácter, la rigidez de principios que llegó alguna vez hasta la inhumanidad, su desconocimiento «virginiano» de las tendencias democráticas que, con Jefferson y sus sucesores, iban á lanzar al país por la pendiente irresistible,—mucho menos se sacarán á luz sus injusticias y flaquezas humanas ... Con su estrategia de antiguo agrimensor, sus victorias de general de milicias sobre tres regimientos de enganchados hessenses y hannoverianos (Trenton y Princeton), quedará «el primero en la guerra y el primero en la paz», ¡en el siglo que comienza con Napoleón y termina con Moltke! Se celebrará siempre, como un sacrificio sublime, el abandono del poder en quien, calumniado, vilipendiado por la prensa encanallada que tan numerosa prole dejara allí, no aspiraba sino al reposo, y exclamaba violentamente en pleno consejo de ministros: «¡Antes en la tumba que en otra presidencia! Rather in my grave than in the presidency!»—Todo ello, porque simboliza á los Estados Unidos y es la estatua erguida[385] en el ápice de esa pirámide formidable, cuya base ocupa y llena un continente.

Este nuevo mundo había menester de otros dioses, nuevos como él y capaces de sustituir á los antiguos que se van, disecados por la ciencia y corroídos por la crítica.—Hé aquí uno, tan legendario é intangible, á despecho de su modernidad, como las creaciones gigantescas de la mitología. Nada prevalecerá contra él, mientras arda en el corazón humano la llama inextinguible del sentimiento y de la fe, mientras el sér efímero y miserable necesite buscar fuera de sí el ideal de fuerza y grandeza que la realidad no le brinda. Es necesario y bueno que así sea. Cada nación quiere arrancar de un Fiat lux repentino y sublime, y coloca en el origen de su historia al héroe infalible y omnipotente de quien todo nace y procede.—En vano será que la ciencia demuestre que el río caudaloso se forma con el derrame de cien vertientes sucesivas, de mil raudales afluentes que contribuyen á engrosarlo sin tregua hasta el delta de su estuario: el hombre querrá siempre buscar, por entre las tinieblas y penurias, la roca misteriosa y lejana de cuyo seno mana el arroyo cristalino, que debe ser la fuente sagrada y única del Nilo Azul ...

Y yo mismo que estoy ahora discurriendo del simbolismo popular con el frío criterio de la ciencia, hé aquí que acabo de tropezar con un memento instructivo y filosófico; parece que he sido también alguna vez el peregrino ingenuo de aquella Meca americana: al transcribir estos apuntes, tomados el mismo día de mi segunda visita, hase escapado del cuaderno una hoja de álamo blanco recogida en Mount Vernon ...


[386]

XVIII

EL MASSACHUSETTS

I

LA VIDA SOCIAL

Al acercarse ya el término de mi paseo por estos Estados Unidos, me ocurre examinar rápidamente, en obsequio de algún viajero futuro, si el programa que me tracé era el más racional y si lo he realizado pasablemente, siquiera en sus partes importantes. Respecto al primer punto, mi conclusión es favorable; hecho el experimento, apruebo el plan seguido y siento que, á repetir la excursión, no modificaría mucho el itinerario. Citaré este solo hecho significativo en favor de mi conclusión: no he conocido á Nueva York hasta después de recorrer el oeste y el centro; ahora bien, durante mis dos estancias en la «ciudad imperial», fuera del movimiento y las proporciones mayores mil veces descritos, no he encontrado allí un solo elemento que agregase un rasgo nuevo á mi esquema[387] general del país. No tratándose de estadística sino de sociología, afirmo, sin buscar ni rehuir la paradoja, que el gran emporio comercial del Atlántico, para quien conozca ya las otras ciudades representativas, es un factor négligeable. Es posible que, para un viajero llegado de Europa y preocupado de referir á ella su examen comparativo, fuese preferible el itinerario más natural; dado mi punto de vista sudamericano, creo que ha convenido acometer por el litoral Pacífico el estudio progresivo de la región, caminando al oriente, en sentido contrario al que ha seguido la civilización, así en el mundo antiguo como en el nuevo. Al hacerlo, parece que se faltase á la lógica, aplicando á la geografía un método opuesto al de la historia; pero es simple apariencia. La edad cronológica de una comarca suele ser lo contrario de su edad sociológica: con referencia á la civilización, yendo de Méjico á Nueva Inglaterra, se marcha en realidad como el tiempo, de lo pasado á lo presente. Por lo demás, la imagen clásica del río que nace en su propio manantial y desciende el curso de los años no es tampoco aplicable al progreso de América, que no es, en principio, más que una simple desviación y derrame del europeo: fuera más exacto compararlo con una corriente que se desprende de un vasto lago central, á manera del San Lorenzo que sale del Ontario y engruesa con su hoya propia el caudal primitivo. En todo caso, no es dudoso que, después de conocer á Nueva York y el Massachusetts, el primer efecto de California y del mismo Illinois sería muy diferente del que produce cuando se llega de Méjico.

La realización del programa ha fallado en parte por el tiempo. La ciclópea Feria ha absorbido mi atención y embarazado mis movimientos; fuera de que no son suficientes algunos meses para un viaje de iniciación. Sería indispensable un año[388] de libre y activa permanencia para completar el análisis de los factores primordiales. Éstos, en suma, no son muy complejos ni numerosos; infinitamente más difícil y delicado es el estudio original de cualquiera nación europea. Esta inmensa comarca no presenta, sobre un fondo común é invariable, sino cuatro ó cinco aspectos distintos y característicos. Éstos, únicamente, requieren y merecen examen detenido; y para ello es inútil y hasta nocivo trasegarse de Estado en Estado, consumiendo el tiempo y fatigando la vista con el espectáculo de copias y «réplicas» del mismo original. Para quien no lleva un objeto técnico preciso, las estaciones prolongadas deben ser las que en estas páginas he señalado, sin perjuicio de las excursiones complementarias á todas las zonas de la Unión.

Para juntar los elementos de un juicio personal, sería suficiente una permanencia de un año bien empleado, conociendo, por supuesto, el observador la historia y la lengua del país, y cuidándose mucho de no disipar su actividad en frívolo turismo. El viajar durante meses, con el solo objeto de haber visto las poblaciones y parajes célebres, constituye la más estéril de las fatigas; se extraería mayor gusto y provecho de una lectura. Sobre todo, cuando se trata de sitios naturales, famosos por su belleza, las vistas y descripciones literarias han desflorado de antemano nuestras impresiones: la imaginación los fingía más bellos. Mejor dicho, las cosas no son bellas sino para los que poseen el mágico cristal de los videntes, que revela la poesía oculta bajo la prosa superficial. Y es pretensión ridícula en cualquier transeunte, el creer que descubrirá, en un sitio histórico ó natural, lo que Taine ó Flaubert hubieran visto.

Al paso que se achica, el planeta se torna más chato y monótono.[389] Cuando la civilización niveladora haya borrado de la haz de la tierra los vestigios de la antigüedad y del exotismo, la uniformidad universal será desesperante, y las distancias aproximadas no valdrán el trabajo de ser salvadas. En un largo viaje, lo que se encuentra á cada paso es la repetición de lo que se conoce ya; y ello nos interesa precisamente en proporción de los recuerdos, es decir, de los elementos psicológicos que le incorporamos: he evocado en Belize la selva de Fontainebleau; en los Alleghanies herrumbrados por el otoño, las faldas de los Pirineos; en California, el valle de Aconcagua ó Tucumán. La naturaleza es menos varia que el humano habitáculo. Pero, si el mismo paisaje no nos interesa hondamente más que por la impregnación histórica ó legendaria que contiene ó le atribuímos ¿qué substancia imaginativa pueden encubrir estas vírgenes praderas sin huellas seculares, estas ciudades nuevas sin nobleza ni estética? Lo único que aquí retribuye la tristeza del peregrinaje es la manifestación, más futura que presente, de una variedad sociológica en formación. Y aquí, sobre todo, es cierta la palabra de Pope: «El verdadero estudio de la humanidad, es el hombre»[55]. Pero lo que vale ser estudiado del hombre no se muestra en la existencia artificial de los ferrocarriles y hoteles; el alma colectiva puede asomar á la superficie de la vida callejera, casi nunca el alma individual, la que piensa, desea, sufre á solas, y es la célula consciente del organismo social. Por eso, no sabrá nada real é íntimo de la psicología americana quien no haya ahondado lo bastante en ella para criar afectos y antipatías, agregando al juicio del espíritu la reacción personal del sentimiento.

[390]

En los meses de octubre, noviembre y diciembre, he recorrido varias veces los Estados del centro y del este, deteniéndome algunos días en sus más importantes poblaciones, fuera de estancias repetidas en Washington, Boston y Nueva York. Pudiera ahorrarme lo primero en beneficio de lo segundo, pues nada útil he extraído de las rápidas excursiones, y por ellas he tenido que abreviar las permanencias provechosas.

Al viajar desde Chicago á cualquier región del este, el rasgo general que hiere la vista es la densidad creciente de la población, mejor dicho, la multiplicidad é importancia de los centros comerciales y fabriles. Las ciudades populosas se suceden como ganglios á lo largo de la vía férrea; se siente la aproximación de los viejos Estados del Atlántico, de las genuínas colonias inglesas que han sido el núcleo de la nacionalidad y el primer receptáculo de la inmigración europea. Pero, de Cincinnati á Baltimore y Filadelfia, como de Cleveland á Pittsburg ó Buffalo, la uniformidad invernal de la campiña refleja la de las agrupaciones humanas; apenas si, acá y allá, rasga la niebla del vago recuerdo un punto luminoso y alegre,—sólo acaso porque me tocara entreverlo bajo el claro sol de invierno y el cielo azul—así Toledo y su parque á orillas del lago Erie; la blanca Indianapolis, libre del hollín de Cincinnati y Chicago, con su vistoso monumento á los soldados anónimos: ¡Indiana’s silent victors! Pero aun antes de la nieve niveladora, la campiña, en el Ohío y Michigan, carece de la majestad que ostenta la sabana ilimitada, entre el Missisipi y los montes Rocallosos, sin cobrar la amenidad de los valles y colinas de California. Acabado el verano, con sus mieses doradas y sus verdes praderas, el suelo desnudo ha sido despojado de su único atractivo. La cadena de los montes Alleghanies accidenta la monótona Virginia, y su cruzada[391] en ferrocarril abre un paréntesis en el tedioso viaje; en la tarde de otoño, una impresión de dulzura triste se desprende de los montes rojizos, de los enebros y encinas, cuyos follajes herrumbrados contrastan con el verde obscuro de los abetos, sobre el fondo pálido de la helada pradera. Pero muy luego vuelven á sucederse interminablemente las mustias heredades, cubiertas de bañados ó de ralos encinares que rodean las casillas de madera y techo de zinc, fabricadas por millares para ser transportadas y armadas en cuatro días, en cualquier punto del territorio. Son hogares trashumantes, casi tan movibles como la tienda del pastor, y que tal vez no duren bastante para ver florecer los arbustos frutales plantados en su contorno. La tierra americana se cansa pronto, y sus explotadores abandonan sin tristeza el campo arrendado, en cuanto deja de «pagar». Aun en el oeste casi virgen, con el despotismo de los sindicatos compradores de cereales, hase vuelto tan precaria la suerte de los agricultores, que muchos entregan sus campos roídos de hipotecas, y prefieren trabajar á jornal. El seno de la gran nodriza se ha secado al viento de la especulación. Por otra parte, esta nodriza es una mercenaria. Nada hay aquí que se asemeje á la pasión entrañable del labriego francés por su terruño. Aquél, en verdad, se une indisolublemente al campo heredado ó adquirido, que las generaciones han fecundado con el sudor de su afán. Para este rural advenedizo, la tierra vale lo que produce; cuando ella deja de ser remuneradora, levanta sus frágiles penates y los transporta más allá; y por eso no se asienta en sólidos cimientos la casilla sin musgo ni enredaderas, donde los hijos no han nacido ni los abuelos morirán.

Desde mediados de diciembre, el crudo invierno se ha desplomado bruscamente en los Estados del centro; sorda y espesa, la nieve ha caído sin interrupción durante una semana, y[392] el blanco sudario que envuelve campos y ciudades se perpetúa por la congelación. El viajar ahora es melancólica tarea; por lo demás, menos penosa aún que durante el verano. Mejor que en región alguna de Europa—donde el confort se reserva para la vida casera—los yankees han resuelto, amplia y democráticamente, el problema de la comodidad material. Han sacudido el yugo de las estaciones; en verano, con los bloques de hielo y el agua á torrentes por todas partes; en invierno, con la calefacción, tan general é intensa, que envuelve la vida urbana y viajera en una atmósfera aisladora y tibia: á tal punto que, lejos de sufrir por el frío polar, el forastero lo desea, y procura por una hora la tónica reacción, sabiendo que, á cualquiera parte que se dirija, el paseo á pie por las aceras congeladas será un breve paréntesis al confortable ambiente del calorífero.

He dado una última carrera de despedida por el oeste, y, después de Navidad, vuelvo de Chicago á Boston por la orilla de los lagos, deteniéndome en varias ciudades manufactureras; algunos puntos negros sobre el fondo implacablemente blanco: tal es el efecto general del paisaje en la retina; y el residuo sensacional es un despliegue abrumador y monótono de la misma fuerza física. Las ciudades negruzcas que atravieso, asentándome en ellas horas ó días, según el humor (gracias al socorrido unlimited ticket): Detroit, Cleveland, Pittsburg, Buffalo, son inmensos talleres fabriles y febriles, que despiden el potente rumor del esfuerzo humano y evocan imágenes monstruosas de cíclopes fraguando metales en las cavernas volcánicas:

Ac veluti lentis Cyclopes fulmina massis
Quam properant...
[56]

[393]

Sucédense los «enjambres» mineros, más numerosos y compactos á medida que se interna el viajero en el New York y Pennsylvania; de noche, por entre el velo espeso de la niebla y el humo que enrojece los focos de gas natural, y hasta la cruda incandescencia eléctrica, esos grupos infatigables é insomnes revisten no sé qué apariencia fantástica. Tienen su enérgica existencia propia, al parecer independiente de la que se adapta al curso de los astros y al cambio de las estaciones; en la muerte universal que cubre las campiñas, y el invierno que aletarga la vida orgánica, los gnomos subterráneos se alimentan sin duda con los metales que extraen y amasan, con los aceites minerales que manan de la roca, sin conocer más sol que los gases inflamados, más brisa que el hálito de sus fuelles gigantes, más nubes que los penachos de humo que se retuercen bajo sus bóvedas de hierro y granito. Y en la fuga nocturna del tren por el campo de nieve, las negras poblaciones atravesadas, que dejan la sensación de bloques de carbón sobre un pavimento de mármol, se llaman—¡amarga ironía!—Roma, Ithaca, Troya, Siracusa: nombres prestigiosos y sonoros que llevan el espíritu á las regiones luminosas y bendecidas, donde la fácil existencia no cuesta tanto afán: á los siglos antiguos, en que á la esbelta humanidad, vagando á sus anchas por el planeta desocupado, bastábale pedir sus frutos espontáneos al suelo intacto y sus peces al mar, para levantar gozosa el himno de la vida y proseguir el sueño de belleza que poblara el universo de dioses y héroes ...

Pero son ociosas las miradas hacia atrás, y casi impíos estos votos regresivos, si en las comarcas antes felices de la vieja Europa la pobreza creciente impone su ley de bronce, y en la misma patria del arte se han secado las poéticas fuentes del pasado al cierzo realista del presente. Bien hacen las tribus[394] proletarias en desdeñar la gleba empobrecida, si es cierto que la exuberante Cibeles americana brinde á las bocas ávidas un seno henchido y desbordante de savia nutricia ... Pero ¡ay! ¡ilusión más triste que la vieja realidad! También la estrechez y la miseria han asomado hoy en los territorios casi vírgenes ayer. Las minas y fábricas conocen las huelgas dolorosas, ya motivadas por la escasez del salario, ya por el exceso de producción. Estos Estados Unidos, que ostentaban orgullosos su desarrollo material, han crecido en efecto con velocidad portentosa, pero también han madurado con asombrosa rapidez; en el mundo nuevo, lo propio que en el viejo, los problemas solemnes é ineludibles comienzan á surgir; las mismas exigencias se formulan aquí, sin que las atenúen, como allá, las tradiciones de la raza y el amor de la patria venerable. La madrastra se ha tornado para muchos tan estéril como la madre; y en Chicago y Pittsburg, en Brooklyn y Filadelfia, como en Birmingham y Roubaix, millares de trabajadores sin trabajo, bajo el viento y la nieve, tienden al transeunte sus pobres manos ateridas que, no sabiendo ya levantarse al cielo en ademán de súplica, se cierran hacia la tierra en actitud de amenaza.

Boston.

La capital del Massachusetts y metrópoli de la Nueva Inglaterra cuenta 500.000 habitantes (900.000 con los suburbios); es, después de Nueva York, el gran emporio comercial del Atlántico; en su inmenso puerto, más de 10.000 buques cargan y descargan anualmente 4 millones de toneladas, que representan un intercambio exterior de 150 millones de dollars;[395] posee 4000 fábricas industriales; después de Londres, es el primer mercado de lanas del globo; tiene 60 bancos nacionales en actividad, y, en las cercanías del Correo y la Municipalidad, el tráfico de Washington street no es inferior al de Broadway; por fin, relativamente á su población, es la ciudad más rica de los Estados Unidos, como es la más antigua y la primera en gloria histórica. Ahora bien: Boston oculta, por así decirlo, el business que Chicago ostenta; se muestra más orgullosa de sus escuelas y librerías que de sus talleres y depósitos. Como un millonario de tradición y gusto, ella no lleva al visitante ante su caja de hierro, sino á su Biblioteca y galería artística; y en los clubs, en los hoteles, en las reuniones sociales—hasta en las salas de redacción de los diarios,—conoceréis que os toman por un viajero «de distinción» si os dirigen al pronto esta pregunta: What do you think of our public schools?[57]

El Massachusetts ocupa, en efecto, el primer puesto en los Estados Unidos, no sólo en la educación primaria y superior, sino tambien en la cultura general. Mejor dicho, la preocupación y el amor de las disciplinas intelectuales forman su característica, como el comercio en New York, la especulación en Chicago y la política en Washington. Desde este punto de vista excepcional hay que mirar á Boston, aceptando con docilidad y complacencia la actitud que ella misma elige, no sólo porque es más noble y elevado este rasgo sobresaliente, sino porque presenta el resumen más exacto de su fisonomía.

El aspecto de la vieja capital es marcadamente inglés, más aún que el de Filadelfia. Desde la cúpula dorada de State[396] House, que domina la colina comunal en que se agrupara la primera población, se contempla el vasto panorama de la calada bahía, con sus importantes distritos suburbanos de Charlestown, East y South Boston, Roxbury, Brookline, Cambridge, que son otras tantas ciudades. Se tiene al fin bajo los ojos algo que no sea el eterno tablero rectangular salpicado de enormes buildings advenedizos: las calles oblicuas se retuercen irregularmente, como las arterias de un organismo, obedeciendo á una ley más profunda que la regla y el compás de un ingeniero; los parques sinuosos—the lungs, como aquí se dice—parecen en efecto «pulmones» vitales y no simples polígonos verdes. Del tumultuoso oleaje petrificado, surgen islotes que son verdaderos monumentos, reliquias históricas impregnadas de humanidad y tradición, y cuyo costo venal no puede valorarse: templos, museos, academias, casas consistoriales, hospicios, mercados, colegios seculares, que algo recuerdan ó remedan con su estilo, y que me guardaré de enumerar ó describir.

Bien sé que no se trata sino de una «Atenas» puritana y colonial, y que fuera excesivo pedir á los peregrinos del Mayflower el fino gusto de nuestra raza: no es de la opulenta Boston de quien se ha dicho que le infligió la suerte el dono infelice di bellezza[58]; y no me empeñaré en demostrar que la estatua del coronel Prescott ó el obelisco de Bunker Hill sean de muy distinto orden estético que otros adefesios americanos. Con todo, y no residiendo la fealdad de las cosas útiles sino en la presencia de elementos incoherentes ó inapropiados, compréndese cómo los años y el desuso tengan una virtud armonizadora; y por esto, sin duda, se desprende para[397] mí no sé qué belleza moral y pensativa de la abandonada Old State House y del macizo Faneuil Hall, regalo agradecido de un hugonote francés que, con su morada de refugio, legó al Massachusetts la cuna de su futura libertad[59].

Reina armonía profunda entre el carácter material de la población y la índole de sus habitantes. El mismo sello de bienestar tranquilo, de lujo sólido, de honrada placidez y satisfacción interna, se deja ver en las gentes, los edificios y las instituciones. El Hub está en su quicio, y los puntos de la circunferencia giran debidamente alrededor del centro de gravedad. Poco se habla aquí de monstruosas fortunas improvisadas por «reyes» de tal ó cual industria ó especulación, pero sí de muchas posiciones holgadas, debidas al largo trabajo metódico, al equilibrado presupuesto casero y, como en Europa, á la fácil economía: las cajas de ahorros (Saving banks) tenían el año pasado más de 90 millones de dollars en depósito. Pero, lo que vale más aún y es más europeo: no se habla del business fuera del escritorio. Los comerciantes y banqueros tienen á tanta honra ser admitidos en St. Botolph Club, donde dominan los abogados, clergymen y literatos, como en el aristocrático Somerset, que blasona de sangre azul (blue blood), es decir, de una inmigración un poco anterior á las otras. Por lo demás, muchos bostonianos pertenecen á uno y otro, y en la misma noche he visitado, fuera de los nombrados, el democrático Suffolk y el Papyrus literario con las mismas personas. Á este propósito consignaré un detalle significativo.

Llegaba á Boston provisto hasta el recargo de cartas de introducción para diferentes funcionarios y particulares; esta[398] paper currency de la recomendación circula tan abundante en la América del norte como en la del sud; regularmente no tiene más efecto útil que mantener las relaciones de cortesía entre mandante y mandatario, desempeñando el portador (¡cuente V. con un amigo! very glad!) un papel análogo al del cartero en día de Año nuevo. En general, una sola, bien elegida, es suficiente, como basta una vela encendida para que se trasmitan lumbre todos los del entierro. Una hora después de mi llegada é instalación en la excelente Adams House (¡plan europeo!), fuí á entregar personalmente en la redacción del Pilot la única carta que de Buenos Aires traía para Boston, dejando dormir en mi maleta todas las demás, dirigidas á personajes encumbrados. La persona destinataria[60] me recibió con una cordialidad que todavía me conmueve, y me presentó allí mismo al primer redactor, Mr. James J. Roche, que ha sido mi agradable compañero y guía eficacísimo en la simpática población. No he necesitado más para que se me abrieran de par en par las puertas de los hogares, de los clubs, de los establecimientos públicos—y formar parte, durante unas semanas, del Todo-Boston ilustrado y social. No digo que en otras partes la incorporación sea más difícil—al contrario—pero se trata de Boston, del Hub civilizado de los Estados Unidos, y he querido hacer una excepción para lo que es de suyo excepcional.

Tampoco debe exagerarse la característica escolar de la antigua metrópoli puritana, ó deducir de ello que se muestre[399] poco amiga de diversiones y elegancias ligeras. En ninguna ciudad americana es más «activa» la vida de club para los hombres, de funciones sociales, artísticas y caritativas para las señoras—fuera, por supuesto, del paseo á las tiendas ó shopping que, en todos los tiempos y regiones, constituye el bonheur des dames. Es broma gastada en toda la Unión, aquello de los inseparables eye-glasses de las muchachas bostonienses: es la pura verdad que ni por sus lentes ni por su belleza y frescura se diferencian sensiblemente de las de San Francisco ó Baltimore. Más distinguidas en general que las del Oeste, menos estrepitosas que las de Nueva York, las reuniones mundanas de Boston nada pierden en punto á brillo y alegría por acercarse más á las europeas. Pero es cierto que aquí se respira en todas partes una atmósfera moral de seriedad y anhelo educativo. Menudean las conferencias científicas, literarias y pedagógicas, casi siempre públicas y gratuítas. Son casi diarias las audiciones musicales de las varias sociedades de profesores ó aficionados; y los programas clásicos de la Händel and Haydn Society, los cuartetos de la Harvard musical Association, sobre todo las ejecuciones de la Boston Symphony Orchestra, revelan una cultura artística tan profunda como difundida. Existen, sin duda, espectáculos teatrales para todos los gustos,—y no revela el peor de todos el éxito inagotable de Jefferson en Rip Van Winkle, ó el de Dailey en A country Sport, la celebrada farsa de Columbia Theatre,—empero, para juzgar del espíritu dominante, debe asistirse á una representación de Irving y Ellen Terry en el Globe Theatre, y comprobar la atención respetuosa, el silencio admirativo de la cuajada muchedumbre ante el Merchant de Shakespeare ó el Becket de Tennyson; Irving, envejecido y tísico, sólo ha conservado la dicción admirable; pero Ellen Terry,[400] aunque también bastante pasada y marchita, guarda siempre su extraña gracia de leyenda sajona, su encanto fantástico de mujer-niña shakespeariana. Sobre todo, es tan perfecta é inteligente la restauración decorativa de la obra maestra, que la función teatral se convierte en una solemnidad literaria y artística. Como en Bayreuth, la sala está á obscuras durante la representación; la mejor sociedad ocupa los balcones y la platea, en traje de calle: visiblemente, se ha venido á escuchar, no á exhibirse; y tan distante está este público de una «Gran Ópera» mundana, como el actor y literato inglés del ridículo cabotinage de un Coquelin.

Los clubs que he frecuentado revelan carácter análogo, hasta en sus mismos instantes de relativo unconstraint, después de media noche; aun entonces están más concurridas las salas de lectura y conversación que las de poker, y si se indulge un poco en el brandy and soda, es casi siempre con un fin recomendable y para estimular una discusión intelectual. Casi todos ellos tienen excelentes restaurants, sin exceptuar el New-England Woman’s Club; el de Somerset lo tiene especial para señoras, á más de un lujoso supper-room. Por supuesto que en las comidas periódicas de otras asociaciones, como las del sábado del Papyrus Club, reina franca alegría, si bien no me ha parecido que degenerase el humor en el horse-play de otras francachelas profesionales, entre las cuales ocupan el primer rango—es decir, el piso bajo—las del Clover Club de Filadelfia[61].[401] La recepción del St. Botolph, á que asistí, fué al contrario un modelo de cordial urbanidad; se sentaban á la mesa lujosa, al lado del gobernador R., abogados, jueces, banqueros, periodistas, artistas, en fraternal igualdad, y agregaré de paso—como rasgo del espíritu bostoniense—que, á pesar de estar presentes varios extranjeros «de distinción», tocóle al más humilde la derecha del presidente, sólo porque le presentara el periodista y ex presidente del club Mr. J. Jeffrey Roche, á título de literary man[62]. Antes de llegar á los postres, el presidente me advirtió caritativamente en voz baja que me iba á «llamar» (to call), y así tuve tiempo de «improvisar» mentalmente las cuatro frases en mal inglés con que correspondí á su brindis amable. Después de los saludos á los huéspedes y sus respuestas agradecidas, se inició de un borde al otro de la mesa un fuego graneado de chuscadas en prosa y verso, para nosotros incomprensibles, pues estribaban casi siempre en los nombres y apodos de los comensales; y á poco circuló de mano en mano la monumental loving-cup de plata, en que cada good fellow, después de un gran saludo á la concurrencia, absorbía de pie su trago de champagne. Terminada la sobremesa, y en vista de que eran apenas las doce de la noche, se nos llevó en procesión al Suffolk, que pasa por ser el club menos «convencional» de Boston. Y, bajo la nieve espesa que caía en silencio, la larga comitiva, formada en parejas mancomunadas contra el hielo resbaladizo, se desenvolvía, negra[402] sobre blanco, por las aceras de la ciudad pedagógica y puritana.

Antes de resumir las impresiones diversas que han producido en mí las escuelas y facultades del Massachusetts, no dejaré de mencionar sus numerosas bibliotecas públicas y especiales que, junto á las Sociedades científicas y literarias, á los Conservatorios de música y Museos de bellas artes ó historia natural, completan el organismo educativo, y constituyen en conjunto lo que con legítimo orgullo se denomina el cerebro y el espíritu de la ciudad—the brain and the mind of the city.

Cuando la visité, no estaba la Biblioteca pública instalada aún en su palacio en construcción de Dartmouth street, con sus regios salones y sus bóvedas ennoblecidas por las «Musas» de Puvis de Chavannes; pero ya, en su antiguo y relativamente estrecho local, frente al Common, era sin duda, no sólo la mejor de los Estados Unidos, sino una de las instituciones más bellas é imponentes del mundo civilizado. No constituyen, como en la Biblioteca del Congreso, la ancha base de su riqueza cuantitativa, unos trescientos mil volúmenes oficiales é informes administrativos, sino que figuran en su masa enciclopédica, además de las producciones fundamentales de la ciencia, la historia y la literatura de todos los países, verdaderos tesoros bibliográficos, dignos algunos de emular los de la Bibliothèque Nationale ó del British Museum. Casi todos los escritores del Massachusetts han legado una parte ó el todo de su librería á la pública: Everett, su primer presidente, 1000 volúmenes; Bowditch, 2500; Ticknor, 7500, con su inapreciable colección española; otros han multiplicado las donaciones en dinero, ó adquirido valiosas librerías para regalarlas: así los 12,000 volúmenes del fondo Barton,[403] que comprende todas las ediciones de Shakespeare y algunas rarísimas de la antigua literatura francesa. Con todo, lo realmente admirable en el establecimiento, es el servicio interno, así de la casa central como de sus nueve sucursales. Entre sus 150 empleados hay más de 100 mujeres, jóvenes casi todas y admitidas por concurso; en los salones de lectura estudian en silencio centenares de personas, de todas las edades y condiciones; pero el servicio mayor de la Biblioteca consiste en los préstamos á domicilio, que pasan de 1.300.000 obras anuales, de las cuales sólo se pierden ó reemplazan por deterioro, según me afirma el Chief Librarian, unos 800 volúmenes (exactamente 1 por 16.000). No hay catálogo completo encuadernado; pero sí grupos de tarjetas ó fichas, ordenados en el doble orden alfabético y por materias, y que cada lector puede consultar libremente en los casilleros que rodean las mesas: economía en el servicio y comodidad en la investigación.

Además de la Biblioteca pública, hay otras muy importantes: la del Ateneo (160.000 volúmenes), la de la Sociedad histórica (33.000 volúmenes y 82.000 folletos); la de State House (65.000); la de Derecho (20.000); la importantísima de Harvard, en Cambridge (450.000) y veinte más, anexas á instituciones diversas, representando una masa bibliográfica igual á la de París, en proporción del número de habitantes, pero muy superior por los servicios prestados y la circulación. Después de estudiar el mecanismo y marcha de las instituciones anexas á la educación propiamente dicha, el viajero menos profesional adivina ya que el sistema escolar de la región ha de responder á todas las espectativas y merecer su reputación universal. Compréndese, por otra parte, que no me sea posible describirlo prolijamente en estos apuntes ligeros,[404] y debo limitarme á formular el juicio somero que numerosas visitas me han sugerido, debiendo agradecer la amable cooperación que todos los funcionarios me han prestado, algunos con sus explicaciones orales, otros con el envío de varias colecciones de textos clásicos.


[405]

XIX

EL MASSACHUSETTS

II

BOSTON Y CAMBRIDGE

En materia de asistencia escolar efectiva, el Massachusetts, con sus 7859 escuelas y su 450.000 alumnos para una población de 2.239.000 habitantes, ha alcanzado el resultado ideal y absoluto: la cifra de 20 escolares por 100 habitantes debe de representar la proporción demográfica, siendo muy probable que ningún ciudadano futuro resulte analfabeto. Dos datos demuestran que dicho resultado ha sido alcanzado en la región entera: 1º el hecho de ser sensiblemente igual la escolaridad de todos los condados; 2º el hecho de que el acrecentamiento escolar sea, de algunos años atrás, exactamente igual al de la población. Mirada por esta faz anterior, pues, la obra parece concluída y perfecta: falta saber si la substancia es digna del molde, y si la calidad de la educación distribuída corresponde á su cantidad.

[406]

Respecto de la educación primaria en todos sus grados, mi respuesta es categóricamente afirmativa; no sucede lo mismo para la secundaria (Latin y High Schools, primer año de Harvard College); y, en lo que atañe á la educación superior (Harvard University) es decididamente negativa. Desgraciadamente, no podré poner á la vista del lector los datos comparativos y las cien observaciones diarias que han concurrido á establecer este último juicio; pero confío en que bastarán algunas reflexiones nacidas del aspecto y de la esencia de las cosas, para prestar á mis conclusiones algún viso de probabilidad. En cuanto á la educación primaria, podré ser muy breve: desde luego, porque nunca el elogiado niega la competencia del elogio, y también porque la evidente superioridad de este sistema escolar es la consecuencia necesaria de premisas conocidas.

Existen actualmente (1893) en Boston 585 escuelas públicas generales[63], que pueden agruparse como sigue para nuestro concepto latino: 1º instrucción secundaria (primeros años): una escuela normal, 10 escuelas superiores y de latín; instrucción primaria: 55 escuelas de gramática, 476 de primeras letras y 43 Kindergartens. Hay un personal docente total de 1364 maestros, que se descompone así: 163 hombres; 1201 mujeres[64]. Ahora bien, fuera de la dirección de algunas escuelas de gramática, no existe un solo maestro en la instrucción primaria: está exclusivamente confiada á la mujer. Es la primera explicación de su excelencia. La educación infantil es, en efecto, obra de paciencia solícita y de[407] disciplina casi maquinal, en que la mujer americana (sobre todo la bostoniense) tiene que sobresalir, mayormente cuando su tarea está regularmente distribuída y encajada, por así decirlo, en programas, textos y preceptos pedagógicos de una claridad y eficacia insuperables. Repito que algunas Primary Schools de Boston me han dado la idea de la perfección. Los locales son generalmente agradables y cómodos, sin el relumbrón advenedizo ni las proporciones inadecuadas de otras partes; los educandos, varones y mujeres, evolucionan, material y moralmente, con una precisión metódica y, si vale la expresión, una «autodocilidad» que causan admiración. El material escolar, desde el mueblaje hasta el texto de lectura (tengo en vista, sobre todo, la bonita Franklin serie de lectura, en cinco tomos graduados)[65] es el último eslabón provisional de una cadena de mejoramientos incesantes, estimulados por el interés y la competencia. Las maestras—regularmente, las exportadas no dan idea cabal del género—poseen todas las cualidades profesionales: revelan una convicción profunda en el cumplimiento del deber y un ardor de propaganda patriótica que es producto del medio ambiente. Ni tampoco debe evocarse una imagen de teacher rígida y casi asexuada, que fuera un programa en acción. Desde luego, casi todas las maestras primarias son jóvenes, como los tenientes en el ejército; muchas de ellas elegantes y bonitas; todas correctas, dignas (dignified), criadas las más pobres en esta atmósfera de independencia y altivez, en que entra como elemento principal[408] este triple concepto: 1º que los Estados Unidos son la primera nación del mundo; 2º que Boston es el Hub de los Estados Unidos; 3º que la función educativa es la más noble y honrosa que exista en la República. Dadas todas esas premisas, como decía, la consecuencia era fácil de prever; y causa una suerte de respeto el asistir á las lecciones y ejercicios infantiles, que sin duda realizan el ideal tangible de un pueblo enérgico, activo, mental y moralmente homogéneo, cuyas facultades todas deben converger, desde la primera edad, á la lucha por la vida y á la fortuna,—siendo así que dichas facultades prácticas se robustecen con la poda metódica de la gracia espontánea, de la imaginación creadora y otras ramas «superfluas» de la planta frutal.

Desgraciadamente, el éxito obliga—es decir, encadena. Perseguidos además por la obsesión de superar á la Europa, imitándola,—lo que implica contradicción en los términos,—los Estados Unidos han creído que resolvían el problema con incluir humanidades y ciencias en sus planes de estudios y organizar la instrucción secundaria y superior sobre el modelo de la primaria. Tengo el convencimiento de que, á este respecto, su fracaso es poco menos que absoluto, y claro está que si esta conclusión resulta del experimento efectuado en Boston y Cambridge, será aplicable a fortiori al resto del país.

La Universidad de Harvard.

Como su homónima inglesa, Cambridge es una villa universitaria; pero dicho se está que, á pesar de la acumulación y dimensiones de los edificios: halls, salones de estudios, bibliotecas, museos y laboratorios del famoso Colegio de Harvard,[409] dista mucho el conjunto de recordar la nobleza y serena majestad del alma mater británica. Es propiamente un arrabal de Boston, separado de la capital por el río Charles, que el tramway eléctrico atraviesa en el West Boston Bridge; y, aunque el crudo invierno entristece el camino, es una excursión instructiva y agradable que repetiré casi diariamente. El primer día, el amable presidente de la Universidad, Mr. Charles W. Eliot, me acompañaba á todas partes con una complacencia inagotable, á que daban mayor realce aún la ruda temperatura y la nieve congelada en las aceras. Consignaré de paso un lijero incidente que activó la confianza de nuestras relaciones; uno de mis cien resbalones sobre el hielo fué menos feliz que otros, y como mi solícito acompañante me tomase del brazo para restablecer el equilibrio instable, nos quedamos los dos sentados en el sitio: «Es lo que llamamos en Francia (díjele riendo) rompre la glace». Se rió también y supongo que había entendido.

La universidad de Harvard, la más antigua é importante de los Estados Unidos, comprende, además del Colegio propiamente dicho, las facultades de derecho, medicina y teología; las escuelas de veterinaria, de arte dentario y de agricultura, á más de otros establecimientos casi independientes: museos, bibliotecas, observatorio, gimnasio, jardín botánico, iglesias de todas las comuniones, etc. Es ocioso decir que es institución autónoma; vive de sus rentas, procedentes de donaciones que se acrecen anualmente, y se administra por sus Estatutos y Governing Boards, sin intervención directa ni indirecta del Estado. La población escolar, fuera de los cursos de verano, fué durante el último año académico (1892) de 2658 estudiantes, distribuídos en internados libres; agréguense á éstos un conjunto de 253 profesores, casi todos residentes, y 55 empleados[410] administrativos, y se comprenderá el efecto imponente que produce tal organismo educativo, con su centenar de departamentos aislados, algunos seculares, otros recientes, confortables ó lujosos todos ellos, separados por parques y céspedes, y que se desenvuelven alrededor del Old Cambridge, donde se levanta el Colegio, cubriendo un espacio de una milla cuadrada.

Si bien no hay límite de edad para la admisión, las condiciones exigidas la mantienen entre 18 y 19 años. Los estudiantes más jóvenes ó freshmen son, pues, ya hombres, y hombres americanos, es decir acostumbrados al self-control. Se les trata como tales, dejándoles vivir con la más completa independencia[66]. Ellos mismos se organizan en clubs, para comer, trabajar y divertirse juntos. Por subscripción entre antiguos alumnos se ha erigido un imponente Memorial Hall á «los estudiantes y graduados que perdieron la vida durante la guerra civil». En el vestíbulo revestido de mármol están grabados los nombres de las víctimas, y el interior ¡es un inmenso refectorio estudiantil!

Reina la misma libertad para la habitación; entre otros inmuebles, el Colegio posee vastos buildings de cuatro pisos, divididos en aposentos de dos ó tres piezas para alquilar á los estudiantes, variando los precios, según la comodidad y la situación, entre 25 y 300 dollars; pero no hay obligación de preferir estos alojamientos, y muchos viven en casas particulares; ni tampoco los inquilinos universitarios están sujetos á[411] reglamento alguno. Es costumbre que cada estudiante tenga un compañero de cuarto ó chum, con quien comparte los gastos de alquiler é instalación, pues el colegio no suministra sino el local desnudo. Visito algunos dormitories con el presidente Eliot; los «dueños de casa» nos reciben en su salita, como gentlemen á otros gentlemen, sin que nada revele la disciplina escolar; algunos interiores son confortables y hasta lujosos, con piano, cuadros, tapices; otros modestos, todos cuidados, con mucho orden y aseo, y las paredes están cubiertas de fotografías. Nadie se encoge ante el Rector, por más extraña á los estudios que parezca la ocupación del momento: ello es negocio suyo; uno que está dibujando nos enseña con una sonrisa su empezada caricatura, otro se vuelve á sentar al piano y, á pedido mío, continúa una sonata de Haydn ... Nada menos tieso y gourmé que el trato de M. Eliot, con profesores y alumnos, nada que se aleje más de la solemnidad del Provisor francés.

Me lleva en seguida al monumental Hemenway Gymnasium, también organizado en facultad, donde centenares de jóvenes practican el más variado physical training, desde el clásico trapecio hasta las más complicadas y grotescas dislocaciones «calisténicas», tendentes á corregir en cada caso individual un lapsus de la naturaleza para constituir al «hombre normal». Penetramos en un departamento vecino, donde el director Sargent, rodeado de estatuas y aparatos, examina á una docena de jóvenes desnudos y, con auxilio de dinamómetros, esfigmómetros, espirómetros, etc., les receta minuciosamente la clase de ejercicio adecuado á su idiosincrasia y perfecta armonización. Es la pedantería del atletismo; pero los sajones ignoran el ridículo. El presidente llama á un examinando, que se acerca sin perturbarse y, con la ingenuidad[412] de un joven griego, exhibe su musculosa desnudez. De ahí pasamos á las salas de lucha y pugilato, á los campos de tennis y base-ball, donde se preparan con ardor increíble los matches con las universidades rivales. Mr. Eliot atribuye una importancia que encuentro exagerada á esta faz de la educación universitaria; pero, ante mis objeciones, se ve en el caso de confesar que, de algunos años á esta parte, el training intelectual viene perdiendo todo lo que gana el físico. Vamos adelante; pues el amable rector no acaba de hacerme recorrer sucesivamente las instalaciones materiales de todos los departamentos, bibliotecas, laboratorios, museos científicos, etc., etc., repitiéndome, con una insistencia que casi me envanece, que todo ello había sido muy admirado por mi compatriota, M. de Coubertin. El «laboratorio» de botánica, sobre todo, enciende su entusiasmo: aquí, dos ó tres preparadores especiales viven ocupados en modelar amorosamente en cera y pintura, frutas, hojas y flores de todas las especies americanas,—y me esfuerzo en admitir que ese taller de floristas se relacione estrechamente con el progreso de las ciencias naturales ...

Terminada la larga visita domiciliaria, el presidente me hace los honores del Cambridge histórico, enseñándome algunos sitios memorables: la secular Shepard Church, el olmo famoso bajo el cual Washington tomó el mando del ejército patriota; la Craigie House del poeta Longfellow; los homes de Russell Lowell, Agassiz y otras glorias americanas. Me señala al pasar los cottages de algunos profesores, las estatuas del fundador Harvard, de Josiah Quincy, del puritano Bridge ... La nieve y la tarde de invierno amortiguan el paisaje, pero me figuro sin esfuerzo el encanto atractivo de esta existencia tranquila y estudiosa en la dulzura de los hábitos diarios; así como las galas primaverales de estos parques[413] y jardines, hoy mustios y descoloridos, durante la estación de los gorjeos en los follajes obscuros y de las brisas perfumadas en el ambiente, á la hora de los alegres paseos sobre los céspedes de verde terciopelo.

Tomamos el lunch en la residencia del profesor S., el conocido geólogo. Interior amplio y confortable; la familia nos recibe en un hall lleno de cuadros, flores, bibelots; hay una docena de personas: académicos, cuatro ó cinco señoras y niñas. La dueña de casa y sus hijas han viajado por Europa (el profesor ha residido en Montpellier); su conversación es amena y, para mí, curiosa, por la mezcla de distinción mundana y scholarship bostoniense. La charla deriva inevitablemente á las representaciones que está dando Henry Irving en el gran teatro de Boston, y quedo sorprendido, no tanto por la prevista información literaria de las señoras, cuanto por la apreciación crítica, solemne y «banal» de los profesores. Paréceme asistir á un examen de high school sobre Shakespeare; y como una de las misses parece gastar humor travieso, y recordar que ha pasado algunos años no lejos de Tarascón, me ocurre, por vía de estudio, dirigirle, á propósito de Hamlet, unas galejadas meridionales: «¡Ah! sí, indeed, ¡admirable obra maestra! Pero ¡qué singular monólogo! Un príncipe que coloca entre las amarguras insoportables de la vida la «lentitud de los pleitos» (law’s delay) y «¡la descortesía de los empleados!» Y luego, esa ocurrencia, en la esplanada, á media noche: «¡Mi cartera! ¿dónde está mi cartera? ¡¡Urge escribir (I set it down) que se puede sonreir, siendo un villano!!»—Mis huéspedes se sonrien, sin ser villain, pero de dientes afuera, revelando tan poca afición al joke que baraja sus hábitos mentales como al que revolviese los muebles del salón. Es natural que la gente puritana no cultive la paradoja;[414] pero, en general, el yankee no percibe la ironía sino aderezada con el humorismo elefantino de Mark Twain.

Salimos, y el excelente Mr. Eliot me acompaña hasta el car; después de agradecerle todas su finezas, le expreso mi deseo de volver algunas veces para asistir á las conferencias del Colegio. Me concede el permiso con toda amabilidad; y he podido, en efecto, sentarme al lado de los alumnos durante una semana, no sólo en las clases y anfiteatros, sino también en los eating clubs, como un estudiante libre un poco postergado. Pero paréceme que el digno presidente, sobre todo después de mis herejías shakespearianas, creía que mi misión se limitaba á conocer y admirar los halls de la Universidad—como M. de Coubertin.

El departamento académico, que se llama propiamente el Colegio de Harvard, corresponde en principio á la Facultad de filosofía de los alemanes, ó á nuestras facultades latinas de ciencias y letras reunidas—si se incorporara al plan de estudios el año superior de los liceos. No sólo por el número de sus alumnos (las dos terceras partes de la totalidad), pero sobre todo por el carácter fundamental y educativo de sus asignaturas, es el Colegio el departamento más importante y el que suministra el criterio real de la cultura americana. Fuera de que no podría tener opinión valedera sobre muchas asignaturas técnicas y profesionales de otros departamentos, es evidente que los estudios académicos son los que contienen la característica de la enseñanza superior.

Esta característica, como era de preverse, es la misma que aparece en la organización material de la Universidad, y la que domina toda la sociología americana: la independencia individual y el self-control. En el curso académico, que dura[415] cuatro años, sólo el plan de estudios del primer año es obligatorio en teoría; para los demás, las asignaturas son en su mayor parte electivas. Cada estudiante designa á su antojo, en el árbol frondoso de omni re scibili, las materias sobre que habrá de examinarse al fin del curso, sin distinción de años ni necesidad de vincularlas á sus exámenes anteriores. Puede, como sophomore (2º año), abandonar el griego que desfloró como freshman, substituir la filología clásica por el cálculo diferencial, dar examen de senior (4º año) sobre asignaturas independientes de las que aprobó como junior (3º año), etc. Las cuatro divisiones del colegio se confunden fragmentariamente en los mismos anfiteatros: á la conferencia de «lenguas semíticas» (profesor Toy), por ejemplo, asistían como alumnos: 2 graduados, 4 seniors, 2 juniors, 2 sophomores, 1 freshman y 1 special student. Tratábase de literatura arábiga, y era muy evidente que algunos oyentes (desde luego el freshman) no conocían los elementos de la lengua ni acaso el alfabeto árabe. Y así con todo. No es del caso averiguar el valor científico de los profesores; baste decir que todos ellos dictan tres ó cuatro cursos, fuera de otras atenciones universitarias, para comprender cómo les sea imposible dedicarse á investigaciones personales. Los cursos son orales, sin deberes escritos ni interrogaciones, y cada profesor formula su programa y lo desenvuelve con absoluta libertad. Algunos de los textos clásicos inspiran dudas penosas, si no acerca de la competencia profesoral, al menos respecto de su diligencia: encuentro bajo un flamante disfraz yankee á viejos conocidos míos: muchos autores científicos europeos que han sido desterrados de nuestros colegios secundarios: Ganot, Legendre, Privat-Deschanel; los anticuados alternan con los novísimos, y, por ejemplo, me cuesta creer que la explicación del solo Manual[416] materialista de Lotze contenga un cuadro cabal del pensamiento filosófico moderno. Otros programas de alta literatura extranjera inspiran una dulce alegría: v. g: un curso de clásicos españoles dedicado á Gil Blas; otro de clásicos franceses confiere la igualdad universitaria á Corneille, Racine, Balzac, About, Dumas y ... Amédée Achard (The Clos-Pommier!!). El orden de las materias en los programas suele también ser algo inesperado; encuentro, por ejemplo, que los jóvenes matemáticos estudiarán los logaritmos después de la trigonometría plana, with its applications to navigation; sin duda la trigonometría esférica se aplicará á la agrimensura, en el otro semestre. En literatura clásica, los freshmen se dedican á traducir el texto griego de los trágicos y del mismo Aristófanes, dejando para después á Homero y Jenofonte; lo propio acaece en latín con las Odas de Horacio, que preceden al clarísimo Cicerón ... Pero todo ello, y lo demás, se justifica cuando se asiste á las conferencias, que se componen esencialmente de traducciones hechas con el texto en regard, sin temas ni ejercicios gramaticales anteriores: evidentemente, para quien ignora la lengua, el aprendizaje mnemónico del sentido, por la versión yuxtalineal, no presenta diferencia, ya se trate de Tácito, ya de Cornelio Nepote ...

No creo, pues, que sea aventurado ni excesivo afirmar que no existe en los Estados Unidos lo que en Alemania y Francia se entiende por educación superior universitaria. Ello se explica al punto con saber que no existe tampoco verdadera educación secundaria. Faltando la base, es decir, la sólida preparación del gimnasio y del liceo, la enseñanza universitaria, aunque fuese lo que no es, no hallaría el firme cimiento en que pudiera asentarse. ¿De dónde salen, en efecto, estos freshmen de primer año, que vienen á seguir en Harvard[417] la senda sinuosa que les conducirá al magisterio en artes ó al doctorado profesional? Los más favorecidos, los menos numerosos, traen un certificado de la única Latin School de varones (cuyo plan es idéntico al de la de mujeres); otros lo tienen de las High schools de Boston; muchos, por fin, proceden de otros Estados, donde la organización escolar es muy inferior á la del Massachusetts. Pero los mismos privilegiados, que pudieron desflorar las asignaturas secundarias y saludar de pasada el griego ó la historia literaria, no han conocido otro régimen intelectual que el de la educación primaria, en los primeros cursos, y el mismo de la universidad en los últimos: á saber, la disciplina infantil, por una parte, y, por la otra, la ausencia de disciplina.

El plan de estudios de las High Schools de Boston (varones y mujeres) comprende cuatro años ó classes; el de la Latin School, seis, y corresponde nominalmente á la enseñanza «moderna» de los colegios franceses[67]. Pero, fuera de lo inconexo y superficial de los programas, hay que asistir á las lecciones y recorrer los textos clásicos, para comprobar lo dicho más arriba, respecto del carácter subalterno y mujeril de la enseñanza, con excepción quizá de las matemáticas elementales. Forman la base de la instrucción: la recitación de manuales (Leading Facts of History; Hand-book of Science, etc.) para algunas materias; la traducción yuxtalineal de trozos selectos para las lenguas clásicas y extranjeras (Half-Hours with Greek and Latin authors, etc.); para todas las asignaturas, la absorción pasiva y maquinal de datos[418] objetivos y hechos concretos, sin asomo de gusto, de espontaneidad, de crítica personal, así en los maestros, como en los alumnos de uno y otro sexo. Porque, si no existe ya la coeducation material, funcionando por separado las escuelas de varones y de niñas, persiste en realidad por la identidad de los programas, de los teachers y de los métodos. Aquí los hombres aprenden y saben las ciencias y las letras como las mujeres suelen saberlas, es decir, de memoria. Y ante esa distribución mecánica de la ración pensante, á que diez veces he asistido, nunca dejó de acudir á mi memoria la escena cómica de aquel personaje de Dickens, que se nos muestra visitando una escuela y declamando su profesión de fe positiva y práctica: «No enseñéis á esos varones y niñas sino hechos: ¡es lo único necesario en la vida ...![68]»

Tal es el training que se llama educación, con el aditamento de introducirse en las clases superiores el socorrido sistema de la materias electivas, que deja al alto criterio del alumno el sustituir la historia de Roma por la de Inglaterra ó el griego por el francés, y recíprocamente. Si se recuerda que, en Alemania y Francia, excelentes jueces se oponen á que los estudios clásicos de las Realschulen y del Enseignement moderne (que no admiten comparación con el mecanismo de las High Schools) sean válidos para las carreras universitarias, se comprenderá por qué el kaleidoscopio de Harvard no responde, ni puede responder, sino á una ilustración rápida y dispersa, á un rozamiento superficial de Half-Hours con la literatura, la filosofía y la ciencia pura, y que sólo prepara para el plagio y la mediocridad. Y es así como los Estados Unidos[419] y el mismo Massachusetts han ingerido, en un tronco robusto de instrucción primaria, un deplorable vástago de educación superior, que se prodiga estérilmente en ramas y follajes sin producir el fruto de estación. Faltando la fuerte disciplina secundaria, la enseñanza superior se desploma en el vacío: no pasa de conferencias y programas extraordinariamente variados, que los estudiantes «curiosean» entre una función teatral y una larga sesión en el gimnasio.—«No hay (escribía J. de Maistre) métodos fáciles para aprender cosas difíciles». Los yankees han aplicado á las ciencias y las letras su artificio pedagógico de la primary school; toman ó dan «lecciones objetivas» de matemáticas, física, astronomía, literatura clásica y filología comparada, despachando en algunos meses de pocas horas diarias los estudios que requieren años de ruda labor y sólida iniciación: sunt verba et voces, prætereaque nihil.—El punto en que realmente sobresalen las universidades yankees sobre todas las europeas, sin exceptuar á las inglesas, es el atletismo; el grave problema que preocupa á profesores y estudiantes durante el año académico, la rivalidad en que agotan sus esfuerzos los alumnos de Harvard y Yale—es el championship de las regatas y del foot-ball.

Aunque en páginas anteriores he puesto de relieve la «estéril abundancia» y la falta absoluta de originalidad creadora que caracteriza la mente americana, no puedo dejar de presentar algunas reflexiones más, como prueba confirmativa de la conclusión á que he arribado respecto de la educación superior en la «Atenas» de los Estados Unidos. Claro está, con efecto, que si la alta educación literaria y científica no tiene en sí misma su propio fin, si llevan un objeto exterior y ulterior los grados universitarios, habremos de apreciar su eficacia por el rango que las ciencias y las letras yankees ocupan[420] en el mundo. Ahora bien: este rango, no es posible disimularlo, es de los ínfimos,—y estamos aquí en sitio inmejorable para comprobarlo. Boston—con sus anexas Cambridge y Concord—era en verdad, á mediados del siglo, el gran foco de reflexión del pensamiento europeo en América. Á la distancia, y sobre todo para sus efectos civilizadores en la Nueva Inglaterra, la luz prestada casi desempeñaba el mismo oficio que si fuera propia, y hasta para la Europa originaria se hacía perceptible la vislumbre que el unitarismo de Channing y el trascendentalismo de Emerson irradiaban. La pléyade literaria del Massachusetts no tiene sucesores en estos enormes Estados Unidos, cuatro veces más poblados que entonces, y cubiertos de universidades, escuelas y bibliotecas. De este mar de hombres, que leen diarios y libros desde que saben andar, no surge una cabeza iluminada por el sol del genio. Más que nunca, el pueblo norteamericano viene siendo, según el dicho intraducible del menos yankee de los bostonienses, el más «deletreado» y el menos culto del orbe[69]. La decadencia es visible, y si bien la explica en parte el carácter de la enseñanza superior, tal como lo he bosquejado ante la mejor universidad del país, cumple preguntarse, para no exagerarla, si ella entraña una nueva manifestación regresiva, ó si es simplemente la agravación democrática del estado anterior.

Creo que no es sino la evolución natural que, para ser claro y breve, he llamado antes la preponderancia del Oeste. El desarrollo físico del país y el fausto exterior de los «sepulcros blanqueados» acentúan sin duda el contraste, entre el[421] cuerpo que ha crecido asombrosamente y el espíritu que ha mermado un poco: lo que antes fuera dudoso y discutible nos deslumbra ahora con su evidencia; pero, en el fondo, ha habido cambio en la proporción, mucho más que en la esencia. Aun en el apogeo de la «Academia» bostoniense, la característica del pensamiento americano ha sido siempre la ausencia de originalidad. La novedad del escenario ha podido en algunos casos producir ilusiones; en realidad, la influencia de Walter Scott es tan notable en Fenimore Cooper, como la de Barante en Prescott, la de Hoffmann en Hawthorne y la de todo el mundo en Longfellow. Parece al pronto que hacen excepción los dos ilustres bostonienses Emerson y Poe, y ello es cierto en alguna manera, pero no es sino para corroborar la ley general. Con hondas diferencias en su manifestación intelectual y su destino, ambos significan igualmente el aborto del genio «virtual», fuera de su medio propicio. Pudo todavía el humus colonial de la Nueva Inglaterra hacer brotar acá y allá la planta soberana, predestinada á ser roble soberbio en su patria de origen,—y sin duda no es casual la agrupación de los talentos americanos en el Massachusetts[70];—pero el talento creador es árbol de familia y, lejos del ambiente favorable, había de detenerse en su crecimiento y languidecer. Tenía Poe, más que el instrumento, el instinto genial del arte,—y así lo prueba su rudo batallar contra Longfellow y otros pálidos «moralistas» de la[422] poesía,—pero era superior á su producción desigual y enfermiza, finalmente sumergida en el delirium tremens, como la de Baudelaire en la parálisis general. Poe es en América lo que sería Baudelaire en Francia, á no tener éste á su lado, y muy arriba de él, á los genios robustos que, por la diferencia de estatura, enseñan lo que va de la realización á la tentativa, de la originalidad al «excentrismo», de la salud á la enfermedad.—En cuanto al trascendental y simbólico Emerson, es muy sabido que fué una suerte de Carlyle americano, sin el estilo agudo ni la prodigiosa visión histórica del escocés[71]: éste suele tornarse obscuro á fuer de profundo; temo que á veces el otro parezca profundo á fuerza de obscuridad; en todo caso, nunca logró sacudir la fascinación que ejercía el que era sobre el que pudo ser; y sólo la ingenua vanidad de sus paisanos pudo igualar con el maestro al discípulo modesto que conservó hasta el fin, en frente de aquél, algo de la actitud respetuosa de Eckermann delante de Goethe[72].

Con todo, así desmedradas ó fragmentarias, las producciones de Emerson y Poe quedan aparte y aisladas, distinguiéndose por su carácter personal de otras voluminosas imitaciones europeas que no necesito enumerar. Poesía, novela, historia, crítica: todo el stock literario americano forma un conjunto de tentativas plausibles, honradas, no pocas de indiscutible utilidad por el asunto, pero subalternas y sin belleza artística. Algunos modernos, para salir de la huella imitativa, han dado un brusco tirón hacia el monte tupido, y la originalidad yankee[423] revienta en el enorme balbuceo de Walt Whitman (the true laureate of Democracy!) ó el clownismo humorístico de Mark Twain ... Entre tanto, los convencidos apologistas del American Thought, Stedman, Richardson y otros, inclinados sobre el estanque nacional, describen á sus paisanos maravillados el brillo y magnitud de los astros que aparecen en su cristal: y es la verdad que nada les falta para poblar un firmamento y alumbrar la tierra—nada más que ser visibles á la distancia y convertirse, de reflejada imagen, en alta y perenne realidad.

Esta carencia de personalidades geniales, tratándose sobre todo de una democracia en evolución, podría en suma explicarse y confundirse con el reposo fecundo de la incubación, si otros síntomas inquietantes no obscureciesen el diagnóstico. Los espíritus originales, en la ciencia y en el arte, no son un accidente, sino la manifestación esporádica de la substancia nacional. Los «reventones» metálicos que brotan á flor del suelo tienen un valor representativo muy superior al suyo propio: suelen ser indicio del mineral subterráneo que ramifica á todos rumbos sus vetas ignoradas. Por otra parte (si me es lícito prolongar la imagen), no se trata, en el caso actual, de un cantón desierto, vagamente entrevisto y cuyos prospects admitan cualquier sorpresa; sino de una vasta región explorada en todos sus repliegues, sondada paso á paso en sus capas superficiales y profundas, cuyo plano de relieve revela sus menores detalles y accidentes con insuperable exactitud; en tal situación, las innumerables muestras y ensayos cobran una importancia poco menos que absoluta; y si, después de millares de experimentos repetidos, el resultado del análisis acusa idénticamente la ausencia de metal puro y la invariable mediocridad de la combinación,[424] es legítimo inferir que no existe la capa aurífera.

Hace un siglo que las generaciones sucesivas de los Estados Unidos, en número creciente de diez, de veinte, de sesenta millones de individuos, han instituído la experimentación, al parecer más completa y decisiva, para descubrir y sacar á luz el espíritu nacional; cubierto el territorio de universidades y colegios, empapelado de libros y periódicos; admirablemente preparada la exhibición inmediata del talento presumible por la igualdad en las leyes y las costumbres, y suscitada su aparición por el anhelo general,—nada se ha producido que entrañe una promesa viable, una lejana esperanza de ver surgir, algun día, la teoría científica ó la obra de arte original que arranque al mundo un grito de admiración. Y bien, la sentencia se formula por sí sola: la democracia absoluta, la tabla rasa de las tradiciones y el desdén de toda preocupación ideal, se traducen en lo especulativo por la mediocridad uniforme é incurable—que es la forma más perfecta de la igualdad.—Y ante el aborto evidente de la tentativa secular, acaso parezca más triste que la robusta inconsciencia del Oeste, sólo preocupado de crecer y engordar, esta estéril pertinacia del Hub bostoniense, empeñado infatigablemente, como Wagner, el fámulo de Fausto, en aprender las fórmulas y recetas de la ciencia, en juntar, dentro de la redoma de vidrio, los elementos que sólo producirán el homúnculo irrisorio y caricatural[73].

Una nación, como un individuo, puede desarrollarse próspera[425] y feliz, sin aspirar á la gloria suprema de ser en la noche de los siglos una de las antorchas que sirvan de guía al resto de la humanidad: bástale para ello encerrarse en su optimismo egoista, y desechar como un vano juguete todo culto desinteresado é ideal, entonando el prosaico «Salmo de la vida», que es la negación de toda belleza y la demostración ad absurdo de su inutilidad:

Trust no Future, howe’er pleasant!
Let the dead Past bury its dead!...
[74]

Ese futuro de que se desconfía es la esperanza inmortal; esos muertos, que el pioneer advenedizo no se digna enterrar, se llaman la tradición, el recuerdo entristecido, la mirada pensativa y dulce á lo que fué y pasó, para no revivir sino al llamamiento mágico del arte evocador—es decir, el sentimiento del misterio y del ensueño que es toda la poesía. ¿Á qué vienen, entonces, esos ridículos é impotentes remedos de la cultura europea, esos aprendizajes, sin convicción ni éxito posible, de las altas disciplinas intelectuales, y esos aldabonazos importunos á las puertas del templo donde el profano no quiere orar? Más lógico y plausible, lo repito, es el rush materialista del Oeste, que limita sus deseos y no mira más allá del objeto que su mano puede alcanzar; y por eso dije antes que era Chicago la ciudad más representativa de los Estados Unidos, aquella de cuya robusta y simplificada «plataforma» está proscripto el ocioso fantaseo artístico.

[426]

Me vuelve á la memoria una extraña palabra de Heródoto, que, soltada de paso por el narrador ingenuo, reviste para mí la belleza profunda de un mito; después de describir á los «anónimos» y los fabulosos Atlantes, el «padre de la historia» termina con este rasgo inesperado: «y se dice de este pueblo que no sabe soñar ...»[75]. El dón del ensueño, la visión y el anhelo de lo ideal ¿no es también lo que falta á la moderna Atlántida?


[427]

XX

LA ÚLTIMA EXCURSIÓN

EL NIÁGARA.—NUEVA YORK

En lugar de correr derechamente á Nueva York, vuelvo sobre mis pasos: después de una larga disputa entre mis dos yo,—el viajero un poco snob en busca de «impresiones», y el crítico avisado que de antemano prevé una decepción, éste se declara vencido: ¡voy á visitar las cataratas del Niágara! Se sabe que han sido apenas descritas durante los 273 años transcurridos desde el viaje de Charlevoix ... Á pocos peregrinos, felizmente, les ha ocurrido elegir el mes de enero para esta excursión, y, sin creer que sea nueva en absoluto, espero que mi «vista» del Niágara congelado no se parecerá del todo á un extracto de la guía oficial.

De Boston hacia Buffalo rehago el trayecto conocido; por otra parte, á cualquier rumbo que fuera, el cuadro sería idéntico: los mismos esqueletos vegetales sobre el informe manto de nieve, entre las masas negruzcas de las poblaciones. Con[428] agregarse la monotonía accidental del paisaje á la permanente de las ciudades, el viajar por estas regiones se vuelve tan poco útil como agradable. La naturaleza está de máscara blanca, y es tan imposible hacer diferencia entre el sitio más pintoresco y el más desolado erial, como elegir entre dos damas turcas cubiertas de su yachmak. La nieve niveladora, que borra todo rasgo y color, aun más que el frío hiperbóreo, es lo que apresurará mi vuelta á Europa, quitándome el deseo de visitar el Canadá[76].

Enfilamos en Rochester el ramal de Niagara Falls, donde llegamos al obscurecer; todos los hoteles de la ribera canadiense (nadie ignora que el río es frontera de los países) están cerrados, pero del lado americano ha quedado abierto por este invierno la confortable Prospect House. Además de un excelente menu, me encuentro allí con un mozo francés, ex zéphyr de Argelia (hum!), que me sirve con veneración y, á los postres, no resiste al placer de sentarse un momento para contarme su vida y milagros. No hay más huéspedes en el comedor y en toda la casa que una joven pareja en pleno viaje de novios, y éstos ¡lo que se cuidan del viajero, y del zéphyr, y aun del menu!...—Interrumpo la interesante sesión de sobremesa para ganar mi cuarto deliciosamente entibiado por el calorífero, y, después de esta jornada de ferrocarril, solicito el dulce sueño, leyendo una traducción inglesa de la Atala, de Chateaubriand, que he encontrado en una librería de Boston; en tanto que afuera la tempestad de nieve sacude[429] los abetos seculares, arrancándoles gemidos que, por instantes, cubren el ronquido lejano del Niágara[77].

Al día siguiente, bien reposado y dispuesto, fleto un pequeño trineo y me deslizo sin apuro á las cataratas inevitables; siento que estoy cumpliendo un deber sagrado para con mis lectores futuros, y este consuelo altruísta conforta mi ánimo. Es tanto más imprescindible un nuevo esbozo de las caídas famosas, cuanto que ha sido mil veces intentado en todas las lenguas y en todas las formas, desde la del estudio geológico hasta las de la oda pindárica y del anuncio comercial: omitirlo, sería singularizarme. Se habla vagamente de otras cataratas en la América del Sur, mucho más rumbosas—quiero decir, de mayor «desprendimiento»: por ejemplo, la de Kaieteur, en la Guayana inglesa, que cae de 226 metros—ó infinitamente más pintorescas, como la nuestra de Iguazú, en razón misma de su división y escalonamiento en medio de todas las opulencias vegetales del trópico. Pero el Niágara queda incomparable y único, en la pobreza de su marco natural, vulgarizado aún por el sórdido parasitismo explotador, porque es enorme la napa líquida que se desploma, y el espíritu utilitario de los yankees ha sabido juntar en un haz compacto aquellas mil rapsodias descriptivas. Sin perjuicio, pues, de calcular los 5 ó 6 millones de caballos-vapor que aquí se desperdician (wasted energy), sacan provecho en el presente de su maravilla mammoth ... Felizmente estoy solo; es la buena estación que ninguna guía señala; casi todos los hoteles[430] están cerrados; no haré parte de ninguna procesión de turistas á la «Cueva de los vientos», ni pisaré el vaporcito tradicional: el invierno solícito ha espantado las moscas.—Pongo pie á tierra cerca del puente colgante, dos ó tres cuadras abajo de la caída, y procuro templar mis high spirits, vagando al aire frío y tónico, bajo el claro cielo azul donde el sol irradia su tibia caricia, sin una mancha blanca, como si todas las nubes de ayer se hubiesen descolgado para cubrir el congelado suelo. Camino entre los árboles del monte, cuyas ramas cargadas de festones y astrágalos remedan candelabros de cristal. Trae un gozo físico la soledad, el ambiente puro, el débil crugido de la nieve bajo mis pies. Pero diviso el tablero de Suspension-Bridge; ha llegado el momento: evoco á Chateaubriand, á José María de Heredia,—no el nuestro, sino el anterior («¡Templad mi lira!»), al Appleton Guide ... Hago lo posible por exaltarme y ponerme á nivel de la situación.

Es muy sabido—como todo lo que á la catarata se refiere—que el río Niágara derrama las aguas del lago Erie en el Ontario; desde Buffalo, donde comienza, hasta más allá de Lewiston, donde desemboca, este río de comunicación no tiene 60 kilómetros; pero el enorme desnivel de 101 metros, en tan breve distancia, produciría una corriente vertiginosa, á no tropezar el raudal, en la mitad de su camino, con la muralla vertical que lo represa. Entonces la napa superior, dividida en dos brazos desiguales, se desploma de 47 metros de altura, en la vasta y profunda hoya encajonada que este puente domina, uniendo con un tablero de 400 metros las riberas americana y canadiense. Desde mi observatorio, abarco la escena en su conjunto, si bien no percibo aún los rasgos verdaderamente[431] conmovedores de la caída. Los dos barrancos rocallosos, con su vegetación petrificada, despliegan sus desgarradas paredes hasta los extremos de la doble catarata: á mi derecha, la canadiense encorvada en herradura (Horseshoe Fall) alarga su lomo obscuro hasta la mitad de la cuenca; la otra se estrecha á mi izquierda, entre la orilla y la «isla de la Cabra» (Goat Island) que se prolonga en el thalweg superior. El desarrollo total de la barrera pasa de un kilómetro; pero las nubes de agua pulverizada, que se levantan como humareda blanca del hondo hervidero, impiden medir su profundidad; cerca de las orillas y la isla medianera, como en un inmenso crisol, se acumulan los bancos de hielo, las adheridas concreciones que desmenuzan la napa colosal en veinte cascadas parciales. Á mis pies, el río coagulado extiende hasta la catarata su rugosa bóveda sobre la masa líquida que fluye invisible hacia el distante torbellino (Whirlpool), donde se estrella contra las rocas y disloca al fin su rajada corteza en mil carámbanos flotantes ... No experimento decepción, pero no siento que suban á mis labios los borbotones de adjetivos entusiastas. El espectáculo tiene grandeza y majestad, si bien, á la distancia, la inmóvil uniformidad del color y de las formas acolchadas por la nieve le infunde cruel monotonía; el invariable rumor persistente equivale al silencio universal, y, por sobre el acompañamiento profundo y casi insensible de las caídas, percibo el grito agudo de un pájaro que hiende el aire sobre mi cabeza. Después de algunos minutos, dejo mi puesto y remonto la ribera americana, hasta el puente que la une con Goat Island y domina á plomo la misma catarata.

La montuosa isleta que divide el ancho río, y forma promontorio sobre el abismo, es un óvalo de unas dos millas de longitud, cuyo eje mayor rellena el thalweg, con un relieve[432] de diez ó doce metros sobre la superficie; está cubierta de árboles y espesuras, con sendas sinuosas que se cruzan y pierden á todos rumbos; pero el mismo manto invernal envuelve hoy arces y abetos, rocas y malezas, barrancas y edificios lejanos, en un solo lienzo incoloro é informe. La nieve reciente ha redondeado de blanda matidez alabastrina los prismas y cristales de hielo, impidiendo que los rayos del sol irisen sus aristas, y apenas si, acá y allá, algunas agujas centellean sobre el albo campo deslumbrador. Desde aquí diviso el pretil de madera que permite inclinarse sobre la vorágine y contemplar el horror grandioso de la pesada masa desplomada; pero, desde luego, quiero darme cuenta de la formidable avenida, antes de su violenta bifurcación en la punta de Goat Island; y, por la vaga depresión que indica el camino terraplenado, me dirijo hacia el extremo superior.

Me he acostumbrado tan pronto á creerme único visitador de este reino hiperbóreo, que la vista de algunas huellas humanas en la nieve casi me produce el mismo efecto que á Robinson. ¿Será un caníbal, ó Friday, el que ha invadido mis dominios y me precede en el itinerario? Pero, acaso el uno y el otro, pues son dos personas las que caminan delante de mí. Sin ser un consumado rastreador, distingo las dos huellas; las unas, anchas y profundas, se adelantan un poco á las otras, un tanto más delgadas y con el tacón más agudo. Caminan muy juntos, como si el «ancho» llevase preso al «delgado»; y á trechos bastante próximos parecería, por la nieve pisoteada y los rastros confundidos, como si se hubiese empeñado un violento corps à corps entre el feroz caníbal y su desventurada víctima ... ¡Qué horrible misterio!... ¿Estaré acaso sobre la pista de un drama pasional?... Sigo caminando una cuadra más y, de repente, á diez pasos, un doble bulto negro—todo[433] es negro sobre la nieve—se destaca vivamente de un esconce de la roca. Son mis novios de Prospect House. Al verme vuelven al camino—the right way, sir!—y los encuentro en la punta de la isla, sumergidos en la contemplación del horizonte. Él es un buen yankee robusto y seco; Mrs. Friday es más agradable; esbelta y rubia, no hace mal efecto en el paisaje, con su jaquette azul ceñida al talle y su sombrero de ala recta sobre el cabello empolvado de nieve. Esbozamos un vago saludo y, después de una mirada involuntaria á los dos pares de zapatos reveladores, me alejo, para no hacer de guardia civil; y escucho esta reflexión filosófica que saluda mi retirada discreta: a biting cold!... ¡Sí, mucho frío les hace á los novios!...

Desde el extremo de la isla, en cuya aguda proa rompe la corriente con estruendosa violencia, se contempla el caudaloso río desde su salida de Great Island: amplio como un estuario hacia el fondo del horizonte, tumultuoso y veloz como un torrente al acercarse y tropezar sobre las raudas ó rápidos que obstruyen el lecho, dos kilómetros más arriba de la represa. Eriza el lomo en la pedregosa pendiente, rompe su oleaje en los barrancos coronados de bosques, y vuelve, en espantoso turbión, á chocar sobre la carena delantera en que estamos, cual si quisiera derruirla ó arrasarla; pero, casi bruscamente, contienen su ímpetu vertiginoso, más que este rompeolas de peñascos, las masas profundas de la doble esclusada, donde los carámbanos de hielo y los troncos arrancados á las playas giran en lentos remolinos, vacilantes y como conscientes del peligro próximo. Trepando á un morro de piedra, con la nieve al tobillo, puedo explicarme la marcha del drama elemental, desde la peripecia de los rápidos hasta la catástrofe, siguiendo el breve destino de cualquier astilla[434] abandonada á la corriente. El raudal monstruoso asoma por el sud, como precipitado del cielo, arremete espumoso por la rápida y accidentada pendiente, estrella su triple frente en los estrechados barrancos y la muralla á pico de la isla, para retroceder, despedazado é impotente, y luego incorporarse rendido al inmenso depósito; aquí se retuerce la oleada viajera, sacudida por los hondos estremecimientos de la resaca; pero la tregua es breve, y, entre arranques y sofrenadas, como el corcel que ventea al enemigo, tiene que arrastrarse, empujada por otra nueva oleada, y llegar finalmente á la cornisa llena de vapores donde bruscamente se desploma al abismo ...

Aquí el espectáculo es realmente soberbio y fascinador; se tiene la conciencia de asistir á un formidable conflicto entre las fuerzas naturales: uno de esos dramas colosales é informes de Esquilo, en que son protagonistas la Fuerza, la Violencia, las olas monstruosas del Océano, y en cuyos cataclismos gigantescos no puede el hombre figurar, sino como víctima pasiva y ludibrio de las energías elementales:—á manera de estas ramas inertes que el viento arroja á la corriente, que pasan delante de mí, una tras otra, y que no me canso de seguir con la mirada como un melancólico emblema del destino humano. Oigo cerca de mí las risas alegres de la pareja enamorada, que el aire sutil me trae por entre el rumor de la catarata: son felices porque son jóvenes, y su vida ensaya el corto y rápido vuelo en alas de la ignorancia y la ilusión. Creerían acaso, si me vieran, que mi cabeza gris tiene envidia á sus cabellos rubios, y pensarían que media otro abismo entre mi madurez pensativa y su rozagante juventud: media el mismo intervalo que entre aquella astilla, que pasó hace un minuto, y la que flota ahora delante de mí, y dentro de otro minuto dará el[435] propio salto en la vorágine donde todas se juntan y confunden ...

Cerca de mediodía, como á menudo sucede en estos climas, el cielo se ha nublado, ó más bien, un uniforme velo gris se ha tendido sobre el cielo, del horizonte al cenit, apagando de paso el sol resplandeciente y envolviendo la tierra en una vislumbre amarillenta. Es una tempestad de invierno que se acerca, y, junto con la primera ráfaga que sacude por los aires la nieve suelta de los árboles, oigo los gritos de los conductores que llaman desaforadamente á sus viajeros. Felizmente estamos cerca de los trineos y no muy lejos del hotel; bajo la capota y «corriendo parejas con el viento», llego sin novedad á la posada,—donde oiré contar á mi zéphyr, durante el almuerzo, las historias más espeluznantes del Niágara, desde Blondin y su tortilla preparada en la maroma, hasta el capitán Webb que se lanzó al abismo tremendo y logró salir de él, yendo á despedazarse en una roca del Whirlpool.

Después de dos ó tres horas de furioso huracán, aunque sin nieve, el cielo se despeja, el frío recrudece, y, en la calma perfecta de esta tarde de invierno, asisto desde el mirador del hotel á la magnífica puesta del sol sobre los montes enrojecidos. La noche baja lentamente; mejor dicho, es un crepúsculo blanquecino que se eterniza y no llega á empañar los objetos, pues la luna llena aparece en el horizonte y, como un espejo redondo que reflejara el terrestre disco de hielo, se alza, divinamente pura y nítida, sobre el obscuro firmamento, lustrando de claridad boreal la mate blancura de los campos. ¿Qué hacer esta noche, hasta la hora decente de procurar el sueño, sin más sociedad que el mozo francés ni más lectura que la disfrazada Atala, que he vuelto á saber de memoria? He dado una vuelta por la aldea de Niagara Falls, sin más atractivos[436] en esta estación que su docena de fábricas en movimiento, y no siento el menor deseo de volver á leer sus carteles de anuncios gigantescos. De todos los consejos pegados en las paredes, el único que estaría dispuesto á seguir es aquel de Take the Erie railroad! en todas partes repetido ... Y el Herald de Nueva York, que anuncia, para mañana á la noche, Carmen en francés, con Jean de Reszké, Lassalle, la Calvé de gitanilla y la Eams de Micaela ... Pero me falta ver «lo mejor» de la catarata: el salto mismo, desde la cornisa de Goat Island, ya que no visitar la «Cueva» húmeda, donde correría riesgo de quedar congelado. ¿Cómo conciliar tantos «deberes»? Sino me marcho mañana temprano á Nueva York, pierdo una interpretación ideal de mi obra preferida; si me voy, dejo de ver llover el Niágara ... ¡Horrible ansiedad! ¿Quién resolverá este conflicto de armonías?

Pido la colaboración de mi paisano para estudiar los horarios, aunque sé de antemano que es imposible resolver esta cuadratura de círculo. De repente, entre serio y blagueur: «¿Por qué no vuelve V. á las Falls esta noche, con la luna?»—Le miro un momento, boquiabierto, deslumbrado por el descubrimiento. ¡El Niágara de noche! Por esta vez creo que he dado con una novedad ... Pero (sé la guía de memoria) ¿qué es esa historia de rejas que se cierran al ponerse el sol ...? «¡Bah! contesta el zéphyr, en invierno ... y luego ...», desliza su dedo pulgar sobre el índice ... Asunto concluído. Como un bocado, me envuelvo en mi ulster, enciendo un cigarro, me alargo de nuevo en el trineo de marras, y, sin el menor tropiezo, me encuentro á las ocho de la noche en el puentecito de Goat Island, bien seguro esta vez de no verme perturbado, á no ser por las almas de los que aquí cerca han perecido ... ¡Incomparable zéphyr! Le debo la sensación más extraña[437] de mi vida: una hora inolvidable, supraterrestre, cruzada de visiones fantásticas y terrores innominados que no intentaré reproducir, pues no encuentro palabras legibles para sustituirlas á las incoherentes y alucinadas que, esta misma noche, á la vuelta de la excursión, he garabateado con lápiz en mi cartera de viaje. Me limito á resumir algunas impresiones objetivas.

Desde el puente que une Goat Island á la ribera y domina el salto americano, tengo la luna al frente, hacia el este: tejo de hielo nítido sobre el obscuro fondo sideral; ni una nube en el cielo, ni un soplo de brisa, ni un halón flotante en torno del satélite; parece como si la atmósfera, oreada y rarefacta por el frío polar, transmitiera con intensidad insólita las vibraciones sonoras y los rayos de luz. El rumor de las ondas se hincha y retumba solemnemente, tan continuo y pleno que forma una armonía. Entre el resplandor lunar y el vasto reflejo de la tierra blanca, la visión de los objetos cercanos es tan detallada y perfecta como de día; sacudida la nieve suelta por el huracán, los cantos de las rocas resplandecen; los árboles tienen aspecto de cactos cirios, y, de sus ramillas coaguladas en espesas raquetas anacaradas, cuelgan franjas y lambrequines de plata, cándidas filigranas que la vislumbre azul irisa vagamente. El paisaje cristalizado ostenta una rigidez marmórea y funeral; y tan habituado está el espíritu á asociar las ideas correlativas de calma nocturna é inmovilidad, que entre el mugido atronador de las cascadas se tiene la ilusión de un vasto silencio.

Me dirijo un poco más allá, hasta una roca maciza (Luna Island) que parte exactamente las dos caídas; camino sin cuidado, pues, además de la claridad, arroyos y derrames están sólidamente congelados y la capa de nieve rugosa salva de[438] cualquier resbalón. Casi á mis pies, á uno y otro lado, los dos inmensos cilindros líquidos giran eternamente, arrojando al vacío cien chorros tumultuosos que parecen caer en un abismo sin fondo, pues se remontan nubes espesas de agua molecular que se adhieren á los séracs vecinos. Á la base de mi barranco en desplome, que deja entre la napa curva y la ahuecada pared de esquisto la ancha cornisa llamada «Cueva de los vientos» (Cave of the Winds), se acumulan esos bloques caóticos de hielo, que se transforman y crecen hasta el fin del invierno, como dotados de no sé qué vida monstruosa en medio del letargo universal; más allá comienza la bóveda espesa que cubre la corriente, y se prolonga hasta el Suspension Bridge, que perfila en el cielo su esqueleto metálico. El astro vierte sus raudales de plata sobre los raudales de agua, enciende las espumas, jaspea de reflejos opalinos la glauca masa torrencial, dibuja sus arco iris de cambiantes matices sobre las ondas pulverizadas ...

El cuadro reviste soberana magnificencia; pero yo también comienzo á sentir la atracción del abismo: quisiera descender, sin guía, sin las grapas de hierro que aseguran la pisada en el hielo, por esa vecina torre de madera cuya escalereja en espiral conduce á la cueva. En suma, con tiento y precaución, y, si necesario fuese, bajando sentado, una por una, las gradas más resbaladizas, no ha de ser empresa sobrehumana; según las guías oficiales, no hay peligro en ningún tiempo, la luz exterior penetra por las troneras abiertas en cada piso ... Me resuelvo: preveo que me maldeciría después por haber retrocedido. Y, efectivamente, la doble operación, más fácil aún á la subida, resulta un poco larga, pero sin inconveniente mayor. Doy fondo al cuarto de hora, y, por un pasadizo algo accidentado á mi derecha, me encuentro en la[439] gruta famosa, debajo de la catarata: deslumbrado por el cuadro, aturdido por el rumor potente que nace aquí mismo,—acaso un tanto nervioso y dotado de esa mórbida lucidez que casi linda con la alucinación. El frío es intensísimo, y con la humedad congelada en mi sobretodo paréceme que revisto una coraza. Para reaccionar,—ó persuadirme de que reacciono—enciendo un cigarrillo y me pongo á «batir la suela» á lo largo de esta esplanada polar.

El espectáculo, según todos han dicho, es asombroso en pleno día de verano: en esta soledad nocturna, al resplandor de la luna boreal, reviste una irrealidad de fantasmagoría, una extrañeza única. Pero lo único es por esencia lo inefable, puesto que, siendo todos nuestros balbuceos simples reminiscencias, aquí falla cualquier término de comparación. Más vale entonces, sin empeñar una lucha imposible, procurar la expresión breve y sencilla que, si no presenta á la vista el mágico cuadro, lo sugiera al menos á la imaginación fecunda[78].

El ancho cobertizo abovedado en que me encuentro se desploma ocho ó diez metros fuera de la pared vertical, levantándose cerca de veinte sobre el resalto en talud que desciende hasta la sima: es el caveto colosal, formado por erosión en la arcilla esquistosa, de una cornisa ciclópea cuya platabanda superior, de estratos calcáreos duros como granito, forma hasta el mismo salto el lecho del río. En el receptáculo de la catarata, que cae delante de mí con un tumulto atronador, el choque formidable roe la blanda capa arenisca (sandstone), cavándola[440] sin tregua hasta que por su propio peso se derruya el resalto que me sustenta ahora; y así continúa la obra de mina hasta que el borde superior se derrumbe á su vez, trasladando la catarata unos dos metros por año hacia los rápidos y el lago Erie, y, por tanto, reduciendo progresivamente su altura[79].

Á la gloriosa luz de un día de verano, consiste sin duda la belleza del cuadro en ver despeñarse el enorme raudal de 10.000 metros cúbicos por segundo, y contemplar el sol al través de la líquida masa irisada y transparente que se aplasta en el hondo hervidero. Muy otro es el carácter de la escena presente.—La napa americana, relativamente delgada, y dividida ahora por los séracs de la cornisa, abre sus diez cascadas parciales que sólo juntan sus espumas en el embudo receptor; es sobre todo la catarata canadiense la que levanta á la izquierda el formidable estruendo. Pero no hay esplendor veraniego ni gala primaveral que pueda equipararse, por la novedad del conjunto y la emoción intensa que produce, al fantástico palacio del Invierno que me rodea y cuyos prodigios sobrenaturales parece que sólo se desplegasen para mí. Forman amplio propíleo de hielo, al borde del abismo, altísimos pilares estriados y truncas columnas salomónicas, en cuyos intervalos azulados flotan los cortinajes de las reverberantes cascadas, tendidas y rayadas como largas urdimbres en sus telares gigantescos. De las grietadas paredes y peñascos laterales que obstruyen la corriente, se escapan cintas diáfanas que los destellos lunares animan[441] y colorean á manera de fuentes luminosas. Junto á los bloques informes que se acumulan en este peristilo, y parecen escombros del edificio interrumpido, redondeadas estalagmitas yerguen sus ánforas y balaustres; otras remedan candelabros enormes, cipos de mármol sepulcral,—y la imaginación enfermiza evoca leyendas seculares, catástrofes antiguas y recientes que podrían tener aquí su panteón ... Pero hacia la bóveda de concha es donde se ostenta la caprichosa riqueza de esta arquitectura invernal: las mil estalactitas destiladas por la roca calcárea se han cubierto de florones y arabescos, coagulando durante meses los vapores que la catarata difunde por la atmósfera, y, desde la cornisa invisible, se descuelgan fajas y bandas en festones, suntuosos mantos de armiño, doseles y caladas cenefas en los intercolumnios, lámparas de alabastro que destilan diamantes líquidos y cuyos caireles cristalinos espejean al resplandor astral ... Esta, en verdad, es la hora propicia é ideal para admirar la mágica platería de escarcha: por incoloros y débiles que fueran, paréceme que los rayos del sol alterarían su marmórea sublimidad. Todo es aquí glacial y funerario, las mismas sombras proyectadas irradian palidez crepuscular: sólo la fría y casta luna puede agregar una armonía á la helada pompa nocturna, abrillantando de satinada blancura la blanca matidez del ventisquero, y derramando sobre el paisaje fantasma el misterio de su poesía espectral ...

Pero es tiempo de volver, si no quiero quedar adherido al pavimento y agregar una estatua de hielo á la colección. Al encontrarme arriba, pisando el suelo firme de la isla, me confieso in petto que también tiene su poesía el calorífero del hotel. Me meto en el trineo y, durante los minutos del trayecto, evoco no sé por qué á ese extraño peregrino perturbado y perturbador, acaso el mayor poeta del siglo con su prosa cantante y[442] rítmica, en todo caso el más sincero y conmovido, á despecho ó á causa de su engañosa imaginación: al que vino aquí mismo hace un siglo, vivió algunos días entre los indios del Niágara y preparó, silencioso é ignorado, en la entonces virgen soledad, esa paleta rutilante con que iba á deslumbrar al mundo. Él era joven; escuchaba la voz de su «silfo» augural que le decía: ¡Tu serás rey! Relámpagos de esperanza iluminaban su precoz desencanto, y sabía ya que la gloria le devolvería «lo que el viajero deja de su vida en los lugares donde pasa» ...[80]

Nueva York.

Pensé quedarme una quincena en la ciudad «imperial». Después de una semana, tomo pasaje para Europa en el transatlántico La Bourgogne, persuadido de que una estancia más prolongada agregaría muy poco á mi concepto general de los Estados Unidos. Esta metrópoli del comercio y del capital americano es cosmopolita, más europea que yankee; y esto no sólo por la presencia del numeroso elemento extranjero, sino por la orientación general del pueblo neoyorkino. Aquí, ricos y pobres viven en Europa, unos por el recuerdo, otros por la esperanza, todos por los gustos, los hábitos, el lujo importado, el incesante contacto de los viajes y de la imitación. Su sola originalidad consiste en deformar por la exageración el modelo que es más fácil exceder que igualar; sustituyen por el lujo chillón la elegancia discreta, traducen la armonía estética por el boato llamativo: revelan sus aficiones artísticas empedrando con dollars las jiras de los histriones y comprando cuadros[443] célebres para ponerlos bajo vidrio, en marco dorado más ancho que la pintura. En suma, este es un París para chicagoenses. Medio europeo, medio americano, este grupo híbrido nada nuevo me puede enseñar, si no es la prosaica realización del ideal á que aspiran las ciudades-hongos del Oeste. Pero todo esto lo tengo visto ó previsto ya; y después de visitar concienzudamente algunos sitios interesantes ó representativos:—la Bolsa y dos ó tres bancos de Wall Street; algunos docks sobre North-River y otras tantas fábricas de Brooklyn (entre ellas los talleres de Appleton); el building del New York Times y la torre de Babel del World, el Columbia College y la hermosa biblioteca de Astor, etc. etc.,—me siento tan incapaz de añadir á mis apuntes americanos un rasgo que, mutatis mutandis, no se encuentre referido, ya á Boston y sus anexos, ya á Chicago y su Exposición, ya, por fin, á otras metrópolis del centro ó del oeste, que considero ocioso prolongar estas visitas en tranvía ó elevated, por entre el viento y la nieve.

La actividad urbana de Nueva York tiene que asombrar al viajero europeo, mucho más aún que el tamaño de sus buildings y el lujo exterior de sus residencias: Broadway es más genuinamente americana que la regia Quinta Avenida ó el magnífico Central Park, ahora despojado y cubierto de escarcha. Para mí, sin desconocer el carácter de fuerza y riqueza, más grandioso aquí que en cualquiera otra ciudad de los Estados Unidos, nada de lo que veo supera ni alcanza, como manifestación desnuda y significativa, lo que tengo ya descrito. Lo he dicho y lo repito: Nueva York es hoy una amalgama por partes iguales de América y Europa; ahora bien, el primer elemento, es mejor observarlo allá donde se encuentra en estado nativo; el segundo, sólo podré saborearlo, sin adulteración ni contraste, en esa Europa materna que siento está llamando, hace[444] ya tantos días, á su envejecido hijo pródigo. ¡Basta ya de contar las copias infinitas de un falso original que nunca me ha gustado plenamente!

Libre de consigna me entrego al agradable vagar callejero, asisto á algunas conferencias y funciones teatrales que, como casi siempre, se liquidan por una buena dosis de decepción. Á más de que me siento cada día menos apto para soportar la inevitable vulgaridad de la realización escénica, siempre defectuosa en conjunto,—hasta en la misma «Casa de Molière»,—lo que florece naturalmente en Nueva York es la función de «estrellas», con compañías formadas de dos ó tres celebridades europeas, sobre un fondo de cómicos de la legua en disponibilidad. Por supuesto que la compañía de ópera es la que más se ajusta á la regla, y la exhibición de Carmen (por que tanto bregué) ó de Romeo y Julieta (con los Reszké, la Melba y Plançon—el mejor de todos) no me causa sino segundos de placer entre minutos de irritación. Los mismos protagonistas, excelentes en París ó Londres, abultan sus efectos para la exportación, y la Calvé,—á pesar de su hermosa voz y su belleza expresiva—hace una Carmen francamente insoportable. Luego ¡la orquesta ambulante y los coros de baratillo!...

Pero no estoy aquí para reflejar anticipadamente impresiones europeas, y prefiero mencionar dos performances, algo diversas por el asunto, aunque igualmente características y, en el fondo, reveladoras del mismo gusto americano, del mismo «estado de alma». Me refiero á una conferencia del coronel Ingersoll, el famoso libre pensador profesional, y á la recepción del champion Corbett, despues de su reciente victoria internacional en Jacksonville.

Ab Jove principium. La vuelta de Jim Corbett, al día siguiente de dejar hecho unas gachas al pobre champion inglés[445] Mitchell, ha sido una marcha triunfal desde Florida hasta Nueva York—un «¡triunfo de Heliogábalo!» exclamaba el New York Herald, esta mañana. El ilustre boxeador venía en tren especial para detenerse en cada punto del trayecto y arengar á las poblaciones entusiastas. Todos los diarios de la Unión traen sendos reportages telegráficos, en que se describe la vida casera del héroe, de la cocina á la alcoba. Esta noche recibe á todo New York en el inmenso hipódromo de Madison-Square Garden, completamente lleno. Aparece al fin en la plataforma circular, donde debe dar una «repetición» de su último match, haciendo de unglorious Mitchell un simple aficionado. Jim es un gran diablo flaco, todo nervios y tendones, con cara lampiña y mirada de tigre, sin la belleza animal ni la apariencia de fuerza del ex champion Sullivan; viste calzón y camiseta obscuros, lo que acentúa aún su apariencia mefistofélica. Á raíz de una entusiasta ovación, el público, naturalmente, le pide un pequeño speech; balbucea algunos clichés con voz delgada y gesticulación de pugilista, y luego entra á representar. La esgrima del boxing es una simplificación de la del Bourgeois gentilhomme: no se trata siquiera de dar sin recibir, pues uno y otro adversario dan y reciben. Lo que asegura el triunfo es la resistencia; fuera de tres ó cuatro golpes terribles que el uno procura dar y el otro evitar, lo demás no se cuenta, y aquí mismo Corbett recibe cinco ó seis moquetes sin pestañear. Pero, es match de broma, con guantes rehenchidos: un simulacro tan insípido como una corrida con toros embolados y sin la muerte. En uno y otro caso, sólo el peligro, la sangre es lo que apasiona y estimula la crueldad bestial. El público, tan entusiasta momentos antes, se fastidia en seguida y nos escurrimos casi todos en medio del segundo round.

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La conferencia á que aludía tuvo lugar, al día siguiente, en Broadway Theatre; pero en el público, casi tan numeroso como en Madison Square, casi dominan las señoras, viejas y jóvenes, sueltas ó acompañadas. El ilustre orador está solo en la escena, alto, de pie, en traje de etiqueta, elegante y hermoso á pesar de sus sesenta años, afeitado como un actor, combando el pecho robusto y de aspecto mucho más atlético que Jim Corbett. Acerco ambas celebridades porque el coronel Robert Ingersoll es otro champion, tan notable y oficialmente reconocido como el otro: el campeón de la oratoria racionalista; y tan es así, que suelen organizarse matches con apuestas—una tuvo lugar en el Nineteenth Century Club—entre Ingersoll y cualquier ministro protestante dispuesto á take the bet. Tiene aprendidos y publicados cuatro ó cinco discursos, mechados de lugares comunes y bufonadas yankees, que transporta hace veinte años de ciudad en ciudad, como Mark Twain su Jumping Frog: ello se titula los «Errores de Moisés»; y con esa vulgar parodia de la Biblia, Robbie tiene asegurados cuarenta mil dollars de renta y vive en la Fifth Avenue. Esta noche se trata, como siempre, de Some mistakes of Moses. Llego para asistir á la triunfal peroración que levanta una ovación entusiasta. Es una rapsodia de bajísima ley, en que la crasa ignorancia supera la grosería del charlatanismo, la necia risotada del esprit fort de aldea que reprocha á la Biblia no ser un tratado de física y de derecho constitucional. Luego, según la moda yankee, la letanía de los «rivales» de Moisés se prolonga interminablemente, grotesca y extravagante, desde Cavalieri «que casi completó la ciencia de las matemáticas», y Franklin, Morse y Trevethick, «pioneers of progress», hasta Esquilo, Burns y ... Béranger «the poets of the world!!» ... ¡Inspirado por Dios, Moisés, que no conoció el diámetro ni el peso[447] de Neptuno, ni siquiera tenía idea del tamaño del sol (any idea of the size of the sun), ni acaso sospechara el sistema de Copérnico!... etc.» Una de las gracias que arrancan carcajadas inextinguibles á las mujeres consiste en llamar á Moisés, cada cinco minutos, that inspired gentleman: este aticismo es simplemente irresistible. Pero recita su boniment con voz sonora, exuberante gesticulación, muecas y guiñadas de monologuista profesional: es el Barnum del libre pensamiento.

Y entre los aplausos de la concurrencia, procuro figurarme el estado mental, no sólo de los snobs de uno y otro sexo que han pagado cuatro dollars para escuchar y aplaudir esas facecias de clown envejecido, ¡sino de la prensa que saluda invariablemente al «gran pensador», al greatest living orator de América! Bajo las diferencias superficiales se llega aquí á tocar nuevamente la capa profunda, la misma tosca popular en que hace medio siglo se asentaba el grosero mormonismo: el incrédulo Robbie corre parejas con el crédulo Joe, y esta exégesis vale exactamente tanto como ese misticismo.—Y me convenzo más y más de que, respecto del pensamiento puro, del concepto del arte y de la ciencia, del puro gusto estético, de la nobleza del espíritu y la delicadeza del alma, de todo lo que constituye la civilización y da su alto precio á la vida, estos «hijos de Tubalcaín» difieren por esencia de los hijos de Seth, y que, entre esta América que abandono sin melancolía y aquella vieja Europa adonde voy, con la tristeza de volverla á dejar en pocos días, se extiende un abismo moral tan ancho y hondo como el Atlántico.

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APPENDICE


SUR LE CHILI[81]

Je commence à liquider mon arriéré de correspondance. J’aime à croire qu’il n’est pas encore trop tard pour en prendre le fil. Je suis d’ailleurs trop modeste pour penser que le Chili, ou tout autre pays, ait rien perdu de son actualité, pour s’être écoulé plusieurs semaines depuis quej’y ai passé.

Ce que Petit-Jean savait le mieux, c’était son commencement. Petit-Jean était bien heureux; et, malgré l’indulgence dont on use volontiers avec soi-même, je n’oserais me rendre le même témoignage. Par nature et par habitude, je suis le moins écriveur des hommes, et rien ne m’est pénible comme la mise en train. Puis, la Bibliothèque m’a trop donné le goût de la flânerie intellectuelle, de la chasse à la petite bête érudite. Je suis de ceux qui, pour un bain froid de cinq minutes, perdent un bon quart d’heure à tâter l’eau, dans une attitude gracieuse d’échassier, se promettant vingt fois que la seconde prochaine sera décisive ... Il faut dire, pourtant, que je n’ai presque jamais poussé la faiblesse jusqu’à me rhabiller sans[452] plongeon, et que j’ai toujours fini par où je devais commencer.

Oh! pour expliquer mon long silence, j’aurais bien des excuses! Aucune n’est peut-être très bonne, mais c’est justement pour cela que j’en ai plusieurs. Tout d’abord, je suis un «terrien» fini. Tout travail à bord m’est impossible, même par cette navigation idéalement tranquille du Pacifique nord,—une vraie navigation pour dames,—où le roulis est à peine appréciable et où le tangage n’existe que dans quelques ports. Puis, je ne sais comment, cette matière du Chili m’a semblé très difficile à reprendre en français, après l’esquisse d’ensemble que j’en ai essayée en espagnol, pour les Argentins. Je tenais pourtant à vous réserver un coin du tableau ... Peut-être aussi suis-je un peu gêné par cette perpétuelle alternance d’idiomes, qui n’est pas seulement une affaire de style, mais encore, et surtout, une variation de point de vue. Les traducteurs naïfs n’ont point de ces scrupules: ils ont pour eux d’ignorer une des langues qu’ils torturent—quelquefois les deux.

Et cela est très commode. Pour moi, après un exercice prolongé de la lourde épée à deux mains espagnole, je sens bien que j’ai perdu le fin doigté de l’escrime française. Pour m’y remettre, il me faut changer de matière. Et même alors, c’est un long travail d’adaptation, de transposition,—car l’espagnol et le français ne sont pas du tout écrits dans la même clef—et le meilleur lexique n’entend rien à ces choses-là.—Voilà bien des raisons ...

J’ai déjà beaucoup bavardé sur le Chili. Malgré tout, je ne puis prendre sur moi de le quitter sans ajouter quelques traits à l’esquisse commencée. Je voudrais que ce post-scriptum complémentaire ne parût pas trop vide à vos lecteurs. Pour[453] faire court, j’ai présenté en deux fois et séparément l’endroit et le revers de la medaille. Peut-être la méthode n’est-elle pas irréprochable, surtout pour les lecteurs moyens: l’opposition trop forte prend souvent un air de contradiction. Il vaudrait mieux fondre, atténuer, montrer aussi l’entre-deux, l’inévitable mélange de bien et de mal qui est la condition de toute chose humaine, et surtout de toute agglomération nationale. Mais quoi! la seule tentative d’enfermer un peuple entier en quelques pages n’est-elle pas déjà la plus vaine des vanités? Il faudrait tout connaître, et s’y reprendre à cent fois, avant d’oser croire qu’on ait pu saisir la physionomie complète et vraie. Et puis, comme disait Pilate, cet ancêtre méconnu du «renanisme»: Que’st-ce que la vérité? Ce n’est qu’en cour d’assises, devant un jury de bourgeois, qu’on peut «promettre» toute la vérité. En matière aussi vaste que l’étude d’un pays étranger, c’est déjà assez beau de transcrire fidèlement une impression sincère. Si les épreuves successives d’un même modèle accusent des contradictions apparentes ou réelles, nous n’avons pas à nous en inquiéter; il doit nous suffire que chacune soit exacte pour un instant donné et un seul côté de l’objet, et, par conséquent, renferme une parcelle de vérité générale. En avançant dans la vie, je me sens tous les jours plus près du fameux paradoxe hégélien, à savoir qu’une proposition générale, pour être vraie, doit contenir la proposition contraire. Mais cela, c’est de la métaphysique!

Si c’est en voyageant dans l’Uruguay, au Brésil, en Bolivie, qu’on apprécie la supériorité réelle de la République Argentine sur ces contrées limitrophes du versant oriental, il faut séjourner au Chili pour se rendre un compte exact de l’œuvre européenne dans la Plata. Je veux dire que c’est ici, et par comparaison, qu’on peut mesurer et peser, mieux que[454] partout ailleurs, ce qu’a représenté pour l’Argentine, durant un demi-siècle, l’alluvion incessante et l’apport continu de l’étranger. En ce sens, on pourrait dire, suivant la formule connue d’Hérodote, que Buenos Aires est bien un don de l’Atlantique. Il ne s’agit pas seulement des conditions matérielles de la vie—on devine assez ce qu’elles sont dans le reste de l’Amérique espagnole; mais des mœurs sociales, des besoins et des tendances de la nombreuse classe moyenne, qui compose la moitié de la population. Et l’on est très vite convaincu que ce qui manque à la vie chilienne d’aisance et de confortable urbains, de finesse et de véritable élégance dans son train journalier,—aussi bien que d’indépendance intellectuelle et de largeur critique dans les idées,—c’est nous, décidément, qui l’avons là-bas importé et imposé.

Tout cela me paraît évident; c’est d’ailleurs démontrable, et par le procédé le plus solide des sciences d’observation: la méthode de concordance, de Bacon et de Stuart Mill. Si, toutes les données étant équivalentes, sauf une seule, il se produit à tel endroit un phénomène qui fait défaut en tel autre, il faut affirmer que la donnée surajoutée est la seule cause du phénomène. Dans le parallèle institué entre les deux pays, on peut admettre que les éléments nationaux primitifs seraient plutôt inférieurs chez les Argentins—j’en ai déduit ailleurs les causes principales:—or, il résulte, à n’en pas douter, que la vie civilisée ou, si vous préférez, l’adaptation urbaine est à Buenos Aires bien plus complète qu’à Santiago ou Valparaiso. L’émigration européenne, énorme chez nous, insignifiante ici, est le facteur imprévu qui a transformé la face et le fond des choses.

Ce fait sociologique est pour moi d’une importance telle[455] que je lui reconnais, dès à présent, une portée générale pour toute l’Amérique—sauf à en rabattre, si l’étude directe m’y oblige. Mais j’ose annoncer que, loin de l’infirmer, l’observation confirmera plutôt l’induction théorique. Voilà donc une base solide, une mesure précise, un étalon invariable pour toutes les observations, diverses de forme et d’étendue, qu’un voyageur peut faire à travers le continent américain. C’est ici avant tout un continent d’assimilation européenne, fait évident qu’aucune des nations qui s’y développent ne cherche à dissimuler. Du Mexique au détroit de Magellan, ce qu’on appelle progrès, civilisation nationale, c’est l’absorption et la digestion plus ou moins parfaite de la civilisation et des progrès européens. Il y a donc là, tout de suite, un premier terme de comparaison d’une portée considérable et d’une justesse suffisante. Ce n’est certes pas le seul facteur à considérer dans l’agrégat social, mais c’en est un des principaux, et peut-être le premier.—Pour vous orienter, à peine débarqué, ouvrez les statistiques: le nombre absolu des européens établis dans la contrée vous sera une excellente base d’appréciation. Car, à tout prendre et malgré tout ce qu’on est fondé à dire sur la qualité inférieure de la masse émigrante, il n’est pas contestable que les meilleurs conducteurs et débitants de civilisation européenne—ce sont encore les Européens.

Ce qui double la valeur de cette donnée démographique, c’est que la présence d’une forte colonie européenne, dans une région américaine, n’est pas seulement un gage de prospérité et une cause de développement social: c’est aussi, et tout d’abord, un indice très sûr de richesse actuelle. L’émigration s’est écoulée un peu partout en Amérique: elle ne s’est établie solidement et à demeure que dans les contrées où elle pouvait[456] prospérer. C’est donc une longue et vaste expérience toute faite, en vingt ou trente ans de tentatives et d’efforts, et par là bien plus concluante que les analyses des savants et les peintures des touristes. D’ailleurs, il est bien certain, je le répète, qu’un observateur ne peut s’en tenir à ce seul indice (à ce compte, le meilleur guide serait un commis voyageur); mais il est immédiat et précieux dans sa valeur provisoire. Il montre tout d’abord la bonne route à l’observation raisonnée et approfondie. J’en ferai l’essai dans toute l’Amérique, comme je l’ai fait au Chili, et j’ose espérer que l’épreuve sera partout aussi décisive.

Tout ce que j’ai vu, tout ce que je devine me prouve que le Chilien cultivé est au moins l’égal de l’Argentin tout pur,—par exemple du provincial élevé á Buenos Aires et qui, ses grades pris, va exercer une profession libérale dans sa ville de l’intérieur. On pourrait même avancer que, dans un groupe cis-andin, la moyenne d’acquis scientifique ou littéraire, de travail intellectuel, consciencieux et solide, doit être sensiblement plus forte que dans le groupe correspondant de Buenos Aires. Ils doivent faire, en général, de meilleurs professeurs, ingénieurs, naturalistes. Je n’ai ni temps ni qualité pour apprécier d’original leurs médecins ou leurs jurisconsultes;—et je dois dire que ceux que j’ai pu connaître m’ont inspiré beaucoup d’estime, sans m’éblouir,—mais j’ai suivi leurs polémiques dans la presse, parcouru leurs débats parlementaires. L’ensemble laisse une très favorable impression d’élèves studieux, appliqués, ayant fouillé la matière dont ils parlent, sachant à merveille tous leurs auteurs. Un jeune député, positiviste à tous crins, me citait en détail Auguste Comte, Spencer, Littré, tout le cénacle; je suis presque certain qu’il les a lus, et même compris; mais ce dont je suis encore plus[457] sûr, c’est qu’il vieillira sans les avoir jugés. Ils font d’admirables disciples, zélés, soumis, jamais émancipés. Leur historien national, Barros Arana, a accompli ce tour de force de publier quinze ou vingt volumes où il n’y a pas une page vraiment écrite; aucun souci du style. J’ai entendu, et même applaudi, la harangue d’un de leurs meilleurs orateurs,—gradué de Gœttingue!—c’était parfait de ton, de prestance, de correction grammaticale: il n’y avait pas une pensée originale, pas un mot souligné. Leurs romans et leurs poëmes sont les chefs-d’œuvre de gens qui ne sont ni poëtes ni romanciers. En musique, après auditions subies, je les soupçonne d’être un peu primitifs.—Mais on ne saurait, sans injustice, parler avec mépris de leurs efforts sérieux et prolongés en peinture et en sculpture: sans discussion possible, leurs «artistes» sont de meilleurs élèves de nos maîtres français que nos pensionnaires argentins. Du reste, auteurs et amateurs, je crois que c’est le goût qui leur manque, encore plus que le talent. La réelle supériorité de l’Argentin, c’est qu’il se méfie! Je parle, naturellement, du groupe intelligent et initié. A Buenos Aires, on a pu être très large sur les pensions et souscriptions artistiques; on s’est toujours montré moins enthousiaste des productions «nationales». Les Chiliens ne doutent de rien; ils croient à leur «école», á leur «Salon», et couvrent d’or les plus médiocres tableaux de leurs exposants: leur goût est soumis à leur patriotisme.

Ah! pour patriotes, il faut leur rendre la justice qu’il le sont solidement! Ils l’étalent partout, sans peur et sans reproche, cette étoile chilienne qui est le symbole de la patrie. On la rencontre sur chaque mur, sur chaque balcon, sur chaque grille de fenêtre: rien qu’à Santiago, il y en a de quoi peupler un firmament. Et ils se sauvent du ridicule à force de passion[458] sincère.—En somme, ils ont raison de le faire sonner haut, ce patriotisme intransigeant et excessif: c’est par là qu’ils valent, entre toutes les nations américaines. A aucune d’elles la vantardise ne fait défaut, et j’ai là, sur ma table, des historiettes de l’Ecuador et du Nicaragua qui célèbrent leurs misérables échauffourées locales à l’égal des véritables batailles du Pacifique. Mais les phrases creuses ne prouvent rien. Après la guerre du Paraguay, les Chiliens ont mené sur le continent la seule campagne sérieuse dont l’histoire militaire fasse mention. Au prix de quels efforts dépensés, de quels sacrifices prodigués, il faut, pour en juger, avoir vu Pisagua, Arica, Chorrillos et les autres hauteurs assaillies.

On a d’ailleurs beaucoup exagéré la valeur scientifique de cette campagne. Un de nos compatriotes, qui a écrit sur le Chili un livre plutôt médiocre, parle de la «carte» que chaque roto chilien aurait portée dans son sac! Je doute fort que les officiers l’eussent seulement parcourue, cette carte du théâtre de la guerre. Le dénouement, aussi brusque qu’inattendu, de la récente campagne révolutionnaire a assez montré tout ce qu’il y a à rabattre de ces exagérations. Ce qui a été remarquable chez les Chiliens, chefs et soldats, dans cette guerre du Pérou, c’est la résistance, la bravoure, l’élan furieux, la conviction ancrée au cœur de tous qu’il fallait vaincre ou tomber là, sur le sable aride où pas un brin d’herbe ne pousse, où ne coule pas un filet d’eau. Ils eurent presque tout de suite la conscience de leur supériorité personnelle sur leurs adversaires. Vers la fin, dans les batailles autour de Lima, l’ennemi, pris de terreur, lâchait pied aux premières attaques. C’était la lutte inégale et historique de l’Araucan indomptable contre le Cholo timide, des gens de Caupolican contre ceux d’Atahualpa. Le résultat ne pouvait être douteux. Mais de plan[459] stratégique, il n’y en eut jamais que dans l’imagination des historiographes à la suite. Toute la campagne, après la capture du Huascar, fut une suite de coups d’audace.

La tactique même du général Baquedano était aussi invariable qu’élémentaire: jeter tout d’abord sur l’ennemi les bataillons de volontaires, en les faisant soutenir par des troupes aguerries et en gardant sous la main, pour l’heure décisive, les réserves toujours fraîches. Tous les officiers s’amusaient de sa formule proverbiale, qu’il mâchonnait incessamment, comme un tic de vieux sabreur à moitié bègue: ¡Línea atrás! ¡Viva Chile, adelante!—«Viva Chile», c’étaient les volontaires. La plupart de ces assauts à des positions inexpugnables furent d’héroïques folies qui, avec un ennemi solidement organisé, auraient tourné en désastres irréparables. Mais ils avaient la foi qui sauve. Napoleón disait que, de deux armées en présence, celle là vaincra qui, la première, fera peur à l’autre. Les Chiliens y réussirent toujours.

Au sujet de la République Argentine, les chefs se rendent bien compte des difficultés de l’heure présente, aggravée par de sourdes menées politiques et rendue presque précaire par une crise financière qui, dès ses débuts, a fait tomber le papier-monnaie aussi bas que chez nous. Les Argentins, et ils l’avouent, même mal organisés, leur feraient la partie laborieuse. Leur armement, d’excellent type, est incomplet, surtout pour le munitions et l’artillerie. Ils avaient pour eux l’administration et la discipline; ils ont gardé l’administration, bien supérieure à celle des Argentins, tant au militaire qu’au civil. Mais, en somme, ils se sont réjouis très-sincèrement de la paix assurée; et puisqu’elle l’a été aussitôt qu’ils l’ont voulu, ils ne peuvent guère douter que nous l’ayons toujours désirée.

[460]

En général, et j’emploie à dessein une expression très banale, ils ne sont pas «sympathiques». J’ai eu quelque mérite à l’avouer, puisque je comptais parmi eux deux ou trois amis excellents. Leur abord ne prévient pas en leur faveur; et puis, pour la plupart, on reconnaît à l’user que la première impression était la bonne. Mais, au fait, qu’ai-je voulu mettre sous cette formule usée jusqu’à la corde? Eh bien, j’ai voulu dire que, chez les plus corrects, les plus empressés, les plus sincères, par moments on se sent froissé au contact de je ne sais quelle rudesse de fibre, quel fonds de dureté native et primitive, qui rappelle tout à coup le sol rugueux où ils ont vécu, la tribu sauvage qu’ils se sont assimilée, l’âpre combat pour la vie qui forme leur histoire. C’est, naturellement, une impression générale qui laisse la porte large ouverte aux nombreuses exceptions, et qui est surtout sensible dans le bas peuple ouvrier ou rural. C’est là, précisément, que s’accuse la vraie nature d’un peuple. Le vernis uniforme de l’éducation, l’habitude prise de se dominer, qui est le fait de la vie sociale, rend l’aspect des classes supérieures à peu près semblable dans tous les pays. Il faut le choc brusque d’une émotion puissante, la réaction instinctive d’un intérêt blessé, pour faire jaillir au dehors le caractère intime d’un homme du monde. L’homme du peuple est tout simple, son fond remonte à toute minute à la surface en un perpétuel remous. A ce point de vue, l’observation du roto chilien est très instructive. En voyage, au travail, surtout dans ses plaisirs bruyants du bal champêtre ou de la taverne, sa rude brutalité s’étale au premier instant. Il a l’ivresse sombre et mauvaise. Je les ai vus s’acharner l’un sur l’autre, se soutenant à peine, comme de vilaines bêtes féroces, et finissant par rouler au même fossé. On sait trop ce qu’ils sont à la guerre: d’une[461] cruauté animale, dans le pillage et le repaso des blessés, qui fait encore pâlir le Péruviens. Quelle différence avec nos grands enfants de gauchos argentins, si naïfs, si gais, si francs, si oublieux de toute rancune, même après la desgracia d’un mauvais moment! Et puis, le gaucho est élancé, élégant, souvent très beau; il est fou de musique: un couteau et une guitare, voilà la base de son équipement. C’est un hasard, peut-être, mais dans mes excursions aux haciendas chiliennes, à la sieste ou à la nuit tombante, je n’ai jamais entendu aux environs le raclement d’une guitare accompagnant, comme chez nous, une triste et douce chanson d’amour ...

Ces différences morales, n’en doutez pas, subsistent en haut, même alors que l’éducation les a émoussées. Un manque de générosité, d’indulgence, d’humanité—ce lait de la tendresse humaine, dont parle admirablement Shakespeare,—rappelle la fibre araucane et se fait jour dans leurs débats parlementaires, dans leurs discussions familières, dans leurs relations avec les classes inférieures, hommes de service ou femmes de plaisir. Ils sont durs. Est-il bien vrai que la dureté soit le revers de la force et que le monde appartienne toujours aux violents? On le dit aujourd’hui, après Sadowa et Sedan. Cela ne paraissait pas aussi évident autrefois; et l’expérience historique qui n’a jamais séparé, chez les anciens Grecs et les Français modernes, la finesse et la grâce de la bravoure et de l’héroïsme, est peut-être aussi concluante que celle d’Attila.—A un an d’intervalle, les deux pays ont connu les mêmes secousses politiques; sans comparer les causes des deux révolutions, les mêmes renversements se sont produits. Dans l’un et dans l’autre pays, la révolution triomphante a eu raison d’un[462] mauvais gouvernement. Comparez le sort réservé aux vaincus chez les deux peuples.—Oh! je veux bien que, dans l’Argentine, on dépasse la mesure en fait de tolérance et d’amnistie; j’accorde qu’il y ait beaucoup de veulerie morale dans ces averses de pardon et d’oubli, qui n’exceptent même plus les manquements au devoir militaire ou à la morale privée. Cet excès est funeste et déplorable. Eh bien, le dirai-je? malgré tout, je le préfère encore à l’excès contraire. Que les coupables repus s’étalent à Buenos Aires, sûrs de l’impunité et insultant par leur luxe de parvenus à la pudeur publique: c’est un symptôme de relâchement social et de profonde anémie morale. Mais, regardez par-dessus les Andes: écoutez ces cris sauvages d’une populace qui promène par la ville sa torche incendiaire et, sur une liste dressée d’avance, force les maisons des vaincus, saccage, pille, détruit tout ce qui est destructible et brûle le reste. Rappelez-vous, encore, ce malheureux, cet égaré—qui, de l’aveu de tous, n’a jamais détourné une piastre de la caisse publique—réfugié au foyer d’un ami, sous le toit sacré d’une ambassade étrangère. Il la connaît si bien, lui, sa populace déchaînée, qu’il ne se sent protégé par aucune barrière domestique, aucune garantie internationale; et, à la veille d’être débusqué, quand il écoute déjà, pâle de terreur, la meute qui a flairé la proie cachée et tourne autour de la maison suspecte, il choisit de mourir de sa main, pour s’épargner au moins l’outrage et l’avanie.—Oui, d’un côté, c’est peut-être un commencement de résorption putride dont la curation devra être héroïque et sanglante; mais, de l’autre, c’est un fonds invincible de barbarie native, un élément cellulaire de cruauté araucane qu’on ne pourra jamais éliminer. Et, à tout prendre, j’aime encore mieux vivre de ce côté-là des Andes que de celui-ci.

[463]

Ce que le Chilien a pour lui, c’est la Chilienne. En société comme en ménage, il arrive presque toujours qu’à l’homme dur s’unisse la femme douce. Ferrum est quod amant. J’en ai connu ici de charmantes. Pas du tout le même charme que chez les Limèñes, dont je vous parlerai bientôt. Et c’est encore là un effet de la même loi secrète de la nature, qui maintient l’espèce par le contraste dans l’union des sexes. Le Péruvien, un peu mou, se complète par la femme nerveuse, agissante, volontiers commandante.—Puis, la Chilienne a pour elle de ne pas parler trop bien. Elle est la grâce soumise et tendre, la vigne flexible enlacée à l’ormeau noueux. Telle que je l’ai observée souvent, répétée à de nombreux exemplaires, c’est bien la joie du foyer, l’amie fidèle «pour la bonne et la mauvaise fortune», comme parle le formulaire du mariage anglais; la petite main blanche qui sera légère à la plaie secrète et au front attristé. La loyauté un peu rude, mais indéniable, de l’homme est devenue, chez la femme, une ouverture d’âme, une sincérité cordiale d’un attrait irrésistible. Elle reste jeune très tard; et sa coquetterie même est toute franche et naïve. J’ai rarement entrevu la petite perruche à tête vide ou la vraie fille d’Ève, redoutable et féline, qui fleurit ailleurs.

Un raffiné—un peu pervers—trouverait même qu’il lui manque un peu de complication, je ne sais quoi d’énigmatique et de troublant, qui est peut-être à la passion ce qu’est l’acide amer du noyau de la pêche à la saveur du fruit. Mais, quelle santé morale chez celles que j’ai vues de près, à la table de famille, entre le mari travailleur et les enfants joyeux!—C’est même, du reste, ce qui rend un peu terne l’aspect extérieur de la vie chilienne. Sauf à Valparaiso, très peu de femmes dans les rues, sur les places, même dans les grands magasins. Les soirées sont rares, les théâtres chôment la plus[464] grande partie de l’année; elles vont à l’église, en noir et encapuchonnées de leur manta monacale. On les entrevoit par groupes au parc Cousiño, qui est leur Bois, ou, en été, à Viña del Mar, qui est un Mar del Plata beaucoup plus amusant et moins snob que le nôtre. Mais c’est chez elle que la Chilienne vit: elle garde la maison, comme la matrone romaine; c’est là qu’il faut la voir et l’apprécier.

Elle est si simplement gracieuse et gaie, que sa nature résiste à la mauvaise fortune, aux grandes douleurs, aux pires traîtrises de la vie. Ce ne sont pas ici des phrases, j’ai là quelques modèles sous les yeux. Flexible et vivace, très vite résignée sinon consolée, elle se redresse bientôt comme une liane après l’orage. Même sa dévotion, réelle et convaincue, se passe de tout formalisme sermonneur. Ainsi,—la médisance s’apprend vite à «l’école des femmes»—je vous dirai qu’une des grandes villes du Chili est affligée d’un prélat un peu moins distingué et amusant que les canons ne le tolèrent; eh bien, un jour, dans une maison de cléricaux huppés, à la campagne, j’ai très bien vu, à l’annonce d’une visite de Monseigneur, l’envolée générale des jupes claires: c’était à qui ne serait pas là, pour baiser l’anneau pastoral et subir l’ennuyeuse averse.—Un souvenir appelle l’autre, et je vais finir sur un petit crayon qui, je ne sais pourquoi, m’est demeuré très doux et très mélancolique.

Par un tiède matin d’automne, je visitais un asile d’Enfants-Trouvés, en compagnie d’un ami chilien et du médecin de l’établissement. La maison est tenue par des sœurs de je ne sais quel ordre, et je n’ai pas à vous dire si elles s’empressaient à nous montrer les dortoirs, classes, réfectoires et autres dépendances généralement quelconques. C’était bien tenu, propre, même gai, relativement, à cause des grands arbres[465] qu’on voyait des fenêtres et des cris d’enfants en récréation. La plupart des béguines n’était pas trop vulgaires; mais cette promenade s’éternisait cruellement. Avec le médecin, la visite à l’infirmerie était inévitable. Ces petites têtes hâves sur les couchettes étroites, avec leurs grands yeux cernés, rendus précocement intelligents et pensifs par la souffrance, me remuaient trop. Je dus quitter la place, tout pâle; et, traversant un jardin où d’autres enfants jouaient avec la terre, méthodiquement, sans trop crier, j’entrai dans une grande classe pleine de petits garçons de six à dix ans. Une sœur dirigeait leurs exercices de marche rythmée: elle me frappa par sa jeunesse et son air de distinction. L’étroit béguin serrant les joues l’enlaidissait un peu: mais ses yeux noirs aux paupières bistrées étaient magnifiques; les sourcils presque joints faisaient une barre d’encre sur la figure toute blanche, où même les lèvres blêmes et serrées ne se détachaient plus. Petite et mince, on devinait encore le corps flexible et la taille fine sous la robe droite, taillée en soutane, sans une ondulation sur la poitrine plate. «C’est la fille de P ...», me souffla mon ami, entré derrière moi. J’eus un mouvement de surprise; c’est un des grands noms du Chili. Je me rappelais la maison luxueuse, la famille entrevue dans un tourbillon mondain, le père, sénateur, ministre, un instant l’arbitre du pays ... Elle avait tout quitté, sa mère et ses sœurs, la vie et les fêtes, le bonheur entrevu ou peut-être perdu,—pour venir surveiller chaque jour, éternellement, les mouvements d’une bande de petits sang-mêlé, la plupart laids, mal venus, scrofuleux, rachitiques, portant presque tous sur leur corps déformé les stigmates héréditaires de la misère et du péché!—Mon ami la connaissait; ils avaient été du même monde et se serrèrent la main.

Elle leva tout de suite ses longs cils baissés, avec un vrai[466] sourire qui montra ses dents blanches, et me tendit aussi sa petite main rondelette et fine, en s’inclinant un peu, comme dans un salon. Elle causa un instant, devant la supérieure, sans embarras, presque rieuse; s’intéressa aux nouvelles de sa famille, de quelques amies qui étaient aux bains de mer, reçut sans un soupir cette bouffée d’air mondain qui lui arrivait à l’improviste, puis se mit à l’orgue pour faire chanter ses enfants. Aux premières mesures, je dressai l’oreille, étonné: à une paraphrase espagnole du Super flumina, elle avait adapté l’Adieu, de Schubert. Et, tandis que les voix blanches disaient sans les comprendre les versets bibliques où il est parlé des catastrophes de Babylone et de Sion, la large mélodie déroulait sa lamentation désolée, pleine des regrets de l’absent et des tortures du bonheur enfui: Adieu, mon bien suprême, adieu, tous mes amours!... Pourquoi l’avait-elle choisie?...

J’étais tout près d’elle, suivant ses mains sur le clavier, et je remarquai ses ongles roses, un peu longs—contre l’obédience—extrêmement soignés. C’était, sans doute, un petit péché véniel de nonnette; et peut-être le commettait-elle pour s’en accuser chaque semaine, à confesse. Quand elle se leva, ayant fini, je fus presque tenté de lui offrir le bras pour la ramener à sa place. Emporté par ma mélomanie, je lui parlai de Schubert, des autres mélodies si originales, quelques-unes si belles; et tout à coup, étourdiment: «Et vous rappelez-vous, Mademoiselle ...» Il me sembla qu’elle rougissait; mais la supérieure, un peu pincée: «Oh! ce n’est rien, monsieur, vous n’avez pas à connaître la règle.»—Nous avions pris congé; mais, comme elle nous accompagnait jusqu’au seuil, je ne pus me défendre de lui donner encore la main: «Eh bien, ma sœur, soyez heureuse ...»

Heureuse!

[467]

UN VILLAGE MINIER DE L’UTAH[82]

... L’embranchement de Salt Lake à Park City est un peu cousin des nôtres, devers Santiago et Frias, où le train stoppe pour ramasser un voyageur ou décharger un colis sur le bord de la route. Mr. Chambers,—ma foi! je le nomme aussi—le directeur (Superintendent) des mines que nous allons visiter, nous a donné rendez-vous à la gare pour le train de quatre heures. Nous avons pris nos billets, nous sommes installés, l’heure est passée et notre hôte ne paraît pas. Je propose à mon compagnon de redescendre avec nos valises, avant le coup de sifflet; il sourit, tranquille, et, pour me faire plaisir, va aux informations: «C’est Mr. Chambers qu’on attend». Il arrive, en effet, dans son buggy, sans trop se presser, et nous voilà en marche. L’unique vagon est bondé. Mr. Chambers me salue de loin, me fait signe de ne pas bouger; il y a là une douzaine d’employés et ouvriers de la mine: personne ne cède sa place et le patron reste debout, adossé au poêle du coin, posant des questions à ses subalternes assis. Voilà une impression qui en corrige d’autres, et il faut noter les unes et les autres.—Il convient d’ajouter que Mr.[468] Chambers est un self-made man, un énergique parvenu qui, du fond de son puits de mine, est monté par la cage des ouvriers mineurs jusqu’au fauteuil du Conseil d’administration. Il est directeur des deux principales sociétés minières de l’Utah (Ontario Mining et Daly Mining Co). La mine d’argent d’Ontario, spécialement, est son œuvre personnelle, son effort de vingt années. Vers 1872, en joignant ses économies à celles de quelques camarades, il put acquérir le claim où l’on avait découvert les premiers affleurements (croppings). Une première société fut formée en 1874, laquelle s’élargit et se réincorpora deux ans après, au capital (nominal) de 10 millions de dollars, divisé en 100.000 actions. En 1882, le capital fut encore élevé d’une moitié, soit à 150.000 actions. Les premiers temps avaient été pénibles; on avait dû gratter la roche tenace et superficielle qui absorbait plus qu’elle ne rendait. Que faire avec quelques douzaines d’hommes et les maigres ressources du crédit particulier? Songez que là, comme dans le Nevada (qui, du reste, faisait partie de l’Utah), les grands résultats ont été obtenus en poursuivant la veine, par des galeries transversales qui se détachent des puits verticaux à des profondeurs de mille et même douze cents pieds; à travers des cours d’eau souterrains qui, sous un coup de pic dans la paroi devenue trop mince, crevaient comme un anévrysme, inondaient et emportaient tout, jusqu’à ce que des appareils puissants les eussent absorbés et rejetés au dehors ... Chambers, d’ailleurs, joua largement, en homme digne de ses destinées: pas un penny comptant, pour sa double part de propriétaire et d’organisateur; mais des actions à la pelle. Établis sur des bases sérieuses et, comme on verra, tenus constamment au courant des derniers perfectionnements, les procédés scientifiques d’extraction et de traitement du minerai ont fait merveille.[469] Jusqu’à l’an dernier, la seule mine Ontario a produit vingt-huit millions de dollars.

Moi, je l’aime assez ce parvenu et cet entêté qui, malgré Brigham Young et sa séquelle mormone, a, pour ainsi dire, crée le plus grand district minier de l’Utah, avec ses compagnies moins nombreuses mais aussi prospères que pas une du Colorado ou du Nevada, comme on a pu le voir depuis le commencement de la terrible crise actuelle. Je me suis bientôt fait à ses allures dépouillées d’artifice et lui pardonne tout. Mon compagnon est plus sévère. Quand Mr. Chambers bouscule trop les convenances et, par exemple, se mouche avec un doigt—on sait qu’il en faut employer deux dans le monde, et même à la Chambre, d’après la tradition respectée du grand Daniel Webster,—le colonel ne manque pas de me souffler à l’oreille: «Manque d’éducation, No edjoukécheun!»—¡Excellent colonel! C’est lui qui, avant-hier, dans le fumoir, poussait l’absence de morgue jusqu’à ôter ses bottines et allonger délicatement ses chaussettes sur la banquette d’en face, occupée par un sénateur de la Californie, lequel, d’ailleurs, ne s’en émouvait guère.

Notre petit train grimpe bravement dans la montagne, où la voie étroite semble un sentier de chèvres. Pour cette ligne de trafic local et d’intérêt presque privé, on ne pouvait songer aux grands travaux d’art, aux tranchées et aux terrassements coûteux: pas de tunnels ni de viaducs, à peine trois ou quatre petits ponts indispensables. On a même évité la spirale classique, le colimaçon de tous les chemins de sierra. Au lieu de raccorder des courbes tournantes, on se contente de monter en zigzag, tout simplement, comme un arriero des Andes. A chaque sommet de l’angle aigu, une amorce de quelques mètres de rails permet le changement de voie; la locomotive[470] revient sur ses pas, poussant le train minuscule qu’elle entraînait tout à l’heure, sur une pente moyenne de 300 pieds par mille. Le procédé est aussi simple qu’économique; on regagne en distance un peu de ce qu’on perd en vitesse, et, sur le flanc de la montagne, le tracé de la ligne se profile comme un mètre de poche à lamelles articulées. On n’emploie pas beaucoup plus de deux heures à gravir cette pente sur une longueur de quarante kilomètres, jusqu’à Park City, qui se trouve à 5000 pieds, je crois, au-dessus du Lac Salé,—en tout cas, à 7500 pieds sur le niveau de la mer.

Le paysage est d’une grâce alpestre, savoisienne, pleine de douceur et d’attrait dans son cadre de grandeur. Vers l’ouest, jusqu’au fond de l’horizon où le soleil descend, la vallée du Jourdain répand autour de la cité centrale ses villages et ses fermes estompées de feuillage et de brume; les montagnes dénudées d’Oquirh, qui dominent le Lac, s’étagent mollement jusqu’aux premières assises de la Sierra Nevada, lointaine et vague. Autour de nous, tout est coquet et presque trop joli, ainsi qu’une gravure de keepsake. Des troupeaux gris s’éparpillent dans les près verts, émaillés de fleurettes roses et bleues, comme dans les romances. La tenture végétale s’accroche aux sommets glacés par une frange de neige, où les pins aigus font des virgules sombres. Mais cet appareil hivernal fait plutôt contraste avec la fraîcheur agréable et printanière du jour qui décline. Pour le moment, il semble que ces «frimas» soient artificiels; et que, pareille à une bergère de Boucher, la nature charmante conserve sa jeunese sous la poudre blanche dont sa tête est parée. Mais ces images romanesques n’ont pas la vie longue dans les contrées où le positif squatter s’est établi: ça et là, dans un recoin abrité, au versant d’un pli de gorge enclos et cultivé,[471] un cottage tenu et confortable jette une solide signature yankee, un trade-mark prosaïque sur le paysage d’opéra-comique. Bientôt, les cheminées des mills, les tranchées et les déblais chaotiques dans la montagne annoncent le district minier; des coups de cloche et de sifflet déchirent l’air, rudement, dissipent toute illusion de Ranz des vaches et de petit-lait suisse. Le train s’arrête sous un hangar en planches qui est la gare de Park City.

C’est un campement de mineurs dans une étroite et profonde entaille de la montagne; la longue rue unique est bordée de chalets en bois, plantés dans les talus raides, avec deux fossés parallèles qui deviennent torrents à la fonte des neiges. Il y a là deux ou trois mille ouvriers avec leurs familles, en tout 6.000 habitants. La ville est déjà «incorporée», c’est-á-dire érigée en municipalité: elle a un journal, une maison de ville (City Hall), une prison, une compagnie qui fournit à la fois la lumière, l’eau et les pompiers—tout ce qu’il faut pour un incendie; un hôtel, des douzaines de bars, une banque au capital de 50.000 dollars; trois églises dissidentes à identique architecture de guérite, autant de loges maçonniques, parmi lesquelles les «Chevaliers de Pythias» qui semblent inventés par Labiche; quatre ou cinq écoles, et, enfin, un théâtre, un «Opera House» dont les vagues «performances» appellent le crayon de Mark Twain ...

Embryonnaires et parfois grotesques, ces linéaments du moindre groupe américain donnent la clef de la structure générale et démocratique. Ici, il n’y a proprement pas de villages, au sens européen du mot, mais des villes en plein développement ou en formation. Tous les groupements appartiennent à la même classe, au sens zoologique; et ce qui est vrai de l’ensemble l’est aussi des parties. De même qu’un[472] éléphant et une musaraigne sont bâtis sur le même plan organique du mammifère, Chicago et Park City ne diffèrent essentiellement que par les dimensions. Ce campement de mineurs, dont l’existence précaire dépend d’un gîte métallique, est déjà une ville américaine pourvue de tous ses organes matériels; pareillement, la moindre cahute d’ouvrier est un home complet, confortable et décent: et ceci explique cela. C’est la molécule familiale, encore solide et saine, qui donne au bloc social sa contexture puissante et résistante. Le sentiment égalitaire qui est dans leurs âmes, ils le maintiennent vivant et le cultivent par l’éducation, qui est à peu près égale partout; enfin, ils le portent dans les choses, foyers, villes, entreprises et institutions, pour le mieux conserver. C’est là, évidemment, ce qui fait la force de la démocratie américaine, et aussi son infériorité comme forme de civilisation. Comme dans la presse hydraulique, pour que le large plateau populaire s’élevât un peu, il a fallu que le piston directeur descendît beaucoup. La médiocrité générale est la condition inéluctable de la démocratie.

La rue longitudinale, Main Street, est assez animée, à cette heure du retour des escouades. Un grand air d’aisance laborieuse et paisible: des ménagères, entourées d’enfants, font accueil à leurs hommes, que la mine leur rend jusqu’à demain; devant les cottages peinturlurés, quelques essais de potagers verdissent le talus en gradins, et des fleurs, des plantes grimpantes s’enroulent aux poteaux des vérandahs ... Dans la buggy qui, par le chemin raide et pierreux, nous mène à la fonderie et aux bureaux de la mine Ontario, j’interroge un peu Mr. Chambers. La population minière de Park City est presque absolument honnête et pacifique; ríen des anciens placers californiens; d’ailleurs, il avoue que le régime mormonien[473] a été pour la masse émigrante un excellent décantage. La prison vide ne représente pas un besoin, pas même une précaution: comme les fausses fenêtres dans une façade, elle est là, avec le théâtre, pour la symétrie, et complète l’installation urbaine. La plupart des mineurs sont américains et mariés; la moyenne des salaires est de trois dollars par jour. Avec cela, on peut très bien vivre en famille; toutes les femmes cousent, cuisinent, tiennent la maison; tous les enfants vont à l’école jusqu’à douze ou treize ans. Les mœurs sont très pures; les jeunes gens flirtent en liberté; mais, dans le ménages, aucun vestige de mormonisme déclaré, ni de ce qui en tient lieu ailleurs.—On se croirait, moralement, à des milliers de lieues des foules misérables et des hideuses promiscuités de Germinal: on n’en est pourtant pas si loin. Quelques centaines de milles nous séparent à peine des grands centres industriels de d’Illinois et de la Pennsylvanie, où toutes les plaies sociales de la vieille Europe s’étalent à nu. Seulement, ils en sont encore aux accidents locaux et erratiques, tandis que chez nous le mal est endémique et constitutionnel.—Dans l’Utah, et particulièrement dans le district d’Uintah, où nous sommes, le contrecoup de la crise de l’argent ne s’est pas encore fait sentir. Par optimisme sincère ou voulu, les patrons croient à la solution favorable du conflit monétaire aux États-Unis: pour eux, elle consisterait à remplacer la clause de la loi Sherman, qui fait du Trésor fédéral le premier client et le répondant officiel du métal déprécié, par la frappe arbitraire et illimitée dans chaque État. C’est d’une absurdité robuste et simple. Mais il est certain que le bill sera rapporté en bloc, sans succédané immédiat avant la session ordinaire. Au cas même où le Sénat débordé tenterait de substituer le gâchis légal aux embarras actuels, le Président ne céderait pas: Grover, comme on dit[474] couramment en plein Sénat, opposerait son veto.—Il est donc à craindre que, dans quelques mois, l’Utah minier ne soit atteint, à l’égal du Colorado et du Nevada, et que la grève volontaire ou le chômage forcé ne vienne assombrir le tableau que j’ai sous les yeux ...

[475]

LE JUIF ERRANT[83]

ΑΓΝΩΣΤΩ ΘΕΟ

C’est à Chicago, dans le Memorial Art Palace, au bord du lac Michigan, le lendemain du jour où le Parlement des Religions a clos sa longue session.

Il est dix heures du soir. Le vaste amphithéàtre de Columbus Hall, où le Congrès a tenu ses bruyantes séances devant une foule cosmopolite, est à présent vide et muet.

La large estrade du fond, faisant face aux gradins, est seule éclairée d’une lampe électrique; devant la table recouverte d’un tapis de velours, les trois fauteuils du président et des assesseurs; et, tout autour, une trentaine de chaises. A quelques pas de l’estrade, l’ombre commence et va s’épaississant jusqu’aux dernières rangées de l’hémicycle qu’on ne distingue plus: on a la sensation d’un espace immense, illimité, ainsi que dans une cathédrale à la tombée du jour. Mais on ne peut rêver: un dur tic tac de pendule invisible fait comme un rappel impitoyable au prosaïsme du milieu, et, de minute en minute, le lourd silence est déchiré par le sifflet strident des trains qui, de la gare voisine, partent pour la World’s Fair.

Vulgaire et pressé, le timbre de cette pendule sonne dix heures. La tenture de l’estrade se soulève et, par la petite porte dissimulée, une procession bizarre fait son entrée, lentement, d’une allure volontiers liturgique. Les physionomies sont aussi diverses que les costumes: on trouve deux ou trois évêques grecs ou latins en soutane violette, des pasteurs rasés en lévite noire; des turbans de soie ou de lin couronnent des faces basanées,[476] glabres ou à longue barbe grise; il y a encore un rabbin à calotte fourrée, un guèbre sous le haut bonnet persan, un derviche jaune dont le corps émacié flotte dans une souquenille sombre, un mandarin chinois à la mince tresse luisante; d’autres encore qu’on devine lamas, bonzes, parsis, archimandrites: le personnel exotique d’un temple ouvert à tous les dieux, l’état-major sacerdotal d’un nouveau Panthéon d’Agrippa. Une femme voilée est mêlée au groupe.

Ils prennent place, gravement; un archevêque américain préside, entre le rabbin et la femme voilée. Le président ouvre la séance d’une voix blanche et nasillarde:

L’ARCHEVÊQUE

The chair is taken.

L’un après l’autre, sans se presser, ils prennent la parole, la plupart en un anglais bizarre où tous les accents asiatiques, européens, africains, se succèdent sans provoquer un sourire, depuis le mandarin qui ne peut prononcer les r, jusqu’au rabbin allemand qui en cuirasse tous les mots.

Ils dialoguent posément, se félicitent en formules choisies, chacun ayant l’air de préférer les dix religions de ses auditeurs à la sienne propre, et n’employant que des termes amorphes, qui flattent tout le monde sans blesser personne. Ils célèbrent avec componction le pacte universel qui reconnaît l’égale légitimité de tous ces cultes, qui pendant des siècles se sont entre-dévorés. Aujourd’hui, calmés, ils proclament la tolérance qui, écartant la passion, fait surtout servir les croyances populaires et les pratiques religieuses au bien-être professionnel des clergés. Et, dans ce covenant à huis clos, qui scelle l’alliance de tous les sacerdoces, contre la science qui est l’ennemi commun, le sens vrai du Congrès public se révèle: les noms du Bouddha, de Moïse, de Confucius, de Zoroastre, de Luther, de Jésus ne sont pas prononcés ...

C’est à ce moment que trois coups sont frappés à la porte du fond; les dialogues cessent brusquement.

L’ARCHEVÊQUE

se tournant à demi sur son fauteuil:

Qui est là? Entrez!

[477]

La portière se soulève, puis retombe: un vieillard de stature gigantesque est resté là, debout, se détachant sur la draperie sombre. Il est vêtu à l’ancienne mode hébraïque: le chalouk de lin à manches étroites sous l’ample manteau rayé; du sudar enroulé autour du front bruni s’échappent de longues mèches grises, qui se mêlent à la barbe floconneuse; il appuie ses deux mains croisées sur un lourd bâton de voyage, et des téfillin d’argent scintillent à son bras gauche. Il semble octogénaire; mais une vigueur surhumaine se dégage de tout son corps noueux, comme tordu par des tempêtes séculaires; et, sous leurs sourcils blancs, ses yeux luisent comme un feu de pâtre à travers la broussaille. L’assemblée le contemple, stupéfaite et immobile.

L’ARCHEVÊQUE

Qui êtes-vous? Que faites-vous ici?

LE VIEILLARD

fait trois pas en avant: on voit ses pieds nus sous sa tunique; il parle avec le plus pur accent anglais.

Je suis Ahasvérus.

Des chuchotements de surprise s’échappent de toutes les lèvres et se joignent en une rumeur étouffée.

L’ASSEMBLÉE

Le Juif errant!

LE RABBIN

bondissant de son siège, se dresse devant Ahasvérus.

Tu en as menti, imposteur. Maranâtha!

[478]

Et, comme l’autre se tait, ils se sont tous levés, irrités et menaçants: alors le vieillard, sans bouger, laisse tomber ces mots:

AHASVÉRUS

Rabbi Hakkadosch, je t’ai vu naître dans la Judengasse de Francfort, où ton grand-père, le tailleur Johannan, loua la boutique du brocanteur Mayer, le premier des Rothschild ...

Il s’adresse successivement au boudhiste japonais Kinza Hiraï, à Dionysios, évêque de Zante, au mandarin Pung Quang Yu, aux hindous, à tous les autres: il les connaît tous et parle à chacun dans sa langue, avec l’accent où tous retrouvent l’écho de la douceur natale. Ils se sont rassis, un à un, et baissent la tête, confus, sous le flot des paroles du vieillard. Il s’est avancé vers la table et s’exprime maintenant en anglais, pour être compris de tous.

AHASVÉRUS

Êtes-vous convaincus, mes maîtres, ou faut-il que je remonte dans vos généalogies, plus haut que vous-mêmes ne sauriez le faire? Je suis Ahasvérus, le juif maudit, toujours errant depuis dix-huit siècles, celui qui meurt tous les cent ans mais pour renaître le lendemain ...

LE RABBIN

timidement:

Comment as-tu passé la mer, éternel marcheur qui ne peux prendre de repos?

[479]

AHASVÉRUS

Je suis venu par le Nord: la banquise de Behring est, en hiver, un chemin trop facile à qui ne peut mourir; et l’âpre contact des glaces polaires ne mord pas plus sur ma chair que le soleil africain. Hélas! j’envie ceux qui tombent pour ne plus se lever! Je sais trop bien que, pareil à Caïn, je suis respecté des forces naturelles, et que ce n’est point au choc d’une mort violente que ma sentence prendra fin!...

L’ARCHEVÊQUE

Il est donc vrai?—Mais, alors, que viens-tu chercher ici?

AHASVÉRUS

d’une voix plus basse:

Je cherche partout le repos. Il ne viendra, avec la douce euthanasie, qu’aux jours prédits par l’Autre: quand son règne sera passé sur la terre et que son culte n’y sera plus qu’un vague souvenir. C’est alors qu’il reparaîtra, sous un autre nom peut-être, afin que les nations se bercent d’un rêve nouveau. Le vain espoir de finir m’a vingt fois souri, depuis la chute de Jérusalem et la dispersion. Avec les Barbares qui rasaient les cités, les Huns d’Attila, qui laissaient derrière eux les fleuves rougis de sang, les famines et les terreurs de l’an Mille,—j’ai longtemps épié dans le ciel le signe de l’Apocalypse ... Puis, vinrent les massacres des Croisades, les pestes et les[480] destructions du moyen âge, les crimes abominables de la barbarie féodale; et je traversai les foules hurlantes comme des bandes de loups, m’attendant chaque jour à voir le culte chrétien balayé de la face du monde en délire. Mais les flèches des cathédrales montaient plus nombreuses et plus hautes que les piques des barons assassins; les pillages des villes se rachetaient par des pèlerinages, et, dans la nuit du crime séculaire, la croyance idéale, quoique affaiblie et mourante, brillait toujours comme une lampe dans un tombeau ...

L’ARCHEVÊQUE

La foi du Christ est immortelle!

AHASVÉRUS

élevant la voix peu à peu:

... Alors des corruptions plus subtiles fleurirent sur l’ancien fumier de la barbarie. J’entrai dans Rome renouvelée; je souris au paganisme papal, plus dissolvant que l’autre, et je trouvai l’Eglise des Borgia plus scandaleuse que le palais des empereurs byzantins: c’était la décomposition finale, sans doute. L’arbre sacré, cette fois, était rongé à la racine. Mais la Réforme vint qui sauva tout ... Un autre espoir surgit, avec ce Nouveau Monde, qui répandait sur l’Ancien la lèpre de l’or, et l’égoïsme, et l’avarice, mère du crime; mais les nationalités émergèrent des guerres incessantes et le patriotisme refit au genre humain une vertu ... Enfin, il y a un siècle, quand leur creuse philosophie aboutit à la haine des classes et au meurtre des rois, j’étais dans ce Paris immense, cuve où bouillonne[481] toujours la mixture ignorée qui sera l’histoire du lendemain: j’assistai au triomphe de l’athéisme et aux saturnales de la Raison ... Hélas! la Liberté, l’Héroïsme, la Gloire, firent flamboyer leurs trois couleurs sur les ruines du passé, et tout ressuscita,—jusqu’à la religion elle-même ... Ainsi les siècles ont coulé sous mes pas, et me voici encore, toujours en quête de la chimère qui me rendra au néant bienheureux ...

L’ARCHEVÊQUE

d’un accent de triomphe:

Et tu arrives pour être témoin d’une victoire éclatante!...

AHASVÉRUS

sourit amèrement.

J’ai vu les foules athées, les sectes anarchiques semer les engins de mort, en se raillant du droit, du devoir, de la famille, de la patrie, de tous les principes sociaux qu’on croyait éternels: je ne me suis jamais senti si près de la fin convoitée qu’en écoutant vos colloques de Pharisiens,—ô vous (comme Il disait de vos pères) «sépulcres blanchis!»—Vous êtes la vermine qui pullule sur le cadavre de la religion. Le feu de l’Idéal ne brûle plus sur vos autels dorés, et c’est une lampe éteinte que vous promenez dans les ténèbres. La foi du Christ aura bientôt vécu: je sens mon cœur millénaire débordant d’espérance. C’est la fin de Celui qui m’a frappé et maudit!

Tous les prêtres se sont levés avec colère; un tumulte est près d’éclater. Mais la femme voilée a saisi Ahasvérus par le pan de son manteau, et, dans un cri aigu qui impose silence, elle répète cette supplication:

[482]

LA FEMME VOILÉE

Tu l’as connu! Tu l’as connu! Oh! parle-nous de Lui!...

Le calme s’est rétabli sous une poussée de curiosité violente; tous regagnent leurs sièges et restent la bouche ouverte, buvant les paroles d’Ahasvérus.

AHASVÉRUS

d’une voix sourde que l’émotion brise de plus en plus:

Si j’ai connu le Fils de l’homme! J’étais de son âge et né comme lui à Nazareth. Le douloureux village est seul resté presque intact en Palestine, et j’y revois, deux ou trois fois par siècle, la fontaine où Marie, la cruche sur l’épaule, venait puiser l’eau, matin et soir; je retrouve la colline qui domine le pays, toutes les ruelles, tous les sentiers où nous jouions, enfants. Il faisait déjà des prodiges contraires à la Loi. Il façonna un jour des oiseaux avec de la boue, malgré les plaintes de sa mère; et quand Joseph voulut reprendre l’enfant, Jeschoua frappa des mains et les oiseaux prirent leur vol. Marie pleurait souvent sur cette enfance pleine de trouble et de mystère; et puis, il semblait n’aimer personne autour de lui ... Souvent, il quittait l’établi de son père et disparaissait: on le retrouvait dans les synagogues, écoutant les lectures du Scribe et l’effrayant de ses contradictions. Plus tard, ses absences furent plus longues; et il reparaissait un soir dans la maison de Nazareth, comme un hôte étrange et qu’on n’osait plus interroger. Puis, il vécut avec les Esséniens, sur la mer Morte, dans l’oasis d’Engaddi, et il nous revint vêtu de blanc,[483] suivant leur coutume ... Enfin, il alla en Judée, vers Jean le Baptiste, et je ne le revis plus jusqu’aux derniers mois de sa mission, à Jérusalem ...

Ahasvérus pousse un profond soupir; dans le silence qui s’est fait, on entend la respiration haletante de ceux qui écoutent et attendent la suite sans oser la demander.

AHASVÉRUS

reprend son récit, la tête basse et comme se parlant à lui-même:

Bien des années s’étaient écoulées; j’habitais Jérusalem et j’avais pris une table de vendeur au Temple, dans la cour des Gentils: j’échangeais la monnaie romaine pour la monnaie sacrée des sacrifices, je vendais aux femmes des tourterelles de Hanan et des passereaux aux lépreux. Un homme bondit un jour dans le parvis, entouré de quelques artisans et pêcheurs qui étaient ses disciples, renversa ma table sur le pavé et me frappa. Je le reconnus, l’appelai par son nom, lui parlai de sa mère et de ses frères: «Voilà, me dit-il, en me montrant ses fidèles, ma famille et ma mère!» Ce fut alors que je commençai à le haïr ...

Je le revis dans la ville sainte, pour la fête des Pourim, le quinzième jour d’Adar; on parlait beaucoup de lui, de ses attaques aux Pharisiens, et même au Temple dont il annonçait la destruction à mots couverts; on racontait ses miracles: des démons chassés; des paralytiques, des aveugles, des lépreux guéris ... Il apparut dans le parvis extérieur du Hiéron, appelé la cour des Femmes, le seul où elles pussent pénétrer: il était cette fois entouré, non seulement de ses nombreux disciples, mais encore de quelques jeunes filles, et même d’une Samaritaine; on remarquait parmi elles deux[484] sœurs de Béthanie, Marie et Marthe—et surtout une pécheresse très belle, Marie de Magdala, qui le suivit toujours, jusqu’à la fin ...

LA FEMME VOILÉE

Mais Lui, comment était-il? Ne parle que de Lui!...

AHASVÉRUS

Il était grand et souple, beau comme un de ces jeunes dieux grecs dont j’ai vu les statues dans mes voyages. Ses cheveux roux s’écoulaient de son turban de lin; et son visage pâle, à la courte barbe blonde, s’illuminait de ses yeux bleus, limpides comme le lac de Génézareth; il allait vêtu de blanc, comme les Esséniens; et sa voix était si douce, sa démarche si noble, que les jeunes filles, debout sur le seuil des portes, le regardaient passer en souhaitant de le suivre ... Et ce pur amour des femmes fouettait peut-être la haine des hommes ...

LA FEMME VOILÉE

avance la tête pour boire les paroles du Juif; un coin de son voile s’est écarté et elle apparaît de profil, pâle et toute jeune. Elle balbutie très bas:

Mais Lui, les aimait-il?

AHASVÉRUS

Il ignorait les affections particulières: pas plus que la famille, la femme, vierge ou pécheresse, n’existait pour lui. Il[485] était le Messie, le sauveur du monde; et, pour se poser sur un être, sa poitrine s’était trop élargie à contenir l’humanité. Son âme était semblable à ces grands fleuves encaissés, qui fécondent un empire et laissent dépérir l’arbuste de leurs bords. Comme une statue de marbre est insensible aux offrandes votives que la foule dépose à ses pieds, il ignora toujours le sentiment réel de celles qui le suivirent sur le Golgotha et l’adorèrent par delà le supplice et la mort ... Ce fut alors que je le revis ...

On craint qu’il ne puisse achever, tant sa voix s’est brisée; il continue, pourtant, en coupant ses phrases, car il est pressé de finir:

AHASVÉRUS

J’appris sa condamnation par le Sanhédrin, son arrestation au mont des Oliviers, près du torrent de Cédron; et l’acte de Judas que j’approuvai, non seulement parce que je haïssais le Rabbi, mais parce que détestais ses prédications, contraires à la loi juive. C’était la veille de la Pâque, le quatorze de Nisan; il fut conduit la nuit même chez Hanan, qui avait sa maison au haut de la colline. Le lendemain, de grand matin, il fut emmené à la maison de Pilate, près de la tour Antonia, qui le renvoya devant Hérode Antipas ... Mais le monde entier connaît ces scènes déchirantes qui, alors, me laissaient presque indifférent ... J’habitais près du tertre dénudé où il devait mourir sur la croix, entre deux voleurs, en face de la tour Hippicus ... Vers neuf heurs du matin, je sortis au bruit de la foule, et restai sur le seuil de ma porte pour le voir passer. Des soldats l’entouraient, commandés par un centurion, puis des hommes du peuple qui l’insultaient; enfin, derrière le [486]cortége, un groupe de femmes échevelées ... Mais je ne regardai que Lui. Maigre, le pâle visage ensanglanté, il traînait son lourd gibet d’infâmie, et son pauvre corps frêle pliait sous le fardeau ... Je tenais mon petit garçon par la main. Il demanda à faire halte devant ma demeure, car il succombait; et me reconnaissant, il dit: «Ahasvérus, tends-moi un vase d’eau.» Je restai immobile. Il reprit: «Au nom de notre enfance, frère, la soif me brûle!» Je répondis en ricanant: «Marche, Jeschoua, ton heure est venue.» Alors il se redressa et son visage sévère me fit frissonner; d’une voix terrible, il s’écria: «Au nom de mon Père, sois maudit: Chèrem! Tu marcheras à jamais, jusqu’au jour où je devrai revenir, après les temps accomplis!»

Il s’éloigna, et je voulus rentrer, avec mon enfant ... Mais, soudain, une force inconnue me fit lâcher la main de mon fils et me poussa en avant: un tourbillon m’emportait, une tempête qui ne soufflait que pour moi, car les herbes du sol ne bougeaient pas et les arbustes étalaient leurs rameaux, immobiles ... J’étais déjà loin, et, une dernière fois, je retournai la tête pour voir mon enfant, qui pleurait en me tendant les bras ... Quand je passai dans le sentier du Golgotha, les trois croix sinistres se dressaient sur le ciel livide. Mais je ne pus m’arrêter, et, comme une feuille arrachée par l’ouragan, je commençai à travers le monde mon voyage séculaire et maudit ...

Il s’est tu. Un silence d’angoisse pèse sur l’assistance; chacun, les yeux baissés, suit son rêve intérieur, dans l’ombre du Calvaire évoqué; une oraison mentale fait trembler quelques lèvres. La femme voilée tourne la tête pour une question suprême ... Le grand vieillard a disparu.

FIN


[487]

ÍNDICE

Dedicatoria v
Prefacio vii
I.—Chile: La estructura nacional 1
II.—Chile: Experimentos y comprobantes 22
III.—De Valparaíso á Lima 47
IV.—Lima 80
V.—De Lima á Colón 104
VI.—De Colón á Veracruz 133
VII.—De Veracruz á Méjico 157
VIII.—Méjico 179
IX.—Democracias americanas 200
X.—California 217
XI.—Salt Lake City: El Utah. Los Mormones 249
XII.—Salt Lake City: El Mormonismo 275
XIII.—Chicago: Ojeada restrospectiva 291
XIV.—Chicago: La civilización del Oeste 305
XV.—Chicago: La ciudad y la exposición 323
XVI.—Washington: El distrito federal 341
XVII.—Washington: El Capitolio: Mount-Vernon 360
XVIII.—El Massachusetts: La vida social 386
XIX.—El Massachusetts: Boston y Cambridge 405
XX.—La última excursión: El Niágara. Nueva York 427

APÉNDICE

I.—Sur le Chili 451
II.—Un village minier de l’Utah 467
III.—Le Juif errant 475

NOTAS:

[1] Buckle (Civilization in England, II), emite esta reflexión extraordinaria: «All the great rivers in the New World are on the eastern coast, none of them on the western. The causes of this remarkable fact are unknown!» Para este atrevido investigador de las causas y efectos, no es suficiente explicación el examen de las hoyas respectivas.

[2] Véase en el Apéndice una carta en francés, escrita después de estas páginas (abril de 1893), y que completa las impresiones del autor en Chile.

[3] V. Hugo, La Légende des siècles.

[4]

In the afternoon they came unto a land, In which it seemed always afternoon.

(Tennyson, The Lotus-Eaters).

[5] Murillo, Historia del Ecuador, 1890.

[6] «¡Las revoluciones son el bautismo con que los pueblos se regeneran!...» (Veintemilla). Con axiomas de esta fuerza y novedad, la mitad del pueblo ecuatoriano ultraja, saquea, degüella y destierra á la otra mitad desde la convocación del «Congreso Admirable» hasta nuestros dias.

[7] Lucien B. Wyse, Le Canal de Panamá.

[8] Es prohibido dirigir la palabra al timonel.

[9] Coleridge, The Ancient mariner:

Alone, alone, all, all alone,

Alone on a wide wide sea!...

[10] Una duda cruel: durante sus entremeses de autonomía ¿pertenece Yucatán al centro, ó al norte de América?

[11] Movimiento anual: 139 vapores, 52 barcos de vela, formando un total de 270.000 toneladas.

[12] Dante-Gabriel Rossetti, The House of life, xcvii:

Look in my face; my name is Might-have-been;
I am also called No-more, Too-late, Farewell!

[13] There is music, usually in the evenings, on the main plaza.

[14] El 1º de mayo de 1863, una compañía del regimiento extranjero (62 hombres) se defendió en esta hacienda un día entero contra 2000 mejicanos. Quedaron tres hombres ilesos que al fin «capitularon con los honores de la guerra», y recibieron la cruz de la Legión de honor. Durante la ocupación, cada vez que pasaba allí un destacamento francés, los tambores tocaban marcha, los soldados presentaban las armas y los oficiales saludaban con la espada. Hay un monumento costeado por el gobierno mejicano.

[15] Revue des Deux-Mondes, marzo de 1893.

[16] Bernal Díaz, Conquista de Nueva España, CXXXIII: «¡Oh! qué cosa era de ver esta tan temerosa y rompida batalla, cómo andábamos pie con pie, y con qué furia los perros peleaban, y qué herir y matar, etc.!» Toda la página es de un brío y frenesí incomparables. No se encuentra allí la famosa expresión de Noche Triste; paréceme que Gomara fué quien la empleó por vez primera, ó al menos la puso en circulación, pero sin destacar el epíteto: «en esa triste noche» ...

[17] Al imprimir estos apuntes, cuatro años después, encuentro confirmadas mis impresiones y conclusiones por la marcha retrógrada de la educación en los años posteriores. Los documentos oficiales más recientes arrojan estas cifras tristemente significativas: en 1890, para una población empadronada de 11 millones de habitantes, hay 560.000 alumnos; en 1894, para 11.632.924 habitantes 543.977 alumnos ¡en cuatro años de «progreso» la proporción ha bajado de 5,1 por ciento á 4,7!

[18] Sabe todo el mundo que este adjetivo, además de ser un apodo familiar, no tiene ya exactitud local; pero, al adoptarlo en Sud-América hemos ensanchado su significación. Lo usaré, pues, como abreviación cómoda, aplicándolo indiferentemente á los Estados del este y del oeste, é incurriendo á sabiendas en el traspié de cierto presidente sudamericano que encabezaba así su discurso de recepción de un ministro: «Venís como representante del gran pueblo yankee ...»

[19] On heroes: To know a thing, what we can call knowing, a man must first love the thing, sympathize with it.

[20] Taine, Histoire de la littérature anglaise, II, VI.

[21] Sabido es que este procedimiento anexionista es aquí de regla general. Ya se trate de un manjar ó de una comedia, todo lo que penetra en los Estados es de buena presa: ingenua y seriamente se declaran herederos naturales del mundo entero. ¡Hasta la Marseillaise y el God save the queen, disfrazados con palabras yankees, forman parte de sus National war songs!

[22] El excelente periódico semanal The Argonaut tiene un sello de humour elegante casi único en los Estados Unidos, á igual distancia del formalismo bostoniano y del snobismo neoyorkino.

[23] Según el Libro de Mormón, la cabalística palabra Deseret, significa lo mismo que Bee-hive, es decir, «colmena». Es el nombre de todo el valle ó Great Basin.

[24] El coronel M. Blunt es jefe del 16º de infantería.

[25] Véase en el Apéndice la fantasía intitulada Le Juif errant.

[26] Paul de Rousiers, La vie Américaine.—Un ejemplo entre mil: este excelente fotógrafo (página 97) transmite á sus lectores una relación del famoso incendio de Chicago, en 1871, que comienza así: Chicago a été complétement détruite ... UNE SEULE MAISON échappa aux flammes, etc.» Él mismo subraya su inocentada. Los documentos más exagerados dan como incendiada la tercera parte de la ciudad. Y no es poco decir.

[27] ¡Hasta la idea, esencialmente americana, del omnibus, se le había ocurrido á ese asombroso Pascal!

[28] La Nación de Buenos Aires (que estaba á punto de modificar su formato duplicando el número de páginas) era el diario más grande del mundo. La «sábana gris» fué un apodo inocente con que la bauticé desde las columnas de Sud-América.

[29] Andrew Carnegie, Triumphant Democracy.

[30] Dicen los guías locales: «the visitors agree with Charles Dickens, that Washington is a CITY OF MAGNIFICENT DISTANCES». Es un rasgo maestro del humbug yankee el haber recogido y disfrazado de elogio una burla sangrienta del novelista inglés (American Notes, VIII).

[31] Se suele atribuir el proyecto á Andrew Ellicott, que no fué sino el ayudante y sucesor de L’Enfant.

[32] Sabido es que los Estados del oeste reclaman para Chicago el puesto de capital.

[33] La ley y la Constitución disponían que la superficie del distrito no excediera ten miles square (entiéndase: 100 millas cuadradas); en realidad dicha área es (Reclus) de 70 millas ó 181 kilómetros cuadrados. Es muy curioso que sea exactamente la misma área del distrito federal argentino; en efecto, según el Censo de la Capital federal, la extensión del municipio de Buenos Aires es de 18141 hectáreas, ó sean 181 kilómetros cuadrados.

[34] En la Exposición de Chicago, los coronamientos de los diferentes palacios solían ostentar la misma estatua indefinidamente reproducida: era el triunfo nacional del cliché.

[35] Detalle muy significativo: desde el principio han correspondido igualmente al ministerio del Estado las Relaciones extranjeras y las del Interior.

[36] Extensión territorial de los Estados Unidos en 1820: 5.332.931 kilómetros cuadrados; población: 9.658.453 habitantes; extensión en 1893: 9.331.360 kilómetros; población (calculada): 66.000.000. Densidad kilométrica en 1820: 1,8; en 1893: 7,1.

[37] En 1893, todo el capital invertido en la industria representa seis millones de dollars, siendo así que la imprenta (para obras oficiales en su mayor parte) es la chief industry.

[38] Sabido es que Martha Washington era viuda de John P. Custis. El hijo de éste (y adoptivo de Washington) fué el abuelo de Lee.

[39] Aunque sea una traición aleve la versión de una poesía cuyo efecto estriba en el ritmo,—como la música del tambor—he aquí el sentido aproximativo de la estrofa: «¡El triste redoble del velado tambor ha tocado—la última retreta del soldado!—No más en vida la parada ha de juntar—ese puñado de valientes caídos.—En el eterno campamento de la Fama—se despliegan sus tiendas silenciosas,—y la Gloria guarda en su ronda solemne—el bivac de los muertos ...»

[40] Fuera de su altura excepcional, el obelisco no tiene interés artístico; se sube al top por un ascensor y se contempla en proyección el tablero urbano con sus «magníficas distancias». En el revestimiento de las paredes interiores están embutidas varias piedras «memoriales», enviadas de otros tantos países del orbe: Grecia, Bremen, Brasil, Cherokee Nation, Arabia, China, etc. La de Suiza es notable por este detalle preciosamente grabado en su cara visible: procede precisamente del spot donde William Tell escaped from Gessler!!

[41] Como era natural, las imitaciones de esta imitación han pululado; casi no hay Estado del centro ó del oeste que no tenga su «capitolio», provisto de su correspondiente cúpula.

[42] El fieltro ó chambergo es de uso tan inamovible, del Presidente abajo, que en Chicago fué el gran éxito de las caricaturas y «transformaciones» el exhibir al mayor Carter Harrison (luego asesinado) en el acto solemne de comprar un sombrero de copa para recibir á la infanta Eulalia.

[43] Teóricamente es prohibido pasar entre el presidente y el orador; pero se observa muy poco el reglamento.

[44] Sumner Maine, Popular Government; W. Wilson, Congressional Government; James Bryce, The American Commonwealth, etc. Dos artículos de revistas, escritos por congresales, contienen curiosísimas revelaciones: Hoar, Conduct of business in Congress (N. American Review), y Laughlin, Power of Speaker of the House (Atlant. Month.).

[45] En las grandes ciudades, donde la corrupción se practica en mayor escala, una elección suele costar 10,000 pesos; casi siempre los amigos del candidato ó el comité del partido subvencionan la candidatura. Sabido es que el cargo de diputado sólo es por dos años.

[46] Sabido es que lo que así se llama comprende: la Magna Carta, la Petition of Right, el acta de Habeas corpus y el Bill of Rights, completado por el Act of Settlement.

[47] Es muy sabido que el Norte ha sostenido siempre la tesis opuesta. El mensaje de Lincoln (julio 4 de 1861) condensa el conflicto en una fórmula curiosa: «The Union is older than any of the states, and in fact, it created them as states!» Es simple casuística y juego de palabras, análogo á la discusión sobre la prioridad del huevo ó de la gallina. El acta de Independencia declara que «The United Colonies are free and independent States». Pero ¿cómo puede la suma preexistir á los sumandos?

[48] Coriolanus, V, IV.—V. Hugo ha repetido el pensamiento: Le Roi s’amuse, IV.

[49] Por ejemplo, el Canadá, para no alejarnos de la región. Es un error propagado por el jingoism yankee el repetir que los canadienses están fascinados por los Estados Unidos y desean la anexión. La opinión opuesta es la dominante en el Canadá, que, bajo cualquier punto de vista intelectual, moral é institucional, se considera superior á su enorme vecino. Véanse v. g. en la revista The Forum (1893) el artículo titulado: Canadian hostility to annexation.

[50] Story, Commentaries on the Constitution, III, iii. Nature of the Constitution: Whether a compact?—Toda la discusión de Story está fundada en un equívoco sobre el sentido de la palabra «transacción» ó «compromiso». En seguida niega, después de Blackstone, la verdadera teoría del «contrato social» con razones que todos los publicistas modernos han refutado.

[51] Emerson: «America is another word for Opportunity».

[52] Everett (es imposible olvidarlo en Mount Vernon) fué quien arengó á La Fayette en Cambridge, durante su último viaje; el discurso un tanto enfático contiene admirables movimientos oratorios, entre otros, este apóstrofe elocuente y patético, que hizo brotar las lágrimas del auditorio y que Chateaubriand (Mémoires VI) ha embellecido al admirarlo: «Salve, amigo de nuestros padres, etc.».

[53] Washington’s Writings.

[54] Joan, XI, 25.

[55] A. Pope, Essay on Man, II, 2: The proper study of Mankind is man.

[56] Virgilio, Georg. IV: «Y al modo que los cíclopes fraguan rayos con las masas dúctiles ...» ¡Sabido es que la imagen se aplica á las abejas!

[57] En Washington la pregunta correspondiente es siempre: «¿Qué piensa V. de nuestras instituciones?»—En Chicago se suele averiguar: «¿Cuánto vale este hombre?».

[58] Filicaja, Sonetto all’Italia.

[59] The Cradle of Liberty: así se designa desde la reunión popular que allí se efectuó en 1763 para escuchar la protesta de James Otes.

[60] Después de Miss Katherine E. Conway y Mr. Roche, á cuyas atenciones quedaré siempre agradecido, no dejaré de enviar un recuerdo afectuoso á la conocida escritora Mrs. Mary E. Blake, al banquero Mr. Chase y al presidente Eliot, de Harvard, entre muchos otros bostonienses distinguidos que han contribuído á hacerme grata la permanencia en la docta ciudad.

[61] El Clover, compuesto en su mayoría de periodistas, es el más célebre de los Gridiron clubs, consistiendo la sal gruesa de sus comidas, como su nombre lo indica (gridiron, parrilla) en atormentar á los invitados, en el momento de los brindis, con las interrupciones y pullas más grotescas. Naturalmente, el huésped está prevenido y replica en el mismo tono. El sabor de ese fun parecería un poco áspero para los paladares europeos; sin embargo, el presidente Cleveland aceptó una vez la invitación y fué puesto en el gridiron como los demás.

[62] En Washington hubiérale tocado de derecho y con justicia el sitio de honor al distinguido oficial de la marina francesa, conde de B.; en Nueva York, al duque de L., grande de España de primera clase; en Chicago, sin vacilación, á un rico comerciante y comisario del German Exhibit, que volvía de la Exposición y también asistía al banquete.

[63] Fuera de las públicas especiales (por las materias ó el horario), hay centenares de escuelas ó colegios privados, particularmente católicos.

[64] Annual Report of the Superintendent of Public Schools of Boston, May, 1893.

[65] En general las publicaciones escolares de la casa Ginn and Co, de Boston, se recomiendan igualmente por la excelencia del texto y de la ejecución material. Pero algunos textos superiores han sido indebidamente «reducidos» para younger pupils: así la gramática del filólogo Whitney. Este error obedece á un vicio de concepto respecto de la educación secundaria, que critico más adelante.

[66] El gasto anual ordinario de un estudiante de Harvard es el siguiente: Retribución universitaria 150 pesos; libros, 45; vestido, 150; alojamiento, 100; mueblaje, 25; comida, 152; lavado, 30; subscripciones á sociedades y sports, 35; servicio y varios, 85: total, 812 pesos. Algunos swell gastan el quíntuplo y sólo se ocupan de sport; otros viven con una de las ciento y tantas becas (ps. 300) procedentes de legados particulares.

[67] Acaso no debiera insistir en la Latin School porque, además de no contribuir por una parte considerable al reclutamiento de los estudiantes de Harvard, sus estudios superiores permiten al alumno entrar en segundo año universitario: to anticipate studies of the Freshman year.

[68] Ch. Dickens, Hard Times (principio): Teach these boys and girls nothing but facts. Facts alone are wanted in life!...

[69] James Russell Lowell, My Study-Windows: «We continue to be the most common-schooled and the least cultivated people in the world».

[70] Nacieron en Boston ó sus alrededores, y estudiaron casi todos en Cambridge: Everett, Choate, Allston, Dana, Channing, Emerson, Curtis, Margarita Fuller (editora del Dial), Parker, Thoreau, Hawthorne, Sumner, Whittier, Longfellow, Wendell Holmes, Lowell, Poe, Prescott, Bancroft, Motley, Parkman (el más artista y el menos popular de los historiadores americanos), Parker, etc. Es lo que suele llamarse por los historiadores literarios «el advenimiento de Nueva Inglaterra»: the Awakening of New England.

[71] Carlyle es un poeta, el más grande quizá de la «era victoriana»: tiene el dón soberano de objetivar irresistiblemente las abstracciones metafísicas; Emerson, muy al contrario, por más que se esfuerze, convierte en abstracción la pintura de un roble.

[72] The Correspondence of Carlyle and Emerson, 1 vol., London, 1883.

[73] Este Wagnerismo escolar se ostenta con una pedantería afligente en los títulos griegos de las poesías, los nombres de los clubs, hasta en las muestras comerciales. Ante ello ocurre pensar que los literatos americanos importan de Europa y absorben at home, con fe inconmovible, el agua de la fuente Hipocrene embotellada, como una suerte de Apollinaris superior.

[74] Longfellow, A Psalm of Life. Esta poesía de Poor Richard’s Almanack es, por confesión de los mismos americanos ilustrados, una de las composiciones más pobres del «poeta nacional»: por consiguiente, la única popular en las tres Américas.

[75] Herodot, IV: οὔτε ἐνύπια ὁρᾶν.

[76] La latitud entre Boston y Nueva York es casi la de Nápoles, pero es muy sabido que el clima obedece á muchas otras causas; ¡la línea isoterma de Nueva Inglaterra (invierno) pasa por la Siberia! Por eso, una semana después de dejar á Nueva York sepultada bajo la nieve, el valle encantador de Normandía, ya verde y brotado, me producirá un efecto primaveral.

[77] Además de la pintura con que termina Atala, Chateaubriand ha descrito el Niágara en su Voyage en Amérique y (en términos casi idénticos) en una larga nota del Essai sur les Rèvolutions, II, XXIV. Muchas de las «rarezas» que los agrimensores de la literatura le reprocharon, ó eran ciertas entonces ó fundadas en relaciones de viajeros tan formales como Charlevoix.

[78] En el Annual Report of the Smithsonian Institution (1890) hay un buen estudio geológico del Niágara, por G. J. Gilbert; entre otros croquis trae una sección que muestra el perfil de la caída y las capas sucesivas del lecho, desde el nivel superior hasta el fondo de la hoya.

[79] No por eso deben aceptarse, con muchos geógrafos modernos, las exageraciones de los antiguos viajeros y misioneros. ¿Cómo pudiera tener el salto (en el siglo xvii) las 120 toesas de Joliet ó los 600 pies del P. Hennepin, si no hay más que 101 metros de desnivel entre el lago Erie y el Ontario?—Es bastante curioso que la cifra del poeta Chateaubriand sea casi matemáticamente exacta; dice en Atala que la altura perpendicular de la caída es de 144 pies (franceses), ó sean 46m76.

[80] Chateaubriand; últimas palabras del Voyage en Amérique.

[81] Ces pages se rapportent au chapitre II.

[82] Voir la page 266.

[83] Se rapporte à la page 300.






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