The Project Gutenberg eBook of Las cien mejores poesías (lí­ricas) de la lengua castellana

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Title: Las cien mejores poesías (lí­ricas) de la lengua castellana

Compiler: Marcelino Menéndez y Pelayo

Release date: July 20, 2021 [eBook #65880]

Language: Spanish

Credits: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LAS CIEN MEJORES POESÍAS (LÍ­RICAS) DE LA LENGUA CASTELLANA ***

Índice

Notas

Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua castellana

Nota de transcripción


Cubierta del libro

p. i

LAS CIEN MEJORES POESÍAS

(LÍRICAS)

DE LA LENGUA CASTELLANA


p. ii

Primera Edición, Agosto 1908.   Segunda Edición, Diciembre, 1908.   Tercera Edición, Febrero 1910.


p. iii

LAS

CIEN MEJORES POESÍAS

(LÍRICAS)

DE LA LENGUA CASTELLANA

Escogidas por

DON M. MENÉNDEZ Y PELAYO

Madrid: Victoriano Suárez, 48 Preciados
Lisboa: Ferreira Limitada, 132 Rua Aurea
Paris: A. Perche, 45 Rue Jacob
Lausanne: Edwin Frankfurter, 12 Grand-Chêne
Berlin: Wilhelm Weicher, Haberlandstr. 4
London & Glasgow: Gowans & Gray, Ltd.
1910


p. v

ADVERTENCIA PRELIMINAR

Comprende este tomo cien poesías líricas escogidas entre lo mejor de la literatura española antigua y moderna, excluyendo los autores vivos. No se nos oculta la dificultad de esta selección, en que tanta parte puede tener el gusto individual, ni presumimos tanto del nuestro que estemos seguros de haber logrado constantemente el acierto. Hemos procurado, sin embargo, no omitir ninguna de las poesías ya consagradas por la universal admiración, ni dar entrada a ninguna que no tenga a nuestros ojos mérito positivo, aunque no siempre llegue a la absoluta perfección formal. Hay en algunas de estas composiciones rasgos de mal gusto propios de una época o escuela determinada, pero hubiera sido temeridad borrarlos, porque la integridad de los textos es la primera obligación que la crítica impone al colector de toda antología por diminuta y popular que sea.

p. viHemos prescindido de las poesías anteriores al siglo XV porque exigirían comentario filológico, inoportuno en la ocasión presente. Las pocas que insertamos del siglo XV son de belleza indudable y de fácil lectura para todo el mundo. El mayor espacio de nuestra colección va dedicado naturalmente a la edad de oro de nuestra lírica (siglo XVI y principios del XVII). Se notarán en ella omisiones que nos duelen mucho, pero que eran inevitables dentro de los estrechos límites impuestos a nuestro plan: spatiis exclusas iniquis. Nada hemos puesto de Castillejo, de Acuña, de Valbuena, de Jáuregui, y otros preclaros ingenios, y hemos tenido que reducir a muy pocas muestras el tesoro poético de Góngora, de Lope de Vega y de Quevedo.

Nuestra tarea era relativamente fácil tratándose del siglo XVIII, el mas prosaico de nuestra historia literaria, pero se tornaba dificilísima respecto de la opulenta producción poética del siglo XIX, que sin ser superior a la antigua como lo ha sido en Francia y en otras partes, ha continuado con nuevo espíritu la tradición de las formas líricas, las ha remozado a veces merced al impulso genial de los poetas y alp. vii contacto con extrañas literaturas, y ofrece buen numero de obras ya sancionadas por el común aplauso. En esta parte más que en ninguna solicitamos y esperamos indulgencia.

Aunque se titulan líricos los poemas de esta colección, no ha de entenderse esta palabra en sentido tan riguroso que excluya algunas narraciones poéticas breves en que se entremezcla lo épico con lo lírico. Esta salvedad, que a todas las literaturas alcanza, tiene más propio lugar en la castellana, que siempre ha conservado rastros de su origen épico. Por eso incluimos algunos romances antiguos, de los de tono más lírico, y un par de leyendas de los dos grandes poetas románticos Zorrilla y el Duque de Rivas.

El orden en que van colocadas las poesías no siempre es estrictamente cronológico, porque se ha atendido a la sucesión de escuelas y formas artísticas.

M. MENÉNDEZ Y PELAYO


p. ix

ÍNDICE

    PÁGINAS
Romances Viejos
3. Romance de Abenámar 18
4. Romance del rey moro que perdió Alhama 20
5. Romance de Rosa fresca 22
6. Romance de Fontefrida 23
7. Romance de Blanca-niña 23
8. Romance del conde Arnaldos 25
9. Romance de la hija del rey de Francia 26
10. Romance de doña Alda 27
Alcázar (Baltasar del) (1530-1606)
32. Una cena 87
Anónimo
23. «No me mueve, mi Dios, para quererte» 67
Argensola (Bartolomé Leonardo de) (1562-1631)
39. «Dime, Padre común, pues eres justo» 104
Argensola (Lupercio Leonardo de) (1559-1613)
36. A la Esperanza 101
p. x37. «Imagen espantosa de la muerte» 103
38. «Llevó tras sí los pámpanos octubre» 104
Arguijo (Don Juan de) (1567-1623)
28. Al Guadalquivir, en una avenida 85
29. La tempestad y la calma 86
30. La avaricia 86
31. «En segura pobreza vive Eumelo» 87
Arjona (Don Manuel María de) (1771-1820)
66. La diosa del bosque 174
Arolas (Padre Juan) (1805-1849)
83. Sé más feliz que yo 276
Avellaneda (Doña Gertrudis Gómez de) (1816-1873)
86. Amor y orgullo 283
Balart (Don Federico) (1831-1905)
99. Restitución 343
Bécquer (Don Gustavo A.) (1836-1870)
95. Rimas. «Del salón en el ángulo oscuro» 327
96. «Cerraron sus ojos» 328
Bello (Don Andrés) (1781-1865)
72. La agricultura de la zona tórrida 199
p. xiCalderón de la Barca (Don Pedro) (1600-1681)
60. «Estas que fueron pompa y alegría» 146
Campoamor (Don Ramón de) (1817-1901)
89. ¡Quién supiera escribir! 296
90. Lo que hace el tiempo 299
Caro (Rodrigo) (1573-1647)
34. A las ruinas de Itálica 92
Cetina (Gutierre de) (1520-1560?)
13. Madrigal 46
Cruz (San Juan de la) (1542-1591)
22. Cántico espiritual... 60
Espronceda (Don José de) (1808-1842)
76. Himno de la Inmortalidad 226
77. Canción del Pirata 228
78. Canto a Teresa 232
Fernández de Andrada (? - ?)
35. Epístola moral 95
Gallego (Don Juan Nicasio) (1777-1853)
69. Elegía a la muerte de la Duquesa de Frías 184
Gil (Don Enrique) (1815-1846)
82. La violeta 273
Góngora (Don Luis de) (1561-1627)
48. Angélica y Medoro 118
49. «Servía en Orán al rey» 123
p. xii50. «Entre los sueltos caballos» 124
51. «Ande yo caliente» 128
52. «La más bella niña» 129
Heredia (Don José María) (1803-1839)
73. Niágara 210
Herrera (Fernando de) (1534-1597)
26. Por la vitoria de Lepanto 75
27. Por la pérdida del rey don Sebastián 82
Jovellanos (Don Gaspar M. de) (1744-1811)
63. Epístola de Fabio a Anfriso 162
León (Fray Luis de) (1529-1591)
14. Vida retirada 46
15. A Francisco Salinas 49
16. A Felipe Ruiz 51
17. Noche serena 53
18. Morada del Cielo 56
19. En la Ascensión 57
20. Imitación de diversos 58
21. Soneto 60
Lista (Don Alberto) (1775-1848)
67. Al Sueño 176
p. xiiiLópez de Ayala (Don Adelardo) (1828-1879)
88. Epístola a Emilio Arrieta 292
Manrique, Jorge (1440-1478)
2. A la muerte del maestre de Santiago... 2
Maury (Don Juan María) (1772-1845)
70. La timidez 193
Meléndez Valdés (Don Juan) (1754-1817)
64. Rosana en los fuegos 168
Mira de Mescua (Don Antonio) (1578?-1644)
61. Canción 146
Mora (Don José Joaquín de) (1783-1864)
71. El Estío 198
Moratín (Don Nicolás F. de) (1737-1780)
62. Fiesta de toros en Madrid 151
Moratín (Don Leandro F. de) (1760-1828)
65. Elegía a las Musas 172
Núñez de Arce (Don Gaspar) (1834-1903)
93. Estrofas 315
94. Tristezas 322
Palacio (Don Manuel del) (1832-1906)
100. Amor oculto 347
Pastor Díaz (Don Nicomedes) (1811-1862)
81. A la luna 269
p. xivPiferrer (Don Pablo) (1817-1848)
84. Canción de la Primavera 277
Polo (Gil) (c. 1535-1591)
25. Canción 70
Querol (Don Vicente W.) (1836-1889)
97. Carta al Sr. D. Pedro A. de Alarcón... 331
98. En Noche-Buena... 338
Quevedo (Don Francisco de) (1580-1645)
53. El Sueño 131
54. Epístola satírica y censoria... 134
55. Memoria inmortal de don Pedro Girón... 141
56. «Ya formidable y espantoso suena» 141
57. «Miré los muros de la patria mía» 142
58. Letrilla satírica 142
Quintana (Don Manuel José) (1772-1857)
68. A España, después de la revolución de Marzo 179
Rioja (Francisco de) (1583-1659)
33. A la rosa 91
Rivas (Duque de) (1791-1865)
74. El Faro de Malta 215
75. Un castellano leal 217
p. xvRuiz Aguilera (Don Ventura) (1820-1881)
92. Epístola 310
Santillana (Marqués de) (1398-1458)
1. Serranilla 1
Sanz (Don Eulogio Florentino) (1825-1881)
87. Epístola a Pedro 286
Selgas (Don José) (1824-1882)
91. El Estío 305
Tassara (Don Gabriel García) (1817-1875)
85. Himno al Mesías 279
Torre (Francisco de la)[1]
24. La cierva 68
Vega (Garcilaso de la) (1503-1536)
11. Égloga primera 29
12. A la flor de Gnido 42
Vega (Lope de) (1562-1635)
40. Canción 105
41. «A mis soledades voy» 109
42. «Pobre barquilla mía» 112
43. Judit 116
44. «Suelta mi manso, mayoral extraño» 116
45. «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?» 117
p. xvi46. «Pastor, que con tus silbos amorosos» 117
47. Temores en el favor 118
Villegas (Don Esteban Manuel de) (1596-1669)
59. Oda sáfica 145
Zorrilla (Don José) (1817-1893)
79. Introducción a los «Cantos del Trovador» 244
80. A buen juez, mejor testigo 247

p. 1

MARQUÉS DE SANTILLANA

1. Serranilla

Moça tan fermosa

Non vi en la frontera,

Como una vaquera

De la Finojosa.

Façiendo la vía

Del Calatraveño

A Sancta María,

Vençido del sueño

Por tierra fragosa

Perdí la carrera,

Do vi la vaquera

De la Finojosa.

En un verde prado

De rosas e flores,

Guardando ganado

Con otros pastores,

La vi tan graçiosa

Que apenas creyera

Que fuesse vaquera

De la Finojosa.

Non creo las rosas

De la primavera

Sean tan fermosas

Nin de tal manera,

Fablando sin glosa,

Si antes sopiera

p. 2D’aquella vaquera

De la Finojosa.

Non tanto mirara

Su mucha beldat,

Porque me dexara

En mi libertat.

Mas dixe: «Donosa

(Por saber quién era),

¿Dónde es la vaquera

De la Finojosa?...»

Bien como riendo,

Dixo: «Bien vengades;

Que ya bien entiendo

Lo que demandades:

Non es desseosa

De amar, nin lo espera,

Aquessa vaquera

De la Finojosa


JORGE MANRIQUE

2. A la muerte del maestre de Santiago
don Rodrigo Manrique, su padre

Recuerde el alma dormida,

Avive el seso y despierte

Contemplando

Cómo se pasa la vida,

Cómo se viene la muerte

Tan callando:

Cuán presto se va el placer,

p. 3Cómo después de acordado

Da dolor,

Cómo a nuestro parescer

Cualquiera tiempo pasado

Fue mejor.

Y pues vemos lo presente

Cómo en un punto es ido

Y acabado,

Si juzgamos sabiamente,

Daremos lo no venido

Por pasado.

No se engañe nadie, no,

Pensando que ha de durar

Lo que espera

Más que duró lo que vio,

Porque todo ha de pasar

Por tal manera.

Nuestras vidas son los ríos

Que van a dar en la mar,

Que es el morir;

Allí van los señoríos

Derechos a se acabar

Y consumir;

Allí los ríos caudales,

Allí los otros medianos

Y más chicos;

Allegados, son iguales

Los que viven por sus manos

Y los ricos.

p. 4Invocación

Dexo las invocaciones

De los famosos poetas

Y oradores;

No curo de sus ficciones,

Que traen yerbas secretas

Sus sabores.

A aquél solo me encomiendo,

Aquél solo invoco yo

De verdad,

Que en este mundo viviendo,

El mundo no conoció

Su deidad.

Este mundo es el camino

Para el otro, qu’es morada

Sin pesar;

Mas cumple tener buen tino

Para andar esta jornada

Sin errar.

Partimos cuando nacemos,

Andamos mientras vivimos,

Y llegamos

Al tiempo que fenecemos;

Así que cuando morimos

Descansamos.

Este mundo bueno fue

Si bien usásemos d’él

Como debemos,

Porque, según nuestra fe,

Es para ganar aquel

p. 5Que atendemos.

Y aún el Hijo de Dios,

Para subirnos al cielo,

Descendió

A nacer acá entre nos,

Y vivir en este suelo

Do murió.

Ved de cuán poco valor

Son las cosas tras que andamos

Y corremos;

Que en este mundo traidor

Aun primero que muramos

Las perdemos.

D’ellas deshace la edad,

D’ellas casos desastrados

Que acaescen,

D’ellas, por su calidad,

En los más altos estados

Desfallescen.

Decidme: la hermosura,

La gentil frescura y tez

De la cara,

La color y la blancura,

Cuando viene la vejez

¿Cuál se para?

Las mañas y ligereza

Y la fuerça corporal

De juventud,

Todo se torna graveza

Cuando llega al arrabal

De senectud.

p. 6Pues la sangre de los godos,

El linaje y la nobleza

Tan crecida,

¡Por cuántas vías e modos

Se pierde su gran alteza

En esta vida!

¡Unos por poco valer,

Por cuán bajos y abatidos

Que los tienen!

Otros que por no tener,

Con oficios no debidos

Se mantienen.

Los estados y riqueza

Que nos dexan a deshora

¿Quién lo duda?

No les pidamos firmeza,

Pues que son de una señora

Que se muda.

Que bienes son de fortuna

Que revuelve con su rueda

Presurosa,

La cual no puede ser una,

Ni ser estable ni queda

En una cosa.

Pero digo que acompañen

Y lleguen hasta la huesa

Con su dueño;

Por eso no nos engañen,

Pues se va la vida apriesa

Como sueño:

Y los deleites de acá

p. 7Son en que nos deleitamos

Temporales,

Y los tormentos de allá

Que por ellos esperamos,

Eternales.

Los placeres y dulçores

D’esta vida trabajada

Que tenemos,

¿Qué son sino corredores,

Y la muerte es la celada

En que caemos?

No mirando a nuestro daño

Corremos a rienda suelta

Sin parar;

Des que vemos el engaño

Y queremos dar la vuelta

No hay lugar.

Si fuese en nuestro poder

Tornar la cara fermosa

Corporal,

Como podemos hacer

El alma tan gloriosa

Angelical,

¡Qué diligencia tan viva

Tuviéramos cada hora,

Y tan presta,

En componer la cativa,

Dexándonos la señora

Descompuesta!

Estos reyes poderosos

Que vemos por escripturas

p. 8Ya pasadas,

Con casos tristes, llorosos,

Fueron sus buenas venturas

Trastornadas;

Así que no hay cosa fuerte;

Que a Papas y Emperadores

Y Perlados

Así los trata la muerte

Como a los pobres pastores

De ganados.

Dexemos a los Troyanos,

Que sus males no los vimos,

Ni sus glorias;

Dexemos a los Romanos,

Aunque oímos y leímos

Sus historias.

No curemos de saber

Lo de aquel siglo pasado

Qué fue d’ello;

Vengamos a lo de ayer,

Que también es olvidado

Como aquello.

¿Qué se hizo el Rey Don Juan?

Los Infantes de Aragón

¿Qué se hicieron?

¿Qué fue de tanto galán,

Qué fue de tanta invención

Como truxeron?

Las justas e los torneos,

Paramentos, bordaduras

E cimeras,

p. 9¿Fueron sino devaneos?

¿Qué fueron sino verduras

De las eras?

¿Qué se hicieron las damas,

Sus tocados, sus vestidos,

Sus olores?

¿Qué se hicieron las llamas

De los fuegos encendidos

De amadores?

¿Qué se hizo aquel trovar,

Las músicas acordadas

Que tañían?

¿Qué se hizo aquel dançar

Y aquellas ropas chapadas

Que traían?

Pues el otro su heredero,

Don Enrique ¡qué poderes

Alcançava!

¡Cuán blando, cuán alagüero

El mundo con sus placeres

Se le daba!

Mas verás cuán enemigo,

Cuán contrario, cuán cruel

Se le mostró,

Habiéndole sido amigo,

¡Cuán poco duró con él

Lo que le dio!

Las dádivas desmedidas,

Los edificios reales

Llenos de oro,

p. 10Las vajillas tan fabridas,

Los enriques y reales

Del tesoro;

Los jaeces y cavallos

De su gente y atavíos

Tan sobrados,

¿Dónde iremos a buscallos?

¿Qué fueron sino rocíos

De los prados?

Pues su hermano el innocente,

Que en su vida sucesor

Se llamó,

¡Qué corte tan excelente

Tuvo y cuánto gran señor

Que le siguió!

Mas como fuese mortal,

Metiolo la muerte luego

En su fragua.

¡Oh juïcio divinal!

Cuando más ardía el fuego

Echaste agua.

Pues aquel gran Condestable

Maestre que conocimos

Tan privado,

No cumple que d’él se hable,

Sino solo que le vimos

Degollado.

Sus infinitos tesoros,

Sus villas y sus lugares,

Su mandar,

¿Qué le fueron sino lloros?

p. 11¿Qué fueron sino pesares

Al dexar?

Pues los otros dos hermanos,

Maestres tan prosperados

Como reyes,

C’a los grandes y medianos

Traxeron tan sojuzgados

A sus leyes;

Aquella prosperidad

Que tan alta fue subida

Y ensalçada,

¿Qué fue sino claridad

Que cuando más encendida

Fue amatada?

Tantos Duques excelentes,

Tantos Marqueses y Condes

Y Barones

Como vimos tan potentes,

Di, muerte, ¿dó los escondes

Y los pones?

Y sus muy claras hazañas

Que hicieron en las guerras

Y en las paces,

Cuando tú, cruel, te ensañas,

Con tu fuerça los atierras

Y deshaces.

Las huestes innumerables,

Los pendones y estandartes

Y banderas,

Los castillos impunables,

p. 12Los muros e baluartes

Y barreras,

La cava honda chapada,

O cualquier otro reparo

¿Qué aprovecha?

Cuando tú vienes airada

Todo lo pasas de claro

Con tu flecha.

Aquel de buenos abrigo,

Amado por virtuoso

De la gente,

El Maestre Don Rodrigo

Manrique, tan famoso

Y tan valiente,

Sus grandes hechos y claros

No cumple que los alabe,

Pues los vieron,

Ni los quiero hacer caros,

Pues el mundo todo sabe

Cuáles fueron.

¡Qué amigo de sus amigos!

¡Qué señor para criados

Y parientes!

¡Qué enemigo de enemigos!

¡Qué Maestre de esforçados

Y valientes!

¡Qué seso para discretos!

¡Qué gracia para donosos!

¡Qué razón!

¡Cuán benigno a los subjectos,

p. 13Y a los bravos y dañosos

Un león!

En ventura Octaviano;

Julio César en vencer

Y batallar;

En la virtud, Africano;

Aníbal en el saber

Y trabajar:

En la bondad un Trajano;

Tito en liberalidad

Con alegría;

En su braço, un Archidano;

Marco Tulio en la verdad

Que prometía.

Antonio Pío en clemencia;

Marco Aurelio en igualdad

Del semblante:

Adriano en elocuencia;

Teodosio en humanidad

Y buen talante.

Aurelio Alexandre fue

En disciplina y rigor

De la guerra;

Un Constantino en la fe;

Gamelio en el gran amor

De su tierra.

No dejó grandes tesoros,

Ni alcançó muchas riquezas

Ni vajillas,

Mas hizo guerra a los moros,

p. 14Ganando sus fortalezas

Y sus villas;

Y en las lides que venció

Caballeros y caballos

Se prendieron,

Y en este oficio ganó

Las rentas e los vasallos

Que le dieron.

Pues por su honra y estado

En otros tiempos pasados

¿Cómo se hubo?

Quedando desamparado,

Con hermanos y criados

Se sostuvo.

Después que hechos famosos

Hizo en esta dicha guerra

Que hacía,

Hizo tratos tan honrosos,

Que le dieron muy más tierra

Que tenía.

Estas sus viejas historias

Que con su braço pintó

En la juventud,

Con otras nuevas victorias

Agora las renovó

En la senectud.

Por su gran habilidad,

Por méritos y ancianía

Bien gastada

Alcançó la dignidad

p. 15De la gran caballería

Del Espada.

E sus villas e sus tierras

Ocupadas de tiranos

Las halló,

Mas por cercos e por guerras

Y por fuerças de sus manos

Las cobró.

Pues nuestro Rey natural,

Si de las obras que obró

Fue servido,

Dígalo el de Portugal,

Y en Castilla quien siguió

Su partido.

Después de puesta la vida

Tantas veces por su ley

Al tablero;

Después de tan bien servida

La corona de su Rey

Verdadero;

Después de tanta hazaña

A que no puede bastar

Cuenta cierta,

En la su villa de Ocaña

Vino la muerte a llamar

A su puerta.

(HABLA LA MUERTE)

Diciendo: «Buen caballero,

Dejad el mundo engañoso

p. 16Y su halago;

Muestre su esfuerço famoso

Vuestro coraçón de acero

En este trago;

Y pues de vida y salud

Hiciste tan poca cuenta

Por la fama,

Esfuércese la virtud

Para sufrir esta afrenta

Que os llama.

»No se os haga tan amarga

La batalla temerosa

Que esperáis,

Pues otra vida más larga

De fama tan gloriosa

Acá dexáis:

Aunque esta vida de honor

Tampoco no es eternal

Ni verdadera,

Mas con todo es muy mejor

Que la otra temporal

Perecedera.

»El vivir que es perdurable

No se gana con estados

Mundanales,

Ni con vida deleitable

En que moran los pecados

Infernales;

Mas los buenos religiosos

Gánanlo con oraciones

Y con lloros;

p. 17Los caballeros famosos

Con trabajos y aflicciones

Contra moros.

»Y pues vos, claro varón,

Tanta sangre derramastes

De paganos,

Esperad el galardón

Que en este mundo ganastes

Por las manos;

Y con esta confianza

Y con la fe tan entera

Que tenéis,

Partid con buena esperança

Que esta otra vida tercera

Ganaréis.»

(RESPONDE EL MAESTRE)

«No gastemos tiempo ya

En esta vida mezquina

Por tal modo,

Que mi voluntad está

Conforme con la divina

Para todo;

Y consiento en mi morir

Con voluntad placentera,

Clara, pura,

Que querer hombre vivir

Cuando Dios quiere que muera

Es locura.»

ORACIÓN

Tú que por nuestra maldad

Tomaste forma civil

p. 18Y bajo nombre;

Tú que en tu divinidad

Juntaste cosa tan vil

Como el hombre;

Tú que tan grandes tormentos

Sufriste sin resistencia

En tu persona,

No por mis merecimientos,

Mas por tu sola clemencia

Me perdona.

CABO

Así con tal entender

Todos sentidos humanos

Conservados,

Cercado de su mujer,

De hijos y de hermanos

Y criados,

Dio el alma a quien se la dio,

(El cual la ponga en el cielo

Y en su gloria),

Y aunque la vida murió,

Nos dexó harto consuelo

Su memoria.


ROMANCES VIEJOS

3. Romance de Abenámar

—¡Abenámar, Abenámar,

moro de la morería,

p. 19el día que tú naciste

grandes señales había!

Estaba la mar en calma,

la luna estaba crecida:

moro que en tal signo nace,

no debe decir mentira.—

Allí respondiera el moro,

bien oiréis lo que decía:

—Yo te la diré, señor,

aunque me cueste la vida,

porque soy hijo de un moro

y una cristiana cautiva;

siendo yo niño y muchacho

mi madre me lo decía:

que mentira no dijese,

que era grande villanía:

por tanto pregunta, rey,

que la verdad te diría.

—Yo te agradezco, Abenámar

aquesa tu cortesía.

¿Qué castillos son aquellos?

¡Altos son y relucían!

—El Alhambra era, señor,

y la otra la mezquita;

los otros los Alixares,

labrados a maravilla.

El moro que los labraba

cien doblas ganaba al día,

y el día que no los labra

otras tantas se perdía.

El otro es Generalife,

huerta que par no tenía;

el otro Torres Bermejas,

p. 20castillo de gran valía.—

Allí habló el rey don Juan,

bien oiréis lo que decía:

—Si tú quisieses, Granada,

contigo me casaría;

darete en arras y dote

a Córdoba y a Sevilla.

—Casada soy, rey don Juan,

casada soy, que no viuda;

el moro que a mí me tiene

muy grande bien me quería.

4. Romance del rey moro que perdió Alhama

Paseábase el rey moro

por la ciudad de Granada,

desde la puerta de Elvira

hasta la de Vivarrambla.

«¡Ay de mi Alhama!»

Cartas le fueron venidas

que Alhama era ganada:

las cartas echó en el fuego,

y al mensajero matara.

«¡Ay de mi Alhama!»

Descabalga de una mula,

y en un caballo cabalga;

por el Zacatín arriba

subido se había al Alhambra.

«¡Ay de mi Alhama!»

Como en el Alhambra estuvo,

p. 21al mismo punto mandaba

que se toquen sus trompetas,

sus añafiles de plata.

«¡Ay de mi Alhama!»

Y que las cajas de guerra

apriesa toquen al arma,

porque lo oigan sus moros,

los de la Vega y Granada.

«¡Ay de mi Alhama!»

Los moros que el son oyeron

que al sangriento Marte llama,

uno a uno y dos a dos

juntado se ha gran batalla.

«¡Ay de mi Alhama!»

Allí habló un moro viejo,

de esta manera hablara:

—¿Para qué nos llamas, rey,

para qué es esta llamada?—

«¡Ay de mi Alhama!»

—Habéis de saber, amigos,

una nueva desdichada:

que cristianos de braveza

ya nos han ganado Alhama.—

«¡Ay de mi Alhama!»

Allí habló un alfaquí

de barba crecida y cana:

—¡Bien se te emplea, buen rey,

buen rey, bien se te empleara!

«¡Ay de mi Alhama!»

Mataste los Bencerrajes,

que eran la flor de Granada;

cogiste los tornadizos

de Córdoba la nombrada.

p. 22«¡Ay de mi Alhama!»

Por eso mereces, rey,

una pena muy doblada:

que te pierdas tú y el reino,

y aquí se pierda Granada.—

«¡Ay de mi Alhama!»

5. Romance de Rosa fresca

—Rosa fresca, rosa fresca,

tan garrida y con amor,

cuando vos tuve en mis brazos,

no vos supe servir, no;

y agora que os serviría

no vos puedo haber, no.

—Vuestra fue la culpa, amigo,

vuestra fue, que mía no;

enviástesme una carta

con un vuestro servidor,

y en lugar de recaudar

él dijera otra razón:

que érades casado, amigo,

allá en tierras de León;

que tenéis mujer hermosa

y hijos como una flor.

—Quien os lo dijo, señora,

no vos dijo verdad, no;

que yo nunca entré en Castilla

ni allá en tierras de León,

sino cuando era pequeño,

que no sabía de amor.

p. 236. Romance de Fontefrida

Fonte-frida, fonte-frida,

fonte-frida y con amor,

do todas las avecicas

van tomar consolación,

si no es la tortolica

que está viuda y con dolor.

Por allí fuera a pasar

el traidor del ruiseñor:

las palabras que le dice

llenas son de traïción:

—Si tú quisieses, señora,

yo sería tu servidor.

—Vete de ahí, enemigo,

malo, falso, engañador,

que ni poso en ramo verde,

ni en prado que tenga flor;

que si el agua hallo clara,

turbia la bebía yo;

que no quiero haber marido,

porque hijos no haya, no:

no quiero placer con ellos,

ni menos consolación.

¡Déjame, triste enemigo,

malo, falso, mal traidor,

que no quiero ser tu amiga,

ni casar contigo, no!

7. Romance de Blanca-niña

Blanca sois, señora mía,

más que no el rayo del sol:

p. 24¿si la dormiré esta noche

desarmado y sin pavor?

que siete años había, siete,

que no me desarmo, no.

Más negras tengo mis carnes

que un tiznado carbón.

—Dormilda, señor, dormilda,

desarmado sin temor,

que el conde es ido a la caza

a los montes de León.

—Rabia le mate los perros,

y águilas el su halcón,

y del monte hasta casa

a él arrastre el morón.—

Ellos en aquesto estando

su marido que llegó:

—¿Qué hacéis, la Blanca-niña,

hija de padre traidor?

—Señor, peino mis cabellos,

péinolos con gran dolor,

que me dejéis a mi sola

y a los montes os vais vos.

—Esa palabra, la niña,

no era sino traición:

¿cúyo es aquel caballo

que allá bajo relinchó?

—Señor, era de mi padre,

y envióoslo para vos.

—¿Cúyas son aquellas armas

que están en el corredor?

—Señor, eran de mi hermano,

y hoy os las envió.

—¿Cúya es aquella lanza,

p. 25desde aquí la veo yo?

—Tomalda, conde, tomalda,

matadme con ella vos,

que aquesta muerte, buen conde

bien os la merezco yo.

8. Romance del conde Arnaldos

¡Quién hubiese tal ventura

sobre las aguas del mar,

como hubo el conde Arnaldos

la mañana de San Juan!

Con un falcón en la mano

la caza iba a cazar,

vio venir una galera

que a tierra quiere llegar.

Las velas traía de seda,

la jarcia de un cendal,

marinero que la manda

diciendo viene un cantar

que la mar facía en calma,

los vientos hace amainar,

los peces que andan nel hondo

arriba los hace andar,

las aves que andan volando

nel mástel las faz posar.

Allí fabló el conde Arnaldos,

bien oiréis lo que dirá:

—Por Dios te ruego, marinero,

dígasme ora ese cantar.—

Respondiole el marinero,

tal respuesta le fue a dar:

p. 26—Yo no digo esta canción

sino a quien conmigo va.

9. Romance de la hija del rey de Francia

De Francia partió la niña,

de Francia la bien guarnida:

íbase para París,

do padre y madre tenía.

Errado lleva el camino,

errado lleva la guía:

arrimárase a un roble

por esperar compañía.

Vio venir un caballero

que a París lleva la guía.

La niña desque lo vido

de esta suerte le decía:

—Si te place, caballero,

llévesme en tu compañía.

—Pláceme, dijo, señora,

pláceme, dijo, mi vida.—

Apeose del caballo

por hacelle cortesía;

puso la niña en las ancas

y él subiérase en la silla.

En el medio del camino

de amores la requería.

La niña desque lo oyera

díjole con osadía:

—Tate, tate, caballero,

no hagáis tal villanía:

hija soy de un malato

p. 27y de una malatía;

el hombre que a mí llegase

malato se tornaría.—

El caballero con temor

palabra no respondía.

A la entrada de París

la niña se sonreía.

—¿De qué vos reís, señora?

¿de qué vos reís, mi vida?

—Ríome del caballero,

y de su gran cobardía,

¡tener la niña en el campo

y catarle cortesía!—

Caballero con vergüenza

estas palabras decía:

—Vuelta, vuelta, mi señora,

que una cosa se me olvida.—

La niña como discreta

dijo: —Yo no volvería,

ni persona, aunque volviese,

en mi cuerpo tocaría:

hija soy del rey de Francia

y de la reina Constantina,

el hombre que a mí llegase,

muy caro le costaría.

10. Romance de doña Alda

En París está doña Alda

la esposa de don Roldán,

trescientas damas con ella

para la acompañar:

p. 28todas visten un vestido,

todas calzan un calzar,

todas comen a una mesa,

todas comían de un pan,

sino era doña Alda,

que era la mayoral.

Las ciento hilaban oro,

las ciento tejen cendal,

las ciento tañen instrumentos

para doña Alda holgar.

Al son de los instrumentos

doña Alda adormido se ha:

ensoñado había un sueño,

un sueño de gran pesar.

Recordó despavorida

y con un pavor muy grand,

los gritos daba tan grandes

que se oían en la ciudad.

Allí hablaron sus doncellas,

bien oiréis lo que dirán:

—¿Qué es aquesto, mi señora?

¿quién es el que os hizo mal?

—Un sueño soñé, doncellas,

que me ha dado gran pesar;

que me veía en un monte

en un desierto lugar:

de so los montes muy altos

un azor vide volar,

tras dél viene una aguililla

que lo ahinca muy mal.

El azor con grande cuita

metiose so mi brial;

el aguililla con grande ira

p. 29de allí lo iba a sacar;

con las uñas lo despluma,

con el pico lo deshaz.—

Allí habló su camarera,

bien oiréis lo que dirá:

—Aquese sueño, señora,

bien os lo entiendo soltar;

el azor es vuestro esposo,

que viene de allén la mar;

el águila sedes vos,

con la cual ha de casar,

y aquel monte es la iglesia

donde os han de velar.

—Si así es, mi camarera,

bien te lo entiendo pagar.—

Otro día de mañana

cartas de fuera le traen;

tintas venían de dentro,

de fuera escritas con sangre,

que su Roldán era muerto

en la caza de Roncesvalles.


GARCILASO DE LA VEGA

11. Égloga primera

A Don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, virrey de Nápoles

SALICIO, NEMOROSO

El dulce lamentar de dos pastores,

Salicio juntamente y Nemoroso,

He de cantar, sus quejas imitando;

p. 30Cuyas ovejas al cantar sabroso

Estaban muy atentas, los amores,

De pacer olvidadas, escuchando.

Tú, que ganaste obrando

Un nombre en todo el mundo,

Y un grado sin segundo,

Agora estés atento, solo y dado

Al ínclito gobierno del estado

Albano; agora vuelto a la otra parte,

Resplandeciente, armado,

Representando en tierra el fiero Marte;

Agora de cuidados enojosos

Y de negocios libre, por ventura

Andes a caza, el monte fatigando

En ardiente jinete, que apresura

El curso tras los ciervos temerosos,

Que en vano su morir van dilatando;

Espera, que en tornando

A ser restituido

Al ocio ya perdido,

Luego verás ejercitar mi pluma

Por la infinita innumerable suma

De tus virtudes y famosas obras;

Antes que me consuma,

Faltando a ti, que a todo el mundo sobras.

En tanto que este tiempo que adivino

Viene a sacarme de la deuda un día,

Que se debe a tu fama y a tu gloria;

Que es deuda general, no solo mía,

Mas de cualquier ingenio peregrino

Que celebra lo digno de memoria;

El árbol de vitoria

Que ciñe estrechamente

p. 31Tu gloriosa frente

Dé lugar a la hiedra que se planta

Debajo de tu sombra, y se levanta

Poco a poco, arrimada a tus loores;

Y en cuanto esto se canta,

Escucha tú el cantar de mis pastores.

Saliendo de las ondas encendido,

Rayaba de los montes el altura

El sol, cuando Salicio, recostado

Al pie de una alta haya, en la verdura,

Por donde una agua clara con sonido

Atravesaba el fresco y verde prado;

Él, con canto acordado

Al rumor que sonaba

Del agua que pasaba,

Se quejaba tan dulce y blandamente

Como si no estuviera de allí ausente

La que de su dolor culpa tenía;

Y así, como presente,

Razonando con ella, le decía.

SALICIO

—¡Oh más dura que mármol a mis quejas,

Y al encendido fuego en que me quemo

Más helada que nieve, Galatea!

Estoy muriendo, y aun la vida temo;

Témola con razón, pues tú me dejas;

Que no hay, sin ti, el vivir para qué sea.

Vergüenza he que me vea

Ninguno en tal estado,

De ti desamparado,

Y de mí mismo yo me corro agora.

¿De un alma te desdeñas ser señora,

p. 32Donde siempre moraste, no pudiendo

Della salir un hora?

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

El sol tiende los rayos de su lumbre

Por montes y por valles, despertando

Las aves y animales y la gente;

Cuál por el aire claro va volando,

Cuál por el verde valle o alta cumbre

Paciendo va segura y libremente,

Cuál con el sol presente

Va de nuevo al oficio,

Y al usado ejercicio

Do su natura o menester le inclina.

Siempre está en llanto esta ánima mezquina

Cuando la sombra el mundo va cubriendo

O la luz se avecina.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¿Y tú, desta mi vida ya olvidada,

Sin mostrar un pequeño sentimiento

De que por ti Salicio triste muera,

Dejas llevar, desconocida, al viento

El amor y la fe que ser guardada

Eternamente solo a mí debiera?

¡Oh Dios! ¿Por qué siquiera,

Pues ves desde tu altura

Esta falsa perjura

Causar la muerte de un estrecho amigo,

No recibe del cielo algún castigo?

Si en pago del amor yo estoy muriendo,

¿Qué hará el enemigo?

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Por ti el silencio de la selva umbrosa,

Por ti la esquividad y apartamiento

p. 33Del solitario monte me agradaba;

Por ti la verde yerba, el fresco viento,

El blanco lirio y colorada rosa

Y dulce primavera deseaba.

¡Ay, cuánto me engañaba!

¡Ay, cuán diferente era

Y cuán de otra manera

Lo que en tu falso pecho se escondía!

Bien claro con su voz me lo decía

La siniestra corneja, repitiendo

La desventura mía.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,

Reputándolo yo por desvarío,

Vi mi mal entre sueños, desdichado!

Soñaba que en el tiempo del estío

Llevaba, por pasar allí la siesta,

A beber en el Tajo mi ganado;

Y después de llegado,

Sin saber de cuál arte,

Por desusada parte

Y por nuevo camino el agua se iba;

Ardiendo yo con la calor estiva,

El curso enajenado iba siguiendo

Del agua fugitiva.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?

Tus claros ojos ¿a quién los volviste?

¿Por quién tan sin respeto me trocaste?

Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?

¿Cuál es el cuello que como en cadena

De tus hermosos brazos anudaste?

No hay corazón que baste,

p. 34Aunque fuese de piedra,

Viendo mi amada hiedra,

De mí arrancada, en otro muro asida,

Y mi parra en otro olmo entretejida,

Que no se esté con llanto deshaciendo

Hasta acabar la vida.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¿Qué no se esperará de aquí adelante,

Por difícil que sea y por incierto?

O ¿qué discordia no será juntada?

Y juntamente ¿qué tendrá por cierto,

O qué de hoy más no temerá el amante,

Siendo a todo materia por ti dada?

Cuando tú enajenada

De mí, cuitado, fuiste,

Notable causa diste

Y ejemplo a todos cuantos cubre el cielo,

Que el más seguro tema con recelo

Perder lo que estuviere poseyendo.

Salid fuera sin duelo,

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Materia diste al mundo de esperanza

De alcanzar lo imposible y no pensado,

Y de hacer juntar lo diferente,

Dando a quien diste el corazón malvado,

Quitándolo de mí con tal mudanza

Que siempre sonará de gente en gente.

La cordera paciente

Con el lobo hambriento

Hará su ayuntamiento,

Y con las simples aves sin ruido

Harán las bravas sierpes ya su nido;

Que mayor diferencia comprehendo

p. 35De ti al que has escogido.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Siempre de nueva leche en el verano

Y en el invierno abundo; en mi majada

La manteca y el queso está sobrado;

De mi cantar pues yo te vi agradada,

Tanto, que no pudiera el mantuano

Títiro ser de ti más alabado,

No soy pues, bien mirado,

Tan disforme ni feo;

Que aun agora me veo

En esta agua que corre clara y pura,

Y cierto no trocara mi figura

Con ese que de mí se está riendo;

Trocara mi ventura.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

¿Cómo te vine en tanto menosprecio?

¿Cómo te fui tan presto aborrecible?

¿Cómo te faltó en mí el conocimiento?

Si no tuvieras condición terrible,

Siempre fuera tenido de ti en precio,

Y no viera de ti este apartamiento.

¿No sabes que sin cuento

Buscan en el estío

Mis ovejas el frío

De la sierra de Cuenca, y el gobierno

Del abrigado Extremo en el invierno?

Mas ¡qué vale el tener, si derritiendo

Me estoy en llanto eterno!

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Con mi llorar las piedras enternecen

Su natural dureza y la quebrantan,

Los árboles parece que se inclinan,

p. 36Las aves que me escuchan, cuando cantan,

Con diferente voz se condolecen,

Y mi morir cantando me adivinan.

Las fieras que reclinan

Su cuerpo fatigado,

Dejan el sosegado

Sueño por escuchar mi llanto triste.

Tú sola contra mí te endureciste,

Los ojos aun siquiera no volviendo

A lo que tú hiciste.

Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.

Mas ya que a socorrerme aquí no vienes,

No dejes el lugar que tanto amaste;

Que bien podrás venir de mí segura;

Y dejaré el lugar do me dejaste;

Ven, si por solo esto te detienes.

Ves aquí un prado lleno de verdura,

Ves aquí una espesura,

Ves aquí una agua clara,

En otro tiempo cara,

A quien de ti con lágrimas me quejo.

Quizá aquí hallarás, pues yo me alejo,

Al que todo mi bien quitarme puede;

Que pues el bien le dejo,

No es mucho que lugar también le quede.—

Aquí dio fin a su cantar Salicio,

Y suspirando en el postrero acento,

Soltó de llanto una profunda vena.

Queriendo el monte al grave sentimiento

De aquel dolor en algo ser propicio,

Con la pasada voz retumba y suena.

La blanda Filomena,

Casi como dolida

p. 37Y a compasión movida,

Dulcemente responde al son lloroso.

Lo que cantó tras esto Nemoroso

Decidlo vos, Pïérides; que tanto

No puedo yo ni oso,

Que siento enflaquecer mi débil canto.

NEMOROSO

—Corrientes aguas, puras, cristalinas;

Árboles que os estáis mirando en ellas,

Verde prado de fresca sombra lleno,

Aves que aquí sembráis vuestras querellas,

Hiedra que por los árboles caminas,

Torciendo el paso por su verde seno;

Yo me vi tan ajeno

Del grave mal que siento,

Que de puro contento

Con vuestra soledad me recreaba,

Donde con dulce sueño reposaba,

O con el pensamiento discurría

Por donde no hallaba

Sino memorias llenas de alegría;

Y en este mismo valle, donde agora

Me entristezco y me canso, en el reposo

Estuve ya contento y descansado.

¡Oh bien caduco, vano y presuroso!

Acuérdome durmiendo aquí algún hora,

Que despertando, a Elisa vi a mi lado.

¡Oh miserable hado!

¡Oh tela delicada

Antes de tiempo dada

A los agudos filos de la muerte!

Más convenible fuera aquesta suerte

p. 38A los cansados años de mi vida,

Que es más que el hierro fuerte,

Pues no la ha quebrantado tu partida.

¿Dó están agora aquellos claros ojos

Que llevaban tras sí como colgada

Mi ánima do quier que se volvían?

¿Dó está la blanca mano delicada,

Llena de vencimientos y despojos

Que de mí mis sentidos le ofrecían?

Los cabellos que vían

Con gran desprecio al oro,

Como a menor tesoro

¿Adónde están? ¿Adónde el blanco pecho?

¿Dó la columna que el dorado techo

Con presunción graciosa sostenía?

Aquesto todo agora ya se encierra,

Por desventura mía,

En la fría, desierta y dura tierra.

¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,

Cuando en aqueste valle al fresco viento

Andábamos cogiendo tiernas flores,

Que había de ver con largo apartamiento

Venir el triste y solitario día

Que diese amargo fin a mis amores?

El cielo en mis dolores

Cargó la mano tanto,

Que a sempiterno llanto

Y a triste soledad me ha condenado;

Y lo que siento más es verme atado

A la pesada vida y enojosa,

Solo, desamparado,

Ciego sin lumbre en cárcel tenebrosa.

Después que nos dejaste, nunca pace

p. 39En hartura el ganado ya, ni acude

El campo al labrador con mano llena.

No hay bien que en mal no se convierta y mude:

La mala yerba al trigo ahoga, y nace

En lugar suyo la infelice avena;

La tierra, que de buena

Gana nos producía

Flores con que solía

Quitar en solo vellas mil enojos,

Produce agora en cambio estos abrojos,

Ya de rigor de espinas intratable;

Y yo hago con mis ojos

Crecer, llorando, el fruto miserable.

Como al partir del sol la sombra crece,

Y en cayendo su rayo se levanta

La negra escuridad que el mundo cubre,

De do viene el temor que nos espanta,

Y la medrosa forma en que se ofrece

Aquello que la noche nos encubre,

Hasta que el sol descubre

Su luz pura y hermosa;

Tal es la tenebrosa

Noche de tu partir, en que he quedado

De sombra y de temor atormentado,

Hasta que muerte el tiempo determine

Que a ver el deseado

Sol de tu clara vista me encamine.

Cual suele el ruiseñor con triste canto

Quejarse, entre las hojas escondido,

Del duro labrador, que cautamente

Le despojó su caro y dulce nido

De los tiernos hijuelos entre tanto

Que del amado ramo estaba ausente,

p. 40Y aquel dolor que siente

Con diferencia tanta

Por la dulce garganta

Despide, y a su canto el aire suena,

Y la callada noche no refrena

Su lamentable oficio y sus querellas,

Trayendo de su pena

Al cielo por testigo y las estrellas;

Desta manera suelto yo la rienda

A mi dolor, y así me quejo en vano

De la dureza de la muerte airada.

Ella en mi corazón metió la mano,

Y de allí me llevó mi dulce prenda;

Que aquel era su nido y su morada.

¡Ay muerte arrebatada!

Por ti me estoy quejando

Al cielo y enojando

Con importuno llanto al mundo todo:

Tan desigual dolor no sufre modo.

No me podrán quitar el dolorido

Sentir, si ya del todo

Primero no me quitan el sentido.

Una parte guardé de tus cabellos,

Elisa, envueltos en un blanco paño,

Que nunca de mi seno se me apartan;

Descójolos, y de un dolor tamaño

Enternecerme siento, que sobre ellos

Nunca mis ojos de llorar se hartan.

Sin que de allí se partan,

Con suspiros calientes,

Más que la llama ardientes,

Los enjugo del llanto, y de consuno

Casi los paso y cuento uno a uno;

p. 41Juntándolos, con un cordón los ato.

Tras esto el importuno

Dolor me deja descansar un rato.

Mas luego a la memoria se me ofrece

Aquella noche tenebrosa, escura,

Que siempre aflige esta ánima mezquina

Con la memoria de mi desventura.

Verte presente agora me parece

En aquel duro trance de Lucina,

Y aquella voz divina,

Con cuyo son y acentos

A los airados vientos

Pudieras amansar, que agora es muda,

Me parece que oigo que a la cruda,

Inexorable diosa demandabas

En aquel paso ayuda;

Y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?

¿Íbate tanto en perseguir las fieras?

¿Íbate tanto en un pastor dormido?

¿Cosa pudo bastar a tal crüeza,

Que, conmovida a compasión, oído

A los votos y lágrimas no dieras

Por no ver hecha tierra tal belleza,

O no ver la tristeza

En que tu Nemoroso

Queda, que su reposo

Era seguir tu oficio, persiguiendo

Las fieras por los montes, y ofreciendo

A tus sagradas aras los despojos?

¿Y tú, ingrata, riendo

Dejas morir mi bien ante mis ojos?

Divina Elisa, pues agora el cielo

Con inmortales pies pisas y mides,

p. 42Y su mudanza ves, estando queda,

¿Por qué de mí te olvidas, y no pides

Que se apresure el tiempo en que este velo

Rompa del cuerpo, y verme libre pueda,

Y en la tercera rueda

Contigo mano a mano

Busquemos otro llano,

Busquemos otros montes y otros ríos,

Otros valles floridos y sombríos,

Donde descanse y siempre pueda verte

Ante los ojos míos,

Sin miedo y sobresalto de perderte?—

Nunca pusieran fin al triste lloro

Los pastores, ni fueran acabadas

Las canciones que solo el monte oía,

Si mirando las nubes coloradas,

Al trasmontar del sol bordadas de oro,

No vieran que era ya pasado el día.

La sombra se veía

Venir corriendo apriesa

Ya por la falda espesa

Del altísimo monte, y recordando

Ambos como de sueño, y acabando

El fugitivo sol, de luz escaso,

Su ganado llevando,

Se fueron recogiendo paso a paso.

12. A la flor de Gnido

Si de mi baja lira

Tanto pudiese el son, que en un momento

Aplacase la ira

p. 43Del animoso viento,

Y la furia del mar y el movimiento;

Y en ásperas montañas

Con el suave canto enterneciese

Las fieras alimañas,

Los árboles moviese,

Y al son confusamente los trajese;

No pienses que cantado

Sería de mí, hermosa flor de Gnido,

El fiero Marte airado,

A muerte convertido,

De polvo y sangre y de sudor teñido;

Ni aquellos capitanes

En las sublimes ruedas colocados,

Por quien los alemanes

El fiero cuello atados,

Y los franceses van domesticados.

Mas solamente aquella

Fuerza de tu beldad sería cantada,

Y alguna vez con ella

También sería notada

El aspereza de que estás armada;

Y cómo por ti sola,

Y por tu gran valor y hermosura,

Convertido en viola,

Llora su desventura

El miserable amante en tu figura.

Hablo de aquel cativo,

De quien tener se debe más cuidado,

Que está muriendo vivo,

Al remo condenado,

En la concha de Venus amarrado.

Por ti, como solía,

p. 44Del áspero caballo no corrige

La furia y gallardía,

Ni con freno le rige,

Ni con vivas espuelas ya le aflige.

Por ti, con diestra mano

No revuelve la espada presurosa,

Y en el dudoso llano

Huye la polvorosa

Palestra como sierpe ponzoñosa.

Por ti, su blanda musa,

En lugar de la cítara sonante,

Tristes querellas usa,

Que con llanto abundante

Hacen bañar el rostro del amante.

Por ti, el mayor amigo

Le es importuno, grave y enojoso;

Yo puedo ser testigo

Que ya del peligroso

Naufragio fui su puerto y su reposo.

Y agora en tal manera

Vence el dolor a la razón perdida,

Que ponzoñosa fiera

Nunca fue aborrecida

Tanto como yo dél, ni tan temida.

No fuiste tú engendrada

Ni producida de la dura tierra;

No debe ser notada

Que ingratamente yerra

Quien todo el otro error de sí destierra.

Hágate temerosa

El caso de Anaxárete, y cobarde,

Que de ser desdeñosa

Se arrepintió muy tarde;

p. 45Y así, su alma con su mármol arde.

Estábase alegrando

Del mal ajeno el pecho empedernido,

Cuando abajo mirando

El cuerpo muerto vido

Del miserable amante, allí tendido.

Y al cuello el lazo atado,

Con que desenlazó de la cadena

El corazón cuitado,

Que con su breve pena

Compró la eterna punición ajena.

Sintió allí convertirse

En piedad amorosa el aspereza.

¡Oh tarde arrepentirse!

¡Oh última terneza!

¿Cómo te sucedió mayor dureza?

Los ojos se enclavaron

En el tendido cuerpo que allí vieron,

Los huesos se tornaron

Más duros y crecieron,

Y en sí toda la carne convirtieron;

Las entrañas heladas

Tornaron poco a poco en piedra dura;

Por las venas cuitadas

La sangre su figura

Iba desconociendo y su natura;

Hasta que finalmente

En duro mármol vuelta y trasformada,

Hizo de sí la gente

No tan maravillada

Cuanto de aquella ingratitud vengada.

No quieras tú, señora,

De Némesis airada las saetas

p. 46Probar, por Dios, agora;

Baste que tus perfetas

Obras y hermosura a los poetas

Den inmortal materia,

Sin que también en verso lamentable

Celebren la miseria

De algún caso notable

Que por ti pase triste y miserable.

GUTIERRE DE CETINA

13. Madrigal

Ojos claros, serenos,

Si de un dulce mirar sois alabados,

¿Por qué, si me miráis, miráis airados?

Si cuando más piadosos,

Más bellos parecéis a aquel que os mira,

No me miréis con ira,

Porque no parezcáis menos hermosos.

¡Ay tormentos rabiosos!

Ojos claros, serenos,

Ya que así me miráis, miradme al menos.

FRAY LUIS DE LEÓN

14. Vida retirada

¡Qué descansada vida

la del que huye el mundanal ruïdo,

y sigue la escondida

senda por donde han ido

p. 47los pocos sabios que en el mundo han sido!

Que no le enturbia el pecho

de los soberbios grandes el estado,

ni del dorado techo

se admira, fabricado

del sabio moro, en jaspes sustentado.

No cura si la fama

canta con voz su nombre pregonera,

ni cura si encarama

la lengua lisonjera

lo que condena la verdad sincera.

¿Qué presta a mi contento

si soy del vano dedo señalado,

si en busca de este viento

ando desalentado

con ansias vivas, y mortal cuidado?

¡Oh campo, oh monte, oh río!

¡oh secreto seguro deleitoso!

roto casi el navío,

a vuestro almo reposo

huyo de aqueste mar tempestuoso.

Un no rompido sueño,

un día puro, alegre, libre quiero;

no quiero ver el ceño

vanamente severo

de quien la sangre ensalza o el dinero.

Despiértenme las aves

con su cantar süave no aprendido,

no los cuidados graves

de que es siempre seguido

quien al ajeno arbitrio está atenido.

Vivir quiero conmigo,

gozar quiero del bien que debo al cielo,

p. 48a solas sin testigo

libre de amor, de celo,

de odio, de esperanzas, de recelo.

Del monte en la ladera

por mi mano plantado tengo un huerto

que con la primavera

de bella flor cubierto

ya muestra en esperanza el fruto cierto.

Y como codiciosa

de ver y acrecentar su hermosura,

desde la cumbre airosa

una fontana pura

hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego sosegada

el paso entre los árboles torciendo,

el suelo de pasada

de verdura vistiendo,

y con diversas flores va esparciendo.

El aire el huerto orea,

y ofrece mil olores al sentido,

los árboles menea

con un manso ruido

que del oro y del cetro pone olvido.

Ténganse su tesoro

los que de un flaco leño se confían:

no es mío ver el lloro

de los que desconfían

cuando el cierzo y el ábrego porfían.

La combatida antena

cruje, y en ciega noche el claro día

se torna, al cielo suena

confusa vocería,

y la mar enriquecen a porfía.

p. 49A mí una pobrecilla

mesa de amable paz bien abastada

me baste, y la vajilla

de fino oro labrada

sea de quien la mar no teme airada.

Y mientras miserable-

mente se están los otros abrasando

en sed insaciable

del no durable mando,

tendido yo a la sombra esté cantando.

A la sombra tendido

de yedra y lauro eterno coronado,

puesto el atento oído

al son dulce acordado

del plectro sabiamente meneado.

15. A Francisco Salinas

El aire se serena

y viste de hermosura y luz no usada,

Salinas, cuando suena

la música extremada

por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino

mi alma que en olvido está sumida,

torna a cobrar el tino,

y memoria perdida

de su origen primera esclarecida.

Y como se conoce,

en suerte y pensamientos se mejora;

el oro desconoce

que el vulgo ciego adora,

p. 50la belleza caduca engañadora.

Traspasa el aire todo

hasta llegar a la más alta esfera,

y oye allí otro modo

de no perecedera

música, que es de todas la primera.

Ve cómo el gran maestro

a aquesta inmensa cítara aplicado,

con movimiento diestro

produce el son sagrado

con que este eterno templo es sustentado.

Y como está compuesta

de números concordes, luego envía

consonante respuesta,

y entrambas a porfía

mezclan una dulcísima armonía.

Aquí la alma navega

por un mar de dulzura, y finalmente

en él así se anega,

que ningún accidente

extraño o peregrino oye o siente.

¡Oh desmayo dichoso!

¡oh muerte que das vida! ¡oh dulce olvido!

¡durase en tu reposo

sin ser restituido

jamás a aqueste bajo y vil sentido!

A este bien os llamo,

gloria del Apolíneo sacro coro,

amigos, a quien amo

sobre todo tesoro;

que todo lo demás es triste lloro.

¡Oh! suene de contino,

Salinas, vuestro son en mis oídos,

p. 51por quien al bien divino

despiertan los sentidos,

quedando a lo demás amortecidos.

16. A Felipe Ruiz

¿Cuándo será que pueda

libre de esta prisión volar al cielo,

Felipe, y en la rueda

que huye más del suelo,

contemplar la verdad pura sin velo?

Allí a mi vida junto

en luz resplandeciente convertido,

veré distinto y junto

lo que es y lo que ha sido,

y su principio propio y escondido.

Entonces veré cómo

el divino poder echó el cimiento

tan a nivel y plomo,

do estable eterno asiento

posee el pesadísimo elemento.

Veré las inmortales

columnas do la tierra está fundada,

las lindes y señales

con que a la mar airada

la Providencia tiene aprisionada.

Por qué tiembla la tierra,

por qué las hondas mares se embravecen,

dó sale a mover guerra

el cierzo, y por qué crecen

las aguas del Océano y descrecen.

De dó manan las fuentes;

p. 52quién ceba, y quién bastece de los ríos

las perpetuas corrientes;

de los helados fríos

veré las causas, y de los estíos.

Las soberanas aguas

del aire en la región quién las sostiene;

de los rayos las fraguas;

dó los tesoros tiene

de nieve Dios, y el trueno dónde viene.

¿No ves cuando acontece

turbarse el aire todo en el verano?

el día se ennegrece,

sopla el gallego insano,

y sube hasta el cielo el polvo vano;

Y entre las nubes mueve

su carro Dios ligero y reluciente,

horrible son conmueve,

relumbra fuego ardiente,

treme la tierra, humíllase la gente.

La lluvia baña el techo,

envían largos ríos los collados;

su trabajo deshecho,

los campos anegados

miran los labradores espantados.

Y de allí levantado

veré los movimientos celestiales,

así el arrebatado

como los naturales,

las causas de los hados, las señales.

Quién rige las estrellas

veré, y quién las enciende con hermosas

y eficaces centellas;

por qué están las dos osas,

p. 53de bañarse en el mar siempre medrosas.

Veré este fuego eterno

fuente de vida y luz dó se mantiene;

y por qué en el invierno

tan presuroso viene,

por qué en las noches largas se detiene.

Veré sin movimiento

en la más alta esfera las moradas

del gozo y del contento,

de oro y luz labradas,

de espíritus dichosos habitadas.

17. Noche serena

Cuando contemplo el cielo

de innumerables luces adornado,

y miro hacia el suelo

de noche rodeado,

en sueño y en olvido sepultado:

El amor y la pena

despiertan en mi pecho una ansia ardiente;

despiden larga vena

los ojos hechos fuente;

la lengua dice al fin con voz doliente:

Morada de grandeza,

templo de claridad y hermosura,

mi alma que a tu alteza

nació, ¿qué desventura

la tiene en esta cárcel baja, oscura?

¿Qué mortal desatino

de la verdad aleja así el sentido,

que de tu bien divino

p. 54olvidado, perdido

sigue la vana sombra, el bien fingido?

El hombre está entregado

al sueño, de su suerte no cuidando,

y con paso callado

el cielo vueltas dando

las horas del vivir le va hurtando.

¡Ay! despertad, mortales;

mirad con atención en vuestro daño;

¿las almas inmortales

hechas a bien tamaño

podrán vivir de sombra y solo engaño?

¡Ay! levantad los ojos

a aquesta celestial eterna esfera,

burlaréis los antojos

de aquesa lisonjera

vida, con cuanto teme y cuanto espera.

¿Es más que un breve punto

el bajo y torpe suelo, comparado

a aqueste gran trasunto,

do vive mejorado

lo que es, lo que será, lo que ha pasado?

Quien mira el gran concierto

de aquestos resplandores eternales,

su movimiento cierto,

sus pasos desiguales,

y en proporción concorde tan iguales:

La luna cómo mueve

la plateada rueda, y va en pos de ella

la luz do el saber llueve,

y la graciosa estrella

de amor le sigue reluciente y bella:

Y cómo otro camino

p. 55prosigue el sanguinoso Marte airado,

y el Júpiter benino

de bienes mil cercado

serena el cielo con su rayo amado:

Rodéase en la cumbre

Saturno, padre de los siglos de oro,

tras él la muchedumbre

del reluciente coro

su luz va repartiendo y su tesoro:

¿Quién es el que esto mira,

y precia la bajeza de la tierra,

y no gime y suspira

por romper lo que encierra

el alma, y de estos bienes la destierra?

Aquí vive el contento,

aquí reina la paz: aquí asentado

en rico y alto asiento

está al amor sagrado

de honra y de deleites rodeado.

Inmensa hermosura

aquí se muestra toda; y resplandece

clarísima luz pura,

que jamás anochece;

eterna primavera aquí florece.

¡Oh campos verdaderos!

¡oh prados con verdad frescos y amenos!

¡riquísimos mineros!

¡Oh deleitosos senos!

¡repuestos valles de mil bienes llenos!

p. 5618. Morada del cielo

Alma región luciente,

prado de bienandanza, que ni al hielo

ni con el rayo ardiente

falleces, fértil suelo

producidor eterno de consuelo:

De púrpura y de nieve

florida la cabeza coronado,

a dulces pastos mueve

sin honda ni cayado,

el buen Pastor en ti su hato amado.

Él va, y en pos dichosas

le siguen sus ovejas, do las pace

con inmortales rosas,

con flor que siempre nace,

y cuanto más se goza más renace.

Ya dentro a la montaña

del alto bien las guía; ya en la vena

del gozo fiel las baña,

y les da mesa llena,

pastor y pasto él solo, y suerte buena.

Y de su esfera cuando

la cumbre toca altísimo subido

el sol, él sesteando

de su hato ceñido

con dulce son deleita el santo oído.

Toca el rabel sonoro,

y el inmortal dulzor al alma pasa,

con que envilece el oro,

y ardiendo se traspasa

y lanza en aquel bien libre de tasa.

¡Oh son, oh voz, siquiera

p. 57pequeña parte alguna descendiese

en mi sentido, y fuera

de sí el alma pusiese

y toda en ti, oh amor, la convirtiese!

Conocería dónde

sesteas, dulce Esposo, y desatada

de esta prisión a donde

padece, a tu manada

junta, no ya andará perdida, errada.

19. En la Ascensión

¡Y dejas, Pastor santo,

tu grey en este valle hondo, escuro,

con soledad y llanto,

y tú rompiendo el puro

aire, te vas al inmortal seguro!

¿Los antes bienhadados,

y los agora tristes y afligidos,

a tus pechos criados,

de Ti desposeídos,

a dó convertirán ya sus sentidos?

¿Qué mirarán los ojos

que vieron de tu rostro la hermosura,

que no les sea enojos?

quien oyó tu dulzura,

¿qué no tendrá por sordo y desventura?

Aqueste mar turbado

¿quién le pondrá ya freno? ¿quién concierto

al viento fiero airado?

estando tú encubierto

¿qué norte guiará la nave al puerto?

p. 58¡Ay! nube envidïosa

aun de este breve gozo ¿qué te aquejas?

¿dó vuelas presurosa?

¡cuán rica tú te alejas!

¡cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!

20. Imitación de diversos

Vuestra tirana exención

y ese vuestro cuello erguido

estoy cierto que Cupido

pondrá en dura sujeción.

Vivid esquiva y exenta;

que a mi cuenta

vos serviréis al amor

cuando de vuestro dolor

ninguno quiera hacer cuenta.

Cuando la dorada cumbre

fuere de nieve esparcida,

y las dos luces de vida

recogieren ya su lumbre:

cuando la ruga enojosa

en la hermosa

frente y cara se mostrare,

y el tiempo que vuela helare

esa fresca y linda rosa:

Cuando os viéredes perdida,

os perderéis por querer,

sentiréis que es padecer

querer y no ser querida.

Diréis con dolor, Señora,

cada hora:

p. 59¡quién tuviera, ay sin ventura,

o agora aquella hermosura

o antes el amor de agora!

A mil gentes que agraviadas

tenéis con vuestra porfía,

dejaréis en aquel día

alegres y bien vengadas.

Y por mil partes volando

publicando

el amor irá este cuento,

para aviso y escarmiento

de quien huye de su bando.

¡Ay! por Dios, Señora bella,

mirad por vos, mientras dura

esa flor graciosa y pura,

que el no gozalla es perdella,

y pues no menos discreta

y perfeta

sois que bella y desdeñosa,

mirad que ninguna cosa

hay que a amor no esté sujeta.

El amor gobierna el cielo

con ley dulce eternamente,

¿y pensáis vos ser valiente

contra él acá en el suelo?

Da movimiento y viveza

a belleza

el amor, y es dulce vida;

y la suerte más valida

sin él es triste pobreza.

¿Qué vale el beber en oro,

el vestir seda y brocado,

el techo rico labrado,

p. 60los montones de tesoro?

¿Y qué vale si a derecho

os da pecho

el mundo todo y adora,

si a la fin dormís, Señora,

en el solo y frío lecho?

21. Soneto

Agora con la aurora se levanta

mi luz, agora coge en rico ñudo

el hermoso cabello, agora el crudo

pecho ciñe con oro, y la garganta.

Agora vuelta al cielo pura y santa

las manos y ojos bellos alza, y pudo

dolerse agora de mi mal agudo;

agora incomparable tañe y canta.

Ansí digo, y del dulce error llevado,

presente ante mis ojos la imagino,

y lleno de humildad y amor la adoro.

Mas luego vuelve en sí el engañado

ánimo, y conociendo el desatino,

la rienda suelta largamente al lloro.


SAN JUAN DE LA CRUZ

22. Cántico espiritual entre el alma y Cristo su Esposo

ESPOSA

¿Adónde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido?

Como el ciervo huiste,

p. 61Habiéndome herido;

Salí tras ti clamando, y ya eras ido.

Pastores, los que fuerdes

Allá por las majadas al otero,

Si por ventura vierdes

Aquel que yo más quiero

Decidle que adolezco, peno y muero.

Buscando mis amores,

Iré por esos montes y riberas,

Ni cogeré las flores,

Ni temeré las fieras,

Y pasaré los fuertes y fronteras.

¡Oh bosques y espesuras,

Plantadas por la mano del Amado,

Oh prado de verduras,

De flores esmaltado,

Decid si por vosotros ha pasado!

RESPUESTA DE LAS CRIATURAS

Mil gracias derramando

Pasó por estos sotos con presura,

Y, yéndolos mirando,

Con sola su figura

Vestidos los dejó de su hermosura.

ESPOSA

¡Ay, quién podrá sanarme!

Acaba de entregarte ya de vero,

No quieras enviarme

De hoy ya más mensajero,

Que no saben decirme lo que quiero.

Y todos cuantos vagan,

De ti me van mil gracias refiriendo,

p. 62Y todos más me llagan,

Y déjame muriendo

Un no sé qué que quedan balbuciendo.

Mas ¿cómo perseveras,

Oh vida, no viviendo donde vives,

Y haciendo porque mueras

Las flechas que recibes,

De lo que del Amado en ti concibes?

¿Por qué, pues has llagado

A aqueste corazón, no le sanaste?

Y pues me le has robado,

¿Por qué así lo dejaste,

Y no tomas el robo que robaste?

Apaga mis enojos,

Pues que ninguno basta a deshacellos,

Y véante mis ojos,

Pues eres lumbre de ellos

Y solo para ti quiero tenellos.

Descubre tu presencia,

Y máteme tu vista y hermosura:

Mira que la dolencia

De amor, que no se cura

Sino con la presencia y la figura.

¡Oh cristalina fuente,

Si en esos tus semblantes plateados

Formases de repente

Los ojos deseados

Que tengo en mis entrañas dibujados!

Apártalos, Amado,

Que voy de vuelo.

ESPOSO

Vuélvete, paloma,

p. 63Que el ciervo vulnerado

Por el otero asoma,

Al aire de tu vuelo, y fresco toma.

ESPOSA

Mi amado, las montañas,

Los valles solitarios nemorosos,

Las ínsulas extrañas,

Los ríos sonorosos,

El silbo de los aires amorosos.

La noche sosegada,

En par de los levantes de la aurora,

La música callada,

La soledad sonora,

La cena, que recrea y enamora.

Cazadnos las raposas,

Que está ya florecida nuestra viña,

En tanto que de rosas

Hacemos una piña,

Y no parezca nadie en la montiña.

Detente, Cierzo muerto:

Ven, Austro, que recuerdas los amores,

Aspira por mi huerto,

Y corran tus olores,

Y pacerá el Amado entre las flores.

Oh ninfas de Judea,

En tanto que en las flores y rosales

El ámbar perfumea,

Morá en los arrabales,

Y no queráis tocar nuestros umbrales.

Escóndete, Carillo,

Y mira con tu haz a las montañas,

Y no quieras decillo;

p. 64Mas mira las compañas

De la que va por ínsulas extrañas.

ESPOSO

A las aves ligeras,

Leones, ciervos, gamos saltadores,

Montes, valles, riberas,

Aguas, aires, ardores,

Y miedos de las noches veladores,

Por las amenas liras

Y cantos de sirenas os conjuro

Que cesen vuestras iras,

Y no toquéis al muro,

Porque la Esposa duerma más seguro.

Entrádose ha la Esposa

En el ameno huerto deseado,

Y a su sabor reposa,

El cuello reclinado

Sobre los dulces brazos del Amado.

Debajo del manzano

Allí conmigo fuiste desposada,

Allí te di la mano,

Y fuiste reparada

Donde tu madre fuera violada.

ESPOSA

Nuestro lecho florido,

De cuevas de leones enlazado,

En púrpura teñido,

De paz edificado,

De mil escudos de oro coronado.

A zaga de tu huella

Los jóvenes discurren el camino,

p. 65Al toque de centella,

Al adobado vino,

Emisiones de bálsamo divino.

En la interior bodega

De mi amado bebí, y cuando salía

Por toda aquesta vega,

Ya cosa no sabía

Y el ganado perdí que antes seguía.

Allí me dio su pecho,

Allí me enseñó ciencia muy sabrosa,

Y yo le di de hecho

A mí, sin dejar cosa,

Allí le prometí de ser su esposa.

Mi alma se ha empleado

Y todo mi caudal en su servicio.

Ya no guardo ganado,

Ni ya tengo otro oficio:

Que ya solo en amar es mi ejercicio.

Pues ya si en el ejido

De hoy más no fuere vista ni hallada,

Diréis que me he perdido,

Que andando enamorada

Me hice perdidiza, y fui ganada.

De flores y esmeraldas

En las frescas mañanas escogidas,

Haremos las guirnaldas,

En tu amor florecidas,

Y en un cabello mío entretejidas.

En solo aquel cabello

Que en mi cuello volar consideraste,

Mirástele en mi cuello,

Y en él preso quedaste,

Y en uno de mis ojos te llagaste.

p. 66Cuando tú me mirabas,

Su gracia en mí tus ojos imprimían;

Por eso me adamabas,

Y en eso merecían

Los míos adorar lo que en ti vían.

No quieras despreciarme,

Que si color moreno en mí hallaste

Ya bien puedes mirarme,

Después que me miraste,

Que gracia y hermosura en mí dejaste.

ESPOSO

La blanca palomica

Al arca con el ramo se ha tornado,

Y ya la tortolica

Al socio deseado

En las riberas verdes ha hallado.

En soledad vivía,

Y en soledad ha puesto ya su nido,

Y en soledad la guía

A solas su querido,

También en soledad de amor herido.

ESPOSA

Gocémonos, Amado,

Y vámonos a ver en tu hermosura

Al monte y al collado,

Do mana el agua pura;

Entremos más adentro en la espesura.

Y luego a las subidas

Cavernas de las piedras nos iremos,

Que están bien escondidas,

Y allí nos entraremos,

Y el mosto de granadas gustaremos.

p. 67Allí me mostrarías

Aquello que mi alma pretendía,

Y luego me darías

Allí tú, vida mía,

Aquello que me diste el otro día.

El aspirar del aire,

El canto de la dulce Filomena,

El soto y su donaire,

En la noche serena

Con llama que consume y no da pena.

Que nadie lo miraba,

Aminadab tampoco parecía,

Y el cerco sosegaba,

Y la caballería

A vista de las aguas descendía.


ANÓNIMO

23.

No me mueve, mi Dios, para quererte

El cielo que me tienes prometido,

Ni me mueve el infierno tan temido

Para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte

Clavado en una cruz y escarnecido;

Muéveme ver tu cuerpo tan herido;

Muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera,

Que aunque no hubiera cielo, yo te amara.

Y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera;

Pues aunque lo que espero no esperara,

Lo mismo que te quiero te quisiera.


p. 68

FRANCISCO DE LA TORRE

24. La cierva

Doliente cierva, que el herido lado

De ponzoñosa y cruda yerba lleno,

Buscas el agua de la fuente pura,

Con el cansado aliento y con el seno

Bello de la corriente sangre hinchado,

Débil y decaída tu hermosura:

¡Ay! que la mano dura

Que tu nevado pecho

Ha puesto en tal estrecho,

Gozosa va con tu desdicha, cuando

Cierva mortal, viviendo, estás penando

Tu desangrado y dulce compañero,

El regalado y blando

Pecho pasado del veloz montero:

Vuelve cuitada, vuelve al valle, donde

Queda muerto tu amor, en vano dando

Términos desdichados a tu suerte.

Morirás en su seno, reclinando

La beldad, que la cruda mano esconde

Delante de la nube de la muerte.

Que el paso duro y fuerte,

Ya forzoso y terrible,

No puede ser posible

Que le escusen los cielos, permitiendo

Crudos astros que muera padeciendo

Las asechanzas de un montero crudo,

Que te vino siguiendo

Por los desiertos de este campo mudo.

Mas ¡ay! que no dilatas la inclemente

Muerte, que en tu sangriento pecho llevas,

Del crudo amor vencido y maltratado:

p. 69Tú con el fatigado aliento pruebas

A rendir el espíritu doliente

En la corriente de este valle amado.

Que el ciervo desangrado,

Que contigo la vida

Tuvo por bien perdida,

No fue tan poco de tu amor querido,

Que habiendo tan cruelmente padecido,

Quieras vivir sin él, cuando pudieras

Librar el pecho herido

De crudas llagas y memorias fieras.

Cuando por la espesura deste prado

Como tórtolas solas y queridas,

Solos y acompañados anduvistes:

Cuando de verde mirto y de floridas

Violetas, tierno acanto y lauro amado,

Vuestras frentes bellísimas ceñistes:

Cuando las horas tristes,

Ausentes y queridos,

Con mil mustios bramidos

Ensordecistes la ribera umbrosa

Del claro Tajo, rica y venturosa

Con vuestro bien, con vuestro mal sentida;

Cuya muerte penosa

No deja rastro de contenta vida.

Agora el uno, cuerpo muerto lleno

De desdén y de espanto, quien solía

Ser ornamento de la selva umbrosa:

Tú, quebrantada y mustia, al agonía

De la muerte rendida, el bello seno

Agonizando, el alma congojosa:

Cuya muerte gloriosa,

En los ojos de aquellos

p. 70Cuyos despojos bellos

Son victorias del crudo amor furioso,

Martirio fue de amor, triunfo glorioso

Con que corona y premia dos amantes

Que del siempre rabioso

Trance mortal salieron muy triunfantes.

Canción, fábula un tiempo, y caso agora

De una cierva doliente, que la dura

Flecha del cazador dejó sin vida,

Errad por la espesura

Del monte, que de gloria tan perdida

No hay sino lamentar su desventura.


GIL POLO

25. Canción

En el campo venturoso,

Donde con clara corriente

Guadalaviar hermoso

Dejando el suelo abundoso

Da tributo al mar potente;

Galatea, desdeñosa

Del dolor que a Licio daña,

Iba alegre y bulliciosa

Por la ribera arenosa

Que el mar con sus ondas baña,

Entre la arena cogiendo

Conchas y piedras pintadas,

Muchos cantares diciendo

Con el son del ronco estruendo

De las ondas alteradas:

p. 71Junto el agua se ponía,

Y las ondas aguardaba,

Y en verlas llegar huía;

Pero a veces no podía

Y el blanco pie se mojaba.

Licio, al cual en sufrimiento

Amador ninguno iguala,

Suspendió allí su tormento

Mientras miraba el contento

De su pulida zagala.

Mas cotejando su mal

Con el gozo que ella había

El fatigado zagal

Con voz amarga y mortal

De esta manera decía:

Ninfa hermosa, no te vea

Jugar con el mar horrendo;

Y aunque más placer te sea,

Huye del mar, Galatea,

Como estás de Licio huyendo.

Deja ahora de jugar,

Que me es dolor importuno:

No me hagas más penar,

Que en verte cerca del mar

Tengo celos de Neptuno.

Causa mi triste cuidado

Que a mi pensamiento crea:

Porque ya está averiguado

Que si no es tu enamorado

Lo será cuando te vea.

Y está cierto, porque amor

Sabe desde que me hirió,

Que para pena mayor

p. 72Me falta un competidor

Más poderoso que yo.

Deja la seca ribera,

Do está el alga infructuosa:

Guarda que no salga afuera

Alguna marina fiera

Enroscada y escamosa.

Huye ya, y mira que siento

Por ti dolores sobrados;

Porque con doble tormento

Celos me da tu contento

Y tu peligro cuidados.

En verte regocijada

Celos me hacen acordar

De Europa, ninfa preciada,

Del toro blanco engañada

En la ribera del mar.

Y el ordinario cuidado

Hace que piense contino

De aquel desdeñoso alnado,

Orilla el mar arrastrado,

Visto aquel monstruo marino.

Mas no veo en ti temor

De congoja y pena tanta;

Que bien sé por mi dolor

Que a quien no teme al amor

Ningún peligro le espanta.

Guarte pues de un gran cuidado:

Que el vengativo Cupido

Viéndose menospreciado,

Lo que no hace de grado,

Suele hacerlo de ofendido.

Ven conmigo al bosque ameno,

p. 73Y al apacible sombrío

De olorosas flores lleno,

Do en el día más sereno

No es enojoso el Estío.

Si el agua te es placentera,

Hay allí fuente tan bella,

Que para ser la primera

Entre todas, solo espera

Que tú te laves en ella.

En aqueste raso suelo

A guardar tu hermosa cara

No basta sombrero o velo;

Que estando al abierto cielo

El sol morena te para.

No escuchas dulces concentos,

Sino el espantoso estruendo

Con que los bravosos vientos

Con soberbios movimientos

Van las aguas revolviendo.

Y tras la fortuna fiera

Son las vistas más suaves

Ver llegar a la ribera

La destrozada madera

De las anegadas naves.

Ven a la dulce floresta,

Do natura no fue escasa:

Donde haciendo alegre fiesta

La más calorosa siesta

Con más deleite se pasa.

Huye los soberbios mares;

Ven, verás cómo cantamos

Tan deleitosos cantares

Que los más duros pesares

p. 74Suspendemos y engañamos;

Y aunque quien pasa dolores,

Amor le fuerza a cantarlos,

Yo haré que los pastores

No digan cantos de amores,

Porque huelgues de escucharlos.

Allí, por bosques y prados,

Podrás leer todas horas,

En mil robles señalados

Los nombres más celebrados

De las ninfas y pastoras.

Mas serate cosa triste

Ver tu nombre allí pintado,

En saber que escrita fuiste

Por el que siempre tuviste

De tu memoria borrado.

Y aunque mucho estés airada,

No creo yo que te asombre

Tanto el verte allí pintada,

Como el ver que eres amada

Del que allí escribió tu nombre.

No ser querida y amar

Fuera triste desplacer;

Mas ¿qué tormento o pesar

Te puede, Ninfa, causar

Ser querida y no querer?

Mas desprecia cuanto quieras

A tu pastor, Galatea;

Solo que en estas riberas

Cerca de las ondas fieras

Con mis ojos no te vea.

¿Qué pasatiempo mejor

Orilla el mar puede hallarse

p. 75Que escuchar el ruiseñor,

Coger la olorosa flor

Y en clara fuente lavarse?

Pluguiera a Dios que gozaras

De nuestro campo y ribera,

Y porque más lo preciaras,

Ojalá tú lo probaras,

Antes que yo lo dijera.

Porque cuanto alabo aquí

De su crédito lo quito;

Pues el contentarme a mí

Bastará para que a ti

No te venga en apetito.

Licio mucho más le hablara,

Y tenía más que hablalle,

Si ella no se lo estorbara,

Que con desdeñosa cara

Al triste dice que calle.

Volvió a sus juegos la fiera

Y a sus llantos el pastor,

Y de la misma manera

Ella queda en la ribera,

Y él en su mismo dolor.


FERNANDO DE HERRERA

26. Por la victoria de Lepanto

Cantemos al Señor, que en la llanura

Venció del ancho mar al Trace fiero;

Tú, Dios de las batallas, tú eres diestra,

Salud y gloria nuestra.

p. 76Tú rompiste las fuerzas y la dura

Frente de Faraón, feroz guerrero;

Sus escogidos príncipes cubrieron

Los abismos del mar, y descendieron,

Cual piedra, en el profundo, y tu ira luego

Los tragó, como arista seca el fuego.

El soberbio tirano, confiado

En el grande aparato de sus naves,

Que de los nuestros la cerviz cautiva

Y las manos aviva

Al ministerio injusto de su estado,

Derribó con los brazos suyos graves

Los cedros más excelsos de la cima

Y el árbol que más yerto se sublima,

Bebiendo ajenas aguas y atrevido

Pisando el bando nuestro y defendido.

Temblaron los pequeños, confundidos

Del impío furor suyo; alzó la frente

Contra ti, Señor Dios, y con semblante

Y con pecho arrogante,

Y los armados brazos extendidos,

Movió el airado cuello aquel potente;

Cercó su corazón de ardiente saña

Contra las dos Hesperias, que el mar baña,

Porque en ti confiadas le resisten

Y de armas de tu fe y amor se visten.

Dijo aquel insolente y desdeñoso:

«¿No conocen mis iras estas tierras,

Y de mis padres los ilustres hechos,

O valieron sus pechos

Contra ellos con el húngaro medroso,

Y de Dalmacia y Rodas en las guerras?

¿Quién las pudo librar? ¿Quién de sus manos

p. 77Pudo salvar los de Austria y los germanos?

¿Podrá su Dios, podrá por suerte ahora

Guardallos de mi diestra vencedora?

»Su Roma, temerosa y humillada,

Los cánticos en lágrimas convierte;

Ella y sus hijos tristes mi ira esperan

Cuando vencidos mueran;

Francia está con discordia quebrantada,

Y en España amenaza horrible muerte

Quien honra de la luna las banderas;

Y aquellas en la guerra gentes fieras

Ocupadas están en su defensa,

Y aunque no, ¿quién hacerme puede ofensa?

»Los poderosos pueblos me obedecen,

Y el cuello con su daño al yugo inclinan,

Y me dan por salvarse ya la mano.

Y su valor es vano;

Que sus luces cayendo se oscurecen,

Sus fuertes a la muerte ya caminan,

Sus vírgenes están en cautiverio,

Su gloria ha vuelto al cetro de mi imperio.

Del Nilo a Éufrates fértil e Istro frío,

Cuanto el sol alto mira todo es mío.»

Tú, Señor, que no sufres que tu gloria

Usurpe quien su fuerza osado estima,

Prevaleciendo en vanidad y en ira,

Este soberbio mira,

Que tus aras afea en su vitoria.

No dejes que los tuyos así oprima,

Y en su cuerpo, cruel, las fieras cebe,

Y en su esparcida sangre el odio pruebe;

Que hecho ya su oprobio, dice: «¿Dónde

El Dios de estos está? ¿De quién se asconde?»

p. 78Por la debida gloria de tu nombre,

Por la justa venganza de tu gente,

Por aquel de los míseros gemido,

Vuelve el brazo tendido

Contra este, que aborrece ya ser hombre;

Y las honras que celas tú consiente;

Y tres y cuatro veces el castigo

Esfuerza con rigor a tu enemigo,

Y la injuria a tu nombre cometida

Sea el hierro contrario de su vida.

Levantó la cabeza el poderoso

Que tanto odio te tiene; en nuestro estrago

Juntó el consejo, y contra nos pensaron

Los que en él se hallaron.

«Venid, dijeron, y en el mar ondoso

Hagamos de su sangre un grande lago;

Deshagamos a estos de la gente,

Y el nombre de su Cristo juntamente,

Y dividiendo de ellos los despojos,

Hártense en muerte suya nuestros ojos.»

Vinieron de Asia y portentoso Egito

Los árabes y leves africanos,

Y los que Grecia junta mal con ellos,

Con los erguidos cuellos,

Con gran poder y número infinito;

Y prometer osaron con sus manos

Encender nuestros fines y dar muerte

A nuestra juventud con hierro fuerte,

Nuestros niños prender y las doncellas,

Y la gloria manchar y la luz dellas.

Ocuparon del piélago los senos,

Puesta en silencio y en temor la tierra,

Y cesaron los nuestros valerosos,

p. 79Y callaron dudosos,

Hasta que al fiero ardor de sarracenos

El Señor eligiendo nueva guerra,

Se opuso el joven de Austria generoso

Con el claro español y belicoso;

Que Dios no sufre ya en Babel cautiva

Que su Sion querida siempre viva.

Cual león a la presa apercibido,

Sin recelo los impíos esperaban

A los que tú, Señor, eras escudo;

Que el corazón desnudo

De pavor, y de amor y fe vestido,

Con celestial aliento confiaban.

Sus manos a la guerra compusiste,

Y sus brazos fortísimos pusiste

Como el arco acerado, y con la espada

Vibraste en su favor la diestra armada.

Turbáronse los grandes, los robustos

Rindiéronse temblando y desmayaron;

Y tú entregaste, Dios, como la rueda,

Como la arista queda

Al ímpetu del viento, a estos injustos,

Que mil huyendo de uno se pasmaron.

Cual fuego abrasa selvas, cuya llama

En las espesas cumbres se derrama,

Tal en tu ira y tempestad seguiste

Y su faz de ignominia convertiste.

Quebrantaste al cruel dragón, cortando

Las alas de su cuerpo temerosas

Y sus brazos terribles no vencidos;

Que con hondos gemidos

Se retira a su cueva, do silbando

Tiembla con sus culebras venenosas,

p. 80Lleno de miedo torpe sus entrañas,

De tu león temiendo las hazañas;

Que, saliendo de España, dio un rugido

Que lo dejó asombrado y aturdido.

Hoy se vieron los ojos humillados

Del sublime varón y su grandeza,

Y tú solo, Señor, fuiste exaltado;

Que tu día es llegado,

Señor de los ejércitos armados,

Sobre la alta cerviz y su dureza,

Sobre derechos cedros y extendidos,

Sobre empinados montes y crecidos,

Sobre torres y muros, y las naves

De Tiro, que a los tuyos fueron graves.

Babilonia y Egito amedrentada

Temerá el fuego y la asta violenta,

Y el humo subirá a la luz del cielo,

Y faltos de consuelo,

Con rostro oscuro y soledad turbada

Tus enemigos llorarán su afrenta.

Mas tú, Grecia, concorde a la esperanza

Egicia y gloria de su confianza,

Triste que a ella pareces, no temiendo

A Dios y a tu remedio no atendiendo,

¿Por qué, ingrata, tus hijas adornaste

En adulterio infame a una impía gente,

Que deseaba profanar tus frutos,

Y con ojos enjutos

Sus odiosos pasos imitaste,

Su aborrecida vida y mal presente?

Dios vengará sus iras en tu muerte;

Que llega a tu cerviz con diestra fuerte

La aguda espada suya; ¿quién, cuitada,

p. 81Reprimirá su mano desatada?

Mas tú, fuerza del mar, tú, excelsa Tiro,

Que en tus naves estabas gloriosa,

Y el término espantabas de la tierra,

Y si hacías guerra,

De temor la cubrías con suspiro

¿Cómo acabaste, fiera y orgullosa?

¿Quién pensó a tu cabeza daño tanto?

Dios, para convertir tu gloria en llanto

Y derribar tus ínclitos y fuertes

Te hizo perecer con tantas muertes.

Llorad, naves del mar; que es destruïda

Vuestra vana soberbia y pensamiento.

¿Quién ya tendrá de ti lástima alguna,

Tú, que sigues la luna,

Asia adúltera, en vicios sumergida?

¿Quien mostrará un liviano sentimiento?

¿Quién rogará por ti? Que a Dios enciende

Tu ira y la arrogancia que te ofende,

Y tus viejos delitos y mudanza

Han vuelto contra ti a pedir venganza.

Los que vieron tus brazos quebrantados

Y de tus pinos ir el mar desnudo,

Que sus ondas turbaron y llanura,

Viendo tu muerte oscura,

Dirán, de tus estragos espantados:

¿Quién contra la espantosa tanto pudo?

El Señor, que mostró su fuerte mano

Por la fe de su príncipe cristiano

Y por el nombre santo de su gloria,

A su España concede esta vitoria.

Bendita, Señor, sea tu grandeza;

Que después de los daños padecidos,

p. 82Después de nuestras culpas y castigo,

Rompiste al enemigo

De la antigua soberbia la dureza.

Adórente, Señor, tus escogidos,

Confiese cuanto cerca el ancho cielo

Tu nombre ¡oh nuestro Dios, nuestro consuelo!

Y la cerviz rebelde, condenada,

Perezca en bravas llamas abrasada.

27. Por la pérdida del rey don Sebastián

Voz de dolor y canto de gemido

Y espíritu de miedo, envuelto en ira,

Hagan principio acerbo a la memoria

De aquel día fatal, aborrecido,

Que Lusitania mísera suspira,

Desnuda de valor, falta de gloria;

Y la llorosa historia

Asombre con horror funesto y triste

Desde el áfrico Atlante y seno ardiente

Hasta do el mar de otro color se viste,

Y do el límite rojo de oriente

Y todas sus vencidas gentes fieras

Ven tremolar de Cristo las banderas.

¡Ay de los que pasaron, confiados

En sus caballos y en la muchedumbre

De sus carros, en ti, Libia desierta,

Y en su vigor y fuerzas engañados,

No alzaron su esperanza a aquella cumbre

De eterna luz, mas con soberbia cierta

Se ofrecieron la incierta

Vitoria, y sin volver a Dios sus ojos,

p. 83Con yerto cuello y corazón ufano

Solo atendieron siempre a los despojos!

Y el Santo de Israel abrió su mano,

Y los dejó, y cayó en despeñadero

El carro, y el caballo y caballero.

Vino el día crüel, el día lleno

De indignación, de ira y furor, que puso

En soledad y en un profundo llanto,

De gente y de placer el reino ajeno.

El cielo no alumbró, quedó confuso

El nuevo sol, presagio de mal tanto,

Y con terrible espanto

El Señor visitó sobre sus males,

Para humillar los fuertes arrogantes,

Y levantó los bárbaros no iguales,

Que con osados pechos y constantes

No busquen oro, mas con hierro airado

La ofensa venguen y el error culpado.

Los impíos y robustos, indinados,

Las ardientes espadas desnudaron

Sobre la claridad y hermosura

De tu gloria y valor, y no cansados

En tu muerte, tu honor todo afearon,

Mezquina Lusitania sin ventura;

Y con frente segura

Rompieron sin temor con fiero estrago

Tus armadas escuadras y braveza.

La arena se tornó sangriento lago,

La llanura con muertos aspereza;

Cayó en unos vigor, cayó denuedo;

Mas en otros desmayo y torpe miedo.

¿Son estos por ventura los famosos,

Los fuertes, los belígeros varones

p. 84Que conturbaron con furor la tierra,

Que sacudieron reinos poderosos,

Que domaron las hórridas naciones,

Que pusieron desierto en cruda guerra

Cuanto el mar Indo encierra,

Y soberbias ciudades destruyeron?

¿Dó el corazón seguro y la osadía?

¿Cómo así se acabaron, y perdieron

Tanto heroico valor en solo un día;

Y lejos de su patria derribados,

No fueron justamente sepultados?

Tales ya fueron estos, cual hermoso

Cedro del alto Líbano, vestido

De ramos, hojas, con excelsa alteza;

Las aguas lo criaron poderoso

Sobre empinados árboles crecido,

Y se multiplicaron en grandeza

Sus ramos con belleza;

Y extendiendo su sombra, se anidaron

Las aves que sustenta el grande cielo,

Y en sus hojas las fieras engendraron,

Y hizo a mucha gente umbroso velo;

No igualó en celsitud y en hermosura

Jamás árbol alguno a su figura.

Pero elevose con su verde cima,

Y sublimó la presunción su pecho,

Desvanecido todo y confiado,

Haciendo de su alteza solo estima.

Por eso Dios lo derribó deshecho,

A los impíos y ajenos entregado,

Por la raíz cortado;

Que opreso de los montes arrojados,

Sin ramos y sin hojas y desnudo,

p. 85Huyeron dél los hombres, espantados,

Que su sombra tuvieron por escudo;

En su ruina y ramos cuantas fueron

Las aves y las fieras se pusieron.

Tú, infanda Libia, en cuya seca arena

Murió el vencido reino lusitano,

Y se acabó su generosa gloria,

No estés alegre y de ufanía llena;

Porque tu temerosa y flaca mano

Hubo sin esperanza tal vitoria,

Indina de memoria;

Que si el justo dolor mueve a venganza

Alguna vez el español coraje,

Despedazada con aguda lanza,

Compensarás muriendo el hecho ultraje;

Y Luco amedrentado, al mar inmenso

Pagará de africana sangre el censo.


DON JUAN DE ARGUIJO

28. Al Guadalquivir, en una avenida

Tú, a quien ofrece el apartado polo,

Hasta donde tu nombre se dilata,

Preciosos dones de luciente plata,

Que envidia el rico Tajo y el Pactolo;

Para cuya corona, como a solo

Rey de los ríos, entreteje y ata

Palas su oliva con la rama ingrata

Que contempla en tus márgenes Apolo;

Claro Guadalquivir, si impetuoso

Con crespas ondas y mayor corriente

p. 86Cubrieres nuestros campos mal seguros,

De la mejor ciudad, por quien famoso

Alzas igual al mar la altiva frente,

Respeta humilde los antiguos muros.

29. La tempestad y la calma

Yo vi del rojo sol la luz serena

Turbarse, y que en un punto desparece

Su alegre faz, y en torno se oscurece

El cielo con tiniebla de horror llena.

El austro proceloso airado suena,

Crece su furia, y la tormenta crece,

Y en los hombros de Atlante se estremece

El alto olimpo y con espanto truena;

Mas luego vi romperse el negro velo

Deshecho en agua, y a su luz primera

Restituirse alegre el claro día,

Y de nuevo esplendor ornado el cielo

Miré, y dije: ¿Quién sabe si le espera

Igual mudanza a la fortuna mía?

30. La avaricia

Castiga el cielo a Tántalo inhumano,

Que en impía mesa su rigor provoca,

Medir queriendo en competencia loca

Saber divino con engaño humano.

Agua en las aguas busca, y con la mano

El árbol fugitivo casi toca;

Huye el copioso Erídano a su boca,

p. 87Y en vez de fruta toca el aire vano.

Tú, que espantado de su pena, admiras

Que el cercano manjar en largo ayuno

Al gusto falte y a la vida sobre,

¿Cómo de muchos Tántalos no miras

Ejemplo igual? Y si codicias uno,

Mira el avaro, en sus riquezas pobre.

31.

En segura pobreza vive Eumelo

Con dulce libertad, y le mantienen

Las simples aves, que engañadas vienen

A los lazos y liga sin recelo.

Por mejor suerte no importuna al cielo,

Ni se muestra envidioso a la que tienen

Los que con ansia de subir sostienen

En flacas alas el incierto vuelo.

Muerte tras luengos años no le espanta,

Ni la recibe con indigna queja,

Mas con sosiego grato y faz amiga.

Al fin, muriendo con pobreza tanta,

Ricos juzga sus hijos, pues les deja

La libertad, las aves y la liga.


BALTASAR DEL ALCÁZAR

32. Una cena

En Jaén, donde resido,

Vive don Lope de Sosa,

Y direte, Inés, la cosa

Más brava de él que has oído.

Tenía este caballero

p. 88Un criado portugués...

Pero cenemos, Inés,

Si te parece, primero.

La mesa tenemos puesta,

Lo que se ha de cenar junto,

Las tazas del vino a punto,

Falta comenzar la fiesta.

Comience el vinillo nuevo,

Y échole la bendición;

Yo tengo por devoción

De santiguar lo que bebo.

Franco fue, Inés, este toque;

Pero arrójame la bota:

Vale un florín cada gota

De aqueste vinillo aloque.

¿De qué taberna se trajo?

Mas ya... de la del Castillo;

Diez y seis vale el cuartillo,

No tiene vino más bajo.

Por nuestro Señor, que es mina

La taberna de Alcocer;

Grande consuelo es tener

La taberna por vecina.

Si es o no invención moderna,

Vive Dios que no lo sé,

Pero delicada fue

La invención de la taberna.

Porque allí llego sediento,

Pido vino de lo nuevo,

Mídenlo, dánmelo, bebo,

Págolo y voyme contento.

Esto, Inés, ello se alaba,

No es menester alaballo;

p. 89Solo una falta le hallo,

Que con la priesa se acaba.

La ensalada y salpicón

Hizo fin: ¿qué viene ahora?

La morcilla, ¡oh gran señora,

Digna de veneración!

¡Qué oronda viene y qué bella!

¡Qué través y enjundia tiene!

Paréceme, Inés, que viene

Para que demos en ella.

Pues sus, encójase y entre,

Que es algo estrecho el camino.

No eches agua, Inés, al vino;

No se escandalice el vientre.

Echa de lo tras añejo,

Porque con más gusto comas;

Dios te guarde, que así tomas,

Como sabia, mi consejo.

Mas di, ¿no adoras y precias

La morcilla ilustre y rica?

¡Cómo la traidora pica!

Tal debe tener especias.

¡Qué llena está de piñones!

Morcilla de cortesanos,

Y asada por esas manos,

Hechas a cebar lechones.

El corazón me revienta

De placer; no sé de ti.

¿Cómo te va? Yo por mí

Sospecho que estás contenta.

Alegre estoy, vive Dios;

Mas oye un punto sutil:

¿No pusiste allí un candil?

p. 90¿Cómo me parecen dos?

Pero son preguntas viles;

Ya sé lo que puede ser:

Con este negro beber

Se acrecientan los candiles.

Probemos lo del pichel,

Alto licor celestial;

No es el aloquillo tal,

Ni tiene que ver con él.

¡Qué suavidad! ¡qué clareza!

¡Qué rancio gusto y olor!

¡Qué paladar! ¡qué color!

¡Todo con tanta fineza!

Mas el queso sale a plaza,

La moradilla va entrando,

Y ambos vienen preguntando

Por el pichel y la taza.

Prueba el queso, que es extremo,

El de Pinto no le iguala;

Pues la aceituna no es mala,

Bien puede bogar su remo.

Haz pues, Inés, lo que sueles,

Daca de la bota llena

Seis tragos; hecha es la cena,

Levántense los manteles.

Ya que, Inés, hemos cenado

Tan bien y con tanto gusto,

Parece que será justo

Volver al cuento pasado.

Pues sabrás, Inés hermana,

Que el portugués cayó enfermo...

Las once dan, yo me duermo;

Quédese para mañana.


p. 91

FRANCISCO DE RIOJA

33. A la rosa

Pura, encendida rosa,

Émula de la llama

Que sale con el día,

¿Cómo naces tan llena de alegría

Si sabes que la edad que te da el cielo

Es apenas un breve y veloz vuelo?

Y no valdrán las puntas de tu rama

Ni tu púrpura hermosa

A detener un punto

La ejecución del hado presurosa.

El mismo cerco alado,

Que estoy viendo riente,

Ya temo amortiguado,

Presto despojo de la llama ardiente.

Para las hojas de tu crespo seno

Te dio Amor de sus alas blandas plumas,

Y oro de su cabello dio a tu frente.

¡Oh fiel imagen suya peregrina!

Bañote en su color sangre divina

De la deidad que dieron las espumas;

Y esto, purpúrea flor, y esto ¿no pudo

Hacer menos violento el rayo agudo?

Róbate en una hora,

Róbate licencioso su ardimiento

El color y el aliento;

Tiendes aun no las alas abrasadas,

Y ya vuelan al suelo desmayadas.

Tan cerca, tan unida

Está al morir tu vida,

Que dudo si en sus lágrimas la aurora

Mustia tu nacimiento o muerte llora.


p. 92

RODRIGO CARO

34. A las ruinas de Itálica

Estos, Fabio ¡ay dolor! que ves ahora

Campos de soledad, mustio collado,

Fueron un tiempo Itálica famosa;

Aquí de Cipión la vencedora

Colonia fue; por tierra derribado

Yace el temido honor de la espantosa

Muralla, y lastimosa

Reliquia es solamente

De su invencible gente.

Solo quedan memorias funerales

Donde erraron ya sombras de alto ejemplo;

Este llano fue plaza, allí fue templo;

De todo apenas quedan las señales.

Del gimnasio y las termas regaladas

Leves vuelan cenizas desdichadas;

Las torres que desprecio al aire fueron

A su gran pesadumbre se rindieron.

Este despedazado anfiteatro,

Impío honor de los dioses, cuya afrenta

Publica el amarillo jaramago,

Ya reducido a trágico teatro,

¡Oh fábula del tiempo! representa

Cuánta fue su grandeza y es su estrago.

¿Cómo en el cerco vago

De su desierta arena

El gran pueblo no suena?

¿Dónde, pues fieras hay, está el desnudo

Luchador? ¿Dónde está el atleta fuerte?

Todo despareció, cambió la suerte

Voces alegres en silencio mudo;

Mas aun el tiempo da en estos despojos

p. 93Espectáculos fieros a los ojos,

Y miran tan confuso lo presente

Que voces de dolor el alma siente.

Aquí nació aquel rayo de la guerra,

Gran padre de la patria, honor de España,

Pío, felice, triunfador Trajano,

Ante quien muda se postró la tierra

Que ve del sol la cuna y la que baña

El mar, también vencido, gaditano.

Aquí de Elio Adriano,

De Teodosio divino,

De Silio peregrino

Rodaron de marfil y oro las cunas.

Aquí ya de laurel, ya de jazmines

Coronados los vieron los jardines,

Que ahora son zarzales y lagunas.

La casa para el César fabricada

¡Ay! yace de lagartos vil morada;

Casas, jardines, césares murieron,

Y aun las piedras que de ellos se escribieron.

Fabio, si tú no lloras, pon atenta

La vista en luengas calles destruïdas;

Mira mármoles y arcos destrozados,

Mira estatuas soberbias que violenta

Némesis derribó, yacer tendidas,

Y ya en alto silencio sepultados

Sus dueños celebrados.

Así a Troya figuro,

Así a su antiguo muro,

Y a ti, Roma, a quien queda el nombre apenas,

¡Oh patria de los dioses y los reyes!

Y a ti, a quien no valieron justas leyes,

Fábrica de Minerva, sabia Atenas,

p. 94Emulación ayer de las edades,

Hoy cenizas, hoy vastas soledades,

Que no os respetó el hado, no la muerte,

¡Ay! ni por sabia a ti, ni a ti por fuerte.

Mas ¿para qué la mente se derrama

En buscar al dolor nuevo argumento?

Basta ejemplo menor, basta el presente,

Que aun se ve el humo aquí, se ve la llama,

Aun se oyen llantos hoy, hoy ronco acento;

Tal genio o religión fuerza la mente

De la vecina gente,

Que refiere admirada

Que en la noche callada

Una voz triste se oye, que, llorando

Cayó Itálica dice, y lastimosa,

Eco reclama Itálica en la hojosa

Selva que se le opone, resonando

Itálica, y el claro nombre oído

De Itálica, renuevan el gemido

Mil sombras nobles de su gran ruina;

¡Tanto aun la plebe a sentimiento inclina!

Esta corta piedad que, agradecido

Huésped, a tus sagrados manes debo,

Les do y consagro, Itálica famosa.

Tú, si lloroso don han admitido

Las ingratas cenizas, de que llevo

Dulce noticia asaz, si lastimosa,

Permíteme, piadosa

Usura a tierno llanto,

Que vea el cuerpo santo

De Geroncio, tu mártir y prelado.

Muestra de su sepulcro algunas señas,

Y cavaré con lágrimas las peñas

p. 95Que ocultan su sarcófago sagrado;

Pero mal pido el único consuelo

De todo el bien que airado quitó el cielo.

Goza en las tuyas sus reliquias bellas

Para envidia del mundo y sus estrellas.


ANÓNIMO SEVILLANO

(Probablemente Fernández de Andrada)

35. Epístola moral

Fabio, las esperanzas cortesanas

Prisiones son do el ambicioso muere

Y donde al más astuto nacen canas.

El que no las limare o las rompiere,

Ni el nombre de varón ha merecido,

Ni subir al honor que pretendiere.

El ánimo plebeyo y abatido

Elija, en sus intentos temeroso,

Primero estar suspenso que caído;

Que el corazón entero y generoso

Al caso adverso inclinará la frente

Antes que la rodilla al poderoso.

Más triunfos, más coronas dio al prudente

Que supo retirarse, la fortuna,

Que al que esperó obstinada y locamente.

Esta invasión terrible e importuna

De contrarios sucesos nos espera

Desde el primer sollozo de la cuna.

Dejémosla pasar como a la fiera

Corriente del gran Betis, cuando airado

Dilata hasta los montes su ribera.

Aquel entre los héroes es contado

p. 96Que el premio mereció, no quien le alcanza

Por vanas consecuencias del estado.

Peculio propio es ya de la privanza

Cuanto de Astrea fue, cuanto regía

Con su temida espada y su balanza.

El oro, la maldad, la tiranía

Del inicuo procede y pasa al bueno.

¿Qué espera la virtud o qué confía?

Ven y reposa en el materno seno

De la antigua Romúlea, cuyo clima

Te será más humano y más sereno.

Adonde por lo menos, cuando oprima

Nuestro cuerpo la tierra, dirá alguno;

«Blanda le sea», al derramarla encima;

Donde no dejarás la mesa ayuno

Cuando te falte en ella el pece raro

O cuando su pavón nos niegue Juno.

Busca pues el sosiego dulce y caro,

Como en la obscura noche del Egeo

Busca el piloto el eminente faro;

Que si acortas y ciñes tu deseo

Dirás: «Lo que desprecio he conseguido;

Que la opinión vulgar es devaneo.»

Más precia el ruiseñor su pobre nido

De pluma y leves pajas, más sus quejas

En el bosque repuesto y escondido,

Que halagar lisonjero las orejas

De algún príncipe insigne; aprisionado

En el metal de las doradas rejas.

Triste de aquel que vive destinado

A esa antigua colonia de los vicios,

Augur de los semblantes del privado.

Cese el ansia y la sed de los oficios;

p. 97Que acepta el don y burla del intento

El ídolo a quien haces sacrificios.

Iguala con la vida el pensamiento,

Y no le pasarás de hoy a mañana,

Ni quizá de un momento a otro momento.

Casi no tienes ni una sombra vana

De nuestra antigua Itálica, y ¿esperas?

¡Oh error perpetuo de la suerte humana!

Las enseñas grecianas, las banderas

Del senado y romana monarquía

Murieron, y pasaron sus carreras.

¿Qué es nuestra vida más que un breve día

Do apena sale el sol cuando se pierde

En las tinieblas de la noche fría?

¿Qué más que el heno, a la mañana verde,

Seco a la tarde? ¡Oh ciego desvarío!

¿Será que de este sueño me recuerde?

¿Será que pueda ver que me desvío

De la vida viviendo, y que está unida

La cauta muerte al simple vivir mío?

Como los ríos, que en veloz corrida

Se llevan a la mar, tal soy llevado

Al último suspiro de mi vida.

De la pasada edad ¿qué me ha quedado?

O ¿qué tengo yo, a dicha, en la que espero,

Sin ninguna noticia de mi hado?

¡Oh, si acabase, viendo cómo muero,

De aprender a morir antes que llegue

Aquel forzoso término postrero;

Antes que aquesta mies inútil siegue

De la severa muerte dura mano,

Y a la común materia se la entregue!

Pasáronse las flores del verano,

p. 98El otoño pasó con sus racimos,

Pasó el invierno con sus nieves cano;

Las hojas que en las altas selvas vimos

Cayeron, ¡y nosotros a porfía

En nuestro engaño inmóviles vivimos!

Temamos al Señor que nos envía

Las espigas del año y la hartura,

Y la temprana pluvia y la tardía.

No imitemos la tierra siempre dura

A las aguas del cielo y al arado,

Ni la vid cuyo fruto no madura.

¿Piensas acaso tú que fue criado

El varón para rayo de la guerra,

Para surcar el piélago salado,

Para medir el orbe de la tierra

Y el cerco donde el sol siempre camina?

¡Oh, quien así lo entiende, cuánto yerra!

Esta nuestra porción, alta y divina,

A mayores acciones es llamada

Y en más nobles objetos se termina.

Así aquella que al hombre solo es dada,

Sacra razón y pura, me despierta,

De esplendor y de rayos coronada;

Y en la fría región dura y desierta

De aqueste pecho enciende nueva llama,

Y la luz vuelve a arder que estaba muerta.

Quiero, Fabio, seguir a quien me llama,

Y callado pasar entre la gente,

Que no afecto los nombres ni la fama.

El soberbio tirano del Oriente

Que maciza las torres de cien codos

Del cándido metal puro y luciente

Apenas puede ya comprar los modos

p. 99Del pecar; la virtud es más barata,

Ella consigo mesma ruega a todos.

¡Pobre de aquel que corre y se dilata

Por cuantos son los climas y los mares,

Perseguidor del oro y de la plata!

Un ángulo me basta entre mis lares,

Un libro y un amigo, un sueño breve,

Que no perturben deudas ni pesares.

Esto tan solamente es cuanto debe

Naturaleza al simple y al discreto,

Y algún manjar común, honesto y leve.

No, porque así te escribo, hagas conceto

Que pongo la virtud en ejercicio:

Que aun esto fue difícil a Epiteto.

Basta al que empieza aborrecer el vicio,

Y el ánimo enseñar a ser modesto;

Después le será el cielo más propicio.

Despreciar el deleite no es supuesto

De sólida virtud; que aun el vicioso

En sí propio le nota de molesto.

Mas no podrás negarme cuán forzoso

Este camino sea al alto asiento,

Morada de la paz y del reposo.

No sazona la fruta en un momento

Aquella inteligencia que mensura

La duración de todo a su talento.

Flor la vimos primero hermosa y pura,

Luego materia acerba y desabrida,

Y perfecta después, dulce y madura;

Tal la humana prudencia es bien que mida

Y dispense y comparta las acciones

Que han de ser compañeras de la vida.

No quiera Dios que imite estos varones

p. 100Que moran nuestras plazas macilentos,

De la virtud infames histriones;

Esos inmundos trágicos, atentos

Al aplauso común, cuyas entrañas

Son infaustos y oscuros monumentos.

¡Cuán callada que pasa las montañas

El aura, respirando mansamente!

¡Qué gárrula y sonante por las cañas!

¡Qué muda la virtud por el prudente!

¡Qué redundante y llena de ruïdo

Por el vano, ambicioso y aparente!

Quiero imitar al pueblo en el vestido,

En las costumbres solo a los mejores,

Sin presumir de roto y mal ceñido.

No resplandezca el oro y los colores

En nuestro traje, ni tampoco sea

Igual al de los dóricos cantores.

Una mediana vida yo posea,

Un estilo común y moderado,

Que no lo note nadie que lo vea.

En el plebeyo barro mal tostado

Hubo ya quien bebió tan ambicioso

Como en el vaso Múrino preciado;

Y alguno tan ilustre y generoso

Que usó, como si fuera plata neta,

Del cristal transparente y luminoso.

Sin la templanza ¿viste tú perfeta

Alguna cosa? ¡Oh muerte! ven callada,

Como sueles venir en la saeta,

No en la tonante máquina preñada

De fuego y de rumor; que no es mi puerta

De doblados metales fabricada.

Así, Fabio, me muestra descubierta

p. 101Su esencia la verdad, y mi albedrío

Con ella se compone y se concierta.

No te burles de ver cuánto confío,

Ni al arte de decir, vana y pomposa,

El ardor atribuyas de este brío.

¿Es por ventura menos poderosa

Que el vicio la virtud? ¿Es menos fuerte?

No la arguyas de flaca y temerosa.

La codicia en las manos de la suerte

Se arroja al mar, la ira a las espadas,

Y la ambición se ríe de la muerte.

Y ¿no serán siquiera tan osadas

Las opuestas acciones, si las miro

De más ilustres genios ayudadas?

Ya, dulce amigo, huyo y me retiro

De cuanto simple amé; rompí los lazos.

Ven y verás al alto fin que aspiro,

Antes que el tiempo muera en nuestros brazos.


LUPERCIO LEONARDO
DE ARGENSOLA

36. A la esperanza

Alivia sus fatigas

El labrador cansado

Cuando su yerta barba escarcha cubre,

Pensando en las espigas

Del agosto abrasado

Y en los lagares ricos del octubre;

La hoz se le descubre

Cuando el arado apaña,

p. 102Y con dulces memorias le acompaña.

Carga de hierro duro

Sus miembros, y se obliga

El joven al trabajo de la guerra.

Huye el ocio seguro,

Trueca por la enemiga

Su dulce, natural y amiga tierra;

Mas cuando se destierra

O al asalto acomete,

Mil triunfos y mil glorias se promete.

La vida al mar confía,

Y a dos tablas delgadas,

El otro, que del oro está sediento.

Escóndesele el día,

Y las olas hinchadas

Suben a combatir el firmamento;

Él quita el pensamiento

De la muerte vecina,

Y en el oro le pone y en la mina.

Deja el lecho caliente

Con la esposa dormida

El cazador solícito y robusto.

Sufre el cierzo inclemente,

La nieve endurecida,

Y tiene de su afán por premio justo

Interrumpir el gusto

Y la paz de las fieras

En vano cautas, fuertes y ligeras.

Premio y cierto fin tiene

Cualquier trabajo humano,

Y el uno llama al otro sin mudanza;

El invierno entretiene

La opinión del verano,

p. 103Y un tiempo sirve al otro de templanza.

El bien de la esperanza

Solo quedó en el suelo,

Cuando todos huyeron para el cielo.

Si la esperanza quitas,

¿Qué le dejas al mundo?

Su máquina disuelves y destruyes;

Todo lo precipitas

En olvido profundo,

Y ¿del fin natural, Flérida, huyes?

Si la cerviz rehuyes

De los brazos amados,

¿Qué premio piensas dar a los cuidados?

Amor, en diferentes

Géneros dividido,

Él publica su fin, y quien le admite.

Todos los accidentes

De un amante atrevido

(Niéguelo o disimúlelo) permite.

Limite pues, limite

La vana resistencia;

Que, dada la ocasión, todo es licencia.

37.

Imagen espantosa de la muerte,

Sueño cruel, no turbes más mi pecho,

Mostrándome cortado el nudo estrecho,

Consuelo solo de mi adversa suerte.

Busca de algún tirano el muro fuerte,

De jaspe las paredes, de oro el techo,

O el rico avaro en el angosto lecho

Haz que temblando con sudor despierte.

El uno vea el popular tumulto

p. 104Romper con furia las herradas puertas,

O al sobornado siervo el hierro oculto.

El otro sus riquezas, descubiertas

Con llave falsa o con violento insulto,

Y déjale al amor sus glorias ciertas.

38.

Llevó tras sí los pámpanos octubre,

Y con las grandes lluvias insolente,

No sufre Ibero márgenes ni puente,

Mas antes los vecinos campos cubre.

Moncayo, como suele, ya descubre

Coronada de nieve la alta frente;

Y el sol apenas vemos en oriente,

Cuando la opaca tierra nos lo encubre.

Sienten el mar y selvas ya la saña

Del Aquilón, y encierra su bramido

Gente en el puerto y gente en la cabaña.

Y Fabio, en el umbral de Tais tendido

Con vergonzosas lágrimas lo baña,

Debiéndolas al tiempo que ha perdido.


BARTOLOMÉ LEONARDO
DE ARGENSOLA

39.

«Dime, Padre común, pues eres justo,

¿Por qué ha de permitir tu providencia

Que, arrastrando prisiones la inocencia,

Suba la fraude a tribunal augusto?

»¿Quién da fuerzas al brazo que robusto

Hace a tus leyes firme resistencia,

Y que el celo, que más la reverencia,

p. 105Gima a los pies del vencedor injusto?

»Vemos que vibran victoriosas palmas

Manos inicuas, la virtud gimiendo

Del triunfo en el injusto regocijo.»

Esto decía yo, cuando riendo

Celestial ninfa apareció, y me dijo:

«¡Ciego! ¿es la tierra el centro de las almas?»


LOPE DE VEGA

40. Canción

¡Oh libertad preciosa,

No comparada al oro,

Ni al bien mayor de la espaciosa tierra!

Más rica y más gozosa

Que el precioso tesoro

Que el mar del sur entre su nácar cierra;

Con armas, sangre y guerra,

Con las vidas y famas,

Conquistado en el mundo;

Paz dulce, amor profundo,

Que el mal apartas y a tu bien nos llamas:

En ti sola se anida

Oro, tesoro, paz, bien, gloria y vida.

Cuando de las humanas

Tinieblas vi del cielo

La luz, principio de mis dulces días,

Aquellas tres hermanas

Que nuestro humano velo

Tejiendo, llevan por inciertas vías,

Las duras penas mías

p. 106Trocaron en la gloria

Que en libertad poseo,

Con siempre igual deseo,

Donde verá por mi dichosa historia,

Quien más leyere en ella,

Que es dulce libertad lo menos della.

Yo pues, señor exento

Desta montaña y prado,

Gozo la gloria y libertad que tengo.

Soberbio pensamiento

Jamás ha derribado

La vida humilde y pobre que sostengo.

Cuando a las manos vengo

Con el muchacho ciego,

Haciendo rostro embisto,

Venzo, triunfo y resisto

La flecha, el arco, la ponzoña, el fuego,

Y con libre albedrío

Lloro el ajeno mal y canto el mío.

Cuando el aurora baña

Con helado rocío

De aljófar celestial el monte y prado,

Salgo de mi cabaña,

Riberas deste río,

A dar el nuevo pasto a mi ganado,

Y cuando el sol dorado

Muestra sus fuerzas graves,

Al sueño el pecho inclino

Debajo un sauce o pino,

Oyendo el son de las parleras aves,

O ya gozando el aura,

Donde el perdido aliento se restaura.

Cuando la noche oscura

p. 107Con su estrellado manto

El claro día en su tiniebla encierra,

Y suena en la espesura

El tenebroso canto

De los nocturnos hijos de la tierra,

Al pie de aquesta sierra

Con rústicas palabras

Mi ganadillo cuento

Y el corazón contento

Del gobierno de ovejas y de cabras,

La temerosa cuenta

Del cuidadoso rey me representa.

Aquí la verde pera

Con la manzana hermosa,

De gualda y roja sangre matizada,

Y de color de rosa

La cermeña olorosa

Tengo, y la endrina de color morada;

Aquí de la enramada

Parra que al olmo enlaza,

Melosas uvas cojo;

Y en cantidad recojo,

Al tiempo que las ramas desenlaza

El caluroso estío,

Membrillos que coronan este río.

No me da descontento

El hábito costoso

Que de lascivo el pecho noble infama;

Es mi dulce sustento

Del campo generoso

Estas silvestres frutas que derrama;

Mi regalada cama

De blandas pieles y hojas,

p. 108Que algún rey la envidiara,

Y de ti, fuente clara,

Que bullendo, el arena y agua arrojas,

Estos cristales puros,

Sustentos pobres, pero bien seguros.

Estese el cortesano

Procurando a su gusto

La blanda cama y el mejor sustento;

Bese la ingrata mano

Del poderoso injusto,

Formando torres de esperanza al viento;

Viva y muera sediento

Por el honroso oficio,

Y goce yo del suelo,

Al aire, al sol y al hielo,

Ocupado en mi rústico ejercicio;

Que más vale pobreza

En paz, que en guerra mísera riqueza.

Ni temo al poderoso

Ni al rico lisonjeo,

Ni soy camaleón del que gobierna,

Ni me tiene envidioso

La ambición y deseo

De ajena gloria ni de fama eterna;

Carne sabrosa y tierna,

Vino aromatizado,

Pan blanco de aquel día,

En prado, en fuente fría,

Halla un pastor con hambre fatigado;

Que el grande y el pequeño

Somos iguales lo que dura el sueño.

p. 10941.

A mis soledades voy,

De mis soledades vengo,

Porque para andar conmigo

Me bastan mis pensamientos.

¡No sé qué tiene la aldea

Donde vivo y donde muero,

Que con venir de mí mismo

No puedo venir más lejos!

Ni estoy bien ni mal conmigo;

Mas dice mi entendimiento

Que un hombre que todo es alma

Está cautivo en su cuerpo.

Entiendo lo que me basta,

Y solamente no entiendo

Cómo se sufre a sí mismo

Un ignorante soberbio.

De cuantas cosas me cansan,

Fácilmente me defiendo;

Pero no puedo guardarme

De los peligros de un necio.

Él dirá que yo lo soy,

Pero con falso argumento;

Que humildad y necedad

No caben en un sujeto.

La diferencia conozco,

Porque en él y en mí contemplo,

Su locura en su arrogancia,

Mi humildad en su desprecio.

O sabe naturaleza

Más que supo en otro tiempo,

O tantos que nacen sabios

Es porque lo dicen ellos.

Solo sé que no sé nada,

p. 110Dijo un filósofo, haciendo

La cuenta con su humildad,

Adonde lo más es menos.

No me precio de entendido,

De desdichado me precio;

Que los que no son dichosos,

¿Cómo pueden ser discretos?

No puede durar el mundo,

Porque dicen, y lo creo,

Que suena a vidrio quebrado

Y que ha de romperse presto.

Señales son del juïcio

Ver que todos le perdemos,

Unos por carta de más,

Otros por carta de menos.

Dijeron que antiguamente

Se fue la verdad al cielo:

Tal la pusieron los hombres

Que desde entonces no ha vuelto.

En dos edades vivimos

Los propios y los ajenos,

La de plata los extraños,

Y la de cobre los nuestros.

¿A quién no dará cuidado,

Si es español verdadero,

Ver los hombres a lo antiguo

Y el valor a lo moderno?

Dijo Dios que comería

Su pan el hombre primero

Con el sudor de su cara,

Por quebrar su mandamiento;

Y algunos inobedientes

A la vergüenza y al miedo,

p. 111Con las prendas de su honor

Han trocado los efectos.

Virtud y filosofía

Peregrinan como ciegos:

El uno se lleva al otro,

Llorando van y pidiendo.

Dos polos tiene la tierra,

Universal movimiento,

La mejor vida el favor,

La mejor sangre el dinero.

Oigo tañer las campanas,

Y no me espanto, aunque puedo,

Que en lugar de tantas cruces

Haya tantos hombres muertos.

Mirando estoy los sepulcros

Cuyos mármoles eternos

Están diciendo sin lengua

Que no lo fueron sus dueños.

¡Oh, bien haya quien los hizo,

Porque solamente en ellos

De los poderosos grandes

Se vengaron los pequeños!

Fea pintan a la envidia:

Yo confieso que la tengo

De unos hombres que no saben

Quien vive pared en medio.

Sin libros y sin papeles,

Sin tratos, cuentas ni cuentos,

Cuando quieren escribir

Piden prestado el tintero.

Sin ser pobres ni ser ricos,

Tienen chimenea y huerto;

No los despiertan cuidados,

p. 112Ni pretensiones, ni pleitos.

Ni murmuraron del grande,

Ni ofendieron al pequeño;

Nunca, como yo, firmaron

Parabién, ni pascua dieron.

Con esta envidia que digo,

Y lo que paso en silencio,

A mis soledades voy,

De mis soledades vengo.

42.

¡Pobre barquilla mía,

Entre peñascos rota,

Sin velas desvelada,

Y entre las olas sola!

¿Adónde vas perdida?

¿Adónde, di, te engolfas?

Que no hay deseos cuerdos

Con esperanzas locas.

Como las altas naves,

Te apartas animosa

De la vecina tierra,

Y al fiero mar te arrojas.

Igual en las fortunas,

Mayor en las congojas,

Pequeña en las defensas,

Incitas a las ondas.

Advierte que te llevan

A dar entre las rocas

De la soberbia envidia,

Naufragio de las honras.

Cuando por las riberas

Andabas costa a costa,

p. 113Nunca del mar temiste

Las iras procelosas.

Segura navegabas;

Que por la tierra propia

Nunca el peligro es mucho

Adonde el agua es poca.

Verdad es que en la patria

No es la virtud dichosa,

Ni se estima la perla

Hasta dejar la concha.

Dirás que muchas barcas

Con el favor en popa,

Saliendo desdichadas,

Volvieron venturosas.

No mires los ejemplos

De las que van y tornan,

Que a muchas ha perdido

La dicha de las otras.

Para los altos mares

No llevas cautelosa,

Ni velas de mentiras,

Ni remos de lisonjas.

¿Quién te engañó, barquilla?

Vuelve, vuelve la proa;

Que presumir de nave

Fortunas ocasiona.

¿Qué jarcias te entretejen?

¿Qué ricas banderolas

Azote son del viento

Y de las aguas sombra?

¿En qué gavia descubres

Del árbol alta copa,

La tierra en perspectiva,

p. 114Del mar incultas orlas?

¿En qué celajes fundas

Que es bien echar la sonda,

Cuando, perdido el rumbo,

Erraste la derrota?

Si te sepulta arena,

¿Qué sirve fama heroica?

Que nunca desdichados

Sus pensamientos logran.

¿Qué importa que te ciñan

Ramas verdes o rojas,

Que en selvas de corales

Salado césped brota?

Laureles de la orilla

Solamente coronan

Navíos de alto bordo

Que jarcias de oro adornan.

No quieras que yo sea,

Por tu soberbia pompa,

Faetonte de barqueros

Que los laureles lloran.

Pasaron ya los tiempos

Cuando lamiendo rosas

El céfiro bullía

Y suspiraba aromas.

Ya fieros huracanes

Tan arrogantes soplan

Que, salpicando estrellas,

Del sol la frente mojan;

Ya los valientes rayos

De la vulcana forja,

En vez de torres altas,

Abrasan pobres chozas.

p. 115Contenta con tus redes,

A la playa arenosa

Mojado me sacabas;

Pero vivo, ¿qué importa?

Cuando de rojo nácar

Se afeitaba la aurora,

Más peces te llenaban

Que ella lloraba aljófar.

Al bello sol que adoro,

Enjuta ya la ropa,

Nos daba una cabaña

La cama de sus hojas.

Esposa me llamaba,

Yo la llamaba esposa,

Parándose de envidia

La celestial antorcha.

Sin pleito, sin disgusto,

La muerte nos divorcia:

¡Ay de la pobre barca

Que en lágrimas se ahoga!

Quedad sobre la arena,

Inútiles escotas;

Que no ha menester velas

Quien a su bien no torna.

Si con eternas plantas

Las fijas luces doras,

¡Oh dueño de mi barca!

Y en dulce paz reposas,

Merezca que le pidas

Al bien que eterno gozas,

Que adonde estás, me lleve,

Más pura y más hermosa.

Mi honesto amor te obligue;

p. 116Que no es digna victoria

Para quejas humanas

Ser las deidades sordas.

Mas ¡ay que no me escuchas!

Pero la vida es corta:

Viviendo, todo falta;

Muriendo, todo sobra.

43. Judit

Cuelga sangriento de la cama al suelo

El hombro diestro del feroz tirano,

Que opuesto al muro de Betulia en vano,

Despidió contra sí rayos al cielo.

Revuelto con el ansia el rojo velo

Del pabellón a la siniestra mano,

Descubre el espectáculo inhumano

Del tronco horrible, convertido en hielo.

Vertido Baco, el fuerte arnés afea

Los vasos y la mesa derribada,

Duermen los guardas, que tan mal emplea;

Y sobre la muralla, coronada

Del pueblo de Israel, la casta hebrea

Con la cabeza resplandece armada.

44.

Suelta mi manso, mayoral extraño,

Pues otro tienes tú de igual decoro:

Suelta la prenda que en el alma adoro,

Perdida por tu bien y por mi daño.

Ponle su esquila de labrado estaño,

p. 117Y no le engañen tus collares de oro:

Toma en albricias este blanco toro

Que a las primeras yerbas cumple un año.

Si pides señas, tiene el vellocino

Pardo, encrespado, y los ojuelos tiene

Como durmiendo en regalado sueño.

Si piensas que no soy su dueño, Alcino,

Suelta, y verasle si a mi choza viene;

Que aun tienen sal las manos de su dueño.

45.

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,

Que a mi puerta, cubierto de rocío,

Pasas las noches del invierno escuras?

¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras,

Pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío

Si de mi ingratitud el hielo frío

Secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:

«Alma, asómate agora a la ventana;

Verás con cuánto amor llamar porfía!»

Y ¡cuántas, hermosura soberana,

«Mañana le abriremos,» respondía,

Para lo mismo responder mañana!

46.

Pastor, que con tus silbos amorosos

Me despertaste del profundo sueño;

Tú, que hiciste cayado dese leño

En que tiendes los brazos poderosos;

Vuelve los ojos a mi fe piadosos,

Pues te confieso por mi amor y dueño,

p. 118Y la palabra de seguirte empeño

Tus dulces silbos y tus pies hermosos.

Oye, Pastor que por amores mueres,

No te espante el rigor de mis pecados,

Pues tan amigo de rendidos eres;

Espera pues, y escucha mis cuidados;

Pero ¿cómo te digo que me esperes,

Si estás para esperar los pies clavados?

47. Temores en el favor

Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro,

Y la cándida víctima levanto,

De mi atrevida indignidad me espanto,

Y la piedad de vuestro pecho admiro.

Tal vez el alma con temor retiro,

Tal vez la doy al amoroso llanto;

Que, arrepentido de ofenderos tanto,

Con ansias temo y con dolor suspiro.

Volved los ojos a mirarme humanos;

Que por las sendas de mi error siniestras

Me despeñaron pensamientos vanos.

No sean tantas las miserias nuestras

Que a quien os tuvo en sus indignas manos

Vos le dejéis de las divinas vuestras.


DON LUIS DE GÓNGORA

48. Angélica y Medoro

En un pastoral albergue

Que la guerra entre unos robles

p. 119Lo dejó por escondido

O lo perdonó por pobre,

Do la paz viste pellico

Y conduce entre pastores

Ovejas del monte al llano

Y cabras del llano al monte,

Mal herido y bien curado,

Se alberga un dichoso joven,

Que sin clavarle Amor flecha

Le coronó de favores.

Las venas con poca sangre,

Los ojos con mucha noche,

Lo halló en el campo aquella

Vida y muerte de los hombres.

Del palafrén se derriba,

No porque al moro conoce,

Sino por ver que la yerba

Tanta sangre paga en flores.

Límpiale el rostro, y la mano

Siente al Amor que se esconde

Tras las rosas, que la muerte

Va violando sus colores.

Escondiose tras las rosas,

Porque labren sus arpones

El diamante del Catay

Con aquella sangre noble.

Ya le regala los ojos,

Ya le entra, sin ver por dónde,

Una piedad mal nacida

Entre dulces escorpiones.

Ya es herido el pedernal,

Ya despide el primer golpe

Centellas de agua, ¡oh piedad,

p. 120Hija de padres traidores!

Yerbas le aplica a sus llagas,

Que si no sanan entonces,

En virtud de tales manos

Lisonjean los dolores.

Amor le ofrece su venda,

Mas ella sus velos rompe

Para ligar sus heridas;

Los rayos del sol perdonen.

Los últimos nudos daba

Cuando el cielo la socorre

De un villano en una yegua

Que iba penetrando el bosque.

Enfrénanle de la bella

Las tristes piadosas voces,

Que los firmes troncos mueven

Y las sordas piedras oyen;

Y la que mejor se halla

En las selvas que en la corte,

Simple bondad, al pío ruego

Cortésmente corresponde.

Humilde se apea el villano,

Y sobre la yegua pone

Un cuerpo con poca sangre,

Pero con dos corazones.

A su cabaña los guía;

Que el sol deja su horizonte

Y el humo de su cabaña

Le va sirviendo de norte.

Llegaron temprano a ella,

Do una labradora acoge

Un mal vivo con dos almas,

Una ciega con dos soles.

p. 121Blando heno en vez de pluma

Para lecho les compone,

Que será tálamo luego

Do el garzón sus dichas logre.

Las manos, pues, cuyos dedos

Desta vida fueron dioses,

Restituyen a Medoro

Salud nueva, fuerzas dobles,

Y le entregan, cuando menos,

Su beldad y un reino en dote,

Segunda envidia de Marte,

Primera dicha de Adonis.

Corona un lascivo enjambre

De cupidillos menores

La choza, bien como abejas

Hueco tronco de alcornoque.

¡Qué de nudos le está dando

A un áspid la envidia torpe,

Contando de las palomas

Los arrullos gemidores!

¡Qué bien la destierra Amor,

Haciendo la cuerda azote,

Porque el caso no se infame

Y el lugar no se inficione!

Todo es gala el africano,

Su vestido espira olores,

El lunado arco suspende

Y el corvo alfanje depone.

Tórtolas enamoradas

Son sus roncos atambores,

Y los volantes de Venus

Sus bien seguidos pendones.

Desnuda el pecho anda ella,

p. 122Vuela el cabello sin orden;

Si lo abrocha, es con claveles,

Con jazmines si lo coge.

El pie calza en lazos de oro,

Porque la nieve se goce,

Y no se vaya por pies

La hermosura del orbe.

Todo sirve a los amantes,

Plumas les baten veloces,

Airecillos lisonjeros,

Si no son murmuradores.

Los campos les dan alfombras,

Los árboles pabellones,

La apacible fuente sueño,

Música los ruiseñores.

Los troncos les dan cortezas,

En que se guarden sus nombres

Mejor que en tablas de mármol

O que en láminas de bronce.

No hay verde fresno sin letra,

Ni blanco chopo sin mote;

Si un valle Angélica suena,

Otro Angélica responde.

Cuevas do el silencio apenas

Deja que sombras las moren,

Profanan con sus abrazos

A pesar de sus horrores.

Choza pues, tálamo y lecho,

Contestes destos amores,

El cielo os guarde, si puede,

De las locuras del Conde.

p. 12349.

Servía en Orán al Rey

Un español con dos lanzas,

Y con el alma y la vida

A una gallarda africana,

Tan noble como hermosa,

Tan amante como amada,

Con quien estaba una noche

Cuando tocaron al arma.

Trescientos Zenetes eran

Deste rebato la causa;

Que los rayos de la luna

Descubrieron las adargas;

Las adargas avisaron

A las mudas atalayas,

Las atalayas los fuegos,

Los fuegos a las campanas;

Y ellas al enamorado,

Que en los brazos de su dama

Oyó el militar estruendo

De las trompas y las cajas.

Espuelas de honor le pican

Y freno de amor le para;

No salir es cobardía,

Ingratitud es dejalla.

Del cuello pendiente ella,

Viéndole tomar la espada,

Con lágrimas y suspiros

Le dice aquestas palabras:

«Salid al campo, Señor,

Bañen mis ojos la cama;

Que ella me será también,

Sin vos, campo de batalla.

p. 124»Vestíos y salid apriesa,

Que el general os aguarda;

Yo os hago a vos mucha sobra

Y vos a él mucha falta.

»Bien podéis salir desnudo

Pues mi llanto no os ablanda;

Que tenéis de acero el pecho

Y no habéis menester armas.»

Viendo el español brioso

Cuánto le detiene y habla,

Le dice así: «Mi señora,

Tan dulce como enojada,

»Porque con honra y amor

Yo me quede, cumpla y vaya,

Vaya a los moros el cuerpo,

Y quede con vos el alma.

»Concededme, dueño mío,

Licencia para que salga

Al rebato en vuestro nombre,

Y en vuestro nombre combata.»

50.

Entre los sueltos caballos

De los vencidos Zenetes,

Que por el campo buscaban

Entre lo rojo lo verde,

Aquel español de Orán

Un suelto caballo prende,

Por sus relinchos lozano

Y por sus cernejas fuerte,

Para que lo lleve a él,

Y a un moro cautivo lleve,

Que es uno que ha cautivado,

p. 125Capitán de cien Zenetes.

En el ligero caballo

Suben ambos, y él parece,

De cuatro espuelas herido,

Que cuatro vientos lo mueven.

Triste camina el alarbe,

Y lo más bajo que puede

Ardientes suspiros lanza

Y amargas lágrimas vierte.

Admirado el español

De ver cada vez que vuelve

Que tan tiernamente llore

Quien tan duramente hiere,

Con razones le pregunta

Comedidas y corteses

De sus suspiros la causa,

Si la causa lo consiente.

El cautivo, como tal,

Sin excusarlo, obedece,

Y a su piadosa demanda

Satisface desta suerte:

«Valiente eres, capitán,

Y cortés como valiente;

Por tu espada y por tu trato

Me has cautivado dos veces.

»Preguntado me has la causa

De mis suspiros ardientes,

Y débote la respuesta

Por quien soy y por quien eres.

»Yo nací en Gelves el año

Que os perdísteis en los Gelves,

De una berberisca noble

Y de un turco mata-siete.

p. 126»En Tremecén me crié

Con mi madre y mis parientes

Después que murió mi padre,

Corsario de tres bajeles.

»Junto a mi casa vivía,

Porque más cerca muriese,

Una dama del linaje

De los nobles Melioneses:

»Extremo de las hermosas,

Cuando no de las crueles,

Hija al fin destas arenas

Engendradoras de sierpes.

»Era tal su hermosura,

Que se hallaran claveles

Más ciertos en sus dos labios

Que en los dos floridos meses.

»Cada vez que la miraba

Salía el sol por su frente,

De tantos rayos vestido

Cuantos cabellos contiene.

»Juntos así nos criamos,

Y Amor en nuestras niñeces

Hirió nuestros corazones

Con arpones diferentes.

»Labró el oro en mis entrañas

Dulces lazos, tiernas redes,

Mientras el plomo en las suyas

Libertades y desdenes.

»Mas, ya la razón sujeta,

Con palabras me requiere

Que su crueldad le perdone

Y de su beldad me acuerde;

»Y apenas vide trocada

p. 127La dureza desta sierpe,

Cuando tú me cautivaste;

Mira si es bien que lamente.

»Esta, español, es la causa

Que a llanto pudo moverme;

Mira si es razón que llore

Tantos males juntamente.»

Conmovido el capitán

De las lágrimas que vierte,

Parando el veloz caballo,

Que paren sus males quiere.

«Gallardo moro, le dice,

Si adoras como refieres,

Y si como dices amas,

Dichosamente padeces

»¿Quién pudiera imaginar,

Viendo tus golpes crueles,

Que cupiera alma tan tierna

En pecho tan duro y fuerte?

»Si eres del Amor cautivo,

Desde aquí puedes volverte;

Que me pedirán por robo

Lo que entendí que era suerte.

»Y no quiero por rescate

Que tu dama me presente

Ni las alfombras más finas

Ni las granas más alegres.

»Anda con Dios, sufre y ama,

Y vivirás si lo hicieres,

Con tal que cuando la veas

Pido que de mí te acuerdes.»

Apeose del caballo,

Y el moro tras él desciende,

p. 128Y por el suelo postrado,

La boca a sus pies ofrece.

«Vivas mil años, le dice,

Noble capitán valiente,

Que ganas más con librarme

Que ganaste con prenderme.

»Alá se quede contigo

Y te dé vitoria siempre

Para que extiendas tu fama

Con hechos tan excelentes.»

51.

Ande yo caliente,

Y ríase la gente.

Traten otros del gobierno

Del mundo y sus monarquías,

Mientras gobiernan mis días

Mantequillas y pan tierno,

Y las mañanas de invierno

Naranjada y aguardiente,

Y ríase la gente.

Coma en dorada vajilla

El príncipe mil cuidados

Como píldoras dorados;

Que yo en mi pobre mesilla

Quiero más una morcilla

Que en el asador reviente,

Y ríase la gente.

Cuando cubra las montañas

De plata y nieve el enero

p. 129Tenga yo lleno el brasero

De bellotas y castañas,

Y quien las dulces patrañas

Del rey que rabió me cuente,

Y ríase la gente.

Busque muy en hora buena

El mercader nuevos soles;

Yo conchas y caracoles

Entre la menuda arena,

Escuchando a Filomena

Sobre el chopo de la fuente,

Y ríase la gente.

Pase a media noche el mar,

Y arda en amorosa llama

Leandro por ver su dama;

Que yo más quiero pasar

De Yepes a Madrigar

La regalada corriente,

Y ríase la gente.

Pues Amor es tan cruel

Que de Píramo y su amada

Hace tálamo una espada,

Do se junten ella y él,

Sea mi Tisbe un pastel,

Y la espada sea mi diente,

Y ríase la gente.

52.

La más bella niña

De nuestro lugar,

p. 130Hoy viuda y sola

Y ayer por casar,

Viendo que sus ojos

A la guerra van,

A su madre dice

Que escucha su mal:

Dejadme llorar

Orillas del mar.

Pues me disteis, madre,

En tan tierna edad

Tan corto el placer,

Tan largo el penar,

Y me cautivasteis

De quien hoy se va

Y lleva las llaves

De mi libertad,

Dejadme llorar

Orillas del mar.

En llorar conviertan

Mis ojos de hoy más

El sabroso oficio

Del dulce mirar,

Pues que no se pueden

Mejor ocupar

Yéndose a la guerra

Quien era mi paz.

Dejadme llorar

Orillas del mar.

No me pongáis freno

Ni queráis culpar;

Que lo uno es justo,

Lo otro por demás.

Si me queréis bien

p. 131No me hagáis mal;

Harto peor fue

Morir y callar.

Dejadme llorar

Orillas del mar.

Dulce madre mía,

¿Quién no llorará,

Aunque tenga el pecho

Como un pedernal,

Y no dará voces

Viendo marchitar

Los más verdes años

De mi mocedad?

Dejadme llorar

Orillas del mar.

Váyanse las noches,

Pues ido se han

Los ojos que hacían

Los míos velar;

Váyanse, y no vean

Tanta soledad

Después que en mi lecho

Sobra la mitad.

Dejadme llorar

Orillas del mar.


DON FRANCISCO DE QUEVEDO

53. El Sueño

¿Con qué culpa tan grave,

Sueño blando y suave,

p. 132Pude en largo destierro merecerte

Que se aparte de mí tu olvido manso?

Pues no te busco yo por ser descanso,

Sino por muda imagen de la muerte.

Cuidados veladores

Hacen inobedientes mis dos ojos

A la ley de las horas:

No han podido vencer a mis dolores

Las noches, ni dar paz a mis enojos.

Madrugan más en mí que en las auroras

Lágrimas a este llano;

Que amanece a mi mal siempre temprano;

Y tanto, que persuade la tristeza

A mis dos ojos, que nacieron antes

Para llorar que para ver. Tú, sueño,

De sosiego los tienes ignorantes,

De tal manera, que al morir el día

Con luz enferma vi que permitía

El sol que le mirasen en Poniente.

Con pies torpes al punto, ciega y fría,

Cayó de las estrellas blandamente

La noche, tras las pardas sombras mudas,

Que el sueño persuadieron a la gente.

Escondieron las galas a los prados

Y quedaron desnudas

Estas laderas y sus peñas solas:

Duermen ya entre sus montes recostados

Los mares y las olas.

Si con algún acento

Ofenden las orejas,

Es que entre sueños dan al cielo quejas

Del yerto lecho y duro acogimiento,

Que blandos hallan en los cerros duros.

p. 133Los arroyuelos puros

Se adormecen al son del llanto mío,

Y a su modo también se duerme el río.

Con sosiego agradable

Se dejan poseer de ti las flores;

Mudos están los males,

No hay cuidado que hable,

Faltan lenguas y voz a los dolores,

Y en todos los mortales

Yace la vida envuelta en alto olvido.

Tan solo mi gemido

Pierde el respeto a tu silencio santo:

Yo tu quietud molesto con mi llanto,

Y te desacredito

El nombre de callado, con mi grito.

Dame, cortés mancebo, algún reposo:

No seas digno del nombre de avariento

En el más desdichado y firme amante

Que lo merece ser por dueño hermoso.

Débate alguna pausa mi tormento.

Gózante en las cabañas

Y debajo del cielo

Los ásperos villanos;

Hállate en el rigor de los pantanos

Y encuéntrate en las nieves y en el hielo

El soldado valiente,

Y yo no puedo hallarte, aunque lo intente,

Entre mi pensamiento y mi deseo.

Ya, pues, con dolor creo

Que eres más riguroso que la tierra,

Más duro que la roca,

Pues te alcanza el soldado envuelto en guerra,

Y en ella mi alma por jamás te toca.

p. 134Mira que es gran rigor: dame siquiera

Lo que de ti desprecia tanto avaro,

Por el oro en que alegre considera,

Hasta que da la vuelta el tiempo claro;

Lo que había de dormir en blando lecho

Y da el enamorado a su señora,

Y a ti se te debía de derecho.

Dame lo que desprecia de ti agora

Por robar el ladrón; lo que desecha

El que invidiosos celos tuvo y llora.

Quede en parte mi queja satisfecha,

Tócame con el cuento de tu vara:

Oirán siquiera el ruido de tus plumas

Mis desventuras sumas;

Que yo no quiero verte cara a cara,

Ni que hagas más caso

De mí, que hasta pasar por mí de paso;

O que a tu sombra negra por lo menos,

Si fueres a otra parte peregrino,

Se le haga camino

Por estos ojos de sosiego ajenos.

Quítame, blando sueño, este desvelo,

O de él alguna parte,

Y te prometo, mientras viere el cielo,

De desvelarme solo en celebrarte.

54. Epístola satírica y censoria

contra las costumbres presentes de los castellanos,
escrita al Conde-Duque de Olivares.

No he de callar, por más que con el dedo,

Ya tocando la boca, o ya la frente,

Silencio avises o amenaces miedo.

p. 135¿No ha de haber un espíritu valiente?

¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?

¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Hoy sin miedo que libre escandalice

Puede hablar el ingenio, asegurado

De que mayor poder le atemorice.

En otros siglos pudo ser pecado

Severo estudio y la verdad desnuda,

Y romper el silencio el bien hablado.

Pues sepa quien lo niega y quien lo duda

Que es lengua la verdad de Dios severo

Y la lengua de Dios nunca fue muda.

Son la verdad y Dios, Dios verdadero:

Ni eternidad divina los separa,

Ni de los dos alguno fue primero.

Si Dios a la verdad se adelantara,

Siendo verdad, implicación hubiera

En ser y en que verdad de ser dejara.

La justicia de Dios es verdadera,

Y la misericordia, y todo cuanto

Es Dios todo ha de ser verdad entera.

Señor Excelentísimo, mi llanto

Ya no consiente márgenes ni orillas:

Inundación será la de mi canto.

Ya sumergirse miro mis mejillas,

La vista por dos urnas derramada

Sobre las aras de las dos Castillas.

Yace aquella virtud desaliñada

Que fue, si rica menos, más temida,

En vanidad y en sueño sepultada.

Y aquella libertad esclarecida

Que en donde supo hallar honrada muerte

Nunca quiso tener más larga vida.

p. 136Y pródiga del alma, nación fuerte

Contaba por afrentas de los años

Envejecer en brazos de la suerte.

Del tiempo el ocio torpe, y los engaños

Del paso de las horas y del día

Reputaban los nuestros por extraños.

Nadie contaba cuánta edad vivía,

Sino de qué manera: ni aun un hora

Lograba sin afán su valentía.

La robusta virtud era señora,

Y sola dominaba al pueblo rudo;

Edad, si mal hablada, vencedora.

El temor de la mano daba escudo

Al corazón, que, en ella confiado,

Todas las armas despreció desnudo.

Multiplicó en escuadras un soldado

Su honor precioso, su ánimo valiente,

De sola honesta obligación armado.

Y debajo del cielo aquella gente,

Si no a más descansado, a más honroso

Sueño entregó los ojos, no la mente.

Hilaba la mujer para su esposo

La mortaja primero que el vestido;

Menos le vio galán que peligroso.

Acompañaba el lado del marido

Más veces en la hueste que en la cama;

Sano le aventuró, vengole herido.

Todas matronas y ninguna dama,

Que nombres del halago cortesano

No admitió lo severo de su fama.

Derramado y sonoro el Oceáno

Era divorcio de las rubias minas

Que usurparon la paz del pecho humano.

p. 137Ni los trujo costumbres peregrinas

El áspero dinero, ni el Oriente

Compró la honestidad con piedras finas.

Joya fue la virtud pura y ardiente;

Gala el merecimiento y alabanza;

Solo se codiciaba lo decente.

No de la pluma dependió la lanza,

Ni el cántabro con cajas y tinteros

Hizo el campo heredad, sino matanza.

Y España con legítimos dineros,

No mendigando el crédito a Liguria,

Más quiso los turbantes que los ceros.

Menos fuera la pérdida y la injuria

Si se volvieran Muzas los asientos,

Que esta usura es peor que aquella furia.

Caducaban las aves en los vientos,

Y espiraba decrépito el venado:

Grande vejez duró en los elementos.

Que el vientre entonces, bien disciplinado,

Buscó satisfacción y no hartura,

Y estaba la garganta sin pecado.

Del mayor infanzón de aquella pura

República de grandes hombres, era

Una vaca sustento y armadura.

No había venido al gusto lisonjera

La pimienta arrugada, ni del clavo

La adulación fragante forastera.

Carnero y vaca fue principio y cabo,

Y con rojos pimientos y ajos duros

Tan bien como el señor comió el esclavo.

Bebió la sed los arroyuelos puros:

Después mostraron del carquesio a Baco

El camino los brindis mal seguros.

p. 138El rostro macilento, el cuerpo flaco,

Eran recuerdo del trabajo honroso,

Y honra y provecho andaban en un saco.

Pudo sin miedo un español velloso

Llamar a los tudescos bacanales,

Y al holandés hereje y alevoso.

Pudo acusar los celos desiguales

A la Italia; pero hoy de muchos modos

Somos copias, si son originales.

Las descendencias gastan muchos godos,

Todos blasonan, nadie los imita,

Y no son sucesores, sino apodos.

Vino el betún precioso que vomita

La ballena o la espuma de las olas,

Que el vicio, no el olor, nos acredita.

Y quedaron las huestes españolas

Bien perfumadas, pero mal regidas,

Y alhajas las que fueron pieles solas.

Estaban las hazañas mal vestidas,

Y aún no se hartaba de buriel y lana

La vanidad de hembras presumidas.

A la seda pomposa siciliana,

Que manchó ardiente múrice, el romano

Y el oro hicieron áspera y tirana.

Nunca al duro español supo el gusano

Persuadir que vistiese su mortaja,

Intercediendo el Can por el verano.

Hoy desprecia el honor al que trabaja,

Y entonces fue el trabajo ejecutoria,

Y el vicio gradüó la gente baja.

Pretende el alentado joven gloria

Por dejar la vacada sin marido,

Y de Ceres ofende la memoria.

p. 139Un animal a la labor nacido

Y símbolo celoso a los mortales,

Que a Jove fue disfraz y fue vestido;

Que un tiempo endureció manos reales,

Y detrás de él los cónsules gimieron,

Y rumia luz en campos celestiales,

¿Por cuál enemistad se persuadieron

A que su apocamiento fuese hazaña,

Y a las mieses tan grande ofensa hicieron?

¡Qué cosa es ver un infanzón de España

Abreviado en la silla a la jineta,

Y gastar un caballo en una caña!

Que la niñez al gallo le acometa

Con semejante munición apruebo;

Mas no la edad madura y la perfeta.

Ejercite sus fuerzas el mancebo

En frentes de escuadrones, no en la frente

Del útil bruto la asta del acebo.

El trompeta le llame diligente,

Dando fuerza de ley el viento vano,

Y al son esté el ejército obediente.

¡Con cuánta majestad llena la mano

La pica, y el mosquete carga el hombro,

Del que se atreve a ser buen castellano!

Con asco entre las otras gentes nombro

Al que de su persona, sin decoro,

Más quiere nota dar que dar asombro.

Gineta y cañas son contagio moro;

Restitúyanse justas y torneos,

Y hagan paces las capas con el toro.

Pasadnos vos de juegos a trofeos;

Que solo grande rey y buen privado

Pueden ejecutar estos deseos.

p. 140Vos, que hacéis repetir siglo pasado

Con desembarazarnos las personas

Y sacar a los miembros de cuidado,

Vos distes libertad con las valonas,

Para que sean corteses las cabezas,

Desnudando el enfado a las coronas;

Y, pues vos enmendastes las cortezas,

Dad a la mejor parte medicina:

Vuélvanse los tablados fortalezas.

Que la cortés estrella que os inclina

A privar sin intento y sin venganza,

Milagro que a la envidia desatina,

Tiene por sola bienaventuranza

El reconocimiento temeroso,

No presumida y ciega confianza.

Y si os dio el ascendiente generoso

Escudos, de armas y blasones llenos,

Y por timbre el martirio glorioso,

Mejores sean por vos los que eran buenos

Guzmanes, y la cumbre desdeñosa

Os muestre a su pesar campos serenos.

Lograd, señor, edad tan venturosa;

Y cuando nuestras fuerzas examina

Persecución unida y belicosa,

La militar valiente disciplina

Tenga más platicantes que la plaza:

Descansen tela falsa y tela fina.

Suceda a la marlota la coraza,

Y si el Corpus con danzas no los pide,

Velillos y oropel no hagan baza.

El que en treinta lacayos los divide,

Hace suerte en el toro y con un dedo

La hace en él la vara que los mide.

p. 141Mandadlo así, que aseguraros puedo

Que habéis de restaurar más que Pelayo,

Pues valdrá por ejércitos el miedo

Y os verá el cielo administrar su rayo.

55. Memoria inmortal

de don Pedro Girón, Duque de Osuna, muerto en la prisión

Faltar pudo su patria al grande Osuna,

Pero no a su defensa sus hazañas;

Diéronle muerte y cárcel las Españas,

De quien él hizo esclava la fortuna.

Lloraron sus envidias una a una

Con las propias naciones las extrañas;

Su tumba son de Flandes las campañas,

Y su epitafio la sangrienta luna.

En sus exequias encendió al Vesubio

Parténope, y Trinacria el Mongibelo;

El llanto militar creció en diluvio.

Diole el mejor lugar Marte en su cielo;

La Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio

Murmuran con dolor su desconsuelo.

56.

Ya formidable y espantoso suena

Dentro del corazón el postrer día,

Y la última hora, negra y fría,

Se acerca, de temor y sombras llena.

Si agradable descanso, paz serena,

La muerte en traje de dolor envía,

Señas da su desdén de cortesía:

Más tiene de caricia que de pena.

p. 142¿Qué pretende el temor desacordado

De la que a rescatar piadosa viene

Espíritu en miserias añudado?

Llegue rogada, pues mi bien previene;

Hálleme agradecido, no asustado;

Mi vida acabe y mi vivir ordene.

57.

Miré los muros de la patria mía,

Si un tiempo fuertes, ya desmoronados,

De la carrera de la edad cansados,

Por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo, vi que el sol bebía

Los arroyos del hielo desatados,

Y del monte quejosos los ganados,

Que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que amancillada

De anciana habitación era despojos;

Mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,

Y no hallé cosa en que poner los ojos

Que no fuese recuerdo de la muerte.

58. Letrilla satírica

Poderoso caballero

Es don Dinero.

Madre, yo al oro me humillo:

Él es mi amante y mi amado,

Pues de puro enamorado,

De contino anda amarillo;

Que pues, doblón o sencillo,

Hace todo cuanto quiero,

p. 143Poderoso caballero

Es don Dinero.

Nace en las Indias honrado,

Donde el mundo le acompaña;

Viene a morir en España

Y es en Génova enterrado.

Y pues quien le trae al lado

Es hermoso, aunque sea fiero,

Poderoso caballero

Es don Dinero.

Es galán y es como un oro,

Tiene quebrado el color,

Persona de gran valor,

Tan cristiano como moro;

Pues que da y quita el decoro

Y quebranta cualquier fuero,

Poderoso caballero

Es don Dinero.

Son sus padres principales

Y es de nobles descendiente,

Porque en las venas de Oriente

Todas las sangres son reales:

Y pues es quien hace iguales

Al duque y al ganadero,

Poderoso caballero

Es don Dinero.

Mas ¿a quién no maravilla

Ver en su gloria sin tasa

Que es lo menos de su casa

Doña Blanca de Castilla?

Pero pues da al bajo silla

Y al cobarde hace guerrero,

Poderoso caballero

p. 144Es don Dinero.

Sus escudos de armas nobles

Son siempre tan principales,

Que sin sus escudos reales

No hay escudos de armas dobles;

Y pues a los mismos robles

Da codicia su minero,

Poderoso caballero

Es don Dinero.

Por importar en los tratos

Y dar tan buenos consejos,

En las casas de los viejos

Gatos le guardan de gatos.

Y pues él rompe recatos

Y ablanda al juez más severo,

Poderoso caballero

Es don Dinero.

Y es tanta su majestad

(Aunque son sus duelos hartos)

Que con haberle hecho cuartos

No pierde su autoridad;

Pero pues da calidad

Al noble y al pordiosero,

Poderoso caballero

Es don Dinero.

Nunca vi damas ingratas

A su gusto y afición,

Que a las caras de un doblón

Hacen sus caras baratas.

Y pues las hace bravatas

Desde una bolsa de cuero,

Poderoso caballero

Es don Dinero.

p. 145Más valen en cualquier tierra,

Mirad si es harto sagaz,

Sus escudos en la paz

Que rodelas en la guerra.

Y pues al pobre le entierra

Y hace propio al forastero,

Poderoso caballero

Es don Dinero.


DON ESTEBAN MANUEL
DE VILLEGAS

59. Oda sáfica

Dulce vecino de la verde selva,

Huésped eterno del abril florido,

Vital aliento de la madre Venus,

Céfiro blando;

Si de mis ansias el amor supiste,

Tú, que las quejas de mi voz llevaste,

Oye, no temas, y a mi ninfa dile,

Dile que muero.

Filis un tiempo mi dolor sabía;

Filis un tiempo mi dolor lloraba;

Quísome un tiempo, mas agora temo,

Temo sus iras.

Así los dioses con amor paterno,

Así los cielos con amor benigno,

Nieguen al tiempo que feliz volares

Nieve a la tierra.

Jamás el peso de la nube parda

Cuando amanece en la elevada cumbre,

Toque tus hombros ni su mal granizo

Hiera tus alas.


p. 146

DON PEDRO
CALDERÓN DE LA BARCA

60.

Estas que fueron pompa y alegría

Despertando al albor de la mañana,

A la tarde serán lástima vana

Durmiendo en brazos de la noche fría.

Este matiz que al cielo desafía,

Iris listado de oro, nieve y grana,

Será escarmiento de la vida humana:

¡Tanto se emprende en término de un día!

A florecer las rosas madrugaron,

Y para envejecerse florecieron:

Cuna y sepulcro en un botón hallaron.

Tales los hombres sus fortunas vieron:

En un día nacieron y expiraron;

Que pasados los siglos, horas fueron.


DON ANTONIO MIRA DE MESCUA

61. Canción

Ufano, alegre, altivo, enamorado,

Rompiendo el aire el pardo jilguerillo,

Se sentó en los pimpollos de una haya,

Y con su pico de marfil nevado

De su pechuelo blanco y amarillo

La pluma concertó pajiza y baya;

Y celoso se ensaya

A discantar en alto contrapunto

Sus celos y amor junto,

Y al ramillo, y al prado y a las flores

Libre y ufano cuenta sus amores.

Mas ¡ay! que en este estado

p. 147El cazador cruel, de astucia armado,

Escondido le acecha,

Y al tierno corazón aguda flecha

Tira con mano esquiva

Y envuelto en sangre en tierra lo derriba.

¡Ay, vida mal lograda,

Retrato de mi suerte desdichada!

De la custodia del amor materno

El corderillo juguetón se aleja,

Enamorado de la yerba y flores,

Y por la libertad del pasto tierno

El cándido licor olvida y deja

Por quien hizo a su madre mil amores:

Sin conocer temores,

De la florida primavera bella

El vario manto huella

Con retozos y brincos licenciosos,

Y pace tallos tiernos y sabrosos.

Mas ¡ay! que en un otero

Dio en la boca de un lobo carnicero,

Que en partes diferentes

Lo dividió con sus voraces dientes,

Y a convertirse vino

En purpúreo el dorado vellocino.

¡Oh inocencia ofendida,

Breve bien, caro pasto, corta vida!

Rica con sus penachos y copetes,

Ufana y loca, con ligero vuelo

Se remonta la garza a las estrellas,

Y, puliendo sus negros martinetes,

Procura ser allá cerca del cielo

La reina sola de las aves bellas:

Y por ser ella de ellas

p. 148La que más altanera se remonta,

Ya se encubre y trasmonta

A los ojos del lince más atentos

Y se contempla reina de los vientos.

Mas ¡ay! que en la alta nube

El águila la vio y al cielo sube,

Donde con pico y garra

El pecho candidísimo desgarra

Del bello airón que quiso

Volar tan alto con tan corto aviso.

¡Ay, pájaro altanero,

Retrato de mi suerte verdadero!

Al son de las belísonas trompetas

Y al retumbar del sonoroso parche,

Formó escuadrón el capitán gallardo;

Con relinchos, bufidos y corvetas

Pidió el caballo que la gente marche

Trocando en paso presuroso el tardo:

Sonó el clarín bastardo

La esperada señal de arremetida,

Y en batalla rompida,

Teniendo cierta de vencer la gloria,

Oyó a su gente que cantó victoria.

Mas ¡ay! que el desconcierto

Del capitán bisoño y poco experto,

Por no observar el orden

Causó en su gente general desorden,

Y, la ocasión perdida,

El vencedor perdió victoria y vida.

¡Ay, fortuna voltaria,

En mis prósperos fines siempre varia!

Al cristalino y mudo lisonjero

La bella dama en su beldad se goza,

p. 149Contemplándose Venus en la tierra,

Y al más rebelde corazón de acero

Con su vista enternece y alboroza,

Y es de las libertades dulce guerra:

El desamor destierra

De donde pone sus divinos ojos,

Y de ellos son despojos

Los purísimos castos de Diana,

Y en su belleza se contempla ufana.

Mas ¡ay! que un accidente,

Apenas puso el pulso intercadente,

Cuando cubrió de manchas,

Cárdenas ronchas y viruelas anchas

El bello rostro hermoso

Y lo trocó en horrible y asqueroso.

¡Ay, beldad malograda,

Muerta luz, turbio sol y flor pisada!

Sobre frágiles leños, que con alas

De lienzo débil de la mar son carros,

El mercader surcó sus claras olas:

Llegó a la India, y, rico de bengalas,

Perlas, aromas, nácares bizarros,

Volvió a ver las riberas españolas.

Tremoló banderolas,

Flámulas, estandartes, gallardetes:

Dio premio a los grumetes

Por haber descubierto

De la querida patria el dulce puerto.

Mas ¡ay! que estaba ignoto

A la experiencia y ciencia del piloto

En la barra un peñasco,

Donde, tocando de la nave el casco,

Dio a fondo, hechos mil piezas,

p. 150Mercader, esperanzas y riquezas.

¡Pobre bajel, figura

Del que anegó mi próspera ventura!

Mi pensamiento con ligero vuelo

Ufano, alegre, altivo, enamorado,

Sin conocer temores la memoria,

Se remontó, señora, hasta tu cielo,

Y contrastando tu desdén airado,

Triunfó mi amor, captó mi fe victoria;

Y en la sublime gloria

De esa beldad se contempló mi alma,

Y el mar de amor sin calma

Mi navecilla con su viento en popa

Llevaba navegando a toda ropa.

Mas ¡ay! que mi contento

Fue el pajarillo y corderillo exento,

Fue la garza altanera,

Fue el capitán que la victoria espera,

Fue la Venus del mundo,

Fue la nave del piélago profundo;

Pues por diversos modos

Todos los males padecí de todos.

Canción, ve a la coluna

Que sustentó mi próspera fortuna,

Y verás que si entonces

Te pareció de mármoles y bronces,

Hoy es mujer; y en suma

Breve bien, fácil viento, leve espuma.


p. 151

DON NICOLÁS F. DE MORATÍN

62. Fiesta de toros en Madrid

Madrid, castillo famoso

Que al rey moro alivia el miedo,

Arde en fiestas en su coso

Por ser el natal dichoso

De Alimenón de Toledo.

Su bravo alcaide Aliatar,

De la hermosa Zaida amante,

Las ordena celebrar

Por si la puede ablandar

El corazón de diamante.

Pasó, vencida a sus ruegos,

Desde Aravaca a Madrid;

Hubo pandorgas y fuegos,

Con otros nocturnos juegos

Que dispuso el adalid.

Y en adargas y colores,

En las cifras y libreas,

Mostraron los amadores,

Y en pendones y preseas,

La dicha de sus amores.

Vinieron las moras bellas

De toda la cercanía,

Y de lejos muchas de ellas:

Las más apuestas doncellas

Que España entonces tenía.

Aja de Getafe vino,

Y Zahara la de Alcorcón,

En cuyo obsequio muy fino

Corrió de un vuelo el camino

El moraicel de Alcabón.

Jarifa de Almonacid,

p. 152Que de la Alcarria en que habita

Llevó a asombrar a Madrid

Su amante Audalla, adalid

Del castillo de Zorita.

De Adamud y la famosa

Meco llegaron allí

Dos, cada cual más hermosa,

Y Fátima la preciosa,

Hija de Alí el alcadí.

El ancho circo se llena

De multitud clamorosa,

Que atiende a ver en la arena

La sangrienta lid dudosa,

Y todo en torno resuena.

La bella Zaida ocupó

Sus dorados miradores

Que el arte afiligranó,

Y con espejos y flores

Y damascos adornó.

Añafiles y atabales,

Con militar armonía,

Hicieron salva, y señales

De mostrar su valentía

Los moros más principales.

No en las vegas de Jarama

Pacieron la verde grama

Nunca animales tan fieros,

Junto al puente que se llama,

Por sus peces, de Viveros,

Como los que el vulgo vio

Ser lidiados aquel día;

Y en la fiesta que gozó,

La popular alegría

p. 153Muchas heridas costó.

Salió un toro del toril

Y a Tarfe tiró por tierra,

Y luego a Benalguacil;

Después con Hamete cierra

El temerón de Conil.

Traía un ancho listón

Con uno y otro matiz

Hecho un lazo por airón,

Sobre la inhiesta cerviz

Clavado con un arpón.

Todo galán pretendía

Ofrecerle vencedor

A la dama que servía:

Por eso perdió Almanzor

El potro que más quería.

El alcaide muy zambrero

De Guadalajara, huyó

Mal herido al golpe fiero,

Y desde un caballo overo

El moro de Horche cayó.

Todos miran a Aliatar,

Que, aunque tres toros ha muerto,

No se quiere aventurar,

Porque en lance tan incierto

El caudillo no ha de entrar.

Mas viendo se culparía,

Va a ponérsele delante:

La fiera le acometía,

Y sin que el rejón la plante

Le mató una yegua pía.

Otra monta acelerado:

Le embiste el toro de un vuelo

p. 154Cogiéndole entablerado;

Rodó el bonete encarnado

Con las plumas por el suelo.

Dio vuelta hiriendo y matando

A los de a pie que encontrara,

El circo desocupando,

Y emplazándose, se para,

Con la vista amenazando.

Nadie se atreve a salir:

La plebe grita indignada,

Las damas se quieren ir,

Porque la fiesta empezada

No puede ya proseguir.

Ninguno al riesgo se entrega

Y está en medio el toro fijo,

Cuando un portero que llega

De la puerta de la Vega,

Hincó la rodilla, y dijo:

Sobre un caballo alazano,

Cubierto de galas y oro,

Demanda licencia urbano

Para alancear a un toro

Un caballero cristiano.

Mucho le pesa a Aliatar;

Pero Zaida dio respuesta

Diciendo que puede entrar,

Porque en tan solemne fiesta

Nada se debe negar.

Suspenso el concurso entero

Entre dudas se embaraza,

Cuando en un potro ligero

Vieron entrar en la plaza

Un bizarro caballero.

p. 155Sonrosado, albo color,

Belfo labio, juveniles

Alientos, inquieto ardor,

En el florido verdor

De sus lozanos abriles.

Cuelga la rubia guedeja

Por donde el almete sube,

Cual mirarse tal vez deja

Del sol la ardiente madeja

Entre cenicienta nube.

Gorguera de anchos follajes,

De una cristiana primores;

En el yelmo los plumajes

Por los visos y celajes

Vergel de diversas flores.

En la cuja gruesa lanza,

Con recamado pendón,

Y una cifra a ver se alcanza,

Que es de desesperación,

O a lo menos de venganza.

En el arzón de la silla

Ancho escudo reverbera

Con blasones de Castilla,

Y el mote dice a la orilla:

Nunca mi espada venciera.

Era el caballo galán,

El bruto más generoso,

De más gallardo ademán:

Cabos negros, y brioso,

Muy tostado, y alazán.

Larga cola recogida

En las piernas descarnadas,

Cabeza pequeña, erguida,

p. 156Las narices dilatadas,

Vista feroz y encendida.

Nunca en el ancho rodeo

Que da Betis con tal fruto

Pudo fingir el deseo

Más bella estampa de bruto,

Ni más hermoso paseo.

Dio la vuelta al rededor;

Los ojos que le veían

Lleva prendados de amor:

¡Alah te salve! decían,

¡Dete el Profeta favor!

Causaba lástima y grima

Su tierna edad floreciente:

Todos quieren que se exima

Del riesgo, y él solamente

Ni recela ni se estima.

Las doncellas, al pasar,

Hacen de ámbar y alcanfor

Pebeteros exhalar,

Vertiendo pomos de olor,

De jazmines y azahar.

Mas cuando en medio se para,

Y de más cerca le mira

La cristiana esclava Aldara,

Con su señora se encara,

Y así la dice, y suspira:

Señora, sueños no son;

Así los cielos, vencidos

De mi ruego y aflicción,

Acerquen a mis oídos

Las campanas de León,

Como ese doncel, que ufano

p. 157Tanto asombro viene a dar

A todo el pueblo africano,

Es Rodrigo de Vivar,

El soberbio castellano.

Sin descubrirle quién es,

La Zaida desde una almena

Le habló una noche cortés,

Por donde se abrió después

El cubo de la Almudena.

Y supo que, fugitivo

De la corte de Fernando,

El cristiano, apenas vivo,

Está a Jimena adorando

Y en su memoria cautivo.

Tal vez a Madrid se acerca

Con frecuentes correrías

Y todo en torno la cerca;

Observa sus saetías,

Arroyadas y ancha alberca.

Por eso le ha conocido:

Que en medio de aclamaciones,

El caballo ha detenido

Delante de sus balcones,

Y la saluda rendido.

La mora se puso en pie

Y sus doncellas detrás:

El alcaide que lo ve,

Enfurecido además,

Muestra cuán celoso esté.

Suena un rumor placentero

Entre el vulgo de Madrid:

No habrá mejor caballero,

Dicen, en el mundo entero,

p. 158Y algunos le llaman Cid.

Crece la algazara, y él,

Torciendo las riendas de oro,

Marcha al combate crüel:

Alza el galope, y al toro

Busca en sonoro tropel.

El bruto se le ha encarado

Desde que le vio llegar,

De tanta gala asombrado,

Y al rededor le ha observado

Sin moverse de un lugar.

Cual flecha se disparó

Despedida de la cuerda,

De tal suerte le embistió;

Detrás de la oreja izquierda

La aguda lanza le hirió.

Brama la fiera burlada;

Segunda vez acomete,

De espuma y sudor bañada,

Y segunda vez la mete

Sutil la punta acerada.

Pero ya Rodrigo espera

Con heroico atrevimiento,

El pueblo mudo y atento:

Se engalla el toro y altera,

Y finge acometimiento.

La arena escarba ofendido,

Sobre la espalda la arroja

Con el hueso retorcido;

El suelo huele y le moja

En ardiente resoplido.

La cola inquieto menea,

La diestra oreja mosquea,

p. 159Vase retirando atrás,

Para que la fuerza sea

Mayor, y el ímpetu más.

El que en esta ocasión viera

De Zaida el rostro alterado,

Claramente conociera

Cuanto le cuesta cuidado

El que tanto riesgo espera.

Mas ¡ay, que le embiste horrendo

El animal espantoso!

Jamás peñasco tremendo

Del Cáucaso cavernoso

Se desgaja estrago haciendo,

Ni llama así fulminante

Cruza en negra oscuridad

Con relámpagos delante,

Al estrépito tronante

De sonora tempestad,

Como el bruto se abalanza

Con terrible ligereza;

Mas rota con gran pujanza

La alta nuca, la fiereza

Y el último aliento lanza.

La confusa vocería

Que en tal instante se oyó

Fue tanta, que parecía

Que honda mina reventó,

O el monte y valle se hundía.

A caballo como estaba

Rodrigo, el lazo alcanzó

Con que el toro se adornaba:

En su lanza le clavó

Y a los balcones llegaba.

p. 160Y alzándose en los estribos,

Le alarga a Zaida, diciendo:

Sultana, aunque bien entiendo

Ser favores excesivos,

Mi corto don admitiendo;

Si no os dignáredes ser

Con él benigna, advertid

Que a mí me basta saber

Que no le debo ofrecer

A otra persona en Madrid.

Ella, el rostro placentero,

Dijo, y turbada: señor,

Yo le admito y le venero,

Por conservar el favor

De tan gentil caballero.

Y besando el rico don,

Para agradar al doncel,

Le prende con afición

Al lado del corazón

Por brinquiño y por joyel.

Pero Aliatar el caudillo

De envidia ardiendo se ve,

Y, trémulo y amarillo,

Sobre un tremecén rosillo

Lozaneándose fue.

Y en ronca voz: Castellano,

Le dice: con más decoros

Suelo yo dar de mi mano,

Si no penachos de toros,

Las cabezas del cristiano.

Y si vinieras de guerra

Cual vienes de fiesta y gala,

Vieras que en toda la tierra,

p. 161Al valor que dentro encierra

Madrid, ninguno se iguala.

Así, dijo el de Vivar,

Respondo; y la lanza al ristre

Pone, y espera a Aliatar;

Mas sin que nadie administre

Orden, tocaron a armar.

Ya fiero bando con gritos

Su muerte o prisión pedía,

Cuando se oyó en los distritos

Del monte de Leganitos

Del Cid la trompetería.

Entre la Monclova y Soto

Tercio escogido emboscó,

Que, viendo como tardó,

Se acerca, oyó el alboroto,

Y al muro se abalanzó.

Y si no vieran salir

Por la puerta a su señor,

Y Zaida a le despedir,

Iban la fuerza a embestir:

Tal era ya su furor.

El alcaide, recelando

Que en Madrid tenga partido,

Se templó disimulando,

Y por el parque florido

Salió con él razonando.

Y es fama que, a la bajada,

Juró por la cruz el Cid

De su vencedora espada

De no quitar la celada

Hasta que gane a Madrid.


p. 162

DON GASPAR M. DE JOVELLANOS

63. Epístola de Fabio a Anfriso

Descripción del Paular

Credibile est illi numen inesse loco

Ovidius

Desde el oculto y venerable asilo

Do la virtud austera y penitente

Vive ignorada y, del liviano mundo

Huida, en santa soledad se esconde,

El triste Fabio al venturoso Anfriso

Salud en versos flébiles envía.

Salud le envía a Anfriso, al que inspirado

De las mantuanas musas, tal vez suele

Al grave son de su celeste canto

Precipitar del viejo Manzanares

El curso perezoso: tal süave

Suele ablandar con amorosa lira

La altiva condición de sus zagalas.

¡Pluguiera a Dios, oh Anfriso, que el cuitado

A quien no dio la suerte tal ventura

Pudiese huir del mundo y sus peligros!

¡Pluguiera a Dios, pues ya con su barquilla

Logró arribar a puerto tan seguro,

Que esconderla supiera en este abrigo,

A tanta luz y ejemplos enseñado!

Huyera así la furia tempestuosa

De los contrarios vientos, los escollos,

Y las fieras borrascas tantas veces

Entre sustos y lágrimas corridas.

Así también del mundanal tumulto

Lejos, y en estos montes guarecido,

p. 163Alguna vez gozara del reposo,

Que hoy desterrado de su pecho vive.

Mas ¡ay de aquel que hasta en el santo asilo

De la virtud arrastra la cadena,

La pesada cadena con que el mundo

Oprime a sus esclavos! ¡Ay del triste

En cuyo oído suena con espanto,

Por esta oculta soledad rompiendo,

De su señor el imperioso grito!

Busco en estas moradas silenciosas

El reposo y la paz que aquí se esconden,

Y solo encuentro la inquietud funesta

Que mis sentidos y razón conturba.

Busco paz y reposo, pero en vano

Los busco ¡oh caro Anfriso! que estos dones,

Herencia santa que al partir del mundo

Dejó Bruno en sus hijos vinculada,

Nunca en profano corazón entraron

Ni a los parciales del placer se dieron.

Conozco bien que, fuera de este asilo,

Solo me guarda el mundo sinrazones,

Vanos deseos, duros desengaños,

Susto y dolor; empero todavía

A entrar en él no puedo resolverme.

No puedo resolverme, y despechado

Sigo el impulso del fatal destino

Que a muy más dura esclavitud me guía.

Sigo su fiero impulso, y llevo siempre

Por todas partes los pesados grillos

Que de la ansiada libertad me privan.

De afán y angustia el pecho traspasado,

Pido a la muda soledad consuelo

Y con dolientes quejas la importuno.

p. 164Salgo al ameno valle, subo al monte,

Sigo del claro río las corrientes,

Busco la fresca y deleitosa sombra,

Corro por todas partes, y no encuentro

En parte alguna la quietud perdida.

¡Ay, Anfriso, qué escenas a mis ojos,

Cansados de llorar, presenta el cielo!

Rodeado de frondosos y altos montes

Se extiende un valle, que de mil delicias

Con sabia mano ornó naturaleza.

Pártele en dos mitades, despeñado

De las vecinas rocas, el Lozoya,

Por su pesca famoso y dulces aguas.

Del claro río sobre el verde margen

Crecen frondosos álamos, que al cielo

Ya erguidos alzan las plateadas copas,

O ya, sobre las aguas encorvados,

En mil figuras miran con asombro

Su forma en los cristales retratada.

De la siniestra orilla un bosque umbrío

Hasta la falda del vecino monte

Se extiende: tan ameno y delicioso

Que le hubiera juzgado el gentilismo

Morada de algún dios, o a los misterios

De las silvanas Dríadas guardado.

Aquí encamino mis inciertos pasos,

Y en su recinto umbrío y silencioso,

Mansión la más conforme para un triste,

Entro a pensar en mi cruel destino.

La grata soledad, la dulce sombra,

El aire blando y el silencio mudo,

Mi desventura y mi dolor adulan.

No alcanza aquí del padre de las luces

p. 165El rayo acechador, ni su reflejo

Viene a cubrir de confusión el rostro

De un infeliz en su dolor sumido.

El canto de las aves no interrumpe

Aquí tampoco la quietud de un triste,

Pues solo de la viuda tortolilla

Se oye tal vez el lastimero arrullo,

Tal vez el melancólico trinado

De la angustiada y dulce Filomena.

Con blando impulso el céfiro süave,

Las copas de los árboles moviendo,

Recrea el alma con el manso ruido,

Mientras al dulce soplo desprendidas

Las agostadas hojas, revolando,

Bajan en lentos círculos al suelo,

Cúbrenle en torno, y la frondosa pompa

Que al árbol adornara en primavera,

Yace marchita y muestra los rigores

Del abrasado estío y seco otoño.

¡Así también de juventud lozana

Pasan, oh Anfriso, las livianas dichas!

Un soplo de inconstancia, de fastidio,

O de capricho femenil las tala

Y lleva por el aire, cual las hojas

De los frondosos árboles caídas.

Ciegos empero, y tras su vana sombra

De contino exhalados, en pos de ellas

Corremos hasta hallar el precipicio

Do nuestro error y su ilusión nos guían.

Volamos en pos de ellas como suele

Volar a la dulzura del reclamo

Incauto el pajarillo: entre las hojas

El preparado visco le detiene:

p. 166Lucha cautivo por huir, y en vano,

Porque un traidor, que en asechanza atisba,

Con mano infiel la libertad le roba

Y a muerte le condena o cárcel dura.

¡Ah, dichoso el mortal de cuyos ojos

Un pronto desengaño corrió el velo

De la ciega ilusión! ¡Una y mil veces

Dichoso el solitario penitente

Que, triunfando del mundo y de sí mismo,

Vive en la soledad libre y contento!

Unido a Dios por medio de la santa

Contemplación, le goza ya en la tierra,

Y retirado en su tranquilo albergue

Observa reflexivo los milagros

De la naturaleza, sin que nunca

Turben el susto ni el dolor su pecho.

Regálanle las aves con su canto,

Mientras la aurora sale refulgente

A cubrir de alegría y luz el mundo.

Nácele siempre el sol claro y brillante,

Y nunca a él levanta conturbados

Sus ojos, ora en el oriente raye,

Ora, del cielo a la mitad subiendo,

En pompa guíe el reluciente carro;

Ora con tibia luz, más perezoso,

Su faz esconda en los vecinos montes.

Cuando en las claras noches cuidadoso

Vuelve desde los santos ejercicios,

La plateada luna en lo más alto

Del cielo mueve la luciente rueda

Con augusto silencio, y recreando

Con blando resplandor su humilde vista,

Eleva su razón, y la dispone

p. 167A contemplar la alteza y la inefable

Gloria del Padre y Criador del mundo.

Libre de los cuidados enojosos

Que en los palacios y dorados techos

Nos turban de contino, y entregado

A la inefable y justa Providencia,

Si al breve sueño alguna pausa pide

De sus santas tareas, obediente

Viene a cerrar sus párpados el sueño

Con mano amiga, y de su lado ahuyenta

El susto y las fantasmas de la noche.

¡Oh suerte venturosa, a los amigos

De la virtud guardada! ¡Oh dicha, nunca

De los tristes mundanos conocida!

¡Oh monte impenetrable! ¡Oh bosque umbrío!

¡Oh valle deleitoso! ¡Oh solitaria,

Taciturna mansión! ¡Oh, quién, del alto

Y proceloso mar del mundo huyendo

A vuestra santa calma, aquí seguro

Vivir pudiera siempre, y escondido!

Tales cosas revuelvo en mi memoria

En esta triste soledad sumido.

Llega en tanto la noche, y con su manto

Cobija el ancho mundo. Vuelvo entonces

A los medrosos claustros. De una escasa

Luz el distante y pálido reflejo

Guía por ellos mis inciertos pasos;

Y en medio del horror y del silencio,

¡Oh fuerza del ejemplo portentosa!

Mi corazón palpita, en mi cabeza

Se erizan los cabellos, se estremecen

Mis carnes, y discurre por mis nervios

Un súbito rigor que los embarga.

p. 168Parece que oigo que del centro oscuro

Sale una voz tremenda que, rompiendo

El eterno silencio, así me dice:

«Huye de aquí, profano; tú, que llevas

»De ideas mundanales lleno el pecho,

»Huye de esta morada, do se albergan

»Con la virtud humilde y silenciosa

»Sus escogidos: huye, y no profanes

»Con tu planta sacrílega este asilo.»

De aviso tal al golpe confundido,

Con paso vacilante voy cruzando

Los pavorosos tránsitos, y llego

Por fin a mi morada, donde ni hallo

El ansiado reposo, ni recobran

La suspirada calma mis sentidos.

Lleno de congojosos pensamientos

Paso la triste y perezosa noche

En molesta vigilia, sin que llegue

A mis ojos el sueño, ni interrumpan

Sus regalados bálsamos mi pena.

Vuelve por fin con la rosada aurora

La luz aborrecida, y en pos de ella

El claro día a publicar mi llanto

Y dar nueva materia al dolor mío.


DON JUAN MELÉNDEZ VALDÉS

64. Rosana en los fuegos

Del sol llevaba la lumbre,

Y la alegría del alba,

En sus celestiales ojos

p. 169La hermosísima Rosana,

Una noche que a los fuegos

Salió la fiesta de Pascua

Para abrasar todo el valle

En mil amorosas ansias.

Por do quiera que camina

Lleva tras sí la mañana,

Y donde se vuelve rinde

La libertad de mil almas.

El céfiro la acaricia

Y mansamente la halaga,

Los Amores la rodean

Y las Gracias la acompañan.

Y ella, así como en el valle

Descuella la altiva palma

Cuando sus verdes pimpollos

Hasta las nubes levanta;

O cual vid de fruto llena

Que con el olmo se abraza,

Y sus vástagos extiende

Al arbitrio de las ramas;

Así entre sus compañeras

El nevado cuello alza,

Sobresaliendo entre todas

Cual fresca rosa entre zarzas.

Todos los ojos se lleva

Tras sí, todo lo avasalla;

De amor mata a los pastores

Y de envidia a las zagalas.

Ni las músicas se atienden,

Ni se gozan las lumbradas;

Que todos corren por verla

Y al verla todos se abrasan.

p. 170¡Qué de suspiros se escuchan!

¡Qué de vivas y de salvas!

No hay zagal que no la admire

Y no se esmere en loarla.

Cuál absorto la contempla

Y a la aurora la compara

Cuando más alegre sale

Y el cielo de su albor baña;

Cuál al fresco y verde aliso

Que crece al margen del agua,

Cuando más pomposo en hojas

En su cristal se retrata;

Cuál a la luna, si muestra

Llena su esfera de plata,

Y asoma por los collados

De luceros coronada.

Otros pasmados la miran

Y mudamente la alaban,

Y cuanto más la contemplan

Muy más hermosa la hallan.

Que es como el cielo su rostro

Cuando en la noche callada

Brilla con todas sus luces

Y los ojos embaraza.

¡Ay, qué de envidias se encienden!

¡Ay, qué de celos que causa

En las serranas del Tormes

Su perfección sobrehumana!

Las más hermosas la temen,

Mas sin osar murmurarla;

Que como el oro más puro

No sufre una leve mancha.

Bien haya tu gentileza,

p. 171Una y mil veces bien haya,

Y abrase la envidia al pueblo,

Hermosísima aldeana.

Toda, toda eres perfecta,

Toda eres donaire y gracia,

El amor vive en tus ojos

Y la gloria está en tu cara.

La libertad me has robado,

Yo la doy por bien robada,

Mas recibe el don benigna

Que mi humildad te consagra.

Esto un zagal la decía

Con razones mal formadas,

Que salió libre a los fuegos

Y volvió cautivo a casa.

Y desde entonces perdido

El día a sus puertas le halla;

Ayer le cantó esta letra

Echándole la alborada:

Linda zagaleja

De cuerpo gentil,

Muérome de amores

Desde que te vi.

Tu talle, tu aseo,

Tu gala y donaire,

No tienen, serrana,

Igual en el valle.

Del cielo son ellos

Y tú un serafín:

Muérome de amores

Desde que te vi.

De amores me muero,

Sin que nada baste

p. 172A darme la vida

Que allá te llevaste,

Si ya no te dueles

Benigna de mí;

Que muero de amores

Desde que te vi.


DON LEANDRO F. DE MORATÍN

65. Elegía a las Musas

Esta corona, adorno de mi frente,

Esta sonante lira y flautas de oro

Y máscaras alegres, que algún día

Me disteis, sacras Musas, de mis manos

Trémulas recibid, y el canto acabe,

Que fuera osado intento repetirle.

He visto ya cómo la edad ligera,

Apresurando a no volver las horas,

Robó con ellas su vigor al numen.

Sé que negáis vuestro favor divino

A la cansada senectud, y en vano

Fuera implorarle; pero en tanto, bellas

Ninfas, del verde Pindo habitadoras,

No me neguéis que os agradezca humilde

Los bienes que os debí. Si pude un día,

No indigno sucesor de nombre ilustre,

Dilatarle famoso, a vos fue dado

Llevar al fin mi atrevimiento. Solo

Pudo bastar vuestro amoroso anhelo

A prestarme constancia en los afanes

Que turbaron mi paz, cuando insolente

p. 173Vano saber, enconos y venganzas,

Codicia y ambición, la patria mía

Abandonaron a civil discordia.

Yo vi del polvo levantarse audaces,

A dominar y perecer, tiranos:

Atropellarse efímeras las leyes,

Y llamarse virtudes los delitos.

Vi las fraternas armas nuestros muros

Bañar en sangre nuestra, combatirse,

Vencido y vencedor hijos de España,

Y el trono desplomándose al vendido

Ímpetu popular. De las arenas

Que el mar sacude en la fenicia Gades,

A las que el Tajo lusitano envuelve

En oro y conchas, uno y otro imperio,

Iras, desorden esparciendo y luto,

Comunicarse el funeral estrago.

Así cuando en Sicilia el Etna ronco

Revienta incendios, su bifronte cima

Cubre el Vesubio en humo denso y llamas,

Turba el Averno sus calladas ondas;

Y allá del Tibre en la ribera etrusca

Se estremece la cúpula soberbia

Que al Vicario de Cristo da sepulcro.

¿Quién pudo en tanto horror mover el plectro?

¿Quién dar al verso acordes armonías,

Oyendo resonar grito de muerte?

Tronó la tempestad: bramó iracundo

El huracán, y arrebató a los campos

Sus frutos, su matiz: la rica pompa

Destrozó de los árboles sombríos:

Todas huyeron tímidas las aves

Del blando nido, en el espanto mudas;

p. 174No más trinos de amor. Así agitaron

Los tardos años mi existencia, y pudo

Solo en región extraña el oprimido

Ánimo hallar dulce descanso y vida.

Breve será; que ya la tumba aguarda

Y sus mármoles abre a recibirme;

Ya los voy a ocupar... Si no es eterno

El rigor de los hados, y reservan

A mi patria infeliz mayor ventura,

Dénsela presto, y mi postrer suspiro

Será por ella... Prevenid en tanto

Flébiles tonos, enlazad coronas

De ciprés funeral, Musas celestes;

Y donde a las del mar sus aguas mezcla

El Garona opulento, en silencioso

Bosque de lauros y menudos mirtos,

Ocultad entre flores mis cenizas.


DON MANUEL MARÍA DE ARJONA

66. La diosa del bosque

¡Oh, si bajo estos árboles frondosos

Se mostrase la célica hermosura

Que vi algún día en inmortal dulzura

Este bosque bañar!

Del cielo tu benéfico descenso

Sin duda ha sido, lúcida belleza:

Deja, pues, diosa, que mi grato incienso

Arda sobre tu altar.

Que no es amor mi tímido alborozo,

Y me acobarda el rígido escarmiento,

p. 175Que ¡oh Piritöo! condenó tu intento

Y tu intento, Ixïón.

Lejos de mí sacrílega osadía:

Bástame que con plácido semblante

Aceptes, diosa, a mis anhelos pía,

Mi ardiente adoración.

Mi adoración y el cántico de gloria

Que de mí el Pindo atónito ya espera:

Baja tú a oírme de la sacra esfera

¡Oh radiante deidad!

Y tu mirar más nítido y süave,

He de cantar, que fúlgido lucero;

Y el limpio encanto que infundirnos sabe

Tu dulce majestad.

De pureza jactándose natura,

Te ha formado del cándido rocío

Que sobre el nardo al apuntar de estío

La aurora derramó;

Y excelsamente lánguida retrata

El rosicler pacífico de Mayo

Tu alma: Favonio su frescura grata

A tu hablar trasladó.

¡Oh imagen perfectísima del orden

Que liga en lazos fáciles el mundo,

Solo en los brazos de la paz fecundo,

Solo amable en la paz!

En vano con espléndido aparato

Finge el arte solícito grandezas:

Natura vence con sencillo ornato

Tan altivo disfraz.

Monarcas, que los pérsicos tesoros

Ostentáis con magnífica porfía,

Copiad el brillo de un sereno día

p. 176Sobre el azul del mar:

O copie estudio de émula hermosura

De mi deidad el mágico descuido;

Antes veremos la estrellada altura

Los hombres escalar.

Tú, mi verso, en magnánimo ardimiento

Ya las alas del céfiro recibe,

Y al pecho ilustre en que tu numen vive

Vuela, vuela veloz;

Y en los erguidos álamos ufana

Penda siempre esta cítara, aunque nueva;

Que ya a sus ecos hermosura humana

No ha de ensalzar mi voz.


DON ALBERTO LISTA

67. Al Sueño

El himno del desgraciado

«El grande y el pequeño

Iguales son lo que les dura el sueño.»

Desciende a mí, consolador Morfeo,

Único dios que imploro,

Antes que muera el esplendor febeo

Sobre las playas del adusto moro.

Y en tu regazo el importuno día

Me encuentre aletargado,

Cuando triunfante de la niebla umbría

Asciende al trono del cenit dorado.

Pierda en la noche y pierda en la mañana

Tu calma silenciosa

p. 177Aquel feliz que en lecho de oro y grana

Estrecha al seno la adorada esposa.

Y el que halagado con los dulces dones

De Pluto y de Citeres,

Las que a la tarde fueron ilusiones,

A la aurora verá ciertos placeres.

No halle jamás la matutina estrella

En tus brazos rendido

Al que bebió en los labios de su bella

El suspiro de amor correspondido.

¡Ah! déjalos que gocen. Tu presencia

No turbe su contento;

Que es perpetua delicia su existencia

Y un siglo de placer cada momento.

Para ellos nace, el orbe colorando,

La sonrosada aurora,

Y el ave sus amores va cantando,

Y la copia de Abril derrama Flora.

Para ellos tiende su brillante velo

La noche sosegada,

Y de trémula luz esmalta el cielo,

Y da al amor la sombra deseada.

Si el tiempo del placer para el dichoso

Huye en veloz carrera,

Une con breve y plácido reposo

Las dichas que ha gozado a las que espera.

Mas ¡ay! a un alma del dolor guarida

Desciende ya propicio;

Cuanto me quites de la odiosa vida,

Me quitarás de mi inmortal suplicio.

¿De qué me sirve el súbito alborozo

Que a la aurora resuena,

Si al despertar el mundo para el gozo,

p. 178Solo despierto yo para la pena?

¿De qué el ave canora, o la verdura

Del prado que florece,

Si mis ojos no miran su hermosura,

Y el universo para mí enmudece?

El ámbar de la vega, el blando ruido,

Con que el raudal se lanza,

¿Qué son ¡ay! para el triste que ha perdido,

Último bien del hombre, la esperanza?

Girará en vano, cuando el sol se ausente,

La esfera luminosa;

En vano, de almas tiernas confidente,

Los campos bañará la luna hermosa.

Esa blanda tristeza que derrama

A un pecho enamorado,

Si su tranquila amortiguada llama

Resbala por las faldas del collado,

No es para un corazón de quien ha huido

La ilusión lisonjera,

Cuando pidió, del desengaño herido,

Su triste antorcha a la razón severa.

Corta el hilo a mi acerba desventura,

Oh tú, sueño piadoso;

Que aquellas horas que tu imperio dura

Se iguala el infeliz con el dichoso.

Ignorada de sí yazca mi mente,

Y muerto mi sentido;

Empapa el ramo, para herir mi frente,

En las tranquilas aguas del olvido.

De la tumba me iguale tu beleño

A la ceniza yerta,

Solo ¡ay de mí! que del eterno sueño,

Mas felice que yo, nunca despierta.

p. 179Ni aviven mi existencia interrumpida

Fantasmas voladores,

Ni los sucesos de mi amarga vida

Con tus pinceles lánguidos colores.

No me acuerdes crüel de mi tormento

La triste imagen fiera;

Bástale su malicia al pensamiento,

Sin darle tú el puñal para que hiera.

Ni me halagues con pérfidos placeres,

Que volarán contigo;

Y el dolor de perderlos cuando huyeres

De atreverme a gozar será el castigo.

Deslízate callado, y encadena

Mi ardiente fantasía;

Que asaz libre será para la pena

Cuando me entregues a la luz del día.

Ven, termina la mísera querella

De un pecho acongojado.

¡Imagen de la muerte! después de ella

Eres el bien mayor del desgraciado.


DON MANUEL JOSÉ QUINTANA

68. A España, después de la revolución de Marzo

¿Qué era, decidme, la nación que un día

Reina del mundo proclamó el destino,

La que a todas las zonas extendía

Su cetro de oro y su blasón divino?

Volábase a occidente,

p. 180Y el vasto mar Atlántico sembrado

Se hallaba de su gloria y su fortuna.

Do quiera España: en el preciado seno

De América, en el Asia, en los confines

Del África, allí España. El soberano

Vuelo de la atrevida fantasía

Para abarcarla se cansaba en vano;

La tierra sus mineros le rendía,

Sus perlas y coral el Oceáno.

Y donde quier que revolver sus olas

Él intentase, a quebrantar su furia

Siempre encontraba costas españolas.

Ora en el cieno del oprobio hundida,

Abandonada a la insolencia ajena,

Como esclava en mercado, ya aguardaba

La ruda argolla y la servil cadena.

¡Qué de plagas, oh Dios! Su aliento impuro

La pestilente fiebre respirando,

Infestó el aire, emponzoñó la vida;

La hambre enflaquecida

Tendió sus brazos lívidos, ahogando

Cuanto el contagio perdonó; tres veces

De Jano el templo abrimos,

Y a la trompa de Marte aliento dimos;

Tres veces ¡ay! Los dioses tutelares

Su escudo nos negaron, y nos vimos

Rotos en tierra y rotos en los mares.

¿Qué en tanto tiempo viste

Por tus inmensos términos, oh Iberia?

¿Qué viste ya sino funesto luto,

Honda tristeza, sin igual miseria,

De tu vil servidumbre acerbo fruto?

Así, rota la vela, abierto el lado,

p. 181Pobre bajel a naufragar camina,

De tormenta en tormenta despeñado,

Por los yermos del mar; ya ni en su popa

Las guirnaldas se ven que antes le ornaban,

Ni en señal de esperanza y de contento

La flámula riendo al aire ondea.

Cesó en su dulce canto el pasajero,

Ahogó su vocerío

El ronco marinero,

Terror de muerte en torno le rodea,

Terror de muerte silencioso y frío;

Y él va a estrellarse al áspero bajío.

Llega el momento, en fin; tiende su mano

El tirano del mundo al occidente,

Y fiero exclama: «El occidente es mío.»

Bárbaro gozo en su ceñuda frente

Resplandeció, como en el seno oscuro

De nube tormentosa en el estío

Relámpago fugaz brilla un momento

Que añade horror con su fulgor sombrío.

Sus guerreros feroces

Con gritos de soberbia el viento llenan;

Gimen los yunques, los martillos suenan,

Arden las forjas. ¡Oh vergüenza! ¿Acaso

Pensáis que espadas son para el combate

Las que mueven sus manos codiciosas?

No en tanto os estiméis: grillos, esposas,

Cadenas son que en vergonzosos lazos

Por siempre amarren tan inertes brazos.

Estremeciose España

Del indigno rumor que cerca oía,

Y al grande impulso de su justa saña

Rompió el volcán que en su interior hervía.

p. 182Sus déspotas antiguos

Consternados y pálidos se esconden;

Resuena el eco de venganza en torno,

Y del Tajo las márgenes responden:

«¡Venganza!» ¿Dónde están, sagrado río,

Los colosos de oprobio y de vergüenza

Que nuestro bien en su insolencia ahogaban?

Su gloria fue, nuestro esplendor comienza;

Y tú, orgulloso y fiero,

Viendo que aun hay Castilla y castellanos,

Precipitas al mar tus rubias ondas,

Diciendo: «Ya acabaron los tiranos.»

¡Oh triunfo! ¡Oh gloria! ¡Oh celestial momento!

¿Con que puede ya dar el labio mío

El nombre augusto de la patria al viento?

Yo le daré; mas no en el arpa de oro

Que mi cantar sonoro

Acompañó hasta aquí; no aprisionado

En estrecho recinto, en que se apoca

El numen en el pecho

Y el aliento fatídico en la boca.

Desenterrad la lira de Tirteo,

Y al aire abierto, a la radiante lumbre

Del sol, en la alta cumbre

Del riscoso y pinífero Fuenfría,

Allí volaré yo, y allí cantando

Con voz que atruene en derredor la sierra,

Lanzaré por los campos castellanos

Los ecos de la gloria y de la guerra.

¡Guerra, nombre tremendo, ahora sublime,

Único asilo y sacrosanto escudo

Al ímpetu sañudo

Del fiero Atila que a occidente oprime!

p. 183¡Guerra, guerra, españoles! En el Betis

Ved del Tercer Fernando alzarse airada

La augusta sombra; su divina frente

Mostrar Gonzalo en la imperial Granada;

Blandir el Cid su centellante espada,

Y allá sobre los altos Pirineos,

Del hijo de Jimena

Animarse los miembros giganteos.

En torvo ceño y desdeñosa pena

Ved cómo cruzan por los aires vanos;

Y el valor exhalando que se encierra

Dentro del hueco de sus tumbas frías,

En fiera y ronca voz pronuncian: «¡Guerra!

¡Pues qué! ¿Con faz serena

Vierais los campos devastar opimos,

Eterno objeto de ambición ajena,

Herencia inmensa que afanando os dimos?

Despertad, raza de héroes: el momento

Llegó ya de arrojarse a la victoria;

Que vuestro nombre eclipse nuestro nombre,

Que vuestra gloria humille nuestra gloria.

No ha sido en el gran día

El altar de la patria alzado en vano

Por vuestra mano fuerte.

Juradlo, ella os lo manda: ¡Antes la muerte

Que consentir jamás ningún tirano!»

Sí, yo lo juro, venerables sombras;

Yo lo juro también, y en este instante

Ya me siento mayor. Dadme una lanza,

Ceñidme el casco fiero y refulgente;

Volemos al combate, a la venganza;

Y el que niegue su pecho a la esperanza,

Hunda en el polvo la cobarde frente.

p. 184Tal vez el gran torrente

De la devastación en su carrera

Me llevará. ¿Qué importa? ¿Por ventura

No se muere una vez? ¿No iré, expirando,

A encontrar nuestros ínclitos mayores?

«¡Salud, oh padres de la patria mía,

Yo les diré, salud! La heroica España

De entre el estrago universal y horrores

Levanta la cabeza ensangrentada,

Y vencedora de su mal destino,

Vuelve a dar a la tierra amedrentada

Su cetro de oro y su blasón divino.»


DON JUAN NICASIO GALLEGO

69. Elegía a la muerte de la Duquesa de Frías

Al sonante bramido

Del piélago feroz que el viento ensaña

Lanzando atrás del Turia la corriente;

En medio al denegrido

Cerco de nubes que de Sirio empaña

Cual velo funeral la roja frente;

Cuando el cárabo oscuro

Ayes despide entre la breña inculta,

Y a tardo paso soñoliento Arturo

En el mar de occidente se sepulta;

A los mustios reflejos

Con que en las ondas alteradas tiembla

p. 185De moribunda luna el rayo frío,

Daré del mundo y de los hombres lejos

Libre rienda al dolor del pecho mío.

Sí, que al mortal a quien del hado el ceño

A infortunios sin término condena,

Sobre su cuello mísero cargando

De uno en otro eslabón larga cadena,

No en jardín halagüeño,

Ni al puro ambiente de apacible aurora

Soltar conviene el lastimero canto

Con que al cielo importuna.

Solitario arenal, sangrienta luna

Y embravecidas olas acompañen

Sus lamentos fatídicos ¡Oh lira

Que escenas solo de aflicción recuerdas;

Lira que ven mis ojos con espanto

Y a recorrer tus cuerdas

Mi ya trémula mano se resiste!

Ven, lira del dolor. ¡Piedad no existe!

¡No existe, y vivo yo! ¡No existe aquella

Gentil, discreta, incomparable amiga,

Cuya presencia sola

El tropel de mis penas disipaba!

¿Cuándo en tal hermosura alma tan bella

De la corte española

Más digno fue y espléndido ornamento?

¡Y aquel mágico acento

Enmudeció por siempre, que llenaba

De inefable dulzura el alma mía!

Y ¡qué! fortuna impía,

¿Ni su postrer adiós oír me dejas?

¿Ni de su esposo amado

Templar el llanto y las amargas quejas?

p. 186¿Ni el estéril consuelo

De acompañar hasta el sepulcro helado

Sus pálidos despojos?

¡Ay! Derramen sin duelo

Sangre mi corazón, llanto mis ojos.

¿Por qué, por qué a la tumba,

Insaciable de víctimas, tu amigo

Antes que tú no descendió, Señora?

¿Por qué al menos contigo

La memoria fatal no te llevaste

Que es un tormento irresistible ahora?

¿Qué mármol hay que pueda

En tan acerba angustia los aciagos

Recuerdos resistir del bien perdido?

Aún resuena en mi oído

El espantoso obús lanzando estragos,

Cuando mis ojos ávidos te vieron

Por la primera vez. Cien bombas fueron

A tu arribo marcial salva triunfante.

Con inmóvil semblante

Escucho amedrentado el son horrendo

De los globos mortíferos, en torno

Del leño frágil a tus pies cayendo,

Y el agua que a su empuje se encumbraba

Y hasta las altas grímpolas saltaba.

El dulce soplo de Favonio en tanto

Las velas hinche del bajel ligero,

Sin que salude con festivo canto

La suspirada costa el marinero.

Ardiendo de la patria en fuego santo,

Insensible al horror del bronce fiero,

Fijar te miro impávida y serena

La planta breve en la menuda arena.

p. 187¡Salve, oh Deidad! —del gaditano muro

Grita la muchedumbre alborozada;

¡Salve, oh Deidad! —de gozo enajenada

La ruidosa marina

Que a ti se agolpa y el batel rodea;

Y al cielo sube el aclamar sonoro

Como al aplauso del celeste coro

Salió del mar la hermosa Citerea.

Absortas contemplaron

El fuego de tus ojos

Las bellas ninfas de la bella Gades;

Absortas te envidiaron

El pie donoso y la mejilla pura,

El vivo esmalte de tus labios rojos,

El albo seno y la gentil cintura.

Yo te miraba atónito: no empero

Sentí en el alma el pasador agudo

De bastarda pasión; que a dicha pudo

Del honor y el deber la ley severa

Ser a mi pecho impenetrable escudo.

Mas ¿quién el homenaje

De afecto noble, de amistad sincera

Cual yo te tributó, cuando el tesoro

De tu divino ingenio descubría,

Que en cuerpo tan gallardo relucía

Como rico brillante en joya de oro?

¡Cuántas, ay, qué apacibles

Horas en dulces pláticas pasadas

Betis me viera de tu voz pendiente!

¡Cuántas en las calladas

Florestas de Aranjuez el eco blando

Detuvo el paso a la tranquila fuente!

Ya el primor ensalzando

p. 188Que al fragante clavel las hojas riza

Y la ancha cola del pavón matiza;

Ya la varia fortuna

Del cetro godo y del laurel romano;

O el poder sobrehumano

Que de un soplo derroca

Del alto solio al triunfador de Jena

Y con duras amarras le encadena,

Como al antiguo Encélado, a una roca.

Pero otro don magnífico, sublime,

Más alto que el ingenio y la hermosura,

Debiste al Criador, vivaz destello

De su lumbre inmortal, alma ternura.

¿Cuándo, cuándo al gemido

Negó del infeliz oro tu mano,

Ayes tu corazón? El escondido

Volcán que decoroso

Tu noble aspecto revelaba apenas,

Un infortunio, un rasgo generoso,

Un sacrificio heroico hervir hacía.

Entonces agitado

Tu rostro angelical resplandecía

De más purpúreo rosicler cubierto:

Del seno relevado

La extraña conmoción, el entreabierto

Labio, las refulgentes

Ráfagas de tus ojos

Que entre los anchos párpados brillaban,

Las lágrimas ardientes

Que a tus negras pestañas asomaban,

El gesto, el ademán, los mal seguros

Acentos, la expresión... ¡Ah! Nunca, nunca

Tan insigne modelo

p. 189De estro feliz, de inspiración divina

Mostró Casandra en los dardanios muros

Ni en las lides olímpicas Corina.

Y solo al santo fuego

De un pecho tan magnánimo pudiera

Deber tu amigo el aire que respira.

Solo a tu blando ruego

La Amistad se vistiera

Máscara y formas del Amor su hermano.

¿Quién sino tú, señora,

Dejando inquieta la mullida pluma

Antes que el frío tálamo la Aurora,

Entrar osara en la mansión del crimen?

¿Quién sino tú del duro carcelero,

Menos al son del oro empedernido

Que al eco de los míseros que gimen,

Quisiera el ceño soportar? Perdona,

Cara Piedad, que mi indiscreta musa

Publique al mundo tan heroico ejemplo,

Y que mi gratitud cuelgue en el templo

De la santa Amistad digna corona.

En el mezquino lecho

De cárcel solitaria

Fiebre lenta y voraz me consumía,

Cuando sordo a mis quejas

Rayaba apenas en las altas rejas

El perezoso albor del nuevo día.

De planta cautelosa

Insólito rumor hiere mi oído;

Los vacilantes ojos

Clavo en la ruda puerta estremecido

Del súbito crujir de sus cerrojos,

Y el repugnante gesto

p. 190Del fiero alcaide mi atención excita,

Que hacia mí sin cesar su mano agita

Con labio mudo y sonreír funesto.

Salto del lecho, y sígole azorado,

Cruzando los revueltos corredores

De aquella triste y lóbrega caverna

Hasta un breve recinto iluminado

De moribunda y fúnebre linterna.

Y a par que por oculto

Tránsito desparece

Como visión fantástica el cerbero,

De nuevo extraño bulto,

Sombra confusa, que se acerca y crece,

La angustia dobla de mi horror primero.

Mas ¡cuál mi asombro fue cuando improvisa

A la pálida luz mi vista errante

Los bellos rasgos de Piedad divisa

Entre los pliegues del cendal flotante!

«¿Por qué, por qué benigna,»

Clamé bañado en llanto de alborozo,

«Osas pisar, Señora,

»Esta morada indigna

»Que tu respeto y tu virtud desdora?

»¡Ah! si a la fuerza del inmenso gozo,

»Del placer celestial que el alma oprime,

»Hoy a tus plantas expirar consigo,

»Mi fiebre, mi prisión, mi fin bendigo.

»A este oscuro aposento

»No a que de pena o de placer expires

»La voz de la amistad mis pasos guía,

»Sino a esforzar tu desmayado aliento

»Contra los golpes de la suerte impía.

»Su cuello al susto y la congoja doble

p. 191»El que del crimen en su pecho sienta

»El punzante aguijón; que al alma noble

»Do la inocencia plácida se anida,

»Ni el peso de los grillos la atormenta,

»Ni el son de los cerrojos la intimida.

»Recobra, amigo caro,

»La esperanza marchita

»Y el digno esfuerzo del varón constante.

»Pronto será que el astro rutilante,

»Que jamás estas bóvedas visita,

»De la calumnia vil triunfar te vea:

»Mi fausto anuncio tu consuelo sea.

»Seralo, sí; lo juro;

»Y aunque ese llanto que tu rostro inunda

»Vaticinio tan próspero desmiente,

»No me hará de fortuna el torvo ceño

»Fruncir las cejas ni arrugar la frente;

»Que el dichoso mortal a quien risueño

»Mira el destino...» ¡No acabé! A deshora

La aciaga voz del carcelero escucho,

Diciendo: «es tarde; baste ya, Señora.»

«¡Adiós! ¡adiós! Del vulgo malicioso

»Que al despuntar del sol sacude el sueño

»Temo el labio mordaz. ¡Adiós te queda!»

«Aguarda»... «¡Adiós!»... Y en soledad sumido

Oigo ¡ay de mí! del caracol torcido

Barrer las gradas la crujiente seda.

¡Oh digno, oh generoso

Dechado de amistad! ¡Oh alegre día!

¿Y en dónde estás, en dónde,

Ángel consolador, Duquesa amada,

Que no te mueve ya la angustia mía?

¡Gran Dios, y ni responde

p. 192De su esposo infeliz al caro acento,

Aunque en la tumba helada

Lágrimas de dolor vierte a raudales!

¡Ni de su triste huérfana el lamento,

Con ambos brazos al sepulcro asida,

Ablanda sus entrañas maternales!

¡Oh dulces prendas de su amor! Al mármol

En vano importunáis. Hará el rocío

Del venidero Abril que al campo vuelva

La verde pompa que abrasó el estío;

Mas no esperéis que el túmulo sombrío

La devorada víctima devuelva,

Ni a sus profundos huecos

Otra respuesta oír que sordos ecos.

En él de bronce y oro,

Ínclito vate[2], entallarán cinceles

Vuestro heroico blasón, entretejiendo

Con sus antiguas palmas tus laureles...

¡Inútil afanar! La sien ceñida

De adelfa y mirto, pulsará tu mano

La dolorosa cítara, moviendo

El orbe todo a compasión... ¡En vano!

Resonarán con ellas

Mis gemidos simpáticos, y el coro

De cuantos cisnes tu infortunio inspira

Alzar podrá a su gloria

Noble trofeo en canto peregrino.

Mas ¡ay! ¿podrá su lira

Forzar las puertas del Edén divino

Y el diente ensangrentado

Del áspid arrancar en ti clavado?

p. 193A más alto poder, mísero amigo,

Los ojos torna y el clamor dirige

Que entre sollozos lúgubres exhalas.

Al Ser inmenso que los orbes rige,

En las rápidas alas

De ferviente oración remonta el vuelo.

Yo elevaré contigo

Mis tiernos votos, y al gemir de aquella,

Que en mis brazos creció, cándida niña,

Trasunto vivo de tu esposa bella,

Dará benigno el cielo

Paz a su madre, a tu aflicción consuelo.

Sí; que hasta el solio del Eterno llega

El ardiente suspiro

De quien con puro corazón le ruega,

Como en su templo santo el humo sube

Del balsámico incienso en vaga nube.


DON JUAN MARÍA MAURY

70. La timidez

A las márgenes alegres

Que el Guadalquivir fecunda,

Y adonde ostenta pomposo

El orgullo de su cuna,

Vino Rosalba, sirena

De los mares que tributan

A España, entre perlas y oro,

Peregrinas hermosuras.

Más festiva que las auras,

Más ligera que la espuma,

p. 194Hermosa como los cielos,

Gallarda como ninguna,

Con el hechicero adorno

De tantas bellezas juntas,

No hay corazón que no robe,

Ni quietud que no destruya.

Así Rosalba se goza,

Mas la que tanto procura

Avasallar libertades,

Al cabo empeña la suya.

Lisardo, joven amable,

Sobresale entre la turba

De esclavos que por Rosalba

Sufren de amor la coyunda.

Tal vez sus floridos años

No bien de la edad adulta

Acaban de ver cumplida

La primavera segunda.

Aventajado en ingenio,

Rico en bienes de fortuna,

Dichoso, en fin, si supiera

Que audacias amor indulta,

Idólatra más que amante,

Con adoración profunda,

A Rosalba reverencia,

Y deidad se la figura.

Un día alcanza otro día

Sin que su amor le descubra;

El respeto le encadena

Y ella su respeto culpa.

Bien a Lisardo sus ojos

Dijeran que más presuma;

Pero él, comedido amante,

p. 195O los huye o no los busca.

Perdido y desconsolado,

Una noche en que natura

A meditación convida

Con su pompa taciturna,

Mientras el disco mudable,

En que ceñirse acostumbra,

Entre celajes de nácar

Esconde tímida luna;

Al margen del sacro río

La inocente suerte acusa,

Y así fatiga los aires

Con endechas importunas:

«Baja tu vuelo

Amor altivo,

Mira que al cielo

Osado va;

Buscas en vano

Correspondencia;

Amor insano,

Déjame ya.

»Déjame el alma

Que otra vez libre

Plácida calma

Vuelva a tener:

¡Qué digo, necio!

El cielo sabe

Si más aprecio

Mi padecer.

»Gima y padezca.

Una esperanza

Sin que merezca

A mi deidad;

p. 196Sin que le pida

Jamás el premio

De mi perdida

Felicidad.

»Tímida boca,

Nunca le digas

La pasión loca

Del corazón,

Adonde oculto

Está su templo,

Y ofrenda y culto

Lágrimas son.»

Más dijera, pero el llanto,

En que sus ojos abundan,

Le interrumpe, y las palabras

En la garganta se anudan.

Cuando junto a la ribera,

En un valle donde muchas

Del árbol grato a Minerva

Opimas ramas se cruzan,

Süave cuanto sonora,

Lisardo otra voz escucha,

Que, enamorando los ecos

Tales acentos modula:

«Prepara el ensayo

De más atractivos

La rosa en los vivos

Albores de Mayo:

»Si al férvido rayo

Su cáliz expone,

Que el sol la corone

En premio ha logrado,

Y es reina del prado

p. 197Y amor de Dïone.

»¡Oh fuente! En eterno

Olvido quedaras

Si no te lanzaras

Del seno materno;

»Tal vez el invierno

Tu curso demora,

Mas tú, vencedora,

Burlando las nieves,

A tu ímpetu debes

Los besos de Flora.

»Y tú, que en dolores

Consumes los años,

Autor de tus daños

Por vanos temores,

»En pago de amores

No temas enojos,

Enjuga los ojos;

Que el dios que te hiere

Más culto no quiere

Que audacias y arrojos.»

Rayo son estas palabras

Que al ciego joven alumbran,

Quien su engaño reconoce

Y la voz que las pronuncia.

Y al valle se arroja, adonde

Testigos de su ventura

Fueron las amigas sombras

De la noche y selva muda;

Mas muda la selva en vano

Y en vano la sombra oscura;

No sufre orgullosa Venus

Que sus victorias se encubran.

p. 198Lo que celaron los ramos

Las cortezas lo divulgan,

Que en ellas dulces memorias

Con emblemas perpetúan.

Las Náyades en los troncos

La fe y amor que se juran

Leyeron, y ruborosas

Se volvieron a sus urnas.


DON JOSÉ JOAQUÍN DE MORA

71. El Estío

Hermosa fuente que al vecino río

Sonora envías tu cristal undoso,

Y tú, blanda cual sueño venturoso,

Yerba empapada en matinal rocío:

Augusta soledad del bosque umbrío

Que da y protege el álamo frondoso,

Amparad de verano riguroso

Al inocente y fiel rebaño mío.

Que ya el suelo feraz de la campiña

Selló Julio con planta abrasadora

Y su verdura a marchitar empieza;

Y alegre ve la pampanosa viña

En sus yemas la savia bienhechora

Nuncio feliz de la otoñal riqueza.


p. 199

DON ANDRÉS BELLO

72. La agricultura de la zona tórrida

¡Salve, fecunda zona,

Que al sol enamorado circunscribes

El vago curso, y cuanto ser se anima

En cada vario clima,

Acariciada de su luz, concibes!

Tú tejes al verano su guirnalda

De granadas espigas; tú la uva

Das a la hirviente cuba:

No de purpúrea flor, o roja, o gualda

A tus florestas bellas

Falta matiz alguno; y bebe en ellas

Aromas mil el viento;

Y greyes van sin cuento

Paciendo tu verdura, desde el llano

Que tiene por lindero el horizonte,

Hasta el erguido monte,

De inaccesible nieve siempre cano.

Tú das la caña hermosa,

De do la miel se acendra,

Por quien desdeña el mundo los panales:

Tú en urnas de coral cuajas la almendra

Que en la espumante jícara rebosa:

Bulle carmín viviente en tus nopales,

Que afrenta fuera al múrice de Tiro;

Y de tu añil la tinta generosa

Émula es de la lumbre del zafiro;

El vino es tuyo, que la herida agave

Para los hijos vierte

Del Anáhuac feliz; y la hoja es tuya

Que cuando de süave

Humo en espiras vagorosas huya,

p. 200Solazará el fastidio al ocio inerte.

Tú vistes de jazmines

El arbusto sabeo,

Y el perfume le das que en los festines

La fiebre insana templará a Lieo.

Para tus hijos la procera palma

Su vario feudo cría,

Y el ananás sazona su ambrosía:

Su blanco pan la yuca,

Sus rubias pomas la patata educa,

Y el algodón despliega al aura leve

Las rosas de oro y el vellón de nieve.

Tendida para ti la fresca parcha

En enramadas de verdor lozano,

Cuelga de sus sarmientos trepadores

Nectáreos globos y franjadas flores;

Y para ti el maíz, jefe altanero

De la espigada tribu, hinche su grano;

Y para ti el banano

Desmaya al peso de su dulce carga;

El banano, primero

De cuantos concedió bellos presentes

Providencia a las gentes

Del Ecuador feliz con mano larga.

No ya de humanas artes obligado

El premio rinde opimo:

No es a la podadera, no al arado

Deudor de su racimo;

Escasa industria bástale, cual puede

Hurtar a sus fatigas mano esclava:

Crece veloz, y cuando exhausto acaba,

Adulta prole en torno le sucede.

p. 201Mas ¡oh! si cual no cede

El tuyo, fértil zona, a suelo alguno,

Y como de natura esmero ha sido,

De tu indolente habitador lo fuera.

¡Oh! Si al falaz ruïdo

La dicha al fin supiese verdadera

Anteponer, que del umbral le llama

Del labrador sencillo,

Lejos del necio y vano

Fausto, el mentido brillo,

El ocio pestilente ciudadano.

¿Por qué ilusión funesta

Aquellos que fortuna hizo señores

De tan dichosa tierra y pingüe y varia,

Al cuidado abandonan

Y a la fe mercenaria

Las patrias heredades,

Y en el ciego tumulto se aprisionan

De míseras ciudades,

Do la ambición proterva

Sopla la llama de civiles bandos,

O al patriotismo la desidia enerva;

Do el lujo las costumbres atosiga,

Y combaten los vicios

La incauta edad en poderosa liga?

No allí con varoniles ejercicios

Se endurece el mancebo a la fatiga;

Mas la salud estraga en el abrazo

De pérfida hermosura,

Que pone en almoneda los favores;

Mas pasatiempo estima

Prender aleve en casto seno el fuego

De ilícitos amores;

p. 202O embebecido le hallará la aurora

En mesa infame de ruinoso juego.

En tanto a la lisonja seductora

Del asiduo amador fácil oído

Da la consorte: crece

En la materna escuela

De la disipación y el galanteo

La tierna virgen, y al delito espuela

Es antes el ejemplo que el deseo.

¿Y será que se formen de este modo

Los ánimos heroicos denodados

Que fundan y sustentan los Estados?

¿De la algazara del festín beodo,

O de los coros de liviana danza,

La dura juventud saldrá, modesta,

Orgullo de la patria y esperanza?

¿Sabrá con firme pulso

De la severa ley regir el freno,

Brillar en torno aceros homicidas

En la dudosa lid verá sereno,

O animoso hará frente al genio altivo

Del engreído mando en la tribuna,

Aquel que ya en la cuna

Durmió al arrullo del cantar lascivo,

Que riza el pelo, y se unge y se atavía

Con femenil esmero,

Y en indolente ociosidad el día,

O en criminal lujuria pasa entero?

No así trató la triunfadora Roma

Las artes de la paz y de la guerra;

Antes fio las riendas del Estado

A la mano robusta

Que tostó el sol y encalleció el arado:

p. 203Y bajo el techo humoso campesino

Los hijos educó, que el conjurado

Mundo allanaron al valor latino.

¡Oh! ¡Los que afortunados poseedores

Habéis nacido de la tierra hermosa

En que reseña hacer de sus favores,

Como para ganaros y atraeros,

Quiso naturaleza bondadosa,

Romped el duro encanto

Que os tiene entre murallas prisioneros!

El vulgo de las artes laborioso,

El mercader que, necesario al lujo,

Al lujo necesita,

Los que anhelando van tras el señuelo

Del alto cargo y del honor ruidoso,

La grey de aduladores parasita,

Gustosos pueblen ese infecto caos;

El campo es vuestra herencia: en él gozaos.

¿Amáis la libertad? El campo habita:

No allá donde el magnate

Entre armados satélites se mueve,

Y de la moda, universal señora,

Va la razón al triunfal carro atada,

Y a la fortuna la insensata plebe,

Y el noble al aura popular adora.

¿O la virtud amáis? ¡Ah! ¡Que el retiro,

La solitaria calma

En que, juez de sí misma, pasa el alma

A las acciones muestra,

Es de la vida la mejor maestra!

¿Buscáis durables goces,

Felicidad, cuanta es al hombre dada

p. 204Y a su terreno asiento, en que vecina

Está la risa al llanto, y siempre ¡ah! siempre,

Donde halaga la flor, punza la espina?

Id a gozar la suerte campesina;

La regalada paz, que ni rencores,

Al labrador, ni envidias acibaran;

La cama que mullida le preparan

El contento, el trabajo, el aire puro;

Y el sabor de los fáciles manjares,

Que dispendiosa gula no le aceda;

Y el asilo seguro

De sus patrios hogares

Que a la salud y al regocijo hospeda.

El aura respirad de la montaña,

Que vuelve al cuerpo laso

El perdido vigor, que a la enojosa

Vejez retarda el paso,

Y el rostro a la beldad tiñe de rosa.

¿Es allí menos blanda por ventura

De amor la llama, que templó el recato?

¿O menos aficiona la hermosura

Que de extranjero ornato

Y afeites impostores no se cura?

¿O el corazón escucha indiferente

El lenguaje inocente

Que los afectos sin disfraz expresa

Y a la intención ajusta la promesa?

No del espejo al importuno ensayo

La risa se compone, el paso, el gesto;

No falta allí carmín al rostro honesto

Que la modestia y la salud colora,

Ni la mirada que lanzó al soslayo

Tímido amor, la senda al alma ignora.

p. 205¿Esperaréis que forme

Más venturosos lazos himeneo,

Do el interés barata,

Tirano del deseo,

Ajena mano y fe por nombre o plata,

Que do conforme gusto, edad conforme,

Y elección libre, y mutuo ardor los ata?

Allí también deberes

Hay que llenar: cerrad, cerrad las hondas

Heridas de la guerra: el fértil suelo,

Áspero ahora y bravo,

Al desacostumbrado yugo torne

Del arte humana y le tribute esclavo.

Del obstruido estanque y del molino

Recuerden ya las aguas el camino:

El intrincado bosque el hacha rompa,

Consuma el fuego: abrid en luengas calles

La obscuridad de su infructuosa pompa.

Abrigo den los valles

A la sedienta caña;

La manzana y la pera

En la fresca montaña

El cielo olviden de su madre España;

Adorne la ladera

El cafetal; ampare

A la tierna teobroma en la ribera

La sombra maternal de su bucare:

Aquí el vergel, allá la huerta ría...

¿Es ciego error de ilusa fantasía?

Ya dócil a tu voz, agricultura,

Nodriza de las gentes, la caterva

Servil armada va de corvas hoces;

p. 206Mírola ya que invade la espesura

De la floresta opaca; oigo las voces;

Siento el rumor confuso, el hierro suena;

Los golpes el lejano

Eco redobla; gime el ceibo anciano,

Que a numerosa tropa

Largo tiempo fatiga:

Batido de cien hachas se estremece,

Estalla al fin, y rinde el ancha copa.

Huyó la fiera; deja el caro nido,

Deja la prole implume

El ave, y otro bosque no sabido

De los humanos, va a buscar doliente...

¿Qué miro? Alto torrente

De sonorosa llama

Corre, y sobre las áridas ruinas

De la postrada selva se derrama.

El raudo incendio a gran distancia brama,

Y el humo en negro remolino sube,

Aglomerando nube sobre nube.

Ya de lo que antes era

Verdor hermoso y fresca lozanía,

Solo difuntos troncos,

Solo cenizas quedan, monumento

De la dicha mortal, burla del viento.

Mas al vulgo bravío

De las tupidas plantas montaraces

Sucede ya el fructífero plantío

En muestra ufana de ordenados haces.

Ya ramo a ramo alcanza

Y a los rollizos tallos hurta el día:

Ya la primera flor desvuelve el seno,

Bello a la vista, alegre a la esperanza:

p. 207A la esperanza, que riendo enjuga

Del fatigado agricultor la frente,

Y allá a lo lejos el opimo fruto

Y la cosecha apañadora pinta,

Que lleva de los campos el tributo,

Colmado el cesto, y con la falda en cinta:

Y bajo el peso de los largos bienes

Con que al colono acude,

Hace crujir los vastos almacenes.

¡Buen Dios! no en vano sude,

Mas a merced y compasión te mueva

La gente agricultora

Del Ecuador, que del desmayo triste

Con renovado aliento vuelve ahora,

Y tras tanta zozobra, ansia, tumulto,

Tantos años de fiera

Devastación y militar insulto,

Aun más que tu clemencia antigua implora.

Su rústica piedad, pero sincera,

Halle a tus ojos gracia: no el risueño

Porvenir que las penas le aligera,

Cual de dorado sueño

Visión falaz, desvanecido llore:

Intempestiva lluvia no maltrate

El delicado embrión: el diente impío

Del insecto roedor no lo devore:

Sañudo vendaval no lo arrebate,

Ni agote al árbol el materno jugo

La calorosa sed de largo estío.

Y pues al fin te plugo,

Árbitro de la suerte soberano,

Que suelto el cuello de extranjero yugo

p. 208Erguiese al cielo el hombre americano,

Bendecida de ti se arraigue y medre

Su libertad; en el más hondo encierra

De los abismos la malvada guerra,

Y el miedo de la espada asoladora

Al suspicaz cultivador no arredre

Del arte bienhechora,

Que las familias nutre y los Estados:

La azorada inquietud deje las almas,

Deje la triste herrumbre los arados.

Asaz de nuestros padres malhadados

Expiamos la bárbara conquista.

¿Cuántas doquier la vista

No asombran erizadas soledades,

Do cultos campos fueron, do ciudades?

De muertes, proscripciones,

Suplicios, orfandades,

¿Quién contará la pavorosa suma?

Saciadas duermen ya de sangre ibera

Las sombras de Atahualpa y Moctezuma.

¡Ah! Desde el alto asiento

En que escabel te son alados coros

Que velan en pasmado acatamiento

La faz ante la lumbre de tu frente

(Si merece por dicha una mirada

Tuya la sin ventura humana gente),

El ángel nos envía,

El ángel de la paz, que al crudo ibero

Haga olvidar la antigua tiranía,

Y acatar reverente el que a los hombres

Sagrado diste, imprescriptible fuero;

Que alargar le haga al injuriado hermano

(¡Ensangrentola asaz!) la diestra inerme;

p. 209Y si la innata mansedumbre duerme,

La despierte en el pecho americano.

El corazón lozano

Que una feliz obscuridad desdeña,

Que en el azar sangriento del combate

Alborozado late,

Y codicioso de poder o fama,

Nobles peligros ama;

Baldón estime solo y vituperio

El prez que de la patria no reciba,

La libertad más dulce que el imperio,

Y más hermosa que el laurel la oliva.

Ciudadano el soldado,

Deponga de la guerra la librea:

El ramo de victoria

Colgado al ara de la patria sea,

Y sola adorne al mérito la gloria.

De su trïunfo entonces patria mía,

Verá la paz el suspirado día;

La paz, a cuya vista el mundo llena

Alma, serenidad y regocijo,

Vuelve alentado el hombre a la faena,

Alza el ancla la nave, a las amigas

Auras encomendándose animosa,

Enjámbrase el taller, hierve el cortijo,

Y no basta la hoz a las espigas.

¡Oh jóvenes naciones, que ceñida

Alzáis sobre el atónito Occidente

De tempranos laureles la cabeza!

Honrad al campo, honrad la simple vida

Del labrador y su frugal llaneza.

Así tendrán en vos perpetuamente

p. 210La libertad morada,

Y freno la ambición, y la ley templo.

Las gentes a la senda

De la inmortalidad, ardua y fragosa,

Se animarán, citando vuestro ejemplo.

Lo emulará celosa

Vuestra posteridad, y nuevos nombres

Añadiendo la fama

A los que ahora aclama,

«Hijos son estos, hijos

(Pregonará a los hombres)

De los que vencedores superaron

De los Andes la cima:

De los que en Boyacá, los que en la arena

De Maipo y en Junín, y en la campaña

Gloriosa de Apurima,

Postrar supieron al león de España.»


DON JOSÉ MARÍA HEREDIA

73. Niágara

Dadme mi lira, dádmela: que siento

En mi alma estremecida y agitada

Arder la inspiración. ¡Oh! ¡cuánto tiempo

En tinieblas pasó, sin que mi frente

Brillase con su luz!... Niágara undoso,

Sola tu faz sublime ya podría

Tornarme el don divino, que ensañada

Me robó del dolor la mano impía.

Torrente prodigioso, calma, acalla

Tu trueno aterrador: disipa un tanto

p. 211Las tinieblas que en torno te circundan,

Y déjame mirar tu faz serena,

Y de entusiasmo ardiente mi alma llena.

Yo digno soy de contemplarte: siempre,

Lo común y mezquino desdeñando,

Ansié por lo terrífico y sublime.

Al despeñarse el huracán furioso,

Al retumbar sobre mi frente el rayo,

Palpitando gocé: vi al Océano

Azotado del austro proceloso

Combatir mi bajel, y ante mis plantas

Sus abismos abrir, y amé el peligro,

Y sus iras amé: mas su fiereza

En mi alma no dejara

La profunda impresión que tu grandeza.

Corres sereno y majestuoso, y luego

En ásperos peñascos quebrantado,

Te abalanzas violento, arrebatado,

Como el destino irresistible y ciego.

¿Qué voz humana describir podría

De la sirte rugiente

La aterradora faz? El alma mía

En vagos pensamientos se confunde,

Al contemplar la férvida corriente,

Que en vano quiere la turbada vista

En su vuelo seguir al borde oscuro

Del precipicio altísimo: mil olas,

Cual pensamiento rápidas pasando,

Chocan y se enfurecen,

Y otras mil y otras mil ya las alcanzan,

Y entre espuma y fragor desaparecen.

Mas llegan... saltan... el abismo horrendo

Devora los torrentes despeñados;

p. 212Crúzanse en él mil iris, y asordados

Vuelven los bosques el fragor tremendo.

Al golpe violentísimo en las peñas

Rómpese el agua, y salta, y una nube

De revueltos vapores

Cubre el abismo en remolinos, sube,

Gira en torno, y al cielo

Cual pirámide inmensa se levanta,

Y por sobre los bosques que le cercan

Al solitario cazador espanta.

Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista

Con inquieto afanar? ¿Por qué no miro

Alrededor de tu caverna inmensa

Las palmas ¡ay! las palmas deliciosas,

Que en las llanuras de mi ardiente patria

Nacen del sol a la sonrisa, y crecen,

Y al soplo de la brisa del Océano

Bajo un cielo purísimo se mecen?

Este recuerdo a mi pesar me viene...

Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino,

Ni otra corona que el agreste pino

A tu terrible majestad conviene.

La palma y mirto, y delicada rosa,

Muelle placer inspiren y ocio blando

En frívolo jardín: a ti la suerte

Guarda más digno objeto y más sublime.

El alma libre, generosa y fuerte,

Viene, te ve, se asombra,

Menosprecia los frívolos deleites

Y aun se siente elevar cuando te nombra.

¡Dios, Dios de la verdad! en otros climas

Vi monstruos execrables

Blasfemando tu nombre sacrosanto,

p. 213Sembrar error y fanatismo impío,

Los campos inundar con sangre y llanto,

De hermanos atizar la infanda guerra

Y desolar frenéticos la tierra.

Vilos, y el pecho se inflamó a su vista

En grave indignación. Por otra parte

Vi mentidos filósofos que osaban

Escrutar tus misterios, ultrajarte,

Y de impiedad al lamentable abismo

A los míseros hombres arrastraban:

Por eso siempre te buscó mi mente

En la sublime soledad: ahora

Entera se abre a ti; tu mano siente

En esta inmensidad que me circunda,

Y tu profunda voz baja a mi seno

De este raudal en el eterno trueno.

¡Asombroso torrente!

¡Cómo tu vista mi ánimo enajena

Y de terror y admiración me llena!

¿Do tu origen está? ¿Quién fertiliza

Por tantos siglos tu inexhausta fuente?

¿Qué poderosa mano

Hace que al recibirte

No rebose en la tierra el Oceáno?

Abrió el Señor su mano omnipotente,

Cubrió tu faz de nubes agitadas,

Dio su voz a tus aguas despeñadas

Y ornó con su arco tu terrible frente.

Miro tus aguas que incansables corren,

Como el largo torrente de los siglos

Rueda en la eternidad: así del hombre

Pasan volando los floridos días

Y despierta el dolor... ¡Ay! ya agotada

p. 214Siento mi juventud, mi faz marchita,

Y la profunda pena que me agita

Ruga mi frente de dolor nublada.

Nunca tanto sentí como este día

Mi mísero aislamiento, mi abandono,

Mi lamentable desamor... ¿Podría

Una alma apasionada y borrascosa

Sin amor ser feliz?... ¡Oh! ¡Si una hermosa

Digna de mí me amase

Y de este abismo al borde turbulento

Mi vago pensamiento

Y mi andar solitario acompañase!

¡Cual gozara al mirar su faz cubrirse

De leve palidez, y ser más bella

En su dulce terror, y sonreírse

Al sostenerla en mis amantes brazos!...

¡Delirios de virtud!... ¡Ay! desterrado,

Sin patria, sin amores,

Solo miro ante mí llanto y dolores.

¡Niágara poderoso!

Oye mi última voz: en pocos años

Ya devorado habrá la tumba fría

A tu débil cantor. ¡Duren mis versos

Cual tu gloria inmortal! Pueda piadoso,

Al contemplar tu faz algún viajero,

Dar un suspiro a la memoria mía.

Y yo al hundirse el sol en Occidente,

Vuele gozoso do el Criador me llama,

Y al escuchar los ecos de mi fama

Alce en las nubes la radiosa frente.


p. 215

DUQUE DE RIVAS

74. El faro de Malta

Envuelve al mundo extenso triste noche,

Ronco huracán y borrascosas nubes

Confunden y tinieblas impalpables

El cielo, el mar, la tierra:

Y tú invisible te alzas, en tu frente

Ostentando de fuego una corona,

Cual rey del caos, que refleja y arde

Con luz de paz y vida.

En vano ronco el mar alza sus montes

Y revienta a tus pies, do rebramante

Creciendo en blanca espuma, esconde y borra

El abrigo del puerto:

Tú, con lengua de fuego, aquí está dices,

Sin voz hablando al tímido piloto,

Que como a numen bienhechor te adora,

Y en ti los ojos clava.

Tiende apacible noche el manto rico,

Que céfiro amoroso desenrolla,

Recamado de estrellas y luceros,

Por él rueda la luna;

Y entonces tú, de niebla vaporosa

Vestido, dejas ver en formas vagas

Tu cuerpo colosal, y tu diadema

Arde al par de los astros.

Duerme tranquilo el mar, pérfido esconde

Rocas aleves, áridos escollos;

Falso señuelo son, lejanas cumbres

Engañan a las naves.

Mas tú, cuyo esplendor todo lo ofusca,

Tú, cuya inmoble posición indica

El trono de un monarca, eres su norte,

p. 216Les adviertes su engaño.

Así de la razón arde la antorcha,

En medio del furor de las pasiones

O de aleves halagos de fortuna,

A los ojos del alma.

Desque refugio de la airada suerte

En esta escasa tierra que presides,

Y grato albergue el cielo bondadoso

Me concedió propicio;

Ni una vez solo a mis pesares busco

Dulce olvido del sueño entre los brazos

Sin saludarte, y sin tornar los ojos

A tu espléndida frente.

¡Cuántos, ay, desde el seno de los mares

Al par los tornarán!... tras larga ausencia

Unos, que vuelven a su patria amada,

A sus hijos y esposa.

Otros prófugos, pobres, perseguidos,

Que asilo buscan, cual busqué, lejano,

Y a quienes que lo hallaron tu luz dice,

Hospitalaria estrella.

Arde, y sirve de norte a los bajeles,

Que de mi patria, aunque de tarde en tarde,

Me traen nuevas amargas, y renglones

Con lágrimas escritos.

Cuando la vez primera deslumbraste

Mis afligidos ojos, ¡cuál mi pecho,

Destrozado y hundido en amargura

Palpitó venturoso!

Del Lacio moribundo las riberas

Huyendo inhospitables, contrastado

Del viento y mar entre ásperos bajíos

Vi tu lumbre divina:

p. 217Viéronla como yo los marineros,

Y, olvidando los votos y plegarias

Que en las sordas tinieblas se perdían,

¡¡Malta!! ¡¡Malta!!, gritaron;

Y fuiste a nuestros ojos la aureola

Que orna la frente de la santa imagen

En quien busca afanoso peregrino

La salud y el consuelo.

Jamás te olvidaré, jamás... Tan solo

Trocara tu esplendor, sin olvidarlo,

Rey de la noche, y de tu excelsa cumbre

La benéfica llama,

Por la llama y los fúlgidos destellos

Que lanza, reflejando al sol naciente,

El arcángel dorado que corona

De Córdoba la torre.

75. Un castellano leal

ROMANCE PRIMERO

«Hola, hidalgos y escuderos

De mi alcurnia y mi blasón,

Mirad como bien nacidos

De mi sangre y casa en pro.

»Esas puertas se defiendan;

Que no ha de entrar, vive Dios,

Por ellas, quien no estuviere

Más limpio que lo está el sol.

»No profane mi palacio

Un fementido traidor

Que contra su Rey combate

Y que a su patria vendió.

p. 218»Pues si él es de Reyes primo,

Primo de Reyes soy yo;

Y conde de Benavente

Si él es duque de Borbón.

»Llevándole de ventaja

Que nunca jamás manchó

La traición mi noble sangre,

Y haber nacido español.»

Así atronaba la calle

Una ya cascada voz,

Que de un palacio salía

Cuya puerta se cerró;

Y a la que estaba a caballo

Sobre un negro pisador,

Siendo en su escudo las lises

Más bien que timbre baldón,

Y de pajes y escuderos

Llevando un tropel en pos

Cubiertos de ricas galas,

El gran duque de Borbón:

El que lidiando en Pavía,

Más que valiente, feroz,

Gozose en ver prisionero

A su natural señor;

Y que a Toledo ha venido,

Ufano de su traición,

Para recibir mercedes

Y ver al Emperador.

ROMANCE SEGUNDO

En una anchurosa cuadra

Del alcázar de Toledo,

p. 219Cuyas paredes adornan

Ricos tapices flamencos,

Al lado de una gran mesa,

Que cubre de terciopelo

Napolitano tapete

Con borlones de oro y flecos;

Ante un sillón de respaldo

Que entre bordado arabesco

Los timbres de España ostentan

Y el águila del imperio,

De pie estaba Carlos Quinto,

Que en España era primero,

Con gallardo y noble talle,

Con noble y tranquilo aspecto.

De brocado de oro y blanco

Viste tabardo tudesco,

De rubias martas orlado,

Y desabrochado y suelto,

Dejando ver un justillo

De raso jalde, cubierto

Con primorosos bordados

Y costosos sobrepuestos,

Y la excelsa y noble insignia

Del Toisón de oro, pendiendo

De una preciosa cadena

En la mitad de su pecho.

Un birrete de velludo

Con un blanco airón, sujeto

Por un joyel de diamantes

Y un antiguo camafeo,

Descubre por ambos lados,

Tanta majestad cubriendo,

p. 220Rubio, cual barba y bigote,

Bien atusado el cabello.

Apoyada en la cadera

La potente diestra ha puesto,

Que aprieta dos guantes de ámbar

Y un primoroso mosquero,

Y con la siniestra halaga

De un mastín muy corpulento,

Blanco y las orejas rubias,

El ancho y carnoso cuello.

Con el Condestable insigne,

Apaciguador del reino,

De los pasados disturbios

Acaso está discurriendo;

O del trato que dispone

Con el Rey de Francia preso,

O de asuntos de Alemania

Agitada por Lutero;

Cuando un tropel de caballos

Oye venir a lo lejos

Y ante el alcázar pararse,

Quedando todo en silencio.

En la antecámara suena

Rumor impensado luego,

Ábrese al fin la mampara

Y entra el de Borbón soberbio,

Con el semblante de azufre

Y con los ojos de fuego,

Bramando de ira y de rabia

Que enfrena mal el respeto;

Y con balbuciente lengua,

Y con mal borrado ceño,

p. 221Acusa al de Benavente,

Un desagravio pidiendo.

Del español Condestable

Latió con orgullo el pecho,

Ufano de la entereza

De su esclarecido deudo.

Y aunque advertido procura

Disimular cual discreto,

A su noble rostro asoman

La aprobación y el contento.

El Emperador un punto

Quedó indeciso y suspenso,

Sin saber qué responderle

Al francés, de enojo ciego.

Y aunque en su interior se goza

Con el proceder violento

Del conde de Benavente,

De altas esperanzas lleno

Por tener tales vasallos,

De noble lealtad modelos,

Y con los que el ancho mundo

Será a sus glorias estrecho.

Mucho al de Borbón le debe

Y es fuerza satisfacerlo:

Le ofrece para calmarlo

Un desagravio completo.

Y, llamando a un gentil-hombre,

Con el semblante severo

Manda que el de Benavente

Venga a su presencia presto.

p. 222ROMANCE TERCERO

Sostenido por sus pajes

Desciende de su litera

El conde de Benavente

Del alcázar a la puerta.

Era un viejo respetable,

Cuerpo enjuto, cara seca,

Con dos ojos como chispas,

Cargados de largas cejas,

Y con semblante muy noble,

Mas de gravedad tan seria

Que veneración de lejos

Y miedo causa de cerca.

Eran su traje unas calzas

De púrpura de Valencia,

Y de recamado ante

Un coleto a la leonesa:

De fino lienzo gallego

Los puños y la gorguera,

Unos y otra guarnecidos

Con randas barcelonesas:

Un birretón de velludo

Con su cintillo de perlas,

Y el gabán de paño verde

Con alamares de seda.

Tan solo de Calatrava

La insignia española lleva;

Que el Toisón ha despreciado

Por ser orden extranjera.

Con paso tardo, aunque firme,

Sube por las escaleras,

Y al verle, las alabardas

p. 223Un golpe dan en la tierra.

Golpe de honor, y de aviso

De que en el alcázar entra

Un Grande, a quien se le debe

Todo honor y reverencia.

Al llegar a la antesala,

Los pajes que están en ella

Con respeto le saludan

Abriendo las anchas puertas.

Con grave paso entra el conde

Sin que otro aviso preceda,

Salones atravesando

Hasta la cámara regia.

Pensativo está el Monarca,

Discurriendo como pueda

Componer aquel disturbio

Sin hacer a nadie ofensa.

Mucho al de Borbón le debe,

Aun mucho más de él espera,

Y al de Benavente mucho

Considerar le interesa.

Dilación no admite el caso,

No hay quien dar consejo pueda

Y Villalar y Pavía

A un tiempo se le recuerdan.

En el sillón asentado

Y el codo sobre la mesa,

Al personaje recibe,

Que comedido se acerca.

Grave el conde le saluda

Con una rodilla en tierra,

Mas como Grande del reino

p. 224Sin descubrir la cabeza.

El Emperador benigno

Que alce del suelo le ordena,

Y la plática difícil

Con sagacidad empieza.

Y entre severo y afable

Al cabo le manifiesta

Que es el que a Borbón aloje

Voluntad suya resuelta.

Con respeto muy profundo,

Pero con la voz entera,

Respóndele Benavente,

Destocando la cabeza:

«Soy, señor, vuestro vasallo,

Vos sois mi rey en la tierra,

A vos ordenar os cumple

De mi vida y de mi hacienda.

»Vuestro soy, vuestra mi casa,

De mí disponed y de ella,

Pero no toquéis mi honra

Y respetad mi conciencia.

»Mi casa Borbón ocupe

Puesto que es voluntad vuestra,

Contamine sus paredes,

Sus blasones envilezca;

»Que a mí me sobra en Toledo

Donde vivir, sin que tenga

Que rozarme con traidores,

Cuyo solo aliento infesta.

»Y en cuanto él deje mi casa,

Antes de tornar yo a ella,

Purificaré con fuego

Sus paredes y sus puertas.»

p. 225Dijo el conde, la real mano

Besó, cubrió su cabeza,

Y retirose bajando

A do estaba su litera.

Y a casa de un su pariente

Mandó que le condujeran,

Abandonando la suya

Con cuanto dentro se encierra.

Quedó absorto Carlos Quinto

De ver tan noble firmeza,

Estimando la de España

Más que la imperial diadema.

ROMANCE CUARTO

Muy pocos días el duque

Hizo mansión en Toledo,

Del noble conde ocupando

Los honrados aposentos.

Y la noche en que el palacio

Dejó vacío, partiendo,

Con su séquito y sus pajes,

Orgulloso y satisfecho,

Turbó la apacible luna

Un vapor blanco y espeso

Que de las altas techumbres

Se iba elevando y creciendo:

A poco rato tornose

En humo confuso y denso

Que en nubarrones oscuros

Ofuscaba el claro cielo;

Después en ardientes chispas,

Y en un resplandor horrendo

Que iluminaba los valles

p. 226Dando en el Tajo reflejos,

Y al fin su furor mostrando

En embravecido incendio

Que devoraba altas torres

Y derrumbaba altos techos.

Resonaron las campanas,

Conmoviose todo el pueblo,

De Benavente el palacio

Presa de las llamas viendo.

El Emperador confuso

Corre a procurar remedio,

En atajar tanto daño

Mostrando tenaz empeño.

En vano todo: tragose

Tantas riquezas el fuego,

A la lealtad castellana

Levantando un monumento.

Aun hoy unos viejos muros

Del humo y las llamas negros

Recuerdan acción tan grande

En la famosa Toledo.


DON JOSÉ DE ESPRONCEDA

76. Himno de la Inmortalidad

¡Salve, llama creadora del mundo,

Lengua ardiente de eterno saber,

Puro germen, principio fecundo

Que encadenas la muerte a tus pies!

Tú la inerte materia espoleas,

Tú la ordenas juntarse y vivir,

p. 227Tú su lodo modelas, y creas

Miles seres de formas sin fin.

Desbarata tus obras en vano

Vencedora la muerte tal vez;

De sus restos levanta tu mano

Nuevas obras triunfante otra vez.

Tú la hoguera del sol alimentas,

Tú revistes los cielos de azul,

Tú la luna en las sombras argentas,

Tú coronas la aurora de luz.

Gratos ecos al bosque sombrío,

Verde pompa a los árboles das,

Melancólica música al río,

Ronco grito a las olas del mar.

Tú el aroma en las flores exhalas,

En los valles suspiras de amor,

Tú murmuras del aura en las alas,

En el Bóreas retumba tu voz.

Tú derramas el oro en la tierra

En arroyos de hirviente metal;

Tú abrillantas la perla que encierra

En su abismo profundo la mar.

Tú las cárdenas nubes extiendes,

Negro manto que agita Aquilón;

Con tu aliento los aires enciendes,

Tus rugidos infunden pavor.

Tú eres pura simiente de vida,

Manantial sempiterno del bien;

Luz del mismo Hacedor desprendida,

Juventud y hermosura es tu ser.

Tú eres fuerza secreta que el mundo

En sus ejes impulsa a rodar,

Sentimiento armonioso y profundo

p. 228De los orbes que anima tu faz.

De tus obras los siglos que vuelan

Incansables artífices son,

Del espíritu ardiente cincelan

Y embellecen la estrecha prisión.

Tú en violento, veloz torbellino

Los empujas enérgica, y van;

Y adelante en tu raudo camino

A otros siglos ordenas llegar.

Y otros siglos ansiosos se lanzan,

Desparecen y llegan sin fin,

Y en su eterno trabajo se alcanzan,

Y se arrancan sin tregua el buril.

Y afanosos sus fuerzas emplean

En tu inmenso taller sin cesar,

Y en la tosca materia golpean,

Y redobla el trabajo su afán.

De la vida en el hondo Oceáno

Flota el hombre en perpetuo vaivén,

Y derrama abundante tu mano

La creadora semilla en su ser.

Hombre débil, levanta la frente,

Pon tu labio en su eterno raudal;

Tú serás como el sol en Oriente,

Tú serás como el mundo, inmortal.

77. Canción del Pirata

Con diez cañones por banda,

Viento en popa a toda vela,

No corta el mar, sino vuela

Un velero bergantín:

p. 229Bajel pirata que llaman,

Por su bravura, el Temido,

En todo mar conocido

Del uno al otro confín.

La luna en el mar riela,

En la lona gime el viento,

Y alza en blando movimiento

Olas de plata y azul;

Y ve el capitán pirata,

Cantando alegre en la popa,

Asia a un lado, al otro Europa,

Y allá a su frente Estambul,

«Navega, velero mío,

Sin temor;

Que ni enemigo navío,

Ni tormenta, ni bonanza

Tu rumbo a torcer alcanza,

Ni a sujetar tu valor.

»Veinte presas

Hemos hecho

A despecho

Del inglés,

Y han rendido

Sus pendones

Cien naciones

A mis pies.»

Que es mi barco mi tesoro,

Que es mi Dios la libertad,

Mi ley la fuerza y el viento,

Mi única patria la mar.

«Allá muevan feroz guerra

Ciegos reyes

p. 230Por un palmo más de tierra:

Que yo tengo aquí por mío

Cuanto abarca el mar bravío,

A quien nadie impuso leyes.

»Y no hay playa,

Sea cualquiera,

Ni bandera

De esplendor,

Que no sienta

Mi derecho,

Y dé pecho

A mi valor.»

Que es mi barco mi tesoro...

«A la voz de “¡barco viene!”

Es de ver

Cómo vira y se previene

A todo trapo escapar;

Que yo soy el rey del mar,

Y mi furia es de temer.

»En las presas

Yo divido

Lo cogido

Por igual:

Solo quiero

Por riqueza

La belleza

Sin rival.»

Que es mi barco mi tesoro...

«¡Sentenciado estoy a muerte!

Yo me río:

No me abandone la suerte

p. 231Y al mismo que me condena,

Colgaré de alguna entena,

Quizá en su propio navío.

»Y si caigo,

¿Qué es la vida?

Por perdida

Ya la di,

Cuando el yugo

Del esclavo,

Como un bravo,

Sacudí.»

Que es mi barco mi tesoro...

«Son mi música mejor

Aquilones:

El estrépito y temblor

De los cables sacudidos,

Del negro mar los bramidos

Y el rugir de mis cañones

»Y del trueno

Al son violento

Y del viento

Al rebramar,

Yo me duermo

Sosegado,

Arrullado

Por el mar.»

Que es mi barco mi tesoro,

Que es mi Dios la libertad,

Mi ley la fuerza y el viento,

Mi única patria, la mar.

p. 23278. Canto a Teresa

Descansa en paz

Bueno es el mundo, ¡bueno! ¡bueno! ¡bueno!

Como de Dios al fin obra maestra,

Por todas partes de delicias lleno,

De que Dios ama al hombre hermosa muestra.

Salga la voz alegre de mi seno

A celebrar esta vivienda nuestra;

¡Paz a los hombres! ¡gloria en las alturas!

¡Cantad en vuestra jaula, criaturas!

María, por D. Miguel de los Santos Álvarez.

¿Por qué volvéis a la memoria mía,

Tristes recuerdos del placer perdido,

A aumentar la ansiedad y la agonía

De este desierto corazón herido?

¡Ay! que de aquellas horas de alegría

Le quedó al corazón solo un gemido,

Y el llanto que al dolor los ojos niegan

Lágrimas son de hiel que el alma anegan.

¿Dónde volaron ¡ay! aquellas horas

De juventud, de amor y de ventura,

Regaladas de músicas sonoras,

Adornadas de luz y de hermosura?

Imágenes de oro bullidoras.

Sus alas de carmín y nieve pura,

Al sol de mi esperanza desplegando,

Pasaban ¡ay! a mi alredor cantando.

Gorjeaban los dulces ruiseñores,

El sol iluminaba mi alegría,

El aura susurraba entre las flores,

El bosque mansamente respondía,

p. 233Las fuentes murmuraban sus amores...

¡Ilusiones que llora el alma mía!

¡Oh! ¡cuán süave resonó en mi oído

El bullicio del mundo y su ruïdo!

Mi vida entonces, cual guerrera nave

Que el puerto deja por la vez primera,

Y al soplo de los céfiros suave

Orgullosa desplega su bandera,

Y al mar dejando que a sus pies alabe

Su triunfo en roncos cantos, va velera,

Una ola tras otra bramadora

Hollando y dividiendo vencedora.

¡Ay! en el mar del mundo, en ansia ardiente

De amor volaba; el sol de la mañana

Llevaba yo sobre mi tersa frente,

Y el alma pura de su dicha ufana:

Dentro de ella el amor, cual rica fuente

Que entre frescuras y arboledas mana,

Brotaba entonces abundante río

De ilusiones y dulce desvarío.

Yo amaba todo: un noble sentimiento

Exaltaba mi ánimo, y sentía

En mi pecho un secreto movimiento,

De grandes hechos generoso guía:

La libertad con su inmortal aliento,

Santa diosa, mi espíritu encendía,

Contino imaginando en mi fe pura

Sueños de gloria al mundo y de ventura.

El puñal de Catón, la adusta frente

Del noble Bruto, la constancia fiera

p. 234Y el arrojo de Scévola valiente,

La doctrina de Sócrates severa,

La voz atronadora y elocuente

Del orador de Atenas, la bandera

Contra el tirano Macedonio alzando,

Y al espantado pueblo arrebatando:

El valor y la fe del caballero,

Del trovador el arpa y los cantares,

Del gótico castillo el altanero

Antiguo torreón, do sus pesares

Cantó tal vez con eco lastimero,

¡Ay! arrancada de sus patrios lares,

Joven cautiva, al rayo de la luna,

Lamentando su ausencia y su fortuna:

El dulce anhelo del amor que aguarda,

Tal vez inquieto y con mortal recelo;

La forma bella que cruzó gallarda,

Allá en la noche, entre medroso velo;

La ansiada cita que en llegar se tarda

Al impaciente y amoroso anhelo,

La mujer y la voz de su dulzura,

Que inspira al alma celestial ternura:

A un tiempo mismo en rápida tormenta

Mi alma alborotaban de contino,

Cual las olas que azota con violenta

Cólera impetuoso torbellino:

Soñaba al héroe ya, la plebe atenta

En mi voz escuchaba su destino;

Ya al caballero, al trovador soñaba,

Y de gloria y de amores suspiraba.

p. 235Hay una voz secreta, un dulce canto,

Que el alma solo recogida entiende,

Un sentimiento misterioso y santo,

Que del barro al espíritu desprende;

Agreste, vago y solitario encanto

Que en inefable amor el alma enciende,

Volando tras la imagen peregrina

El corazón de su ilusión divina.

Yo, desterrado en extranjera playa,

Con los ojos estático seguía

La nave audaz que en argentada raya

Volaba al puerto de la patria mía:

Yo, cuando en Occidente el sol desmaya,

Solo y perdido en la arboleda umbría,

Oír pensaba el armonioso acento

De una mujer, al suspirar del viento.

¡Una mujer! En el templado rayo

De la mágica luna se colora,

Del sol poniente al lánguido desmayo

Lejos entre las nubes se evapora;

Sobre las cumbres que florece Mayo

Brilla fugaz al despuntar la aurora,

Cruza tal vez por entre el bosque umbrío,

Juega en las aguas del sereno río.

¡Una mujer! Deslízase en el cielo

Allá en la noche desprendida estrella.

Si aroma el aire recogió en el suelo,

Es el aroma que le presta ella.

Blanca es la nube que en callado vuelo

Cruza la esfera, y que su planta huella.

p. 236Y en la tarde la mar olas le ofrece

De plata y de zafir, donde se mece.

Mujer que amor en su ilusión figura,

Mujer que nada dice a los sentidos,

Ensueño de suavísima ternura,

Eco que regaló nuestros oídos;

De amor la llama generosa y pura,

Los goces dulces del amor cumplidos,

Que engalana la rica fantasía,

Goces que avaro el corazón ansía:

¡Ay! aquella mujer, tan solo aquella,

Tanto delirio a realizar alcanza,

Y esa mujer tan cándida y tan bella

Es mentida ilusión de la esperanza:

Es el alma que vívida destella

Su luz al mundo cuando en él se lanza,

Y el mundo con su magia y galanura

Es espejo no más de su hermosura:

Es el amor que al mismo amor adora,

El que creó las Sílfides y Ondinas,

La sacra ninfa que bordando mora

Debajo de las aguas cristalinas:

Es el amor que recordando llora

Las arboledas del Edén divinas:

Amor de allí arrancado, allí nacido,

Que busca en vano aquí su bien perdido.

¡Oh llama santa! ¡celestial anhelo!

¡Sentimiento purísimo! ¡memoria

Acaso triste de un perdido cielo,

p. 237Quizá esperanza de futura gloria!

¡Huyes y dejas llanto y desconsuelo!

¡Oh qué mujer, qué imagen ilusoria

Tan pura, tan feliz, tan placentera,

Brindó el amor a mi ilusión primera!...

¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,

¡Ah! ¿dónde estáis que no corréis a mares?

¿Por qué, por qué como en mejores días,

No consoláis vosotras mis pesares?

¡Oh! los que no sabéis las agonías

De un corazón que penas a millares

¡Ay! desgarraron y que ya no llora,

¡Piedad tened de mi tormento ahora!

¡Oh dichosos mil veces, sí, dichosos

Los que podéis llorar! y ¡ay! sin ventura

De mí, que entre suspiros angustiosos

Ahogar me siento en infernal tortura.

¡Retuércese entre nudos dolorosos

Mi corazón, gimiendo de amargura!

También tu corazón, hecho pavesa,

¡Ay! llegó a no llorar, ¡pobre Teresa!

¿Quién pensara jamás, Teresa mía,

Que fuera eterno manantial de llanto,

Tanto inocente amor, tanta alegría,

Tantas delicias y delirio tanto?

¿Quién pensara jamás llegase un día

En que perdido el celestial encanto

Y caída la venda de los ojos,

Cuanto diera placer causara enojos?

p. 238Aun parece, Teresa, que te veo

Aérea como dorada mariposa,

Ensueño delicioso del deseo,

Sobre tallo gentil temprana rosa,

Del amor venturoso devaneo,

Angélica, purísima y dichosa,

Y oigo tu voz dulcísima, y respiro

Tu aliento perfumado en tu suspiro.

Y aun miro aquellos ojos que robaron

A los cielos su azul, y las rosadas

Tintas sobre la nieve, que envidiaron

Las de Mayo serenas alboradas:

Y aquellas horas dulces que pasaron

Tan breves, ¡ay! como después lloradas,

Horas de confianza y de delicias,

De abandono y de amor y de caricias.

Que así las horas rápidas pasaban,

Y pasaba a la par nuestra ventura;

Y nunca nuestras ansias las contaban,

Tú embriagada en mi amor, yo en tu hermosura.

Las horas ¡ay! huyendo nos miraban,

Llanto tal vez vertiendo de ternura;

Que nuestro amor y juventud veían,

Y temblaban las horas que vendrían.

Y llegaron en fin: ¡oh! ¿quién impío

¡Ay! agostó la flor de tu pureza?

Tú fuiste un tiempo cristalino río,

Manantial de purísima limpieza;

Después torrente de color sombrío,

Rompiendo entre peñascos y maleza,

p. 239Y estanque, en fin, de aguas corrompidas,

Entre fétido fango detenidas.

¿Cómo caíste despeñado al suelo,

Astro de la mañana luminoso?

Ángel de luz, ¿quién te arrojó del cielo

A este valle de lágrimas odioso?

Aun cercaba tu frente el blanco velo

Del serafín, y en ondas fulguroso

Rayos al mundo tu esplendor vertía,

Y otro cielo el amor te prometía.

Mas ¡ay! que es la mujer ángel caído,

O mujer nada más y lodo inmundo,

Hermoso ser para llorar nacido,

O vivir como autómata en el mundo.

Sí, que el demonio en el Edén perdido,

Abrasara con fuego del profundo

La primera mujer, y ¡ay! aquel fuego

La herencia ha sido de sus hijos luego.

Brota en el cielo del amor la fuente,

Que a fecundar el universo mana,

Y en la tierra su límpida corriente

Sus márgenes con flores engalana;

Mas, ¡ay! huid: el corazón ardiente

Que el agua clara por beber se afana,

Lágrimas verterá de duelo eterno,

Que su raudal lo envenenó el infierno.

Huid, si no queréis que llegue un día

En que enredado en retorcidos lazos

El corazón, con bárbara porfía

p. 240Luchéis por arrancároslo a pedazos:

En que al cielo en histérica agonía

Frenéticos alcéis entrambos brazos,

Para en vuestra impotencia maldecirle,

Y escupiros, tal vez, al escupirle.

Los años ¡ay! de la ilusión pasaron,

Las dulces esperanzas que trajeron

Con sus blancos ensueños se llevaron,

Y el porvenir de oscuridad vistieron:

Las rosas del amor se marchitaron,

Las flores en abrojos convirtieron,

Y de afán tanto y tan soñada gloria

Solo quedó una tumba, una memoria.

¡Pobre Teresa! ¡Al recordarte siento

Un pesar tan intenso! Embarga impío

Mi quebrantada voz mi sentimiento,

Y suspira tu nombre el labio mío:

Para allí su carrera el pensamiento,

Hiela mi corazón punzante frío,

Ante mis ojos la funesta losa,

Donde vil polvo tu beldad reposa.

Y tú feliz, que hallastes en la muerte

Sombra a que descansar en tu camino,

Cuando llegabas, mísera, a perderte

Y era llorar tu único destino:

Cuando en tu frente la implacable suerte

Grababa de los réprobos el sino.

Feliz, la muerte te arrancó del suelo,

Y otra vez ángel, te volviste al cielo.

p. 241Roída de recuerdos de amargura,

Árido el corazón, sin ilusiones,

La delicada flor de tu hermosura

Ajaron del dolor los aquilones:

Sola, y envilecida, y sin ventura,

Tu corazón secaron las pasiones:

Tus hijos ¡ay! de ti se avergonzaran,

Y hasta el nombre de madre te negaran.

Los ojos escaldados de tu llanto,

Tu rostro cadavérico y hundido;

Único desahogo en tu quebranto,

El histérico ¡ay! de tu gemido:

¿Quién, quién pudiera en infortunio tanto

Envolver tu desdicha en el olvido,

Disipar tu dolor y recogerte

En su seno de paz? ¡Solo la muerte!

¡Y tan joven, y ya tan desgraciada!

Espíritu indomable, alma violenta,

En ti, mezquina sociedad, lanzada

A romper tus barreras turbulenta.

Nave contra las rocas quebrantada,

Allá vaga, a merced de la tormenta,

En las olas tal vez náufraga tabla,

Que solo ya de sus grandezas habla.

Un recuerdo de amor que nunca muere

Y está en mi corazón; un lastimero

Tierno quejido que en el alma hiere,

Eco suave de su amor primero:

¡Ay! de tu luz, en tanto yo viviere,

Quedará un rayo en mí, blanco lucero,

p. 242Que iluminaste con tu luz querida

La dorada mañana de mi vida.

Que yo, como una flor que en la mañana

Abre su cáliz al naciente día,

¡Ay! al amor abrí tu alma temprana,

Y exalté tu inocente fantasía,

Yo inocente también ¡oh! cuán ufana

Al porvenir mi mente sonreía,

Y en alas de mi amor, ¡con cuánto anhelo

Pensé contigo remontarme al cielo!

Y alegre, audaz, ansioso, enamorado,

En tus brazos en lánguido abandono,

De glorias y deleites rodeado

Levantar para ti soñé yo un trono:

Y allí, tú venturosa y yo a tu lado,

Vencer del mundo el implacable encono,

Y en un tiempo, sin horas ni medida,

Ver como un sueño resbalar la vida.

¡Pobre Teresa! Cuando ya tus ojos

Áridos ni una lágrima brotaban;

Cuando ya su color tus labios rojos

En cárdenos matices se cambiaban;

Cuando de tu dolor tristes despojos

La vida y su ilusión te abandonaban,

Y consumía lenta calentura

Tu corazón al par de tu amargura;

Si en tu penosa y última agonía

Volviste a lo pasado el pensamiento;

Si comparaste a tu existencia un día

p. 243Tu triste soledad y tu aislamiento;

Si arrojó a tu dolor tu fantasía

Tus hijos ¡ay! en tu postrer momento

A otra mujer tal vez acariciando,

Madre tal vez a otra mujer llamando;

Si el cuadro de tus breves glorias viste

Pasar como fantástica quimera,

Y si la voz de tu conciencia oíste

Dentro de ti gritándote severa;

Sí, en fin, entonces tú llorar quisiste

Y no brotó una lágrima siquiera

Tu seco corazón, y a Dios llamaste,

Y no te escuchó Dios, y blasfemaste.

¡Oh! ¡crüel! ¡muy crüel! ¡martirio horrendo!

¡Espantosa expiación de tu pecado!

Sobre un lecho de espinas, maldiciendo,

Morir, ¡el corazón desesperado!

Tus mismas manos de dolor mordiendo,

Presente a tu conciencia lo pasado,

Buscando en vano, con los ojos fijos,

Y extendiendo tus brazos a tus hijos.

¡Oh! ¡crüel! ¡muy crüel!... ¡Ay! yo entre tanto

Dentro del pecho mi dolor oculto,

Enjugo de mis párpados el llanto

Y doy al mundo el exigido culto:

Yo escondo con vergüenza mi quebranto,

Mi propia pena con mi risa insulto,

Y me divierto en arrancar del pecho

Mi mismo corazón pedazos hecho.

p. 244Gocemos, sí; la cristalina esfera

Gira bañada en luz: ¡bella es la vida!

¿Quién a parar alcanza la carrera

Del mundo hermoso que al placer convida?

Brilla radiante el sol, la primavera

Los campos pinta en la estación florida:

Truéquese en risa mi dolor profundo...

Que haya un cadáver más ¿qué importa al mundo?


DON JOSÉ ZORRILLA

79. Introducción
a los «Cantos del Trovador»

¿Qué se hicieron las auras deliciosas

Que henchidas de perfume se perdían

Entre los lirios y las frescas rosas

Que el huerto ameno en derredor ceñían?

Las brisas del otoño revoltosas

En rápido tropel las impelían,

Y ahogaron la estación de los amores

Entre las hojas de sus yertas flores.

Hoy al fuego de un tronco nos sentamos

En torno de la antigua chimenea,

Y acaso la ancha sombra recordamos

De aquel tizón que a nuestros pies humea.

Y hora tras hora tristes esperamos

Que pase la estación adusta y fea,

En pereza febril adormecidos

Y en las propias memorias embebidos.

En vano a los placeres avarientos

Nos lanzamos do quier, y orgías sonoras

p. 245Estremecen los ricos aposentos

Y fantásticas danzas tentadoras;

Porque antes y después caminan lentos

Los turbios días y las lentas horas,

Sin que alguna ilusión de breve instante

Del alma el sueño fugitiva encante.

Pero yo, que he pasado entre ilusiones,

Sueños de oro y de luz, mi dulce vida,

No os dejaré dormir en los salones

Donde al placer la soledad convida;

Ni esperar, revolviendo los tizones,

Al yerto amigo o la falaz querida,

Sin que más esperanza os alimente

Que ir contando las horas tristemente.

Los que vivís de alcázares señores,

Venid, yo halagaré vuestra pereza;

Niñas hermosas que morís de amores,

Venid, yo encantaré vuestra belleza;

Viejos que idolatráis vuestros mayores,

Venid, yo os contaré vuestra grandeza;

Venid a oír en dulces armonías

Las sabrosas historias de otros días.

Yo soy el Trovador que vaga errante:

Si son de vuestro parque estos linderos,

No me dejéis pasar, mandad que cante;

Que yo sé de los bravos caballeros

La dama ingrata y la cautiva amante,

La cita oculta y los combates fieros

Con que a cabo llevaron sus empresas

Por hermosas esclavas y princesas.

Venid a mí, yo canto los amores;

Yo soy el trovador de los festines;

Yo ciño el arpa con vistosas flores,

p. 246Guirnalda que recojo en mil jardines;

Yo tengo el tulipán de cien colores

Que adoran de Estambul en los confines,

Y el lirio azul incógnito y campestre

Que nace y muere en el peñón silvestre.

¡Ven a mis manos, ven, arpa sonora!

¡Baja a mi mente, inspiración cristiana,

Y enciende en mí la llama creadora

Que del aliento del Querub emana!

¡Lejos de mí la historia tentadora

De ajena tierra y religión profana!

Mi voz, mi corazón, mi fantasía

La gloria cantan de la patria mía.

Venid, yo no hollaré con mis cantares

Del pueblo en que he nacido la creencia,

Respetaré su ley y sus altares;

En su desgracia a par que en su opulencia

Celebraré su fuerza o sus azares,

Y, fiel ministro de la gaya ciencia,

Levantaré mi voz consoladora

Sobre las ruinas en que España llora.

¡Tierra de amor! ¡tesoro de memorias,

Grande, opulenta y vencedora un día,

Sembrada de recuerdos y de historias,

Y hollada asaz por la fortuna impía!

Yo cantaré tus olvidadas glorias;

Que en alas de la ardiente poesía

No aspiro a más laurel ni a más hazaña

Que a una sonrisa de mi dulce España.

p. 24780. A buen juez mejor testigo

Tradición de Toledo

I

Entre pardos nubarrones

Pasando la blanca luna,

Con resplandor fugitivo,

La baja tierra no alumbra.

La brisa con frescas alas

Juguetona no murmura,

Y las veletas no giran

Entre la cruz y la cúpula.

Tal vez un pálido rayo

La opaca atmósfera cruza,

Y unas en otras las sombras

Confundidas se dibujan.

Las almenas de las torres

Un momento se columbran,

Como lanzas de soldados

Apostados en la altura.

Reverberan los cristales

La trémula llama turbia,

Y un instante entre las rocas

Riela la fuente oculta.

Los álamos de la vega

Parecen en la espesura

De fantasmas apiñados

Medrosa y gigante turba;

Y alguna vez desprendida

Gotea pesada lluvia,

Que no despierta a quien duerme,

Ni a quien medita importuna.

Yace Toledo en el sueño

p. 248Entre las sombras confusa,

Y el Tajo a sus pies pasando

Con pardas ondas lo arrulla.

El monótono murmullo

Sonar perdido se escucha,

Cual si por las hondas calles

Hirviera del mar la espuma.

¡Qué dulce es dormir en calma

Cuando a lo lejos susurran

Los álamos que se mecen,

Las aguas que se derrumban!

Se sueñan bellos fantasmas

Que el sueño del triste endulzan,

Y en tanto que sueña el triste,

No le aqueja su amargura.

Tan en calma y tan sombría

Como la noche que enluta

La esquina en que desemboca

Una callejuela oculta,

Se ve de un hombre que aguarda

La vigilante figura,

Y tan a la sombra vela

Que entre las sombras se ofusca.

Frente por frente a sus ojos

Un balcón a poca altura

Deja escapar por los vidrios

La luz que dentro le alumbra;

Mas ni en el claro aposento,

Ni en la callejuela oscura

El silencio de la noche

Rumor sospechoso turba.

Pasó así tan largo tiempo,

Que pudiera haberse duda

p. 249De si es hombre, o solamente

Mentida ilusión nocturna;

Pero es hombre, y bien se ve,

Porque con planta segura

Ganando el centro a la calle

Resuelto y audaz pregunta:

—¿Quién va? —y a corta distancia

El igual compás se escucha

De un caballo que sacude

Las sonoras herraduras.

¿Quién va? repite, y cercana

Otra voz menos robusta

Responde: —Un hidalgo ¡calle!—

Y el paso el bulto apresura.

—Téngase el hidalgo —el hombre

Replica, y la espada empuña.

—Ved más bien si me haréis calle

(Repitieron con mesura)

Que hasta hoy a nadie se tuvo

Iván de Vargas y Acuña.

—Pase el Acuña y perdone—

Dijo el mozo en faz de fuga,

Pues teniéndose el embozo

Sopla un silbato, y se oculta.

Paró el jinete a una puerta,

Y con precaución difusa

Salió una niña al balcón

Que llama interior alumbra.

—¡Mi padre! —clamó en voz baja

Y el viejo en la cerradura

Metió la llave pidiendo

A sus gentes que le acudan.

Un negro por ambas bridas

p. 250Tomó la cabalgadura,

Cerrose detrás la puerta

Y quedó la calle muda.

En esto desde el balcón,

Como quien tal acostumbra,

Un mancebo por las rejas

De la calle se asegura.

Asió el brazo al que apostado

Hizo cara a Iván de Acuña,

Y huyeron, en el embozo

Velando la catadura.

II

Clara, apacible y serena

Pasa la siguiente tarde,

Y el sol tocando su ocaso

Apaga su luz gigante:

Se ve la imperial Toledo

Dorada por los remates,

Como una ciudad de grana

Coronada de cristales.

El Tajo por entre rocas

Sus anchos cimientos lame,

Dibujando en las arenas

Las ondas con que las bate.

Y la ciudad se retrata

En las ondas desiguales,

Como en prendas de que el río

Tan afanoso la bañe.

A lo lejos en la vega

Tiende galán por sus márgenes,

De sus álamos y huertos

El pintoresco ropaje,

p. 251Y porque su altiva gala

Más a los ojos halague,

La salpica con escombros

De castillos y de alcázares.

Un recuerdo es cada piedra

Que toda una historia vale,

Cada colina un secreto

De príncipes o galanes.

Aquí se bañó la hermosa

Por quien dejó un rey culpable

Amor, fama, reino y vida

En manos de musulmanes.

Allí recibió Galiana

A su receloso amante

En esa cuesta que entonces

Era un plantel de azahares.

Allá por aquella torre,

Que hicieron puerta los árabes,

Subió el Cid sobre Babieca

Con su gente y su estandarte.

Más lejos se ve el castillo

De San Servando, o Cervantes,

Donde nada se hizo nunca

Y nada al presente se hace.

A este lado está la almena

Por do sacó vigilante

El conde Don Peranzules

Al rey, que supo una tarde

Fingir tan tenaz modorra,

Que, político y constante,

Tuvo siempre el brazo quedo

Las palmas al horadarle.

Allí está el circo romano,

p. 252Gran cifra de un pueblo grande,

Y aquí la antigua Basílica

De bizantinos pilares,

Que oyó en el primer concilio

Las palabras de los Padres

Que velaron por la Iglesia

Perseguida o vacilante.

La sombra en este momento

Tiende sus turbios cendales

Por todas esas memorias

De las pasadas edades,

Y del Cambrón y Visagra

Los caminos desiguales,

Camino a los toledanos

Hacia las murallas abren.

Los labradores se acercan

Al fuego de sus hogares,

Cargados con sus aperos,

Cansados de sus afanes.

Los ricos y sedentarios

Se tornan con paso grave,

Calado el ancho sombrero,

Abrochados los gabanes;

Y los clérigos y monjes

Y los prelados y abades

Sacudiendo el leve polvo

De capelos y sayales.

Quédase solo un mancebo

De impetuosos ademanes,

Que se pasea ocultando

Entre la capa el semblante.

Los que pasan le contemplan

Con decisión de evitarle,

p. 253Y él contempla a los que pasan

Como si a alguien aguardase.

Los tímidos aceleran

Los pasos al divisarle,

Cual temiendo de seguro

Que les proponga un combate;

Y los valientes le miran

Cual si sintieran dejarle

Sin que libres sus estoques

En riña sonora dancen.

Una mujer también sola

Se viene el llano adelante,

La luz del rostro escondida

En tocas y tafetanes.

Mas en lo leve del paso,

Y en lo flexible del talle,

Puede a través de los velos

Una hermosa adivinarse.

Vase derecha al que aguarda,

Y él al encuentro la sale

Diciendo... cuanto se dicen

En las citas los amantes.

Mas ella, galanterías

Dejando severa aparte,

Así al mancebo interrumpe

En voz decisiva y grave:

—Abreviemos de razones,

Diego Martínez; mi padre,

Que un hombre ha entrado en su ausencia

Dentro mi aposento sabe:

Y así quien mancha mi honra

Con la suya me la lave;

p. 254O dadme mano de esposo,

O libre de vos dejadme.—

Mirola Diego Martínez

Atentamente un instante,

Y echando a un lado el embozo,

Repuso palabras tales:

—Dentro de un mes, Inés mía,

Parto a la guerra de Flandes;

Al año estaré de vuelta

Y contigo en los altares.

Honra que yo te desluzca,

Con honra mía se lave;

Que por honra vuelven honra

Hidalgos que en honra nacen.

—Júralo —exclamó la niña.

—Más que mi palabra vale

No te valdrá un juramento.

—Diego, la palabra es aire.

—¡Vive Dios que estás tenaz!

Dalo por jurado y baste.

—No me basta; que olvidar

Puedes la palabra en Flandes.

—¡Voto a Dios! ¿qué más pretendes?

—Que a los pies de aquella imagen

Lo jures como cristiano

Del santo Cristo delante.—

Vaciló un punto Martínez,

Mas porfiando que jurase,

Llevole Inés hacia el templo

Que en medio la vega yace.

Enclavado en un madero,

En duro y postrero trance,

Ceñida la sien de espinas,

p. 255Descolorido el semblante,

Víase allí un crucifijo

Teñido de negra sangre,

A quien Toledo devota

Acude hoy en sus azares.

Ante sus plantas divinas

Llegaron ambos amantes,

Y haciendo Inés que Martínez

Los sagrados pies tocase,

Preguntole:

—Diego, ¿juras

A tu vuelta desposarme?

Contestó al mozo:

—¡Sí juro!

Y ambos del templo se salen.

III

Pasó un día y otro día,

Un mes y otro mes pasó,

Y un año pasado había,

Mas de Flandes no volvía

Diego, que a Flandes partió.

Lloraba la bella Inés

Su vuelta aguardando en vano,

Oraba un mes y otro mes

Del crucifijo a los pies

Do puso el galán su mano.

Todas las tardes venía

Después de traspuesto el sol,

Y a Dios llorando pedía

La vuelta del español,

Y el español no volvía.

Y siempre al anochecer,

p. 256Sin dueña y sin escudero,

En un manto una mujer

El campo salía a ver

Al alto del Miradero.

¡Ay del triste que consume

Su existencia en esperar!

¡Ay del triste que presume

Que el duelo con que él se abrume

Al ausente ha de pesar!

La esperanza es de los cielos

Precioso y funesto don,

Pues los amantes desvelos

Cambian la esperanza en celos,

Que abrasan el corazón.

Si es cierto lo que se espera,

Es un consuelo en verdad;

Pero siendo una quimera,

En tan frágil realidad

Quien espera desespera.

Así Inés desesperaba

Sin acabar de esperar,

Y su tez se marchitaba,

Y su llanto se secaba

Para volver a brotar.

En vano a su confesor

Pidió remedio o consejo

Para aliviar su dolor;

Que mal se cura el amor

Con las palabras de un viejo.

En vano a Iván acudía,

Llorosa y desconsolada;

El padre no respondía;

Que la lengua le tenía

p. 257Su propia deshonra atada.

Y ambos maldicen su estrella,

Callando el padre severo

Y suspirando la bella,

Porque nació mujer ella,

Y el viejo nació altanero.

Dos años al fin pasaron

En esperar y gemir,

Y las guerras acabaron,

Y los de Flandes tornaron

A sus tierras a vivir.

Pasó un día y otro día,

Un mes y otro mes pasó,

Y el tercer año corría;

Diego a Flandes se partió,

Mas de Flandes no volvía.

Era una tarde serena,

Doraba el sol de occidente

Del Tajo la vega amena,

Y apoyada en una almena

Miraba Inés la corriente.

Iban las tranquilas olas

Las riberas azotando

Bajo las murallas solas,

Musgo, espigas y amapolas

Ligeramente doblando.

Algún olmo que escondido

Creció entre la yerba blanda,

Sobre las aguas tendido

Se reflejaba perdido

En su cristalina banda.

Y algún ruiseñor colgado

Entre su fresca espesura

p. 258Daba al aire embalsamado

Su cántico regalado

Desde la enramada oscura.

Y algún pez con cien colores,

Tornasolada la escama,

Saltaba a besar las flores,

Que exhalan gratos olores

A las puntas de una rama.

Y allá en el trémulo fondo

El torreón se dibuja

Como el contorno redondo

Del hueco sombrío y hondo

Que habita nocturna bruja.

Así la niña lloraba

El rigor de su fortuna,

Y así la tarde pasaba

Y al horizonte trepaba

La consoladora luna.

A lo lejos por el llano

En confuso remolino

Vio de hombres tropel lejano

Que en pardo polvo liviano

Dejan envuelto el camino.

Bajó Inés del torreón,

Y llegando recelosa

A las puertas del Cambrón,

Sintió latir zozobrosa

Más inquieto el corazón.

Tan galán como altanero

Dejó ver la escasa luz

Por bajo el arco primero

Un hidalgo caballero

En un caballo andaluz.

p. 259Jubón negro acuchillado,

Banda azul, lazo en la hombrera,

Y sin pluma al diestro lado

El sombrero derribado

Tocando con la gorguera.

Bombacho gris guarnecido,

Bota de ante, espuela de oro,

Hierro al cinto suspendido,

Y a una cadena prendido

Agudo cuchillo moro.

Vienen tras este jinete

Sobre potros jerezanos

De lanceros hasta siete,

Y en adarga y coselete

Diez peones castellanos.

Asiose a su estribo Inés

Gritando: —¡Diego, eres tú!—

Y él viéndola de través

Dijo: —¡Voto a Belcebú,

Que no me acuerdo quién es!—

Dio la triste un alarido

Tal respuesta al escuchar,

Y a poco perdió el sentido,

Sin que más voz ni gemido

Volviera en tierra a exhalar.

Frunciendo ambas a dos cejas

Encomendola a su gente,

Diciendo: —¡Malditas viejas

Que a las mozas malamente

Enloquecen con consejas!—

Y aplicando el capitán

A su potro las espuelas

El rostro a Toledo dan,

p. 260Y a trote cruzando van

Las oscuras callejuelas.

IV

Así por sus altos fines

Dispone y permite el cielo

Que puedan mudar al hombre

Fortuna, poder y tiempo.

A Flandes partió Martínez

De soldado aventurero,

Y por su suerte y hazañas

Allí capitán le hicieron.

Según alzaba en honores

Alzábase en pensamientos,

Y tanto ayudó en la guerra

Con su valor y altos hechos,

Que el mismo rey a su vuelta

Le armó en Madrid caballero,

Tomándole a su servicio

Por capitán de Lanceros.

Y otro no fue que Martínez

Quien ha poco entró en Toledo,

Tan orgulloso y ufano

Cual salió humilde y pequeño.

Ni es otro a quien se dirige,

Cobrado el conocimiento,

La amorosa Inés de Vargas,

Que vive por él muriendo.

Mas él, que olvidando todo

Olvidó su nombre mesmo,

Puesto que Diego Martínez

Es el capitán Don Diego,

Ni se ablanda a sus caricias,

p. 261Ni cura de sus lamentos;

Diciendo que son locuras

De gentes de poco seso;

Que ni él prometió casarse

Ni pensó jamás en ello.

¡Tanto mudan a los hombres

Fortuna, poder y tiempo!

En vano porfiaba Inés

Con amenazas y ruegos;

Cuanto más ella importuna

Está Martínez severo.

Abrazada a sus rodillas

Enmarañado el cabello,

La hermosa niña lloraba

Prosternada por el suelo.

Mas todo empeño es inútil,

Porque el capitán Don Diego

No ha de ser Diego Martínez

Como lo era en otro tiempo.

Y así llamando a su gente,

De amor y piedad ajeno,

Mandoles que a Inés llevaran

De grado o de valimiento.

Mas ella antes que la asieran,

Cesando un punto en su duelo,

Así habló, el rostro lloroso

Hacia Martínez volviendo:

—Contigo se fue mi honra,

Conmigo tu juramento;

Pues buenas prendas son ambas,

En buen fiel las pesaremos.—

Y la faz descolorida

En la mantilla envolviendo

p. 262A pasos desatentados

Saliose del aposento.

V

Era entonces de Toledo

Por el rey gobernador

El justiciero y valiente

Don Pedro Ruiz de Alarcón.

Muchos años por su patria

El buen viejo peleó;

Cercenado tiene un brazo,

Mas entero el corazón.

La mesa tiene delante,

Los jueces en derredor,

Los corchetes a la puerta

Y en la derecha el bastón.

Está, como presidente

Del tribunal superior,

Entre un dosel y una alfombra

Reclinado en un sillón

Escuchando con paciencia

La casi asmática voz

Con que un tétrico escribano

Solfea una apelación.

Los asistentes bostezan

Al murmullo arrullador,

Los jueces medio dormidos

Hacen pliegues al ropón,

Los escribanos repasan

Sus pergaminos al sol,

Los corchetes a una moza

Guiñan en un corredor,

Y abajo en Zocodover

p. 263Gritan en discorde son

Los que en el mercado venden

Lo vendido y el valor.

Una mujer en tal punto,

En faz de grande aflicción,

Rojos de llorar los ojos,

Ronca de gemir la voz,

Suelto el cabello y el manto,

Tomó plaza en el salón

Diciendo a gritos: —¡Justicia,

Jueces, justicia, señor!—

Y a los pies se arroja humilde

De Don Pedro de Alarcón,

En tanto que los curiosos

Se agitan al rededor.

Alzola cortés Don Pedro

Calmando la confusión

Y el tumultuoso murmullo

Que esta escena ocasionó,

Diciendo:

—Mujer, ¿qué quieres?

—Quiero justicia, señor.

—¿De qué?

—De una prenda hurtada.

—¿Qué prenda?

—Mi corazón.

—¿Tú le diste?

—Le presté.

—¿Y no te le han vuelto?

—No.

—¿Tienes testigos?

—Ninguno.

—¿Y promesa?

p. 264—¡Sí, por Dios!

Que al partirse de Toledo

Un juramento empeñó.

—¿Quién es él?

—Diego Martínez.

—¿Noble?

—Y capitán, señor.

—Presentadme al capitán,

Que cumplirá si juró.—

Quedó en silencio la sala,

Y a poco en el corredor

Se oyó de botas y espuelas

El acompasado son.

Un portero, levantando

El tapiz, en alta voz

Dijo: —El capitán Don Diego.—

Y entró luego en el salón

Diego Martínez, los ojos

Llenos de orgullo y furor.

—¿Sois el capitán Don Diego,

Díjole Don Pedro, vos?—

Contestó altivo y sereno

Diego Martínez:

—Yo soy.

—¿Conocéis a esta muchacha?

—Ha tres años, salvo error.

—¿Hicísteisla juramento

De ser su marido?

—No.

—¿Juráis no haberlo jurado?

—Sí juro.

—Pues id con Dios.

—¡Miente! —clamó Inés llorando

p. 265De despecho y de rubor.

—Mujer, ¡piensa lo que dices!...

—Digo que miente, juró.

—¿Tienes testigos?

—Ninguno.

—Capitán, idos con Dios,

Y dispensad que acusado

Dudara de vuestro honor.—

Tornó Martínez la espalda

Con brusca satisfacción,

E Inés, que le vio partirse,

Resuelta y firme gritó:

—Llamadle, tengo un testigo.

Llamadle otra vez, señor.—

Volvió el capitán Don Diego,

Sentose Ruiz de Alarcón,

La multitud aquietose

Y la de Vargas siguió:

—Tengo un testigo a quien nunca

Faltó verdad ni razón.

—¿Quién?

—Un hombre que de lejos

Nuestras palabras oyó,

Mirándonos desde arriba.

—¿Estaba en algún balcón?

—No, que estaba en un suplicio

Donde ha tiempo que expiró.

—¿Luego es muerto?

—No, que vive.

—Estáis loca, ¡vive Dios!

¿Quién fue?

—El Cristo de la Vega,

A cuya faz perjuró.—

p. 266Pusiéronse en pie los jueces

Al nombre del Redentor,

Escuchando con asombro

Tan excelsa apelación.

Reinó un profundo silencio

De sorpresa y de pavor,

Y Diego bajó los ojos

De vergüenza y confusión.

Un instante con los jueces

Don Pedro en secreto habló,

Y levantose diciendo

Con respetuosa voz:

—La ley es ley para todos,

Tu testigo es el mejor,

Mas para tales testigos

No hay más tribunal que Dios.

Haremos... lo que sepamos;

Escribano, al caer el sol

Al Cristo que está en la Vega

Tomaréis declaración.—

VI

Es una tarde serena,

Cuya luz tornasolada

Del purpurino horizonte

Blandamente se derrama.

Plácido aroma las flores

Sus hojas plegando exhalan,

Y el céfiro entre perfumes

Mece las trémulas alas.

Brillan abajo en el valle

Con suave rumor las aguas,

Y las aves en la orilla

p. 267Despidiendo al día cantan.

Allá por el Miradero

Por el Cambrón y Visagra

Confuso tropel de gente

Del Tajo a la vega baja.

Vienen delante Don Pedro

De Alarcón, Iván de Vargas,

Su hija Inés, los escribanos,

Los corchetes y los guardias;

Y detrás monjes, hidalgos,

Mozas, chicos y canalla.

Otra turba de curiosos

En la vega les aguarda,

Cada cual comentariando

El caso según le cuadra.

Entre ellos está Martínez

En apostura bizarra,

Calzadas espuelas de oro,

Valona de encaje blanca,

Bigote a la borgoñesa,

Melena desmelenada,

El sombrero guarnecido

Con cuatro lazos de plata,

Un pie delante del otro,

Y el puño en el de la espada.

Los plebeyos de reojo

Le miran de entre las capas,

Los chicos al uniforme

Y las mozas a la cara.

Llegado el gobernador

Y gente que le acompaña,

Entraron todos al claustro

Que iglesia y patio separa.

p. 268Encendieron ante el Cristo

Cuatro cirios y una lámpara,

Y de hinojos un momento

Le rezaron en voz baja.

Está el Cristo de la Vega

La cruz en tierra posada,

Los pies alzados del suelo

Poco menos de una vara;

Hacia la severa imagen

Un notario se adelanta,

De modo que con el rostro

Al pecho santo llegaba.

A un lado tiene a Martínez,

A otro lado a Inés de Vargas,

Detrás al gobernador

Con sus jueces y sus guardias.

Después de leer dos veces

La acusación entablada,

El notario a Jesucristo

Así demandó en voz alta:

—Jesús, Hijo de María,

Ante nos esta mañana

Citado como testigo

Por boca de Inés de Vargas,

¿Juráis ser cierto que un día

A vuestras divinas plantas

Juró a Inés Diego Martínez

Por su mujer desposarla?—

Asida a un brazo desnudo

Una mano atarazada

Vino a posar en los autos

La seca y hendida palma,

Y allá en los aires «¡Sí, JURO

p. 269Clamó una voz más que humana.

Alzó la turba medrosa

La vista a la imagen santa...

Los labios tenía abiertos,

Y una mano desclavada.

CONCLUSIÓN

Las vanidades del mundo

Renunció allí mismo Inés,

Y espantado de sí propio

Diego Martínez también.

Los escribanos temblando

Dieron de esta escena fe,

Firmando como testigos

Cuantos hubieron poder.

Fundose un aniversario

Y una capilla con él,

Y Don Pedro de Alarcón

El altar ordenó hacer,

Donde hasta el tiempo que corre,

Y en cada año una vez,

Con la mano desclavada

El crucifijo se ve.


DON NICOMEDES PASTOR DÍAZ

81. A la luna

Desde el primer latido de mi pecho,

Condenado al amor y a la tristeza,

Ni un eco a mi gemir, ni a la belleza

Un suspiro alcancé:

p. 270

Halló por fin mi fúnebre despecho

Inmenso objeto a mi ilusión amante;

Y de la luna el célico semblante,

Y el triste mar amé.

El mar quedose allá por su ribera;

Sus olas no treparon las montañas;

Nunca llega a estas márgenes extrañas

Su solemne mugir.

Tú empero que mi amor sigues do quiera,

Cándida luna, en tu amoroso vuelo,

Tú eres la misma que miré en el cielo

De mi patria lucir.

Tú sola mi beldad, sola mi amante,

Única antorcha que mis pasos guía,

Tú sola enciendes en el alma fría

Una sombra de amor.

Solo el blando lucir de tu semblante

Mis ya cansados párpados resisten;

Solo tus formas inconstantes visten

Bello, grato color.

Ora cubra cargada, rubicunda

Nube de fuego tu ardorosa frente;

Ora cándida, pura, refulgente,

Deslumbre tu mirar.

Ora sumida en soledad profunda

Te mire el cielo desmayada y yerta,

Como el semblante de una virgen muerta

¡Ah!... que yo vi expirar.

La he visto ¡ay, Dios!... Al sueño en que reposa

Yo le cerré los anublados ojos;

p. 271

Yo tendí sus angélicos despojos

Sobre el negro ataúd.

Yo solo oré sobre la yerta losa

Donde no corre ya lágrima alguna...

¡Báñala al menos tú, pálida luna...

Báñala con tu luz!

Tú lo harás... que a los tristes acompañas,

Y al pensador y al infeliz visitas;

Con la inocencia o con la muerte habitas:

El mundo huye de ti.

Antorcha de alegría en las cabañas,

Lámpara solitaria en las ruïnas,

El salón del magnate no iluminas,

Pero su tumba... sí.

Cargado a veces de aplomadas nubes

Amaga el cielo con tormenta oscura;

Mas ríe al horizonte tu hermosura,

Y huyó la tempestad.

Y allá del trono do esplendente subes

Riges el curso al férvido Oceáno,

Cual pecho amante, que al mirar lejano

Hierve, de su beldad.

Mas ¡ay! que en vano en tu esplendor encantas:

Ese hechizo falaz no es de alegría;

Y huyen tu luz y triste compañía

Los astros con temor.

Sola por el vacío te adelantas,

Y en vano en derredor tus rayos tiendes;

Que solo al mundo en tu dolor desciendes,

Cual sube a ti mi amor.

p. 272

Y en esta tierra, de aflicción guarida,

¿Quién goza en tu fulgor blandos placeres?

Del nocturno reposo de los seres

No turbas la quietud.

No cantarán las aves tu venida;

Ni abren su cáliz las dormidas flores:

¡Solo un ser... de desvelos y dolores,

Ama tu yerta luz!...

¡Sí, tú mi amor, mi admiración, mi encanto!

La noche anhelo por vivir contigo,

Y hacia el ocaso lentamente sigo

Tu curso al fin veloz.

Páraste a veces a escuchar mi llanto,

Y desciende en tus rayos amoroso

Un espíritu vago, misterioso,

Que responde a mi voz...

¡Ay! calló ya... Mi celestial querida

Sufrió también mi inexorable suerte...

Era un sueño de amor... Desvanecerte

Pudo una realidad.

Es cieno ya la esqueletada vida;

No hay ilusión, ni encantos, ni hermosura;

La muerte reina ya sobre natura,

Y la llaman... ¡Verdad!

¡Qué feliz, qué encantado, si ignorante,

El hombre de otros tiempos viviría,

Cuando en el mundo, de los dioses vía

Do quiera la mansión!

Cada eco fuera un suspirar amante,

Una inmortal belleza cada fuente;

p. 273

Cada pastor ¡oh luna! en sueño ardiente

Ser pudo un Endimión.

Ora trocada en un planeta oscuro,

Girando en los abismos del vacío,

Do fuerza oculta y ciega, en su extravío,

Cual piedra te arrojó,

Es luz de ajena luz tu brillo puro;

Es ilusión tu mágica influencia,

Y mi celeste amor... ciega demencia,

¡Ay!... que se disipó.

Astro de paz, belleza de consuelo,

Antorcha celestial de los amores,

Lámpara sepulcral de los dolores,

Tierna y casta deidad,

¿Qué eres, de hoy más, sobre ese helado cielo?

Un peñasco que rueda en el olvido,

O el cadáver de un sol que, endurecido,

¡Yace en la eternidad!


DON ENRIQUE GIL

82. La violeta

Flor deliciosa en la memoria mía,

Ven mi triste laúd a coronar,

Y volverán las trovas de alegría

En sus ecos tal vez a resonar.

Mezcla tu aroma a sus cansadas cuerdas;

Yo sobre ti no inclinaré mi sien,

De miedo, pura flor, que entonces pierdas

p. 274Tu tesoro de olores y tu bien.

Yo, sin embargo, coroné mi frente

Con tu gala en las tardes del Abril,

Yo te buscaba orillas de la fuente,

Yo te adoraba tímida y gentil.

Porque eras melancólica y perdida,

Y era perdido y lúgubre mi amor,

Y en ti miré el emblema de mi vida

Y mi destino, solitaria flor.

Tú allí crecías olorosa y pura

Con tus moradas hojas de pesar;

Pasaba entre la yerba tu frescura

De la fuente al confuso murmurar.

Y pasaba mi amor desconocido,

De un arpa oscura al apagado son,

Con frívolos cantares confundido

El himno de mi amante corazón.

Yo busqué la hermandad de la desdicha

En tu cáliz de aroma y soledad,

Y a tu ventura asemejé mi dicha,

Y a tu prisión mi antigua libertad.

¡Cuántas meditaciones han pasado

Por mi frente mirando tu arrebol!

¡Cuántas veces mis ojos te han dejado

Para volverse al moribundo sol!

¡Qué de consuelos a mi pena diste

Con tu calma y tu dulce lobreguez,

Cuando la mente imaginaba triste

El negro porvenir de la vejez!

Yo me decía: «Buscaré en las flores

Seres que escuchen mi infeliz cantar,

Que mitiguen con bálsamo de olores

Las ocultas heridas del pesar.»

p. 275Y me apartaba, al alumbrar la luna,

De ti, bañada en moribunda luz,

Adormecida en tu vistosa cuna,

Velada en tu aromático capuz.

Y una esperanza el corazón llevaba

Pensando en tu sereno amanecer,

Y otra vez en tu cáliz divisaba

Perdidas ilusiones de placer.

Heme hoy aquí: ¡cuán otros mis cantares!

¡Cuán otro mi pensar, mi porvenir!

Ya no hay flores que escuchen mis pesares,

Ni soledad donde poder gemir.

Lo secó todo el soplo de mi aliento,

Y naufragué con mi doliente amor:

Lejos ya de la paz y del contento,

Mírame aquí en el valle del dolor.

Era dulce mi pena y mi tristeza;

Tal vez moraba una ilusión detrás:

Mas la ilusión voló con su pureza,

Mis ojos ¡ay! no la verán jamás.

Hoy vuelvo a ti, cual pobre viajero

Vuelve al hogar que niño le acogió;

Pero mis glorias recobrar no espero,

Solo a buscar la huesa vengo yo.

Vengo a buscar mi huesa solitaria

Para dormir tranquilo junto a ti,

Ya que escuchaste un día mi plegaria,

Y un ser humano en tu corola vi.

Ven mi tumba a adornar, triste viola,

Y embalsama mi oscura soledad;

Sé de su pobre césped la aureola

Con tu vaga y poética beldad.

p. 276Quizá al pasar la virgen de los valles,

Enamorada y rica en juventud,

Por las umbrosas y desiertas calles

Do yacerá escondido mi ataúd,

Irá a cortar la humilde vïoleta

Y la pondrá en su seno con dolor,

Y llorando dirá: «¡Pobre poeta!

¡Ya está callada el arpa del amor!»


PADRE JUAN AROLAS

83. Sé más feliz que yo

Sobre pupila azul, con sueño leve,

Tu párpado cayendo amortecido,

Se parece a la pura y blanca nieve

Que sobre las violetas reposó:

Yo el sueño del placer nunca he dormido:

Sé más feliz que yo.

Se asemeja tu voz en la plegaria

Al canto del zorzal de indiano suelo

Que sobre la pagoda solitaria

Los himnos de la tarde suspiró:

Yo solo esta oración dirijo al cielo:

Sé más feliz que yo.

Es tu aliento la esencia más fragante

De los lirios del Arno caudaloso

Que brotan sobre un junco vacilante

Cuando el céfiro blando los meció:

Yo no gozo su aroma delicioso:

Sé más feliz que yo.

El amor, que es espíritu de fuego,

p. 277Que de callada noche se aconseja

Y se nutre con lágrimas y ruego,

En tus purpúreos labios se escondió:

Él te guarde el placer y a mí la queja:

Sé más feliz que yo.

Bella es tu juventud en sus albores

Como un campo de rosas del Oriente;

Al ángel del recuerdo pedí flores

Para adornar tu sien, y me las dio;

Yo decía al ponerlas en tu frente:

Sé más feliz que yo.

Tu mirada vivaz es de paloma;

Como la adormidera del desierto

Causas dulce embriaguez, hurí de aroma

Que el cielo de topacio abandonó:

Mi suerte es dura, mi destino incierto:

Sé más feliz que yo.


DON PABLO PIFERRER

84. Canción de la Primavera

Ya vuelve la primavera:

Suene la gaita,—ruede la danza:

Tiende sobre la pradera

El verde manto—de la esperanza.

Sopla caliente la brisa:

Suene la gaita,—ruede la danza:

Las nubes pasan aprisa,

Y el azur muestran—de la esperanza.

p. 278La flor ríe en su capullo:

Suene la gaita,—ruede la danza:

Canta el agua en su murmullo

El poder santo—de la esperanza.

¿La oís que en los aires trina?

Suene la gaita,—ruede la danza:

—«Abrid a la golondrina,

Que vuelve en alas—de la esperanza.»—

Niña, la niña modesta:

Suene la gaita,—ruede la danza:

El Mayo trae tu fiesta

Que el logro trae—de tu esperanza.

Cubre la tierra el amor:

Suene la gaita,—ruede la danza:

El perfume engendrador

Al seno sube—de la esperanza.

Todo zumba y reverdece:

Suene la gaita,—ruede la danza:

Cuanto el son y el verdor crece,

Tanto más crece—toda esperanza.

Sonido, aroma y color

(Suene la gaita,—ruede la danza)

Únense en himnos de amor,

Que engendra el himno—de la esperanza.

Morirá la primavera:

Suene la gaita,—ruede la danza:

p. 279Mas cada año en la pradera

Tornará el manto—de la esperanza.

La inocencia de la vida

(Calle la gaita,—pare la danza)

No torna una vez perdida:

¡Perdí la mía!—¡ay mi esperanza!


DON GABRIEL GARCÍA TASSARA

85. Himno al Mesías

Baja otra vez al mundo,

¡Baja otra vez, Mesías!

De nuevo son los días

De tu alta vocación;

Y en su dolor profundo

La humanidad entera

El nuevo oriente espera

De un sol de redención.

Corrieron veinte edades

Desde el supremo día

Que en esa cruz te vía

Morir Jerusalén;

Y nuevas tempestades

Surgieron y bramaron,

De aquellas que asolaron

El primitivo Edén.

De aquellas que le ocultan

Al hombre su camino

Con ciego torbellino

De culpa y expiación;

p. 280De aquellas que sepultan

En hondos cautiverios

Cadáveres de imperios

Que fueron y no son.

Sereno está en la esfera

El sol del firmamento:

La tierra en su cimiento

Inconmovible está:

La blanca primavera

Con su gentil abrazo

Fecunda el gran regazo

Que flor y fruto da.

Mas ¡ay! que de las almas

El sol yace eclipsado:

Mas ¡ay! que ha vacilado

El polo de la fe;

Mas ¡ay! que ya tus palmas

Se vuelven al desierto:

No crecen, no, en el huerto

Del que tu pueblo fue.

Tiniebla es ya la Europa:

Ella agotó la ciencia,

Maldijo su creencia,

Se apacentó con hiel;

Y rota ya la copa

En que su fe bebía,

Se alzaba y te decía:

¡Señor! yo soy Luzbel.

Mas ¡ay! que contra el cielo

No tiene el hombre rayo,

Y en súbito desmayo

Cayó de ayer a hoy;

Y en son de desconsuelo,

p. 281en llanto de impotencia,

Hoy clama en tu presencia:

Señor, tu pueblo soy.

No es, no, la Roma atea

Que entre aras derrocadas

Despide a carcajadas

Los dioses que se van:

Es la que, humilde rea,

Baja a las catacumbas,

Y palpa entre las tumbas

Los tiempos que vendrán.

Todo, Señor, diciendo

Está los grandes días

De luto y agonías,

De muerte y orfandad;

Que, del pecado horrendo

Envuelta en el sudario,

Pasa por un Calvario

La ciega humanidad.

Baja ¡oh Señor! no en vano

Siglos y siglos vuelan;

Los siglos nos revelan

Con misteriosa luz

El infinito arcano

Y la virtud que encierra,

Trono de cielo y tierra

Tu sacrosanta cruz.

Toda la historia humana

¡Señor! está en tu nombre;

Tú fuiste Dios del hombre,

Dios de la humanidad.

Tu sangre soberana

Es su Calvario eterno:

p. 282Tu triunfo del infierno

Es su inmortalidad.

¿Quién dijo, Dios clemente,

Que tú no volverías,

Y a horribles gemonías,

Y a eterna perdición,

Condena a esta doliente

Raza del ser humano

Que espera de tu mano

Su nueva salvación?

Sí, tú vendrás. Vencidos

Serán con nuevo ejemplo

Los que del santo templo

Apartan a tu grey.

Vendrás y confundidos

Caerán con los ateos

Los nuevos fariseos

De la caduca ley.

¿Quién sabe si ahora mismo

Entre alaridos tantos

De tus profetas santos

La voz no suena ya?

Ven, saca del abismo

A un pueblo moribundo;

Luzbel ha vuelto al mundo

Y Dios ¿no volverá?

¡Señor! En tus juicios

La comprensión se abisma;

Mas es siempre la misma

Del Gólgota la voz.

Fatídicos auspicios

Resonarán en vano;

No es el destino humano

p. 283La humanidad sin Dios.

Ya pasarán los siglos

De la tremenda prueba;

¡Ya nacerás, luz nueva

De la futura edad!

Ya huiréis ¡negros vestiglos

De los antiguos días!

Ya volverás ¡Mesías!

En gloria y majestad.


DOÑA GERTRUDIS
GÓMEZ DE AVELLANEDA

86. Amor y orgullo

Un tiempo hollaba por alfombra rosas;

Y nobles vates, de mentidas diosas

Prodigábanme nombres;

Mas yo, altanera, con orgullo vano,

Cual águila real al vil gusano

Contemplaba a los hombres.

Mi pensamiento —en temerario vuelo—

Ardiente osaba demandar al cielo

Objeto a mis amores:

Y si a la tierra con desdén volvía

Triste mirada, mi soberbia impía

Marchitaba sus flores.

Tal vez por un momento caprichosa

Entre ellas revolé, cual mariposa,

Sin fijarme en ninguna;

Pues de místico bien siempre anhelante,

p. 284Clamaba en vano, como tierno infante

Quiere abrazar la luna.

Hoy, despeñada de la excelsa cumbre,

Do osé mirar del sol la ardiente lumbre

Que fascinó mis ojos,

Cual hoja seca al raudo torbellino,

Cedo al poder del áspero destino...

¡Me entrego a sus antojos!

Cobarde corazón, que el nudo estrecho

Gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho

Tu presunción altiva?

¿Qué mágico poder, en tal bajeza

Trocando ya tu indómita fiereza,

De libertad te priva?

¡Mísero esclavo de tirano dueño;

Tu gloria fue cual mentiroso sueño,

Que con las sombras huye!

Di ¿qué se hicieron ilusiones tantas

De necia vanidad, débiles plantas

Que el aquilón destruye?

En hora infausta a mi feliz reposo,

¿No dijiste, soberbio y orgulloso:

—Quién domará mi brío?

¡Con mi solo poder haré, si quiero,

Mudar de rumbo al céfiro ligero

Y arder al mármol frío!—

¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!

Te gritó la razón... Mas ¡cuán en vano

Te advirtió tu locura!

Tú misma te forjaste la cadena,

Que a servidumbre eterna te condena,

Y a duelo y amargura.

Los lazos caprichosos que otros días

p. 285—Por pasatiempo— a tu placer tejías,

Fueron de seda y oro:

Los que hora rinden tu valor primero

Son eslabones de pesado acero,

Templados con tu lloro.

¿Qué esperaste ¡ay de ti! de un pecho helado,

De inmenso orgullo y presunción hinchado,

De víboras nutrido?

Tú —que anhelabas tan sublime objeto—

¿Cómo al capricho de un mortal sujeto

Te arrastras abatido?

¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos,

Que por flores tomé duros abrojos

Y por oro la arcilla?...

¡Del torpe engaño mis rivales ríen,

Y mis amantes ¡ay! tal vez se engríen

Del yugo que me humilla!

¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?

¿Y de tu servidumbre haciendo alarde,

Quieres ver en mi frente

El sello del amor que te devora?...

¡Ah! velo, pues, y búrlese en buen hora

De mi baldón la gente.

¡Salga del pecho —requemando el labio—

El caro nombre, de mi orgullo agravio,

De mi dolor sustento!

¿Escrito no le ves en las estrellas

Y en la luna apacible, que con ellas

Alumbra el firmamento?

¿No le oyes, de las auras al murmullo?

¿No le pronuncia —en gemidor arrullo—

La tórtola amorosa?

¿No resuena en los árboles, que el viento

p. 286Halaga con pausado movimiento

En esa selva hojosa?

De aquella fuente entre las claras linfas,

¿No le articulan invisibles ninfas

Con eco lisonjero?...

¿Por qué callar el nombre que te inflama,

Si aun el silencio tiene voz, que aclama

Ese nombre que quiero?

Nombre que un alma lleva por despojo;

Nombre que excita con placer enojo,

Y con ira ternura;

Nombre más dulce que el primer cariño

De joven madre al inocente niño,

Copia de su hermosura:

Y más amargo que el adiós postrero

Que al suelo damos, donde el sol primero

Alumbró nuestra vida.

Nombre que halaga y halagando mata;

Nombre que hiere —como sierpe ingrata—

Al pecho que le anida.

¡No, no lo envíes, corazón, al labio!...

¡Guarda tu mengua con silencio sabio!

¡Guarda, guarda tu mengua!

¡Callad también vosotras, auras, fuente,

Trémulas hojas, tórtola doliente,

Como calla mi lengua!


DON EULOGIO FLORENTINO SANZ

87. Epístola a Pedro

Quiero que sepas, aunque bien lo sabes,

Que a orillas del Spree (ya que del río

p. 287Se hace mención en circunstancias graves)

Mora un semi-alemán, muy señor mío,

Que entre los rudos témpanos del Norte

Recuerda la amistad y olvida el frío.

Lejos de mi Madrid, la villa y corte,

Ni de ella falto yo porque esté lejos,

Ni hay una piedra allí que no me importe;

Pues sueña con la patria, a los reflejos

De su distante sol, el desterrado,

Como con su niñez sueñan los viejos.

Ver quisiera un momento, y a tu lado,

Cuál por ese aire azul nuestra Cibeles

En carroza triunfal rompe hacia el Prado...

¿Ríes?... Juzga el volar cuando no vueles...

¡Átomo harás del mundo que poseas

Y mundo harás del átomo que anheles!

Al sentir coram vulgo no te creas...

Al pensar coram vulgo, no te olvides

De compulsar a solas tus ideas.

Como dejes la España en que resides,

Donde quiera que estés, ya echarás menos

Esa patria de Dolfos y de Cides;

Que obeliscos y pórticos ajenos

Nunca valdrán los patrios palomares

Con las memorias de la infancia llenos.

Por eso, aunque dan son a mis cantares

Elba, Danubio y Rin, yo los olvido

Recordando a mi pobre Manzanares.

¡Allí mi juventud!... ¡ay! ¿quién no ha oído

Desde cualquier región, ecos de aquella

Donde niñez y juventud han sido?

Hoy mi vida de ayer, pálida o bella,

Múltiple se repite en mis memorias,

p. 288Como en lágrimas mil única estrella...

Que quedan en el alma las historias

De dolor o placer, y allí se hacinan,

Del fundido metal muertas escorias.

Y, aunque ya no calientan ni iluminan,

Si al soplo de un suspiro se estremecen,

¡Aún consuelan el alma!... ¡o la asesinan!

Cuando al partir del sol las sombras crecen,

Y, entre sombras y sol, tibios instantes

En torno del horario se adormecen;

El dolor y el placer, férvidos antes,

Se pierden ya en el alma indefinidos,

A la luz y a la sombra semejantes.

Y en esta languidez de los sentidos,

Crepúsculo moral en que indolente

Se arrulla el corazón con sus latidos,

Pláceme contemplar indiferente

Cuál del dormido Spree sobre la espalda

Y en lúbrico chapín sesga la gente.

O recordar el toldo de esmeralda

Que antes bordó el Abril en donde ahora

Nieve septentrional tiende su falda:

Mientras la luz del Héspero incolora

Baña el campo sin fin, que el Norte rudo

Salpicó de brillantes a la aurora.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Hijo de otra región, trémulo y mudo

Con la mirada que por ti paseo,

Nieve septentrional, yo te saludo!

Una tarde de Mayo (casi creo

Que salta a mi memoria su hermosura

De este cuadro invernal, como un deseo),

Una tarde de flores y verdura,

p. 289Rica de cielo azul, sin un celaje,

Y empapada en aromas y frescura;

En que, al son de las auras, el ramaje

Trémulo de los tilos repetía

De otros lejanos bosques el mensaje;

Yo, con mi propio afán por compañía,

Del recinto salí que nombró el mundo

Corte del rey filósofo algún día.

A su verdor del Norte sin segundo,

De un frondoso jardín los laberintos

Atrajeron mi paso vagabundo...

En armoniosa confusión distintos,

Cándidos nardos y claveles rojos,

Tulipanes, violas y jacintos,

De admirar el vergel diéronme antojos;

Y perdime en sus vueltas, rebuscando,

Ya que no al corazón, pasto a los ojos.

Y una viola, que al favonio blando

Columpiaba su tímida corola,

Quise arrancar... Mas súbito, clavando

Mis ojos en el césped, donde sola

Daba al favonio sus esencias puras,

Respeté por el césped la viola...

¡Guirnalda funeral, de desventuras

Y lágrimas nacida, eran las flores

De aquel vasto jardín de sepulturas!

Pero jardín. Allí, cuando los llores,

Aún te hablarán la amante o el amigo

Con aromas y jugos y colores...

¡Y de tu santo afán mudo testigo,

Algo en aquellas flores sepulcrales,

Algo del muerto bien será contigo!

Dentro de nuestros muros funerales

p. 290Jamás brota una flor... Mal brotaría

De ese alcázar de cal y mechinales,

Índice de la nada en simetría,

Que a la madre común roba los muertos

Para henchir su profana estantería;

¡Ruin estación de huéspedes inciertos

Que ofreciera a los vivos su morada

Por alquilar los túmulos abiertos!

De tierra sobre tierra fabricadas,

Más solemnes quizá, por más sencillas,

Las del santo jardín tumbas aisladas,

Con su césped de flores amarillas

Se elevan... no muy altas... a la altura

Del que llore, al besarlas, de rodillas.

¡Mas sola allí, sin flores, sin verdura,

Bajo su cruz de hierro se levanta

De un hispano cantor la sepultura!...[3]

Delante de su cruz tuve mi planta...

Y soñé que en su rótulo leía:

«¡Nunca duerme entre flores quien las canta!»

¡Pobre césped marchito! ¡Quién diría

Que el cantor de las flores en tu seno

Durmiera tan sin flores algún día!

Mas ¡ay del ruiseñor que, en aire ajeno,

Por atmósfera extraña sofocado,

Sobre extraña región cayó en el cieno!

¡Ay del vate infeliz que, amortajado

Con su negro ropón de peregrino,

Yace en su propia tumba desterrado!

Yo, al encontrar su cruz en mi camino,

Como engendra el dolor supersticiones,

p. 291Llamé tres veces al cantor divino.

Y de su lira desperté los sones,

Y turbé los sepulcros murmurando

La más triste canción de sus canciones...

Y a la viola, que al favonio blando

Columpiaba allí cerca su corola,

Volví turbios los ojos... Y clavando

La rodilla en el césped (donde sola

Era airón sepulcral de una doncella)

Desprendí de su césped la viola.

Y al lado del cantor volví con ella;

Y así lloré, sobre su cruz mi mano,

La del pobre cantor mísera estrella:

—Bien te dice mi voz que soy tu hermano;

¿Quién saludara tus despojos fríos

Sin el ¡ay! de mi acento castellano?

Diéronte ajena tumba hados impíos...

¡Si ojos extraños la contemplan secos,

Hoy la riegan de lágrimas los míos!

Solo suena mi voz entre sus huecos,

Para que en ella, si la escuchas, halles

Los de tu propria voz póstumos ecos...

¡Por las desiertas y sombrías calles

Donde duerme tu féretro escondido,

No pasa, no, la virgen de los valles!

Una vez que ha pasado no ha venido...

Trajéronla con rosas... A tu lado

La virgen, desde entonces, ha dormido...

Si su pálida sombra, al compasado

Son de la media noche, inoportuna,

Flores entre tu césped ha buscado,

Bien habrá visto a la menguante luna

Que en el santo jardín, rico de flores,

p. 292Solo yace tu césped sin ninguna.

¡No tienes una flor!... Ni ¿a qué dolores

Una flor de tu césped respondiera

Con aromas y jugos y colores?

Solo al riego de lágrimas naciera,

Y de tu fosa en el terrón ajeno

¿Quién derrama una lágrima siquiera?

¡Ay, sí, del ruiseñor, de vida lleno,

Que, en atmósfera extraña sofocado,

Sobre extraña región cayó en el cieno!

Cantor en el sepulcro desterrado,

Descansa en paz. ¡Adiós!... Y si a deshora

Un viajero del Sur pasa a tu lado,

Si al contemplar tu cruz, como yo ahora,

Con su idioma español el vïajero

Te llama aquí tres veces y aquí llora,

Dígale el son del aura lastimero

Cuál en los brazos de tu cruz escueta

Peregrino del Sur lloré primero...

¡Recibe con mi adiós tu vïoleta!

La tumba de la virgen te la envía...—

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Y al unirse la flor con su poeta,

Ya en el ocaso agonizaba el día!


DON ADELARDO LÓPEZ DE AYALA

88. Epístola a Emilio Arrieta

De nuestra gran virtud y fortaleza

Al mundo hacemos con placer testigo:

Las ruindades del alma y su flaqueza

p. 293Solo se cuentan al secreto amigo.

De mi ardiente ansiedad y mi tristeza

A solas quiero razonar contigo:

Rasgue a su alma sin pudor el velo

Quien busque admiración y no consuelo.

No quiera Dios que en rimas insolentes

De mi pesar al mundo le dé indicios,

Imitando a esos genios impudentes

Que alzan la voz para cantar sus vicios.

Yo busco, retirado de las gentes,

De la amistad los dulces beneficios:

No hay causa ni razón que me convenza

De que es genio la falta de vergüenza.

En esta humilde y escondida estancia,

Donde aún resuenan con medroso acento

Los primeros sollozos de mi infancia

Y de mi padre el postrimer lamento:

Esclarecido el mundo a la distancia

A que de aquí le mira el pensamiento,

Se eleva la verdad que amaba tanto;

Y, antes que afecto, me produce espanto.

Aquí, aumentando mi congoja fiera,

Mi edad pasada y la presente miro.

La limpia voz de mi virtud entera,

Hoy convertida en áspero suspiro,

Y el noble aliento de mi edad primera

Trocado en la ansiedad con que respiro,

Claro publican dentro de mi pecho

Lo que hizo Dios y lo que el mundo ha hecho.

Me dotaron los cielos de profundo

Amor al bien y de valor bastante

Para exponer al embriagado mundo

Del vicio vil el sórdido semblante;

p. 294Y al ver que imbécil en el cieno hundo

De mi existencia la misión brillante,

Me parece que el hombre en voz confusa

Me pide el robo y de ladrón me acusa.

Y estos salvajes montes corpulentos,

Fieles amigos de la infancia mía,

Que con la voz de los airados vientos

Me hablaban de virtud y de energía,

Hoy con duros semblantes macilentos

Contemplan mi abandono y cobardía,

Y gimen de dolor, y cuando braman,

Ingrato y débil y traidor me llaman.

Tal vez a la batalla me apercibo;

Dudo de mi constancia y de esta duda

Toma ocasión el vicio ejecutivo

Para moverme guerra más sañuda;

Y, cuando débil el combate esquivo,

«Mañana, digo, llegará en mi ayuda;»

¡Y mañana es la muerte, y mi ansia vana

Deja mi redención para mañana!

Perdido tengo el crédito conmigo,

Y avanza cual gangrena el desaliento:

Conozco y aborrezco a mi enemigo,

Y en sus brazos me arrojo soñoliento.

La conciencia el deleite que consigo

Perturba siempre: sofocar su acento

Quiere el placer, y, lleno de impaciencia,

Ni gozo el mal ni aplaco la conciencia.

Inquieto, vacilante, confundido

Con la múltiple forma del deseo,

Impávido una vez, otra corrido

Del vergonzoso estado en que me veo,

Al mismo Dios contemplo arrepentido

p. 295De darme un alma que tan mal empleo:

La hacienda que he perdido no era mía,

Y el deshonor los tuétanos me enfría.

Aquí, revuelto en la fatal madeja

Del torpe amor, disipador cansado

Del tiempo, que al pasar solo me deja

El disgusto de haberlo malgastado;

Si el hondo afán con que de mí se queja

Todo mi ser, me tiene desvelado,

¿Por qué no es antes noble impedimento

Lo que es después atroz remordimiento?

¡Valor! y que resulte de mi daño

Fecundo el bien: que de la edad perdida

Brote la clara luz del desengaño

Iluminando mi razón dormida:

Para vivir me basta con un año,

Que envejecer no es alargar la vida:

¡Joven murió tal vez que eterno ha sido,

Y viejos mueren sin haber vivido!

Que tu voz, queridísimo Emiliano,

Me mantenga seguro en mi porfía;

Y así el Creador, que con tan larga mano

Te regaló fecunda fantasía,

Te enriquezca, mostrándote el arcano

De su eterna y espléndida armonía;

Tanto, que el hombre, en su placer o duelo

Tu canto elija para hablar al cielo.

Los ecos de la cándida alborada,

Que al mundo anima en blando movimiento,

Te demuestren del alma enamorada

El dulce anhelo y el primer acento;

El rumor de la noche sosegada,

La noble gravedad del pensamiento;

p. 296Y las quejas del ábrego sombrío

La ronca voz del corazón impío.

Y el gran torrente que, con pena tanta,

Por las quiebras del hondo precipicio,

Rugiendo de amargura, se quebranta,

Deje en tu alma verdadero indicio

De la virtud, que gime y se abrillanta

En las quiebras del rudo sacrificio,

Y en tu canto resuenen juntamente

El bien futuro y el dolor presente.

Y en las férvidas olas impelidas

Del huracán, que asalta las estrellas,

Y rebraman, mostrando embravecidas

Que el aliento de Dios se encierra en ellas,

Aprendas las canciones dirigidas

Al que para en su curso las centellas,

Y resuene tu voz de polo a polo,

De su grandeza intérprete tú solo.


DON RAMÓN DE CAMPOAMOR

89. ¡Quién supiera escribir!

I

—Escribidme una carta, señor Cura.

—Ya sé para quién es.

—¿Sabéis quién es, porque una noche oscura

Nos visteis juntos? —Pues.

—Perdonad; mas... —No extraño ese tropiezo.

La noche... la ocasión...

p. 297Dadme pluma y papel. Gracias. Empiezo:

Mi querido Ramón:

—¿Querido?... Pero, en fin, ya lo habéis puesto...

—Si no queréis... —¡Sí, sí!

¡Qué triste estoy! ¿No es eso? —Por supuesto.

¡Qué triste estoy sin ti!

Una congoja, al empezar, me viene...

—¿Cómo sabéis mi mal?

—Para un viejo, una niña siempre tiene

El pecho de cristal.

¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.

¿Y contigo? Un edén.

—Haced la letra clara, señor Cura;

Que lo entienda eso bien.

El beso aquel que de marchar a punto

Te di... —¿Cómo sabéis?...

—Cuando se va y se viene y se está junto

Siempre... no os afrentéis.

Y si volver tu afecto no procura,

Tanto me harás sufrir...

—¿Sufrir y nada más? No, señor Cura,

¡Que me voy a morir!

—¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo?...

—Pues, sí, señor, ¡morir!

—Yo no pongo morir. —¡Qué hombre de hielo!

¡Quién supiera escribir!

p. 298II

¡Señor Rector, señor Rector! en vano

Me queréis complacer,

Si no encarnan los signos de la mano

Todo el ser de mi ser.

Escribidle, por Dios, que el alma mía

Ya en mí no quiere estar;

Que la pena no me ahoga cada día...

Porque puedo llorar.

Que mis labios, las rosas de su aliento,

No se saben abrir;

Que olvidan de la risa el movimiento

A fuerza de sentir.

Que mis ojos, que él tiene por tan bellos,

Cargados con mi afán,

Como no tienen quien se mire en ellos,

Cerrados siempre están.

Que es, de cuantos tormentos he sufrido,

La ausencia el más atroz;

Que es un perpetuo sueño de mi oído

El eco de su voz...

Que siendo por su causa, el alma mía

¡Goza tanto en sufrir!..

Dios mío ¡cuántas cosas le diría

Si supiera escribir!...

p. 299III
EPÍLOGO

—Pues señor, ¡bravo amor! Copio y concluyo:

A don Ramón... En fin,

Que es inútil saber para esto arguyo

Ni el griego ni el latín.

90. Lo que hace el tiempo

A Blanca Rosa de Osma

Con mis coplas, Blanca Rosa,

Tal vez te cause cuidados

Por cantar

Con la voz ya temblorosa,

Y los ojos ya cansados

De llorar.

Hoy para ti solo hay glorias,

Y danzas y flores bellas;

Mas después,

Se alzarán tristes memorias,

Hasta de las mismas huellas

De tus pies.

En tus fiestas seductoras

¿No oyes del alma en lo interno

Un rumor,

Que lúgubre a todas horas,

Nos dice que no es eterno

Nuestro amor?

p. 300¡Cuánto a creer se resiste

Una verdad tan odiosa

Tu bondad!

¡Y esto fuera menos triste

Si no fuera, Blanca Rosa,

Tan verdad!

Te aseguro, como amigo,

Que es muy raro, y no te extrañe,

Amar bien.

Siento decir lo que digo;

Pero ¿quieres que te engañe

Yo también?

Pasa un viento arrebatado,

Viene amor, y a dos en uno

Funde Dios;

Sopla el desamor helado,

Y vuelve a hacer, importuno,

De uno, dos.

Que amor, de egoísmo lleno,

A su gusto se acomoda

Bien y mal;

En él hasta herir es bueno,

Se ama o no ama, aquí está toda

Su moral.

¡Oh! ¡qué bien cumple el amante,

Cuando aún tiene la inocencia,

Su deber!

Y ¡cómo, más adelante,

Aviene con su conciencia

Su placer!

p. 301¿Y es culpable el que, sediento,

Buscando va en nuevos lazos

Otro amor?

¡Sí! culpable como el viento

Que, al pasar, hace pedazos

Una flor.

¿Verdad que es abominable

Que el corazón vagabundo

Mude así,

Sin ser por ello culpable,

Porque esto pasa en el mundo

Porque sí?

Se ama una vez sin medida,

Y aun se vuelve a amar sin tino

Más de dos.

¡Cuán versátil es la vida!

¡Cuán vano es nuestro destino,

Santo Dios!

Él lleve tu labio ayuno

A algún manantial querido

De placer,

Donde dichosa, ninguno

Te enseñe nunca el olvido

Del deber.

Siempre el destino inconstante

Nos da cual vil usurero

Su favor:

Da amor primero y no amante;

Después mucho amante, pero

Poco amor.

p. 302Tranquila a veces reposa,

Y otras se marcha volando

Nuestra fe.

Y esto pasa, Blanca Rosa,

Sin saber cómo, ni cuándo,

Ni por qué.

Nunca es estable el deseo,

Ni he visto jamás terneza

Siempre igual.

Y ¿a qué negarlo? No creo

Ni del bien en la fijeza,

Ni del mal.

Este ir y venir sin tasa,

Y este moverse impaciente,

Pasa así,

Porque así ha pasado y pasa,

Porque sí, y ¡ay! solamente

Porque sí.

¡Cuán inútil es que huyamos

De los fáciles amores

Con horror,

Si cuanto más las pisamos,

Más nos embriagan las flores

Con su olor!

El cielo sin duda envía

La lucha a la tormentosa

Juventud;

Pues ¿qué mérito tendría

Sin esfuerzos, Blanca Rosa,

La virtud?

p. 303¡Ay! un alma inteligente,

Siempre en nuestra alma divisa

Una flor,

Que se abre infaliblemente

Al soplo de alguna brisa

De otro amor.

Mas dirás: —¿Y en qué consiste

Que todo a mudar convida?—

¡Ay de mí!

En que la vida es muy triste...

Pero aunque triste, la vida

Es así.

Y si no es amor el vaso

Donde el sobrante se vierte

Del dolor,

Pregunto yo: —¿Es digno acaso

De ocuparnos vida y muerte

Tal amor?—

Nunca sepas, Blanca Rosa,

Que es la dicha una locura;

Cual yo sé;

Si quieres ser venturosa,

Ten mucha fe en la ventura,

Mucha fe.

Si eres feliz algún día,

¡Guay, que el recuerdo tirano

De otro amor

No se filtre en tu alegría,

Cual se desliza un gusano

Roedor!

p. 304Tú eres de las almas buenas,

Cuyos honrados amores

Siempre son

Los que bendicen sus penas,

Penas que se abren en flores

De pasión.

Con tus visiones hermosas,

Nunca de tu alma el abismo

Llenarás,

Pues la fuerza de las cosas

Puede más que Hércules mismo,

¡Mucho más!...

Si huye una vez la ventura,

Nadie después ve las flores

Renacer

Que cubren la sepultura

De los recuerdos traidores

Del ayer.

¿Y quién es el responsable

De hacer tragar sin medida

Tanta hiel?

¡La vida! ¡esa es la culpable!

La vida, solo es la vida

Nuestra infiel.

La vida, que desalada,

De un vértigo del infierno

Corre en pos:

Ella corre hacia la nada;

¿Quieres ir hacia lo eterno?

Ve hacia Dios.

p. 305¡Sí! corre hacia Dios, y Él haga

Que tengas siempre una vieja

Juventud.

La tumba todo lo traga;

Solo de tragarse deja

La virtud.


DON JOSÉ SELGAS

91. El Estío

Mayo recoge el virginal tesoro;

Desciñe Flora su gentil guirnalda;

La sombra busca el manantial sonoro

Del alto monte en la risueña falda;

Campos son ya de púrpura y de oro

Los que fueron de rosa y esmeralda;

Y apenas riza su corriente el río

A los primeros soplos del Estío.

El soto ameno y la enramada umbrosa,

El valle alegre y la feraz ribera,

Con voz desalentada y cariñosa

Despiden a la dulce Primavera;

Muere en su tallo la inocente rosa;

Desfallece la altiva enredadera;

Y en desigual y tenue movimiento

Gime en el bosque fatigado el viento.

Por la alta cumbre del collado asoma

La blanca aurora su rosada frente,

Reparte perlas y recoge aroma;

Se abre la flor que su mirada siente;

Repite sus arrullos la paloma

p. 306Bajo las ramas del laurel naciente;

Y allá por los tendidos olivares

Se escuchan melancólicos cantares.

Del aura dócil al impulso blando

La rubia mies en la llanura ondea;

Del dulce nido alrededor volando

La alondra gira y de placer gorjea;

Las ondas de la fuente suspirando

Quiebran el rayo de la luz febea,

Y en delicados mágicos colores

El fruto asoma al expirar las flores.

Sobre los montes que cercando toca

La niebla tiende su bordado encaje;

Desde el peñón de la desierta roca

Lánzase audaz el águila salvaje;

El seco vientecillo que sofoca

Cubre de polvo el pálido follaje;

Y por el monte y por la vega umbría

Crece el calor y se derrama el día.

Y en el árido ambiente se dilata

La esencia de la flor de los tomillos,

Y lento el río su raudal desata

Entre mimbres y juncos amarillos;

Y si al cubrir sus círculos de plata

Con sus plumeros blandos y sencillos

La caña dócil la corriente roza,

Trémula el agua de placer solloza.

Del valle en tanto en la pendiente orilla

Manso cordero del calor sosiega;

Se oyen los cantos de la alegre trilla;

Suenan los ecos de la tarda siega;

Ardiente el sol en el espacio brilla;

El cielo azul su majestad despliega,

p. 307Y duermen a la sombra los pastores,

Y se abrasan de sed los segadores.

Presta sombra a la rústica majada

La noble encina que a la edad resiste;

En su copa de fruto coronada

La vid de verde majestad se viste;

A su pie la doncella enamorada

Canta de amor, pero su canto es triste,

Que, en el profundo afán que la devora,

Amores canta porque celos llora.

Y el eco de su voz, dulce al oído

Más que el tierno arrullar de la paloma,

Por el monte y el valle repetido,

Tristes, confusas vibraciones toma;

Y en las ondas del aire suspendido

Se escapa al fin por la quebrada loma,

Y sin que el aura devolverlo pueda

Todo en reposo y en silencio queda.

Mudas están las fuentes y las aves;

No circula ni un átomo de viento;

Cortadas por el sol lentas y graves

Caen las hojas del árbol macilento;

Tenue vapor en ráfagas suaves

Se levanta con fácil movimiento,

Y mezclando en la luz su sombra extraña,

Va formando la nube en la montaña.

Hinchada, al fin, soberbia, se desprende

Del horizonte azul la nube densa,

Y el fuego del relámpago la enciende,

Y gira por la atmósfera suspensa.

Y ya sus flancos inflamados tiende,

Ya el vapor de su seno se condensa,

Y soltando el granizo en lluvia escasa

p. 308La rompe el trueno, y se divide y pasa.

Y el sol que se reclina en Occidente

De su encendido manto se despoja,

Y en los blancos celajes del Oriente

Se pierde el rayo de su lumbre roja.

Brilla la gota de agua trasparente

Detenida en el polvo de la hoja,

Y tendiendo el crepúsculo su planta

Del fondo de los valles se levanta.

Como el ensueño dulce y regalado

Que en la fiebre de amor templa el desvelo,

Vertiendo en nuestro espíritu agitado

La misteriosa esencia del consuelo;

Así por el ambiente reposado

De estrellas y vapor bordando el cielo,

Breves y llenas de feraz rocío

Cruzan las noches del ardiente Estío.

Y en tristes ecos el silencio crece,

Y en tibio resplandor la sombra vaga;

La luz de las estrellas se estremece

Y en el limpio raudal brilla y se apaga;

Naturaleza entera se adormece

En el hondo placer que la embriaga,

Y lleva al aura en vacilantes giros

Besos, sombras, perfumes y suspiros.

Más puro que la tímida esperanza

Que sueña el alma en el amor primero,

Su rayo débil desde Oriente lanza,

Sol de la noche, virginal lucero;

Triste y sereno por el cielo avanza

De la cándida luna mensajero,

Por ella viene, y suspirando ella,

Síguele en pos enamorada y bella.

p. 309Cuantos guardáis la tímida inocencia

Que a la esperanza y al amor convida;

Los que en el alma la impalpable esencia

De su primer amor lloráis perdida;

Cuantos con dolorosa indiferencia

Vais apurando el cáliz de la vida;

Todos llegad, y bajo el bosque umbrío

Sentid las noches del ardiente Estío.

Las del tirano amor, desengañadas,

Pálidas y dulcísimas doncellas,

Vosotras que lloráis desconsoladas

Solo el delito de nacer tan bellas;

Mirad entre las nubes sosegadas

Cómo cruzan el cielo las estrellas;

Que no hay duda, ni afán, ni desconsuelo

Que no se calme contemplando el cielo.

Y tú, tierna a mi voz, blanca hermosura,

Fuente de virginal melancolía,

Más hermosa a mis ojos y más pura

Que el rayo azul con que despunta el día;

Corazón abrasado de ternura,

Espíritu de amor y de armonía,

Ven y derrama en el tranquilo viento

El ámbar delicado de tu aliento.

La dulce vaguedad que me enajena

Aumenta la inquietud de mi deseo;

Tu voz perdida en el ambiente suena;

Donde mis ojos van tu sombra veo;

De amor y afán mi corazón se llena,

Porque en tu amor y en mi esperanza creo;

Y así suspende el sentimiento mío

La tibia noche del ardiente Estío.

Noche serena y misteriosa, en donde

p. 310Dormido vaga el pensamiento humano,

Todo a los ecos de tu voz responde,

La mar, el monte, la espesura, el llano;

Acaso Dios entre tu sombra esconde

La impenetrable luz de algún arcano;

Tal vez cubierta de tu inmenso velo

Se confunde la tierra con el cielo.


DON VENTURA RUIZ AGUILERA

92. Epístola

(A Don Damián Menéndez Rayón y Don Francisco Giner de los Ríos)

No arrojará cobarde el limpio acero

mientras oiga el clarín de la pelea,

soldado que su honor conserve entero;

ni del piloto el ánimo flaquea

porque rayos alumbren su camino

y el golfo inmenso alborotarse vea.

¡Siempre luchar!... del hombre es el destino;

y al que impávido lucha, con fe ardiente,

le da la gloria su laurel divino.

Por sosiego suspira eternamente;

pero ¿dónde se oculta, dónde mana

de esta sed inmortal la ansiada fuente?...

En el profundo valle, que se afana

cuando del año la estación florida

lo viste de verdura y luz temprana;

en las cumbres salvajes, donde anida

el águila que pone junto al cielo

p. 311su mansión de huracanes combatida,

el límite no encuentra de su anhelo;

ni porque esclava suya haga la suerte,

tras íntima inquietud y estéril duelo.

Aquel solo el varón dichoso y fuerte

será, que viva en paz con su conciencia

hasta el sueño apacible de la muerte.

¿Qué sirve el esplendor, qué la opulencia,

la oscuridad, ni holgada medianía,

si a sufrir el delito nos sentencia?

Choza del campesino, humilde y fría,

alcázar de los reyes, corpulento,

cuya altitud al monte desafía,

bien sé yo que, invisible como el viento,

huésped que el alma hiela, se ha sentado

de vuestro hogar al pie el remordimiento.

¿Qué fue del corso altivo, no domado

hasta asomar de España en las fronteras

cual cometa del cielo desgajado?

El poder que le dieron sus banderas

con asombro y terror de las naciones

¿colmó sus esperanzas lisonjeras?...

Cayó; y entre los bárbaros peñones

de su destierro, en las nocturnas horas

le acosaron fatídicas visiones;

y diéronle tristeza las auroras,

y en el manso murmullo de la brisa

voces oyó gemir acusadoras.

Más conforme recibe y más sumisa

la voluntad de Dios, el alma bella

que abrojos siempre lacerada pisa.

Francisco, así pasar vimos aquella

que te arrulló en sus brazos maternales,

p. 312y hoy, vestida de luz, los astros huella:

que al tocar del sepulcro los umbrales,

bañó su dulce faz con dulce rayo

la alborada de goces inmortales.

Y así, Damián, en el risueño mayo

de una vida sin mancha, como arbusto

que el aquilón derriba en el Moncayo,

pasó también tu hermano, y la del justo

severa majestad brilló en su frente,

de un alma religiosa templo augusto.

Huya de las ciudades el que intente

esquivar la batalla de la vida

y en el ocio perderla muellemente:

que a la virtud el riesgo no intimida;

cuando náufragos hay, los ojos cierra

y se lanza a la mar embravecida.

Avaro miserable es el que encierra

la fecunda semilla en el granero,

cuando larga escasez llora la tierra.

Compadecer la desventura quiero

del que, por no mirar la abierta llaga,

de su limosna priva al pordiosero.

Ebrio, y alegre, y victorioso vaga

el vicio por el mundo cortesano:

su canto de sirena ¿a quién no embriaga?

Los que dones reciben de su mano

himnos alzan de júbilo, y de flores

rinden tributo en el altar profano.

En tanto, de la fiesta a los rumores,

criaturas sin fin, herido el seno,

responden con el ¡ay! de sus dolores.

Mas el hombre de espíritu sereno

y de conciencia inquebrantable (roca

p. 313donde se estrella, sin mancharla, el cieno)

la horrible sien del ídolo destoca,

y con acento de anatema inflama

tal vez en noble ardor la turba loca.

Jinete de experiencia y limpia fama,

armado va de freno y dura espuela

donde una voz en abandono clama;

de heroica pasión en alas vuela,

y en ella clava el acicate agudo

por acudir al mal que le desvela.

Si un instante el error cegarle pudo,

los engañosos ímpetus reprime,

y es su propia razón freno y escudo.

Sin tregua combatir por el que gime;

defender la justicia y verdad santa,

llena la mente de ideal sublime;

caminar hacia el bien con firme planta,

a la edad consolando que agoniza,

apóstol de otra edad que se adelanta,

es empresa que al vulgo escandaliza;

por loco siempre o necio fue tenido

quien lanzas en su pro rompe en la liza.

Si a tierna compasión alguien movido

vio al generoso hidalgo de Cervantes,

¡cuántos, con risa, viéronle caído!

Acomete a quiméricos gigantes,

de sus delirios prodigiosa hechura,

y es de niños escarnio y de ignorantes.

Mas él, dándoles cuerpo, se figura

limpiar de monstruos la afligida tierra,

y llanto arranca al bueno su locura.

Así debe sufrir, en cruda guerra,

(sin vergonzoso pacto ni sosiego)

p. 314contra el mal, que a los débiles aterra,

el que abrasado en el celeste fuego

de inagotable caridad, no atiende

solo de su interés el torpe ruego.

Árbol de seco erial, las ramas tiende

al que rendido llega de fatiga,

y del sol, cariñoso, le defiende.

Él sabe que sus frutos no prodiga

heredad que se deja sin cultivo;

sabe que del sudor brota la espiga,

como de agua sonoro raudal vivo,

si del trabajo el útil instrumento

hiende la roca en que durmió cautivo.

¡Oh del bosque anhelado apartamiento,

cuyos olmos son arpas melodiosas

cuando sacude su follaje el viento!

¡Oh fresco valle, donde crecen rosas

de perfumado cáliz, y azucenas,

que liban las abejas codiciosas!

¡Oh soledades de armonías llenas!

en vano me brindáis ocio y amores,

mientras haya un esclavo entre cadenas.

Que aún pide con sacrílegos rumores

ver libre a Barrabás la muchedumbre

y alzados en la Cruz los redentores.

Que del sombrío Gólgota en la cumbre,

regada con la sangre del Cordero

sublime en humildad y mansedumbre,

mártires ¡ay! aún suben al madero

que ha de ser, convertido en árbol santo,

patria y hogar del universo entero.

Padecer es vivir; riego es el llanto

a quien la flor del alma, con su esencia

p. 315debe perpetuo y virginal encanto.

Amigos, bendecid la Providencia

si mandare a la vuestra ese rocío,

y nieguen los malvados su clemencia.

¡Qué alegre y qué gentil llega el navío

al puerto salvador, cuando aún le azota

con fiera saña el huracán bravío!

Así el justo halla al fin de su derrota

por el mar de la vida proceloso,

del claro cielo en la extensión remota

puerto seguro y eternal reposo.


DON GASPAR NÚÑEZ DE ARCE

93. Estrofas

I

La generosa musa de Quevedo

desbordose una vez como un torrente

y exclamó llena de viril denuedo:

«No he de callar, por más que con el dedo,

ya tocando los labios, ya la frente,

silencio avises o amenaces miedo.»

II

Y al estampar sobre la herida abierta

el hierro de su cólera encendido,

tembló la concusión que siempre alerta,

incansable y voraz, labra su nido,

como gusano ruin en carne muerta,

en todo Estado exánime y podrido.

p. 316III

Arranque de dolor, de ese profundo

dolor que se concentra en el misterio

y huye amargado del rumor del mundo,

fue su sangrienta sátira, cauterio

que aplicó sollozando al patrio imperio,

mísero, gangrenado y moribundo.

IV

¡Ah! si hoy pudiera resonar la lira

que con Quevedo descendió a la tumba,

en medio de esta universal mentira,

de este viento de escándalo que zumba,

de este fétido hedor que se respira,

de esta España moral que se derrumba;

V

De la viva y creciente incertidumbre

que en lucha estéril nuestra fuerza agota;

del huracán de sangre que alborota

el mar de la revuelta muchedumbre;

de la insaciable y honda podredumbre

que el rostro y la conciencia nos azota;

VI

De este horror, de este ciego desvarío

que cubre nuestras almas con un velo,

como el sepulcro, impenetrable y frío;

de este insensato pensamiento impío

que destituye a Dios, despuebla el cielo

y precipita el mundo en el vacío;

p. 317VII

Si en medio de esta borrascosa orgía

que infunde repugnancia al par que aterra,

esa lira estallara ¿qué sería?

Grito de indignación, canto de guerra,

que en las entrañas mismas de la tierra

la muerta humanidad conmovería.

VIII

Mas ¿porque el gran satírico no aliente

ha de haber quien contemple y autorice

tanta degradación, indiferente?

«¿No ha de haber un espíritu valiente?

¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?

¿Nunca se ha de decir lo que se siente?»

IX

¡Cuántos sueños de gloria evaporados

como las leves gotas de rocío

que apenas mojan los sedientos prados!

¡Cuánta ilusión perdida en el vacío,

y cuántos corazones anegados

en la amarga corriente del hastío!

X

No es la revolución raudal de plata

que fertiliza la extendida vega:

es sorda inundación que se desata.

No es viva luz que se difunde grata,

sino confuso resplandor que ciega

y tormentoso vértigo que mata.

p. 318XI

Al menos en el siglo desdichado

que aquel ilustre y vigoroso vate

con el rayo marcó de su censura,

podía el corazón atribulado

salir ileso del mortal combate

en alas de la fe radiante y pura.

XII

Y apartando la vista de aquel cieno

social, de aquellos fétidos despojos,

de aquel lúbrico y torpe desenfreno,

fijar llorando los ardientes ojos

en ese cielo azul, limpio y sereno,

de santa paz y de esperanza lleno.

XIII

Pero hoy ¿dónde mirar? Un golpe mismo

hiere al César y a Dios. Sorda carcoma

prepara el misterioso cataclismo,

y como en tiempo de la antigua Roma,

todo cruje, vacila y se desploma

en el cielo, en la tierra, en el abismo.

XIV

Perdida en tanta soledad la calma,

de noche eterna el corazón cubierto,

la gloria muda, desolada el alma,

en este pavoroso desconcierto

se eleva la Razón, como la palma

que crece triste y sola en el desierto.

p. 319XV

¡Triste y sola, es verdad! ¿Dónde hay miseria

mayor? ¿Dónde más rudo desconsuelo?

¿De qué la sirve desgarrar el velo

que envuelve y cubre la vivaz materia,

y con profundo, inextinguible anhelo

sondar la tierra, escudriñar el cielo;

XVI

Entregarse a merced del torbellino

y en la duda incesante que la aqueja

el secreto inquirir de su destino,

si a cada paso que adelanta deja

su fe inmortal, como el vellón la oveja,

enredada en las zarzas del camino?

XVII

¿Si a su culpada humillación se adhiere

con la constancia infame del beodo,

que goza en su abyección, y en ella muere?

¿Si ciega, y torpe, y degradada en todo,

desconoce su origen, y prefiere

a descender de Dios, surgir del lodo?

XVIII

¡Libertad, libertad! No eres aquella

virgen, de blanca túnica ceñida,

que vi en mis sueños pudibunda y bella.

No eres, no, la deidad esclarecida

que alumbra con su luz, como una estrella,

los oscuros abismos de la vida.

p. 320XIX

No eres la fuente de perenne gloria

que dignifica el corazón humano

y engrandece esta vida transitoria.

No el ángel vengador que con su mano

imprime en las espaldas del tirano

el hierro enrojecido de la historia.

XX

No eres la vaga aparición que sigo

con hondo afán desde mi edad primera,

sin alcanzarla nunca... Mas ¿qué digo?

No eres la libertad, disfraces fuera,

¡licencia desgreñada, vil ramera

del motín, te conozco y te maldigo!

XXI

¡Ah! No es extraño que sin luz ni guía,

los humanos instintos se desborden

con el rugido del volcán que estalla,

y en medio del tumulto y la anarquía,

como corcel indómito el desorden

no respete ni látigo ni valla.

XXII

¿Quién podrá detenerle en su carrera?

¿Quién templar los impulsos de la fiera

y loca multitud enardecida,

que principia a dudar y ya no espera

hallar en otra luminosa esfera,

bálsamo a los dolores de esta vida?

p. 321XXIII

Como Cristo en la cúspide del monte,

rotas ya sus mortales ligaduras,

mira doquier con ojos espantados,

por toda la extensión del horizonte

dilatarse a sus pies vastas llanuras,

ricas ciudades, fértiles collados.

XXIV

Y excitando su afán calenturiento

tanta grandeza y tanto poderío,

de la codicia el persuasivo acento

grítale audaz: —¡El cielo está vacío!

¿A quién temer?— Y ronca y sin aliento

la muchedumbre grita: —¡Todo es mío!—

XXV

Y en el tumulto su puñal afila,

y la enconada cólera que encierra

enturbia y enardece su pupila,

y ensordeciendo el aire en son de guerra

hace temblar bajo sus pies la tierra,

como las hordas bárbaras de Atila.

XXVI

No esperéis que esa turba alborotada

infunda nueva sangre generosa

en las venas de Europa desmayada;

ni que termine su fatal jornada,

sobre el ara desierta y polvorosa

otro Dios levantando con su espada.

p. 322XXVII

No esperéis, no, que la confusa plebe,

como santo depósito en su pecho

nobles instintos y virtudes lleve.

Hallará el mundo a su codicia estrecho,

que es la fuerza, es el número, es el hecho

brutal ¡es la materia que se mueve!

XXVIII

Y buscará la libertad en vano;

que no arraiga en los crímenes la idea,

ni entre las olas fructifica el grano.

Su castigo en sus iras centellea

pronto a estallar; que el rayo y el tirano

hermanos son. ¡La tempestad los crea!

94. Tristezas

Cuando recuerdo la piedad sincera

con que en mi edad primera

entraba en nuestras viejas catedrales,

donde postrado ante la cruz de hinojos

alzaba a Dios mis ojos,

soñando en las venturas celestiales;

Hoy que mi frente atónito golpeo,

y con febril deseo

busco los restos de mi fe perdida,

por hallarla otra vez, radiante y bella

como en la edad aquella,

¡desgraciado de mí! diera la vida.

p. 323¡Con qué profundo amor, niño inocente,

prosternaba mi frente

en las losas del templo sacrosanto!

Llenábase mi joven fantasía

de luz, de poesía,

de mudo asombro, de terrible espanto.

Aquellas altas bóvedas que al cielo

levantaban mi anhelo;

aquella majestad solemne y grave;

aquel pausado canto, parecido

a un doliente gemido,

que retumbaba en la espaciosa nave;

Las marmóreas y austeras esculturas

de antiguas sepulturas,

aspiración del arte a lo infinito;

la luz que por los vidrios de colores

sus tibios resplandores

quebraba en los pilares de granito;

Haces de donde en curva fugitiva,

para formar la ojiva,

cada ramal subiendo se separa,

cual del rumor de multitud que ruega,

cuando a los cielos llega,

surge cada oración distinta y clara;

En el gótico altar inmoble y fijo

el santo crucifijo,

que extiende sin vigor sus brazos yertos,

siempre en la sorda lucha de la vida,

tan áspera y reñida,

para el dolor y la humildad abiertos;

p. 324El místico clamor de la campana

que sobre el alma humana

de las caladas torres se despeña,

y anuncia y lleva en sus aladas notas

mil promesas ignotas

al triste corazón que sufre o sueña;

Todo elevaba mi ánimo intranquilo

a más sereno asilo:

religión, arte, soledad, misterio...

todo en el templo secular hacía

vibrar el alma mía,

como vibran las cuerdas de un salterio.

Y a esta voz interior que solo entiende

quien crédulo se enciende

en fervoroso y celestial cariño,

envuelta en sus flotantes vestiduras

volaba a las alturas,

virgen sin mancha, mi oración de niño.

Su rauda, viva y luminosa huella

como fugaz centella

traspasaba el espacio, y ante el puro

resplandor de sus alas de querube,

rasgábase la nube

que me ocultaba el inmortal seguro.

¡Oh anhelo de esta vida transitoria!

¡Oh perdurable gloria!

¡Oh sed inextinguible del deseo!

¡Oh cielo, que antes para mí tenías

fulgores y armonías,

y hoy tan oscuro y desolado veo!

p. 325Ya no templas mis íntimos pesares,

ya al pie de tus altares

como en mis años de candor no acudo.

Para llegar a ti perdí el camino,

y errante peregrino

entre tinieblas desespero y dudo.

Voy espantado sin saber por dónde;

grito, y nadie responde

a mi angustiada voz; alzo los ojos

y a penetrar la lobreguez no alcanzo;

medrosamente avanzo,

y me hieren el alma los abrojos.

Hijo del siglo, en vano me resisto

a su impiedad, ¡oh Cristo!

Su grandeza satánica me oprime.

Siglo de maravillas y de asombros,

levanta sobre escombros

un Dios sin esperanza, un Dios que gime.

¡Y ese Dios no eres tú! No tu serena

faz, de consuelos llena,

alumbra y guía nuestro incierto paso.

Es otro Dios incógnito y sombrío:

su cielo es el vacío,

Sacerdote el error, ley el Acaso.

¡Ay! No recuerda el ánimo suspenso

un siglo más inmenso,

más rebelde a tu voz, más atrevido;

entre nubes de fuego alza su frente,

como Luzbel, potente;

pero también, como Luzbel, caído.

p. 326A medida que marcha y que investiga

es mayor su fatiga,

es su noche más honda y más oscura,

y pasma, al ver lo que padece y sabe,

cómo en su seno cabe

tanta grandeza y tanta desventura.

Como la nave sin timón y rota

que el ronco mar azota,

incendia el rayo y la borrasca mece

en piélago ignorado y proceloso,

nuestro siglo —coloso—

con la luz que le abrasa, resplandece.

¡Y está la playa mística tan lejos!...

a los tristes reflejos

del sol poniente se colora y brilla.

El huracán arrecia, el bajel arde,

y es tarde, es ¡ay! muy tarde

para alcanzar la sosegada orilla.

¿Qué es la ciencia sin fe? Corcel sin freno,

a todo yugo ajeno,

que al impulso del vértigo se entrega,

y a través de intrincadas espesuras,

desbocado y a oscuras

avanza sin cesar y nunca llega.

¡Llegar! ¿Adónde?... El pensamiento humano

en vano lucha, en vano

su ley oculta y misteriosa infringe.

En la lumbre del sol sus alas quema,

y no aclara el problema,

ni penetra el enigma de la Esfinge.

p. 327¡Sálvanos, Cristo, sálvanos, si es cierto

que tu poder no ha muerto!

Salva a esta sociedad desventurada,

que bajo el peso de su orgullo mismo

rueda al profundo abismo

acaso más enferma que culpada.

La ciencia audaz, cuando de ti se aleja,

en nuestras almas deja

el germen de recónditos dolores,

como al tender el vuelo hacia la altura,

deja su larva impura

el insecto en el cáliz de las flores.

Si en esta confusión honda y sombría

es, Señor, todavía

raudal de vida tu palabra santa,

di a nuestra fe desalentada y yerta:

—¡Anímate y despierta!

Como dijiste a Lázaro: —¡Levanta!


DON GUSTAVO A. BÉCQUER

95. Rimas

Del salón en el ángulo oscuro,

De su dueño tal vez olvidada,

Silenciosa y cubierta de polvo

Veíase el arpa.

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,

Como el pájaro duerme en las ramas,

p. 328Esperando la mano de nieve

Que sabe arrancarla!

¡Ay! pensé; ¡cuántas veces el genio

Así duerme en el fondo del alma,

Y una voz, como Lázaro, espera

Que le diga: «¡Levántate y anda!»

96.

Cerraron sus ojos

Que aún tenía abiertos;

Taparon su cara

Con un blanco lienzo;

Y unos sollozando,

Otros en silencio,

De la triste alcoba

Todos se salieron.

La luz, que en un vaso

Ardía en el suelo,

Al muro arrojaba

La sombra del lecho;

Y entre aquella sombra

Veíase a intérvalos

Dibujarse rígida

La forma del cuerpo.

Despertaba el día

Y a su albor primero

Con sus mil ruïdos

Despertaba el pueblo.

Ante aquel contraste

p. 329De vida y misterios,

De luz y tinieblas,

Medité un momento:

«¡Dios mío, qué solos

Se quedan los muertos!»

De la casa en hombros

Lleváronla al templo

Y en una capilla

Dejaron el féretro.

Allí rodearon

Sus pálidos restos

De amarillas velas

Y de paños negros.

Al dar de las ánimas

El toque postrero,

Acabó una vieja

Sus últimos rezos;

Cruzó la ancha nave,

Las puertas gimieron,

Y el santo recinto

Quedose desierto.

De un reloj se oía

Compasado el péndulo,

Y de algunos cirios

El chisporroteo.

Tan medroso y triste,

Tan oscuro y yerto

Todo se encontraba...

Que pensé un momento:

«¡Dios mío, qué solos

Se quedan los muertos!»

p. 330De la alta campana

La lengua de hierro,

Le dio, volteando,

Su adiós lastimero.

El luto en las ropas,

Amigos y deudos

Cruzaron en fila,

Formando el cortejo.

Del último asilo,

Oscuro y estrecho,

Abrió la piqueta

El nicho a un extremo.

Allí la acostaron,

Tapiáronle luego,

Y con un saludo

Despidiose el duelo.

La piqueta al hombro,

El sepulturero

Cantando entre dientes

Se perdió a lo lejos.

La noche se entraba,

Reinaba el silencio;

Perdido en las sombras,

Medité un momento:

«¡Dios mío, qué solos

Se quedan los muertos!»

En las largas noches

Del helado invierno,

Cuando las maderas

Crujir hace el viento

p. 331Y azota los vidrios

El fuerte aguacero,

De la pobre niña

A solas me acuerdo.

Allí cae la lluvia

Con un son eterno;

Allí la combate

El soplo del cierzo.

Del húmedo muro

Tendida en el hueco,

¡Acaso de frío

Se hielan sus huesos!...

. . . . . . . . . . . . . . .

¿Vuelve el polvo al polvo?

¿Vuela el alma al cielo?

¿Todo es vil materia,

Podredumbre y cieno?

¡No sé; pero hay algo

Que explicar no puedo,

Que al par nos infunde

Repugnancia y miedo,

Al dejar tan tristes,

Tan solos los muertos!


DON VICENTE W. QUEROL

97. Carta

al Sr. D. Pedro A. de Alarcón, acerca de la Poesía

Amigo, cedo al fin. Los que dispersos

Entregué al aire vano

p. 332En mi edad juvenil fútiles versos,

Hoy con piadosa mano

Recojo y cierro en el modesto libro,

Que al triste olvido de la edad entrego,

O al duro fallo de los tiempos libro.

Lo engendré en la nocturna

Fiebre de mis pasiones primerizas,

Y hoy guardo en él, como en sagrada urna,

Del corazón las cálidas cenizas.

En él están mis infantiles sueños,

El laurel disputado en arduas lizas,

De la osada ambición locos empeños,

La fe jurada, la esperanza muerta,

La aspiración incierta,

Los horizontes del amor risueños:

Cuanto amé y esperé. Huecas y frías

En el oído extraño,

Ajeno a mi placer, sordo a mi daño,

Sonarán siempre las canciones mías;

Pero, al volver sus páginas, yo encuentro

Mi gozo entre ellas o mi antigua angustia,

Cual suele hallarse dentro

De un olvidado libro una flor mustia.


Yo cobarde no oculto

Mi fe en ti, desdeñada Poesía,

Ni el ciego amor y el fervoroso culto

Con que en tus aras me postré algún día:

No reniego de ti cuando la mofa,

Cuando el villano insulto

Responden solo a tu vibrante estrofa:

p. 333No aparto de mi labio

De tu cáliz de hiel las negras heces,

Ni te abandono al miserable agravio,

O a las burlas soeces

Del vulgo, indigno de tu noble estro;

Y cuando ante el siniestro

Tribunal vas de tus inicuos jueces,

Yo, discípulo tuyo, por tres veces

No negaré al Maestro.


¡Santa palabra de Jehová!

—Con ella

Moisés cantó el enojo

Con que borró de Faraón la huella

En sus líquidos antros el Mar-Rojo:

Con ella sobre Nínive, sujeta

Al yugo del pecado, y sobre Tiro,

Y en la ancha plaza de Sidón inquieta,

Quejumbroso suspiro

O eterna maldición lanzó el Profeta:

Con ella junto al cauce

Del extranjero río, su salterio

Colgando al tronco del umbroso sauce,

Lloró Judá su amargo cautiverio:

Con ella dijo su doliente cuita

Job a la inmunda fiera del desierto;

Y con ella la hermosa Sulamita

Cantó al amor en su cercado huerto.


¡Numen severo de la historia!

p. 334—¡Vive

Todo lo que el poeta

Con sabio ritmo sonoroso escribe;

Muere lo que desdeña!— Allá, en la vaga

Muda extensión del páramo infinito,

La soberbia pirámide naufraga:

La esfinge de granito

Se hunde en la arena movediza: el verde

Musgo los templos de Ática sepulta:

La corva reja del arado muerde

Las feraces colinas

Donde su oprobio Babilonia oculta:

El rebaño del árabe se pierde

Entre las vastas ruinas

Que cubren tus llanuras, oh Cartago;

Mientras que en las vecinas

Costas de Italia, con el propio estrago,

Tu egregia vencedora,

La Reina de las águilas latinas,

Sola, entre tumbas profanadas llora.


Envuelta en el sudario

De un vergonzoso olvido,

Fuera la Tierra el miserable osario

De las humanas razas, si el gemido

O el cántico de gloria

De los antiguos vates,

Eco veraz de la solemne historia,

No nos trajera en clamoroso ruido

Sus fragorosas ruinas y combates,

Ayes de muerte y gritos de victoria.

p. 335De un siglo al otro siglo el viento lleva

En las vibrantes cuerdas de la lira,

La predicción de la esperanza nueva

O el triste llanto de la edad que expira,

Y como en la callada

Soledad de las noches de astro en astro

Vuela el pálido rastro

De la luz increada,

Así el vate, en la oscura

Noche del tiempo que el pasado esconde,

Habla a los bardos de la edad futura,

Y Osián los cantos de Ilión murmura

Y Dante al salmo de David responde.


¡Hija de la Belleza!

—A la alborada

De blanca luz ceñida,

A la aurora de púrpura bañada,

Y en la tarde apagada

De húmeda niebla y de vapor vestida.

Son sus joyas las perlas del rocío,

Las flores son sus galas,

Su claro espejo el trasparente río,

Los céfiros sus alas.

Las rojas nubes sus movibles tiendas,

Su blanda cuna las inciertas olas,

Y el ancho espacio las etéreas sendas

Por donde marcha a solas.

Gime en la selva que estremece el viento,

Triste en la fuente solitaria llora,

Canta del ave en el alegre acento,

p. 336Ríe en la luz de la naciente aurora;

Y cuando cruza con callado vuelo

La tierra, el mar o el cielo,

Todo en ritmo sonoro

Vibra al compás del cadencioso metro,

Y en luminoso coro

Van las estrellas de oro

Rodando en torno a su extendido cetro.


¡Hija del sentimiento!

—En la indecisa

Vaguedad del espíritu: en la calma

De la conciencia justa:

Del débil niño en la infantil sonrisa;

En los deliquios lánguidos del alma;

Del corazón en la soberbia augusta:

En la ira noble, en el amor materno,

En la ansia no cumplida,

En los hastíos de la humana vida

Y en el místico amor de un bien eterno:

En el lóbrego abismo,

Cárcel que la pasión fiera quebranta,

En el grito febril del heroísmo,

Y en la oculta virtud, callada y santa,

Como en el crimen mismo,

Ella, la Poesía,

Surge y cruza sombría,

Y el puñal blande o la oración murmura:

Ciñe a la virgen los nupciales velos:

Solloza en la olvidada sepultura,

Y, en los humanos duelos,

p. 337Con la tendida diestra

A toda angustia inconsolable muestra

La eterna luz de los abiertos cielos.


Tal, en la edad confusa

En que a la vida el corazón despierta,

Yo, la soñada Musa

Vi en el dintel de la cerrada puerta,

Que mi ambición ilusa

Juzgó a la gloria y la esperanza abierta.

No entré... pero en mi oído

Sonó el grande ruïdo

De los santos acordes celestiales;

Y aun hoy, en este olvido

Y en esta amiga sombra,

Donde es la paz un díctamo a mis males,

Entre el silencio escucho, y aun me asombra,

El rumor de los himnos inmortales.


Tú, que has unido a ellos,

Oh dulce amigo, tu canción sonora,

Y alumbraste con vívidos destellos

Esta noche del alma abrumadora:

Brioso corazón que en las bastardas

Horas sin fe que nos legó el destino,

Inmaculado aun guardas

De una alta estirpe el resplandor divino,

Abre el libro y no temas,

Al revolver las hojas

p. 338De mis pobres poemas,

Que ose en ellos cantar glorias supremas

Ni supremas congojas.

El débil numen que mi verso inspira

Nunca osó ambicionar más noble palma

Que traducir fielmente con la lira

La efusión de mi alma.

98. En Noche-Buena

A mis ancianos padres

I

Un año más en el hogar paterno

Celebramos la fiesta del Dios-niño,

Símbolo augusto del amor eterno,

Cuando cubre los montes el invierno

Con su manto de armiño.

II

Como en el día de la fausta boda

O en el que el santo de los padres llega,

La turba alegre de los niños juega,

Y en la ancha sala la familia toda

De noche se congrega.

III

La roja lumbre de los troncos brilla

Del pequeño dormido en la mejilla,

p. 339Que con tímido afán su madre besa;

Y se refleja alegre en la vajilla

De la dispuesta mesa.

IV

A su sobrino, que lo escucha atento,

Mi hermana dice el pavoroso cuento,

Y mi otra hermana la canción modula

Que, o bien surge vibrante, o bien ondula

Prolongada en el viento.

V

Mi madre tiende las rugosas manos

Al nieto que huye por la blanda alfombra;

Hablan de pie mi padre y mis hermanos,

Mientras yo, recatándome en la sombra,

Pienso en hondos arcanos.

VI

Pienso que de los días de ventura

Las horas van apresurando el paso,

Y que empaña el oriente niebla oscura,

Cuando aun el rayo trémulo fulgura

Último del ocaso.

VII

¡Padres míos, mi amor! ¡Cómo envenena

Las breves dichas el temor del daño!

Hoy presidís nuestra modesta cena,

Pero en el porvenir... yo sé que un año

Vendrá sin Noche-Buena.

p. 340VIII

Vendrá, y las que hoy son risas y alborozo

Serán muda aflicción y hondo sollozo.

No cantará mi hermana, y mi sobrina

No escuchará la historia peregrina

Que le da miedo y gozo.

IX

No dará nuestro hogar rojos destellos

Sobre el limpio cristal de la vajilla,

Y, si alguien osa hablar, será de aquellos

Que hoy honran nuestra fiesta tan sencilla

Con sus blancos cabellos.

X

Blancos cabellos cuya amada hebra

Es cual corona de laurel de plata,

Mejor que esas coronas que celebra

La vil lisonja, la ignorancia acata,

Y el infortunio quiebra.

XI

¡Padres míos, mi amor! Cuando contemplo

La sublime bondad de vuestro rostro,

Mi alma a los trances de la vida templo,

Y ante esa imagen para orar me postro,

Cual me postro en el templo.

XII

Cada arruga que surca ese semblante

Es del trabajo la profunda huella,

p. 341O fue un dolor de vuestro pecho amante.

La historia fiel de una época distante

Puedo leer yo en ella.

XIII

La historia de los tiempos sin ventura

En que luchasteis con la adversa suerte,

Y en que, tras negras horas de amargura,

Mi madre se sintió más noble y pura

Y mi padre más fuerte.

XIV

Cuando la noche toda en la cansada

Labor tuvísteis vuestros ojos fijos,

Y, al venceros el sueño a la alborada,

Fuerzas os dio posar vuestra mirada

En los dormidos hijos.

XV

Las lágrimas correr una tras una

Con noble orgullo por mi faz yo siento,

Pensando que hayan sido por fortuna,

Esas honradas manos mi sustento

Y esos brazos mi cuna.

XVI

¡Padres míos, mi amor! Mi alma quisiera

Pagaros hoy la que en mi edad primera

Sufristeis sin gemir, lenta agonía,

Y que cada dolor de entonces fuera

Germen de una alegría.

p. 342XVII

Entonces vuestro mal curaba el gozo

De ver al hijo convertirse en mozo,

Mientras que al verme yo en vuestra presencia

Siento mi dicha ahogada en el sollozo

De una temida ausencia.

XVIII

Si el vigor juvenil volver de nuevo

Pudiese a vuestra edad, ¿por qué estas penas?

Yo os daría mi sangre de mancebo,

Tornando así con ella a vuestras venas

Esta vida que os debo.

XIX

Que de tal modo la aflicción me embarga

Pensando en la posible despedida,

Que imagino ha de ser tarea amarga

Llevar la vida, como inútil carga,

Después de vuestra vida.

XX

Ese plazo fatal, sordo, inflexible,

Miro acercarse con profundo espanto,

Y en dudas grita el corazón sensible:

«Si aplacar al destino es imposible,

¿Para qué amarnos tanto?»

XXI

Para estar juntos en la vida eterna

Cuando acabe esta vida transitoria:

p. 343Si Dios, que el curso universal gobierna,

Nos devuelve en el cielo esta unión tierna,

Yo no aspiro a más gloria.

XXII

Pero en tanto, buen Dios, mi mejor palma

Será que prolonguéis la dulce calma

Que hoy nuestro hogar en su recinto encierra:

Para marchar yo solo por la tierra

No hay fuerzas en mi alma.


DON FEDERICO BALART

99. Restitución

Estas pobres canciones que te consagro,

En mi mente han nacido por un milagro.

Desnudas de las galas que presta el arte,

Mi voluntad en ellas no tiene parte:

Yo no sé resistirlas ni suscitarlas;

Yo ni aun sé comprenderlas al formularlas;

Y es en mí su lamento, sentido y grave,

Natural como el trino que lanza el ave.

Santas inspiraciones que tú me envías,

Puedo decir, esposa, que no son mías:

Pensamiento y palabra de ti recibo:

Tú en silencio las dictas; yo las escribo.


Desde que abandonaste nuestra morada,

De la mortal escoria purificada,

p. 344Transformado está el fondo del alma mía,

Y voces oigo en ella que antes no oía.

Todo cuanto, en la tierra y el mar y el viento,

Tiene matiz, aroma, forma o acento,

De mi ánimo abatido turba la calma

Y en canción se convierte dentro del alma.

Y es que, en estas tinieblas donde me pierdo,

Todo está confundido con tu recuerdo:

¡Sin él, todo es silencio, sombra y vacío

En la tierra y el viento y el mar bravío!


Revueltos peñascales, áspera breña

Donde salta el torrente de peña en peña;

Corrientes bullidoras del claro río;

Religiosos murmullos del bosque umbrío;

Tórtola que en sus frondas unes tus quejas

Al calmante zumbido de las abejas;

Águila que levantas el corvo vuelo

Por el azul espacio que cubre el cielo;

Golondrina que emigras cuando el Octubre,

Con sus pálidas hojas el suelo cubre,

Y al amor de tu nido tornas ligera

Cuando esparce sus flores la primavera;

Aura mansa que llevas, en vuelo tardo,

Efluvios de azucena, jazmín y nardo;

Brisas que en el desierto sois mensajeras

De los tiernos amores de las palmeras

(¡De las pobres palmeras que, separadas,

Se miran silenciosas y enamoradas!);

Pardas nieblas del valle, nieves del monte,

Cambiantes y vislumbres del horizonte;

Tempestad que bramando con ronco acento

p. 345Tus cabellos de lluvia tiendes al viento;

Solitaria ensenada, restinga ignota

Donde oculta su nido la gavïota;

Olas embravecidas que pone a raya

Con sus rubias arenas la corva playa;

Grutas donde repiten con sordo acento

Sus querellas y halagos la mar y el viento;

Velas desconocidas que en lontananza

Pasáis como los sueños de la esperanza;

Nebuloso horizonte, tras cuyo velo

Sus límites confunden la mar y el cielo;

Rayo de sol poniente que te abres paso

Por los rotos celajes del triste ocaso;

Melancólico rayo de blanca luna

Reflejado en la cresta de escueta duna;

Negra noche que dejas de monte a monte

Granizado de estrellas el horizonte;

Lamento misterioso de la campana

Que en la nocturna sombra suena lejana,

Pidiendo por ciudades y por desiertos

La oración de los vivos para los muertos;

Plegaria que te elevas entre la nube

Del incienso que en ondas al cielo sube

Cuando al Señor dirigen himnos fervientes

Santos anacoretas y penitentes:

Catedrales ruinosas, mudas y muertas,

Cuyas góticas naves hallo desiertas,

Cuyas leves agujas, al cielo alzadas,

Parecen oraciones petrificadas;

Torres donde, por cima de la veleta

Que a merced de los vientos se agita inquieta,

Señalando regiones que nadie ha visto

Tiende inmóvil sus brazos la fe de Cristo:

p. 346Luces, sombras, murmullos, flores, espumas,

Transparentes neblinas, espesas brumas,

Valles, montes, abismos, tormentas, mares,

Auras, brisas, aromas, nidos y altares,

Vosotras en el fondo del alma mía

Despertáis siempre un eco de poesía:

Y es que siempre a vosotros encuentro unido

El recuerdo doliente del bien perdido.

Sin él, ¿qué es la grandeza, qué es el tesoro

De la tierra y el viento y el mar sonoro?


Ya lo ves: las canciones que te consagro,

En mi mente han nacido por un milagro.

Nada en ellas es mío, todo es don tuyo:

Por eso a ti, de hinojos, las restituyo.

¡Pobres hojas caídas de la arboleda,

Sin su verdor el alma desnuda queda!

Pero no, que aún te deben mis desventuras

Otras más delicadas, otras más puras:

Canciones que, por miedo de profanarlas,

En el alma conservo sin pronunciarlas;

Recuerdos de las horas que, embelesado,

En nuestro pobre albergue pasé a tu lado,

Cuando al alma y al cuerpo daban pujanza

Juventud y cariño, fe y esperanza;

Cuando, lejos del mundo parlero y vano,

Íbamos por la vida mano con mano;

Cuando, húmedos los ojos, juntas las palmas,

En una se fundían nuestras dos almas:

Canciones silenciosas que el alma hieren;

Canciones que en mí nacen y que en mí mueren;

p. 347¡Hechizadas canciones, con cuyo encanto

A mis áridos ojos se agolpa el llanto!

Y aun a veces aplacan mis amarguras

Otras más misteriosas, otras más puras:

Canciones sin palabra, sin pensamiento,

Vagas emanaciones del sentimiento;

Silencioso gemido de amor y pena

Que, en el fondo del pecho, callado suena;

Aspiración confusa que, en vivo anhelo,

Ya es canción, ya plegaria que sube al cielo;

Inquietudes del alma, de amor herida;

Vagos presentimientos de la otra vida;

Éxtasis de la mente que a Dios se lanza;

Luminosos destellos de la esperanza;

Voces que me aseguran que podré verte

Cuando al mundo mis ojos cierre la muerte:

¡Canciones que, por santas, no tienen nombres

En la lengua grosera que hablan los hombres!

Esas son las que endulzan mi amargo duelo;

Esas son las que el alma llaman al cielo;

Esas de mi esperanza fijan el polo,

¡Y esas son las que guardo para mí solo!


DON MANUEL DEL PALACIO

100. Amor oculto

Ya de mi amor la confesión sincera

Oyeron tus calladas celosías,

Y fue testigo de las ansias mías

La luna, de los tristes compañera.

p. 348Tu nombre dice el ave placentera

A quien visito yo todos los días,

Y alegran mis soñadas alegrías

El valle, el monte, la comarca entera.

Solo tú mi secreto no conoces,

Por más que el alma con latido ardiente,

Sin yo quererlo, te lo diga a voces;

Y acaso has de ignorarlo eternamente,

Como las ondas de la mar veloces

La ofrenda ignoran que les da la fuente.

FIN


NOTAS

[1] Poeta del Siglo XVI. No constan las fechas de su nacimiento ni de su muerte.

[2] El Duque de Frías.

[3] Enrique Gil.