The Project Gutenberg eBook of Clemencia: Novela de costumbres

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Title: Clemencia: Novela de costumbres

Author: Fernán Caballero

Release date: September 12, 2019 [eBook #60284]
Most recently updated: January 24, 2021

Language: Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK CLEMENCIA: NOVELA DE COSTUMBRES ***


Parte Primera.,
Capítulo: I., II., III., IV., V., VI., VII., VIII., IX., X., XI., XII.,

Parte Segunda.,
Capítulo: I., II., III., IV., V., VI., VII., VIII., IX., X., XI.,

Parte Tercera.,
Capítulo: I., II., III., IV., V., VI., VII., VIII., IX., X., XI., XII.,

Epilogo.

Significado De Algunas Palabras Andaluzas.

Notas.

COLECCION DE AUTORES ESPAÑOLES.

Tomo I.

CLEMENCIA.

NOVELA DE COSTUMBRES
POR
F E R N A N   C A B A L L E R O.



LEIPZIG:
F. A. BROCKHAUS.
——
1883.
{1}

PARTE PRIMERA.

CAPITULO I.

Aux poètes dramatiques l’action, aux romanciers l’analyse du cœur.
A los poetas dramáticos pertenece la accion, y á los novelistas el análisis del corazon.
J. A. David.
Pour bien voir, il faut avoir regardé beaucoup.
Para bien ver, es preciso haber mirado mucho.
Alexis Du Valon.
Le style vient des idées et non des mots.
El estilo nace de las ideas y no de las palabras.
Balzac.

No se canse Vd., D. Silvestre; cada casa es un mundo, — decia una tarde del verano de 1844 la Marquesa de Cortegana á su amigo y compadre D. Silvestre Sarmiento, miéntras este sorbia paladeándola una taza de café. — Tómelo Vd. por arriba, tómelo Vd. por abajo, cada casa es un mundo, aunque Vd. diga que no.

— Señora, yo no digo ni que sí ni que no.

— Así es Vd. en todo: ¡bendito Dios que le ha criado mas fresco que una lechuga! Como si no tuviese yo bastante con dos hijas, me manda Dios esa sobrina! Una sobrina... la cosa mas inútil del mundo!...

— Es una perla, Marquesa.

— Sí, una perla, que es para mí lo que fué la otra para el gallo! Capaz {2}es Vd. de sostenerme que es una suerte, y que he ganado á la lotería!

— Yo no sostengo nada, señora.

— Pero lo da Vd. á entender, que es lo mismo. ¡Así cayesen en casa de Vd., llovidos del techo, media docena de sobrinos! Ya veríamos la cara que Vd. ponia.

— Señora, yo no soy rico, y es claro que me apurarian.

— Ya, ¡si Vd. cree que con dinero se compone todo!...

— No creo eso, Marquesa; pero creo que con dinero son las cargas ménos gravosas.

— ¡Así pudiese yo endosarle á Vd. mi sobrina! esa que Vd. llama perla. ¡Vaya! Como si no me sobrase con las dos perlas de mis hijas para darme que hacer! ¡Perlas! Cuidados sí que son las niñas.

— ¿Y por qué no la dejó Vd. en el convento?

— ¿Con diez y seis años la habia de dejar en el convento, para que toda Sevilla me quitase el pellejo, y me llamase tia tiránica? ¡Tiene Vd. unas cosas!...

— En efecto, tiene Vd. razon: ha sido acertado y ha hecho muy bien en sacarla del convento.

— ¿Que he hecho bien? Eso le parece á Vd. Pues no faltará á quien le parezca que he hecho mal.

La Marquesa era una mujer de cuarenta y ocho años; pero su completa falta de pretensiones y la exagerada sencillez de su traje y de sus maneras, la hacian aparecer de mas edad. Habia quedado viuda hacia algunos años, disfrutando de pingües rentas, las que tenia la habilidad de gastar todas, y á veces tomándolas anticipadamente, sin que nadie, ni ella misma, pudiese decir en qué. Era esto tanto mas estraño, cuanto que la señora, sin ser cicatera, no era generosa; sin ser agarrada, no era rumbosa; sin ser codiciosa, no era espléndida; y sin ser ordenada, no era tampoco despilfarrada. En lo demas de su carácter se hallaban iguales anomalías, puesto que sin ser malévola no hacia sino contradecir, sin tener mal carácter no hacia sino regañar, y sin ser maligna era contraria á todo. Así se ven á menudo en las gentes defectos y malas propensiones, que no son hijos del corazon ni del carácter, sino malas costumbres, que no corregidas en un principio, se arraigan como plantas parásitas. Pero el gran rasgo característico de esta señora era el de vivir apu{3}rada. La Marquesa no podia vivir sin un apuro que la agitase, siendo por consiguiente la antítesis de ciertos enfermos que no pueden vivir sin una dósis de opio que los calme; con la particularidad de que en invierno una gotera, y en verano un desgarron en la vela ó toldo que cubria el patio de su casa, la impresionaban y desazonaban mas que algunas calaveradas de marca mayor de su hijo el mayorazgo, ó la pérdida de una cosecha. Cuando no tenia un apuro que esplotar, se lo forjaba; y no solo disfrutaba ella de su creacion fantástica, sino que se incomodaba cuando los demas no la reconocian como cosa cierta y real. Pertenecia, pues, esta señora á la falange de Jeremías, que pasan su vida quejándose en un tono lloron que les es propio, como al mochuelo su lastimero canto. Se quejan de todo: de su salud aunque sea buena; de desgana, y comen bien; de desvelo, y duermen como marmotas; y con el mismo desconsuelo se quejan de los malos tiempos y de los mosquitos, de las contribuciones y de los portes de correo, de la muerte de personas queridas, y de que alumbra mal el reverbero: se quejan hasta de las cosas favorables, á las que siempre encuentra un pero, para servir de pábulo á sus lamentaciones.

Nacian en parte los defectos de esta señora de haber sido toda su vida muy mimada, primero por sus padres, luego por su marido, que fué un bendito y le siguió la corriente, y por los amigos de este, que hicieron lo que él: de lo que resultó que siendo la Marquesa una excelente criatura, aunque de pocos alcances, se habia hecho un ente personal é insufrible.

El hermano mayor de la Marquesa habia casado en Madrid, y estaba establecido allí, así como una hermana, viuda sin hijos de un hombre muy rico, alto funcionario de Ultramar, señora bastante amiga de mangonear y de intrigar, que era el Tu autem de la familia.

Por parte de su marido no habia conocido mas pariente cercano que un cuñado, que sirvió, y murió en campaña, dejando á su mujer embarazada; la que poco despues falleció en el parto de una niña, que recogió su tio, el difunto Marques, y la hizo educar en un convento; á la cual ahora acababa la Marquesa de traer á su lado, como hemos visto por{4} la conversacion antecedente. Tambien vimos que la Marquesa hizo mencion de dos hijas.

La mayor, Constancia, que tenia diez y nueve años, era grave, concentrada, arisca y callada. Era alta, en estremo delgada, y de constitucion nerviosa. Sus facciones eran bellas y regulares, y sus ojos negros hubieran sido encantadores, á no haber en ellos algo de esquivo, duro y altanero, que marcadamente rechazaba. Bien fuese por causa de su carácter, ó bien por la viciosa educacion que le diera su madre, ó bien por algun mal estar físico ó moral, ello es que en sus maneras era generalmente displicente y díscola. Su madre la calificaba de rara.

La segunda, que se llamaba Alegría, y tenia diez y siete años, era un gracioso conjunto moral y físico, un fresco arbusto de recio tronco y aguzadas puas, las que encubrian vistosamente una frondosa hojarasca y seductoras flores: era morena, pálida y pequeña, pero bien proporcionada desde su diminuto pié hasta su garbosa cabeza. Sus magníficas cejas y pestañas, negras como el azabache, daban, cuando sonreia, á sus ojos guiñados y de un gris de ceniza, una dulzura infinita, y á sus miradas tal picante, que hacian decir á sus apasionados que tenia alfileres en los ojos. No obstante, la espresion de aquellas miradas y la dulzura de aquella sonrisa, ocultaban un alma vulgar, un entendimiento limitado, pero perspicaz y sutil, y un corazon ahogado en egoismo. Calificábala su madre de buena alhaja.

Todas estas cosas en ambas hermanas estaban muy á las claras. Hay en nuestra sociedad, como en todas las humanas, bueno y malo. Hay mujeres, y son las mas, que son buenas, francas, que tienen mucho talento, y que sellan estas cualidades con la mas encantadora y mas comun en España, la ausencia de pretensiones; hay medianías, y hay mujeres de mala y de perversa índole. Pero lo que no se halla, sino rara vez, es ese artificio, esa falsedad, ese admirable talento de fingir, esa hipocresía que las mujeres que no son buenas, ponen en práctica en otros países. Aquí habrá, en las mal educadas y mal inclinadas, tretas, ardides y hasta mentiras para ocultar sus manejos y sus intrigas, eso sí; pero ocultar{5} su propio yo, eso al ménos, gracias al cielo, es muy raro. Puede que ese digno orgullo, esa noble franqueza mujeril, que hace despreciar á la española el aparecer otra de lo que es, desaparezcan dentro de poco con la saya y la mantilla, á fuerza de capotas y de novelas francesas, sin que tengan presente las mujeres que cada monería les quita una gracia, y cada afectacion un encanto, y que de airosas y frescas flores naturales, se convierten en tiesas y alambradas flores artificiales.

En cuanto á Clemencia, la sobrina de la Marquesa, que á los diez y seis años salia del convento como una blanca mariposa de su capullo de seda, era de aquellas criaturas á las que, como al mes de Mayo, regala la naturaleza con todas sus flores, toda su frescura, todo su esplendor y todos sus encantos.

De mediana estatura y perfectas formas, blanca y sonrosada como un niño inglés, su dorado cabello la cubria toda cuando estaba suelto, como un manto real de oro. Sus grandes ojos pardos tenian un señorío tan dulce y grave que parecian haber sido colocados por la Nobleza en la cara de la Inocencia. Su hermosa boca tenia sonrisas de ángel, como las que en la cuna tienen los niños para sus madres.

Cuando estaba en entera confianza, demostraba una gran alegría de corazon, ese magnífico y simpático don que el cielo suele repartir á sus favoritos, esto es, á los niños, á los pobres y á los sanos de corazon: resplandecia esta alegría en sus ojos como brillantes, iluminaba su sonrisa como la luz, y animaba su rostro como anima la música una fiesta. Un observador hubiera notado que su alma tierna era impresionada por la lástima y el dolor, con la misma actividad y el mismo calor que demostraba en la alegría; pero la sociedad observa poco y mal lo que no se roza con ella.

Era de notar cuán distinto era el atractivo de estas tres jóvenes. Constancia atraia por su mismo desvío, por la especie de aislamiento y de misterio en que se envolvia, como la cúspide de un alto monte en nieves y nubes, rechazando con frialdad y decision toda comunicacion é intimidad. Dábase así, sin buscarlo ni desearlo, todo el valor de una dificultad,{6} toda la superioridad de un imposible, cosas llenas de prestigio para el hombre, al que todo ensayo que se eleva á empresa, escita fuertemente.

Alegría tenia la seduccion de la gracia, la incitacion de la que tiene y sabe hacer uso de los medios de agradar, el aturdido desgaire de la niña, alternando con el indisputable despotismo mujeril; el quiero y no quiero del capricho, lo picante de la burla, lo salado del chiste, dones todos que tan poco valen y tanto merecen, y que hacen patente cuán sabios fueron los griegos en personificar al Amor en un niño ciego.

Clemencia en cambio solo tenia el tibio encanto de la inocencia, el desapercibido mérito de la modestia, é inspiraba en la superficial sociedad el interes que desciende, como es el de los viejos hácia los niños.

En cuanto á D. Silvestre Sarmiento, tenia este señor sesenta años, la barriga prominente, la nariz de loro, con iguales circunstancias, y en su rostro una coleccion de hoyos de viruelas de diferentes tamaños y matices. Era hermano de un rico mayorazgo de Osuna, que hacia cuarenta años le pasaba una módica pension que sufragaba ampliamente á sus modestas necesidades, y le habia hecho la personificacion del dulcísimo farniente. Nunca se le habia conocido inclinacion marcada alguna; ni á las bellas, ni á los caballos, ni á la caza, ni á la pesca, ni al juego, ni á los libros, ni á la chismografía, ni á la política, ni á la homeopatía, ni á la alopatía, ni al teatro, ni al ajedrez, ni á la lotería... ni aun á los toros. Solo á dos cosas se le conocia afeccion y desafeccion decidida: la primera era á tomar el sol, la segunda á los caminos de hierro.

Basta ya de este buen señor, que en nuestra relacion como en todas partes, no hará mas papel que el de comparsa.

— Vamos, dijo la Marquesa, digo y repito que cada casa es un mundo: es preciso que se convenza Vd. de ello. En la mia es hoy dia aciago. ¿Quiere Vd. creer que me escribe mi hermana de Madrid que no hay quien sujete al loco de mi hijo Gonzalo, y que se va á Paris? ¡A Paris, ese foco de corrupcion!!{7}

— Como está eso de moda... repuso D. Silvestre.

— ¡Vaya una razon de pié de banco! ¿Con que si se pone de moda tomar veneno, aprobará Vd. tambien que lo tome mi hijo?

— Marquesa, yo no he aprobado nada.

— Pues agregue Vd. á esto que mi hijo Alfonso ha salido del colegio de artillería, y quiere pasar á la brigada de montaña.

— Me parece, señora, que este es un caso de enhorabuena.

— ¿Qué enhorabuena? Usted siempre contradice. ¿Y el uniforme? ¿Y el caballo? ¿Y lo peligroso del destino? En nada de eso piensa Vd. Pues agregue Vd. á esto, que á Juan, necio é ingrato criado, despues de estar tantos años en mi casa, le ha entrado la locura de casarse. ¿Podrá darse semejante disparate?

— Pero, señora, todo el mundo se casa.

— ¿No digo que no puedo hablar una palabra sin que Vd. me contradiga? ¿Con que le parece á usted acertado y muy en el órden que ese ingrato estúpido me deje á mí, despues de tantos años, por una muchachuela de enaguas de bayeta?

— Señora, el amor....

— ¡Mire Vd. quien habla de amor! Usted que en su vida ha sabido lo que es. Pero no es eso lo peor, prosiguió cada vez mas apurada la Marquesa, lo peor es lo que ha sucedido esta mañana. ¡Jesus! Dios mio, ¡qué desgracia!!!

— ¿Cuál, señora? preguntó D. Silvestre.

— Figúrese Vd. que un gallego, venido de los infiernos, llegó esta mañana trayendo unas macetas para colocarlas en el armazon alrededor de la fuente; haciendo lo cual dió el muy salvaje un golpe al Mercurio, y le ha quebrado un ala del pié.

— Y con ella una del corazon de mi madre, observó Alegría, que aunque apartada, oyó este último gemido de aquella.

— ¡Mas quisiera, prosiguió la Marquesa, sin atender á lo que decia su hija, que me hubiese el tal caribe roto á mí un brazo!{8}

— ¡Jesus, Marquesa! ¡tales cosas!... dijo pausadamente D. Silvestre.

— ¡Tan hermoso como era mi Mercurio! prosiguió con voz lastimera su dueña. ¡Tan bien como hacia entre las flores! ¡Qué desgracia! ¡Solo á mí me suceden estas cosas! ¡Qué desgracia, Dios mio!

— Como que no podrá volar, observó Alegría.

La Marquesa tenia efectivamente sus cinco sentidos en aquella estatua de yeso macizo, casi de tamaño natural, y en otras cuatro, mas pequeñas, que representaban las cuatro estaciones del año y adornaban en verano los cuatro ángulos del gran patio de la casa.

En este momento entró una señora de edad, alta y gruesa, con paso decidido y aire imponente.

— Eufrasia, le gritó la Marquesa apénas la vió, mujer, tú que tanto has visto y tanto sabes, ¿no me podrás decir si habrá medio de pegarle el ala á mi Mercurio?

— Madre, dijo Alegría, dígale Vd. al talabartero que le haga unas correas, y se le pondrá el ala á guisa de espuela.

— Lo que yo quisiera es encontrar quien te cortase á tí las tuyas, repuso la Marquesa contemplando á su amiga que permanecia en ademan meditabundo.

— ¿Nada discurres, Eufrasia? le preguntó al fin tristemente.

— Mira, contestó esta en campanuda voz de bajo, conozco á un lañador tuerto, muy hábil. Si este no te lo compone, no lo compone nadie.

— Soy de parecer, dijo Alegría, que en lugar de al lañador, llame Vd. al miedo, que es el que tiene fama de poner alas en los piés.

— Pero, mujer, observó la Marquesa sin atender á su hija, se le conocerán las lañas.

— Soy de parecer que las lañas tengan goznes para que no le impidan volar, observó Alegría.

— ¡Las perlas!... ¡Las perlitas! dijo impaciente la Marquesa, dirigiéndose á D. Silvestre. ¡Caramba con ellas! Calla, insolente perla, calla; que nadie te da vela para este entierro.{9}

— ¿Para el entierro del ala de Mercurio? preguntó Alegría.

Entretanto decia en consoladoras palabras Doña Eufrasia á su amiga:

— Mujer, las lañas no desfiguran ninguna pieza. Las puedes mandar pintar de blanco, y no se conocerán; mas yo si fuese que tú, para igualar los piés, le mandaba aserrar el ala al otro pié: maldita la falta que le hacen; y te digo mi verdad, que desde que las vi me han hecho contradiccion; me han parecido siempre espolones de gallo.

— Eufrasia, dices bien: perfectamente discurrido; como por tí; mejor va á quedar. Es claro que estará mejor; miéntras mas lo pienso, mas acertado me parece tu discurso.

— ¡Por supuesto! añadió Alegría. No sé cómo Usted, que le gustan las cosas con pié de plomo, le consentia á su querido Mercurio piés alados.

CAPITULO II.

Diremos algunas palabras sobre la señora amiga de la Marquesa, viuda del Coronel Matamoros, uno de los jefes improvisados en la guerra de la Independencia; no porque sea un personaje muy interesante, ni tampoco porque haya de servir en los cuadros que vamos bosquejando, de otra cosa que de estorbo, sino porque es preciso, cuando una vez se ha sacado á un individuo á la palestra, decir quién es.

Cuando su consorte el difunto Coronel era cabo, solia cantar dirigida á la hija de un mesonero navarro, mocetona viva, dispuesta y saludable, recia en lo físico y lo moral, la siguiente copla:

Manda al diablo los paisanos;
Que te prometo, morena,
Que en siendo yo Coronel,
Tú serás la Coronela.

Y así fué; pues cuando en la guerra contra la invasion francesa llegó el bizarro cabo á mandar un regimiento de{10} dragones, la hija del mesonero, cumplido el vaticinio, montaba á horcajadas á su lado con unos brios y una soltura dignos de brillar en un circo ecuestre, y de ser envidiados por las amazonitas del dia, que no hay potro mal domado que las arredre, y huyen y gritan al ver un raton.

Vestia en tales escursiones, pantalones á lo mameluco, una chaqueta militar con faldoncillos, en cuyas bocamangas lucian tres galones como tres rayos de sol. Llevaba en la cabeza una gorrita por el estilo de gorra polonesa, confeccionada con una notable falta de gracia, y adornada con unas grandes plumas negras, que cuando corria se llevaba el viento hácia atras, de suerte que parecia el humo de un vapor. Adornaba ademas esta gorra una escarapela tamaña como una rueda de sandía. Los soldados al verla se entusiasmaban; la intrépida amazona tenia un partido loco con la tropa; por seguir á su Coronela y á su bandera, hubieran los soldados pasado no solo por el agua, sino por el fuego. ¡Qué arrogante moza! Esta era la calificacion general, que no sin razon se le daba, y la que tanto sonó en sus oidos, que se la apropió y se identificó con ella como con su nombre de pila.

Doña Eufrasia siempre fué honrada, como buena navarra, y unas cuantas sonoras bofetadas habian cimentado sólidamente su respetabilidad en los campamentos.

Cuando esta suave indirecta habia sido dada á un antiguo conocido ó compañero de su padre, de charretera ó capona de lana, se habia este conformado mediante el conocido refran: patada de yegua no mata caballo.

Si era el escarmentado de los que llevaban charretera de plata, habíale contestado con el caballeroso y nunca desmentido axioma: manos blancas no ofenden.

A la sazon todo habia dejado de existir, la guerra, los mandos, el coronel, la guardia á la puerta, y la moza. Nada habia quedado sino lo arrogante; de lo que resultaba conservar dicha militara su hablar recio, su tono decidido, sus maneras bruscas y su obrar espeditivo. Se creia, con sobrada impertinencia, con derecho innato á imponer su veto á todo, como la Aduana á poner su sello; y nadie se lo contestaba.

Las gentes osadas gozan en sociedad unos privilegios y{11} primacías que hacen poco favor á los individuos que la forman, pues esto prueba que son tan fáciles en dejarse imponer, como difíciles en dejarse guiar; tan dóciles á la presuncion desfachada como rebeldes y mal sufridos á la persuasion razonable y modesta. El vapor y la osadía son los dos motores, físico y moral, de la época.

Así era que Doña Eufrasia, á quien nadie podia sufrir, se habia hecho por su propia virtud un lugar en todas partes, y plantada en jarras en su puesto tomado por asalto, no habia guapo que la desalojase. Si alguna vez una persona poco sufrida le daba una respuesta agria y ofensiva, se amortiguaban estos dardos sobre la doble coraza que ceñia á la amazona: eran estas su falta de delicadeza, que la hacia no sentir sus puntas, y su grosero egoismo sobre el que se embotaban sus filos.

Era esta señora entremetida como el ruido, curiosa como la luz, é inoportuna como un reloj descompuesto. Lo que no le decian, lo preguntaba; si á fuerza de maña se lograba evadir sus preguntas, averiguaba lo que queria saber, valiéndose para ello de los medios mas chocarreros é innobles, sonsacando á los criados de las casas, entrándose por lo interior de las habitaciones, leyendo los papeles que hallaba, sin sospechar siquiera que esto fuese una villanía.

Sobre la Marquesa, que era débil — y, como todos los débiles, voluntariosa y despótica con sus subordinados, cuanto sufrida y dócil con los insolentes, — ejercia Doña Eufrasia un dominio incontrastable, á que se sometia la Marquesa con el placer que siente una persona religiosa en doblegar su voluntad á la de un santo director. Es cierto que en cosas caseras y económicas la Coronela, en vista de sus prácticos principios, poseia escelentes nociones; pero ahí se limitaba su saber y su aptitud, aunque ella no lo creia así, sino que sobre todo cuanto hay echaba sus fallos, como una nube sus granizos.

Como todo estraño que ejerce una influencia indebida sobre las cabezas de casa, era Doña Eufrasia temida y mal vista por todos los habitantes de la de la Marquesa, sobre todo por sus hijas, á las que solia proporcionar algunas filípicas de su madre, previniéndola mal contra ellas. Como{12} todo el que siendo pobre, ignorante y viejo, no se pone en su lugar, á la sombra, era con razon este femenino rezago de la guerra de la Independencia un objeto de ridículo y tedio general; pero ella no lo notaba, y si se lo hubiesen dicho, no lo habria creido. Los que ciega el amor propio son como los que ciega la oftalmía: hay entre ellos ciegos finos y amañados, á los que un delicado tacto hace disimular su ceguera; y hay otros ciegos torpemente atrevidos, que andan con denuedo y alta frente, sin detenerse ni cuidarse de tropezar y chocar con cuanto se les pone delante. A esta categoría moral pertenecia la coronela Matamoros. Hay que añadir á este retrato daguerreotipado, que vestia ridiculísimamente, aunque sin pretensiones; porque conservaba un entrañable amor á los moños ajados, á las galas marchitas, á las modas añejas y á las alhajas de poco valor, pretendiendo con usarlas darse un aire madrileño. Gastaba peluca, pero una peluca de tales dimensiones y tan toscamente confeccionada, que no dejaba duda de que hubiese hecho su dueña una buena coracera. Como no era posible legitimar aquellos pelos espúreos, Doña Eufrasia se sacrificaba denodadamente en las aras de la verdad, confesando que era confeccionado aquel promontorio en calle de Francos, núm. 5; pero añadia en seguida con profunda conviccion, que habia perdido prematuramente su magnífica cabellera, por haber bebido en una alcarraza en que habia caido una salamanquesa. En fin, para dar el último toque á este retrato, diremos que esta señora habia hecho entre las gentes cultas que frecuentaba, acopio de términos escogidos, que pronunciaba y aplicaba desatinadamente. Consiguiente á las cosas referidas, en todas las casas que desfavorecia Doña Eufrasia, se la miraba como un censo irredimible, como una dolencia crónica, como un sobrestante inamovible, como una penitencia obligatoria, como una mala yerba indesarraigable, como una sanguijuela indesprendible; y sin embargo se la recibia bien; ¡tal es la indulgente tolerancia de nuestro trato!

La tolerancia llevada hasta sus últimos límites, esto es, hasta hacerse estensiva, no solo á gente sin educacion é inferiores en la jerarquía social, sino hasta á personas cuya{13} conducta es mala ó deshonrosa con escándalo, es una falta de decoro y de distincion en la sociedad española, que con copiosos y justos argumentos censuran los estranjeros distinguidos.

En cuanto á nosotros, conociendo la justicia de los argumentos en que fundan su juicio, así como los grandes inconvenientes que tiene para el decoro y moralidad pública el que la sociedad abdique una prerogativa de censura y aun de proscripcion, que seria no solo un castigo justo, sino tambien un freno poderoso y útil, nos guardaremos no obstante de hostilizar á la sociedad por su tolerancia. ¡Así como es apática fuese benévola! Que no se llame amiga á la persona que no sea acreedora á ello, es conveniente, delicado y prudente; pero huir de su contacto, tirarle la piedra, hágalo el arrogante que por su omnipotencia se erija en juez, desatendiendo á la de Dios que nos impone ser hermanos.

Algunas anécdotas de esta famosa hija de Marte, acabarán de colocarla en su verdadera luz.

Tenia la Coronela aquella completa falta de delicadeza y susceptibilidad que deja el ánimo perfectamente tranquilo al recibir un desaire ó sufrir una burla á boca de jarro, y el libre uso de todas las facultades para replicar oportunamente. Así era que sus réplicas instantáneas y desvergonzadas eran temibles y tenian fama. Eran estas una disciplina rigorosa que habia sustituido á la militar, desde que, por desgracia del ejército, no formaba parte activa en él la veterana. Gloriábase de ello, repitiendo á menudo que no aguantaba ancas, ó bien que tenia malas pulgas, ó bien que no tenia pelos en la lengua, ó que á ella no se le quedaba nada por decir, ó que tenia tres pares de tacones, ó que quien la buscaba la hallaba, ó que la hija de su padre no se dejaba zapatear, coronando todas estas gracias con su frase favorita, que era asegurar que no moriria de cólico cerrado.

En una ocasion se presentó en un sarao, y bien fuese por alguna promesa de hábito de Jesus, ó por su pésimo gusto en vestir, ello es que apareció uniformemente equipada de morado de piés á cabeza.

El grupo que formaban las muchachas, al verla aparecer soplada como un navío á la vela, se quedó estático.{14}

— ¡Ay! esclamó la una. Doña Eufrasia se ha caido en la caldera de un tintorero.

— ¡Qué! No hay caldera donde quepa ese medio mundo, dijo otra.

— Será que va á salir de nazareno en la procesion del Santo Entierro, añadió la tercera.

— Es en honor de las violetas, á cuyo cultivo se ha dedicado desde que no se puede dedicar al de los laureles, dijo un jóven estudiante llamado Paco Guzman.

— Mas bien habrá sido al del palo de campeche, observó otra de las niñas.

— Os engañais todos, dijo Alegría: es que la han hecho obispo.

Doña Eufrasia, que á la sazon pasaba, y habia visto las risas y oido distintamente la última frase dicha por Alegría, se paró erguida, y revolviendo en sus órbitas sus redondos ojos.

— Si ello es así, dijo con su campanuda voz, cuidado no os confirme.

Y haciendo con la abierta mano un ademan significativo, prosiguió majestuosamente su marcha triunfal.

Algunos meses ántes de la época en que da principio esta relacion, siendo dias de la Marquesa, se habia reunido una numerosa concurrencia, cuando entró doña Eufrasia, vestida con una especie de dulleta guarnecida toda de pieles, embuchado en un boa su moreno rostro, y llevando sobre su peluca de marca mayor una gorrita, retoño de la de márras, igualmente guarnecida de pieles.

— ¡Miren! esclamó al verla Alegría: ¡ha resucitado Robinson Crusoé!

— Cate usted, dijo otra, un vestido de piel de oso, forrado en lo mismo: es un regalo del emperador de Rusia.

— ¡Qué! añadió la tercera, es un uniforme viejo de su marido, huele á pólvora francesa y está picado.

— Y ella tambien; ved los ojos que nos echa.

— ¿A que le echo yo en cambio un requiebro? dijo Paco Guzman, que era un jóven bien parecido, de una noble y pudiente casa de Estremadura, de muchas luces, muy vivo,{15} muy ligero de sangre y algo aturdido, que ocupaba el primer lugar entre los apasionados de Alegría.

— Cuidado, observó esta, que Doña Eufrasia es de las que dicen una fresca al lucero del alba, y se quedan preparadas para otra.

Pero Paco Guzman no la atendia, porque se habia acercado á la abrigada señora, y le decia:

— Mi Coronela, hasta hoy no he comprendido toda la admiracion y todo el efecto que puede causar la Moscovita sensible.

— Pues por mí, contestó la requebrada, no acabo de comprender las pretensiones que teneis vos de pertenecer á los Guzmanes Buenos, no teniendo un pelo de bueno. Bien hacen los Medinacelis, así como todo el mundo, en no reconoceros por tal.

Con esta frase de doble sentido, como una espada de dos filos, hacia Doña Eufrasia alusion á las pretensiones nobiliarias de la familia de Paco Guzman, que aunque fundadas, eran contestadas por personas que para hacerlo no tenian datos ni convicciones, y lo hacian solo por el espíritu de hostilidad que vive y reina.

— La ventaja que nos llevan las ilustraciones modernas, contestó Paco Guzman, es la de tener su orígen á la vista de todos, y no podérseles contestar, en particular si datan de la guerra de la pendencia.

— ¿Qué se entiende? gritó furiosa la guapa guerrillera. ¡Poner apodo á la guerra del frances, que ha admirado al mundo entero! Marquesa, te digo que las cosas que se oyen en tu casa son tan escandalosas, que no la volvería yo á pisar, si no fuera por...

— ¡El chocolate! dijo un criado presentándole una jícara de chocolate y un plato de bizcochos, segun acostumbraba hacer desde tiempo inmemorial, cuando á la noche veia entrar á la amiga de su señora.

— Juan, dijo Doña Eufrasia, tomando el pocillo y mudando de repente de tono, díle á la cocinera que ayer no estaba bastante hervido el chocolate; no son tres veces, sino cuatro ó cinco las que tiene que subir, y es preciso despues{16} de hecho, dejarlo reposar; y á tí te advierto que anoche no eran los bizcochos del dia; ten cuidado, no te engañe el confitero.

CAPITULO III.

Como hemos dicho ya que los apuros en la Marquesa, eran como las Dignidades eclesiásticas en las procesiones, esto es, que las menores pasaban ántes que las mayores, habia esta señora omitido en la enumeracion de apuros que confió á su amigo D. Silvestre, el mayor de ellos, del cual es preciso poner al corriente al lector, para la claridad de este relato.

Su hermana, que era madrina de Constancia, le habia escrito acerca de un asunto que traia entre manos. Era este el casamiento de su sobrina y ahijada, que habia contratado con el hijo de un Grande de España, íntimo amigo suyo, asegurándole su herencia entera en los contratos. Este enlace le habia seducido tanto mas, cuanto que el novio, que llevaba el título de Marques de Valdemar, era un jóven de mucho mérito, de muy buena presencia, y de unos modales tanto mas finos y simpáticos, cuanto que distando igualmente de la arrogancia pretenciosa que del tono desdeñoso (es decir, no teniendo el afan de copiar á los franceses ni á los ingleses), eran españoles netos. Este bello tipo, lo decimos con dolor, se va haciendo raro, pues los mas frecuentes, y sobre todo los que mas se ponen en evidencia, son los que afectan un estranjerismo chocante, ó un españolismo grotesco y chocarrero.

La Marquesa habia hablado sobre este asunto á Constancia, y con asombro suyo la habia hallado muy mal dispuesta para este ventajoso y brillante enlace. Esta rareza sobrepujaba á todas las de su hija Constancia, y era una de las causas de su profunda indignacion contra la denominacion de perlas, que daba muy gratuitamente D. Silvestre á las niñas,{17} Verdaderamente no sabia la pobre señora qué hacer, al ver que á pesar de sus reflexiones, consejos, súplicas y anatemas, estaba su hija cada dia mas firme y decidida en su negativa, no atreviéndose á escribírselo á su hermana por temor de incomodarla, sabiendo que era poco amiga de contradicciones, y temiendo que viéndose desatendida desheredase á su ahijada.

La Marquesa, que no tenia nada de lince, no buscaba ni veia mas causa á la negativa de su hija, que sus rarezas y la gran indocilidad de su carácter; pero en realidad existia otra.

Dos años ántes habia venido destinado á Sevilla un jóven artillero, pariente de la casa, llamado Bruno de Vargas. Era este un jóven, grave por carácter, y metido en sí por tempranas desgracias de familia. Cuando llegó, tenia veinte y tres años, y Constancia diez y siete; y desde entónces se amaron.

Como en el carácter de ambos habia la fuerza, la energía y la pasion de una edad ménos tierna, resultó arraigarse en sus corazones ese amor español, firme y profundo, ménos efervescente quizas que los no meridionales, pero que no cambia, no desmaya, no se distrae; tan arraigado, que llega á tener el arrastre de una dulce costumbre, tan entero y esclusivo, que basta para llenar una existencia, así como un solo corazon basta para llenar un pecho.

La absoluta imposibilidad que existia en el enlace del jóven subalterno y la hija de la Marquesa de Cortegana, los habia llevado á ocultar profundamente sus amores, por no verlos combatidos. Contaban con el tiempo, que tanto hace y deshace para allanar dificultades; con su constancia, para vencerlas, y con la esperanza, para vivir entre tanto tranquilos y contentos. La esperanza no siempre tiene palabra de rey, pero sí tiene siempre consuelos de madre. Asistia Bruno de Vargas como uno de tantos á la tertulia de la Marquesa, sin que nunca hubiese mediado entre ellos mas coloquio que este.

— Tia, á los piés de Vd.

— A Dios, Bruno; me alegro de verte.{18}

En cuanto á Alegría, la risueña niña no habia fijado aun su corazon, que guardaba como un sultan su pañuelo, dudando aun á quién favoreceria con él. Entretanto recibia incienso como tributo debido, sin que este ofuscase su vista, ni le impidiese distinguir y calificar las manos que se le ofrecian.

Aunque nada le habia dicho su madre sobre el proyectado enlace de su hermana, como esta señora no sabia disimular, y ménos que nada su mal humor, Alegría lo habia comprendido todo al notar las conferencias secretas de ambas, y oir en seguida á su madre hacer á todos un brillante elogio del recomendado de su hermana, el Marques de Valdemar, que habia de llegar en breve, y echar á renglon seguido las mas furibundas indirectas á Constancia, anatematizando á las niñas caprichosas, rebeldes y voluntariosas, raras y díscolas, que no atienden á los consejos de sus madres, y suelen hacer en su juventud disparates que les pesan despues toda su vida.

— ¡Buena tonta es mi hermana, pensaba Alegría, en perder semejante suerte! ¡y eso por ese cena á oscuras de Bruno, que es por cierto un novio á pedir de boca! Bien dice el refran, que no es la fortuna para quien la busca, sino para aquel á quien se viene á las manos.

Cuando Clemencia vino á casa de su tia, como su belleza era tan notable, tuvo una brillante acogida. Una voz general se levantó para celebrarla; por ocho dias no se habló en Sevilla sino de la hermosura y candor de la monjita de Cortegana; en fin, fué uno de esos gritos unánimes y espontáneos de admiracion, que arranca la verdad casi por sorpresa á un mundo, para el que la alabanza es como la limosna del avaro, escasa y dada de mala gana.

En cambio, la acogida que recibió en casa de su tia fué poco cordial. Pero en la primera edad, si no está la naturaleza viciada, hay tan pocas pretensiones, y el alegre y bondadoso carácter de la inocente niña era tan opuesto á ser exigente, que léjos de notar esta falta de cordialidad, no hubo en su corazon sino gratitud y contento.

Poco á poco, y como filtra una gota de agua por un ladrillo, fué como cayeron á manera de gotas de hiel en el{19} corazon de Clemencia, las muestras de indiferencia, de desvío y hasta de desden que fué recibiendo.

Singular es la influencia que ejerce en nuestro sentir la luz en que se ponen las cosas y las personas; singular es, repetimos, la independencia de ideas, que pasa en el trato casi á contradiccion con las ajenas, y la subordinacion de impresiones, que llega casi hasta el propio anonadamiento.

Hemos observado bastante el mundo, y siempre hemos visto esta poderosa influencia, aun en el seno de las familias; y añadiremos que es esto á tal punto cierto y general, que solo la fuerza de la reflexion y el poder del convencimiento al ver la injusticia saltar á los ojos, nos han impedido á veces, ya en bien, ya en mal, ceder á este irresistible impulso, á este general contagio.

Así fué, que, á pesar del entusiasmo con que fué acogida aquella encantadora aparicion, aquella sonriente rosa, aquella azucena que abria su puro cáliz y despedia sus fragancias, sin saber ni el cómo ni el por qué, aquella radiante imágen pasó á segundo término, se deslustró, se empañó, cual si sobre ella se hubiese corrido un velo. Bastó que Constancia murmurase con aspereza: ¡Cosas de Clemencia! bastó que alguna infantil sencillez, hija de su falta de trato, escapase de sus inocentes labios, y llamase sobre los de Alegría una sonrisa burlona; bastó que su tia le dijese alguna vez con impaciencia: Calla, hija, por Dios... ¡calla! para dar ese impulso de baja que la sociedad se apresuró á seguir, repitiendo cuando se hablaba de ella: ¿Clemencia? sí, bonita es; es una infeliz; ni pincha ni corta.

¡Cuán verdad es, que solo somos en la sociedad lo que nos quieren hacer!

La pobre niña, humillada y rechazada, lloró y dudó de sí: ¡triste privilegio de las almas superiores! No trató de combatir; sino que por un impulso de bondad y un instinto de dignidad, se apresuró á colocarse de motu propio en el lugar en que conoció que querian colocarla, para evitar que la empujasen á él. Todos los lugares eran buenos para la modesta niña, siempre que en ellos no alcanzasen á herirla.{20}

¡Cuántas veces en el mundo se ve un brillante, inapreciado por la injusticia y la malevolencia, entretanto que se engarza en oro y se ostenta un mal pedazo de vidrio! ¡Cuántas violetas florecen y mueren á la sombra! ¡Triste justicia humana, cuya balanza se inclina al soplo ligero del albedrío, al impertinente fallo de la pedante medianía, y al venenoso tiro de la envidia!

Clemencia se convenció de que aquel primer entusiasmo que habia inspirado, habia sido una benévola bienvenida en obsequio á su tia, y que cada cosa habia vuelto á su lugar.

Si hay algo que enternezca profundamente, es el ver sufrir injusticias, no con resignacion y paciencia, sino sin graduarlas de tales; es el ver la humildad que ignora su mérito, y la bondad que quita á los abrojos sus espinas, esto es, á los procederes hostiles sus malas causas.

Si alguna vez un desabrimiento ó una dureza la hacian llorar, bastaba una palabra ó una mirada benévola para consolarla, secar sus lágrimas y traer la sonrisa á sus labios. Esto lo hallaba á veces en su tia, que á pesar de su displicente carácter, era en el fondo bondadosa, y al ver llorar á su sobrina, el dia que estaba de mal humor se impacientaba; pero el dia que lo estaba de bueno, le daba lástima, y entónces le dirigia la palabra con agrado, ó la obsequiaba con algun regalito, lo que hacia rebosar de gratitud el corazon de aquella niña, porque la gratitud en los corazones sanos y generosos es como el saltadero de agua, que solo necesita una rendija para brotar puro y vivaz.

Pocos dias despues de la escena que dejámos referida en el primer capítulo, estaba un dia á la prima noche la Marquesa mas apurada y displicente que nunca. Ya habia echado varios trepes á las niñas, guardando Constancia un frio y obstinado silencio, contestando Alegría con atrevida falta de respeto, y vertiendo lágrimas Clemencia, cuando entró con paso firme su gigantesca amiga Doña Eufrasia, que todas las noches iba allá á tomar el chocolate y á hacerle la partida de tresillo.

— ¿Ya estás hipando, mujer? dijo al entrar, en tono de reconvencion. ¿Qué tenemos ahora?{21}

— ¡Qué he de tener! Un hijo loco, derrochador, que me espeta hoy una letra de Paris de treinta mil reales.

— Tú tienes la culpa: ¿por qué le pagas las trampas? Miéntras mas le pagues, mas hará; el derrochar es como la sed de la hipocresía; miéntras mas se bebe, mas sed se tiene.

— Tengo, prosiguió la Marquesa, las hijas mas mal criadas, indóciles y desobedientes...

— Tú tienes la culpa, pues no sabes mantener la disciplina en tu casa.

— Esa Constancia que es la mas díscola, la mas indómita...

— Con pan y agua se ponen mas suaves que guantes, las rebeldes.

— ¡Calla, mujer: si tiene diez y nueve años!... observó la Marquesa.

— Pan y agua son manjares de todas edades, repuso la fiera militara.

— Tengo, prosiguió la Marquesa, á esa Alegría, que no piensa mas que en divertirse: todo el dia me ha estado moliendo para que la llevase á paseo. ¡Para paseos estaba yo!

— No accedas: ¡bien hecho! las niñas, recogidas; que el buen paño en el arca se vende.

— El buen paño en el arca se pica, replicó con aire desvergonzado Alegría.

— Calla, cuelli-sacada, le dijo su madre. ¡Ay Eufrasia! Tengo... tengo una sobrina llorona; por todo llora! ¿Me querrás decir, Clemencia, compotita de manzana, por qué estás llorando?

— Tia, repuso Clemencia, enjugándose los ojos, porque me habeis dicho que callo y no tomo cartas en vuestros altercados con mis primas, por no daros la razon; y no es por eso, sino porque pienso que no debo meterme en eso, pues mis primas se enfadarian; y tambien porque os aseguro, señora, que no sé qué decir.

— Pues aprende de Doña Eufrasia, le dijo al paño Alegría, que como dice la copla, bien podrá no tener nunca mucho que contar, pero sí tiene siempre mucho que decir.{22}

— No se hace caso de las lágrimas de las niñas: ese es el modo de que no vuelvan á llorar esas Magdalenitas de mírame y no me toques, opinó Doña Eufrasia.

— Y lo peor de todo es, prosiguió la Marquesa, que Juan se me va; no parece sino que le picó la mosca; no hay quien le detenga.

— Ya eso lo sabia yo, repuso Doña Eufrasia, que efectivamente sabia cuanto pasaba en las casas que visitaba, sobre todo, lo perteneciente á la esfera inferior.

— ¿Tú? ¿Y cómo?

— Porque la novia fué á casa de la Jefa, donde sirve una hermana suya, para que se empeñara con su señora á fin de que á Juan le dieran una serenía.

— ¿Y la obtuvo?

— Sobre la marcha.

— A Juan, que es dormilon, dijo riéndose Alegría, le sucederá lo que á aquel otro sereno amigo de su comodidad, que dormia toda la noche muy descansado en su cama, con solo el cuidado de abrir de cuando en cuando la ventana, sacar la gaita y cantar la hora.

— Pero no te apures, Marquesa, dijo Doña Eufrasia; yo te tengo un criado pintiparado.

— ¿De veras, mujer? esclamó la Marquesa. ¡Cuánto lo celebraria! El ramo de criados está perdido. ¿Es de tu confianza? ¿Me respondes de él?

— Respondo, contestó Doña Eufrasia, bajando su voz á los mas profundos abismos de su robusta entonacion.

— ¿Le conoces?

— ¿Si le conozco? Veinte años le he tenido de asistente. Es un criado como hay pocos, y está hecho á mis mañas.

Esto de estar hecho á las mañas de Doña Eufrasia, aterró á las muchachas; pero satisfizo grandemente á la Marquesa, la que no obstante siguió preguntando:

— ¿Bebe?

— Agua.

— ¿Es enamorado?

— No mira mas cara de mujer que la de Isabel II.

— ¿Es fiel?{23}

— Como el sello.

— ¿Tiene buen genio?

— Es un tórtolo.

— ¿Fuma?

— En la vida de Dios.

— ¿Es aseado?

— Como el oro.

— ¿Y entiende?...

— De todo.

— Vamos, dijo consolada la Marquesa, esta es una suerte que Dios me depara en medio de mis aflicciones. ¡Ay Eufrasia! siempre te apareces como tabla de salvacion en mis mayores apuros!

CAPITULO IV.

— Señora, dijo á la mañana siguiente el ama de llaves, ahí está el criado que envía la Señora Doña Eufrasia.

— Bien; díle que entre, contestó la Marquesa.

A poco entró la mas estraña figura que darse puede. Era una rara muestra de lo que es la espresion á los rostros y el continente á las personas; pues siendo el que se presentó, un hombre sin deformidad alguna, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, con facciones regulares, buenos ojos y buena dentadura, nadie podia mirarle sin reirse, ménos aquellos que tienen la desgracia de no reirse nunca. Estaba basta, pero aseadamente vestido; solo que los pantalones eran demasiado cortos, y en cambio los zapatos demasiado largos; la chaqueta era demasiado angosta, y el corbatin negro de charol demasiado ancho, lo que le obligaba á levantar la cara con inusitada arrogancia.

Su cabello, todo llamado á un lado y perfectamente alisado con clara de huevo, parecia un gorro de hule.

Pasaba su movible semblante repentinamente de la espresion mas alegre y vivaracha, de la sonrisa mas desparra{24}mada y satisfecha, á la seriedad mas grave é imponente; así como su persona pasaba instantáneamente de la mas activa petulancia á la mas estricta inmovilidad, poniéndose entónces en la posicion correcta de un soldado ante su jefe, juntando los piés, pegando los brazos á lo largo de los costados, y fijando sus ojos, sin pestañear, al frente.

Entró dicho sujeto, saludó, y dijo con la mas graciosa sonrisa y la mas marcada pronunciacion gallega:

— Dios dé buenos dias á Usía y á la compañía.

La Marquesa estaba sola.

— A Dios, hombre. ¿Tú eres el que vienes...

— De parte de la señora Coronela, sí, señora usía. Tiene la señora Coronela hoy un dolor de agua mal bebida y desmayos en los piés.

— Lo siento. ¿Y cómo te llamas?

— José Fungueira, para servir á Dios, á usía y á la compañía; pero mis amos siempre me han llamado Pepino.

— ¿Y de qué tierra eres?

— Gallego de Galicia, mas acá de Vigo, pasada la Puente San Payo y Pontevedra, ántes de llegar á Caldas, á mano derecha, se tira para la ria...

— Bien; ¿y estuviste mucho tiempo con la Coronela?

— Perdí la cuenta, usía: entré allá mocito de diez y nueve años; y estaba tan blanquito y coloradito que parecia un pero.

— ¿Y sabes servir?

— Señora usía, ¿no he de saber? Las casas me las bebo yo como vasos de agua.

— ¿Y puedes asistir bien á la mesa?

— ¡Vaya! no me gana el repostero del Obispo.

— Pero ¿sabes limpiar á la perfeccion la plata, el cristal y los cuchillos? ¿Eres prolijo en el aseo?

— Señora, yo lavo el agua.

— Es que yo soy muy estremada en ese punto.

— Mas lo soy yo, usía, que de tanto frotar dejé en casa de mi amo los cuchillos sin mango; hasta que tuvo que decirme el Coronel: Pepino, animal... mas vale maña que fuerza.{25}

— Ten entendido que no tolero amoríos en mi casa. Si siquiera miras á la cara á una de las mozas, te despido acto continuo.

— ¡Las mujeres! ¡Malditas de Dios! mas cansadas que ranos. No las puedo ver; esceptuando lo presente, se entiende.

— Cuidado con el traguito; te advierto que no quiero criado que beba.

— Señora, yo no lo pruebo; no estoy tan mal con mis cuartos.

— Tampoco has de oler á tabaco; cuidado con eso. Si fumas, que sea en la calle, porque mis hijas no pueden sufrir el olor á tabaco, con particularidad el del malo que tú fumarás.

— Señora, no fumo: no gasto en eso mis cuartos.

— Lo primerito que te encargo, añadió la Marquesa, es el mayor cuidado y las mayores consideraciones con el Mercurio que está en el patio. ¿Lo has visto?

— No he visto á su mercé, usía. ¿Es de la casa?

— Por supuesto; ¿habia de ser de fuera? Le quitaras el polvo con un plumero.

— ¿Con un plumero? ¿No seria mejor con un cepillo, usía?

— No, que podrás dañarle.

— Vamos, tendrá su mercé dolor de osos (huesos).

— Si lloviese ó vieses aparato de lluvia...

— Le llevo un paráguas; bien está, usía.

— ¡No, hombre, qué disparate! lo tomas en brazos con muchísimo cuidado, y lo pones bajo techado.

— ¿En brazos? ¡Pues qué! ¿no sabe andar?

— ¿Cómo ha de andar una estatua de yeso, hombre?

— ¡Ya! ¿De yeso? Ya estoy. Aquel angelote es un Mercurio; cuidin que era un muñeco. Pierda cuidado usía; que he de mirar por él como por mi propio hijo, y como si fuera de carne y hueso como yo y usía.

— Muy bien; eso me place, que tomes interes por las cosas. Doy cuatro duros de salario. Ve si te acomoda.

— Señora, en la casa en que estaba, ganaba dos.{26}

— Puedes venir desde mañana.

— No faltaré, usía; ántes faltará el sol.

— Pues á Dios.

— Que usía se conserve.

— Es una alhaja, pensó la Marquesa.

— ¡Cuatro duriños! ¡hice un viaje á las Indias! pensó el ex-asistente de doña Eufrasia; y se separaron muy satisfechos el uno del otro.

Al dia siguiente, poco ántes de la hora de la comida, decia Alegría á D. Silvestre, que los juéves semanalmente les acompañaba á la mesa:

— Madre ha tomado un criado, que solo su merced es capaz de apreciar. Es un desdoro para una casa tener en ella semejante facha grotesca, un gaznápiro igual. Pero á madre le entró por el ojo como un abejorro, porque le recomendó Doña Eufrasia que dice (Alegría se puso á remedar la voz de bajo de la Coronela para añadir) es muy hombre de bien; como si bastase ser hombre de bien para saber servir, y como si la recomendacion de esa sarjenta mayor fuese una patente. ¿Qué entenderá ese documento de archivo de lugar, del buen servicio de una casa? ¡Vea Vd.! ¿qué ha de saber de finura la que llama á los helados alelados, á los pigmeos pirineos y á los misterios ministerios, y que saluda diciendo: ¡Dios guarde á Vd.!

— Calla, calla, pizpireta, esclamó la Marquesa. ¿Qué se entiende hablar así de una señora como Doña Eufrasia, una mujer tan virtuosa, tan para todo, y que tanto sabe? Le digo á Vd., D. Silvestre, que es una suerte, en medio de mis desgracias, que se me haya proporcionado este criado, que es honrado, no es enamorado, ni bebedor, ni fumador. Dice Eufrasia que sirve á la perfeccion, y asiste al pensamiento, y que es un criado como hay pocos.

— Bueno es el juez y el fallo mejor, dijo Alegría.

— Pues sí que lo son, deslenguada. Pero hoy dia quieren cacarear los pollos mas recio que los gallos, y las pollitas saber mas que las gallinas. ¡Así anda ello! Quiero mejor en mi casa un hombre de bien, aun dado caso que estuviese{27} torpe al principio, que no un tunantillo listo, que ademas de servir, sepa otras tracamundanas.

En este momento entró Andrea, el ama de llaves.

— Señora, dijo, ¿no ha mandado V. S. que se traigan merengues para postres?

— Sí; ¡qué majadería! ¿A qué viene eso?

— Es que no los quiere traer el mozo.

— ¿Que no? ¿Por qué?

— Porque dice que nunca ha oido nombrar semejante cosa; que es un chasco que le queremos dar, mandándole por una cosa que no encuentre, y que no es la primera vez que en las casas en que ha estado, le han hecho esa jugarreta.

— Díle que venga acá, dijo gravemente la Marquesa.

De allí á un rato, apareció el fámulo á paso de ataque, alta la frente, gracias al corbatin de charol, y se cuadró en su posicion; pero tan cerca en estremo de su señora, que esta que se habia propuesto dispensarle todas sus desmañas, é irle enseñando, le dijo:

— Mas léjos, hombre; cuando te se llame, te quedas á la puerta aguardando órdenes.

Pepino dió media vuelta á la derecha y se plantó en su posicion á un lado de la puerta; pero no sin haberle dado, al volverse, un talonazo que hizo retemblar todos los cristales en sus compartimientos.

— Ten entendido, le dijo la Marquesa, que tienes que traer cuanto te pida Andrea; y que no tenga que volvértelo á decir. Ahora vé y trae los merengues.

Pepino dió media vuelta á la izquierda, y desapareció á paso redoblado.

— ¿Lo ve Vd.? — dijo Alegría, que á duras penas habia estado conteniendo la risa, — ve Vd., D. Silvestre ¡qué zopenco, qué gaznápiro! Mangoneando ha estado en la antecocina, habiendo roto un vaso y derramado el aceite de un reverbero. Andrea ha querido enseñarle cómo se hacen las cosas; pero él dice que todo lo sabe; que el que ha estado veinte años en casa de la coronela Matamoros, puede enseñar, y no tiene que aprender; y que en dos por tres se bebe una casa.{28}

— Nadie nace enseñado, repuso la Marquesa, y vuelvo á decirte que mas quiero á este que á un pillastre con frac; ¡y cuidado cómo te ries delante de él! que aturrullas al pobre hombre.

De ahí á un corto rato, se volvieron á oir las zancajadas del diligente fámulo, que entró con su mas radiante sonrisa y sus mas contoneados movimientos.

Traia en la mano un bulto liado en papel de estraza.

— Ahí tiene V. S., dijo presentandoselo á la Marquesa.

— A mí no me los des, dijo esta; llévalos al comedor y ponlos bien puestos en un plato de los de postres.

— ¡Qué mal olor! esclamó Alegría. ¡Jesus! ¿qué es eso?—¿Qué trae ese hombre que ha inficionado todo el cuarto? ¿Qué es eso? á ver...

Pepino se volvió, y dijo entreabriendo el papel:

— Son los arenques, señorita. Véalos su mercé.

— ¡Véte, corre, tira eso! esclamó Alegría, soltando la risa, y díle á Andrea que venga á sahumar.

— ¡Qué torpe! ¡qué ganso! dijo con acritud Constancia.

— ¿Pues no me los mandaron traer? repuso Pepino con dignidad ofendida.

— Véte, lárgate, desaparece con tus arenques, gritó Alegría.

Pepino asustado con el grito de Alegría, dió una vuelta tan brusca que todos los arenques cayeron al suelo.

A poco fueron á comer.

La mesa presentaba un estraño espectáculo. Las servilletas dobladas con arte chaclueco formaban mitras, torres de chuchurumbel y obeliscos egipcios. Cada vaso estaba colocado respetuosamente en un cubillo de botella, y estas habian quedado en humilde contacto con el mantel.

En cada sitio designado á una persona habia media docena de cubiertos, no sabemos si con el fin de que luciese toda la plata, ó si por evitarse la molestia de remudar los que hubiesen servido.

La Marquesa que se habia propuesto hacer de su protegido un lúcido discípulo, tuvo la paciencia de colocar cada cosa en su lugar con las debidas esplicaciones.{29}

— ¡Ya, ya! decia Pepino, cada casa tiene sus usos.

Apénas se habia acabado de servir la sopa, cuando Pepino con su acostumbrada disposicion y viveza, levantó ligera y airosamente la sopera, y colocó en su lugar la ensalada.

Alegría soltó el trapo á reir.

— Esto no se puede tolerar, murmuró Constancia.

Su madre les echó mirada severa.

— Quita la ensaladera, dijo con admirable paciencia á su discípulo, y en su lugar pon el frito.

— ¡Qué mala carne! observó esta despues de un rato, al partir la de la olla.

— Pues la pedí de regidor, dijo Pepino; pero los carniceros son unos ladros.

— Calla, mandó la Marquesa.

Pepino se revistió de su seriedad, y se puso en su posicion.

El primer plato de que se componia el segundo servicio, era un pollo asado.

— ¡Ah! esclamó al colocarlo en medio de la mesa el nuevo criado con la cara mas alegre y animada que nunca: ¡qué hermoso gallo para comerlo entre tres amigos, y dos durmiendo!

— Calla, volvió á decir la Marquesa: coloca el pollo delante del Señor D. Silvestre, y no vuelvas á meter tu cucharada en nada.

— Señora, esclamó el interpelado, pasando repentinamente de su aire jovial á su aire digno, no he metido en nada mi cucharada; yo sé vivir; desde que almorcé no he probado bocado.

— Lo que se te advierte, repuso impaciente su ama, es que no hables; enmudece, y no te estés ahí parado. Trae lo demas; ¿á qué aguardas?

— A que acaben sus mercedes de comer el pollo, contestó el inteligente mozo de comedor.

— Anda, hombre, y haz lo que se te manda, advirtió con renovada paciencia su señora y directora.

Pepino volvió en seguida con otra fuente, que contenia corbina guisada.{30}

— ¿Dónde coloco esta corbeta? preguntó.

Alegría prorumpió en carcajadas.

— Ese hombre no sabe ni hablar, dijo ásperamente Constancia.

— ¿Que no sé hablar? repuso con su aire mas majestuoso Pepino. Señorita, otra cosa no sabré, pero lo que es hablar, lo aprendí desde que nací.

Omitiremos los incidentes del mismo género de los referidos, que acaecieron en los postres, y pasaremos con la Marquesa y demas á la sala donde iban á tomar café. Apénas se hubieron sentado, cuando entró Pepino trayendo la batea, con la cabeza tan erguida y tan quebrado de cintura, que no parecia sino que traia una corona y un cetro que ofrecer á su señora.

Colocóla sobre la mesa, preparándose con soltura á servirlo, medio llenando en un abrir y cerrar de ojos las tazas de azúcar.

— Véte, Pepino, dijo la Marquesa; el servir el café no es de tu incumbencia.

— Yo no quiero que sus mercedes se incomoden; respondió el obsequioso mozo, agarrando con denuedo la cafetera.

Constancia se la arrebató, ántes que la fusion del líquido y del azúcar hubiesen producido el almíbar de café que de ella debia necesariamente resultar.

Algun tiempo despues vió confirmadas la Marquesa las esperanzas puestas en la fidelidad y moralidad del ex-asistente de Doña Eufrasia, puesto que en una entrevista particular y confidencial que tuvieron, descubrió con escándalo y dolor: primero, que la cocinera fumaba; segundo, que la mujer de cuerpo de casa se bebia el vino; tercero, que la costurera se llevaba de noche varios comestibles á su casa; cuarto, que la doncella tenia un novio que le hablaba por la reja; y quinto, que Andrea sabia y hacia la vista larga á todas estas infamias.

— ¡No puede ser! esclamó horripilada la Marquesa al oir tan funestas revelaciones.

— Pues no lo crea usía, repuso con toda su dignidad el fiel servidor, sentido de que su señora dudase de su vera{31}cidad. No lo crea usía; á bien que no es voto de castidad.

Pepino queria decir artículo de fe.

Con esto hubo una de San Quintin en la casa. Llovieron sobre Pepino como saetas las miradas malévolas, y fué el blanco de las indirectas mas punzantes. Pepino envalentonado con la creciente proteccion de su señora, todo lo miró con el frio desden con que una pared maestra los pelotazos de niños dañinos.

Pero algun tiempo despues tuvo la Marquesa el dolor de ver á su favorito venir á servir el almuerzo en un doloroso estado. Cojeaba y estaba medio derrengado; uno de sus ojos yacia oculto en una prominente hinchazon, del fondo de la cual salia su triste mirada como un rayito de luna por una rendija.

La noche ántes, al ir á llevar una carta al correo, manos invisibles por la oscuridad le habian apaleado á su sabor, diciéndole que era por la primera; que á la segunda se le cortaria la lengua.

La Marquesa compadecida esclamó que así perseguia siempre en este mundo el vicio á la virtud, y dió á su virtuosa policía secreta cuatro duros por via de indemnizacion de los percances del oficio.

Al percibir la moneda de oro, el mencionado triste rayito de luna se trocó en brillante rayito de sol.

CAPITULO V.

Constancia no tenia mas que una amiga y una confidenta, y esta era Andrea, que habia sido su ama.

— ¡Válgame Dios, hija! — le decia esta una mañana en que solas se hallaban en el cuarto de Constancia:—¿es posible que des esta pesadumbre á tu madre; que desperdicies tan buena suerte como se te brinda, todo por haberte encariñado á tontas y á locas? ¿Como que te parecia todo el{32} monte orégano!... Bien te lo avisé; pero los consejos son como los muertos: no se conoce lo que valen hasta que pasa su tiempo. Recuerda cuántas veces te dije: Ese muchacho, muy bueno será, no digo que no; pero con él no puedes pensar en casarte.

— ¿Y quién piensa en casarse? repuso ásperamente Constancia.

— ¿Quién piensa en casarse? Mire Vd. qué cuajo! ¡Toma! Todas las mujeres; que no tienen otro guiso, á ménos que no se quieran meter monjas.

— Ahí es donde vas errada, ama; que las hay que no piensan ni en lo uno ni en lo otro.

— Pues entónces... deja de querer á Bruno, que consentido estará en otra cosa.

— Como tal cosa me vuelvas á decir, esclamó Constancia, te creo mas enemiga mia que mi madre, mi tia y mi hermana.

— ¡Jesus! ¡qué estremosa eres! repuso Andrea. ¿No quieres que vea con dolor una cosa que no lleva camino, ni puede tener buen fin? Considera que te quedas sin la herencia de tu tia.

— ¡Mira qué espantajo! ¡Valiente cosa me suponen á mí mi tia ni su herencia! Herencia con condiciones... que se la guarde! ¿Para qué quiero yo ese dinero? ¿para dorar mi desgracia? No, ama, no; quiero ser feliz á mi gusto y sentir; y lo seré sin herencia, sin grandeza y sin titulos: goce de esas decantadas felicidades quien las aprecie y desee. Yo solo una felicidad aprecio y deseo; y si llego á lograrla, aunque sea en mi vejez, daré por bien empleada mi juventud en esperarla. Así entiende, ama, — para que no me exasperes mas de lo que lo estoy, alistándote con las otras para atormentarme, — que solo á un hombre amaré en mi vida; que me arrancarán el corazon ántes que le olvide, y que no me casaré con otro, aunque de no hacerlo, tuviese que pedir un pedazo de pan de puerta en puerta.

— La vida es larga, hija mia! suspiró Andrea.

— ¡Eso mismo digo yo! repuso con vehemencia Constancia; y no se casa una por un dia ni dos, sino para morir{33} con la cadena al cuello. Así, déjame en paz, y no te unas tú tambien á los demas para amargarme la vida.

Aquella misma mañana decia la Marquesa á su confidente D. Silvestre:

— ¡Jesus! hoy llega el Marques, y yo no sé dónde dar de cabeza. ¡Mi hermana que está tan consentida en esta boda, y tan ajena de lo que pasa! ¡Qué niña!... ¡Qué terca y qué sobre sí! ¡Ya tiene tres pares de tacones! ¿Qué dirá el Marques cuando se halle con ese erizo manzanero? Se volverá á Madrid muy ofendido, y con razon.

— Pero, señora, repuso pausadamente D. Silvestre, ¿porqué no previno Vd. este caso, escribiéndole con tiempo á su hermana?

— ¿Preveer? ¿Quién habia de preveer esto, á no ser profeta, ó un anteojo de larga vista como es Vd.? Siempre gradué que la oposicion de esa niña nacia de las rarezas y premiosidades de su genio díscolo: pero ¿habia de caberme en la cabeza que solo por ir contra mi voluntad y por ostentacion de independencia, rehusase una mujer de diez y nueve años á un hombre cumplido en todo, una posicion brillante, despreciase una Grandeza y la pingüe herencia de su tia?

— Marquesa, esto resulta de juzgar nosotros por nuestro sentir el sentir ajeno.

— ¡Como que la sana razon no puede concebir los caprichos y dislates de la sinrazon!...

— Es que la sana razon debe saber que no todos la tienen.

— Pero ¿no habria modo de forzar á esa terca alucinada á desistir de su manía y á ceder á la razon?

— Ninguno, Marquesa; y si lo hubiese, no aconsejaria yo adoptarlo.

— ¿Y porqué?

— Porque la autoridad paterna tiene sus límites; porque tomaria Vd. sobre sí una inmensa responsabilidad.

— ¡Palabrotas, palabrotas!... Cuando pasa la edad de los caprichos, todas las felicidades se parecen, y tienen unas mismas condiciones y unos mismos cimientos.{34}

— Si eso se comprendiese á los diez y ocho años, no habria juventud, Marquesa.

— A todo halla Vd. un apodo altisonante, D. Silvestre: á las locuras, el de juventud; á las niñas, el de perlas. No parece sino que está Vd. siempre leyendo versos ó novelas, Vd. que en su vida abre un libro (y hace Vd. muy bien, eso es otra cosa). Yo, que llamo al pan pan y al vino vino, le digo que á mí sola, y solo á mí, suceden estas cosas; solo yo tengo hijas por el estilo de las mias. ¿Qué haré?... No me queda mas que escribir á mi hermana y contarle lo que pasa, para que arbitre el medio de dar un corte á esto, y disponga lo que se ha de hacer.

— Suspéndalo Vd. por ahora, señora. ¿Quién sabe si el Marques, puesto que es un hombre de tanto mérito, tendrá mas influencia sobre Constancia que no la voluntad que manda y los consejos que apremian?

— Dice Vd. bien una vez en su vida, D. Silvestre: es muy probable que sobre esa niña díscola y rebelde, pueda mas un buen mozo que una buena madre. Le aseguro á Vd. que el dia que se case esa perlita, le mando decir á San Antonio una misa cantada, y siete rezadas á Santa Rita.

A poco se presentó el Marques, con el que estuvo el ama de la casa tanto mas agasajadora, cuanto que quedó prendada de él: cosa que sucedia generalmente á cuantas personas le trataban, aun sin desearle por yerno. Pero por mas recados que durante la visita mandó la Marquesa á su hija Constancia, ya por Clemencia, ya por Andrea, ella no permitió presentarse, escusándose con que tenia jaqueca.

Alegría trató de indemnizar al recomendado de su tia, esplayando todas sus gracias, y mostrándose la mas amable y festiva. Entretuvo é hizo reir á Valdemar con la pintura burlesca de la sociedad de Sevilla y de cuantas personas la componian.

Entretanto Clemencia, silenciosamente sentada cerca de una ventana, continuaba haciendo su labor, que era un pañuelo de manos con guardilla primorosamente calada, para su tia.

Apénas paró en ella la atencion el Marques.{35}

— ¿Qué te ha parecido el madrileñito? le preguntó Alegría cuando se hubo este despedido.

— Muy buen mozo, contestó Clemencia.

— Pues, hija, á mí me choca, repuso Alegría desdeñosamente: es tieso como un pitaco, tiene movimientos de minuet, es redicho, y no suelta la risa sino á duras penas. Lo que es la grandeza no le luce sino en los zapatos de charol, que son de estensas dimensiones, como diria El Heraldo para decir largos.

— ¡Ay! esclamó sorprendida Clemencia: ¿tú reparas en los zapatos de los hombres?

— Por lo visto, reparas tú mas en la cara, ya que has hallado al Marques tan buen mozo, dijo con burla Alegría.

— ¡Pues ya se ve! contestó sencillamente Clemencia; la cara es la que se mira.

— ¡Vea Vd. la monjita, lo que le gusta mirar á la cara á los hombres! Pues, hija mia, en mi vida miro yo una cara que á mí no me haya mirado.

— Si yo hiciese otro tanto, pocas caras tendria que mirar, dijo la pobre niña.

— Así pondrias toda tu atencion en la hermosa fisonomía de tu apasionado D. Galo, repuso su prima; pues ese te mira bastante con lente y sin lente, alegre y melancólicamente, con ojos guiñados y con ojos abiertos, de soslayo y de frente, con disimulo y sin él.

— Es su manera; lo hace de puro obsequioso que es, contestó Clemencia. Lo mismo hace contigo.

— ¿Conmigo? dijo Alegría con aire despreciativo; no, no: sabe ese correveydile, ese tertuliano general y ambulante, que están las uvas de esta parra verdes para sus dedos manchados de tinta de oficina.

— No solo están verdes, sino agrias. ¡Pobre D. Galo! dijo Clemencia.

Antes de proseguir, es necesario dar á conocer al lector el nuevo personaje que se acaba de mencionar (si es que no le conoce, pues todo el mundo conoce á D. Galo), porque en lo succesivo va á ocupar un lugar privilegiado en los cuadros que iremos bosquejando.{36}

CAPITULO VI.

Era este sujeto un empleado, madrileño antiguo castizo, y por lo tanto, si bien podia carecer de la tiesa y desdeñosa afectacion que muchos llaman buen tono hoy dia, tenia una urbanidad y cortesía profundamente arraigadas, que jamas por jamas se desmentian; tenia esa benevolencia y aprecio para los demas, que es la base del buen trato, tan celebrado, y con razon, en los madrileños genuinos.

Era este caballero muy amigo de sociedad y de alternar con todo el mundo, lo que prueba un amable carácter, buenas inclinaciones y mejores costumbres.

Era bien visto en todas partes, y á las señoras les habia dado por protegerle y tratarle con una estrema confianza. Llegaba á tanto su modestia, que agradecia sobre manera esta confianza, que hablaba mucho en favor de su moralidad, pero poco en favor de sus seducciones.

D. Galo Pando, — así era su gracia, — no sabia ni griego ni latin; pero sabia otra porcion de cosas de uso mas frecuente; como era jugar á la perfeccion todos los juegos de sociedad, los nombres de todas las óperas modernas y piezas nuevas, el dia del mes, el santo del dia, las horas en que salia el vapor, y las en que llegaba el correo.

Tenia D. Galo una ilusion estraordinaria por todas las palabras modernas: lamentable y deplorable le sonaban como música de Rossini. El debut y el buffet tenian para él un esquisito perfume de elegancia; en cuanto al séale la tierra ligera, cuando lo veia, se entusiasmaba. Hablaba D. Galo bien de todo el mundo, no por estudio ni afectacion, sino por sentir lo que decia; porque era de la secta de los hombres benévolos, secta que se va perdiendo. Ponia á la sociedad en buen lugar, poniendo á los que la formaban á buena luz; respetaba profundamente todas las opiniones, mirándolo todo bajo un bello prisma sui generis, por el que aparecian las rosas sin espinas, y las víboras sin veneno. En suma, era D. Galo una momia del siglo de oro, resucitada por medio del elixir de vida que inventó Balzac.{37}

Vestia el susodicho, por lo regular, un frac azul claro, con grandes botones dorados; un chaleco blanco, que abria por arriba como una alcachofa, para lucir en la pechera de su camisa un alfiler cuyos brillantes estaban medio dormidos, y un cordon de pelo del que pendia un lente de plata metido en el bolsillo del chaleco. Suspiraba ruidosamente D. Galo cada vez que miraba el cordon de pelo, desde tiempo inmemorial: eso no quitaba que suspirase tambien por una porcion de jóvenes, pero con tan comedidos deseos y cortas exigencias, que quedaba completamente satisfecho, cuando al negarle una hermosa una contradanza y ponerse á bailar en seguida con otro, dejaba su abanico en su honrada custodia. En cuanto á su cabeza...

Díjose en una época calamitosa: ¡Los dioses se van! Ahora en una ídem, ídem, diremos: ¡Los cabellos se van! ¿Porqué será que en este siglo de las luces hay tantos calvos y tantos cortos de vista? Los cortos de vista, se comprende que lo sean, por lo que deslumbra tanto resplandor como dan las dichas luces; pero el cabello, ¿qué tiene que ver con las luces? A esto dicen los dueños de ingratos cabellos, que la emancipacion de estos es debido á la actividad, á la fuerza, al vigor del pensamiento que le roba el suyo al pelo. Así es, por lo visto, que el pensamiento que fecunda tantas cosas, parece que tiene el mal tino de secar las raíces del cabello, á cuya sombra se cria: esta es una mala partida que no pueden disculpar sus admiradores mas frenéticos.

El siglo XIX, que no es el siglo de oro, por mas que se empeñen en que lo sea California, Cabet y Granada, es en cambio el siglo de las ideas; lo que es muy preferible, aunque no sea de nuestra opinion el ministro de hacienda. Lo que tiene es que hay tal abundancia, que es una via láctea de ideas luminosas; son un enjambre zumbon, como los que halló el famoso viajero Humboldt, de mosquitos en los rios de América; en cambio han acabado con los cabellos: los Absalones y Sansones quedan en la categoría de especies perdidas ó razas agotadas, como los centauros y las sirenas.

Se ha tratado de contrarrestar esta funesta propension del{38} cabello á desertar; y para ello se han puesto en juego los medios mas incongruentes. Hase acudido á las moscas, que se han frito bárbaramente en aceite; y cien moscas sacrificadas no han producido la mas leve estabilidad en estos prófugos. Igual ineficacia desairada ha cabido en suerte al rey de los desiertos de Africa y á la fiera de las selvas del Norte, que han prestado su contingente para mantener la disciplina en este ejército á la desbandada; ni leones, ni osos, ni moscas fritas lo detienen. En cambio, han impregnado las moscas los cascos de negras ideas: los leones y los osos, de fieros y belicosos pensamientos (y cate Vd. el orígen del triste estado en que se ve Europa); pero nada han podido sobre el cabello, tan decidido á alejarse de su suelo volcánico, que solo podria sujetarle un áncora de navío aplicada á cada uno.

¿Qué hacer en este conflicto? En época en que cada cual de por sí quiere un voto particular en cada materia, los votos se han dividido. Los unos, filósofos, la mente puesta en Sócrates, los otros, cristianos, pensando en San Pedro, se conformaron con su triste suerte; los poetas formaron una comparsa de sacerdotes de Diana. Otros con coquetería vulgar y falta de espediente, aplicando al caso la parábola de que los últimos serian los primeros, acudieron á los que vegetaban humildes en la nuca, que subieran de categoría viniendo á adornar la mollera, ya retenidos unos con otros por un cabo de seda, ya pegados sobre el cráneo con goma. Los mas refinados acudieron á un término medio, es decir, al tupé, bisoné ó casquete, en cuya confeccion imitó el arte tan bien á la naturaleza, que al ver y al oir á los tales refinados, nos quedamos tan inciertos de si brotan ó no los cabellos de sus cráneos, como de si brotan ó no sus palabras de sus corazones. Otros desgraciados, con una gran plaza de armas y sin un solo soldado para cubrirla, ni débil quinto, ni cano veterano, han tenido que recurrir á la... á la... ¡Válganos Dios! ¡que la elegancia moderna, que tantas palabras altisonantes ha plagiado para reemplazar las antiguas, no haya encontrado alguna para esta necesidad!!! ¿Cómo decir la archivulgar palabra de pe...? el resto es un{39} estado de Italia; lo diremos así en cifra. Este objeto, cuyo nombre técnico se rehusa á estampar nuestra pluma, ¿no podria llamarse restaurador de los estragos del pensamiento, ó bien asociacion de reemplazantes?

D. Galo, sujeto á los contratiempos de la época, habia visto desmoronarse el edificio de su peinado. Un inglés, conocido suyo, le habia dicho en aquella ocasion, que los remedios debian ser enérgicos para hacer el efecto deseado; que las moscas, leones, osos etc., eran lenitivos, y que debia acudir á la mosca cantárida, desleida en algun espíritu fuerte; que era este un remedio no solo conservador, sino restaurador. D. Galo se apresuró á seguir el consejo; pero séase que el remedio en sí no tuviese el debido efecto sino sobre un cráneo inglés, ó que D. Galo con su deseo de lucir una cabellera de segunda edicion corregida y aumentada, exagerase las dósis del medicamento, ello es que la mañana siguiente á la noche en que se lo administró, amaneció en una disposicion, que parado ante su espejo, atónito y estupefacto, se estuvo un cuarto de hora sin poder darse cuenta de si lo que tenia sobre sus hombros era una cabeza humana ó bien una calabaza. Convencido de su desgracia, se metió en la cama, dijo que tenia un cólico; esclamó que los ingleses se habian empeñado en que á los españoles no les luciese el pelo; mandó venir á un peluquero; y mandóle hacer cuatro pelucas, que llevó desde aquella catástrofe alternativamente. La primera era de pelo muy corto; seguíala otra de pelo algo mas largo, la que era reemplazada con otra de pelo mucho mas largo aun, acabando con la cuarta, que era de descomunales greñas. Entónces no cesaba de repetir que su pelo estaba muy crecido, y que al dia siguiente se veria precisado á llamar al peluquero; esto duraba hasta presentarse con la peluca de pelo corto. En estas ocasiones venia indefectiblemente provisto de caramelos de goma, de pastillas de malvavisco y palitos de orozuz que ofrecia á las señoras, asegurando que estaba muy resfriado, merced á la peladura.

Tocante á la edad de D. Galo, fué, es y quedará un problema. Cuando vinieron los franceses el año 23, decian de{40} el: Monsieur Gaalo Paando est un fort aimable ci-devant jeune homme. Lo que quiere decir: «D. Galo Pando es un ex-jóven muy amable.» En 1844, cuando empieza esta narracion, decia la Marquesa de Cortegana á sus hijas: «Para nada se necesitan esos bailoteos; la lotería es diversion de todas edades; y si no, ahí está Pando, que es un hombre mozo, y le divierte mucho.»—

Efectivamente, en veinte años nada habia variado D. Galo: pasaban alternativamente sobre su cabeza las estaciones, y á imitacion de estas, sus pelucas, sin quitarle ni ponerle, sin que adelantase ó atrasase: en compensacion, pasaban igualmente los gobiernos, el monárquico, el progresista y el moderado, lo mismo que los años, lo mismo que sus pelucas, sin atrasarle ni adelantarle en su carrera. Siete mil reales de sueldo que disfrutaba, era número fijo, lo mismo que los dias de la semana; nunca uno mas... nunca uno ménos. Con esto tenia D. Galo el corazon como una breva: y no se tome en sentido ridículo esta comparacion, porque la breva, ademas de parecida en la forma á un corazon, es blanda, dulce, suave, y no encierra en sí ni hueso ni película; esto es, ni dureza ni retrechería. Ahora es de notar que la amalgama del corazon tierno, de la cabeza calva y del bolsillo vacío, es una reunion heterogénea; es tener el corazon crucificado, como el Señor, entre dos pésimos perillanes.

Así era que estos crueles tiranos forzaban á Don Galo á un celibato que le era antipático. A veces miraba tristemente el pésimo y estrecho catre en que dormia en la casa de pupilos, en la que por siete reales diarios disfrutaba de las incomodidades de la vida; y al ver aquel espaldar que se redondeaba por cima de su cabeza como una cola de pavo furioso; al ver aquellas cuatro perinolas tan empingorotadas y esbeltas que ni un figurin de moda; aquella desnudez que se ostentaba con cinismo y que no cubrian ni la mas sencilla colgadura, ni el mas simple pabellon, ni el mas leve mosquitero; cuando consideraba aquellos colchones que parecian de pelote, y aquellas sábanas que no parecian de olan; cuando miraba aquella colcha catalana genuina, cuyo dibujo representaba el nacional espectáculo de una corrida de toros, en{41} grandes dimensiones, en términos que en el centro habia un grupo, en el que un toro de buen año cebaba sus iras en un caballo caido, combinándose todo de manera que cuando D. Galo estaba acostado en su cama, parecia el picador debajo del caido caballo, cuando, decíamos, D. Galo miraba tristemente este árido y mezquino aparato de solteron, esclamaba:—¡Potro eres, potro de tormento, cama de hospital, parodia del blando lecho, triste y pobre antítesis del rico y dulce tálamo conyugal!

La necesidad é inclinacion que tenia á gustos y á cariños domésticos, que no podia satisfacer por su propia cuenta, hacia que D. Galo se interesase vivamente y casi se identificase con los de sus amigos. Así era que llevaba la alta y baja de todas cosas en casa de aquellos, mediante la gran confianza que por sus atenciones y buenas prendas se le dispensaba en todas partes. Conocia á cada niño, y sufria sus majaderías como Job las de sus amigos; conocia á los criados, y disculpaba sus faltas con los amos. Como tenia buena memoria, y lo que es mejor que memoria, como ponia una atencion entera y sostenida en las cosas, era en las familias una especie de agenda ó prontuario, al que se acudia para tener datos ciertos de lo que se queria saber; por consiguiente, se veia acribillado á preguntas las mas heterogéneas, á las que contestaba con gusto, con acierto y á satisfaccion del preguntante. Eran las preguntas de este tenor:

— D. Galo, ¿no fué á los cinco meses cuando echó mi niño los primeros dientes? — Sí, á los cinco meses y seis dias: fué el dia de San Andres. — D. Galo, ¿á qué hora llega el vapor? — D. Galo, ¿cuándo murió el arzobispo? — Pando, ¿quién predica mañana en la catedral? — D. Galo, ¿á cuántos estamos hoy? — Pando, ¿quién obsequia á la viudita? — D. Galo, ¿qué dan esta noche? — Pando, ¿está contenta la condesa con su nueva cocinera?{42}

CAPITULO VII.

A casa de la Marquesa concurrian bastantes gentes, de noche, para formar propiamente una tertulia, voz que define el Diccionario de este modo: junta de amigos y familiares para conversacion y otras diversiones honestas.

Entre estas diversiones honestas estaba introducida, — y la Marquesa la tenia en gran estima, — una respetable lotería, que la dicha señora consideraba como salvaguardia austera para impedir los cuchicheos, y como una sustituta ajuiciada de la estrepitosa Terpsícore: los ternos le parecian muy preferibles á los avant-deux; los ambos á los de ligeras piernas, y los números á las cabriolas.

La lotería era para la Marquesa la virtud en cartones, la cartilla de la decencia; aquella cajita colorada y modesta, que venida de Nuremberg, traia su perfume aleman de costumbres sencillas y decentes, habia cautivado para siempre el corazon de la Marquesa. Cual otro Czar de Rusia, habia sabido anonadar esta señora cuantas conspiraciones habian hecho sus hijas contra su honesto y querido juego; y el privado seguia en su no desmentido favor con la autócrata, la que miéntras veia que presidian la mesa, que rodeaba la alegre juventud, el maestro Pino, que así se denominaba el número uno, el abuelo, así se denominaba el noventa, y que hacia su servicio la patrulla, así se denominaba el cinco, por constar de cuatro hombres y un cabo, se entregaba con espíritu tranquilo y corazon sosegado á los goces de su tresillo.

La tertulia era bastante numerosa aquella noche—¡y cosa estraña y no vista! — habian dado las nueve, y el exactísimo D. Galo Pando no habia hecho aun su aparicion.

D. Galo era una necesidad en la tertulia de la Marquesa, porque era el complemento de la lotería, encargado como estaba de sacar los números; cargo que ejercia con una equidad, gracia y perseverancia admirables. Triste y desanimada se veia, pues, aquella gran mesa, cubierta de la bayeta verde{43} en que se decidian los destinos de los ambos y de los ternos, con la falta de su presidente.

La Marquesa jugaba al tresillo, y con asombro de D. Silvestre hacia renuncio sobre renuncio, distraida por el chapaleteo de un intempestivo aguacero de verano.—¡Qué apuro!... murmuraba entre dientes. — La vela... el Marques, que prometió venir, y aun no ha venido... ¡Jesus! ¡Las estatuas! Capaz es ese Pepino de no haberlas recogido... ¿Si se habrá ofendido el Marques con Constancia... Las macetas...

Alegría estaba rodeada de unos cuantos jóvenes, entre los que se distinguia Paco Guzman por su buena figura y genio festivo.

— Agua por San Juan, le dijo Alegría, tiene fama de quitar vino y no dar pan.

— Novios hay que son para las muchachas lo que el agua por San Juan.

Esta sentencia echó la robusta voz de Doña Eufrasia, como una bomba, en medio de la alegre reunion de jóvenes, yendo particularmente dirigida contra Paco Guzman, á quien conservaba una rencorosa ojeriza desde la profanadora voz de pendencia; de que se habia valido para designar la guerra contra el frances.

En este momento todas las cabezas se volvieron hácia la puerta, al ver entrar á Pepino que traia en brazos con el mayor cariño, abrazándola por sus desalados piés, la estatua que servia de adorno á la fuente del patio.

— Señora, preguntó ¿é adónde meto el Mercuriño?

— Hombre, — contestó la Marquesa de mal humor, y sin participar de la hilaridad general que causó la aparicion de aquel nuevo Enéas, — ponlo en un ángulo del corredor; y otra vez infórmate de Andrea de semejantes pormenores.

Pepino, algo sentido de la ingratitud de su señora, dió una vuelta brusca y con él el Mercurio, y se dirigió apresuradamente hácia la puerta, quedándose prendida y arrancada un ala de la cabeza de aquel en el fleco de la sobrepuerta, de la que quedó colgando perpendicularmente como un dormido murciélago.

La Marquesa se quedó fria de dolor y muda de indignacion.{44}

— No vi alas mas desgraciadas que las de ese pobre Mercurio, esclamó riendo Alegría. Esta nueva catástrofe es una conspiracion de los desposeidos piés contra la emplumada cabeza.

— Y cate Vd. una demostracion de la democracia, observó Paco Guzman.

— ¿Y dónde pongo los otros Mercurios? gritó Pepino desde la antesala, aludiendo á las estatuas de las cuatro estaciones.

— Eufrasia, hija, le dijo en un aparte la Marquesa; hazme el favor de ir á cuidar de eso, porque las flojas de mis hijas, sin consideracion por mí ni por las estatuas, no se moverán ni darán un paso para cuidar de ellas; ni tampoco Andrea que está de esquina con el pobre mozo.

Constancia, mas metida en sí que nunca, estaba algo retirada hablando con una amiga suya, y de vez en cuando echaba una furtiva mirada sobre Bruno de Vargas, el que sabia la llegada del Marques, y acodado en la mesa hacia por ocultar sus celos y su despecho, haciendo como que leia un periódico.

En el testero de la mesa, y desatendida de todos, estaba Clemencia preparando y ordenando los enseres del juego de la lotería, que la divertia mucho, y en el que cuando jugaba, ponia sus cinco sentidos.

— ¿Qué le habrá sucedido á nuestro lotero el insigne D. Galo, que no viene á ocupar su presidencia? dijo Alegría. ¿Porqué no vendrá, Clemencia?

— Yo no sé, contestó esta sencillamente.

— Pues deberias saberlo, continuó Alegría; porque han de saber Vds. que Clemencia es la confidenta de D. Galo, que no se corta una vez el pelo sin pedirle permiso.

— No lo crean Vds., esclamó apurada Clemencia en medio de las risas que ocasionó la ocurrencia de Alegría.

— Imposible es, dijo esta dirigiéndose á Bruno, que no estés leyendo algun deplorable ó lamentable evento, segun lo tétrico de tu gesto y lo abatido de tu semblante, primo.

— Efectivamente, contestó este sin levantar los ojos: estaba leyendo la relacion de un naufragio.{45}

— ¿Y tanto te horrorizan los percances de los barcos? tornó á preguntar Alegría con risita burlona.

— Sí por cierto; siempre me han causado una fuerte impresion los naufragios.

— ¿Y porqué? volvió á preguntar con indelicada insistencia Alegría.

— Es porque me da el corazon que he de perecer en alguno.

— ¡Oh! pues no os embarqueis nunca, esclamó Clemencia con el acento del corazon.

— ¿Agorero y con bigotes? ¿No te da vergüenza de serlo, pastor de corderitos de bronce? dijo Alegría.

— Napoleon lo fué, repuso Bruno.

— Ese tilde de hereje le faltaba á ese Napoladron Malaparte, sonó el vocejon de su ex-antagonista Doña Eufrasia.

— ¿Le visteis alguna vez? preguntó Alegría.

— Nunca; ya se hubiera guardado de ponérseme á tiro. ¡Vaya!

— Señora, dijo Paco Guzman: el rey deberia haber añadido á vuestro dictado de Coronela Matamoros, el de Condesa Mata-Franceses.

Afortunadamente en este momento entró D. Galo, que interrumpió la esplosion de coraje de la heroina, esclamando:

— ¡Dios mio! qué diluvio! ¡Cuál están los caños! Por atravesar la calle me he metido hasta aquí, añadió señalando un tobillo.

— Póngale Vd. una losa[1], dijo Alegría.

— Cual otro Leandro, hubiera yo atravesado por veros, no el caño, sino el mar Rojo, Alegría, hija mia, repuso D. Galo.

— No tuvo esa suerte Faraon, dijo Paco Guzman, soltando una carcajada.

— No le impulsaba el deseo de ver á las bellas, repuso{46} D. Galo con una sonrisa de media vara, y dirigiendo tres miradas succesivas, una á Alegría y las otras dos á Constancia y Clemencia.

— En lugar de hacer cumplidos á la griega, vaya Vd. á sacar los números, D. Galo, hijo mio, le dijo Alegría; pues Clemencia se está deshaciendo, y ha preguntado ya varias veces con mucha solicitud si le habria sucedido á Vd. algun percance.

A pesar de esclamar Clemencia: «D. Galo, no lo crea Vd.,» este fué mas ancho que una alcachofa á tomar su asiento al lado de Clemencia.

— Ya están los reyes católicos en su trono, dijo entónces Alegría; vamos, pues, á formarles el círculo de cortesanos.

Tambien Constancia se acercó á la mesa con su amiga, y se sentaron frente al asiento en que permanecia Bruno, conservando siempre el diario en la mano.

— Estás muy poco sociable, le dijo Alegría; mira que ya en ese naufragio se habrán ahogado hasta las ratas. Vamos, suelta esa Esperanza.

— La conservaré miéntras pueda, — respondió Bruno, dirigiendo, sin mirarla, su respuesta á Constancia; — aun no me han repartido cartones.

— Aquí tiene Vd., hijo mio, le dijo D. Galo alargándole cartones.

A media hora de estar jugando, entró el Marques de Valdemar.

Habiendo saludado á todos y hablado un rato con la dueña de la casa, se aproximó á la mesa.

Bruno palideció y desatendió completamente su juego.

Constancia se contrajo á él, tomando su semblante una amarga espresion de aspereza y de descontento, que la hizo aparecer dura y fria como un témpano.

Clemencia estaba tan engolfada en su juego, que no notó la llegada del Marques.

— ¿Quereis cartones? le preguntó Alegría.

— Gracias, contestó Valdemar, profundamente abstraido en la contemplacion de Constancia.{47}

¡Cuánta ventaja llevan las ariscas en presentarse como fruta vedada! ¡Cuánto ganan las mujeres con hacerse valer! ¡Qué bien harian en tener en cuenta que todo lo que se prodiga pierde su prestigio, pues miéntras mas tiene que afanarse el hombre para alcanzar lo que anhela, mas precio le pone! Y ¡cuánto les valdria recordar que el maná llovido del cielo acabó por empalagar al pueblo de Israel!

Es cierto que el aire altanero y sombrío que ostentaba Constancia con pocas consideraciones sociales, pero con muchas hácia el hombre á quien amaba, la hacia aparecer mas bella. Si alguna vez alzaba sus negros ojos de los cartones que tenia delante, brillaba su enérgica mirada debajo de sus hermosas pestañas, como debió brillar al traves de su celada la del jóven castellano que defendia su castillo.

Partian su corazon los tormentos que veia sufrir á su amante, y con injusta acrimonia echaba todo su encono sobre aquel, que sin saberlo, se los causaba.

Valdemar tomó una silla y se sentó detras de Constancia, que no se movió; pero su vecina se apresuró á cumplir con un deber de urbanidad, haciendo lugar al Marques para que pudiese acercarse á la mesa.

— ¿Teneis buena suerte? preguntó este á Constancia.

— Muy mala, contestó esta lacónicamente.

— Es buena señal, porque la mala en el juego, la presagia buena en amor.

— Así lo espero.

— Me temo que la mala sea para el que os ame.

— ¡Ojalá de ello se convenciera el que tan mal gusto tuviese!

— ¿No habrá acaso escepcion? preguntó el Marques á quien las palabras secas y el tono brusco de Constancia causaron estrañeza.

— ¡Los espejuelos de Mahoma! dijo en voz grave y clara D. Galo, sacando el número ocho.

— Bruno, advirtió Constancia fijando sus grandes y brillantes ojos en su inmutado amante, ¿no cubres el ocho, y lo tienes dos veces?

— ¡Qué bien adaptados están los espejuelos de Mahoma á la vista de mi hermana! observó Alegría.{48}

— Marques, añadió, ¿quereis cartones? Va de dos veces que tengo la bondad de ofrecéroslos.

— Y va de dos veces que os doy las gracias por vuestra atencion, Alegría; no me divierte juego alguno.

— Ni á mí tampoco, — y ménos la lotería esta, pues D. Galo va tan de prisa que no puedan seguirle sino sus afiliados, Clemencia y comparsa.

— ¡El abuelo! sonó la clara voz de D. Galo al sacar el noventa, pues D. Galo, acostumbrado á las chanzas, á veces poco delicadas de que era objeto, no se dejaba distraer por ellas, y seguia impávido en su inmutable tarea.

— ¿No digo? esclamó Alegría.

— ¡Las alcayatas! gritó D. Galo al sacar el setenta y siete.

— D. Galo Pando, vaya usted siquiera al trote, dijo Paco Guzman. ¿Qué significan las alcayatas? Esas metáforas numéricas no están á mi alcance.

— ¡Los patitos! dijo D. Galo por toda respuesta; sacando el número veinte y dos.

— D. Galo, usted habla en cifra, favorece á sus adeptos, y ha jurado mi ruina. Protesto.

— ¿No esperabais mi llegada, Constancia? le preguntaba entre tanto el Marques. ¿No os previno vuestra tia? ¿No os ha hablado vuestra madre de mis esperanzas?

— Sí, respondió esta sin apartar la vista de su juego, así como deberian haberos dicho á vos que no eran las mismas las mias.

— ¡Qué obsequioso está el madrileño con Constancia! dijo una de las muchachas á otra, á media voz. Tiene iman; mira tú cuánto mas bonita es Clemencia, y cuánto mas graciosa Alegría; y ella que es tan huraña, tan desabrida...

— ¡Pues ahí verás! contestó la otra. Las mujeres son como el sol, que en dias revueltos pica mas entre las nubes.

— ¡La patrulla! sonó la inalterable voz de D. Galo, sacando el cinco.

— ¡Qué de números hay en ese saco! dijo un oficial: esto es un fuego graneado.{49}

— D. Galo hace á las callandas con esas bolas el milagro de pan y peces, repuso su vecina.

— Sus obsequios á las damas y sus números son sin número, añadió Paco Guzman.

— ¡El jorobado! cantó D. Galo sacando el dos.

— Desde media hora tengo un cuaterno, dijo Alegría, y no acaba de salir el número quinto. Lo hace al propósito ese traidor de D. Galo, para que saque Clemencia la lotería; siempre sucede así.

— ¿Y no os contentais con cuatro? preguntó á media voz Paco Guzman.

— ¿De qué me sirven los cuatro, ni no me hacen lotería? respondió la interrogada con descoco.

— Por cierto, decia Valdemar á Constancia, que es estraño, y aun muy cruel, que me hayan dejado una ilusion que tan pronto debia desvanecerse.

— Mi madre esperó convencerme.

— ¿Puedo yo esperarlo tambien, Constancia?

— No: que yo no engaño nunca.

— Constancia, dijo el Marques, me retiro, me interesais, y os respeto demasiado para importunaros. Desisto, Constancia, de mis mas gratos deseos, con tanto mas pesar, cuanto que vuestro franco y leal proceder, si bien me hiere dolorosamente, me llena de aprecio hácia vos.

— ¡La horca de los catalanes! pregonó la voz incansable de D. Galo, sacando el once.

— Señor, esclamó Paco Guzman, ya no hay horcas por el mundo: poned vuestros signos cabalísticos al nivel de los adelantos de la civilizacion.

— ¡El escardillo! sonó como el toque de un reloj la voz de D. Galo sacando el siete.

— D. Galo, aguarde Vd.

— ¡El que tuerce! prosiguió impávido el presidente sacando el catorce.

— Ese sois vos.

— ¡Las sanguijuelas! prosiguió D. Galo sacando el cincuenta y cinco.

— Pando, conspirais.{50}

— ¡Los canónigos! cantó este sacando el diez.

— D. Galo, sois el inexorable Destino.

— ¡La edad de Cristo!

— D. Galo, abusais de la presidencia.

— ¡Los escapularios! dijo D. Galo sacando el cuarenta y cuatro.

— ¡Lotería! esclamó con júbilo Clemencia, levantando su radiante semblante, que hasta entónces habia tenido inclinado sobre sus cartones.

Al ver aquella cara tan estraordinariamente linda, el Marques de Valdemar quedó admirado.

— ¿Quién es esa jóven? preguntó á su vecina.

— Es una huerfanita, sobrina de la Marquesa, que la ha recogido.

— Es una divinidad, exclamó el Marques.

— Sí, no es fea; es una infeliz, que ahí te puse, ahí te estés; una palomita sin hiel, una leguita de convento, repuso su vecina.

La partida se habia vuelto á reorganizar; la cara de Clemencia habia desaparecido como una celeste vision, y la voz de D. Galo se hizo oir, diciendo al sacar el número cuarenta:

— ¡La calavera!

— Ya salieron los números disfrazados como números de carnaval, esclamó Paco Guzman. D. Galo de mis pecados, ¿qué número es al que habeis dado el seudónimo de calavera?

— Al cuarenta, hijo mio.

— ¿Pues no fuera mejor que lo aplicaseis al veinte?

— Si así lo reclamais como representante del veinte, Paco, hijo mio, se atenderá á tan justa reclamacion, contestó D. Galo con la mas chusca y satisfecha sonrisa. Entretanto, hagamos la novena, añadió sacando el número nueve.

— ¿A quién?

— A San Vicentico, respondió D. Galo sacando el veinte y cinco.

— ¿Habeis aprendido vuestra numeracion del sabio Confucio, D. Galo?{51}

— ¡El único! repuso este sacando el uno.

— ¡El UNICO! repitió Constancia, cubriendo el uno en su carton, y lanzando toda su alma en una furtiva mirada al desesperado Bruno, que por dos veces durante su diálogo con el Marques habia hecho un movimiento para levantarse de su asiento y alejarse, y dos veces se habia hecho dueño de este primer impulso, quedándose en el potro de tormento donde bebia gota á gota el cáliz de la amargura.

Es lo referido en este capítulo un bosquejo exacto de la vida social, tal cual la hemos hecho; esto es, una fusion de juegos y risas frívolas que se ostentan, y de pasiones y dolores profundos que se ocultan.

CAPITULO VIII.

La Marquesa, que á pesar de lo absorta que habia estado su atencion la noche anterior por el tresillo, por la mojadura de la vela y por la mutilacion de su querido Mercurio, al que de tantas, solo un ala quedaba, no habia dejado de notar la chocante conducta de Constancia para con el Marques, tuvo con ella al dia siguiente una violenta escena.

— No os canseis, madre, le dijo esta, ni vos ni nadie haréis jamas que me case contra mi voluntad; tampoco me casaré contra la vuestra: esto es todo lo que teneis derecho á exigir de mí.

De aquí no fué posible sacarla, ni con halagos, ni con ruegos, consejos ni amenazas.

A la tarde deseó Alegría ir á paseo, y con gran sorpresa suya halló á su madre muy dispuesta á llevarlas.

Pero cuando á la hora marcada salió la Marquesa de su cuarto, con su mantilla puesta y lista para pasear, halló á Alegría elegante y lujosamente adornada, y á Clemencia linda como un ángel, con su sencillo velo de gasa blanca y unas rosas del tiempo en la cabeza; en cuanto á Constancia estaba acostada con jaqueca.{52}

Difícil seria describir lo que rabió la señora, y el estado de exasperacion en que emprendió el paseo, tan fatigoso para ella, y que habia perdido ya su objeto, que era facilitar una entrevista mas desahogada que las que les proporcionaba la tertulia, á los presuntos novios.

Alegría, al llegar al salon de Cristina, se cogió del brazo de una amiga, y Clemencia las siguió dando el suyo á su tia.

— Sépaste, Clemencia, iba esta diciéndole, que no hay una locura mayor en las muchachas, que rehusar un buen partido cuando se les presenta. Muchas y muy muchas conozco yo que así lo han hecho, y se han casado luego con quien Dios ha querido. Si yo hubiese rehusado á tu difunto tio, cuando mis padres trataron la boda, sabe Dios con quién estaria casada á estas horas. Ten siempre presente — lo que suelen olvidar muchas niñas, — que á la ocasion la pintan calva, y que la cabeza de chorlito que rehusa un buen porvenir por capricho, por imprevision, por desobediencia, merece que la encierren en San Márcos. ¡Vaya con las niñas del dia! ¡Perlitas!... como dice D. Silvestre. Un collar le habia yo de hacer de estas perlitas; que como no pidiese alafia, por mí la cuenta.

Encontráronse entónces con Valdemar que se reunió á ellas, saludando á la Marquesa, á quien preguntó por Constancia.

— La pobre está con jaqueca, respondió su madre: las padece; pero es mal que se gasta con la edad.

Al dar la vuelta del paseo, el Marques ocupó el lado de Clemencia.

— ¿Os gusta el pasear? le preguntó.

— Sí, me gusta, contestó esta; pero todavía mas me gusta quedarme en casa.

— ¿Porqué?

— Porque á esta hora riego las macetas, lo que es para mí una gran diversion; pues están todos los pájaros revoloteando, buscando su cama, resguardada del relente; corre el agua tan fresca y tan alegre del estanque, á besar los piés á las flores; estas esparcen toda su fragancia como un adios al sol que las cria, y está hecho el jardin un paraíso.{53}

— ¿Sin manzano, Clemencia?

— Sin manzano, pues no hay en él cosa prohibida; ¡sin manzano, sí! y sin culebra, que es mas.

— Pero tambien sin Adan.

— Verdad es, á ménos de no serlo Miguel el jardinero sordo, respondió riéndose alegremente Clemencia.

— Marques, dijo Alegría, volviéndose y señalando con un movimiento de cabeza á una señora que en el paseo se les acercaba de vuelta encontrada, ¿qué os parece ese palo vestido, que viene hinchando sus desenrolladas narices, porque es rica, en lugar de encogerlas en favor del aspecto público?—¿Se ven en Madrid tales tarascas?

— En Madrid hay tantas personas poco favorecidas por la naturaleza como hay aquí, Alegría, respondió el Marques, sin desviarse del lado de Clemencia; lo que sí hay aquí en mas abundancia que en Madrid, son mujeres favorecidas por ella.

— Si supieseis lo buena que es esa señora que no es bonita, os lo habia de parecer, dijo Clemencia. En mi convento tiene una parienta suya monja, á quien mantiene, y ademas ha puesto allí dos pobrecitas que quedaron huérfanas en el cólera, á quienes costea en un todo.

— Ella es buena y fea; pero vos, Clemencia, sois buena y bella: ¡mirad la ventaja que le llevais!

— Marques, tornó á decir Alegría volviendo la cabeza, á pesar de ir á su lado Paco Guzman, no creais nada de cuanto os diga Clemencia, que se ha enseñado en el convento á ser una hipocritilla.

— ¡Jesus! murmuró escandalizada Clemencia.

— Si veis venir á D. Galo, añadió Alegría, dejadle libre el campo, si no quereis hacerle mal tercio, pues suelen tener los dos sus consultas secretas sobre los ambos y los ternos.

— ¡Las cosas que inventa Alegría! esclamó Clemencia.

— ¿Quién es ese D. Galo? preguntó el Marques.

— El hombre mas feo y ridículo del mundo, contestó Alegría; el que sacaba anoche los números de la lotería, el íntimo de Clemencia, que no puede vivir sin él.

— ¿Es cierto, Clemencia? preguntó Valdemar.{54}

— Que sea ridículo, no señor, contestó esta; que no pueda yo vivir sin él, tampoco lo es. Pero lo que sí es cierto que si le trataseis, seriais su amigo, porque todo el que le trata lo es; todo el mundo le quiere, incluso Alegría, aunque le haga burla, porque ella no puede dejar de ser burlona; y como todos se rien, no piensa que hace mal.

— ¿Y vos, no sois burlona?

— No señor; en primer lugar, porque no me gusta la burla, y en segundo lugar, porque nada burlon se me ocurre; para eso es menester tener gracia, como la tiene mi prima.

— Todo el que tiene entendimiento, y aun sin tenerlo, tiene la gracia suficiente para la fácil espresion de la burla; pero esa facultad es preciso con el uso aguzarla para que punce, y es necesario afilarla para que corte. Ensayadlo, y veréis cuán pronto sobrepujais con ventaja á vuestra prima.

— Señor, ese es un consejo que no seguiré, y que estraño me deis.

— ¿Y porqué?

— Porque vos mismo no lo seguís.

El Marques se echó á reir.

— Y vos, Clemencia, le dijo, me enseñais que vuestras leales armas defensivas tienen mas poder en buena guerra que las agresivas armas vedadas. Clemencia, la burla no la haceis vos por delicada bondad de corazon; y yo no la hago, porque la proscribe el buen tono. Vuestro móvil vale mas que el mio, pero el resultado es el mismo.

A los piés del paseo habia estacionado un grupo de oficiales y de jóvenes de la ciudad.

Entre los primeros se notaba un capitan, que por su buena figura, su hablar recio y aire descocado, llamaba la atencion. Era este Fernando Guevara, hijo de una ilustre y rica casa de un pueblo de tierra adentro; pero nada en su porte ni en sus maneras denotaba la distincion de su cuna, ni la nobleza de su sangre, ni aun el buen porte del que sigue la caballerosa y rígida carrera de las armas. Teníase mal, y hacia gala de un desembarazo y desgaire, que rayaba en grosería; en fin, en todo su continente, en su modo de mirar, en su hablar recio, en su risa descompuesta, se pin{55}taba el calavera descarado, para el que la moral, la compostura, la elegancia y la finura, son cosas desconocidas. Aquel hombre no tenia mas que una virtud, ó mejor dicho, una bella cualidad, era en estremo bizarro. Tanto esta fama como su alcurnia y el mucho dinero que derrochaba, le daban una buena posicion en los círculos de los hombres; en cuanto á los de señoras, rara vez concurria á ellos, pues en su chabacano ¿qué se me da á mí? preferia en punto á círculos aquellos que estaban en su cuerda, y en los que sin sujecion podia dejarse ir á sus groseras tendencias.

Los padres de Guevara habian condescendido gustosos á sus deseos de entrar en la milicia, por no poder desde que era niño, sujetar ni sufrir sus desmanes. Pero, habiendo tenido la desgracia de perder á dos hijos mayores que Fernando, habia un año que insistian en que se retirase del servicio, por ser ya el único representante y heredero de su rica casa.

Fernando, empero, se estremecia con la sola idea de meterse á los veinte y cuatro años en un pueblo pequeño del interior, ó de renunciar á su alegre y aventurera vida.

Venian en este momento acercándose Alegría y su amiga á este grupo.

Fernando, apoyado el cuerpo en su remo izquierdo, y cruzado de brazos, las miraba con insolencia.

— ¡Qué linda es! dijo uno de los presentes: no hay duda que es la mas bonita de cuantas muchachas encierra Sevilla.

— No tal, repuso Fernando Guevara; que lo es mucho mas la que le sigue con esa señora, que será su madre.

— No es su madre, es su tia, la Marquesa de Cortegana.

— ¿Y la niña?

— Se llama Clemencia Ponce.

— No vi criatura mas hermosa, dijo Fernando.

— ¿Te ha dado flechazo? le preguntó uno de sus compañeros.

— Esas flechas de plumas de marabú, dijo otro, no dan flechazo á Guevara; le hieren mas las flechas con plumas de pajarracos ménos pulidos.{56}

— Mi gusto no está contratado, repuso Fernando; es libre como el aire.

— Pues hombre, tú que no eres amigo de suspirar en balde, no debes picar tan alto.

— Es que si se me antoja suspirar, no suspiraré en balde, dijo Fernando.

— Hombre, esclamó uno de sus compañeros, te sabia arrogante; pero no te sabia fatuo.

— Apostemos, dijo pausadamente Fernando.

— Está loco, esclamaron todos á una voz.

— Apostemos, repitió Guevara con la misma calma.

— Fernando, te estás poniendo en ridículo; mira cómo se rien; estás haciendo el oso, dijo á media voz un amigo suyo.

— Apostemos, repitió por tercera vez Fernando; pero no una onza ni dos, sino media talega: ¿quién la lleva?

— Yo, dijo un rico jóven de Sevilla, indignado de la insolente presuncion del oficial.

— ¿Diez mil reales?

— Diez mil reales.

— Señores, sois testigos, dijo Fernando.

— Es preciso fijar un plazo, advirtió el oponente.

— Ocho dias, contestó Guevara.

— Ocho dias, hecho; dijo el jóven.

Entretanto la hermosa y suave niña, que apénas habia entrevisto ni parado la atencion en aquel grupo que tan osadamente la profanaba, decia al Marques de Valdemar, que le preguntaba si estaba cansada:

— Sí señor; y decididamente me gusta mas pasar la tarde entre mis flores, los pájaros que cantan y el agua que corre y rie tan alegre, que no entre tantas caras desconocidas, que todas miran de hito en hito, las mujeres con un aire tan burlon, los hombres de un modo tan raro....{57}

CAPITULO IX.

Fernando Guevara era pariente de D. Silvestre; por lo cual, habiendo averiguado su intimidad con la Marquesa, al dia siguiente fué á verle con la peticion de que le introdujese en casa de esta señora.

D. Silvestre, á fuer de ser su allegado, y con el plausible motivo de no tener la molestia de decir que no, estuvo desde luego dispuesto á ello. Así sucedió que al mismo dia fué presentado á la Marquesa, á la que despues de los primeros cumplidos, pidió á Clemencia.

La Marquesa, que regularmente habria acogido muy mal al atolondrado jóven y su brusca peticion, si se hubiese tratado de una de sus hijas, acogió con suma satisfaccion al pretendiente de su sobrina. No se le habia pasado por alto la impresion que habia hecho Clemencia en el Marques de Valdemar, y lo ocupado que habia estado de ella la tarde anterior, en que las graciosas provocaciones de Alegría no habian bastado á distraerle; y como la señora no perdia la esperanza de que el capricho negativo de Constancia se disipase con el tiempo y la razon, veia con temor y recelo el que otra que su hija pudiese agradar al Marques. Fernando Guevara era, segun aseguraba su amigo D. Silvestre, caballero, noble y rico: ¿qué mas necesitaba saber la señora?

Así fué que otorgó llena de júbilo su demanda, sin poner mas condicion que el beneplácito de sus padres.

— No podeis dudar que lo otorguen; ni motivos hay para otra cosa, le dijo Guevara. Desde que murieron mis hermanos, el mayor deseo de mis padres es que me case y me retire. Mas por ahora solo pienso complacerlos en lo primero, porque no me siento dispuesto á los veinte y cuatro años á meterme en el villorro de Villa-María, á liarme en la capa, á acostarme con las gallinas y á levantarme con los gallos, sin acordarme mas de que hay un mundo alegre, y en él buenos compañeros. Así, tened esa licencia por segura, y advertid que de aquí á ocho dias he de estar casado, porque el regimiento pasa á Cádiz.{58}

Cuando Guevara se hubo ido, la Marquesa llamó á Clemencia y le dijo que se le presentaba una suerte brillante, pues habia pedido su mano un jóven de arrogante figura, hijo y único heredero de un rico mayorazgo. Que aunque no creia fuese necesario, le recordaba cuanto la tarde anterior le habia dicho acerca de las niñas locas que despreciaban una buena suerte, y que el que se presentaba se la traia.

— Pero... ¿quién es y cómo se llama? preguntó atónita Clemencia.

— ¡Pues qué! ¿no le conoces? repuso su tia.

— No, señora, respondió la interrogada.

— Se llama Fernando Ladron de Guevara. Es de Villa-María, y sirve en el regimiento que está aquí de guarnicion. ¡Qué suerte! ¡Vaya; si estarás contenta!

La Marquesa no aguardó la respuesta de Clemencia, en lo que hizo bien, pues no dió esta ninguna. La dócil niña no sabia ni qué pensar ni qué decir; nada sentia en favor ni en contra de este enlace, sino la estrañeza de casarse con un hombre á quien no conocia.

La Marquesa mandó venir costureras y modistas, dió parte, compró sus regalos, de modo que sin darse cuenta de lo que pasaba, á los ocho dias Clemencia, vestida de blanco, coronada de rosas blancas y blanca cual ellas, se hallaba frente á Guevara delante de un sacerdote, exhalando como un débil eco del sí que pronunció Guevara, un sí maquinal, que resumia todo lo que en aquellos dias habia hecho, como el lazo que reune para formar un ramo, unas frias é inodoras flores artificiales.

Guevara, que solo habia gastado con la cortada Clemencia en los dias anteriores algunas chanzas comunes, y dicho algunos cumplidos vulgares y poco finos, que mas que halagar habian chocado la delicadeza instintiva de Clemencia, nada habia hecho ni nada habia pensado hacer para inspirarle cariño ni confianza; y así le era su marido tan estraño aquel dia que los unia para siempre, como lo habia sido el primer dia en que le vió.

— ¿Es esto casarse? se decia asombrada la pobre niña. ¡Dios mio! ¡Yo que pensé que habia de querer tanto á mi{59} marido! Pero el trato engendra cariño; ya le querré; así se lo he pedido á Dios esta mañana en la iglesia.

Aquel dia cobró Guevara su apuesta, y aquel dia partieron los novios para Cádiz, donde estaba ya el regimiento, que debia embarcarse en aquel puerto para ir al teatro de la guerra del Norte.

Ninguna reflexion de sus padres ni de la Marquesa habian podido retraer á Guevara de seguirle; era para él Villa-María una espantosa Siberia: ademas, era bizarro, tenia pundonor, y nada le habria movido á pedir su retiro en el momento en que su regimiento era destinado á ir á batirse.

No es posible pintar el desconsuelo de la pobre Clemencia al separarse de su tia y de sus primas, y al verse sola con un hombre que le era estraño, en un mundo nuevo, y entre gentes desconocidas.

Estílase en algunas partes, — y lo singular es cabalmente en aquellas donde mas se preconiza y ensalza en las jóvenes la inmaculada inocencia, la infantil candidez, la austera reserva y la débil timidez, esto es, en Inglaterra, — el que una jóven acabada de casar se meta sola con su marido en una silla de postas, y se vayan á viajar, haciendo de esta suerte de una concurrida y ruidosa posada, en que sin respeto serán el objeto de los chistes de los mozos y postillones, el lugar en que se alce para ellos el tálamo conyugal, que el hombre delicado que ama, quisiera alzar á las nubes, y la mujer que respeta el estado, deseara santificar con un altar. Rompen de esta manera violentamente con la ausencia los lazos con su familia, desechando así las hijas la dulce sombra de su madre en los primeros momentos de su nuevo estado; en lo que demuestran patentemente que todas aquellas pregonadas cualidades, esas suaves plantas que germinan en el corazon y hacen que las que las poseen se estrechen con fuerza como los blancos jazmines á sus naturales sostenes; estas cualidades, decimos, se las echan, como dice una enérgica frase vulgar, muy fácilmente á las espaldas. Esta repugnante costumbre, que debe pertenecer á las de las jóvenes emancipadas, no se conoce en España (con pocas y estran{60}jeradas escepciones), España, á la que se echa en cara no criar las jóvenes con la rigidez y reserva debidas.

Esto nos lleva á repetir lo que otras veces hemos dicho; y es que preferimos una natural y decente soltura, á una reserva afectada, á una candidez hipócrita y á una timidez estudiada; sin que esto se oponga á que consideremos como el tipo de la jóven cumplida, la que embellecen una candidez sincera, una reserva natural y una timidez real, mas interna que esterna, mas en las ideas que en el porte, y que mas bien se disimule que se ostente.

Creemos que todo hombre delicado quisiera ver vacilar á la jóven que ha elegido por compañera, entre el regazo de la madre que la retiene, y los brazos del marido que la aguardan. Creemos que querria oir la dulce voz materna decirle: «En breve ese hombre que aun te impone, te será íntimo y querido como me lo es á mí tu padre; no llores, no llores; no atribuya á falta de cariño hácia él el dolor que te causa la despedida á tu cuna. Mira en el amante al compañero de tu vida, al padre de tus hijos, para que no te imponga como estraño.»

Hay hombres como Guevara, que relegarian, si las oyesen, estas nuestras opiniones al ridículo, ó cuando mas á un curso de moral, y no á reglas de delicadeza; pero los mas de los hombres, y sobre todo, los que hacen la debida diferencia entre una mujer legítima y una querida, piensan como nosotros; y las jóvenes deberian atenerse á la opinion de estos, y convencerse de que la mujer á la cual se recibe de las manos de su madre, tiene doble valor y prestigio que la que se entrega.

Aumentábase la afliccion y angustia de Clemencia, al ver que sus lágrimas en lugar de causar compasion é inspirar palabras de consuelo á su marido, le causaban el mas acerbo despecho; atribuyéndolo (y quizas no se equivocaba del todo) á alejamiento, hácia él. Así era que si nada habia hecho Guevara para captarse el cariño de Clemencia, esta, por su parte, sin saberlo, sin comprenderlo, hacia cuanto era dable para alejar de sí á su marido, que miraba la reserva como una prueba de antipatía; al que chocaban los sentimientos{61} tiernos y suaves como afectaciones y remilgos, y al que horripilaban las lágrimas como á otros la sangre.

Así es que nunca unió la suerte dos seres con elementos tan contrapuestos, como lo eran los que componian las respectivas naturalezas de ambos consortes, ni mas á propósito para rechazarse mutuamente. A esto se unia el que Clemencia tenia diez y seis años, y Fernando veinte y cuatro, y que no conocian ni el mundo ni el corazon humano; lo que les hacia carecer de la prevision y de la prudencia que este conocimiento da. Faltábales la esperiencia, que sabe desvanecer cargos esplicando causas, hacer concesiones, temporizar, y sacrificando algo en lo presente, preparar el porvenir.

Pero Clemencia, criada en un convento, nada sabia de la vida, ni de las pasiones, en cuyo mas grosero círculo era lanzada sin graduacion, y Fernando que no habia salido casi de cuarteles y garitos, nada sabia de sentimientos de corazon, de delicadeza, ni de reserva, esos instintos femeninos. Siendo arrogante mozo y rico, no habia hallado nunca, en la especie de mundo mujeril que habia tratado, repulsas ni negativas en sus amores, por lo cual se persuadia que el amor tenia la misma espresion en ambos sexos.

Al ver que la inocente niña no sentia ni consideraba el amor como aquellas desenfrenadas, se convenció de que abrigaba un amor oculto, y se persuadió que el objeto de este era el Marques de Valdemar, que no habia podido disimular la estrañeza y disgusto que le habia causado el repentino é irreflexionado casamiento de Clemencia. Así es que aburrido, exasperado, enconado contra Clemencia, se entregó en breve sin reserva ni consideraciones, á sus vicios y disipada vida anterior.

Clemencia por su lado, viendo unidos en su marido sus exigencias y su falta de ternura, sus celos, sus desvíos, y sus vicios, se persuadió que él la solicitó solo como el premio de una apuesta; que no llenaba su corazon, ni le merecia la ternura y respeto que se tiene á una mujer propia.

Es cierto que Fernando no amaba á Clemencia, porque entre ellos no existian simpatías, afinidades ni paridad alguna,{62} y porque Guevara no sabia amar, disecado su corazon por una vida viciosa; pero Clemencia era hermosa, y por eso solo se entregó ciego á la pasion de los celos; y los celos sin amor son los mas acerbos, y tanto mas crueles para quien los sufre, cuanto que no tiene compensacion.

Clemencia llegó, pues, á ser una doble mártir, siendo tratada á la vez con la mas insultante desconfianza, y las mas despóticas exigencias, y con la mas ostensible falta de cariño y de atenciones; á un tiempo esclavizada y abandonada por su marido. Este encerraba á su mujer, y se llevaba la llave; no la permitia recibir á nadie, ni salir, ni aun para ir á la iglesia; y habia llevado la locura de los celos y el placer de mortificarla hasta matar por su mano un pajarito que criaba Clemencia, que era su único compañero en su soledad.

Esto parecerá exagerado, y no lo es; como pueden atestiguarlo los que hayan observado los efectos de los celos en almas duras y toscas, y la atroz propension humana á redoblar el tormento, á medida que es la víctima mas débil y mas sufrida.

Clemencia, en medio de tantos sufrimientos, no se creyó la mujer incomprendida, ni la heroina inapreciada, ni la víctima de un monstruo; creyó sencillamente que Fernando era un mal marido como otros muchos; que tenia que sobrellevarle como hacian otras muchas mujeres, y rogó á Dios le mejorase y trajese á mejor vida. Así pensaba, porque no habia leido novelas, ni visto dramas de pasion, y conservaba intactas las puras doctrinas de moral cristiana, no deslustradas por mundanos sofismas: conservaba inmaculadas sus nociones del deber sin transacciones ni concesiones sociales; conservaba ilesas las doctrinas religiosas, sin que la atrevida y osada podadera filosófica hubiese suprimido ninguna de sus ramas ni de sus flores. Así era que se regia sencillamente por estas máximas:

«Recordemos que la paciencia es el heroismo del cristiano.

»Recordemos que dice San Agustin: Agradamos á Dios, cuando su voluntad nos agrada. Y que San Bernardo dice que es una vergüenza ser miembros delicados, bajo un Jefe coronado de espinas.»{63}

Releia á menudo en uno de sus libros de devocion aquellas palabras que tratan de los deberes de las casadas, y se embebia de esta cita de San Agustin, que así dice:

«Mónica obedecia á su marido como una sirviente á su amo, y se esmeraba en ganarle á Dios, exhortándole con sus ruegos y con sus buenas costumbres, cuya santa hermosura obligó á su marido á respetarla, y se la hizo grata y admirable. Toleró por mucho tiempo la mala conducta de su marido, sin hacerle reconvenciones, aguardando la hora de que obrase en él la misericordia de Dios.»

¡Oh madres! dad buenos libros á vuestras hijas, y obligadlas á leerlos. Si bien jóvenes y felices, los leerán con mas respeto que atencion, mas por obligacion que por placer; no le hace; no desistais; porque el dia de la prueba germinará en sus corazones aquella hermosa semilla, como el trigo que se echó en tierra en un dia de sol crece vigoroso el dia de los temporales.

Sucederá que aquellas palabras santas, leidas con infantil distraccion, quedarán por el pronto invisibles en el corazon, como los caracteres estampados con tinta simpática; pero llegada la hora de la prueba, cual un fuego abrasador, saldrán claros, netos y enérgicos aquellos santos testos, mitigando las llamas que solo habrán servido para purificarlos.

Personas hay en el mundo, de las que se cree que hacen el bien por instinto, y no es sino por la virtud de aquel gérmen, puesto en sus corazones en su niñez; gérmen tan rico y fecundo, que aunque sembrado por una mano torpe y floja, y caido en un terreno ligero y seco, echa raíces, como lo hace la yedra en una pared de piedra. ¡Y puede haber quien dude que gérmen de tal naturaleza, y que tales frutos da aun sin cultivarle, sea divino!

¡Cuántos jóvenes hay que dicen al perdonar una injuria, y favorecer á un enemigo: Hago esto porque soy filósofo! — No; lo haces, porque te criaste católico.

Que dicen: Huyo del fango de los vicios, porque soy moral. — No; lo haces, porque te criaste religioso.

Que dicen: He hecho un sacrificio, me he privado de un{64} goce, por tal de aliviar una miseria, porque soy filántropo. — No; lo has hecho, porque te criaste cristiano.

Esto es si son sinceros en dar un noble orígen á sus acciones buenas, y no ocultan bajo aquellas palabras la vanidad, el respeto humano, y la hipocresía; pues solo la religion crió aquellas virtudes, hijas ingratas que se emancipan, vuelven la espalda á su madre, y se unen á sus enemigos para combatirla, todo por espíritu de rebeldía, ese frenesí del entendimiento.

¡Dios santo! consérvanos en la llana, fácil y bella senda de la estricta sumision, que tantos santos y sabios ilustraron, y aléjanos de la pérfida senda de la rebeldía, laberinto oscuro é intrincado, en que se pierden tantas bellas inteligencias, y se precipitan todas las soberbias!

Mas, volviendo á Clemencia, al verla tan paciente, se decia aquel hombre inculto por su temprana emancipacion, degradado por los vicios y pervertido por las malas compañías, el que ni aun comprendia las virtudes femeninas, ni el ardor santo con que se cumple en la juventud con los mas rigorosos deberes: «me engaña; y por eso calla; no se cura de que la abandone; si me quisiese, ¿acaso no tendria celos?»

Alguna vez, esta idea fija le abatia.

Entónces Clemencia se acercaba á él, y empezaba á verter los inagotables tesoros de interes y de consuelo que todo corazon de mujer abriga hácia su marido, si le ve padecer en su cuerpo, ó sufrir en su alma. Si Fernando callaba, redoblaba sus espresiones de interes y de ternura, tan elocuentes, porque las dictaba su corazon. Mas estas flores sembradas en un desierto, se marchitaban en su árido suelo; este bálsamo vertido sobre un cadáver, no lo impregnaba, rechazado por su frialdad. Si acaso correspondia, era tratando el amor á su manera grosera y chabacana. Clemencia, entónces como la sensitiva que lastima una tosca mano, se retraia, se encogia, y acababa por angustiarse. Esto volvia á montar á su marido en su habitual despecho, y prorrumpia en quejas y sarcasmos.

Una infinidad de esos pequeños lances de que se com{65}pone la vida doméstica, venian cada dia á dar nuevo realce á esta incompatibilidad de naturalezas.

Un dia Fernando trajo á su mujer una lindísima estampa iluminada, de esas que todos vemos y miramos sin escandalizarnos,—¡tal es el poder de la costumbre! — Representaba á Vénus acariciando á Adónis. Clemencia nada sabia de la impúdica mitología, ni ménos de las despreocupadas prerogativas y de las abstraidas reglas de la belleza del desnudo. En casa de su tia, casa montada á la antigua, solo el famoso Mercurio, envuelto el torso en una airosa banda, y adornado con alas, como la representacion de un espíritu, habia tenido el privilegio de bajar del Olimpo al patio de aquella morada. Así fué que apénas comprendió Clemencia lo que miraban sus ojos estáticos, cuando uniéndose á la esquisita pureza de su alma la debilidad en que su estado enfermizo y escitado habia puesto á sus nervios, prorumpió en sollozos de tedio, de vergüenza y de angustia, tapándose el rostro con ambas manos. Fernando al pronto se quedó parado: no comprendia; pero atribuyendo en seguida esta esquisita y delicada espresion de pureza en una niña que solo conocia su convento, á escrúpulos de monjas, prorumpió en cuanto vulgar sarcasmo ha inventado la grosería contra estas, acabando por decir á Clemencia que una mujer como ella, deberia no haber salido nunca de su convento, en lugar de haberse prestado á ser la mujer de un militar.

Esta vida terrible al lado de un hombre, que solo define bien la palabra atroz, digno marido para una jóven de esas emancipadas, que dicen con un candoroso cinismo que quieren amantes ó maridos que las sobrepujen en audacia y energía; esta vida, decimos, si bien era tolerable á la encantadora mansedumbre de alma de Clemencia, no lo fué á su naturaleza física.

Así era que se desmejoraba con espantosa rapidez, sin notarlo ella misma. Sus huesos se señalaban al traves de su pálido y amarillento cútis; no se alimentaba, ni tenia quien cariñosamente la obligase á hacerlo. En breve no tuvo aliento para moverse; y ella, tan hacendosa y tan dispuesta, pasaba{66} sus dias, tendida inerte sobre un sofá, siempre paciente y siempre conforme, y sin aun compadecerse á sí misma, lo que es un consuelo grande.

Habian pasado dos meses, y los buques que iban á llevar la tropa á Valencia, se hallaban prontos á darse á la vela.

Clemencia, no obstante, no estaba capaz de poder seguir á su marido.

Fernando se vió en la necesidad de escribir á sus padres el mal estado de salud en que se encontraba su mujer, que le obligaba á separarse de ella y dejarla á su cuidado, hasta que terminada la guerra pudiese volver á su lado.

El dia en que Fernando comunicó á su mujer que iba á partir, y que ella permaneceria durante su ausencia en casa de sus padres, lloró esta con amargo desconsuelo.

— ¿Lloras por dejarme? le decia con ironía Fernando: ¡pues me hace gracia! Tu Amor, ya que te empeñas en persuadirme que amor sientes, es un amor de cuaresma, con unas lamentaciones en sí bemol, que hubiesen encantado á Jeremías, que era un marido pintiparado para tí.

Clemencia, en realidad, se habia apegado á su marido, porque era su marido. Como otra Santa Mónica, esperaba firmemente que Guevara tarde ó temprano miraria la vida bajo su verdadero punto de vista, renunciando á la viciosa y disipada que llevaba, y que con la edad, su corazon se abriria á todas las virtudes y buenos sentimientos. No sabia la sencilla niña que es una vulgar injusticia achacar á la juventud los vicios, y á la edad madura las virtudes. Ignoraba aun que una naturaleza noble y elevada tiene la juventud virtuosa y que una naturaleza mala y rebajada tiene viciosa la vejez.

¡Qué mina inagotable de amor es, pues, el corazon de una mujer buena! de amor puro, noble y generoso, que se aumenta y aviva por la ausencia, por las desgracias, por la pobreza, por los males del cuerpo, aun los mas repulsivos y contagiosos del hombre á quien llama su marido; amor que eleva y realza la naturaleza humana, como la rebaja el amor que alimenta la vanidad ó la pasion de los sentidos; amor que el mundo se atreve á denigrar con el nombre de tibio, los materialistas á burlar con el de platónico; pero amor{67} que ensalza la poesía, llamándolo ideal, y bendice el cielo, llamándolo santo!

Guevara aprovechó la ida á Sevilla de la mujer del coronel, para enviar allí á Clemencia bien acompañada.

La pobre niña llegó en su lastimoso estado á casa de su tia. Su debilidad era tal, que el cansancio del viaje, unido á la emocion que le produjo el ver á su familia, le causaron un profundo desmayo.

La Marquesa, alarmada, convocó á los facultativos, que declararon á la paciente en un estado muy grave. Esta declaracion fué una sorpresa para Clemencia, pero no sorpresa aflictiva ni angustiosa; al contrario, pasado el primer sobresalto, consideró que si Dios la llamaba á sí, le haria un beneficio, pues por desgracia no se hallaba capaz de hacer la felicidad de su marido. ¡Ojalá, pensaba, caso que Dios me deje la vida, pudiese volver al convento!

La pobre niña, como el ruiseñor enjaulado en el bullicio del mundo, suspiraba por la tranquila soledad de su floresta.

Clemencia habia caido postrada; no obstante, su juventud y buena naturaleza triunfaron. Estaba ya en plena convalecencia, cuando llegó la noticia de haber muerto Fernando como valiente en una arrojada empresa.

Clemencia lloró con tan abundantes y sinceras lágrimas á su marido, que nadie pudo nunca sospechar su infame comportamiento con ella. Todo lo calló siempre Clemencia; en vida de Guevara, por un sentimiento de deber; en su muerte, por un sentimiento de respeto.

Si hemos referido con rápida aglomeracion todos estos eventos tan importantes en la vida de nuestra protagonista, ha sido porque con la misma acaecieron, y que la propia impresion penosa, indefinida y amarga que dejará este relato en la imaginacion del lector, fué la sola que dejaron estos sucesos al cabo de algun tiempo en el ánimo de Clemencia. Esto debió suceder; pues cuando á los diez y seis años, y con un carácter feliz é inclinado al bien hallarse, se sufren infortunios violentos, pero cortos cual tormentas de verano, vuelve el ánimo á su calma, como despues de aquellas vuelve el cielo á su serenidad, sin dejar mas rastro estas que el{68} beneficio del rocío en la tierra, y aquellas que el beneficio de las lágrimas en el corazon. Puede, pues, considerarse el capítulo leido como transitorio, y lo es porque lo fueron igualmente los sucesos que encierra en la vida de Clemencia, formando en ella un episodio corto, terrible, asustador para una mujer, cuya alma y carácter eran opuestos á la lucha de las pasiones, y cuya impresion influyó poderosamente en el giro de sentimientos y de ideas de Clemencia. Así, pues, será este conocimiento una clave para comprender sus sentimientos é ideas en lo sucesivo, y una prueba mas de que no se puede echar ligeramente fallo alguno sobre los móviles que llevan á obrar á una persona, pues ¡cuánto no se habria engañado el que hubiese atribuido á frialdad, rareza ó egoismo el instintivo alejamiento á nuevos lazos que engendró en Clemencia su triste y malavenida union!

CAPITULO X.

Cuando Clemencia, aliviada de sus males y calmado su dolor, pudo ocuparse de lo que la rodeaba, poca variacion halló en la superficie de las cosas en casa de su tia. El Marques de Valdemar habia permanecido en Sevilla, lo que llenaba de satisfaccion á la Marquesa, que decia á D. Silvestre:

— Una gallina ciega halla á veces un grano de trigo; así usted acertó en darme el mejor de los consejos. Nada he escrito á mi hermana, y Valdemar no debe de estar desesperanzado, cuando permanece en Sevilla, frecuenta tanto mi casa, y le noto animado y contento. ¡Si era imposible que esa niña, que no tiene un pelo de tonta, jugase su suerte por aquello de la tuya sobre la mia!

— ¿Lo ve Vd., señora? contestaba D. Silvestre; es preciso siempre dar tiempo al tiempo, y no partir de ligero, como esos diabólicos caminos de hierro.

Constancia seguia metida en sí como ántes, Bruno de{69} Vargas taciturno, y Alegría mas animada, mas ocupada en lucir y seducir que nunca.

Doña Eufrasia seguia curioseando, entrometiéndose en todo, plantando frescas y tomando su chocolate, y D. Galo, amable y cortés como siempre, acompañaba á Clemencia en su sentimiento, y sacaba los números de la lotería.

En cuanto á Pepino, no paraba de refregar descomunalmente los cuchillos, cuidando al desalado Mercurio, y cantando con una voz entre gangosa y nasal:

Para no llegar á viejo,
¿Qué remedio me darás?
 — Métete á servir á un amo,
Y siempre mozo serás.

A todos, ménos á D. Galo, habia hallado Clemencia frios con ella, pero quien ostentaba, digamos así, un frio glacial, era el Marques de Valdemar, lo que fué tanto mas estraño y triste para Clemencia, cuanto que le quedaba un grato recuerdo del interes marcado y de la delicada benevolencia que le habia mostrado al conocerla.

La pobre niña, viuda ya, empezó entónces á afligirse sobre su suerte, que la traia á una casa, á cuyo amparo habia perdido derecho, desde que amparada por un marido, habia salido de ella. Aunque su tia la habia recibido bien, ni un ofrecimiento, ni ménos una súplica le habia dirigido, que tuviese por objeto el que permaneciera en ella.

Uníase á esto la impresion que le habia dejado un coloquio que habia oido cuando estaba postrada en cama, el que tenia lugar en el cuarto inmediato entre Alegría y su madre, que en vano suplicaba á su hija que bajase la voz.

— Señora, decia Alegría, ¿va Vd. á cargar con ese censo irredimible? ¿No tiene suegros ricos? A ellos les toca hacerse cargo de la viuda de su hijo.

— Pero no me toca á mí indicarlo, ¿entiendes? — y habla mas quedo.

— Pues yo soy de parecer que os toca, repuso Alegría en su mismo tono, si es que se hacen los remolones.

— A lo ménos, en este momento no. ¿Querrás darme lecciones de lo que tengo que hacer? Es tu prima hermana,{70} sobrina carnal de tu padre, y no está en el órden que yo haga gestion alguna para que salga de casa. Para mí es la pejiguera: á tí, ¿qué te estorba?

— Señora, todo ingerto hace daño á las ramas. Si viviese Vd. en Villa-María, y sus suegros en Sevilla, ya haria ella porque la llamasen; pero siendo lo contrario ya la puede Vd. contar entre sus bienes vinculados.

La pobre Clemencia llegó, pues, á sentirse tan sola y abandonada, que pensó suspirando que mejor le hubiera sido morir y reunirse así á su marido en otro mundo, en donde, bajo los ojos de Dios y libres de pasiones terrestres, habrian sido felices.

Una mañana que la pobre solitaria se entregaba tristemente á sus amargas y desconsoladoras reflexiones, sintiendo hondamente no poder volver á su convento, cerrado aquel refugio á las almas desvalidas, á las vocaciones religiosas, á los corazones quebrados, con los que la libertad no repara en ser la mas arbitraria déspota, le entregaron una carta: abrióla con sorpresa. Era este su contenido:

«Hija muy querida:

»No soy pendolista ni palabrero; pero no hay que serlo para decirte con pocas y verdaderas palabras que tanto mi señora como yo, que conocemos tus circunstancias, lo bien que lo has hecho con el trueno de mi hijo (Dios le haya perdonado), y que hemos quedado solos como troncos sin ramas, deseamos tenerte á nuestro lado, como compete á la viuda del solo hijo que Dios nos habia dejado.

»Vente, pues, con tus padres, á esta tu casa. Tú serás nuestro consuelo, y cuanto hacer podamos se hará para procurártelo á tí.

»Adios, hija: no soy mas largo, por lo que arriba dejo dicho, que no soy pendolista; pero sí tu padre que te estima y ver desea

Martin Ladron de Guevara

Miéntras Clemencia, llena de consuelo y satisfaccion, leia esta carta, tenia lugar entre la Marquesa y su amiga Doña{71} Eufrasia una conversacion confidencial que debia arrastrar grandes consecuencias.

Despues de entrar esta intrépida consejera intrusa, y saludar á la Marquesa con su infalible Dios te guarde, le preguntó:

— ¿De quién es una carta que ha recibido la viudita?

— ¿Clemencia, una carta? No sé ni acierto de quién pueda ser.

— ¡Ya! si tú no sabes en punto á lo que pasa en tu casa, de la misa la media.

Doña Eufrasia acababa de herir el amor propio de la Marquesa en su parte mas sensible; es sabido que siempre lo ponemos en aquello mismo de que carecemos, Richelieu lo ponia en tener dotes de poeta; la Marquesa en tener ojos de lince.

— ¡Vaya! esclamó, ¡vaya si sé! Nada se me escapa á mí; conozco hasta las respiraciones de todos los de mi casa, y lo que no puedo averiguar, lo sé por Pepino.

— Pues ni tú ni tu atélite Pepino, á quien se lo pregunté, sabian nada de la carta.

— ¿Y de quién podrá ser? preguntó pensativa la Marquesa.

— ¡Toma! de algun pretendiente. ¿Qué duda tiene? Las viudas tenemos un garabatillo particular y pretendientes por docenas. ¡Vaya si los he tenido yo! No ha muchos años que andaba uno tras de mí que bebia los vientos; yo estaba á tres bombas con él, hasta que un dia pensé: basta de monicaquerías. Sabes que tengo malas pulgas, y que no me he de morir de cólico cerrado; así fué que me planté como vaca flaca, y le dije: ¿qué se ofrece? ¿qué anda Vd. tras de mí como la soga tras del caldero? Me dijo entónces con mas palabras que un abogado, que me queria, y qué sé yo qué mas chicoleos. Le dejé acabar su retahila, y le dije:—¿Y qué mas? — Me respondió que lo que deseaba era que le diese una cita. — Bien está, le contesté.—¿En dónde? me preguntó. — En San Márcos[2], le grité, so descabellado, y le volví la espalda.{72}

— Pero... ¿quién podrá ser ese pretendiente? dijo la Marquesa, que preocupada, no habia prestado atencion alguna á la aventura amorosa de su amiga.

— Anterior debe de ser á su viudez el enamorado, puesto que desde que murió el marido,—(buen calavera era, segun he oido decir) — no ha salido ella apénas de su cuarto.

— Es muy cierto. ¿Si será de...

— ¿Del lengüilargo desfachado de Paco Guzman? No; ese anda tras de la buena alhaja de Alegría.

— ¡Qué disparate, mujer!

— No tengas cuidado; que ella no le quiere sino para pasar el rato: pica mas alto.

— ¿Si será la carta de Valdemar?

— ¡Ahí va la cosa! Temes que sea del Marques, porque lo quieres tú para Constancia; ¡acabáramos! aunque me lo has tenido callado, lo que es una potable falta de confianza, no creas que yo me chupe el dedo, y que no vea lo que pasa. Pero si Constancia no le quiere, ¿á qué estás ahí nadando contra la corriente?

— Es, repuso la Marquesa, que ya no pudo ni quiso negar, es, que el no querer Constancia es un necio capricho de niña voluntariosa, que se le irá pasando, que se le va pasando ya.

— ¡Pasando! esclamó Doña Eufrasia. Vamos, mujer, que estás en babia. ¡No digo que no sabes lo que sucede en tu casa!

— ¿Qué quieres decir con eso, Eufrasia? No seas como el reló de Pamplona, que apunta, pero no da. A mí no me gustan las palabras preñadas, ni las retrecherías, ¿estás? O se dice todo lo que á entender se da, ó no se da á entender nada.

— Pues no diré nada.

— Eso de tirar la piedra y esconder la mano, es muy fácil, hija mia, y solo lo has hecho para darme á entender que sabes mas de mi casa que yo misma, lo que es una pretension ridícula.

— ¿Sí? ¿Crees eso? repuso picada Doña Eufrasia, pues mira, lo diré, porque hago refaccion de que no tengo por{73} qué callarlo, aunque luego te pese saberlo: tú lo quisiste, tú te lo ten. Constancia ni quiere al Marques, ni á San Crispin que le propusieras, porque quiere á Bruno de Vargas. Ea, ya lo sabes.

Es imposible describir el asombro de la Marquesa, al oir estas palabras.

— ¡No puede ser! esclamó.

— No sé por qué, repuso la reveladora.

— No lo creo.

— Pues no lo creas; el creer pende de la voluntad...

— ¡Si nada he notado!...

— Eso es lo que yo te decia.

— ¿En qué ha pensado esa niña?

— En lo que piensan los que se enamoran.

— ¡Seria una insensatez!...

— Razon mas para que lo hiciese.

— No lo creo... y ¡no lo creo!...

— Pues ¿qué me dirás si te digo que yo, yo, yo misma los he visto hablando por la reja?

La Marquesa se puso ambas manos en la cabeza. En seguida se levantó, aprestó precipitadamente unos avíos de escribir algo desparejados, y empezó una carta á su hermana, miéntras decia entre cortadas frases:

— Eufrasia, hija mia, por Dios, calla esto — que no se trasluzca que yo lo sé — hasta que diga mi hermana lo que se ha de hacer—¡qué pluma!—¡qué niña! — Hermana, no es culpa mia.—¿A qué hora sale el correo?—¡Ay qué niña! ¡qué niña! — Yo me voy á volver loca.—¿A cuántos estamos?—¿Quién se vió nunca en semejantes apuros?

— ¡Escribe, escribe, murmuraba entretanto Doña Eufrasia; sobre que en no consultando con tu hermana, no sabes qué hacer!... ¡por via de los moros de Berbería! ¡Cuidado con las mujeres que no saben atarse las enaguas!

A los pocos dias recibió la Marquesa la contestacion á su carta. Su hermana escribia furiosa, y despues de hacer las mas acerbas reconvenciones á la Marquesa, le prescribia el poner á su hija entre la alternativa de casarse con Val{74}demar, disfrutando de todas las ventajas ya mencionadas, ó de ser enviada á una hacienda aislada, en que sola y sin nocivas influencias podria hacer saludables reflexiones y refrescar sus cascos, miéntras ella cuidaria de que Bruno de Vargas, que desde tanto tiempo se solazaba en Sevilla, fuese á ocupar una vacante en Melilla, poniendo así el mar por medio de tales cabezas á la jineta.

La Marquesa lo hizo segun se lo prescribió su hermana. Empezó por hacer las mas agrias reconvenciones á su hija, pasó despues á los consejos, á los ruegos; pero halló á Constancia tan firme é inmutable, que tuvo que acudir á las amenazas, las que no habiendo producido mejor resultado, la Marquesa, fuera de sí, dispuso desde luego el viaje.

Para evitar el escándalo, y dar á este viaje un colorido natural y pacífico, la Marquesa á quien Clemencia habia participado la carta de su suegro y su intencion de trasladarse á Villa-María, rogó á esta que acompañase á Constancia en su viaje, pudiendo de esta suerte decir, para disimular la realidad, que iba Clemencia á convalecer con los aires del campo, y que Constancia la acompañaba.

La dócil niña, siempre complaciente, accedió á los ruegos de su tia, y contestó á su suegro en este sentido, añadiendo que ansiaba por el dia feliz en que dejase de ser huérfana, hallando padres en los de su marido.

Constancia sufrió impávida y callada las persecuciones de que fué objeto; no derramó una lágrima al separarse de Bruno, al que mandó por Alegría, que se mostró en esta ocasion muy propicia á servir á su hermana, una sortija de oro, alrededor de la cual hizo grabar: Constancia.

CAPITULO XI.

En la orilla del mar tenian los Marqueses de Cortegana un coto agreste y solitario. No léjos de la playa se levantaba un gran caserío sólido y duradero, pero sin gusto y sin{75} comodidades; formaba esta mole un cuadrado, en medio del cual habia un vasto patio empedrado, en cuyo centro se elevaban dos palmeras, que desde léjos se veian mecer sus copas, como negando la entrada del austero y solitario edificio.

En uno de sus lados tenia este caserío una inmensa portada, sobre la que se elevaba una especie de torrecilla, en que estaba un nicho pequeño con la imágen de Nuestra Señora de la Soledad, de la cual tomaba el nombre la posesion.

En frente de la portada, sobre unas gradas, estaba una sencilla cruz de madera. Al lado derecho de la puerta colgaba una cadena, perteneciente á una campana, que pocas veces anunciaba la llegada de un forastero. La fachada, que daba frente al mar, tenia las pocas ventanas enrejadas, abiertas en el edificio, que tomaba luz del patio, lo que le daba un aire aun mas adusto y reconcentrado.

En uno de los hermosos dias de otoño, que son un blando y fresco recuerdo de los de verano, apareció en apresurado y no interrumpido trote una berlina tirada por seis caballos, dirigiéndose hácia aquel caserío. El hondo y uniforme ruido de las ruedas sobre la tierra seca no era interrumpido sino por los gritos angustiosos con los que los mayorales animan, ó mejor dicho, asustan y angustian al ganado. Paró ante la portada, y resonó en el aire el claro sonido de la campana, despertada por la cadena de su largo sueño.

A ese inesperado toque, aquel callado y soñoliento recinto pareció despertarse sobresaltado; los perros ladraron, las gallinas y pavos huyeron cacareando, los chiquillos gritaron, y por último, se oyó el ruido que hacia al descorrerse un enorme y enmohecido cerrojo; las pesadas puertas chillaron sobre sus goznes, y el coche entró en el grande y alegre patio.

Asombrada acudió la casera, que era una buena anciana que allí vivia con sus hijos y nietos.

— ¡Válgame Dios, señorita! esclamó apurada, y ¿porqué no se me ha avisado esta venida, y habria tenido limpio y aviado siquiera lo alto?

— Se pensó de pronto, respondió Andrea, que acompañaba á las dos primas que venian en el carruaje. A la señorita{76} Clemencia que ha estado muy mala, le mandaron los médicos los aires del campo, sin desperdiciar un dia del blando otoño.

La casera, que se llamaba Gertrúdis, fué á traer un manojo de enmohecidas llaves, y subió la escalera, seguida por las recienvenidas.

La simplificada distribucion del piso alto, era una serie de salas, en que se entraba de una en otra. Por los rincones se veian montones de semillas, rimeros de hojas de palmito y haces de caña para hacer escobas. Por las paredes colgaban algunos trebejos viejos, como cinchas, albardas, cuerdas, ristras de ajos y de pimientos.

Las telarañas eran tan vetustas y estaban tan espesas y tupidas, que parecian bienes amayorazgados, heredados por varias generaciones de arañas. De las vigas colgaban asidos á ellas por sus garras, familias enteras de dormidos murciélagos. Los ladrillos, por no tener piés no andaban sueltos, y por todas partes era el polvo tan espeso, que daba á este conjunto ese tinte mustio y gris, que es el del abandono y del olvido.

Despues de atravesar varias piezas, llegaron á la que hacia ángulo, y á otras que le seguian, que eran las que tenian ventanas, las cuales daban vista al mar. Aquí se hallaron con algunos sillones, de cuyo forro de tripe ó terciopelo de lana, no quedaba sino lo que los clavitos dorados que lo habian sujetado, retenian aun con su diente de hierro, y en cuyo rehenchido de crin, habian anidado pacíficamente los ratones. Una mesa grande de nogal con piés torneados en espiral, y una gran cama de alto espaldar con ribetes y medallones que habian sido alguna vez dorados, se hallaban desparramados en una sala vasta que tenia una chimenea ancha y baja, la que abria frente de las ventanas su negra boca, y parecia bostezar de fastidio.

En las puertas de madera de las ventanas habia postigos, en que verdeaban pequeños vidrios engarzados en plomo.

Gertrúdis, despues de instaladas sus huéspedas, bajó para cuidar de que se subiesen los colchones y baúles que venian en la zaga de la berlina.{77}

— ¿Con que esta es mi cárcel? dijo con una sonrisa tan amarga como desdeñosa Constancia, contemplando aquellas destartaladas, vacías, sucias, y frias habitaciones. ¡El á un presidio, y yo á un destierro! ¡Este es nunca visto, y es lo que se cuenta tenia lugar allá en los tiempos bárbaros! ¡Si lo que me sucede á mí se pusiese en una novela, se diria que eran dislates de novelistas, que se devanan los sesos para inventar cosas estraordinarias! ¡Desterrada, presa por el delito de no sacrificar la felicidad de mi vida entera á las miras ambiciosas de una tia que odio, y á las miras interesadas de una madre que no amo!

— Constancia, esclamó Clemencia, por Dios, no digas que no quieres á tu madre. ¡Qué atrocidad! Ni lo piensas ni lo sientes. Acuérdate de que hija eres y madre serás.

— Si no lo sintiese, no lo diria; así como porque lo siento, no lo callo, contestó Constancia. Si es virtud amar á quien nos hace mal, es virtud que no tengo ni quiero fingir.

— Pero, Constancia, repuso Clemencia, si cuanto hace tu madre, es porque te quiere!... Sosiégate, prima; piensa que no ha sido la voluntad de Dios que te cases con Bruno, y que de esta suerte quizas te libras de muchas penas y de males sin fin, y confórmate con esta que es transitoria. Ten presente que dice San Agustin que agradamos á Dios cuando su voluntad nos agrada.

— Si así sabes tú amar, contestó agriamente Constancia, no es estraño lleves con tan envidiable resignacion la muerte de tu marido.

Clemencia se sonrojó como una culpable, y Constancia prosiguió:

— Si has venido á predicarme, mejor habrias hecho en dejarme sola; yo no temo á la soledad; para mí es todo soledad donde no está él. Así, si quieres que sigamos viviendo unidas, no vuelvas á tocar este punto, ni me prediques olvido, que seria como si al viento predicaras constancia; y si no, tú vivirás en un lado de esta amena quinta y yo en el otro.

Al contrario de Constancia, que se sentia presa en aquella soledad campestre y tranquila, Clemencia se sentia libre. Constancia se sentia sola, y Clemencia se sentia simpática{78}mente acompañada por los bellos objetos de la naturaleza. Criada en el convento, nunca habia disfrutado del campo, y su alma se ensanchaba al recorrer aquellos campos, al vagar por aquellas playas. Se alegraba su ánimo al contemplar aquel espléndido cielo, pues como dice Lamartine, allí donde el cielo sonríe, impulsa al hombre á sonreir tambien. Admiraba horas enteras la reventazon de las olas del mar, que en tan airoso y grave movimiento se henchian para estenderse en espumoso torbellino sobre la dorada arena. Complacíase en observar las formas caprichosas de las rocas, esas masas anfibias, alternativamente cubiertas por las olas y alumbradas por el sol, insensibles á las caricias de este y á la amargura de aquellas, pues nada temen, ni nada esperan.

Los pajaritos cantaban tan alegres en aquella tranquila Tebaida, como que ignoraban que existia la pólvora y las redes.

— ¿Qué admirable poder (se decia Clemencia siguiendo con la vista sus ligeros revoloteos) puso el canto en estos pequeños, lindos é inofensivos seres, que no puede nadie contemplar sin enternecida y tierna simpatía?

Y mirando en seguida á los nietos de la casera, que la acompañaban en sus escursiones, jugar alegremente á sus piés, esclamaba:

— ¡Qué hermosa y tranquila hace Dios la vida á la inocencia!

Todo aquello le infundia mil sensaciones y pensamientos, pues como dice Balzac: le paysage a des idées; el paisaje tiene ideas.

Es cierto que el paisaje que la rodeaba, compuesto por el mar y un coto de tierra llana, sin accidentes de terreno, sin árboles, sin agua, ni mas señales de habitacion humana que la cuadrada y pesada mole del caserío que habitaban, no pertenecia al órden del paisaje que se denomina ameno ó romántico; y no obstante; ¿cuál es el encanto que existe en una naturaleza inculta, y uniforme? ¿Porqué infunde esta ideas alegres y elevadas, mucho mas que lo hacen los frondosos paisajes, con sus bosques, sus quebradas, sus arroyos,{79} sus variadas vistas, en las que todo se mueve, se engalana, se agrupa vistosamente? Puede que el amor al país y la costumbre participen al primero su encanto; puede que sea un sentir peculiar á la persona que esto escribe; pero ello es que una dehesa uniforme, con su sello de primitiva y libre vegetacion, un cielo puro y alto, un mar azul que compite en brillo y grandeza con el cielo, un caserío austero y grandioso, cuidando de su fuerza sin atender á su adorno, le parecen llenos de una majestad serena, que ensancha el alma é impregna el ánimo del tranquilo goce de la soledad y de la gran sensacion de lo infinito. Parece allí la tierra mas humilde y el sol mas sonriente, si es lícito espresarnos así. Es allí el aire mas puro y mas balsámico, profusamente impregnado como se halla del enérgico perfume de las silvestres plantas. Pocas cosas distraen la contemplacion en aquella grave naturaleza, que parece ella misma meditar abstraida. ¿Y porqué no seria bella una dehesa con sus inmensos horizontes y el magnífico tapiz que la cubre? Son sus tramas las sabinas, que pertenecen á la triste y austera familia del cipres, las que se creerian una filigrana de bronce, si no diesen incienso á las iglesias pobres; los juncos, que delgados y débiles se apiñan en los sitios areniscos y bajos, y que humildes visten de hábito pardo sus florecitas; el airoso palmito, tan reconcentrado y arraigado en la tierra que lo cria, de esterior áspero y recio, y de tan tierno corazon que lo anhelan los niños cual almendras; el tomillo, de tan poca apariencia, tan pobre y tan mezquino de hojas, y tan rico y pródigo de fragancia; las esparragueras, que se adornan con sus frutas encarnadas como con corales; las descabelladas retamas, que se salpican como de grajea con sus menudas y olorosas florecitas blancas; los gayumbos, que en marzo se cubren de sus perfumadas y doradas flores, con la profusion con que otras plantas se cubren de hojas; y sobre todo el agreste lentisco, impasible veterano, fiel en todas las estaciones, como un amigo en todas las desgracias; siempre verde como una esperanza sin desengaño; que no alteran frios ni calores, sequías ni borrascas, cual si sus hojas fuesen de esmeraldas y su tronco hierro, digno de representar la inmor{80}talidad como el laurel, la fuerza como la encina, y la constancia como la siempre-viva. Dora todo esto ese brillante sol, centro y hogar de la luz material de los ojos, cuya debilidad deslumbra, como es Dios el centro y hogar de la luz de la inteligencia, cuya incapacidad confunde. ¡Oh! ¡cuán dulce seria, se decia Clemencia, con una conciencia pura y tranquila, acostarse en brazos de esas fragantes yerbas, y los ojos alzados á la brillante bóveda, morir alumbrada por el sol, suavemente arrullado nuestro último sueño por el dulce murmullo de las perezosas olas de verano, y el susurro del aura entre las plantas, subiendo así nuestra alma en un himno de alabanzas y adoracion al cielo; ¡como se alza á las alturas la armoniosa alondra! ¡Dios y Criador nuestro! ¡cuánto ansia el alma volar á tí, y cuánto se esfuerza la materia por retenerla! ¡qué penoso nos hace el trance de la muerte y con cuántos horrores lo rodean, con el fin de apegarnos á la triste vida terrestre!

CAPITULO XII.

Cual niño que despoja una rosa, y echa sus hojas al aire, el tiempo va deshojando los meses, y echando sus dias en lo pasado. Pasan y pasan estos en su incesante marcha: tal rápido, alegre y risueño, como un amorcillo alado; tal enlutado y grave como un fantasma; tal sereno y santo como un ángel: este es aquel en que hemos hecho una buena accion. Pero ninguno deja mas paz en el corazon y acerca mas el alma á Dios, ninguno marca con mas placer con su dedo nuestro buen ángel, que aquel en que perdonamos á un enemigo; y si despues de perdonarle, le hacemos bien, es que nuestra alma ha sido digna de que en ella resuene el eco de aquella santa y gloriosa deprecacion: Padre, perdónalos.

Todos somos caritativos; un alma sin caridad no existe.{81} ó si existe, es un monstruo tal que no se concibe. Pero no lo somos bastante.

La caridad es la única cosa en que no cabe esceso: AMOR NO DICE «BASTA»: pero la caridad tiene enemigos que la combaten porque en derechura nos lleva al cielo. Aquí la avaricia cierra la mano, que ya se abria para derramar esos bienes que Dios nos dió, con el cargo de repartirlos, pues son suyos; aquí la pereza traba los pasos que íbamos á dar en favor de un desgraciado, y aquí el orgullo, ese enemigo, el mas terrible del hombre, hiela sobre nuestros labios el perdon y la reconciliacion que la caridad hacia brotar del corazon. Y este es el mal que nos aqueja hoy. ¡Dios mio! ¿Quién al ver la era actual no se pregunta horrorizado: ¿somos hermanos, ó somos enemigos?

Suaves para Clemencia, ásperos para Constancia, habian pasado los dias.

Habia sobrevenido el mal tiempo, y aquella calma y tranquila naturaleza habia cambiado de aspecto. Aparecieron pesadas y lentas nubes que cubrieron todo el horizonte, interponiéndose entre el firmamento y la tierra cual un triste desierto, como se interpone la incredulidad entre el corazon del hombre y el cielo. Por un dia reinó una completa y mustia calma, cual si los elementos se preparasen y tomasen aliento para su inmensa lucha, dia oscuro y silencioso como un negro presentimiento. La mar se retiró al bajar la marea, al parecer tranquila, descubriendo negras y picudas las hileras de rocas que á ambos lados de la playa se internaban en ella, como dientes de un enorme monstruo con la boca abierta para devorar una presa.

Las plantas inmóviles, parecian solo ocuparse en profundizar sus raíces, como el marino que prevé la tempestad, se ocupa en cerciorarse de la firmeza del áncora en que confía.

Los pajarillos, con el barómetro que Dios puso en su instinto, revoloteaban piando con angustia y buscando un abrigo; el cielo encapotado y el mar soberbio, se miraban como dos enemigos; ¡todo callaba en el solemne silencio del presagio y del temor!

Pero al siguiente dia se oyó de léjos y hácia el Sur, un{82} ruido lejano y sordo, confuso, indistinto, terrificante; era la espantosa voz de la tempestad, que se acercaba á aquellos parajes petrificados por el espanto.

Al fin llegó el huracan, y la espantosa lucha se declaró. Aullando soliviantaba el viento la mar, que le respondia con bramidos. Sacudió las plantas que temblaban; dobló hasta el suelo la cima de los arbustos que descollaban y resistian, transpuso instantáneamente las dunas de arena que yacen muertas en las playas, como si el mar las hubiese matado, y que confían en su pesada inercia; destrozó y puso en fuga espesas y compactas nubes; se estrelló sobre las sólidas y fuertes masas del edificio, penetrando en impetuoso torbellino en su gran patio, martirizando las inofensivas palmas, que mecidas por él en incesante balance sobre su tronco, miraban la tierra como para medir la altura de su próxima caida.

Asombradas Constancia y Clemencia en medio del general movimiento y del estruendo que formaban como en coro las voces de la naturaleza, todas en aquella ocasion plañideras, furiosas ó amenazantes, estaban en pié delante de la ventana y fijaban sus angustiosas miradas en el mar, observando cómo una despues de otras llegaban las inmensas olas, tragándose la que llegaba á la que habia reventado en la playa, y retrocedian inertes hácia su negro centro, y siempre cada cual con el mismo hondo rugido, como el fúnebre é invariable saludo de los trapenses. Sobre las rocas era donde mas se desencadenaba su ira. Allí formaban torbellinos, estrellándose unas contra otras, alzándose cual saltaderos colosales, y mezclando sus aguas amargas á las dulces de las nubes.

— ¡Esto es grande é imponente! dijo Clemencia.

— ¡Esto es horroroso y aterrador! repuso Constancia.

Mas temprano que otros dias, y como atraida por la tempestad, llegó la noche. Gertrúdis entró cargada de leña para avivar el fuego en la chimenea.

— Vengan Vds. á calentarse, señoritas, dijo; que el viento, como no tiene huesos, cuela por esas rendijas, y estarán Vds. arrecidas de frio.

— ¡Esto es espantoso! repuso Constancia al acercarse á la chimenea: ¡cuán pavorosamente aulla el viento en prolon{83}gados quejidos ó furiosas ráfagas! ¡cómo insulta al mar, y cómo se embravece este! Imposible será que nadie pueda dormir esta noche.

— ¿Qué? ¡Señorita! estamos hechos; todos los años por este tiempo, cuando las noches se van tragando los dias, se arma esta gresca: esto nos arrulla el sueño.

— Si pudiese, huiria de aquí esta noche, dijo Constancia; estoy horrorizada; el corazon no me cabe en el pecho; ¡tengo miedo!

— ¡Señorita, por Dios! ¿y de qué? repuso Gertrúdis gracias á Dios que vinieron los temporales; que el agua hacia mucha falta, y las nubes tienen un cuajo y son tan haraganas, que si no las arrea el viento, no se mueven. ¡Vaya! De poco se asusta Vd. ¿Acaso el ruido hace daño ni rompe hueso?

— Es, dijo Constancia, que parece que el mar se quiere tragar á la tierra, y cada uno de sus bramidos una amenaza.

— ¿No ves, dijo Clemencia para tranquilizar á Constancia, cómo le falta aliento al vendaval y desmaya, y cómo aquella alta roca en la playa se levanta cual dedo que tuviese la mision de advertir al mar que no traspasase sus límites?

— Deje Vd. al viento y al mar que se alboroten y rabien; un freno tienen, que no romperán, dijo Gertrúdis.

— Pero... ¿y los infelices que pueden peligrar?

— ¿Y por qué habia de dar la casualidad de que alguien peligrase? Pero ya veo que tienen sus mercedes buen corazon y buenas entrañas, así como una señora que estuvo aquí en una ocasion. ¡Pobre señora, qué noche pasó! Bien que el caso no era para ménos. ¡Qué noche pasámos todos!

Apresuráronse Constancia y Clemencia á preguntar á Gertrúdis cuál era el caso á que se referia, y Gertrúdis con ese afan comunicativo que tienen las gentes en general, y las ordinarias en particular, en lo concerniente á lo horrible y estraordinario, sin pararse en cuán poco á propósito era el momento para referir cosas de esa naturaleza, que solo servirian para aumentar el estado agitado y sobreescitado en que se hallaba el espíritu de las jóvenes, empezó así su relato del que damos un estracto.{84}

— Por el año de 34, cuando el cólera, cada cual trató de huir de los pueblos contagiados, y aislarse en el campo. La señora habia ido á una de sus haciendas, y ofreció este coto á una de sus amigas, cuyo marido estaba ausente. Vagaba en aquel entónces por estas tierras una partida de ladrones, que tan pronto se hallaban en una parte, tan pronto en otra, huyendo á Portugal cuando se veian acosados de cerca, sin que se les pudiese dar alcance: así es que tenian asustado al mundo entero por las atrocidades que de ellos se referian. Mi marido (en paz descanse) vivia con vigilancia, y las puertas de la hacienda, siempre cerradas, no se abrian. Una tibia noche de otoño se habia dejado caer mas negra que el Viérnes Santo, mas callada que un cementerio. La señora se habia sentado junto á una ventana, y estaba embelesada; la moza y yo platicábamos, dándole cuerda al reloj, que señalaba las doce, cuando de repente fué interrumpido el silencio por un grito agudo que resonó á poca distancia del caserío, y que decia: «¿No hay quien me favorezca?» La señora saltó de su asiento, mas blanca que una imágen de piedra.—¿Qué es eso? esclamó despavorida.—¿Qué ha de ser? respondí: algun infeliz que pide socorro.

— Llamad á vuestro marido, esclamó la señora, y á vuestros hijos. ¡Jesus! que no pierdan tiempo en socorrerle. — Pero mi marido se negó á ir. — Señora, le dijo, haré cuanto su merced me mande; pero en cuanto á eso, es imposible. Esa es una treta de la que suelen valerse esos desalmados, como ha sucedido ya muchas veces, para que les abran las puertas de las haciendas, en las que se arrojan en seguida á saquearlas. — La señora se estremeció y dejó de insistir; pero en aquel instante volvió á oirse el grito mas angustioso, «¿no hay quien me favorezca?»

— ¿Quién oyó jamas, esclamó la señora fuera de sí y dando vueltas por el cuarto, quién puede oir á otro clamar que le favorezcan, y no acudir á auxiliarle? no es dable, no hay consideracion, no hay peligro que pueda ni deba impedirlo. ¡Oh! ese es un impulso que nada puede ni debe retener, pues Dios lo otorga y lo sanciona. ¿Qué decís vos? añadió dirigiéndose á mí.{85}

— Señora, contesté, Curro tiene buenas entrañas, y á valiente no lo gana ninguno; cuando él no lo hace.

— Es porque no debo hacerlo, dijo Curro; ademas la partida es de diez hombres, y acá solo somos tres; ¿qué podríamos hacer? Señora, responsable soy de la hacienda, de su mercé y de sus hijitos, que ademas de todo podrian llevarse en rehenes.

La señora, al oir estas palabras, se dejó caer mas muerta que viva sobre una silla.

Curro y mis hijos tomaron sus escopetas haciendo de vigías, y dando vueltas por el patio. Así pasó aquella lóbrega noche, oyendo de rato en rato aquel clamor siempre el mismo, ¿no hay quien me favorezca? Pero cada vez fué mas de tarde en tarde, cada vez mas plañidero, cada vez mas débil, hasta que se fundió en un gemido, en un estertor, en un suspiro.

No les pintaré á Vds. la noche que pasámos, en particular la señora, que no sabia dónde huir de aquel espantoso clamor, que en el silencio de aquella noche de calma, en que todo callaba y estaba inmóvil como petrificado por el horror, y en que la misma noche parecia haber cerrado sus ojos, pues no se veia estrella alguna, se esparcia por todas partes claro y distinto como se esparce la luz. Ya ven Vds., añadió Gertrúdis, que no es el viento ni la mar los que pueden causar mas espanto y dar peores noches. ¿Qué nos importa que se jaleen el viento y la mar? Estos son sus desahogos, como los tiene el caballo que libre de su freno, corre y retoza á su placer, hasta que le llama su amo.

— Pero á la mañana siguiente, — preguntó Constancia, en quien la narracion habia aumentado el pavor y la angustia, — á la mañana siguiente, ¿averiguóse algo?

— A la mañana siguiente, respondió Gertrúdis, subió mi marido al mirador, y habiéndose cerciorado de que cuanto alcanzaba su vista todo estaba solo y tranquilo, abrió la puerta, salió, y... Pero, señoritas, están sus mercedes temblando, y con las caras como azucenas: hablemos de otra cosa.

— No, no, esclamó Constancia, acabad. ¿No sabeis que{86} lo real, por terrible que sea, lo es ménos que lo vago, y que es mas terrible la sensacion al caer, que no el golpe de la caida?

— A la mañana siguiente pues, prosiguió Gertrúdis, halló Curro al pié de la Cruz un hombre muerto.

— ¡Jesus, María! esclamaron Constancia y Clemencia.

— En su larga agonía, y en las ansias de la muerte, se habia él mismo medio enterrado en la arena.

— ¿Habia sido asesinado?

— No, respondió Gertrúdis; era una muerte natural.

— ¡Dios mio! ¡Dios mio! esclamó Clemencia, cruzando sus manos: la caridad le hubiese quizá salvado, y la prudencia le dejó morir!

— ¡Ay! señorita, dijo Gertrúdis; jamas se lo perdonó el pobre de mi Curro, que desde aquel dia hincó la cabeza, y no volvió á estar nunca mas alegre, y en los delirios del tabardillo que se le llevó años despues, repetia sin cesar y asombrado: ¿No hay quien me favorezca?

En este instante un sonido brusco, fuerte, bronco y grave interrumpió el silencio que siguió á las últimas palabras de Gertrúdis, el que pasando en una ráfaga del huracan por cima del edificio, fué á perderse con él, en la inmensidad del coto.

— ¿Qué es esto? esclamaron ambas jóvenes, saltando de sus asientos.

— Es, respondió angustiada Gertrúdis, una boca de bronce que dice eso mismo: ¿no hay quien me favorezca?

— ¿Una boca de bronce? ¿Cómo? ¿Cuál?

— La de un cañon.

— ¿De un cañon? ¿Dónde está?

— En un buque.

— ¡Jesus, María! ¿Y pide socorro?

— Sí, porque naufraga.

— ¿Y no se le puede socorrer?

— Señoritas, respondió Gertrúdis sonriendo tristemente como se sonríe á un niño, ¿cómo quereis que le podamos socorrer? Pero dígoles á Vds., señoritas, — añadió la pobre mujer, estremeciéndose al oir un nuevo cañonazo, — que ni{87} en el infierno se halla tormento mayor que oir pedir socorro y no poder prestarlo.

¡Cosa singular! Repetíase por segunda vez la terrificante noche cuya pintura habia hecho Gertrúdis, solo que el clamor, ¿no hay quien me favorezca? en la ocasion que habia descrito Gertrúdis, era claro, plañidero, y llegaba como el eco de la debilidad que sucumbe, clamor que parecia respetar la naturaleza con su silencio; y que esta otra deprecacion á la humanidad, que resonaba á intervalos, era fuerte, solemne, heróica como la fuerza que lucha, y llegaba sobre las alas del huracan que la arrastraba consigo, como el jiron de una bandera que aun sucumbiendo retiene en su mano el valiente. ¡Noche espantosa! ¡Noche en que por segunda vez se presentaba en aquel lugar la atroz realizacion del desamparo! ¡Tremenda palabra! ¡El desamparo... que arrancó al Dios-Hombre en la cruz, su último gemido y su sola queja!

Cuando el dia echó sus primeras luces, pálidas y macilentas, alumbraron cual las de los blandones, los cadáveres de unos náufragos que la mar habia echado á la tierra, y á quienes la muerta y fria arena servia de adecuado féretro; mas adentro hácia las últimas rocas, se veian solo los masteleros del barco naufragado, como cruces sobre sepulturas.

— ¡Volemos! esclamó Constancia, en quien una espantosa y febril actividad demostraba un angustioso sobresalto; puede que aun se pueda socorrer á alguno. Y tomando de la mano á la trémula Clemencia, ambas en un entusiasta arranque de compasion, volaron hácia la playa, en la que aun venian soberbias las olas, cual montes de agua á arrojarse sobre la arena. Andrea, Gertrúdis y las demas las siguieron; pero cuando llegaron, hallaron á Constancia inánime en los brazos de la aterrada Clemencia, al lado del cadáver de un jóven oficial. En este habia reconocido la infeliz Constancia á su amante.

Poco despues yacia esta muda é inerte en su lecho, y como insensible á cuanto le rodeaba. Un propio volaba á Sevilla, y las autoridades de los pueblos mas cercanos habian acudido al lugar de la catástrofe, seguidas de los vecinos de aquellos.{88}

Al dia siguiente llegó la Marquesa hecha un mar de lágrimas, tan trémula y tan horrorizada, que no quiso permanecer allí un momento, y volvió á partir, sosteniendo en sus brazos y cubriendo de lágrimas á su hija Constancia, que permanecia en el mismo estado. Al llegar á Sevilla, pareció reanimarse aquella naturaleza inerte; pero fué para agitarse en convulsiones y abrasarse en una calentura cerebral, que la puso cercana á la muerte. A los pocos dias fué mandada administrar: desde entónces se verificó en la enferma un cambio completo.

En su físico sucedió el letargo á la escitacion; en su moral, la calma á la agitacion.

Hallándose ocho dias despues fuera de todo peligro, Clemencia escribió á Villa-María que habia regresado, y recibió por respuesta el aviso de que al dia siguiente llegaria el carruaje de su suegro á buscarla.

— ¡Hija, le dijo la Marquesa al despedirse, no quiero que te vayas sin que te participe una nueva, que en medio de mis disgustos, me ha proporcionado algun consuelo. Si esa hija mia, Constancia, se ha empeñado en perder su suerte, Alegría, mas cuerda, se la ha ganado, pues se casa con el Marques, y mi hermana que por indócil ha desheredado á Constancia, instituye á la Marquesa de Valdemar por heredera.

— ¡Pobre Constancia! contestó Clemencia, y añadió mentalmente: — El mundo seduce... Dios llama. ¡Dichosa será, no obstante, aquella que desprecie la seduccion, y oiga la llamada!

FIN DE LA PRIMERA PARTE.{89}


PARTE SEGUNDA.

CAPITULO I.

Don Martin Ladron de Guevara, padre de Fernando[3], de cuyo gran caudal y antigua nobleza tienen noticia nuestros lectores, era uno de esos señorones de tierra adentro, tan apegados á sus pueblos y á sus casas, que parece que forman, si puede decirse así, parte de estas, como si fuesen figuras de bajo relieve esculpidas en ellas. Señores que no se han ocupado en su vida sino de sus caballos, de sus toros, de su labor y de los chismes del pueblo; de los que por un indefinido anhelo por crearse un interes y una ocupacion, gastan con gusto enormes sumas en suscitar y sostener un ridículo pleito, que en el fondo les es indiferente ganar ó perder, contestando á los que les reconvienen por esa mezquindad, «que no es por el huevo, sino por el fuero

D. Martin, por descontado, no habia recibido ninguna clase de instruccion, esceptuando la religiosa, por aquella regla de: si es el mayorazgo... ¿á qué ha de estudiar, y de qué le ha de servir el saber? — Por consiguiente, no habia abierto un libro en su vida. Pero esto no le impedia ser instintiva y tradicionalmente caballeroso, y tener como generalmente los{90} andaluces, talento y gracia; con el privilegio que tienen los magnates, de aguzarlos y lucirlos, diciendo cuanto se les viene á las mientes.

Como hombre que se sabe escuchado siempre con respeto y deferencia, D. Martin hablaba recio, pronto y resuelto, y con el mismo tono al rey que al pordiosero; esto es, en tono natural, llano y decidido. Tenia en la memoria y usaba de continuo una inagotable cantidad de dichos y refranes, á los que llamaba evangelios chicos.

Era D. Martin caritativo como religioso; esto es que daba á manos llenas, y sin ostentacion. Era generoso como caballero, poniendo tan poco precio á sus beneficios y olvidándolos tan completamente, que se ofendia si se recordaban ó encomiaban en su presencia; porque miraba sencilla y cristianamente el dar los ricos á los pobres, no como una virtud, sino como un deber.

Entre los muchos rasgos que se contaban de él, era uno el siguiente:

En el año denominado del hambre, esto es, el de 1804, año en que perecian los pobres de necesidad, y en que valian los granos y semillas sumas fabulosas, tenia D. Martin sus graneros atestados con el producto de una pingüe cosecha de garbanzos. Cada dia hacia que en su presencia se distribuyesen á los pobres; cada niña llevaba una taza, cada mujer dos, y cada hombre que se presentaba, tres.

Una mañana en que aun dormia D. Martin, le despertó el mayordomo.

— Señor, le dijo, ahí están unos arrieros de Sevilla con mucha prisa y mayor empeño por llevarse los garbanzos.

— ¿Prisa? esclamó D. Martin; ¡pláceme! Díles que me levantaré á mi hora; que iré á misa á mi hora; que almorzaré á mi hora: y que despues, cuando sean las nueve, me podrán hablar.

Y D. Martin se volvió á dormir.

Levantóse á su hora, hizo todo lo que tenia de costumbre, y á las nueve salió al patio, en que le aguardaban los arrieros y todos los pobres que socorria.

— ¡Dios guarde á Vds., caballeros! dijo con su campa{91}nuda voz, dirigiéndose á los primeros. ¿Con que se quieren Vds. llevar los garbanzos, eh?

— Sí, señor D. Martin, y por el precio no hemos de reñir; que acá traemos plata para pagarlos, mas que fuesen de oro.

— Y pueden Vds. poner que de oro son, observó el mayordomo. A seiscientos reales fanega se los acaban de pagar á D. Alonso Prieto.

— Ya lo sabemos, contestaron los arrieros. Señor D. Martin, se puso su mercé las botas hogaño.

— Pues señores, siento decir á Vds. que han echado el viaje en balde, puesto que no puedo vender los garbanzos, porque no son mios.

— ¿Que no son de su mercé? Vamos, señor, ¿se está su mercé burlando?

— Que no son mios, digo: ¿lo sabré yo, caracoles?

— ¿Pues de quién son, señor?

— De estos, respondió D. Martin, señalando á los pobres: preguntadles á ellos si los quieren vender. ¿Se venden los garbanzos, hijos? gritó con la voz de bajo que siempre tuvo.

Un clamoreo de angustia y súplica se alzó al cielo.

— Pero, señor... insistieron los arrieros.

— Pues ¿no estais viendo que no quieren sus dueños? ¿Yo qué le hago? contestó D. Martin.

¡Cuánto y cuánto de esto se halla sepultado en el corazon de España, para consuelo de los buenos y confusion de los pesimistas misántropos, que se empeñan en juzgarla por su corrompida superficie!

En su juventud habia ido D. Martin alguna vez á Sevilla, y siempre habia vuelto con las manos en la cabeza diciendo:—¡Cristianos! aquello es una Babilonia; allá lo que vale es lo que relumbra; y añadia: ¡A tu tierra, grulla, mas que sea con un pié!

Escusado es decir que tenia D. Martin por toda innovacion y por todo lo estranjero la misma clase de repulsa con tedio y coraje, que conservaba desde la guerra de la Independencia por todo lo frances.{92}

En diciendo la estúpida espresion lugareña es nacion[4], tenian las cosas y los sujetos la marca de reprobacion de Cain sobre sí. Se estremecia al oir la voz nacion, y torcia materialmente la boca á las familias de los Grandes, enlazadas con princesas alemanas: ¡al fin nacion! decia. A lo que solia contestarle una complaciente comadre: — Nosotros los españoles podremos tener nuestras faltas, compadre; pero al ménos, gracias á Dios, no somos nacion.

Así era que D. Martin nunca habia variado nada, ni en su casa, ni en su labranza, ni en su modo de vivir, ni en su modo de ver, ni aun en su manera de vestirse. Llevaba siempre media de seda azulada, zapatos de una especie de paño recio ó feltre gris, llamado piel de rata, con hebillas de plata; calzon de casimir negro, igualmente con hebillas de plata en las rodillas, un gran chaleco de rico género de seda, algunos bordados en colores; una amplia chaqueta ó chupa, corta, igualmente de seda, con faldones cortos; y se ponia redecilla en que encerraba su cabello, que nunca quiso cortarse; solo que la redecilla era corta, y no llegaba sino poco mas abajo de la nuca. Cuando salia por la mañana, se ponia un capote de rico paño negro adornado con pasamanería y caireles de seda, y por las tardes una capa de grana, forrada de raso de color, y en la cabeza un sombrero á la chamberga, parecido al que llevan los picadores en las fiestas de toros. Aunque D. Martin tenia mas de setenta años, y habia engordado paulatinamente mas de lo necesario para bailar unas seguidillas, conservaba restos de una arrogante figura; era alto, y sus facciones, aunque abultadas, eran bellas y correctas.

Habia contraido segundas nupcias con su actual mujer, por razon de estado y sin conocerla; lo que no quitaba que se hubiesen llevado muy bien, teniendo él por ella, en razon de su espíritu caballeroso, las mas finas deferencias. — Quien{93} honra á su mujer se honra á sí mismo, solia decir; y la honra que á tu mujer das, en tu casa se queda.

Habíanse casado por poderes, y el dia que llegó la novia, hizo D. Martin formarse en rueda la enorme cantidad de criados de casa y de campo que le servian, y cogiendo á la recien llegada por la mano, se la presentó diciendo: «Esta es vuestra señora y... la mia; lo que ella mande, se ha de hacer ántes que lo que mande yo; estais advertidos.» En fin, D. Martin era bondadoso, generoso, poco severo, de fácil trato, amigo de ver á todos contentos, y contribuyendo á ello mas bien por un impulso instintivo, que por una intencion razonada; dándose por espíritu de familia grandes aires de vanidad y de orgullo, sin tener en sí el mas mínimo gérmen de estos vicios, y siendo á fuer de rico, mimado de chico y adulado de grande, un poco despótico y un mucho egoista.

La SEÑORA, como siempre la llamaba D. Martin, Doña Brígida Mendoza, era de esas mujeres secas, reservadas, austeras é impasibles, que tienen el defecto de no hacer amable la virtud de que son modelos. Unido esto á la edad, á la desgracia de haber perdido sucesivamente á todos sus hijos, y al continuo afan de refrenarse, habíase entristecido y metido en sí, llevándola este afan á archivar en su pecho las penas y las prosperidades, con la misma grave serenidad con la que un cura registra en los libros parroquiales nacimientos y defunciones. Todo esto formaba un conjunto serio, frio y grave, pero digno, noble y abstraido de todo, no por agria misantropía, sino por la real superioridad de alma que da la religion.

D. Martin solia decir al verla tan serena: — Cuando eran chicos sus hijos, y los tenia alrededor como la gallina su echadura, si tenia alguno un resfriado cogia la madre el cielo con las manos y se le cerraba el mundo; pero ahora parece en todas ocasiones que ha comido pata: eso es, porque ¡lo poco espanta, y lo mucho amansa!

Vivia con ellos un hermano de D. Martin, algo menor que él, Abad de aquella colegiata. Era este hombre distinguido un ente privilegiado, de los pocos en quienes están á la misma altura el alma, el corazon y la cabeza: un hombre de aquellos{94} que los instruidos llaman sabio, los religiosos santo, los pobres padre, y sus allegados ángel.

En su juventud le habia su padre enviado á Sevilla á estudiar, tanto por haberlo deseado su mismo hijo, como con el fin de que siguiese la carrera de la toga. Pero en la guerra de la Independencia tomó un fusil, y se fué á combatir al invasor coloso. Hecho prisionero, pasó á Francia, y aprovechó sus ocios en seguir sus estudios. Concluida la guerra, viajó por Alemania é Inglaterra, siempre aumentando sus conocimientos con su pasion por el saber, haciéndose un hombre eminente en conocimientos como en cultura. Acabó por pasar á Italia, donde permaneció mucho tiempo en Roma: allí se maduraron los tesoros con que habia enriquecido su cabeza y su corazon. Como fruto sazonado de su variada esperiencia del mundo, de las cosas y de los hombres, y como hijo de su suave y elevado carácter, se desarrolló entónces su vocacion á la carrera tranquila, espiritual y filantrópica de la iglesia, volviendo algunos años despues á sus lares, y siendo acogido con alborozo por su hermano, en cuya casa vivia, rodeado de sus libros y de sus pobres, gozando de la naturaleza como un poeta, y de la paz como un cenobita.

El Abad en su demagrada persona, tenia todo el aire de elegante distincion innato y adquirido, que siempre le habian sido propios, sin que la pausa y falta de pretensiones de su estado y de su edad, le hubiesen alterado, y sí solo añadido dignidad y dulzura.

D. Martin que queria mucho á su hermano, considerando que debia á su vocacion al sacerdocio el placer de tenerle á su lado, decia que el Abad habia hecho bien en dedicarse á la iglesia, proposicion que apoyaba con uno de sus evangelios chicos, diciendo: «Si quieres un dia bueno, hazte la barba; un mes bueno, mata un puerco; un año bueno, cásate; pero si quieres un siempre bueno, hazte clérigo.» Y añadia: «Fraile que fué soldado, sale mas acertado.»

Desde la muerte de su hijo último, habia traido D. Martin á su lado para ayudarle á estar al frente de su labor, á un sobrino, hijo de un primo hermano suyo, que debia ser el heredero de su casa.{95}

Pablo Guevara, así se llamaba, tenia veinte y dos años, y habia sido poco favorecido por la naturaleza. Era en estremo moreno, tenia facciones bastas, maneras toscas y aire comun; pero tenia como tipo de la raza andaluza los ojos grandes y negros, los dientes chicos y blancos.

Criado siempre en el campo, era corto de genio, y no tenia nada de fino ni de erudito; en cambio sabia domar caballos como un picador, y derribar reses como el mejor ganadero.

Su tio, que como hemos dicho, encajaba á cada cual lo que le parecia sin andarse con rodeos, desde que vió á su sobrino, cuyo empaque no le hizo gracia, le definió en estas frases que solia decirle:

— Pablo, hijo, vive sosegado; que ninguno se condenó por feo.

Si se hablaba del color moreno, opinaba:

— Pablo, no hay que apesadumbrarse; lo moreno es color que nunca pierde; y miéntras mas subido, mas firme.

Si su sobrino decia alguna gansería:

— Pablo, esclamaba su tio, habló el buey y dijo mú; te se conoce á distancia dónde al mundo viniste; que quien dijo cortijo, todo lo dijo.

Pablo habia nacido casualmente en un cortijo.

Ponia D. Martin el sello á los juicios que sobre su sobrino hacia, con esta definicion:

— Pablo; lo que es á guapo, no te gana nadie, pero á feo tampoco; de bueno te pasas, pero á entendido no llegas, y á sutil no alcanzas.

Este era el nuevo círculo en que se iba á ingertar la existencia de Clemencia, círculo compuesto, como todos los que forman los hombres, de bueno y de malo; pero, predominando en este mucho mas lo bueno que lo malo.

La casa solariega de D. Martin de Guevara era un edificio en cuya construccion no se habia ahorrado ni el terreno, ni los materiales, ni el dinero; pero en la que no se tomó en cuenta ni la comodidad ni la elegancia. Un enorme patio enladrillado; salones en que podian correr caballos, alcobas cuadradas, grandes y desnudas, formaban su interior; al esterior muchas ventanas con sobra de hierro y falta de cris{96}tales, alistadas en fila, como soldados sobre las armas; y un enorme balcon sobre una gran puerta, coronado con las armas in-folio de la familia, componian la mansion solariega de estos nobles hidalgos.

Habitaban estos por lo regular lo bajo, dejando á la soledad y al silencio en pacífica posesion del cuerpo alto, con sus antiguos muebles de mal gusto, cubiertos de un imperecedero damasco carmesí, que parecia haberse elaborado para hacer un vestido á la eternidad; sus cornucopias deslustradas, sus arañas destartaladas, y algunos escelentes cuadros vinculados, que escaparon al vandalismo de las tropas de Napoleon, merced á haberlos escondido en una apartada hacienda.

A espaldas tenia la casa los corrales, cuadras, horno, tahona y graneros de su uso, con entrada por otra calle.

Nada de jardin se veia, nada de elegante ni de ameno; pues lo ameno, así para D. Martin como para sus progenitores, habia sido siempre mucha bulla y mucho tráfago de campo.

Esta era la mejor casa del pueblo, y estando él en la carretera, en ella se alojaban los reyes á su paso. En vida de D. Martin habian pasado por allí Cárlos IV, José Bonaparte, glorificado por los franceses con el título ad honorem de Rey de España; las Princesas de Braganza, ya desposadas con el Rey y el Infante; y Fernando VII. D. Martin no habia puesto, segun la costumbre establecida en las casas en que se hospedan los reyes, cadenas en la puerta de la suya, y cuando se le preguntaba la causa de esta omision, contestaba á su manera:

— Taberna vieja no necesita rama.

— Pablo, dijo un dia D. Martin á su sobrino; ya la viudita escribe que está en disposicion de venir. Paréceme que deberias tú ir con el barrocho por ella.

Pablo, que tenia un carácter bueno y complaciente, y que segun costumbres añejas respetaba mucho á sus mayores, pero que era cortísimo de genio, y tenia bastante tacto para conocer cuánto le faltaba para ser una persona fina y de buenas maneras, se quedó estremecido con la proposicion de su tio.{97}

— Señor, dijo balbuciente, si... si... ¡si no la conozco!

— Ni yo tampoco, repuso su tio, que tenia de largo lo que el sobrino de corto; y si fuese mozo, iria de cabeza. ¡Con que á tí no te impone un toro, y te impone una buena moza! ¡Por via del atun salado! que pareces aciguatado.

— Señor, dispénseme Vd., por Dios.

— Por dispensado. Tú te lo pierdes, trabado; á bien que mas divertida ha de venir con Miguel que tiene buena parola, la lengua espedita y habla por los codos, que no contigo que para sacarte una palabra del cuerpo se necesita un garfio: siempre tienes la lengua entumida.

Pocos dias despues llegó Clemencia; pero tan abatida todavía, moral y físicamente, á causa de las repetidas y recientes catástrofes acaecidas, que en su pálido semblante estaban aun sellados el espanto y el dolor. Al apearse del detestable barrocho que tirado por cuatro magníficas mulas habia ido por ella á Sevilla, se sintió profundamente conmovida, al recordar que allí habia nacido y pasado su infancia su malogrado marido, y que iba á ver á sus padres. Al entrar corrió hácia su suegra, en cuyos brazos se echó sollozando; á esta señora, que como sabemos era austera, seca y poco afecta á espansiones, desagradó aquella esplosion de vehemente dolor, y se contentó con decir con serenidad:

— Ya no tienes porqué afligirte ni estar apurada. A los que Dios llama á sí, mas vale encomendárselos, que no protestar contra su santa voluntad con estremos y violencias. No se siente mas á un marido que á un hijo... ¡y yo estoy resignada!

— Vamos, niña, dijo su suegro abrazando á su vez á Clemencia; vamos, que aquí no se viene á llorar, sino á consolarse y conformarse con la voluntad de Su Majestad. Vienes á tu casa, á tu casa, y puedes mandar como dueña que eres; pero mira, hija mia, que los viejos no quieren gentes compungidas alrededor suyo. Vamos, que con agua pasada no muele el molino.

Clemencia permaneció callada, haciendo heróicos esfuerzos para hacerse dueña de su congoja, pues conoció que el egoismo de la vejez rechaza al dolor como á un enemigo.{98}

Sintióse entónces estrechada por los brazos de una persona, que dejó caer sobre su frente dos lágrimas, diciendo:

— ¡Llora, llora, hija mia! que las lágrimas son una de las mas bellas prerogativas de la primavera de la vida. Son las lágrimas que vierte la juventud, á la vez brillantes y puras como las de la infancia, y sentidas como las de la vejez; desahogan el corazon é inspiran simpatía; pero si el cariño y la lástima secan sus fuentes, aquí, hija querida, desaprenderás el llanto.

Quien profundamente conmovido hablaba así era el Abad.

CAPITULO II.

Clemencia á poco fué querida de todos, como no podia dejar de suceder, apegándose ella á los que la rodeaban y le hacian la vida tan dulce, con todo el calor de su amante corazon.

— ¡Caramba! solia decir D. Martin, bien sabia el tronera de mi hijo lo que se hacia, casándose con esta malva-rosita. (D. Martin, que á todo el mundo ponia sobrenombre, le habia puesto este á su nuera, uniendo así los emblemas de la hermosura y de la suavidad.) Es un sol para la vista, un canario para el oido, y una alhaja para la casa. Estoy ya tan hecho á ella, añadia con su acostumbrado egoismo, que no sentiria mas sino que pensase en volverse á casar, lo que no puede dejar de suceder, puesto que la viuda lozana, ó casada ó sepultada ó emparedada.

— ¡Qué se habia de casar! decia el Abad, que no ignoraba cuanto habia sufrido Clemencia en su matrimonio, y que desde su alta y serena esfera creia difícil el que Clemencia, que habia llegado á ella, la abandonase tan pronto.

— ¡Qué se habia de casar! opinaba Doña Brígida, que consideraba el recuerdo de su hijo suficiente para llenar una existencia.{99}

— ¡Qué se habia de casar! pensaba Pablo, profundamente convencido de que no habia un mortal digno de poseer aquel tesoro.

Habia hallado Clemencia preparadas para ella dos habitaciones interiores, de las cuales la segunda daba á un corralito encerrado entre cuatro paredes como un pobre preso. Unas bastas sillas de paja, un catrecito antiguo de pésimo gusto con esquisita ropa de cama, un tocador cubierto con almidonado linó de hilo, una cómoda-papelera veterana, por no decir inválida, unos cuadros de Santos, de diferentes tamaños y entrapados con el polvo de dos siglos, y una estera nueva, todo en estremo limpio, formaban el mueblaje de aquellas tranquilas habitaciones. Pero al año de ocuparlas Clemencia, nadie las habria reconocido. Las sillas de paja habian sido reemplazadas por otras de rejilla, pintadas y charoladas de negro y oro, imitando el maqué chinesco. Los cuadros habian sido restaurados en Sevilla, y brillaban con toda su frescura primitiva en lindos marcos dorados. Sobre un elegante tocador de madera amarilla de Haytí, sobre rinconeras y sobre un velador de la misma madera, habia lindos floreros de cristal y de china, llenos de flores naturales. Una bonita librería baja á la inglesa, cubierta de cortinitas flotantes de tafetan carmesí, contenia una coleccion de libros, los mas selectos de nuestros antiguos y modernos escritores. Un silloncito bajo de tijera con brazos y espaldar, cuyo asiento así como la faja que sujetaba por arriba los palos del espaldar, habian sido bordados de tapicería por su dueña, estaba colocado cerca de la ventana, y á su lado se veia una preciosa canastita de labor. Sobre la cómoda-papelera, que despues de restaurada era un magnífico mueble incrustado de bronce, concha y nácar, en el estilo tan celebrado del famoso artista Boule, habia un hermoso crucifijo de marfil, atribuido á nuestro gran escultor Montañés.

Habíase abierto una puerta al corral, que se veia transformado en un jardincito, cuyas paredes desaparecian tras de floridas enredaderas. El suelo estaba tapizado de violetas. En medio se habia trasplantado un granado de flor, que entre sus finas y lustrosas hojas lucia sus magníficas y loza{100}nas flores, gastando toda su savia en hermosura sin fruto, en las barbas del siglo XIX, sin cuidarse de incurrir en su censura y desden. Colgaban entre las flores de las enredaderas jaulas pintadas de verde con variados pájaros que se esmeraban en obsequiarlas con un alegre concierto, en el que formaban coro las golondrinas, no tan maestras ni artistas como ellos, pero que lucian una gran flexibilidad de garganta.

Alguna suave noche de mayo habia venido el Orfeo de la filarmonía alada, el ruiseñor, á hacer vibrar en aquel aire embalsamado sus trinos, y sus encantadoras notas sostenidas. Entónces todo callaba en el éstasis de la admiracion, y Clemencia, apoyada en la reja á la par de los jazmines, dirigia, entre una sonrisa y una lágrima al estrellado cielo una mirada llena de sentimientos de admiracion, de amor y de gratitud hácia aquel Dios que á la naturaleza dotó de tantos encantos, y al hombre de un alma á su semejanza, á la que reveló su conocimiento, no exigiendo en cambio de tantos beneficios, sino el que haga este un buen uso de sus dones.

— ¡Oh! esclamaba entónces, recordando unas cuartetas que recitaban en su convento.

¡Oh! si el sol, luna y estrellas,
Como son astros lucidos,
Fuesen lenguas que alabasen
Tu nombre santo y divino!

Léjos estaba entónces de ella traer con triste premeditacion á su memoria sus dolores pasados, como un acíbar para amargar lo presente; cruel propension que tienen muchos, haciendo de esta suerte en todas ocasiones, de lo pasado nuestro verdugo, pues si nos ofrece recuerdos de felicidades, es para echarlas de ménos, y si de penas, es para volverlas á sentir. Zanjada su cuenta con lo pasado, de que saliera ilesa la pureza de su alma, la sanidad de sus sentimientos y lo inmaculado de su conciencia, sucedíale como á la azucena que aja y dobla el huracan, sin empañar su blancura ni robarle su perfume; que, repuesta la calma, se rehace, alza su cáliz y vuelve á su lozanía, sin mas agitarse en la serena atmósfera que Dios le envía.

Y no es la primera vez que hacemos notar el envidiable{101} rasgo que caracterizaba á esta suave criatura; era este su natural inclinacion al bien hallarse, su propension á la alegría, nacidas ambas de su encantadora falta de pretensiones á la vida, magnífica prerogativa que alimenta la educacion modesta, retirada y religiosa, y que destruye de un todo la moderna educacion filosófica, bulliciosa y emancipada.

Así fué, que apénas pasó algun tiempo, apénas se halló querida, mimada y mirada como un miembro de la familia, instalada agradablemente y domiciliada en su nueva morada, nada le quedó que desear, y se sintió tan dichosa, que un dia, como era tan espansiva, se echó con un movimiento caluroso y espontáneo al cuello de su suegra, y le dijo:

— ¡Madre, qué feliz soy aquí! ¡Estoy tan contenta!

La señora, que habitualmente hacia calceta, y tenia la cabeza inclinada sobre su labor, la levantó, miró con sorpresa á su nuera, y le respondió:

— ¡Dichosa tú, hija mia! me alegro. — Mas en la especie de sonrisa amarga que por un instante se indicó en sus labios, se leia claramente la confirmacion de las palabras con que acogió á su llegada la esplosion de dolor de su nuera. «¡Cuán cierto es que una mujer no siente tanto la muerte de su marido, como una madre la muerte de su hijo!»

Así juzga cada cual en este mundo, por su propio sentir el ajeno; los inmutables, por la duracion; los apasionados, por la vehemencia de los sentimientos; y en ambas cosas, en la vehemencia y en la duracion, suele tener mas parte el temperamento que el alma. Nadie es ni puede ser juez de la fuerza del sentir ajeno. Hemos visto personas sanas y bien constituidas enfermar y aun morir de una leve pena; y hemos visto personas de constitucion débil sufrir los mas acerbos golpes del destino, sin que palideciese siquiera su mejilla. ¿Cómo fijar reglas generales, cuando no hay dos personas ni aun dos gemelos, que ni en el órden físico ni en el moral, sean en un todo semejantes? Si alguien hubiese inferido por la impasible reserva con la que Doña Brígida recibió á su nuera, que no amaba á su hijo, y otro hubiese pensado al ver á la jóven viuda renacer á la vida y á la alegría, que{102} no habia sentido á su marido, ambos juicios habrian sido falsos y superficiales.

— D. Martin, que no hacia sino mirar á la cara á su nuera solia preguntarle:

— ¿Qué deseas, malva-rosita?

— Nada, — respondia con una sonrisa de alma y de corazon Clemencia; — nada, sino el que no varíe mi suerte.

Buen y sabio deseo, poco comun en los jóvenes, aun en los mas felices; y mas raro aun, si llegan á formarlo, el que lo vean cumplirse. Solo los viejos pueden esperar el haber pagado por entero su tributo de lágrimas á la vida; esta es la gran prerogativa de la vejez.

La transformacion de las habitaciones de Clemencia era debida á su tio el Abad, cuya fina delicadeza y cuyo simpático cariño hácia ella, habian querido embellecer y hacer dulce su nido á la sobrina á quien amaba, cual los pájaros tapizan con suaves plumas los de sus polluelos. Cada cosa habia sido una nueva é inesperada sorpresa para Clemencia, y le habia causado la mas viva é infantil alegría.

Lo que es su suegro, le regalaba constantemente muy hermosas y prosaicas onzas de oro, que Clemencia rehusó al principio con modesta pero firme decision. Su suegro entónces, por primera y única vez en su vida, se incomodó con ella, haciéndole presente que lo que ella miraba como un don, era una deuda. Clemencia, pues, las iba apiñando sin contarlas en un cajon de su papelera.

En cuanto á su suegra, en nada de esas cosas se metia, y solo una vez al año, el dia de su santo, regalaba á su nuera; pero este regalo era siempre una alhaja de gran valor.

Pablo todos los dias le regalaba flores, no porque él las apreciase, ni como elegante adorno, ni como poética espresion; sino porque sabia que le gustaban á ella.

Aunque á todos los individuos de la familia queria Clemencia con ternura, con quien se unió mas estrechamente fué con su tio el Abad. Eran dos almas parecidas, dos corazones semejantes, y pronto conoció su tio, cuán fácil le seria que llegasen á serlo sus inteligencias. Así fué que se{103} dedicó á cultivar aquel entendimiento tan apto para el saber, tan ansioso de enriquecerse y elevarse. Y nadie era mas á propósito para encargarse de esta bella tarea; porque el Abad era el tipo del hombre superior, que gira en aquella alta esfera, á la que solo pueden llegar los que unen á los mas bellos dotes naturales, la virtud, el saber, el conocimiento del gran mundo, el uso de la alta sociedad, y la cultura.

No siguió el ilustrado maestro en su enseñanza un método, ni se sometió á reglas de estudio que suelen hacerla esclusiva y árida; solo en el aprendizaje de las lenguas prescribió sujecion y órden. En lo demas, dejaba á la ventura enlazarse las cosas las unas á las otras, para esplicarlas ó analizarlas, porque era su afan infundir á su discípula el espíritu y no la letra. — Tú no vas á poner cátedra, solia decirle: lo que te conviene es una idea exacta de cada cosa, sin que tus conocimientos sobre ellas lleguen á profundos en ninguna. Debes solo formarte un ramillete con las flores del árbol del saber, puesto que, como mujer, tienes que considerar tus conocimientos, no como un objeto, una necesidad ó una base de carrera, sino como un pulimento, un perfeccionamiento, es decir, cosa que serte debe mas agradable que útil.

Nunca por muchos que adquieras, los mires como una superioridad; puesto que el saber está al alcance de todos, y no es una prerogativa sino una ventaja, y aun dejará de serlo si le acompañan la intolerancia y la presuncion, que son seguros medios, no solo de hacerse odioso, sino de caer en ridículo; puesto que como se ha dicho muy bien de los valientes, se puede decir de los que presumen de saber, que siempre hallarán otro que sepa mas que ellos.

Es cierto que el saber da al que lo posee cierta superioridad sobre el ignorante; mas aun dado caso que el ignorante no tuviese sobre el que sabe, otra clase de superioridad que la compense ó aventaje, no hay nada en el mundo, hija mia, que se deba disimular mas, que una superioridad, pues es lo que ménos se perdonan los hombres; y sobre todo no perdonan las superioridades adquiridas, y hostilizan á las erguidas. Persuádete bien de esta verdad: la superioridad es una carga, como lo es para el gigante su estatura; gozar de ella,{104} y disimularla con benevolencia y no con desden, es la gran sabiduría de la mujer.

La superioridad que se ostenta, lastima profundamente el amor propio ajeno, que tolera la superioridad que se tiene, pero rechaza la que se le quiere imponer: así es que la que adquieras debe asemejarse en tí á una túnica forrada de armiña; su finura, su suavidad debe ser interior y para tí misma.

Lo que aprendas, líbrete Dios de lucirlo; pues harias de un bálsamo un veneno: oculta las flores; que cuando su vista no brille, será mas suave y mas atractivo el perfume que aun involuntariamente exhalen.

Confiesa una falta, (supongo, hija mia, que las tuyas serán siempre de aquellas que se pueden confesar sin vergüenza) confiesa una falta, digo, y oculta un mérito, pues hay en los hombres mas indulgencia que justicia.

No desprecies á nadie, pues el desprecio, ese acerbo primogénito del orgullo, no debe nunca profanar la nobleza de tu alma, la modestia de tu sexo, la delicadeza de tu corazon, ni la equidad de tu conciencia; pues es el desprecio crímen de lesa humanidad.

Pero sobre todo, ten presente que el saber es algo; el genio es aun mas; pero que hacer el bien es mucho mas que ambos, y la única superioridad que no crea envidiosos.

Ama la lectura, sin que llegue tu aficion á pasion; mira á los libros como amigos apacibles y agradables, llenos de buena enseñanza, sin caprichos ni falsías, que nada exigen y conceden mucho, que se suelen olvidar en la prosperidad, y se vuelven á hallar en la desgracia, prontos á consolar, distraer y dirigirnos; pero que no deben absorberte ni apasionarte como amantes.

Aun cuando tu memoria no retenga una buena lectura, no creas que hayas perdido su fruto, pues te quedará la ventaja real de la impresion que te ha causado, y del giro que ha dado á tus ideas; que la cultura no la da el mas ó ménos retener, sino el mas ó ménos apropiarse la buena enseñanza.

Prefiere para tu lectura la de la historia y la de los viajes, que descorrerán á tus ojos el velo del tiempo y la cortina del mundo.{105}

No te ocupes en sistemas sociales, sueños de utopistas remontados hasta alcanzar al ridículo, y ten presente que es preciso ser ciego y dejar de ser religioso, para creer posible la felicidad, en un mundo que por culpa del hombre, y por la voluntad del que lo crió, dejó de ser paraíso. Un filósofo aleman ha dicho, que si los hombres fuesen mas felices de lo que son, caerian en la languidez, y si mas desgraciados caerian en la desesperacion. Admira y adora la mano que en esto como en todo, dispuso la gran ley del equilibrio, hasta en la suerte de entes castigados y no condenados; equilibrio que ni en el órden moral ni en el físico, alcanzarán á destruir los débiles esfuerzos humanos: verdad que atestigua lo pasado, que lo presente afirma, y que el porvenir demonstrará cual ellos.

Huya sobre todo tu alma elevada, espíritu puro creado á la imágen de Dios, del cínico sensualismo, que arrogante y desdeñoso se enseñorea hoy dia en el mundo con su ansia de innovaciones, y con su pendon que tan alto levanta, en el que se lee: ¡intereses materiales sobre todo! — Alza tu vista de este círculo rastrero; considera que el bien y el mal son dos grandes y universales principios: lo que ambos inspiren tendrá siempre las mismas tendencias, la de arriba y la de abajo. — Dios que nos llama y dice: ¡sube! — El enemigo de nuestra alma que nos arrastra y dice: ¡baja! — Ocupen los intereses materiales el segundo puesto, y no le usurpen el primero á los morales.

No te afanes en buscar amigos; pero esmérate en evitar enemigos: para lograrlo, procura que tus procederes sean constantemente justificables, y para esto ten presente que hay siempre dos maneras de considerarlos; la una es con respecto á uno mismo, y la otra respecto á cómo pueda interpretarlos la malevolencia ajena, que vale mas evitar que no retar.

No basta confiar en que el fin y motivo de nuestras acciones sean buenos, para prescindir de la opinion pública. No, hija mia, no basta ser bueno; es preciso tambien parecerlo, por acatamiento á la sociedad, por consideracion á sí propio y por respeto á la verdad.{106}

Esta deferencia á la opinion para eludir su censura, aunque sea injusta, no se debe confundir con la baja y humilde vanidad que mendiga elogios; y, no obstante, hija mia, por mezquina y rastrera que esta sea, es preferible en las mujeres al insolente orgullo que desprecia con cinismo la sancion pública en su fanfarron espíritu de independencia, y en su soberbia glorificacion del individualismo. Madame de Staël, que tan alto puesto ocupó en la jerarquía social y en la de la inteligencia, ha dicho: «El hombre debe arrostrar la opinion, y la mujer someterse á ella,» y aun lo primero se entiende en ocasiones dadas, y en circunstancias escepcionales, en que su conciencia se lo prescriba al hombre.

No te prescribiré la delicadeza, hija de mi corazon, porque la delicadeza es instintiva en las naturalezas privilegiadas como la tuya.

¡Cuántas veces la he admirado en su apogeo en gentes del campo, que ni aun sabian su nombre! La sociedad la cultiva, porque cultivar es la mision de la sociedad; para esto crea reglas que le aplica. Una de ellas es, que para ser la delicadeza esquisita en el trato, es necesario siempre y en todas relaciones, ponernos en el lugar de la persona con la que nos ponen las circunstancias en contacto. Esta regla se parece á la que se da para leer bien en alta voz, y es la de leer con los ojos la frase que sigue á la que pronuncian los labios; así miéntras hablamos, debemos leer en el semblante de los que nos escuchan el efecto de nuestras palabras, para modificar las sucesivas, con el fin de nunca herir ni chocar con ellos.

Para aprender la vida y conocer el mundo, sé observadora, Clemencia; no observadora misántropa, cáustica ni satírica, sino observadora justa, despreocupada y benévola. La grata y útil tarea de la observacion embota ese sentimiento de personalidad tan comun en nuestros dias, que es el mayor enemigo de la sociedad amena. La observacion te interesará, te entretendrá y te dará el gran y útil conocimiento del corazon humano. Entónces conocerás cuán erradas son esas máximas absolutas, que todo lo miden por un rasero; y lo falso de esos aforismos vulgares, tales como:{107}

«Todos los hombres son iguales.

Quien vió una mujer, las vió todas.

El corazon del hombre siempre es el mismo.

Las pasiones y modo de sentir de los lapones, son los mismos que los de los andaluces.»

Y ménos fiarás en la archivulgar sentencia, piensa mal y acertarás; no pienses mal, sino juzga bien, y acertarás. Pero sé tarda en formar tu juicio, porque con verdad se ha dicho que el hombre juzga por razones, y la mujer por impresiones; es decir, el primero con la cabeza, y la segunda con el corazon; y ya sabes cuán fácil es este de dejarse engañar, sobre todo si es noble y sincero; sin embargo, debes siempre preferir la tristeza de un desengaño, al sonrojo de un mal juicio.

No tengo presente en dónde he leido poco há que el hombre de entendimiento es el que halla tipos distintos, y que el hombre vulgar es el que halla á todos los hombres iguales.

— Yo creí, repuso Clemencia, cuando le dijo esto su tio, que los tipos eran raros.

— No, hija mia, contestó el Abad, pues el tipo es aquella persona que resume en sí mas marcadamente los rasgos peculiares de la clase á que pertenece, sin tener originalidad. Si la tuviese marcada, seria un original y no un tipo en su género. Y si no, observa á mi hermano: él es el verdadero tipo del caballero campesino andaluz, con sus dotes de tal, esto es, un entendimiento claro, perspicaz é inculto, su hermoso y noble corazon, y su carácter franco, pero indomellado, su pequeño despotismo de cabeza de casa grande, y su generosidad de mayorazgo, sus grandes y altos sentimientos cristianos, y sus mezquinos gustos lugareños.

Observa á Pablo, y verás en él el tipo del hombre de valer, modesto, obscuro y poco lucido.

Observa á mi cuñada, y verás el tipo de la mujer reconcentrada, cuya austeridad, cual una capa de nieve, encubre y retiene en su gérmen los brotes de un corazon rico y noble.

Observa aun á la tia Latrana, esa vieja impertinente que{108} de continuo asedia á mi hermano; y verás cómo con su exigente, descocado é insolente despotismo, forma el tipo de esa clase de pordioseras españolas. Todos estos tipos son muy comunes, y si se pintasen, tendrian su mérito en que cada cual los reconociese. El que es poco comun, hija mia, es el tuyo, que es el tipo femenino mas bello, el de la inocente jóven que criada en un convento, vive satisfecha en el estrecho círculo de una casa austera, habiendo atravesado el mundo, que no echa de ménos, desgarrando al pasar su blanca túnica en sus abrojos, y conservando pura é ilesa su alma preservada bajo las alas del ángel de su guarda. ¡Oh Clemencia! no adquieras nunca ilustracion, ventaja, saber, ni preponderancia á costa de esta; y ten presente que el saber aislado es una hermosa estatua sin corazon y sin vida: así es que dice el profundo Balzac, que una bella accion encubre todas las ignorancias; y yo añado que vale mas que todo el saber humano.

— ¡Qué bueno sois, señor! solia esclamar Clemencia.

— Todos con pocas escepciones lo somos teóricamente, contestaba sonriendo el Abad: no está el mérito en formular máximas, está en aplicarlas á la vida: de suerte que no en mí, sino en tí lo estará, si pones en práctica las que deseo inculcarte.

De esta suerte, y con escogidas lecturas, fué formando el Abad el gusto, cultivando el entendimiento, y dirigiendo las ideas de Clemencia; haciendo brotar en ella los mas delicados y esquisitos gérmenes, como el sol de primavera engalana y hace florecer una amena floresta.

Pablo, despues de estrañar que Clemencia demostrase tanto afan por los libros, y por recoger cuanta enseñanza salia de los labios de su tio, empezó por interesarse en esta enseñanza, la que le pareció en estremo amena, y acabó por engolfarse en ella, con la atencion, seriedad y constancia propias de su genio.

Doña Brígida veia todo esto sin aplaudirlo, ni ménos criticarlo. Esta señora, que no tomaba en cuenta pareceres ajenos, nunca imponia el suyo á los demas, rarísima y apreciabilísima cualidad.{109}

Pero no así D. Martin, que no habia cosa en que no se metiese. Así era que como lo que hacia su hermano le infundia respeto, y por otro lado el estudio no le inspiraba ninguna simpatía, solia decir al oido á Clemencia:

— Malva-rosita, díle al tio que ménos borla y mas limosna, y ten presente que boca brozosa cria mujer hermosa.

Otras veces, cuando se prolongaban las sesiones con el Abad, gruñia: ¡tanta leccion y tanta leccion! ¿de qué te ha de servir eso? Anda, anda, díle al tio que ménos espuma y mas chocolate.

En cuanto á Pablo, solia decirle:

— ¿Tú tambien te quieres meter á discreto, tú que no pareces de la familia de los Guevaras, sino de los Alonsos, que eran treinta, y todos tontos? ¡El demonio se pierda! Déjate de latines, Pablo, que la zamarra y la borla de doctor hacen unas migas como un toro y un pisaverde. A tus agujas, sastre. ¿A qué lo echas de pulido, si eres fino como tafetan de albarda?

Y se ponia á canturrear, cosa á que era muy afecto:

San Pedro como era calvo
A Cristo le pidió pelos,
Y Cristo le respondió:
Déjate de pelos, Pedro.

CAPITULO III.

Nunca pudieran hallarse caracteres y genios mas distintos y desapareados, que los que la suerte habia reunido bajo el techo de D. Martin de Guevara, y nunca tampoco se hallaron otros mejor avenidos. Las cosas tienen diversas faces, la vida variadas sendas, los hombres distintas y diferentes inclinaciones, sin que por esto se desavengan entre si, cuando no obran en ellos el espíritu hostil y las malas pasiones del dia, que nacen del mal estar de una época calenturienta como la{110} nuestra, que desprecia lo pasado, odia lo presente y se asombra del porvenir.

En lo que unánimemente concordaban, era en amar á Clemencia, como todos los pechos aspiran y aman el suave y balsámico ambiente de la primavera.

Tanto ella como Pablo habian desarrollado admirablemente su inteligencia con la sábia enseñanza y elevada influencia del Abad, de ese hombre superior, mina de oro que esplotaban ambos, cada dia con mas placer y mas provecho.

El Abad por su lado se gozaba en su obra, á medida que iba viendo á sus sobrinos crecer en saber, cultura y virtudes.

Pero en quien debió el suave iman que impregnaba á Clemencia, ejercer mas su influencia, era en Pablo, que ademas de tener paridad de alcances y simpatías de corazon con ella, estaba en la edad en que estos afectos suben á pasion en el hombre, unas veces para su bien y enaltecimiento, y otras para su mal y su corrupcion.

Mas Pablo era un hombre modesto, tipo poco comun, pero que no obstante existe, aunque no se aprecie, y pase desapercibido; porque la verdadera modestia, todo lo bueno oculta, hasta á sí misma. Ademas estos hombres no se hallan generalmente en el teatro del mundo que bulle; son hombres casi siempre designados con el nombre de oscuros, hombres apegados á su hogar y á un pequeño círculo de amigos á que se concretan.

Era Pablo ademas tímido y desconfiado de sí, á lo que contribuian las continuas chanzas de su tio, que queriéndole y apreciándole mucho en el fondo, tenia de él un concepto errado. Así es que Pablo teniéndose en ménos de lo que valia, graduó como un imposible alzarse hasta aquella mujer, cuyo mérito y superioridad él reconocia mas que nadie. Nació, pues, el amor en su corazon espontáneo, creció sin esperanzas, y vivia sin deseos, persuadido de que nunca podria mostrarse á la luz del dia aquella estrella que brillaba en su pecho en la noche del secreto.

Clemencia por su lado solo queria á Pablo como á un hermano. Era aun muy niña, y faltábale esperiencia para{111} conocer lo que valia su primo, y se reia de corazon de las bromas con que le asaltaba de continuo su tio.

Suavemente se resbalaba el tiempo en aquella tranquila vida, en la que no habia afan por apresurarlo, ni ansia por retenerlo. Mas de seis años pasaron como seis noches de tranquilo dormir y monótonos sueños, y cual estas, poco habian alterado en aquel pacífico interior. D. Martin y Doña Brígida eran, al decir del primero, como el Padre Nuestro y el Ave María, siempre los mismos. Clemencia, repuesta completamente su salud, florecia cual una lozana y alegre primavera.

Pablo habia perdido mucho de lo atado y de la desmaña de sus maneras, y aunque su tio no dejaba de repetirle cuando el Juéves Santo ó el dia del Córpus le veia vestido de serio: «Pablo, vestido de majo, estás hecho un curro; pero con el friqui-fraque pareces un alguacil de Sevilla,» era lo cierto que en todos trajes tenia Pablo, si no el aire de petimetre, el porte digno del caballero, que tiene la confianza y no el orgullo de lo que es y de lo que puede.

A la caida de una tarde de verano en que estaban sentados en el patio, que por los cuidados de Clemencia estaba embellecido y embalsamado con una gran cantidad de macetas de flores, se asomó sin hacer ruido al porton, una gitanilla como de unos doce años de edad, que ofrecia de venta unos bastos canastillos, hechos de delgados mimbres.

— ¿Quién es? preguntó D. Martin, que recostado en un gran y tosco sillon de anea que se hacia conducir á todas partes para sentarse cómodamente, llevaba la alta y baja de todo en su casa; porque no pudiendo seguir ya la vida activa, por sus años, no tenia otra cosa en que entretenerse.

— Entepá, dijo la gentilla por decir gente de paz.

— Juana, gritó D. Martin con su poderosa voz, llamando al ama de llaves, dá á esa entepá media hogaza de pan, y que se largue ese feísimo estafermo montaraz.

No decia mal D. Martin. La chiquilla era de un feo poco comun. Sus lacias greñas pendian á ambos lados de su cara como inflexibles cordas. Uno de sus ojos bizqueaba de tal manera que parecia querer pasar por debajo de sus narices en busca de su compañero. Entre los jirones de sus enaguas,{112} que mas que enaguas parecian un fleco, se veia el cútis de sus descalzas piernas y flacos muslos, fácil de equivocar con el de un habitante del Africa. Sus dientes, que eran de los que se nombran de embustera, por estar desviados unos de otros, eran de un blanco deslumbrador, como para hacer contraste con el color oscuro de su rostro. Era séria y despaciosa, y tenia todo el dejo y contoneo de las de su casta.

— ¿Cuánto pides por esos canastos? le preguntó Clemencia.

— ¿A qué quieres comprar esos escambrones? dijo D. Martin, que como hemos dicho, no habia nada en que no se metiese.

— Quiero, respondió Clemencia, en primer lugar hacer un bien á la niña comprándoselos; ademas quiero forrarlos de seda y adornarlos con cintas, y que sirvan para meter en ellos el alhucema.

— Sí, señorita de mi alma, dijo la chiquilla, ande usted, mérquemelos, carita de rosa; que le diré su buenaventura.

— ¡Qué buenaventura, ni qué niño muerto! Lárgate, vision del Negro Ponto, dijo D. Martin.

— Dejadla, padre, os lo ruego, que me diga la buenaventura, esclamó alegremente Clemencia. ¡Si vierais cuánto he deseado siempre que me la digan!

— ¡Tales patrañas!... murmuró D. Martin.

— ¡Déjala, si le divierte, Metomeentodo, opinó Doña Brígida; que eres como el tomate, que en todo se encuentra!

— ¡Anda con Dios! repuso D. Martin; unos se rien de la gracia, y otros de la singracia.

Clemencia se habia levantado y puesto su blanquísima mano en las negras de la chiquilla, que estaban frias como la piel de un reptil.

La profetisa hizo como si examinase las imperceptibles rayas de la mano de Clemencia, y dijo despues, principiando cada frase despacio y con recia voz, y acabándola precipitadamente y tan quedo que apénas se oia:

— «En el nombre de Dios, (aquí hizo una pausa) que donde entra Dios no va cosa mala.

«No es Vd. nacida de las malvas, sino hija de buen padre{113} y buena madre, y tiene la sangre limpia, como agua de buen manantal.

»Es Vd., buena moza de mi alma, como la mata de albajaca, que muchos la huelen y pocos la catan; porque es Vd. hondita de gusto, y no todas las cosas le hacen gracia.

»Ha de ser Vd. como la fortuna, ciega, que ha de tener la suerte delante y no la ha de ver; pero á las manos se le ha de venir; que guardaïta se la tiene su síno, porque se lo merece esa carita que ha destronao á la reina de las flores.

»No se fie Vd. de los que de léjos vienen, que la venden como carne de la carnicería, y tienen dos caras como el tafetan, una por delante y otra por detras. A la fin se ha de venir Vd. á lo mejor, pues bien sabe la rosa en qué mano posa.

»Cumpla Vd. con la gitanilla con salero; que á Vd. le sobra y á ella le falta dinero. No me sea, jermosa, desaborida; écheme un remiendo á la vida.

»Esta es la buenaventura del pan blanco; usted me lo da, y yo me lo zampo.»

Clemencia se echó á reir, declarando que cuanto habia dicho la profetisa, eran generalidades que nada precisaban.

— Cosas de gitanos, dijo D. Martin, que á la fin y á la por-partida dicen arrumales.

En seguida preguntó Clemencia á la niña:

— ¿Sabes rezar?

— ¡Qué ha de saber! dijo D. Martin. ¡Rezar! Robar será lo que sabrá.

— Sí sé rezar, señorita de mi alma, respondió la gitanilla.

— ¿Y qué rezas? tornó á preguntar Clemencia.

— Cuando me acuesto en el campo, señorita mia, me meto una cabeza de ajo bajo la cabecera, para ahuyentar á los bichos venenosos, y rezo así:

A la cabecera pongo la luz,
A los piés de la Santa Cruz,
Al lado derecho á Adan,
Al lado izquierdo á Eva,
Para que no lleguen sapos ni culebras
Ni sarabandija ni sarabandeja;
Sino que vayan donde va esta piedra.
{114}

Y tiro una piedra así—(y la chiquilla tiró una chinilla en direccion á D. Martin).

— Enséñame esa oracion, dijo este sin caer en la maliciosa accion de la chiquilla; enséñamela, á ver si la digo y es eficaz para que en la vida de Dios te llegues tú por aquí.

— ¡Ay Jesus! y qué señor tan repanchiago de cuerpo, y tan respingao de genio, dijo prolongando cada sílaba la gitanilla.

— ¿Pero en qué duermes? preguntó Clemencia.

— ¡Toma! intervino D. Martin, dormirá en una zalca de borrico tiñoso, con una calavera de mula por almohada.

— Duermo en el suelo, señorita mia; que parece Vd. hecha de dulce, con esas carnes tan blancas que se puede escribir en ellas, esa boca que parece un madroño, y esos ojos que parecen dos luces de altar; y no ese usía abujado que tiene la lengua mas áspera y con mas espinas que una abulaga.

— ¡Pobrecita! esclamó Clemencia.

— ¡Y muy bien que dormirá! opinó D. Martin: no hay bronce como años once, ni almohada como no pensar en mañana. ¡Múdate, pelgar!

— Padre, señor, ¡dejadla! que me divierte, suplicó Clemencia.

— Será la pechecilla esa como los perros pachones; que de feos hacen gracia, gruñó D. Martin.

— Voy á traerle un cobertor y una almohada; dijo Clemencia echando á correr.

— Con tal que se trasponga, á ver como no traes un mosquitero á esa langosta de Egipto, le gritó D. Martin.

— ¡Ay! dijo la gitanilla en su tono lánguido. ¡Madre mia de la Soledad, y qué señor tan respetuoso!

— ¿Qué quieres decir con eso, vizcondesa Pingajo?

— Señor, que tiene su mercé la voz como una campana doble, y que está su mercé en ese sillon tan jermoso, que parece un colchon sin bastas en una galera despalmaa.

— ¡Por via de la chiquilla desvergonzada! gritó D. Martin: escapúllete; mira que si me levanto, te doy un sosquin que te apago.{115}

Clemencia volvió con un cobertor, una almohada y algun dinero que dió á la gitanilla. Esta sacó de una bolsita que llevaba colgada al cuello una cedulita que dió á su protectora diciéndola:

— Abrala su mercé el dia que se case, señorita mia, cara de rosa de abril, y entónces verá si no son ciertas las felicidades que le predijo la gitanilla.

— ¡La felicidad! ¡la felicidad! dijo Clemencia volviendo á ocupar su asiento; no existe palabra que tenga mas acepciones; cada uno la entiende á su manera; ¡puede que esa inocente crea que está en casarse!

— La felicidad está, dijo D. Martin, en ser un mayorazgo como yo, y reirse del mundo; ¿no es verdad, señora? — prosiguió dirigiéndose á su mujer, á la que por una de sus ideas llamaba siempre delante de gentes de usted.

— Martin, contestó ella, en este mundo cansado, ni bien cumplido ni mal acabado. Esta vida es un viaje: ¿á qué anhelar por buenas posadas, en que no hemos de estar sino de tránsito?

— Pues, señora, mas que sea de tránsito, como que el transitillo mio es, á la hora esta, de duracion de setenta y siete años, sin los que caigan, digo que soy feliz, gracias á Vd., señora, y á mi Malva-rosita. Si no fuera por la muerte de mis hijos, era yo quien se habria comido la torta del cielo; pero en fin, nadie se va de este mundo sin saber que ha estado en él.

— Dí gracias á Dios, y no á nosotras, Martin, repuso su mujer.

— Sí señora, sí señora, no hay duda de que de Dios nos viene el bien, pero de las abejas la miel; contestó su marido.

— ¿A que no entendeis vos la felicidad como mi padre, tio? preguntó Clemencia al Abad.

— Es claro que no, hija mia, contestó este; pues creo que la verdadera está en procurarse alas que nos eleven, no á las nubes, sino sobre ellas; pues las nubes con su indeciso y mudable rumbo é indistintas formas, aunque en esfera aérea, son de terrestre orígen, y á la tierra vuelven.{116}

— Pues, hermano, opinó D. Martin, como no sean las de los ángeles, estoy para mí que las de los pájaros no vuelan tan alto. ¿Qué dices tú, Pablo? que estás siempre callado y con la boca abierta como cañon arrumbado, y no parece sino que te criaron con migas y adormideras. ¿No digo yo bien, y no mi hermano, que todo lo pone fuera de tiro de pistola?

— Señor, contestó Pablo, cuando la felicidad segun uno la sueña, está en un imposible, vale mas que el deseo se abstenga de analizarla y el corazon de ansiar por ella.

— Pablo, hombre, repuso su tio, estoy para mí, que con las latines que te engulles por receta de mi hermano, te vas á meter á coplero. Lo que has dicho es un sinfundo en buen versaje; pero á tí te están esas jerigonzas como los requilorios á las viejas.

Latines era para D. Martin el nombre genérico de todo estudio y saber.

— Hermano, le dijo el Abad, lo que dices es poco delicado y poco cierto. El saber le está tan bien á Pablo, como á todo hombre que tiene, como él, un gran entendimiento, una alta inteligencia, un alma elevada, y un gran deseo de aprender.

— Mira, Abad, repuso D. Martin, siempre te estoy oyendo hablar de delicadeza; esa es tu muletilla; ¿me querrás decir lo que tú entiendes por esa voz? Porque quiéreme parecer que tú la miras como un carabinero plantado en la boca; y has de saber que no la entiendo yo así, porque la boca mia es puerto franco. Tu empresa de pulirle los cascos á Pablo ha de ser como la hacienda de la mujer, hecha y por hacer.

— La delicadeza, repuso el Abad, segun la define un filósofo suizo, «se muestra como un constante sacrificio de sí mismo, que se contenta con su propio sufragio, sustrayéndose á la ajena gratitud; es un encarecimiento de consideraciones y urbanidades hácia el desgraciado; es el perdon de una injuria pagándola con un beneficio; es una restriccion de los propios derechos, el desprecio de la apariencia; es un respeto á sí mismo, que hace que uno no se permita en{117} ausencia lo que no se permitiria en presencia de testigos; es una fidelidad á la propia palabra, que sobrevive á la amistad, al amor, á la estimacion y aun á la muerte. Es la continuacion de los buenos procederes, aun despues de enemistarse y cortar relaciones; es una atencion obsequiosa y tan fina, que no puede ser adivinada ni sentida, sino por aquella persona á la que va dirigida. Es una celebracion indirecta de los méritos de una persona presente, encareciendo los mismos en otra persona ausente; es rehusar un segundo beneficio, despues de admitir el primero; es gozar mas en el placer de otros que en el propio.» Así, hermano mio, define Weiss la delicadeza. Yo definiria su esencia diciendo, que es una flor que tiene sus raíces en el corazon; á la cual cria el entendimiento, y que recibe de la cultura su esquisito perfume.

— Hermano, dijo D. Martin, eso es estracto sublimado de las cosas: ménos espuma y mas chocolate. El corazon en la mano, y en el corazon buena sangre, eso es delicadeza, segun lo entiendo yo; ó bien, la fruta sin la flor, como dirias tú.

— En tí, Martin, repuso el Abad, halla tan buen terreno, que crece lozana aunque inculta. Si no da fragantes flores, efectivamente da ópimos frutos; pero gentes hay, Martin, que son estériles troncos para esta fruta, y ramas secas para aquella flor.

— Malva-rosita, dijo D. Martin, distraido ya de una conversacion que no le interesaba, tira la cédula que te dió aquella lombriz de caño sucio.

— No señor, no señor, repuso alegremente Clemencia, la voy á guardar como oro en paño.

— Eso es una tontería de dos varas, niña.

— Déjala, Martin, intervino Doña Brígida, deja que cada uno haga lo que le parezca, en no ofendiendo ni á Dios ni á tí: eso sí es la verdadera delicadeza; pero, ¿no digo que en todo te has de meter, como los periódicos?

— Señora, repuso D. Martin, los periódicos se meten en casas ajenas con las llaves del sacristan que les ha dado la niña que nació en Cádiz; pero yo no me meto sino en la mia. Mas ya callo, ya callo, señora, pues lo mandais; pero{118} ello es, que si yo me metiese en mi concha como lo hace Vd., iria todo en la casa manga por hombro. En metiéndose Vd. en su oratorio, ahí se las den todas. Señora, ¿no sabe Vd. aquello de «la confianza en Dios, y los piés en la calle?»

— Voy á seguir tu consejo, dijo con grave sonrisa Doña Brígida, pues mi prima me está aguardando en el locutorio con la Madre Abadesa.

La señora se levantó, fué á su cuarto y salió; y ¡cosa nunca vista! dejó olvidada sobre la silla, la llave de su oratorio, la cual siempre llevaba consigo, y en el que nadie sino ella penetraba jamas.

— Toma esa llave, dijo D. Martin á Clemencia, y vé á ver qué demonios tiene la señora escondido en su oratorio, mas oculto que el oro en el centro de la tierra.

— Señor, contestó Clemencia, sabeis que no quiere madre que nadie entre.

— Anda, anda, que yo te lo mando.

— ¡Por Dios, señor!...

— ¿Qué gran misterio puede acaso ocultar? ¡vea usted!

— Sea el que fuere, debemos respetarlo.

— ¡Oiga! ¡Debemos! Mira, María Sentencias, haz lo que mando, y vé.

— No me lo mandais, no.

— ¿Que no? ¿Hablo estranjis? ¡Te lo mando, caracoles!

— No puede ser.

— ¿Y porqué no, malva-terquilla?

— Porque no me querréis dar una gran pesadumbre.

— ¿Cuál? ¿la de ir á meter las narices en el oratorio de la señora?

— Eso no, porque no iria; sino la de desobedeceros, padre.

En este momento entró Doña Brígida, que volvia en busca de su llave que habia echado de ménos.

D. Martin se apresuró á contarla lo que habia pasado, culpando á su malva-terquilla.

— Hizo lo que debia, Martin, le dijo la grave señora; la voluntad ajena y el sello se deben respetar siempre.{119} Para premiar la consideracion que me has tenido, añadió dirigiéndose á Clemencia, te autorizo á que entres en mi oratorio.

Alargóle la llave, que tomó Clemencia, encaminándose tan luego hácia el oratorio, que se hallaba en el cuerpo alto.

Estaba este oscuro, y solo alumbrado por la débil luz de una lámpara. Sobre el altar habia una imágen de la Vírgen de los Dolores. Mas abajo, á sus piés, sobre un pedestal de mármol blanco, estaba una calavera; en el zócalo del pedestal se leia en letras negras este letrero:

LO QUE ERES, FUI;
LO QUE SOY, SERAS!

Clemencia salió tétricamente impresionada.

— Tio, dijo al Abad cuando estuvieron solos, despues de referirle lo que habia visto, allí encerrada pasa madre horas enteras, ¿no es esto una idea estraña é hipocondríaca? ¿Ha de enlutarse la vida con tales espectáculos?

— En el órden espiritual, hija mia, contestó el Abad, cada individuo busca la senda que le conviene, y se adapta á su índole; la austeridad tiene la que le es propia; la alegre mansedumbre tiene la suya. Guárdese esta de no mirar con respeto á aquella, y aquella de menospreciar la otra; y considere la azucena, que si es mas blanca su túnica y mas dulce su fragancia, es la negra cúspide del austero cipres mas fuerte y mas elevada.

— ¿Lo aprobais, pues?

— ¿No lo habia de aprobar, hija mia?

— ¿Y acaso hariais otro tanto?

— No.

— ¿Lo aconsejariais?

— Tampoco.

— ¿Porqué no, aprobándolo?

— Porque el efecto que causase en índoles débiles y suaves, que rechazan lo tétrico, no seria el que causa en la persona que por propia y espontánea inspiracion lo elige. Pero entre todos los atrevimientos, el mas general en los hombres, y el mas punible, es el de querer ser jueces, no{120} solo de la conducta, pero hasta del sentir ajeno. La libertad de sentir sí que es un sagrado derecho del hombre. Dejar á cada cual dirigir sus propias tendencias en el órden espiritual, siempre que no salgan de la senda del bien, es una sagrada obligacion; pues esa intervencion que nos arrogamos en el sentir ajeno, esa ridícula é indebida fiscalizacion, es un despotismo insolente, es un mal grave, y una temeridad chocante y anómala en un siglo donde tanto se proclama, se ostenta y se abusa de la libertad del pensamiento.

CAPITULO IV.

Una tarde llamó Clemencia á dos niñas, nietas de Juana, que pasaban su vida en aquella casa, á quien su mismo dueño, que tantos intrusos veia y toleraba en ella, llamaba el arca de Noé.

Todos los niños querian con entusiasmo á Clemencia. Tienen estos un instinto que los atrae á lo bueno y á lo bello; que patentiza lo elevado de la naturaleza humana, que el mundo y la vida van degradando, si el alma no es bastante fuerte para contrarestar su influencia nociva, y si al formarse carecen los niños de buena enseñanza y buenos ejemplos, ley práctica de tanto mas poder que la ley escrita. La palabra solo indica la senda; el ejemplo arrastra á ella.

Clemencia tambien se habia apegado á ellos, porque los niños son la verdadera alegría del mundo. A su lado parece la vida mas dulce, y los horrores de la tierra mas apartados.

¡Cuán distantes están del infausto árbol del bien y del mal, ellos que no alcanzan á sus ramas! Y es tal el encanto sublime de la inocencia, que hasta da un reflejo simpático de sí á la ignorancia. Pronto se aprende, pronto se sabe, pero nunca se olvida; el corazon se purifica, la cabeza no. La fe que ha tenido que defenderse y luchar contra argumentos impíos, es como la vírgen que ha tenido que defenderse de los ataques de un seductor violento; conoce el mal{121} aunque lo deteste, y mas vale aun ignorarlo que detestarlo. ¿Cuál de los hombres, realmente superiores, sean cuales fuesen sus creencias, no ha envidiado alguna vez la sencilla ignorancia? ¿Qué marino luchando en el mar, sin senda, agitado siempre por furiosos y encontrados vientos, buscando, sin hallarlo, fondo seguro en que echar el ancla, no ha envidiado la barquilla del pescador, que sin salir de su tranquila ensenada, no pierde de vista el faro, que le hace inútil la brújula y otros instrumentos de la ciencia? ¡Y no obstante se levanta hoy dia la voz oscurantismo como pendon de vilipendio, contra aquellos que creen que en el saber no está la moral, sino la corrupcion del vulgo! El mismo Byron ¿acaso no ha dicho: «Sabemos que el saber no es la felicidad, y que la ciencia no es mas que un cambio de ignorancia, por otra clase de ignorancia?» ¿Pues para qué trocar la ignorancia humilde y feliz por la ignorancia soberbia y descontentadiza?

Cuando Clemencia les dijo que iban á paseo, las dos niñas se pusieron á saltar de alegría, y las tres fueron á despedirse de Doña Brígida.

— ¿Y dónde vas á paseo? preguntó la inamovible señora.

— Al campo, á coger flores.

— ¡Al campo! ¡Ay Jesús! El campo es para los lobos; pero anda con Dios, hija, si te divierte.

En la puerta se encontraron á D. Martin, que con su capote y con su sombrero á la chamberga, venia llenando la calle. Al ver á Clemencia con las niñas, le dijo:

— Dios te guarde, y no de mí. ¿Dónde se va con ese séquito, Regina angelorum?

— Al campo, señor.

— Bien hecho, ¡id á estirar las piernas y á esparcir el ánimo! Si pudiese, habia de ir contigo; pero ya no puedo nada de lo que podia; es necesario echar esta carreta al carril. No hay mas remedio que meterme adentro. Y añadió: ¿Qué es eso que llevas en brazos, Mariquilla?

— Lleva un perro, respondió Clemencia.

— Un perrillo chico, repuso vivarachamente la niña; pero su madre es grande.

— Calla, renacuajo, le dijo D. Martin, que eres como{122} el grillo, que no se le ve á dos pasos y se le oye á mil. La mañana está calurosilla, prosiguió dirigiéndose á Clemencia; el sol está que echa chiribitas, aunque estamos en febrero. Ya se acerca San Matías, marzo al quinto dia: entra el sol por las umbrías y calienta las aguas frias. Ea pues, con Dios id, y con Dios volved. Si tiras á la izquierda, verás qué bueno está mi cebadal, pues febrero saca la cebada de culero.

Clemencia y las niñas anduvieron algun tiempo por el campo, y entraron despues en un camino encajonado entre altos vallados de pitas, á cuyos piés nacian espesas é intrincadas las zarzas, las esparragueras, las madre-selvas, las pervincas, entre las cuales asomaban las amapolas sus encendidas y encarnadas caras con su ojo negro, y los candiles de vieja sus jorobas.

En el mismo vallado se levantaban dos altos pinos; á su sombra se sentó Clemencia con su pequeño séquito á descansar, oyendo el suave murmullo de sus sonoras cimas, que tan indefinible encanto tienen, que ora suena triste y lejano como un eco que repite debilitado el hondo y melancólico suspiro del mar, ora vago y misterioso, como á veces suenan indefinidas voces en el corazon.

La niña mas chica traia un pájaro.

— Señorita, dijo la mayor, Aniquilla está lastimando á ese pájaro que aprieta con la mano.

— ¡Que no! repuso la chica; no tengo la mano apretá, sino aflojá.

— ¿Sabes lo que es un pájaro? le preguntó Clemencia.

— Sí, contestó Mariquilla.

— ¿Pues qué son?

Los pájaros son clarines
Entre los cañaverales,
Que le dan los buenos dias
Al sol de Dios cuando sale.

— Es cierto, dijo sonriendo Clemencia; pero son tambien animalitos de Dios.

— ¿Y no se deben matar los animales?{123}

— No; á no ser necesario: y entónces, dándoles el ménos tormento posible. En lo demas, Dios que les dió la vida, que se la quite. Suelta ese pajarito, Aniquita; que harás una obra de caridad.

La niña titubeaba.

— Suelta ese pájaro; que lo manda la señorita, le dijo su hermana la mayor.

— Si tengo la mano abría, y no se quiere ir...

Clemencia le estendió la mano, y el pajarito se voló alegremente.

— ¿No te bastaba, dijo Clemencia á la niña, el que te dijese que harias una obra de caridad? ¿No sabes que la caridad es la primera de las virtudes, y se estiende sobre todo lo que sufre, como el sol de Dios por el mundo entero?

— La caridad es dar limosna, ¿no es verdad, señorita? preguntó la mayor.

— Por supuesto, la limosna es uno de sus efectos; y así hijas mias, dad, dad sin pararos; que con el corazon en la mano, se pinta á la Caridad, porque vacías ya, no tienen otra cosa que dar.

— ¿Y el que no tiene nada? dijo la niña.

— Raro es el que no halle otro mas desdichado que él, á quien pueda dar algo, por poco que sea; y lo poco en el que tiene poco, y la intencion en quien no tiene nada, consuelan al pobre y agradan á Dios. Y para convenceros de ello, os contaré un ejemplo.

Las niñas se pusieron á escuchar con esa ansiosa atencion con la que los niños absorben las primeras nociones que sobre las cosas se les dan, y los primeros sentimientos que en sus ánimos se imprimen.

Los pinos se pusieron á susurrar aun mas suavemente, pareciendo imponer silencio á la naturaleza con su dulce ceceo para oir la palabra de Dios; y hasta los pajaritos bajaron de rama en rama como para venir á escucharla.

Clemencia habló así:

— «Habia una reina tan buena y tan virtuosa, que atendiendo á la gran mision que Dios le diera poniendo el cetro en sus manos, solo pensaba en hacer virtuosos, religiosos y{124} felices á sus vasallos, ciñendo así á sus sienes una corona mucho mas bella que la de oro que le diera su herencia, y estampando de esta suerte su nombre en el corazon de sus vasallos, para que la bendijeran, y en el libro de la historia, para que las generaciones la admirasen; porque un buen rey es para los pueblos un beneficio de Dios, como uno malo es un castigo. Esta reina, pues, bien criada en la enseñanza de Dios, sabia que estaba en su alto puesto para dar con su ejemplo una gran leccion á sus vasallos, y con su virtud decoro al trono y respecto á su persona. Iba á los hospitales y casas de beneficencia á vigilar por el bien de los infelices; gastaba sus rentas en grandes empresas para la prosperidad del país que Dios le habia dado á regir, ocupando y dando por ese medio pan á muchos infelices. Respetaba mucho á los sacerdotes, al mismo tiempo que encargaba á los obispos, los amonestasen severamente á ser los mas santos de los hombres. Así era bendecida por todos como una madre, y adorada como un ángel.

Estableció esta gran reina un premio, para aquel que en el año transcurrido hubiese hecho la mayor obra de caridad, pensando con razon que era esta una gran enseñanza práctica al alcance de todas las inteligencias.

Cuando todos se hubieron reunido y la reina estaba como jueza en su trono, se acercó uno, y dijo que habia labrado en su pueblo un hermoso hospital para los pobres. El corazon de la reina se llenó de gozo al oir esto, y preguntó si estaba concluido. — Sí señora, contestó el interrogado, solo falta ponerle en el frontispicio la lápida con letras de oro, que diga por quién y cuándo se labró. La reina le dió las gracias, y se presentó otro. Este dijo que habia costeado á sus espensas un cementerio en su pueblo, que de este carecia. Alegróse la virtuosa reina, y le preguntó si estaba concluido, á lo que contestó que solo faltaba rematar el hermoso panteon que en el centro estaba construyendo para él y su descendencia. Dióle gracias la reina, y se presentó una señora, que dijo habia recogido una niña huérfana que se moria de hambre, y la habia criado, dándole lugar de hija.—¿Y la tienes contigo? preguntó la reina. — Sí señora, y la{125} quiero tanto, que jamas me separaré de ella; es tan dispuesta, que cuida de toda la casa y me asiste á mí con cariño y esmero. Celebró grandemente la reina esta digna obra de caridad, cuando se oyó un tropel entre las gentes, que se desviaban dando paso á un niño mas bello que el sol. Arrastraba tras sí á una pobre vieja estropajosa, que hacia cuanto podia para deshacerse y huir de aquel lugar tan concurrido.—¿Qué quiere este bello niño? preguntó la reina, que no cerraba sus oidos, que eran mas de madre que de soberana, á ninguno que deseaba hablarle. — Quiero, contestó el niño con mucha dignidad y dulzura, traer á Vuestra Majestad á la que ha ganado el santo premio que habeis instituido para la mayor obra de caridad.—¿Y quién es? preguntó la reina. — Es esta pobre anciana, contestó el niño.— ¡Señora! clamó la pobre vieja, toda confusa y turbada, nada he hecho, nada puedo hacer: soy una infeliz que vivo de la bolsa de Dios. — Y no obstante, dijo el niño con voz grave, has merecido el premio. — Pues ¿qué ha hecho? preguntó la noble reina, que ántes de todo queria ser justa. — Me ha dado un pedazo de pan, dijo el niño. — Ya veis, señora, esclamó apurada la anciana, ya veis, ¡un mendrugo de pan! — Sí, repuso el niño; pero estábamos solos, y era el único que tenia. La reina alargó conmovida el premio á la buena pordiosera, y el niño, que era el Niño Dios, se elevó á las alturas, bendiciendo á la gran reina, que daba premios á la virtud, y á la buena y humilde anciana que le habia merecido.

Así veis, pues, hijas mias, que el mérito no está en el mas ó ménos valor de la obra, sino en las circunstancias y en los sentimientos con que se hace; y que un pedazo de pan para el que no tiene otra cosa, y hasta se lo quita de la boca para darle, es mas aun á los ojos de Dios que ve los corazones, que una obra sonada y celebrada, que consigo lleva su recompensa.»{126}

CAPITULO V.

Apénas se habia concluido la narracion, cuando de léjos se oyeron discordes y confusos gritos. Clemencia puso el oido. Las voces eran muchas, y herian de cuando en cuando el aire estridentes silbidos.

— ¿Qué es esto?... dijo Clemencia poniéndose en pié.

— ¿Qué ha de ser? opinó Mariquilla, los pícaros de los chiquillos del lugar que andarán de tuna.

— No son estas voces de muchachos, repuso Clemencia, cuyo corazon latia fuertemente, al oir acercarse en aquella direccion la gritería; me temo...

No acabó la frase, porque una voz distinta ya, á la vez ronca, exaltada y azorada gritó:

— ¡Eh, toro!

Un espantoso temblor se apoderó de la infeliz Clemencia, miéntras que las chiquillas, dando gritos de terror, la rodearon colgándose de sus vestidos.

Clemencia volvió en torno suyo sus ojos estraviados, por ver si algun medio de salvacion se le presentaba; pero ninguno ofrecia aquel lugar.

El vallado alto, espeso, no interrumpido, se alzaba á ambos lados del camino como una muralla vegetal, coronada por las puas de las pitas, como las de mampostería lo están por puntas de hierro; el camino, mas hondo que el vecino campo, encajonado y preso, se prolongaba indefinidamente á la izquierda; por la derecha sonaba la alarma.

Ademas, ¿cómo huir, cómo correr, cuando la infeliz apénas podia tenerse en pié? ¿Cómo abandonar á las dos criaturitas, que se asian á ella como á su tabla de salvacion? Y aunque lo hubiese intentado, ¿cuánto habria tardado en alcanzarla la fiera en su veloz corrida?

— ¡Estamos perdidas! gimió la estremecida Clemencia cruzando las manos. ¡Madre mia de las Angustias, apiádate de nosotras! ¡Alcanza un milagro en favor de tu devota y de estas inocentes!... ¡qué grande es tu piedad, y grande tu valimiento!

La algazara se acercaba; ya sonaba sobre la tierra dura{127} el seco ruido de las herraduras de los caballos en su carrera. Los silbidos y descompuestas voces penetraban como clavos la trastornada cabeza de Clemencia, que permanecia inerte como la imágen del espanto.

En este instante apareció á la entrada del callejon, alta la cabeza, y moviéndola en bruscos movimientos de uno á otro lado, como incierto sobre la direccion que habia de seguir, el toro, esa fiera tremenda que con tanto esmero se hace embravecer para solaz y diversion de hombres, que al salir de la que les brinda, ¡harán discursos ó escribirán artículos pomposos en loor de la cultura, del modo de moralizar al pueblo y dulcificar las costumbres! Clemencia yerta é inmóvil, se apoyaba en la loma del vallado; la situacion era espantosa. Hubieran podido salvar á Clemencia acosando al toro en otra direccion; pero nadie sabia que allí estuviese, oculta como se hallaba por el vallado.

En este momento el perrillo de la niña se puso á ladrar. Entónces el toro miró á aquel grupo; esto decidió su vacilante intencion, y... partió hácia él.

Clemencia cerró los ojos y nada vió; pero oyó ruido á espaldas del vallado, un fuerte golpe en el suelo, una llamada al toro; se sintió agarrada y sopesada por unos brazos vigorosos, cogida entre las zarzas por unos puños de hierro, y atraida al opuesto lado del vallado, donde cayó en tierra.

— ¡Las niñas! gritó con angustia. Pero una despues de otra cayeron á su lado, tras ellas saltó un hombre; este hombre era Pablo, Pablo, sereno y tranquilo, como el poder que brilla en acciones, y no se ostenta ni altera en palabras.

A Pablo le habia sido indicada la direccion que habia seguido Clemencia, cuando la voz que cundió de haberse desbandado un toro, alarmó la poblacion. Seguido del aperador del cortijo, ambos bien montados, cortó por campo atraviesa, para registrar el peligroso camino.

Llegaron en el momento en que el toro, incierto aun, vacilaba. Pablo se echó del caballo, cogió su capa, y saltó al camino, haciendo para el efecto hincapié en una escrescencia que tenia el tronco de uno de los pinos, con grave riesgo de lastimarse en su atrevido salto.{128}

Presentó la capa al toro, que se paró al ver caer de repente ante sí aquel inesperado antagonista. El toro partió á él, y Pablo le lió con admirable tino y destreza su capa en las astas; y miéntras el animal cegado trabajaba por desasirse de ella, Pablo con vigor y rapidez, levantaba en alto á la anonadada Clemencia, que recibia el aperador en sus robustas manos; hacia lo mismo con las niñas, y se valia á su vez de la mano salvadora del fiel criado, para ponerse en salvo.

— ¡Pablo! esclamó Clemencia, prorumpiendo en un torrente de lágrimas.

— Calla, murmuró este á su oido.

Aun no habia pasado el peligro.

Siguió á estas palabras un profundo silencio, en que no se oian sino los resoplidos de la fiera, de la que solo les separaba el vallado, detras del cual batallaba por desprenderse de la capa. Una vez libre del estorbo que le cegaba, podria el toro en lugar de seguir adelante, retroceder y volver á hallarse en campo raso, á poca distancia de ellos.

Mas un ruido monótono y sonoro se oye de léjos en uniforme cadencia, y se viene acercando.

— ¡Somos salvos! murmuró Pablo al oido de Clemencia.

Eran los cencerros de los cabestros, que requeridos por el ganadero, venian á recoger al toro. Poco despues entraban en el callejon con su uniforme trote, y el toro, mas cuerdo que los hombres, los seguia, pesándole una emancipacion estéril, de que tan mal uso hacia, y que tan poca ventaja le reportaba.

Poco despues el ruido de los cencerros, á la vez tan melodioso, tan aterrante y tan consolador, se fué perdiendo y alejando, á la par que el peligro; al fin no se distinguió, reduciéndose su sonido á un vago, lejano y grave rumor.

Clemencia, trémula y temblando, caminaba, mas que asida, colgada del brazo de su salvador.

— Pablo, le decia con débil voz, no te doy las gracias, porque hablar no puedo; me has dado mas que la vida; me has libertado de la mas espantosa de las muertes. ¡Oh! ¡y qué frias son cuantas espresiones de gratitud han inventado los hombres, para que te pueda yo espresar lo que siento!{129}

En este momento llegaban varios hombres bien montados, armados de garrochas. Seguíales tirado por cuatro mulas el barrocho, en el que se veia á D. Martin gesticulando y gritando desatentadamente. Cuando alcanzó á Clemencia, mandó parar, y la recibió en sus brazos; bien que la infeliz no podia hablar, y permanecia llorando é inerte, recostada en el pecho de su padre. El aperador Miguel Gil contaba á gritos lo ocurrido, al estático y embriagado auditorio.

— ¡Sí, sí! esclamaba entusiasmado D. Martin, — Pablo es todo un hombre. Bien podrá no tener habla de abogado; pero en tratándose de manos á la obra, ahí está él. En jarabe de pico no está ducho; pero en cuanto á guapezas, muestra,—¡por via del Dios Baco! — la sangre de los Guevaras. ¡Ea, viva Dios! Sí, sí, Pablo, te luciste, ¡caracoles! Todos pueden charlar y mangonear; pero lo que tú has hecho, no lo hacen sino los hombres de pelo en pecho.

— Ea, á casa, á casa; y ¡por los aires! añadió dirigiéndose al cochero; que esta niña se me desmaya, y es preciso sangrarla sobre la marcha.

— Hija, dijo Doña Brígida cuando llegaron, ¿no te dije que el campo era para los lobos? Gracias infinitas al Señor, de buena has escapado.

— Y á la bendita Señora de las Angustias, á quien me encomendé, madre, repuso Clemencia.

— Mañana mismo, hija, se le hará una funcion de gracias, repuso Doña Brígida.

— Sin olvidar las que le debes á Pablo, dijo Don Martin, á quien allí y en momento tan oportuno guió la Señora; lo que ha sido una providencia: ¡no hay nada sin Dios!

En seguida contó á su mujer lo ocurrido.

— ¡Si Pablo es mas noble que el oro! dijo con espresion Doña Brígida, gastando esa hermosa voz, á la que en los pueblos se da un sentido mucho mas lato que en el lenguaje moderno, en el que solo espresa una calidad; pero entre las gentes del campo es su significado como la esencia de todas las demas buenas calidades.

— Lo que Pablo ha hecho, padre, repuso Clemencia, es mas que una heroicidad; es una abnegacion de sí mismo.{130}

— Sí, sí, merece una corona, dijo D. Martin; pero como no la tengo, lo que te doy, Pablo, es el potro ruano Andaluz, para que le luzcas á él, como el mejor caballo de por estas tierras, y él te luzca á tí, como el mejor jinete y el mas guapo de los mozos de Andalucía.

— ¡Señor! esclamó Pablo, de manera alguna admito ese potro, que es el mejor que teneis.

— Oyes, ¿y cuándo has visto tú que lo que yo regalo sea lo peor? repuso su tio. ¡Pues tendria que ver!... ¿Y en quién ha de estar mejor empleado; me querrás decir?

— Por Andaluz os darán en feria cuarenta mil reales, tio.

— Mas que me dieran cuarenta mil pesos, no sale Andaluz de casa; ese es para tí. He de tener el gusto de que nadie le caliente el lomo sino tú, ¿estás? No ha de enseñorearse Andaluz, por via del Dios Baco, sino con un Guevara. ¡Vea Vd.! ¡Andaluz, que hace polvo en un lodazal!

— ¡Qué temeridad! decia el Abad, y este increible arrojo las ha salvado á las tres! Pablo, das razon á un antiguo refran escoces, que dice que lo mas prudente es el valor.

— ¡El demonio se pierda! esclamó D. Martin. ¡Y que no supiera yo ese refran! Es decir, sabia el sentido, pero no lo sabia enversado; no se me olvidará.

— ¡Esponerse de esta suerte por un éxito tan dudoso! prosiguió el Abad. ¡Oh noble y ciego ímpetu de la juventud!

— De todas maneras la salvaba, tio, repuso Pablo.

— Así, así, esclamó D. Martin; así se hacen las hazañas, esponiéndose; si no, no lo son; ¡toma, toma! Señor Abad, á costa de su pellejo, Francisco Estéban fué guapo. A tanto se espone el cuerpo como padece el alma.

Juan y su hija se habian abalanzado á las niñas, que estrechaban en sus brazos y cubrian de lágrimas; mas ahora se precipitaron hácia Pablo, abrazándole y besando sus manos con ese entusiasmo de los corazones ardientes, tan espansivo y tan tierno.

— ¡Vaya! esclamaba Juana; que se espusiese así su mercé por salvar á la señorita, que al fin es su prima, ya era una{131} hombrada de las pocas; pero que hiciese lo propio por estas inocentes... ¡mire Vd. que para eso es preciso tener esa bondad tan buena del señorito! ¡Vaya, si esto es de lo grande, de lo santo, de lo sonado!

— Sí, sí, añadia D. Martin, esto va á ser mas sonado que las narices. A este Pablo, no solo no le arredra nada, pero ni le perturba. En su vida de Dios se le van las marchanas; así es que en llegando la ocasion, como ha sucedido hoy, hace cosas tan grandes que al rey le llaman de tú.

— Señorito, decia la madre de las niñas, mas tienen que agradecerle á su mercé mis niñas, que á mí que las parí. ¡Dios se lo premie tanto como yo se lo agradezco!

Pablo se apresuró á sustraerse, alejándose, á las muestras de admiracion y de gratitud de que era objeto.

Entró en esto precipitadamente la tia Latrana, que era una vieja y osada pordiosera, que de continuo asediaba á D. Martin, la que con gemidos y lágrimas se abalanzó á Clemencia; pero como era muy pequeña, y Clemencia era mas bien alta, no pudo por fortuna pasar el abrazo de su cintura.

— ¡El demonio se pierda! dijo D. Martin, que estaba demasiado alegre para enfadarse; no hay procesion sin tarasca. ¿A qué viene Vd. aquí, tia singuilindango?

— Pues ¿no habia de venir, señor, á ver á mi señorita de mi corazon, que la quiero como si la hubiese parido, que es tan modosita con los pobres de Dios, y á la que en su vida se le oye ni un mal haya? ¡no como otros ricos que son mas ásperos que aceitunas de acebuche! — Y vengo tambien, Señor D. Martin, para que me dé su mercé un poco de pan y de vino, para ponerme un reparito en el estógamo, pues con la alegría me se ha escompuesto.

— ¿Que se le ha descompuesto á Vd. el estómago con la alegría? ¡Por via del demonio malo! Pues para contrapeso, lo mejor es darle á Vd. una pesadumbre, y verá Vd. cómo entra en caja. ¡Habráse visto tal fanganina!

— Pues sí, Señor D. Martin, que lo mesmo es una alegría que un pesar para estrépito del cuerpo.{132}

— No es sino que es Vd. mas pedigüeña que un demandante, y nada le basta; el dinero que se le da, es como un puñado de moscas en un cerro en dia de levante; siempre está Vd. hecha la esencia de la necesidad; nada le luce.

— ¿Cómo me ha de lucir, señor? Ningun perro lamiendo engorda; el pan que me da hoy su mercé, ¿acaso me ha de apaciguar el hambre de mañana? ¡Ay, Señor D. Martin, el hambre tiene cara de hereje!

— Se parecerá á Vd. En honra de la salvacion de mi hija, y en gloria de la guapeza de mi sobrino, habia pensado darle á Vd. un duro, dijo D. Martin, dándole una peseta.

— ¿Y los diez y seis reales que faltan, Señor Don Martin? Esos me los deberá su mercé, dijo con alegre ansia la vieja.

— Pídaselos Vd. á la gran insolente de su lengua que se los ha robado, pues en poniéndose á charlar, no hay respetos que no atropelle: ¿está Vd. enterada, tia raspagona? dijo D. Martin volviéndole la espalda, — sepa que de la mano á la boca se pierde la sopa.

— ¡Vaya! por poco se ha incomodado su mercé, murmuró la tia Latrana al irse; pues al Santo que está enojado, con no rezarle ya está pagado.

CAPITULO VI.

No conocia D. Martin el cambio que por grados se habia efectuado en Pablo, ni era capaz de comprender el punto de cultura á que le habian ascendido la enseñanza de los libros, la direccion de su tio y la influencia del amor hácia una mujer como Clemencia. Los primeros habian enriquecido su entendimiento; la segunda formado su juicio y su gusto, y el tercero ennoblecido y afinado sus sentimientos, dotes que unidos forman la cultura de alta esfera de que muchos presumen y á que pocos alcanzan. Así era que seguia ejercitando en{133} él su facundia, benévolamente denigrativa; era este un desahogo natural en D. Martin, de que todos eran víctimas, ménos su mujer, su hermano y su Malva-rosa.

Pero con quienes esto subia á su apogeo, era con las viejas pordioseras, las que tenian á D. Martin constantemente sitiado. Habíalas entre estas sumamente insolentes, y los coloquios entre ellas y D. Martin eran seguramente dignos de haber sido recogidos por un taquígrafo.

Figuraba entre las primeras una tia Latrana que ya conocemos, á quien D. Martin no podia sufrir por lo osada, exigente y desagradecida; lo que no impedia el que siempre la estuviese socorriendo. Llamábala D. Martin la baratera de las viejas de Villa-María. Era este femenino Cid, chica, delgada por naturaleza, y enjuta á un tiempo por su mal genio y por los años. Tenia los ojos tiernos, pero la mirada arrogante; su boca se habia sumido como para hacer mas notable la prominencia de su picuda nariz, que era de aquellas de que se suele decir que pueden servir para sacar espinas.

Databa la ojeriza que la tenia D. Martin, de una ocasion en que un sobrino de ella, que era un calavera de lugar, muy listo, muy despierto, vicioso y pendenciero, habiendo caido soldado, habia venido su tia á empeñarse con D. Martin para que lo libertase; en cuya ocasion tuvieron el siguiente diálogo:

— Señor, dijo la tia Latrana, haciendo las mas espantosas muecas y dando los mas furibundos soponcios, á mi Bernardo le ha tocado la suerte.

— Que manden repicar, contestó D. Martin.

— Señor, no sea su mercé asina, y tenga compasion de su prójimo. Me envía aquí el alma mia á decirle á su mercé que le dé los dineros para pagar un préfulo; mas que sean prestados; que él se los pagará á su mercé con puntualidad en cuantito saque á la lotería.

— ¡Miren la hipoteca! Vaya con el mostrenco ese, que es como los plateros, que barren para adentro! de casta le viene al galgo el ser enjuto y rabilargo. ¡Vea Vd., prestados! Todavía me está Vd. debiendo el dinero que me pidió para sembrar el habar; ¿y ha soñado Vd. acaso en pagármelo?{134}

— Señor, el que no tiene, ni paga ni niega.

— ¡Hola!

— ¡Pues si es verdad, señor!... al que no tiene, el rey lo hace libre.

— Pues en cambio, al que no tiene, le hace el rey soldado; ainda mais; su sobrino de Vd. no tiene oficio ni beneficio; es un vago, no es del campo ni del lugar; á esos flojonazos costillones, que se pasan la vida sosteniendo las esquinas, les viene la casaca como el aceite á las espinacas.

— ¡Flojonazo mi Bernardo! ¡Señor! Pues si es mas vivo y mas dispuesto que un ajo.

— Sí, sí; señor Corrin, que corriendo va, que siempre corriendo y nunca hace na.

— Señor, no se chancee su mercé; sino vea de libertármele, como hizo con el hijo del tio Gil.

— ¡Yo libertar á ese arrapiezo! ¡En eso estaba pensando! ¿Y va Vd. á sacar á Gil, que es criado honrado de la casa desde que Adan pecó? Pues dígole á Vd.... Bastante me cuesta Vd. ya con cada enfermedad que le costeo, que canta el misterio.

— Señor, por eso no se apure su mercé, que ahora estoy tan buenecita y tan gordita...

— ¡Gorda, sí! Parece Vd. el espíritu de la glotura.

— Señor D. Martin, considere su mercé que mi sobrino, el probecito, está malito de la desazon.

— Mejor; que hijo malo, mas vale doliente que sano.

— Señor, á borrica arrodillada no le doble Vd. la carga. Crea su mercé que mi niño tiene el pecho desgarradito de suspirar y en la carita surcos de llorar.

— No me venga Vd. con aleluyas. ¡Ya!... el burro que no está hecho á albarda, muerde la atafarra.

— Señor, su mercé que es tan buen cristiano, tan caritativo..., que es el paño de lágrimas de los desdichados...

— No me venga Vd. con gatatumbas.

— El hijo de mi alma, no tiene chichas para el servicio del rey; es endeblito.

— ¡Endeblito! ¡Por via de sanes! Y tiene un rejo como un toro.{135}

— ¡Si lo viera su mercé! ¡Está tan escuchumisado, tan flaquito!

— Sí, sí; lo que está es rajado de gordo.

— Pero, señor, es muy pulido y muy fino para pisar lodos.

— ¡Fino, sí!... Si lo apalean, echa bellotas. ¡Fino! ¡Vea Vd., que se zamarrea de ganso!

— ¡Ganso! ¿Mi Bernardo ganso? Si es un moralista, señor.

— ¡Moralista! ¿Y qué es un moralista, tia sátira?

— Es un estudiante de estudios muy hondos, que se aprenden en un libro que se llama el moral.

— No diga Vd. sinfundos, tia sabijonda; moral no es ningun libro.

— ¿Que no? ¿pues qué es, señor?

— La moral es una buena doctrina sin Dios, como dice mi hermano el Abad.

— ¿Sin Dios?... ¡Ave María Purísima, señor!

— Pues sí señora, por eso es para el entendimiento; así como la doctrina con Dios es para el alma. Entérese Vd. para que no vuelva á decir despropósitos en tono de sentencias.

— Pues sea la que fuere la doctrina, mi Bernardo sabe latines y estudiaba para escribano, y lo hubiese sido, sino hubiesen faltado los cuartos.

— ¡Ya! porque tuvo Vd. presente aquello de:

Pájaros con muchas plumas
No se pueden mantener;
Los escribanos con una
Mantienen moza y mujer.

— Ello es, señor, que mi Bernardo sabe mas que Séneca.

— Mas valiera que se hubiese atenido al arache y al cavache.[5]

— Pues yo he querido que aprienda, señor, que el saber no estorba; y que siempre se ha dicho que el pobre puede{136} ser rico, y el rico no compra ciencia; eso no quita que el hijo mio sea un pan de rosas.

— ¡Sí, un pan de rosas! ¡Por via del atun salado! ¡Con un genio bragado y pintado por el lomo! ¡Pan de rosas! que cuando no está preso lo andan buscando; y al que el año pasado se le formó causa por una riña, y en este por una pendencia.

— Falsos testimonios que le han levantado, señor; lo que tiene es que unos echan agua en caldera y no suena; y otros en lana, y suena.

— Se le cogió fragantelito, yo lo vi.

— Eso fué allá en años témporas. ¿A qué, sin venir á cuento, saca su mercé titulitos de ayer? Cada uno en este mundo tiene su ventanita, los unos grande, los otros chica.

— Lo he sacado para decirle que se largue su pan de rosas de sobrino de Vd.; y cuanto ántes mejor; y que Dios le ayude y á nosotros no nos olvide.

— Señor, crea su mercé que mi sobrino es una prenda; lo crió Dios con mucha atencion; y sobre todo, Señor D. Martin, es mi ayuda.

— ¿Qué habia de ser ese mamanton su ayuda, cristiana? Es la cuerda que la ahorca. Déjelo Vd. ir bendito de Dios.

— ¡Ay! no señor; que vale mas comer grama y abrojos que traer capirote en el ojo. Con que... ¿nada hará su mercé por ese desdichado?

— Desearle buen viaje.

— ¡Señor, hágalo por Dios, que es buen pagador!...

— De obras buenas, tia Cansina.

— ¡Señor, por María Santísima!...

D. Martin se puso á talarear en tono de bajon, acabando por imitar el toque del tambor:

¡No hay remedio! ser soldado
y marchar al batallon,
en que avivan á los flojos
con el pan de municion.
Rrrrrran, tan, plan, plan:
un cabo loco te amansará.
{137}

— Entónces, señor, dijo abispada la tia Latrana, ¿á qué le sirven á su mercé esos dineros?

— ¡Caracoles con la rala de la vieja esta! esclamó colérico D. Martin. ¡Pues qué! ¿se ha pensado Vd., so insolente, que me habrán dejado mis abuelos mis mayorazgos para invertir sus rentas en sostitutos para los vagos y macarronos de Villa-María? Ea, déjese de cuentos; deje ir al moralista de su sobrino á que aprienda disciplina, que lo hará mas liberal que no aprender las letras, que ha de tener él siempre gordas como cochinos cebados; que con viento se limpia el trigo, y los vicios con castigo; y déjeme Vd. el alma en paz, que si no... perdemos las amistades.

— El amigo que no da y el cuchillo que no corta, que se pierda, poco importa, dijo entre dientes la tia Latrana.

— ¿Qué está Vd. ahí musitando? preguntó D. Martin.

— Nada, señor; sino que si mi sobrino se muere ó le matan, no quisiera yo estar en el pellejo de su mercé, que lo habria podido remediar, y no lo ha hecho. El que da un mal rato, no lo espere bueno.

Y la tia Latrana se alejó, redoblando sus alharacas.

— A Vd., es preciso matarla ó dejarla, le gritó furioso D. Martin; pero un dia acabará Vd. con mi paciencia; y mas que sea Vd. hembra y pobre, si vuelve Vd. á dar rienda suelta á esa lengua que se le debia caer de un cáncer... como soy Martin, que le tiro á la cabeza lo primero que me caiga á las manos: ya está Vd. prevenida, tia farota.

Con este antecedente, comprenderá el lector que cuando fué Clemencia, en quien tenian los pobres una eficaz intercesora, á hablar á D. Martin en favor de la tia Latrana, no le hallaria tan dispuesto á complacerla como solia estarlo.

— Padre, le dijo una mañana, ahí está la tia Latrana, que quisiera hablaros.

— Díle que estoy sordo, contestó D. Martin.

— ¡Si nunca lo estáis cuando los pobres os necesitan!

— Pues lo estoy para esa picaronaza y para todos los suyos; porque la madera de los Latranas ni para tacones es buena.

— ¿Qué os han hecho los pobres esos?{138}

— ¿Qué me han hecho? ¡pues no es nada! La descocada esa, que pide mucho y no agradece nada; y que es como la ballena que todo le cabe y nada le llena; si no se hace lo que pide á modo de apremio, se pone hecha un basilisco. Sábete que la tia sátira esa, porque no le libré de soldado á un sobrino suyo mas malo que Geta, se me desvergonzó en mis barbas, y á mis espaldas me puso mas bajo que un caño. Porque así sucede: hazme ciento, márrame una, y no me has hecho ninguna.

— Pero, padre, la pobrecita tiene tanto empeño...

— Y tú tambien, Malva-rosita: ¿no es eso? Vamos, que entre esa vision; aunque hacerle bien es lo mismo que lavar los piés á un burro.

Clemencia fué á avisar á la tia Latrana, que le dijo al verla venir:

— Por fin, señorita, vino su mercé: D. Martin no tuvo presente, «que hambre y esperar hacen rabiar.»

— Vaya, ¿qué se ofrece, pozo airon? preguntó D. Martin á la tia Latrana al verla entrar compungida. ¿A qué se viene Vd. amparando de mi hija? Vd. no necesita vejigas para nadar, ni mas padrino que su descaro.

— Señor, mi comadre la tia Machuca me envía aquí á decirle á su mercé que la probecita está muy malita; por si su mercé le quiere dar para un pucherito, respondió la vieja.

— ¿Viene Vd. á pedir para la tia Machuca? No lo estraño. Tal para cual; Pedro para Juan. Esa es otra pejiguera como Vd., y ambas peores que la Perala, que era cada dia mas mala.

— ¡Jesus, señor! que tiene su mercé hoy la lengua desbocaa. ¡Vea Vd.! ¡mi comadre que está mas recogida á buen vivir que una cuaresma!

— ¡A buen tiempo! ¡Vaya! la carne para el diablo; los huesos para Dios.

— Ello es, Señor, que eifica.

— ¿A quién?... ¡á mí no!... que lo que tiene es la cruz en el pecho y el diablo en los hechos. Pero en fin, la limosna no se hizo solo para los buenos; vaya una peseta para el pucherito. Malva-rosita, dí que le den garbanzos y tocino:{139} ahora lárguese Vd. con viento en popa, y no vuelva hasta que yo la llame: ¿está Vd.?

— Sí señor, y Dios se lo pague á Vd.

Y la vieja desapareció con una ligereza juvenil.

Al dia siguiente se apareció tan cari-pareja la tia Latrana.

— ¿No le dije á Vd. que no volviese hasta que yo la llamase? esclamó impaciente D. Martin.

— Sí señor, sí señor; pero escúcheme su mercé. La tia Machuca está peor, repuso la embajadora.

— Le hacia daño el puchero.

— No señor; pero el méico le ha mandado una bebida con manesia cansinada, y el judío del boticario no quiere darla si no le llevo seis reales.

— Tome Vd. los seis reales; que se los doy por tal de no verla.

Al dia siguiente se repitió la misma escena.

— ¿Otra te pego? esclamó D. Martin. ¡Pues no es mala mosca de caballo esta!

— Señor, repuso la tia Latrana sin dejarse intimidar, á mi comadre la han mandado administrar.

— Al cura con eso.

— Pero son precisas unas velitas, para adornar el altar.

— Tome Vd. para las velitas y toque de suela, precipitada y definitivamente.

Pero al dia siguiente se halló D. Martin ante sus narices, como llovida del cielo, á la tia Latrana, con aspecto fúnebre.

— Tia Latrana ó tia Letrina, esclamó el señor.—¡Vd. se ha empeñado en acabar con mi paciencia, caracoles!

— Señor, dijo esta con voz lúgubre, murió mi comadre.

— ¡Aleluya! requiescat in pace. ¿A qué, pues, viene Vd. ahora?

— ¡Señor, por lo mismo!... para que haga su mercé la caridad de pagarle el entierro.

— ¿Esa tambien? Vamos, eso lo hago con gusto; así me dé Vd. pronto ocasion de ejercer la misma obra de misericordia con Vd. Y ahora pues, tia Barrabas, hasta el valle de Josafat.{140}

¡Vana ilusion! porque á la mañana siguiente se apareció la tia Latrana cuando ménos se pensaba.

— ¡Qué es eso! esclamó D. Martin atónito. ¿Vd. por acá? es Vd. peor que una terciana doble; ¡caracoles con Vd.!

— Señor D. Martin, vengo porque mi comadre...

— ¿Qué es eso de mi comadre? dijo estático D. Martin.

— Señor, la probecita...

— ¿Qué me viene Vd. con la probecita? ¿pues no se murió?

— Sí señor, pero...

— ¿Qué peros ni qué camuesas? ¿pues no la pagué el entierro?

— Sí señor, pero...

— ¡Qué peros ni qué demonios! Coja Vd. el portante.

— Sí señor: ya voy; pero... es que...

— ¿Es qué? ¡Reviente Vd.! que me ha metido en curiosidad.

— ¡Es que resucitó!

Clemencia y Pablo soltaron el trapo á reir en sonoras carcajadas; pero no así D. Martin, que se puso furioso.

— Oiga usted, so embrollona, gritó, ¿y me viene usted quizas á pedir para el cordero de Pascua de Resurreccion? ¡Pues qué! ¿no hay mas que hacer los pobres burla de esta manera de los ricos, que les dan el pan, que son su paño de lágrimas y sus padres? ¡Habráse visto bruja mas audaz! Como me llamo Martin, que si pudiese andar tan vivo como ántes, la echaba á Vd. de cabeza á la calle; y si ese sobrino mio no fuese tan mandria, ya deberia haberlo hecho.

La tia Latrana, que como sabemos era valentona, y no se dejaba fácilmente intimidar, repuso muy sobre sí:

— Pues sí, señor, resucitó; ¿y eso quién lo puede remediar? El méico dijo que habia sido un cincopiés (síncope).

— Vaya Vd. al demonio con cinco ó seis piés.

— Señor, dice el méico que se le ponga una docenita de sanguisuelas.

— ¡Una docena de culebras de vara y media!

— Señor, si no se le ponen, se muere de una vez.

— A bien que le tengo pagado el entierro.{141}

— Señor, ¿la dejará su mercé morir?

— A bien que resucitará.

— Señor, eso es una falta de caridad.

— ¿Qué es esto, deslenguada? ¡Decirme á mí falta de caridad, cuando hasta adelantadas les tengo pagadas sus necesidades!

— Señor, no me entretenga su mercé; que las sanguisuelas urgen.

— Lo que urge es que se me quite Vd. de delante, y baje el gallo: ¡caracoles! que si fuese usted de alambre, no habria mejor cencerro en toda la campiña.

— Señor, si no me da su mercé el dinero para las sanguisuelas, tendrá sobre su conciencia la muerte de esa bendita.

D. Martin, que era violento y que ya estaba exasperado, cegó y no vió, como dice la frase espresiva y usual; cogió lo primero que se le vino á las manos, que fué un libro que habia estado leyendo Clemencia, y se lo tiró á la vieja diciendo:

— ¡So insolente! no diga la boca lo que pague la coca.

Pablo, que habia visto el ademan de su tio, se abalanzó á interponerse entre el proyectil y el blanco á que iba dirigido; de manera, que el libro que era voluminoso y estaba sólidamente encuadernado, le dió en la cabeza y le hizo una herida. La sangre corrió.

La vieja habia desaparecido.

— ¡Ay Pablo! ¡Pablo! esclamó Clemencia, precipitándose hácia su primo y estancando la sangre con su pañuelo.

— ¡Válgame Dios, Martin! dijo Doña Brígida con su grave y sereno acento; ¡cómo te dejas arrebatar por tu genio!

— ¡Mal hayan mis manos, y mal hayan mis prontos! esclamó consternado D. Martin. Pero, Pablo, santo varon, ¿á qué demonios te metiste por medio?

— ¿Pues no es mejor que todo se quede en casa, tio? respondió sonriendo Pablo, dulcemente conmovido por el interes que le demostraba y los cuidados que le prodigaba Clemencia.{142}

— Que vayan por el médico, gritaba D. Martin. ¡Jesus! Pablo, hijo mio, ¿es cosa mayor? — Que cojan á esa vieja maldita y le den una paliza.—¿A qué te metes á campeon de brujas deslenguadas, Pablo de mis pecados? — Corred por el cirujano, hato de pazguatos, añadió dirigiéndose á los criados que habian acudido: ¡corred de cabeza!—¿Estais de vuelta? — A esa vieja maldita, colgadla por los piés. — Pablo, petate, ¿quién mete el dedo entre la cuña y el tronco?

— El pobrecito lo hizo para libertar á la tia Latrana, observó Clemencia llorando.

— Súmete las lágrimas, Malva-rosa, dijo D. Martin; mira que me apuras, y á él le vas á meter aprension.

— No, no señor, esclamó Pablo; esas lágrimas no me hacen mal, me hacen bien; pero lo que tengo no es nada; tranquilizáos, señor. — Clemencia, añadió á media voz, está pagada la sangre que derramo, y toda ella, con la prueba de interes que me has dado.

Pablo reclinó la cabeza, no sobre el hombro de Clemencia, sino sobre el hombro del criado que estaba mas cercano, y fué acometido de un ligero vértigo.

En este momento se acercó pausadamente Doña Brígida, trayendo en un cajoncito hilas, vendas y cabezales primorosamente doblados.

— ¡Ay madre! dijo Clemencia temblando y agitada, ¡se ha desmayado!... ¡Dios mio! ¿se irá á morir?

— No te aflijas, respondió la señora, esto es un efecto natural de la pérdida de la sangre; la herida ni es grande, ni está en mal sitio.

Llegó en esto el cirujano, que confirmó plenamente lo que habia dicho la señora, y se puso á curar la herida.

Volvia Pablo en este momento en sí, y abria los ojos; pero al ver á Clemencia arrodillada ante él con el rostro angustiado y cubierto de lágrimas, presentándole á oler su pañuelo empapado en vinagre, los volvió á cerrar, temiendo que al despertar se desvaneciese la celeste aparicion, cuya cercanía sentia, y cuyas lágrimas caian sobre sus manos.

— Ahora, dijo el cirujano, es preciso que se recoja y se le dé una sangria.{143}

Se llevaron al paciente; Doña Brígida y Juana le habian precedido para aviar su lecho. Don Martin y Clemencia quedaron solos.

— Me cortaria la mano, dijo el primero, me la cortaria, sí ¡con tal que con el mismo cuchillo cortaran el pescuezo á esa maldita, remaldita vieja!

— No os apureis, padre, repuso Clemencia; pues dice el cirujano que no es cosa de cuidado.

— ¿Quién habia de pensar, prosiguió D. Martin, que esa cabeza de Pablo que yo creia mas dura que el peñon de Gibraltar, fuese mas tierna que una breva?

— ¡Pablo la cabeza dura, señor! esclamó Clemencia. Pablo, el mas condescendiente en su voluntad, Pablo, el mas pronto y apto á la comprension, ¿tener la cabeza dura? ¡Qué error, padre!

— Oye, Malva-rosita, quiéreme parecer que con la achocadura ha puesto Pablo contigo una pica en Flándes.

— Sí, sí, contestó sencilla y sinceramente Clemencia, no lo niego; lo que ha hecho es una noble y generosa accion.

— Malva-rosita, déjate de retumbancias, lo que ha hecho es una borricada. El dia aquel que se puso entre tí y el toro desbandado que se vino al camino, y le lió su capa en las astas, esa sí fué una guapeza de las que hacen los hombres de pro y los caballeros; pero salir á redentor de una pícara vieja desvergonzada, eso no lo hace sino D. Quijote de la Mancha, ó mi sobrino, que es cien veces mas Quijote que aquel.

D. Martin era de aquellos en cuya existencia entra la rutina, como primer agente motor; de esos que cuando una vez han hecho una cosa, la hacen todos los dias sin que se les ocurra hacer otra, y que cuando toman un tema lo siguen aunque su orígen haya caducado. Resultaba de esto que el tema que adoptó D. Martin en vista de la primera impresion que le causó su sobrino, habia llegado á ser inmutable, sin que el cambio que habia en Pablo llegase á modificarlo; y si le hubiesen querido demostrar que existia, habria dicho levantando los hombros: ¡Faramallas! ¿Me querrán hacer creer que pueda dar luces un eslabon de madera?{144}

Antes de recogerse, fué Clemencia á saber cómo seguia Pablo.

— No podia descansar hasta verte, le dijo este; queria decirte que he cuidado de que la pobre por quien te interesabas, haya sido socorrida.

— Pablo, contestó Clemencia, no me habia vuelto á acordar de ella, soy franca; solo he podido pensar en tí, y en que estarás sufriendo por la generosa accion que has hecho, y esta idea me quitará el sueño.

— Pues duerme, Clemencia, tranquila y plácida como el arroyo entre flores, porque cree que nunca he pasado una noche mas dulce que la que voy á pasar.

Clemencia, sin esplicarse el por qué, salió del cuarto de Pablo intranquila y disgustada.

CAPITULO VII.

El interes que Clemencia habia demostrado á Pablo y el calor con que ensalzó su accion, despertaron en D. Martin un pensamiento, que él mismo estrañó no haber tenido ántes: y era el de unir á su hija y á su sobrino.

Pensó que Pablo, — á quien en el fondo queria y preciaba, — Pablo que era un Guevara, que era un gran inteligente en cosas de campo, que tenia buen carácter y escelentes costumbres, Pablo que iba á ser su heredero, era el hombre indicado y mas á propósito para hacer una buena suerte á su Malva-rosa. Consideró tambien que era tiempo de pensar en poner esto por obra, en vista de que si su hermano el Abad y él llegaban á faltar, quedaria su hija sola y desamparada en los mas bellos años de su vida. Lo que mas le halagaba en todo este plan que trazó, fué que Clemencia no se separaria de él; esta razon en que entraba su egoismo, pesaba cien arrobas.

D. Martin era pronto en sus resoluciones y espeditivo en su ejecucion. Así sucedió, que á los dos dias, habiendo sa{145}lido su mujer por haberle avisado su prima la monja que tenia locutorio, dijo D. Martin á Clemencia:

— Ven acá, Malva-rosita: apropíncuate; que tengo que decirte. Há mas de seis años que murió tu marido. ¿No es así?

— Sí señor, contestó Clemencia, á quien este recuerdo impresionó triste y amargamente.

— Cuentas mas de veinte y dos años, y es preciso que pienses en tomar estado, pues al fin no te has de quedar viuda toda tu vida como las de tu jardin.

— Señor, contestó angustiada Clemencia... ¡por Dios!... ¡no penseis en eso! ¿Cómo ni dónde estaré yo mejor y mas contenta que á vuestro lado y al de mi tio?

— ¡Sí! el uno un pochancla y el otro una maula. ¡Buen par de potalas! ¡Buen par de tutelas! El dia ménos pensado cerramos el ojo, y te hallarás sola como el espárrago.

— Señor, ¿no me habeis dicho tantas veces que un alma sola, ni canta ni llora?

— Sí, pero ahora es tiempo de que cante, Malva-rosita.

Clemencia quedó tristemente sobresaltada: nunca se le habia presentado la idea de la falta de sus padres y de su tio. Los jóvenes, por fortuna, nunca piensan en la muerte de los viejos cuando los aman: así fué que calló, pues no se le ocurria qué contestar. D. Martin prosiguió:

— Quiero yo tener el gusto, cuando me muera, de dejarte amparada por un hombre de mi satisfaccion; y ninguno hallo que para ello mas á propósito sea que Pablo, cuyas circunstancias todas son á pedir de boca, á lo que se une la conveniencia de que no nos separaremos, y seguiremos viviendo juntos. ¿Qué dices á eso, Malva-rosita?

Clemencia aturdida y consternada callaba.

D. Martin no alcanzaba que las continuas burlas que hacia de Pablo, si bien podrian no haber impresionado á juicios superiores, y por lo tanto independientes, como lo era el de su hermano el Abad, debian por precision haber influido desfavorablemente en un juicio dócil y juvenil como el de Clemencia.

— ¿No te entra por el ojo el gachon? preguntó sonriendo{146} su interlocutor: ¡ya se ve! mi hijo era mejor mozo; pero este te ha de dar mejor vida. Desengáñate, Pablo es un hombre como son los hombres, un hombre honrado; y quien dijo honrado, dijo caballero. Sabes que dice el Abad, que para tí es un oráculo, que es Pablo una prenda. ¿Qué le hace que no sepa estirarse los picos de la tirilla, hacer el rendibú á la francesa, que no se ponga potingues en la cabeza, ni se eche perfumes en los pañuelos como los mirlifiques de la ciudad, hato de monos, que mas miran en el espejo su repulida persona, que no á las buenas hembras; chisgarabises, que todos quieren ir á mangonear á las cortes,—¡por via de sanes! — sin tener donde caerse muertos, ni saber dónde tienen las narices? ¿Acaso crees tú, chiquilla, que aquellos arrapiezos, pollos piones, harian mejores maridos que Pablo?

— No, señor, padre; nunca he opinado eso, repuso Clemencia, porque nunca he pensado en novios ni en casamiento.

— Niña, eso no es razon; pues la mujer necesita sombra: cuando te falte la mia, quiero dejarte un árbol que te la dé buena. Sépaste que la mujer sola es como hoja sin tronco; el hombre solo es como árbol sin hoja. Si bien á Pablo le falta mucho para ser un real mozo, á bien, Malva-rosita, que te casaremos á la oracion; y que de noche todos los gatos son pardos.

Clemencia, que vió que su suegro se iba á esplayar en un terreno en que su elocuencia era clara como el agua y verde como el apio, se apresuró á interrumpirle diciéndole riendo:

— Padre, casamiento y mortaja, del cielo baja: ¿porqué os ha dado hoy por pensar en el porvenir, que no apremia? Tiempo hay para pensar en eso.

— Pues qué, ¿acaso quieres, niña, que sea tu casamiento como el del tio Porra, que duró treinta años y no llegó la hora?

— ¿No me habeis dicho siempre: Antes que te cases, mira lo que haces?—¿Porqué de repente quereis que me case? ¿Porqué os habeis metido hoy de repente á casamentero?{147}

— ¡Tómate esa y vuelve por otra! esclamó D. Martin. ¿Porqué?... Porque soy tu padre, tio de aquel, dueño de mi caudal, y quiero saber en qué manos le dejo; que deseo sean precisamente las vuestras. Te hablo de casamiento por mirar por tu conveniencia, y porque ese casamiento es vuestro bienestar mutuo; lo digo porque lo deseo, y porque no te has de pasar toda tu vida sola como el espárrago.

La pobre Clemencia estaba llena de angustia; sentia un escesivo alejamiento respecto al enlace que le proponian; pero echándose en cara ese inmotivado sentimiento de desvío como un capricho poco cuerdo, como una indocilidad sin disculpa, contestó la suave jóven:

— Cuanto me pidais haré á ojos cerrados.

— No á ojos cerrados, no, hija, no; que quiero que los abras como soles para ver todas las ventajas de esta boda; y que te convenzas de que maridos como Pablo, no se hallan así como así. El corazon de un rey, la sangre de un príncipe, el caudal de un duque, é ainda mais, la cabeza repulida como un guante, que así se la ha puesto mi hermano; ¿qué mas quieres, Malva-rosita? ¿Acaso otro verso suelto como mi hijo?

— No quiero mas que daros gusto, padre, contestó Clemencia.

— Mi gusto es lo que te conviene, gachona: así, queriendo mi gusto, quieres tu bienestar.

Fuése Clemencia poco despues á su cuarto, donde se puso á llorar amargamente entre sus flores y sus pájaros. Pensó en confiarse á su tio; pero se detuvo considerando que aquel escelente hombre querria impedir un enlace que ella repugnaba, y que eso disgustaria á su padre.

D. Martin estuvo tan campechano y dichero como siempre durante la comida, en la que apareció Clemencia pálida y con los ojos caidos, de haber llorado; pero nadie lo notó, escepto Pablo, que se decia dejando intactos los platos que le servian:

— ¡Ella llorar! ¿qué tendrá?... Dios mio, ¿la habrán afligido?{148}

No se atrevió á preguntárselo, ni Clemencia advirtió que Pablo hubiese notado su mutacion; pues abstraida, ni una vez fijó en él su vista.

Todo esto pasó por alto á D. Martin. Los egoistas son malos observadores. Y D. Martin, ademas de tener esta circunstancia, era de la falange de los que se obstinan en que al son de su música se baile. Cuando estaba de mal talante, cosa que muy rara vez sucedia, y nunca sin causa (en vista de una preciosa calidad peculiar á los españoles, la que no se celebra como merece, ni se le da el valor que tiene, y que es la igualdad de humor, la paridad del temple de cada dia); cuando estaba, decíamos, este señor de mal talante, pegaba sendos bufidos á troche y moche, y hostilizaba la risa; por el contrario, cuando estaba de humor risueño, ó de chacota como él decia, habian todos de estar alegres y reirse, aunque se le hubiese muerto á alguno su padre el dia anterior.

— Pablo, dijo, quiéreme parecer que estás desganado, hombre.

— Sí señor, contestó este; y para satisfacer de una vez la curiosidad de su tio, añadió: es porque tomé un toston en la hacienda.

— ¿Un toston tomaste? ¡Vaya por los muchos que me das á mí! ¿Quién está allí de molinero?

— Francisco Perez, señor.

— ¿No te dije que no le admitieses? ¿Por qué le tomaste?

— Porque era injusto no hacerlo.

— No me gusta que se me enmiende la plana; y te he advertido que á ese no le ha de entrar la manía por escrúpulos.

— Señor, Francisco Perez es honrado, y respondo de él: ademas sabeis que recibe y entrega por cuenta la maquila.

— Sí, sí, fíate y no corras; de lo contado come el lobo y anda gordo. Ademas, no quiero gentes de Villamartin.

— ¿Por qué, señor?

— Porque son todos unos zoquetes, unos cuacos.

— Esa es una preocupacion vulgar, señor.

— ¡Miren qué palabras tan relamidas! Tus letradurías{149} me huelen á discurso ó arenga; te se va poniendo la boca tan repulida, que estoy para mí, que dentro de nada vas á fumar caramelos en lugar de tabaco. ¡Pues qué! ¿no sabes lo que les pasó á los de Villamartin en una ocasion en que dispusieron unas corridas de toros de respeto, como Dios manda, con sus picadores, sus espadas y su cuadrilla de banderilleros? Lo malo fué que no tenian mas que un caballo, que era una sardina. Mal que bien pasó la primera funcion; pero á la otra tarde se arremolinó la gente, y se amotinó pidiendo á voces otro jaco; que no querian que montasen los picadores en el esqueleto de la tarde anterior. ¿Qué hace el encargado? Anuncia que saldrá un buen caballo tordo; y al jaco, que era negro, cogió un cubo de cal y lo encaló, con lo cual todos quedaron tan contentos y satisfechos, y los chalanes dijeron que el caballo tordo valia sus veinte doblones mas que el negro. — Juana, prosiguió sin pararse D. Martin, díle á la guisandera que esos conejos dan en la nariz, que es mal camino para la boca. Estos descuidos son porque tiene novio; díle que lo sé, y que á dos amos no se puede servir á un tiempo; que asna con pollino no va derecha al molino; hazle saber que se deje de devaneos y laberintos, ó se vaya con la música y el almirez á otra parte. Pablo, hijo... no comes: ¿te duele la herida?

— ¡Qué! no señor, ¿quién se acuerda de la herida?

— Yo;... para sentir habértela hecho. ¡Maldecida vieja! Con esa lengua de hacha ¿no se ha puesto á decir que yo era D. Pedro el Cruel, que la habia querido matar despues de llenarla de indultos, segun su espresion?

— No digas lo que quieras, y no oirás lo que no quieras, Martin, dijo Doña Brígida; pues muchas cosas se siembran y se suelen perder; pero el pejugal de la lengua no se pierde nunca. Si no gastaras razones con esas atrevidas, no tendrias que incomodarte con sus insolencias.

— No señora. ¿Yo callar? ¡eso no! Yo tengo la lengua para escoba de mi corazon; sobre el que nada quiero: así ha sido desde que nací, y hasta que me muera ha de ser así. El otro dia me la encontré con la tia Machuca y la tia Carrasca.{150}

— Las tres Marías, esclamó riendo Clemencia, pues las tres llevan ese nombre.

— Sí, las tres Marías, repuso D. Martin; María Satanas, María Barrabas y María de todos los diablos. Pues ¿querrán Vds. creer que me vino á pedir la baratera esa? Pero no tuve mas que mirarla, y ¡qué ojos no la echaria yo, cuando la monfí esa se zurró y se mudó un poquillo! Les tengo odio y mala voluntad á la Latrana, á la Machuca y á la Tarasca, que son tres personas distintas y una sola indinidá.

— Hermano, dijo el Abad, dice Chateaubriand que el odio que tenemos á los demas, nos es mas perjudicial á nosotros mismos que á ellos.

— Por demas lo sé, repuso D. Martin, sin que tenga que enseñármelo un gabacho: así es que habia de dar veinte pesos porque la tia Sátira esa me aborreciese; y otros veinte daria porque ella me hiciese gracia á mí. Tú, hermano, que ruegas todos los dias por la estirpacion de las herejías, porque son tus enemigas, déjame á mí rogar por la estirpacion de las viejas zafias que lo son las mias.

— Martin, no hables tanto en contra de las viejas; que yo lo soy, dijo pausadamente Doña Brígida.

— Señora, contestó D. Martin, para mí es Vd. hoy tan real moza como lo era el dia en que me casé.

— Pues para mí eres un anciano, Martin, repuso su mujer; y como estos me agradan, has acertado en envejecer.

— Pues, señora, así todo está bien y al gusto del monarca; y yo mozo ó viejo, siempre dispuesto á hacer lo que me mandeis, contestó el galante marido. Pablo, hombre, ni bebes ni comes: no parece sino que te han dado garrote. ¡Mire Vd. eso... que digiere tantos libracos, y no puede digerir un toston! Cada vez que recuerdo aquel comer infinito tuyo... Pues eras hondito para engullir: tanto que solia decirte yo: coma Vd. señor Vicente, pero cuidado que no reviente. ¡Y ver que ahora no te comes en una semana lo que entónces te comias de una sentada!...

— Martin, dijo Doña Brígida; cuando tanto comia Pablo, era en las temporadas que nos venia á ver; de esto hay diez{151} años; entónces estaba creciendo; y es sabido que cuando crecen, comen mucho los muchachos.

— Y cate Vd. ahí por lo que creció como la yerba; que crece de noche y de dia, dijo D. Martin.

— Ello es que en todo te has de meter, Martin; hasta en si comen mas ó ménos las personas sentadas á tu mesa.

— Señora, es porque la boca española no se puede abrir sola; y no me gusta comer con gentes que tengan enginas: no me sabe la comida con tanto desganado. Mas á gusto comia yo cuando Pablo se ponia á engullir, que era menester silbarle para que parase. Entónces tambien dormia el sueño de San Juan, que duró tres dias; y mas profundo que una sima; de manera que eran menester los clarines de la ciudad para dispertarlo: ahora trasnocha con los libracos, ¡por via del atun salado! Si fuera siquiera por una buena moza...

— Señor, dijo Clemencia interrumpiendo á su suegro, ¿con que creeis de veras que el leer sea anti-estomacal?

— Por supuesto, Mari-sabidilla, respondió Don Martin; lo que es á tí, te voy comprar un birrete de doctora como el de Santa Teresa, con el que estarás mas bonita que lo que está aquella en el altar. Siempre he dicho yo que los encuadernados roban el calor al estómago. Pues mira, Pablo, ¿á que con tanto quemarte las pestañas sobre los que visten de pergamino, no sabes una cosa que te tenia mas cuenta saber, que no lo que enseña el estudio de lo fino?

— ¿Y qué cosa es esa, señor? preguntó Pablo.

— Lo que aprovecha mas á la tierra que bendicion de obispo.

— Será la de Dios.

— Calla, hombre, que lo que se platica es de tejas abajo.

— No caigo, tio.

— ¿No lo dije? ¡Maldita la cosa que sirve el atragantarse de latines, ni hincharse de términos curruscantes!

— Hermano, dijo el Abad, esta pregunta tuya me recuerda por su analogía el lance acaecido á un quinto valenciano, que habiendo llegado á una ciudad, entró en la primera tienda{152} bien alumbrada que se le presentó, que acertó á ser una botica. ¿Qué se vende aquí? preguntó. — De todo, contestó el boticario. — Pues sáqueme Vd. unas alpargatas, dijo el quinto.

— ¡A ver! ¡á ver! esclamó riéndose D. Martin, ¡á ver el señor Abad, cómo se nos viene con un chascarrillo! Vaya, me alegro, hermano, de que la sangre andaluza no te se haya latinizado en las venas. Lo que natus es, negar no potes; que yo tengo para una ocasion un latinajo en conserva.

Pablo y el Abad se echaron á reir.

— ¿Qué? ¿no está bien dicho? preguntó D. Martin; pues yo así lo he oido decir; desde entónces acá habrán sacado latines mas pulidos, no me opongo. Pero hágote saber, hermano, que á Pablo le tiene mas cuenta y le vienen mejor las alpargatas del quinto, que no los potingues del boticario. Así ten entendido, Pablo, y no lo eches en saco roto, que para la tierra, lo que vale mas que bendicion de obispo, es majada de oveja. Hermano, esto es un decir, un ponderar; no vayas á tomarme á censo lo que digo, ni por donde quema.

— Ya sé, ya sé, Martin, respondió el Abad, ¿acaso piensas que me iré yo á escandalizar por las cosas que no llevan malicia? Eso queda bueno para los fariseos, hermano.

CAPITULO VIII.

Pablo no pudo dormir aquella noche. ¡Tenia tanta inquietud!... Sentia hácia Clemencia una compasion tan profunda y tan tierna, y hácia el que pudiese ser causa de sus lágrimas, ¡una ira tan vehemente!

Pero al dia despues todo se le aclaró, cuando su tio llamándole á su despacho, le habló en estos términos:

— Pablo, hombre, tienes veinte y ocho años y ojos en la cara.

— Sí, señor, uno y otro, — contestó Pablo, que era grave, sonriendo friamente como solia hacerlo, oyendo las salidas y{153} chistes de su tio que no siempre le hacian gracia, sin que por eso le ofendiesen, aunque le fuesen hostiles; porque á un genio angelical unia Pablo sobre su tio la inmensa superioridad física y moral de la juventud y de la inteligencia.

— Pues si así es, prosiguió D. Martin, no te parecerá mi Malva-rosa costal de paja, ¿eh?

— ¡A mí! esclamó Pablo, pasmado de la pregunta.

— Pues, sobrino, ahora es el caso de decir aquello del mas ruin de la manada... aceitera... aceitera... porque he pensado que os caseis; y así todo se queda en casa.

Pablo se quedó estático. Nunca semejante felicidad le habia pasado por la imaginacion. Su corazon latió con un goce indecible; pero de repente pararon estos latidos tan dulces, porque penetró en seguida con la lucidez de su entendimiento y la modestia de su carácter, que las lágrimas que habia vertido Clemencia, no tenian ni podian tener otro orígen que la repulsa que una propuesta semejante hecha por su tio, le habria causado; y para cerciorarse preguntó á este:

— Pero señor, vuestro proyecto podria no agradar á Clemencia: ¿acaso sabeis lo que diria?

— Lo sé, señor mio, contestó D. Martin: lo primero que hice fué decírselo á ella.

— ¿Y qué respondió? preguntó Pablo con ansia.

— ¡Toma! ¿qué habia de responder? que sí. ¡Pues qué! novios como tú ¿se hallan acaso detras de la puerta? El mayorazgo de la casa de Guevara, aunque no sea muy bonito que digamos... ¿tiene que temer un no? Ademas mi Malva-rosa sabia que yo lo deseaba.

— ¿Y ha dicho que sí? insistió Pablo.

— ¿Hablo estranjis, mi amigo? Ya te he dicho que se lo dije primero, pues en cuanto á tí, ya sabia que no me habias de decir que no.

— Pues siento decíroslo, tio, — dijo Pablo en tono sereno y decidido; — pero os habeis equivocado.

No le es dado al artista mas hábil característico, dibujar una cara en que mas marcada y enérgicamente se pintase el asombro, que lo fué en la de D. Martin al oir á su sobrino.

Ambos quedaron largo rato callados. Pablo como el pru{154}dente marino, que en el momento de calma que precede á la tormenta, arría las velas que sujeta, para prepararse así á sufrir la borrasca sin resistir ni ceder, se armó á la vez de paciencia y de firmeza. ¡Pobre Clemencia!... pensaba; ¡ángel que se sacrifica con una sonrisa, á un deseo que respeta; y llora sin mas testigos que sus flores que se marchitan al verla llorar! No seré yo el que abuse de tu condescendencia, porque eres sumisa; que oprima tu voluntad, porque eres dócil, ni avasalle tu libre albedrío porque eres débil! ¡No! siempre tendrás en mí quien te defienda con firmeza, aunque sea contra mi mismo corazon.

— ¡Qué! esclamó al fin D. Martin, ¿tú rehusas una Ponce de Leon, á la viuda de tu primo, mi hija, con veinte y dos años, el parecer de una Santa Rosa, y las virtudes de una Santa Rita? ¿Y porqué?

— Señor, tanto ó mas que vos reconozco los méritos sobresalientes de Clemencia; y es á punto que estoy persuadido que merece ser unida á un hombre que valga mas que yo.

— ¡A otro perro con ese hueso! ¿Me querrás hacer creer que desechas el plato que te se brinda, por demasiado bueno, y la boda que te se propone, por demasiado ventajosa? ¡Anda, déjate ir!... que malo seas y bien te vendas.

Pablo titubeó un momento sobre lo que habia de decir: sabia que su tio no habia de apreciar ni admitir la verdadera razon, que le llevaba á rehusar; y no hallando otra que dar, dijo lacónicamente:

— Señor, ello es que no me puedo casar.

— Pero... ¿porqué? Las cosas claras. ¿Porqué?

— Tengo mis fundados motivos, tio, y deseo que no me los pregunteis.

— ¿Estás quizas, sin yo saberlo, mal entretenido?

— No señor, esclamó con vehemente sinceridad y marcado hastío, Pablo.

— ¿Estás quizas enfermo?

Pablo se detuvo un momento, y luego contestó:

— Creo que sí, señor; y si no lo estoy, estoy aprensivo. Sabeis que mi hermano murió del pecho; no creo que tampoco el mio sea fuerte; y los médicos me han aconsejado{155} que no me case hasta robustecerme, pues me espondria á que mis hijos naciesen débiles y enfermizos.

— ¿Y qué Galenillo te ha dicho semejante mormajo?

— Un facultativo de Sevilla.

— Pongo mis narices á que será un homeopato ó un homeoganso.

— Es, señor, un médico de gran saber y esperiencia, sea cual sea su sistema.

— Pero... ¿tú, qué sientes? preguntó D. Martin, que era un antagonista de mano pesada.

— Señor, — contestó el pobre Pablo, fatigado con la insistencia de su tio, y no pudiendo ya retroceder: — no me siento precisamente malo; pero tampoco enteramente bueno: estoy caido, alguna vez me siento débil, otras tengo el pecho oprimido y penosa la respiracion.

— ¡Débil! esclamó D. Martin. ¡Por via de Chápiro Valillo! ¡Un angelito que derriba una res como un castillo de naipes, y doma y amansa un potro cerril como si fuese un burro derrengado! ¡Débil tú!... cuando estoy para mí que si te se antoja zamarrear una de las columnas del patio, quedamos todos aplastados como los Filisteos!

— Señor, mi hermano domaba potros y derribaba reses, y murió ético. Me han prescrito un régimen preventivo.

Pablo ocultaba que habia sido este mal de su hermano originado por un golpe que recibió en el pecho cayendo del caballo.

— ¡Régimen!... ¡Ponerte tú que eres un Bernardo, en cura! ¡El demonio se pierda! ¡Pues qué! ¿no sabes que camisa que mucho se lava y cuerpo que mucho se cura... poco dura?

— Señor, considerad, dijo Pablo con firmeza, que en ninguna cosa debe el hombre someterse ménos á sugestiones ajenas que en punto á su casamiento.

D. Martin calló; no estaba convencido; pero por otro lado no concebia que pudiese existir otro móvil para la estraña conducta que observaba Pablo.

— ¡Vea Vd., — pensaba, — un moceton como un trinquete, un jastial como un loma, un gran largo como un{156} pino, darla de enclenque y echarla de Licenciado Vidriera! Meterse en la chola que está ético, con unas espaldas como una plaza de armas, y un pecho como un palomo buchon! ¡Tal manía! Aquí hay intringulis. ¿A qué le quito las aprensiones, le saco la puya al trompo y se descubre el busílis?

Y así el despótico y obstinado señor volvió al combate con nuevas armas.

— Yo habia pensado, dijo, que de la manera que te he indicado se arreglaria todo lo perteneciente á mi herencia. Pero puesto que ahora salimos con que tú, que yo creia robusto como un roble, tú que yo creia un Bernardo, eres un sibibil, estás achacoso como una monja, aprensivo como una vieja, y no puedes tomar estado por temor de que los hijos que tengas sean unos cangallos, ten entendido que siendo Clemencia mi nuera, á quien quiero como á hija, le dejo, — por justicia que á ello me obliga, y por cariño que á ello me induce, — no solo cuanto libre tengo, sino la mitad del mayorazgo, de la que por la ley de ahora puedo disponer.

Pablo respiró libremente al ver la cuestion traida sobre este terreno.

— Tio, señor, esclamó con espansion, nada mas justo, natural y debido. Si no hubieseis pensado en ello, yo os lo habria recordado, y os hubiese rogado que lo hicierais.

Léjos de apreciar la generosidad que demostraba la respuesta de Pablo, D. Martin ya contrariado, y ahora vencido hasta en sus últimos atrincheramientos, se encolerizó creyendo que el despecho llevaba á Pablo á hacer alarde de una indiferencia despreciativa por la herencia que debia dejarle; así fué que le dirigió exasperado esta amenaza:

— Es que quizas me sea fácil, hoy que todo anda manga por hombro, sacar cédula real para dejárselo todo.

— ¡Ojalá y lo hagais! respondió Pablo con una benévola sinceridad que dejó á D. Martin confundido, puesto que no sospechaba el móvil de la conducta de su sobrino, y que aun dado caso que lo hubiese sospechado, no lo habria creido, no alcanzando á comprender el buen señor que por amor se renunciase al amor.{157}

— Mira, Pablo, le dijo levantándose colérico é indignado, yo no te creia muy cuerdo, ni aun despues de las tragantadas de latin que te echas al coleto por receta de mi hermano; pero no te creia, ¡vive Dios! tan animal. Atente á las resultas; pues quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga, no se enoje.

Diciendo esto se salió bufando.

D. Martin por primera vez se halló apurado; no sabia cómo salir del paso y desengañar á su querida Clemencia. Era tal el encanto que su Malva-rosa ejercia sobre él, que se estrenó á los setenta y ocho años á callar algo por delicadeza, pues este algo era un desaire á su hija; pero este asunto de por sí tan irritante, herméticamente encerrado en su pecho, le ahogaba, le agitaba, le ponia fuera de sí, y le hacia exhalar su bílis contra Pablo, cuando se hallaba solo, en estos términos:

— ¡Yo un entripado!... ¡En mi vida me he visto en otra! ¡Y por causa de Pablo, de ese mostrenco, mas fornido que un canto, mas robusto que un roble: ese aprensivo del diantre, que se cree á puño cerrado, porque se lo ha dicho un Galenillo, que sus hijos van á heredar un mal que el padre no padece! Su padre siempre fué mas rudo que una carrasca; y lo mismo es el hijo; hizo mil barbaridades, y lo mismo hace el hijo; pues sabido es que por donde la cabra salta, salta el chivo. ¡El demonio se pierda! ¡Si esto no se puede creer! ¿Si será que no le gusta mi niña? ¡Qué! eso no puede ser; seria preciso que en lugar de ojos tuviese cristales en la cara; y en lugar de corazon tuviese una teja en el pecho! No, nada: es que erró su vocacion, que debia ser la de fraile mendicante, ya que ni quiere mujer ni quiere herencia.

Las personas amigas de ceder, ó por complacencia adquirida, ó por buena inclinacion natural, corren el riesgo en este pícaro mundo en que de todo se abusa, de que esto se haga con su condescendencia, y que se llegue á mirar como imposible, ó al ménos se tache de insubordinacion, el que en circunstancias dadas, cuando á ello les obliga su conviccion, se opongan á la voluntad ajena; y si alguna vez quieren hacer{158} valer el derecho á su personalidad, se grite como si ese derecho fuese una usurpacion.

Por su parte, viendo Clemencia que su padre nada decia, esperaba que habria desistido de su intento, y en su corazon, con la esperanza de que así fuese, renacia la alegría. Nunca sospechó que hubiese podido rehusarla Pablo; tanto á causa de aquel secreto instinto de las mujeres, que aun cuando les contraríe, les avisa la impresion que causan, como porque juzgaba un imposible el que se opusiese Pablo á la voluntad de su tio.

D. Martin al cabo de quince dias, volvió á hablar con su sobrino, á quien halló tan firme y tan decidido en su negativa como la vez primera. Entónces dijo á su nuera con esa delicadeza que enseña el verdadero cariño:

— Malva-rosita, vi que mi proyecto no te agradaba: así no hablemos mas de eso. No te separes de mí; en lo demas, haz tu real gana; que cuando yo falte, no tengas cuidado...

— ¡Oh, padre! esclamó Clemencia, llenándose sus ojos de lágrimas.

— No digo que no me sientas; ya sé que me sentirás. Pero, hija mia, los viejos tenemos que ir por delante, y los duelos con pan son ménos; así es, que te ha de quedar—¡por vida mia! — para que arrastres coche.

— ¿Yo coche, señor? Si los aborrezco, lo sabeis. No, no penseis en eso.

— Pues será para moños.

— Señor, sabeis que no me gustan.

— Pues para brocados, como te mereces.

— Señor, Calderon dice: el cuerpo lo viste el oro, pero el alma la nobleza.

— Pero no dice, y debia decirlo, que el alma vestida de nobleza está mejor en un cuerpo vestido de oro, que no en uno vestido de guiñapos, ¿estás, Mari-sabidilla?... qué te nos vienes con testos de escritura. Así tendrás dinero, y lo tendrás, sí, para otra cosa no, para echarlo por la ventana. ¿Si tendré yo, añadió entre dientes, que cargar con mi herencia para el otro mundo? ¡Caracoles!{159}

CAPITULO IX.

D. Martin, no pudiendo contenerse por mas tiempo, le dijo un dia que estaban solos, á su mujer:

— Brígida, mujer, ¿querrás creer que habia pensado que ese zonzon de Pablo se casase con la niña, y que esta puso mala cara cuando se lo dije, y que ese menguado, desamoretado, frondío, que nunca está en sazon, ha dicho que no?

— Hubiéraslo pensado, Martin, contestó esta.

— ¿Y porqué?... ¿me querrás decir?

— Porque si hubieran querido casarse, se les hubiese ocurrido á ellos ántes que á tí, Martin.

— Es que la gente moza no piensa en la que les tiene cuenta.

— Mas vale así, Martin; nunca debe el interes, y ménos en la juventud, guiar nuestras inclinaciones.

— Siempre tiene mi hermano, que está metido en Dios, la férula en la mano contra el interes; el redicho de Pablo, que es su monaguillo, dice lo propio; Malva-rosa, que es tan niña como si hubiese nacido ayer, y no piensa sino en sus flores, canta lo mismo; y ahora dices tú lo propio. Oye, ¿si seré yo interesado sin saberlo?

— No, Martin, no lo eres; pero quieres que otros lo sean. Déjate de intervenir en vidas ajenas, y acuérdate que casamiento y mortaja, del cielo baja.

— Si por tí fuera, mujer, repuso D. Martin, habian de andar los coches sin cocheros y los barcos sin pilotos.

— Mal dices, Martin; pues cada cual tiene en sí su piloto, que es su conciencia.

— Esas son teologías, mujer. ¡Mire Vd... conciencias! Eso es como si trajeses al sol para quemar un mosquito; ello es que:

Lo de mi casamiento
Parece cosa de cuento;
Miéntras mas se trata,
Mas se desbarata.

Y nadie sabe lo que lo siento, pues es todo mi deseo.

— Pues, Martin, no insistas, ni quieras quebrar volun{160}tades; desiste, y el hueso que te cupo en parte, róelo con sutil arte.

— Señor, dijo entrándose de repente la tia Latrana, vengo de ver el cebadal de su mercé. ¡Qué hermoso está! No parece sino que lo han regado con agua bendita. Ya se va encerando; cada espiga tiene un jeme; me dolia la boca de dar gracias á Dios; ¡hasta lloré!... Venia tan contenta, que ni un perro harto de carne.

— Vamos presto; ¿qué me viene Vd. á pedir? dijo D. Martin.

— ¡Ay señor! vengo de muy léjos.

— ¡Qué bien estaba Vd. allí! Mire Vd. que el mucho andar trae el poco andar.

— Señor, la necesidad hace á la vieja trotar.

— ¿Y para qué trota Vd. tanto, Vd. que parece andando un loro viejo, y á la que puede caer la sombra de un coche?

— Porque mi sobrina está de parto.

— Vaya Vd. por la comadre, que es lo derecho.

— ¡Ya!... pero señor, es preciso ponerle un pucherito, y cristianar á ese morito que se entra por la puerta sin que lo llamen.

— Diga Vd. al cura que yo salgo á todo, y á Andrea que dé á Vd. garbanzos y tocino para los pucheros, y aléjese tan presurosa como ha venido.

— La mitad será para mí; que mas cerca están mis dientes que mis parientes. ¡Si viera su mercé qué mala está mi hacecilla de cebada! No tiene espigas, sino espigorrillos.

— ¿Cómo puede ser eso cuando el año va, que no parece sino que tienen los labradores en la mano al sol y á las nubes?

— Pues ahí verá su mercé, Señor D. Martin; el tiesto de Inés se secó lloviendo; al que es desgraciado, mal sobre mal, y piedra por cabezal. Así... iba á pedir á su mercé si me queria emprestar para mercar un cochinito, para criarlo y ver así de remediarme.

— ¡Caracoles! ¿todavía quiere Vd. mas? Parece la boca{161} de Vd. un lechuzo: mire Vd. que es preciso valor para ser tan pedigüeña!

— Señor, dijo la tia Latrana, haciendo á guisa de sonrisa una mueca que puso en contacto su barba y su nariz — á quien de miedo se muere (con perdon de su mercé) con moñiga le hacen la sepultura. Ademas, señor, al desdichado le vale poco ser esforzado, prosiguió volviendo á su tono natural: lo que sucede es que mirais lo que bebo, y no la sed que tengo. ¡Vaya! présteme su mercé para el gorrinito; que quien bien hace para sí hace.

— ¿Qué habia de prestar?... ¡Prestar! ¿Acaso me ha pagado Vd. los dineros que le presté para el habar del año pasado?

— Señor, y si no tengo mas que la casa, ¿qué hago? ¿Le tiro un bocado? Pero si me da su mercé el cochinito, lo criaré muy gordito, y el año que viene podré pagar á su mercé y remediarme.

— Va, va.. ¿aun no ensillámos y ya cabalgamos? yo no quiero que Vd. me pague, sino que no haga mas deudas; y mire Vd. que puerco fiado gruñe todo el año.

— ¿Señor, y los probes qué hemos de hacer? no hay hombre sin hombre. Señor, mire su mercé que dice el refran: Entrañas y arquetas á los amigos abiertas; y mas que sea su mercé rico y un usía muy considerable y de los nombrados, y yo una probe desdichada, soy su amiga, señor... que todos somos hijos de Eva por la carne, así como hijos de Dios por el alma.

— ¿Y me la ha de dejar Vd. en paz hasta que mate el cochino?

— Sí señor, sí señor.

— ¿No he de ver esa cara de Vd. mas fea que el no tener?

— No señor, no señor.

— ¿Y no he de oir esa voz tan desentonada y recia, que parece que está Vd. hueca?

— No señor, no señor.

— Pues dígale Vd. á Miguel Gil que le de un gorrino de{162} cuatro meses, y eche á correr mas súbita que chispa de carbon de fragua.

— Señor... ¡Dios se lo pague y se lo dé de gloria! No, mentira; un señor mas bendito que su mercé no lo hay en el mundo, dijo alejándose la vieja.

— Sí, sí; bien canta Marta cuando está harta, le gritó D. Martin.

En este instante fué interrumpido por Miguel Gil que llegaba azorado.

— Señor, gritó, el cortijo de la Mata está ardiendo.

— ¿Qué es lo que arde? preguntó D. Martin.

— Las mieses.

— ¿Han sacado los ganados?

— Sí señor.

— ¿Y los aperos?

— Tambien.

— ¿Le has avisado al señorito?

— Va para allá que vuela.

— Pues ya todo está hecho, dijo D. Martin volviendo á su calma; ahora, sea lo que Dios quiera.

Las criadas habian acudido, y la señora se habia puesto á rezar á San Lorenzo, abogado del fuego.

Al cabo de una hora entró Pablo: sus vestidos estaban quemados; sus manos abrasadas, su cabello chamuscado, su semblante ardia.

— ¿Se apagó el fuego? preguntó D. Martin.

— Sí señor, contestó Pablo.

— ¿Se ha salvado algo?

— La mitad de vuestras mieses; las de los pobres á los que dais tierras, se les han quemado todas.

— ¿Saben que son las suyas? preguntó el rico mayorazgo.

— ¡No lo habian de saber, señor! Todos acudieron, y su dolor parte el corazon.

— Pues díles que nada han perdido, dijo D. Martin. Si no hubieran sabido que era lo suyo lo que ardia, se lo hubiésemos ocultado; pero ya que lo saben, díles que la mitad{163} de mis mieses está ahí para suplir á cada cual lo que haya perdido[6].

Una alegría tan viva como entusiasta resplandeció en los ojos de Pablo, que volviéndose á un criado:

— ¡Otro caballo! gritó.

Y sin aguardar á que lo ensillasen, se arrojó hácia la puerta.

Salia en este momento al patio Clemencia, pues en el retiro de sus habitaciones habia penetrado algo de las voces y del ruido del galope de los caballos; al verla, Pablo esclamó:

— ¡Abraza á mi tio, Clemencia, abrázalo por tí y por mí!

Y saltando sobre el caballo en pelo, partió cual un rayo á llevar la fausta nueva á los interesados.

— Pablo me ha dicho que os abrace, padre, en su nombre y en el mio, dijo Clemencia al entrar en la sala. ¿Porqué?... ¿qué ha sucedido? ¿qué pasa aquí?

— Empieza por hacer lo que te ha encargado Pablo, Malva-rosita, respondió D. Martin, que sabiendo era apagado el fuego, y con la buena accion que habia hecho, estaba en su habitual buen humor. Uno por tí — así; bien:—¡otro por él! — así! Pensó bien en transmitírmelo por tí, pichona; que así ha ganado ciento por ciento, añadia abrazando á su nuera.

— ¿Pero qué sucede? preguntó Clemencia admirada de cuanto veia.

Entónces las criadas todas, y á la par, empezaron á referirle lo ocurrido, llenando á su amo de bendiciones y derramando lágrimas. Clemencia se volvió á echar en los brazos de su padre, sin poder hablar una palabra.

— ¿Ves tú? le dijo este al oido, ¿ves, Malva-rosita, cómo es bueno ser rico?{164}

— ¡Mejor es bueno! contestó ella.

— Uno y otro, repuso D. Martin. Para hacer una buena obra en forma, se necesitan tres cosas, pichona; la ocasion, los medios y la buena voluntad; es como la Trinidad. Tres en uno. ¿Estás? ¡Ea! añadió en recia voz dirigiéndose á las criadas; basta ya de aspavientos; ¡callarse! No parece sino que he hecho alguna cosa del otro juéves. Ea, señora, — dijo á su mujer que habia quedado impasible, mirando lo que habia hecho su marido como la cosa mas natural y sencilla, — mande Vd. estos cansados cencerros que me tienen atolondrado, cada una á su obligacion. Mira, María Bódrios, añadió dirigiéndose á la cocinera, si está pegada la olla, te advierto que te despido. ¿Qué hay que comer?

— Lomo, señor; y carnero dorado.

— ¿No hay aves?

— No señor.

— Pues que no vuelva á suceder: te tengo dicho que cuando no haya ave de tiro eches mano á las del corral; que carne de pluma quita del rostro la arruga; pero tú tienes memoria de embudo, y yo no soy reloj de repeticion, ¡caracoles! Mira que para la cena quiero pollos.

— Martin, acuérdate de que de penas y cenas están las sepulturas llenas, dijo doña Brígida.

— ¡Qué... señora! Mascar miéntras ayuden los dientes, respondió el marido.

Las criadas se fueron.

— ¡Válgame Dios, Martin! le dijo su mujer, nunca tienes presente que poca hiel hace amarga mucha miel.

— Es que la moza mala hace al ama brava, señora.

— Tambien se dice, Martin, que el amo majestuoso hace al criado reverencioso.

— ¡Jesus, señor! esclamó entrando lleno de entusiasmo Miguel Gil que venia del cortijo; no se ha visto otro como el señorito. Aquí me entro, aquí me salgo por entre las llamas, como si fuese de hierro! aquí corta un tajo, allí un reves; ¡zas! en un decir tilin habia apartado las gavillas sanas poniéndolas al lado del viento; que asina las llamas le volvian las espaldas. A este le llama, á este le empuja; á{165} todos les da su tarea; al uno echar agua, al otro echar tierra, y él siempre delante y sin quemarse. Señor, no parecia sino que las llamas le conocian. ¡Cristianos! ¡todo tan acertado! no parecia sino que en su vida habia hecho otra cosa que apagar incendios. Y no se lo dijo nadie, fué de su metro. El pobre del tio Andino por salvar sus gavillas se metió por medio, tropezó y cayó. No bien lo vió el señorito, que allá se va, coge al pobre viejo y carga con él como San Cristóbal con el niño; pero su ropa venia ardiendo. Entre todos le cojimos y ahogámos el fuego; tenia el pelo chamuscado, las manos quemadas y la cara tan encendida que se podian tostar habas en ella. ¡Caballeros! no se vió otro mas arrojado: á él se debe que no haya ardido todo. ¡Vaya, señor, el señorito es todo un Bernardo, todo un hombre! por fin, ¡un Guevara, señor! y de tal palo... tal astilla.

— Sí, sí, dijo D. Martin, bien haya la rama que al tronco sale.

— Sí, Pablo es completo, dijo su tia, el oro siempre reluce.

En el mundo suspicaz y entremetido, es cierto que tanto D. Martin como Doña Brígida se habrian puesto á observar el efecto que producian sobre Clemencia los justos elogios tributados á Pablo. Pero en aquel círculo sencillo y sincero no sucedió así; solo se pensaba en lo actual: este llenaba el corazon y la mente, sin dejar espacio á la observacion ni al cálculo sobre las impresiones que causaba. Triste ventaja del uso del mundo es la de tener cada cosa su avan ó retaguardia; dulce prerogativa de la vida sencilla, aunque ménos pulida, es el perfecto acuerdo entre el alma, el corazon y la cabeza, que forman un todo espontáneo y sincero como la luz del sol.

Clemencia, en quien hubiera la observacion producido mal efecto, y originado, cuando ménos el retraerse, pudo francamente dar rienda suelta á los sentimientos de simpática admiracion que le inspiraba su primo.

— Pero señor, dijo Miguel Gil, con lo quemado y lo que les va á dar á los pobres, se queda su mercé ogaño sin la cosecha de ese cortijo.{166}

— Mas vale que sea por eso que no porque se lo llevase el frances, repuso D. Martin.

— Dios nos lo dió, Dios nos lo quitó... El es su solo dueño, añadió doña Brígida.

— Miguel Gil, dijo radiante Clemencia, mas vale lo que han hecho mis padres y mi primo, que cien cosechas.

— Verdad es, señorita, respondió Miguel Gil, pues han cosechado para un granero en el que no se pica el trigo.

CAPITULO X.

D. Martin, como la mayor parte de los viejos, hablaba y pensaba en su testamento; pero en cuanto al hacerlo lo demoraba de dia en dia. Hácense quizas ilusion estos omisos de que la muerte tendrá la prudencia de respetarlos miéntras no exista este importante documento, y que les dejará treguas para hacerlo. Pero la muerte no conoce miramientos; pues si algo hay ante lo cual todos seamos iguales, es ante ella. Y si no, entrad en un cementerio; mirad las lápidas: ellas os confirmarán que la reina de aquel lugar no tiene favoritos ni desdeñados.

En un hermoso dia de Pascua de Navidad, despues de haber santificado aquella solemne y á la vez alegre fiesta recibiendo los santos sacramentos y oyendo la misa mayor, estaba D. Martin sentado en su sillon en una gran habitacion baja interior.

Veíanse en ella, puestos sobre redondeles y repartidos por el suelo en iguales porciones, los destrozos, el tocino y las morcillas de ocho puercos cebados. Uno á uno iban entrando todos los criados de campo y de la casa con sus espuertas, cargando cada cual con uno de estos montones; los capataces y criados mayores llevaban ademas pollos y cabritos. D. Martin estaba en sus glorias, recibiendo de todos al pasar delante de su amo, las hermosas espresiones de gracias populares.{167}

— Señor, ¡Dios se lo pague, le aumente los bienes y le dé salud para hacer obras de caridad, que son escalones de la subida del cielo!

Pasaban en esto por el patio dos hombres llevando un gran caldero, y otro con un canasto de pan; era la comida á los presos de la cárcel, á quien de diarios se la enviaba D. Martin[7].

— ¡Eh! gritó este con su campanuda voz: ¿quién os corre? Acá, acá; que quiero satisfacerme por mí mismo de si todo va como debe ir.

Los hombres se acercaron.

— Pelona, tráeme una cuchara, prosiguió D. Martin dirigiéndose á una chiquilla, veterana ya en la compañía de intrusos que reforzaban la guarnicion de la casa del rico mayorazgo.

La cuchara fué traida por el aire; pues la paciencia de don Martin era el mínimum de la dósis repartido á los mortales. Metióla el señor en el caldero que llenaban garbanzos, y por ser dia de Pascua, unos cabritos cortados á pedazos. Despues de haber gustado su contenido, meneó la cabeza y dijo: Que venga la cocinera.

— Oye, comadre estropajo, triste fregona, le apostrofó su amo al verla venir, ¿te has figurado tú que se me han quemado los olivares?

— No, señor; ¿porqué me dice su merced eso?

— Porque este guiso tiene el aceite que parece que se lo has echado por el amor de Dios. Y díme: ¿por ventura se ha cerrado el alfolí en Villa-María?

— No, que yo sepa, señor.

— Pues entónces, reina del soplador, ¿cómo es que está el guiso este mas soso que tú?

Todos se echaron á reir, y la cocinera se fué corrida.

Entróse á la sazon, como Pedro por su casa, la tia Latrana con garbo y desembarazo.

— ¿Cómo se atreve Vd. á ponérseme delante, porta-pen{168}don de la insolencia? esclamó D. Martin indignado; ¿no sabe Vd. que no quiero verla?

— Señor D. Martin, respondió con gran aplomo la vieja, porque un borrico dé una coz ¿se le va á cortar la pata? Vengo, como es rigular, en mi nombre y en el de mi comadre la tia Machuca...

— ¡Sí, su comadre de Vd. la tia Pescueza! ¡pues ya!... á Vd. no es menester arrufarla para que me venga á quemar la sangre; yo, que para descanso de mi alma, la tenia á Vd. olvidada.

— ¡Ya se ve! el que tiene la barriga llena, no se acuerda del que la tiene vacía. Venia, pues, como iba diciendo, á dar á su mercé las Pascuas en compañía de su esposa la señora doña Brígida, del señor Abad y de la señorita Clemencia, ese esporton de rosas.

— Y Vd. que es uno de granzas, diga que viene en su nombre y en el de su comadre la resucitada á pedirme aguinaldos, y hablará verdad una vez en su vida, pues menea la cola el can, no por tí, sino por el pan.

— ¡Jesus, señor! acá no somos capaces de hacer nada por interes, ni de valernos de esa tartagema: ¡vaya!...

— ¿Capaces?... ¡Capaces son Vds. ambas de contarle los pelos al diablo, de sacarle los dientes á un ahorcado, de levantar los muertos de la sepultura, y de cortarle un sayo á las ánimas benditas!

— ¡Pues qué! esclamó con dignidad ofendida la tia Latrana, ¿piensa su mercé que mi comadre y yo somos unas cualesquieras, ni gentes de poco mas ó ménos? No señor, somos bien nacidas y de buen tronco: aquí donde Vd. nos ve, tenemos alcuña; los descendientes de mi comadre fueron en años témporas gentes muy empinadas. Sus abuelos fueron sujetos muy considerables.

— Pues los descendientes muy empinados y los sujetos muy considerables, han engendrado una nieta que es un chapuz.

— Un rey de España, prosiguió con prosopopeya la genealogista, les puso nombre Machuca, de puro machucar moros.{169}

— Y yo le pongo el de Machaca, de puro machacar cristianos.

— Por lo que toca á mí, prosiguió irguiéndose la tia Latrana, ha de saber su mercé que el árbol de la generacion de mi casa dice que fueron ántes de destronados mis abuelos, y cuando estaban en su solio, muy emperantes, y que eran entónces los Ramirez Várgas, piernas de santo.

— Pues lo que les ha quedado de sus grandezas á los Ramirez Várgas, son narices largas, ¿está usted? Dejémosnos de padres y abuelos, y seamos nosotros buenos. Por ser hoy el dia que es, no me puedo negar á socorrer á Vds., que son hoy, no piernas de santo, sino patas de gallo con espolones! pero, tia Emperante... ¡una y no mas, señor San Blas! — Juana, prosiguió D. Martin llamando al ama de llaves, dá á esta pierna de santo una de cabrito, dos hogazas de pan, dos libras de tocino; y váyase la considerable á donde el humo en dia de levante.

La vieja siguió á Juana, y volvió cargada con los donativos atestados en una espuerta.

— Ahora, tia destronada, dijo D. Martin; ponga usted de proa sus narices hácia la puerta, escúrrase con viento en popa, y múdese liberal.

— ¿Qué está Vd. ahí parada como mojon de término? preguntó el señor, viendo que la vieja no se movia.

— Señor, queria decirle á su mercé que este pan es duro.

— Mas vale Duranda que no Miranda, señá Ramirez Várgas.

— Pero como á mi comadre le falta la denticion...

— Que la pida prestada.

— Señor, es que hay allí pan tierno; y Juana me dió el duro por mala voluntad.

— ¿No sabe Vd. que una de las tres verdades del barquero es, el pan duro... duro... mas vale duro que ninguno?

— Señor, habia allí unas teleritas mas tiernecitas, y cogí una, y Juana...

— ¡Caramba con la tia rapiña esta, que lo que sus ojos ven, sus manos águilas son!{170}

— Pero, señor, ¡si yo y mi comadre estamos como las gallinas del tio Alambre, que las despertaba el hambre!

— Lo que están Vds. es como las gallinas del tio Rincon, que saltaban siete corrales por conversacion.

— En fin, señor, le he advertido lo del pan duro por si no lo sabia; y tambien le advierto que este tocino no tiene las dos libras cabales, y que no es de buena parte.

— Pues lléveselo Vd. á su sobrino que está ahora Emperante en Francia. ¡Caracoles con la zorzala esta, que tiene agallas para ciento, y es mas desagradecida que tierra de guijo! Pues ¿no seria acaso menester engordarle los cochinos con almendras, y amasarle el pan con leche á esta pierna de santo? ¿Por qué viene Vd. con esa voz que me suena á campana cascada, á atolondrarme los oidos si no le satisface lo que le doy? ¡Caracoles! que siempre la mas ruin oveja se ensucia en la colodra.

— Vengo, señor D. Martin, porque es su mercé rico, y que mas da el duro que el desnudo; que si no... ¡en la vida de Dios habia de aportar por aquí! pues por una de miel, da su mercé tres de hiel.

— ¡Por vida de la Vírgen del Lagar! esclamó colérico D. Martin, que me ha de hacer Vd. sentir el ser rico. ¡Vaya Vd. muy con Dios, tia espantajo! con esa cara que siempre parece que está probando vinagre, y esa cabeza erizada que parece una parva de arvejones. Sobre que cuando veo á Vd. me queda todo el dia una hiel y un asombro como si hubiese visto al demonio.

— ¡Jesus, señor! pues yo no soy ningun Eron, dijo muy picada la vieja.

— No, ¿para qué? Es Vd. mas fea que el tio Molino, que le dieron el óleo en la nuca, porque de feo no se lo pudieron dar en la cara.

— Pues ¡muy buenos quince que tuve, Señor, D. Martin! y cuando volvió mi Juan de la guerra de Pepiñá para casarse, me dijo que no habia visto por allá mejor hembra que yo.

— Si fuese eso cierto, habria mentido el refran que dice que quien tuvo, retuvo... pues lo que es ahora, mas que fuese{171} un valiente de la guerra del Rosellon, se habia de asustar al verla. Ea, coja usted dos de luz, y cuatro de traspon.

— Pues quédese Vd. con Dios, señor D. Martin, el Señor se lo pague y le aumente los bienes, y sobre todo la buena voluntad. Memorias á la señora y á la señorita; y mandar, señor D. Martin.

— Señor, le dijo el ama de llaves, presentándole dos grandes platos de loza sevillana, que contenian masa frita y bollos de aceite; esto han mandado las mujeres del yegüerizo y del temporil. No están muy allá ni los bollos ni los pestiños: ¿los pongo en la mesa?

— Sí, sí, repuso el señor, que en la mesa del rey la torta ajena parece bien.

— Eso se ha hecho con la harina y el aceite que les mandó su mercé repartir, observó Juana.

— Podrá ser, mujer, y que hayan tenido presente aquello de á quien te da el capon dále la pierna y el alon.

D. Martin se levantó, atravesó el patio para ir á la sala, cuando al pasar frente del porton se encontró con la tia Latrana, que retrocedia en su retirada.

— ¡El demonio se pierda y Vd. tambien! esclamó sorprendido: ¿no lleva Vd. todavía bastante, tia sanguijuela?

— Señor, mire su mercé que el frio que hace, pela, corta la cara y lastima la cabeza; vea su mercé el pañolon mio todo destrozadito, dijo la vieja cogiendo el pico del pañolon que llevaba sobre la cabeza, y estendiéndolo á la vista de D. Martin; déme su mercé un pañolito que me abrigue, señor; que por eso no ha de ser su mercé ni mas pobre, ni mas rico.

— Pues si no ha nada de tiempo que le dió á usted la señora uno suyo.

— Verdad es, señor; pero lo que otro suda, á mí poco me dura: ¿es rigular, señor, que yo me muera de frio?

— ¿Y es rigular que sea yo su abastecedor general, tia cáustico?

— ¿Y cómo ha de ser, si su mercé tiene, y yo no? Yo he de buscar arrimo; que el que no tiene sombrajo, se encalma; y los ricos son los que matan ó sanan á quien quie{172}ren. Mejor librado sale su mercé, que mas vale tener que no desear.

— Ya por hoy me ha sacado Vd. bastante, y ha acabado con mi paciencia, dijo D. Martin, volviéndole la espalda.

— ¡Jesus!... ¡y qué ipotismo gasta su mercé hoy! murmuró marchándose la tia Latrana.

Aquel dia en la comida estuvo D. Martin mas campechano que nunca.

— Oye, Juana, preguntó al ama de llaves, ¿me querrás decir quiénes eran los que componian aquella reana de gente que visoré en la cocina?

— Señor, la tia de la cocinera, el primo de Miguel Gil, una sobrina de mi cuñada, la nuera del cochero...

— ¡Ya, ya, ya! y allí estaban por aquella regla de un convidado convida á ciento. Tráeme este á la memoria, que andando Nuestro Señor por el mundo, con sus apóstoles, le cogió la noche en un descampado. — Maestro, ¿quereis que nos recojamos á aquella choza? le dijo San Pedro. — Bien está, respondió Jesus.

Llegaron á la choza; en la que habia un viejo que les dió albergue con muy buena voluntad, y les ofreció de cenar. Estando cenando, llegó uno de los discípulos.—¿Qué se ofrece? preguntó el viejo. — No hay cuidado, dijo San Pedro, es de los nuestros. — Sea en buen hora, dijo el viejo, que tenia crianza:—¿Vd. gusta de cenar? Le cortó un canto de pan, y el apóstol se sentó á la mesa. A póco entró otro y despues otro, hasta completar los doce, y con cada cual sucedió lo propio. ¡Vaya, pensaba el viejo de la choza, paciencia! ¡cómo ha de ser! Un convidado convida á ciento. A la mañana siguiente le dijo San Pedro al viejo: — El que has albergado es Nuestro Señor; desea tú una gracia; que se la pediré en tu nombre. El viejo de la choza era gran jugador de naipes; así fué que le pidió sin pararse, ganar siempre que jugara: lo que se le otorgó. Cumplido que hubo el viejo su tiempo, le dijo el Señor á la muerte que fuese por él. Cuando el viejo vió llegar á la muerte, estuvo muy listo á seguirla; porque era lo propio que yo, nunca habia sido pesado para nada. Al caminar por esos aires vió á una{173} pareja de demonios que se llevaban al alma de un escribano. ¡Pobrecito! pensó el viejo, que tenia buenas entrañas; el Señor padeció por todos sin escluir á los escribanos.—¡Eh! ¡cornudos galanes! gritó á los diablos, ¿se quiere echar una manita de tute? Los diablos que se despepitan por una baraja, como que ellos fueron los que las inventaron, acudieron como pollos al trigo. — Pero ¿qué se juega, preguntaron los demonios, puesto que no llevas dinero? — Verdad es, contestó el viejo; pero juego mi alma, que es de las buenas, por esa que llevais ahí, que no vale un bledo: salís gananciosos. — Verdad es, dijeron los diablos, y se pusieron á jugar. Por de contado ganó el viejo de la choza, y cargó con el alma del escribano.

Cuando llegaron arriba, le dijo San Pedro: Viejo de la choza, ya te conozco; puedes entrar. Pero, ¿qué es esto? ¿no vienes solo? ¡qué alma tan negra viene contigo!

— No señor, no vengo solo; que la compaña dicen que Dios la amó. Esta alma está manchada de tinta porque es de escribano.

— Pues alma de escribano, no entra en el cielo; cuela tú solo.

— Cuando estuvieron Vds. en mi choza, me soplaron otros doce sin pedirme licencia: con que bien puedo yo hacer lo propio con uno; que un convidado convida á ciento, dijo el viejo de la choza, metiéndose dentro con su amparado.

D. Martin comió opíparamente. Al gustar el pavo de Pascua que estaba perfectamente cebado con nueces é igualmente asado, mandó comparecer al ama de llaves, á cuyo cuidado eran debidas ambas escelencias.

— Juana, le dijo, el pavo está que mejor no cabe, te doy la patente, mujer, y este vaso de vino para que te lo bebas á mi salud y á la tuya, para que el año que viene cebes y ases otro semejante, y yo me lo coma.

— ¡Que viva su mercé mil años! dijo Juana, tomando el vaso que llevó á los labios.

— Mil no serán, pero una docenita me parece que han de caer dejándome en pié; pues mas fuerte me siento que la torre de la iglesia. Verdad es que se gastó el acero; pero queda el hierro.{174}

Una unánime aclamacion de alegría y contento acogió estas palabras, cual una bendicion del porvenir.

D. Martin en este instante se echó hácia atras en su sillon y dió un ronquido.

— ¿Qué es esto? esclamaron todos levantándose.

— Que vayan por el santo óleo, dijo el Abad, abalanzándose á su hermano.

— Que vayan por el sangrador, añadió Doña Brígida, desabrochando el cuello de la camisa de su marido que estaba cárdeno.

Pablo se precipitó fuera del comedor.

No alcanzaron ni el auxilio divino ni el humano.

Cuando llegaron, D. Martin no existia; la muerte habia sido instantánea. El pavo humeaba todavía sobre la mesa; en la copa de Juana estaba aun la mitad del vino que habia contenido, y cuya otra mitad habia bebido á la larga vida de su amo.

Es indescribible el desconsuelo, que como una lúgubre noche, se esparció en la casa y por todo el pueblo. Era una afliccion tan profunda y general como no pueden concebirla aquellos que no han visto á un rico, á un poderoso, invertir sus pingües rentas, no en gozar, brillar, ni darse tono, sino en obras de caridad y llegar á ser por este medio el padre y el amparo de todo un pueblo humilde. Así fué, que la noticia de la muerte de D. Martin no vino en los periódicos; pero corrió de boca en boca como un prolongado lamento. En su entierro no hubo una larga fila de vistosos coches; pero sí una larga fila de pobres desconsolados. Sobre su tumba no se pronunciaron elocuentes panegíricos; pero vertieron lágrimas muchos ojos, y oraciones muchos labios: no se le puso un elocuente epitafio compuesto por un sabio latino; pero en boca de todos estaba este epitafio:

AQUI YACE EL PADRE DEL PUEBLO.

Doña Brígida estaba serena en su afliccion como competia á la anciana, que viendo cortado el último lazo que ata su corazon á la tierra, se lo ofrece á Dios quebrantado, pero entero.{175}

El Abad no hacia esfuerzos por ocultar su afliccion mansa, profunda y santa como él.

Clemencia y Pablo estaban inconsolables. Al pié del féretro del escelente hombre á quien lloraban, comprendieron mutuamente la fuerza y riqueza de sus respectivos sentimientos. Allí Clemencia deshecha en lágrimas, apretaba entre las suyas las muertas manos de su padre, como si quisiera comunicarle por sus poros su propia vida; y allí Pablo no hallaba palabras de consuelo, convencido de que el dolor solo se alivia dejándole libre y árbitro de desahogarse segun su inspiracion.

Al dia siguiente salió de su casa el querido y venerado cadáver ¡ay! no para descansar, sino para ser pasto de la corrupcion, que no dejará de él sino los huesos esparcidos, algun cabello y algun jiron de la tela que vestia, ménos corruptible que el cuerpo humano... y ¡nada mas! Es cierto que el alma voló á su patria; pero.., ¿acaso no se ama al cuerpo de las personas queridas? ¿Quién no adora la venerable mano del padre que le bendijo? ¿Quién no los dulces ojos de la madre que le sonreian?

Pasaron estos fúnebres dias, venciendo el tiempo aquel desesperado primer dolor, debilitado por su propia violencia; los ojos, cansados de llorar, se cerraron; los nervios destrozados de su escitacion se postraron, y el sueño obtuvo la primera tregua. Un hondo silencio sucedia en aquella casa á los tristes gemidos; una inmovilidad austera á la febril y desatinada agitacion anterior; todo allí era negro en el esterior como en los ánimos. Pero la vida activa arreaba, y ya se decia: ¿Quién es el dueño de aquel caudal?

¡Oh triste mundo! ¡Cuál empinas los intereses materiales, que ni aun le concedes unas treguas para abstraerse, y ensimismarse, al que es presa del dolor, siquiera en tanto que lleva su librea!

Doña Brígida habia entregado al Abad las llaves del archivo y demas depósitos de papeles. Este convocó una mañana á toda la familia; cuando estuvieron reunidos, los habló así:

— Tengo el pesar de participar á Vds. que ninguna dis{176}posicion de mi hermano he hallado ni entre sus legajos, ni en las escribanías. Así, pues, habiendo yo renunciado ha tiempo á ser la cabeza de una casa que se estingue en mí, y de los bienes que le son propios, tú, Pablo, como inmediato heredero, reconocido como tal por mi hermano, entras desde luego en posesion de todo.

— Estraño este raro descuido de mi marido (que en paz descanse), dijo Doña Brígida, pues me consta que otras eran sus intenciones. Lo siento por tí, Clemencia; lo que es en cuanto á mí, no me importa, resuelta como estoy á reunirme con mi prima en su convento: con la viudedad que me señala la ley, me sobra, y aun podré, lo que haré gustosa, partir contigo, hija mia.

Clemencia se echó llorando de gratitud en los brazos de su suegra; es decir, de gratitud por la bondad y cariño que le demostraba, no por el beneficio. En general, la juventud, y sobre todo la femenina, no concibe la necesidad; para ella no hay desierto ni maná.

— No es necesario á Clemencia tu generosa oferta, hermana, dijo el Abad. Clemencia, la hija de adopcion de mi alma, se quedará conmigo, si quiere compartir la monótona y sosegada vida de un pobre anciano; por mi muerte, cuanto poseo es de ella; mi testamento está ya hecho.

— ¡Oh tio! esclamó Clemencia; si despues de la cruel separacion de mis padres tuviese que sufrir la vuestra, ¿qué seria de mí?

Pablo se habia quedado tan confundido al verse, despues de la completa desheredacion que le habia anunciado su tio, dueño de todo, que no atinaba qué hacer, ni qué decir, y quedaba completamente estraño al precedente coloquio.

Por fin mas repuesto, y venciendo su timidez, dijo dirigiéndose al Abad:

— Soy testigo, — y testigo que no puede recusarse siendo yo el interesado, y por lo tanto el solo que á combatirlo tuviese derecho, — de que mi tio pensó dejar á Clemencia, su hija, por quien quiso y debió mirar, no solo la mitad de cuanto poseia, sino el todo; el ocultarlo, en mí, á quien se lo dijo, seria faltar á la honradez.{177}

— Es que no hubiera podido hacerlo aunque hubiese querido, dijo con su serena voz Doña Brígida que queria mucho á Pablo, y ante todo lo justo.

— Pensó sacar cédula real, repuso este.

— Eso lo diria, intervino el Abad, en uno de esos bruscos arranques, que tenia mi hermano (en paz descanse) que eran siempre truenos sin rayos.

— Y esto lo confirma el que, si tal era su intencion, lo hubiese llevado á cabo, añadió Clemencia.

— Lo que creo justo, dijo Pablo, y el único medio de que ni tu delicadeza ni la mia padezcan, es que partamos como hermanos, Clemencia.

— Pero, Pablo, ¿porqué quieres que te agradezca un beneficio que no necesito, ni puedo aceptar?

— No es beneficio; pero caso que lo fuese, ¿te pesa la gratitud, Clemencia?

— Segun sea el beneficio que la motive, Pablo. Nunca me ha pesado la que te tengo por la vida que te debo.

— Eres sutil, Clemencia, y me contestas con la metafísica de una delicadeza fria, propia entre estraños, cuando yo te hablo con la buena fe del corazon, como á una hermana.

— A ambos os comprendo y á ambos apruebo, intervino el Abad; pues cuanto decís es hijo de un noble desprendimiento y de una delicadeza loable. Pero para que no degeneren estas en tí, Pablo, en molesta exigencia; en tí, Clemencia, en obstinado desvío; os diré para poneros á ambos de acuerdo, que si á Clemencia aseguró mi herencia, es como á mujer de mi sobrino, y como miembro poco afortunado de la casa de Guevara; que como á hija de adopcion de mi alma, le he hecho dueña de tesoros de mas valer. ¿No es así, Clemencia mia?

— ¡Sí señor, sí señor! — contestó esta besando la mano del venerable anciano, — y del que mas aprecio de todos, que es vuestro cariño.{178}

CAPITULO XI.

Pocos dias despues, se trasladó Doña Brígida con previa autorizacion eclesiástica, al retiro del convento, á pasar sus últimos años léjos del ruido de la vida activa. Todo en lo demas permaneció en el mismo estado, habiendo insistido Pablo con el mayor calor y cariño en que no se separasen de él su tio y su prima.

Así corrió otro año pacífico y tranquilo como los anteriores; pero sin que pasase un solo dia en que no tributasen un amante recuerdo y un fervoroso sufragio á D. Martin, cuya memoria permanecia siempre viva en todos los corazones como en el primer dia; ni una semana en que no fuesen á hacer una larga y afectuosa visita á su tia.

Mas al cabo de este año, los dias del Abad eran cumplidos. Habia este desde la muerte de su hermano, decaido mucho. El varon eminente sentia acercarse su fin como los verdaderos justificados, sin ansiarlo ni temerlo. Muchas veces miraba á su amada Clemencia con pena é inquietud, viendo que sobre ella habian pasado los años, haciéndola al esterior una hermosa mujer, pero habiéndola dejado moralmente la niña inocente, sincera é inesperimentada que era á los diez y seis años, cuando casi al salir del convento habia llegado allí. ¿Qué resultará, decia, de la amalgama de ideas tan sólidas y determinadas con sentimientos tan vírgenes y frescos, candorosos y sencillos? ¿Cuáles vencerán, si lucha hubiese? Estas reflexiones le llenaban de temores, y fué el resultado de estos, que vino á sentir, aunque por causas diversas y mas elevadas, los mismos deseos que su hermano habia tenido ántes de morir, de dejar unidos á Pablo y Clemencia. Así fué que, una noche en que se hallaba indispuesto, y Clemencia liada en un abrigado pañolon, despues de haber cubierto la lamparilla con un cristal bruñido, y cerrado con cuidado todas las puertas y ventanas para que no penetrase el aire frio y húmedo de la noche, se habia sentado en una butaca á su cabecera para velar, le dijo al verla tan tranquila y ajena del golpe que la esperaba, porque nadie{179} confía mas en la vida de los enfermos que aquellos que mas los aman:

— Hija mia, creo que Dios me avisa con estos males repetidos, que pronto compareceré en su presencia.

Estas palabras penetraron el corazon de Clemencia como agudas flechas.

— ¡Jesus, Señor! repuso con trémula voz. ¡Oh! ¡no digais eso! pensarlo es una aprension, cuando solo teneis una afeccion catarral; y ¡decirlo... es una crueldad!

— ¡La voluntad de Dios se haga, hija mia! pero prever todo accidente es la obligacion de las personas prudentes; sobre la esperanza se confia, pero no se labra. Yo pienso en la muerte, porque preverla es el modo de que no asombre su imponente llegada, y porque es el de la muerte, el mas útil, el mas grande, y el mas elevado pensamiento del mortal. Pero esta misma consideracion me hace prever cuán sola quedarás, tú, ángel de mi vejez, cuando te falte yo, tu compañero, tu guia y tu padre.

Las lágrimas que Clemencia contenia á duras penas, estallaron en sollozos al oir estas últimas palabras.

— Si vos me faltais, esclamó, no quiero vivir.

— No pensara de tu juicio, de tu sensatez y de tu religiosidad, que te espresases así, Clemencia mia, repuso el Abad. Esas son frases heróicas y sin mansedumbre; y así en un todo opuestas á lo que nos enseñó el Hombre modelo, en el que el mismo Dios se dignó constituirse. Pero en fin, llegado el caso que te he indicado, ¿no piensas que seria prudente y decoroso poner en mi lugar á quien como yo te amase, amparase y mirase como cosa propia?

— ¡Oh! vuestro lugar, padre mio, nadie puede ocuparlo ni á mi lado, ni en mi corazon.

— Clemencia, los sucesos, como los hombres, se suceden unos á otros en el mundo, como las olas en el mar, sin dejar hueco ni vacío, por la gran ley del equilibrio que rige la naturaleza, así la física como la moral.

— Pero señor, hay escepciones.

— Sabes, hija mia, que todo lo escepcional me es antipático, sobre todo en las mujeres, tan dignas, tan bellas, tan{180} femeninas en las buenas sendas trilladas, como mal vistas, antipáticas y burladas en las escepcionales. El querer llenar tu vida, que está en su principio, con la memoria de un padre, es el sueño de un corazon amante: así deséchalo como tal, y procura no apartarte de la ley que hizo á la mujer compañera del hombre.

— Tio... señor, ¿no me habeis dicho mil veces, que á la mujer casta Dios le basta?

— Sí, hija mia, es cierto que Dios basta á llenar un corazon puro; pero la vida en una mujer, sobre todo cuando es jóven, trae otras exigencias y necesidades, ademas de las del corazon, para vivir tranquila. Necesita, ó retirarse del mundo, ó un amparo si en él permanece: de otro modo, Clemencia mia, sola, independiente, inútil, su estéril vida es escepcional, y una piedra de toque en la sencilla y buena uniformidad en que gira la sociedad humana. El celibato, hija mia, es santo, ó es una viciosa y egoista tendencia que tira á quebrantar las leyes sociales y religiosas: no te sustraigas á la santa mision de esposa y madre: te lo encargo... ¡te lo suplico!

— Bien, tio, dijo la dócil Clemencia; si tuviese la terrible desgracia de perderos, os prometo casarme.

— ¿Y porqué no en vida mia, para que yo bendiga tu union ántes de morir?

— Pero, señor, ¿acaso no tengo mas que desearlo, para que se presente el compañero que os prometo aceptar?

— Sí, Clemencia, no tienes mas que desearlo, para que te se presente el compañero que entre todos no habrias podido elegir mas cumplido y mas á propósito para hacer tu felicidad.

— ¿Pablo? preguntó en queda y desconsolada voz Clemencia.

— Pablo, sí, Pablo; que tiene el alma mas bella, el carácter mas noble y el corazon mas amante y generoso. Fíate de mí, Clemencia; que harta esperiencia tengo de los hombres: no conocí nunca otro mas aventajado que Pablo, otro á quien con mas justicia se pueda dar el epíteto de hombre de bien y caballero cumplido.{181}

Largo rato calló Clemencia, y despues dijo con la íntima y entera confianza que le inspiraba aquel varon indulgente y benévolo:

— Tio, yo habia pensado vivir siempre como hasta ahora, tranquila y concentrada; mas si exigís que amplíe mi vida, que trueque mi libre y descuidada calma por la austeridad de los deberes; que cambie mis flores y mis pájaros por cuidados y desvelos, yo habria deseado que el amor hubiese esparcido sus rayos entre la cargada atmósfera de las obligaciones y desvelos que circundan el estado.

— ¿Y no puedes acaso amar á Pablo? dijo el Abad.

— No puedo amar á Pablo, señor, sino como al mejor de mis amigos, despues de vos.

— No te cases, pues: tus ilusiones se interpondrian entre tí y tu felicidad, como esos mirajes, esos prestigios, efectos de la óptica, que presentando al viajero objetos ilusorios, le ocultan la senda trillada, y le sacan del camino real de la vida que no ve por mirarlos. ¡Oh mundo seductor, falsa sirena, que modulas tus cantos haciéndolos simpáticos al sentir de cada cual! Nada logra contra tí la sabiduría humana, y tú solo eres el que te encargas de darte á conocer. Sí, sí, una sola de tus lecciones prácticas alcanza lo que no pueden todas las máximas de la sabiduría y todos los consejos de la esperiencia. No te cases, Clemencia; no te cases ahora, pues no serias feliz sino pasivamente, y tu felicidad satisfecha, cumplida y elegida por tí, es la que deseo sobre todas cosas. No obstante, cuando llegue el dia en que fijes tu voluntad, ántes de decidir de tu suerte, ¡acuérdate del último consejo y del postrer deseo de tu padre! la pasion es ciega, la razon ve claro; si luchan, haz que venza esta.

En conversaciones que aun tuvieron, dió el Abad á Clemencia otros muchos consejos y lecciones sobre la vida y el mundo, todos impregnados de los altos y sabios conocimientos que sobre ellos tenia el esclarecido filósofo cristiano. Ademas, entre los de la vida práctica, le recomendó el trasladarse cuando llegase él á faltar, á Sevilla, al lado de su tia la Marquesa de Cortegana, no siendo decoroso el que se quedase á vivir con su primo, que era un jóven. Añadió que{182} cerca de la de aquella poseia él una casa, que ya habia mandado renovar y arreglar para que ella la habitase; regaló su magnífica librería á Pablo; distribuyó infinitas limosnas y dádivas; y así pensando en todos, haciendo el bien á manos y corazon llenos, levantando en continuas y fervorosas oraciones su alma á Dios... se fué estinguiendo como un sonido melodioso, cada vez mas suave, cada vez mas dulce!... y un dia en que con manos cruzadas rezaba, sus labios dejaron de articular, sus ojos de fijarse con amor en los que le rodeaban... ¡y su corazon de latir á un tiempo!

El dolor de Clemencia la postró en cama. Por mas que sea el carácter apacible, el ánimo sereno y madura la razon, el dolor es en la juventud, para el corazon, una calentura que no halla calmantes. Clemencia mandó que se llevasen de su cuarto los pájaros que cantaban; que cortasen de su jardin las flores que se abrian; echó en cara al sol el alumbrar alegre la tierra el dia del entierro de un justo, y al cielo el haber dejado brotar en la tierra el amor, esa flor del cielo que solo deberia existir en la eternidad.

Pero apénas estuvo repuesta su salud, y apénas pudo hacerse dueña de su inmensa afliccion, cuando conforme á las indicaciones de su tio pensó trasladarse á Sevilla.

Así fué que le dijo á los pocos dias á su primo:

— Pablo, nos vamos á separar despues de cerca de ocho años de haber vivido bajo el mismo techo.

Pablo calló y bajó la cabeza; estaba prevenido á este golpe cruel.

— Réstame, Pablo, el darte gracias por tus nunca interrumpidos buenos procederes hácia mí, prosiguió Clemencia, y decirte cuán penosa me es nuestra separacion.

— Entónces... dijo Pablo que no acabó la frase.

— Voy á Sevilla, añadió Clemencia, — respondiendo indirectamente á esta pregunta que Pablo no articuló, pero que ella comprendió; — al lado de mi tia, pues así lo dispuso nuestro Santo Mentor.

— Clemencia, dijo Pablo, ahora, pues, es el caso, ya que vas á establecerte, en que debas en toda justicia, y para no rechazarme como á un estraño, recibir del mayorazgo que{183} debió ser tuyo, siquiera la viudedad, para que vivas con el decoro y en el rango que te corresponde; te consta que no sé qué hacer con el sobrante que dejan las rentas.

— Para vivir bien y con decoro, Pablo, me sobra con lo que me ha dejado nuestro tio; grandezas, ni las apetezco, ni las busco, ni las quiero: sabes que me son antipáticas, quizá por una rareza de carácter. Mi padre me enseñó las verdaderas grandezas que proporciona el dinero, las limosnas, que son el lujo del corazon; la caridad que es la verdadera grandeza del alma. Sigue tú su ejemplo, y todas tus rentas te vendrán cortas. No obsta esto, Pablo, á que te agradezca esta nueva prueba de tu generosidad para conmigo.

— Otra mayor tienes que agradecerme, Clemencia, dijo tímidamente Pablo, y quiero que la sepas ántes de separarnos, para que si no nos volviésemos á ver en esta vida, quede grabada en tu corazon mi memoria con la gratitud que te infunda... porque en esta ocasion... la merezco!

Clemencia miró á su primo con sorpresa.

— ¿Mas aun que agradecerte, Pablo? esclamó.

— Recordarás, dijo Pablo, que mi tio quiso unirnos.

Clemencia se puso encendida como la flor del granado.

— Tú consentiste, prosiguió Pablo.

Clemencia bajó confusa los ojos, y calló.

— Pero yo, Clemencia, añadió Pablo... rehusé!

Clemencia quedó confundida.

— Y rehusé, Clemencia, prosiguió Pablo, porque tú hacias un sacrificio grande en casarte conmigo, y yo uno cruel en negarme á ello; y quise que el sacrificio estuviese de mi parte, y no de la tuya; esto prueba que te amaba y sigo amando sin esperanzas, Clemencia; y el amor que vive sin alimento, esto es, sin esperanzas que le sostengan, es de alta esfera, é inmortal como el alma!

Hubo un rato de silencio. Pablo tenia la respiracion oprimida.

Dos gruesas lágrimas cayeron lentas por las mejillas de Clemencia.

— Esto te lo digo, Clemencia, prosiguió Pablo, cuya voz alterada salia con dificultad de su pecho, porque nos vamos{184} á separar y quizas para siempre! A no ser así, no me hubiese atrevido á ello; pero he querido que ya que no me tengas amor... me tengas gratitud y lástima!

Diciendo esto Pablo, no pudiendo por mas tiempo comprimir la vehemencia de su dolor, se levantó y salió apresuradamente.

— ¡Pablo!... esclamó Clemencia profundamente conmovida.

Si Pablo hubiese tenido mas ciencia de mundo y mas esperiencia del corazon humano, habria sabido aprovechar aquellos bellos momentos de enternecimiento para ganarse un corazon que latia de admiracion y de gratitud, subyugado ya por los nobles medios que subyugan las nobles almas; pero su timidez le ataba, su modestia le desesperanzaba, y su delicadeza le detenia; se paró un momento en la puerta del segundo cuarto, y se dijo: ¿Y á qué volver? ¿A ser sobrepujado en generosidad? Entónces cuanto he hecho pareceria premeditado. Nada grande se lleva á cabo sin entereza: no la pierda yo al verla resuelta á concederme, arrastrada por la gratitud, lo que movida por amor no pudo!

Y se alejó presuroso.

Pasada la primera emocion, Clemencia se serenó, pensó que de todos modos, aun cediendo á los deseos de Pablo, que fueron tambien los de su padre y de su tio, no debia permanecer á su lado, ni habitar ya aquella casa sino como su mujer; sintió que la separacion que proyectaba por respeto humano, debia ahora que Pablo se habia declarado, llevarla á cabo por respeto á sí misma, y apresuró los preparativos de su partida. Pablo por su lado, ahogado de pena, temiendo no poder ocultarla, y comprendiendo que su presencia turbaria á Clemencia, se habia ausentado. De suerte que la declaracion de Pablo solo habia servido para levantar entre ambos una barrera, y para ahuyentar la franqueza de hermanos que hasta entónces entre ellos habia existido.

FIN DE LA PARTE SEGUNDA.{185}


PARTE TERCERA.

CAPITULO I.

Ocho años habia que faltaba Clemencia de Sevilla: ocho años suelen traer grandes cambios en las cosas y en las personas; y debemos indicarlos ántes de proseguir.

La Marquesa, á la que devoraba un cáncer el pecho, habia envejecido mucho, y su habitual estado de latiente apuro, habia pasado á un estado de decaimiento inerte, en el que, como sucede generalmente á los enfermos de gravedad que conservan despejadas sus facultades intelectuales, no la interesaba nada sino su padecer.

En Constancia no era ménos notable el cambio que se habia operado.

Desde la catástrofe que hemos referido y la enfermedad que de ella resultó, que la trajo á punto de mirar la muerte cara á cara, Constancia habia muerto al mundo, como dice una frase, la que por haber caido en el monótono carril de la rutina, no ha perdido su grave y elevado significado. En su enérgica fibra, solo un sentimiento á la vez profundo y esclusivo podia haber reemplazado el que le inspirara aquel amor que llenó toda su alma, como habria llenado toda su vida. Al borde del sepulcro condenó los estremos del amor á la criatura, y pidió á Dios perdon si moria, y conformidad si en la tierra la dejaba su voluntad omnipotente. La religion hizo mas que darla conformidad; le dió consuelo y virtudes, desterrando de su alma, despues de la desespera{186}cion, la soberbia, la acritud, la rebeldía y el egoismo, que por tanto tiempo en ella se entronizaron, reemplazándolos con la mansedumbre, la benevolencia, la caridad, la paciencia; cual la naturaleza produce flores odoríferas y cordiales en un crial, cuando una mano fuerte le ha arrancado los abrojos y espinas que lo cubrian. Porque este es el efecto y resultado de la vida, que unas veces con desden, otras con burla, pocas con respeto, se denomina, dedicada á la virtud; este es el fin á que tiende. Y si los que la llevan no siempre logran conseguir este objeto (puesto que eso de ser estremadamente virtuoso no es tan fácil como les parece á aquellos que desde que ven á una persona entrar en esa senda, exigen de ella la realizacion del objeto á que aspira); si no siempre logran alcanzar este fin, los que á él aspiran, decimos, tienen al ménos el mérito de haberlo intentado, y la gloria de alistarse bajo la santa bandera, cuyo emblema es un cordero, una cruz y una corona de espinas. Tienen aun mas: tienen el valor de renunciar á la sancion del mundo bullidor, el de pasar por pobres de espíritu en la brillante, ruidosa y desdeñosa legion de los denominados ilustrados, el de hacerse condenar al ridículo y al desprecio por la soberbia y acerba legion de los incrédulos é impíos, y solo contar con las calladas y benévolas simpatías de aquellos que se esconden por no ser vistos, y callan por no ser oidos, en una época que los burla con sarcasmos, y los desprecia con insultos.

Constancia, no obstante, era de las afortunadas que logran el fin propuesto; lo que era debido sin duda al total desprendimiento de las cosas de la tierra que el infortunio produjo en su alma.

Nadie habria reconocido en ella á la elegante jóven que fué: su traje era mas que modesto; era pobre: llevaba siempre un vestido de coco ó tela de algodon negro, con pequeños lunares grises; cubria su garganta un pañuelo de la India, gris y negro, prendido al cuello con un alfiler; gastaba en todo tiempo manga larga y zapato de piel, y su cabello primorosamente alisado, estaba sujeto con dos peinecillos sobre sus sienes, sin ningun género de pretension.{187}

Esta abnegacion del placer de agradar y de la satisfaccion de parecer bien, es la mas heróica que en aras de la severa virtud puede ofrecer como sacrificio la mujer; y este mérito solo se ve en España, sin que por eso neguemos que en otros países haya mujeres admirablemente virtuosas, profunda y severamente religiosas; pero este tipo de completo desprendimiento de las cosas del mundo y de la vanidad, no se ve sino aquí, por mas que se afanen en sostener que todos somos iguales. No; las nacionalidades no se borran de una plumada, ni con un aforismo falso, ni con algunas modas universales en el vestir. Dícese que la completa igualdad es un resultado necesario de la ilustracion y de la facilidad de comunicaciones; pero ¿no basta á probar la falsedad de este aserto, el ver que los dos focos de ilustracion, que son al mismo tiempo, las dos capitales mas cercanas, han sido, son y serán los dos mayores contrastes? En qué ha mudado ese diario contacto las respectivas y marcadas fisonomías de Paris y de Lóndres?[8]

Es para nosotros un enigma el móvil que lleva á muchas personas de mérito y de talento á defender y aplaudir esa nivelacion general, y cuál es la ventaja que de ella resultaria. Que un país sin pasado, sin historia, sin nacionalidad, sin tradiciones, adopte un carácter ajeno por no poseerlo propio, como ha hecho la América del Norte[9] adoptando el inglés,{188} y la del Sur adoptando el español, se comprende. Pero que se afanen por hacer esto algunos hijos del país de Pelayo y del Cid, de Calderon y de Cervántes, para desechar el suyo y adoptar el ajeno, es lo que no concibe ni el patriotismo, ni la sana razon, ni el buen gusto, ni la poesía.

Constancia era pues, sin ostentarlo ni ocultarlo, una beata. Las beatas no son perfectas, aunque las gentes del mundo exigen de ellas una perfeccion de que estas se creen dispensadas; pero Constancia lo era, porque coronaba sus demas virtudes con la tolerancia, que á algunas suele faltar, y unia al estricto cumplimiento de sus deberes, una dulzura adquirida, la que en su carácter fuerte y áspero era un hermoso triunfo obtenido al pié del tribunal de la penitencia. De sus ojos serenos habian desaparecido aquellas miradas ariscas y altivas que ántes le fueron propias, y de su tranquilo semblante el aire esquivo y desdeñoso; sin afectar formas afables, las tenia benévolas y dignas. Llevaba con la perseverancia de la consagracion, toda la asistencia prolija que hacia necesaria la larga y terrible enfermedad de su madre, y sus escesivas impertinencias con no desmentida paciencia. Si alguna persona íntima celebraba su comportamiento, hacia grandes esfuerzos para disimular la incomodidad que la causaban estos elogios que rechazaba.

En las demas personas el cambio no habia sido notable.

Sobre D. Galo habian pasado estos ocho años como otra infinidad de los anteriores. Los siete mil reales seguian su curso inmutable, las pelucas hacian su servicio periódico, el lente de plata no se cansaba de servir á su dueño, ni este de servir á las damas. Todos sus compañeros habian cambiado de destino ó de lugar; hasta la oficina habia variado de local; pero D. Galo la habia seguido como un fiel perrito á su amo, ocupando su mismo puesto y su misma carpeta, con los que estaba identificado.

Sobre la robusta arrogancia de Doña Eufrasia, habian pasado los años como pasan sobre las plazas fuertes los vendavales. En ellos habia cobrado muchas viudedades, sin dar la mas mínima esperanza al Monte-pio de libertarlo de esta carga.{189}

En D. Silvestre no habia mas alteracion sino la de haber adquirido su vientre una posicion ménos prominente y mas rebajada.

Pepino habia tomado gran cariño á los Mercurios, y seguia cuidándolos con esmero por propio impulso, como ántes por mandato de su ama.

Su tia recibió á Clemencia tristemente, aunque celebró mucho su venida, y le hizo una larga y minuciosa relacion de sus padeceres.

Constancia demostró una sincera, pero sosegada alegría de ver á su prima, sin que mediase entre ellas ni una conmemoracion ni aun una alusion á la terrible catástrofe de la que Clemencia habia sido testigo.

A los pocos dias, con motivo de la gravedad de su madre, llegó tambien Alegría, que con su marido y sus tres niños venia de Madrid, donde estaban establecidos.

Alegría estaba hecha el bello ideal de la elegancia, un figurin de moda, el tipo del supremo buen tono. Pero su vida agitada y sus horas desarregladas, sus continuos trasnocheos y sus constantes escitaciones la habian destruido, avejentado y adelgazado á aquel estremo que quita todas las formas al cuerpo, toda la frescura al rostro y toda la lozanía á la juventud. Compuesta y animada, sobre todo con la luz artificial, estaba bien; pero descompuesta y desanimada, estaba como una flor sacudida y marchita por el levante.

Su marido, ademas de ser el tipo de la distincion y de la finura, lo era ahora igualmente del buen marido y del buen padre.

Cuando Alegría vió á Clemencia, que merced á su tranquila vida, á su feliz existencia, traia con el alma de una novicia la hermosura de una Hebe, le dijo:

— ¡Qué lozanía! ¡Qué frescura! ¿En qué Eden has vivido? Ganas me dan de ir á pasar una temporada á Villa-María, aun á costa de venir tan anticuadamente vestida y peinada como lo estás tú. ¡Dios mio! ¡qué bien te sienta el estado de viuda! y riquísima que me han dicho que eres!... ya sé, ¡un tio!... Oye ¿era jóven?... Ocho años de destierro te ha costado; pero en fin, si estuviste como el raton{190} en el queso, ¡anda con Dios! Hiciste bien en estarte á la mira y aguantarte, porque, hija mia, el dinero, el dinero es el todo; sin dinero ¿qué se hace? Vamos, eres la mujer feliz. Mira, no hagas la locura de volverte á casar.

Clemencia habia oido toda aquella retahila, atónita, sin aun comprender la malicia de ciertas espresiones; pero al oir esta última, y recordando en su corazon la promesa que habia hecho á su tio, repuso á su prima:

— ¿Y porqué seria una locura volverme á casar?

— Porque perderias tu libertad, contestó Alegría con mas malicia que se suele poner á esa necia y repetida frase.

— Pero, ¿qué clase de libertad es, repuso Clemencia, la que tengo de viuda y no tendria de casada?

— ¡Qué candidez de niña bien criadita! La clase de libertad á que aludo, hija mia, es la de poder hacer lo que te dé gana. ¿La tenias cuando casada, mi alma?

— No se creeria que quien habla así fuese la mujer de un marido que no tiene mas gustos que los suyos, y no hace sino mirarla á la cara, dijo Clemencia.

— Eso no quita que la que tiene marido y tres hijos, esté aviada y divertida. ¡Niños! esa plaga, esa carga, esas trabas, que acaban con la paciencia, que destruyen el físico, que quitan el gusto y el tiempo para todo. ¡Oh! ¡son una calamidad!

— ¡Jesus! ¡Jesus! esclamó asombrada Clemencia. ¡Plaga, calamidad, llamas tú á la bendicion de Dios, al dulce fin y objeto de la union del hombre y de la mujer! ¿Sabes lo que dicen las pobres y sencillas gentes de Villa-María? Hijos y pollos todos son pocos.

Alegría soltó una burlona carcajada.

— ¡Qué lástima, dijo, que no te hubieses casado con mi marido, y se hubiesen Vds. ido en amor y compaña á poblar una isla desierta! Pero, hija mia, la que no está por la vida patriarcal, esto es, las gentes que viven en la era presente, como dicen los periódicos, llaman á los hijos cargas, y al casamiento yugo. Así lo llama hasta mi beata hermana Constancia, sin mas que anteponerle la calificacion de santo. Pero, si tan bien te parece el matrimonio, mucho{191} estraño que hayas estado ocho años viuda; por consiguiente, no te admire el que no ponga mucha fe en tus palabras, ni te crea muy sincera.

Clemencia se quedó asombrada de ver convertido en sistema y formulado en reglas de mundo, un sentimiento que ella habia tenido, nacido de sus desgracias domésticas, y del que su tio le habia hecho avergonzarse á pesar de su inocente orígen, como de un sentimiento emancipado, egoista, poco natural y poco mujeril: así fué que contestó sonrojándose:

— En Villa-María habia pocos novios, y ademas mi vida era tan dulce al lado de mis padres y de mi tio, que la habria preferido siempre á toda otra, no por amor á la libertad ni oposicion á los hijos, sino por amor á ellos.

— Con que... ¿te volverias á casar? preguntó con burla Alegría.

— Si hallase un hombre que me llenase, y á quien yo pudiese hacer feliz, lo haria, pues así se lo prometí á mi tio, contestó Clemencia.

— ¡Buena tonta serás! esclamó Alegría.

Entró en este momento Constancia, diciendo que su madre que apénas habia dormido en la pasada noche, acababa de coger el sueño. Alegría aprovechó este descanso para ir á ver algunas amigas, y salió despues de dar un repaso á su tocado ante el espejo.

Era la primera vez desde la vuelta de Clemencia, que ambas primas se hallaban solas, no separándose Constancia un solo instante del lado de su madre.

Largo rato callaron.

De repente Clemencia cogió las manos de su prima, las apretó entre las suyas, y le dijo en queda y conmovida voz, miéntras dos lágrimas bañaban sus párpados: — Constancia, te admiro y te venero.

Constancia calló, y un imperceptible temblor se notó en sus labios.

— ¿Qué has hecho para olvidar, Constancia? prosiguió Clemencia.

— ¡No recordar! respondió la primera.{192}

— Y esto ¿cómo has podido lograrlo?

— Con anteponer al recuerdo esta oracion:

¡Aparta, mi Dios, de mí
Lo que me aparta de tí!

Cree, Clemencia, que Dios atiende á quien le invoca.

— Sí; y Dios ha escuchado tan bella deprecacion, y solo te ha rodeado de cosas que te acercan á él, ofreciéndote la ocasion de la enfermedad de tu madre, en la que pruebas el ser una santa.

— Calla, contestó Constancia con algun calor. ¿Con qué lavo, con qué borro, con qué compenso mi malvada conducta anterior con mi madre? ¡Oh! créelo; cuando todo mi anhelo y desvelos no alcanzan á agradarla, cuando me rechaza y se incomoda, recuerdo que fuí capaz de decir que no la amaba. ¡Yo, enamorada y soberbia, no amar á la madre que me dió el ser! ¡Oh! entónces le agradezco como un favor el que no me maltrate de hecho, y no me eche de su lado como hija indigna de cumplir con el santo deber de asistirla.

— Lo dijiste en un momento de exaltacion rencorosa, Constancia.

— No, Clemencia, esa exaltacion rencorosa era mi estado habitual. Llenaban mi alma la pasion, la soberbia, la rebeldía y la aspereza. El ser niña indómita, hija rebelde y sobrina ingrata, costaron la vida al hombre que amé; me hicieron perder la felicidad que apetecia, que quizas por medios humildes y suaves habria al fin logrado; y hubiesen perdido mi alma, si Dios no me enviara con la muerte un aviso de la eternidad, en cuyo borde se abrieron los ojos de mi alma á la luz de arriba.

— ¡Qué humilde eres, Constancia!

— Clemencia, no es humildad el reconocer sus faltas. No soy humilde; solo que, gracias al cielo, no existe la soberbia que me cegaba.

— Sí lo eres, y aun vas mas allá, prima, pues no solo reconoces tus faltas, sino que desprecias tus virtudes. ¿Porqué has hecho un estudio tan severo en ocultar un dolor, que yo que conozco tu alma, sé que está incrustado en ella hasta la muerte?{193}

— Clemencia, — respondió Constancia en voz inmutada y tan queda como si á sí misma quisiese ocultar la emocion que la dominaba,—¡las penas que se ofrecen á Dios, se ocultan á la tierra, para que no se evapore en ella este incienso del corazon!

CAPITULO II.

Clemencia, abrumada con los quehaceres que le proporcionaba el amueblar y preparar su casa, distraida y atolondrada con el sinnúmero de visitas que recibia la rica, hermosa y amable viuda, aunque habia pensado escribir á Pablo, lo difirió. ¡Qué de cosas se dejan de hacer por diferirlas! Diferir un buen propósito, es como diferir el socorro á un necesitado; suele perecer este, merced á la omision, é invertirse la limosna en otra cosa: tambien sucede que suele desmayar y desvanecerse el buen propósito, gastarse el tiempo y la voluntad en otra cosa, como aconteció con la limosna: sobreviene el olvido con su apagador, y sume todo en el cáos.

Tan luego como Clemencia estuvo establecida en su hermosa y bien alhajada casa, fué esta en estremo concurrida. Su dueña poseia el don innato de bien recibir, puesto que este, así como todo lo fino y delicado en el trato, tiene por base la bondad, y que esta era el fondo del carácter de Clemencia y el primer móvil de sus acciones. Todas las reglas de finura y delicadeza tienen por tipo la sencilla bondad, como el arte coreográfico tiene por norma las gracias de la infancia. Su casa se puso de moda, y la moda es una maga que nos convierte en una manada de carneros, que lleva á su albedrío por montes y valles.

Entre las personas que fueron presentadas en casa de Clemencia, se distinguian dos estranjeros de alta categoría, el uno inglés, el otro frances, que habian venido á pasar el{194} invierno en la primavera que durante esta estacion goza Sevilla, la noble y destronada reina de Andalucía.

El Vizconde Cárlos de Brian y Sir George Percy eran dos bellos tipos de sus respectivas razas y países. Ambos eran altos. El Vizconde algo mas grueso, tenia en sus maneras mas elegancia, Sir George mas distincion; en su porte tenia el Vizconde mas nobleza, y Sir George mas dignidad; el primero era mas airoso, el segundo mas natural. En su traje era de Brian mas ataviado, y Sir George llevaba la bellísima sencillez del vestir inglés á un estremo de indolencia, que le hacia no notar que se ponia un chaleco de invierno en verano, lo que no impedia que fuese tan esclusivamente pulcro y delicado en su ropa, que regaló á su ayuda de cámara á la mañana siguiente de haberlo estrenado, un vestido de baile, que por no traerlo en su equipaje, tuvo que mandar hacer al mejor sastre de Sevilla.

Era Sir George inmensamente rico y espléndido sin fausto, por lo que le llamaban en Sevilla Monte-Cristo, así como al Vizconde, en vista de su estatura y de ser muy realista, le habian puesto Carlo-Magno.

Deploramos profundamente esta costumbre andaluza de poner apodos ó sobrenombres, por distinguidas que sean y por mucho mérito que tengan las personas; es esto contra la dignidad y la elegancia de una sociedad culta y fina. No hay gracia que compense una chocarrería.

Precisamente eran hombres ambos los mas á propósito para poder apreciar el gran mérito de Clemencia; ambos debian ser seducidos por la reunion de ventajas que poseia esta, y que tan rara vez se halla en una misma persona; así fué que ambos comprendieron desde luego que era Clemencia un ente escepcional, ricamente dotado por la naturaleza y por la cultura, cuyo mérito pocos sabrian comprender, ni ella misma sabia apreciar en todo su valor.

Entablóse desde luego entre de Brian y Sir George una de esas secretas y agrias competencias, tan hábilmente disimuladas por los hombres de mundo, no bajo formas afables, sino bajo formas indiferentes. De esta competencia resultó que la inclinacion hácia Clemencia subiese en Sir George,{195} hombre seco, gastado y frio, á un efervescente antojo; y que en el Vizconde, hombre de corazon y de peso, se reconcentrase, temiendo la vanidad francesa verse forzada á ceder en sus pretensiones ante un rival mas afortunado. En esta circunstancia podia decirse que tanto por la posicion de ambos hácia Clemencia, como por sus respectivos caracteres, estaban trocadas en ellos las índoles de sus dos países, siendo Sir George con Clemencia el hombre amable, obsequioso, espresivo y subyugado, miéntras el Vizconde se mostraba el hombre comedido, tímido y reservado hasta el punto de aparecer frio.

El Vizconde habia nacido aun en el destierro, de un padre que habia perdido á los suyos en el cadalso. Vuelto á su patria, habia perdido á su hermano por un puñal homicida en Roma, y á su padre á su lado defendiendo el órden en las jornadas de febrero, y entonces abandonó desesperado y abatido la patria que amaba, para no presenciar su suicidio.

Sir George al contrario, habia nacido y vivido entre grandezas, felicidades y riquezas, sin pensar mas sino en satisfacer su vanidad, sus pasiones y sus caprichos. Así era que á los treinta y tres años se sentia con despecho, hastiado de todo, seco de corazon, enervado de alma y reducido á solo placeres materiales.

Fuese este retraimiento del Vizconde, ó bien fuese por la finura y elegancia de los obsequios de Sir George, ó bien por aquel ciego impulso cuyo orígen es inaveriguable, y que no toma sus aspiraciones de la razon, de la paridad, ni de la simpatía, sino que nace espontáneo, crece déspota y arrastra al corazon á pesar de aquellos, Clemencia, que era muy niña para poder penetrar en las profundas simas del corazon de los hombres criados en el gran mundo, se sintió arrastrada con vehemencia hácia Sir George, cuyas distinguidas maneras, cuyo talento, ilustracion, saber y gracia la encantaban. Y no es de estrañar que en unos instintos tan delicados, en un gusto tan culto como era el de Clemencia, unidos á un amante corazon, que hasta entónces habia respirado en una atmósfera sencilla y sosegada, hiciese impre{196}sion un hombre como Sir George, en quien brillaban en su mas alto grado las referidas ventajas.

Sir George sabia con una delicadeza de maneras, que solo se adquiere en la mas alta y fina sociedad, obsequiar de un modo que no era rehusable; obsequiaba á Clemencia en las personas que ella queria ó le eran allegadas; habia mandado venir para la Marquesa un aparato ingenioso para vendar su pecho; habia regalado á D. Galo unos gemelos de unas dimensiones tan descomunales, que le era imposible á su entusiasmado dueño, colocarlos ante su vista con una sola mano. Paco Guzman los habia apellidado Rómulo y Remo.

— Paco, hijo mio, contestaba D. Galo en sus glorias, me ha dicho el Señor D. Jorge que el fabricante solo hizo tres como estos; uno para el Príncipe Alberto, otro para el Gran Turco, y el presente, que teneis á vuestra disposicion.

Hasta á D. Silvestre, cuya hostilidad á los caminos de hierro no le era desconocida, habia regalado Sir George una chistosa caricatura inglesa que representaba una procesion de viajeros, que ántes de entrar en los coches y wagones del tren, pasaban ante la máquina quitándose el sombrero y saludándola con las palabras con que los gladiadores romanos saludaban al emperador ántes de ir al combate:

Morituri te salutant.

Esta sátira habia entusiasmado cuanto era dable entusiasmar al calmoso D. Silvestre: la habia llevado á todas las partes á que concurria, mandándole hacer en seguida un suntuoso marco de caoba con una estrella de metal dorado en cada ángulo, y colgado frente de un mueble que tenia el nombre, y no el uso, de mesa de escribir; mesa que adornaba un tintero de plata de purísimas entrañas, unido á una pluma vírgen sin mancilla, cuyos desposorios eran tan nominales como los de Santa Cecilia y San Valeriano.

No obstante, Percy no usaba con Clemencia hipocresía, no porque no fuese muy capaz de valerse de todos los medios para ganarse su corazon, sino porque en su escepticismo general se persuadia de buena fe que cuanto elevado, ferviente, ascético é ideal existe, son voces muy literarias, muy poéticas y muy sonoras, pero sin valor real; buenas libreas que{197} visten maniquíes sin alma y sin sentido. Así era que Sir George tenia la buena cualidad de ser natural en la espresion de sus sentimientos y de sus ideas, no por cinismo, sino porque las creia las generales, las verdaderas fundamentales y la razonada reaccion, como él decia, de las declamaciones filosóficas, de las puritanerías melifluas de la reforma y de las aspiraciones ascéticas del espiritualismo católico, creyendo el Nego absoluto la verdad fundamental de la ciencia del mundo y del corazon humano. ¡Oh! ¡y no es el solo! Es de ver con qué grosera valentía de Alcídes pisan muchos hombres con su torpe planta, las santas, ideales y suaves compañeras que las almas selectas buscan y hallan en el cielo, en la poesía, en el ideal, que les hacen la vida buena y dulce, y que guiándolas siempre hácia arriba, siembran con flores las mas áridas sendas!

Mas á medida que pasó tiempo, brotó en el corazon de Clemencia, á la par de este reciente amor una instintiva inquietud, como al lado de una azucena nace una zarza, que la envuelve y espina con sus ramas.

En Sir George, al contrario, era cada dia mayor el encanto que ejercia Clemencia. Si desde que la habia visto la vez primera se habia hallado arrastrado por la seduccion violenta, que ejerce la hermosura sobre los hombres viciosos en quienes solo domina el amor material; si la competencia con un hombre de tanto mérito como lo era el Vizconde, habia empeñado su amor propio en el triunfo, el trato de Clemencia á la vez tan modesto y franco, su entendimiento á la vez tan culto y cándido, sus sentimientos á la vez tan blandos y alegres, su modo de ver tan original, sin que por eso se desviase un punto de la buena senda trillada, habian acrecentado en Sir George esta seduccion con todo el aliciente de lo nuevo y de la curiosidad, aliciente gastado y sin estímulo hacia mucho tiempo en Sir George, pero que en esta ocasion renacia y alcanzaba en él proporciones muy elevadas. Sir George conoció que no lograria hacerse amar de Clemencia por ninguno de los medios vulgares, y puso en juego cuantos á él para agradar le habian dado la naturaleza, la cultura y el uso del mundo.{198}

Ese hombre hastiado de todo, se halló agradablemente sorprendido al notar que anhelaba algo con vehemencia, y al sentir un deseo cuyo logro le escitaba. No entraba en este aliciente la vanidad ni un amor propio vulgar. Habia pasado la edad en que lisonjeasen el suyo las conquistas. Aunque solo contaba treinta y tres años, y su hermosa persona representaba aun mucho ménos, el dictado de viejo Cupido, dado á un ilustre Lord, le horripilaba. Ademas, los hombres de su categoría y de su alzada desdeñan el brillar, porque desdeñan la opinion, y son bastante sibaritas y delicados para preferir en sus amores, á lo ostensible el encanto del misterio, y al triunfo el decoro de la reserva. Uníase á esto el que los hombres como Sir George, á falta de toda religion y de toda creencia, de toda fe y de todo culto, conservan el del honor, levantando este culto terrestre á una altura que solo compete al divino, lo que prueba que no hay orgullo, escepticismo ni espíritu de independencia que alcancen á arrancar del corazon del hombre la imperiosa necesidad de acatar, que puso Dios en él para recordarle su dependencia.

Bien conoció desde luego el hábil fisiologista que la derrota podria hundir para siempre la existencia de aquella jóven, que salia al mundo, pura, suave y sonriendo como la aurora, confiada é indefensa como la verdad; pero se decia:

— ¡Bah! nadie se ha muerto de amor, y ella es muy católica para suicidarse.

Si D. Galo hubiese podido penetrar los pensamientos de Sir George, habria pensado:

— ¿Quién hubiera dicho que D. Jorge, ese apreciabilísimo sujeto, fuese tan fatuo?

El Vizconde habria pensado:

— Mucho se espone el soberbio hijo de Albion, no á ser subyugado, pues no es leon que se ate con cuerda de lana; pero sí á ser un César incompleto y desairado.

En cuanto á Pablo, el honrado y enérgico español, á saber sus ideas, le hubiese ahogado entre sus manos.

Desde la llegada del Vizconde, que por desgracia suya habia sido posterior á la de Sir George, y sobre el cual habia hecho Clemencia una impresion harto mas profunda y{199} sincera que sobre su competidor, se sentia el inglés sin querer confesárselo, celoso á pesar de que conocia la preferencia que de él hacia la jóven viuda; pues al corazon de Clemencia, si bien lo velaba la modestia, no lo disfrazaba el artificio. Sir George no pudo ménos de conocer que era de Brian un competidor temible. Sufrieron entónces sus sentimientos un notable cambio. Solicitada y amada por un hombre como el Vizconde, le apareció Clemencia por un prisma seductor; la inquietud que le causó la rivalidad con un hombre como de Brian, fué como un galvanismo que dió una vida facticia á sus muertos sentimientos. Entónces se obstinó impulsado por cuanto aun vibraba en él, amor propio, deseo material, capricho y orgullo en no dejarse á toda costa suplantar por un competidor.

— Es preciso, se decia, que yo sea un buzo diestro y diligente para sacar y apoderarme de su amor, esa perla que en tan profundo y sosegado elemento duerme, que podría encerrarse en su concha, si enturbio el agua, ó dormir profundamente, si no la muevo, ó ser arrebatada por otras manos, si no me anticipo.

CAPITULO III.

Sir George concurria con otras muchas personas á prima noche en casa de Clemencia, donde permanecia hasta las nueve, hora en que indefectiblemente iba esta, acompañada por D. Galo Pando, á casa de su tia. Cuidaba aquel siempre de llegar ántes que ninguno, lo que le proporcionaba el placer de estar algun tiempo solo con Clemencia, y en verdad que estos ratos tenian para él un imponderable atractivo.

La candidez y alegría de Clemencia, esa hija de la naturaleza, parecia fundir el hielo con que la vida artificial y disipada del mundo habia apagado hasta la última centella del fuego sacro en el alma de Sir George.

La naturalidad del trato de Clemencia, la sinceridad que{200} respiraba todo su ser, la rectitud con que sin esfuerzo, sin gazmoñería y sin estudio, seguia siempre en cuanto hacia y decia la senda recta, le arrastraban á deponer ese modo de ser artificial que se vuelve á veces una segunda naturaleza en las gentes del gran mundo anglo-franco. Habia sentido y aprendido el imponderable encanto peculiar al trato español, la confianza, esa hija de la naturalidad y de la sinceridad: así era que al lado de Clemencia cuando estaban solos, se sentia Sir George con delicia, jóven, alegre y casi niño; reia con ella con una risa sincera é inocente, desconocida mucho tiempo habia á sus labios; era casi sencillo y cariñoso; descendia con placer á los mas pequeños detalles de la vida de Clemencia; conocia á su tio, á su padre, á Villa-María, á sus flores, á sus pájaros.

— ¡Oh! solia decirle, sois delicada por naturaleza, culta instintivamente, y poeta espontáneamente: ¿qué Hada os hizo, al nacer, lo que sois?

— No soy nada, Sir George, respondia con su incontestable sinceridad Clemencia; mas puedo decir con el poeta de Oriente: No soy la rosa, pero he vivido á su lado.

Era entónces él amable cual pocos; su conversacion, llena de entendimiento y de chistes, arrastraba tras sí, seduciendo sobre todo á las personas de talento é ilustradas; porque, como ha dicho tan bien el ilustre literato Pastor Diaz, el talento subyuga con mas fuerza al talento que á la ignorancia. Tambien subyugaba á Clemencia la alta esfera en que se movia su amigo; pero algo triste le quedaba siempre, despues que se ausentaba y cesaba el encanto, sin definir la causa; era que su corazon no hallaba en aquel sol brillante pero frio, el calor que hace brotar la fe y la confianza.

Si alguien entraba, Sir George era otro hombre; el que un momento ántes atraia con su gracia y amenidad, rechazaba ahora por aquel entono, aquella morgue, como dicen los franceses, tan propia de aquellos que entre la aristocracia inglesa creen que para alzarse no hay mejor medio que el de rebajar á los demas. Rechazaba igualmente por la constante ironía, tan del gusto de la época, que muchos, que tenian entera buena fe, no siempre comprendian, pero que{201} aun sin alcanzar toda su hiel, á nadie dejaba satisfecho. Complacíase en diferenciarse de los demas: así era que demostraba la mayor indiferencia por lo que interesaba ó entusiasmaba á todos, y se ocupaba en seguida de puerilidades que á nadie llamaban la atencion: por lo cual nunca celebraba la Catedral, ni el Alcázar, ni la Lonja, ni los cuadros de Murillo; pero se entusiasmaba con los bonitos puestos de agua, para chafar el sensato ajeno sentir con tan usadas como socorridas paradojas.

Una noche mas que nunca habia sido amena y animada la conversacion de Clemencia y de Sir George, vivificada con aquel delicioso sentimiento que ambos abrigaban de agradarse mutuamente; conviccion que cual un benéfico genio parece soplar sobre el fuego de nuestro entendimiento para hacerlo brillar en vivas llamaradas, produciendo en los ánimos ese enjouement, como llaman los franceses á un estado de inocente, pura y alegre escitacion. En él se mezclaba el amor sin nombrarse, como se oye en un jardin la melodía de una música oculta en la enramada. Sir George le descubria; Clemencia le ignoraba aun.

— Clemencia, dijo Sir George con sincero entusiasmo; entre la niña que encanta y el hada que admira, hay un ser encantador, — y es la mujer que se ama. ¿No preferís el serlo á los otros seres que alternativamente sois?

— Sir George, contestó Clemencia, no concibo la felicidad de ser amada, á no ser por un solo hombre.

— ¿Qué hombre, Clemencia?

— El que yo amase.

— Sois quizas la única mujer á quien esto sucede.

— ¿Esto es decir que soy original? repuso Clemencia volviendo á su tono festivo; ved, pues, la verdad de uno de los evangelios chicos de mi padre: no es la fortuna para quien la busca, sino para quien la encuentra.

— ¿Y vos no quereis amar, Clemencia? ¿Habeis quizas hecho un voto que os lo impida?

— No señor; pero el amar ó no amar, no consiste en querer ó no querer amar.{202}

— Para naturalezas tan dóciles y sumisas á la voluntad como lo es la vuestra, me temo que sí.

— ¡Ojalá dijeseis verdad! repuso suspirando la sincera Clemencia, que recordaba á Pablo.

Cuando Sir George, que dió otro sentido á la frase, enajenado iba á contestar, se abrió la puerta y entró el Vizconde.

Sir George, que era siempre frio, irónico, escéptico y poco comunicativo, y que á duras penas, y solo en la intimidad de una mujer hermosa, levantaba su habitual estado de sitio, no necesitaba mas que una leve contradiccion para volver á armar todas sus baterías. Así es, que recibió al Vizconde, como es de suponer, con un frio glacial: una dulce mirada de súplica con que casi le acarició Clemencia, templó algo su acerba displicencia; pero acudió al silencio para dar á entender que la presencia del Vizconde le era molesta. Faltaba en esto Sir George á su delicada reserva; pero la indomable índole británica se revestia de toda su áspera corteza.

El Vizconde notó esta falta de atencion, y comprendió lo que la motivaba.

Si la conversacion de Sir George era chistosa, incisiva y picante, la del Vizconde era en estremo fina, entretenida, á veces profunda, á veces elevada, siempre instructiva y siempre amena. El Vizconde tocó varios puntos, cautivando por entero la atencion de Clemencia, que le oia con mucho placer. Sir George no alternaba en ella, y como todo ceñudo que se encapota en su silencio, iba siendo olvidado.

— ¡Vaya!... — pensó con coraje, pues cuando no tenia á quien lanzar un sarcasmo se lo aplicaba á sí mismo, — yo estoy aquí haciendo el ridículo papel que llaman los españoles, rabiar de celos aparte: ¿me iré?

Por suerte entró en este instante D. Galo.

— A los piés de Vd., Clemencita. — Señor Vizconde, beso á Vd. la mano. — Señor D. Jorge, soy su servidor. — Hace un frio del polo.

— ¿Del polo del Norte... ó del polo del Sur? preguntó Sir George, que halló por fin la palabra con una de sus sérias y picantes burlas.

— Del polo del Norte, ¡por supuesto! contestó D. Galo.{203}

Sir George soltó una carcajada.

El Vizconde no hizo alto.

— D. Galo, dijo Clemencia, ahora decíamos que cuáles son las cosas que mas pueden agradar al corazon del hombre. Por mí pienso que la sensacion del agrado está mas en el corazon del hombre que no en las cosas; y creo que el corazon mas bien da el agrado, que no lo recibe.

— Es muy cierto, señora, repuso el Vizconde; y si no observad cuánto agradan á unos cosas sencillas é insignificantes; y cómo las mas perfectas no son á veces capaces de agradar á otros.

— Esto penderá, opinó Sir George, de lo esquisito del gusto.

— No lo creo, repuso el Vizconde, he visto muy malos gustos descontentadizos, y los he encontrado selectos, que como las abejas no hallaban una flor de que no sacasen miel.

— Magnífico instinto que admiro en ellas y en ellos, dijo con su fria sonrisa Sir George. Señora, prosiguió, dirigiéndose á Clemencia, ¿cuál es entre las cosas de la tierra la que tiene la dicha ó privilegio de agradaros mas?

— Las flores, contestó sencillamente Clemencia.

— ¿Teneis, pues, gustos botánicos?

— No señor, respondió Clemencia sin alterarse, no sé clasificar una sola planta; pero las flores son la poesía palpable del mundo material. Desde que el hombre cantó, entretejió con ellas sus cantos: nunca el espíritu de innovacion, de oposicion y de paradoja, para el que nada hay sagrado, que á todo ha tocado, se ha atrevido á ridiculizar la suave simpatía que inspiran las flores, que en la naturaleza se renuevan siempre frescas y lozanas, como las esperanzas en el corazon del hombre; inseparables de la poesía, son compañeras de los sentimientos que lo inspiran. Así es, que simpatizo con el jóven poeta que se ha hecho su cantor y tan bello culto les rinde, sin cuidarse de que otro acerbo, como vos, le haga la pregunta que me habeis hecho. Pero, prosiguió Clemencia alegremente, dirigiéndose á D. Galo, ¿qué decís vos? ¿qué es lo que mas os agrada en este mundo?{204}

— Lo que mas me agrada son las bellas, contestó D. Galo con su mas satisfecha y galante sonrisa.

— No puedo ménos de unir mi voto particular al de este caballero, dijo el Vizconde.

— A vos, señor D. Jorge, ¿qué os parece? ¿No digo bien? preguntó D. Galo frotándose sus manos despiadadamente enrojecidas por los sabañones que le producia su escribir constante en la fria oficina.

— Por primera y única vez difiero de vuestro sentir, que admiro siempre, contestó Sir George, que prefiero á las bellas las feas.

— ¿Por no tener rivales? preguntó D. Galo con las mas ostensibles pretensiones al gracejo; pues vos no deberiais temerlos.

— ¡Oh! no los temo, D. Galo; confío demasiado en el mal gusto de las damas. No es por eso. Pero es porque las feas son mas amables que las bellas.

— Señor, esclamó escandalizado D. Galo, ¿esto sosteneis en presencia de Clemencita, que es la mas contundente refutacion de lo que decís?

— Las escepciones no hacen regla, señor. Y entre las flores, prosiguió Percy, dirigiéndose á Clemencia ¿cuál es vuestra predilecta?

— La violeta, respondió Clemencia.

— ¡Ya! la que lo fué de Napoleon: estas son simpatías.

— No es porque lo fuese de Napoleon, es porque lo fué de la persona que mas he amado en este mundo.

— ¿De Fernando Guevara? preguntó D. Galo con su sencilla buena fe é indefectible desmaña.

— No, — contestó Clemencia sonrojándose, porque temió haber faltado á la delicadeza de casada, confesando que habia querido á otro mas que á su marido; — no gustaba Fernando de flores; eran predilectas las violetas de mi tio el Abad, á quien todo, todo lo debo. Aun no las hay y lo siento: su perfume es un recuerdo vivo como ellas son una imágen de aquel padre tierno, de aquel sabio modesto.

De allí á un rato se levantó D. Galo para irse.

— ¡Qué! ¿Os vais? preguntó admirada Clemencia.{205}

— Aunque me voy... me quedo.

— Ciertamente, en mi memoria.

Don Galo se puso tan ancho, que en aquel momento no se hubiese cambiado ni por un Rothschild, ni por un Apolo, ni por un Séneca, ni aun por el jefe de su oficina.

— ¡Pobre hombre! dijo Sir George, cuando hubo salido.

— ¡Qué escelente sujeto! añadió el Vizconde. Señora, la amistad que le demostrais, no solo hace favor á vuestro corazon, sino honor á vuestro delicado tacto.

— ¡Ah! dijo Sir George, yo no habia hallado en esa amistad, sino la prudencia de una mujer jóven y bella.

— Os habeis equivocado, repuso Clemencia, no elijo mis amigos por ningun género de cálculo; en mi eleccion solo obra la simpatía. Tampoco soy bastante presuntuosa ó tímida para buscar mi salvaguardia en la insignificancia de las personas de mi intimidad. Siempre juzgais la sociedad española por la estranjera, Sir George, y no acabais de comprender que la independencia moral de las españolas acata yugos santos, y no sufre andaderas pueriles.

Entró en ese instante Paco Guzman.

— Clemencia, dijo este al cabo de un rato, ¿sabeis que hemos hecho creer á D. Galo que Doña Eufrasia se casa con D. Silvestre? y ¡se lo ha creido!... porque ese bendito se cree cuanto se le dice.

— No hay mayor prueba de la sanidad de corazon que la credulidad, repuso Clemencia: para dejar de dar fe á las palabras ajenas, es preciso dar por supuesta la mentira; y hay corazones tan sanos que no la conciben. Pero os confieso, Paco, que seria contra mi conciencia engañar aun en broma á una persona de buena fe.

— ¿Contra la conciencia, Clemencia? ¡Qué palabra tan magistral en un asunto que lo es tan poco!

— Pues poned en su lugar... delicadeza.

— La conciencia y la delicadeza, opinó el Vizconde, se asemejan, pues son para el hombre consejeros al obrar, y jueces despues. La delicadeza tiene su orígen en la sociedad y en la cultura, y la conciencia en la moral: así es la primera versátil y convencional; y la segunda, uniforme é inmutable.{206}

— Decid en lugar de moral religion, esclamó Clemencia, pues, como decia mi tio, ¿qué es la moral sino la luna que alumbra la noche que carece de sol, recibiendo ella misma su pálido brillo del sol de vida de que es un reflejo? ¿De dónde sino de esa fuente, ha sacado la moral sus aspiraciones? ¿Quién hizo de la obediencia la primera virtud? ¿Quién castigó la primera falta?

— Sois una exaltada creyente, dijo Sir George.

— ¿Acaso lo dudabais? esclamó asombrada Clemencia.

— No tenia sobre esto un juicio decidido, señora. Por un lado consideraba que sois mujer y española, cosas ambas propias á sentir toda clase de exaltaciones y admitir todo género de supersticiones; por otro lado, como sois tan ilustrada...

Clemencia hizo un marcado gesto de indignacion y de impaciencia.

— Pero, señora, se apresuró á añadir Sir George: yo respeto todas las opiniones, todas las creencias, todas las convicciones.

— Poco os agradezco, pues, que respeteis las mias, repuso Clemencia con animacion, y no puedo devolveros igual obsequio, pues en punto á las religiosas condeno las que no son las mias. Porque sobre cuanto toca á las cosas de los hombres, es este libre de su juicio y dueño de su fe; en cuanto á las de Dios, la disidencia es la rebeldía.

— Respeto tambien vuestro fallo condenatorio, repuso Sir George impasible, con aquel orgullo, aquella soberbia y aquel desprecio del impío que se trasluce al traves del simulacro de decoro y compostura que tan mal los encubren.

— Mas aprecio demuestra mi condena que vuestro respeto, Sir George, dijo dolorosamente herida Clemencia.

— ¿Cómo es eso, señora?

— Porque dais el santo nombre de respeto á la indiferencia y quizas al desden; y estos son nacidos de falta de fe y de la inepta duda.

— ¿Por qué llamais, repuso Sir George sin alterarse, á la duda inepta? Un autor muy favorito vuestro, Leon Gozlan, ha dicho que la duda es la mas bella mitad de la conviccion.{207}

— Cuando es vencida, pero no cuando reina. Ademas, mis amigos y favoritos, añadió Clemencia con viveza, pueden decir alguna vez grandes nonsense, sin por eso dejar de serlo.

Al oir á Clemencia pronunciar esa palabra inglesa que significa disparate, y que él mismo la habia enseñado; al sentir traslucirse en esa frase la bondad angelical de Clemencia, al traves de su marcada incomodidad, Sir George se sonrió con una infinita dulzura y delicadeza, con que á veces sabia hacerlo.

— Leed mas bien sobre estos puntos, prosiguió Clemencia, á otro autor moderno frances, Octavio Feuillet, autor lleno de fe, y de fe genuina y caliente, como por suerte nunca les ha faltado á los franceses. El os dirá: «la duda es fácil y débil, es la impotencia y la puerilidad.» Y en otro lugar: «todo es mas racional que la duda.»

— ¿Habeis leido la novela que publica el Diario?... preguntó Paco Guzman para cortar una conversacion que veia que agitaba á Clemencia, y en la que él por indiferentismo, y el Vizconde por consideracion, no habian tomado parte.

— No me gusta, respondió Clemencia, porque su objeto, sin mala intencion por parte del autor, pero por falta de buena, no es moral; y este fin ú objeto que debe estar aun mas en el espíritu que en las palabras, es á mi ver el que debe tener toda novela, segun lo practican los ingleses generalmente.

— Pero, esclamó Paco Guzman, vale mucho, tiene un magnífico estilo.

— No digo que no, Paco, pero el hábito no hace el monje.

— ¡Pues qué! ¿llamais al estilo un hábito, señora? ¿El estilo, que es uno de los primeros dotes de un autor?

— Antes de todo precisemos qué es lo que llamais estilo, pues creo esa palabra, si no ambigua, al ménos de un sentido tan lato ó arbitrario, que cada cual la entiende á su modo. ¿Es la manera peculiar de espresarse del autor, ó es el modo correcto y gramatical de manejar el idioma?

— Señora, creo que el estilo lo forman en iguales partes la dialéctica, la sintáxis y la lógica.

— No le define así el grave y clásico Diccionario, cuando{208} dice que «es el modo y forma de hablar de cada uno,» repuso Clemencia. No lo define así tampoco un crítico de gran entendimiento y de gran práctica literaria, que, bajo el seudónimo de lector de las Batuecas, ha escrito en el Heraldo, cuando dice: «Creemos que en materia de estilo, lo esencial para un escritor es tener uno suyo propio, espontáneo, que no se confunda con ningun otro, que viva por sí.» Yo os daré algunas obras, Paco, en cuyo estilo están perfectamente observadas las reglas de dialéctica, de la sintáxis y de la lógica, y apostemos un ramo de flores contra una libra de dulces, á que no concluís su lectura. ¿Qué pensais vos, Vizconde?

— Pienso como vos, señora, que no es solo en España, donde cada cual da un sentido, que varía, á esta voz. Sin cansaros con muchas citas, referiré algunas para probar este aserto. El gran Buffon dice: El estilo es el hombre, y creo es de las cosas mas poéticas y espirituales que se han dicho. Y no entendais que quiero decir con esto spirituel, palabra que he visto traducida de esa suerte, siendo así que lo que entre nosotros se llama esprit, es una cosa que vosotros con vuestro brillante caudal de voces, y como muy prácticos en la materia, subdividís en las categorías de agudeza, gracia, chiste, chispa, talento é ingenio, que todas forman parte ó son nacidas del entendimiento, que es en frances esprit. Decia, pues, que al decir Buffon el estilo es el hombre, en lugar de materializarlo en un objeto confeccionado por el arte y las reglas, lo hace una inspiracion, y tan peculiar al hombre como la bella voz que sale de la garganta del ruiseñor. Un escelente crítico moderno lo define, «regla del buen gusto en el arte de espresarse.» El eminente Balzac dice claramente, que «el estilo no está en las palabras, sino en las ideas,» y creo que este gran escritor — que crecerá á medida que pase el tiempo como profundo y elevado árbol — era juez en la materia. Lamartine dice que «la mujer no tiene estilo, y que esta es la razon por la que todo lo espresa tan bien,» de lo que se puede inferir que si bien el estilo es cosa que se aprende y sujeta á reglas, no es necesario para decir bien, al contrario, espresaria mejor una idea la persona á quien no sujetase esta regla. Por lo que á mí toca, en{209}tiendo que el estilo es á la espresion, lo que es la poesía al pensamiento. Creo á ambos hijos de la inspiracion; y así como, segun dice el afamado Bulwer, hay poetas que nunca han soñado en el Parnaso, creo que hay estilos que nunca se han modelado en la Academia. El mismo Voltaire, ese famoso Aristarco, ha dicho que el estilo de Mad. de Sévigné es la mejor crítica de estilos estudiados.

— Decís bien, Vizconde, y definís la idea que en mí vivia muda. La versificacion es el arte, la poesía la inspiracion. Y así como por mas que digan nuestros grandes jueces, hay, segun dice Bulwer, poetas que nunca han soñado en el Parnaso, y eminentes versificadores que nos admiran, sin ser por eso poetas; así tambien hay admirables lengüistas con mal ó pesado estilo; y estilos que encantan por su gracia, su elegancia, su originalidad y chiste, sin tener la ventaja del perfecto lenguaje.

— ¿Habeis visto el nuevo drama, Clemencia? dijo Paco.

— No lo he visto, pero lo he leido, contestó esta.

— ¿Y qué os parece?... ¿os gusta?

— Me gusta y no me llena.

— Es disparatado, opinó Sir George.

— ¡Ya!... como que no es clásico. El Señor D. Jorge, Clemencia, es un clásico intolerante, como vos una creyente idem: para el señor no hay perfeccion en literatura, sino en lo clásico, como para vos no hay perfeccion en la fe sino en la del carbonero.

— Venero las tragedias clásicas como la mas perfecta muestra del arte imitado del griego, ¿no opinais así, señora? dijo Sir George.

— No me simpatiza ese teatro, contestó Clemencia: esas palabras religiosas sin fe, esa pasion tosca sin corazon, ese heroismo sin afectos, esas palabras tan compasadas en asuntos que lo son muy poco, me hacen mal efecto, y se me figuran Aspasias y Safos, vestidas de vírgenes cristianas. Son, á mi entender, afectadas; y todo lo que pierde la naturalidad, pierde la senda del corazon. Esta es mi débil opinion de mujer, que se forma por impresiones mas que por{210} exámenes artísticos; mi sentir, que suena como el arpa eólica, á la ventura del aire que la penetra.

— ¿Os gusta nuestra literatura, señor Vizconde? añadió Clemencia.

— La antigua, con estremo; la moderna, casi toda mucho, siempre que no es una imitacion de la nuestra.

— Eso pasa por señal de buen tono, dijo Clemencia con ironía.

— Señora, contestó el Vizconde, así como se ha dicho que el mejor de los cálculos es ser hombre de bien, se puede decir que el mejor tono en España, es ser español; y con tanta mas razon cuanto que seria difícil hallar una nacionalidad mas genuinamente fina y elegante que la española. No hay cosa peor que seguir; el que sigue, se queda atras; se imita un camino de hierro, el vestir; y bien ó mal, aun una forma de gobierno; pero no se imita una nacionalidad. Lamartine llama á la imitacion el Mefistófeles del genio naciente y abortado.

Abrióse la puerta y apareció D. Galo, resplandeciente de satisfaccion, con un enorme ramo de violetas en la mano, el que puesto en la tercera posicion, doblando el cuerpo y redondeado el codo, presentó á Clemencia.

— D. Galo, esclamó Sir George, esto pertenece á los bellos tiempos de la galantería que hacia milagros. ¿De dónde han salido esas violetas, que yo hubiese pagado á peso de oro?

— Pues á mí solo me han costado correr hasta Rascaviejas, en donde se halla un jardin en que sabia que las habia tempranas.

— Por las cuales os habrá rascado bien el bolsillo una vieja en Rasca-ídem, dijo Paco Guzman al oido á D. Galo.

— ¡Qué! no por cierto, contestó este, aunque las habia pagado bien caras.

— Confieso que os envidio, señor de Pando, dijo el Vizconde.

— Es una galantería clásica, una galantería modelo, añadió Sir George.

— Yo no llamo á esto una galantería, opinó Clemencia;{211} lo llamo una delicada prueba de amistad, y como tal la agradezco. ¡Ir en una noche como esta hasta aquel barrio tan estraviado! Así es que estais sin aliento.

— Es que he vuelto de prisa para llevaros á casa de la Marquesa; son ya las nueve y media; Paco se va ya.

Efectivamente, este se despedia.

Sir George y el Vizconde no se movieron.

Hubo un rato de silencio, al cabo del cual dijo Clemencia á D. Galo:

— Amigo mio, no saldré esta noche.

— ¿No? ¿Y porqué?... ¿Estais indispuesta? preguntó este.

— No es por eso; pero está mala la noche: oid como gime el viento en el cañon de la chimenea.

El Vizconde se levantó y se despidió, saludando, sin hablar una palabra.

D. Galo se habia levantado y pegado el rostro á los cristales, interceptando con ambas manos la luz del reverbero que le deslumbraba, y observaba la noche.

— ¿Con que no quereis que os acompañe, Clemencia? preguntó Sir George, volviendo á tomar su tono natural, ameno y cariñoso.

— No señor, preciso es decirlo, pues no os basta, como al Vizconde, que lo demuestre.

— Gracias, señora, dijo friamente Sir George.

— Esto no merece ni agradecerse ni sentirse: los miramientos dirigen las acciones de una mujer, así como las simpatías sus sentimientos.

— Pues... ¿no deciais ahora poco que la independencia moral de las españolas no sufria andaderas?

— Sí señor; pero el tacto de una mujer consiste en graduar lo que son trabas, y lo que son santos yugos.

— Clemencita, dijo D. Galo, la noche está hermosa, todas las estrellas están en el cielo ménos dos.

D. Galo ostentó su mas galante sonrisa.

— Si en lugar de madrileño fueseis andaluz, habriais hablado de soles, dijo Sir George con su séria burla.

— ¡Cómo se nos va españolizando este hijo de la noble{212} Inglaterra, nuestra buena aliada! observó con satisfaccion D. Galo: no me inglesaria yo tan pronto en Lóndres, no.

— Esto me hace recordar, repuso con su impasible ironía Sir George, el que en una ocasion un príncipe y un criado cambiaron sus papeles: el criado no fué reconocido al hacerse príncipe; pero este lo fué al hacerse criado, lo que prueba que es mas fácil subir que bajar.

— ¡Luego dirán que los ingleses no son finos ni corteses! esclamó admirado D. Galo, léjos de notar la ironía. Lo que decís es un cumplido tan fino, que ni el Vizconde se hubiese esplicado con mas delicadeza. Clemencita, si no venís, me retiro, aunque me pesa de veras dejar tan buena compañía; pero la lotería estará impaciente con mi tardanza.

— Mil veces os he dicho, Sir George, dijo Clemencia cuando estuvieron solos, que gastais en balde vuestra refinada ironía; por desgracia yo soy la sola á quien llegan y hieren sus tiros. Buenas noches, Sir George.

— Señora... ¿me echais?

— A esta hora salgo ó cierro la puerta de mi casa.

— ¿No quereis hablar conmigo un momento siquiera, libre de las trabas de esos importunos, que me hacen estar en vuestra presencia frio como un estraño, cuando solo quisiera estar á vuestros piés como el mas apasionado amante? ¿Me aborreceis, pues, Clemencia?

Al ver á aquel hombre tan bello, tan superior, tan distinguido y tan altivo, á sus piés, sintió Clemencia que le amaba; pero se retrajo, como el que bajando una suave cuesta sembrada de césped, se para á ver, ántes de seguir su impulso, á dónde le conduce; ó como el joyero que al ofrecerle una alhaja que le deslumbra, se detiene ántes de pagarla para averiguar si es falsa ó no.

— Sir George, contestó trémula, aunque sintiese un profundo amor, nunca este me llevaria á hacer una cosa que pudiese ser notada ó mal vista.

— Eso es una cobardía, señora, esclamó á la vez irritado y desalentado Sir George.

— Calificadlo como gusteis.

— No me gustan las mujeres cobardes, señora.{213}

— ¿Qué os pareceria, Sir George, si yo os dijese que no me gustan los hombres valientes?

— Que os burlabais de mí.

— Pues puedo creer que eso mismo estais haciendo conmigo.

— No es exacta la comparacion.

— Son idénticos en su resultado, Sir George, la espada que defiende y el broquel que resguarda.

— ¡Qué dolor, Clemencia, esclamó este, que con vuestra superioridad y talento, conserveis preocupaciones de convento!

— No me pesan.

— ¿Debo, pues, partir?

— Sí, si no quereis mortificarme y obligarme á suspender el placer que tengo en recibiros á mis horas señaladas.

Sir George salió sumamente mortificado, culpando la pusilanimidad de Clemencia, indigna de una mujer de carácter; pero mas, no diremos apasionado, sino mas engreido que nunca.

— Tiene, se decia, unos principios de virtud sencilla y sin ostentacion, pero fijos como el iman; nunca se dejará arrastrar por su corazon, ni atenderá al hombre en quien no mire su marido: vos lo sabeis, Vizconde, y estais en acecho; pues me creeis incasable; aguardais mi derrota ó mi desistimiento; pero ignorais que me ama, y que soy tan buen apreciador de joyas como vos. Señor Vizconde, el que ha de desistir sois vos.

CAPITULO IV.

Alegría, aunque no necesitaba pretestos para salir de su casa y abandonar el cuidado de su madre á su hermana, y el de sus hijos á las amas, cuando alguno se le presentaba le acogia presurosa: así un leve resfriado que habia tenido{214} Clemencia, fué el que le sirvió para ir á casa de esta una prima noche.

Pertenecia Alegría á la clase de mujeres desalmadas que se confiesan á sí mismas coquetas, en vista de que el espíritu de imitacion frances no solo ha adoptado la palabra, sino tambien el vano y frívolo espíritu que la erige casi en una elegante gracia social.

Pero pertenecia tambien, sin ella confesarlo, á la mas perversa variedad de la especie, esto es, á aquella que como medio mas eficaz y enérgico de atraer á los hombres, no les demuestran solo el deseo de agradarles, sino que por mas seguridad, tomando la iniciativa, les demuestran que ellos les agradan á ellas. A esta seduccion resisten fácilmente los hombres delicados y de mérito, para los que una mujer que baja de su elevado trono se desprestigia completamente; pero en hombres vulgares, en hombres vanos y sin mundo, que tienen la buena fe ó necedad de creer que ese amor puesto en feria lo es únicamente á su intencion, y nacido de un irresistible y apasionado impulso hácia ellos; hombres noveles que no conocen aun que á la mujer que pierde lo morigerado y el orgullo propio de su sexo, pocas virtudes le pueden quedar, aunque las afecte; hombres poco espertos que no conocen que los papeles están trocados, y que la que busca, es porque no es buscada; para estos, son tales mujeres temibles, por poco que valgan; pues fingen todos los caracteres, todos los gustos y hasta todas las virtudes, haciendo cometer al hombre que cogen en sus perversas redes, toda clase de maldades, dándoles un interesante colorido. Y las leyes humanas son tan cortas de vista y toman tan poco en cuenta la parte moral de los delitos, que castigan al infeliz que robó un triste pedazo de pan para comer, y no han pensado en castigar á la infame que introduce un puñal de dos filos en el corazon ajeno, y destruye la honra, la felicidad y la paz de una familia.

Alegría, como las mujeres de su especie, sentia hácia los hombres, en ludibrio de su sexo, la propension que es propia de estos hácia las mujeres, aumentada por la necia vanidad de verse rodeada de enamorados ó aspirantes, y el perverso anhelo de triunfar de otras mujeres, sobre todo si es{215}tas valian mas que ella. De esto resultaba, que cuando no bastaba para lograr sus fines el hacerse seductora, se hacia provocativa, sin que la arredrase respeto divino ni humano.

Era en tanto estremo lo que la absorbian estas innobles pasiones, á que se entregaba sin reparo, que no conocia freno, ni se cuidaba de la profunda repulsa que causaba á las mujeres honradas, ni del menosprecio que inspiraba á los hombres que lo ocultaban en frases corteses y ligeras, tanto á causa de la falta de severidad de nuestra sociedad, como por consideracion á su marido, hombre que por su posicion, y mucho mas por su noble carácter, era respetado hasta con entusiasmo por cuantos le conocian.

Entre los hombres de mérito que se hallaban reunidos en casa de Clemencia cuando entró Alegría, es de presumir que al que dirigiese sus tiros fuese á Sir George, á quien ya conocia, y que sospechaba ser el que Clemencia distinguia.

Apénas entró, cuando rehusando el asiento de preferencia que le brindaba Clemencia, buscó como el matador en la arena, el lugar mas propicio, y se colocó en frente de Sir George, mirándolo al principio con reserva, pero procurando que él lo notase; y viendo que ó no lo notaba, ó fingia no notarlo, acabó por clavar la vista en él con descaro.

Sir George era hombre que calzaba muchos puntos para que una coquetería tan vulgar y descocada lo pudiese seducir. Es probable que en otras circunstancias no habria sido tan desdeñoso un hombre corrompido, como lo era Sir George, pues la mujer que busca al hombre, tiene la fácil tarea de aprisionar al vencido; pero Sir George tenia demasiada delicadeza en su imaginacion, para dejarla impresionar ante un ser que la llenaba toda, por otro ser que no alcanzaba á ocuparla, y que aun en circunstancias normales no habria sido para él sino un ligero pasatiempo. Tampoco era bastante novel para pensar en el mezquino medio de estimular por celos el naciente amor de una mujer como Clemencia; muy al contrario, conocia muy bien cuánto perderia á sus ojos si llegase ella á comprender que acogia las provocaciones de una coqueta de la especie de Alegría.

La inalterable indiferencia de Sir George picó á esta, que pasó á otra clase de agasajos mas directos. No hubo pre{216}gunta que no le hiciese, afectando no contestar ni hacer atencion á los demas que le hablaban ó se ocupaban de ella, para atender y ocuparse única y esclusivamente de él. Le instó á ir á Madrid, poniendo á Sevilla y á su sociedad en ridículo con lo mas picante de la burla y lo mas agrio de la sátira, armas tan bien manejadas por ella; pero todos sus artificios se estrellaron contra un frio glacial, que solo se halla en los polos y en el continente de un inglés que lo quiere ostentar. Sir George, sin faltar á la mas estricta finura, propia de los hombres de la sociedad á que él pertenecia, vengó tan cumplidamente á Clemencia de las perversas y traidoras intenciones de su prima, que esta, en quien siempre predominaba la bondad, se sintió impulsada á desear que estuviese el hombre á quien amaba con vehemencia, ménos seco y rechazador con su prima.

Clemencia nunca habia sentido celos, y tampoco nunca habia comprendido que hubiese mujeres que provocasen á los hombres; y ménos, que esto lo hiciese una mujer casada.

Estas tristes cosas, que por vez primera vió y sintió, cubrieron su hermoso y franco rostro como con un velo de tristeza, pues era muy sincera para ensayar el disimular su mal estar con una alegría y animacion ficticia.

Lo que motivaba esta suave tristeza, por no estar en antecedentes secretos, nadie lo comprendió sino el Vizconde, á quien partió el corazon, y Sir George, que se dijo:

— Mucho debo á la loquilla marquesa de Valdemar.

— ¿Estais triste ó preocupada contra vuestra costumbre, Clemencita? dijo D. Galo lleno de amable interes y de intempestiva desmaña.

— No estoy triste, D. Galo, pues gracias á Dios no tengo motivo para estarlo, respondió Clemencia.

— ¿Con que, dijo Alegría á Sir George, con que decididamente no vendréis á Madrid?

— No señora.

— Si vinieseis yo seria vuestro cicerone, y os proporcionaria ver cuántas bellezas y riquezas tiene la corte, que son de un mérito tal, que se lo envidian vuestra soberbia Lóndres y el brillante Paris.{217}

— Señora, ha mucho tiempo que está estinguido en mí todo género de curiosidad. Clemencia, prosiguió dirigiéndose á esta, ¿nunca habeis estado en Madrid?

— No señor, contestó esta.

— ¡Oh! esclamó entusiasmado D. Galo, que, como sabemos, era madrileño, es preciso que Clemencia vea á Madrid.

— Sí, sí, D. Galo, es preciso hacer que vaya, dijo Sir George, pediréis licencia, y acompañaremos á la señora en este viaje.

— ¡Me place! esclamó Alegría riendo y fingiendo lo mejor del mundo benignidad y buena fe: ¿con que rehusais lo que os brindo, y le ofreceis eso mismo á mi prima?

— Marquesa, lo he hecho, porque siendo sola la señora, podrian quizá serle útiles mis servicios.

— Clemencia, ¿estáis triste ó preocupada? dijo por tercera vez D. Galo con inquietud: ¿os duele la cabeza?

— No señor, contestó Clemencia sonriendo, si hablo ménos que otras noches, es porque escucho mas; no hay otra causa.

Sir George, primero que ninguno, y mucho ántes que lo tenia de costumbre, se retiró por conocer cuán penosa era la situacion de Clemencia; pues el hombre refinado en cosas de mundo y de delicadeza, aun cuando no ame con pasion, sabe con fino tacto hacer cuanto es grato y lisonjea á la mujer á quien pretende agradar; puesto que la delicadeza, aun la adquirida en la esfera aristocrática del trato, tiene sutilezas tan esquisitas y tan dulces, que pueden equivocarse con las emanaciones del corazon, como un bien pulido cristal con un brillante.

Clemencia sintió al ausentarse Sir George, un profundo sentimiento de bienestar y de gratitud hácia él, así como lo habia previsto este al irse.

Apénas se fueron las personas que acompañaban á Clemencia y esta se halló sola, cuando vió entrar á Sir George.

Clemencia lanzó un sofocado grito de sorpresa.

— ¡Oh! ¡no me riñais! esclamó arrodillándose á sus piés Sir George; perdonad, perdonad. No he salido de vuestra casa; aburrido, fastidiado de esa mujer, que cual una pesada{218} nube ante el sol, se interponia entre vos y yo: me alejé, entré en la galería que precede á los estrados, y allí pensando en vos, Clemencia, solo y sin importunos he aguardado este momento, para desearos sin testigos una noche tranquila. Nadie me ha visto, no temais.

— Es, repuso Clemencia agitada, que no se trata de si os han visto ó no os han visto, sino de lo que habeis hecho: os habeis escondido...

— ¡Oh! ¡no, Clemencia, no! No deis mal nombre á una accion sencilla, pues lo que he hecho es solo alejarme de la sombra que se interponia entre vos y yo.

— Sin mi consentimiento...

— ¿Queriais que os lo hubiese pedido?

— Sir George, dijo Clemencia con lágrimas en los ojos, abusais de mi aislamiento: ¡no hubieseis hecho eso si yo tuviese padre ó hermano!

— Clemencia, vuestro rigorismo escesivo os hace dar á las cosas un colorido que no tienen, y vuestra frialdad os hace juzgarlo todo con la severidad de un juez centenario. Sois libre, Clemencia; yo lo soy, os amo: ¿quién, pues, puede impedirnos, ni qué deber de moral nos puede retraer, á mí de decir que os amo, y á vos de escucharlo?

Clemencia aspiró cual si fuese á hacer una esclamacion; pero se detuvo y calló.

— ¿Me aborreceis, pues Clemencia?

Clemencia no contestó y bajó los ojos.

— Si no me aborreceis ¿á qué pues hacerme infeliz con esa impasible frialdad? ¿Qué os puede impedir amarme, si á ello os inclina vuestro corazon por simpatía ó por lástima? ¿Amais por ventura á otro, y es esa la causa de que seais tan inexorable?

— ¡Ay! no, no, no, esclamó Clemencia á pesar suyo; á nadie amo.

— Pues, entónces: decidme al ménos, ¿porqué me rechazais?...

Clemencia calló un instante, y dijo luego con voz tan queda que apénas se oia:

— Bien veis que no os rechazo.{219}

— Pues decid que me amais, esclamó enajenado Sir George.

Clemencia, tan conmovida que no acertaba á hallar palabras para espresar su sentir, movió su cabeza en señal de negativa.

— ¿Porqué no, Clemencia? preguntó Sir George con voz dulce y tono suplicante.

— Porque, contestó esta, no puedo pronunciar tan á la ligera una palabra que decidirá del destino de mi vida.

Sir George disimuló á la perfeccion un movimiento de despecho, y dijo en tono suave:

— Agradeceré ménos lo que deba á la reflexion que lo que deba al impulso del momento, Clemencia.

— Decidme, Sir George, dijo esta al cabo de un momento de silencio, ¿qué os conduce á amarme?

— Vuestra sin par belleza.

Sir George no daba esta respuesta aturdidamente; la creia de buena fe la mas lisonjera á la mujer.

En el semblante de Clemencia se estendió una profunda espresion de melancolía al preguntar de nuevo con suave y triste acento:

— ¿Y no me amais por nada mas, Sir George?

— ¡Oh! sí, contestó este, os amo ademas porque nunca hallé unidos como lo están en vos, la delicadeza en el sentir y la gracia en el pensar.

¡Cuánto lisonjean el corazon de la mujer las palabras del hombre á quien ama aunque no llene sus exigencias! ¡Cómo rechaza la voz que desde su íntimo ser le grita: ¡No es eso!

La inocente razon de Clemencia no hallaba causa para desconfiar del amor de Sir George, y no obstante, su instintivo sentir no estaba satisfecho. En este tira y afloja en que se agitaba su alma, no hallaba ni motivo que justificase un desvío que hubiese sido para ella un sacrificio; pero tampoco hallaba concordancia que le inspirase confianza y arrastrase su asentimiento.

— ¿Puedo al ménos esperar? dijo Sir George con tono triste y desanimado.

Clemencia se sentia en aquel instante tan feliz y tan conmovida, que una sonrisa tan dulce como alegre, embelleció su rostro al contestar con su gracia benévola:{220}

— ¿No podéis esperar sin autorizacion? La esperanza es un deseo consistente, que como tal no ha menester de estímulo; mas ahora, añadió con gravedad poniéndose en pié, ahora partid, Sir George, si no quereis que vuestras exigencias hagan mal tercio á vuestras esperanzas.

Sir George, satisfecho de las ventajas adquiridas, no quiso esponerse á perderlas chocando con la delicadeza de Clemencia, y obedeció.

Miéntras mas trataba Clemencia á Sir George, y miéntras mas reflexionaba, mas crecian los sentimientos encontrados que le inspiraba; y entretanto que su amor ascendia á pasion, sus recelosas zozobras llegaban á dolorosa angustia.

¿Quién decia á aquella mujer niña, que nada sabia de pasiones ni concebia fingimientos, en un país en que el invadiente estranjerismo no ha podido aun pervertir la franca nobleza del carácter nacional, ni introducir el horroroso arte de fingir, que las lágrimas que veia verter al hombre á quien amaba, no eran lágrimas de corazon? ¿Quién, que todas aquellas demostraciones y estremos no eran hijos de una verdadera pasion? ¿Quién, que aquellas palabras tan ardientes no eran sentidas? La gran sinceridad de su alma; pues en punto á sentimientos, nada es mas difícil de engañar que la sinceridad, puesto que desde luego echa de ménos su reflejo.

CAPITULO V.

No llevaba Alegría al salir de casa de Clemencia tan ofendido su amor propio y tan picada su vanidad, como podria pensarse de una persona de su índole y pasiones. Esta clase de mujeres tienen sobre las que carecen de lauros y apasionados, la desventaja de sufrir á veces lo que no tienen las otras, gran cosecha de desengaños, cuando no de desdenes ó de ridículos.

Paco Guzman, con quien estaba en relaciones de amor,{221} habia entrado en casa de Clemencia ántes de haberse despedido Sir George; habia notado el juego de Alegría, se habia encelado, y esto habia sido para ella un goce que compensaba su fiasco en la emprendida conquista.

Salió acompañada por él, á pesar que sabia que aun ántes de casarse, el Marques habia tenido celos de este su apasionado.

Apénas se hallaron en la calle, cuando prorumpió Paco Guzman en amargas quejas y recriminaciones.

Alegría se echó á reir, lo que exasperó mas á Paco.

— No has mudado, no, esclamó irritado. Sí, tu placer ha sido siempre reir del mal que causas.

— Rio, repuso Alegría, de la idea de que pudiese semejante varal con su cara de pero de Ronda gustarme á mí.

— No has hecho sino dirigirle la palabra.

— Porque me divierte en estremo oirle pronunciar el español; no me he reido en sus barbas por la negra honrilla de dama de la corte.

— Pero le has invitado á ir á Madrid.

— Por hacer rabiar á Clemencia, á la que no creo le parezca el tarasco costal de paja. Ademas, Paco, añadió Alegría con descarado cinismo, ya sabes que soy coqueta; me gusta, sí, me gusta mucho que todos me miren y se enamoren de mí; me gusta que rabien las demas: ¿qué te importa, añadió con zalamería, si sabes que tú eres el hombre que llena mi corazon, mi capricho, mi gusto y mi vanidad, al que solo he querido siempre, quiero y querré? Nada borra un primer amor, Paco mio; mi madre me casó con el alma de Dios de mi marido sin consultarme; cuando le hablé de tí, quiso enviarme al campo como á Constancia; — me amedrentó; — el escándalo me asombró; soy dócil,—¡cedí! pero ceder no era arrancar de mi pecho mi primero, mi solo amor.

Todo lo antedicho era, como colegirá el lector, falso y mentido.

Alegría se llevó el pañuelo á los ojos.

— Si vieras, añadió con voz de llanto, ¡qué de sinsabores me ha costado el haber ido á tu cita la otra noche, y de qué mentiras he tenido que valerme para disculpar mi larga ausencia! Tú nada de eso tienes que sufrir; por eso siempre{222} te dije que yo te queria mas que tú á mí, pues de ello te doy mas pruebas.

Los amantes iban tan ensimismados y embebidos en lo que hablaban, que no vieran á un hombre embozado, que parado habia estado frente al zaguan de Clemencia, y los venia siguiendo.

Cuando entraron en casa de la Marquesa, estaban completamente reconciliados. Alegría afectaba un airecito melancólico, como el de la inocente víctima de una injusticia y de una triste suerte.

Paco Guzman estaba mas alegre, mas petulante que nunca.

Aquella noche la Marquesa no se habia recogido aun, y estaba sentada en un sillon; á su lado estaba tranquila é impasible, como siempre, su hija Constancia.

Alegría entró primero, pretestó dolor de cabeza y se sentó al brasero. En seguida de ella entró Doña Eufrasia; poco despues Paco Guzman.

Al verle Doña Eufrasia, que le conservaba toda su ojeriza, dijo á Constancia á media voz:

— ¡Vaya un disimulo!... Con tu hermana venia; que yo los vi.

— Nada de estraño tendria, contestó esta.

— ¿Con que nada de estraño tendria? repuso la severa dragona: vamos, hija mia, parece que tienes confesor de manga ancha. Sabes que su marido no quiere que se acompañe con él; y la mujer que no hace lo que quiere su marido, cate Vd. ahí un divursio.

— Cambio de ministerio, dijo Paco Guzman despues de saludar y de informarse del estado de la Marquesa.

— ¡Qué me importa! contestó la pobre señora suspirando.

— Salir de sillas y entrar en Caribes, esclamó Doña Eufrasia, que queria decir Scila y Caríbdis.

— ¿Qué le han hecho á Vd. los ministerios que los pone de caribes? preguntó Paco Guzman.

— ¿Qué me han hecho? ¡pues no es nada! ¡el dia del juicio lo verán, pícaros! ¡ladros! ¿Y vos los defendeis? Será por espíritu de contraposicion.

— Los defiendo á capa y espada; se ha hecho en estremo{223} ganso y vulgar criticar á los gobiernos. Nadie de buen tono lo hace. Pero vos, señora, ¿por qué armais contra ellos vuestras formidables baterías, de que habla Napoleon en sus memorias? ¿Qué os han hecho los ministros, esos pobres Atlantes?

Doña Eufrasia levantó al cielo sus redondos ojos sin contestar.

— ¡Que no le pagan! claro está; dijo con impaciencia la Marquesa.

— ¡Ah! ¡ya! ¿la viudedad? esclamó Paco Guzman. ¡Ah! ¡las viudas! ¡qué plaga! ¡En el mundo hay un país con mas viudas que España! son estas aquí innumerables, son inmortales, son dobles, pululan, se multiplican: cada militar deja un ciento, cada empleado una docena! No hay presupuesto que alcance á pagar las viudedades; son el pozo Airon de las rentas del Estado; me desespero en pensar que las contribuciones tan crecidas que pagamos, en lugar de ser para hacer carreteras, son para tanta viuda, á cual mas inútil, que viven de nuestra sangre como sanguijuelas monstruos. Deberia haber un sabido y económico Heródes que dispusiese un degüello de inocentes viudas.

Fué tal el asombro é indignacion de doña Eufrasia al oir esto, que por primera vez en su vida, depuso el aire marcial é indomable para tomar el de víctima, y esclamó con énfasis:

— Hasta ahora el huérfano y la viuda, si bien no habian sido pagados, habian sido tratados en el mundo con gran consideracion y lástima; pero en el dia hasta eso se pierde. ¡Señor, ya nada va á detener tus iras! y el fuego del cielo caerá sobre España como sobre Coloma.

— Señora, prosiguió Paco Guzman, cuando sea diputado, propondré, para remediar la plaga de viudas que nos aflige, el establecer aquí la sábia costumbre que existe en el Malabar.

— ¿Y cuál es esa costumbre? preguntó Doña Eufrasia, á la que interesaba en estremo todo proyecto concerniente á este asunto.

— Señora, en aquel sabio país, cuando se muere un hombre que tiene esposa...{224}

— Bien, ¿qué?

— A esta interesante viuda...

— Bien, ¿á esa interesante viuda?...

— No vayais á pensar que se le busca otro marido, eso no.

— ¿Pues qué se hace?

— Se le enciende una hoguera.

— ¡Una hoguera!!! ¡Vaya una idea! ¿Y qué se le remedia con eso?

— Todos sus males.

— ¿Sí?

— Sí; pues en esa hoguera se quema ella.

— ¡Jesus, María y José! esclamó Doña Eufrasia, poniéndose las manos en la cabeza, ¡qué herejía! ¡qué barbaridad! ¡qué sacrilegio! Eso clamaria al cielo si fuese verdad; pero como se miente hoy dia mas que lo que se da por Dios, no hay que creerlo.

— ¡Vaya, si es verdad! y es lo mas sabio que he oido en mi vida. En aquel país, modelo de delicadeza conyugal, toda viuda honesta se avergonzaria de sobrevivir á su marido.

— Si se encendiesen las hogueras para los embusteros y fuesen allá por grados, me parece que iria Vd. el primero, repuso Doña Eufrasia dejando el ton sentimental y declamatorio.

— No miente, mujer, — dijo con displicencia la Marquesa, como para cortar la disputa que le fatigaba oir; — me han dicho que eso se hace allá entre unos salvajes que no son cristianos.

— ¡Ya! ¡cómo habian de serlo! esclamó Doña Eufrasia; pero no quita que Paco Guzman, que tampoco lo es, sea capaz de aconsejarlo en esa Samblea de Madrid, á la que solo faltaba esto para coronar sus herejías y disparates. ¡Y luego nos vendrán hablando de la Inquisicion! Esa quemaba á los judíos; ¡bendito sea su alma! pero pensar en proponer quemar á las viudas, porque eso se hace allá en Malapar ó en los quintos infiernos, hasta allí podia llegar el espíritu de mitacion. ¡Oh! si Matamoros viviese! ya veria esa Samblea para qué ha nacido. ¡Herejes! ¡desalmados! Pues oiga Vd., Paquito, á Vd. no le disgustan las viudas! y ahora un{225} mes andaba Vd. tras de una que bebia los vientos; yo todo lo sé, ¿está Vd.?

— Pues ya se ve que me gustan las viudas: como que no soy ministro de hacienda, me gustan siempre que sean posteriores á la guerra de la pendencia, contestó Paco Guzman, al que no habia hecho gracia ninguna la observacion de Doña Eufrasia, la que aludia á Clemencia.

— Constancia, dijo la Marquesa, hoy me ha sentado mal el caldo; tenia grasa.

— Madre, yo misma lo colé por un pañito mojado.

— Nunca para tí llevo razon en nada de lo que digo. Bien, no me volveré á quejar, aunque me traigas agua sucia en lugar de caldo.

— No, madre, no, mañana lo colaré por una bayeta.

— Vamos á acostarme, que me siento muy fatigada; aunque le toca velarme á Andrea, no te desvíes de mí, ¿estás?

— El cuidado será mio, madre.

Constancia agarró el brazo de la enferma con el mayor cuidado y suavidad.

— ¡Jesus! ¡qué manos tan duras tienes! le dijo esta: ¡cómo me oprimes!

— Temia que os cayeseis, madre: estais tan débil...

— Ya: pero el remedio es peor que el mal. Eufrasia, dáme el brazo; que mi hija es muy torpe.

Doña Eufrasia ayudó á Constancia; Alegría no se movió, y aprovechó el rato que estuvieron solos para hacer una escena á Paco Guzman, á la que dió motivo la alusion á la viuda que habia hecho Doña Eufrasia. Alegría acertó que se referia á Clemencia, y dijo de su prima cuanta maldad se le vino á las mientes.

Entraron en seguida D. Galo, D. Silvestre y las otras personas que aun se reunian en casa de la Marquesa, las que aquella noche echaron ménos al Marques de Valdemar, que no concurrió.

Alegría estaba inquieta.

— ¡Es cosa rara! dijo de repente D. Silvestre.

— ¿Qué cosa? preguntó escamada Alegría.{226}

— Que hace tres dias que no se ha visto el sol ni poco ni mucho.

— Se habrá perdido, contestó con impaciencia Alegría.

— ¿Qué teneis, Marquesa? Me parece que estais distraida: dijo D. Galo.

— Puede que lo esté; es el estarlo el mejor modo de pasar una su tiempo en Sevilla, repuso Alegría.

— Vamos; que será porque tarda el Marques; no os inquieteis por eso: algun amigo lo habrá entretenido en el casino: ¿quereis que vaya á verlo?

— ¡Pues eso faltaba! repuso Alegría. ¿Pensais acaso que tema yo que se haya perdido, como parece temerlo D. Silvestre del sol, ó que padezca de eclipse perpetuo? contestó con burlona y acerba risa Alegría.

A la mañana siguiente entró Alegría afectando buen humor en el cuarto de la Marquesa.

— Madre, dijo despues de haber tocado otros puntos, ayer recibió Valdemar noticias de Madrid, que hacen allá su presencia urgente: así es que ha partido esta mañana. Me encargó deciros que no se despedia, por ser siempre tristes las despedidas, y mas en el estado delicado de salud en que os hallais, y porque volverá conforme se lo permitan sus asuntos.

La Marquesa habia oido lo que decia su hija sin que le llamase mayormente la atencion; pero Constancia palideció atrozmente.

— ¡Dios quiera que vuelva pronto! dijo la enferma, pues me acompañaba mucho y me velaba, lo que tú no puedes. ¿Porqué no me has traido los niños?

— Se los ha llevado, respondió Alegría.

— ¡Que se los ha llevado! esclamó su madre.

— Sí señora; así lo exigia su abuela que queria verlos, y como él se pasa de buen hijo, ha complacido á su madre, aunque yo hubiese preferido que se hubiesen quedado.

— Se pasa de buen hijo, sí, y de buen yerno tambien, dijo la Marquesa.

Constancia se habia acercado á una cómoda en que se hallaba una botella de agua, habia llenado un vaso, y se lo{227} llevaba con mano trémula á los labios. Lo tenia previsto ántes, y ahora lo comprendia todo.

Cuanto habia dicho Alegría era falso: Constancia tenia esa conviccion; lo que era cierto y callaba era el contenido de esta carta que halló por la mañana sobre su tocador.

«Señora:

»El hombre puede y debe perdonar: es el perdon virtud tan noble y generosa, que por eso solo se practicaria aun cuando no fuese un deber cristiano. Pero el hombre no puede volver á hacer suya la mujer que lo ha sido de otro; el vínculo que fué profanado, dejó de existir, autorizado el ofendido á disolverlo por las leyes humanas y por las divinas, é impulsado á ello por su corazon, así como por su honor.

»No quiero, no obstante, que en el caso presente lo publique un escándalo, pues la sangre nada lava, nada borra, y mancha la conciencia: tampoco quiero que lo disimule una hipócrita ocultacion; la ausencia salva ambos estremos. Nada faltará á la madre de mis hijos, sino el respeto de estos, á que no es acreedora, y el aprecio de su marido de que no es digna.

Valdemar.»

Alegría, al leer la carta lloró mucho, no lágrimas de dolor, ni de arrepentimiento, sino de despecho y coraje, porque perdia su bella posicion; pero como mujeres del carácter de Alegría, ni aun cálculo tienen, despues de desahogar su primera impresion de despecho, se sosegó, y bajó serena, como se ha visto, al cuarto de su madre. Lo que pintamos no parecerá verosímil ni ménos real... ¡y lo es! No es siempre cierta la general creencia de que las maldades tengan hondas raíces; las hay sin raíces, porque no las necesitan para medrar, siendo parecidas á las plantas del coral; que crece por su propia virtud con nuevas generaciones de pólipos que engendra, como aquellas con nuevas cáfilas de maldades que brotan las unas de las otras.

Cuando el mundo ve efectos, cuyas causas ignora, se las supone indefectiblemente desfavorables, aunque no lo sean: así no era de esperar que la repentina ausencia del Marques{228} que se llevaba á sus hijos, ausencia tanto mas estraña en el estado en que se hallaba su suegra, y en un hombre cuya alta posicion social le eximia de toda clase de obligaciones, se interpretase candorosamente del modo que deseaba Alegría. No solo se supo la verdad, sino que se adornó con todos los requilorios que fragua la maledicencia.

Paco Guzman, desesperado por lo acaecido, partió por respeto humano para Estremadura. Alegría se ofendió de esta prueba de consideraciones sociales y de respeto á ella, y trató de buscar quien la consolase de ausencias. Paco Guzman llegó á saberlo; se indignó, pero se afectó poco: la razon le habia llevado á arrepentirse de sus criminales amores; la noble conducta del Marques cuyo digno papel hacia en esta ocasion tan despreciable y odioso el suyo, le habia avergonzado, y sobre todo la ausencia le habia enfriado.

Pertenecia Paco á una clase de hombres poco comunes en España, pero que no obstante, se encuentran. Era todo en él efervescente, y nada era profundo: todo vehemente, y nada duradero. Pasaba su sentir en todas cosas de la calentura al marasmo sin gradacion. En el primer momento se dejaba llevar á todos los estremos buenos y malos; pasado aquel, cual la vela á que falta el viento, caia inerte. No echando raíces en él ningun sentimiento, no se habria hallado enemigo mas inofensivo; pero, como amigo, dejaba mucho que desear; pues si no conocia el rencor, tampoco conocia la gratitud, que es el sentimiento de raíces mas profundas. No habia ninguno que tuviese ménos estabilidad, no solo en su sentir, sino tambien en su pensar. Cada dia un observador habria notado en él una nueva faz, no por cálculo ni estudio, como se ve en muchos que guian las circunstancias ó la ambicion, sino por naturalidad, pues era sincero, y aun cínico, así en sus afectos como en sus indiferencias, no honrando lo bastante la opinion ajena para contrarestar con la fuerza de su voluntad, ni la apatía ni los estremos á que se entregaba. Olvidan tan de un todo estos hombres, lo que han hecho, dicho y pensado, si llega á perder para ellos su interes y su actualidad, que estrañan, y se ofenden que alguien, aunque sea el ofendido, pueda conservar el recuerdo de lo que pa{229}sado ya, se sumió para ellos en la nada. En tales hombres, sin lastre (y los hay que parecen hasta graves), nada malo se arraiga, y nada bueno se estabiliza: así es, que instintivamente nunca inspiran á los demas, ni repulsa acerba, ni confianza entera; por lo que jamas tienen, ni enemigos encarnizados, ni amigos consagrados. Su buen sentido, (si lo tienen), alcanza siempre una fácil victoria en estos hombres, cuando lo escuchan; pero en cambio no conoce su corazon el grande y verdadero contrapeso del mal, el solo que puede borrarlo, el arrepentimiento; porque con la ligereza de su sentir, dan poco valor á la maldad, y no gradúan lo profundo de las heridas que han hecho. Creen que la ingenuidad y la buena fe que hay en confesar una culpa pasada, basta para borrarla; y este es un error grande y grave. Ni Dios ni el hombre bueno perdonan, si á la culpa no sigue el arrepentimiento.

El arrepentimiento es condicion precisa al perdon, y este gran mérito, esa hermosa reaccion, este enérgico repudio á la culpa, es por desgracia, muy poco comun. Y no se crea que es esto una paradoja, no. En los unos, la gran ligereza le seca apénas nacido; en otros, el amor propio lo ahoga en gérmen, y en otros, ¡ay! la falta de moral lo desconoce y lo rechaza. Nuestra santa y sábia Madre, la Iglesia, comprendió esto, y por eso instituyó el tribunal augusto de la penitencia obligatoria, pues solo allí se siembra prácticamente la verdadera, salutífera y productiva planta que purifica el corazon: solo ese santo tribunal, cual la vara de Moises hace brotar de una dura peña las aguas que han de lavar nuestra conciencia. Y dicen á esto los seides del protestantismo y los flojos y frios apóstoles del indiferentismo:—¿á qué santo ir á confesar sus culpas á otro hombre como nosotros? Basta confesárselas á Dios. ¡O cortedad de vista del orgullo! tanto mas deplorable, cuanto que es voluntaria en aquellos cuya vista alcanza á poder divisar el elevado orígen de todas las instituciones de nuestra santa religion católica, que cual el sol atraviesa los siglos sin perder su eterna luz, su calor constante! ¡Y llamarán los hijos del siglo de las ficticias luces, reaccion á las voces que gritan y gimen contra{230} la tendencia que se afana en desolemnizar cuanta creencia y culto conserva el hombre en su alma, y cuanta poesía conserva en su corazon! ¡Dios santo! ¿dónde querrán llevarnos los enemigos de la religion y de todo lo existente, que empezando por los filósofos del siglo XVIII, y pasando por Marat, Robespierre y Proudhon tremolan el rojo pendon?

CAPITULO VI.

Una de las tertulias que frecuentaba D. Galo á prima noche, era la de la señora Doña Anacleta Alcalde de la Tijera.

Era la dueña de la casa una de las mujeres que su mal instinto lleva á complacerse en hablar mal de todo el mundo, como lleva el suyo al vampiro á nutrirse de la sangre que ávidamente absorbe, sin saciar su ansia.

El que llevaba una censura, una murmuracion, un chisme ó una calumnia á casa de la señora de la Tijera, era recibido por ella en palmas, así, como aquel que se atrevia á sacar la cara en defensa de un amigo ó de la verdad, era contradicho con acritud y recibido con burla.

La noche despues de los sucesos que anteceden, entró D. Galo en casa de la referida señora, y se sentó al lado de su hija, que era una linda jóven de quince años, ofreciéndole su corazon, á pesar que Paco Guzman lo habia calificado de don rehusado.

— D. Galo, — dijo la jóven con esa gran ligereza en el hablar que tienen la mayor parte de nuestras jóvenes,—¿qué me dice Vd. del lance de Alegría Cortegana?

— Nada sé, hija mia, contestó D. Galo.

— Podrá Vd. desentenderse; pero no puede humanamente negar el hecho.

— Ni afirmarlo tampoco, hija mia.

— Sois muy prudente.

— Decid mas bien ignorante, Lolita.

— Vd. no sabe lo que no quiere saber.{231}

— ¡Ojalá! así no sabria por mi mal, que una niña tan bella y tierna como sois, Lolita, hija mia, pueda tener un corazon tan insensible, tan cruel y tan inflexible.

— D. Galo, miéntras esteis con lo sensible, y lo flexible á pleito, os pronostico que no bailaréis bien la polka.

— ¿Por qué no, hija mia?

— Porque lo sensible y lo flexible tienen malos resultados en las piernas, y se caerá Vd. como la otra noche en aquella galope de funesta memoria.

— No fué culpa mia. Bien sabeis que Paco Guzman atravesó su baston para hacerme perder el equilibrio. Paco siempre es el mismo; no piensa sino en travesuras, como cuando estaba estudiando; por cierto que era el mas sobresaliente escolar de la universidad.

— Solo que ahora son de marca mayor las travesuras, repuso riendo Lolita, aludiendo al lance de Alegría.

Entraron en este momento algunas personas, entre las que venia un oficial de lanceros, ayudante del coronel del regimiento.

— No se habla en todas partes, dijo este despues de haber saludado, sino del lance de la Marquesa de Valdemar.

Aquí hizo el oficial una relacion exagerada con escandalosos pormenores, supuestos, de lo acaecido que sabemos ya.

— No es cierto, dijo pausadamente D. Galo.

— ¿Es, pues, decir que yo invento? preguntó el oficial que no era de los mas urbanos.

— ¡Dios me libre de pensar en semejante cosa! repuso D. Galo; solo quiero decir que os han inducido en error.

— Un error de que unánimemente participa toda una ciudad, es difícil de combatir.

— Si todos lo creen y repiten como vos lo haceis, solo por oidas, es fácil concebir el error; y cuando se tiene el convencimiento de que es falso, no es difícil combatirlo.

— Sea como sea, no reconozco el derecho que podais tener á contradecir cosas de notoria publicidad que son del dominio de todos.

— ¿Con que la calumnia, segun vos, es del dominio de{232} todos, y por lo tanto tan autorizada, que los amigos de los que ataca no tendrán derecho á combatirla?

— Si calumnias son, que busquen las fuentes para atajarlas.

— Esas fuentes, señor mio, dijo D. Galo siempre en tono moderado y atento, son inaveriguables como las del Nilo.

— Pues entónces, repuso el oficial bruscamente, que dejen al Nilo correr, puesto no les será posible atajar su corriente.

Diciendo esto, volvió la espalda á D. Galo con poca finura.

— ¡Dejaria Pando de sacar la espada por una elegantona! dijo la señora de la Tijera; se muere por ser abogado de malas causas.

— Siempre ha sido Alegría una de las muchas santas de vuestra devocion, D. Galo, dijo Lolita.

— No digo que no; cuando soltera, habria sido yo dichoso si me hubiese correspondido.

— Si todas aquellas á quien se lo ofreceis admitiesen vuestro corazon, tendriais que repartirlo en dósis homeopáticas, D. Galo.

— Lolita, hija mia, si lo quereis, seréis reina despótica y absoluta, sin cortes, senado, asamblea, ni cámaras.

— No lo quiero, D. Galo, respondió Lolita; pues no sé lo que me empalaga mas, si los corazones ó los merengues.

— ¿Saben Vds., dijo en recia voz D. Galo al cabo de un cuarto de hora, lo que he oido decir? Que el coronel del regimiento de lanceros acaba de tener un choque vivísimo con el capitan general, en que este le acusa hasta de insubordinacion.

— ¿Quién ha dicho eso? esclamó el oficial saltando de su asiento, y fijando en D. Galo sus airados ojos.

— La voz pública.

— ¿Y vos lo repetís sin mas exámen?

— Las cosas públicas son del dominio de todo el mundo, segun vos mismo afirmais, señor mio.

— Esto es dicho con sorna y con la mira de darme una leccion, ¿no es eso? Pero tened entendido que entre militares y hombres de honor se pesan las palabras ántes de proferirlas, y el que las dice es responsable de ellas.{233}

Viendo al oficial tan montado, intervinieron varias personas, queriendo dar otro giro á la conversacion; pero el oficial, que era violento é íntimo del coronel, no desistia, y aseguró á media voz que D. Galo le daria una satisfaccion.

— Muy pronto estoy á darla, dijo sin alterarse D. Galo que lo oyó; pero no como el señor lo entiende. Yo defiendo á mis amigos; pero no me bato sin motivo: ademas, un hombre de bien no puede defender con honor sino una buena causa, y la mia no lo seria. Mi satisfaccion es esta: lo que he dicho, lo acabo de inventar, pues nunca he oido sino elogios del bizarro y pundonoroso jefe que manda el regimiento de lanceros, y lo inventé solo y únicamente para tener el placer de hacer patente que el señor es un verdadero y leal amigo que no otorga con su silencio, ni autoriza con no desmentirla, la calumnia con que se ultraja en su presencia á un ausente amigo suyo.

¡Con cuánto placer estamparíamos aquí que un silencio conmovido siguió á estas palabras, y que el oficial se acercó á su antagonista y apretó su mano, concediéndole de esta manera un noble triunfo de sentimiento! Empero como no inventamos, y somos sencillamente pintores de la realidad, tenemos que decir que no fué así. En nuestro país mas se conoce y se simpatiza con el heroismo que con la sensibilidad bien entendida; en él se halla mas elevacion de alma que delicadeza de corazon, á no ser en los afectos de amor y en los religiosos.

Así sucedió, que una alegre risa fué la que acogió las palabras de D. Galo, en la que fué el primero el finamente lisonjeado oficial, celebrando todos lo ingenioso, y no sintiendo lo conmoviente del ardid de que se habia valido D. Galo para defender su causa.

D. Galo, que obraba por su buen instinto, y no analizaba sus bellas inspiraciones, quedó plenamente satisfecho con el pequeño triunfo de amor propio que le cupo al oir las risas y el clamor que por todas partes se levantaba, en estas y otras esclamaciones:

— ¡Bien, bien, Pando! eso se llama un ardid de buena ley para batir á un contrario.{234}

— La palma á D. Galo, que ha desprestigiado á Hércules, probando que vale mas maña que fuerza.

— ¡Bravo, Pando! esclamó un estudiante; la sociedad de la paz os va á votar una corona de copos de lana.

— Campeon de ausentes, dijo un aprendiz de diplomático; sois un Talleyrand virtuoso, un Pozzo di Borgo sensible, y un Metternich arcádico.

— D. Galo, dijo Lolita, David va á romper las cuerdas de su arpa por rabiosa envidia.

— Señor de Pando, esclamó el oficial, me teneis vencido y agradecido, cosa de que solo vos y las buenas mozas se han podido jactar.

D. Galo habia entreabierto aun mas las solapas de su chaleco, se sonreia con satisfaccion y se abanicaba furiosamente con un abanico de caña.

Existe una cosa estraña en nuestra sociedad, que no sabemos si atribuir á superficialidad ó á injusticia; y es que rebaja en la opinion á la persona que tiene un ridículo; y sin mas motivo que este se le trata con una superioridad estravagante por aquellos mismos que tienen sobre sí vicios, maldades y hasta deshonra. Un ridículo no rebaja á nadie, sino á ojos miopes. ¿Quién de nosotros no tiene un ridículo? ¿A quién de nosotros, caso que no lo tenga, no se le puede dar? ¿A cuál no se lo tiene, por ventura, la vejez guardado como una de sus muchas finecitas?

Si aquel pisaverde con botas de charol, con sus afectadas frases francesas; si aquella elegante, luciendo en su lánguida persona todas las exageraciones de la moda, se metiesen como la oruga en un capullo para resucitar mariposas al cabo de algun tiempo, ¿acaso no se hallarian que al reves de esta se encapullaron mariposas, para resucitar orugas? Es decir, que solo la ligera influencia y la menospreciable importancia de la moda les condenarian entre la falange, su esclava, al mas portentoso ridículo. Casi todos los hombres sabios y notables han tenido ridículos de marca mayor; y al gran Voltaire mismo, ese tipo del burlador y del satírico, ¿no le hicieron pasar los pajes traviesos del Rey de Prusia por un mono vestido, regresando ese maligno frances, uno de los inventores del{235} Vaudeville, furioso contra los calmosos y graves alemanes, que se emancipaban hasta el punto de dar al gran preste y repartidor de ridículos una muestra de la ley del talion?

Seamos tolerantes con los ridículos ajenos, pues el mote que puso ese mismo Voltaire al pié de una estatua del amor, se le puede aplicar al ridículo: «cualesquiera que seas, hé aquí tu amo; lo fué, lo es y lo será.» No influye un ridículo en el valor intrínseco de las personas, ni nos debe mover á menosprecio, siempre que no sea nacido de malas pasiones ó peores tendencias.

Estamos por decir que los ridículos inofensivos y que no dimanan de malos precedentes, nos simpatizan y nos hacen gracia, pues suelen ir unidos á un buen fondo y á una índole sencilla; y casi estamos por dar las gracias á la persona que nos proporciona el tan grato é inocente pasatiempo de observarlos con benévola risa.

CAPITULO VII.

— ¿Qué leeis? preguntó Sir George una noche al hallar á Clemencia sentada á su chimenea con un folleto en la mano.

— Os responderé lo que Hamlet á Polonio, que le hacia la misma pregunta, contestó Clemencia: ¡palabras! palabras! palabras!

— Pero ¿qué palabras?

— Un celemin... que contiene este impreso en favor de las modernas ideas humanitarias.

— Con las que debeis vos precisamente simpatizar, dijo Sir George, que por mas que se proponia dejar con Clemencia su constante ironía, recaia en ella por un irresistible impulso y por una inveterada costumbre.

— No, Sir George, no, contestó Clemencia con dulzura.

— ¿Cómo es eso, señora? ¿Pues no sois la ferviente abogada y la constante protectora de los pobres?

— Sir George, estais hablando con ironía, y sabeis que{236} me es antipática: por demas estais convencido de que por hermoso que me parezca el oro, no me parecerá bien el puñal hecho con ese metal. ¿Quereis confundir la santa voz cristiana que dice al rico: dá, dá, tus riquezas son un préstamo, y te abrirán la entrada en la mansion de los justos, — difícil como al camello el pasar por el ojo de una aguja, — y la voz que grita al pobre: ¡fuera la pobreza, aunque es tu herencia! ¡fuera la santa conformidad, aunque es tu galardon, tu mérito y tu virtud! ¡fuera tu alegría y moderacion, que son tu instintiva filosofía! Hay ricos ¡y tú no lo eres, pues rebélate, indígnate, desenfrena tus malas pasiones, la envidia, la soberbia, la ambicion y la rabia! pierde todo respeto... ¡roba! y si te lo impiden los gendarmes, roba con el deseo y el propósito; que el mandamiento de Dios que lo hace delito, yo lo anulo con mi gran poder? — Pero Sir George, Dios permite que de cuando en cuando se levanten hombres funestos del seno de las tinieblas, que son una gran calamidad, como las pestes y las tempestades. Estos hombres cual teas del abismo encienden una hoguera; esa hoguera alumbra á los ciegos, alienta á los tibios, purifica á los prevaricadores, y de sus cenizas, cual fénix, sale mas bella y mas lozana la eterna verdad que yacia débil é inerte en el corazon del hombre; doblemos, pues, la cerviz, ya que tales castigos merecemos. ¡Triste humanidad que decae y se enerva, y que necesita de cuando en cuando que el fuerte brazo de Dios la sacuda! Peleemos, pues, en esta gran lucha moral, pero con nuestras armas, la caridad, la moderacion, el santo celo y valerosa ostentacion de santas creencias y santas doctrinas. Bien por mal, Sir George, bien por mal: ¿qué enemigo no desarma esta táctica?

— ¡Cuántas gargantas que cantaban cánticos, como vos ahora, Clemencia, fueron cortadas en Francia por la guillotina! Clemencia, cuando la humanidad se levanta y da un paso adelante, nada puede retenerla; lo que bajo su planta se halla, es triturado por ella; es un mal inevitable y aun necesario.

— ¿Con que, dijo con triste sonrisa Clemencia, lo que yo llamo altos castigos y sacudimientos con que el brazo de Dios{237} despierta á la inerte humanidad, vos lo llamais pasos de adelantos de la humanidad? ¡Difícilmente se creerá que tales pasos sean dados en la senda del bien, Sir George!

— Señora, no os será desconocida la máxima de vuestros sabios jesuitas: alcanza el fin sin reparar en los medios.

— Sir George, no hagais de una máxima de política, — generalmente seguida por aquellos que pretenden hacer de ella un baldon á los jesuitas achacándosela, y cuyo gran preste teneis en la era presente en vuestro país, — un precepto de moral, que son los que deben regir á la humanidad. Pero, mi Dios, ¡cuán profanada es esa voz! Y la soberbia del hombre que se emancipa de las leyes de Dios, ¡ha llegado en nuestros dias hasta creer que puede arrebatar de las manos del que lo crió, el poder que guia al universo! Pero gracias al cielo, nuestro bendito suelo no cria Cromwells, Marats, ni Robespierres, esos acólitos de lo que llamais pasos de la humanidad.

— Cierto, cierto, vuestro país con raras escepciones no cria en cuanto á hombres públicos sino perfectos egoistas, de que resulta una verdadera anarquía que no quiere reconocer un jefe, como si hubiese partidos sin jefes; así se suicidan por sus propias mezquinas rivalidades.

— Pero señor, en vuestro país suceden cosas aunque en escala mayor, parecidas: un gobierno popular se compone de estos elementos.

— El gobierno de mi país, es detestable, señora; sus leyes, pésimas.

— ¡Oh! no hableis mal de vuestro país, esclamó Clemencia con aquella parcialidad, aquel entusiasmo que un corazon tierno y consagrado derrama sobre cuanto pertenece á la persona que ama; ese país de grandes hombres y de grandes cosas, alzado en su isla como un dominador en su solio, y que ha llegado á su apogeo.

— ¡Lugares comunes, señora! y una boca como la vuestra, Clemencia, debe preferir agraciarse con una paradoja ó con un disparate, ántes que vulgarizarse con una banalidad, repuso Sir George, y añadió alzando los hombros: desde que tengo uso de razon, esto es, desde mas de veinte años, estoy oyendo la misma cantinela y hemos avanzado. ¿Quién es ca{238}paz de fijar el apogeo de las naciones? La prosperidad de la Inglaterra es hija de las circunstancias, señora; nada mas: nadie se entusiasma por ella sino algunos españoles.

— No teneis amor patrio, Sir George, dijo tristemente Clemencia. ¡Oh! ¡qué fenómeno! ¡carecer de un sentimiento que abrigan hasta los salvajes en sus bosques y desiertos!

— Señora, la civilizacion que tiende á nivelar y á uniformar todos los países, modelándolos en la misma forma, debe por precision estinguir un sentimiento que seria una anomalía en la tendencia que aquella sigue. Ademas, creed, señora, que el vociferado patriotismo no es ni mas ni ménos, desde que con los siglos heróicos dejó de ser una virtud primitiva y un sentimiento unánime, que un egoismo ambicioso y un amor propio finchado de que se revisten pomposamente los partidos ó bandos políticos, como con la túnica de Régulo, aunque muy poco dispuestos á rodar como el romano en su tonel; pero sí en coche á costa de la adorada patria.

— Otro magnífico progreso, resultado de las modernas instituciones, repuso sonriendo Clemencia. Desengañáos, Sir George, con el profundo pensador Balzac, que dice en el prefacio de sus obras: «Escribo á la luz de dos verdades eternas, la religion y la monarquía; dos necesidades que los eventos contemporáneos volverán á aclamar, y hácia las cuales todo escritor de buen sentido debe tratar de volver á atraer á nuestro país.» Pero ya que no pensais así, decidme, ¿cuál es el gobierno que hallais bueno?

— Creo que no deberia haber ninguno, señora.

— Vamos, estais mas que nunca de humor de paradojas. Aunque os piqueis, os diré que ostentais una escentricidad de gran calibre. ¿Y el órden social, señor?

— Debe ser el fruto de la civilizacion, y hacer así inútil todo gobierno.

— ¡Qué utopia tan arcádica, Sir George, muy á propósito para regir en los Campos Elíseos! ¿En el oásis de cuál desierto la habeis soñado, ilustrado Platon? Si fuésemos todos buenos cristianos y estrictos observadores de sus preceptos, seria esto dable, pues el gran Bonald ha dicho: El Decálogo es la gran ley política y la carta constitucional del{239} género humano, y dice igualmente el profundo Balzac: «El cristianismo, pero sobre todo el catolicismo, siendo un sistema completo de represion de las tendencias depravadas del hombre, es el mayor elemento de órden social. ¿Pero miéntras?...[10]

— ¡Represion! ¡represion! esclamó Sir George interrumpiendo á Clemencia, esto es! ¡Hacerse un anacoreta, un cenobita, empobrecerse aun mas la vida de lo que ella en sí lo es! ¡Qué mezquino suicidio!

— ¡Cuán distintamente pensamos sobre este punto, Sir George! dijo Clemencia. Pues por mí no creo que el fin del hombre, sea hacer la vida divertida, sino hacerla buena.

— Se puede gozar sin ser malo, mi austera amiga; hay goces que son hasta santos, y no los halla el hombre. ¿Sabeis, Clemencia, que hay veces en que compraria un goce, aun un deseo, con la mitad de mi fortuna?

— ¿Esto es, respondió ella, que no hallais los unos, ni sentís los otros?

— Así es.

— ¡Pobre amigo! dijo con sincera compasion Clemencia; habeis pulido vuestro sentir en pequeños y frívolos goces de seda y oro (goces que no llegan al alma, ni satisfacen el corazon), hasta el punto de que sobre él resbalan los verdaderos!

— ¿Y cuáles son los verdaderos, Clemencia?

— Son para mí tantos y tan variados, Sir George, que me seria difícil enumerarlos.

— Pero designadme algunos: os estudio como un ser raro y nuevo para mí, con una curiosidad y un placer, que me hacen á veces sonreiros como á inocente niño, y otras adoraros como un alto espíritu, pues de ambos participais.

— De ser espansiva me retrae vuestra ironía.

— No, Clemencia, — dijo Sir George, tomando á uso de{240} su país la mano de su amiga, que apretó con cordialidad, — creed que el hombre viejo se despoja de su saco impermeable á la puerta de vuestra estancia, y ante vos se presenta el nuevo con su blanca túnica de lino.

— No dudo que sea vuestra intencion, pero...

— ¿Pero?

— ¿Sabeis que dicen los franceses que por mas que se aleje lo que es natural, vuelve á galope? respondió Clemencia.

— ¿Hemos trocado nuestros papeles, Clemencia? ¿Vuélvese la paloma, halcon?

— No; pero la mosca que ve la red, le dice á la araña que la sabe precaver.

— ¿Me haréis arrepentir de haberme mostrado á vos indefenso y desarmado?... ¿me obligais á volver á vestir el arnes?

— ¿Cómo, Sir George, os obligaria yo á cosa que detesto?

— No queriendo abrirme con espansion vuestra alma. Vamos, decidme, ¿qué es lo que vos llamais goces?

— Entre otros muchos, dijo al cabo de un rato de silencio Clemencia, los que están al alcance de todos son los que brinda la naturaleza. Mirad esas nubecillas blancas y brillantes, tan suaves que el aire les da formas, y un soplo las guia. Mirad esas flores, que participan del suelo que les da jugo, y del sol que les da fragancia, como el hombre comunica con la tierra y con el cielo; ved esos lejanos horizontes en que se esparce, y esos otros de limitado espacio en que se concentra el alma; ved esas aguas, ora corran alegres, ora duerman tranquilas, siempre brillantes como lo que es puro, siempre transparentes como lo que es sincero; ved ese mar, que anonada en su inmensidad y fuerza la pequeñez y debilidad del hombre y sus obras...

— No prosigais, dijo Sir George, no prosigais, Clemencia. He recorrido los Alpes, los Andes y el Bósforo; he visto el Gánges, el Niágara, el Rhin; he cruzado el mar Pacífico, el Atlántico y el del Sur, y en ellos observado sus tempestades y sus fenómenos, y nada de todo esto he podido admirar gozando; nada en relacion con mi íntimo sentir: solo ha sur{241}gido en mí este pensamiento: ¡Qué de afectacion hay en los poetas!

— ¿Y los goces de la familia? preguntó Clemencia, sin querer darse cuenta del por qué su corazon se le oprimia.

— Sabeis, respondió sonriendo Sir George, que soy soltero, pues los hombres no se deben casar hasta que tengan mucha esperiencia del mundo y de las cosas.

— ¿Es esta esperiencia mucho mas necesaria á los casados que á los solteros? preguntó Clemencia.

— Sin duda: los franceses, que confesamos son nuestros maestros en todo, han marcado bien esto, llamando al casamiento hacer un fin.

— Esto es: cuando la juventud se va y entran achaques, escoger una jóven que empieza á vivir, por enfermera, ¿no es esto?

— Así es: cuando no se puede ser otra cosa mas divertida, se hace uno padre de familia.

Clemencia sintió partirse su corazon con cuanto agudo tiene el dolor y amargo la humillacion; pero volvió sobre sí y siguió preguntando:

— ¿Pero no teneis madre?

— ¡Ah! sí.

— ¿Y no la amais?

— Lo mismo que ella á mí.

— ¿Y dónde está?

— No sé, creo que viaja ahora por Italia.

— ¿Y padre?

— Mi padre, que era general, murió en la India, despues de robar á Tipoo-Saib una inmensa fortuna.

Un vivo carmin subió al rostro de Clemencia á pesar suyo. Nunca era bella ni honorífica una fortuna de pillaje, por mas que lo autorizasen las bárbaras leyes de la guerra; pero oir calificar á un padre por su hijo de ladron, era una despreocupacion que llenó de espanto á la sencilla Clemencia.

Sir George prosiguió sin notarlo:

— Un brillante estraordinario que llevaba Tipoo-Saib en el puño de su sable, me cupo en herencia; no sé que hacer{242} con él, ni sé si mi ayuda de cámara me lo habrá robado: si lo encuentro, ¿querréis, Clemencia, admitirlo como una pequeña memoria de un amigo?

— Gracias, respondió Clemencia: aprecio poco toda memoria de un amigo que no queda en el corazon.

— Mirad que os lo ofrezco, como dicen los franceses, de muy buena voluntad, en vista de que no me sirve; tomadlo para engalanar con él una de las Vírgenes de vuestra devocion: así cuando oreis y la contempleis, os acordaréis de mí, Clemencia.

— Sir George, sin ser gazmoña, os diré que hablais con irreverencia.

— Tomadlo al ménos como una imágen de vuestro corazon, pues es tan bello, tan puro, tan apetecido y tan imposible de ablandar como él.

— Conservadlo vos, respondió Clemencia riendo, miéntras se parezca á mi corazon.

— Recibidlo, os lo suplico, insistió Sir George, como imágen de la firmeza, de la constancia y del fuego del amor que me habeis inspirado; ya que este rechazais, conservad al ménos su imágen.

— Dejemos esto, Sir George, dijo severamente Clemencia, pues hasta la voz regalo me desagrada, y si no fuera por no parecer orgullosa, diria que me humilla. Volvamos á anudar el hilo de nuestra conversacion.

— Sí, sí, hablemos de goces, aunque en esta conversacion alterne yo como el ciego en la de los colores. ¿Qué mas goces hallais vos? Veamos.

— Muy dulces en la amistad. ¿No teneis amigos?

— Sí, en el parlamento, en la embajada francesa, un cardenal en Roma, un gran señor turco en Constantinopla, y D. Galo Pando, porque lo es vuestro; pero Clemencia, francamente, ninguna de estas amistades me ha proporcionado ningun goce.

— ¿No habeis, pues, podido prestar servicios á ninguno de ellos?

— Servicios no, dinero sí, ménos al turco y al cardenal, que eran mas ricos que yo, y á D. Galo, que no me lo ha{243} pedido: yo tendria un gran placer en que vuestro amigo me proporcionase la satisfaccion que los otros.

— Pando no ha tomado en su vida dinero de nadie, contestó Clemencia: eso de pedir prestado es una cosa demasiado fashionable para un hombre oscuro y honrado como él: mas si llegase ese caso, amigos tiene mas antiguos que lo sois vos, Sir George, que se ofenderian de que os diese la preferencia.

— ¿Cuánto es su sueldo?

— Siete mil reales.

— ¿Os chanceais?

— No por cierto.

Sir George soltó una carcajada tan sincera y tan prolongada, que Clemencia le dijo, riendo tambien, por ese irresistible contagio que tiene la risa de corazon: Pero ¿me querréis esplicar, Sir George, qué cosa risible encierra en sí el número de siete mil?

— Señora, contestó Sir George, es exactamente la mitad del salario que doy á mi ayuda de cámara. ¿Y hay hombres bastante inertes para condenarse muy satisfechos á patullar toda su vida en tal charco? ¿Tan inactivos, que se conformen en moverse en tan poco espacio? Me rio, ademas, Clemencia, del atrevimiento que tienen tales entes, oficinistas de escalera abajo, de presentarse y visitar vuestra casa y otras de igual rango, y de alternar, por vuestra inconcebible tolerancia, con lo mas encopetado de vuestra sociedad.

— No cambio, esclamó con calor Clemencia, vuestra crítica en esta parte por el mas bello elogio. ¡Bendito mil veces! el país, que sin falsas mentiras y disolventes teorías, tiene tan bellas, llanas y sencillas prácticas, y donde por suerte no existe ese altivo, insultante y despreciativo espíritu aristocrático que da márgen á las revoluciones.

— Aristocracia es, en efecto, una palabra vana de sentido en vuestro país; podeis borrarla de vuestro diccionario usual. Vuestros grandes y algunos magnates de tierra adentro, que podrian formarla si reuniesen lo que la constituye, esto es, primera nobleza, una gran fortuna y una sábia cul{244}tura, no reunen estas cualidades; y los que las reunan, con contadas escepciones, no juegan en la política, ni se cuidan del bien del país: así es que es inútil y aun ridículo que se afanen en querer, porque así sucede en otros países, crear una aristocracia. La aristocracia en vuestro país es un gran partido influyente que aquí no existe; vuestras cámaras, como vuestro senado, son populares, divididos en opiniones mas personales aun que políticas; en cuanto á la sociedad, es fina, elegante, sobre todo amena, pero deplorablemente mezclada.

— Pero señor, en Inglaterra...

— No digo que no, señora; pero hay un puente que pasar, hecho de tantos millones, como esprimidos nos tienen todos vuestros banqueros.

— Lo que teneis, Sir George, es un orgullo demasiado tosco para poder siquiera jactarse de fundarse sobre una base intelectual.

— El orgullo, señora, es una coraza que miéntras mas tosca, como llamais al nuestro, es mas fuerte; es ademas una buena arma defensiva.

— Y ofensiva tambien, Sir George, y agresiva... y tan ufana por herir, que á veces para lograrlo, coloca al que la usa en muy desventajosa posicion y en muy mala luz. Pero vos, señor, continuó Clemencia con alguna susceptibilidad, vos que formais parte de ese Olimpo aristocrático, ¿porqué bajais de él y dejais sus diosas para solicitarme á mí, pobre anticulta española?

— Clemencia, respondió riendo Sir George, todas las mujeres entran de hecho y de derecho cuando son bellas, en todo Olimpo. Mas vos entrariais con todos los derechos; lo que yo quisiera es, que no tuvieseis ninguno, para abriros, como el ángel á la Peri en el poema de Moore, si no el Paraíso, ese Olimpo, como vos decís, no por una lágrima, — sabeis que las aborrezco, — sino por una sonrisa. Pero decidme, ¿habeis concluido el catálogo de esos goces parvulitos que tanto encomiais?

Clemencia calló un rato.

— ¿No habeis gozado nunca con los consoladores y exal{245}tados sentimientos religiosos? dijo al fin con el alma en sus dulces y serenos ojos.

— No hablemos de religion, Clemencia.

— ¿Y porqué? Aguardo con viva curiosidad la respuesta.

— Porque la religion es el secreto mas esclusivamente suyo que tiene la conciencia del hombre, señora.

— Yo pensaba al contrario, que no era su secreto, sino su galardon, el que mas alto llevaba, el que mas recio proclamaba. Solo concibo dos móviles á esa punible pretension al misterio ó á la reserva: el uno malo, que es tener en poco sus creencias; el otro peor, que es el no tener ningunas, y ser de esta suerte el silencio, como dice la Rochefoucauld de la hipocresía, un homenaje que la impiedad rinde á la religion. Sabeis que el Dios del universo, cuando á salvar y á enseñarnos vino, dijo entre sus sobrias y santas sentencias que alcanzaban todos los desbarros presentes y futuros del espíritu humano: EL QUE NO ESTA POR MI, ESTA CONTRA MI.

— Lo que con eso quereis decir, Clemencia, ¿es que me creeis condenado por no pensar como vos, segun os lo enseña vuestra religion?

— Mi religion no me enseña, sino me prohibe fallar individualmente sobre quién es ó no condenado; solo me enseña y manda creer que el que reniega de la salvacion que el Señor nos ha dado y se separa de la grey de sus Apóstoles, no alcanzará esa redencion.

— Ademas, prosiguió Sir George con su acerba ironía, como vos sois buena y yo malo; como vos teneis ideas muy santas, y yo muy mundanas, vos seréis la bienaventurada, y yo el condenado.

— No, Sir George, contestó Clemencia con su no desmentida dulzura; ántes temo ser tratada en el tribunal supremo con mas rigor que vos.

— ¿Por qué, señora? ¡Esto sí que es estraño!

— Porque tanto será exigido de la afortunada á quien cupo la dicha de abrir los ojos de la razon en un santo convento, y los del entendimiento al lado de un santo Mentor, rodeada de buenos ejemplos y santas prácticas; como mucho{246} será disculpado al que, como vos, tuvo la desgracia de criarse entre infieles y formarse entre herejes, rodeado y embebido de la atmósfera corrompida de ese gran mundo filosófico y escéptico, que osado se erige en enemigo de la religion; que supone en los placeres el fin de la existencia, y condena la represion y la abnegacion cual mezquinas boberías solo propias de los pobres de espíritu.

— Pero, Clemencia, — preguntó Sir George, frio á toda la misericordia, dulzura y uncion de las palabras de Clemencia,—¿de qué goces religiosos hablais? ¿De los ascéticos, de los iluminados, de los que hallan en los cilicios y penitencias los católicos, ó de los del paraíso de Mahoma? Si sois vos la Hurí que promete en su paraíso, me inclino á la religion del Alcoran.

— Sir George, respetad la gravedad ajena con el silencio, ó combatid sus argumentos con iguales armas como leal.

— ¿Quereis, Clemencia, repuso en tono cariñoso y festivo Sir George, despues de hacerme vuestro admirador, vuestro apasionado y vuestro esclavo, hacerme vuestro prosélito?

— No lo he intentado, Sir George; lo que decia era parte integral del asunto que tratábamos; pero está terminado; pues he visto que tambien esa primera y santa fuente de vida está exhausta en vuestra alma. ¡Dios mio! ¡Dios mio! pensó Clemencia, ¡qué! ¿nada vibra ya en su corazon? Ni la religion, ni la naturaleza, ni el amor patrio, ni el amor á la familia, ni la amistad, ni la caridad!! A pesar de los dotes que le distinguen, de ese talento, esa nobleza, esa generosidad, ese caballerismo, que le son innatos, ¡nada siente! ¡Oh! ¡qué devastado Edén! ¡Qué asolado yermo! ¡Qué arrasada floresta! Y no obstante, este hombre que tiene una inteligencia superior, que es altamente culto, y que se ha formado alternativamente en los dos países que pretenden llevar el paso á los demas en todo progreso moral y material; este hombre que ha adquirido sus aspiraciones en el hogar del nuevo sol del siglo XIX, este hombre que todo lo ha visto, todo lo conoce y todo lo ha juzgado, en esta nueva era, que se denomina ilustrada, no sé con qué títulos ni con qué derechos, ni con qué ventajas á las anteriores; este hombre, tipo del espíritu{247} de la época, ¿este es el fruto que ha sacado del moderno adelanto del espíritu humano? ¿Así desencanta, pues, su frio escepticismo la vida? ¿Así desprestigia la necia y orgullosa sabiduría del hombre las magníficas creaciones de Dios? ¿Así despoetiza el corazon, así seca y rebaja el alma? ¡Espanta y aterra, Dios mio! Pero esto debió ser el resultado de alejarse de tí, Criador y Legislador nuestro, y querer la débil criatura crearse ella misma, como los judíos en el desierto cuando desoyeron la voz de tu enviado Moises, sus propias creencias y sus propias leyes, renegando de las que manando de tí, los habian regido hasta entónces. ¡Ay! ¡sí! Sir George es el tipo del hombre que ha abjurado y roto toda relacion con lo pasado, y que marchando sin faro hácia lo desconocido, sigue una senda que proclama por verdadera, y que no sabe dónde le lleva.

Así fué que la distancia inmensa que separaba sus almas, y que cada dia le parecia dilatarse, hoy se abria ante Clemencia como un abismo; pero su amor á Sir George era demasiado intenso para que le fuese fácil retroceder: era aquel hombre fatal su primer amor; sus lágrimas caían por dentro ardientes y corrosivas. No es posible, pensó, luchar con argumentos y razones con quien tiene mucho entendimiento, mucha práctica de controversia, y en ellas guarda toda la calma y lucidez de la fria indiferencia. ¡Si pudiese vencer la detestable lógica de su razon, despertando sus buenos sentimientos! ¡Dios mio! ¿habrá acaso un corazon en que no puedan estos resucitar de entre sus cenizas?

Así fué que despues de mirar un rato á la llama que ardia tan clara, pura y vivaz como los elevados sentimientos en su alma, fijó sus francos y espresivos ojos en el hombre á quien amaba, y le dijo:

— Sir George, ¿nunca habeis hecho el bien?

— Creo que sí, contestó este; mas no lo tengo presente. Ya sabeis, añadió con su seriedad irónica, lo que recomienda la máxima: «Que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.» Pero para tranquilizar la timorata conciencia de mi amiga, le diré que ahora recuerdo haber encargado á mi intendente afiliarme en las sociedades filantrópicas: es preciso{248} que todos contribuyamos á poner remedio á la espantosa lepra del pauperismo.

— No es eso, Sir George; deseo saber si habeis hecho el bien de motu propio, con vuestra propia mano.

— No creo que esto sea preciso.

— No digo que lo sea; os pregunto si lo habeis hecho.

— No, ¿á qué? El pobre quiere ser socorrido; no le importa por quién ni cómo. ¿Teneis pobres? ¿Me quereis dar el placer de contribuir al bien que les hagais? preguntó Sir George, que no era capaz de comprender la causa de la preocupacion de Clemencia.

— Os prometo indicaros la primera gran necesidad que se me presente; en este momento no sé de ninguna perentoria. Ahora sí, lo que os voy á pedir, — en vista de que Dios pone á los pobres ante nuestros ojos, para recordarnos á cada paso la obligacion que tenemos de socorrerlos, así como para mover nuestros corazones á lástima, — es que deis mañana limosna al pobre mas infeliz que halleis.

— ¿Os complazco en ello?

— Sí.

— ¿Es una órden?

— No, una súplica.

— Es lo mismo.

— Prefiero la complacencia á la obediencia.

— ¿Pero para qué lo deseais?

— Para que me digais despues si habeis ó no hallado un placer en hacerlo.

— Desde luego os aseguro que es mayor el que tendré en complaceros, que cualquiera otro que pudiese proporcionarme lo que de mí exijais.{249}

CAPITULO VIII.

A la noche siguiente esperaba Clemencia á Sir George palpitando su corazon mas que nunca. No obstante, cuando llegó, no quiso mostrarse ansiosa en averiguar lo que saber deseaba.

Estraño era cómo una cosa causaba en una de las dos personas interesadas un interes tan profundo y latiente, miéntras que era tan insignificante para la otra, que la olvidaba. Sir George queria agradar é identificarse con Clemencia; ponia todo su anhelo en conseguirlo. Lo lograba en cuanto á su trato tan señor, á sus gustos tan distinguidos y conversacion variada, entendida y entretenida; pero no le era dado ponerse al nivel de Clemencia en la esfera del sentimiento, porque ni él comprendia los de Clemencia, ni ménos hubiese atinado á espresar en su propio nombre lo que le era desconocido.

Media hora pasó, y su interlocutor no tocaba el asunto que tanto interesaba á Clemencia: entónces esta le dijo:

— Sir George, ¿habeis cumplido mi encargo?

— ¿Cuál? preguntó Sir George con no fingido sobresalto.

— ¿Con qué habeis olvidado nuestra conversacion?

— ¡Ah! ya caigo. No, no, señora, no he olvidado mi promesa, y la he cumplido exactamente.

— ¡Y bien!... preguntó Clemencia con el alma en los ojos.

— Y bien, di limosna por mi propia mano cual os lo prometí. No soy hipócrita, Clemencia, y no os mentiré á vos que sois la santa de mi culto, y que me creeriais condenado por eso solo; francamente, no he sentido ningun género de placer. Era un pobre sucio y feísimo: en obsequio vuestro le metí una onza en su inmunda mano, y encima le regalé mis guantes que le tocaron; supongo que iria en seguida á emborracharse á mi salud.

Clemencia inclinó la cabeza, y dos lágrimas asomaron á sus ojos.

Sir George las notó y le preguntó:

— ¿Qué teneis, Clemencia?

— Nada, contestó esta levantando su suave y sonriente cara.{250}

— ¡Así! ¡así! esclamó Sir George, queriendo besar su mano, que ella retiró; sois un ángel de luz cuando sonreís. ¡Oh Clemencia! solo os falta para llegar al apogeo femenino, el que ameis; como faltaba el rayo de vida á la perfecta estatua de Pigmalion. ¿Porqué no amais?

— ¡Pues qué! dijo sonriendo Clemencia, ¿no hay mas que amar así... á tontas y locas? ¿No hay mas que darle rienda suelta al corazon sin saber ántes á qué nos arrastra?

— Vosotros, los españoles, dijo Sir George, que penetró las graves ideas de Clemencia, entendeis el amor como un esclavo cautivo, y no como lo que es, un hermoso genio que libremente vuela en alta esfera, y que se hastiaria y perderia su brillantez en las innecesarias trabas de la obligacion. Basta que se erija en deber el sentimiento independiente y caprichoso de la felicidad, para que deje de serlo.

— No pensé, repuso Clemencia con gravedad, que vos, Sir George, pudieseis decir cosas tan en estremo vulgares; que pudieseis gastar el lenguaje de D. Juan, completamente relegado, no solo al mal tono social, sino al mal gusto literario; sobrepuja en ello lo ridículo á lo inmoral. ¿Estariais aun, por ventura, en ese período de lo romancesco desenfrenado, que tira piedras á una union consagrada, y lodo al amor esclusivo? ¡Oh! Aquí tenemos una opinion demasiado séria, sentida y alta del amor para degradarlo al punto de mirarlo fria y sistemáticamente como hijo del capricho y padre de la inconstancia. Aquí, Sir George, es el amor mas grave, y por lo tanto, ménos estrepitoso que en otras partes; aquí nunca pierde de vista esa obligacion de que os burlais; porque la union consagrada, eleva el amor á toda su altura y á toda su dignidad.

— Habeis sido educada en un convento, ¿no es cierto? preguntó con todo su serio sarcasmo Sir George.

— ¿Decís eso porque abogo por el amor consagrado? contestó Clemencia con su bondadosa risa.

— No es por eso, señora; es por la admirable candidez de vuestras doctrinas.

— ¿Son cándidas? repuso Clemencia: ¡cuánto me alegro. La candidez es hermana de la inocencia.{251}

— ¿No teneis, si no me engaño, en vuestras creencias un lugar propio para esas gemelas?

— Un corazon no corrompido; ese es, segun la mia, su asilo.

— No, no, al que yo aludo se llama el Limbo, si no me engaño.

— ¡Ay Sir George! repuso con bondad Clemencia, lo que yo creo es, que ese triste lugar sin pena ni gloria, es para los que no son bastante malos para serlo de hecho, ni bastante buenos para serlo de dicho.

Sir George comprendió claramente que Clemencia le creia mejor de lo que era; pero esto paró tanto ménos su atencion, cuanto que estaba absorto en la contemplacion del magnífico brazo y mano de Clemencia, que esta levantaba en aquel momento para afianzar en su peinado una flor que se habia desprendido.

¡Pobres mujeres! ¡cuán halagado puede estar vuestro corazon de las causas que impulsan á ciertos hombres á amaros!

— ¡Oh Clemencia! esclamó Sir George en un impulso arrebatado, sois mas irresistible que la mas refinada Aspasia: me enseñaréis á ser un buen marido; yo os enseñaré á ser una Lady perfecta. ¡Qué bella vida nos espera!

— ¿Qué queréis decir con eso?

— Que os ofrezco mi mano y mi fortuna; no hablo de mi corazon, Clemencia, porque harto sabeis que lo poseeis; pero como sé que no me daréis el vuestro sino ante el altar, allí os llevaré.

— ¿Por eso lo haceis, Sir George? dijo con triste y herida, aunque disimulada, susceptibilidad Clemencia.

— Por eso, sí. Y ahora, repuso alegremente Sir George, espero que no tendréis inconveniente en admitir mi amor, y que no seréis, segun una de vuestras usuales y bonitas espresiones, premiosa para corresponderle y hacerme dichoso.

— Podria tenerlo, contestó con calma Clemencia; ¡por temor de no serlo yo!

— ¿Lo seriais quizas con el Vizconde? — repuso Sir George con mal disimulada altanería,—¿y heme engañado creyén{252}doos sincera? ¿Será el instinto femenino mejor maestro aun en coquetería que el gran mundo?

— ¡Oh! no, Sir George, contestó Clemencia con su inalterable dulzura y falta de amor propio, no seria feliz con el Vizconde, aunque me amase, lo que no creo.

— ¿Ni conmigo?... ¡Sois, pues, insensible á todo amor, señora! Ya se ve, cuando se disfrutan tantas felicidades como las que vos pregonais, se puede ser insensible á las de un amor mutuo. No obstante, señora; en lo delicado de vuestra moral deberiais comprender que la mujer que á todos inspira amor, y que no lo siente por ninguno, es un ser escepcional y un tipo poco bello.

— No he dicho que no seria feliz por no serme posible amaros, Sir George; lo he dicho porque tengo la conviccion de que unida á vos, no podria ser sino idealmente feliz ó profundamente desgraciada.

— ¿Y por qué desgraciada, Clemencia? Por mí comprendo tan poco la desgracia á vuestro lado, como la oscuridad brillando el sol en el cielo. Clemencia, la felicidad del amor es tan efímera, que no debemos perder en metafísicos debates un solo dia de los que nos brinda.

— ¿Y vos creeis que la felicidad del amor es efímera? ¿Pensais, pues, que el amor se acaba?

— Clemencia, contestó Sir George con jovial sinceridad, solo un estudiante acabado de salir del colegio os sostendria lo contrario. El amor, que es lo mas transitorio de la vida, es cabalmente lo que mas pretensiones tiene á la inmortalidad; los amantes vulgares son los que tienen la romancesca candidez de jurarse ese eterno amor, esa utopia, ese mito, ese fénix, esa creacion fantástica.

— Si el amor es tan efímero, si es un castillo de naipes que el primer soplo del tiempo derriba, cuando ya no me ameis, ¿qué será de esa felicidad que fundais en amarme?

— Cuando ya no os ame, respondió Sir George en tono ligero, vous m’amuserez, me entretendréis con esa gracia, ese talento, esa originalidad, ese chiste, esa alegría que os son esclusivamente propias, y que os dan el encantador privilegio de interesarme, sorprenderme, entretenerme, y alegrarme.{253}

— ¿No entrais en cuenta mis virtudes, si es que creeis que algunas tengo?

— ¡Virtudes... ese es otro programa! contestó Sir George, que respeto mucho, pero que pienso que modifiqueis en mi obsequio; pues hay algunas virtudes por demas pueriles, Clemencia, que dan en la alta sociedad cierto ridículo; y otras por demas severas, que hacen intolerantes, y la tolerancia es la gran necesidad del siglo; por consiguiente, mi querida Lady Percy, haremos algunas rebajas económicas en el presupuesto de virtudes.

— Entre estas, supongo que será la primera la constancia.

— Clemencia, acordáos de las cartas sobre Lóndres del Príncipe Pückler Muscau, ese aristocrático escritor, cuando describe el sello que halló sobre la mesa de una de nuestras reinas de la moda, cuyo lema era tout passe, tout casse, tout lasse; y no querais hacer de la vida real un idilio ó una leyenda de Santos, sino impregnaos de las ideas y sentimientos del mundo en que vais á entrar.

— ¿Qué mundo?

— El gran mundo de la sociedad de Paris y Lóndres, que es el único teatro en que seréis apreciada todo lo que valeis. ¿Por ventura habeis pensado vegetar siempre aquí? ¿Aquí donde no os comprenden siquiera?

— Si no me comprenden, me sienten, lo que es muy preferible; esclamó Clemencia. Si mi nunca olvidado tio sembró en mi inteligencia flores que han florecido, tambien me dijo que era para que me hiciesen gozar, y no para lucirlas, y que era mas grato el perfume que sin procurarlo exhalaban teniéndolas ocultas. Os engañais, pues, si creeis que vegeto. ¡Oh! ¡yo vivo! vivo con el alma y el corazon, vivo con cuanto da de sí una existencia cumplida. ¿Acaso, Sir George, llamais vida al ruido, á la vanidad, al bullicio? Y si es así, ¿cómo es que la huís? será que no os satisface.

— No llamo vida á lo que pensais, Clemencia; llamo vida á la que disfrutaréis en el elevado círculo de admiracion, simpatía y rendimiento que os formarán superiores inteligencias y encumbrados personajes, cuando en su alta esfera os hallen, y seais miembro de su jerarquía.{254}

— No apetezco esa vida, Sir George, y os aseguro que en ella no me hallaria bien. Y aunque os parezca imposible, no es ménos cierto que solo simpatizo con una vida quieta y tranquila, que precio mas que la agitada, donde goce de la amistad, que prefiero á la admiracion; de la paz que prefiero al ruido; de la naturaleza que prefiero al tropel del mundo.

— ¿Prefeririais quizá, dijo con celoso despecho Sir George, el ir á filer le parfait amour, y á regar las flores de lis de la fidelidad con el Vizconde en su castillo de Belmont?

— Os he dicho que no, Sir George; y quien duda de mi veracidad, dudará de todas mis demas virtudes.

En este momento se oyó llamar de un modo peculiar que ambos reconocieron por el Vizconde.

— Ese hombre, esclamó exasperado Sir George, se ha propuesto trastornar mis planes y hacerme imposible estar solo con vos; es preciso, Clemencia, que de una manera decisiva le demostreis que es importuna su presencia á vos como á mí. Negáos.

— ¡Imposible! ¿Desbarrais?

— Escoged entre él y yo, dijo dando rienda suelta á todo su áspero orgullo inglés Sir George.

— Ya he elegido, Sir George, como lo hacen las señoras, sin escandalosas y ridículas esterioridades.

Los pasos del Vizconde se oyeron en la antesala.

— Clemencia, dijo furioso Sir George, yo no sufro rivales.

— Ni yo exigencias despóticas, contestó en tono firme Clemencia.

— Creo que despues de lo que acaba de mediar entre nosotros, señora, tengo derecho á ser exigente.

— Nada ha mediado entre nosotros que os autorice á hacerme salir de mi carácter y de mi línea de conducta.

— ¿Me rechazais?

— Vos sois el que se aleja; no os rechazo yo.

En este instante saludaba el Vizconde á Clemencia.

— ¿Mandais algo para Cádiz? dijo Sir George con la mas dulce y la mas fina de sus sonrisas, al coger su sombrero.

La pobre Clemencia, que no sabia disimular, palideció y{255} sintió un dolor tan agudo en su corazon, que dijo en voz que se esforzaba en hacer firme:

— ¿Os vais?

— Sí señora, me precisa.

— ¡Buen viaje, Sir George! dijo Clemencia procurando sonreir. ¿Volveréis pronto?

— No depende de mí, señora.

Y saludando á Clemencia con frialdad, y al Vizconde con altivez, salió.

CAPITULO IX.

Largo rato permaneció el Vizconde contemplando á Clemencia, marcando su noble y espresivo rostro la mas profunda compasion. Ella estaba tan abstraida que no lo notó.

— ¡Pobre mujer! murmuró al fin.

Estas palabras sacaron á Clemencia de su enajenamiento.

— ¿Porqué me decís eso? preguntó con su sonrisa dulce que quiso hacer alegre, pero al traves de la cual, á pesar de sus esfuerzos, un observador como el Vizconde entreveia lágrimas.

— Lo digo, Clemencia, porque si en todas cosas sois superior á las demas mujeres, en una sola les sois semejante.

— ¿En cuál, señor?

— En labraros vuestra desgracia por vuestras propias manos.

— ¿Qué quereis decir?... ¿Yo?... ¿Cómo?

— Con amar al hombre que ménos os ama y ménos os aprecia; con preferir entre dos, al que ménos os merece; me atrevo á decirlo como una sencilla verdad, que no dictan ni el amor propio, ni los celos.

— ¡Señor Vizconde! dijo Clemencia con dignidad.

— ¡Oh Clemencia! no califiqueis en mí de atrevimiento el echar esta profunda mirada en vuestro corazon, abierto como una azucena, y en vuestro porvenir patente á mis ojos, como{256} lo está lo pasado. No es hijo del atrevimiento lo que os digo; lo es de un interes tan intenso y de un cariño tan tierno, que no puede ofender lo que ellos dicten la mas susceptible delicadeza. Lo que habia provisto ha sucedido; ¡le amais!... y ese hombre frio y gastado, duro y escéptico, ese hombre cuyo profundo egoismo no halla tipo sino en Inglaterra, ese hombre, se ha hecho amar... El cómo... ¡Dios lo sabe!

— Señor Vizconde, dijo Clemencia, no hallo esos derechos á que apelais, suficientes para penetrar en mis secretos, caso que los tuviese; ni ménos para erigiros en mi censor.

— Clemencia, por Dios, esclamó el Vizconde, dejad conmigo, con vuestro mejor amigo, ese tono rechazador. El que os adora, el que se ha identificado con vos, no necesita mas derecho para hablar con el corazon en la mano, que la solemnidad de este momento que decide de su futura suerte, y en el que se despide de vos, y con vos de la ventura... ¡para siempre!

Clemencia calló inmutada.

— Ese hombre, prosiguió el Vizconde, sin apreciarlo, me ha robado el ideal que de la tierra hubiese hecho para mí el paraíso! Y ese ideal, Clemencia, que yo buscaba, no era el de la fantasía, era el de la perfeccion, que todo hombre honrado y caballero lleva en el pecho para hacerlo su ídolo si lo halla. Yo os hubiera amado, Clemencia, como á tal; ¡yo os hubiese labrado un trono, y hecho reina de las mujeres felices! Y eso, Clemencia, no saben hacerlo Sir George ni sus semejantes, que han llevado el mal á su último límite; esto es, el de no comprender, no conceder y no apreciar el bien; hombres precoces y desenfrenados en todos los vicios, cuya buena naturaleza resiste, pero cuyo moral sucumbe. Clemencia, el corazon de ese hombre y el vuestro unidos, son y serán como un cuerpo vivo y lozano puesto en contacto con un cadáver. Si no lograis, lo que no os será dado, metalizar vuestro corazon para que no se quiebre, pasaréis vuestra vida en lágrimas.

— Pero, dijo Clemencia conmovida, mas procurando sonreir, ¿no veis que haceis cálculos al aire? ¿No habeis oido que se ha despedido... porque se va?{257}

— ¡Volverá! contestó el Vizconde con amargura y desden.

— ¿Creeis acaso que yo le llame? dijo Clemencia, que con esta esclamacion se hubiese vendido á sí misma, si aun le hubiesen quedado dudas al Vizconde.

— ¡Ah! no creo que haya una sola española que llamase á su lado al hombre que sin razon se separa de ella; pero Sir George, para volver, si es que se va, buscará pretestos y hallará razones. Yo le procuraré una con mi ausencia.

— ¡Qué! ¿tambien partís?

Aunque Clemencia dijo esto con pesar, por sus ojos asomó, cual la luz de un fugitivo relámpago, una vislumbre de satisfaccion.

— ¡Sí, Clemencia! mi suerte está decidida, respondió de Brian; con luchar contra ella, solo conseguiria hacerla mas cruel, y á mí mas importuno. Voy á América, ya que esta cobarde é inerte Europa amándolos, deseándolos, ansiando por ellos como por su tabla de salvacion, abandona á sus reyes, y no encuentra un leal y esforzado realista donde ir á dejarse matar, no por la causa del órden, sino por la causa del bien. No tardaréis en saber mi muerte, Clemencia. ¡Nadie me llorará!... pues que mi pobre madre murió al darme el ser, mi adorado padre por la bala de un revolucionario, mi hermano al golpe de un puñal alevoso, y mis infortunados abuelos espiraron en la guillotina. Pero vos, Clemencia, único amor que llevaré á la tumba, vos al ménos... ¡compadecedme!

El Vizconde quiso proseguir; pero no pudo, y escondió su rostro entre sus manos.

— ¡Oh Vizconde! dijo Clemencia, por cuyas mejillas caian lágrimas. ¡Cómo me estais haciendo sufrir! ¿Porqué me habeis amado?

— ¡Sí! decís bien, ¿porqué os he amado? Pero yo digo: ¿porqué os conocí? pues conoceros y amaros eran una sola cosa. El amor hácia vos nació sin que lo sembrase la voluntad, ni lo cultivasen esperanzas, como hace el dia por la presencia del sol; porque vos, Clemencia, reunís cuantos méritos y atractivos existen para inspirar amor. Os he amado, porque resumiendo en vos todas las virtudes y todos los mas bellos dotes femeninos, esparcís la felicidad que de ellos di{258}mana, al rededor vuestro, como una flor su fragancia; os he amado porque nunca vi juntas tal inocencia y tanta madurez; os he amado porque unido á vos, mi vida hubiera sido un encanto, ¡y porque á vuestro lado lo presente habria sido tan bello, que habria olvidado llorar lo pasado y ansiar por el porvenir!

— Habeis hecho mal, Vizconde, en nutrir ese cariño; y lo que haceis ahora es afligirme.

— Lo conozco, — repuso de Brian sacudiendo la cabeza y haciéndose dueño de su dolor; — lo conozco; porque no sois vos, no, de las mujeres que gozan en ver sufrir á los hombres. En vos, Clemencia, todo es honrado y sincero, hasta la confiada fe en el amor que inspirais; amor que haceis nacer sin desearlo, que rehusais sin injuriarlo con el desprecio, graduándolo de mentido; pues seria difícil precisar lo que en vos es mas bello, Clemencia, si vuestra alma, vuestro corazon ó vuestra persona. ¡Sí! sois un ser privilegiado que conocí y aprecié por mi ventura, y del que no he sabido hacerme amar por mi desgracia.

Diciendo esto de Brian, se levantó, se acercó á Clemencia, tomó su mano que besó, y salió sin añadir mas que:

— ¡Adios... Clemencia!

Clemencia quedó en un estado tan violento y nuevo para ella, que se encerró en su cuarto y se puso á llorar amargamente.

— ¡Dios mio! pensaba, ¿es este el amor cuya felicidad tan alto se encomia, y el que tanto anhelan inspirar las mujeres? ¡Qué! esos hombres que hubiesen sido mis amigos, ¿me huyen, y se convierten en tiranos solo porque me aman? ¿Son estos comportamientos, Dios mio, hijos de cariño? ¿No lo serán mas bien de amor propio? ¿Son en estos hombres, estas escenas amargas, este veneno vertido, hijos de ese sentimiento dulce, el amor; ó lo son de sus caracteres? ¿Juzga el Vizconde en conciencia y justicia á Sir George, ó por celosa malevolencia? ¿Son en Sir George las cosas que dice, hijas de su habitual ironía, ó son hijas de su corazon? ¿Me pedirá que le perdone... ó ha fingido amarme? ¡Se va! ¿volverá, como opina el Vizconde?{259}

Pasó una noche agitadísima, y á la mañana siguiente recibia esta carta escrita en frances.

(Esta esquela la habia escrito Sir George la noche ántes, al entrar en su casa bajo la impresion de rabia y celos que le habia causado la visita del Vizconde y la firmeza de Clemencia en no querer ceder á su despótica exigencia. Su habitual indiferencia ó flema le habian abandonado, y toda la dureza y altanería de su índole aparecian sin el fino y delicado barniz con que su esquisito buen tono las encubrian.)

«Creo, señora, que el amor meridional lo han inventado los novelistas para dar una pesada chanza y para crear decepciones; ó bien será que las encantadoras hijas de Iberia, de puñal en liga, se han transformado, gracias á la civilizacion, en vestales cristianas, de rosario en mano.

«Vuestros favores son tan ascéticos, y los distribuís con una imparcialidad y una gracia tan perfectas, que nadie puede tener derecho de quejarse, y sí todos razon para agradecer: así con vuestro candor monjil haceis ni mas ni ménos que las coquetas con sus artificios mundanos.

«Señora, en vuestro país, patria genuina de los refranes, dichos y chilindrinas, hay uno que dice ó César ó cesar, y del que os suplico que hagais la aplicacion. Si me amais, que sea esclusiva y decididamente, admitiéndome por marido ó por amante: para ambas cosas me ofrezco; para cualquier cosa, ménos para un Tántalo sentimental.

«Vuestro confesor os dirá que mi exigencia es en un todo conforme al espíritu del Evangelio.

George Percy.»

Al leer esta humillante, inconcebible y chavacana carta, dura é incisiva como el acero aguzado, un espantoso temblor se apoderó de Clemencia; sus oidos zumbaban, sus arterias latian, y cayó exánime sobre su sofá.

Bien podia haber pasado esa carta insolente entre las señoras del gran mundo, que á fuer de merecerlas tienen que sufrirlas; bien podia tener curso en aquella sociedad tan pulida en su esterior, tan corrompida internamente, en que es proscrita la gansería, y admitida y practicada la insolencia;{260} pero en la esfera de Clemencia sucedia justamente lo contrario. Clemencia indulgente á una inofensiva falta de finura, sentia en sí y podia ostentar la dignidad que no tolera la insolencia; esto es que tenia la conciencia de su propio valer é invulnerabilidad.

Clemencia, herida de la manera mas cruel é inesperada por esa carta, que no hay pluma española que hubiese podido escribir, pretestó una indisposicion, se encerró, y pasó las veinte y cuatro horas mas terribles de su vida. Revisó con el esfuerzo de su razon las ideas y sentimientos que en todos asuntos habia ostentado Sir George, y alzó con valor el dorado velo con que su amor habia cubierto su corrupcion. Todo lo analizó con firme é imparcial voluntad.

— ¡Ah! pensó al concluir este cruel exámen, ¿iria yo despues de haber sido unida al tipo de los vicios materiales, á unirme por propia voluntad, y arrastrada por un amor que me echo en cara como una falta, al de todos los vicios del espíritu? ¡No! ¡Qué bien ha dicho el Vizconde que nuestras almas serian siempre en su contacto como la union de un cuerpo vivo á un cadáver!

Así, pues, en esta lucha destrozadora que sufrieron su pasion y su razon, la dignidad de la mujer se alzó fuerte y brillante como un faro, á cuyos piés se estrellaron las olas de su corazon: del combate salió serena y firme su dignidad, triunfantes sus nobles y elevados instintos, irrevocable la resolucion que le sugirieron.

— ¡Sí, padre mio! esclamó tomando una pluma, y poniéndose á escribir, en mi corazon está impreso con tu recuerdo tu último consejo: ¡SI LUCHA HAY HAZ QUE TRIUNFE LA RAZON! Y escribió con firme pulso y ánimo reposado la siguiente carta:

«Convencida de la verdad del refran con que españolizais vuestra carta, ó César ó cesar, opto por lo segundo.

«Há tiempo era esto un presentimiento; ayer fué un propósito; hoy es un fallo.

Clemencia Ponce.»

{261}

Al mismo tiempo escribió esta otra:

«Pablo, deseo verte; el porqué te lo dirá de palabra, si estimas saberlo, tu prima

Clemencia.»

Cuando Sir George, que como es de suponer no habia partido, supo por su ayuda de cámara la ida del Vizconde, efectuada aquella mañana, se arrepintió amargamente de la carta que habia escrito á Clemencia; carta escrita en aquellos momentos en que el despecho y el amor propio herido quitan todo artificio al hombre, que se muestra en ellos tal cual es. No obstante, Sir George no graduaba lo profundo de las heridas que habia causado á aquel corazon de que se sabia querido; estaba acostumbrado á amazonas aguerridas, á quienes atraia el combate. No comprendia las heridas hechas al corazon, y sentia solo las hechas al amor propio: hubiera querido borrar con su sangre aquellas espresiones satíricas de vestal cristiana con rosario en mano, candor monjil, y no haber chocado con las ideas religiosas de Clemencia hablando de su confesor. No obstante, se consolaba pensando al concluir de prisa su tocador: me ama, y la mujer que ama no resiste á las lágrimas y súplicas del hombre á quien quiere!—¡Pobrecilla! ¡esa sí que sabe querer! si no se hiciese tanto de rogar. ¡Oh! si el amor que nos tienen no fuese cosa que empalagase á la larga, y no trajese en pos de sí la sujecion, los celos y las exigencias, ¡qué bella cosa seria!

Sir George corrió á casa de Clemencia, y recibió por respuesta que la señora no recibia, por estar indispuesta. Esto le contrarió, pero reflexionando pensó que le era quizas favorable, y que convenia dejar pasar el primer ímpetu de indignacion.

A prima noche, á su hora acostumbrada, volvió y recibió la misma respuesta.

Sir George sintió dos grandes contrariedades, la una la de no ver á Clemencia, y la otra de no saber á qué parte ir á pasar la noche donde no se aburriese; se volvió á su casa, se puso á leer los papeles ingleses, y se quedó dormido.{262}

A la mañana siguiente recibió la carta de Clemencia.

— ¡Por fin! esclamó, el hielo se deshace.

Despues de leida, Sir George se quedó por mucho tiempo completamente parado y aturdido. La carta no traia una queja, una lágrima, ni un epíteto agrio.

— ¡No comprendo! dijo. ¡Cosas de España! Le habrá puesto la carta su director.

Sir George no podia parar; montó á caballo para hacer hora.

A las dos fué á casa de Clemencia; la señora habia salido.

Sir George no pudo disimular su despecho, y preguntó con indiscrecion que dónde habria ido, pues le precisaba hablarla. Supo que en casa de su tia la Marquesa de Cortegana, y corrió allí.

— Estás pálida, decia Constancia á Clemencia en aquella hora: ¿te sientes indispuesta?

— No, no lo estoy, respondió esta; los semblantes, como el cielo, no tienen siempre los mismos matices, Constancia.

— ¡Ay, hija mia! ¡si sufrieses lo que yo! dijo la pobre Marquesa.

— Si con eso os aliviase, tia, ¡con cuánto placer lo sufriria!

Abrióse la puerta entónces, y apareció Pepino con su aire diplomático.

— Ahí está uno, dijo.

— ¿Y qué quiere? preguntó Constancia.

— ¡Toma! un ratito de conversacion.

— Pero... ¿quién es ese?

— El señor de Jesu-Cristo.

— ¡Ay! ¡qué barbaridad! esclamó Constancia, tapándose con ambas manos la cara.

— ¿Pues no se llama asin? dijo Pepino que habia oido nombrar á Sir George, Monte-Cristo.

— No, hombre; ese caballero, es el señor D. Jorge el inglés.

— ¿E qué le digu?

— ¿Madre, le recibiréis?{263}

— No, hija, me siento hoy tan mala, que no puedo recibir á nadie.

— Clemencia, ¿si tú quisieras recibirlo? dijo su prima con voz suplicatoria.

— Constancia, dispénsame; en otra cosa te complaceré; pero déjame aquí acompañando á tu madre; que para eso he venido.

Constancia hizo un involuntario movimiento de impaciencia que refrenó en el momento, y salió con apacible y grave semblante para ir al estrado, donde fué introducido Sir George por Pepino, que le dijo:

— Señor D. Jorge el inglés, tenga á bien de pasar adelante; pero sacúdase su señoría los piés ántes de entrar. Sepa su señoría, prosiguió Pepino sin que se le preguntase, que la señora está su señoría intercaliente; señor, los médicos malditos y la botica se llevan un dineral, porque lo que saben es recetar, eso sí; pero cuidiau que no saben curar.

La conversacion entre Sir George y Constancia no podia ménos de ser lánguida: despues de preguntar con interes por la Marquesa, y asegurarse mutuamente que hacia frio, el diálogo quedó cortado como con unas tijeras.

Al cabo de un rato dijo Sir George poniéndose en pié, y viendo lo infructuoso de esta su nueva tentativa por ver á Clemencia:

— No quiero quitaros vuestro tiempo, que querréis dedicar todo á la asistencia de la enferma.

— Efectivamente, repuso Constancia, solo la satisfaccion de daros las gracias por el interes que mostrais por mi madre, me hubiese separado de su lado.

Sir George saludó y salió.

Volvióse á su casa en un estado en que le agitaban igualmente el pesar, el coraje y el temor.

Escribió una carta apasionada y afligida, en que se veian las señales de sus lágrimas, espresando su arrepentimiento y formulando las mas vivas instancias porque Clemencia le perdonase lo que á su pluma se escapó en un momento de celos y de despecho.

Clemencia leyó la carta; pero Sir George se habia des{264}prestigiado con ella; aquel ídolo que ella hiciera tan bello, habia caido de su falso pedestal; las espresiones de la carta le parecieron afectadas, las ideas falsas, el lenguaje palabrería hueca, y las lágrimas gotas de agua.

La venda habia caido.

Clemencia no contestó.

Al dia siguiente Sir George, desesperado, pues entrevia que en una mujer de carácter tan superior como era Clemencia, por grande que fuese el poder de su amante corazon, seria aun mayor el de la voluntad dirigida por la razon y estimulada por la dignidad femenina, volvió á escribir, y esta vez su carta mas sincera, era mas sencilla, y por lo tanto mas elocuente.

Pero Clemencia no la abrió, y se la devolvió cerrada con un sobre.

Entónces Sir George se abatió profundamente, no porque se despertase en aquel corazon muerto una pasion real y sentida por Clemencia, eso no era posible: cenizas no levantan llama. Pero ese hombre para quien la vida habia perdido todos sus prestigios, todos sus goces, todo su interes, todo su valor, todas sus escitaciones, habia hallado en Clemencia el solo ser que sobrepujaba por instinto á toda su adquirida aristocracia intelectual; la sola mujer que con su gracia, á la vez aguda é infantil, su saber y su inocencia, su inteligencia de primer órden y sus sentimientos de alta esfera, su poesía de corazon, y su sensatez en la vida práctica, le atraia, le interesaba, le entretenia, le sorprendia; en fin, habia logrado lo que no otra, llenarle.

¡Estraña anomalía! El impulso que sentia hácia Clemencia, y el deseo de reconciliarse con ella, llevó á Sir George, el escéptico, el positivo, el estóico y desdeñoso, hasta el punto ridículo de hacer los estremos de un héroe de novela: rondó la calle de Clemencia noches enteras, escribió carta sobre carta, se fingió malo, obsequió á D. Galo con un par de pistolas de Manton (el regalo mas inútil del mundo); pero todo fué en vano y se estrelló contra la resolucion, que despues de un íntimo convencimiento, habia inspirado su sano juicio á Clemencia.{265}

Sir George se hacia ilusion, ó queria hacérsela, de que esos estremos eran hijos de un sentimiento vivo y vigoroso, y pulsaba con ansia su corazon por cómo latia; pero era en vano! la cuerda de ese bello reloj estaba gastada; y cuanto hacia era ficticio: no se pudo engañar, y acabó por reirse con agrio desden de sí mismo.

— ¡Y que haya, decia con amargura, hombres que afecten mi estado! ¡Hombres que se afanen en hacerse la antítesis de Prometeo, no buscando, sino apagando la llama de la vida!

Entónces Sir George cayó en uno de esos acesos de misántropo esplin, que le hacian el mas desgraciado de los hombres; tanto mas, cuanto que queria disimularlos; y de los cuales solo Clemencia hubiera podido sacarle con su trato encantador, como David á Saul de los suyos, con su melodiosa arpa.

CAPITULO X.

Pablo al recibir la carta de su prima, se habia apresurado á ponerse en camino. — Algun negocio, pensaba, algun apuro en que se hallará, algun pleito en que la hayan envuelto. Es la primera vez que me escribe: ¡dichoso yo si puedo serle útil!

Pero apénas hubo llegado, apénas pasaron las primeras espresiones de bien venida, cuando le dijo Clemencia:

— Pablo, ¿me amas aun?

Pablo se halló tan sorprendido y trastornado con esta inesperada pregunta, que no contestó.

— Respóndeme, Pablo, dijo Clemencia.

— No respondo, Clemencia, porque tú no me preguntas para saber mi respuesta, dijo este al fin.

— Será entónces para oirla.

— ¿Y con qué objeto quieres oirla?{266}

— Con el objeto, caso de que sea afirmativa, de que me dé pié y ánimo para decirte, Pablo, que aprecio tu amor, lo merezco, lo admito y le correspondo.

— ¿A qué debo atribuir este cambio? esclamó Pablo, cuya voz temblaba de emocion. ¿Es ironía? ¿Es despecho?

— No, Pablo, no; es profundo aprecio, íntimo cariño; y la conviccion de que tú y solo tú eres el hombre á cuyo lado puedo hallar la felicidad, segun yo la entiendo.

— ¿Has amado á otro, Clemencia, y juzgas acaso así mis sentimientos por comparacion?

— Así es, no lo niego; con la misma sinceridad y verdad con que esto te confieso, añado que el amor del hombre que amé no lo desprecio, pero lo desdeño; su persona no la odio, pero me es indiferente. Mi amor, pues, dejó de existir como estrella de la noche que apagó el dia; pues no creas, Pablo, que en mí sea el amor una llama que encienden y atizan ciegas pasiones, no; es un fuego santo que solo sostiene y alimenta lo bueno y lo bello, como en el culto griego al fuego sacro solo lo alimentaban las puras vestales. Es esto en mí instintivo, á la par que razonado y previsor; y es ademas una conviccion que han madurado á la vez mi esperiencia y la santa autoridad de nuestro tio, la que cual el sol alumbra aun al traves de las nubes. No creo necesario, añadir, Pablo, que cuando me ofrezco por tu compañera á tí que honro y venero, me ofrezco pura; como debe serlo la que tú llames tu consorte.

Te he dicho la verdad, así como te hubiera descubierto una falta, si tuviera la amarga desgracia de que sobre mi conciencia pesara, confiada en que me la habrias perdonado, pues como decia nuestro sabio Mentor: la virtud sin clemencia, es orgullo. Entre los dos, Pablo, no debe haber nada oculto, ni lo habrá nunca: un misterio seria entre ambos una profanacion de nuestra dulce confianza, una empañadura en la pureza de nuestro amor, y una pared de cristal frio y duro, que aunque invisible, nos separaria. He sufrido, Pablo; este es todo mi secreto.

— ¡Oh! esclamó Pablo. En mala hora, pues, te viniste y me dejaste.{267}

— En buena hora, Pablo, en buena hora; pues solo así he sabido apreciar y comprender cuánto vale á tu lado la verdadera felicidad, y sobreponer esta á todas las demas. Solo así he podido comparar el vacío, lo corrompido, lo exhausto, lo seco y lo acerbo de esas naturalezas, que una gran cultura cubre con un barniz tan delicado, que seduce á los inespertos como yo, y á veces es preferido al mérito real por los que no saben apreciar lo bello de la humana naturaleza. He podido comparar este barniz con la verdadera nobleza de alma, con el puro é inmaculado sentir de un corazon sano, con la rectitud de un entendimiento no contaminado con los vicios de la sociedad, con un carácter franco y entero, que sigue con valor la senda del bien, como el Cid la de la victoria, y para el que son instintivos la generosidad, el heroismo, la virtud y la delicadeza; y he podido conocer que aquello que me deslumbró fué lo primero, y que tú, Pablo, que llenas todo mi corazon, cuya compañera voy á ser con entusiasmo, eres lo segundo.

— Con que... ¿me amas, Clemencia? preguntó profundamente conmovido Pablo.

— ¡Con toda la bella exaltacion con que un corazon tierno ama lo bueno! Pablo, te amo con toda la conviccion con que se ama á la virtud, con la constancia con que se ama la dicha, con toda la ternura y abandono con que se ama al que se escoge libre, voluntaria y reflexivamente por compañero ante Dios y los hombres.

— Unidos, pues, esclamó con voz ahogada por su emocion Pablo, unidos para siempre, unidos irrevocablemente, inseparables en la tierra y en el cielo!... ¡Oh, Dios mio! Es posible tanta felicidad?

Y arrastrado por un impulso irresistible, Pablo cayó á los piés de Clemencia, y ocultando entre sus manos su rostro bañado de lágrimas, lo apoyó sobre las rodillas de la que iba á ser su mujer.

— Pablo, dijo Clemencia despues de un rato de silencio, satisfaz un capricho de mi corazon, y díme, ¿qué te ha llevado á amarme?{268}

— Es todo, sin que nada pueda precisar, respondió Pablo sin levantarse: es porque TU eres TU.

— ¿Pero es mi figura, lo que te es grata? ¿Son mis sentimientos los que te son simpáticos? ¿O son mis pensamientos los que te seducen?

— Nada de eso es, Clemencia; tu figura, tu sentir y tu pensar me son gratos y simpáticos y me seducen, porque SON TUYOS. Róbete un mal tu hermosura, tu talento, tu sentir vivaz y poético; yo, Clemencia, te amaria lo mismo; te amaria loca, sin que me lo agradecieses; ¡te amaria muerta... como te he amado sin esperanzas!

— ¡Esto es ser amada, y esto es la dicha! dijo Clemencia enternecida, apretando entre sus delicadas y blancas manos las honradas y varoniles manos de su primo.

Pablo comió en casa de Clemencia, y á la tarde vino D. Galo á tomar con ellos café.

Clemencia estaba brillante de alegría como lo está la naturaleza cuando despues de una corta tempestad le sonríe el sol.

— ¡Qué alegre estais, Clemencita! dijo D. Galo paladeando una copa del rico licor que se hace en el puerto de Santa María.

Y ciertamente Clemencia lo estaba. La soberbia y acerba conducta de Sir George comparada á la de Pablo, no solo la habia hecho apreciar la delicadeza y generosidad de la de este, sino que la primera le causó un sentimiento de temerosa repulsa que le hizo huir de aquel hombre duro, á la par que hizo brotar un aprecio tierno y simpático hácia Pablo que la llevó á apegarse al que á tanta entereza unia tan delicado cariño. Sentia al lado de Pablo lo que el viajero que goza de la dulce sombra y tranquilo descanso de una bella encina, despues de atravesar jadeante un áspero y quebrado suelo bajo los rayos de un sol picante: así fué que contestó con sincera y alegre exaltacion:

— Soy como las niñas, amigo mio, aunque cuento cerca de seis olimpiadas. Hablaré mi lenguaje, ya que me echan el baldon de ser sábia. ¡Estoy tan alegre! ¿Sabeis porqué?{269}

— No atino, hija mia.

— Pues es, repuso Clemencia acercándose á su oido, es porque... me caso: no quiero ni tengo por qué callárselo á tan buen amigo.

D. Galo hizo tal movimiento de sorpresa, que el licor que contenia su copa, tuvo las oscilaciones del flujo y reflujo del mar. No era la sorpresa de D. Galo causada por no haber notado en Clemencia particularidad con ninguno de sus apasionados, sino porque, sin darse él cuenta del porqué, se habia figurado que Clemencia en la tierra, así como las estrellas en el cielo, estaban muy bien é inamoviblemente colocadas, y que su variacion era un cataclismo en el órden establecido. Ademas, en la buena moral de D. Galo, era para él el anuncio del casamiento de una bella, lo que es para el cazador, por torpe que sea, el anuncio de la veda: así fué que esclamó consternado:

— ¿Que os casais? ¿De veras?

— ¿Y porqué no, señor mio? ¿Tienen las sábias, ademas de otras desgracias, la de ser incasables?

— Pero... — dijo D. Galo sin prestar atencion á lo que decia Clemencia, y esperando aun que lo dicho fuese una broma;—¿pero... quién es el dichoso?

— El dichoso,—¡porque á fe mia que lo será! — es D. Pablo Ladron de Guevara, mi primo, y desde ahora el amigo de los que lo son mios.

Pablo alargó sonriendo la mano á D. Galo.

— ¡Sea en buen hora... sea para bien! tartamudeaba cortado D. Galo, felicito... tomo parte... celebro... ¡los Guevaras están predestinados!... Y entre tanto, examinando la persona de Pablo, que vestido de traje de ciudad no tenia el aire de un petimetre de los modernamente designados con la palabra inglesa dandy, se decia á sí mismo: ¡Quién es capaz de comprender los caprichos de las bellas hijas de Eva! ¡Vea Vd., Clemencita, que hubiese podido escoger entre la flor y la nata!... ¡yo la creia incasable!... ¡si hubiese sospechado lo contrario!... ¡Casarse! ¿A qué santo? ¿No estaba tan bien así? ¡Me he llevado chasco! — no seré el solo.{270}

— D. Galo, añadió alegremente Clemencia, este es un gran secreto; pero que no me importa que todo el mundo lo sepa.

— A muchos lo callaré, contestó en su tono galante y con su mas chusca sonrisa D. Galo, porque no me gusta ser portador de malas nuevas.

Vamos, añadió para sí, — echando con disimulo el lente á Pablo, que en este momento se habia puesto á escribir en el escritorio de Clemencia una carta á Villa-María, — sobre gustos no hay nada escrito. Cuando Clemencia le ha elegido, tendrá mérito; solo que por mas que miro, me persuado que no está á la vista.

A la noche D. Galo fué algo mas temprano de lo que acostumbraba, á la tertulia de la señora de la Tijera.

— Voy, dijo aun ántes de sentarse, á dar á Vds. una noticia que de cierto ignoran, y tan fresca que es nonata para el público.

Inmediatamente fué D. Galo asaltado con esta descarga de preguntas:

— ¿Es triste ó alegre?—¿Pertenece á la alta ó baja política?—¿Es jocosa ó fúnebre?—¿Es auténtica ó apócrifa?—¿Es de luengas tierras?—¿Es indígena?—¿Es redonda?—¿Ha venido por telégrafo?

— Es, respondió D. Galo, dejando que se restableciese el silencio, para dar todo su peso y solemnidad á su respuesta, es inesperada, imprevista, sorprendente y estraordinaria.

— Ea pues, decidla, esclamó Lolita.

D. Galo calló, luciendo su mas resplandeciente sonrisa, prolongando así el dulce momento en que era el punto céntrico de la atencion general.

— D. Galo, dijo uno de los concurrentes, sois como el reloj de Pamplona, que es fama que apunta, pero no da.

— D. Galo, ¿quereis convertirnos en papanatas? esclamó impaciente la curiosa Lolita.

— No, opinó un jóven estudiante; Pando quiere ser diputado, y se ensaya en el arte de hacer efecto.

— Dejad á D. Galo Pando, á quien viene mal el nombre como á mí, que en mi vida he tenido un dolor de cabeza,{271} el de Dolores. Rojas, contadnos qué tal hicieron anoche el tio Caniyitas.

Al oir mentar la zarzuela de moda, Rojas, que era un filarmónico, se puso á talrarear:

Las solteras son de oro,
Las casadas son de plata,
Las vïudas son de cobre,
Y las viejas de hojalata.

— ¡Pura adulacion á las solteras! dijo Lolita; el garabatillo de las viudas es mucho mas atractivo que los famosos y nunca bien ponderados quince abriles, que han inventado los poetas despechados, porque los veinte mayos no les hacen caso.

— En confirmacion de lo que decís, en cuanto á las viudas, hija mia, dijo D. Galo, que aprovechó la ocasion que se le escapaba de lanzar á la publicidad su famosa noticia, os diré que se casa una viudita.

D. Galo suspendió su comunicado, volviendo en torno suyo unos ojos, en los que procuró poner toda la chuscada indígena.

— ¿Quién es la infeliz? dijeron ellas.

— ¿Quién es el engañado? añadieron ellos.

— ¡Qué premioso sois! esclamó Lolita.

— Le favoreceis... que es pesado, opinó Rojas.

— Guarde Vd. su noticia para escabeche, dijo levantándose Lola.

D. Galo, que vió que por segunda vez perdia la oportunidad y la atencion, repuso:

— Pues sabed que se casa Clemencita.

— ¿Con Monte-Cristo? preguntó volviéndose bruscamente la niña curiosa.

— ¿Con Carlo-Magno? añadió otra.

— No habeis acertado, hijas mias, contestó en sus glorias D. Galo.

— Pues decidlo, señor; que si no, os vamos á dar el diploma de mayor en el regimiento de la Posma. ¿Con quién es?... ¿Es con Vd.?

— ¡Tanta dicha, no es para mí, Lolita, hija mia! contestó con buena fe D. Galo, á la burlona pregunta; de sobra{272} sabeis que tengo mala suerte y solo hallo ingratas; ademas mi situacion no me permite...

— ¿Es con su primo Cortegana, que dicen ha llegado.

— No; es con otro, su primo de Villa-María, Pablo Guevara.

— ¿Aquel lugareño que vi en su casa ayer, que lleva los guantes como manojo de espárragos? ¡Dios nos asista! no sabe ni hablar: ¡mire Vd. con quién fué á dar la sábia! ¡Yo que creí que se iba á casar con el Liceo!

— Quien ménos vale, mas merece, opinó uno de los presentes.

— ¡Ya! ¡ya sabe la viudita! añadió una de las señoras mayores; Guevara que heredó de su tio D. Martin y que tiene por su casa, es una gran boda; ¡ya sabe!

— Es la opinion mas errada, dijo un oidor amigo de Clemencia, y la ménos justificada, la que atribuye á las mujeres que tienen alguna instruccion el que saben mucho, en el sentido que se ha dado á esta frase comun, que es un compuesto de astucia, cálculo, intriga y perspicacia. Es cabal y notoriamente lo contrario; esta clase de saber, suele ser propia de aquellas que no tienen otra cosa en que esplayar su imaginacion y ocupar sus facultades intelectuales, y les es seguramente mas útil que á las otras sus estudios: así, si las primeras tienen buena suerte, la deberán ciertamente á otras causas que á su saber, en el sentido dicho. Quien atribuya cálculo á Clemencia, debe precisamente no conocerla.

— Para predicador de honras, os pintais solo; observó agriamente la señora de la Tijera.

— Pues no ha dicho mas que la pura verdad, opinó D. Galo. Sepa Vd., Lolita, hija mia, que á sus espaldas hace ese caballero otros justos elogios de V.

— Eso no quita, santo varon, contestó Lolita, que sepa mucho Clemencia Ponce, y haya dado una prueba de ello casándose con ese ricacho, que procurará aumentar las rentas pasando la mayor parte del tiempo en el pueblo, miéntras que ella se las gaste aquí en toda libertad.

— No es Clemencia gastadora por cierto, repuso D. Galo.{273}

— ¡Ya! si no tenia lo bastante para ello, ¿cómo habia de serlo? dijo la Tijera; su suegro no tuvo por conveniente dejarle nada, ni aun viudedad; así es, que solo tenia lo que le dejó el tio Abad.

— Que era mucho, repuso D. Galo.

— Y ademas una gran viudedad que le señaló, si no el suegro, el heredero de la casa.

— Por lo visto, pensaba que la disfrutase poco tiempo, dijo otra señora.

— Viudedad que nunca consintió en admitir; me consta; lo sé por su tia, observó D. Galo.

— Eso fué sembrar para recoger, repuso otra de las matronas.

— ¡Una buena cosecha! esclamó soltando una carcajada Lolita.

¡Tales son los juicios y fallos del mundo! esta es la inconcebible y malévola ligereza con que se juzga á las personas, se califican los hechos y se les suponen móviles; esta la infame falta de conciencia, de rectitud y de justicia, con que se pretende formar la cosa mas preciosa que tiene el hombre, su opinion! Se echa en cara á la época el poco precio que ponen los hombres á la opinion que gozan; mas esto ha debido suceder desde que la malevolencia y la calumnia han usurpado á la verdad y á la justicia su mision de formarla, ora sean aquellas guiadas en la prensa por las pasiones políticas, ora en sociedad por el espíritu hostil que en ella vive y reina.

CAPITULO XI.

Al dia siguiente fué D. Galo, como tenia de costumbre, á visitar á Sir George, visita que miraba como obligatoria desde que las pistolas de Manton habian aumentado su fina amistad con un fino agradecimiento. Este le recibió con una de esas sonrisas prestadas, como dicen los franceses,{274} que era en el altivo Gentleman la espresion de la suma distraccion, que producian en él los entes de tal nulidad, que se desdeñaba de desdeñar.

D. Galo, como es de inferir, estaba lleno de la gran noticia, que si bien le habia contrariado, habia traido su contrapeso con la satisfaccion que le habia procurado Clemencia eligiéndole por su primer confidente, y por digno esparcidor de su confidencia. Así fué, que apénas se hubo informado de su salud, cuando dijo á su amigo con una sonrisa colosal:

— El dios Himeneo prepara sus coronas, señor D. Jorge.

— ¡Ah! ¿y cuáles son las bellas sienes sobre las que van á brillar? respondió este.

— Las de una amiga vuestra, contestó D. Galo, que lo que ménos soñaba era que en esto tuviese interes Sir George.

D. Galo no dejaba de observar un obsequio ó un galanteo; una contradanza y un wals bailado con el mismo compañero por una de las bellas, era cosa grave y significativa para él; en cuanto al movimiento enérgico é interno con que las pasiones agitan la sociedad, este no lo penetraba su observacion benévola y superficial.

— ¿Cuál amiga? preguntó Sir George. ¡Tengo tantas! pues soy como vos, Señor Pando, gran partidario de las bellas. ¿Será quizas la valiente coronela Matamoros?

— No señor, no señor; es jóven, hermosa, fina, discreta, y sobre todo, buena como no otra.

— Hay tantas jóvenes, tantas hermosas, tantas finas, tantas discretas y tantas buenas en Sevilla, que seria difícil para mí acertar por esas señas quién pueda ser.

— Pues os diré — D. Galo tomó un aire entre importante y satisfecho — que es nuestra apreciable y querida Clemencia.

— ¡Es mentira! gritó Sir George levantándose airado y empujando la mesa.

No es fácil esplicar la sorpresa mezclada de susto que sintió D. Galo al ver á Sir George ante sí, erguido, el rostro encendido y los ojos centelleantes, sin saber á qué atribuir aquel furioso repente.

— ¿Qué le ha dado? pensó. ¿Será esto efecto de ese{275} malhadado esplin de los ingleses, que á otros ha llevado á tirarse un pistoletazo? ¿Si buscará un duelo? ¡Jesus! aquellas pistolas de Manton que me regaló... ¿si seria con la idea?... ¡estamos bien!... ¡qué hombre tan peligroso! ¡záfese Vd. de compromisos con semejantes osos!... Pero no, añadió volviendo á sus naturales, pacíficas ideas; lo que me parece al ver su rostro tan alterado es que está enfermo; veamos de apaciguarlo, pues nada he dicho que pueda incomodarle: así fué, que dijo:

— No miento, mi querido señor, ni penseis que soy capaz de hacerlo, y ménos con el fin de inducir en error á una persona como vos, que tanto aprecio; si lo he dicho, es porque lo sé de la misma boca de Clemencia, que añadió no ser esto un misterio; si no estuviese autorizado, yo no seria capaz de publicarlo.

— ¿Ella os lo ha dicho?

— Y puedo lisonjearme, respondió D. Galo, que se iba recobrando y serenando, de que soy el primero de sus amigos á quien ha honrado Clemencia con su confianza. Por cierto que ya tengo encargado á Cádiz un tarjetero de filigrana, de oro-plata y esmalte de Manila, para regalárselo. Pero os suplico que me hagais un favor, señor D. Jorge.

D. Galo hizo una pausa.

— ¿Y bien... qué favor? preguntó bruscamente Sir George, que queria abreviar la conferencia.

— Que no se lo digais.

— ¡Oh! contad con mi discrecion, señor D. Galo, repuso Sir George, que habia vuelto á ser dueño de sí, y tenia ya en sus labios su habitual sonrisa fria como una flor de mármol; ahora yo os pediré tambien otro favor.

— No teneis sino mandar: ¿cuál es?

— Que os vayáis.

D. Galo que no concebia la grosería, ni ménos la impertinencia de la aristocracia inglesa, se quedó mirando á Sir George con los ojos tamaños, y estuvo por sacar el lente.

Sir George se habia quedado impasible; solo que cada vez la sonrisa que cubria la tempestad de su ánimo, era mas glacial.{276}

— Decididamente, pensó D. Galo, está malo este pobre hombre, y por eso quiere estar solo; me parece que un par de sangrías...

— Señor D. Jorge, dijo en voz alta, me parece que vuestro semblante está un poco arrebatado: bien ve que no estais en caja; en este país combate mucho la sangre, sobre todo al acercarse la primavera. ¿Teneis dolor de cabeza? Creo que una pequeña evacuacion y unos vasos de malvavisco (en latin altea) os harian mucho bien.

Lo que D. Galo decia de la mejor fe del mundo, no pareció tal á Sir George, por lo cual le dijo sin levantar la voz:

— Señor D. Galo, ¿preferís salir por la puerta... ó por la ventana?

D. Galo se levantó, cual si por medio del asiento de su silla le hubiesen pinchado con una espada.

— Que Vd. lo pase bien, señor D. Jorge, dijo cogiendo el sombrero; yo deseo que Vd. se alivie.

— Y yo... ¡que el diablo cargue contigo! dijo en inglés y entre dientes Sir George.

Apénas bajó D. Galo de dos en dos los escalones de la escalera, y se vió en la calle en seguridad, cuando se dijo:

— ¡Toma! ¡toma! ¡Y yo que no caia! ¡Torpe de mí! ¡Toma! ¡toma! ¡La de los ingleses! una turca de las buenas; habrá almorzado con algun paisano suyo, y se habrán bebido un par de docenas de botellas de Jerez. ¡Y yo que no me apercibia! ¡qué torpeza! ¡Ya!... ¡como que aquí en España no estamos hechos entre las gentes finas á semejantes chocarrerías!

D. Galo se fué en seguida en casa de Clemencia, á quien halló sola.

— ¡Jesus! dijo poco despues de haber entrado: no podeis pensar el mal rato que he pasado.

— ¿Sí? lo siento. ¿Por qué causa y dónde?

— Por causa y en casa de D. Jorge. ¡Jesus!

— Pero, ¿con qué motivo, amigo mio? preguntó Clemencia algo inmutada.

— ¿Porqué... Clemencita?...{277}

D. Galo se sonrió con la chuscada que acostumbraba, aun cuando lo que decia fuese lo que se llama, nada entre dos platos.

— Vaya, decid, D. Galo; dijo Clemencia, á quien la respuesta de D. Galo inquietaba.

— Clemencia, solo á vos y en confianza lo digo.

— Sabeis que soy callada, D. Galo.

— Sí, sí, por eso os lo diré. Fuí, pues, allá esta mañana; un paso de atencion.

— Ciertamente. ¿Y bien?...

— Pues sabréis que D. Jorge estaba...

D. Galo abrió la mano y apoyó su dedo pulgar en sus labios, guiñó un ojo, se sonrió en grande y añadió: Ya me entendeis.

— No os entiendo, repuso Clemencia.

— Pues nuestro inglés estaba... dijo D. Galo, y acercándose á Clemencia, añadió: ¡ebrio!

— ¡Ebrio! esclamó esta asombrada.

— Como una cuba, repuso D. Galo.

D. Galo refirió con todos sus pormenores la referida escena á Clemencia, y esta lo comprendió todo: no era mujer bastante vulgar para gozarse en el despecho de Sir George, pero sí bastante delicada para que le chocasen los insolentes y acerbos procedimientos con que habia insultado al hombre mas benévolo é inofensivo, y que era ademas amigo de ella. Así fué que aun esta escena contribuyó á hacerle conocer todo lo áspero y duro de aquella naturaleza que la inteligencia habia podido elevar, la esquisita sociedad pulir, pero á la que nada habia podido dar un corazon, sin el cual son todos los demas dotes, bellas vestiduras, resplandecientes coronas que encubren un esqueleto.

Durante esta conversacion, Sir George, que se habia quedado solo, se paseaba por su cuarto en un estado de cólera y exasperacion el mas violento, y se decia:

— ¡Joué! ¡burlado!... ¡como un pollito! ¿Y por quién? ¡por una mujer que ha pasado la mitad de vida en un convento, y la otra mitad en el campo! por una hija de la naturaleza, criada por un fraile sentimental y ascético! ¡Y{278} yo que creí que me amaba! ¡Oh! qué anomalías se ven en las españolas! Entre estas mujeres, las que valen son culebras insujetables. La ofendí, lo confieso; pero he querido pedirle perdon, y no he podido ni aun verla! — Son estas mujeres suaves flores con tallos de acero. No conocen la vanidad cuando compite con su innato é indomable orgullo mujeril.—¡Casarse con otro, cuando le ofrecí ser mi mujer! ¡Qué insolencia! ¿Y con quién? ¿Será con su recien llegado primo Cortegana, ese chisgarabís, ese mono afrancesado? No; será con un pastor Fido, inocente como sus corderos. ¡Y ese imbécil de Pando que no me lo ha dicho! siento no haberle tirado por la ventana! ¡Y esa criatura se aviene á encerrarse en ese círculo vulgar y mezquino! ¡Oh! ¡es una criatura incomprensible! todo lo sabe por instinto, como el ruiseñor la melodía! Ella me rejuvenecia — á su lado vivia — me animaba — me alegraba! — sabia cual la aurora echar sobre todo un rosado tinte. — Pero... ¿quién es ese marido que ha surgido como por magia á sus piés en el momento oportuno? ¿Lo tendria de reserva? ¡Ah! ¡no! esa mujer no era artificiosa, — no; pero está llena de supersticiones: — me habria querido hacer papista... ¡Vamos! esto al fin ha tenido mejor desenlace que si me hubiese dejado arrastrar á casarme, y con eso me hubiese dado á mí mismo la patente de machucho.

Sir George se arrellanó en su sillon á la chimenea y encendió un cigarro; pero al momento despues lo tiró, y esclamó con rabia:

— Pero... ¡vive Dios! ¿Qué hago? ¿Quedarme? no; sin ella me fastidia Sevilla; me iré al Cáucaso, que no he visto. Vamos, judío errante, coge tu báculo; que el movimiento rejuvenece el cuerpo y distrae el ánimo. Lo conocido fastidia, busquemos lo desconocido.—¡Ah! añadió, ¡solo una cosa he hallado que fuese para mí desconocida!... ¡y esa fué ella! ¡luz fugitiva que de la oscuridad salió, para volver á hundirse en ella! Pero no creais que me afligís, señora; una dama hay mas bella, mas amable, mas querida de mí que lo sois vos, y es la dulce y encantadora libertad. No, no compiten vuestros encantos con los suyos; si lograros{279} era á costa de perderla, vale mas una decepcion que una cadena: así pues, all is well that ends well. Bien está lo que en bien acaba.

CAPITULO XII.

— Pablo, dijo al dia siguiente Clemencia á su primo, cuida de que cuanto ántes sean trasladados todos mis efectos á Villa-María.

— ¡Pues qué!... preguntó sorprendido Pablo, ¿no piensas que vivamos aquí?

— No, Pablo; pues esto que no seria de tu gusto, lo harias por complacerme; ademas, cree que ansío por hallarme en Villa-María, en donde tan feliz ha sido mi vida, vida á la que la costumbre me ha apegado; pues los sitios, las paredes, cada objeto que nos rodea, se ama con el trato como amigo, porque todo imprime su huella en el corazon que no es duro, y la deja en el corazon que no es mudable. Ansío, Pablo, ver esos sitios que el cariño que todos me habeis tenido, ha impregnado de dulzura, y que la paz que en ellos he disfrutado, ha identificado con el bienestar. Ademas, Pablo, no me retiene aquí ningun aliciente ni lazos de cariño. La casa de mi pobre tia, á la que queda poco tiempo de vida, se va á desbaratar. Mi querida Constancia piensa cuando la falta su madre, retirarse de todo trato; mi primo piensa regresar á Madrid, y la sociedad de Alegría no me es simpática. Díme, Pablo, ¿están aun como las dejé mis habitaciones?

— Nada hallarás variado, ni echarás ménos en lo que ha sido durante tu ausencia mi santuario, Clemencia; de mas sí, quizas encuentres las huellas de mis lágrimas.

— ¿Y mis flores?

— Florecen en tu ausencia, ¿lo concibes? Yo no.

— ¿Y mis pájaros?{280}

— Cantan; pues creo que con su delicado instinto presagiaban tu regreso.

— ¡El del hijo pródigo! dijo Clemencia, riendo y apretando con efusion la mano de su primo.

— Para recibirte debidamente, contestó Pablo en el mismo tono festivo, debo partir mañana.

— Nada de eso, Pablo; hagámoslo todo sin misterio y sin ostentacion.

— Pero con prisa, Clemencia; mira que mi felicidad me parece de tal suerte un sueño, que vivo angustiado con el temor de despertar.

— Pablo, en mí no estará la tardanza, hechas las necesarias diligencias, será bendecida nuestra union bajo los ojos de mi pobre tia que me ha servido de madre, y partiremos en seguida para nuestro dulce hogar doméstico: en él procuraremos imitar las virtudes y hallar la felicidad que allí ostentaron sus anteriores dueños.

Clemencia se apresuró á comunicar su casamiento á la Marquesa y á sus primas.

— Me alegro, hija mia, le dijo su tia, pues ya que te aconsejaron esa boda tu suegro y tu tio, cuenta te tendrá.

— Sí, sí, añadió Alegría, ya que te casas, atente á lo sólido y enseña á tu marido desde un principio á no ser ridículamente celoso y neciamente desconfiado.

— En Villa-María no hay muchas ocasiones que puedan dar pábulo á que se desarrollen estas tendencias, aun dado caso que las tuviese Pablo.

— ¡Pues que! ¿te vas á vivir á Villa-María? esclamó con asombro Alegría.

— Siempre han vivido allí las cabezas de la casa de Guevara, respondió Clemencia: ¿por qué motivo exigiria yo una mudanza de domicilio que no deseo, y que no agradaria á mi marido, sobre todo gustándome con pasion el campo?

— ¡Pero eso es enterrarse en vida! esclamó Alegría horripilándose.

— Si se entierra la mujer que se propone vivir en el hogar de sus mayores al lado del esposo á quien ama, y dedicarse allí á criar los hijos que Dios les diere, creo, Alegría,{281} que toda buena casada vestirá con alborozo la mortaja de esa sepultura. ¡Pues qué! ¿Piensas acaso que la mujer al tomar estado, sigue la senda natural y derecha, si en lugar de pensar en recogerse, en dedicarse á los santos y dulces deberes de esposa y madre, reniega de ellos y solo piensa en entregarse á las diversiones, al bullicio, al mundo esterior y á las distracciones? ¿Así truecas los frenos? ¿Así desvirtúas la santa mision de la mujer?

— Novelerías morales, repuso Alegría. ¿Con veinte y cinco mil duros de renta, vivir en un villorro? ¡Vamos, vamos! Eso es no solo chabacano, sino estúpido, y no se ve mas que entre nosotros.

— Te equivocas, Alegría; en todas partes, y sobre todo en Alemania, viven las familias nobles en sus estados ó en sus haciendas, y solo pasan temporadas en las capitales, en los sitios de baños ó viajando; nosotros tambien pasaremos temporadas fuera, ya por Semana Santa en Sevilla, ya en el verano en los baños; pero abandonar la casa solariega, eso nunca: seria una falta de aprecio y amor filial á la familia, y una degeneracion, pues no es noble el que es descastado.

— Lo venidero no está escrito; le has tomado el gusto á Sevilla: veremos lo que sucede en comiéndote el pan de la boda; y si entónces piensas aun, á lo Butibamba, que es degenerar no vivir en un villorro. ¡Vaya, vaya! yo que creí que los libros servian, no para fomentar, sino para desarraigar añejas preocupaciones!...

— La lectura bien dirigida, prima, sirve para poner cada cosa en su lugar, y desterrando una necia vanidad, dar á las personas el decoro y dignidad que le son propias. Ademas, el pan de mi boda, añadió Clemencia con íntima satisfaccion, es el que se fabrica diariamente en gran cantidad en casa para nosotros, para los criados y dependientes de la casa y para los pobres, y cada año Dios renueva las cosechas; así pienso que durará mucho, Alegría.

— Sara, repuso esta con enfática ironía, Dios te dé veinte Jacobs, los años de vida á tu Abrahan que al otro, y te libre de una Agar.{282}

— No te deseo que seas feliz, le dijo Constancia, pues sé que lo serás cuanto es dable serlo en este mundo, puesto que has hecho tu pasado tan bueno y tan santo, como te has sabido preparar tu porvenir. Tu conciencia y tus esperanzas, ambas puras y santas, te sonríen á un tiempo: así, solo pido á Dios prolongue una felicidad que debe serle grata.

— ¡Eh! dijo Alegría, con este parabien místico y laudatorio no necesitas mas epitalamio. Váyase Apolo con su murga á freir monas al Parnaso; que aquí se está por el monte Sion. Por mí te congratularé con la elegante frase de moda, diciéndote: Pues te casas, séate el santo yugo ligero; pues tendrás fruto de bendicion, séate la carga de los hijos ligera; pues te entierras en vida, ¡séate la tierra ligera!

Pocos dias despues volvió Pablo, y se fijó el dia del casamiento. La víspera se halló Sir George en la calle á D. Galo. Este, que aun no estaba del todo repuesto del susto que le habia dado Sir George en la mañana que hemos referido, quiso evitar su encuentro torciendo por una boca-calle; pero Sir George apresuró el paso, lo alcanzó y lo paró.

— ¡Oh señor D. Jorge! esclamó algo turbado D. Galo; no os habia visto; no es estraño, pues ya sabeis, lo corto de vista que soy.

— Tenia muchos deseos de veros, repuso Sir George; deseaba suplicaros que me acompañaseis á comer: he recibido por el último vapor unos faisanes y una remesa de vinos escogidos; pero como ya no tengo el gusto de veros...

— El gusto y la honra serán para mí, señor D. George, repuso con una sonrisa no muy natural D. Galo, en quien la remesa de vinos escogidos habia avivado la inquietud; pero como tengo tanto que hacer...

— Y como no os veo ya en casa de Clemencia...

— Es cierto, no recibe porque su tia ha empeorado, y pasa allá toda la tarde y noche.

— ¿No me habeis dicho que se casa?

D. Galo, que se iba reponiendo, contestó en su tono natural:

— ¡Ya se ve que os lo dije! como que yo fuí el primero que lo supe; pero ya lo sabe todo el mundo.{283}

— Me han dicho que su novio es un ganso lugareño.

— Os han informado mal, muy mal, D. Jorge; yo que lo he tratado, os puedo decir que es un bellísimo sujeto, de un carácter angelical, de mucho talento y mucha instruccion, como que tuvo el mismo maestro que Clemencita, el sabio Abad de Villa-María; que es generoso y caritativo como pocos, y en cuanto á guapo lo es como ninguno: se cuentan de él hechos que admiran y asombran, en particular un lance con cinco ladrones que lo sorprendieron en su cortijo...

— ¡Oh, señor D. Galo! no me refirais proezas bandoléricas; estoy cansado de oirlas cantar en romances á vuestros ciegos.

— Es, señor D. Jorge, que la proeza que iba á referir no estaba de parte de los bandoleros, sino de parte de D. Pablo Guevara que pertenece á la primera nobleza de Andalucía, y tiene, amen de esto, mas de medio milloncito de renta, lo cual no echa nada á perder.

Y D. Galo desplegó su mas ancha sonrisa.

— Ese novio modelo ha venido, segun me han informado, de las Batuecas, dijo Sir George con la mayor seriedad.

— ¡Qué! No señor, contestó D. Galo sin notar la burla, y no calculando que pudiese estar un estranjero al cabo del sentido que se da vulgarmente á esta frase; ha venido de Villa-María. Ya veis, señor D. Jorge, que nuestra viudita supo escoger lo mejor, como era de esperar de su talento y buen juicio.

Sir George echó una mirada suspicaz y escudriñadora á su interlocutor, que prosiguió con un chiste y una chuscada que lo asombraron á él mismo: Entre nos, señor D. Jorge, Cortegana, que no tenia corta gana de ser el dichoso, se ha quedado mirando al cielo; no será él solo.

Sir George que contenia á duras penas los impulsos que sentia de echar á rodar á D. Galo, le dijo, no obstante, con suavidad:

— He recibido noticias que me obligan á partir, y puesto que no es posible ver á nuestra amiga, y despedirme de ella ántes de marchar, deseo recibir de vos un favor.{284}

— Estoy siempre, y para cuanto me mandeis, á vuestras órdenes, señor D. Jorge, contestó D. Galo obsequiosamente.

— Puesto que con el plausible motivo de un casamiento les es permitido á los amigos ofrecer una memoria á sus amigas, deseo que os hagais cargo de presentar una en mi nombre á Clemencia.

— ¡Mire Vd. por dónde me es imposible serviros, señor D. Jorge! Y á fe mia que lo siento; pero Guevara ha exigido de Clemencita que no reciba regalo alguno de nadie. Una sola escepcion se ha hecho, prosiguió D. Galo con íntima satisfaccion y gran orgullo, una, una sola, una única... y esa ha sido con... mi tarjetero, señor D. Jorge.

D. Galo se estiró los picos del chaleco.

Sir George calló un rato, y dijo despues:

— Pues decidle al ménos que fué mi intencion enviarle un brillante que encierra para mí un triste recuerdo; deseando que tuviese para ella uno grato, recordándole un amigo. Decidle que si ella desdeña las memorias, yo lo deploro, pues me priva, al partir, del consuelo de que conserve una mia.

— Todo se lo diré testualmente, señor D. Jorge: confiad en mí, que tengo buena memoria y mejor voluntad; en cuanto á la otra potencia, no puedo competir con vos ni con Clemencita, lo conozco; pero en fin, en esta ocasion no es necesaria.

— No, no, repuso Sir George, no es necesaria, y estaria absolutamente demas.

Sir George estaba muy léjos de haber dado este paso, llevado por su corazon, ni por un sentimiento tierno y triste.

Eran los móviles que le dirigian en esta ocasion, primeramente tener noticias exactas sobre el hombre que Clemencia habia preferido, las que nadie podia darle como D. Galo, que era el mas imparcial y justo juez en la materia, porque nunca mentia ni en contra de sus contrarios, ni en favor de sus amigos: el segundo objeto que tenia, era probar á quien pudiese tener sospechas de su amor á Clemencia, que muy léjos de sentir despecho, era él el primero en celebrar el enlace de su amiga con un obsequio; y por último, lo que hacia era por una especie de presuncion vanidosa, deseando{285} borrar la impresion de su grosera carta, y dejar en la memoria de una mujer del valer de Clemencia, el recuerdo suyo bello, poético, é interesante como lo es la tristeza de un amor desgraciado, y el arrepentimiento de un noble pecho.

Sir George salió aquella noche para Cádiz.

A la mañana siguiente despues de volver de la iglesia, se casaron Clemencia y Pablo en casa de su tia, y partieron para Villa-María.

Al llegar, hallaron reunidos, no solo á los muchos criados de la casa, pero casi á todo el pueblo, que los recibió con las mas marcadas y sinceras muestras de adhesion y cariño. Juana lloraba de alegría. Sus nietas se abalanzaron á Clemencia besando su vestido. Miguel Gil y los demas criados enternecidos, bendecian á los novios y repetian:

— ¡Tal para cual!... ¡Si no podia dejar de suceder!

Hasta la tia Latrana se hizo lugar para dar la bienvenida á Clemencia, y pedirle los dulces de la boda.

Clemencia entró enajenada en los cuartos que habia habitado, y que halló en el mismo estado en que los dejó. Sus flores esparcian sus mas suaves fragancias, los pájaros lanzaban sus mas alegres cantos como para darle la bienvenida. De todo esto habia cuidado Pablo con el esmero con que conserva y da culto el amor á los recuerdos.

Clemencia se sentia tan apaciblemente feliz como el navegante que despues de correr una tormenta y estar pronto á naufragar, vuelve á pisar la tierra y á sentarse en su hogar. Todo lo miraba y acariciaba con la vista; todo lo examinaba y lo tocaba con cariño. Abrió su escribanía, y registrando uno de los cajones esclamó:

— ¡Ay Pablo! mira lo que he hallado aquí: la cedulita que me dió aquella gitanilla que me dijo la buenaventura. Ahora recuerdo que me encargó que la abriese el dia que me casase, y me cercioraria de si habia ó no acertado en su prediccion: despégala, Pablo, con tu corta-plumas, que deseo verla.

— Si te complazco lo haré, Clemencia: es una niñada; pero su pureza conserva la infancia á tu corazon.{286}

Clemencia se acercó á su marido para leer el papel. Pablo despegó la cedulita y leyó:

— Bien sabe la rosa...

— ¡En que mano posa! esclamó Clemencia acabando la frase que recordó, y apoyando su rosada cara en el noble pecho de su marido.

FIN.{287}

EPILOGO.

Algunos meses despues estaban una noche sentados en la mesa del brasero, Clemencia y Pablo.

El cura y algun amigo que los habian acompañado, se habian marchado; pero estaba allí el anciano médico. Clemencia, en quien resplandecia la felicidad, estaba ocupada en una labor de mano. Pablo leia diferentes periódicos que habian acabado de llegar.

— Aquí, dijo Pablo, que tenia en la mano el Univers, periódico frances, se habla de una persona que me parece haberte oido nombrar.

— ¿Quién? preguntó Clemencia.

— El Vizconde Cárlos de Brian.

— Sí, mucho que sí: era un hombre de gran mérito; ¿qué dicen de él?

Pablo leyó:

— «En Nueva-Orleans ha sido muerto en un desafío por un furioso demócrata el Visconde Cárlos de Brian.»

«Era un hombre de noble carácter y de un mérito poco comun. Habiendo perdido á su único hermano por el puñal alevoso en Roma, en donde hacia parte del ejército auxiliar del Papa, y visto caer á su padre en las jornadas de Febrero de 1848, salió abatido y desesperado de su país á viajar: circunstancias que han quedado ocultas le determinaron á dejar á Europa y pasar á los estados de la Union en que ha hallado la muerte. En él se estingue una de las casas mas antiguas é ilustres de Francia. Su mérito, sus virtudes y la firmeza de su carácter, hacen su pérdida doblemente dolorosa á cuantos tuvieron la dicha de conocerle.»{288}

— ¡Pobre Vizconde! dijo con tristeza Clemencia. ¡Qué fatalidad se encarnizó en su estirpe! Mucho me afecta su muerte.

— Vaya, añadió Pablo que ojeaba un periódico español, hoy es dia en que salgan á relucir en los papeles nombres conocidos tuyos: aquí se habla de Sir George Percy, que pienso era tambien uno de tus tertulianos.

— Sí por cierto, repuso Clemencia; ¿y qué dicen de él?

Pablo leyó:

— «El 15 del actual ha tomado asiento en la Cámara de los Pares, Su Honor Sir George Percy, que ha heredado el titulo y manto de par de su tio Lord Wilfrid. Se ha estrenado con el mas incisivo y amargo discurso de cuantos se han pronunciado contra los católicos. De resultas, el jefe del gabinete le ha declarado benemérito de la patria, y en un meeting protestante se ha determinado erigirle en vida varias estatuas de diferentes tamaños, como al Lord Wellington.

— ¡Pablo, Pablo! ¡cómo improvisas! esclamó Clemencia riendo. ¡Con qué seriedad inventas y emites despropósitos!

— No señora, no señora; no son despropósitos, dijo el Doctor; es muy probable y muy verosímil que sea así. Despues de lo que ha pasado allá, despues de haber visto públicamente llevar en procesion burlesca y quemar en efigie al Santo Padre y otros venerables sacerdotes, como en los bellos tiempos de la reforma, sin que el mas ilustrado y tolerante de los gobiernos y el mas ilimitado en la libertad de cultos, pusiese obstáculos á esas anticultas bacanales, á esas orgías anglicanas, ¿qué se podrá dudar?

Veamos el pulso, señora, añadió poniéndose en pié para marcharse. ¡Siempre en caja! dijo despues de pulsar á Clemencia: señora, vuestro pulso es como vuestra alma; Señor D. Pablo, cuando este verano cojais esas hermosas cosechas con que parece Dios bendecir vuestra casa, será el mas bello fruto con que os favorezca, un hijo tan hermoso como su madre, tan bien constituido como su padre, tan bueno como ambos.{289}


SIGNIFICADO DE ALGUNAS PALABRAS ANDALUZAS.

Abuhado.Hinchado.
Abulaga.Planta silvestre cubierta de espinas.
Acigüatado.Parado, caido.
Arrapiezo.Malo y despreciable sujeto.
Arrufar.Dar empuje ó alas.
Arrumales.Disparates.
Ayuncar.Meterse en trabajos.
Cancha ruda.Chica y gorda.
Chirlar.Hablar mucho y recio.
Coca.Cabeza.
Colodra.Vasija que usan los pastores para ordeñar.
Cuaco.Rudo, ganso, ignorante.
Fanganina.Enredo.
Frondío.Mal humorado, displicente.
Gallorear.Levantar la voz con impertinencia.
Gatatumbas.Zalamerías.
Glotura.Golosina.
{290}Macarroño.Corrompido, probablemente tomado de macarse, empezar á podrirse.
Mamanton.El que saca ó chupa de otro.
Marchanas.No irse las marchanas significa tener presencia de ánimo.
Monfí.Nombre que se daba á ciertos moros malhechores y bravíos.
Mormajo.Gran disparate.
Musitar.Murmurar entre dientes.
Paripé.Engaño hipócrita.
Pechecilla.Nombre que se da á las que ya no son niñas ni mozuelas aun.
Rala.Caridelantera, raida.
Raspagona.Descarada, atrevida.
Reana.Círculo grande y apiñado de gentes.
Rejo.Robustez, fortaleza.
Sibibil.Pito de alcacer.
Singuilindango.      Cualquier cosa.
Surrar.Encogerse de miedo.
Toston.Pedazo de pan tostado que se come con aceite y sal.
Tuero.Leño cortado para quemar.
Turraco.Arbol caido, sin rama ni corteza.
Tute.Juego de naipes ordinario.
Visorar.Lo mismo que columbrar.

{291}

Leipzig. — En la imprenta de F. A. Brockhaus.

NOTAS:

[1] Estas losas se suelen poner en Sevilla en la pared, en años de grandes avenidas, para marcar la altura á que han llegado las aguas.

[2] Casa de locos de Sevilla.

[3] Hemos disfrazado, no solo el nombre de este individuo, sino hasta el del pueblo en que vivia, por ser un exacto retrato, hasta en los mas mínimos pormenores, de una persona que murió ha pocos años: los cuales todos hemos recogido con la mayor y mas esmerada exactitud.

[4] Frase con que significa el pueblo en Andalucía, lo que es estranjero dándole como se ve, un sentido directamente contrario: acaso sea síncope mal hecha de es de otra nacion.

[5] Es decir, á arar y cavar.

[6] Este rasgo referido exactamente, pertenece á la difunta y poderosísima viuda de Quintanilla de Carmona, que fué una de las señoras mas nobles, ricas y caritativas de Andalucía. Muchas veces hemos oido preguntar á los estranjeros y personas ricas de las ciudades, ¿en qué gastan esos poderosos propietarios de tierra adentro, que viven oscuramente, sus rentas? Respondan los pobres de los pueblos á esta pregunta.

[7] Volvemos á repetir que este rasgo como todos los demas concernientes á D. Martin, son ciertos y positivos.

[8] Mr. Charles Dupin, Presidente de la comision francesa en la Esposicion de Lóndres, dice en su carta de despedida al príncipe Alberto:

«Frances, y vano de este título, no somos de esos cosmopolitas que suprimen la patria con el fin de sustituirle abstracciones nebulosas y adorar las tablas-rasas: no somos de los que sueñan para el porvenir con la desaparicion de los tipos sagrados que caracterizan las razas y las nacionalidades. La hermosura y la grandeza desaparecerian de la tierra, si por un efecto de magia sus montes se allanasen, sus valles se alzasen á la par que los hombres, adquiriendo los animales y las plantas todas las mismas proporciones y el mismo color, se adaptasen á un mismo nivel, el que se pareceria á la nada á fuerza de uniformidad.»

[9] De la que ha dicho Víctor Hugo:

Peuple à peine essayé,
Nation du hasard,
Sans tige, sans passé,
Sans histoire, et sans arts.
Pueblo apénas ensayado,
Nacion de casualidad,
Sin un tronco, sin pasado,
Ni historia, ni artes jamas.

[10] Dice Custine: Solo en el órden religioso es permitido esperarlo todo del porvenir y prohibido retrogradar hácia lo pasado: solo ahí está el progreso indefinido, porque la religion es una cadena cuyo primer eslabon está en la tierra, y el último en el cielo.