The Project Gutenberg eBook of Historia de Gil Blas de Santillana: Novela (Vol 3 de 3)

This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook.

Title: Historia de Gil Blas de Santillana: Novela (Vol 3 de 3)

Author: Alain René Le Sage

Translator: José Francisco de Isla

Release date: October 23, 2017 [eBook #55796]

Language: Spanish

Credits: Produced by Josep Cols Canals, Carlos Colón and the Online
Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This
file was produced from images generously made available
by The Internet Archive/Canadian Libraries)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA: NOVELA (VOL 3 DE 3) ***

Nota del Transcriptor:

Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.

La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.


Le Sage

HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA
TOMO III y ÚLTIMO

MCMXXII

Papel expresamente fabricado por La Papelera Española.


LE SAGE

Historia
de
Gil Blas de Santillana

NOVELA

TOMO III y ÚLTIMO

Traducción del P. Isla

MADRID, 1922

Talleres "Calpe", Larra, 6 y 8.—MADRID


[5]

GIL BLAS DE SANTILLANA

LIBRO OCTAVO

CAPITULO PRIMERO

Gil Blas adquiere un buen conocimiento y logra un buen empleo, que le consuela de la ingratitud del conde Galiano. Historia de don Valerio de Luna.

Como en todo este tiempo no había oído hablar de Núñez, discurrí había ido a divertirse a algún lugar. Luego que pude andar fuí a su casa, y supe que, en efecto, hacía tres semanas estaba en Andalucía con el duque de Medinasidonia.

Al despertarme una mañana me ocurrió a la memoria Melchor de la Ronda y me acordé que le había ofrecido en Granada ir a ver a su sobrino si algún día volvía a Madrid, y queriendo cumplir mi promesa aquel mismo día, me informé de la casa de don Baltasar de Zúñiga y pasé a ella. Pregunté por el señor José Navarro, que no tardó en presentarse. Habiéndole saludado y díchole quién era, me recibió atentamente, pero con frialdad, de[6] suerte que no podía conciliar aquel recibimiento indiferente con el retrato que me habían hecho de este repostero. Iba a retirarme, con ánimo de no volver a hacerle otra visita, cuando, mostrándome de repente un semblante apacible y risueño, me dijo con mucha expresión: «¡Ah, señor Gil Blas de Santillana! Suplico a usted me perdone el recibimiento que le he hecho. Mi memoria tiene la culpa de que yo no haya manifestado el buen afecto con que estoy dispuesto a favor de usted; se me había olvidado su nombre, y ya no pensaba en el caballero que me recomendaban en una carta que recibí de Granada hace más de cuatro meses. ¡Permitidme que os abrace!—añadió, estrechándome lleno de gozo—. Mi tío Melchor, a quien estimo y venero como a mi propio padre, me encarga encarecidamente que, si por acaso tengo la honra de ver a usted, le trate como si fuera usted su hijo y emplee en caso necesario mi valimiento y el de mis amigos en obsequio de usted. Me hace un elogio del buen corazón y talento de usted en tales términos que, aun cuando no me moviera a ello su recomendación, me empeñaría en servirle. Míreme usted, pues, le suplico, como a un hombre a quien mi tío por su carta ha comunicado toda la inclinación que le profesa. Franqueo a usted mi amistad; no me niegue la suya.»

Respondí con el agradecimiento debido a la cortesía de José, y en el mismo instante contrajimos una estrecha amistad, siendo ambos francos y sinceros. No dudé descubrirle el triste estado de mis[7] asuntos, y apenas lo oyó cuando me dijo: «Me encargo del cuidado de acomodar a usted, y entre tanto no deje usted de venir a comer conmigo todos los días, que tendrá mejor comida que en la posada donde está.»

La oferta halagaba demasiado a un convaleciente escaso de dinero y enseñado a los buenos bocados para que yo la desechase; aceptéla, pues, y me repuse tanto en aquella casa, que a los quince días tenía ya una cara de monje bernardo. Parecióme que el sobrino de Melchor hacía en aquella casa su agosto. Pero ¿cómo no lo haría, teniendo a un mismo tiempo tres empleos, pues era jefe de la repostería, de la cueva y de la despensa? Además, y sin perjuicio de nuestra amistad, yo creo que él y el mayordomo estaban muy bien avenidos.

Ya estaba yo perfectamente restablecido, cuando viéndome un día mi amigo José llegar a casa de Zúñiga para comer, según mi costumbre, me salió a recibir y me dijo con alegría: «Señor Gil Blas, tengo que proponeros un acomodo muy bueno; sepa usted que el duque de Lerma, primer ministro de la corona de España, para entregarse enteramente al despacho de los negocios del Estado confía el cuidado de los suyos a dos personas; para recaudar sus rentas ha escogido a don Diego de Monteser y ha encargado la cuenta del gasto de su casa a don Rodrigo Calderón. Estos dos confidentes ejercen sus empleos con una autoridad absoluta y sin depender uno de otro. Don Diego tiene regularmente a sus órdenes dos administradores, que ha[8]cen las cobranzas, y como supe esta mañana que había despedido a uno de ellos, fuí a pedir su plaza para usted. El señor de Monteser, que me conoce, y de quien me precio ser estimado, me la ha concedido sin dificultad por los buenos informes que le he dado de las costumbres y capacidad de usted, y hoy, después de comer, iremos a su casa.»

Así lo hicimos; fuí recibido con mucho agrado y colocado en el empleo del administrador que había sido despedido, el cual consistía en visitar nuestras granjas, repararlas, cobrar sus arrendamientos; en una palabra, mi incumbencia era cuidar de los bienes del campo. Todos los meses daba mis cuentas a don Diego, quien, a pesar de todo el bien que le había dicho mi amigo de mí, las examinaba con mucha atención; pero esto era lo que yo quería, porque aunque mi rectitud había sido tan mal pagada en casa de mi último amo, estaba resuelto a conservarla siempre.

Supimos un día que se había pegado fuego a la quinta de Lerma y reducido a cenizas más de la mitad, y con esta noticia inmediatamente pasé a ella a reconocer el daño. Habiéndome informado puntualmente de las circunstancias del incendio, formé una extensa relación de ellas, que Monteser manifestó al duque de Lerma. El ministro, a pesar del sentimiento que tenía de saber tan mala nueva, admiró la relación y no pudo menos de preguntar quién era su autor. Don Diego no se contentó con decírselo, sino que le habló tan a favor mío que pasados seis meses se acordó su excelencia de[9] esto con motivo de una historia que voy a contar y sin la cual puede ser que jamás hubiera yo logrado empleo en la corte. Esta historia es la siguiente:

En la calle de las Infantas vivía entonces una señora anciana, llamada Inesilla de Cantarilla, cuyo nacimiento no se sabía a punto fijo; unos decían era hija de un guitarrero y otros de un comendador de la Orden de Santiago. Fuese lo que fuese, ella era una persona admirable, pues la Naturaleza le había concedido el singular privilegio de hechizar a los hombres durante el curso de su vida, que subsistía aún después de quince lustros cumplidos. Había sido el ídolo de los señores de la corte antigua y se veía adorada de los de la nueva. El tiempo, que no respeta la hermosura, trabajaba en vano en disminuir la suya; la marchitaba, sí, pero no le quitaba el poder de agradar. Un semblante noble, un entendimiento embelesador y muchas gracias naturales le hacían excitar pasiones hasta en su vejez.

Don Valerio de Luna, caballero de veinticinco años y uno de los secretarios del duque de Lerma, visitaba a Inesilla y quedó enamorado de ella. Declaróle su pasión y siguió la fiebre con todo el ardor que el amor y la juventud son capaces de inspirar. La señora, que tenía sus motivos para no querer condescender con sus deseos, no sabía qué hacerse para contenerlos. No obstante, creyó un día haber encontrado arbitrio para ello, haciendo pasar al joven a su gabinete, donde, enseñándole[10] un reloj que estaba sobre una mesa, le dijo: «Ved la hora que es; hoy hace setenta y cinco años que nací a la misma. ¡A fe que me caerían bien los amores en esta edad! ¡Volved, hijo mío, en vos mismo y ahogad unos sentimientos que no convienen ni a vos ni a mí!» A esta reconvención juiciosa, el caballero, a quien no hacía fuerza la razón, respondió a la señora con toda la impetuosidad de un hombre poseído de los movimientos que le agitaban: «Cruel Inés, ¿por qué recurrís a esos frívolos artificios? ¿Pensáis que pueden haceros otra a mis ojos? No os lisonjeéis con una esperanza tan engañosa; ya seáis tal cual os veo, o ya mi vista padezca alguna ilusión, yo no he de cesar de amaros.» «Pues bien—replicó ella—, una vez que con tanta porfía queréis continuar con vuestra pretensión, hallaréis de aquí en adelante cerrada mi puerta, y así, os prohibo y os mando que jamás os presentéis a mi vista.»

Acaso se creerá que en virtud de esto, turbado y confuso don Valerio de lo que acababa de oír, se retiró cortésmente; pero sucedió todo lo contrario, pues se hizo más importuno. El amor hace en los enamorados el mismo efecto que el vino en los borrachos. El caballero suplicó, suspiró, y pasando repentinamente de los ruegos a la violencia, intentó lograr por fuerza lo que no podía obtener de otro modo; pero la señora, rechazándole con valor, le dijo irritada: «¡Detente, temerario! Voy a refrenar tu loco amor: sabe que eres hijo mío.»

Atónito don Valerio de oír semejantes palabras,[11] suspendió su atrevimiento; pero discurriendo que Inesilla decía aquello para librarse de su solicitud, le respondió: «¡Vos inventáis esa fábula para huir de mis deseos!» «¡No, no!—interrumpió ella—. Te revelo un secreto que siempre te hubiera ocultado si no me hubieras reducido a la necesidad de declarártelo. Veintiséis años hace que amaba a don Pedro de Luna, tu padre, que era entonces gobernador de Segovia; tú fuiste el fruto de nuestros amores. Te reconoció, te hizo criar con cuidado, y además de que no tenía otro hijo, tus buenas prendas le estimularon a dejarte caudal. Yo por mi parte no te he desamparado; luego que te vi ya metido en el trato del mundo, he procurado atraerte a mi casa para inspirarte aquellos modales corteses que son tan necesarios en una persona fina y que sólo las mujeres pueden enseñar a los caballeros mozos. Y aun he hecho más: he empleado todo mi valimiento para colocarte en casa del primer ministro; en fin, me he interesado por ti como debía hacerlo por un hijo. Sabido esto, mira lo que determinas; si puedes purificar tus sentimientos y mirarme sólo como a una madre, no te echaré de mi presencia y te amaré tan tiernamente como hasta aquí; pero si no eres capaz de hacer este esfuerzo, que la razón y la naturaleza exigen de ti, huye al momento y líbrame del horror de verte.»

Mientras Inesilla hablaba de esta suerte, guardaba don Valerio un triste silencio. Nadie hubiera dicho sino que llamaba en su auxilio a la virtud para vencerse a sí mismo; pero esto era en lo que[12] menos pensaba. Meditaba otro designio y preparaba a su madre un espectáculo muy diverso, porque viendo que era insuperable el obstáculo que se oponía a su felicidad, se rindió cobardemente a la desesperación, y sacando la espada se atravesó con ella. Se castigó como otro Edipo, con la diferencia de que al tebano le cegó el dolor de haber consumado el crimen, y el castellano, al contrario, se atravesó de sentimiento de no haberle podido cometer.

El desgraciado don Valerio no murió al instante; tuvo tiempo de arrepentirse y pedir al Cielo perdón de haberse quitado la vida a sí mismo. Como por su muerte quedó vacante el empleo de secretario en casa del duque de Lerma, este ministro, que no había echado en olvido la relación que escribí del incendio ni el elogio que de mí se le había hecho, me eligió para substituir a este joven.


CAPITULO II

Presentan a Gil Blas al duque de Lerma, quien le admite por uno de sus secretarios. Este ministro le señala el trabajo que ha de hacer y queda gustoso de él.

Monteser me participó esta agradable noticia, diciéndome: «Amigo Gil Blas, siento os separéis de mí; pero como os estimo, no puedo menos de alegrarme seáis sucesor de don Valerio. Haréis fortu[13]na si seguís dos consejos que voy a daros: el primero es que os mostréis tan adicto a su excelencia que no dude que le profesáis el mayor afecto, y el segundo, que hagáis la corte a don Rodrigo Calderón, porque este hombre maneja el ánimo de su amo como una blanda cera. Si tenéis la dicha de agradar a este secretario favorito, me atrevo a aseguraros con certidumbre que subiréis mucho en poco tiempo.»

Di las gracias a don Diego por sus saludables consejos y le dije: «Hágame usted el favor de explicarme el carácter de don Rodrigo, porque he oído decir que es un sujeto nada bueno; pero aunque alguna vez el pueblo acierta en sus juicios, no me fío de las pinturas que suele hacer de las personas que están en el candelero. Sírvase usted, pues, decirme lo que piensa del señor Calderón.» «Asunto es delicado—me respondió el apoderado con una sonrisa maligna—. A cualquier otro le diría sin detenerme que es un hidalgo honrado, de quien no se podría decir sino bien; pero con vos quiero ser franco, porque, además de que conozco vuestra prudencia, me parece debo hablaros claramente de don Rodrigo, pues os he avisado que debéis guardarle miramientos; de otro modo, no haría mas que serviros a medias. Ya sabéis, pues—prosiguió—, que era un simple criado de su excelencia cuando todavía no era éste más que don Francisco de Sandoval y que por grados ha llegado a ser su primer secretario. No se ha visto nunca hombre más vano. Jamás corresponde a las[14] cortesías que se le hacen, a no precisarle a ello razones muy poderosas. En una palabra, él se considera como un compañero del duque de Lerma, y en realidad podría decirse que participa de la autoridad del primer ministro, pues que le hace conferir los gobiernos y los empleos a quien se le antoja. El público, frecuentemente, murmura de ello, mas él no hace caso; con tal que saque lo que llamamos para guantes, le importa muy poco la censura pública. Por lo que acabo de decir conoceréis—añadió don Diego—cómo debéis portaros con un hombre tan altanero.» «¡Oh! ¡Bien está! ¡Déjeme usted a mí! ¡Muy mal han de andar las cosas para que no me estime! Cuando se conoce el flaco de un hombre a quien se intenta agradar es preciso ser poco diestro para no conseguirlo.» «Siendo así—repuso Monteser—, voy a presentaros ahora mismo al duque de Lerma.»

Al instante pasamos a casa del ministro, a quien encontramos dando audiencia en una gran sala, en donde había más gente que en palacio. Allí vi comendadores y caballeros de Santiago y de Calatrava, que solicitaban gobiernos y virreinatos; obispos que, siendo sus diócesis contrarias a su salud, querían ser arzobispos nada más que por mudar de aires; y también muy buenos religiosos, dominicos y franciscanos, que pedían con toda humildad mitras; vi también oficiales reformados haciendo el mismo papel que el capitán Chinchilla, esto es, que se consumían esperando una pensión. Si el duque no satisfacía los deseos de todos, recibía a[15] lo menos con agrado sus memoriales, y advertí que respondía muy cortésmente a los que le hablaban.

Esperamos con paciencia que despachara a todos los pretendientes. Entonces don Diego le dijo: «Señor, aquí está Gil Blas de Santillana, a quien vuestra excelencia ha elegido para ocupar el empleo de don Valerio.» Miróme el duque y me dijo con mucha afabilidad que lo tenía merecido por los servicios que le había hecho. Me hizo después entrar en su despacho para hablarme a solas, o más bien para formar juicio de mi talento por mi conversación. Quiso saber quién era yo y la historia de mi vida, diciéndome se la contase fielmente. ¡Qué relación tan larga la que se me pedía! Mentir a un primer ministro de España no era regular, y, por otra parte, había tantos pasajes que podían ajar mi vanidad, que no sabía cómo resolverme a hacer una confesión general. ¿Cómo salir de este apuro? Adopté el partido de disimular la verdad en aquellos puntos en que me hubiera avergonzado de decirla desnuda; pero a pesar de todo mi artificio no dejó de percibirla. «Señor de Santillana—me dijo sonriéndose al fin de mi narración—, a lo que veo, usted ha sido un si es no es travieso.» «Señor—le respondí sonrojado—, vuestra excelencia me ha mandado sea sincero y le he obedecido.» «Yo te lo agradezco—replicó—. Veo, hijo mío, que te has librado de los peligros a poca costa; extraño que el mal ejemplo no te haya perdido enteramente. ¡Cuántos hombres de bien se pervertirían si la fortuna los pusiera a semejantes pruebas! Amigo Santillana—con[16]tinuó el ministro—, no te acuerdes más de lo pasado; piensa solamente en que ahora sirves al rey y que te has de emplear en adelante en su servicio. Sígueme, que voy a decirte en qué te has de ocupar.» Dicho esto, el duque me llevó a un cuarto inmediato a su despacho, donde tenía sobre varios estantes unos veinte libros de registro en folio muy gruesos. «Aquí—me dijo—has de trabajar. Todos estos registros que ves componen un diccionario de todas las familias nobles que hay en los reinos y principados de la Monarquía española. Cada libro contiene, por orden alfabético, un resumen de la historia de todos los hidalgos del reino, en la que se especifican los servicios que ellos y sus antepasados han hecho al Estado, como también los lances de honor que les han ocurrido. También se hace mención de sus bienes, de sus costumbres, y, en una palabra, de todas sus buenas o malas cualidades; de modo que cuando piden algunas gracias al Gobierno, veo de una ojeada si las merecen. A este fin tengo sujetos asalariados en todas partes, que procuran averiguarlo e instruirme enviándome sus informes; pero como éstos son difusos y están llenos de modismos provinciales, es necesario extractarlos y pulirlos, porque el rey quiere algunas veces que le lean estos registros. Este trabajo pide un estilo limpio y conciso, por lo cual desde este instante quiero emplearte en él.»

En seguida sacó de una gran cartera llena de papeles un informe, que me entregó, y me dejó en mi cuarto para que con libertad hiciese yo el pri[17]mer ensayo. Leí el papel, que no solamente me pareció lleno de términos bárbaros, sino también de encono, no obstante ser su autor un fraile de la ciudad de Solsona. Afectando su reverencia el estilo de un hombre de bien, denigraba sin piedad a una familia catalana, y sabe Dios si decía la verdad. Juzgué leer un libelo infamatorio, y, por tanto, escrupulicé trabajar en él. Temía hacerme cómplice de una calumnia. No obstante, aunque recién introducido en la corte, pasé por alto el mal o bien obrar del religioso, y dejando a su cargo toda la iniquidad, si la había, principié a deshonrar en bellas frases castellanas a dos o tres generaciones que acaso serían muy honradas. Ya había compuesto cuatro o cinco páginas, cuando, deseoso el duque de saber qué tal me portaba, volvió y me dijo: «Santillana, enséñame lo que has hecho, que quiero verlo.» Al mismo tiempo pasó la vista por mi escrito y leyó el principio con mucha atención. Yo me sorprendí al ver lo que le gustó. «Aunque estaba tan inclinado a tu favor—me dijo—, te confieso que has excedido a lo que esperaba de ti. No solamente escribes con toda la propiedad y precisión que yo quiero, sino que además encuentro tu estilo fluido y festivo. Bien me acreditas el acierto que he tenido en escoger tu pluma y me consuelas de la pérdida de tu predecesor.» El ministro no hubiera limitado a esto mi elogio si a este tiempo no hubiera venido a interrumpirle su sobrino el conde de Lemos. Su excelencia le dió muchos abrazos y le recibió de un modo que me hizo entender[18] le amaba tiernamente. Los dos se encerraron para tratar en secreto de un negocio de familia de que luego hablaré y del que estaba el duque entonces más ocupado que de los del rey.

Mientras estaban encerrados oí dar las doce. Como sabía que los secretarios y covachuelistas dejaban a esta hora el bufete para ir a comer adonde querían, dejé en aquel estado mi ensayo y salí para ir, no a casa de Monteser, porque ya me había pagado mis salarios y despedido, sino a la más famosa hostería del barrio de Palacio. Una de las ordinarias no convenía a mi persona. ¡Piensa que ahora sirves al rey! Estas palabras, que el duque me había dicho, se me venían sin cesar a la memoria y eran otras tantas semillas de ambición que fermentaban por momentos en mi ánimo.


CAPITULO III

Sabe Gil Blas que su empleo no deja de tener desazones. De la inquietud que le causó esta nueva y de la conducta que se vió obligado a guardar.

Al entrar tuve gran cuidado de hacer saber al hostelero que era yo un secretario del primer ministro, y, como tal, no sabía qué mandarle que me trajese de comer. Temía pedir cosa que oliese a estrechez, y así, le dije me diese lo que le pareciera. Me regaló muy bien y me hizo servir como a persona de distinción, lo que me llenó más que la co[19]mida. Al pagar tiré sobre la mesa un doblón y cedí a los criados lo que debían volverme, que sería a lo menos la cuarta parte, saliendo de la hostería con gravedad y tiesura, en ademán de un joven muy pagado de su persona.

A veinte pasos había una gran posada de caballeros, en donde de ordinario se hospedaban señores extranjeros. Alquilé un aposento de cinco o seis piezas, con buenos muebles, como si ya tuviese dos o tres mil ducados de renta, y pagué adelantado el primer mes. Después de esto volví a mi tarea y empleé toda la siesta en continuar lo comenzado por la mañana. En una pieza inmediata a la mía estaban otros dos secretarios; pero éstos no hacían más que poner en limpio lo que el mismo duque les daba a copiar. Desde la misma tarde, al retirarnos, me hice amigo de ellos, y para granjear mejor su amistad los llevé a casa de mi hostelero, en donde les hice servir los mejores platos que ofrecía la estación y los vinos más delicados y estimados en España.

Sentámonos a la mesa y empezamos a conversar con más alegría que entendimiento, porque, sin hacer agravio a mis convidados, conocí desde luego que no debían a sus talentos los empleos que ocupaban en su secretaría. Eran hábiles, a la verdad, en hacer hermosa letra redonda y bastardilla, pero no tenían la menor tintura de las que se enseñan en las Universidades.

En recompensa, sabían con primor lo que les tenía cuenta, y me dieron a entender que no estaban[20] tan embriagados con el honor de estar en casa del primer ministro, que no se quejasen de su estado. «Cinco meses ha que servimos—decía uno—a nuestra costa. No nos pagan el sueldo, y lo peor es que está por arreglar y no sabemos bajo qué pie estamos.» «Por lo que hace a mí—decía el otro—, quisiera haber recibido veinte zurriagazos en lugar de sueldo, con tal que me dejasen la libertad de tomar otro destino, porque después de las cosas secretas que he escrito no me atrevería a retirarme de mi propio motivo ni a pedir licencia para ello. ¡Bien puede ser que fuese a ver la torre de Segovia o el castillo de Alicante!»

«Pues ¿cómo hacen ustedes para mantenerse?—les dije—. Sin duda tendrán hacienda.» Me respondieron que muy poca, pero que, por fortuna, vivían en casa de una viuda honrada, que les fiaba y daba de comer a cada uno por cien doblones al año. Toda esta conversación, de la cual no perdí palabra, bajó al punto mis humos altaneros. Me figuré que seguramente no se tendría conmigo más atención que con los otros; que, por consiguiente, no debía estar tan satisfecho de mi empleo, que era menos sólido de lo que yo había creído, y que, en fin, debía economizar mucho el bolsillo. Estas reflexiones me sanaron de la furia de gastar. Principié a arrepentirme de haber convidado a aquellos secretarios y a desear se acabase la comida, y cuando llegó el caso de pagar la cuenta tuve una disputa con el hostelero sobre su importe.

Separámonos a media noche, porque no les insté[21] a que bebieran más. Ellos se marcharon a casa de su viuda y yo me retiré a mi soberbia habitación, lleno de rabia de haberla alquilado y prometiendo de veras dejarla al fin del mes. A pesar de que me acosté en una buena cama, mi desazón me quitó el sueño. Pasé lo restante de la noche en discurrir los medios de no servir de balde al rey, y me atuve sobre este particular a los consejos de Monteser. Me levanté con ánimo de ir a cumplimentar a don Rodrigo Calderón, hallándome entonces en la mejor disposición para presentarme a un hombre tan altivo y de cuyo favor bien conocía yo que necesitaba; y, con efecto, pasé a casa de este secretario.

Su vivienda tenía comunicación con la del duque de Lerma y era igual a ella en magnificencia. No hubiera sido fácil distinguir por los muebles al amo del criado. Dije le entrasen recado de que estaba allí el sucesor de don Valerio, pero esto no impidió me hiciesen esperar más de una hora en la antesala. «¡Señor nuevo secretario—me decía yo en este tiempo—, tenga usted paciencia si gusta! ¡A usted le harán morder el ajo antes que usted se lo haga morder a otros!»

Al fin abrieron la puerta del cuarto. Entré y me acerqué a don Rodrigo, que acababa de escribir un billete amoroso a su sirena encantadora y se lo estaba entregando en aquel momento a Perico. No me había presentado al arzobispo de Granada, al conde Galiano ni aun al primer ministro con tanto respeto como ante el señor Calderón. Le saludé bajando la cabeza hasta el suelo y le pedí su pro[22]tección en términos de que no puedo acordarme sin rubor; tan llenos estaban de sumisión. En el ánimo de otro menos vano que él no me hubiera hecho ningún favor mi bajeza; pero a él le agradaron mucho mis rastreros rendimientos y me respondió con bastante cortesía que no malograría ninguna ocasión en que pudiera servirme.

Sobre esto le di gracias con grandes demostraciones de celo por la inclinación favorable que me manifestaba y le aseguré de mi eterno reconocimiento; después, temiendo incomodarle, salí, suplicándole me perdonase si había interrumpido sus importantes ocupaciones. Luego que di este paso tan indecoroso me retiré a mi despacho y concluí la obra que se me había encargado. El duque no dejó de entrar por la mañana, y quedando no menos complacido del fin de mi trabajo que del principio, me dijo: «Esto está muy bueno. Escribe lo mejor que puedas este compendio histórico en el registro de Cataluña y, concluído, toma de la bolsa otro informe, que pondrás en orden del mismo modo.» Tuve una conversación bastante larga con su excelencia, cuyo modo afable y familiar me encantaba. ¡Qué diferencia entre él y Calderón! Eran dos personas que contrastaban singularmente.

Aquel día me fuí a una hostería en donde se comía a precio fijo, y resolví ir allí de incógnito todos los días hasta ver el efecto que producían mi respeto y sumisión. Tenía yo dinero para tres meses a lo más y me prescribí este término para trabajar a costa de quien hubiese lugar, proponién[23]dome (siendo las locuras más cortas las mejores) abandonar, pasado este término, la corte y su oropel si no me señalaban sueldo. Dispuesto así mi plan, nada me quedó por hacer en dos meses para agradar al señor Calderón; pero hizo tan poco caso de todo lo que yo practicaba para conseguirlo, que perdí las esperanzas. Mudé de conducta con respecto a él, cesé de hacerle la corte y sólo pensé en aprovecharme de los momentos de conversación con el duque.


CAPITULO IV

Gil Blas consigue el favor del duque de Lerma, que le confía un secreto de importancia.

Aunque su excelencia me veía todos los días por un instante, sin embargo pude granjearle insensiblemente la voluntad en tales términos que un día, después de comer, me dijo: «Escucha, Gil Blas, sabe que me agrada tu ingenio y que te estimo. Eres un mozo celoso, fiel, muy inteligente y callado, y así, me parece que no erraré si te hago dueño de mi confianza.» A estas palabras me arrojé a sus pies, y después de haberle besado respetuosamente la mano, que me alargó para levantarme, le respondí: «¡Es posible que se digne vuestra excelencia honrarme con un favor tan grande! ¡Cuántos enemigos secretos me van a suscitar vuestras bondades! Pero sólo temo el rencor de una persona, que[24] es don Rodrigo Calderón.» «Nada tienes que temer de él—respondió el duque—. Yo le conozco; desde su niñez me ha querido, y puedo decir que sus sentimientos son tan conformes con los míos, que quiere todo lo que me gusta, así como aborrece todo cuanto me desagrada. En lugar de temer que te tenga aversión, debes, al contrario, contar con su amistad.» Por aquí conocí lo astuto que era el señor don Rodrigo, que había conquistado el ánimo de su excelencia, y que yo debía procurar estar muy bien con él.

«Para principiar—prosiguió el duque—a ponerte en posesión de mi confianza, voy a descubrirte un designio que medito, porque conviene te enteres de él a fin de que procures desempeñar los encargos que pienso darte en adelante. Hace mucho tiempo que veo mi autoridad generalmente respetada, que mis órdenes se obedecen ciegamente y que dispongo a mi arbitrio de los cargos, empleos, gobiernos, virreinatos, beneficios, y aun me atrevo a decir que reino en España. Mi fortuna no puede llegar a más; pero quisiera preservarla de las borrascas que empiezan a amenazarla, y a este efecto desearía me sucediese en el ministerio el conde de Lemos, mi sobrino.»

Habiendo advertido el ministro que este último punto me había sorprendido en extremo, me dijo: «Veo bien, Santillana, conozco bien lo que te admira. Te parece muy extraño que prefiera mi sobrino a mi propio hijo el duque de Uceda; pero has de saber que éste es de cortísimos alcances[25] para ocupar mi puesto y que además soy su enemigo. No puedo llevar el que haya hallado el secreto de agradar al rey y que éste quiera hacerle su privado. El favor de un soberano se parece a la posesión de una mujer a quien se adora; es ésta una felicidad tan envidiable, que nadie quiere que un rival tenga parte en ella, por más que le unan a él los lazos de la sangre y de la amistad. En esto te manifiesto—continuó—lo íntimo de mi corazón. Ya he intentado desconceptuar en el ánimo del rey al duque de Uceda, y no habiendo podido conseguirlo, he levantado otra batería: quiero que el conde de Lemos, por su parte, se granjee la estimación del príncipe de España. Siendo gentilhombre de cámara con destino a su cuarto, tiene ocasión de hablarle a cada paso, y además de que tiene talento, yo sé un medio de hacerle lograr esta empresa. Con esta estratagema, contraponiendo mi hijo a mi sobrino, suscitaré entre estos primos una competencia que los obligará a ambos a buscar mi apoyo, y esta necesidad que tendrán de mí hará me estén uno y otro sumisos. Ve aquí cuál es mi proyecto—añadió—, y tu mediación no me será inútil en él. Te enviaré a hablar secretamente al conde de Lemos, y me contarás de su parte lo que tenga que participarme.»

Después de esta confianza, que yo miraba como dinero contante, cesó mi inquietud. «¡En fin—decía yo—, heme aquí colocado en una situación que me promete montes de oro! Porque es imposible que el confidente de un hombre que gobierna la[26] Monarquía española no se halle bien presto colmado de riquezas.» Poseído de tan dulce esperanza, veía con indiferencia apurarse mi pobre bolsillo.


CAPITULO V

En el que se verá a Gil Blas lleno de gozo, de honra y de miseria.

Bien presto se echó de ver el favor que yo merecía al ministro, y él mismo lo daba a entender públicamente entregándome la bolsa de los papeles que acostumbraba antes llevar su excelencia mismo cuando iba a despachar. Esta novedad, que dió motivo para que me tuviesen en el concepto de un valido, excitó la envidia de muchos y me atrajo bastantes cumplimientos de corte. Los dos oficiales, mis inmediatos, no fueron los últimos a felicitarme sobre mi próxima elevación y me convidaron a cenar en casa de su viuda, no tanto por correspondencia cuanto con la mira de tenerme obligado a su favor para en adelante. Me veía obsequiado por todas partes, y hasta el orgulloso Calderón mudó de modales conmigo. Ya me llamaba señor de Santillana, cuando hasta entonces me había tratado siempre de vos, sin haber empleado jamás el tratamiento de usted. Se me mostraba muy propicio, especialmente cuando pensaba que nuestro favorecedor podía notarlo, pero aseguro que no trataba con ningún tonto. Yo correspondía a sus[27] atenciones con tanta más urbanidad cuanto más le aborrecía. No se hubiera portado mejor un cortesano consumado.

También acompañaba al duque mi señor cuando iba a palacio, que por lo regular era tres veces al día; por la mañana entraba en el cuarto de su majestad cuando ya estaba despierto, se ponía de rodillas junto a la cabecera de su cama, hablábale de lo que había su majestad de hacer en el día y le dictaba las cosas que había de decir, con lo que se retiraba. Después de comer volvía, no para hablarle de negocios, sino de cosas alegres; le divertía contándole todos los lances graciosos que ocurrían en Madrid, los cuales era siempre el primero que los sabía, porque tenía personas pagadas a este efecto; y, en fin, iba por la noche la tercera vez a ver al rey, le daba cuenta como le parecía de lo que había hecho en el día y le pedía por ceremonia sus órdenes para el día siguiente. Mientras estaba con su majestad, yo me quedaba en la antecámara, en donde había personas distinguidas dedicadas a solicitar la protección de la Corte, que anhelaban mi conversación y se vanagloriaban de que yo me dignara concedérsela. En vista de esto, ¿cómo podría yo no creerme hombre de importancia? Muchos hay en la corte que con menos fundamento se tienen por tales.

Un día tuve mayor motivo para envanecerme. El rey, a quien el duque había hablado con grande elogio de mi estilo, tuvo la curiosidad de ver una muestra de él. Su excelencia me hizo tomar el re[28]gistro de Cataluña, llevóme a presencia del monarca y me mandó leyese el primer extracto que había formado. Si la presencia del soberano me turbó al pronto, la del ministro me animó inmediatamente, y leí mi obra, que su majestad oyó con agrado y tuvo la bondad de asegurar que estaba satisfecho de mí y aun la de encargar a su ministro cuidase de mis ascensos, todo lo cual en nada disminuyó el orgullo de que yo ya estaba poseído, y la conversación que tuve pocos días después con el conde de Lemos acabó de llenarme la cabeza de ideas ambiciosas.

Fuí un día a buscar a este señor de parte de su tío al cuarto del príncipe y le presenté una carta credencial, en la que el duque le aseguraba podía hablarme con confianza, como que estaba enterado del asunto que tenía entre manos y escogido para mensajero de ambos. El conde, así que leyó la esquela me condujo a un cuarto, donde nos encerramos solos, y allí aquel caballero joven me habló en estos términos: «Supuesto que usted ha logrado la confianza del duque de Lerma, no dudo que la merecerá ni tengo dificultad en hacer a usted depositario de la mía. Sabrá usted, pues, que las cosas van a pedir de boca; el príncipe de España me distingue entre todos los señores de su servidumbre que estudian el modo de agradarle. Esta mañana he tenido una conferencia con su alteza, en la que me ha parecido estar disgustado de verse, por la mezquindad del rey, sin facultades para seguir los impulsos de su generoso corazón y aun de[29] hacer un gasto correspondiente a un príncipe. Yo le he manifestado cuánto lo sentía, y aprovechándome de la ocasión, he ofrecido llevarle mañana, cuando se levante, mil doblones, esperando mayores sumas, las que he asegurado le suministraré sin tardanza. Mi oferta le ha complacido mucho y estoy cierto de captar su benevolencia si le cumplo la palabra. Id—añadió—, noticiad a mi tío estos pormenores y volved esta tarde a decirme su sentir acerca de ello.»

Luego que concluyó, me despedí de él y pasé a dar parte al duque de Lerma, quien, oído mi recado, envió a pedir a Calderón mil doblones, de que me hice cargo aquella tarde y fuí a llevárselos al conde, diciendo entre mí: «¡Bueno, bueno! ¡Ahora veo claramente cuál es el medio infalible de que se vale el ministro para salir con su intento! ¡Pardiez que tiene razón, y según todas las señales, estas prodigalidades no le arruinarán! Fácilmente adivino de qué cofre saca estos hermosos doblones; pero bien considerado, ¿no es razón que el padre sea quien mantenga al hijo?» Al separarme del conde de Lemos me dijo en voz baja: «¡Adiós, nuestro amado confidente! El príncipe de España es un poco inclinado a las damas y será necesario que tú y yo tratemos de este punto en la primera ocasión, porque preveo que muy presto necesitaré de tu ministerio.» Me retiré reflexionando en estas palabras, que a la verdad no eran ambiguas y que me llenaban de satisfacción. «¿Cómo diablos es esto?—decía yo—. ¿Si estaré próximo a ser el Mercurio del he[30]redero de la Monarquía?» Yo no examinaba si esto era bueno o malo, porque la claridad del galán ofuscaba mi conciencia. ¡Qué gloria para mí ser agente de los placeres de un gran príncipe! «¡Oh! ¡Poco a poco, señor Gil Blas!—se me dirá—. No se trataba en cuanto a vos más que de haceros un agente subalterno.» Convengo en ello; pero en substancia, estos dos empleos son de tanto honor uno como otro. Solamente se diferencian en el provecho.

Cumpliendo bien con estas nobles comisiones, adelantando más de día en día en la gracia del primer ministro y con tan lisonjeras esperanzas, ¡qué feliz no habría yo sido si la ambición me hubiera preservado del hambre! Ya hacía más de dos meses que había dejado mi aposento magnífico y ocupaba un cuarto pequeño en una de las posadas de caballeros más económicas. Aunque esto me causaba sentimiento, lo llevaba con paciencia, porque salía de madrugada y no volvía hasta la noche a la hora de acostarme. Todo el día estaba en mi teatro, es decir, en casa del duque, en donde hacía el papel de señor; pero cuando me retiraba a mi cuartito desaparecía el señor y sólo quedaba el pobre Gil Blas sin dinero y, lo peor de todo, sin tener de qué hacerle. Además de que yo era demasiado orgulloso para descubrir a alguno mis necesidades, a nadie conocía que pudiese socorrerme sino a Navarro, a quien no me atrevía a recurrir por haber hecho poco caso de él desde que me había introducido en la Corte. Me vi precisado a ven[31]der mis vestidos uno a uno, sin quedarme mas que con aquellos que precisamente necesitaba, y ya no iba a la hostería por no tener con qué pagar mi manutención. Mas ¿qué hacía yo para subsistir? Voy a decirlo. Todas las mañanas nos traían a la oficina para desayunarnos un panecillo y un traguito de vino; esto era cuanto nos hacía dar el ministro. Yo no comía más en todo el día y comúnmente me acostaba sin cenar.

Tal era la suerte de un hombre que brillaba en la corte y que debía causar más lástima que envidia. Sin embargo, no pudiendo resistir a mi miseria, me determiné por último a descubrírsela con maña al duque de Lerma si encontraba ocasión. Por fortuna, se presentó ésta en El Escorial, adonde el rey y el príncipe de España fueron algunos días después.


CAPITULO VI

Qué modo tuvo Gil Blas de dar a conocer su pobreza al duque de Lerma y cómo se portó con él este ministro.

Cuando el rey estaba en El Escorial mantenía a toda la comitiva, de modo que allí no sentía yo el peso de la miseria. Dormía en una recámara cerca del cuarto del duque. Una mañana, habiéndose levantado el ministro, según su costumbre, al rom[32]per el día, me hizo tomar algunos papeles con recado de escribir y me dijo le siguiese a los jardines de palacio. Nos sentamos debajo de unos árboles, en donde, por orden suya, me puse en la actitud de un hombre que escribe sobre la copa de su sombrero, y su excelencia aparentaba leer un papel que tenía en la mano. Desde lejos parecía que estábamos ocupados en negocios muy graves, y, a la verdad, sólo hablábamos de bagatelas, porque a su excelencia no le disgustaban.

Ya hacía más de una hora que le divertía con todas las agudezas que me sugería mi humor jocoso, cuando vinieron a plantarse dos urracas sobre los árboles que nos cubrían con su sombra. Comenzaron a charlar con tanta algazara que nos llamaron la atención. «Estas aves—dijo el duque—parece que riñen, y me alegraría saber el asunto de su pendencia.» «Señor—le dije—, la curiosidad de vuestra excelencia me trae a la memoria una fábula indiana que leí en Pilpai o en otro autor fabulista.» El ministro me preguntó qué fábula era ésta y se la conté en estos términos:

«En cierto tiempo reinaba en Persia un buen monarca que, no teniendo suficiente capacidad para gobernar por sí mismo sus Estados, dejaba este cuidado a su gran visir. Este ministro, llamado Atalmuc, tenía un gran talento. Sostenía sin fatiga el peso de aquella vasta Monarquía, manteniéndola en una paz profunda, y poseía también el arte de hacer amable y respetable la autoridad real en términos que los vasallos hallaban un padre afec[33]tuoso en un visir fiel a su monarca. Atalmuc tenía entre sus secretarios un joven cachemiriano llamado Zangir, a quien estimaba más que a los otros y con cuya conversación se complacía, llevándole consigo a la caza y descubriéndole hasta sus más íntimos secretos. Un día que andaban cazando ambos por un bosque, viendo el visir dos cuervos que graznaban sobre un árbol, dijo a su secretario: «Me alegrara saber lo que estas aves se dicen en su lengua.» «Señor—le respondió el cachemiriano—, vuestros deseos se pueden satisfacer.» «¿Y cómo?», dijo Atalmuc. «Habéis de saber, señor—respondió Zangir—, que un dervís cabalista me enseñó el idioma de las aves. Si lo deseáis, yo escucharé a estos cuervos y os repetiré palabra por palabra lo que les haya oído.»

»Consintió en ello el visir, y acercándose el cachemiriano a los cuervos y haciendo como que los escuchaba atentamente, volvió después a su amo y le dijo: «Señor, ¿podríais creerlo? Nosotros somos el asunto de su conversación.» «¡Eso no es posible!—exclamó el ministro persiano—. ¿Pues qué dicen de nosotros?» «Uno de ellos—replicó el secretario—ha dicho: «Ve aquí al mismo gran visir, a esa águila tutelar que cubre con sus alas la Persia como su nido y que se desvela sin cesar por su conservación. Para descansar de sus penosas tareas, viene a cazar a este bosque con su fiel Zangir. ¡Qué dichoso es este secretario en servir a un amo que le hace mil favores!». «¡Poco a poco!—interrumpió el otro cuervo—. ¡Poco a poco! ¡No[34] ponderes tanto la felicidad de ese cachemiriano! Es cierto que Atalmuc conversa con él familiarmente, que le honra con su confianza, y tampoco pongo duda en que tendrá intención de darle algún día un empleo importante, pero entretanto Zangir se morirá de hambre. Este pobre infeliz está viviendo en un miserable cuarto de una posada, en donde carece de lo más necesario; en una palabra, pasa una vida miserable, sin que ninguno de la corte lo eche de ver. El gran visir no cuida de saber si tiene o no con qué vivir, y, contentándose con tenerle afecto, le deja entregado a la miseria.»

Aquí cesé de hablar, para ver cómo se explicaba el duque de Lerma, quien me preguntó sonriéndose qué impresión había hecho este apólogo en el ánimo de Atalmuc y si aquel gran visir se había ofendido del atrevimiento de su secretario. «No, señor—le respondí, algo turbado de su pregunta—; la fábula dice, al contrario, que le colmó de beneficios.» «Fué fortuna—replicó el duque con seriedad—, porque hay ministros que no llevarían a bien se les diesen semejantes lecciones. Pero—añadió, cortando la conversación y levantándose—creo que el rey no tardará mucho en despertar. Mi obligación me llama a su lado.» Dicho esto, se encaminó muy de prisa hacia palacio, sin hablarme más, y, a lo que me pareció, muy disgustado de mi fábula indiana.

Seguíle hasta la puerta del cuarto de su majestad y después fuí a poner los papeles que llevaba en el sitio de donde los había tomado. Entré en[35] un gabinete, en donde trabajaban nuestros dos secretarios copiantes, que también habían ido a la jornada. «¿Qué tiene usted, señor de Santillana?—dijeron al verme—. ¡Usted está muy demudado! ¡A usted le ha sucedido algún lance pesaroso!»

Yo estaba demasiado impresionado del mal efecto de mi apólogo para ocultarles la causa de mi aflicción, y así, les conté las cosas que había dicho al duque y se manifestaron sensibles a la gran pesadumbre de que les parecí poseído. «Tiene usted razón para estar desazonado—me dijo uno de ellos—. Su excelencia toma algunas veces las cosas al revés.» «Esa es mucha verdad—dijo el otro—. ¡Quiera Dios que sea usted mejor tratado que lo fué un secretario del cardenal Espinosa, que, cansado de no haber recibido nada en quince meses que le tenía empleado su eminencia, se tomó un día la libertad de manifestarle sus necesidades y de pedir algún dinero para mantenerse! Razón es—le dijo el ministro—que se os pague. Tomad—prosiguió, dándole una libranza de mil ducados—, id a la Tesorería real a recibir este dinero; pero acordaos al mismo tiempo que quedo agradecido a vuestros servicios. El secretario se hubiera ido consolado de ser despedido si después de recibir los mil ducados le hubiesen dejado buscar acomodo en otra parte; pero al salir de casa del cardenal le prendió un alguacil y le condujo a la torre de Segovia, en donde ha estado mucho tiempo.»

Este hecho histórico aumentó mi temor de modo[36] que me contemplé perdido, y no hallando consuelo, empecé a reprenderme de mi poca paciencia, como si no la hubiese tenido sobrada. «¡Ay de mí!—decía—. ¿Para qué me habré yo aventurado a relatar aquella desgraciada fábula que ha desagradado al ministro? Acaso iría ya a sacarme de mi apuro y quizá estaba yo en vísperas de hacer una de aquellas fortunas rápidas que asombran. ¡Qué de riquezas, qué de honores pierdo por mi desatino! Debía haber mirado que hay grandes que no gustan se les advierta nada y que hasta las más leves cosas que tienen obligación de dar quieren sean recibidas como gracias. ¡Mejor me hubiera estado continuar con mi dieta, sin manifestar nada al duque, y aun dejarme morir de hambre, para echarle a él toda la culpa!»

Aunque hubiera conservado alguna esperanza, mi amo, a quien vi por la siesta, me la habría desvanecido enteramente. Su excelencia se mostró, contra su costumbre, muy serio conmigo, y no me habló palabra, lo que en el resto del día me causó una inquietud mortal, sin que en la noche estuviese más tranquilo. La desazón de ver desaparecerse mis agradables ilusiones y el temor de aumentar el número de los presos de Estado sólo me permitieron suspirar y lamentarme.

El día siguiente fué el día de crisis. El duque me hizo llamar aquella mañana. Entré en su cuarto más azorado que un reo que va a ser juzgado. «Santillana—me dijo alargándome un papel que tenía en la mano—, toma esta libranza...» Esta[37] palabra libranza me estremeció, y dije entre mí: «¡Oh, Cielos, aquí tenemos al cardenal Espinosa! ¡El carruaje está prevenido para Segovia!» El sobresalto que se apoderó de mí en aquel momento fué tal, que interrumpí al ministro y, arrojándome a sus pies, le dije anegado en llanto: «¡Señor, suplico a vuestra excelencia muy humildemente perdone mi atrevimiento! ¡La necesidad me obliga a dar a entender a vuestra excelencia mi miseria!»

El duque no pudo dejar de reírse al ver mi turbación. «Consuélate, Gil Blas—me respondió—, y óyeme. Aunque el descubrirme tus necesidades sea echarme en cara el no haberlas precavido, no te lo tomo a mal, amigo mío; antes bien, me atribuyo el mal a mí mismo por no haberte preguntado de qué te mantenías. Mas para empezar a enmendar este descuido, te doy una libranza de mil quinientos ducados, los cuales te entregarán a la vista en la Tesorería real. No es esto solo: lo mismo te prometo todos los años, y además te doy facultad de que me hables en favor de personas ricas y generosas que busquen tu protección.»

En el impulso de gozo que me causaron estas palabras, besé los pies al ministro, quien, habiéndome mandado levantar, siguió hablando conmigo familiarmente. Por mi parte, quise recobrar mi buen humor, pero no me fué posible pasar con tanta rapidez de la pena a la alegría. Quedé tan turbado como un delincuente que oye gritar perdón en el instante que creía recibir el golpe mortal. Mi amo atribuyó mi agitación a sólo el temor de[38] haberle desagradado, aunque el temor de una prisión perpetua no tuvo en ello menos parte, y me confesó que había aparentado tibieza para ver si yo sentía mucho su mudanza; que mi sentimiento le había hecho conocer la inclinación que le tenía, por lo que él también me apreciaba más.


CAPITULO VII

De lo bien que empleó sus mil quinientos ducados; del primer negocio en que medió y del provecho que sacó de él.

El rey, como si hubiera querido librarme de mi impaciencia, se volvió el día siguiente a Madrid. Fuí volando a la Tesorería real, en donde cobré inmediatamente el importe de mi libramiento. Es de admirar que no se le trastorne el juicio a un mendigo que pasa prontamente de la miseria a la opulencia. Yo mudé así que varié de suerte y no escuché más que a mi ambición y a mi vanidad. Dejé mi miserable posada de caballeros para los secretarios que aun no habían aprendido el lenguaje de los pájaros, y por segunda vez alquilé mi hermosa vivienda, que por fortuna estaba desocupada. Envié a buscar un sastre famoso que vestía a casi todos los elegantes; me tomó la medida y me llevó a casa de un mercader, de donde sacó seis varas de paño que decía se necesitaban para hacerme un vestido. ¡Seis varas de paño para un[39] vestido a la española! ¡Adónde vamos a parar! Pero no murmuremos sobre esto. Los sastres afamados siempre necesitan más que los otros. Compré además ropa blanca, que me hacía gran falta, medias de seda y un sombrero de castor con galón de oro.

Después de esto, no siéndome decente pasar sin un lacayo, supliqué a Vicente Foreto, mi huésped, me buscase uno de su satisfacción. Los más de los extranjeros que alojaban en su casa solían, luego que llegaban a Madrid, recibir criados españoles, lo que atraía a aquella posada todos los lacayos que se encontraban sin acomodo. El primero que se presentó era un mozo de una fisonomía tan apacible y tan devota que no le quise; me parecía ver en él a Ambrosio de Lamela. «Yo no quiero—dije a Foreto—criados que tengan un aspecto tan virtuoso, porque estoy escarmentado de ellos.» Apenas despaché a éste, cuando llegó otro, que me parecía muy despierto, más arriscado que un paje cortesano y, además, un si es no es taimado. Este me agradó. Hícele algunas preguntas, a las que respondió con despejo. Conocí que era travieso y como de molde para mis asuntos. Le recibí y no me pesó de mi elección, antes advertí bien presto que había hecho un buen hallazgo. Como el duque me había permitido le hablase a favor de las personas a quienes deseara servir, y yo estaba en ánimo de no despreciar tan útil permiso, necesitaba de un perdiguero que descubriese la caza, es decir, de un hombre astuto que tuviese maña y pudiera escudriñar y traerme gentes que tuviesen[40] que pedir al primer ministro. Cabalmente ésta era la habilidad de Escipión—que así se llamaba mi lacayo—, que había servido a doña Ana de Guevara, ama de leche del príncipe de España, en cuya casa la había ejercitado, siendo esta señora una de aquellas que, mirándose con algún valimiento en la Corte, quieren aprovecharse de él.

Así que manifesté a Escipión que me era posible obtener gracias del rey, salió a campaña, y el mismo día me dijo: «Señor, he hecho un gran descubrimiento: acaba de llegar a Madrid un mozo, caballero granadino, llamado don Rogerio de Rada. Desea la protección de usted para con el duque de Lerma en un negocio de honor y pagará bien el favor que se le haga. Me he visto con él y quería dirigirse a don Rodrigo, cuyo poder le han ponderado, pero se lo he quitado de la cabeza, haciéndole saber que el secretario vendía sus buenos oficios a peso de oro, en vez de que usted se contentaba con una decente demostración de agradecimiento y que aun haría usted el empeño de balde si su situación le permitiese seguir su inclinación generosa y desinteresada. En fin, le he hablado de modo que mañana por la mañana le tendrá usted aquí de madrugada.» «¡Cómo, pues—le dije—, señor Escipión, usted ha andado ya mucho camino! Conozco que no es usted novicio en materia de manejos y extraño que no esté usted más rico.» «Esto es lo que no debe sorprender a usted—me respondió—; yo no atesoro y quiero que circule el dinero.»

Efectivamente, vino a verme don Rogerio de[41] Rada, a quien recibí con una cortesía mezclada de gravedad. «Señor mío—le dije—, antes de tomar cartas por usted, quiero saber el negocio de honor que le trae a la corte, porque podría ser tal que no me atreviera a hablar de él al primer ministro. Hágame usted, pues, si gusta, una fiel relación, y crea que tomaré con calor sus intereses, si son tales que pueda tomarlos a su cargo un hombre honrado.» «Con mucho gusto—respondió el granadino—; voy a contar a usted mi historia sinceramente.» Y fué de esta suerte.


CAPITULO VIII

Historia de don Rogerio de Rada.

«Don Anastasio de Rada, hidalgo granadino, vivía dichoso en la ciudad de Antequera con doña Estefanía, su esposa, la que, además de su genio afable y extremada hermosura, poseía una sólida virtud. Si amaba tiernamente a su marido, él la correspondía con extremo. Pero era muy celoso, y aunque no tenía motivo para dudar de la fidelidad de su mujer, no dejaba de vivir inquieto. Temía que algún enemigo oculto de su sosiego intentase ofender su honor, y esta sospecha le hacía desconfiar de sus amigos, menos de don Huberto de Hordales, que entraba libremente en su casa, como primo de Estefanía, siendo a la verdad éste el único hombre de quien debía recelar.

[42]

»Efectivamente, don Huberto, sin atender al parentesco que los unía ni a la amistad particular que don Anastasio le profesaba, se enamoró de su prima y tuvo atrevimiento de declararle su amor. La señora, que era prudente, en lugar de un rompimiento, que hubiera tenido fatales consecuencias, reprendió con suavidad a su pariente lo grave de su maldad en querer seducirla y deshonrar a su marido y le dijo muy seriamente que no debía esperar el logro de sus designios.

»Esta moderación sólo sirvió para inflamar más al caballero, el cual, imaginando que era necesario arriesgarlo todo con una mujer de este carácter, principió a usar con ella de modales poco atentos, y un día tuvo la avilantez de estrecharla a que satisficiese sus deseos. Ella le rechazó con severidad y le amenazó con que haría que don Anastasio castigase su arrojo. Espantado de la amenaza, el galán ofreció no hablarle más de amor, y en fe de esta promesa Estefanía le perdonó lo pasado.

»Don Huberto, que naturalmente era de mala índole, no pudo ver tan mal pagado su cariño sin concebir un vil deseo de venganza. Conocía a don Anastasio por hombre celoso y capaz de creer todo cuanto él quisiera infundirle; este conocimiento le bastó para idear el más horrible designio que pueda caber en el corazón más malvado. Una tarde que se paseaba sólo con éste débil esposo, le dijo con semblante muy melancólico: «Mi amado amigo, yo no puedo estar más tiempo sin revelaros un secreto que no pensara descubriros si no conociera que os[43] importa más vuestro honor que vuestro reposo; vuestro pundonor y el mío, en punto de ofensas, no me permitan ocultaros lo que pasa en vuestra casa. Preparaos a oír una noticia que os causará tanta aflicción como asombro, porque voy a heriros en la parte más sensible.»

«¡Ya os entiendo—interrumpió don Anastasio todo turbado—, vuestra prima me es infiel!» «¡Yo no la reconozco por prima!—repuso Hordales con aspecto irritado—. ¡La desconozco! ¡Es indigna de teneros por marido!» «¡Eso es demasiado hacerme padecer!—exclamó don Anastasio—. ¡Hablad! ¿Qué ha hecho Estefanía?» «¡Os ha vendido!—prosiguió don Huberto—. Tenéis un rival, a quien recibe de oculto, cuyo nombre no puedo decir, porque el adúltero, a favor de una noche obscura, se ha escondido de quien le observaba. Lo que yo sé es que os engaña, y de ello estoy seguro. El interés que debo tomar en este asunto os afianza la verdad de mi narración. Cuando me declaro contra Estefanía es preciso que esté bien convencido de su infidelidad. Es inútil—continuó, habiendo observado que sus palabras causaban el efecto que esperaba—, es ocioso deciros más. Advierto estáis indignado de la ingratitud con que se atreve a pagar vuestro amor y que meditáis una justa venganza; yo no me opondré a ella. No os paréis a considerar cuál es la víctima que vais a sacrificar; mostrad a toda la ciudad que nada hay que no podáis inmolar a vuestro honor.»

»De este modo excitaba el traidor a un esposo[44] demasiado crédulo contra una mujer inocente; y le pintó con tan vivos colores la afrenta de que se cubría si dejaba la ofensa sin castigo, que llegó a encender en cólera a don Anastasio, el cual, perdido el juicio, pareciendo que las furias le agitaban, vuelve a su casa resuelto a dar de puñaladas a su desgraciada esposa. La encuentra que iba a meterse en la cama. Al pronto se contiene, esperando que los criados se retiren. Entonces, sin contenerle el temor de la ira del Cielo ni el deshonor que podría resultar a una honrada familia, ni aun el amor natural que debía tener a la criatura de seis meses de que su mujer estaba embarazada, se acercó a su víctima, y lleno de furor, le dijo: «¡Es preciso que mueras, malvada, y sólo te queda un instante de vida, que mi bondad te deja para que pidas perdón al Cielo del ultraje que me has hecho! ¡No quiero que pierdas tu alma como has perdido el honor!»

»Dicho esto, sacó un puñal. Su acción y expresiones sobresaltaron a Estefanía, la que, echándose a sus pies, le dijo con las manos cruzadas y fuera de sí: «¿Qué tenéis, señor? ¿Qué motivo de disgusto os he dado, por desgracia mía, para que lleguéis a tal extremo? ¿Por qué queréis quitar la vida a vuestra esposa? ¡Si sospecháis que no os ha sido fiel, mirad que os engañáis!»

«¡No, no!—repuso el irritado celoso—. ¡Estoy muy cierto de vuestra traición! Las personas que me lo han dicho son de todo crédito. Don Huberto...» «¡Ah señor!—interrumpió ella con precipita[45]ción—. ¡No debéis fiaros de don Huberto, que no es tan amigo vuestro como pensáis! Si os ha dicho alguna cosa contra mi virtud, no debéis creerle.» «¡Callad, infame!—replicó don Anastasio—. Vos misma acreditáis mis sospechas con querer poner mal conmigo a Hordales! ¡No penséis desvanecerlas! Si me lo queréis hacer sospechoso es porque está enterado de vuestra mala conducta. Quisierais destruir su testimonio, pero semejante artificio es inútil y aumenta en mí el deseo que tengo de castigaros.» «¡Amado esposo mío—repitió la inocente Estefanía llorando amargamente—, temed vuestra ciega cólera! ¡Si seguís sus movimientos, cometeréis una acción de que no podréis consolaros cuando reconozcáis la injusticia! ¡Por amor de Dios, aplacad vuestro enojo! A lo menos, esperad que se aclaren vuestras sospechas, que entonces haréis más justicia a una mujer que no es culpable.»

»A otro que a don Anastasio hubieran hecho fuerza estas palabras, y todavía se hubiera enternecido más con la aflicción de la que las pronunciaba; pero el cruel marido, lejos de ablandarse, le dijo segunda vez que se encomendara a Dios y alzó el brazo para herirla. «¡Detente, bárbaro!—gritó—. ¡Si el amor que me has tenido se ha extinguido enteramente; si la ternura con que te he amado se ha borrado de tu memoria; si mis lágrimas no alcanzan a hacerte desistir de tu execrable intento, respeta siquiera a tu propia sangre! ¡No armes tu mano furiosa contra un inocente que aun no ha visto la luz! ¡Tú no puedes ser verdugo sin ofender[46] al Cielo y a la Tierra! ¡Por lo que a mí toca, te perdono mi muerte; pero no dudes que la suya pedirá justicia de un atentado tan horrible!»

»Por muy determinado que estuviese don Anastasio a no hacer caso de las disculpas de Estefanía, las imágenes espantosas que ofrecieron a su espíritu estas últimas palabras no dejaron de suspenderle, y así, como si hubiese temido que esta emoción paralizase su resentimiento, se aprovechó apresuradamente del furor que le quedaba y atravesó con el puñal el costado derecho de su mujer, que, cayendo al punto en tierra, él la creyó muerta. Salió prontamente de su casa y desapareció de Antequera.

»Entre tanto, aquella desgraciada esposa quedó tan turbada del golpe que había recibido, que permaneció algunos instantes tendida en tierra sin dar señales de vida; pero recobrando al cabo sus espíritus, empezó a quejarse y gemir, lo que hizo acudiese una dueña que la servía. Luego que esta buena mujer vió a su ama en un estado tan lastimoso, dió tales gritos que despertó a los demás criados y a los vecinos cercanos, de modo que en un instante se llenó la sala de gente. Se llamaron cirujanos, quienes, habiendo registrado la herida, no la tuvieron por peligrosa, sin que errasen en su concepto. Curaron en poquísimo tiempo a Estefanía, quien dió felizmente a luz un hijo tres meses después de aquel cruel suceso; y yo, señor Gil Blas, soy el fruto de aquel infeliz parto.

»Aunque la murmuración en ninguna manera re[47]serva la virtud de las mujeres, respetó, no obstante, la de mi madre, y esta sangrienta escena se contaba en la ciudad como arrojo de un marido celoso. Es verdad que mi padre estaba reputado por hombre violento y fácil en sospechar. Hordales juzgó con razón que su prima presumiría que él con sus chismes había trastornado el ánimo de don Anastasio, y satisfecho de haberse a lo menos vengado, cesó de visitarla. Por no cansar a vuestra señoría no me detendré en contar la educación que tuve; solamente diré que mi madre se dedicó principalmente a hacerme enseñar el arte de la esgrima y que me ejercité mucho tiempo en las más célebres escuelas de Granada y Sevilla. Esperaba mi madre con impaciencia que yo tuviese edad para medir mi espada con la de don Huberto, para enterarme entonces del motivo que tenía para quejarse de él, y viéndome, en fin, ya de diez y ocho años, me lo descubrió, derramando abundantes lágrimas y penetrada de un amargo dolor. ¡Qué impresión no hace en un hijo dotado de valor y sensibilidad la vista de una madre en este estado! Busqué prontamente a Hordales, le conduje a un sitio retirado, en donde, después de un largo combate, le di tres estocadas y cayó en tierra.

»Sintiéndose don Huberto mortalmente herido, fijó en mí sus últimas miradas y me dijo que recibía la muerte de mi mano como justo castigo del delito que había cometido contra el honor de mi madre. Confesóme que por vengarse del rigor con que le había despreciado tomó la resolución de per[48]derla, y luego expiró, pidiendo perdón de su culpa al Cielo, a don Anastasio, a Estefanía y a mí. No juzgué acertado volver a casa a informar a mi madre de este acontecimiento, cuyo cuidado dejé a la fama. Pasé la sierra y llegué a la ciudad de Málaga, donde me embarqué con un corsario que salía del puerto, quien, conceptuando que no me faltaba valor, consintió gustoso en que me uniese a los voluntarios que tenía a bordo.

»No tardamos mucho en hallar ocasión de distinguirnos. En las cercanías de las islas de Alborán encontramos un corsario de Melilla, que volvía hacia las costas de Africa con una embarcación española ricamente cargada, que había apresado en las aguas de Cartagena. Acometimos intrépidamente al africano y nos apoderamos de sus dos bajeles, en los cuales iban ochenta cristianos que conducía esclavos a Berbería, y aprovechando un viento que se levantó y nos era favorable para acercamos a la costa de Granada, llegamos en breve tiempo a Punta de Elena.

»Preguntamos a los cautivos a quienes habíamos libertado de qué parajes eran, y yo hice esta pregunta a un hombre de muy buen aspecto, que podía tener cincuenta años cumplidos. Respondióme suspirando que era de Antequera. Su respuesta me conmovió, sin saber por qué, y también advertí que se turbaba. Díjele: «Yo soy paisano vuestro. ¿Podremos saber vuestra familia?» «¡Ah!—me dijo. ¡No me instéis a que satisfaga vuestra curiosidad si no queréis renovar mi dolor! Diez y ocho años[49] hace que falto de Antequera, en donde no se pueden acordar de mí sin horror. Usted habrá quizá oído muchas veces hablar de mí. Me llamo don Anastasio de Rada...» «¡Válgame Dios!—exclamé—. ¿Debo creer lo que oigo? ¿Conque usted es don Anastasio? ¿Es, pues, mi padre el que veo?» «¡Qué decís, joven!—exclamó mirándome atónito—. ¿Será posible seáis aquel niño desgraciado que todavía estaba en el vientre de su madre cuando la sacrifiqué a mi furor?» «Sí, padre mío—le dije—, yo soy a quien la virtuosa Estefanía parió tres meses después de la funesta noche en que la dejasteis anegada en su sangre.»

Don Anastasio no esperó a que acabase estas palabras para abrazarme estrechamente, y en un cuarto de hora no hicimos más que mezclar nuestros suspiros y lágrimas. Después de habernos entregado a los tiernos afectos que semejante encuentro debía inspirar, alzó mi padre los ojos al Cielo para darle gracias de haber salvado la vida a Estefanía; pero, pasado un momento, como si temiese dárselas sin motivo, se dirigió a mí y me preguntó de qué manera se había averiguado la inocencia de su mujer. «Señor—le respondí—, nadie ha dudado jamás de ella sino vos. La conducta de vuestra esposa ha sido siempre irreprensible. Es necesario que yo os desengañe. Sabed que don Huberto fué quien os engañó.» Y entonces le conté toda la perfidia de este pariente, cómo me había vengado de él y lo que me había confesado a morir.

[50]

»A mi padre no le causó tanto placer el haber recobrado la libertad como el oír las nuevas que le anunciaba. Colmado de alegría, volvió a abrazarme tiernamente y no se cansaba de manifestarme lo gustoso que estaba conmigo. «¡Vamos, hijo mío—me dijo—, tomemos presto el camino de Antequera! ¡No tendré sosiego hasta echarme a los pies de una esposa a quien tan indignamente he tratado, porque, después de conocida mi injusticia, siento crueles remordimientos que despedazan mi corazón!» Deseando yo reunir estas dos personas para mí tan amables, no quise se alargase tan dulce momento. Dejé al corsario, y como mi padre no quería exponerse a los peligros del mar, compré en Adra, con el dinero que me tocó de la presa, dos mulas. El camino dió tiempo para que me contase sus aventuras, que escuché con aquella atención ansiosa que prestó el príncipe de Itaca a la narración de las del rey su padre. En fin, después de muchas jornadas llegamos al pie del monte más inmediato a Antequera, en donde hicimos alto, y esperamos la media noche para entrar secretamente en nuestra casa.

»Imagine vuestra señoría la sorpresa de mi madre al ver a un marido que creía perdido para siempre; y todavía la admiraba más el modo milagroso con que puede decirse le había sido restituído. Pidióle mi padre perdón de su barbarie, con demostraciones tan vehementes de arrepentimiento que, enternecida mi madre, en lugar de mirarle como a un asesino, vió en él un hombre a[51] quien el Cielo la había sometido; tan sagrado es el nombre de esposo para una mujer virtuosa. Estefanía sintió en extremo mi fuga y tuvo mucho gusto de verme; pero su alegría no fué sin desazón. Una hermana de Hordales procedía criminalmente contra el matador de su hermano y me hacía buscar por todas partes, de suerte que mi madre estaba inquieta viéndome en nuestra casa sin seguridad. Esto me obligó a partir aquella misma noche para la corte, adonde vengo, señor, a solicitar el perdón que espero obtener, puesto que vuestra señoría quiere hablar a mi favor al primer ministro y apoyarme con todo su valimiento.»

El valiente hijo de don Anastasio dió fin aquí a su narración, y yo con mucha gravedad le dije: «¡Basta, señor don Rogerio! El caso me parece perdonable; quedo con el encargo de referir puntualmente este asunto a su excelencia y me atrevo a prometeros su protección.» Sobre esto, el granadino me dió mil gracias, que por un oído me hubiera entrado y por otro salido a no haberme asegurado se seguiría la gratificación al favor que le hiciera; pero luego que tocó esta cuerda me puse en movimiento. El mismo día conté este suceso al duque, quien, habiéndome permitido le presentara al caballero, le dijo: «Don Rogerio, estoy enterado del lance de honor que os trae a la corte. Santillana me ha dicho todas sus circunstancias. Sosegaos. Vuestra acción es disculpable y su majestad gusta de perdonar a los nobles que vengan su honor ofendido. Es necesario que por pura fórmula es[52]téis preso, pero vivid seguro de que no lo estaréis largo tiempo. En Santillana tenéis un buen amigo, que se encargará de lo demás; él acelerará vuestra libertad.»

Don Rogerio hizo una profunda reverencia al ministro, sobre cuya palabra se fué a la cárcel. Su carta de perdón se le expidió inmediatamente en fuerza de mi solicitud. En menos de diez días envié a este nuevo Telémaco a reunirse con su Ulises y su Penélope, en vez de que, si no hubiera tenido protector y dinero, acaso hubiera pasado un año en la prisión. De todo esto no saqué más que cien doblones. No fué este lance muy provechoso, pero yo no era todavía un don Rodrigo Calderón para despreciarlo.


CAPITULO IX

Por qué medios Gil Blas hizo en poco tiempo una gran fortuna y de cómo tomó el aire de persona de importancia.

El asunto que acabo de referir me engolosinó, y diez doblones que di a Escipión por su corretaje le animaron a hacer nuevas investigaciones. Ya dejo celebrados sus talentos para esto, por lo que se le podía dar el nombre de Escipión el Grande. El segundo penitente que me llevó fué un impresor de libros de caballerías que se había enriquecido a despecho del sano juicio. Este impresor había[53] reimpreso una obra de uno de sus compañeros y le habían embargado la edición. Por trescientos ducados conseguí se le devolviesen sus ejemplares y le libré de una fuerte multa. Aunque esto no era de la inspección del primer ministro, su excelencia quiso a mi ruego interponer su autoridad. Después del impresor, me trajo a las manos un mercader, y el negocio era el siguiente: un navío portugués había sido apresado por un corsario berberisco y represado por otro de Cádiz. Las dos terceras partes de mercancías de que iba cargado pertenecían a un mercader de Lisboa, que, habiéndolas reclamado inútilmente, venía a la corte de España a buscar un protector cuyo valimiento fuese bastante para hacérselas entregar, y tuvo la fortuna de encontrarlo en mí. Me empeñé por él y recobró sus géneros mediante la cantidad de cuatrocientos doblones que pagó por el favor.

Me parece que oigo al lector gritarme al llegar aquí: «¡Animo, señor de Santillana! ¡Cálcese usted las botas, pues está en camino de adelantar su fortuna!» ¡Oh, no dejaré de hacerlo! Si no me engaño, veo llegar a mi criado con un nuevo quidam que acaba de enganchar. Cabalmente es Escipión. Escuchémosle. «Señor—me dice—, permítame usted le presente a este famoso empírico, quien solicita un privilegio para vender sus medicamentos por espacio de diez años en todas las ciudades de la Monarquía de España, con exclusión de cualesquiera otros; es decir, que se prohiba a las personas de su profesión establecerse en los lugares[54] donde esté. Por vía de agradecimiento dará doscientos doblones al que le saque el privilegio.» Yo dije al charlatán, tomando el aspecto de un protector: «¡Id, amigo mío; vuestra solicitud corre de mi cuenta!» En efecto, pocos días después le saqué un privilegio que le permitía engañar al pueblo exclusivamente en todos los reinos de España.

Yo conocí la verdad de aquel refrán que dice que «el comer y el rascar todo es empezar». Pero además de que advertía que la codicia iba creciendo en mí a medida que iba adquiriendo riquezas, había logrado de su excelencia con tanta facilidad las cuatro gracias de que acabo de hablar, que no me detuve en pedirle la quinta. Esta fué el Gobierno de la ciudad de Vera, en la costa de Granada, para un caballero de Calatrava que me ofrecía mil doblones. El ministro se echó a reír viéndome caminar tan de prisa. «¡Vive diez, amigo Gil Blas!—me dijo—. ¡Cómo apretáis! ¡Deseáis vivamente hacer bien al prójimo! Mirad: cuando no se trate más que de bagatelas, no repararé en ello; pero cuando me pidáis Gobiernos u otras cosas de importancia, os quedaréis enhorabuena con la mitad del provecho y a mí me daréis la otra. No podéis pensar—continuó—el gasto que tengo precisión de hacer ni cuántos arbitrios necesito para mantener la dignidad de mi empleo, porque, a pesar del desinterés que aparento a los ojos del mundo, os confieso que no soy tan imprudente que quiera abandonar mis intereses propios. Sirvaos esto de gobierno.»

[55]

Con esta advertencia me quitó mi amo el temor de importunarle, o más bien me excitó a que prosiguiese con mayor empeño, y me sentí aún más sediento de riquezas que antes. Hubiera yo entonces con gusto hecho fijar un cartel que dijese que todos aquellos que quisieran conseguir gracias en la corte no tenían mas que acudir a mí; yo iba por un lado y Escipión por otro buscando ocasiones de servir por dinero. Mi caballero de Calatrava alcanzó el Gobierno de Vera por sus mil doblones, y bien presto hice conceder otro por el mismo precio a un caballero de Santiago. No contento con nombrar gobernadores, concedí hábitos de las Ordenes militares, transformé algunos buenos plebeyos en malos hidalgos con famosos títulos de nobleza; quise también que la clerecía participase de mis favores, y así, conferí beneficios cortos, canonjías y algunas dignidades eclesiásticas. En orden a los obispados y arzobispados era el colador de ellos el señor don Rodrigo Calderón, quien además nombraba para las togas, encomiendas y virreinatos, lo que prueba que no se proveían los empleos grandes mejor que los pequeños, porque los sujetos a quienes nosotros elegíamos para ocupar los puestos de que hacíamos un tráfico tan honorífico no eran siempre los más hábiles ni los más honrados. Sabíamos muy bien que los burlones de Madrid se divertían en este punto a costa nuestra, pero nosotros parecíamos a los avaros, que se consuelan de las murmuraciones del pueblo recontando su dinero.

[56]

Isócrates llama con razón a la intemperancia y a la locura compañeras inseparables de los ricos. Cuando me vi dueño de treinta mil ducados y en disposición de ganar quizá diez tantos más, juzgué me tocaba hacer un papel digno de un confidente del primer ministro; alquilé una casa entera, que hice adornar lujosamente; compré el coche de un escribano, que lo había echado por ostentación y que se deshizo de él por consejo de su panadero. Recibí un cochero, tres lacayos, y como es regular promover a los criados antiguos, ascendí a Escipión al triple honor de mi ayuda de cámara, mi secretario y mayordomo mío. Pero lo que acabó de colmar mi orgullo fué que el ministro tuviese a bien que mis criados llevasen su librea. Con esto perdí lo que me restaba de juicio; no estaba menos loco que los discípulos de Porcio Latro cuando, a fuerza de haber bebido agua de cominos, se pusieron tan pálidos como su maestro, imaginándose tan sabios como él. Poco me faltaba para juzgarme pariente del duque de Lerma. Se me puso en la cabeza pasaría por tal, y quizá por uno de sus hijos bastardos, cosa que me lisonjeaba extremadamente.

Añádase a esto que quise, como su excelencia, tener mesa de estado, y a este efecto encargué a Escipión me buscase un cocinero, y me trajo uno que podía casi compararse con el del romano Nomentano, de golosa memoria. Abastecí mi cueva de vinos exquisitos, y después de haber hecho las demás provisiones necesarias, principié a convidar[57] gentes. Todas las noches venían a cenar a mi casa algunos de los principales covachuelistas del ministro, los cuales se apropiaban con vanidad el dictado de secretarios de Estado. Les tenía muy buena comida y siempre iban bien bebidos. Escipión por su parte—porque tal amo tal criado—también daba mesa en el tinelo, en donde a costa mía regalaba a sus conocidos. Pero además de que yo quería a este mozo, como él contribuía a hacerme ganar dinero, me parecía tenía derecho para ayudarme a gastarlo, fuera de que yo miraba estas disposiciones como un joven que no reflexiona el daño que se le sigue y sólo considera el honor que le resulta de ellas. Había asimismo otro motivo para no cuidar de esto, y era que los beneficios y empleos no cesaban de traer agua al molino, con lo que mi caudal se aumentaba cada día, y yo creía tener clavada la rueda de la fortuna.

Sólo faltaba a mi vanidad que Fabricio fuese testigo de mi vida ostentosa. Creyendo habría ya vuelto de Andalucía, quise tener el gusto de sorprenderle, y a este fin le envié un papel anónimo, en el que le decía que un señor siciliano, amigo suyo, le esperaba a cenar, señalándole día, hora y lugar adonde debía acudir; la cita era en mi casa. Núñez vino a ella y se quedó sumamente admirado cuando supo que yo era el señor extranjero que le había convidado. «¡Sí—le dije—, amigo mío, yo soy el dueño de esta casa! ¡Tengo coche, buena mesa y sobre todo un gran caudal!» «¡Es posible—exclamó con viveza—que te encuentre nadando[58] en la opulencia! ¡Cuánto me alegro de haberte colocado con el conde Galiano! ¡Bien te decía yo que aquel señor era generoso y que no tardaría en acomodarte! Sin duda—añadió—que seguiste el sabio consejo que te di de aflojar algo la rienda al repostero. ¡Sea enhorabuena! Con esa prudente conducta engordan tanto los mayordomos de las casas grandes.»

Dejé a Fabricio aplaudirse cuanto quiso de haberme llevado a casa del conde Galiano, y después, para moderar la alegría que manifestaba de haberme agenciado tan buen puesto, le dije sin omitir circunstancias las señales de agradecimiento con que este señor había pagado lo que le había servido; pero percibiendo que mi poeta mientras yo le refería estos pormenores cantaba interiormente la palinodia, le dije: «Yo perdono al siciliano su ingratitud. Hablando aquí entre los dos, más motivo tengo de darme el parabién que de lamentarme. Si el conde no se hubiera portado mal conmigo, le habría seguido a Sicilia, en donde todavía le estaría sirviendo esperanzado de un acomodo incierto. En una palabra, no sería confidente del duque de Lerma.»

Estas últimas palabras dejaron tan atónito a Núñez, que por el pronto no pudo desplegar los labios; pero luego, rompiendo de golpe el silencio, me dijo: «¿Es verdad lo que oigo? ¡Que lográis de la confianza del primer ministro!» «La divido—le respondí—con don Rodrigo Calderón, y según las apariencias llegaré más lejos.» «Es verdad, señor[59] de Santillana—replicó—, que me causáis admiración. ¡Sois capaz de desempeñar toda clase de empleos! ¡Qué talentos se unen en vos! O más bien, para servirme de una expresión a nuestro modo, poseéis un talento universal, es decir, que para todo sois adecuado. Finalmente, señor—prosiguió—, me alegro mucho de la prosperidad de vuestra señoría.» «¡Oh qué diablos!—interrumpí yo—. ¡Señor Núñez, nada de señor ni señoría! ¡Dejaos de esos tratamientos y vivamos siempre con familiaridad!» «Tienes razón—repitió—. Aunque te hayas enriquecido, no debo mirarte con otros ojos que con los que te he mirado siempre. Pero—añadió—te confieso mi flaqueza: al oír tu fortuna me ofusqué. Gracias a Dios, pasado mi alucinamiento, no veo en ti más que a mi amigo Gil Blas.»

Nuestra conversación fué interrumpida por cuatro o cinco covachuelistas que llegaron. «Señores—les dije mostrándoles a Núñez—, ustedes cenarán con el señor don Fabricio, que hace versos dignos del rey Numa y que escribe en prosa como nadie escribe.» Por desgracia, yo hablaba con gentes que hacían tan poco caso de la poesía que dejaron cortado al poeta; apenas se dignaron mirarle. Por más que dijo cosas muy agudas para atraerse su atención, no le escucharon; lo que le picó tanto que, tomando una licencia poética, se escurrió sutilmente de entre todos y desapareció. Nuestros covachuelistas no advirtieron su retirada y se sentaron a la mesa sin preguntar siquiera qué se había hecho.

Al siguiente día por la mañana, cuando yo me[60] acababa de vestir y me disponía a salir de casa, el poeta de las Asturias entró en mi gabinete. «Perdóname, amigo mío—me dijo—, si he ofendido a tus covachuelistas; pero, hablando con franqueza, me encontré tan desairado entre ellos, que no pude resistir. Son para mí muy fastidiosos unos hombres tan presumidos y almidonados. ¡No alcanzo cómo tú, que tienes un entendimiento tan delicado, puedes acomodarte a convidados tan estúpidos! Yo quiero desde hoy traerte otros más listos.» «Tendré—le dije—mucha satisfacción en eso, y para ello me fío de tu gusto.» «¡Con razón!—me respondió—. Yo te prometo talentos superiores y de los más entretenidos. Voy de aquí a una casa de vinos generosos, adonde van a reunirse dentro de poco; los apalabraré para que no se comprometan con otro, porque son tan festivos que en todas partes los apetecen.»

Dicho esto me dejó, y por la noche, a la hora de cenar, volvió, acompañado de sólo seis autores, que me presentó uno tras otro, haciéndome su elogio. Si se le hubiera de creer, aquellos grandes ingenios sobrepujaban a los de Grecia y de Italia, y sus obras—decía él—merecían imprimirse en letras de oro. Recibí a aquellos señores muy atentamente y aun afecté llenarlos de atenciones, porque la nación de los autores es un poco vana y amiga de gloria. Aunque no hubiera encargado a Escipión que la cena fuese abundante, como él sabía la clase de gentes a que debía obsequiar en aquel día, la había dispuesto con profusión.

[61]

En fin, nos sentamos a la mesa con mucha alegría. Mis poetas principiaron a hablar de sí propios y a alabarse. Uno citaba con vanidad los grandes y las señoras a quienes agradaba su musa; otro, vituperando la elección que una academia de literatos acababa de hacer de dos sujetos, decía modestamente que debían haberle elegido; los demás discurrían con la misma presunción. Mientras comían, me fastidiaron con trozos de versos y de prosa. Cada uno de ellos recitaba por turno algún pasaje de sus escritos; uno lee un soneto, el otro declama una escena trágica, otro lee la crítica de una comedia, y el cuarto, leyendo a su vez una oda de Anacreonte, traducida en malos versos españoles, es interrumpido por uno de sus compañeros, que le dice se ha servido de una voz impropia. El autor de la traducción defiende lo contrario y se arma una disputa, en la cual todos los ingenios toman partido. Las opiniones son diversas; los disputantes se acaloran y llegan a las injurias. Todo esto era tolerable; pero aquellos furiosos se levantan de la mesa y andan a cachetes. Fabricio, Escipión, mi cochero, mis lacayos y yo, ¡en qué nos vimos para ponerlos en paz! Cuando se vieron separados salieron de mi casa como de una taberna, sin pedirme ningún perdón de su impolítica.

Núñez, sobre cuya palabra había yo formado una idea agradable de aquella comida, se quedó atónito del lance. «Y bien—le dije—, amigo, ¿me elogiaréis todavía a vuestros convidados? ¡A fe mía que me habéis traído unas gentes bien des[62]preciables! Aténgome a mis covachuelistas. ¡No me hables más de autores!» «Yo no pienso—me respondió—presentarte otros, pues acabas de ver a los más juiciosos.»


CAPITULO X

Corrómpense enteramente las costumbres de Gil Blas en la Corte; del encargo que le dió el conde de Lemos y de la intriga en que este señor y él se metieron.

Luego que se llegó a saber que yo era privado del duque de Lerma, empecé a tener corte. Todas las mañanas estaba mi antesala llena de gente, a quien daba audiencia al levantarme. Venían a mi casa dos clases de personas: unas, interesándome con dinero para que pidiese alguna gracia al ministro, y otras a moverme con súplicas para conseguirles gratis lo que pretendían. Las primeras tenían seguridad de ser escuchadas y bien servidas. En orden a las segundas, me desembarazaba prontamente con excusas, o les entretenía tanto tiempo que les hacía perder la paciencia. Antes de hacer papel en la Corte era yo naturalmente piadoso y caritativo; pero como en ella no hay esta debilidad, me hice más duro que un pedernal, y, de consiguiente, perdí también el cariño a mis amigos y me desnudé de todo el afecto que les tenía.[63] En prueba de esta verdad voy a contar cómo traté en una ocasión a José Navarro.

Este José Navarro, al que tanto tenía que agradecer y quien—para decirlo de una vez—era la causa primordial de mi fortuna, vino un día a mi casa. Después de haberme mostrado mucho amor, como lo acostumbraba hacer siempre que me encontraba, me suplicó pidiese al duque de Lerma cierto empleo para uno de sus amigos, diciéndome que el sujeto por quien se interesaba era un mozo muy amable y de gran mérito, pero que necesitaba empleo para subsistir. «No dudo—añadió José—que siendo usted tan bueno y amigo de hacer un favor tendrá gusto en hacer bien a un pobre hombre honrado. Su indigencia es un título que merece el apoyo de usted. Tengo la seguridad de que me daréis las gracias, porque os proporciono ocasión de ejercer vuestra condición caritativa.» Esto era decirme claramente que esperaba que hiciese este favor de balde. Aunque esto me disgustaba, no dejé de aparentar que estaba propicio a servirle. «Me alegro—respondí a Navarro—de tener esta ocasión en que poder manifestar a usted mi vivo agradecimiento a cuanto usted ha hecho por mí; me basta que usted se interese por cualquiera y no necesita otra recomendación para decidirme a servirle. Su amigo de usted tendrá el empleo que desea; cuente usted con ello. Este es asunto mío y no de usted.»

Con estas expresiones, José se fué muy satisfecho de mi favor. Sin embargo, su recomendado se que[64]dó sin empleo, porque lo hice dar a otro por mil ducados que metí en mi gaveta. Preferí tomar este dinero a los agradecimientos que hubiera recibido de mi buen repostero, a quien, con un modo pesaroso, dije cuando nos volvimos a ver: «¡Ah, mi amado Navarro! Usted me habló tarde. Calderón se me anticipó a dar el empleo que usted sabe. Siento en extremo no dar a usted mejor noticia.»

José me creyó de buena fe y nos separamos más amigos que nunca; pero creo que presto descubrió la verdad, porque no volvió a parecer por mi casa. En vez de sentir algunos remordimientos de haberme portado tan mal con un amigo verdadero y a quien tanto debía, quedé muy contento. Además de que ya me pesaban los favores que me había hecho, no me pareció conveniente tratar con reposteros en la categoría en que me hallaba en la corte.

Volvamos al conde de Lemos, de quien hace tiempo no he hablado y al que visitaba algunas veces. Le había llevado mil doblones, como tengo dicho, y todavía le llevé otros mil por orden del duque su tío, del dinero que yo tenía de su excelencia. En este día fué cuando el conde quiso tener una larga conversación conmigo, en la cual me manifestó que al fin había logrado su intento y que enteramente gozaba del favor del príncipe de España, de quien era el único confidente, y en seguida me dió un encargo muy honroso, para el cual ya me tenía destinado. «¡Amigo Santillana—me dijo—, vamos, manos a la obra! ¡No dejéis de hacer cuanto[65] podáis para descubrir alguna beldad digna de divertir a este príncipe galán! Entendimiento tenéis; nada más os digo. ¡Id, corred, investigad, y cuando hayáis descubierto una cosa buena, decídmelo!» Ofrecí al conde no omitir diligencia para contribuir al buen desempeño de mi empleo, cuyo ejercicio no debe de ser muy difícil, pues hay tantas gentes que se ocupan en él.

Yo no estaba muy acostumbrado a este género de averiguaciones, pero no dudaba que Escipión sería también admirable para el caso. Luego que volví a casa, le llamé y le dije a solas: «Hijo mío, tengo que hacerte un encargo importante. En medio de tanto como sabes me favorece la fortuna, conozco que me falta alguna cosa.» «Fácilmente adivino lo que es—interrumpió sin dejarme acabar lo que quería decirle—; usted necesita una ninfa agradable que le distraiga un poco y le divierta, y, en efecto, es de maravillar que usted, en la flor de sus días, no la tenga, cuando viejos barbones no pueden estar sin ella.» «¡Admiro tu perspicacia!—le dije sonriéndome—. Sí, amigo mío, necesito una dama, pero la quiero venida de tu mano. Mas advierte que soy muy delicado en este negocio; quiero una persona linda y que no tenga malas costumbres.» «Lo que usted desea—interrumpió Escipión sonriéndose—es algo raro; no obstante, estamos, a Dios gracias, en un pueblo en donde hay de todo, y espero encontrar presto lo que usted pretende.»

Efectivamente, a los tres días me dijo: «He des[66]cubierto un tesoro: una señorita joven, llamada Catalina, de buena familia y de indecible hermosura. Vive a la sombra de una tía suya, en una casita, en donde subsisten ambas muy decentemente con sus haberes, que no son considerables. La criada que las sirve es conocida mía y acaba de asegurarme que, aunque no dan entrada a nadie, no sería difícil la hallase un galán rico y espléndido, con tal que, para no escandalizar, entrase en su casa sólo de noche y con todo sigilo. En esta inteligencia, le he pintado a usted como un hombre digno de que le admitan en su casa, y he suplicado a la criada se lo proponga a las dos señoras, lo cual me ha ofrecido, como también ir mañana a un sitio determinado a darme la respuesta.» «¡Bravo va el negocio!—le respondí—. Pero temo te engañe la criada.» «¡No, no!—replicó—. ¡No me dejo yo engañar tan fácilmente! He preguntado ya a los vecinos, y de lo que me han dicho he inferido que la señora Catalina es tal como usted la puede desear; es decir, una Dánae, de quien usted puede ser el Júpiter enviando una lluvia de doblones.»

Sin embargo de la desconfianza que tenía de esta clase de hallazgos, no dejé de aceptar éste, y como la criada al día siguiente avisase a Escipión que podía presentarme aquella misma noche en casa de sus amas, entre once y doce me entré en ella con mucho sigilo. La criada me recibió a obscuras, me cogió de la mano y me llevó a una sala decente, en donde encontré a las dos señoras airosamente[67] vestidas y sentadas en almohadones de raso. Luego que me vieron se levantaron y me saludaron con tanta finura que me parecieron personas distinguidas. La tía, que se llamaba la señora Mencía, aunque todavía de buen parecer, no atrajo mi atención. Es verdad que toda se la llevaba la sobrina, que me pareció una diosa, y aunque examinada rigurosamente podía decirse que no era una hermosura perfecta, tenía, con todo, tantas gracias, que, añadidas a un rostro atractivo y voluptuoso, ofuscaban y hacían imperceptibles sus defectos.

Su vista me turbó los sentidos. Olvidé que iba como emisario; hablé en mi propio y privado nombre y me manifesté apasionado. La señorita, cuyo entendimiento yo juzgaba tres veces mayor de lo que realmente era—tan bien me había parecido—, acabó de enamorarme con sus respuestas. Ya principiaba yo a estar fuera de mí, cuando, para moderar la tía mis impulsos, tomó la palabra y me dijo: «Señor de Santillana, voy a hablar a vuestra señoría francamente. Por lo mucho bien que me han dicho de vuestra señoría le he permitido entrar en mi casa, sin ponderarle el gran favor que le hago en ello; pero no crea vuestra señoría por eso que ha adelantado algo; hasta ahora he criado a mi sobrina con recato, y vos sois, por decirlo así, el primer caballero a quien la he presentado. Si os parece digna de ser vuestra esposa, tendré el mayor gusto en que ella logre este honor; ved si a este precio os conviene, pues a otro no la conseguiréis.»

[68]

Este tiro a quemarropa ahuyentó el Amor, que me iba a disparar una flecha. Hablando sin metáfora, un casamiento propuesto tan a secas me hizo entrar en mí mismo, y volviendo de repente a ser fiel agente del conde de Lemos, mudé de tono y respondí a la señora Mencía: «Señora, vuestra franqueza me agrada, y por tanto quiero imitarla. Aunque hago un papel distinguido en la corte, no basta éste para merecer a la sin igual Catalina; le tengo reservado un partido más brillante: la destino para el príncipe de España.» «Me parece—respondió la tía fríamente—que bastaba despreciar a mi sobrina, sin que fuera necesario acompañar el desprecio con la burla.» «No me burlo, señora—exclamé—, hablo seriamente. Tengo orden de buscar una persona de mérito a quien pueda honrar con sus visitas secretas el príncipe de España, y en casa de usted he hallado lo que buscaba.»

Esta declaración sorprendió en gran manera a la señora Mencía, a quien conocí no le había desagradado. Sin embargo, creyendo que debía hacer la reservada, me replicó en estos términos: «Aun cuando tomara al pie de la letra lo que vuestra señoría me dice, ha de saber que no soy de carácter que haga vanidad del infame honor de ver a mi sobrina ser dama de un príncipe; mi decoro se ofende con la idea...» «¡Qué bendita es usted—le interrumpí—con su virtud! Usted piensa como una simple aldeana y se chancea si mira estas cosas con tanto escrúpulo. ¡Eso es quitarles lo que tienen de bueno! Es necesario mirarlas con mejores[69] ojos. Considerad a los pies de la dichosa Catalina al heredero de la Monarquía; representaos que la adora y la llena de regalos; y pensad, en fin, que quizá puede nacer de ella un héroe que inmortalice el nombre de su madre con el suyo.»

Fingió la tía no saber a qué resolverse, aunque estaba determinada a aceptar mi propuesta, y Catalina, que ya hubiera querido poseer al príncipe, aparentó la mayor indiferencia, por lo que tuve que hacer nuevos esfuerzos para estrechar la plaza, hasta que al fin la señora Mencía, viéndome ya cansado y en disposición de levantar el sitio, tocó la llamada, y ajustamos una capitulación que contenía los artículos siguientes: Primero: Que si por los informes que diese yo al príncipe de las gracias de Catalina gustaba de ella y determinaba hacerle una visita nocturna, sería de mi cargo advertir de ella a las señoras, como igualmente de la noche que eligiese para este efecto. Segundo: Que el príncipe había de entrar en casa de dichas señoras como un galán cualquiera y acompañado sólo de mí y de su principal confidente.

Celebrado este convenio, me hicieron mil agasajos tía y sobrina. Empezaron a tratarme familiarmente, con lo que me aventuré a algunas llanezas, que no fueron muy mal recibidas, y cuando nos separamos me abrazaron de su propio motivo, haciéndome todas las caricias imaginables. ¡Es cosa maravillosa la facilidad con que se traba amistad entre los corredores de amor, digámoslo así, y las mujeres que lo necesitan! Al verme salir de allí tan[70] favorecido, nadie hubiera dicho sino que yo había sido más dichoso de lo que era en realidad.

El conde de Lemos tuvo suma alegría cuando le dije que había hecho un descubrimiento cual podía apetecerlo. Le hablé de Catalina en tales términos que le entraron deseos de verla. Le conduje la noche siguiente, y me confesó que había hecho muy buen hallazgo. Dijo a las señoras que no dudaba que el príncipe quedase muy complacido de ver a la señorita que yo le había elegido y que ésta por su parte no quedaría descontenta de tal amante, por ser el príncipe generoso, afable y lleno de bondad. En fin, les ofreció que le conducirían dentro de algunos días del modo que deseaban, esto es, sin acompañamiento ni ruido. Este señor se despidió y yo me retiré con él para ir a tomar el coche en que habíamos venido, el cual nos esperaba al fin de la calle. Después me llevó a mi casa y me encargó enterase al día siguiente a su tío de esta principiada aventura y le suplicase de su parte le enviara mil doblones para finalizarla.

Con efecto, al día siguiente fuí a dar puntual cuenta de cuanto había pasado al duque de Lerma, callando la parte que había tenido Escipión en el negocio para pasar yo por autor del descubrimiento de Catalina, porque de todo hace uno mérito para con los grandes.

Y así fué que se me dieron gracias de ello. «Señor Gil Blas—me dijo el ministro con aire burlón—, me alegro que usted una a sus demás talentos el de descubrir las hermosuras halagüeñas, y no ex[71]trañará que cuando yo necesite alguna acuda a usted.» «Señor—le respondí en el mismo tono—, agradezco la preferencia; pero permítaseme que diga que escrupulizaría si proporcionase esta clase de placeres a vuestra excelencia, porque hace tanto tiempo que el señor don Rodrigo está en posesión de ese empleo, que se le haría una injusticia en despojarle de él.» El duque se sonrió de mi respuesta y, mudando de conversación, me preguntó si su sobrino pedía dinero para esta empresa. «Perdonad—le dije—, él suplica a vuestra excelencia le envíe mil doblones.» «Está bien—respondió el ministro—, no tienes más que llevárselos. Dile que no los escasee y que aplauda todos los gastos que el príncipe quiera hacer.»


CAPITULO XI

De la visita secreta y de los regalos que el príncipe hizo a Catalina.

En aquel mismo punto llevé los mil doblones al conde de Lemos. «¡No podíais venir más a tiempo!—me dijo este señor—. He hablado al príncipe, quien ha caído en el lazo y desea con impaciencia ver a Catalina, por lo que se ha resuelto que esta noche salga secretamente de palacio para ir a su casa. Las medidas están ya tomadas. Díselo así a las señoras y dales el dinero que me traes. Es necesario manifestarles que el que va a verlas no es[72] un amante común; fuera de que los regalos de los príncipes deben preceder a sus galanteos. Supuesto que le has de acompañar conmigo—prosiguió—, hállate esta noche en palacio a la hora de acostarse. También será preciso que tu coche, porque me parece del caso servirnos de él, nos espere a media noche cerca de Palacio.»

Me fuí inmediatamente a casa de las señoras, en la que no vi a Catalina, por estar, según se me dijo, acostada, y sólo hablé con la señora Mencía. «Perdone usted, señora—le dije—, si vengo de día a su casa, porque no puedo hacer otra cosa; me es preciso avisar a usted que el príncipe vendrá aquí esta noche; y reciba usted—añadí entregándole el talego en donde llevaba el dinero—, reciba usted una ofrenda que envía al templo de Citerea para que le sean propicias sus deidades. Ya ve usted que no les he proporcionado una mala conveniencia.» «Doy a usted las gracias—me respondió—. Pero dígame, señor de Santillana, si al príncipe le gusta la música.» «¡Con extremo!—le contesté—. Ninguna cosa le divierte tanto como una buena voz acompañada de un laúd tocado con destreza.» «¡Mucho mejor!—exclamó ella enajenada de alegría—. Lo que usted dice me llena de gozo, porque mi sobrina tiene la garganta de un ruiseñor, tañe maravillosamente el laúd y también baila con perfección.» «¡Vive diez—exclamé—, esas son muchas habilidades, tía mía! No necesita tantas una señorita para hacer fortuna; una sola de esas gracias le basta.»

[73]

Dispuestas así las cosas, esperé la hora en que el príncipe solía acostarse. Llegada ésta, di mis órdenes al cochero y me reuní al conde de Lemos, quien me dijo que el príncipe, para quedarse solo antes de tiempo, iba a fingir una ligera indisposición, y aun acostarse, a fin de hacer creer mejor que estaba malo, pero que de allí a una hora se levantaría y por una puerta falsa tomaría una escalera excusada que iba a dar a los patios. Luego que me enteró de lo que ambos habían concertado, me apostó en un sitio por donde me aseguró había de pasar. Duró tanto el poste, que comencé a creer que nuestro galán había tomado otro camino o perdido el deseo de ver a Catalina, como si los príncipes abandonaran estos antojos antes de haberlos satisfecho. En fin, cuando creía que me habían olvidado, se llegaron a mí dos hombres, que conocí ser los que esperaba, y los conduje a mi coche, en el cual subimos ambos. Yo iba cerca del cochero para guiarle y le hice parar a cincuenta pasos de donde vivían las señoras. Di la mano al príncipe y a su compañero para ayudarles a bajar y marchamos a la casa, cuya puerta nos abrieron inmediatamente que llamamos y volvieron a cerrar.

Al principio nos encontramos en las mismas tinieblas en que yo me vi la primera vez, aunque por distinción habían puesto en la pared una lamparilla, cuya luz era tan escasa que solamente la percibíamos, sin que ella nos alumbrara. Todo esto servía para hacer la aventura más agradable a su héroe, el cual quedó vivamente sorprendido a vista[74] de las señoras, que le recibieron en la sala, en donde la claridad de un sinnúmero de bujías recompensó la obscuridad que había en el patio. La tía y la sobrina se presentaron en gracioso traje de casa, seductoramente descuidado, y con aire tan atractivo que no se podían mirar sin embelesamiento. Nuestro príncipe, si no hubiera tenido que escoger, se hubiera contentado muy bien con la señora Mencía; pero dió la preferencia, como era razón, a las gracias de la joven Catalina.

«Y bien, príncipe mío—le dijo el conde—, ¿podíamos haber proporcionado a vuestra alteza el gusto de ver dos personas más bonitas?» «Ambas me embelesan—respondió el príncipe—. No pienso sacar libre de aquí mi corazón, pues si faltara la sobrina no se escaparía de la tía.»

Después de este cumplimiento, tan agradable para una tía, dijo mil cosas lisonjeras a Catalina, a las que ésta respondió con mucha discreción. Como les es permitido a las gentes honradas que hacen el personaje que yo en esta ocasión mezclarse en la conversación de los amantes, siempre que sea para atizar el fuego, dije al galán que su ninfa cantaba y tocaba a las mil maravillas. Se alegró de saber tuviese estas habilidades y le suplicó le diese alguna muestra de ellas. Con mucho gusto cedió a sus instancias, y, tomando un laúd bien templado, tocó sonatas tiernas y cantó de un modo tan expresivo, que el príncipe se echó a sus pies enajenado de amor y de placer. Pero dejemos a un lado esta pintura y digamos solamente[75] que la dulce embriaguez en que se había sepultado el heredero de la Monarquía hizo que las horas le pareciesen momentos y que tuviésemos que arrancarle de aquella peligrosa casa cuando ya se acercaba el día. Los señores agentes le condujeron prontamente a palacio y le dejaron en su aposento. Después se volvieron a su casa, tan contentos de haberle unido con una aventurera como si le hubiesen casado con una princesa.

La mañana siguiente conté el suceso al duque de Lerma, porque todo lo quería saber, y al concluir mi narración llegó el conde de Lemos y nos dijo: «El príncipe de España está tan prendado de Catalina y le ha gustado tanto, que piensa ir a verla con frecuencia y no aficionarse a otra. Quisiera enviarle hoy dos mil doblones en joyas, pero no tiene dinero. Ha acudido a mí y me ha dicho: «Mi amado Lemos, es preciso me busques al momento esta cantidad. Sé que te incomodo, que apuro tu bolsillo, y por tanto mi corazón te está muy agradecido, y si en algún tiempo me hallo en estado de serte reconocido de otro modo que por el agradecimiento a todo lo que has hecho por mí, no te arrepentirás de haberme servido.» Yo le respondí, separándome de él inmediatamente: «Príncipe mío, tengo amigos y crédito; voy a buscar lo que vuestra alteza desea.» «No es difícil satisfacerle—dijo entonces el duque a su sobrino—. Santillana va a traeros ese dinero, o, si queréis, él mismo comprará las joyas, porque es muy inteligente en pedrerías, y sobre todo en rubíes. ¿No es verdad,[76] Gil Blas?», añadió mirándome con un aire taimado. «¡Qué malicioso sois, señor!—le respondí—. Veo que vuestra excelencia quiere hacer reír a costa mía al señor Conde.» Y así sucedió. El sobrino preguntó qué misterio encerraba aquello. «¡Ninguno!—replicó el tío riéndose—. Es que un día Santillana quiso trocar un diamante por un rubí, y este trueque no redundó ni en honor ni en provecho suyo.»

Hubiera salido bien librado si el ministro no hubiera dicho más, pero se tomó el trabajo de contar la pieza que Camila y don Rafael me habían jugado en la posada de caballeros y se extendió particularmente en las circunstancias que yo más sentía. Después de haberse divertido bien su excelencia, me mandó acompañar al conde de Lemos, quien me llevó a casa de un joyero, en donde escogimos las joyas, que fuimos a enseñar al príncipe de España, las cuales se me confiaron para que se las entregase a Catalina, y después fuí a mi casa a tomar dos mil doblones del dinero del duque para irlas a pagar.

Es ocioso preguntar si la noche siguiente me recibieron con agrado las señoras cuando les presenté los regalos de mi embajada, que consistían en un bello par de rosetas de diamantes para la tía y unas arracadas de lo mismo para la sobrina. Enajenadas una y otra con estas demostraciones de amor y generosidad del príncipe, empezaron a charlar como dos cotorras y a darme gracias porque les había agenciado tan buen conocimiento, y con el[77] exceso de su alegría dieron a entender lo que eran. Se les escaparon algunas palabras que me hicieron sospechar que yo había facilitado una bribona al hijo de nuestro gran monarca. Para averiguar con certeza si yo había sido autor de tan buena obra, me retiré con intento de tener una conferencia con Escipión.


CAPITULO XII

Quién era Catalina; perplejidad de Gil Blas, su inquietud y la precaución que tomó para tranquilizar su ánimo.

Al entrar en mi casa oí un gran estrépito, y preguntada la causa, me dijeron que Escipión tenía aquella noche a cenar a seis amigos suyos. Cantaban cuanto más alto podían y daban grandes carcajadas de risa. Esta cena, a la verdad, no era el banquete de los siete sabios.

El que daba el festín, luego que supo mi llegada, dijo a sus convidados: «Señores, no es nada. Es el amo que ha vuelto; no os inquietéis por eso; continuad divirtiéndoos. Voy a decirle dos palabras y al instante vuelvo.» Dicho esto se vino a mí. «¿Qué gritería es esa?—le dije—. ¿A qué clase de personajes festejas allá abajo? ¿Son poetas?» «¡Perdone usted!—me respondió—. Sería lástima dar a beber vuestro vino a semejantes sujetos; yo sé hacer mejor uso de él. Entre mis convidados hay un joven muy rico, que quiere lograr un empleo por vuestra[78] mediación y por su dinero, y a causa suya se hace la fiesta. A cada trago que bebe aumenta diez doblones a lo que ha de tocaros, y quiero hacerle beber hasta el amanecer.» «En ese supuesto—le respondí—, vuélvete a la mesa y no escasees el vino de mi cueva.»

No juzgué oportuno hablarle entonces de Catalina, dejándolo para la mañana al levantarme, lo que hice de esta suerte: «Amigo Escipión, tú sabes de qué modo vivimos los dos. Yo te trato más como a compañero que como a criado, y, por consiguiente, harás muy mal en engañarme como a amo. Entre nosotros no ha de haber secreto. Voy a decirte una cosa que te sorprenderá, y tú por tu parte me dirás lo que piensas de las dos mujeres que me has dado a conocer. Hablando los dos en satisfacción, sospecho que son dos taimadas, tanto más astutas cuanto más sencillez aparentan. Si les hago justicia, no tiene el príncipe de España gran motivo de estarme agradecido, porque te confieso que para él te pedí la dama. Le he llevado a casa de Catalina y se ha enamorado de ella.» «Señor—me respondió Escipión—, usted se porta demasiado bien conmigo para que yo le falte a la sinceridad. Ayer tuve una conversación a solas con la criada de estas dos ninfas, y me contó su historia, que me ha parecido divertida. Voy a haceros sucintamente relación de ella, y no sentiréis haberla oído. Catalina—prosiguió—es hija de un hidalguillo aragonés. Habiendo quedado huérfana de edad de quince años, y tan pobre como bonita, dió oídos[79] a un comendador anciano, quien la llevó a Toledo, donde murió a los seis meses, después de haberle servido más de padre que de esposo. Recogió ella su herencia, que consistía en algunas ropas y en trescientos doblones en dinero contante, y se fué luego a vivir con la señora Mencía, que todavía se mantenía de buen ver, aunque ya iba cuesta abajo. Estas dos buenas amigas permanecieron juntas y principiaron a tener una conducta de que la justicia quiso tomar conocimiento. Esto desagradó a las señoras, quienes, por enfado o por otra causa, dejaron prontamente a Toledo y vinieron a Madrid, en donde viven cerca de dos años hace sin tratarse con ninguna señora de la vecindad. Pero oiga usted lo mejor: han alquilado dos casas pequeñas, separadas solamente por un tabique, pudiéndose pasar de una a otra por una escalera de comunicación que hay en los sótanos. La señora Mencía vive con una criada de poca edad en una de ellas, y la viuda del comendador ocupa la otra con una dueña vieja, a quien hace pasar por su abuela; de modo que nuestra aragonesa tan presto es una sobrina educada por su tía como una pupila bajo la tutela de su abuela. Cuando hace de sobrina, se llama Catalina, y cuando de nieta, Sirena.»

Al oír el nombre de Sirena interrumpí todo asustado a Escipión: «¿Qué me dices? ¡Me haces temblar! ¡Ay de mí! ¡Temo que esa maldita aragonesa sea la querida de Calderón!» «Cabalito—respondió—, la misma es. Yo quería dar a usted un gran gusto participándole esta noticia.» «Pues no lo[80] creas—repliqué—; más me causa disgusto que alegría. ¿No prevés tú las consecuencias?» «No, a fe mía—replicó Escipión—. ¿Qué mal puede venir de ahí? Don Rodrigo no ha de descubrir precisamente lo que pasa, y si usted teme que se lo digan, prevéngaselo al primer ministro, contándole el caso sencillamente. El conocerá la buena fe de usted; y si después quisiese Calderón ponerle a mal con su excelencia, el duque verá que no trata de perjudicarle sino por espíritu de venganza.»

Con estas palabras me desvaneció Escipión el miedo. Seguí su consejo y di parte al duque de Lerma de este fatal descubrimiento, y también aparenté contárselo con aire triste, para persuadirle de que sentía haber inocentemente dado al príncipe la dama de don Rodrigo. Pero el ministro, lejos de compadecerse de su favorito, se burló de ello. Después me dijo que siguiera en mi comisión y que, sobre todo, era gran gloria para Calderón amar a la misma que el príncipe de España y recibir la misma acogida que él. Instruí en los mismos términos al conde de Lemos, quien me aseguró su protección si el primer secretario descubría la trama y quería ponerme a mal con el duque.

Con esta maniobra creí haber salvado la nave de mi fortuna del peligro de encallar y me sosegué. Seguí acompañando al príncipe a casa de Catalina, por otro nombre la bella Sirena, que tenía la destreza de encontrar pretextos para apartar de su casa a don Rodrigo y ocultarle las noches que ella tenía precisión de dedicar a su ilustre rival.


[81]

CAPITULO XIII

Sigue Gil Blas haciendo el papel de señor; tiene noticias de su familia; impresión que le hicieron; se descompadra con Fabricio.

Ya llevo dicho que por las mañanas tenía comúnmente en mi antesala muchas gentes que venían a proponerme varios asuntos; pero yo no quería que me los propusiesen verbalmente. Siguiendo el estilo de la corte, o por mejor decir, para hacer más de persona, decía a todo pretendiente: «Tráigame usted un memorial.» Y me había acostumbrado tanto a esto, que un día respondí así a mi casero cuando vino a recordarme que le debía un año de casa. Por lo que hace al carnicero y panadero, no daban lugar a que yo les pidiese memorial, pues eran muy puntuales en traerlos todos los meses. Escipión, que era un vivo retrato mío, hacía lo mismo con los que acudían a él para que se empeñase conmigo a su favor.

Yo tenía otra ridiculez que no pienso perdonarme: había dado en la fatuidad de hablar de los grandes como si yo fuese de su misma esfera. Si, por ejemplo, tenía que citar al duque de Alba, al duque de Osuna o al de Medinasidonia, decía con llaneza: Alba, Osuna, Medinasidonia. En una palabra, me había puesto tan orgulloso y vano, que ya no era hijo de mis padres. ¡Ah, pobre dueña y pobre escudero, ni pensaba en vosotros ni había[82] tenido cuidado alguno de informarme de vuestra suerte! La corte tiene la virtud del río Leteo, que nos hace olvidar de nuestros parientes y amigos si se hallan en infeliz estado.

Cuando más olvidada tenía a mi familia, entró una mañana en mi casa un mozo que me dijo deseaba hablarme a solas un momento. Le hice entrar en mi despacho, en donde, sin decirle se sentase, por parecerme hombre ordinario, le pregunté qué me quería. «Señor Gil Blas—me dijo—, pues qué, ¿no me conoce usted?» Por más que le miré con atención, tuve que responderle que no caía en quién era. «Yo soy—me replicó—un paisano vuestro, natural del mismo Oviedo e hijo de Beltrán Moscada, el especiero, vecino de vuestro tío el canónigo. Yo os reconozco muy bien. Hemos jugado mil veces los dos a la gallina ciega.»

«De los juegos de mi niñez—le respondí—sólo conservo una idea confusa; los cuidados que me han ocupado después me los han borrado de la memoria.» «He venido a Madrid—me dijo—a ajustar cuentas con el corresponsal de mi padre. He oído hablar de usted y me han dicho que está en un gran puesto en la corte y ya tan rico como un judío, de lo que le doy a usted la enhorabuena, y ofrezco, a mi vuelta al país, llenar de gozo a su familia dándole una nueva tan gustosa.»

Aunque no fuera mas que por cumplimiento, no podía menos de preguntar cómo estaban mis padres y tío; pero lo hice con tal frialdad que no di motivo a mi buen especiero para admirar la fuerza[83] de la sangre. Bien me lo dió a entender, pues se manifestó sorprendido de la indiferencia que yo mostraba hacia unas personas a quienes debía profesar sumo cariño, y, como era mozo franco y grosero, «Yo creía—me dijo desabridamente—que tuvieseis más amor y afición a vuestros parientes. No parece sino que los habéis olvidado, según la frialdad con que me preguntáis por ellos. ¿Ignoráis cuál es su situación? Pues sabed que vuestro padre y vuestra madre están todavía sirviendo y que el buen canónigo Gil Pérez, agobiado de vejez y de achaques, está ya para vivir poco. Es necesario tener buen corazón—prosiguió—, y supuesto que os halláis en estado de socorrer a vuestros padres, os aconsejo como amigo les enviéis todos los años doscientos doblones. Este socorro les proporcionará sin menoscabo vuestro una vida cómoda y dichosa.»

En lugar de enternecerme la pintura que hacía de mi familia, me incomodó la libertad que se tomaba de aconsejarme sin que yo se lo rogase. Quizá con más maña me hubiera persuadido; pero su franqueza sólo sirvió para irritarme. El lo conoció bien por el ceñudo silencio que guardé, y continuando su exhortación con menos caridad que malicia, me impacientó. «¡Oh, eso es ya demasiado!—respondí lleno de cólera—. ¡Vaya usted, señor de Moscada, no se meta en negocios ajenos! ¡Vaya y busque al corresponsal de su padre y ajuste sus cuentas con él! ¿Quién es usted para enseñarme mi obligación? ¡Sé mejor que usted lo que he de[84] hacer en este caso!» Dicho esto, eché de mi despacho al especiero y le envié a Oviedo a vender azafrán y pimienta.

No dejé de reflexionar en lo que acababa de decirme, y acusándome a mí mismo de ser un hijo desnaturalizado, me enternecí. Traje a la memoria los afanes que había costado a mis padres mi niñez y mi educación. Me representé lo que les debía, y a mis reflexiones siguieron algunos impulsos de agradecimiento, que, no obstante, de nada sirvieron. Mi ingratitud sofocó bien pronto estos afectos y a ellos sucedió un profundo olvido. Muchos padres hay que tienen hijos semejantes.

La codicia y la ambición de que estaba poseído mudaron del todo mi carácter. Perdí toda mi alegría y andaba siempre distraído y pensativo; en una palabra, hecho un insensato. Viéndome Fabricio ocupado continuamente en pos de la fortuna y tan indiferente con él, no venía a mi casa sino rara vez; pero no pudo dejar de decirme un día: «En verdad, Gil Blas, que ya no te conozco. Antes de venir a la corte siempre tenías el ánimo tranquilo, y ahora te veo constantemente agitado. Formas proyecto sobre proyecto para enriquecerte, y cuanto más adquieres más deseas. Además—¿me atreveré a decirlo?—ya no tienes conmigo aquellos desahogos del corazón, aquellas familiaridades en que consiste el encanto de la amistad; antes por el contrario, me tratas con reserva y ocultas lo íntimo de tu alma. También observo que las atenciones de que usas conmigo son como forzadas. En fin,[85] este Gil Blas no es aquel mismo Gil Blas que yo conocía.»

«Tú sin duda te chanceas—le respondí con frialdad—; yo ninguna mutación percibo en mí.» «Tienes fascinados los ojos—replicó—y no debes preguntárselo a ellos. Créeme: eres otro del que eras. Dilo, amigo, ingenuamente, ¿nos tratamos acaso como otras veces? Cuando por la mañana llamaba a tu puerta, venías tú mismo a abrirme, y muchas veces casi dormido, y yo entraba en tu cuarto sin cumplimiento; pero hoy, ¡qué diferencia!, tienes lacayos, y se me hace esperar en tu antesala mientras dan el recado de si puedo hablarte. Después de esto, ¿cómo me recibes? Con una fría política y haciendo el señor. Parece que mis visitas principian a incomodarte. ¿Crees tú que semejante recibimiento agrade a un hombre que ha sido tu camarada? No, Santillana, no; de ningún modo me conviene. Adiós, separémonos amigablemente. Deshagámonos ambos, tú de un censor de tus acciones y yo de un nuevo rico que se desconoce a sí propio.»

Me sentí más exasperado que conmovido de sus reprensiones y dejé se retirase sin hacer el menor esfuerzo para detenerle. La amistad de un poeta no era cosa tan preciosa que su pérdida me causase aflicción en el estado en que me hallaba. Además, fácilmente encontré consuelo en el trato de algunos empleados de palacio con quienes, por la semejanza de carácter, había recientemente contraído estrecha amistad. Estos nuevos conocimientos eran con sujetos cuya mayor parte venía de no sé dónde[86] y a quienes su dichosa estrella había conducido a sus empleos. Todos estaban ya acomodados, y atribuyendo estos miserables sólo a su mérito los beneficios que el rey se había dignado hacerles, se olvidaban como yo de sí mismos, y todos nos creíamos unos personajes muy respetables. ¡Oh, Fortuna, ve ahí cómo dispensas los favores las más veces! ¡Hizo bien el estoico Epicteto en compararte con una joven ilustre que se entrega a criados!


[87]

LIBRO NOVENO

CAPITULO PRIMERO

Escipión quiere casar a Gil Blas y le propone la hija de un rico y famoso platero; de los pasos que se dieron a este fin.

Una noche, después de haber despedido a la concurrencia que había ido a cenar conmigo, viéndome solo con Escipión, le pregunté qué había hecho aquel día. «Dar un golpe de maestro—me respondió—; proporcionar a usted un rico establecimiento, pues le quiero casar con la hija única de un platero conocido mío.» «¡Hija de un platero!—exclamé con aire desdeñoso—. ¿Has perdido el juicio? Cuando se tiene tal cual mérito y se está en la corte en cierta altura, me parece que se deben tener ideas más elevadas.» «¡Ah, señor—repitió Escipión—, no lo creáis así! Pensad que el varón es quien ennoblece y no seáis más delicado que mil señores que pudiera citaros. ¿Sabe usted bien que la heredera de quien hablo es un partido de cien mil ducados a lo menos? ¿No es éste un buen trozo de platería?» Cuando oí hablar de una suma tan grande, me hice[88] más tratable. «Desde luego cedo al dictamen de mi secretario; la dote me determina. ¿Cuándo quieres tú que la reciba?» «¡Vamos despacio, señor!—me respondió—. ¡Un poco de paciencia! Es menester que trate yo antes del asunto con el padre y que le haga venir en ello.» «¡Bueno!—respondí riendo a carcajadas—. ¿Todavía estás ahí? ¡Ve, por cierto, un casamiento bien adelantado!» «Más de lo que usted piensa—replicó—; sólo quiero una hora de conversación con el platero y respondo de su consentimiento. Pero antes de ir más lejos, capitulemos, si usted gusta. Suponiendo que yo haga recibir a usted cien mil ducados, ¿cuántos me tocarán a mí?» «Veinte mil», le respondí. «¡Alabado sea Dios!—dijo—. Yo limitaba vuestro agradecimiento a diez mil. Usted es la mitad más generoso que yo. ¡Vamos! Desde mañana me emplearé en esta negociación y puede usted contar con que se conseguirá o yo no soy sino un bestia.»

Efectivamente, a los dos días me dijo: «He hablado con el señor Gabriel de Salero—que éste era el nombre del padre de la niña—, y es tanto lo que le he ponderado vuestro valimiento y mérito, que dió oídos a la propuesta que le hice de recibiros por yerno. Será vuestra su hija, con cien mil ducados, siempre que le hagáis ver claramente que sois valido del ministro.» «Si no consiste más que en eso—dije entonces a Escipión—, presto estaré casado. Pero tratando de la muchacha, ¿la has visto? ¿Es hermosa?» «No tanto como la dote—respondió—. Hablando aquí para los dos, esta rica heredera no[89] es muy bonita; pero, por fortuna, a usted ningún cuidado le da esto.» «A fe mía que no, hijo mío—le respondí—. Nosotros los cortesanos nos casamos solamente por casarnos y buscamos la hermosura en las mujeres de nuestros amigos; y si por acaso se halla en las nuestras, la miramos con tanta indiferencia, que es bien merecido el que por ello nos castiguen.»

«Todavía no lo he dicho todo—repitió Escipión—. El señor Gabriel convida a usted a cenar esta noche, y hemos quedado en que no le ha de hablar usted del casamiento proyectado. Debe convidar a muchos mercaderes amigos suyos a esta cena, a la cual ha de asistir usted como un simple convidado, y mañana vendrá él a cenar con usted del mismo modo; en esto conocerá usted que este hombre quiere experimentarle antes de pasar adelante. Convendrá que usted se contenga un poco delante de él.» «¡Oh! ¡Pardiez!—interrumpí con aire de confianza—. ¡Aunque examine lo que quiera, no puedo menos de salir ganancioso en este examen!»

Todo se ejecutó puntualmente. Hice me condujeran a casa del platero, quien me recibió tan familiarmente como si nos hubiésemos visto ya muchas veces. Era de tan buena pasta que, como solemos decir, se pasaba de cortés. Me presentó la señora Eugenia, su mujer, y la joven Gabriela, su hija; yo les hice mil cumplimientos, sin contravenir a lo tratado, y le dije mil tonterías en muy bellos términos y frases de corte.

Gabriela, a pesar de cuanto me había dicho de[90] ella mi secretario, no me pareció fea, ya fuese porque estaba muy bien puesta o ya porque no la mirase sino al través de la dote. ¡Qué buena casa tenía el señor Gabriel! Yo creo que habrá menos plata en las minas del Perú que la que había allí. Este metal se ofrecía a la vista por todas partes en mil formas diferentes. Cada sala, y particularmente la de la cena, era un tesoro. ¡Qué espectáculo para los ojos de un yerno! El suegro, para hacer más lucido el convite, había convidado a cinco o seis mercaderes, todos personas graves y enfadosas, que sólo hablaron de comercio, y puede decirse que su conversación más bien fué una conferencia de negociantes que una plática de amigos.

La noche siguiente tuve a cenar en mi casa al platero, y como no podía deslumbrarle con mi vajilla, recurrí a otra ilusión. Convidé a cenar a aquellos amigos míos que hacían mayor figura en la corte y que yo sabía ser unos ambiciosos que no ponían límites a sus deseos. No hablaron de otra cosa más que de las grandezas y de los empleos brillantes y lucrativos a que aspiraban, lo cual produjo su efecto. Aturdido el buen Gabriel de oír sus grandes ideas, se tenía, a pesar de su riqueza, por un mísero mortal en comparación de aquellos señores. Por mi parte, afectando moderación, dije me contentaría con una mediana fortuna, como de veinte mil ducados de renta, con cuyo motivo aquellos hambrientos de honores y riquezas exclamaron diciendo que haría mal y que, siendo tan querido como era del primer ministro, no debía[91] contentarme con tan poco. El suegro no perdió ni una de estas palabras, y creí advertir al retirarse que iba muy satisfecho.

Escipión no dejó de ir a verle el día siguiente por la mañana para preguntarle si yo le había gustado. «He quedado muy prendado—le respondió—; tanto, que me ha robado el corazón. Pero, señor Escipión—añadió—, suplico a usted por nuestra antigua amistad que me hable sinceramente. Todos, como usted sabe, tenemos nuestro flaco; dígame usted cuál es el del señor Santillana. ¿Es jugador? ¿Es cortejante? ¿Cuál es su inclinación viciosa? Suplico a usted no me la oculte.» «¡Usted me ofende, señor Gabriel, con semejante pregunta!—replicó el medianero—. Me intereso más por usted que por mi amo, y si tuviera algún vicio capaz de hacer a su hija desgraciada, ¿se lo hubiera propuesto por yerno? ¡Juro a bríos que no! Yo soy muy servidor de usted; pero, en satisfacción, el único defecto que le encuentro es no tener ninguno. Para joven, es muy juicioso.» «¡Otro tanto oro!—respondió el platero—. Eso me agrada. Vaya usted, amigo mío; puede asegurar que logrará la mano de mi hija y que se la daría aun cuando no fuera querido del ministro.»

Luego que mi secretario me dió noticia de esta conversación, fuí al momento a casa del Salero a darle las gracias de la disposición favorable en que estaba hacia mí. A este tiempo ya había declarado su voluntad a su mujer y a su hija, quienes por el modo con que me recibieron me hicieron conocer que se sujetaban sin repugnancia a ella. Después[92] de haber prevenido la noche antes al duque de Lerma, le presenté el suegro. Su excelencia le recibió con mucho agasajo y le manifestó la satisfacción que tenía en que hubiese elegido para yerno a un hombre a quien estimaba mucho y a quien quería ascender. Después siguió haciendo el elogio de mis buenas prendas, y dijo tanto bien de mí, que el pobre Gabriel creyó haber encontrado en mi señoría el mejor partido de España para su hija. Estaba tan gozoso, que las lágrimas se le asomaban. Al despedirnos me estrechó entre sus brazos y me dijo: «Hijo mío, es tanta la impaciencia que tengo de veros esposo de Gabriela, que dentro de ocho días a más tardar lo seréis.»


CAPITULO II

Por qué casualidad se acordó Gil Blas de don Alfonso de Leiva, y del servicio que le hizo.

Dejemos en este estado mi casamiento, porque así lo exige el orden de mi historia, y quiere que cuente el servicio que hice a don Alfonso, mi antiguo amo. Yo había olvidado a este caballero enteramente y ahora diré por qué causa me acordé de él.

Vacó en aquel tiempo el Gobierno de la ciudad de Valencia y, habiéndolo sabido, pensé en don Alfonso de Leiva. Consideré que este empleo le vendría perfectamente, y, quizá menos por amistad[93] que por ostentación, determiné pedirlo para él, haciéndome cargo de que, si lo obtenía, me daría este paso un honor excesivo. Me dirigí, pues, al duque de Lerma, y le dije que había sido mayordomo de don Alfonso de Leiva y de su hijo y que, teniendo grandes motivos para vivirles agradecido, me tomaba la libertad de suplicar a su excelencia concediese al uno o al otro el Gobierno de Valencia. El ministro me respondió: «Con mucho gusto, Gil Blas; yo me alegro de que seas reconocido y generoso. Por otra parte, me hablas de una familia a quien estimo. Los Leivas son buenos servidores del rey y merecen bien este empleo. Puedes disponer de él a tu arbitrio; yo te lo doy por regalo de la boda.»

Gustosísimo de haber conseguido mi intento, fuí sin perder instante a casa de Calderón a hacerle extender el despacho para don Alfonso. Había allí un crecido número de personas que, con respetuoso silencio, aguardaban a que les diese audiencia don Rodrigo. Atravesé por entre aquella gente y me presenté a la puerta del gabinete, que me fué abierta, y en él encontré no sé cuántos caballeros comendadores y otros sujetos distinguidos, a quienes Calderón oía por su orden. Era de admirar el diferente modo con que los recibía. Se contentaba con hacer a éstos una ligera inclinación de cabeza; honraba a aquéllos con una cortesía, y los conducía hasta la puerta de su gabinete, graduando, por decirlo así, el aprecio con que los distinguía por los diversos cumplimientos que empleaba. Por otra[94] parte, vi a algunos de aquellos sujetos que, ofendidos del poco caso que de ellos hacía, maldecían en su corazón la necesidad que los obligaba a humillarse en su presencia. Otros vi que, por el contrario, se reían entre sí mismos de su aire fantástico y presumido. Por más que hacía estas observaciones no me hallaba en estado de aprovecharme de ellas, pues me portaba en iguales términos en mi casa, y ningún cuidado me daba el que se aprobasen o se vituperasen mis modales orgullosos con tal que me los respetasen.

Habiéndome atisbado casualmente don Rodrigo, dejó precipitadamente a un hidalgo que le hablaba y vino a abrazarme con demostraciones de amistad que me sorprendieron. «¡Ah, amado compañero mío!—exclamó—. ¿Qué asunto es el que me proporciona el gusto de ver a usted aquí? ¿En qué puedo servir a usted?» Díjele a lo que iba y en seguida me aseguró en los términos más políticos que el día siguiente a la misma hora se expediría el despacho que yo solicitaba. Su atención no paró aquí, pues me acompañó hasta la puerta de la antesala, lo que jamás hacía sino con los grandes señores, y allí me volvió a abrazar. «¿Qué significan estos obsequios?—decía yo en el camino—. ¿Qué me anuncian? ¿Si meditará este hombre mi ruina o, previendo que declina su favor, querrá granjear mi amistad y tenerme de su parte, con la mira de que interceda por él con el amo?» No sabía a cuál de estas conjeturas quedarme. Cuando volví al día siguiente me trató del mismo modo, llenándome de caricias[95] y cumplimientos. Es verdad que las desquitó en el recibimiento que hizo a otras personas que se presentaron a hablarle, porque a unas trató groseramente, a otras habló con frialdad y a casi todas descontentó; pero quedaron suficientemente vengadas con un lance que ocurrió, y que no debo pasar en silencio, el cual servirá de lección a los covachuelistas y secretarios que lo lean.

Habiéndose llegado a Calderón un hombre vestido llanamente y que no aparentaba lo que era, le habló de cierto memorial que decía haber presentado al duque de Lerma. Don Rodrigo no sólo no miró al caballero, sino que le dijo ásperamente: «¿Cómo se llama usted, amigo?» «En mi niñez me llamaban Frasquito—le respondió con serenidad el tal—, después me han llamado don Francisco de Zúñiga y hoy me llamo el conde de Pedrosa.» Sorprendido de esto Calderón, y viendo que trataba con un hombre de la primera distinción, quiso disculparse y dijo: «Señor, perdone vuestra excelencia si, no conociéndole...» «¡Yo no necesito de tus excusas!—interrumpió con altivez Frasquito—. ¡Las desprecio tanto como tus modales groseros! Sabe que el secretario de un ministro debe recibir cortésmente a toda clase de personas. Sé, si quieres, tan fantástico que te mires como el sustituto de tu amo; pero no te olvides de que no eres mas que un criado suyo.»

Este pasaje mortificó infinito al soberbio don Rodrigo, quien, no obstante, nada se enmendó. Por lo que hace a mí, saqué fruto del caso. Re[96]solví mirar con quién hablaba en mis audiencias y no ser insolente sino con los mudos. Como el despacho de don Alfonso estaba ya expedido, lo recogí y se lo envié por un correo extraordinario a este señor con carta del duque de Lerma, en la que su excelencia le avisaba que el rey le había nombrado para el Gobierno de Valencia. No le di parte de la que tenía en este nombramiento, ni quise aun escribirle, porque tenía gusto de decírselo de boca y de causarle esta agradable sorpresa cuando viniese a la corte a prestar el juramento.


CAPITULO III

De los preparativos que se hicieron para el casamiento de Gil Blas y del grande acontecimiento que los inutilizó.

Volvamos a mi bella Gabriela, con quien dentro de ocho días había de celebrar mi matrimonio. Por ambas partes se hacían preparativos para esta ceremonia. Salero compró ricos trajes para la novia, y yo le busqué una doncella, un lacayo y un escudero anciano, todo lo cual eligió Escipión, que esperaba todavía con más impaciencia que yo el día en que habían de entregarme la dote.

La víspera de este día tan deseado cené en casa del suegro con tíos, tías, primos y primas de mi novia. Hice perfectamente el papel de un yerno hipócrita; mostréme muy obsequioso con el plate[97]ro y su mujer; fingíme apasionado de Gabriela; agasajé a toda la familia, cuyas conversaciones y expresiones majaderas y toscas escuché con paciencia, y así, en premio de ella, tuve la dicha de agradar a todos los parientes, que se alegraron de mi enlace con ellos.

Acabada la comida, pasaron los convidados a una gran sala, en donde había dispuesta una música de voces e instrumentos, que no se ejecutó mal, aunque no se hubiesen elegido las mejores habilidades de Madrid. Nos puso de tan buen humor lo bien que cantaron, que empezamos a bailar. Dios sabe con qué primor, pues me tuvieron por discípulo de Terpsícore, aunque no tenía más principios de este arte que dos o tres lecciones que en casa de la marquesa de Chaves me había dado un maestro de baile que iba a enseñar a los pajes. Después de habernos divertido bastante pensamos en retirarnos, y entonces prodigué las cortesías y cumplimientos. «¡Adiós, mi amado hijo!—me dijo Salero abrazándome—. Mañana por la mañana iré a tu casa a llevar el dote en buena moneda de oro.» «Será usted bien recibido—respondí—, amado padre mío.» Luego, habiéndome despedido de la familia, subí en mi coche, que me esperaba a la puerta, y tomé el camino de mi casa.

Apenas había andado doscientos pasos, cuando quince o veinte hombres, unos a pie y otros a caballo, armados todos de espadas y carabinas, rodearon mi coche y lo detuvieron gritando: ¡Favor al rey! Hiciéronme bajar aceleradamente y me me[98]tieron en una silla de posta, adonde el principal de ellos subió conmigo y dijo al cochero que tomase el camino de Segovia. Juzgué que el que iba a mi lado era algún honrado alguacil; y habiéndole preguntado el motivo de mi prisión, me respondió del modo que acostumbran estos señores, quiero decir brutalmente, que no tenía necesidad de darme cuenta de él. Yo le dije que quizá se equivocaba. «¡No, no!—respondió—. Estoy seguro de que no he errado el golpe; usted es el señor de Santillana; a usted es a quien tengo orden de conducir adonde le llevo.» No teniendo nada que replicar a esto, tomé el partido de callar. Lo restante de la noche caminamos por la orilla del río Manzanares con un profundo silencio. En Colmenar mudamos de caballos, y llegamos a la caída de la tarde a Segovia, en cuya torre me encerraron.


CAPITULO IV

De qué modo fué tratado Gil Blas en la torre de Segovia y de cómo supo la causa de su prisión.

Lo primero fué meterme en un encierro, sin más cama que un jergón de paja, como si fuese un reo digno del último suplicio. Pasé la noche, no con el mayor desconsuelo, porque todavía no conocía todo mi mal, sino repasando en mi imaginación qué sería lo que había acarreado mi desgracia. No dudaba fuese obra de Calderón; sin embargo, por más[99] que lo sospechase, no comprendía cómo hubiese podido conseguir que el duque de Lerma me tratase con tanta crueldad. Otras veces me imaginaba que me habrían preso sin noticia de su excelencia, y otras, que este señor mismo me habría hecho arrestar por alguna razón política, como suelen hacer algunas veces los ministros con sus favoritos.

Agitado con estas varias conjeturas, vi, a favor de una luz que entraba por una rendija pequeña, lo horroroso del sitio en donde me hallaba. Me afligí entonces en extremo, y mis ojos fueron dos raudales de lágrimas, que la memoria de mi prosperidad hacía inagotables. Cuando estaba en la mayor aflicción entró en el encierro un carcelero, que me traía para aquel día un pan y un cántaro de agua. Me miró, y viendo que tenía el rostro bañado en lágrimas, aunque carcelero se movió a compasión y me dijo: «¡No se desanime usted, señor preso! ¡Las desgracias de la vida se han de sufrir con resignación! Usted es joven y tras de este tiempo vendrá otro. Entre tanto, coma usted con gusto el pan del rey.»

Diciendo esto, se retiró mi consolador, a quien sólo respondí con suspiros. Todo el día lo empleé en maldecir mi estrella, sin pensar en comer nada de mi ración, que en el estado en que me hallaba más me parecía un efecto de la indignación del rey que un presente de su bondad, pues servía más bien para prolongar la pena de los desgraciados que para mitigarla.

[100]

En esto llegó la noche, y al instante oí un gran ruido de llaves que me llamó la atención. Abrieron la puerta del calabozo y entró un hombre con una bujía en la mano, el que, llegándose a mí, me dijo: «Señor Gil Blas, vea usted a uno de sus amigos antiguos. Yo soy aquel don Andrés de Tordesillas que vivía con usted en Granada y era gentilhombre del arzobispo cuando usted gozaba del favor de aquel prelado. Usted le pidió, si hace memoria, que me diese un empleo en Méjico, para el cual se me nombró; pero en lugar de embarcarme para Indias, me quedé en la ciudad de Alicante. Allí me casé con la hija del capitán del castillo, y por una serie de sucesos que contaré a usted luego, he venido a ser alcaide de la torre de Segovia. Usted ha tenido la fortuna—continuó—de encontrar en un hombre que tiene el cargo de maltratarle un amigo que nada escaseará para suavizar el rigor de su prisión. Tengo orden expresa de que no deje a usted hablar con nadie, que le haga dormir sobre paja y que no le dé más alimento que pan y agua; pero además de que soy caritativo y no había de dejar de compadecerme de sus males, usted me ha servido, y mi agradecimiento puede más que las órdenes que he recibido. Lejos de servir de instrumento para la crueldad que se quiere usar con usted, mi ánimo es tratarle lo mejor que me sea posible. Levántese usted y véngase conmigo.»

Mi ánimo estaba tan turbado que no pude responder una sola palabra al señor alcaide, aunque sus expresiones merecían tanta gratitud. Le seguí.[101] Me hizo atravesar un patio y subir por una escalera muy estrecha a una pequeña pieza que había en lo alto de la torre. Habiendo entrado en ella, me sorprendí bastante al ver sobre una mesa dos velas que ardían en candeleros de cobre y dos cubiertos bastante limpios. «Inmediatamente—me dijo Tordesillas—van a traer de comer a usted; ambos cenaremos aquí. Le he destinado para su habitación este cuartito, en donde estará mejor que en el encierro, pues verá desde su ventana las floridas riberas del Eresma y el valle delicioso que desde el pie de las montañas que separan las dos Castillas se extiende hasta Coca. No dudo que al principio no le hará ninguna impresión una vista tan agradable, pero cuando el tiempo haya hecho suceder una dulce melancolía a la amargura de su dolor, tendrá gusto en recrear la vista con unos objetos tan deleitables. Además de esto, cuente usted con que no faltará ropa blanca ni las demás cosas que necesita un hombre amigo del aseo. Sobre todo, tendrá usted buena cama, estará bien mantenido y le proporcionaré los libros que quiera y, en una palabra, todas las comodidades de que puede disfrutar un preso.»

Con tan corteses ofertas me sentí algo aliviado, cobré ánimo y di mil gracias a mi carcelero. Le dije que su generoso proceder me restituía la vida y que deseaba hallarme en estado de manifestarle mi gratitud. «¿Pues por qué no habría de volver usted a verse en su primer estado?—me respondió—. ¿Cree usted haber perdido para siempre la[102] libertad? Se engaña si así lo juzga y me atrevo a asegurarle que con algunos meses de prisión habrá usted pagado.» «¿Qué dice usted, señor don Andrés?—exclamé—. Parece que usted sabe el motivo de mi desgracia.» «Confieso—me dijo—que no lo ignoro. El alguacil que ha conducido a usted aquí me ha confiado este secreto y no tengo dificultad en revelárselo. Me ha dicho que, informado el rey de que usted y el conde de Lemos habían llevado de noche al príncipe de España a casa de una dama sospechosa, acababa, para castigaros de ello, de desterrar al conde, y enviaba a usted a esta torre para ser tratado en ella con todo el rigor que ha experimentado desde que vino.» «¿Pues cómo—le dije—ha llegado a saber esto el rey?» «Esta circunstancia quisiera yo saber particularmente y esto es—respondió—lo que cabalmente no me ha dicho el alguacil y lo que, a la cuenta, ni aun él mismo sabe.»

En este punto de nuestra conversación, entraron muchos criados que traían la cena. Pusieron en la mesa pan, dos tazas, dos botellas y tres fuentes, en la una de las cuales venía un guisado de liebre con mucha cebolla, aceite y azafrán; en la otra, una olla podrida, y en la tercera un pavipollo con salsa de tomate. Luego que vió Tordesillas que nos habían servido lo necesario, despachó a sus criados para que no oyesen nuestra conversación. Cerró la puerta y nos sentamos el uno enfrente del otro. «Empecemos—me dijo—por lo más urgente. Después de dos días de dieta, es preciso que usted[103] tenga buen apetito.» Y diciendo esto, me hizo un buen plato. Creía servir a un hambriento, y, efectivamente, tenía motivo para pensar que yo me atracaría de sus manjares. Sin embargo, engañé sus esperanzas, pues, por mucha necesidad que tuviese de comer, los bocados se me quedaban atravesados en la boca sin poder tragarlos; tan oprimido tenía el corazón a causa de mi estado actual. En vano mi alcaide, para alejar de mi espíritu las crueles ideas que sin cesar le afligían, me excitaba a beber y celebraba lo exquisito de su vino, pues aun cuando me hubiera dado néctar le hubiera bebido entonces sin gusto. El lo conoció, y, tomando otro rumbo, se puso a contarme con estilo alegre la historia de su casamiento; pero con esto todavía consiguió menos el fin. Escuché su relación tan distraído, que cuando la concluyó no hubiera podido decir lo que acababa de contarme. Juzgó que era demasiada empresa querer entretener por aquella noche mis penas. Después de concluída la cena se levantó de la mesa y me dijo: «Señor de Santillana, voy a dejar a usted descansar, o más bien meditar con libertad sobre su desgracia; pero repito que no será de larga duración. El rey es naturalmente bueno, y cuando se le haya pasado el enfado y considere la deplorable situación en que cree a usted, le parecerá que está bastante castigado.» Dicho esto, el señor alcaide bajó o hizo que subiesen los criados a quitar la mesa. Se llevaron hasta las luces y yo me acosté a la escasa luz de un candil colgado en la pared.


[104]

CAPITULO V

De lo que reflexionó antes de dormirse y del ruido que le despertó.

Dos horas por lo menos se me pasaron en reflexionar sobre lo que me había dicho Tordesillas. «¿Conque aquí me estoy—decía—por haber contribuído a los placeres del heredero de la Corona? ¡Qué imprudencia ha sido el haber servido en semejantes cosas a un príncipe tan joven! Pues todo mi delito consiste en que es muy niño. Quizá el rey, en lugar de haberse irritado tanto, se hubiera reído si fuese de más edad. Pero ¿quién habrá dado semejante aviso al monarca sin haber temido el resentimiento del príncipe y el del duque de Lerma? Sin duda, éste querrá vengar al conde de Lemos, su sobrino. Pero lo que yo no puedo comprender es cómo el rey ha podido descubrirlo.»

Siempre volvía a pensar en esto. Sin embargo, lo que más me afligía, más me desesperaba y lo que no podía desechar de mi imaginación era el saqueo que temía habrían padecido todos mis efectos. «¡Tesoro mío!—exclamé—. ¿Dónde estás? ¡Amadas riquezas mías! ¿Qué ha sido de vosotras? ¿En qué manos habéis caído? ¡Ay de mí! ¡Os he perdido en menos tiempo del que os gané!» Me representaba el desorden que habría en mi casa, y sobre esto hacía reflexiones a cuál más tristes. La confusión de tantos pensamientos diferentes me[105] sepultó en una tristeza que me fué provechosa, pues cogí el sueño, que la noche antes no había podido conciliar. También contribuyeron a ello la buena cama, la fatiga que había padecido y los vapores del vino y de la cena. Me quedé profundamente dormido, y, según las señales, me hubiera amanecido así a no haberme despertado de improviso un ruido bastante extraordinario para una cárcel. Oí tocar una guitarra y a un hombre que cantaba al son de ella. Escuché con atención, pero ya nada oí. Creí que era un sueño, pero de allí a un instante volví a oír el mismo instrumento y que cantaban los versos siguientes:

¡Ay de mí! ¡Un año felice
parece un soplo ligero;
pero, sin dicha, un instante
es un siglo de tormento!

Esta copla, que parecía se había compuesto de intento para mí, aumentó mis pesares. «La verdad de estas palabras—me decía yo—harto la experimento. Me parece que el tiempo de mi felicidad ha pasado bien pronto y que hace un siglo que estoy preso.» Volví a sepultarme en una terrible melancolía y a desconsolarme como si tuviese gusto en ello. Mis lamentos dieron fin con la noche, y los primeros rayos del sol que alumbraron mi estancia calmaron un poco mis inquietudes. Me levanté a abrir la ventana para que entrase el aire en el cuarto; miré el campo, cuya vista me trajo a la memoria la bella descripción que el señor alcaide[106] me había hecho de él, pero no encontré objetos con que acreditar la verdad de lo que me había dicho. El Eresma, que yo creía a lo menos igual al Tajo, me pareció sólo un arroyo. La ortiga y el cardo eran el único adorno de sus riberas floridas, y el supuesto valle delicioso no ofreció a mi vista sino tierras la mayor parte incultas. Al parecer, todavía no gozaba yo de aquella dulce melancolía que debía representarme las cosas de otro modo de como las veía entonces.

Estaba a medio vestir cuando llegó Tordesillas acompañado de una criada anciana que me traía camisas y toallas. «Señor Gil Blas—me dijo—, aquí tiene usted ropa blanca; use usted de ella sin reparo, que yo cuidaré de que la tenga siempre de sobra. Y bien—añadió—, ¿cómo ha pasado usted la noche? ¿Ha aplacado el sueño sus penas por algunos instantes?» «Puede ser—respondí—que durmiera todavía si no me hubiera despertado una voz acompañada de una guitarra.» «El caballero que ha turbado su reposo—respondió—es un reo de Estado que está en un cuarto inmediato al de usted. Es un caballero de la Orden de Calatrava, y de muy buena presencia, que se llama don Gastón de Cogollos. Si ustedes quieren, pueden tratarse y comer juntos, y así, en sus conversaciones se consolarán mutuamente y para ambos será esto de mucha satisfacción.» Manifesté a don Andrés que agradecía infinito la licencia que me daba de unir mi dolor con el de este caballero, y como diese a entender mi vivo deseo de conocer a aquel compa[107]ñero en mi desgracia, nuestro cortés alcaide desde aquel mismo día me proporcionó este gusto. Comí con don Gastón, cuyo bello aspecto y gentileza me cautivaron. ¿Cuál sería su hermosura, cuando deslumbró mis ojos, acostumbrados a ver la juventud más bella de la corte? Imagínese un hombre que parecía una miniatura, uno de aquellos héroes de novela que para desvelar a las princesas no necesitaba mas que presentarse; añádase a esto que la Naturaleza, que comúnmente distribuye con desigualdad sus dones, había dotado a Cogollos de mucho valor y entendimiento y se formará una ligera idea de las perfecciones que le adornaban.

Si él me hechizó, por mi parte tuve la fortuna de no desagradarle. Aunque le supliqué no dejase de cantar por mí de noche, nunca volvió a hacerlo, temiendo incomodarme. Dos personas a quienes aflige una mala suerte se unen con facilidad. A nuestro conocimiento se siguió bien presto una tierna amistad, la cual se estrechó cada día más. La libertad que teníamos de hablar cuando queríamos nos sirvió muchísimo, pues en nuestras conversaciones nos ayudábamos recíprocamente a llevar con paciencia nuestra desgracia.

Una siesta entré en su cuarto a tiempo que se preparaba a tocar la guitarra. Para oírle más cómodamente me senté en un banquillo, que era la única silla que tenía, y él sobre su cama. Tocó una sonata tierna y cantó después unas coplas que explicaban la desesperación a que reducía a un amante la crueldad de su dama. Así que acabó le dije[108] sonriéndome: «Caballero, nunca necesitará usted emplear tales versos en sus galanteos, porque su persona no encontrará mujeres esquivas.» «Usted me favorece—respondió—. Los versos que usted acaba de oír los compuse para ablandar un corazón que yo creía de diamante, para enternecer a una dama que me trataba con un rigor extremado. Es preciso cuente a usted esta historia y al mismo tiempo sabrá usted la de mis desgracias.»


CAPITULO VI

Historia de don Gastón de Cogollos y de doña Elena de Galisteo.

«Presto hará cuatro años que salí de Madrid para Coria a ver a mi tía doña Leonor de Lajarilla, una de las más ricas viudas de Castilla la Vieja y de quien soy único heredero. Apenas llegué a su casa, cuando el amor vino a turbar mi sosiego. Me puso en un cuarto cuyas ventanas daban enfrente de las celosías de una señora a quien fácilmente podía ver, pues eran muy claras y la calle estrecha. No desprecié esta proporción, y me pareció tan bella mi vecina, que quedé apasionado de ella. Se lo manifesté prontamente, con miradas tan vivas que no podían equivocarse. Ella lo conoció, pero no era de aquellas señoritas que hacen gala de semejante observación, y todavía correspondió menos a mis señas.

»Quise saber el nombre de aquella peligrosa per[109]sona que tan prontamente trastornaba los corazones, y supe se llamaba doña Elena, que era hija única de don Jorge de Galisteo, que poseía a algunas leguas de Coria una hacienda de mucho producto; que se le presentaban frecuentemente buenos partidos, pero que su padre los despreciaba todos, con la mira de casarla con don Agustín de la Higuera, su sobrino, el que, con la esperanza de este casamiento, tenía libertad de ver y hablar todos los días a su prima. No me desalenté por eso; antes bien, se aumentó en mí el amor, y el orgulloso placer de desbancar a un rival, amado quizá, me excitó más que mi amor a llevar adelante mi empresa. Continué, pues, mirando cariñosamente a mi Elena. Envié también emisarios a Felicia, su criada, para solicitar su mediación. Hice igualmente hablar por señas a mis dedos. Pero estas demostraciones fueron inútiles. La misma respuesta tuve de la criada que del ama: ambas se mostraron duras e inaccesibles.

»Viendo que rehusaban responder al lenguaje de mis ojos, recurrí a otros intérpretes. Puse gente en campaña para descubrir si Felicia tenía algún conocimiento en la ciudad, y llegué a saber que su mayor amiga era una señora anciana llamada Teodora y que se visitaban con frecuencia. Alegre con esta noticia, busqué a Teodora, a quien obligué con dádivas a servirme. Se interesó por mí y me ofreció facilitarme en su casa una conversación secreta con su amiga, promesa que cumplió al día siguiente.

[110]

«Ya dejo de ser desgraciado—dije a Felicia—, pues mis penas han excitado tu piedad. ¿Qué no debo a tu amiga por haberte inclinado a que me des la satisfacción de hablarte?» «Señor—me respondió—, Teodora es dueña de mi voluntad. Me ha hablado por usted, y si pudiera yo hacerle feliz, bien presto conseguiría sus deseos; pero, con toda esta buena voluntad, no sé si podré seros de gran provecho. No quiero lisonjear a usted; su empresa es muy difícil. Usted ha puesto los ojos en una señorita cuyo corazón es de otro. ¡Y qué señorita! Es tan disimulada y altiva, que si usted con su constancia y obsequios consigue merecerle algunos suspiros, no piense que su altanería le dé la satisfacción de demostrárselo.» «¡Ah mi amada Felicia!—prorrumpí con dolor—. ¿Para qué me expresas todos los obstáculos que tengo que vencer? Estas circunstancias me atraviesan el alma. ¡Engáñame y no me desesperes!» Dicho esto, y cogiéndole una mano, le puse en el dedo un diamante de trescientos doblones, diciéndole al mismo tiempo cosas tan tiernas que la hice llorar.

»La persuadieron tanto mis palabras y quedó tan contenta con mi generosidad, que no quiso dejarme sin consuelo, y allanando un poco las dificultades me dijo: «Señor, lo que acabo de decir a usted no debe quitarle toda esperanza. Es verdad que su rival no es aborrecido. Viene a casa a ver con libertad a su prima; le habla cuando quiere, y esto es lo que favorece a usted. La costumbre que tienen de estar ambos juntos todos los días entibia[111] un poco su trato. Me parece que se separan sin pena y se vuelven a ver sin gusto. Se podría decir que están ya casados. En una palabra, no parece que mi ama tiene una ciega pasión a don Agustín. Por otra parte, hay mucha diferencia de sus prendas personales a las de usted, y esta particularidad no la observará inútilmente una señorita de tan delicado gusto como doña Elena. No se acobarde usted; continúe su galanteo, que yo no dejaré pasar ninguna ocasión de hacer valer a mi ama lo que usted se esmera en agradarle y, por más que disimule, descubriré su interior al través de sus disimulos.»

»Después de esta conversación, Felicia y yo nos separamos muy satisfechos uno de otro. Yo me dispuse de nuevo a obsequiar en secreto a la hija de don Jorge; díle una música, en la cual una bella voz cantó los versos que usted ha oído. Acabado el concierto, la criada, para sondear a su ama, le preguntó si se había divertido. «La voz—dijo doña Elena—me ha gustado.» «Y las palabras que ha cantado, ¿no son muy expresivas?» «De eso es—dijo la señora—de lo que no he hecho aprecio alguno, atendiendo sólo al canto; ni se me da nada el saber quién me ha dado esta música.» «Según eso—exclamó la criada—, el pobre don Gastón de Cogollos está muy lejos de merecer la atención de usted, y es muy loco en gastar el tiempo en mirar nuestras celosías.» «Puede ser que no sea él—dijo el ama fríamente—, sino algún otro caballero que con este concierto ha querido declararme su pa[112]sión.» «Perdone usted—respondió Felicia—. Está usted muy engañada; es el mismo don Gastón, porque esta mañana ha llegado a mí en la calle y suplicado diga a usted de su parte que le adora a pesar de los rigores con que paga su amor, y que, en fin, se tendrá por el hombre más feliz si le permite acreditar su ternura con sus obsequios y atenciones. Estas expresiones—continuó—denotan bien que no me engaño.»

»La hija de don Jorge mudó repentinamente de semblante, y mirando con aire severo a su criada le dijo: «¿Cómo tienes atrevimiento para propasarte a contarme esa necia conversación? ¡No te suceda otra vez el venirme con semejantes impertinencias! ¡Y si ese temerario tiene todavía la osadía de hablarte, te mando le digas se dirija a otra persona que haga más caso de sus galanteos y que elija un pasatiempo más decente que el de estar todo el día a la ventana observando lo que hago en mi cuarto!»

»La segunda vez que vi a Felicia me dió cuenta puntual de todas las circunstancias de esta conversación, y para persuadirme de que mi pretensión no podía ir mejor, aseguraba que aquellas palabras no se debían tomar al pie de la letra. Por lo que a mí toca, que procedía sencillamente y no creía se pudiese explicar el texto en mi favor, desconfiaba de los comentarios que ella hacía. Se burló de mi desconfianza, pidió papel y tinta a su amiga y me dijo: «Señor mío, escriba usted prontamente a doña Elena como un amante desesperado. Píntele viva[113]mente sus penas y sobre todo laméntese de la prohibición de asomarse a la ventana. Prométale usted que obedecerá su precepto, pero asegúrele que le costará la vida; pinte usted esto tan lindamente como ustedes los caballeros saben hacerlo, y lo demás queda a mi cuidado. Espero que las resultas harán a mi penetración más honor del que usted le hace.»

»Yo hubiera sido el primer amante que encontrando tan oportuna ocasión de escribir a su dama la hubiera desaprovechado. Compuse una carta muy patética, y antes de cerrarla se la enseñé a Felicia, quien, después de haberla leído, se sonrió, y me dijo que si las mujeres sabían el arte de encaprichar a los hombres, en recompensa, no ignoraban ellos el de embobar a las mujeres. La criada tomó el billete, asegurándome que si no producía buen efecto no sería culpa de ella; me encargó mucho tuviese gran cuidado de no dejarme ver a la ventana por algunos días y se volvió al momento a casa de don Jorge.

«Señora—dijo a doña Elena cuando llegó—, he encontrado a don Gastón. Ha venido a hablarme y me ha tenido una conversación muy lisonjera. Me ha preguntado temblando, y como un reo que va a oír su sentencia, si había hablado a usted de su parte. Yo, por no faltar a vuestras órdenes, no le he dejado proseguir y le he hartado de injurias y le he dejado aturdido de ver mi enojo.» «Me alegro—respondió doña Elena—que me hayas librado de ese importuno; pero para eso no había necesidad[114] de hablarle descortésmente. Siempre es preciso que una doncella tenga agrado.» «Señora—replicó la criada—, a un amante apasionado no se le aleja con palabras suaves, pues vemos que ni aun se consigue este fin con enojo y furor. Don Gastón, por ejemplo, no se ha desanimado. Después de haberle llenado de improperios, como he dicho, fuí a casa de vuestra parienta, adonde me habéis enviado. Esta señora, por mi desgracia, me ha detenido mucho tiempo; digo mucho tiempo, porque a la vuelta he encontrado otra vez al mismo. Yo no esperaba verle más, y su vista me ha turbado tanto, que mi lengua, pronta en todas ocasiones, no ha podido en ésta pronunciar una palabra.» «Pero y entretanto, ¿qué ha hecho él?» «Aprovechándose de mi silencio, o más bien de mi turbación, me ha metido en la mano un papel, que he guardado sin saber lo que me hacía, y desapareció al momento.»

»Dicho esto sacó del seno mi carta y se la entregó en tono de chanza a su ama, quien la tomó como por diversión, la leyó con todo y después hizo la reservada. «En verdad, Felicia—dijo seriamente a su criada—, que eres una loca en haber recibido este billete. ¿Qué podrá pensar de esto don Gastón y qué debo creer yo misma? Tú me das motivo con tu conducta para que desconfíe de tu fidelidad y a él para que sospeche que correspondo a su inclinación. ¡Ay de mí! Puede ser que en este instante crea que leo y releo con gusto sus expresiones. ¡Ve aquí a qué afrenta expones mi altivez!»[115] «De ninguna manera, señora—le respondió la criada—; él no puede pensar de esta suerte, y, caso que así fuese, pronto sabrá lo contrario. Le diré la primera vez que le vea que he enseñado a usted su carta, que usted la ha mirado con la mayor indiferencia y que sin leerla la ha hecho usted pedazos con un frío desprecio.» «Libremente puedes afirmarle—repuso doña Elena—que yo no la he leído, porque me hallaría muy apurada si tuviera que decir dos palabras.» La hija de don Jorge no se contentó con hablar en estos términos, sino que aun rasgó mi billete y prohibió a su criada hablarle jamás de mí.

»Como yo había prometido no galantearla desde mis ventanas, porque mi vista desagradaba, las tuve cerradas muchos días para que mi obediencia mereciese más aprecio; pero en desquite de mis señas, que me estaban prohibidas, me dispuse a dar músicas a mi cruel Elena. Fuíme una noche debajo de su balcón con los músicos, cuando un caballero con espada en mano turbó el concierto dando de golpes a los instrumentistas, quienes inmediatamente huyeron. El coraje que animaba a este atrevido despertó el mío, y arrojándome a él para castigarle, principiamos un reñido combate. Doña Elena y su criada oyen el ruido de las espadas, miran por las celosías y ven dos hombres que riñen. Dan grandes gritos; obligan a don Jorge y a sus criados a que se levanten inmediatamente y acuden con muchos vecinos a separar a los combatientes; pero ya llegaron tarde. Sólo encontraron[116] en el sitio a un caballero nadando en su sangre y casi sin vida y conocieron que era yo el desgraciado. Me llevaron a casa de mi tía y se llamaron los cirujanos más hábiles de la ciudad.

»Todo el mundo se compadeció de mí, y especialmente doña Elena, que entonces descubrió el interior de su corazón. Su disimulo se rindió al sentimiento y ya—¿lo creerá usted?—no era aquella señora que tanto se preciaba de no hacer caso de mis obsequios, sino una tierna amante que se entregaba sin reserva a su dolor, y así, el resto de la noche lo pasó llorando con su criada y maldiciendo a su primo don Agustín de la Higuera, a quien ellas creían autor de sus lágrimas, como en efecto él era quien había interrumpido la música tan funestamente. Tan disimulado como su prima, había conocido mi intención y nada había dicho de ella, e imaginando que Elena me correspondía había hecho esta acción tan violenta para mostrar que era menos sufrido de lo que se pensaba. No obstante, este triste accidente se olvidó poco tiempo después por la alegría que sobrevino. Aunque mi herida era peligrosa, la habilidad de los cirujanos me sacó a salvo. Todavía no salía yo, cuando doña Leonor, mi tía, fué a verse con don Jorge y le propuso mi casamiento con doña Elena. Consintió en este enlace, tanto más gustoso cuanto que entonces miraba a don Agustín como a un hombre a quien quizá no volvería a ver más. El buen viejo recelaba que su hija tendría repugnancia a casarse conmigo a causa de que el primo la Higuera había tenido la[117] libertad de visitarla mucho tiempo para granjear su cariño; pero se mostró tan dispuesta a obedecer en este punto a su padre, que de aquí podemos inferir que en España, como en todas partes, es afortunado con las mujeres el último que llega.

»Luego que pude hablar a solas con Felicia, supe hasta qué extremo había afligido a su ama el desgraciado suceso de mi pasada pendencia. De modo que, no dudando ya ser el Paris de mi Elena, bendecía yo mi herida, pues había tenido tan buenas consecuencias para mi amor. Obtuve permiso del señor don Jorge para hablar a su hija en presencia de la criada. ¡Qué gustosa fué esta conversación para mí! Tanto supliqué y de tal manera insté a la señorita a que me dijese si su padre violentaba su inclinación concediéndome su mano, que me confesó que no la debía solamente a su obediencia. A vista de esta halagüeña declaración, sólo pensé en agradar y en inventar galanteos mientras llegaba el día de la boda, que había de celebrarse con una magnífica cabalgata, en que toda la nobleza de Coria y sus cercanías se preparaban para lucirlo.

»Di con este fin un gran banquete en una hermosa casa de recreo que tenía mi tía cerca de la ciudad del lado de Monroy. Don Jorge y su hija concurrieron con todos sus parientes y amigos. Se había dispuesto por mi orden un concierto de voces e instrumentos y hecho venir una compañía de cómicos de la legua para que representaran una comedia. Cuando estábamos a mitad de la comedia,[118] entraron a decirme que estaba en la antesala un hombre que quería hablarme de un negocio muy interesante para mí. Me levanté de la mesa para ir a ver quién era y me encontré con un desconocido, que me pareció ser un ayuda de cámara, el que me entregó un billete, que abrí, y contenía estas palabras: «Si estimáis el honor como debe un caballero de vuestra Orden, no dejéis mañana por la mañana de ir a la llanura de Monroy, en donde encontraréis a un sujeto que quiere daros satisfacción de la ofensa que os ha hecho y poneros, si puede, fuera de estado de casaros con doña Elena.—Don Agustín de la Higuera.»

»Si el amor tiene mucho imperio sobre los españoles, el pundonor tiene todavía más. No pude leer el billete con ánimo tranquilo. Al solo nombre de don Agustín se encendió en mis venas un fuego que casi me hizo olvidar las obligaciones indispensables de aquel día. Tuve tentaciones de evadirme de la concurrencia para ir inmediatamente en busca de mi enemigo. No obstante, me contuve, temiendo turbar la función, y dije al que me había traído la carta: «Amigo mío, podéis decir al caballero que os envía que deseo demasiado renovar con él el combate para no hallarme mañana, antes que salga el sol, en el sitio que me señala.»

»Después de haber despachado al mensajero con la respuesta volví a reunirme con mis convidados y me senté a la mesa, disimulando de modo que ninguno sospechó lo que me pasaba, y lo restante del día aparenté estar entretenido como los otros[119] con la diversión de la fiesta, la cual se acabó a media noche. La concurrencia se separó y todos se retiraron a la ciudad del mismo modo que habían venido, menos yo, que me quedé con pretexto de tomar el fresco la mañana siguiente, pero no era por otro motivo sino para acudir más pronto al sitio de la cita. En lugar de acostarme, aguardé con impaciencia a que amaneciera, e inmediatamente monté en el mejor caballo que tenía y partí solo, como para pasearme en el campo. Caminé hacia Monroy, en cuya llanura descubrí a un hombre a caballo que venía a mí a rienda suelta; yo hice lo mismo para ahorrarle la mitad del camino, y así, bien presto nos encontramos y vi que era mi rival. «Caballero—me dijo con insolencia—, vengo, a pesar mío, a pelear segunda vez con usted; pero la culpa es vuestra. Después del lance de la música debió usted renunciar voluntariamente a la hija de don Jorge o saber que si usted persistía en el designio de obsequiarla nuestros debates no habían cesado.» «Usted se ha ensoberbecido—le respondí—del logro de una ventaja que quizá debió menos a su destreza que a la obscuridad de la noche. Usted se olvida de que las victorias no son siempre de uno.» «Siempre son mías—replicó con arrogancia—, y voy a hacer ver a usted que así de día como de noche sé castigar a los atrevidos que estorban mis intentos.»

»A estas altaneras palabras sólo respondí echando pie a tierra, lo cual hizo también don Agustín. Atamos los caballos a un árbol y principiamos a reñir[120] con igual denuedo. Confieso ingenuamente que tenía que pelear con un enemigo que sabía manejar las armas con más destreza que yo, no obstante mis dos años de escuela. Era consumado en la esgrima, y así, no podía exponer yo mi vida a mayor peligro. Sin embargo, como de ordinario sucede que al más fuerte le venza el más débil, mi rival recibió una estocada en el corazón, a pesar de su destreza, y cayó muerto.

»Volví al instante a la casa de recreo, en donde conté lo que había pasado a mi criado, cuya fidelidad conocía. Díjele después: «Mi amado Ramiro, antes que la justicia sepa el caso, toma un buen caballo y ve a informar a mi tía del suceso; pídele de mi parte dinero y joyas para mi viaje y ven a buscarme a Plasencia. En la primera hostería, como se entra en la ciudad, me encontrarás.»

»Ramiro evacuó su comisión con tanta presteza que llegó a Plasencia tres horas después que yo. Díjome que doña Leonor se había alegrado más que no afligido de un combate que reparaba la afrenta que había yo recibido en el primero y que me enviaba todo el oro y pedrería que tenía para que viajara cómodamente por países extranjeros mientras ella componía mi asunto.

»Para omitir las circunstancias superfluas, diré que atravesé por Castilla la Nueva para ir al reino de Valencia a embarcarme en Denia. Pasé a Italia, en donde me puse en estado de recorrer las cortes y presentarme en ellas con decencia.

»Mientras que lejos de mi Elena pensaba yo en[121] engañar mi amor y tristezas lo más que me era posible, esta señora en Coria lloraba secretamente mi ausencia. En lugar de aplaudir las persecuciones de su familia contra mí por la muerte de la Higuera, deseaba, al contrario, cesasen por una pronta compostura y acelerasen mi regreso. Ya habían pasado seis meses, y creo que su constancia habría vencido siempre al tiempo si sólo hubiera tenido que luchar con éste, pero tenía todavía enemigos más poderosos. Don Blas de Cambados, hidalgo de la costa occidental de Galicia, pasó a Coria a recoger una rica herencia que le había disputado en vano don Miguel de Caprara, su primo, y se avecindó allí por haberle parecido aquel país más agradable que el suyo. Cambados era bien plantado, parecía afable y atento, siendo al mismo tiempo muy persuasivo. Presto hizo conocimiento con todas las gentes decentes de la ciudad y supo los asuntos de unos y de otros.

»No estuvo mucho tiempo sin saber que don Jorge tenía una hija cuya peligrosa hermosura parecía no inflamar a los hombres sino para su desgracia, cosa que excitó su curiosidad. Quiso ver a una señora tan temible, y habiendo buscado a este efecto la amistad de su padre, consiguió ganarla tan bien, que el viejo, mirándole ya como a yerno, le dió entrada en su casa, con permiso de hablar en su presencia a doña Elena. El gallego nada tardó en enamorarse de ella; esto era inevitable. Se declaró con don Jorge, quien le dijo que accedía a su pretensión, pero que no quería precisar a su hija, y[122] que así, la dejaba dueña de la elección. En seguida se valió don Blas de todos los medios que pudo discurrir para agradarla; pero estaba tan prendada de mí, que no le dió oídos. Felicia, sin embargo, se había interesado por aquel caballero, habiéndola obligado éste con regalos a contribuir a su amor, y así, empleaba en ello toda su habilidad. Por otra parte, el padre ayudaba a la criada con reconvenciones, y, con todo, en un año entero no hicieron mas que atormentar a doña Elena, sin poder reducirla a olvidarme.

»Viendo Cambados que don Jorge y Felicia se empeñaban inútilmente por él, les propuso un arbitrio para vencer la obstinación de una amante tan apasionada. «Ved aquí—les dijo—lo que he pensado: fingiremos que un mercader de Coria acaba de recibir carta de un comerciante italiano, en la que, después de hablarle largamente de negocios de comercio, se leerán las palabras siguientes: «Poco tiempo hace que llegó a la corte de Parma un caballero español, llamado don Gastón de Cogollos. Dice ser sobrino y único heredero de una viuda rica de Coria, llamada doña Leonor de Lajarilla, y pretende casarse con la hija de un señor poderoso, pero no quieren aceptar su propuesta hasta haberse informado de la verdad, y tengo el encargo de preguntárselo a usted. Dígame, le suplico, si conoce a este don Gastón y en qué consisten los bienes de su tía. La respuesta de usted decidirá este enlace.—Parma, etc.»

»Esta trampa le pareció al viejo un juego y en[123]gaño perdonable en los enamorados; la criada, aún menos escrupulosa que el buen hombre, la aplaudió mucho. La ficción les pareció tanto mejor cuanto que conocían la altivez de Elena, la cual, como no llegara a sospechar el fraude, era una mujer capaz de resolverse a abrazar el partido que le proponían. Don Jorge tomó a su cargo el anunciarle por sí mismo mi inconstancia, y, para que pareciera la cosa más natural, hacerle hablar al mercader que había recibido de Parma la supuesta carta. Efectuaron el pensamiento como lo habían formado. El padre, alterado y aparentando enojo y despecho, le dijo: «Hija mía Elena, nada más te diré sino que nuestros parientes todos los días claman sobre que jamás permita entre en nuestra familia al homicida de don Agustín, y hoy tengo otra razón más poderosa para alejarte de don Gastón. ¡Avergüénzate de serle tan fiel! Es un voltario, un pérfido, y ve aquí una prueba cierta de su infidelidad: lee tú misma esa carta que un mercader de Coria acaba de recibir de Italia.» Asustada Elena, tomó el fingido papel, lo leyó, meditó sobre todas sus expresiones y se quedó absorta de la nueva de mi inconstancia. Un afecto de ternura le hizo después verter algunas lágrimas; pero recobrando presto su orgullo, las enjugó y dijo con entereza a su padre: «Señor, usted que ha sido testigo de mi flaqueza séalo también de la victoria que voy a conseguir sobre mí. ¡Ya se acabó! Don Gastón es ya despreciable a mis ojos; en él sólo veo al hombre más indigno de este mundo. ¡No hablemos más de[124] él! ¡Vamos, nada me detiene ya! Dispuesta estoy a dar la mano a don Blas. ¡Ojalá que mi casamiento preceda al de aquel pérfido que tan mal ha pagado mi amor!» Don Jorge, enajenado de alegría al oír estas palabras, abrazó a su hija, alabó la esforzada resolución que tomaba y, aplaudiéndose del feliz éxito de la estratagema, se dió prisa a cumplir los deseos de mi rival. De este modo me quitaron a doña Elena, la que se entregó precipitadamente a Cambados, sin querer escuchar al amor que le hablaba por mí en su corazón ni aun dudar un instante de una noticia que debiera haber encontrado menos credulidad en una amante. Impelida de su orgullo, sólo dió oídos a su vanidad, y el resentimiento de la injuria que imaginaba había yo hecho a su hermosura superó al interés de su amor. Sin embargo, pasados algunos días después de su casamiento, sintió algunos remordimientos de haberlo acelerado. Se le previno entonces que la carta del mercader podía haber sido fingida, y esta sospecha la inquietó; pero el enamorado don Blas no daba lugar a que su mujer alimentase ideas contrarias a su reposo y no pensaba mas que en divertirla, lo que conseguía con repetidos placeres que tenía arte para inventar.

»Ella parecía vivir muy gustosa con un esposo tan obsequioso y reinaba entre ambos una perfecta unión, cuando mi tía compuso mi asunto con los parientes de don Agustín, de lo que recibí aviso en Italia inmediatamente. Estaba entonces en Regio, en la Calabria Ulterior. Pasé a Sicilia, de allí[125] a España, y, llevado en alas del amor, llegué en fin a Coria. Doña Leonor, que no me había escrito el casamiento de la hija de don Jorge, me lo notició a mi llegada, y viendo que me afligía, dijo: «Haces mal, sobrino mío, de mostrarte tan sentido de la pérdida de una dama que no ha podido serte fiel. Créeme: destierra del corazón y de la memoria a una persona que ya no es digna de ocuparlos.»

»Como mi tía ignoraba que habían engañado a doña Elena, tenía razón para hablarme así y no podía darme un consejo más discreto, por lo que me prometí seguirlo, o a lo menos aparentar un aire indiferente si no era capaz de vencer mi pasión. Sin embargo, no pude resistir al deseo de saber de qué modo se había concertado este casamiento y, para enterarme, resolví ver a la amiga de Felicia, es decir, a la señora Teodora, de quien ya os he hablado. Fuí a su casa, en donde casualmente encontré a Felicia, la cual, estando muy ajena de verme, se turbó y quiso retirarse por evitar la averiguación que juzgó querría yo hacer. La detuve y le dije: «¿Por qué huís de mí? ¿No está contenta la perjura Elena con haberme sacrificado? ¿Os ha prohibido escuchar mis quejas? ¿O tratáis solamente de evitar mi presencia por haceros un mérito con la ingrata de haberos negado a oírlas?»

«Señor—me respondió la criada—, confieso ingenuamente que vuestra presencia me confunde; no puedo veros sin sentirme despedazada de mil remordimientos. A mi ama la han seducido y yo he tenido la desgracia de ser cómplice en la seducción.[126] A vista de esto, ¿puedo yo sin vergüenza presentarme a usted?» «¡Oh cielos!—repliqué yo con sorpresa—. ¿Qué me dices? ¡Explícate con más claridad!» Entonces la criada me contó punto por punto la estratagema de que se había valido Cambados para robarme a doña Elena, y advirtiendo que su narración me atravesaba el alma, se esforzó a consolarme. Me ofreció sus buenos oficios para con su ama; me prometió desengañarla y pintarle mi desesperación; en una palabra, no omitir nada para suavizar el rigor de mi suerte; en fin, me dió esperanzas que mitigaron algún tanto mis penas.

»Dejando a un lado las infinitas contradicciones que tuvo que sufrir de parte de doña Elena para que consintiera en verme, al fin pudo conseguirlo y resolvieron entre ellas que me introducirían secretamente en casa de don Blas la primera vez que éste saliese para una hacienda, adonde iba de tiempo en tiempo a cazar y en la que se detenía por lo común un día o dos. Este designio no tardó en ejecutarse; el marido se ausentó, de lo que advertido yo, fuí introducido en el cuarto de su mujer.

»Quise principiar la conversación con reconvenciones, pero ella me hizo callar diciéndome: «Es inútil traer a la memoria lo pasado; aquí no se trata de enternecernos uno y otro, y os engañáis si me creéis dispuesta a halagar vuestro afecto. Yo os declaro que no he dado mi consentimiento para esta secreta entrevista ni he cedido a las instancias que se me han hecho sino para deciros de viva voz que en adelante no debéis pensar mas que en olvidar[127]me. Quizá viviría yo más satisfecha de mi suerte si ésta se hubiese unido a la vuestra; pero ya que el Cielo lo ha dispuesto de otra manera, quiero obedecer sus decretos.»

«Pues qué, señora—le respondí—, ¿no basta el haberos perdido? ¿No basta ver al dichoso don Blas poseer pacíficamente la única persona que soy capaz de amar, sino que también debo desterraros de mi pensamiento? ¡Queréis privarme de mi amor y quitarme el único bien que me queda! ¡Ah, cruel! ¿Pensáis que sea posible que un hombre a quien robasteis el corazón vuelva a recobrarle? ¡Conoceos más bien que os conocéis y dejaos de exhortarme en vano a que os borre de mi memoria!» «Está bien—replicó ella con precipitación—; pues cesad vos también de esperar que yo corresponda a vuestra pasión con algún agradecimiento. Sólo una palabra tengo que deciros: la esposa de don Blas no será la amante de don Gastón. Caminad sobre este supuesto. Retiraos—añadió—y acabemos prontamente una conversación de que me reprendo a mí misma, a pesar de la pureza de mis intenciones, y que miraría como un crimen si la prolongase.»

»Al oír estas palabras, que me privaban de toda esperanza, me arrojé a los pies de doña Elena; habléle con la mayor ternura y empleé hasta lágrimas para enternecerla; pero todo esto no sirvió mas que de excitar acaso algunos afectos de lástima, que tuvo buen cuidado de ocultar y que sacrificó a su deber. Después de haber apurado in[128]fructuosamente las expresiones amorosas, los ruegos y las lágrimas, mi cariño se convirtió de repente en furor y saqué la espada con intento de atravesarme con ella a presencia de la inexorable Elena, que apenas advirtió mi acción cuando se arrojó a mí para precaver sus consecuencias. «¡Deteneos, Cogollos!—me dijo—. ¿Es este el modo que tenéis de mirar por mi reputación? Quitándoos así la vida, vais a deshonrarme y hacer pasar a mi marido por un asesino.»

»En la desesperación de que estaba dominado, muy lejos de atender a estas palabras como debía, no pensaba mas que en burlar los esfuerzos que hacían el ama y la criada para salvarme de mi funesta mano. Sin duda hubiera conseguido demasiado pronto mi intento si don Blas, que estaba avisado de nuestra entrevista y que en lugar de ir a su hacienda se había escondido detrás de un tapiz para oír nuestra conversación, no hubiera acudido corriendo a unirse a ellas. «¡Señor don Gastón—exclamó, deteniéndome el brazo—, recóbrese usted y no se rinda cobardemente al furioso enajenamiento que le agita!»

»Yo interrumpí a Cambados diciéndole: «¿Es usted quien me impide ejecutar mi resolución, cuando debiera atravesar mi pecho con un puñal? Mi amor, aunque desgraciado, os ofende. ¿No basta que me sorprendáis de noche en el cuarto de vuestra esposa? ¿Se necesita más para excitar vuestra venganza? ¡Traspasadme para libraros de un hombre que no puede dejar de adorar a doña Elena sino[129] cesando de vivir!» «En vano—me respondió don Blas—procura usted interesar mi honor para que le dé la muerte. Bastante castigado queda usted de su temeridad, y yo agradezco tanto a mi esposa sus sentimientos virtuosos, que le perdono la ocasión en que los ha manifestado. Creedme, Cogollos—añadió—, no os desesperéis como un débil amante; someteos con valor a la necesidad.»

»El prudente gallego, con estas y otras semejantes expresiones, calmó poco a poco mi arrebato y despertó mi virtud. Me retiré con ánimo de alejarme de Elena y de los lugares que habitaba, y dos días después me volví a Madrid, en donde, no queriendo ya ocuparme sino en el cuidado de mi fortuna, comencé a presentarme en la corte y a ganar en ella amigos. Pero he tenido la desgracia de contraer una estrecha amistad con el marqués de Villarreal, gran señor portugués, el cual, por haberse sospechado de él que pensaba en libertar a Portugal del dominio de los españoles, está hoy en el castillo de Alicante. Como el duque de Lerma ha sabido que yo era íntimo amigo de este señor, me ha hecho también prender y conducir aquí. Este ministro cree que puedo ser cómplice en tal proyecto, ultraje que es más sensible para un hombre noble y castellano.»

Aquí cesó de hablar don Gastón y yo le consolé diciendo: «Caballero, el honor de usted no puede recibir lesión alguna en esta desgracia, la cual en adelante sin duda será a usted de provecho. Cuando el duque de Lerma se entere de su inocencia, no[130] dejará de darle un empleo importante para restablecer la buena opinión de un caballero acusado injustamente de traición.»


CAPITULO VII

Escipión va a la torre de Segovia a ver a Gil Blas y le da muchas noticias.

Tordesillas, que entró en la sala, interrumpió nuestra conversación diciéndome: «Señor Gil Blas, acabo de hablar con un mozo que se ha presentado a la puerta de esta prisión y preguntado si estaba usted preso; y no habiéndole querido dar respuesta, me dijo llorando: «¡Noble alcaide, no desprecie usted mi humilde súplica; dígame si el señor Santillana está aquí! Soy su principal criado, y si me permite verle hará en ello una obra de caridad. En Segovia está usted tenido por un hidalgo compasivo, y así, espero no me niegue el favor de hablar un instante con mi querido amo, que es más infeliz que culpado.» En fin—continuó don Andrés—, este mozo me ha manifestado tanto deseo de ver a usted, que le he prometido darle a la noche este gusto.»

Aseguré a Tordesillas que el mayor placer que podía darme era traerme aquel joven, quien probablemente tendría que decirme cosas muy importantes. Esperé con impaciencia el momento de ver a mi fiel Escipión, porque no dudaba fuese él, y,[131] a la verdad, no me engañaba. A la caída del día se le dió entrada en la torre, y su gozo, que solamente podía igualarse con el mío, se mostró al verme con arrebatos extraordinarios. Yo, con el júbilo que sentí al verle, le abracé, y él hizo lo mismo con todo cariño. Fué tal la satisfacción que tuvieron de verse el amo y el secretario, que se confundieron en uno con este abrazo.

En seguida de esto pregunté a Escipión en qué estado había dejado mi casa. «Ya no tiene usted casa—me respondió—, y para ahorrarle el trabajo de hacer preguntas sobre preguntas voy a decir en dos palabras lo que ha pasado en ella. Vuestros muebles han sido saqueados, tanto por los ministros como por los criados de usted, los cuales, mirándole ya como un hombre enteramente perdido, han tomado a cuenta de sus salarios cuanto han podido llevar. La fortuna fué que tuve la habilidad de salvar de sus garras dos grandes talegos de doblones de a ocho que saqué del cofre y puse en salvo. Salero, a quien he hecho depositario de ellos, os los devolverá cuando salgáis de la torre, en donde no creo estéis mucho tiempo a expensas de su majestad, pues habéis sido preso sin conocimiento del duque de Lerma.»

Pregunté a Escipión de dónde sabía que su excelencia no tenía parte en mi desgracia. «¡Ah! Ciertamente—me respondió—, de ello estoy muy bien informado, pues un amigo mío, confidente del duque de Uceda, me ha contado todas las particularidades de vuestra prisión. Me ha dicho que,[132] habiendo descubierto Calderón por medio de un criado que la señora Sirena, usando de otro nombre, recibía de noche al príncipe de España, y que el conde de Lemos manejaba esta trama valiéndose del señor de Santillana, había resuelto vengarse de ellos y de su querida, para cuyo logro, dirigiéndose secretamente al duque de Uceda, se lo descubrió todo, y que alegre éste de que se le hubiese presentado tan bella ocasión de perder a su enemigo, no dejó de aprovecharla, informando al rey de lo que había sabido y haciéndole presente con eficacia los peligros a que el príncipe se había expuesto. Indignado su majestad de esta noticia, mandó poner en la casa de las Recogidas a Sirena, desterró al conde de Lemos y condenó a Gil Blas a una prisión perpetua. Vea usted aquí—prosiguió Escipión—lo que me ha dicho mi amigo. Ya ve usted que su desgracia es obra del duque de Uceda, o más bien de don Rodrigo Calderón.»

Esta relación me hizo creer que con el tiempo podrían componerse mis asuntos y que el duque de Lerma, resentido del destierro de su sobrino, todo lo pondría en movimiento para hacerle volver a la corte, y me lisonjeaba de que su excelencia no me olvidaría. ¡Qué gran cosa es la esperanza! De un golpe me consolé de la pérdida de mis efectos y me puse tan alegre como si tuviera motivo para estarlo. Lejos de mirar mi prisión como una habitación desdichada, en donde quizá había de acabar mis días, me pareció un medio de que se[133] valía la Fortuna para elevarme a un gran puesto. Mi fantasía discurría del modo siguiente: los allegados del primer ministro son don Fernando de Borja, el padre Jerónimo de Florencia y sobre todo fray Luis de Aliaga, quien le debe el lugar que ocupa cerca del rey. Con el favor de estos poderosos amigos, su excelencia destruirá sus enemigos, o, por otra parte, el Estado acaso mudará presto de semblante. Su Majestad está muy achacoso, y así que muera, la primera cosa que hará el príncipe su hijo será llamar al conde de Lemos, quien me sacará inmediatamente de aquí, me presentará al monarca, el que, para compensar los trabajos que he padecido, me colmará de beneficios. Embelesado así con pensar en los gustos venideros, casi ya no sentía los males presentes. Creo también que los dos talegos de doblones que mi secretario había depositado en casa del platero contribuyeron tanto como la esperanza para consolarme prontamente.

El celo e integridad de Escipión me habían agradado mucho y en prueba de ello le ofrecí la mitad del dinero que había salvado del pillaje, lo que rehusó. «Espero de usted—me dijo—otra señal de reconocimiento.» Admirado tanto de sus palabras como de que rehusara la oferta, le pregunté qué podía hacer por él. «No nos separemos—me respondió—; permita usted que una mi fortuna con la suya. Jamás he tenido a ningún amo el amor que tengo a usted.» «Y yo, hijo mío—le dije—, puedo asegurarte que no amas a un ingrato. Desde[134] el punto en que te presentaste para servirme, gusté de ti; posible es que ambos hayamos nacido bajo los signos de Libra o Géminis, que, según dicen, son las dos constelaciones que unen a los hombres. Admito gustoso la compañía que me propones, y para dar principio a ella voy a pedir al señor alcaide te encierre conmigo en esta torre.» «Eso es lo que quiero—exclamó—; usted me ha adivinado el pensamiento e iba a suplicarle pretendiese esta gracia, pues aprecio más vuestra compañía que la libertad. Solamente saldré algunas veces para ir a Madrid a adquirir noticias a la covachuela y ver si ha habido en la corte alguna mudanza que pueda serle a usted favorable, de modo que en mí tendrá usted a un mismo tiempo un confidente, un correo y un espía.»

Estas ventajas eran demasiado considerables para privarme de ellas. Retuve, pues, conmigo a un hombre tan útil, con licencia del generoso alcaide, que no me quiso negar tan dulce consuelo.


CAPITULO VIII

Del primer viaje que hizo Escipión a Madrid; cuál fué el motivo y éxito de él. Dale a Gil Blas una enfermedad y resultas que tuvo.

Aunque comúnmente decimos que no tenemos mayores enemigos que nuestros criados, no hay duda en que, cuando nos son fieles y afectos, son[135] nuestros mejores amigos. La inclinación que Escipión me había manifestado me hacía mirarle como a mi misma persona. Así, ya no hubo subordinación ni etiqueta entre Gil Blas y su secretario. Habitaron en adelante comiendo y durmiendo juntos.

La conversación de Escipión era muy divertida, y con razón se le podía haber llamado el hombre de buen humor. Además era discreto y me iba bien con sus consejos. Un día le dije: «Amigo mío, me parece no sería malo que yo escribiese al duque de Lerma; esto no puede producir mal efecto. ¿Qué te parece a ti?» «Ya estoy—respondió—; pero los grandes se mudan tanto de un instante a otro, que no sé cómo recibirá vuestra carta. No obstante, soy de dictamen que no se pierde nada en que escribáis, pero con maña. Aunque el ministro os estima, no fiéis por eso en que se acordará de vos. Esta suerte de protectores fácilmente olvida a aquellos de quienes ya no oyen hablar.»

«Aunque eso es muy cierto—le repliqué—, yo hago mejor concepto de mi favorecedor. Conozco su bondad; estoy persuadido de que se compadece de mis penas y que siempre las tiene presentes. A la cuenta, espera para sacarme de la prisión que se aplaque la cólera del rey.» «Sea enhorabuena—respondió—; yo me alegraré que el juicio que usted hace de su excelencia sea verdadero. Implore usted su patrocinio por medio de una carta muy expresiva, que yo se la llevaré y entregaré en su propia mano.» Pedí papel y tintero y compuse un[136] trozo de elocuencia que a Escipión le pareció patético y Tordesillas juzgó superior a las mismas homilías del arzobispo de Granada.

Yo me lisonjeaba de que el duque de Lerma se compadecería al leer la triste pintura que le hacía del miserable estado en que no estaba, y con esta confianza hice partir mi correo, el cual apenas llegó a Madrid cuando fué a casa del ministro. Encontró a uno de mis amigos, ayuda de cámara, que le facilitó ocasión de hablar al duque, a quien dijo, presentándole el pliego que llevaba: «Señor, uno de los más fieles criados de su excelencia, el cual duerme sobre paja en un obscuro calabozo de la torre de Segovia, le suplica muy humildemente lea esa carta, que de lástima le ha facilitado poder escribir uno de los carceleros.» El ministro la abrió y leyó; pero aunque vió en ella un retrato capaz de enternecer el corazón más duro, lejos de mostrarse compadecido, levantó la voz y dijo al correo delante de algunas personas que podían oírlo: «Amigo, diga usted a Santillana que es mucha osadía el recurrir a mí después de la acción perversa que ha cometido y por la cual se le ha impuesto el castigo que merece. Es un hombre indigno, que ya no debe contar con mi apoyo y a quien abandono al resentimiento del rey.»

Escipión, sin embargo de su desahogo, se quedó turbado de oír hablar de esta suerte al ministro; pero, a pesar de su turbación, no dejó de interceder por mí. «Señor—replicó—, aquel pobre preso morirá de dolor cuando sepa la respuesta de vues[137]tra excelencia.» El duque no respondió a mi intercesor sino mirándole de sobre ojo y volviéndole la espalda. Así me trataba este ministro para disimular mejor la parte que había tenido en la amorosa intriga del príncipe de España, y esto es lo que deben esperar todos los agentes inferiores de quienes se valen los grandes señores en sus secretos y peligrosos manejos.

Cuando mi secretario volvió a Segovia y me contó el resultado de su comisión, me sepulté de nuevo en el abismo de tristezas en que caí el primer día de mi prisión y aun me creí más desgraciado faltándome la protección del duque de Lerma. Decaí de ánimo, y por más que me dijeron para consolarme, todo fué inútil; atormentáronme otra vez los pesares, de manera que insensiblemente me causaron una grave enfermedad.

El señor alcaide, que se interesaba en mi salud, creído de que para recobrarla era lo mejor llamar médicos, me trajo dos que tenían traza de ser unos celosos servidores de la diosa Libitina. «Señor Gil Blas—me dijo al presentármelos—, vea usted aquí dos Hipócrates que vienen a visitarle y que dentro de poco le pondrán bueno.» Era tal la oposición que tenía yo a estos doctores, que seguramente los habría recibido muy mal si me hubiera quedado algún apego a la vida; pero me sentía tan cansado de ella, que agradecí a Tordesillas el que me pusiera en sus manos.

«Caballero—me dijo uno de los médicos—, es necesario ante todas cosas que usted tenga con[138]fianza en nosotros.» «La tengo muy grande—le respondí—, pues estoy cierto de que con la asistencia de ustedes quedaré curado de todos mis males en pocos días.» «Sí—respondió—, lo quedará usted mediante Dios, y nosotros haremos a lo menos lo que esté de nuestra parte para ello.» En efecto, estos señores se portaron tan maravillosamente, que a ojos vistas me iban llevando a la sepultura. Desconfiado ya don Andrés de mi curación, hizo venir un religioso de San Francisco para que me ayudase a bien morir. El buen padre, después de haber hecho su deber, se retiró, y yo, viéndome en mi última hora, hice señas a Escipión para que se acercara a mi cama. «Amado amigo mío—le dije con una voz casi apagada; tal era la debilidad que las medicinas y sangrías me habían causado—, de los dos talegos que hay en casa de Gabriel, te dejo uno y te suplico lleves el otro a Asturias a mis padres, quienes, si todavía viven, estarán necesitados. Pero, ¡ay de mí, temo mucho que no han de haber podido sobrevivir a mi ingratitud! Lo que Moscada sin duda les habrá contado de mi dureza quizá les habrá causado la muerte. Si el Cielo los ha conservado a pesar de la indiferencia con que he pagado su ternura, les darás el talego de doblones, suplicándoles me perdonen mi mala correspondencia, y si han muerto te encargo emplees el dinero en pedir al Cielo por el descanso de sus almas y la mía.» Diciendo esto, le alargué una mano, que bañó con sus lágrimas sin poder responderme una palabra; tal era la aflicción que te[139]nía el pobre mozo de mi pérdida; lo que prueba que el llanto de un heredero no es siempre risa disimulada.

Esperaba, pues, experimentar el trance de la muerte, y, no obstante, me engañé. Habiéndome desahuciado mis doctores y dejado campo libre a la naturaleza, ésta fué la que me sacó del peligro. La calentura, que, según su pronóstico, debía llevarme al otro mundo, quiso desmentirlos y me dejó. Poco a poco me restablecí con la mayor felicidad y un perfecto sosiego de espíritu fué el fruto de mi mal. Ya entonces no necesité de consuelo; antes bien, miré las riquezas y honores con aquel desprecio que inspira la cercanía de la muerte, y, vuelto en mí mismo, bendecía mi desgracia y daba gracias al Cielo, como si me hubiese hecho un favor particular, e hice firme propósito de no volver más a la corte, aun cuando el duque de Lerma quisiese llamarme a ella, con ánimo, si salía de la prisión, de comprar una casa de campo y vivir en ella como un filósofo.

Escipión aprobó mi pensamiento y me dijo que, para que tuviese efecto cuanto antes, pensaba volver a Madrid a solicitar mi soltura. «Me ha ocurrido una cosa—añadió—. Conozco a una persona que podrá servirnos, y es la criada favorita del ama de leche del príncipe, que es una muchacha de entendimiento. Voy a que hable a su ama y a poner todos los medios imaginables para sacar a usted de esta torre, en donde, aunque se le dé el mejor trato, siempre es prisión.» «Dices bien—le respondí—. Vé,[140] amigo mío, sin perder tiempo, a dar principio a esa diligencia. ¡Pluguiese al Cielo que estuviéramos ya en nuestro retiro!»


CAPITULO IX

Escipión vuelve a Madrid; cómo y con qué condiciones alcanzó la libertad de Gil Blas; adónde fueron los dos después de haber salido de la torre de Segovia y conversación que tuvieron.

Salió, pues, Escipión para Madrid, y yo, ínterin volvía, me dediqué a la lectura. Tordesillas me suministraba más libros de los que yo quería, los que le prestaba un comendador viejo que no sabía leer, pero que, queriendo hacer ostentación de hombre sabio, tenía una gran librería. Sobre todo me agradaban las buenas obras morales, porque encontraba en ellas a cada momento pasajes que lisonjeaban mi aversión a la corte y la afición que había cobrado a la soledad.

Tres semanas estuve sin oír hablar de mi agente, el cual volvió en fin y me dijo muy contento: «¡Ahora sí, señor de Santillana, que traigo a usted buenas nuevas! La señora ama ha tomado cartas por usted. Su criada, a mis ruegos, y mediante cien doblones que le he ofrecido, ha tenido la bondad de moverla a que pida al príncipe solicite vuestra soltura, y éste, que, como otras veces he dicho a usted, nada le niega, ha prometido hablar al rey[141] su padre a fin de conseguirla. He venido a toda prisa a decíroslo y con la misma vuelvo a dar la última mano a mi obra.» Diciendo esto me dejó y volvió a tomar el camino de la corte.

No fué largo su tercer viaje. Al cabo de ocho días estuvo de vuelta y me dijo que el príncipe había, aunque no sin trabajo, obtenido del rey mi libertad, lo cual en el mismo día me confirmó el señor alcaide, quien vino a decirme abrazándome: «Mi amado Gil Blas, gracias al Cielo, usted ya está libre y tiene abiertas las puertas de esta prisión; pero las dos condiciones con que se le concede a usted esta libertad quizá le darán mucha pena y siento verme en la obligación de hacérselas saber. Su Majestad prohibe a usted se presente en la corte y le manda salir de las dos Castillas en el término de un mes. Me es de gran mortificación el que se le prohiba a usted ir a la corte.» «Pues yo estoy muy contento—le respondí—. ¡Bien sabe Dios lo que pienso de ella! Sólo esperaba del rey una gracia, y me ha hecho dos.»

Viéndome ya libre, hice alquilar dos mulas, en las cuales salimos el día siguiente mi confidente y yo, después de haberme despedido de Cogollos y dado mil gracias a Tordesillas por todos los favores que me había hecho. Tomamos alegremente el camino de Madrid para recoger del señor Gabriel los dos talegos, en cada uno de los cuales había quinientos doblones de a ocho. En el camino me dijo mi compañero: «Si no tenemos bastante dinero para comprar una hacienda magnífica, a lo[142] menos habrá para una mediana.» «Yo me daría por feliz—le respondí—aun cuando no tuviese mas que una choza; en ella estaría contento con mi suerte. Aunque apenas he llegado a la mitad de mi carrera, estoy tan desengañado del mundo, que sólo quiero vivir para mí. Además de esto, te digo que me he formado de los placeres de la vida campestre una idea que me embelesa y hace que los goce con anticipación. Me parece que ya veo el esmalte de los prados, que oigo el canto de los ruiseñores y el murmullo de los arroyos; que unas veces creo divertirme en la caza y otras en la pesca. Imagínate, amigo mío, los diferentes recreos que nos esperan en la soledad y tendrás tanta complacencia como yo. En orden a nuestro sustento, el más simple será el mejor; un pedazo de pan podrá satisfacernos cuando nos atormente el hambre, y el apetito con que lo comamos nos le hará parecer muy sabroso. El deleite no consiste en la bondad de los alimentos exquisitos, sino en nosotros, y esto es tanta verdad como que mis comidas más delicadas no son aquellas en que veo reinar el arte y la abundancia. La frugalidad es una fuente de delicias maravillosa para conservar la salud.»

«Con el permiso de usted, señor Gil Blas—me interrumpió mi secretario—, yo no soy enteramente de su opinión sobre la supuesta frugalidad con que usted quiere obsequiarme. ¿Por qué nos hemos de mantener como unos Diógenes? Aun cuando comamos bien, no caeremos enfermos por eso. Créame[143] usted: ya que tenemos, gracias a Dios, con qué vivir cómodamente en nuestro retiro, no le hagamos la mansión del hambre y de la pobreza. Luego que tengamos una hacienda, será preciso abastecerla de buenos vinos y de todas las demás provisiones convenientes a personas de entendimiento, que no dejan el trato humano para renunciar a las comodidades de la vida, sino más bien para gozarlas con más quietud. Lo que cada uno tiene en su casa—dice Hesíodo—no daña, en lugar de que lo que no se tiene puede dañar. Vale más—añade—tener uno en su casa las cosas necesarias que desear tenerlas.»

«¡Qué diablos es eso, señor Escipión!—interrumpí—. ¿Usted ha manejado los poetas griegos? ¡Hola! ¿En dónde leyó usted a Hesíodo?» «En casa de un sabio—respondió—. Serví algún tiempo en Salamanca a un pedante que era un gran comentador; en un abrir y cerrar de ojos componía un grueso volumen recopilando pasajes hebreos, griegos y latinos, que extractaba de los libros de su biblioteca y traducía al castellano. Como yo era su amanuense, he retenido no sé cuántas sentencias, todas tan notables como las que acabo de citar.» «Siendo así—le repliqué—, tienes la memoria bien adornada. Pero, viniendo a nuestro proyecto, ¿en qué reino de España te parece del caso que fijemos nuestra residencia filosófica?» «Yo opino por Aragón—respondió mi confidente—; allí encontraremos sitios muy amenos, en donde podremos pasar una vida deleitosa.» «Está bien—le dije—, sea así. Detengá[144]monos en Aragón; consiento en ello. ¡Ojalá descubramos una morada que me proporcione todos los placeres con que se recrea mi imaginación!»


CAPITULO X

De lo que hicieron al llegar a Madrid; a quién encontró Gil Blas en la calle, y de lo que siguió a este encuentro.

Luego que llegamos a Madrid fuimos a apearnos a una pequeña posada, en la cual se había alojado Escipión en sus viajes. Lo primero que hicimos fué ir a casa de Salero a recoger nuestros doblones. Recibiónos muy bien; me manifestó se alegraba mucho de verme en libertad. «Aseguro a usted—añadió—que he sentido mucho su desgracia, la cual me ha disgustado de la amistad de las gentes de la Corte, cuyas fortunas están muy en el aire. He casado a mi hija Gabriela con un rico mercader.» «Usted ha obrado con juicio—le respondí—. Además de que este partido es más sólido, un plebeyo que llega a ser suegro de un noble no está siempre gustoso con su señor yerno.»

Después, mudando de conversación y viniendo a nuestro asunto, proseguí: «Señor Gabriel, háganos usted el favor, si gusta, de entregarnos los dos mil doblones que...» «Vuestro dinero está pronto—interrumpió el platero, el cual, habiéndonos hecho pasar a su gabinete, nos mostró dos talegos[145] en los cuales había unos rótulos que decían: «Estos talegos de doblones son del señor Gil Blas de Santillana.»—. Ved aquí—me dijo—el depósito tal como se me confió.»

Di gracias a Salero del favor que me había hecho, y muy consolado de haberme quedado sin su hija, nos llevamos los talegos a la posada, en donde contamos nuestras monedas. La cuenta se encontró cabal, rebajados los cincuenta doblones que se habían gastado en conseguir mi libertad. Ya no pensamos mas que en disponernos para ir a Aragón. Mi secretario tomó a su cargo comprar una silla volante y dos mulas. Yo por mi parte cuidé de la compra de ropa blanca y vestidos. En una de las veces que iba arriba y abajo a estas compras encontré al barón de Steinbach, aquel oficial de la guardia alemana en cuya casa se había criado don Alfonso.

Saludé a este caballero alemán, quien, habiéndome también conocido, se vino a mí y me abrazó. «Me alegro en extremo—le dije—de ver a su señoría en tan buena salud y al mismo tiempo de tener ocasión de saber de mis amados señores don César y don Alfonso de Leiva.» «Puedo dar a usted noticias suyas muy ciertas—me respondió—, pues ambos están actualmente en Madrid y en mi casa. Tres meses hace que vinieron a la corte a dar gracias al rey de un empleo que su majestad ha conferido a don Alfonso en premio de los servicios que sus abuelos hicieron al Estado; le ha nombrado gobernador de la ciudad de Valencia, sin que le haya[146] pedido este cargo ni solicitándolo por otra persona. No se ha hecho una gracia más espontánea, lo cual prueba que nuestro monarca gusta de recompensar el valor.»

Aunque yo sabía mejor que Steinbach el origen de esto, no manifesté saber la menor cosa de lo que me contaba y sí un deseo tan vivo de saludar a mis antiguos amos, que para satisfacerlo me condujo inmediatamente a su casa. Yo quería probar a don Alfonso y juzgar por su recibimiento si me estimaba todavía. Le encontré en una sala jugando al ajedrez con la baronesa de Steinbach. Luego que me conoció, dejó el juego y se vino a mí arrebatado de gozo, y estrechándome entre sus brazos me dijo en un tono que manifestaba una ingenua alegría: «¡Santillana! ¡Conque al fin vuelvo a verte! ¡Estoy loco de contento! No ha estado en mi mano el que no hayamos permanecido siempre juntos; yo te rogué, si haces memoria, que no te fueras de la casa de Leiva, y tú no hiciste caso de mis ruegos. No obstante, no te lo imputo a delito; antes bien, te agradezco el motivo de tu ida; pero desde entonces debieras haberme escrito y ahorrarme el trabajo de hacerte buscar inútilmente en Granada, en donde mi cuñado don Fernando me había escrito que estabas. Después de esta ligera reconvención—continuó—, dime qué haces en Madrid. Regularmente tendrás aquí algún empleo. Ten por cierto que me intereso ahora más que nunca en tu bien.» «Señor—le respondí—, no hace todavía cuatro meses que ocupaba en la corte un puesto de[147] bastante consideración. Tenía la honra de ser secretario y confidente del duque de Lerma.» «¡Es posible!—exclamó don Alfonso con grande asombro—. ¡Qué! ¿Has merecido tú la confianza de este primer ministro?» «Logré su favor—respondí—y le perdí del modo que voy a decir.» Entonces le conté toda esta historia y concluí mi narrativa exponiéndole la determinación que había tomado de comprar, con lo poco que me quedaba de mi prosperidad pasada, una pobre choza para pasar en ella una vida retirada.

El hijo de don César, después de haberme oído con mucha atención, me dijo: «Mi amado Gil Blas, ya sabes que siempre te he querido y ahora más que nunca. Pues el Cielo me ha puesto en estado de poder aumentar tus bienes, quiero que no seas más tiempo juguete de la fortuna. Para libertarte de su poder, te quiero dar una hacienda que no podrá quitarte, y pues estás determinado a vivir en el campo, te doy una pequeña quinta que tenemos cerca de Liria, distante cuatro leguas de Valencia, que ya has visto tú. Este regalo podemos hacerlo sin incomodarnos, y me atrevo a asegurar que mi padre no desaprobará esta determinación y que Serafina recibirá en ello gran contento.»

Me arrojé a los pies de don Alfonso, quien al momento me hizo levantar; le besé la mano y, más enamorado de su buen corazón que de su beneficio, le dije: «Señor, vuestras finezas me cautivan. El don que me hacéis me es tanto más agradable cuanto que precede al agradecimiento de un favor[148] que yo he hecho a ustedes y más bien quiero deberlo a su generosidad que a su gratitud.» Mi gobernador se quedó algo suspenso de lo que oía y no pudo menos de preguntarme de qué favor le hablaba. Díjeselo con todas sus circunstancias, lo cual aumentó su admiración. Estaba muy lejos de pensar, como el barón de Steinbach, que el Gobierno de la ciudad de Valencia se le hubiese dado por mediación mía. No obstante, no teniendo ya duda de ello, me dijo: «Gil Blas, pues que te debo mi empleo, no quiero darte sólo la pequeña hacienda de Liria: quiero agregar a ella dos mil ducados de renta al año.»

«¡Alto ahí, señor don Alfonso!—interrumpí—. ¡No despierte usted mi codicia! Los bienes no sirven mas que para corromper mis costumbres, como harto lo tengo experimentado. Acepto gustoso vuestra quinta de Liria. En ella viviré cómodamente con lo que tengo. Por otra parte, esto me es suficiente, y, lejos de desear más, primero consentiré en perder todo lo que hay de superfluo en lo que poseo. Las riquezas son una carga en un retiro en donde sólo se busca la tranquilidad.»

Don César llegó cuando estábamos en esta conversación. No manifestó al verme menos alegría que su hijo, y cuando supo el motivo del agradecimiento a que me estaba obligada su familia, se empeñó en que había de aceptar yo la renta, lo cual rehusé de nuevo. En fin, el padre y el hijo me condujeron a casa de un escribano, en donde otorgaron la escritura de donación, que ambos firmaron[149] con más gusto que si fuera un instrumento a favor suyo. Finalizado el contrato, me lo entregaron, diciendo que la hacienda de Liria ya no era suya y que fuese cuando quisiese a tomar posesión de ella. Después se volvieron a casa del barón de Steinbach y yo fuí volando a la posada, en donde dejé pasmado a mi secretario cuando le dije que teníamos una hacienda en el reino de Valencia y le conté el modo como acababa de adquirirla. «¿Cuánto puede producir esta pequeña heredad?», me dijo. «Quinientos ducados de renta—le respondí—, y puedo asegurarte que es una amena soledad. Yo la he visto, por haber estado en ella muchas veces en calidad de mayordomo de los señores de Leiva. Es una casa pequeña, situada a la orilla del Guadalaviar, en una aldea de cinco o seis vecinos y en un país hermosísimo.»

«Lo que me gusta mucho—exclamó Escipión—es que tendremos allí caza, vino de Benicarló y excelente moscatel. ¡Vamos, amo mío, démonos prisa a dejar el mundo y llegar a nuestra ermita!» «No tengo menos deseo que tú—le respondí—de estar allá; pero antes es preciso hacer un viaje a Asturias, porque mis padres no deben de hallarse en buen estado. Quiero ir a verlos y llevármelos a Liria, en donde pasarán sus últimos días con descanso. Acaso me habrá el Cielo deparado este asilo para recibirlos en él, y si dejara de hacerlo así, me castigaría.» Escipión apoyó mucho mi determinación y aun me excitó a ejecutarla. «No perdamos tiempo—me dijo—; ya tengo carruaje. Compremos[150] prontamente mulas y tomemos el camino de Oviedo.» «Sí, amigo mío—le respondí—, marchemos cuanto antes. Me es indispensable repartir las conveniencias de mi retiro con los que me han dado el ser. Presto estaremos de vuelta en nuestra aldea, y en llegando quiero escribir en letras de oro sobre la puerta de mi casa estos dos versos latinos:

Inveni portum: Spes et Fortuna, valete:
Sat me ludistis; ludite nunc alios[1]

[1]Hallé ya el puerto. ¡Adiós, Esperanza y Fortuna!
¡Bastante me burlasteis! ¡Burlaos ya de otros!


[151]

LIBRO DECIMO

CAPITULO PRIMERO

Sale Gil Blas para Asturias y pasa por Valladolid, donde visita a su amo antiguo, el doctor Sangredo, y se encuentra casualmente con el señor Manuel Ordóñez, administrador del hospital.

Cuando me estaba disponiendo a salir de Madrid con Escipión para ir a Asturias, el duque de Lerma fué creado cardenal por la Santidad de Paulo V. Queriendo este Papa establecer la Inquisición en el reino de Nápoles, honró con el capelo a este ministro para empeñarle a hacer que el rey Felipe aprobase tan laudable designio. A todos los que conocían perfectamente a este nuevo miembro del Sacro Colegio les pareció, como a mí, que la Iglesia acababa de hacer una excelente adquisición.

Escipión, que hubiera querido más volver a verme en un puesto brillante de la corte que sepultado en un retiro, me aconsejó que me presentase al nuevo cardenal. «Puede ser—me dijo—que su eminencia, viéndole a usted fuera de la[152] prisión por orden del rey, no crea ya deber fingirse irritado contra usted y podrá admitirle de nuevo a su servicio.» «Señor Escipión—le respondí—, usted ha olvidado sin duda que sólo conseguí la libertad bajo condición de salir inmediatamente de las dos Castillas. Fuera de eso, ¿me crees ya disgustado de mi quinta de Liria? Ya te lo he dicho, y te lo vuelvo a repetir, que aunque el duque de Lerma me restituyese a su gracia y me ofreciese el mismo puesto que ocupa don Rodrigo Calderón, lo renunciaría. Mi determinación está tomada. Quiero ir a Oviedo a buscar a mis padres y retirarme con ellos a las cercanías de la ciudad de Valencia. En cuanto a ti, amigo mío, si estás arrepentido de unir tu suerte con la mía, no tienes mas que decirlo, que estoy pronto a darte la mitad del dinero que tengo y te quedarás en Madrid, en donde adelantarás tu fortuna hasta donde pudieres.»

«¿Cómo así?—replicó mi secretario, algo resentido de estas expresiones—. ¿Es posible que usted sospeche que sea yo capaz de tener repugnancia a seguirle a su retiro? Esa sospecha ofende mi celo y mi inclinación. Pues qué, Escipión, aquel fiel criado que por tomar parte en sus penas hubiera pasado con gusto el resto de sus días con usted en el alcázar de Segovia, ¿tendría ahora repugnancia en acompañarle en una mansión donde espera gozar mil delicias? ¡No, señor, no! Ninguna gana tengo de disuadir a usted de su resolución; pero quiero confesarle mi malicia: si le aconsejé que se presentase al duque de Lerma fué única[153]mente para sondearle y ver si todavía le quedaban algunas reliquias de ambición. ¡Ea, pues; ya que se halla usted tan desprendido de las grandezas, abandonemos prontamente la corte para ir a disfrutar de aquellos inocentes y deliciosos placeres de que nos formamos una idea tan risueña!»

Con efecto, poco después salimos de Madrid en una silla tirada de dos buenas mulas, guiadas por un mozo que tuve por conveniente agregar a mi comitiva. Dormimos el primer día en Galapagar, al pie de Guadarrama; el segundo, en Segovia, de donde salí sin detenerme a visitar al generoso alcaide Tordesillas; pasé por Portillo y llegué al día siguiente a Valladolid. Al descubrir esta ciudad no pude menos de dar un profundo suspiro, que habiéndolo oído mi compañero, me preguntó la causa. «Hijo mío—le dije—, es la de que ejercí mucho tiempo en Valladolid la Medicina, y sobre este punto me están atormentando los remordimientos secretos de mi conciencia, pues me parece que todos aquellos que maté salen de sus sepulcros para venir a despedazarme.» «¡Qué imaginación!—dijo mi secretario—. ¡Sin duda, señor de Santillana, que es usted un pobre hombre! ¿Por qué se arrepiente usted de haber hecho su oficio? ¿Por ventura los doctores ancianos sienten los mismos remordimientos? No, señor; llevan la suya adelante con el mayor sosiego del mundo, imputando a la Naturaleza los accidentes funestos y atribuyéndose a ellos solamente los felices.»

«En verdad—repuse—que el doctor Sangredo,[154] cuyo método seguía yo fielmente, era de este carácter. Aunque viese morir cada día veinte enfermos entre sus manos, vivía tan persuadido de la excelencia de la sangría del brazo y de la bebida frecuente, a las cuales llamaba sus dos específicos para todo género de enfermedades, que si morían los pacientes lo achacaba siempre a haber bebido poco y a que no los habían sangrado bastante.» «¡Vive diez—exclamó Escipión dando una carcajada—, que me cita usted un sujeto original!» «Si tienes curiosidad de verle y oírle—repuse yo—, mañana la podrás satisfacer, como no haya muerto y esté en Valladolid, lo que dudo mucho, porque ya era viejo cuando le dejé y desde entonces acá se han pasado bastantes años.»

Lo primero que hicimos así que llegamos al mesón adonde fuimos a apearnos fué preguntar por el tal doctor. Supimos que aun no se había muerto, pero que, no pudiendo ya visitar ni hacer mucho movimiento a causa de su gran vejez, había abandonado el campo a otros tres o cuatro doctores, que habían adquirido gran fama por otro nuevo método de curar que no valía más que el suyo. Resolvimos hacer parada el día siguiente, tanto para que descansasen las mulas como por ver al doctor Sangredo. A cosa de las diez de la mañana fuimos a su casa y le hallamos sentado en una silla poltrona con un libro en la mano. Levantóse luego que nos vió, vino hacia nosotros con paso muy firme para un setentón, y nos preguntó qué le queríamos. «Pues qué, señor doctor—le respondí—, ¿es[155] posible que ya no me conozca usted, siendo así que tuve la fortuna de haber sido uno de sus discípulos? ¿No se acuerda usted de un cierto Gil Blas que en otro tiempo fué su comensal y su sustituto?» «¿Cómo así?—me replicó dándome un abrazo—. ¿Eres tú Santillana? Cierto que no te había conocido y me alegro infinito de volverte a ver. ¿Qué has hecho después que nos separamos? Sin duda, habrás ejercido siempre la Medicina.» «Teníale—le respondí—mucha inclinación, pero razones poderosas me apartaron de ella.»

«¡Peor para ti!—replicó Sangredo—. Con los principios que aprendiste de mí hubieras llegado a ser un médico hábil, con tal que el Cielo te hubiera hecho la gracia de preservarte del peligroso amor a la química. ¡Ah hijo mío!—exclamó arrancando un doloroso suspiro—. ¡Qué novedades se han introducido en la Medicina de algunos años a esta parte! A esta arte se le quita el honor y la dignidad; esta arte, que en todos tiempos ha respetado la vida de los hombres, hoy se halla en poder de la temeridad, de la presunción y de la impericia, porque los hechos hablan y presto alzarán el grito hasta las piedras contra el desorden de los nuevos prácticos: lapides clamabunt. Se ven en esta ciudad algunos médicos, o que se llaman tales, que se han uncido al carro de triunfo del antimonio: carrus triumphalis antimonii; unos desertores de la escuela de Paracelso, adoradores del quermes y curanderos de casualidad, que hacen consistir toda la ciencia médica en saber preparar algunas drogas quími[156]cas. ¿Qué más te diré? En su método todo está desconocido: la sangría del pie, por ejemplo, en otros tiempos tan raras veces practicada, hoy es la única que se usa; los purgantes, antiguamente suaves y benignos, se han convertido en emético y en quermes. Ya todo no es mas que un caos en que cada uno se toma la libertad de hacer lo que se le antoja y traspasa los límites del orden y de la sabiduría que nuestros primitivos maestros señalaron.»

Aunque estaba reventando por reír al oír una declamación tan cómica, pude contenerme. Y aun hice más: declamé contra el quermes, sin saber lo que era, y di al diablo sin más reflexión a los que lo habían inventado. Advirtiendo Escipión lo mucho que me divertía esta escena, quiso contribuir también por su parte a ella. «Yo, señor doctor—dijo a Sangredo—, soy sobrino de un médico de la escuela antigua, y como tal, pido a usted licencia para declararme enemigo de los remedios químicos. Mi difunto tío, que santa gloria haya, era tan ciego partidario de Hipócrates, que se batió muchas veces con los empíricos que no hablaban con el debido respeto de este rey de la Medicina. La razón no quiere fuerza. ¡De buena gana sería yo el verdugo de esos ignorantes novadores, de quienes usted se queja con tanta justicia como elocuencia! ¿Qué trastorno no causan en la sociedad civil esos miserables?»

«Ese desorden—replicó el doctor—va todavía más lejos de lo que usted piensa. De nada me ha[157] servido publicar un libro contra esos asesinos de la Medicina; antes al contrario, cada día van en aumento. Los cirujanos, cuyo gran hipo es querer hacer de médicos, se creen capaces de serlo cuando sólo se trata de recetar quermes y emético, añadiendo sangrías del pie a su antojo. Llegan hasta el punto de mezclar el quermes en las pócimas y cocimientos cordiales, y cátate que ya se juzgan iguales a los grandes médicos. Este contagio ha cundido hasta dentro de los claustros. Hay entre los frailes ciertos legos que son a un mismo tiempo boticarios y cirujanos. Estos monos médicos se aplican a la química y hacen drogas perniciosas, con las que abrevian la vida de sus padres reverendos. En fin, en Valladolid se cuentan más de sesenta conventos de frailes y monjas; contemple usted ahora el destrozo que hacen en ellos el quermes junto con el emético y la sangría del pie.» «Señor Sangredo—dije yo entonces—es muy justa la indignación de usted contra esos envenenadores; yo me lamento de lo mismo y entro a la parte en su compasivo temor por la vida de los hombres, manifiestamente amenazada por un método tan diferente del de usted. Mucho temo que la química no sea algún día la ruina de la Medicina, como lo es de los reinos la moneda falsa. ¡Quiera el Cielo que este día fatal no esté cerca de llegar!»

Aquí llegaba nuestra conversación cuando entró en el cuarto del doctor una criada vieja, que le traía en una bandeja un panecillo tierno, un vaso y dos garrafitas llenas, una de agua y otra de vino.[158] Luego que comió un bocado echó un trago, en el cual, ciertamente, había mezclado dos terceras partes de agua; pero esto no le libró de las reconvenciones que me daba motivo para hacerle. «¡Hola, hola, señor doctor!—le dije—. ¡Le he cogido a usted en el garlito! ¡Usted beber vino, cuando siempre se ha declarado contra esta bebida y cuando en las tres cuartas partes de su vida no ha bebido sino agua! ¿De cuándo acá se ha contrariado usted a sí mismo? No puede servirle de excusa su edad avanzada, pues en un lugar de sus escritos define la vejez diciendo que es una tisis natural que poco a poco nos va disecando y consumiendo, y, en fuerza de esta definición, lamenta usted la ignorancia de aquellos que llaman al vino la leche de los viejos. ¿Qué me dirá usted ahora en su defensa?»

«Digo—me respondió el viejo—que me reconvienes sin razón. Si yo bebiera vino puro, tendrías motivo para mirarme como a un infiel observador de mi propia doctrina; pero ya has visto que el vino que he bebido estaba muy aguado.» «Otra condición—le repliqué yo—, mi querido maestro: acuérdese usted de que llevaba muy a mal que el canónigo Cedillo bebiese vino, aunque lo mezclaba con mucha agua. Confiese usted de buena fe que al cabo ha reconocido su error y que el vino no es un licor tan funesto como usted lo sentó en sus obras, con tal que se beba con moderación.»

Hallóse nuestro doctor algo atarugado con esta réplica. No podía negar que en sus libros había prohibido el uso del vino; pero como la vergüenza[159] y la vanidad le impedían confesar que yo le hacía una justa reconvención, no sabía qué responderme. Para sacarle de este pantano mudé de conversación, y poco después me despedí de él, exhortándole a que se mantuviese siempre firme contra los nuevos médicos. «¡Animo, señor Sangredo!—le dije—. ¡No se canse usted de desacreditar el quermes y persiga a sangre y fuego la sangría del pie! Si a pesar de su celo y amor a la ortodoxia médica esa raza empírica logra arruinar la rigidez antigua, por lo menos tendrá usted el consuelo de haber hecho cuanto estaba de su parte para sostenerla!»

Al retirarnos mi secretario y yo a nuestro mesón, hablando del gracioso y original carácter del tal doctor, pasó cerca de nosotros por la calle un hombre como de cincuenta y cinco a sesenta años, que caminaba con los ojos bajos y un rosario de cuentas gordas en la mano. Miréle atentamente y sin dificultad conocí que era el señor Manuel Ordóñez, aquel buen administrador del hospital de quien se hizo tan honorífica mención en el capítulo XVII del libro primero de mi historia. Lleguéme a él con grandes muestras de respeto y le dije: «¡Salud al venerable y discreto señor Manuel Ordóñez, el hombre más a propósito del mundo para conservar la hacienda de los pobres!» Al oír estas palabras me miró con mucha atención y me respondió que mi fisonomía no le era desconocida, pero que no podía acordarse en dónde me había visto. «Yo iba—le respondí—a casa de usted en tiempo que le servía un amigo mío llamado Fabricio Núñez.» «¡Ah, ya[160] me acuerdo!—repuso el administrador con una sonrisa maligna—. Por señas, que los dos erais muy buenas alhajas e hicisteis admirables muchachadas. ¿Y qué se ha hecho el pobre Fabricio? Siempre que pienso en él, me tienen con cuidado sus asuntillos.»

«Me he tomado la libertad de detener a usted en la calle—dije al señor Manuel—precisamente para darle noticias suyas. Sepa usted que Fabricio está en Madrid ocupado en hacer obras misceláneas.» «¿A qué llamas obras misceláneas?», me replicó. «Quiero decir—le contesté—que escribe en prosa y en verso; compone comedias y novelas; en suma, es un mozo de ingenio y es bien recibido en las casas distinguidas.» «¿Y cómo lo pasa con su panadero?», me preguntó el administrador. «No tan bien—le respondí—como con las personas de calidad; porque, aquí para los dos, creo que está tan pobre como Job.» «¡Oh, en eso no tengo la menor duda!—repuso Ordóñez—. Haga la corte a los grandes todo lo que quisiere; sus complacencias, sus lisonjas y sus vergonzosas bajezas le producirán todavía menos que sus obras. Desde luego os lo pronostico: algún día le veréis en el hospital.»

«Esto no me causará novedad—dije yo—, porque la poesía ha llevado a él a otros muchos. Mucho mejor hubiera hecho mi amigo Fabricio en haberse mantenido a la sombra de usted, que a la hora de ésta estaría nadando en oro.» «A lo menos nada le faltaría—respondió Ordóñez—. Yo le quería bien y poco a poco le iba ascendiendo de puesto[161] en puesto, hasta asegurarle un sólido acomodo en la casa de los pobres, cuando se le antojó querer pasar por hombre de ingenio. Compuso una comedia, que hizo representar por los comediantes que a la sazón se hallaban en esta ciudad; la pieza logró aceptación, y desde aquel punto se le trastornó la cabeza al autor. Imaginóse ser otro Lope de Vega, y prefiriendo el humo de los aplausos del público a las verdaderas conveniencias que mi amistad le preparaba, se despidió de mi casa. En vano procuré persuadirle que dejaba la carne para correr tras la sombra; no pude detener a este loco, a quien arrastraba el furor de escribir. ¡No conocía su felicidad!—añadió—. Buena prueba es de esto el criado que recibí después que él me dejó; más juicioso que Fabricio, y con menos talento que él, se aplicó únicamente a desempeñar bien los encargos que le hago y a darme gusto. Por eso le he adelantado como merecía y en la actualidad está desempeñando en el hospital dos destinos, el menor de los cuales es más que suficiente para sustentar a un hombre de bien cargado de una numerosa familia.»


[162]

CAPITULO II

Prosigue Gil Blas su viaje y llega felizmente a Oviedo; en qué estado halla a su familia; muerte de su padre, y sus consecuencias.

Desde Valladolid nos pusimos en seis días en Oviedo, adonde llegamos sin habernos sucedido la menor desgracia en el viaje, a pesar del refrán que dice: Huelen de lejos los bandoleros el dinero de los pasajeros. A la verdad, si hubieran olido el nuestro, no habrían errado el golpe, y sólo dos habitantes de una cueva habrían bastado para soplarnos nuestros doblones, porque en la corte yo no había aprendido a ser valiente, y Beltrán, mi mozo de mulas, no parecía tener gana de dejarse matar por defender la bolsa de su amo; sólo Escipión era un poco espadachín.

Ya era de noche cuando llegamos a la ciudad. Nos apeamos en un mesón poco distante de la casa de mi tío el canónigo Gil Pérez. Deseaba yo tener noticia del estado en que se hallaban mis padres antes de presentarme a ellos; y para saberlo no podía dirigirme a quien me informase mejor que al mesonero y la mesonera, que sabía ser personas que no podrían ignorar cuanto pasaba en casa de sus vecinos. Con efecto, después de haberme mirado el mesonero con la mayor atención, me conoció y exclamó fuera de sí: «¡Por San Antonio de Padua, que éste es el hijo del buen escudero Blas[163] de Santillana!» «¡Sí, por cierto—añadió la mesonera—; él mismo es! Y apenas se ha mudado; es aquel despabiladillo Gil Blas, que tenía más talento que cuerpo. ¡Paréceme que le estoy viendo cuando venía aquí con la botella por vino para cenar su tío!»

«Señora—dije a la mesonera—, no se puede negar que tiene usted una memoria feliz. Pero deme usted, le ruego, noticias de mi familia; sin duda que mis padres no deben de estar en una situación agradable.» «Demasiado cierto es—respondió la mesonera—. Por triste que sea el estado en que usted pueda representárselos, no es posible imaginar que haya dos personas más dignas de compasión que ellos. El buen señor Gil Pérez está baldado de la mitad del cuerpo, y, naturalmente, vivirá muy poco. Su padre de usted, que de algún tiempo a esta parte vive con el canónigo, padece una opresión de pecho, o por mejor decir, se halla actualmente entre la vida y la muerte, y su madre de usted, que tampoco goza la mejor salud, se ve precisada a servir de asistenta a los dos enfermos.»

Así que oí esta relación, que me hizo conocer que era hijo, dejé a Beltrán en el mesón en guarda de mi equipaje, y acompañado de mi secretario Escipión, que no quiso apartarse de mi lado, pasé a casa de mi tío. Apenas me puse delante de mi madre, cuando cierta conmoción que sintió en su interior le hizo conocer quién yo era, aun antes de tener tiempo para examinar las facciones de mi rostro. «¡Hijo mío—me dijo tristemente echándome los brazos al cuello—, ven a ver morir a tu[164] padre; a tiempo llegas para ser testigo de tan doloroso espectáculo!» Diciendo esto, me llevó a un cuarto donde el triste Blas de Santillana, tendido en una cama que mostraba bien la miseria de un pobre escudero, estaba ya a los últimos. Sin embargo, aunque cercado de las sombras de la muerte, todavía conservaba algún conocimiento. «Amado esposo—le dijo mi madre—, aquí tienes a tu hijo Gil Blas, que te pide perdón de todos los disgustos que te ha causado y te ruega le eches tu bendición.» Al oír esto abrió mi padre los ojos, que ya comenzaban a cerrarse para siempre; fijólos en mí, y observando, a pesar de la postración en que se hallaba, que yo lloraba su pérdida, se enterneció de mi dolor. Quiso hablarme, mas no pudo. Yo entonces le tomé una mano, y mientras se la bañaba en lágrimas, sin poder proferir una palabra, exhaló el último aliento, como si sólo hubiera esperado a que yo llegase para expirar.

Mi madre tenía demasiado consentida esta muerte para afligirse desmedidamente; quizá me afligí yo más que ella, sin embargo de que mi padre en su vida me había dado la menor demostración de cariño. Además de que bastaba ser hijo suyo para llorarle, me acusaba a mí mismo de no haberle socorrido, y, acordándome de haber tenido esta insensibilidad, me consideraba como un monstruo de ingratitud, o por mejor decir, como un parricida. Mi tío, a quien vi después postrado en otra cama poco menos pobre y en un estado lastimoso, me hizo experimentar nuevos remordimientos.[165] «¡Hijo desnaturalizado!—me dije a mí mismo—. ¡Considera para tu mayor tormento la miseria en que se hallan tus parientes! Si los hubieras socorrido con parte de lo que te sobraba de los bienes que poseías antes de estar preso, les hubieras proporcionado las comodidades a que no podía alcanzar la renta de la prebenda, y de esta manera acaso hubieras alargado la vida a tu padre.»

El desdichado Gil Pérez estaba ya lelo; había perdido la memoria y el juicio. De nada me sirvió estrecharle entre mis brazos y darle muestras de mi ternura, porque ninguna impresión le hicieron. Por más que mi madre le decía que yo era su sobrino Gil Blas, no hacía mas que mirarme con un aire imbécil, sin responder nada. Aun cuando la sangre y el agradecimiento no me hubieran obligado a compadecerme de un tío a quien tanto debía, no hubiera podido menos de hacerlo viéndole en una situación tan digna de lástima.

Durante este tiempo Escipión guardaba un profundo silencio, me acompañaba en mi pena y mezclaba por amistad sus suspiros con los míos. Pareciéndome que después de tan larga ausencia tendría mi madre muchas cosas reservadas que decirme y que podía detenerla la presencia de un hombre a quien no conocía, le llamé aparte y le dije: «Vete, hijo mío, a descansar al mesón y déjame aquí con mi madre, que acaso te creería de más en una conversación que no recaerá sino sobre asuntos de familia.» Retiróse Escipión por no incomodarnos, y, efectivamente, mi madre y yo es[166]tuvimos hablando toda la noche. Nos dimos recíprocamente fiel cuenta de todo lo que a uno y otro nos había sucedido desde mi salida de Oviedo. Ella me hizo extensa relación de todas las desazones que había tenido en las varias casas donde había servido de dueña, confiándome en el asunto muchas cosas que no me hubiera alegrado las hubiese oído mi secretario, sin embargo de no tener yo nada reservado para él. Con todo el respeto que debo a la memoria de mi madre, diré que la buena señora era algo prolija en sus relaciones, y me hubiera ahorrado las tres cuartas partes de su historia si hubiese suprimido las circunstancias inútiles de ella.

Acabó por fin su relación y yo di principio a la mía. Conté por encima todas mis aventuras; pero cuando llegué a la visita que me había hecho en Madrid el hijo de Beltrán Moscada, el especiero de Oviedo, me extendí un poco sobre este pasaje. «Confieso, señora—dije a mi madre—, que recibí con despego al tal mozo, el cual, por vengarse de ello, no habrá dejado de hablaros muy mal de mí.» «Así es—me respondió—; díjonos que te había encontrado tan engreído con el favor del primer ministro de la Monarquía, que apenas te habías dignado conocerle, y que cuando te pintó nuestras miserias le oíste con mucha frialdad. Pero como los padres y las madres—añadió ella—-procuran siempre disculpar a sus hijos, no pudimos creer tuvieses tan mal corazón. Tu venida a Oviedo acredita la buena opinión que teníamos de ti y el[167] sentimiento de que te veo lleno lo acaba de confirmar.»

«Me hace mucho favor—respondí—ese buen concepto que a usted debo, pero lo cierto es que en la relación del hijo de Moscada hay alguna verdad. Cuando me vino a ver estaba yo embriagado con mi fortuna, y la ambición que me dominaba no me permitía pensar en mis parientes. De consiguiente, hallándome en semejante disposición, no es de admirar que recibiese mal a un hombre que, acercándose a mí de un modo grosero, me dijo brutalmente que, habiendo sabido que yo estaba más rico que un judío, iba a aconsejarme que enviase a ustedes algún dinero, respecto a que se veían en grande necesidad, y aun me echó en cara en términos nada comedidos mi indiferencia hacia mi gente. Me incomodó su llaneza, y, perdiendo la paciencia, le eché a empujones de mi cuarto. Confieso que me porté mal en aquella ocasión, que debí reflexionar no era culpa vuestra la falta de atención del especiero y que su consejo merecía seguirse, aunque había sido grosero el modo de dármelo. Esto fué lo que me ocurrió al pensamiento un momento después que había despedido a Moscada. La sangre hizo en mí su oficio, y, acordándome de mis obligaciones hacia mis padres, me avergoncé de haberlas cumplido tan mal y sentí remordimientos, de los cuales no puedo, sin embargo, hacer mérito con usted, puesto que fueron sofocados inmediatamente por la avaricia y por la ambición. Pero después fuí encerrado por orden del rey en el[168] alcázar de Segovia, en donde caí gravemente enfermo, y esta dichosa enfermedad es la que a usted le restituye su hijo. Sí, por cierto; mi enfermedad y mi prisión fueron las que hicieron recobrar a la Naturaleza todos sus derechos y las que me han desprendido enteramente de la Corte. Hoy sólo suspiro por la soledad y he venido a Asturias con el fin únicamente de suplicar a usted se venga conmigo a que disfrutemos juntos las dulzuras de una vida retirada. Si usted admite mi oferta, la conduciré a una posesión que tengo en el reino de Valencia, en donde espero que pasaremos una vida muy cómoda. Bien podrá usted conocer que mi ánimo era llevar también a mi padre; pero ya que el Cielo ha dispuesto otra cosa, logre yo a lo menos la satisfacción de tener en mi compañía a mi madre y pueda reparar con todas las posibles atenciones el tiempo que pasé sin servirle de nada.»

«Quedo muy agradecida de tus buenas intenciones—me dijo entonces mi madre—. Sin duda alguna me iría contigo a no impedírmelo algunas dificultades. En primer lugar, no puedo desamparar a tu tío y mi hermano en el estado en que se halla; después de eso, estoy muy connaturalizada con este país para que yo le deje. Sin embargo, como esto merece examinarse con madurez, quiero meditarlo despacio; por ahora solamente debemos pensar en los funerales de tu padre.» «Ese cuidado—le respondí—se lo encargaremos a ese mozo que usted ha visto conmigo, que es mi secretario; tiene talento y celo y podemos descuidar en él.»

[169]

No bien había pronunciado estas palabras cuando entró Escipión, porque era ya día claro. Preguntónos si podía servirnos de algo en el apuro en que nos hallábamos. Respondíle que llegaba muy a tiempo para recibir una orden importante que pensaba darle. Luego que se impuso de lo que se trataba, «¡Basta!—dijo—. Ya tengo ideada acá en mi cabeza toda la ceremonia y ustedes podrán fiarse de mí.» «Pero guardaos bien—añadió mi madre—de pensar en un funeral que tenga la menor apariencia de ostentación; por modesto que sea, nunca lo será demasiado para mi esposo, a quien toda la ciudad ha conocido por un escudero de los más pobres.» «Señora—respondió Escipión—, aunque hubiera sido mucho más infeliz, no por eso rebajaré dos maravedís. Sólo debo tener presente las circunstancias de mi amo: habiendo sido favorito del duque de Lerma, a su padre debe enterrársele con grandeza.»

Aprobé el designio de mi secretario y aun le encargué que no economizase el dinero; un resto de vanidad que yo conservaba todavía se despertó en esta ocasión. Me lisonjeé de que, haciendo este dispendio por un padre que ninguna herencia me dejaba, admirarían todos mi porte generoso. Mi madre por su parte, a pesar de la gran modestia que aparentaba, no dejaba de alegrarse de que su marido fuese enterrado con pompa. Dimos, pues, amplias facultades a Escipión, que sin perder tiempo marchó a dar las disposiciones necesarias para un suntuoso entierro.

[170]

Saliéronle muy bien; celebróse un funeral tan magnífico que irritó contra mí a la ciudad y arrabales; a todos los vecinos de Oviedo, desde el mayor hasta el menor, chocó infinito mi ostentación. «¡Este ministro de la noche a la mañana—decía uno—tiene dinero para enterrar a su padre y no lo tuvo para mantenerle!» «¡Mejor hubiera sido—decía otro—haber tenido más amor a su padre vivo que hacerle tantas honras después de muerto!» En fin, ninguna lengua pecó de corta; cada una disparó su saeta. No se contentaron con esto: cuando salimos de la iglesia, así a mí como a Escipión y a Beltrán nos cargaron de injurias, acompañándonos hasta nuestra casa las befas y gritos de los muchachos, los cuales llevaron a Beltrán a pedradas hasta el mesón. Para disipar la canalla que se había agolpado delante de la casa de mi tío fué menester que mi madre se asomase a la ventana y asegurase a todos que no tenía queja ninguna de mí. Otros hubo que fueron corriendo al mesón donde estaba mi silla, para hacerla mil pedazos, como infaliblemente lo hubieran ejecutado si el mesonero y la mesonera no hubieran hallado modo de sosegar aquellos ánimos furiosos y disuadirles de semejante intento.

Todas estas afrentas, que eran otros tantos efectos de lo que había hablado de mí el mozo especiero de la ciudad, me inspiraron tal aversión hacia mis paisanos, que determiné salir cuanto antes de Oviedo, en donde, a no haber sido esto, tal vez me hubiera detenido algún tiempo más. Díjeselo a mi[171] madre claramente, y como no estaba menos sentida que yo de ver lo mal que me había recibido mi país, no se opuso a mi resolución. Sólo se trató del modo de portarme con ella en adelante. «Madre—le dije—, ya que usted no puede abandonar a mi tío, no debo insistir en que se venga usted conmigo; pero como, según todas las señales, no puede estar muy distante el fin de sus días, deme usted palabra de venir a vivir en mi compañía luego que él fallezca.»

«Esa palabra, hijo mío, no te la daré; yo quiero pasar en Asturias los pocos días que me quedan de vida y con total independencia.» «Pues qué, señora—le repliqué—, ¿no será usted dueña absoluta en mi casa?» «No lo sé, hijo mío—me respondió—. Tal vez te enamorarás de alguna niña linda y te casarás con ella; será mi nuera, yo su suegra y no podremos vivir juntas.» «Usted—le dije—prevé los disgustos muy de lejos. Por ahora no pienso en casarme; pero si en algún tiempo tuviese esta idea, esté usted cierta de que mandaré a mi mujer que en todo y por todo esté sujeta a la voluntad de usted.» «Te obligas temerariamente a una cosa—repuso mi madre—que nunca podrás cumplir; antes bien, no me atrevería yo a afirmar que si entre la suegra y la nuera ocurriesen algunas desazones, no te declarases a favor de tu mujer antes que al mío, por grande que fuese su sinrazón.»

«Señora, habla usted como un oráculo—dijo mi secretario metiéndose en la conversación—. Yo pienso, como usted, que las nueras dóciles son muy[172] contadas. Así, pues, para que usted y mi amo queden contentos, ya que quiere usted decididamente permanecer en las Asturias y él en el reino de Valencia, será menester que le señale una renta anual de cien doblones, que yo me encargo de traer aquí todos los años, y por este medio la madre y el hijo estarán muy satisfechos uno de otro a doscientas leguas de distancia.» Aprobaron el convenio las dos partes interesadas, y yo desde luego pagué adelantado el primer año, y salí de Oviedo el día siguiente antes de amanecer, por miedo de que el populacho no me tratara como a San Esteban. Tal fué el recibimiento que se me hizo en mi patria. ¡Admirable lección para aquellas personas de humilde nacimiento que, habiéndose enriquecido fuera de su país, quieran volver a él para hacer de personas de importancia!


CAPITULO III

Toma Gil Blas el camino del reino de Valencia y llega en fin a Liria; descripción de su quinta, cómo fué recibido en ella y qué gentes encontró allí.

Tomamos el camino de León, después el de Palencia, y, siguiendo nuestro viaje a cortas jornadas, llegamos al cabo de veinte días a Segorbe, y al día siguiente por la mañana entramos en mi quinta, que sólo dista cinco leguas de aquella ciudad. Advertí que conforme nos íbamos acercando[173] mi secretario observaba con la mayor atención todas las quintas que a diestra y siniestra se le ofrecían a la vista. Luego que descubría alguna de grande apariencia, me decía enseñándomela con el dedo: «Me alegrara que fuera aquél nuestro retiro.»

«No sé, amigo mío—le dije—, qué idea te has formado de nuestra morada; pero si te la figuras como una casa magnífica, como la hacienda de un gran señor, desde luego te digo que estás muy equivocado. Si no quieres que tu imaginación se ría después de ti, represéntate aquella casa campestre que Mecenas regaló a Horacio, situada en el país de los Sabinos, cerca de Tívoli. Haz cuenta que don Alfonso me ha hecho un regalo muy semejante a aquél.» «Según eso—replicó Escipión—, sólo debemos esperar que tendremos por albergue una cabaña.» «Acuérdate—repuse yo—que siempre te hice una descripción muy modesta de ella, y si quieres juzgar por ti mismo de la fidelidad de mi pintura, vuelve la vista hacia el río Guadalaviar y mira sobre su orilla, junto a aquella aldehuela de nueve a diez casas, aquella que tiene cuatro torrecillas, que ésa es mi quinta.»

«¡Diantre!—exclamó entonces asombrado mi secretario—. ¡Aquel edificio es una preciosidad! Además del aspecto de nobleza que le dan sus torrecillas, puede añadirse que está bien situado, bien construído y rodeado de cercanías más deliciosas que los contornos de Sevilla, llamados por excelencia «el paraíso terrenal». El sitio no podía ser[174] más de mi gusto, aunque nosotros mismos le hubiéramos escogido. Riégale un río con sus aguas y un espeso bosque está brindando con su sombra al que quiera pasearse aun en la mitad del día. ¡Oh qué amable soledad! ¡Ah mi querido amo, todas las trazas son de que permaneceremos en él largo tiempo!» «Me alegro mucho—le respondí—de que te agrade tanto nuestro retiro, del cual aun no conoces todas las conveniencias.»

Divertidos en esta conversación llegamos finalmente a la casa, cuyas puertas nos fueron abiertas al punto que dijo Escipión que era yo el señor Gil Blas de Santillana, que iba a tomar posesión de su quinta. Al oír un nombre tan respetable para aquellas gentes, dejaron entrar la silla en un espacioso patio, donde al punto me apeé. Apoyándome gravemente de Escipión y haciendo de personaje, pasé a una sala, en la que inmediatamente se me presentaron siete u ocho criados, diciendo que venían a ofrecerme sus reverentes obsequios como a su nuevo señor, habiéndolos don César y don Alfonso escogido para que me sirviesen, uno de cocinero, otro de ayudante de cocina, otro de pinche de la misma, otro de portero y los demás de lacayos, con prohibición a todos de recibir de mí salario alguno, porque aquellos señores querían corriesen de su cuenta todos los gastos de mi casa. El principal de estos criados, y que como tal llevaba la palabra, era el cocinero, el cual se llamaba maestro Joaquín. Díjome había hecho una buena provisión de los mejores vinos de España y que, por[175] lo tocante al aderezo de la comida, habiendo tenido el honor de servir por espacio de seis años en la cocina del señor arzobispo de Valencia, esperaba componer unos platos que excitasen mi apetito. «Voy a disponerme—añadió—para dar a vuestra señoría una prueba de mi habilidad. Mientras llega la hora de comer, podrá vuestra señoría dar un paseo y visitar su quinta, para reconocer si se halla en estado de ser habitada por vuestra señoría.» Ya se puede considerar que yo no dejaría de hacer esta visita; y Escipión, aun más curioso de hacerla que yo, me fué conduciendo de pieza en pieza. Recorrimos toda la casa de arriba abajo, sin que ningún rincón se escapase a nuestra curiosidad, por lo menos así nos lo pareció, y por todas partes hallé motivos para admirar la gran bondad que don César y su hijo tenían para conmigo. Entre otras cosas llamaron mi atención dos aposentos adornados con unos muebles que, sin llegar a ser magníficos, eran de buen gusto. Estaba el uno colgado de tapicería de los Países Bajos, y en él una cama y sillas cubiertas de terciopelo, todo bien conservado, a pesar de haberse hecho en tiempo que los moros ocupaban el reino de Valencia. De igual gusto eran los muebles del otro aposento: cubría sus paredes una colgadura antigua de damasco genovés, de color de caña, con una cama y sillas de la misma tela guarnecidas de franjas de seda azul. Todos estos efectos, que en un inventario hubieran sido poco apreciados, parecían allí ostentosos.

Después de haber examinado bien todas las co[176]sas, mi secretario y yo volvimos a la sala, en la que estaba ya puesta una mesa con dos cubiertos. Sentámonos a ella y al punto se nos sirvió una olla podrida, tan delicada que nos dió lástima de que el arzobispo de Valencia no tuviese ya al cocinero que la había sazonado. Verdad es que teníamos buenas ganas y esto contribuía a que no nos supiese mal. A cada bocado que comíamos, mis lacayos de nueva fecha nos presentaban unos grandes vasos, que llenaban hasta el borde de un vino rico de la Mancha. No atreviéndose Escipión a dejar ver delante de ellos la satisfacción interior que experimentaba, me la daba a entender con miradas expresivas, y yo le manifestaba con las mías que estaba tan contento como él. Un plato de asado, compuesto de dos codornices gordas que acompañaban a un lebratillo de exquisito gusto, nos hizo dejar la olla podrida y acabó de saciarnos. Luego que hubimos comido como dos hambrientos y bebido a proporción, nos levantamos de la mesa para ir al jardín a dormir voluptuosamente la siesta en algún sitio fresco y agradable.

Si mi secretario se había mostrado hasta entonces muy satisfecho de cuanto había visto, aún lo quedó más cuando vió el jardín, que le pareció comparable con el parterre del Escorial. Bien es verdad que don César, que de cuando en cuando venía a Liria, tenía gusto en hacerlo cultivar y hermosear. Todas las calles estaban bien cubiertas de arena y enfiladas de naranjos; un gran estanque de mármol blanco, en cuyo centro un león de[177] bronce arrojaba copiosos chorros de agua, la hermosura de las flores y la diversidad de frutas, todos estos objetos embelesaron a Escipión. Pero lo que más le encantó fué una prolongada calle de árboles que bajaban en declive continuando hasta la habitación del arrendatario, cubierta con un espeso follaje de unos frondosos árboles. Haciendo el elogio de un sitio tan a propósito para preservarse del calor, nos detuvimos en él y nos sentamos al pie de un olmo, adonde el sueño acudió presto a apoderarse de dos hombres algo alegrillos que acababan de comer bien.

Dos horas después despertamos despavoridos al ruido de muchos escopetazos disparados tan cerca de nosotros que nos asustaron. Levantámonos precipitadamente, y para informarnos de lo que era fuimos a la casa del arrendatario, y allí encontramos ocho o diez aldeanos, todos vecinos del lugar, que disparaban y quitaban el orín de sus escopetas para celebrar mi venida, que acababan de saber. La mayor parte de ellos me conocían ya por haberme visto algunas veces en aquella quinta ejercer el empleo de mayordomo. Apenas me vieron, gritaron todos a un mismo tiempo: «¡Viva nuestro señor! ¡Sea bien venido a Liria!» Diciendo esto, volvieron a cargar sus escopetas y me obsequiaron con una descarga general. Recibílos con el mayor agrado que me fué posible, pero guardando siempre gravedad, porque no me pareció conveniente familiarizarme demasiado con ellos. Ofrecíles mi protección y les di además como unos[178] veinte doblones, expresión que, según creo, no fué la que menos les agradó. Retiréme después con mi secretario, dejándoles la libertad de echar todavía más pólvora al aire, y nos fuimos al bosque, en donde nos estuvimos paseando hasta la noche, sin que nos cansase la vista de los árboles; tanto nos embelesaba el gusto de vernos en nuestra nueva posesión.

Durante nuestro paseo no estaban ociosos el cocinero, su ayudante ni el galopín. Ocupábanse todos tres en disponernos una cena superior a la comida; tanto, que cuando volvimos del paseo y entramos en la sala donde habíamos comido, quedamos muy admirados de ver poner en la mesa cuatro perdigones asados, un guisado de conejo a un lado y un capón en pepitoria al otro, sirviendo después de intermedio orejas de puerco, pollos en escabeche y crema de chocolate. Bebimos abundantemente vino de Lucena y otros muchos excelentes. Cuando conocimos que ya no podíamos beber más sin exponer nuestra salud, pensamos en irnos a acostar. Mis criados tomaron entonces luces y me condujeron al mejor cuarto, en donde me desnudaron con mucha oficiosidad; pero luego que me dieron mi bata de noche y mi gorro de dormir, los despedí diciéndoles en tono de amo: «Retiraos, que ya no os necesito para lo demás.»

Habiéndolos despachado a todos, me quedé solo con Escipión para conversar un poco con él. Preguntéle qué juicio formaba del trato que se me daba por orden de los señores de Leiva. «¡Por vida[179] mía—me respondió—, que me parece no puede dárseos mejor y solamente deseo que esto dure mucho!» «Pues yo no lo deseo—le repliqué—. No debo permitir que mis bienhechores hagan tantos gastos por mí, porque esto sería abusar de su generosidad. Fuera de eso, tampoco me acomoda servirme de criados asalariados por otro, porque creería no hallarme en mi casa. A todo esto se añade que yo no me he retirado aquí para vivir con tanto aparato. ¿Qué necesidad tenemos de tantos criados? Bástanos, Beltrán, un cocinero, un mozo de cocina y un lacayo.» Sin embargo de que a mi secretario no le pesaría vivir siempre a costa del gobernador de Valencia, no se opuso a mi delicadeza en este punto; antes bien, conformándose con mi dictamen, aprobó la reforma que yo quería hacer. Decidido esto, se salió él de mi cuarto para retirarse al suyo.


CAPITULO IV

Marcha Gil Blas a Valencia y visita a los señores de Leiva; de la conversación que tuvo con ellos y de la buena acogida que le hizo doña Serafina.

Acabé de desnudarme y me acosté; pero viendo que no podía quedarme dormido, me abandoné a mis reflexiones. Se me representó la generosidad con que los señores de Leiva pagaban la inclinación que yo les tenía, y, sumamente agradecido a[180] las nuevas señales que de ello me daban, resolví marchar el día siguiente a visitarlos para satisfacer la impaciencia que tenía de manifestarles mi gratitud. Ya me complacía anticipadamente la idea de volver a ver pronto a Serafina; pero este placer no era del todo completo, porque no podía pensar sin pesadumbre en que al mismo tiempo tenía que soportar la presencia de la señora Lorenza Séfora, que, pudiéndose acordar todavía del lance del bofetón, no se alegraría mucho de verme. Cansada la imaginación con todas estas especies, me quedé finalmente dormido, y no desperté hasta que empezó a dejarse ver el sol.

Me levanté con prontitud, y, enteramente puesto el pensamiento en el viaje que meditaba, tardé poco en vestirme. Al acabar entró mi secretario en mi cuarto. «Escipión—le dije—, aquí tienes a un hombre que se dispone para ir a Valencia. No puedo menos de ir inmediatamente a visitar a unos señores a quienes debo mi buena fortuna, y cada instante de tardanza en el cumplimiento de este deber parece acusarme de ingratitud. A ti, amigo mío, te dispenso de acompañarme; quédate aquí durante mi ausencia, que no pasará de ocho días.» «Id, señor—respondió—, y cumplid con don Alfonso y su padre, que me parece agradecen el celo que se les manifiesta y que están muy reconocidos a los servicios que se les han hecho; son tan raras las personas distinguidas que tienen ese carácter, que no están por demás cualesquiera consideraciones que se les manifiesten.» Di orden a Beltrán[181] para que se dispusiese a partir, y mientras que él preparaba las mulas tomé yo el chocolate. En seguida monté en mi silla, dejando mandado a mis criados que mirasen a mi secretario como a mi misma persona y que obedeciesen sus órdenes como las mías.

En menos de cuatro horas llegué a Valencia y fuí en derechura a apearme a las caballerizas del gobernador. Dejando allí mi carruaje, hice me condujesen al cuarto de este señor, en donde se hallaba a la sazón con su padre don César. Abrí sin ceremonia la puerta y, acercándome a los dos, «Los criados—les dije—no envían recado delante para presentarse a sus amos; aquí está un antiguo criado de vuestras señorías, que viene a ofrecerles sus respetos.» Diciendo esto, quise arrodillarme en su presencia; pero ellos no lo permitieron, y ambos me estrecharon entre su brazos con todas las demostraciones de una verdadera amistad. «Y bien, mi querido Santillana—me dijo don Alfonso—, ¿has ido ya a Liria a tomar posesión de tu hacienda?» «Sí, señor—le respondí—, y suplico a vuestra señoría se sirva permitirme que se la devuelva.» «¿Pues por qué?—me replicó—. ¿Has encontrado en ella alguna cosa que no te acomode?» «¡Nada de eso!—respondí—. Por lo que toca a la posesión me agrada infinito; pero lo que no me acomoda es tener en ella cocineros de arzobispo y tres veces más criados de los que he menester, ocasionando a vuestra señoría un gasto tan crecido como superfluo.»

[182]

«Si hubieras aceptado—dijo don César—la pensión de dos mil ducados que te ofrecimos en Madrid, nos hubiéramos limitado a regalarte esa quinta alhajada como está; pero no habiéndola tú querido admitir, nos pareció que en recompensa debíamos hacer lo que hicimos.» «Eso es demasiado—le respondí—; basta que vuestras señorías me favorezcan con la hacienda, que es suficiente para colmar todos mis deseos. Además de lo mucho que cuesta a vuestras señorías mantener tanta gente, aseguro que una familia tan numerosa me incomoda y me causa gran sujeción. En suma, señores—añadí—, o vuestras señorías recobran su finca o dígnense dejármela gozar a mi modo.» Pronuncié estas últimas palabras con tanta entereza, que padre e hijo, que de ningún modo querían violentarme, me permitieron al fin disponer de la quinta como mejor me pareciese.

Les repetía mil gracias por haberme concedido esta libertad, sin la cual yo no podía ser dichoso, cuando don Alfonso me interrumpió diciendo: «Mi querido Gil Blas, quiero presentarte a una dama que tendrá singular gusto de verte.» Y hablando de este modo me tomó de la mano y me condujo al cuarto de Serafina, la cual así que me vió prorrumpió en un grito de alegría. «Señora—le dijo el gobernador—, creo que la llegada de nuestro amigo Santillana a Valencia no os será menos gustosa que a mí.» «De eso—respondió ella—el mismo Santillana debe estar muy persuadido. No ha sido capaz el tiempo de borrar de mi memoria el favor[183] que me hizo, y añado al agradecimiento que me merece el que debo a un hombre a quien vos sois deudor.» Respondí a mi señora la gobernadora que me consideraba más que suficientemente pagado del peligro que yo había corrido juntamente con los demás que me ayudaron a librarla, exponiendo mi vida por conservar la suya, y después de muchos cumplimientos recíprocos don Alfonso me sacó fuera del cuarto de Serafina y fuimos a reunimos con don César, a quien hallamos en una sala acompañado de muchos caballeros que estaban aquel día convidados a comer.

Saludáronme todos con mucha cortesanía, y me hicieron tantos más acatamientos cuanto que supieron por don César que yo había sido uno de los principales secretarios del duque de Lerma. Y aun quizá no ignorarían la mayor parte de ellos que don Alfonso había obtenido a influjo mío el Gobierno de Valencia, porque al cabo todo se llega a saber. Como quiera que sea, desde que nos sentamos a la mesa sólo se habló del nuevo cardenal; unos hacían, o aparentaban hacer, grandes elogios de él, y otros le ensalzaban, pero entre dientes y, como se suele decir, con la boca chica. Luego conocí que con esto querían incitarme a que hablase extensamente sobre su eminencia y que los divirtiese a costa suya. De buena gana hubiera dicho lo que pensaba de él, pero contuve la lengua, lo que me hizo pasar en el concepto de aquellos caballeros por un mozo muy discreto.

Concluída la comida, se retiraron los convidados[184] a sus casas a dormir la siesta. Don César y su hijo, instados del mismo deseo, se encerraron en sus cuartos. Yo, lleno de impaciencia por ver cuanto antes una ciudad que tanto había oído alabar, salí del palacio del gobernador con ánimo de pasear las calles. Encontré a la puerta un hombre que se acercó a mí y me dijo: «¿Me dará licencia el señor de Santillana para que le salude?» Preguntéle quién era y me respondió: «Soy el ayuda de cámara del señor don César y era uno de sus lacayos cuando usted estaba de mayordomo de la casa. Todas las mañanas iba al cuarto de usted, que siempre me hacía mil favores, y le informaba de todo lo que pasaba en casa. ¿No se acuerda usted que un día le dije que el cirujano de la aldea de Leiva entraba secretamente en el cuarto de la señora Lorenza Séfora?» «De eso me acuerdo muy bien—le respondí—. Y ahora que se habla de esa dueña, ¿qué se ha hecho?» «¡Ah!—repuso él—. Luego que usted se ausentó, la pobre mujer cayó mala de pasión de ánimo, y al cabo murió más llorada del ama que del amo.»

Después que el ayuda de cámara me informó del triste fin de Séfora me pidió perdón de lo que me había detenido y me dejó proseguir mi camino. No pude menos de suspirar acordándome de aquella desdichada dueña, y, compadeciéndome de su suerte, me echaba la culpa de su desgracia, sin pensar que debía atribuirse más bien a su cáncer que al mérito mío de que se había prendado.

Observaba con gusto todo lo que parecía digno[185] de ser notado en la ciudad. El palacio arzobispal entretuvo agradablemente mi vista, y lo mismo los hermosos pórticos de la Lonja; pero lo que me llevó toda la atención fué una gran casa que vi a lo lejos, en la cual entraba mucha gente. Acerquéme a ella para saber por qué acudía allí un concurso tan crecido de hombres y mujeres, y presto salí de mi curiosidad leyendo estas palabras escritas con letras de oro en una lápida de mármol negro que estaba sobre la puerta: Posada de los representantes. Leí también los carteles en los cuales los cómicos ofrecían por la primera vez aquel día la representación de una tragedia nueva de don Gabriel Triaquero.


CAPITULO V

Va Gil Blas a la comedia y ve representar una tragedia nueva; qué éxito tuvo la pieza. Carácter del pueblo de Valencia.

Detúveme algunos momentos a la puerta para hacerme cargo de las personas que entraban, y habíalas de todas calidades. Vi caballeros de buena traza y ricamente vestidos y gentualla de tan mala catadura como traje. Vi varias señoras de título que se apeaban de sus coches para ir a ocupar los aposentos que habían mandado tomar y algunas aventureras que iban a caza de mentecatos. Este confuso tropel de toda clase de espectadores me [186] inspiró el deseo de aumentar su número. Ya me disponía a tomar billete, cuando el gobernador y su esposa llegaron. Reconociéronme entre la muchedumbre y, habiéndome mandado llamar, me llevaron a su palco, en donde me senté detrás de los dos, de modo que podía hablar cómodamente con ambos. Estaba el salón lleno de gente de alto a bajo; el patio, muy apiñado, y la luneta llena de caballeros de las tres Ordenes militares. «¡Grande entrada!», dije a don Alfonso. «No hay que admirarse de eso—me respondió—, porque la tragedia que se va a representar está compuesta por don Gabriel Triaquero, apellidado el poeta de moda. Cuando los carteles de los cómicos anuncian alguna nueva composición suya, toda la ciudad de Valencia se pone en movimiento; hombres y mujeres no saben hablar de otra cosa; todos los palcos se abonan, y el día de la primera representación se estropean las gentes a la puerta por entrar, siendo así que se dobla el precio, exceptuando únicamente el del patio, a quien siempre se respeta demasiado por temor de que se altere.» «Sin duda—dije entonces al gobernador—que esa viva curiosidad del público, esa furiosa impaciencia que tiene por oír todas las composiciones nuevas de don Gabriel me dan una idea ventajosa del ingenio de ese poeta.»

Al llegar aquí nuestra conversación se dejaron ver en el teatro los actores. Callamos inmediatamente para oírlos con atención. Desde el principio comenzaron los aplausos; a cada verso se repetían, y al fin de cada jornada había un palmoteo[187] que parecía venirse al suelo el teatro. Concluída la representación, me mostraron al autor, el cual iba modestamente por los aposentos a recoger los aplausos de que caballeros y damas le llenaban a competencia.

Nosotros volvimos al palacio del gobernador, adonde poco después llegaron tres o cuatro caballeros cruzados y dos autores antiguos muy apreciables en su clase, acompañados de un caballero de Madrid, sujeto de talento y de gusto. Todos habían estado en la comedia, y durante la cena no se habló sino de la nueva pieza. «¿Qué les parece a ustedes de la tragedia?—preguntó un caballero de Santiago—. ¿No es esto lo que se llama una obra perfecta? Pensamientos sublimes, expresiones tiernas, versificación vigorosa; nada le falta. En una palabra, es un poema compuesto para los inteligentes.» «No creo—respondió un caballero de Alcántara—que nadie pueda pensar de él de otra manera. Esta pieza tiene algunos trozos que parecen dictados por el mismo Apolo, y ciertos lances manejados con destreza; dígalo si no el señor—añadió, dirigiendo la palabra al caballero castellano—, que me parece entendido, y apuesto a que es de mi opinión.» «No apueste usted, caballero—le respondió el de Madrid con cierta risita falsa—. Yo no soy de este país; en Madrid no acostumbramos a decidir con tanta facilidad. Lejos de juzgar del mérito de una pieza que oímos por la primera vez, desconfiamos de sus bellezas cuando solamente la escuchamos en boca de los actores, y [188] por mucha impresión que nos haga suspendemos el juicio hasta haberla leído, porque en la realidad no siempre nos causa en el papel el mismo placer que nos ha causado en la escena. Por eso antes de calificar un poema—prosiguió—lo examinamos escrupulosamente, y por grande que pueda ser la fama de un autor, no puede deslumbrarnos. Cuando Lope de Vega y Calderón ofrecían composiciones nuevas, hallaban jueces severos en sus admiradores, los cuales no los elevaron a la cumbre de la gloria hasta después de haber juzgado que eran dignos de ella.»

«¡Oh! Por cierto—interrumpió el caballero de Santiago—, nosotros no somos tan tímidos como ustedes; no esperamos para decidir a que se imprima una pieza. A la primera representación conocemos todo su mérito. Ni aun para eso nos es necesario oírla con la mayor atención, sino que nos basta saber que es producción de don Gabriel para persuadirnos de que no tiene ningún defecto. Las obras de este poeta deben servir de época al nacimiento del buen gusto. Los Lopes y los Calderones no eran mas que unos aprendices en comparación de este gran maestro del teatro.» El madrileño, que miraba a Lope y a Calderón como a los Sófocles y Eurípides de los españoles, indignado con este discurso temerario, exclamó: «¡Qué sacrilegio dramático! Supuesto, señores, que ustedes me obligan a juzgar como acostumbran por la primera representación, les diré que no me ha gustado la tragedia de su don Gabriel. Es un drama zurcido [189] de rasgos más brillantes que sólidos. Las tres cuartas partes de los versos son malos, o sin buena rima; los caracteres, mal formados o mal sostenidos, y los conceptos, frecuentemente muy obscuros.»

Los dos autores que estaban a la mesa, y que por una moderación tan loable como rara no habían dicho nada por que no se les sospechase de envidiosos, no pudieron menos de aprobar con los ojos la opinión de este caballero, lo que me hizo creer que su silencio era menos un efecto de la perfección de la obra que de su política. En cuanto a los caballeros cruzados, comenzaron de nuevo a elogiar a don Gabriel, y aun le colocaron entre los dioses. Esa extravagante apoteosis y ciega idolatría impacientaron al castellano, que, alzando las manos al cielo, exclamó repentinamente entusiasmado: «¡Oh divino Lope de Vega, raro y sublime ingenio que dejaste un inmenso espacio entre ti y todos los Gabrieles que quieran igualarte! ¡Y tú, melifluo Calderón, cuya suavidad elegante y purgada de epicismo es inimitable! ¡No temáis uno ni otro que vuestros altares sean derribados por este hijo novel de las Musas! Muy afortunado será si la posteridad, cuya delicia formaréis así como formáis la nuestra, hace mención de él.»

Este gracioso apóstrofe, que ninguno esperaba, hizo reír a toda la concurrencia, con lo cual se levantó de la mesa y se retiró. A mí me condujeron por orden de don Alfonso al cuarto que me tenía dispuesto. Encontré en él una buena cama, en [190] la que, habiéndose acostado mi señoría, se durmió, compadeciéndome tanto como el caballero castellano de la injusticia que los ignorantes hacían a Lope y a Calderón.


CAPITULO VI

Gil Blas, paseándose por las calles de Valencia, encuentra a un religioso a quien le parece conocer; qué hombre era este religioso.

Como no había podido ver toda la ciudad el día anterior, me levanté y salí al siguiente para acabar de examinarla. Divisé en la calle a un cartujo, que sin duda iba a negocios de su comunidad. Caminaba con los ojos bajos y con un aspecto tan devoto que se llevaba la atención de todos. Pasó muy cerca de mí; miréle atentamente y me pareció ver en él a don Rafael, aquel aventurero que ocupa tan honorífico lugar en varios capítulos de esta historia.

Me quedé tan asombrado y conmovido de este inesperado encuentro, que en vez de acercarme al monje permanecí inmóvil por algunos momentos, lo que le dió tiempo para alejarse de mí. «¡Justo Cielo!—dije—. ¿Se habrán visto jamás dos rostros más parecidos? ¿Qué deberé pensar? ¿Creeré que éste es Rafael? Pero ¿puedo imaginar que no lo sea?» Tuve demasiada curiosidad de saber la verdad para no pasar adelante.

[191]

Hice que me enseñasen el camino de la Cartuja, adonde fuí al momento con la esperanza de volver a ver al tal hombre cuando se restituyese al monasterio, y resuelto a detenerle para hablarle; pero no tuve necesidad de aguardarle para quedar enterado de todo. Al llegar a la puerta del monasterio otra cara que yo conocía trocó mi duda en certidumbre, y reconocí en el lego portero a Ambrosio Lamela, mi antiguo criado.

Fué igual la sorpresa de ambos de encontrarnos allí. «¿Será acaso una ilusión?—le dije al saludarle—. ¿Es realmente un amigo mío el que tengo a la vista?» Al pronto no me conoció, o acaso fingió no conocerme; pero considerando que era inútil la ficción y haciendo como quien de repente se acuerda de una cosa olvidada, «¡Ah, señor Gil Blas!—exclamó—. ¡Perdone usted si no le conocí tan prontamente! Desde que vivo en este santo lugar y me dedico a cumplir con los deberes que prescriben nuestras reglas, voy perdiendo insensiblemente la memoria de lo que he visto en el mundo.»

«Tengo un verdadero gozo—le dije—de volverte a ver después de diez años con un traje tan respetable.» «Y yo—respondió—me avergüenzo de presentarme con él a un hombre que ha sido testigo de mi mala vida; este hábito me la está continuamente reprendiendo. ¡Ah!—añadió dando un suspiro—. ¡Para ser digno de llevarle debiera haber vivido siempre en la inocencia!» «Por ese modo de hablar, que me causa sumo placer—le repliqué—, se ve claramente, mi caro hermano, que el dedo[192] del Señor os ha tocado. Vuelvo a deciros que me lleno de gozo y estoy impaciente por saber de qué modo milagroso entrasteis en el buen camino vos y don Rafael, porque estoy persuadido de que es él a quien acabo de encontrar en la ciudad en hábito de cartujo. Me ha pesado de no haberle detenido en la calle para hablarle y le espero aquí para reparar mi falta cuando se retire al monasterio.»

«No se engañó usted—me dijo Lamela—; el mismo don Rafael es a quien usted ha visto. Y en cuanto a la relación que usted me pide, es la siguiente: Después de habernos separado de usted cerca de Segorbe, el hijo de Lucinda y yo tomamos el camino de Valencia, con ánimo de hacer allí alguna de las nuestras. Quiso la casualidad que entrásemos en la iglesia de cartujos a tiempo que los religiosos estaban rezando en el coro; detuvímonos a considerarlos y conocimos por nuestra misma experiencia que los malos no pueden menos de venerar la virtud. Admirámonos del fervor con que rezaban, de aquel aire penitente y desasido de los placeres del siglo y de la serenidad que se dejaba ver en sus semblantes y que manifestaba tan bien la quietud de su conciencia. Haciendo estas observaciones caímos en una meditación que nos fué saludable. Comparamos nuestras costumbres con las de estos buenos religiosos, y la diferencia que hallamos entre unas y otras nos llenó de turbación y de inquietud. «Lamela—me dijo don Rafael luego que salimos de la iglesia—, ¿qué impresión ha causado en ti lo que acabamos de ver?[193] Por lo que a mí toca, no puedo ocultártelo: no tengo el ánimo sosegado, me agitan unos movimientos que me son desconocidos y por la primera vez de mi vida me acuso de mis iniquidades.» «En igual disposición me hallo yo—le respondí—. Las malas acciones que he cometido se levantan en este instante contra mí, y mi corazón, que jamás había sentido remordimientos, está en la actualidad despedazado por ellos.» «¡Ah, querido Ambrosio—continuó mi compañero—, somos dos ovejas descarriadas que el Padre celestial quiere por su piedad volver al aprisco! El es, amigo mío. El es quien nos llama. No seamos sordos a su voz: renunciemos a nuestras iniquidades, dejemos la disolución en que vivimos y comencemos desde hoy a trabajar seriamente en el grande negocio de nuestra salvación. Debemos pasar el resto de nuestra vida en este monasterio y consagrarla a la penitencia.» Aprobé el pensamiento de Rafael—prosiguió el hermano Ambrosio—y tomamos la generosa resolución de meternos cartujos. Para ponerla por obra recurrimos al padre prior, que apenas supo nuestro designio cuando, para probar nuestra vocación, mandó se nos diesen celdas y se nos tratase como a religiosos durante un año entero. Observamos las reglas con tanta exactitud y constancia, que fuimos recibidos de novicios. Estábamos tan contentos con nuestro estado y tan llenos de fervor, que sufrimos valerosamente los trabajos del noviciado, y en seguida se nos admitió a la profesión. Poco después de ella, habiendo mostrado[194] don Rafael un talento a propósito para el manejo de negocios, le nombraron para aliviar a un padre anciano que era entonces procurador. Más hubiera querido el hijo de Lucinda emplear todo el tiempo en la oración, pero se vió obligado a sacrificar este gusto a la necesidad que se tenía de él. Adquirió un conocimiento tan completo de los intereses de la casa, que le juzgaron capaz de substituir al anciano procurador, muerto tres años después. Y así está ejerciendo en la actualidad este cargo y puede decirse que le desempeña con grande satisfacción de los padres, que alaban mucho su conducta en la administración de los bienes temporales. Pero lo que más me admira es que, a pesar del cuidado que se le confió de recaudar nuestras rentas, no parece ocupado sino en la vida eterna. Si los negocios le dejan un momento de reposo, se abisma en profundas meditaciones; en una palabra, es uno de los mejores individuos de este monasterio.»

Interrumpí a Lamela cuando llegaba aquí con un grande movimiento de gozo que manifesté al ver a Rafael, que a este punto se dejó ver de nosotros. «¡He aquí—exclamé—, he aquí el santo procurador que yo estaba esperando con tanta impaciencia!» Y al mismo tiempo corrí hacia él y le di un abrazo. No se desdeñó de recibirle, y sin dar la más leve muestra de que mi visita le hubiese causado la menor alteración, «¡Sea Dios loado, señor de Santillana!—me dijo con una voz llena de dulzura—. ¡Dios sea loado por el placer que me causa el veros!» «Verdaderamente—le dije—, mi querido[195] Rafael, yo tomo toda la parte posible en vuestra felicidad. Fray Ambrosio me ha contado la historia de vuestra conversión y confieso que su relación me ha encantado. ¡Qué ventura la vuestra, amados amigos míos, la de poder lisonjearos de ser de aquel corto número de escogidos que deben gozar de una bienaventuranza eterna!»

«Dos miserables como nosotros—respondió en tono muy humilde el hijo de Lucinda—no podían concebir semejante esperanza; pero el arrepentimiento de los pecados les hizo hallar gracia ante el Padre de las misericordias. Y usted, señor Gil Blas—añadió—, ¿no piensa también en merecer que el Señor le perdone las culpas que contra él ha cometido? ¿Qué asuntos le han traído a usted a Valencia? ¿Ejerce, por desgracia, algún empleo peligroso?» «No, a Dios gracias—les respondí—; desde que salí de la corte hago una vida honrada. Unas veces gozo de la inocente diversión del campo, en una hacienda que tengo distante pocas leguas de esta ciudad, y otras vengo a recrearme algunos días con mi amigo el señor gobernador, a quien ustedes dos conocen muy bien.»

Entonces les conté la historia de don Alfonso de Leiva, que oyeron con atención, y cuando les dije que yo había llevado de parte de este señor a Samuel Simón los tres mil ducados que le habíamos hurtado, Lamela me interrumpió, y dirigiendo la palabra a Rafael le dijo: «Según eso, padre Hilario, el buen mercader ya no debe quejarse de un robo que se le ha restituído con usura, y nosotros dos[196] debemos tener la conciencia bien tranquila sobre este punto.» «Con efecto—dijo el procurador—, antes que el hermano Ambrosio y yo tomásemos el hábito hicimos entregar secretamente a Samuel Simón mil quinientos ducados por mano de un honrado eclesiástico que quiso tomarse el trabajo de ir a Chelva a hacer esta restitución secreta. Tanto peor para Samuel si fué capaz de embolsarse esta cantidad después de haber sido reintegrado por el señor de Santillana.» «Pero esos mil quinientos ducados—repliqué yo—, ¿se le entregaron fielmente?» «Sin duda alguna—contestó don Rafael—; yo respondería de la integridad del eclesiástico como de la mía.» «Y yo también la abonaría—dijo Lamela—, especialmente después que ganó dos pleitos que le suscitaron por depósitos que se le habían confiado y en los que fueron condenados en costas sus acusadores.»

Nuestra conversación duró todavía algún tiempo y luego nos separamos, ellos exhortándome a que tuviese siempre presente el santo temor de Dios y yo recomendándome a sus buenas oraciones. Fuí al momento a verme con don Alfonso y le dije: «Nunca acertaría vuestra señoría con quién acabo de tener una larga conversación. No hago más que separarme de dos venerables cartujos que vuestra señoría conoce: el uno se llama el padre Hilario y el otro el hermano Ambrosio.» «Te equivocas—me respondió don Alfonso—, porque no conozco a ningún cartujo.» «Perdone vuestra señoría—le repliqué—, pues conoció en Chelva al her[197]mano Ambrosio, comisario de la Inquisición, y al padre Hilario, secretario.» «¡Oh cielos!—exclamó sorprendido el gobernador—. ¿Será posible que Rafael y Lamela se hayan metido cartujos?» «Es positivo—le respondí—, y años ha que profesaron. El primero es procurador de la casa, y el segundo, portero.»

Quedó pensativo algunos momentos el hijo de don César y luego, meneando la cabeza, dijo: «¡Harto será que el señor comisario de la Inquisición y su secretario no estén representando aquí una nueva comedia!» «Usía—repuse yo—juzga de lo presente por el tiempo pasado; pero yo, que vengo de hablarles, juzgo más benignamente. Es verdad que no se ve en el fondo de los corazones, mas, según todas las apariencias, éstos son dos bribones convertidos.» «Bien puede ser—respondió don Alfonso—, porque hay muchos libertinos que después de haber escandalizado al mundo con sus desórdenes se encierran en los claustros para hacer una rigurosa penitencia. Me alegraría mucho de que nuestros dos monjes fueran de estos libertinos.»

«¿Y por qué no lo serían?—le dije—. Ellos han abrazado voluntariamente la vida monástica muchos años ha y se portan en ella con la mayor edificación.» «Di todo lo que quisieres—me contestó el gobernador—, pero a mí nada me gusta que los caudales del monasterio estén en poder del padre Hilario, de quien no podría menos de desconfiar. Cuando me acuerdo de la donosa relación que nos hizo de sus aventuras, tiemblo por los po[198]bres cartujos. Quiero suponer, como tú, que haya tomado el hábito con muy buena intención, pero el manejo del dinero puede despertar su codicia. A ningún borracho que ha dejado el vino se le debe fiar la llave de la bodega.»

Pocos días después se verificó no ser infundada la desconfianza del gobernador. Desaparecieron de repente el procurador y el portero con el dinero del monasterio, noticia que no dejó de dar que reír a los burlones, que celebran siempre las desgracias de los religiosos que tienen fama de ricos. Por lo que toca al gobernador y a mí, nos compadecimos de los cartujos, sin hacer alarde de que conocíamos a los apóstatas.


CAPITULO VII

Gil Blas se restituye a su quinta de Liria; de la noticia agradable que Escipión le dió y de la reforma que hicieron en su familia.

Ocho días fueron los que me detuve en Valencia, gozando del mundo y viviendo como los condes y marqueses, entretenido en ver comedias y concurrir a bailes, conciertos, banquetes y tertulias de damas, proporcionándome todas estas diversiones tanto el señor gobernador como la señora gobernadora, a quienes hice la corte tan cumplidamente que ambos sintieron mi regreso a Liria y[199] aun me obligaron antes de marchar a que les prometiera repartir el tiempo entre ellos y mi soledad. Convinimos en que permanecería en la ciudad el invierno y el verano en mi quinta. Con esta condición me dejaron libertad mis bienhechores para que me fuese a gozar de sus beneficios.

Escipión, que deseaba con ansia mi vuelta, se alegró infinito de ella, aumentándose su gozo con la relación que le hice de mi viaje. «Y tú, amigo mío—le pregunté—, ¿qué te has hecho aquí durante mi ausencia? ¿Te has divertido mucho?» «Cuanto puede hacerlo—me respondió—un criado fiel que nada ama tanto como la presencia de su amo. He paseado por todos los puntos de nuestros pequeños Estados, y sentándome unas veces junto a la fuente que está en el bosque, contemplaba con particular gusto la claridad de sus aguas, tan puras y cristalinas como las de aquella sagrada fuente cuyo estruendo hacía resonar el espacioso bosque de Albunea, y recostado otras al pie de un árbol oía cantar a los ruiseñores y jilgueros. En fin, he cazado, he pescado; pero lo que me ha gustado aún más que todos estos pasatiempos ha sido la lectura de muchos libros tan útiles como entretenidos.»

Interrumpí con precipitación a mi secretario preguntándole dónde había hallado aquellos libros. «Los he encontrado—me respondió—en una selecta librería que hay en casa, que me ha enseñado el maestro Joaquín.» «Pero ¿en qué parte está esta librería?—le volví a preguntar—. ¿No registramos[200] toda la casa el día que llegamos?» «Así le pareció a usted—me respondió—; pero sepa que solamente recorrimos tres distritos, olvidándosenos el cuarto, y allí es donde don César, cuando venía a Liria, empleaba una parte de su tiempo en la lectura. Hay en esta librería muy buenos libros, que se nos han dejado como un recurso seguro contra el tedio para cuando nuestros jardines despojados de flores y nuestro bosque de hoja no puedan preservarnos de él. Los señores de Leiva no han hecho las cosas a medias, sino que han cuidado tanto del alimento espiritual como del corporal.»

Esta noticia me causó una verdadera alegría. Hice que me enseñasen el cuarto distrito, en el cual se me ofreció un espectáculo muy agradable. Halléme en una vivienda que desde luego destiné para mi morada, como don César la había escogido para sí. La cama de dicho señor estaba allí todavía con todos los adornos, es a saber: una tapicería que representaba el rapto de las Sabinas. De aquella cámara pasé a un gabinete que tenía estantes bajos alrededor llenos de libros y sobre la estantería los retratos de todos nuestros reyes. Había también en él, al lado de una ventana que tenía vistas a una campiña deliciosa, un escritorio de ébano delante de un gran sofá de tafilete negro; pero lo que principalmente llamó mi atención fué la librería. Componíase de obras de filósofos, poetas, historiadores y gran número de libros de caballerías. Conocí que don César gustaba de éstos en vista de los muchos que de esta clase había juntado. Con[201]fieso, no sin rubor, que yo no era menos aficionado a estas producciones, a pesar de las extravagancias de que están atestadas, ya porque no fuese entonces un lector delicado, ya porque lo maravilloso hace a los españoles muy indulgentes. Con todo eso, diré en abono mío que hallaba más deleite en los libros de moral recreativa y que Luciano, Horacio y Erasmo eran mis autores favoritos.

«Amigo mío—dije a Escipión luego que pasé la vista por mi librería—, aquí sí que tenemos en qué divertirnos; mas por ahora no pienso en otra cosa que en reformar nuestra familia.» «Ya le he ahorrado a usted—me respondió—la mitad de ese trabajo. Durante su ausencia he estudiado bien a sus criados y me atrevo a decir que los conozco perfectamente. Comencemos por el maestro Joaquín: creo que es un bribón completo, y no pongo la menor duda en que le habrán despedido de casa del arzobispo por algunos errores de aritmética en las cuentas del gasto de cocina. No obstante, es necesario conservarle, por dos razones: la primera, porque es buen cocinero, y la segunda, porque yo no le perderé de vista, espiaré todas sus acciones y en verdad que ha de ser muy diestro para podérmela pegar. Ya le he dicho que usted estaba en ánimo de despedir las tres partes de sus criados, noticia que le turbó y apesadumbró mucho; tanto, que llegó a decirme que teniendo, como tenía, tanta inclinación a servir a usted, se contentaría con la mitad del salario que goza al pre[202]sente, sólo por no salir de casa, lo que me hace sospechar que hay en la aldea alguna muchachuela de quien no quisiera alejarse. Por lo que toca al ayudante de cocina—prosiguió—, es un borracho, y el portero un insolente que para nada le necesitamos, como tampoco al cazador. El oficio de éste le podré yo desempeñar muy bien, como se lo haré ver a usted mañana, ya que tenemos en casa escopetas, pólvora y municiones. Entre los lacayos sólo hay uno que me parece buen mozo, y es el aragonés. Nos quedaremos con él y echaremos a los demás, que son unas malas cabezas, pues a ninguno de ellos tendría yo en casa aun cuando tuviéramos necesidad de cien criados.»

Después de haber tratado largamente sobre todos estos puntos resolvimos quedarnos con el cocinero, con el mozo de cocina y con el aragonés y despedir con buen modo a todos los demás. Así se ejecutó en aquel mismo día, regalándoles Escipión en nombre mío, además de su salario, algunos doblones que sacó del arca del dinero. Hecha esta reforma, emprendimos establecer cierto orden en la quinta, arreglando las obligaciones que correspondían a cada criado y comenzando desde entonces a mantenernos a nuestra costa. Yo me hubiera contentado con un trato frugal; pero mi secretario, que apetecía los buenos bocados y platos regalados, no era hombre que quisiese tener ociosa la habilidad del maestro Joaquín. La ejercitó tan bien, que nuestras comidas y cenas eran abundantes y delicadas.


[203]

CAPITULO VIII

Amores de Gil Blas y de la bella Antonia.

Dos días después de mi vuelta de Valencia a Liria, el labrador Basilio, mi arrendatario, vino al tiempo en que me estaba vistiendo a pedirme el permiso para presentarme a su hija Antonia, que deseaba, decía él, tener el honor de saludar a su nuevo amo. Habiéndole respondido que en eso me daría mucho gusto, se salió, y volvió inmediatamente a entrar con la hermosa Antonia. Creo deber dar este epíteto a una joven de diez y seis a diez y ocho años, que, además de unas facciones regulares, tenía unos colores muy hermosos y los mejores ojos del mundo. Sólo estaba vestida de sarga; pero su garboso talle, su aire majestuoso y unas gracias que no siempre acompañan a la juventud, daban realce a la sencillez de su traje. Tenía la cabeza descubierta, el pelo recogido atrás y un ramillo de flores encima, imitando la sencillez de las lacedemonias.

Cuando la vi entrar en mi cuarto me quedé tan suspenso de ver su hermosura como los paladines de Carlo Magno cuando vieron a la bella Angélica. En vez de recibir a Antonia con jovial desembarazo y decirle algunas cosas lisonjeras, en vez de congratular a su padre por la fortuna de tener tan preciosa y agraciada hija, quedé admirado, turbado, suspenso y sin poder pronunciar palabra. Es[204]cipión, que conoció mi turbación, tomó la palabra por mí e hizo la costa de las alabanzas que yo debía a aquella amable persona. Ella, a quien no deslumbró mi persona en bata y gorro, me saludó sin cortarse y me hizo un cumplido que, aunque de los más comunes, me acabó de encantar. Entre tanto que mi secretario, Basilio y su hija se hacían recíprocos cumplimientos, yo volví en mí, y como si quisiera compensar el estúpido silencio que había guardado hasta entonces, pasé de un extremo a otro, extendiéndome en discursos obsequiosos y hablando con tanta fogosidad que Basilio entró en cuidado, y considerándome ya como un hombre que iba a poner en ejecución cuanto le fuese dable para seducir a Antonia, se apresuró a salir con ella de mi cuarto, resuelto quizá a apartarla de mi vista para siempre.

Así que Escipión se halló a solas conmigo me dijo sonriéndose: «Otro remedio tenéis contra el fastidio de la soledad. No sabía yo que vuestro arrendatario tuviese una hija tan linda, porque nunca la vi, aunque estuve dos veces en su casa. Debe de cuidar de guardarla, y en esto le disculpo, porque en realidad es un bocado muy apetitoso; pero—añadió—esto creo que no es necesario decírselo a usted, porque a la primera vista le deslumbró.» «No te lo niego—respondí—. ¡Ah hijo mío! He creído ver una diosa en aquella criatura; me ha dejado de repente abrasado en amor. El rayo tarda más en herir que la flecha con que ella ha atravesado mi corazón.»

[205]

«Mucho gozo me causa usted—replicó mi secretario—en confesarme que al fin ha llegado a enamorarse. Para ser enteramente feliz en la soledad de los campos no le faltaba otra cosa. ¡Ahora sí que, gracias a Dios, tiene usted todo lo que ha menester! Bien sé—continuó—que nos costará algún trabajo burlar la vigilancia de Basilio; pero eso corre de mi cuenta, y he de hacer que antes de tres días logre usted tener una secreta conversación con Antonia.» «Señor Escipión—le respondí—, quizá no podría usted cumplir esa palabra, fuera de que no quiero hacer experiencia de ello. Estoy muy distante de querer tentar la virtud de esa doncella, cuyo recato me parece merecer otras consideraciones. Y así, lejos de exigir de tu celo me ayudes a deshonrarla, sólo deseo que emplees tu mediación en facilitar mi casamiento con ella, con tal que su corazón no esté ya prendado de otro.» «No esperaba yo, ciertamente—me respondió—, que usted tomase tan de golpe semejante resolución. En verdad que no todos los señores de aldea, si se hallasen en igual caso que usted, procederían con tanta honradez ni se dirigirían a solicitar a Antonia por medios legítimos sino después de haber tentado otros inútilmente. Por lo demás—añadió—, no crea usted que desapruebo su amor, ni que esto lo digo por disuadirle de su intento, pues, al contrario, confieso que la hija del arrendatario es merecedora del honor que usted quiere hacerle, siempre que pueda entregar a usted un corazón intacto y agradecido. Eso es lo que hoy mismo[206] sabré por la conversación que pienso tener con su padre y quizá con ella misma.»

Mi confidente era un hombre puntualísimo en cumplir lo que prometía. Fué a verse secretamente con Basilio y por la tarde vino a mi gabinete, donde yo le estaba esperando entre la impaciencia y el temor. Observé que volvía muy alegre, lo que me hizo pronosticar desde luego que me traía buenas nuevas. «Si he de creer a tu risueña cara—le dije—, estoy en que vienes a anunciarme que presto veré satisfechos mis deseos.» «Así es—me respondió—, mi querido amo. Todo le sale a usted a medida de su deseo. He hablado a Basilio y a su hija del designio de usted. El padre está lleno de gozo de saber que usted quiere ser su yerno y puedo asegurar que sois del gusto de Antonia.» «¡Oh Cielo!—interrumpí todo enajenado de gozo—. ¡Conque he tenido la dicha de parecer bien a tan amable criatura!» «No lo dude usted—me respondió—; ella os ama ya, y en verdad que esta confesión no la he oído de su boca, sino que la he inferido de la alegría que ha manifestado al saber vuestro designio. Sin embargo—prosiguió—, usted tiene un rival.» «¡Un rival!», exclamé poniéndome pálido. «No os inquietéis por eso—me dijo—; este rival no os robará el corazón de vuestra dama. Ese tal es el maestro Joaquín, vuestro cocinero.» «¡Ah ladrón!—dije entonces, soltando una gran carcajada—. ¡Ve ahí por qué ha mostrado tal repugnancia a dejar mi servicio!» «Cabalmente—añadió Escipión—, días pasados pidió en matrimonio a[207] Antonia, que le fué negada cortésmente.» «Salvo tu mejor parecer, creo que convendrá—le repliqué yo—deshacernos de ese pícaro antes que llegue a saber que quiero casarme con la hija de Basilio. Un cocinero, como sabes, es un rival peligroso.» «Tiene usted razón—respondió mi confidente—; se le debe echar de casa. Mañana por la mañana le despediré antes que se ponga a disponer la comida, y con eso usted ya no tendrá nada que temer de sus salsas ni de su amor. Sin embargo—continuó Escipión—, no deja de dolerme el perder tan buen cocinero; pero sacrifico mi golosina a la seguridad de usted.» «No debes—le dije—sentir tanto su pérdida, porque no es irreparable. Voy a hacer venir de Valencia a un cocinero que valga tanto como él.» En efecto, inmediatamente escribí a don Alfonso diciéndole que necesitaba un cocinero, y al día siguiente me envió uno que consoló a Escipión.

Aunque este celoso secretario me había dicho haber advertido que Antonia allá en su interior se alegraba mucho de haber hecho la conquista de su señor, no me atrevía a fiarme de su relación, temiendo se hubiese dejado engañar de falsas apariencias. Para cerciorarme de ello resolví hablar yo mismo a la hermosa Antonia, y a este efecto me fuí a casa de Basilio, a quien confirmé cuanto le había dicho mi embajador. Este buen labrador, hombre sencillo y franco, después de haberme escuchado, me aseguró que me concedía su hija con una indecible satisfacción. «Pero no piense vuestra señoría—añadió—que se la doy porque es se[208]ñor de este lugar; aun cuando no fuera vuestra señoría más que mayordomo de don César y de don Alfonso le preferiría a todos los demás amantes que se presentasen, porque siempre le he tenido grande inclinación, y lo que más siento es que mi Antonia no tenga una dote considerable que ofrecerle.» «No le pido ninguna—le dije—; su persona es el único bien a que aspiro.» «Doy a vuestra señoría mil gracias—exclamó—, pero no es esa mi cuenta. Yo no soy ningún descamisado para casar así a mi hija. Basilio de Buentrigo tiene, a Dios gracias, con qué dotarla, y quiero que ella dé a vuestra señoría de cenar si vuestra señoría le da de comer. En una palabra, las rentas de esta quinta no exceden de quinientos ducados y yo haré que lleguen a mil en gracia de este matrimonio.»

«Pasaré por cuanto quisieres, mi amigo Basilio—le respondí—, y nunca reñiremos por materia de intereses. Supuesto que los dos estamos de acuerdo, sólo se trata de obtener el consentimiento de tu hija.» «Usía tiene ya el mío—me dijo—; ¿y éste no basta?» «No—le respondí—. Si el tuyo me es necesario, el de ella lo es también.» «El suyo depende del mío—repuso él—, y no se atreverá a resollar en mi presencia.» «Antonia—le repliqué—, sumisa a la autoridad paternal, sin duda estará pronta a obedecerte ciegamente, mas no sé si en esta ocasión lo hará sin repugnancia, y por poca que tuviese nunca me consolaría de haber sido causa de su desgracia. En fin, no me basta que me des su mano, sino que es necesario que su cora[209]zón no lo sienta.» «¡Qué diantre!—dijo Basilio—. Yo no entiendo todas esas filosofías; hable vuestra señoría mismo con Antonia y verá, si mucho no me engaño, que nada apetece más que ser vuestra esposa.» Dicho esto, llamó a su hija y me dejó un momento a solas con ella.

Para no malograr tan preciosos instantes, fuí desde luego al asunto. «Bella Antonia—le dije—, decide de mi suerte. Aunque tengo ya el consentimiento de tu padre, no creas que quiero valerme de él para violentar tu gusto. Por dulce que me sea tu posesión, yo la renuncio si me dices que no la he de deber sino solamente a tu obediencia.» «Eso es, señor—me respondió ella—, lo que nunca os diré. Vuestra solicitud es para mí tan grata, que jamás podrá causarme pena, y en vez de oponerme al consentimiento de mi padre, apruebo su elección. No sé—prosiguió—si hago bien o mal en hablaros de este modo; pero si no me hubierais agradado sería bastante franca para decíroslo. ¿Pues por qué no podré declararos lo contrario con la misma libertad?»

Al oír estas palabras, que no pude escuchar sin quedar enajenado, hinqué una rodilla en tierra delante de Antonia, y en el exceso de mi alegría, tomándole una de sus hermosas manos, se la besé con ademán tierno y apasionado. «Mi amada Antonia—le dije—, tu franqueza me hechiza. ¡Continúa! ¡No te violentes por nada, pues hablas a tu esposo! ¡Lea yo en tus ojos lo que pasa en tu corazón, para que pueda lisonjearme de que no verás [210] sin complacencia estrecharse tu suerte con la mía.» A esta sazón entró Basilio y no pude proseguir. Deseoso éste de saber lo que su hija me había respondido, y dispuesto a reñirla si me hubiese manifestado la menor aversión, volvió prontamente a reunirse conmigo. «Y bien—me dijo—, ¿está vuestra señoría contento con la respuesta de Antonia?» «Lo estoy tanto—le respondí—, que desde este momento voy a ocuparme en los preparativos de mi casamiento.» Y dicho esto dejé a padre e hija para ir a celebrar consejo sobre el asunto con mi secretario.


CAPITULO IX

Casamiento de Gil Blas y la bella Antonia; aparato con que se hizo; qué personas asistieron a él y fiestas con que se celebró.

Aunque no necesitaba permiso de los señores de Leiva para casarme, juzgamos Escipión y yo que no podría excusarme, sin faltar a la gratitud, de participarles mi designio de unirme con la hija de Basilio y aun de pedirles su consentimiento por política.

Marchó al momento a Valencia, donde todos se quedaron tan sorprendidos de verme como de saber el motivo de mi viaje. Don César y don Alfonso, que conocían a Antonia por haberla visto varias veces, me dieron mil enhorabuenas de haberla elegido por esposa. Sobre todo don César me hizo un[211] cumplimiento tan expresivo, que, a no estar yo persuadido de que aquel señor había dejado del todo ciertos pasatiempos, sospecharía que más de una vez había ido a Liria no tanto por ver su quinta como a la hija de su arrendador. Serafina, por su parte, después de haberme asegurado que siempre tomaría mucho interés en mis satisfacciones, me dijo que había oído hacer mil elogios de Antonia. «Pero—añadió con algo de malicia, y como para zaherirme sobre la indiferencia con que había correspondido al amor de Séfora—, aunque no me hubieran ponderado su hermosura, jamás hubiera dudado de tu buen gusto, porque sé lo delicado que es.»

No se contentaron don César y su hijo con aprobar mi matrimonio, sino que quisieron que los gastos de la boda corriesen todos de su cuenta. «Vuelve—me dijeron—a tomar el camino de Liria y no salgas de allí hasta que oigas hablar de nosotros, ni hagas preparativo alguno para la boda, que ese es cuidado nuestro.»

Por condescender con la voluntad de aquellos señores, me volví a mi quinta. Comuniqué a Basilio y a su hija las intenciones de nuestros protectores, y estuvimos esperando con la mayor paciencia que nos fué posible noticias suyas. Ninguna tuvimos en el espacio de ocho días, pero al noveno vimos llegar un coche de cuatro mulas con costureras dentro, que traían hermosas telas de seda para vestir a la novia, escoltando el coche muchos lacayos montados en mulas. Uno de ellos me en[212]tregó una carta de parte de don Alfonso, en que me decía este señor que el día siguiente estaría en Liria con su padre y su esposa y que al otro celebraría la ceremonia del matrimonio el provisor de Valencia. Con efecto, al otro día llegaron a mi quinta don César, su hijo, Serafina y el provisor, todos cuatro en un coche de seis caballos, precedido de otro con cuatro, en que venían las criadas de Serafina, y seguido de la guardia del gobernador.

Luego que la gobernadora entró en la quinta, mostró vivos deseos de ver a Antonia, la cual, así que supo la llegada de Serafina, acudió a saludarla y besarle la mano, lo que ejecutó con tanta gracia que dejó admirada a la comitiva. «Y bien, Serafina—preguntó don César a su nuera—, ¿qué os parece Antonia? ¿Podía Santillana hacer una elección mejor?» «No—respondió Serafina—; parece que nacieron el uno para el otro, y no dudo que su enlace será muy feliz.» En fin, todos alabaron mi novia, y si les pareció bien con su vestido de sarga, quedaron aún más encantados de ella cuando se presentó con traje ostentoso, pues, según la nobleza y desembarazo de su persona, parecía no haber usado otros en su vida.

Llegado el momento en que un dulce himeneo había de unir para siempre nuestra suerte, don Alfonso me tomó de la mano para conducirme al altar y Serafina hizo el mismo honor a la novia. En este orden nos dirigimos a la iglesia de la aldea, en donde nos estaba esperando el provisor[213] para casarnos, ceremonia que se celebró con grandes aclamaciones de los habitantes de Liria y de los labradores ricos del contorno a quienes había convidado Basilio a la boda de Antonia, los cuales llevaban consigo a sus hijas adornadas de cintas y de flores y con panderetas en la mano. Nos volvimos en seguida a la quinta, en donde, por disposición de Escipión, director del festín, había prevenidas tres mesas, una para los señores, otra para su comitiva, y la tercera, que era la mayor, para todos los demás convidados. Antonia se sentó a la primera, porque así lo quiso la gobernadora; yo hice los honores de la segunda y Basilio asistió a la de los aldeanos. Escipión a ninguna se sentó; no hacía más que ir y venir de una a otra, cuidando de que las mesas estuviesen bien servidas y todos contentos.

Los cocineros del gobernador eran los que habían dispuesto la comida, y ya se deja entender que nada faltaría en ella. Los exquisitos vinos de que el maestro Joaquín había hecho provisión para mí se gastaron con profusión. Los convidados comenzaban a acalorarse, y reinaba una alegría general, cuando fué turbada de repente por un acontecimiento que me sobresaltó. Habiendo entrado mi secretario en la sala donde yo comía con los principales criados de don Alfonso y las criadas de Serafina, cayó de repente desmayado, perdiendo el conocimiento. Levantéme prontamente a socorrerle, y mientras estaba ocupado en hacerle volver en sí, una de las criadas se desmayó también.[214] Todos nos persuadimos que estos dos desmayos encerraban algún misterio. Y en efecto, ocultaban uno que tardó poco en aclararse, porque, recobrando de allí a poco Escipión el uso de los sentidos, me dijo en voz baja: «¡El día más alegre para usted había de ser para mí el más infausto! ¡Ninguno puede evitar su desgracia!—añadió—. ¡Acabo de encontrar a mi mujer en una de las criadas de Serafina!»

«¡Qué es lo que oigo!—exclamé—. ¡No puede ser! ¿Cómo? ¿Serías acaso el marido de esa mujer que acaba de desmayarse al mismo tiempo que tú?» «Sí, señor—me respondió—, soy su marido, y juro a usted que no podía la fortuna jugarme una pieza más ruin que presentarla a mis ojos.» «Ignoro, amigo mío—repliqué—, las razones que tienes para quejarte de tu esposa; pero sea el que fuere el motivo que haya dado para ello, te ruego que te reprimas. Si me amas, no turbes la fiesta haciendo público tu resentimiento.» «Señor—repuso Escipión—, quedaréis satisfecho de mí. Vais a ver si sé disimular perfectamente.»

Hablando de este modo, se acercó hacia su mujer, a quien sus compañeras también habían hecho volver en sí, y abrazándola con tanta ternura como si efectivamente hubiera estado lleno de gozo por volverla a ver, «¡Ah mi querida Beatriz!—le dijo—¡Conque al fin el Cielo nos vuelve a juntar al cabo de diez años de separación! ¡Oh dulce momento para mí!» «Yo no sé—le respondió su mujer—si experimentas realmente algún placer en volverme[215] a encontrar; pero a lo menos estoy bien persuadida de que no te di ningún motivo justo para abandonarme. Porque me encontraste una noche con el señor don Fernando de Leiva, que estaba enamorado de mi ama Julia, y a cuya pasión favorecía yo, se te figuró a ti que yo le daba oídos a costa de tu honor y del mío; al momento te trastornan la cabeza los celos, dejas a Toledo y huyes de mí como de un monstruo, sin dignarte siquiera pedirme satisfacción y escuchar mis descargos. Dime ahora, si gustas, ¿cuál de los dos tiene más derecho para quejarse?» «Tú, sin duda», le replicó Escipión. «Ciertamente que sí—continuó ella—. Don Fernando, luego que partiste de Toledo, se casó con Julia, a la que estuve sirviendo todo el tiempo que vivió; pero después que una muerte temprana nos la arrebató, me tomó a su servicio su hermana mi señora, y tanto ella como todas sus criadas te podrán informar de la pureza de mis costumbres.»

No teniendo qué replicar mi secretario a estas razones, pues no podía probar fuesen falsas, cedió gustoso a la fuerza de ellas y dijo a su esposa: «Vuelvo a repetir que reconozco mi culpa y te pido perdón de ella a vista de este respetable concurso.» Entonces, intercediendo por él, rogué a Beatriz olvidase lo pasado, asegurándole que su marido no pensaría en adelante más que en tratarla con el mayor cariño. Rindióse a mi súplica; todos los circunstantes celebraron la reunión de estos dos esposos, y para solemnizarla mejor se les hizo sentar a una mesa juntos. Se repitieron a[216] porfía los brindis por la salud de entrambos, y más parecía que el festín se había dispuesto para celebrar aquella reconciliación que para festejar mi boda.

La tercera mesa fué la primera que quedó desierta. Levantáronse de ella los aldeanos para formar bailes con las jóvenes aldeanas, que con el ruido de sus panderetas atrajeron bien pronto a los convidados de las otras mesas y les inspiraron el deseo de seguir su ejemplo. Todos se pusieron en movimiento; los dependientes del gobernador bailaron con las criadas de la gobernadora, y hasta los mismos señores se mezclaron en la fiesta. Don Alfonso bailó una zarabanda con Serafina y don César otra con Antonia, la cual vino después a buscarme para que bailase con ella, y en verdad que no lo hizo mal para una persona que no tenía mas que algunos principios de baile que había aprendido en casa de una parienta suya avecindada en Albarracín. Yo, que, como ya he dicho, me había enseñado a bailar en casa de la marquesa de Chaves, pasé en el concepto de todos por un gran bailarín. Beatriz y Escipión prefirieron al baile una conversación entre los dos para darse recíproca cuenta de lo que les había sucedido mientras habían estado separados; pero fué interrumpido su coloquio por Serafina, que, informada de su encuentro, los hizo llamar para manifestarles lo mucho que de ello se alegraba. «Hijos míos—les dijo—, en este día de regocijo se acrecienta mi satisfacción viéndoos restituídos uno a otro. Amigo Escipión—añadió—, ahí te entrego a tu esposa,[217] asegurándote que su conducta ha sido siempre irreprensible. Vive aquí con ella en perfecta armonía. Y tú, Beatriz, dedícate al servicio de Antonia y no le seas menos afecta que tu marido lo es al señor de Santillana.» Escipión, no pudiendo ya a vista de esto mirar a su mujer sino como a otra Penélope, prometió tratarla con todas las atenciones imaginables.

Retiráronse los aldeanos y aldeanas a sus casas después de haber estado bailando toda la tarde; pero continuó la fiesta en la quinta. Sirvióse una magnífica cena, y cuando se trató de irse todos a recoger, el provisor bendijo el lecho nupcial. Serafina desnudó a la novia y los señores de Leiva me hicieron la misma honra. Lo más gracioso fué que los dependientes de don Alfonso y las criadas de la gobernadora quisieron para divertirse practicar la misma ceremonia: desnudaron a Beatriz y a Escipión, los cuales, para hacer más cómica la escena, se dejaron desnudar y acostar, guardando gran gravedad.


CAPITULO X

Lo que sucedió después de la boda de Gil Blas y de la bella Antonia. Principio de la historia de Escipión.

Al día siguiente de mi boda los señores de Leiva regresaron a Valencia, después de haberme dado otras mil señales de amistad, de tal modo que mi [218] buen secretario y yo nos quedamos solos en la quinta con nuestras mujeres y nuestros criados.

El empeño que hicimos uno y otro en agradar a nuestras esposas no fué inútil, pues en poco tiempo inspiré yo a la mía tanto amor como le profesaba, y Escipión hizo olvidar a la suya los disgustos que le había causado. Beatriz, que era de carácter dócil y afable, se granjeó fácilmente el cariño de su nueva ama y ganó su confianza. En fin, todos cuatro nos avinimos perfectamente y comenzamos a gozar de una suerte envidiable, pasando la vida en los más dulces entretenimientos. Antonia era bastante seria; pero Beatriz y yo éramos muy alegres, y aun cuando no lo fuéramos, nos bastaría estar con Escipión para no conocer la melancolía, porque era un hombre sin igual para la sociedad, una de aquellas personas festivas que sólo con presentarse divierten a la concurrencia.

Un día que después de comer se nos antojó ir a dormir la siesta al sitio más apacible del bosque, mi secretario estaba de tan buen humor que nos quitó a todos el sueño con sus graciosas ocurrencias. «¡Calla esa boca—le dije—, amigo mío; o si quieres que no durmamos, cuéntanos alguna cosa que merezca nuestra atención!» «Con mucho gusto, señor—me respondió—. ¿Quiere usted que le cuente la historia del rey don Pelayo?» «De mejor gana oiría la tuya—le repliqué—; pero este gusto nunca me lo has querido dar desde que vivimos juntos, ni espero que jamás me lo des. ¿De qué proviene esto?» «Si no he contado a usted la historia de mi[219] vida ha consistido en que jamás me ha manifestado el menor deseo de saberla; por consiguiente, no tengo yo la culpa de que usted ignore mis aventuras, y por poca curiosidad que tenga de oírlas estoy pronto a satisfacérsela.» Antonia, Beatriz y yo le cogimos la palabra y nos dispusimos a escuchar su relación, que no podía menos de causar en nosotros un buen efecto, ya divirtiéndonos o ya excitándonos al sueño.

«Yo—comenzó a decir Escipión—sería hijo de un grande de España de primera clase, o cuando menos de un caballero del hábito de Santiago o de Alcántara, si esto hubiera estado en mi mano; pero como ninguno es dueño de escoger padre, han de saber ustedes que el mío, llamado Toribio Escipión, fué un honrado cuadrillero de la Santa Hermandad. Como iba y venía por los caminos reales, por donde su profesión le obligaba a andar casi siempre, cierto día encontró casualmente entre Cuenca y Toledo a una gitanilla que le pareció muy linda. Caminaba sola a pie y llevaba consigo todo su ajuar en una especie de mochila echada al hombro. «¿Adonde vas así, prenda mía?», le dijo, suavizando cuanto pudo la voz, que era naturalmente bronca. «Caballero—contestó ella—, voy a Toledo, donde de un modo o de otro espero ganar de comer, viviendo honradamente.» «Tu intención es muy loable—replicó él—, y no dudo que para eso tendrás varios arbitrios.» «Sí, gracias a Dios—respondió la gitanilla—, tengo varias habilidades; sé hacer pomadas y quintas esencias muy úti[220]les para las damas, digo la buenaventura, sé dar vueltas al cedazo para hacer que se encuentren las cosas perdidas y muestro cuanto se quiere ver en una redoma o en un espejo.»

»Pareciéndole a Toribio que una joven como ésta era un partido muy ventajoso para un hombre como él, a quien su empleo apenas le producía para mantenerse, sin embargo de saber desempeñarlo con la mayor exactitud, le propuso si quería ser su esposa. Aceptó la niña la propuesta; se fueron ambos inmediatamente a Toledo, en donde se casaron, y en mí ven ustedes el digno fruto de este noble matrimonio. Fijaron su residencia en un arrabal, en donde mi madre comenzó a vender pomadas y quintas esencias; pero viendo que este trato producía poco, comenzó a hacer de adivina. Entonces fué cuando se vieron llover en su casa pesos duros y doblones. Mil mentecatos de ambos sexos pusieron bien pronto en auge la fama de Coscolina, que así se llamaba la gitana. No pasaba día sin que viniese alguno a ocuparla en su ministerio; ya llegaba un sobrino pobre que quería saber cuándo su tío, de quien era único heredero, partiría para la otra vida; ya llegaba una doncella que deseaba con ansia averiguar si un caballero mozo que le había dado palabra de casamiento se la cumpliría.

»Persuádome de que ustedes darán por supuesto que los vaticinios de mi madre siempre eran favorables a las personas a quienes los hacía; si se cumplían, enhorabuena; pero si alguna vez venían a[221] reconvenirla por haber sucedido lo contrario de lo que había pronosticado, contestaba frescamente que debía echarse la culpa al diablo, que, a pesar de la fuerza de los conjuros que ella empleaba para obligarle a que le revelase lo futuro, tenía algunas veces la malicia de engañarla.

»Cuando mi madre, por honor al oficio, creía deber hacer visible al diablo en sus operaciones, entonces era Toribio Escipión quien hacía el papel del diablo, y lo desempeñaba con perfección, porque la aspereza de su voz y la fealdad de su rostro cuadraban a maravilla con lo que representaba. Poca credulidad era menester para espantarse al aspecto de mi padre; pero un día vino, por desgracia, cierto capitán majadero que quiso ver a diablo, y le atravesó de parte a parte con la espada. Informada la Inquisición de la muerte del diablo, despachó sus ministros contra la Coscolina, a quien prendieron, embargando al mismo tiempo todos sus efectos, y a mí, que a la sazón sólo tenía siete años, me metieron en el hospicio de los niños huérfanos. Había en esta casa unos caritativos eclesiásticos que, estando bien dotados para cuidar de la educación de los pobres huérfanos, tenían el trabajo de enseñarles a leer y escribir. Parecióles que yo prometía mucho, y por esta causa me distinguieron entre los demás, escogiéndome para hacer sus recados. Yo era el que llevaba sus cartas, hacía sus demás encargos y les ayudaba a misa. En pago de mis servicios trataron de enseñarme la lengua latina; pero lo ejecutaron con tanta as[222]pereza y me trataron con tal rigor, a pesar de los servicios que les hacía, que, no pudiendo ya resistir más, un día que me enviaron a un recado cogí las de Villadiego, y en vez de volver al hospicio me escapé de Toledo por el arrabal del lado de Sevilla.

»Aunque a la sazón apenas tenía nueve años cumplidos, no cabía en mí de contento de verme en libertad y dueño de mis acciones. No llevaba qué comer ni dinero, pero nada me importaba, porque tampoco tenía lección que estudiar ni temas que componer. Después de haber andado dos horas comenzaron mis piernecitas a negarme su servicio. Como nunca había hecho tan larga caminata, fué preciso pararme a descansar. Sentéme al pie de un árbol que estaba a orillas del camino real, y para entretenerme saqué el arte que llevaba en el bolsillo. Comencé a hojearle por diversión; pero acordándome de las palmetas y de los azotes que me había costado, desgarré las hojas, diciendo lleno de cólera: «¡Ah maldito libro, ya no me harás llorar más!» Estando satisfaciendo mi venganza y sembrando la tierra alrededor de mí de declinaciones y conjugaciones, pasó casualmente por allí un ermitaño de aspecto venerable, con barba blanca y unos grandes anteojos. Acercóse a mí, miróme con mucha atención, y yo también le estuve mirando con la misma. «Hijito mío—me dijo sonriéndose—, me parece que los dos nos hemos mirado con cariño y que no haríamos mal en vivir juntos en mi ermita, que sólo dista doscientos pasos de aquí.»[223] «¡Buen provecho le haga a usted—le respondí con bastante sequedad—, que yo ninguna gana tengo de ser ermitaño!» Al oír esta respuesta el buen viejo dió una grande carcajada de risa y me dijo abrazándome: «Mi hábito, hijo mío, no debe asustarte; si es poco grato a la vista, es de gran utilidad, pues me hace dueño de un deleitoso retiro y de varios lugarcitos circunvecinos, cuyos habitantes me aman, o por mejor decir me idolatran. Vente conmigo—añadió—y te pondré un hábito como el mío. Si te fuese bien con él, participarás conmigo de las dulzuras de la vida que hago, y si no te acomodase ésta, no sólo serás dueño de marcharte, sino que puedes contar con que al separarnos no dejaré de hacerte todo el bien que pueda.»

»Dejéme persuadir y seguí al viejo ermitaño, que me hizo varias preguntas, a las que respondí con una ingenuidad que no siempre he tenido en adelante. Luego que llegamos a la ermita me presentó algunas frutas, que devoré en un instante, porque en todo el día no había comido mas que un zoquete de pan seco con que me había desayunado en el hospicio por la mañana. El solitario, viéndome menear tan bien las quijadas, me dijo: «¡Animo, hijo mío! No dejes de comer por miedo de que se acaben las frutas, pues, gracias al Cielo, tengo muy buena provisión de ellas. No te he traído aquí para matarte de hambre.» Lo que era mucha verdad, porque una hora después de nuestra llegada encendió lumbre, puso a asar una pierna de carnero, y mientras yo daba vueltas al asador él dispuso[224] una mesita, cubriéndola con un mantel no muy limpio y poniendo en ella dos cubiertos, uno para él y otro para mí.

»Luego que el carnero estuvo en sazón le sacó del asador, cortó algunos pedazos de él y nos sentamos a cenar; pero nuestra cena no fué como la de las ovejas, porque bebimos de un exquisito vino, del cual tenía también el ermitaño un buen repuesto. «Y bien, amiguito—me dijo luego que nos levantamos de la mesa—, ¿estás contento con mi trato? De este modo comerás mientras estuvieres conmigo. Por lo demás, harás en este ermitorio lo que mejor te pareciere; sólo exijo de ti que me acompañes cuando vaya a recoger la limosna a los lugares vecinos. Me servirás para llevar del cabestro un borriquillo cargado de dos banastas, que los aldeanos caritativos llenan ordinariamente de huevos, pan, carne y pescado; no te pido más.» «Haré—le respondí—todo lo que usted quiera, con tal que no me obligue a estudiar el latín.» No pudo menos de reírse de mi sencillez el hermano Crisóstomo, que así se llamaba el anciano ermitaño, y me aseguró de nuevo que no pensaba nunca violentar mis inclinaciones.

»Al día siguiente salimos a nuestra demanda, llevando yo el borrico por el cabestro, y recogimos copiosas limosnas, porque no había aldeano que no tuviese gusto en echar alguna cosa en nuestras banastas. Uno daba un pan entero; otro, un buen pedazo de tocino; quién una gallina y quién una perdiz. ¿Qué más diré a ustedes? Llevamos a la[225] ermita víveres para más de una semana; buena prueba de lo mucho que amaban al hermano Crisóstomo aquellas gentes. Verdad es que éste también les servía bastante dándoles buenos consejos cuando venían a consultarle, pacificando los matrimonios en que reinaba la discordia, proporcionando dotes para casarse las solteras, dándoles remedios para mil clases de males y enseñando varias oraciones a las mujeres casadas que deseaban tener hijos.

»Ya ven ustedes, por lo que acabo de referir, que yo estaba bien tratado en la ermita. Si la comida era buena, la cama no era desgraciada. Acostábame sobre buena paja fresca, teniendo por cabecera una almohada de lana y cubriéndome con una manta de lo mismo, de manera que no hacía mas que un sueño, el cual duraba toda la noche. El hermano Crisóstomo, que me había ofrecido un hábito de ermitaño, me hizo uno él mismo deshaciendo otro viejo suyo y me llamó el hermanillo Escipión. Apenas me presenté en las aldeas vecinas con aquel nuevo traje caí a todos tan en gracia que el pobre borrico apenas podía con la carga. Todos se esmeraban en dar a cual más al hermanito; tanto placer tenían en verme.

»A un muchacho de mi edad no podía desagradarle la vida ociosa y regalona que disfrutaba en compañía del viejo ermitaño; así es que me aficioné tanto a ella que la hubiera continuado siempre si las Parcas no me hubieran hilado otros días muy diferentes. Pero el destino que debía llenar me[226] arrastró a dejar bien pronto el regalo y me hizo abandonar al hermano Crisóstomo de la manera que voy a referir.

»Veía muchas veces andar al viejo en la almohada que le servía de cabecera, sin hacer otra cosa que descoserla y volverla a coser. Observé un día que metía en ella algún dinero, lo que excitó en mí un movimiento de curiosidad que me propuse satisfacer al primer viaje que el hermano Crisóstomo hiciese a Toledo, adonde solía ir una vez a la semana. Aguardé con impaciencia este día, sin tener por entonces más objeto que el de contentar mi curiosidad. En fin, el buen hombre partió, y yo descosí la almohada, en donde hallé entre la lana como unos cincuenta escudos en toda clase de monedas.

»Verosímilmente, este tesoro sería efecto del agradecimiento de los aldeanos a quienes había curado con sus remedios y de las aldeanas que por la virtud de sus oraciones habían tenido hijos. Sea lo que fuere, apenas vi que aquél era un dinero que sin temor podía apropiarme, cuando se declaró mi complexión gitana: dióme una tentación de robarle, que no se podía atribuir sino a la fuerza de la sangre que corría por mis venas. Cedí sin resistencia a la tentación; encerré el dinero en un saquillo de paño en que metíamos nuestros peines y nuestros gorros de dormir, y después de haberme despojado del hábito de ermitaño y vuelto a tomar mi vestido de huérfano, me alejé de la ermita, pareciéndome que llevaba en mi saquillo todas las riquezas de las Indias.

[227]

»Ustedes acaban de oír mi primer ensayo—continuó Escipión—, y no dudo que esperarán una serie de acciones del mismo jaez. No engañaré sus esperanzas, porque aun tengo que contarles otras hazañas parecidas a ésta antes de llegar a mis acciones loables; pero al fin llegaremos allá, y ustedes verán por mi narración que de un gran pícaro se puede hacer un hombre de bien.

»A pesar de mis pocos años no fuí tan simple que tomase el camino de Toledo, porque me expondría a encontrarme con el hermano Crisóstomo, que sin duda hubiera querido volver a juntarse con su dinero. Tomé, pues, la ruta del lugar de Gálvez, donde me entré en un mesón cuya huéspeda era una viuda como de cuarenta años y tenía todas las cualidades que se requieren para saber vender bien sus agujetas. Luego que esta mujer puso los ojos en mí, conociendo por el vestido que me había escapado del hospicio de los huérfanos, me preguntó quién era y adónde iba. Respondíle que, habiendo muerto mis padres, me veía en la necesidad de buscar conveniencia. «Y dime, hijo—me volvió a preguntar—, ¿sabes leer?» Le aseguré que sí, y que también escribía lindamente. En verdad, yo sabía formar las letras y juntarlas de manera que figuraba una cosa así como escrita, lo que me parecía sobrado para llevar la cuenta de un mesón de aldea. «Pues yo te recibo—repuso la mesonera—para que me sirvas. No serás inútil en mi casa, porque correrás con el libro del gasto y llevarás cuenta de lo que me deben y debo. No te señalaré[228] salario—añadió—, porque los muchos caballeros que vienen a parar a este mesón siempre dan algo a los criados, con que seguramente puedes contar con sacar buenos gajes.»

»Acepté el partido, pero reservándome, como ustedes presumirán, la facultad de mudar de aires siempre que la permanencia en Gálvez no me acomodase. Apenas me vi apalabrado para servir en el mesón cuando sentí mi ánimo incomodado con una grande inquietud. No quería que nadie supiese que yo tenía dinero y no sabía dónde esconderlo de modo que ninguno pudiese dar con él. Como no conocía aún la casa, no me podía fiar de aquellos sitios que me parecían más a propósito para guardarlo. ¡Oh y cuánto embarazo nos causan las riquezas! Determiné en fin ocultarle en un rincón del pajar, pareciéndome que en ninguna otra parte podía estar más seguro, y procuré sosegarme cuanto me fué posible.

»Eramos tres criados en el mesón: un mozo rollizo que cuidaba de la cuadra, una moza gallega y yo. Cada uno sacaba lo que podía de los huéspedes, así de a pie como de a caballo, que paraban en él. Yo recibía de estos sujetos algún dinerillo cuando les iba a presentar la cuenta del gasto; daban también alguna cosa al mozo de la cuadra para que cuidase de sus caballerías; pero la gallega, que era el ídolo de los caleseros y arrieros que pasaban por allí, ganaba más escudos que nosotros maravedises. Luego que juntaba yo algunos reales, los llevaba al pajar para aumentar mi caudal,[229] y cuanto más crecía éste, conocía yo que mi tierno corazón iba tomando más apego a él. Besaba algunas veces mis monedas y las estaba contemplando con un dulce embeleso que solamente los avaros pueden comprender suficientemente.

»El amor que tenía a mi tesoro me obligaba a visitarle treinta veces al día. Encontraba a menudo a la mesonera en la escalera del pajar, y como era una mujer de suyo muy desconfiada, quiso un día saber qué era lo que a cada instante me llevaba al pajar. Subió a él y comenzó a escudriñarlo todo, recelando que yo tendría escondidas algunas cosas que le habría hurtado. Revolvió la paja que cubría mi bolsón y dió con él. Abrióle, y viendo dentro pesos duros y doblones, creyó o fingió creer que yo le había robado aquel dinero. Por de contado, se apoderó del caudal, y tratándome de bribonzuelo, ladroncillo y malvado, mandó al mozo de la caballeriza, enteramente dedicado a complacerla, que me sacudiese una buena zurra de azotes, y después de haberme hecho desollar de esta manera me echó a la calle, diciéndome que no quería aguantar pícaros en su casa. En vano aseguraba yo y clamaba que nada le había hurtado; la mesonera decía lo contrario y todos le daban más crédito a ella que a mí, y de esta manera las monedas del hermano Crisóstomo pasaron de manos de un ladrón a las de una ladrona.

»Lloré la pérdida de mi dinero como se llora la muerte de un hijo único; pero si mis lágrimas no[230] fueron bastantes para hacerme recobrar lo que había perdido, por lo menos fueron causa para mover a compasión a algunas personas que me las veían verter, y entre otras al cura de Gálvez, que casualmente pasó junto a mí. Mostróse lastimado del triste estado en que me veía y me llevó consigo a su casa. En ella, a fin de sonsacarme, usó del medio de manifestarse muy compadecido de mí. «¡Cuánta lástima—dijo—me causa este pobre muchacho! ¿Qué maravilla es que en sus pocos años, en su ninguna experiencia y falta de reflexión haya cometido una acción ruin? Apenas se encontrará un hombre que no haya hecho alguna en el discurso de su vida.» En seguida, dirigiéndome la palabra, «Hijo mío—añadió—, ¿de qué lugar de España eres y quiénes son tus padres? Porque tienes trazas de ser hijo de gente honrada. Háblame en confianza y cuenta con que no te desampararé.»

»El cura, con estas halagüeñas y caritativas palabras, me fué insensiblemente empeñando en que le descubriese todos mis pasos, y lo hice con mucha ingenuidad, sin reservarle nada, después de lo cual me dijo: «Amigo mío, aunque es cierto que no está bien en los ermitaños el atesorar, eso no disminuye tu culpa. En robar al hermano Crisóstomo siempre has quebrantado el mandamiento que prohibe hurtar; pero yo me encargo de obligar a la mesonera a que devuelva el dinero y hacérselo entregar al hermano Crisóstomo, y así, por esta parte puedes desde ahora aquietar tu conciencia.» Juro a uste[231]des que esto era lo que menos cuidado me daba; pero el cura, que tenía sus fines, no paró aquí. «Hijo mío—prosiguió—, quiero empeñarme a favor tuyo y buscarte una nueva conveniencia. Mañana mismo pienso enviarte a Toledo con un arriero y te daré una carta para un sobrino mío, canónigo de aquella catedral, que no rehusará admitirte por mi recomendación en el número de sus criados, los cuales todos lo pasan en su casa como unos beneficiados que se regalan a costa de la prebenda, y puedo asegurarte con certidumbre que allí lo pasarás perfectamente.»

»Consolóme tanto esta seguridad, que luego olvidé el talego y los azotes que me habían dado y ya no pensé más que en el placer de vivir como un beneficiado. Al día siguiente, mientras estaba yo almorzando, llegó a casa del cura un arriero con dos mulas. Subiéronme en la una, y montando mi conductor la otra tomamos el camino de Toledo. Mi compañero de viaje gastaba buen humor y le gustaba divertirse a costa del prójimo. «Querido Escipión—me dijo—, en verdad que tienes un buen amigo en el señor cura de Gálvez; no podía darte mayor prueba de lo mucho que te quiere que el acomodarte con su sobrino el canónigo, a quien tengo el honor de conocer, y es sin duda la perla de su Cabildo. No es, ciertamente, uno de aquellos devotos cuyo semblante macilento y extenuado está predicando mortificación y abstinencia: es gordo, colorado, siempre alegre y festivo; un hombre, en fin, que se divierte en todo lo que se presenta[232] y que gusta mucho de tratarse bien. Estarás en su casa a pedir de boca.»

»Conociendo el socarrón del arriero el placer con que le escuchaba, continuó el elogio del canónigo, ponderándome lo mucho que yo celebraría mi fortuna cuando me viese ya criado suyo. No cesó de hablar hasta que llegamos al lugar de Covisa, donde nos apeamos para echar un pienso a las mulas. En tanto que él andaba de aquí para allí por el mesón, se le cayó casualmente del bolsillo un papel que yo pude coger sin que él lo advirtiese y que hallé medio de leer mientras él estaba en la cuadra. Era una carta dirigida a los capellanes del hospicio de los huérfanos, concebida en estos términos:

«Muy señores míos: Me creo obligado en caridad a enviar a su poder un bribonzuelo que se escapó de ese hospicio. Paréceme un muchacho muy despabilado, y por lo mismo muy digno de que ustedes se sirvan tenerle encerrado. No dudo que a fuerza de corregirle podrán ustedes hacer de él un mozo de provecho. Queda rogando a Dios conserve a ustedes en tan piadoso como caritativo ministerio,—El cura de Gálvez

»Luego que acabé de leer esta carta, que me manifestaba la buena intención del señor cura, no dudé un punto sobre el partido que había de tomar. Salir inmediatamente del mesón y ponerme en las orillas del Tajo, distante más de una legua de aquel lugar, todo fué obra de un momento. El miedo me prestó alas para huir de los capellanes[233] del hospicio de los huérfanos, al que de ningún modo quería volver; tanto me había disgustado su modo de enseñar la Gramática. Entré en Toledo tan alegre como si supiera adónde había de ir a comer y beber. Es verdad que aquélla es una ciudad de bendición, en la cual un hombre de talento reducido a vivir a costa ajena no puede morirse de hambre, pues no bien había entrado en la plaza cuando un caballero bien vestido, a cuyo lado pasaba, agarrándome por el brazo me dijo: «Chiquito, ¿quieres servirme? Porque me alegrara tener un criado como tú.» «Y yo un amo como vuesa merced», le respondí prontamente. «Siendo eso así—me replicó—, desde ahora mismo date por recibido. Sígueme.» Y yo lo hice sin réplica.

Este caballero, que podía tener como unos treinta años y se llamaba don Abel, estaba hospedado en una posada de caballeros, donde ocupaba un cuarto decentemente alhajado. Era un jugador de profesión, y vean ustedes la vida que hacíamos: por la mañana le picaba yo tabaco para fumar cinco o seis cigarros, le limpiaba la ropa, iba a llamar al barbero para que le viniese a afeitar y componerle los bigotes, y hecho esto, se marchaba a las casas de juego, de donde no volvía hasta las once o doce de la noche; pero todas las mañanas antes de salir sacaba tres reales del bolsillo y me los daba para que comiese, dejándome libertad para que hiciera lo que se me antojase hasta las diez de la noche, con tal de que me hallara en casa cuando volviera. Estaba él muy contento conmigo[234] y dió orden para que se me hiciese una librea muy galana, con la cual parecía propiamente un mensajero de damas de galanteo. También yo estaba muy alegre con mi oficio, y en verdad no podía hallar otro que más se adaptase a mi genio.

»Hacía ya casi un mes que pasaba tan buena vida cuando el amo me preguntó un día si estaba contento con él, y habiéndole contestado que no podía estarlo más, «Pues bien—me replicó—, mañana saldremos para Sevilla, adonde me llaman mis negocios. No te pesará el ver aquella capital de Andalucía, pues ya habrás oído muchas veces decir que quien no ha visto a Sevilla no ha visto maravilla.» «¡Que me place!—respondí yo—. Estoy pronto a seguir a usted a cualquiera parte del mundo.» En el mismo día el ordinario de Sevilla vino a la posada de caballeros a tomar un gran baúl donde estaba la ropa de mi amo, y al siguiente tomamos el camino de Andalucía.

»Era el señor don Abel tan afortunado en el juego, que solamente perdía cuando le acomodaba, lo que le obligaba a mudar con frecuencia de lugar, por estar expuesto al resentimiento y venganza de los mentecatos que se dejaban engañar, y éste fué el motivo de nuestro viaje. Llegados a Sevilla, nos alojamos en una posada de caballeros cerca de la puerta de Córdoba, donde comenzamos a vivir como en Toledo. Pero mi amo halló diferencia entre las dos ciudades. En las casas de juego de Sevilla encontró jugadores tan afortunados como él, de suerte que algunas veces volvía[235] a casa de muy mal humor. Una mañana que todavía le duraba el enojo de haber perdido cien doblones el día anterior, me preguntó por qué no había llevado la ropa sucia a la lavandera. «Señor—le respondí yo—, porque enteramente se me olvidó.»

»Al oír esto se encendió en cólera y me pegó media docena de bofetadas tan terribles que me hicieron ver más luces que las que había en el templo de Salomón, diciéndome al mismo tiempo: «¡Toma, bribonzuelo, esto es para que otra vez te acuerdes de cumplir con tu obligación! ¿Quieres que cien veces te advierta yo lo que debes hacer? ¿Por qué no eres tan puntual para servir como para comer? No siendo un bestia, como ciertamente no lo eres, bien podías tener presente lo que debes hacer sin esperar a que yo te lo recordara.» Dicho esto, se salió muy enfadado del cuarto, dejándome sumamente sentido de las bofetadas que me dió por tan pequeño motivo.

»Poco después le sucedió no sé qué lance en el juego que volvió a casa muy acalorado. «Escipión—me dijo—, he determinado irme a Italia y debo embarcarme mañana en un buque que se vuelve a Génova. Tengo mis motivos para hacer este viaje; discurro querrás venir conmigo y aprovechar esta excelente ocasión de ver el país más delicioso del mundo.» Respondí que venía en ello; pero en mi interior pensaba en desaparecer al tiempo de ir a marchar. Andaba discurriendo el modo de vengarme de las bofetadas y me pareció que éste[236] era el más ingenioso. Satisfecho y ufano de que me hubiese ocurrido semejante idea, no pude contenerme de confiársela a cierto valentón a quien encontré casualmente en la calle. Había yo contraído en Sevilla algunas malas amistades y principalmente la de este guapo. Contéle el lance de las bofetadas y el motivo de ellas, y revelándole el designio en que estaba de dejar a don Abel escapándome cuando se fuese a embarcar, le pregunté qué le parecía esta determinación.

»El valentón, arqueando las cejas y retorciéndose el bigote, y después afeando en tono grave la acción de mi amo, me dijo: «Mocito, serás un hombre sin honra toda tu vida si te contentas con la frívola venganza que has meditado para volver por ella. No basta dejar a don Abel y no pisar más su casa; es menester darle un castigo proporcionado a tu afrenta. Robémosle tú y yo todo su equipaje y dinero, para repartirlo después entre los dos como buenos hermanos.» No obstante mi natural propensión a hurtar, no dejó de estremecerme y causarme algún horror un robo de tanta importancia. En medio de eso, el archiganzúa que me hizo la propuesta tuvo arte para convencerme; y vean ustedes cuál fué el éxito de nuestra empresa. El jaquetón, hombre robusto y rollizo, vino a la posada el día siguiente a boca de noche. Mostréle el gran baúl en que mi amo había encerrado sus ropas, y le pregunté si podría él solo cargar con un mueble tan pesado. «¿Tan pesado?—me dijo.—¡Sábete que cuando se trata de llevar lo ajeno, cargaría yo con[237] el arca de Noé!» Diciendo esto, agarró el baúl, echósele a cuestas como si fuera una paja, y bajó las escaleras con la mayor ligereza. Seguíle yo al mismo paso, y ya estábamos los dos a la puerta de la calle, cuando hete aquí a don Abel, que, por gran fortuna suya, llegó a tiempo tan oportuno.

«¿Adónde vas con ese cofre?», me dijo muy enfadado. Fué tanta mi turbación, que no acerté a responderle ni una sola palabra, y el guapetón, viendo errado el golpe, echó el baúl a tierra y se escapó para ahorrar contestaciones. «¿Adónde vas, pues, con ese baúl?», me volvió a preguntar mi amo. «Señor—le respondí más muerto que vivo—, le hacía llevar al buque donde su merced se ha de embarcar mañana para Italia.» «Pero ¿por dónde sabías tú—me replicó—en qué buque me había de embarcar?» «Señor—repuse prontamente—, quien lengua tiene, a Roma va: informaríame en el puerto, y allí me lo dirían.» Al oír esta respuesta, que se le hizo muy sospechosa, me miró con unos ojos que parecía quererme tragar, y yo temí repitiese las bofetadas. «Pero dime—replicó otra vez—: ¿quién te mandó que sacares el baúl fuera de la posada sin orden mía?» «Su merced mismo—le dije—. ¿Ya no se acuerda usted de la reprensión que me dió hace pocos días? ¿No me dijo usted regañándome que sin esperar sus órdenes hiciese por mí mismo mi obligación para servirle? Pues en cumplimiento de este precepto iba a llevar su cofre de usted a la embarcación.» Entonces el jugador, conociendo que tenía yo más malicia de la que él[238] había creído, me despidió de su casa, diciéndome serenamente: «Señor Escipión, a mí no me acomodan criados tan sutiles. ¡Vaya usted, señor Escipión! ¡El Cielo le guíe! ¡No me gusta jugar con sujetos que tan pronto tienen una carta de más como de menos! ¡Quítate de mi presencia—añadió mudando de tono—, si no quieres que te haga cantar sin solfa!»

»No aguardé a que me lo dijese dos veces; me alejé al momento, lleno de miedo de que me mandase quitar el vestido, que por fortuna me dejó, y eché a andar pensando adónde podría ir a alojarme con dos reales a que se reducía todo mi caudal. Llegué a la puerta del palacio arzobispal a tiempo que se estaba disponiendo la cena, y salía de la cocina un olor tan grato, que se percibía una legua en contorno. «¡Cáspita!—dije entre mí—. ¡Me contentaría con cualquiera de estos platos que me regalan el olfato, y aun sólo con que me dejasen meter en alguno los cuatro deditos y el pulgar! Pero qué, ¿no podré discurrir un medio para probar estos platos que no he hecho más que oler? ¿Por qué no? Esto no me parece imposible.» Entregado enteramente a este pensamiento, me ocurrió una feliz treta, que quise probar inmediatamente, y no me salió mal. Entréme en el patio de palacio, y comencé a correr hacia las cocinas gritando a más no poder en aire y tono de asustado: ¡Socorro! ¡Socorro!, como si me viniera siguiendo alguno para quitarme la vida.

»A mis descompasadas voces acudió apresurado[239] el maestro Diego, cocinero del arzobispo, con tres o cuatro galopines de cocina; y no viendo a nadie más que a mí, todos me preguntaron qué tenía y por qué gritaba de aquella manera. «¡Señores—les respondí fingiendo miedo—, por amor de Dios favorézcanme ustedes y líbrenme de ese asesino que me quiere matar!» «¿Adónde está ese asesino?—exclamó Diego—. Porque tú estás solo, y tras de ti no viene ni siquiera un gato. ¡Vamos, hijo mío, sosiégate! Sin duda que algún bufón se ha querido divertir en asustarte y se ha retirado luego que te ha visto entrar en palacio, porque, cuando menos, le hubiéramos cortado las orejas.» «¡No, no—le dije al cocinero—; no me siguió de chanza! ¡Es un gran ladrón que quería robarme, y estoy seguro de que me está esperando en la calle!» «Si fuese así—replicó el cocinero—, en verdad que tendrá que aguardarte largo tiempo, porque has de cenar y dormir aquí, y no te dejaremos salir hasta mañana.»

»No puedo ponderar el gusto que me causaron estas últimas palabras, ni lo admirado que me quedé cuando, conducido por el maestro Diego a las cocinas, se me presentó a la vista el aparato de la cena. Conté hasta quince personas empleadas en ella; mas no pude contar la variedad de exquisitos platos que se me ofrecieron a la vista. Entonces fué cuando conocí por la primera vez lo que era sensualidad, recibiendo a nariz llena el olor de tantas delicadísimas viandas que jamás había probado. Tuve la honra de cenar y dormir con los ga[240]lopines de cocina, todos los cuales quedaron tan prendados de mí, que cuando a la mañana siguiente fuí a dar gracias al maestro Diego por el favor que me había hecho en recogerme con tanta generosidad la noche anterior, me dijo: «Mis mozos de cocina te han tomado tanto cariño, que todos a una voz me han asegurado se alegrarían de tenerte por camarada. Dime ahora con toda franqueza si gustarías ser su compañero.» Yo le respondí que si lograra tal fortuna me tendría por el hombre más feliz del mundo. «Siendo eso así, amigo mío—me dijo—, desde este mismo punto te puedes contar por criado de la casa arzobispal.» Y diciendo esto, me llevó al cuarto del mayordomo, el cual, observando mi despejo, me juzgó digno de ser admitido entre los marmitones.

»Al instante que tomé posesión de tan decoroso empleo, el maestro Diego, que seguía la antigua costumbre de los cocineros de las casas grandes, conviene a saber, de enviar todos los días varios platos a sus queriditas, me eligió para enviar a cierta dama de la vecindad ya trozos de ternera y ya aves y cacería. Era la buena señora una viuda de treinta años a lo más, muy linda y vivaracha, y que tenía todas las trazas de no ser del todo fiel a su generoso cocinero. Este, no contento con proveerla de pan, carne, tocino y aceite, la abastecía también de vino; y todo esto, ya se entiende, a costa del señor arzobispo.

»En el palacio de su ilustrísima acabé de perfeccionarme en mis mañas, pegando un chasco de que[241] todavía hay y habrá por largo tiempo en Sevilla gran memoria. Los pajes y otros familiares pensaron en representar una comedia para celebrar los días del amo. Escogieron la de Los Benavides; y como era menester un muchacho de mi edad que hiciese el papel de rey niño de León, echaron mano de mí. El mayordomo, que se preciaba de saber representar, tomó de su cuenta el ensayarme; y con efecto, me dió algunas lecciones, asegurando a todos que no sería yo el que me portase peor. Como la función la costeaba el arzobispo, no se perdonó gasto alguno para que fuese lucida. Armóse en un salón un soberbio teatro adornado con el mejor gusto, en uno de cuyos lados se dispuso un lecho de césped, donde debía yo fingirme dormido cuando viniesen los moros a asaltarme para llevarme prisionero. Luego que todos los actores estuvieron ensayados, el arzobispo señaló día para la función, convidando a todas las damas y principales caballeros de la ciudad.

»Llegada la hora de la comedia, cada actor se vistió del traje que le correspondía. Por lo que toca al mío, el sastre me lo presentó acompañado del mayordomo, que, habiendo tenido el trabajo de ensayarme, quiso tener también la paciencia de verme vestir. Trájome el sastre un ropaje talar de rico terciopelo azul, todo guarnecido de galones y botones de oro y con mangas largas adornadas con flecos del mismo metal. El propio mayordomo me puso en la cabeza por su mano una corona de cartón dorado, sembrada de muchas perlas finas,[242] mezcladas con algunos diamantes falsos. Pusiéronme una faja de seda de color de rosa, recamada toda de flores de plata y cuyos remates eran dos graciosas borlas de hilo de oro. A cada cosa de éstas que me ponían se me figuraba que me estaban dando alas para volar y escaparme. Comenzó, en fin, la comedia al anochecer. Yo abrí la escena con una relación, la cual concluía diciendo que, no pudiendo resistir a las dulzuras del sueño, iba a entregarme a él. Con efecto, me metí entre bastidores y me recosté en el lecho de césped que me estaba preparado; pero en lugar de dormir me puse sólo a pensar de qué modo podría salir a la calle y escaparme con mis vestiduras reales. Una escalerilla oculta, por la cual se bajaba desde el teatro al salón, me pareció a propósito para la ejecución de mi designio. Levantéme de la cama con mucho tiento, y, viendo que nadie me observaba, me escurrí por dicha escalerilla al salón, a cuya puerta pude llegar diciendo: «¡A un lado! ¡A un lado, que voy a mudar de traje!» Todos se pusieron en fila para dejarme pasar, de manera que en menos de dos minutos salí libremente del palacio a favor de la obscuridad y me fuí a casa de mi amigo el valentón.

»Quedóse parado de verme en aquel traje. Contéle el caso, que le hizo reír hasta más no poder. Abrazóme con tanto más regocijo cuanto se lisonjeaba de tener parte en los despojos del rey de León; me felicitó por haber dado un golpe tan diestro, y me dijo que si los progresos correspondían[243] a los principios, haría yo con el tiempo gran ruido en el mundo por mi talento. Después que nos alegramos y divertimos largamente los dos celebrando mi grande hazaña, pregunté yo a mi jaquetón: «¿Y qué hemos de hacer ahora de estos ricos vestidos?» «Eso no te dé cuidado—me respondió—; conozco a un prendero muy hombre de bien, el cual compra toda la ropa que le lleven a vender sin andar con preguntas, una vez que le tenga cuenta el comprarla. Mañana le buscaré y le traeré aquí.»

»En efecto; al día siguiente muy de mañana se levantó, dejándome en la cama, y dos horas después volvió con el prendero, el cual traía un lío cubierto con tela amarilla. «Amigo—me dijo—, aquí te presento al señor Ibáñez de Segovia, hombre de la mayor integridad, a pesar del mal ejemplo que le dan los de su oficio. El te dirá en conciencia lo que vale el vestido de que te quieres deshacer, y puedes fiarte ciegamente en lo que te dijere.» «En cuanto a eso—dijo el prendero—, me tendría por el hombre más ruin y miserable del mundo si tasara una cosa en menos de lo que vale. Hasta ahora, gracias a Dios, ninguno ha tachado de esto a Ibáñez de Segovia. Veamos—añadió—esa ropa que usted quiere vender, y le diré en conciencia lo que vale.» «Aquí está—dijo el valentón poniéndosela delante—. No me negará usted que nada hay más magnífico: observe usted la hermosura de este terciopelo de Génova y lo exquisito de su guarnición.» «Verdaderamente que me encanta—respondió el prendero después de haber[244] examinado el vestido con la mayor atención—; es de lo que no he visto en mi vida.» «¿Y qué juicio hace usted—le preguntó mi amigo—de las perlas que adornan esta corona?» «Si fueran redondas—respondió Ibáñez—no tendrían precio; pero tales cuales son me parecen bellísimas y me gustan tanto como lo demás. Ni puedo menos de decir lo que siento; otro prendero estafador, en mi lugar aparentaría despreciar la mercancía para adquirir a bajo precio y no se avergonzaría de ofrecer por ella veinte doblones; pero yo, que tengo conciencia, ofrezco cuarenta.»

»Aun cuando Ibáñez hubiera ofrecido ciento no hubiera sido un apreciador muy justificado, pues que solamente las perlas valían más de doscientos; pero el valentón, que se entendía con él, me dijo: «¡Mira la fortuna que has tenido de tropezar con un hombre tan timorato! El señor Ibáñez aprecia las cosas como si estuviera en el artículo de la muerte.» «Así es—respondió el prendero—, y por eso no hay que andar regateando conmigo ni por un solo maravedí; en cuyo supuesto, éste me parece ya negocio concluído. Voy a dar el dinero.» «¡Espere usted!—replicó el valentón—. Antes de eso es menester que mi amiguito se pruebe el vestido que le dije a usted trajese para él, y mucho me engañaré si no le viene pintado.» Desenvolvió entonces el lío el prendero, y me presentó una ropilla y unos calzones de buen paño musgo con botones de plata, todo medio usado. Me levanté para probarme el vestido, y aunque me venía muy[245] ancho y muy largo, les pareció a los dos compinches haberse hecho a propósito para mí. Ibáñez lo tasó en diez doblones; y como nada se había de replicar a lo que decía, me fué preciso pasar por ello; de manera que sacó treinta doblones del bolsillo, los dejó sobre una mesa, hizo un envoltorio de mis vestiduras reales y de mi corona, y se lo llevó.

»Luego que se marchó me dijo el valentón: «Estoy muy satisfecho de este prendero.» Tenía razón para estarlo, porque puedo asegurar que le sacó por lo menos cien doblones de beneficio. Sin embargo, no se contentó con esto; tomó sin ceremonia la mitad del dinero que había sobre la mesa y me dejó lo restante, diciéndome: «Mi querido Escipión, te aconsejo que con esos quince doblones que te quedan salgas al momento de esta ciudad, en donde puedes considerar las diligencias que se harán para buscarte de orden del señor arzobispo. Tendría yo el mayor sentimiento si, después de la heroica acción que has hecho para inmortalizar tu nombre, te expusieras neciamente a ser encerrado en una prisión.» Respondíle que ya estaba resuelto a alejarme cuanto antes de Sevilla; y con efecto, habiendo comprado un sombrero y algunas camisas, salí de la ciudad, y caminando por la espaciosa y amena campiña que entre viñas y olivares conduce a la antigua ciudad de Carmona, en tres días llegué a Córdoba.

»Alojéme en un mesón a la entrada de la plaza Mayor, donde viven los mercaderes. Vendíme por[246] un hijo de familia natural de Toledo, que viajaba únicamente por mi gusto. Mi traje era bastante decente para hacerlo creer, y algunos doblones que de propósito saqué delante del posadero le acabaron de persuadir, si ya en vista de mis pocos años no me tuvo por algún muchacho travieso que se había escapado de casa de sus padres después de haberles robado. Como quiera que fuese, él no se mostró muy deseoso de saber más de lo que yo le decía, quizá por temor de que su curiosidad no me obligase a mudar de posada. Por seis reales diarios se daba buen trato en esta casa, donde comúnmente había gran concurrencia de gentes. Conté por la noche a la cena hasta doce personas a la mesa, y lo mejor que había era que todos comían sin hablar palabra, excepto uno que, hablando sin cesar a diestro y siniestro, compensaba bien con su charlatanería el silencio de los demás. Preciábase de agudo y de gracioso, contando cuentos y embanastando chistes para divertirnos, los que alguna vez nos hacían reír a carcajadas, menos, en verdad, por celebrar sus ocurrencias que por burlarnos de ellas.

»Yo por mí hacía tan poco caso de todo lo que charlaba aquel estrafalario, que me hubiera levantado de la mesa sin poder dar razón de nada de cuanto había hablado, a no haberse metido él mismo en una conversación que me importaba. «Señores—exclamó al fin de la cena—, les reservo a ustedes para postres un gracioso chasco que los días pasados dió un pícaro de muchacho en el pa[247]lacio del arzobispo de Sevilla. Contómelo cierto bachiller amigo mío que se halló presente.» Sobresaltáronme un poco estas palabras, no dudando que el lance que iba a contar era el mío; y, con efecto, no me engañé. Refirió el tal sujeto el pasaje con toda exactitud, y aun me hizo saber lo que yo ignoraba; es decir, lo ocurrido en el salón después de mi fuga, que fué lo que voy a referir a ustedes.

»Apenas me escapé, cuando los moros que, según orden de la comedia que se representaba, debían apoderarse de mí aparecieron en la escena con el designio de venir a sorprenderme en la cama de césped en que me creían dormido; pero cuando quisieron echarse sobre el rey de León, se quedaron sumamente atónitos de no encontrar ni rey ni roque. Paró la comedia, agitáronse todos los actores; unos me llaman, otros me buscan, éste grita, y aquél me da a todos los diablos. El arzobispo, que oyó la bulla y confusión que había detrás del teatro, preguntó la causa. A la voz del prelado, un paje, que hacía de gracioso en la comedia, salió y dijo: «No tema ya su ilustrísima que los moros hagan prisionero al rey de León, porque acaba de ponerse en salvo con sus vestiduras reales.» «¡Bendito sea Dios!—exclamó el arzobispo—. ¡Ha hecho muy bien en huir de los enemigos de nuestra religión, librándose de las cadenas que le preparaban! Sin duda se habrá vuelto a León, capital de su reino, y deseo que haya llegado con toda felicidad. Por lo demás, mando seriamente que ninguno vaya en su seguimiento; sentiría mucho que[248] su majestad tuviese que padecer la menor desazón por parte mía.» Luego que dijo esto dió orden de que se leyese en alta voz mi papel y se acabase la comedia.


CAPITULO XI

Prosigue la historia de Escipión.

»Mientras me duró el dinero el posadero usó de grandes atenciones conmigo; pero luego que advirtió que se me había acabado comenzó a tratarme con desagrado, buscando camorra a cada paso, y una mañana me dijo que le hiciera el favor de salir de su casa. Dejéla desdeñosamente, y me entré a oír misa en la iglesia de los padres dominicos. Mientras la estaba oyendo se acercó a mí un anciano pobre y me pidió limosna; saqué del bolsillo dos o tres maravedises, que le di diciendo: «Amigo mío, ruegue usted a Dios que me proporcione pronto una buena conveniencia. Si fuere oída su oración, no se arrepentirá de haberla hecho, y cuente con mi agradecimiento.»

»A estas palabras me miró el pobre con mucha atención, y con seriedad me dijo: «¿Qué clase de conveniencia desea usted?» «Quisiera—le respondí—acomodarme de lacayo en cualquiera casa en donde lo pasase bien.» Me preguntó si me urgía. «No puede urgir más—le contesté—, porque si no logro cuanto antes la dicha de colocarme, no[249] hay medio: o habré de morir de hambre, o tendré que ser uno de vuestros compañeros.» «Si llegara ese caso—repuso él—, se le haría a usted muy cuesta arriba no estando acostumbrado a nuestra vida; pero a poco que se hiciese a ella, preferiría nuestro estado al de servir, que es sin disputa inferior a la mendicidad. Sin embargo, ya que usted quiere más servir que pasar como yo una vida holgada e independiente, dentro de poco tendrá usted amo. Aquí donde usted me ve, puedo serle útil; hállese aquí mañana a esta misma hora.»

»Tuve buen cuidado de no faltar; volví al día siguiente al mismo sitio, en donde no tardó mucho en presentarse el mendigo, que, acercándose a mí, me dijo que tuviera la bondad de seguirle. Hícelo así, y me llevó a un sótano no distante de la misma iglesia y en el cual tenía su albergue. Entramos ambos en él, y habiéndonos sentado en un banco largo que por lo menos habría servido cien años, el pobre me habló de esta manera: «Una buena acción, como dice el refrán, halla siempre su recompensa. Ayer me dió usted limosna, y esto me ha determinado a proporcionarle una buena colocación, la que, si Dios quiere, se conseguirá muy presto. Conozco a un dominico anciano llamado el padre Alejo, que es un santo religioso y un excelente director espiritual; tengo el honor de ser su demandadero, y desempeño este empleo con tanta discreción y fidelidad, que nunca se niega a emplear su valimiento en mi favor y en el de mis amigos.[250] Yo le hablé de usted, y le dejé muy inclinado a servirle. Le presentaré a su reverencia cuando usted quiera.» «¡No hay que perder momento!—dije al viejo mendigo—. ¡Vamos ahora mismo a ver ese buen religioso!» Vino en ello el pobre, y al momento me condujo a la celda del padre Alejo, a quien encontramos escribiendo cartas espirituales. Suspendió su trabajo para hablarme, y me dijo que a ruegos del mendigo se interesaba por mí. «Habiendo sabido—continuó—que el señor Baltasar Velázquez necesita de un criado le he escrito esta mañana en tu favor, y acaba de responderme que te recibirá ciegamente yendo con mi recomendación. Puedes ir hoy mismo a verle de mi parte, porque es mi penitente y mi amigo.» Sobre esto el religioso me estuvo exhortando por espacio de tres cuartos de hora a que cumpliese bien con mis deberes, y se extendió particularmente sobre la obligación que yo tenía de servir con esmero al señor Velázquez; y concluyó asegurándome que él cuidaría de mantenerme en mi acomodo, con tal que mi amo no tuviese queja de mí.

»Después de haber dado gracias por su favor al religioso, salí del convento con el pordiosero, quien me dijo que el señor Baltasar Velázquez era un mercader de paños, anciano, rico, cándido y bondadoso; «y no dudo—añadió—que lo pasará usted perfectamente en su casa». Me informé del sitio donde vivía, y al momento pasé allá después de haber prometido al mendigo mostrarme agradecido a sus buenos servicios tan pronto como estu[251]viese bien arraigado en mi acomodo. Entré en una gran tienda, en donde dos mancebos decentemente puestos que se paseaban de un lado a otro con modales afectados esperaban compradores. Preguntéles si el amo estaba en casa, y les dije que tenía que hablarle de parte del padre Alejo. Al oír este nombre venerable me hicieron entrar en la trastienda, donde estaba el mercader hojeando un gran libro de asiento que tenía sobre el escritorio. Saludéle respetuosamente, y habiéndome acercado a él, «Señor—le dije—, yo soy el mozo que el reverendo padre Alejo le ha propuesto para criado.» «¡Ah, hijo mío—me respondió—; seas muy bien venido! Basta que te envíe ese santo hombre; te recibo a mi servicio con preferencia a tres o cuatro criados por quienes me han hablado. Es negocio concluído, y desde hoy te corre el salario.»

»No necesité estar mucho tiempo en casa del mercader para conocer que era tal cual me le habían pintado, y aun me pareció tan sencillo que no pude menos de pensar en lo mucho que me costaría dejar de jugarle alguna pieza. Hacía cuatro años que estaba viudo y tenía dos hijos: un varón que acababa de cumplir veinticinco años y una hembra que entraba en los quince. Esta, educada por una dueña severa y dirigida por el padre Alejo, caminaba por la senda de la virtud; pero Gaspar Velázquez, su hermano, aunque nada se había omitido para hacerle hombre de bien, tenía todos los vicios de un mozo licencioso. A veces pasaba dos o tres días fuera de casa, y si cuando volvía le[252] daba el padre alguna reprensión, Gaspar le mandaba callar levantando la voz más que él.

«Escipión—me dijo un día el viejo—, tengo un hijo que me da mucho que sentir. Está envuelto en todo género de desórdenes, lo que verdaderamente extraño, porque su educación de ningún modo fué descuidada; le he tenido buenos maestros y mi amigo el padre Alejo ha hecho cuanto ha podido para atraerle al camino de la virtud, sin haberlo podido conseguir; Gaspar se ha enfangado en el libertinaje. Acaso me dirás que le he tratado con demasiada indulgencia en la pubertad y que eso le habrá perdido. Pero no es así: le he castigado siempre que me pareció necesario el rigor, porque, aunque soy tan bonazo, tengo entereza en las ocasiones que la piden, y aun le hice encerrar en una casa de corrección, de donde salió peor que entró en ella. En una palabra, es de aquellos mozos perdidos a quienes no pueden corregir el buen ejemplo, las represiones ni los castigos; sólo Dios puede hacer este milagro.»

»Si no me causó lástima la aflicción de aquel desgraciado padre, a lo menos aparenté que la tenía. «¡Cuánto me compadezco, señor!—le dije—. Un hombre tan honrado como usted merecía tener mejor hijo.» «¿Qué le hemos de hacer, hijo mío?—me respondió—. ¡Dios ha querido privarme de este consuelo! Entre los pesares que me da Gaspar—continuó—, te diré en confianza uno que me causa mucho desasosiego, y es la inclinación a robarme, que con demasiada frecuencia halla me[253]dios de satisfacer, a pesar de mi vigilancia. El criado antecesor tuyo estaba de inteligencia con él y por eso le despedí; pero de ti espero que no te dejarás seducir de mi hijo y que mirarás con celo y fidelidad por mis intereses, como sin duda te lo habrá encargado mucho el padre Alejo.» «Así es, señor—le repliqué—; durante una hora su reverencia no hizo otra cosa que exhortarme a no tener puesta la mira sino en el bien de su merced; pero puedo asegurar que para esto no necesitaba de su exhortación, porque me siento dispuesto a servir a su merced fielmente, y por último le prometo un celo a toda prueba.»

»Para sentenciar un pleito es necesario oír a las dos partes. El mocito Velázquez, elegante hasta dejarlo de sobra, juzgando por mi fisonomía que yo no sería más difícil de seducir que mi antecesor, me llamó a un paraje retirado y me habló en estos términos: «Escucha, amigo mío: estoy persuadido de que mi padre te habrá encargado que me espíes; pero te advierto que mires cómo lo haces, porque este oficio tiene sus quiebras. Si llego a conocer que andas averiguando mis acciones, te he de matar a palos; pero si quieres ayudarme a engañar a mi padre, puedes esperarlo todo de mi agradecimiento. ¿Quieres que te hable más claro? Tendrás tu parte en las redadas que echemos juntos. Escoge, y en este mismo momento declárate por el padre o por el hijo, porque no admito neutralidad.»

«Señor—le respondí—, mucho me estrecha usted[254] y veo bien que no podré menos de declararme en su favor, aunque en la realidad me repugna ser traidor al señor Velázquez.» «¡Déjate de esos escrúpulos!—replicó Gaspar—. Mi padre es un viejo avaro que quisiera traerme todavía con andadores; un miserable que me niega lo que necesito, rehusándose a contribuir a mis placeres, siendo éstos de pura necesidad en la edad de veinticinco años; este es el verdadero aspecto bajo el cual debes mirar a mi padre.» «¡Basta, señor!—le dije—. No es posible resistir a un motivo tan justo de queja. Me ofrezco a ayudar a usted en sus loables empresas, pero ocultemos ambos bien nuestra inteligencia, para que no se vea en la calle vuestro fiel aliado. Creo que lo acertará usted si aparenta aborrecerme; hábleme con aspereza en presencia de los demás, sin escasear las malas palabras. Tampoco hará daño tal cual bofetón y algún puntapié en las asentaderas; antes bien, cuanta más aversión me mostrare usted, tanta mayor confianza hará de mí el señor Baltasar. Por mi parte, fingiré huir de la conversación de usted; en la mesa le serviré mostrando que lo hago a más no poder, y cuando hable de usted con los mancebos de la tienda no lleve a mal que diga de su persona cuanto malo me viniere a la boca.»

«¡Vive diez—exclamó el mozo Velázquez al oír estas últimas palabras—que estoy admirado de ti, amigo mío! En la edad que tienes, muestras un ingenio singular para todo lo que sea enredo. Desde luego me prometo de él los más felices resultados[255] y espero que con el auxilio de tu talento no he de dejar ni un solo doblón a mi padre.» «Usted me honra demasiado—le dije—confiando tanto en mi industria; haré cuanto pueda para no desmentir el concepto que ha formado de mí, y si no puedo conseguirlo a lo menos no será culpa mía.»

»Tardé poco en hacer ver a Gaspar que yo era efectivamente el hombre que necesitaba, y he aquí cuál fué el primer servicio que le hice: el arca del dinero de Baltasar estaba en la alcoba donde dormía este buen hombre, al lado de su cama, y le servía de reclinatorio. Siempre que yo la veía me alegraba la vista y en mi interior le decía muchas veces: «¡Mi amada arca! ¿Estarás siempre cerrada para mí? ¿No tendré nunca el placer de contemplar el tesoro que encierras?» Como yo iba cuando me daba la gana a la alcoba, cuya entrada sólo a Gaspar estaba prohibida, entré un día a tiempo que su padre, creyendo que nadie le veía, después de haber abierto y vuelto a cerrar el arca, escondió la llave detrás de un tapiz. Noté cuidadosamente el sitio y di parte de este descubrimiento al amo mozo, que me dijo abrazándome de alegría: «¡Ah mi querido Escipión! ¿Qué es lo que acabas de decirme? ¡Nuestra fortuna es hecha, hijo mío! Hoy mismo te daré cera, estamparás en ella la llave y me devolverás la cera prontamente. Poco trabajo me costará hallar un cerrajero servicial en Córdoba, que no es la ciudad de España en donde hay menos bribones.»

»Pero ¿a qué fin—dije a Gaspar—quiere usted[256] mandar hacer una llave falsa, cuando podemos servirnos de la verdadera?» «Es cierto—me respondió—; pero temo que mi padre, por desconfianza o por otro motivo, la quiera esconder en otra parte, y lo más seguro es tener una que sea nuestra.» Creí fundado su recelo, y aprobando su pensamiento me dispuse a estampar la llave en la cera, lo que ejecuté una mañana mientras que mi viejo amo hacía una visita al padre Alejo, con quien tenía frecuentemente largas conversaciones. No contento con esto, me serví de la llave para abrir el arca, que, estando llena de talegos grandes y pequeños, me puso en una perplejidad agradable, porque no sabía cuál escoger, sintiéndome ciegamente enamorado de los unos y de los otros. Sin embargo, como el miedo de ser sorprendido no me permitía hacer un detenido examen, echó mano a Dios y a ventura de uno de los mayores. En seguida, habiendo cerrado el arca y vuelto a poner la llave detrás del tapiz, salí de la alcoba con mi presa, que fuí a esconder debajo de mi cama en una pieza pequeña donde yo dormía.

»Después de concluída esta operación con tanta felicidad, me fuí a buscar al joven Velázquez, que me estaba esperando en una casa vecina, para donde me había dado cita, y le llené de gozo contándole lo que acababa de ejecutar. Quedó tan satisfecho de mí, que me hizo mil caricias y me ofreció generosamente la mitad del dinero que había en el talego, que yo no quise aceptar. «Señor—le dije—, este primer talego es para usted solo; sírvase usted[257] de él para sus necesidades. Presto volveré a hacer una visita al arca, en donde, gracias a Dios, hay dinero para entrambos.» Efectivamente, tres días después saqué de ella otro talego, que contenía, como el primero, quinientos escudos, de los cuales no quise admitir más que la cuarta parte, por más instancias que me hizo Gaspar para obligarme a que los repartiésemos entre los dos como buenos hermanos.

»Luego que el mozuelo se vió con tanto dinero, y por consiguiente en estado de satisfacer la pasión que tenía a las mujeres y al juego, se entregó a ellas totalmente, y aun tuvo la desgracia de encapricharse con una de aquellas famosas damas cortesanas que en poco tiempo devoran y se tragan los caudales más pingües. Ocasionóle ésta tan excesivos gastos, y me puso en la necesidad de hacer tantas visitas al arca, que al fin el viejo Velázquez echó de ver que le robaban. «Escipión—me dijo una mañana—, tengo que hacerte una confianza: alguno me roba, amigo mío. Han abierto mi arca del dinero y me han sacado de ella muchos talegos. El hecho es constante; pero ¿a quién debo atribuir este robo? O por mejor decir, ¿quién otro sino mi hijo puede haberle hecho? Gaspar habrá entrado furtivamente en mi alcoba, o acaso tú mismo le habrás introducido en ella, porque estoy tentado a creerte su confederado, aunque parezcáis mal avenidos los dos. Sin embargo, no quiero abrigar esta sospecha, habiendo salido el padre Alejo por responsable de tu fidelidad.» Respondí[258] que, gracias al Cielo, no me tentaba la hacienda ajena, y acompañé esta mentira con una exterioridad hipócrita que contribuyó a sincerarme.

»Con efecto, el viejo no volvió a hablarme sobre el asunto; pero no dejó de envolverme en su desconfianza, y tomando precauciones contra nuestros atentados, mandó poner al arca una cerradura nueva, cuya llave traía desde entonces continuamente en la faltriquera. Habiéndose interrumpido por este medio toda comunicación entre nosotros y los talegos, quedamos sin saber lo que nos pasaba, particularmente Gaspar, que, no pudiendo ya gastar tanto con su ninfa, temió hallarse precisado a no verla más. En medio de esto, discurrió un arbitrio ingenioso que le proporcionó mantener su correspondencia por algunos días más, y fué el de apropiarse, por vía de empréstito, aquello que me había tocado a mí de las sangrías que yo había hecho al arca. Entreguéle hasta el último maravedí, lo que, a mi parecer, podía pasar por una restitución anticipada que yo hacía al mercader anciano en la persona de su heredero.

»Luego que el desordenado mozo acabó de consumir aquel recurso, considerando que ya no le quedaba ningún otro, cayó en una melancolía profunda y obscura que poco a poco trastornó su razón. No mirando ya a su padre sino como a un hombre que causaba la desgracia de su vida, dió en una furiosa desesperación, y, sin escuchar la voz de la sangre, el miserable concibió el horroroso designio de envenenarle. Poco satisfecho con ha[259]berme confiado este execrable proyecto, tuvo aliento para proponerme le sirviese de instrumento a su venganza. Horroricéme al oírle semejante propuesta, y le dije: «¡Es posible, señor, que estéis tan dejado de la mano de Dios que hayáis podido formar esa abominable resolución! Pues qué, ¿tendríais valor para quitar la vida al autor de la vuestra? ¿Habríase de ver en España, en el seno del cristianismo, cometerse un crimen cuya sola idea horrorizaría a las más bárbaras naciones? ¡No, mi querido amo—añadí echándome a sus pies—, no! ¡Usted no hará una acción que excitaría contra sí toda la indignación de la Tierra y que sería castigada con un infame suplicio!»

»Aleguéle todavía a Gaspar otras razones para disuadirle de un pensamiento tan culpable, y yo no sé dónde pude encontrar raciocinios tan honrados y discretos como empleé para combatir su desesperación; lo cierto es que le hablé como pudiera un doctor de Salamanca, a pesar de ser tan joven e hijo de la Coscolina. No obstante, por más que hice para convencerle de que debía volver sobre sí y desechar animosamente las detestables ideas que se habían apoderado de su ánimo, fué inútil toda mi elocuencia. Bajó la cabeza, y, guardando un taciturno silencio, me hizo comprender que no desistiría a pesar de cuanto pudiera decirle.

»En vista de esto, tomando mi determinación dije al anciano que quería hablarle en secreto, y habiéndome encerrado con él, «Señor—le dije—, permítame usted que me arroje a sus pies e im[260]plore su misericordia.» Dichas estas palabras, me postré delante de él lleno de agitación y con el rostro bañado en lágrimas. Atónito el mercader de aquella demostración y de verme tan turbado, me preguntó qué había hecho. «¡Un delito de que me arrepiento—le respondí—y que lloraré toda mi vida! He tenido la flaqueza de dar oídos a su hijo de usted y de ayudarle a que le robase.» Al mismo tiempo le hice una confesión sincera de todo lo sucedido en este particular, después de lo cual le di cuenta de la conversación que acababa de tener con Gaspar, cuyo designio le revelé sin omitir la menor circunstancia.

»Por más mal concepto que el anciano Velázquez tuviese de su hijo, apenas podía dar crédito a mis palabras. Sin embargo, no dudando de la verdad de mi narración, «Escipión—me dijo levantándome del suelo, porque estaba todavía arrodillado—, yo te perdono en gracia del importante aviso que acabas de darme. ¡Gaspar—continuó alzando la voz—, Gaspar quiere quitarme la vida! ¡Ah, hijo ingrato, monstruo a quien hubiera valido más ahogar al tiempo de nacer que dejarle vivir para ser un parricida! ¿Qué motivo tienes para atentar contra mis días? ¡Todos los años te doy una cantidad suficiente para tus diversiones, y no estás contento! ¿Conque será necesario para contentarte permitirte que disipes todos mis bienes?» Habiendo hecho este doloroso apóstrofe, me encargó el secreto y me dijo que le dejase solo para pensar lo que debía hacer en tan delicada coyuntura.

[261]

»Yo estaba con la mayor inquietud por saber qué resolución tomaría aquel desgraciado padre, cuando en el mismo día llamó a Gaspar, y, sin darle a entender lo que sabía, le habló de este modo: «Hijo mío, he recibido una carta de Mérida, en que me dicen que si te quieres casar se proporciona una señorita de quince años, que, sobre ser muy hermosa, llevará consigo un gran dote. Si no tienes repugnancia al matrimonio, mañana al romper la aurora partiremos los dos a Mérida, veremos la persona que te proponen y si te gusta te casarás con ella.» Cuando Gaspar oyó hablar de un gran dote, y creyendo tenerlo ya en su poder, respondió sin vacilar que estaba pronto a hacer el viaje, y, con efecto, el día siguiente al amanecer marcharon solos y montados ambos en buenas mulas.

»Luego que llegaron a las montañas de Fesira y se vieron en un sitio tan apetecido de los salteadores como temido de los pasajeros, Baltasar echó pie a tierra, diciendo a su hijo que hiciese lo mismo. Obedeció el mozo y preguntó para qué le hacía apear en aquel paraje. «Voy a decírtelo—le respondió el anciano mirándole con unos ojos en que estaban pintados la cólera y el dolor—. No iremos a Mérida, y la boda de que te he hablado es una mera invención mía sólo para atraerte aquí. No ignoro, hijo ingrato y desnaturalizado, no ignoro el atentado que proyectas; sé que por disposición tuya se tiene preparado un veneno para dármelo. Pero dime, insensato, ¿has podido lisonjearte de quitarme de este modo impunemente la vida? ¡Qué[262] horror! Tu crimen se descubriría bien pronto y morirías a manos del verdugo. Hay—continuó—otro medio más seguro para que satisfagas tu furor sin exponerte a una muerte ignominiosa. Aquí estamos los dos sin testigos y en un sitio en que cada día se cometen asesinatos. Ya que tan sediento estás de mi sangre, sepulta en mi pecho tu puñal y se atribuirá esta muerte a los salteadores.» A estas palabras, descubriendo Baltasar el pecho y señalando el sitio del corazón a su hijo, «¡Mira, Gaspar—añadió—, dame aquí un golpe mortal, para castigarme de haber engendrado a un malvado como tú!»

»El joven Velázquez, herido como de un rayo con estas palabras, muy lejos de intentar sincerarse, cayó de repente sin sentido a los pies de su padre. El buen anciano, viéndole en aquel estado, que le pareció un principio de arrepentimiento, no pudo menos de ceder a la pasión paternal y acudió prontamente a socorrerle; pero Gaspar, luego que volvió en sí, no pudiendo sufrir la presencia de un padre tan justamente irritado, hizo un esfuerzo para levantarse, volvió a montar en su mula y se alejó sin decir una palabra. Dejóle ir Baltasar, y, abandonándole a sus remordimientos, se restituyó a Córdoba, en donde seis meses después supo que su hijo había tomado el hábito en la Cartuja de Sevilla, para pasar allí el resto de su vida haciendo penitencia.


[263]

CAPITULO XII

Fin de la historia de Escipión.

»Ocasiones hay en que el mal ejemplo suele producir buenos efectos. La conducta que el joven Velázquez había tenido me obligó a hacer serias reflexiones sobre la mía. Comencé a combatir mi inclinación a hurtar y me propuse vivir como hombre honrado. El hábito que yo había contraído de apoderarme de cuanto dinero podía haber a las manos se había radicado en mí con actos tan repetidos que no era fácil de vencer. Sin embargo, esperaba lograrlo, persuadido de que para ser virtuoso no es menester mas que quererlo de veras. Emprendí, pues, esta grande obra, y el Cielo bendijo mis esfuerzos; dejé de mirar con ojos codiciosos el arca del mercader anciano, y aun creo que aunque hubiera estado en mi mano sacar de ella algunos talegos no los hubiera tocado. Sin embargo, confesaré que hubiera sido gran imprudencia poner a prueba mi integridad reciente, de lo cual se guardó muy bien Velázquez.

»Concurría frecuentemente a su casa un caballero joven de la Orden de Alcántara, llamado Manrique de Medrano. Todos le estimábamos mucho, porque era uno de nuestros parroquianos más nobles, aunque no de los más ricos. Prendóse tanto de mí este caballero, que siempre que me encontraba se detenía a hablar conmigo, mostrando gusto en ello.[264] «Escipión—me dijo un día—, si yo tuviera un criado de tan buen humor, creería poseer un tesoro, y si no estuvieras con un sujeto a quien estimo, nada omitiría para atraerte a mi servicio.» «Señor—le respondí—, eso le costaría muy poco a vuestra señoría, porque tengo inclinación a las personas distinguidas. Este es mi flaco; sus modales caballerosos me encantan.» «Siendo eso así—me replicó don Manrique—, quiero suplicar a mi amigo el señor Baltasar que permita te pases de su servicio al mío, y creo que no me negará este favor.» Concedióselo Velázquez inmediatamente, y con tanta mayor facilidad cuanto que se persuadía que la pérdida de un criado bribón no era irreparable. Por mi parte, me alegré de esta traslación, no pareciéndome el criado de un mercader sino un desarrapado en comparación del criado de un caballero de Alcántara.

»Para hacer a ustedes un retrato fiel de mi nuevo amo, les diré que era un mozo arrogante, que encantaba a todos por sus apacibles costumbres y por su talento y que además tenía mucho valor y probidad. Sólo le faltaban bienes de fortuna; pero siendo el segundo de una casa más ilustre que rica, se veía obligado a vivir a expensas de una tía anciana residente en Toledo, que, amándole como si fuera hijo suyo, cuidaba de suministrarle cuanto dinero había menester para mantenerse. Vestía siempre con mucho aseo, y en todas partes era bien recibido. Visitaba las principales señoras de la ciudad, y entre otras a la marquesa[265] de Almenara, que era una viuda de setenta y dos años, cuyos modales atractivos y agudeza de entendimiento atraían a su casa toda la nobleza de Córdoba. Damas y caballeros gustaban de su conversación, y su casa se llamaba la buena sociedad.

»Mi amo era uno de los que más frecuentemente obsequiaban a esta señora. Una noche que acababa de separarse de ella me pareció verle en un desasosiego que no era natural. «Señor—le dije—, parece que vuestra señoría está agitado. ¿Podrá este fiel criado saber la causa? ¿Le ha acontecido a vuestra señoría alguna cosa extraordinaria?» Mi amo se sonrió a esta pregunta y me confesó que, con efecto, le ocupaba la imaginación una conversación seria que acababa de tener con la marquesa de Almenara. «Me alegrara—le dije riéndome—que esa niña setentona hubiese hecho a vuestra señoría una declaración de amor.» «Pues no lo tomes a chanza—me respondió—; has de saber, amigo mío, que la marquesa me ama. Me ha dicho: «Me compadece tanto vuestra escasa fortuna cuanto aprecio vuestra distinguida nobleza; os miro con particular inclinación y he determinado daros mi mano para proporcionaros un estado cómodo, no pudiendo decentemente enriqueceros de otro modo. Preveo que este enlace dará mucho que reír de mí al público, que seré objeto de las murmuraciones y que todos me tendrán por una vieja loca que quiere casarse. No me da cuidado; todo lo despreciaré por proporcionar a usted una suerte venturosa, y lo único que temo—me ha añadido—es que mostréis repugnan[266]cia al cumplimiento de mi deseo.» Esto es lo que me ha dicho la marquesa—prosiguió mi amo—. Teniéndola, como la tengo, por la señora más juiciosa y prudente de Córdoba, considera lo admirado que quedaría yo de oírla hablar en aquellos términos. Le he respondido que me maravillaba de que me hiciese el honor de proponerme su mano una señora que siempre había persistido en la resolución de subsistir viuda hasta la muerte. A esto me ha replicado que, poseyendo tan considerables bienes, quería hacer participante de ellos en vida a un hombre honrado a quien estimaba.» «Sin duda—le repliqué entonces—que vuestra señoría está ya resuelto a saltar la valla.» «¿Puedes dudarlo?—me respondió mi amo—. La marquesa es dueña de inmensos bienes y tiene prendas eminentes; era preciso estar loco para malograr un establecimiento tan ventajoso para mí.»

»Alabéle mucho el pensamiento de aprovechar tan excelente ocasión de adelantar su fortuna, y aun le persuadí que acelerase los preparativos; tanto era el miedo que yo tenía de que se frustrase este enlace. Pero, por fortuna, la marquesa estaba más deseosa que yo de que se realizara, y a este fin dió órdenes tan eficaces, que en pocos días se dispuso todo lo necesario para celebrar la boda. Apenas se esparció por Córdoba la voz de que la marquesa vieja de Almenara se casaba con don Manrique de Medrano, cuando comenzaron los bufones a divertirse muy a costa de la buena viuda; pero por más que agotaron todas sus bufonadas y[267] chocarrerías, no aflojó ésta un punto en su resolución. Dejó hablar a los ociosos y se fué muy sosegada a la iglesia con su don Manrique. Celebróse la boda con tan gran fausto, que dieron nuevo motivo a la murmuración. «La novia—se decía—debiera, a lo menos por pudor, haber suprimido la pompa y el estrépito, como impropios en la boda de viudas ancianas que se casan con mozos.»

»La marquesa, lejos de mostrarse avergonzada de ser a su edad esposa de un joven como aquél, se entregaba sin reserva al gozo que con ello experimentaba. Toda la nobleza cordobesa de uno y otro sexo estuvo convidada a una espléndida cena y a un baile no menos suntuoso que siguió después, al fin del cual nuestros recién casados desaparecieron para ir a una habitación, donde, encerrándose con una criada mayor y conmigo, la marquesa dirigió a mi amo estas palabras: «Don Manrique, ved aquí vuestro cuarto; el mío está al otro extremo de la casa; de noche cada uno estará en el suyo y por el día viviremos juntos como madre e hijo.» Al principio se engañó mi amo, creyendo que la señora no le hablaba de aquella suerte sino para obligarle a que le hiciese una dulce violencia, e imaginándose que por buena correspondencia debía mostrarse apasionado, se acercó a ella y se ofreció con vivas instancias a servirle de ayuda de cámara. Pero ella, muy lejos de permitir que la desnudase, le desvió con semblante serio, diciéndole: «¡Deteneos, don Manrique! Si me tenéis por una de esas viejas verdes que vuelven a ca[268]sarse por fragilidad, estáis equivocado; no me he casado con vos sino para proporcionaros las ventajas que puedo por nuestro contrato matrimonial. Este es un don gratuito de mi corazón y no exijo de vuestro reconocimiento sino demostraciones de amistad.» Dicho esto, nos dejó a mi amo y a mí en nuestro cuarto, retirándose ella al suyo con su criada y prohibiendo absolutamente al caballero que le acompañase.

»Después que se retiró permanecimos los dos un gran rato atónitos de lo que acabábamos de oír. «Escipión—me dijo mi amo—, ¿esperabas oír lo que me ha dicho la marquesa? ¿Qué juicio haces de una señora como ésta?» «Juzgo, señor—le respondí—, que es de lo que no hay. ¡Qué dicha tiene usted en poseerla! ¡Esto se llama un beneficio simple sin carga!» «Yo—replicó don Manrique—no acabo de admirar el carácter de una esposa tan apreciable y pretendo compensar con todas las atenciones imaginables el sacrificio que ha hecho por mí.» Continuamos hablando de la señora y después nos retiramos a dormir, yo en una cama que había en un cuartito inmediato y mi amo en otra regalada y magnífica que le habían puesto y en la cual creo que allá en lo íntimo de su corazón no le pesó mucho dormir solo, quedando pagado de ello con un ligero susto.

»El día siguiente comenzaron de nuevo los regocijos, en los que la recién casada se mostró de tan buen humor que dió nuevo pábulo a las chanzonetas de los zumbones. Ella era la primera que se[269] reía de lo que decían, los excitaba a chancearse y aun les daba pie para que aumentasen la chacota. El caballero por su parte no se mostraba menos contento que su esposa, y al ver el aspecto cariñoso con que la miraba y le hablaba, se hubiera dicho que estaba enamorado de la ancianidad. Aquella noche tuvieron los dos esposos otra conversación y quedaron de acuerdo en que, sin incomodarse uno a otro, vivirían del mismo modo que lo habían hecho antes de su casamiento. Sin embargo, merece elogiarse la conducta de don Manrique: hizo por consideración a su mujer lo que pocos maridos hubieran hecho en su lugar, que fué apartarse del trato que tenía con cierta señorita de la clase media, a quien amaba y de la que era correspondido, no queriendo, decía, mantener una amistad que parecía insultar la delicada conducta que su esposa observaba con él.

»Mientras estaba dando unas pruebas tan visibles de agradecimiento a esta señora anciana, ella se las pagaba con usura, aunque las ignorase. Hízole dueño del arca de su dinero, que valía más que la de Velázquez. Como había reformado su casa durante su viudez, la restituyó al mismo pie en que estaba en vida de su primer marido; aumentó el número de criados, llenó sus caballerizas de caballos y mulas; en una palabra, por sus generosas bondades, el caballero más pobre de la Orden de Alcántara llegó a ser el más opulento de ella. Acaso me preguntarán ustedes qué saqué de todo esto: mi ama me regaló cincuenta doblones y mi amo[270] ciento, haciéndome además su secretario con el sueldo de cuatrocientos escudos; y aun hizo de mí tanta confianza, que me nombró su tesorero.»

«¡Su tesorero!», exclamé, interrumpiendo a Escipión cuando llegó a este paso y riéndome a carcajadas. «¡Sí, señor!—me replicó con semblante sereno y formal—. ¡Sí, señor, su tesorero! Y aun me atrevo a decir que desempeñé con honor aquel empleo. Es verdad que acaso habré quedado debiendo alguna cosilla a la caja, porque como me cobraba anticipadamente de mi salario y dejé de repente el servicio del caballero, no es imposible que haya resultado en la cuenta algún alcance; de todos modos, es la última reconvención que se me podrá hacer, supuesto que desde entonces acá he sido un hombre lleno de rectitud y probidad.

»Hallábame, pues—continuó el hijo de la Coscolina—, de secretario y tesorero de don Manrique, que vivía tan satisfecho de mí como yo lo estaba de él, cuando recibió una carta de Toledo en que le noticiaban que su tía doña Teodora Moscoso estaba a los últimos de su vida. Le fué tan dolorosa esta noticia, que al momento partió a dicha ciudad para asistir a aquella señora, que hacía muchos años desempeñaba con él los oficios de madre. Acompañéle en aquel viaje con un ayuda de cámara y un lacayo solamente, y montados todos cuatro en los mejores caballos de la cuadra, llegamos en posta a Toledo, en donde encontramos a doña Teodora en tal estado que nos dió esperanzas de que no moriría de aquella enfermedad. Con[271] efecto, no desmintió el resultado nuestros pronósticos, aunque contrarios al de un médico ya viejo que la asistía.

»Mientras que la salud de nuestra buena tía se iba restableciendo visiblemente, menos quizá por los remedios que le hacían tomar que por la presencia de su querido sobrino, el señor tesorero empleaba su tiempo lo más alegremente que podía con ciertos jóvenes cuyo trato era muy a propósito para proporcionarle ocasiones de gastar su dinero. Llevábanme algunas veces a los garitos, en donde me incitaban a jugar con ellos, y como yo no era tan diestro jugador como mi amo don Abel, perdía muchas más veces de las que ganaba. Insensiblemente me iba aficionando al juego, y si me hubiera entregado del todo a esta pasión sin duda me hubiera precisado a tomar de la caja algunas mesadas anticipadas; pero, por fortuna, el amor salvó la caja y mi virtud. Pasando yo un día cerca de la iglesia de San Juan de los Reyes vi asomada a una celosía, cuyas portezuelas estaban abiertas, a una linda niña, que más parecía deidad que criatura. Si encontrara otra voz más expresiva, usaría de ella para dar a entender a ustedes la fuerte impresión que sentí al verla. Informéme de quién era y, después de varias diligencias, supe que se llamaba Beatriz y que era doncella de doña Julia, hija segunda del conde de Polán.»

Beatriz interrumpió aquí a Escipión riendo a carcajada tendida, y dirigiendo la palabra a mi mujer, «¡Amable Antonia—le dijo—, míreme us[272]ted bien, y dígame por su vida si a su parecer tengo semblante de divinidad!» «Por lo menos entonces—le dijo Escipión—lo tenías a mis ojos; y ahora que tu fidelidad ya no me es sospechosa, me pareces más hermosa que nunca.» Mi secretario, después de una respuesta tan amorosa, prosiguió así su historia:

«Este descubrimiento acabó de encenderme, no a la verdad en un ardor legítimo, porque me imaginé que fácilmente podría triunfar de su virtud combatiéndola con presentes capaces de desquiciarla; pero yo conocía mal a la casta Beatriz. Inútilmente le ofrecí mi bolsillo y mis obsequios por medio de ciertas mujercillas mercenarias, pues oyó con mucho enojo la propuesta. Su resistencia encendió más mis deseos, y recurrí al último arbitrio, que fué ofrecerle mi mano, la que aceptó luego que supo era yo secretario y tesorero de don Manrique. Pareciónos a los dos que convenía tener oculto nuestro matrimonio por algún tiempo, y así, nos casamos de secreto, siendo testigos la señora Lorenza Séfora, aya de Serafina, y otros criados del conde de Polán. Luego que me casé con Beatriz, ella misma me facilitó el modo de verla y hablarle de noche en el jardín, en donde yo entraba por una puertecilla cuya llave me entregó. Difícilmente se hallarían dos esposos que se amasen con más ternura que nos amábamos Beatriz y yo: era igual en ambos la impaciencia con que esperábamos la hora señalada para vernos y hablarnos; ambos acudíamos allí con la misma an[273]sia, y siempre se nos hacía corto el tiempo que pasábamos juntos, aunque algunas veces no dejaba de ser bien largo.

»Una noche, que fué para mí tan cruel como habían sido deliciosas las anteriores, al ir a entrar en el jardín quedé sorprendido de hallar abierta la puertecilla. Sobresaltóme aquella novedad, y formé de ella un mal juicio; me puse pálido y trémulo, como si hubiese presentido lo que iba a sucederme; y acercándome en medio de la obscuridad hacia un cenador en donde había solido hablar a mi esposa, oí la voz de un hombre; me detuve para percibir mejor, y al momento llegaron a mis oídos estas palabras: ¡No me hagas penar más, mi querida Beatriz! ¡Completa mi felicidad, y piensa que de ella depende tu fortuna! En vez de tener la paciencia de escuchar todavía, creí no tener necesidad de oír más; un furor celoso se apoderó de mi alma, y, no respirando sino venganza, desenvainé la espada y entré precipitadamente en el cenador. «¡Ah vil seductor!—exclamé—. ¡Cualquiera que tú seas, antes de quitarme el honor será menester que me arranques la vida!» Diciendo estas palabras cerré contra el caballero que estaba en conversación con Beatriz, que se puso al momento en defensa, y se batió como persona más diestra en el manejo de las armas que yo, que no había recibido sino algunas lecciones de esgrima en Córdoba. Sin embargo, a pesar de su destreza le tiré una estocada que no pudo parar, o más bien tuvo un tropiezo: vile caer al suelo, y creyendo haberle[274] herido mortalmente, me puse en salvo a carrera tendida, sin querer responder a Beatriz, que me llamaba.»

«Así fué puntualmente—interrumpió la mujer de Escipión, dirigiéndonos la palabra—. Yo le llamaba para sacarle de su error. El caballero que estaba hablando conmigo en el cenador era don Fernando de Leiva. Este señor, que amaba tiernamente a mi ama Julia, estaba determinado a sacarla de casa, pareciéndole que no la podría conseguir sino por este medio, y yo misma le había citado para el jardín con el fin de concertar con él esta fuga, de la cual me aseguraba él que pendía mi fortuna; pero por más que llamé a mi esposo, se alejó de mí como de una esposa infiel.»

«En el estado en que me hallaba—replicó Escipión—, era capaz de eso y mucho más. Los que saben por experiencia qué cosa son celos y las extravagancias que hacen cometer aun a los más sensatos, no se admirarán del trastorno que causaron en mi débil imaginación. Al momento pasé de un extremo a otro: a los sentimientos de ternura que un instante antes me animaban hacia mi esposa me sobrevinieron bien pronto impulsos de aborrecimiento, e hice juramento de abandonarla y desecharla para siempre de mi memoria. Por otra parte, creía haber muerto a un caballero, y bajo este concepto, temeroso de caer en manos de la justicia, experimentaba la turbación penosa que persigue por todas partes como una furia a un hombre que acaba de cometer un crimen. En esta horrible si[275]tuación, no pensando más que en ponerme en salvo, y sin volver siquiera a la posada, en aquel mismo punto salí de Toledo, sin más equipaje que el vestido que tenía puesto. Es verdad que llevaba en el bolsillo hasta unos sesenta doblones, lo que no dejaba de ser un recurso bastante bueno para un mozo que tenía hecho ánimo de no pasar de criado en toda su vida.

»Caminé toda aquella noche, o por mejor decir fuí corriendo, porque la idea de los alguaciles, presente siempre en mi imaginación, me daba un continuo vigor. Amanecí entre Rodillas y Maqueda, y cuando llegué a este último pueblo, sintiéndome algo cansado, entré en la iglesia, que acababan de abrir, y después de haber hecho una breve oración me senté en un banco para descansar. Púseme a meditar en el estado de mis negocios, que no me daban poco en qué discurrir; pero no tuve tiempo para hacer muchas reflexiones, porque luego oí resonar en la iglesia tres o cuatro chasquidos de látigo que me hicieron creer pasaba por allí algún alquilador. Me levanté al momento para ir a ver si me engañaba, y cuando estuve en la puerta vi uno montado en una mula, que llevaba de reata otras dos. «¡Parad, amigo mío!—le grité—. ¿Adónde van esas mulas?» «A Madrid—me respondió—; en ellas han venido a este pueblo dos religiosos dominicos, y me voy allá de retorno.»

»La ocasión que se presentaba de hacer el viaje de Madrid me inspiró deseo de verificarle. Ajustéme con el alquilador, monté en una de sus mu[276]las, y nos encaminamos hacia Illescas, en donde debíamos hacer noche.

»No bien habíamos salido de Maqueda, cuando el alquilador, persona de treinta y cinco a cuarenta años, empezó a entonar cánticos de la Iglesia a toda voz. Comenzó por los salmos que los canónigos cantan a maitines, en seguida cantó el Credo, como en las misas solemnes, y luego, pasando a las vísperas, me las cantó todas sin perdonarme ni aun el Magnificat. Aunque el majadero me aturdía los oídos, yo no podía menos de reír; y aun le incitaba a continuar cuando se veía precisado a detenerse para cobrar aliento. «¡Animo, buen amigo!—le decía—. ¡Prosiga usted, que si el Cielo le ha dado tan buenos pulmones, usted no hace mal uso de ellos!» «¡Oh! En cuanto a eso—me respondió—no me parezco, gracias a Dios, a la mayor parte de los alquiladores, que no cantan sino canciones infames o impías; ni tampoco canto nunca romances sobre nuestras guerras contra los moros, porque son unas cosas a lo menos frívolas, cuando no sean indecentes.» «Tenéis—le repliqué—una pureza de corazón que raras veces tienen los alquiladores. Y siendo tan escrupuloso en punto de canciones, ¿habéis hecho también voto de castidad en las posadas donde hay criadas mozas?» «Seguramente—me respondió—. La continencia es también una cosa de que me precio en estos parajes; en ellos sólo me ocupa el cuidado de mis mulas.» No quedé poco admirado de oír hablar de este modo a aquel fénix de los alquiladores; y tenién[277]dole por un hombre de bien y de talento, entablé conversación con él luego que acabó de cantar cuanto le dió la gana.

»Llegamos a Illescas a la caída de la tarde. Luego que nos apeamos en el mesón dejé a mi compañero que cuidase de sus mulas, y me metí en la cocina a encargar al mesonero que nos dispusiese una buena cena, lo que prometió hacer tan bien, que me acordaría, dijo él, toda mi vida de haberme alojado en su mesón. «¡Pregunte su merced—añadió—, pregunte a su alquilador quién soy yo! ¡Voto a tal que desafiaría a todos los cocineros de Madrid y de Toledo a hacer una olla podrida como las que yo hago! Esta noche quiero agasajar a su merced con un guisado de gazapo compuesto de mi mano, y verá si tengo razón para ponderar mi habilidad.» Dicho esto, mostrándome una cazuela en que había—según él decía—un conejo hecho ya trozos. «Mire usted—continuó—lo que pienso darle después que le haya echado pimienta, sal, vino, un manojo de hierbas y algunos otros ingredientes que empleo en mis salsas, con lo que espero regalar a su merced con un guisado que se pudiera presentar a un contador mayor.»

»El mesonero, después de haber hecho de este modo su elogio, comenzó a disponer la cena. Mientras tanto me entré en un cuarto, y, echándome en una mala cama que había allí, me quedé dormido de cansancio por no haber sosegado nada la noche antecedente. De allí a dos horas vino a despertarme el alquilador, diciendo: «Señor amo, la cena[278] está pronta; venga usted, si gusta, a sentarse a la mesa», la cual estaba puesta en una sala con solos dos cubiertos. Sentámonos a ella el alquilador y yo, y nos trajeron el guisado. Me tiré a él con ansia, y me supo muy bien, ya fuese porque el hambre me lo hizo apetitoso, ya por el sainete que le daban los ingredientes del cocinero. En seguida nos sirvieron un trozo de carnero asado; y observando que el alquilador sólo tomaba de este segundo plato, le pregunté por qué no tomaba del otro. Me respondió sonriéndose que no le gustaban los guisos; cuya respuesta, o, por mejor decir, la risita con que la había acompañado, me pareció misteriosa. «Usted me oculta—le dije—la verdadera razón que le impide comer de este guisado; hágame el gusto de decírmelo.» «Ya que usted tiene tanta curiosidad de saberla—replicó él—, le diré que tengo repugnancia a llenarme el estómago de esa especie de guisotes desde que caminando de Toledo a Cuenca me dieron una noche en un mesón, por conejo de vivar, un jigote de gato, lo que me ha hecho cobrar aversión a los cochifritos.»

»Apenas el alquilador me dijo estas palabras perdí enteramente el apetito en medio del hambre que me devoraba. Se me encajó en la cabeza que acababa de comer conejo sólo en el nombre, y ya no miré el guisado sino haciéndole gestos. El arriero, lejos de desvanecer mi aprensión, me la aumentó diciéndome que los mesoneros y pasteleros en España hacían con frecuencia aquella especie de quid pro quo; lo que, como ustedes pueden pensar,[279] no me sirvió de mucho consuelo; antes bien, me quitó del todo la gana, no ya de volver a probar el guisote, mas ni aun de tocar al asado, temiendo que el carnero no lo fuese más realmente que el conejo. Levantéme de la mesa echando mil maldiciones al guiso, al mesonero y al mesón; volvíme a tender en la cama, y pasé la noche con más quietud de la que pensaba. El día siguiente muy temprano, después de haber pagado al mesonero con tanta largueza como si me hubiera tratado perfectamente, salí de Illescas tan ocupado el pensamiento en el guisado, que me parecían gatos cuantos animales se me ofrecían a la vista. Entramos temprano en Madrid, y después de haber satisfecho al conductor me hospedé en una posada de caballeros cerca de la Puerta del Sol. Aunque mis ojos estaban acostumbrados al gran mundo, no dejaron de deslumbrarse con el concurso de señores que se ven comúnmente en el centro de la corte. Pasmóme el enorme número de coches y la gran multitud de gentileshombres, pajes y lacayos que los grandes llevaban de comitiva. Llegó a lo sumo mi admiración cuando, habiendo ido a ver el rey, miré al monarca rodeado de sus cortesanos. Quedé encantado a la vista de tal espectáculo, y dije para mí: «Ya no me admiro de haber oído decir que es indispensable ver la corte de Madrid para formar concepto cabal de su magnificencia; celebro infinito el visitarla, y el corazón me dice que he de hacer algo en ella.» Sin embargo, nada más hice que contraer algunas amistades in[280]útiles. Fuí poco a poco gastando todo mi dinero, y me tuve por muy dichoso en haberme acomodado, a pesar de todo mi mérito, con un pedante de Salamanca a quien conocí casualmente, que había ido a la corte, su patria, a negocios personales. Llegué a ser sus pies y sus manos, y cuando se restituyó a su Universidad, me llevó en su compañía.

»Llamábase don Ignacio de Ipiña éste mi nuevo amo. El mismo se tomaba el don por haber sido maestro de un duque, el cual por agradecimiento le había señalado una renta vitalicia; gozaba otra por catedrático jubilado del colegio, y además de eso sacaba del público doscientos o trescientos doblones anuales por los libros de moral dogmática que solía dar a la prensa. El modo con que componía sus obras me parece digno de contarse. Gastaba casi todo el día en leer autores hebreos, griegos y latinos y en escribir en medias cuartillas de papel todos los apotegmas o pensamientos sublimes que encontraba en ellos. Conforme iba llenando las cuartillas me las hacía ensartar en un alambre en figura de guirnalda, y cada una formaba un tomo. ¡Qué de libros perversos hacíamos! Apenas se pasaba mes alguno sin que formásemos cuando menos dos volúmenes, y al momento iban a fatigar la prensa. Lo más extraordinario era que estas compilaciones se hacían pasar por cosas nuevas; y si los críticos trataban de hacer ver al autor que era un plagiario de las obras de los antiguos, les contestaba con orgulloso descaro: Furto laetamur in ipso.

[281]

»También era gran comentador, y estaban tan llenos de erudición sus comentos, que a cada paso hacía notas sobre cosas que no merecían reparo, así como en las medias cuartillas de papel escribía inoportunamente pasajes de Hesíodo y de otros autores. Yo no dejé de aprovechar en casa de este sabio, y sería ingratitud negarlo, pues a lo menos, a fuerza de copiar sus obras, fuí aprendiendo a escribir decentemente; y considerándome él no ya como criado, sino como discípulo suyo, ilustró mi entendimiento, sin descuidarse en arreglar mis costumbres. Si por casualidad llegaba a saber que algún otro criado había hecho algo malo: «¡Escipión—me decía—, guárdate bien, hijo, de hacer lo que ha hecho ese bribón! Un criado debe esmerarse en servir lealmente a su amo»; en una palabra, no perdía ocasión don Ignacio de exhortarme a la virtud, y sus palabras hacían en mí tanta impresión, que en los quince meses que lo serví no tuve la más mínima tentación de jugarle ninguna de las piezas a que estaba acostumbrado, ni tampoco hice en su casa la más leve travesura.

»Ya dejo dicho que el doctor Ipiña era hijo de Madrid, donde tenía una parienta llamada Catalina, que era camarera del ama que había criado al príncipe de Asturias. La tal sirvienta, que es la misma de quien me valí para sacar al señor Santillana de la torre de Segovia, deseosa de hacer algo por su pariente don Ignacio, se empeñó con su ama para que le consiguiese del duque de Lerma alguna pieza eclesiástica. El ministro le confirió el[282] arcedianato de Granada, porque, siendo aquel reino país de conquista, todas las prebendas son del patrimonio real y de nombramiento del rey. Luego que lo supimos marchamos a Madrid, porque quiso el doctor dar las gracias a sus bienhechores antes de ir a Granada. Con esta ocasión las tuve frecuentes de ver y tratar a la tal Catalina, que se pagó mucho de mi buen humor y desembarazo. No me gustó a mí menos la mozuela, y tanto, que no pude dejar de corresponder ciertas señales de particular inclinación que me manifestaba; en conclusión, nos enamoramos uno de otro. Perdóname, querida Beatriz, esta confesión que hago; el mirarte entonces infiel a mí fué lo que me hizo propasar a lo que no me era permitido.

»Mientras tanto el doctor don Ignacio iba disponiendo su viaje a Granada. Sobresaltados su parienta y yo de la dolorosa separación que se acercaba, discurrimos un arbitrio que nos libró de este golpe. Fingíme gravemente enfermo, quejándome de la cabeza, del vientre y del pecho, con todas las demostraciones del hombre más angustiado del mundo. Mi amo llamó a un médico, el cual, después de haberme reconocido, me dijo de buena fe que mi enfermedad era más seria de lo que parecía, y que verosímilmente no me levantaría tan presto de la cama. Impaciente el doctor por irse a su catedral, no tuvo por oportuno dilatar más su viaje, y prefirió tomar otro criado para que le sirviera, contentándose con entregarme al cuidado de una asistenta, a la cual dejó cierta cantidad de[283] dinero para mi entierro si moría, o para recompensar mis servicios si salía de mi enfermedad.

»Luego que supe que don Ignacio había salido para Granada me hallé curado de todos mis males. Levantéme, despedí al médico que había dado tan notoria prueba de su gran penetración, y me deshice de la asistenta, que me robó más de la mitad del dinero que debía entregarme. Mientras yo representaba este papel, Catalina desempeñaba otro muy diverso con su ama doña Ana de Guevara, a la cual, persuadiéndola de que yo era un intrigante ducho, la puso en deseo de escogerme por uno de sus agentes. La señora ama, que tenía mucho apego a las riquezas, era dada a manejos que pudieran producirlas, y necesitando de personas a propósito para ello, me recibió entre sus criados. Tardé poco en dar pruebas de mi talento. Dióme algunos encargos delicados que pedían viveza y maña, los que puedo asegurar sin vanidad desempeñé a su satisfacción; por lo que quedó tan pagada de mí como yo poco satisfecho de ella, pues era tan codiciosa, que nada me tocaba de lo mucho que le redituaban mis manipulaciones y mi industria. Parecíale que sólo con pagarme puntual y exactamente mi salario usaba conmigo de sobrada generosidad. Este exceso de avaricia me hubiera hecho salir muy presto de su casa a no haberme detenido en ella el afecto a Catalina, la cual, enamorada cada día más y más de mí, me propuso formalmente que nos casásemos.

«¡Poco a poco!—le respondí—. Querida mía, esa[284] ceremonia no la podemos hacer tan prontamente; para eso es menester esperar la muerte de cierta jovencita que se anticipó a ti y con quien por mis pecados estoy ya casado.» «¡A otro perro con ese hueso!—replicó Catalina—. Ahora te quieres fingir casado para cohonestar cortesanamente la repugnancia que tienes a casarte conmigo.» En vano aseguré mil veces que le decía la pura verdad, pues no hubo forma de hacérsela creer; y pareciéndole que mi sincera confesión era una excusa, se dió por ofendida, y desde aquel mismo punto mudó de estilo conmigo. No llegamos a reñir ni a romper del todo nuestra comunicación; pero resfriándose visiblemente nuestro recíproco cariño, quedó reducido nuestro trato a los precisos términos que no se podían negar a la buena crianza y al bien parecer.

»En este estado me hallaba cuando supe que el señor Gil Blas de Santillana, secretario del primer ministro del reino de España, estaba a la sazón sin criado. Pintáronme esta conveniencia como la mayor y más ventajosa a que podía aspirar. «El señor de Santillana—me dijeron—es un caballero de mucho mérito, un mozo sumamente querido del duque de Lerma y a cuya sombra no puedes menos de hacer una gran fortuna; además de eso, es de un corazón generoso y lleno de bizarría. Haciendo tú sus negocios, no dudes que harás también el tuyo.» No malogré la ocasión; presentéme al señor Gil Blas, a quien tomé desde luego inclinación, agradóle mi fisonomía, recibióme en su casa, y no[285] me detuve un punto en dejar por él la de la señora ama; y éste, si Dios quiere, será el último amo a quien sirva.»

Así dió fin a su historia el buen Escipión, y volviéndose después a mí, me habló en estos términos: «Señor de Santillana, hágame usted el favor de atestiguar a estas señoras que siempre me ha tenido por un criado tan fiel como celoso. He menester de este testimonio para persuadirles que el hijo de la Coscolina corrigió en vuestra compañía sus malas costumbres, sucediendo a ellas en su corazón y en sus operaciones virtuosos y honrados pensamientos.»

«Así es, señoras—les dije—; eso puedo asegurárselo. Si en su niñez Escipión era un verdadero pícaro, se ha corregido después tan completamente, que ha llegado a ser un dechado perfecto de criados. Lejos de tener de qué quejarme ni qué reprender en su modo de portarse desde que está en mi casa, debo, al contrario, confesar que le soy deudor de muchas obligaciones. La noche que me prendieron para llevarme al alcázar de Segovia libertó mi casa del pillaje y puso en seguridad parte de mis efectos, que impunemente pudo haberse apropiado. No contento con haber mirado por la conservación de mis bienes, quiso, llevado de puro afecto, encerrarse conmigo en mi prisión, prefiriendo a los atractivos de la libertad el triste consuelo de acompañarme en mis trabajos.»


[287]

LIBRO UNDECIMO

CAPITULO PRIMERO

De cómo Gil Blas tuvo la mayor alegría que había experimentado en su vida, y del funesto accidente que la turbó. Mutaciones sobrevenidas en la corte, que fueron causa de que Santillana volviese a ella.

Ya dejo dicho que Antonia y Beatriz se avenían muy bien las dos; la una acostumbrada a vivir como criada sumisa, y la otra acostumbrándose gustosa a ser ama. Escipión y yo éramos dos maridos muy condescendientes y muy amados de nuestras esposas para no tener bien pronto la satisfacción de ser padres. Ambas se sintieron embarazadas casi a un mismo tiempo. Beatriz fué la primera que parió, y dió a luz una niña, y pocos días después Antonia nos llenó de alegría dándome un niño. Envié a mi secretario a Valencia a llevar esta noticia al gobernador, que vino inmediatamente a Liria, en compañía de Serafina y de la marquesa de Priego, a sacar de pila a los recién nacidos, teniendo el gusto de añadir esta prueba más de afecto a todas las que yo había recibido de él. Mi hijo, que[288] tuvo por padrinos a este señor y a la marquesa, se llamó Alfonso; y la señora gobernadora, queriendo dispensarme el honor de que yo fuera su compadre por dos títulos, se prestó a ser madrina, juntamente conmigo, de la hija de Escipión, a la cual se le puso el nombre de Serafina.

El nacimiento de mi hijo no solamente alegró a las personas de la quinta, sino que todos los vecinos de Liria lo celebraron también con festejos. Pero ¡ah, y cuán breve fué nuestra alegría! De repente se convirtió todo en ayes, en llantos y en suspiros por un suceso que en más de veinte años no he podido olvidar y que tendré eternamente en la memoria. Murió mi hijo, y a pocos días le siguió su madre, sin embargo de haber tenido un parto feliz; una violenta calentura me arrebató mi querida esposa a los catorce meses de nuestro matrimonio. Figúrese el lector cuánta sería mi amargura. Caí en un abatimiento de ánimo y en una estupidez inexplicable; tanto, que parecía haber quedado insensible a fuerza de sentir la pérdida experimentada. Pasé cinco o seis días en tan doloroso estado, sin querer ni poder tomar ningún alimento, y creo que sin la compañía de Escipión me hubiera dejado morir de hambre o hubiera perdido el juicio; pero este discreto secretario supo distraer mi aflicción tomando parte en ella. Hallaba el secreto de hacerme tomar algunos caldos presentándomelos con un semblante tan triste, que parecía me los ponía delante no tanto para conservar mi vida como para dar pábulo a mi padecer. El afectuoso criado escri[289]bió al mismo tiempo a don Alfonso noticiándole las desgracias que me habían sucedido y la lastimosa situación en que me encontraba. Este señor, tierno y compasivo, este amigo generoso fué inmediatamente a Liria. Yo no puedo traer a la memoria sin enternecerme el momento en que se presentó a mi vista. «Mi amado Santillana—me dijo echándome los brazos al cuello—, no vengo a consolarte; vengo sólo a llorar contigo la pérdida de tu amable Antonia, así como tú irías a llorar conmigo la de mi adorada Serafina si la muerte me la hubiera arrebatado.» Con efecto; vertió algunas lágrimas y confundió sus suspiros con los míos. En medio de la pesadumbre que me tenía fuera de mí, no dejaron de excitar en mi corazón un vivo agradecimiento las afectuosas demostraciones de don Alfonso.

Este gobernador tuvo una larga conversación con Escipión sobre lo que convendría adoptar para vencer mi pesadumbre. Juzgaron que sería necesario por algún tiempo alejarme de Liria, en donde por todas partes se me representaba continuamente la imagen de Antonia. Convenidos en esto, me propuso el hijo de don César si quería ir a Valencia con él; y mi secretario apoyó tan eficazmente la propuesta, que la acepté. Dejé a Escipión y a su mujer en la quinta y marché con el gobernador. Luego que llegué a Valencia, don César y su nuera no perdonaron diligencia alguna para divertir mi aflicción, echando mano de todas las distracciones oportunas para disiparla; pero a pesar de todos los esfuerzos permanecí sumergido en una profun[290]da melancolía, de que no pudieron sacarme. Nada omitía tampoco por su parte Escipión de cuanto pensaba podía contribuir a restituirme a mi tranquilidad. Iba frecuentemente de Liria a Valencia a informarse de mi estado, y se volvía más alegre o más triste según me veía más o menos dispuesto a consolarme.

Una mañana entró muy azorado en mi cuarto, y me dijo: «Señor, corre por la ciudad una noticia que llama la atención de toda la monarquía. Se dice que Felipe III ya no existe y que ocupa el trono el príncipe su hijo. Añádese que al cardenal duque de Lerma le han separado de su empleo, con prohibición de presentarse en la corte, y que don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, es en la actualidad primer ministro.» Sentíme conmovido; y conociéndolo Escipión, me preguntó si no tomaba yo parte en este grande acaecimiento. «¿Y qué parte quieres tú, hijo mío, que yo tome en él?—respondí—. Ya dejé la corte; todas las mutaciones que pueden sobrevenir en ella me deben ser indiferentes.»

«¡Muy desprendido se halla usted del mundo para la edad que tiene!—replicó el hijo de la Coscolina—. Si yo me hallase en su lugar, no dejaría de tentarme mucho la curiosidad; iría a Madrid a presentarme al nuevo monarca para ver si se acordaba de haberme visto. Este gusto no me lo perdonaría.» «¡Ya te entiendo!—le dije—. Tú quisieras que yo volviera a la corte para tentar en ella de nuevo la fortuna, o, por mejor decir, para volver a ser allí avariento y ambicioso.» «¿Por qué se habían de es[291]tragar todavía allí las costumbres de usted?—me replicó Escipión—. Tenga usted más confianza que la que tiene en su virtud; yo salgo por fiador de usted. Las sanas reflexiones que le obligó a hacer su desgracia acerca de los peligros de la corte son muy del caso para precaverse de ellos. Vuélvase, pues, a embarcar animosamente en un mar cuyos escollos le son bien conocidos.» «¡Calla, adulador!—le interrumpí sonriéndome—. ¿Estás ya cansado de verme pasar una vida tranquila? Yo creía que estimabas más mi sosiego.»

Aquí llegaba nuestra conversación cuando entraron en mi cuarto don César y su hijo, quienes me confirmaron la noticia de la muerte del rey y la desgracia del cardenal duque de Lerma, añadiendo que, habiendo éste pedido licencia para retirarse a Roma, en lugar de dársela se le había mandado fuese a vivir a su marquesado de Denia. Después, como si estuvieran ambos de acuerdo con mi secretario, me aconsejaron fuese a Madrid y me presentase al nuevo rey, puesto que ya me conocía y le había hecho unos servicios que los grandes recompensan con bastante gusto. «Yo a lo menos—dijo don Alfonso—no tengo la menor duda de que se acordará de los tuyos, ni de que deje Felipe IV de pagar las deudas del príncipe de Asturias.» «Del mismo sentido soy yo—dijo don César—, y aun el corazón me está diciendo que el viaje de Santillana a la corte le ha de abrir camino para grandes empleos.»

«En verdad, señores míos—exclamé—, que us[292]tedes no han meditado bien lo que me aconsejan. Según les parece, no tengo mas que ir a Madrid para lograr la llave dorada o algún gobierno; y están muy equivocados. Yo, al contrario, estoy muy persuadido de que el rey no reparará en mí aunque me presente a su vista; y si ustedes lo desean, haré la prueba para desengañarlos.» Cogiéronme luego la palabra los señores de Leiva, y me instaron tanto, que no pude menos de prometerles que cuanto antes iría a Madrid. Luego que mi secretario me vió determinado a hacer este viaje experimentó una alegría descompasada, imaginándose que lo mismo sería ponerme yo delante del nuevo monarca que distinguirme entre la confusión. En este concepto, forjando en su mente las más pomposas quimeras, me encumbraba a los primeros empleos del Estado, y él se acrecentaba a favor de mi engrandecimiento.

Dispuse, pues, mi viaje a la corte, no ya con ánimo de volver a incensar a la fortuna, sino únicamente por complacer a don César y a su hijo, a quienes se les había metido en la cabeza que inmediatamente me atraería el favor del soberano. A decir verdad, a mí también me picaba un poco el deseo de probar si el rey se había olvidado enteramente de mí. Arrastrado de esta natural curiosidad, pero sin esperanza, ni aun pensamiento de lograr la más leve ventaja en el nuevo reinado, tomé el camino de Madrid, acompañado de Escipión, dejando el cuidado de mi hacienda a Beatriz, que era muy buena mujer de gobierno.


[293]

CAPITULO II

Marcha Gil Blas a Madrid, déjase ver en la corte, reconócele el rey, recomiéndale a su primer ministro, y efectos de esta recomendación.

En menos de ocho días llegamos a Madrid, habiéndonos don Alfonso dejado dos de sus mejores caballos para que hiciésemos el viaje con mayor diligencia. Apeámonos en la posada de caballeros donde ya en otro tiempo me había hospedado, propia de Vicente Forero, mi antiguo patrón, que tuvo mucho gusto de volverme a ver.

Era éste un hombre que se preciaba de saber todo lo que pasaba en la corte y en la villa, y le pregunté qué había de nuevo. «Muchas novedades—me respondió—. Después de la muerte de Felipe III los amigos y los partidarios del cardenal duque de Lerma se valieron de varios medios para mantener a su eminencia en el ministerio; pero sus esfuerzos han sido inútiles, porque el conde de Olivares pudo más que todos ellos. Quieren decir que España nada ha perdido en el cambio, porque el nuevo primer ministro tiene talento y conocimientos tan vastos que es capaz de gobernar el mundo entero. ¡Dios lo quiera! Lo que no admite duda es—continuó—que la nación ha concebido la idea más ventajosa de su capacidad. El tiempo nos dirá si el sucesor del duque de Lerma llena o no el puesto que ocupaba su antecesor.»[294] Empeñado ya Forero en una conversación tan de su genio, me hizo una puntual relación de todas las mutaciones que se habían hecho en la corte desde que el conde de Olivares manejaba el timón de la monarquía.

A los dos días de mi llegada a Madrid fuí a palacio, cuando ya el rey había acabado de comer. Me coloqué al paso por donde debía entrar a su gabinete, y no me miró. Volví el día siguiente al mismo paraje, y no fuí más dichoso. El subsiguiente echó sobre mí una mirada al pasar; pero no dió muestras de haber reparado en mí, y en vista de esto, tomé mi resolución. «Tú ves—dije a Escipión que me acompañaba—que el rey ya no me conoce, o que, si me conoce, no quiere hacer caso de mí. Lo más acertado será volver a tomar el camino de Valencia.» «¡No vayamos tan aprisa, señor!—me respondió mi secretario—. Usted sabe mejor que yo que para negociar en la corte es menester paciencia. No deje usted de presentarse al rey; a fuerza de ofrecerse a su vista, le obligará usted a considerar más atentamente y a recordar las facciones de su agente cerca de la bella Catalina.»

Sólo porque Escipión no tuviese que reconvenirme tuve la condescendencia de continuar del mismo modo por espacio de tres semanas. Llegó, finalmente, un día en que, habiendo atraído la atención del monarca, me mandó llamar. Entré en su gabinete, no sin gran turbación de hallarme a solas con mi rey. «¿Quién eres?—me dijo—. Tus[295] facciones no me son desconocidas. ¿Dónde te he visto?» «Señor—le respondí temblando—, yo tuve la honra de conducir una noche a vuestra majestad con el conde de Lemos a casa de...» «¡Ah! ¡Ya me acuerdo!—interrumpió el rey—. Tú eres secretario del duque de Lerma, y, si no me engaño, tu nombre es Santillana. No me he olvidado de que en aquella ocasión me serviste con mucho celo, ni tampoco de que fueron mal recompensados tus afanes. ¿No estuviste preso por aquel lance?» «Sí, señor—le repliqué—; cuatro meses lo estuve en el alcázar de Segovia; pero vuestra majestad tuvo la bondad de mandarme poner en libertad.» «Eso—respondió—no satisfizo la obligación que contraje con Santillana. No basta haber hecho que se le pusiese en libertad: debo premiarle también lo mucho que padeció por servirme.»

Al acabar el rey de decir estas palabras entró en el gabinete el conde de Olivares. Todo espanta a los favoritos. Quedó absorto de ver allí a un desconocido, y el rey aumentó su sorpresa diciéndole: «Conde, pongo a tu cuidado este joven; te encargo que le des algún empleo y procures adelantarle.» Aparentó el ministro recibir esta orden con agrado, mirándome de pies a cabeza y mostrando inquietud por saber quién era yo. «Vete, amigo mío—añadió el monarca, dirigiéndome la palabra y haciéndome seña de que me retirase—; el conde no dejará de emplearte en provecho de mi servicio y de tus intereses.»

Salí inmediatamente del gabinete y me reuní al[296] hijo de la Coscolina, que, impaciente por saber lo que el rey me había dicho, se hallaba en una agitación imponderable, y al momento me preguntó si era necesario volver a Valencia o permanecer en la corte. «Tú lo podrás juzgar», le respondí, y al mismo tiempo le llené de contento refiriéndole palabra por palabra la conversación que acababa de tener con el monarca. «Querido amo—me dijo entonces Escipión en el exceso de su alegría—, ¿se burlará usted otra vez de mis pronósticos? Confiese usted que ni los señores de Leiva ni yo discurríamos mal cuando le instábamos tanto a que se presentase luego en Madrid. Ya le veo a usted en un puesto eminente: será el Calderón del conde de Olivares.» «Eso es lo que menos deseo—interrumpí—. Ese destino está cercado de demasiados precipicios para excitar mi anhelo. Yo quisiera un empleo que no me ofreciera ninguna ocasión de hacer injusticias ni un vergonzoso tráfico de los favores del rey; después del uso que he hecho de mi pasado valimiento, no puedo menos de precaverme contra la avaricia y contra la ambición.» «¡Animo, señor!—me replicó mi secretario—. El ministro os colocará en algún puesto que podáis desempeñar sin dejar de ser hombre de bien.»

Instado más por Escipión que por mi curiosidad, me fuí el día siguiente a casa del conde de Olivares antes de amanecer, noticioso de que todas las mañanas, en verano y en invierno, daba audiencia con luz artificial a cuantos querían hablarle. Me coloqué por modestia en un rincón de la sala y[297] desde allí estuve observando bien al conde luego que se dejó ver, porque había fijado poco la atención sobre él en el gabinete del rey. Era un hombre de estatura menos que mediana y podía pasar por gordo en un país donde los más son flacos; tan cargado de espaldas, que parecía corcovado, aunque no lo era en realidad; su cabeza, que era de gran tamaño, caía sobre el pecho; tenía el cabello negro y lacio; la cara, larga; el color, aceitunado; la boca, hundida, y la barbilla, puntiaguda y muy levantada.

Este conjunto no formaba una persona muy bien parecida. Con todo eso, como ya me lo figuraba inclinado a mi favor, le miraba con indulgencia y me parecía bien. Verdad es que recibía a todos con un aire tan afable y bondadoso, y tomaba tan cortésmente los memoriales que se le presentaban, que esto suplía la falta de su buena figura. Sin embargo, cuando me llegó la vez de acercarme para saludarle y que me conociera, me echó una mirada ceñuda y amenazadora, y volviéndome la espalda sin dignarse oírme, se entró en su gabinete. Entonces me pareció aquel señor aún más feo de lo que naturalmente era. Salí atónito en extremo de un recibimiento tan áspero y desabrido, no sabiendo qué inferir de él.

Reunido con Escipión, que me esperaba a la puerta, «¿Sabes—le dije—el recibimiento que he tenido?» «No, señor—me respondió—; pero no es difícil de adivinar: el ministro, pronto a conformarse con la voluntad del rey, habrá propuesto a[298] usted un empleo de importancia.» «Te engañas», le repliqué; referíle el lance según había pasado, el que escuchó con atención, y me dijo: «Preciso es que el conde no le conociera a usted o le tuviera por otro. Mi parecer es que vuelva usted a verle y no dude que le recibirá con mejor semblante.» Tomé el consejo de mi secretario. Presénteme segunda vez al ministro, quien me recibió todavía peor que la primera: arqueó las cejas, mirándome como si mi presencia le causase enojo; después apartó de mí la vista y se retiró sin hablar una palabra.

Llegóme al alma este proceder y tuve tentaciones de regresar inmediatamente a Valencia; pero Escipión no cesó de oponerse a ello, no pudiendo resolverse a renunciar a las esperanzas que había concebido. «¿No conoces—le dije—que el conde quiere alejarme de la corte? Habiendo visto él mismo la inclinación que me manifestó el monarca, ¿no basta eso para atraerme la aversión de su favorito? Cedamos, hijo mío, cedamos con gusto al poder de un enemigo tan temible.» «Señor—respondió colérico Escipión—, yo no abandonaría el campo; iría a quejarme al rey del poco caso que ha hecho el ministro de su recomendación.» «¡Mal consejo, amigo mío! Si yo diera un paso tan imprudente, poco tardaría en arrepentirme; ni aun sé si corro peligro en detenerme en esta capital.»

A estas palabras mi secretario mudó de parecer, y considerando que las habíamos con un hombre que podía volvernos a enviar a la torre de Segovia,[299] participó de mi temor y no resistió más al deseo que yo tenía de dejar a Madrid, de donde resolví alejarme al día siguiente.


CAPITULO III

Del motivo que tuvo Gil Blas para no poner por obra el pensamiento de dejar la corte y del importante servicio que le hizo José Navarro.

Al volverme a la posada de caballeros encontré a José Navarro, repostero de don Baltasar de Zúñiga y mi antiguo amigo. Le saludé acercándome a él y le pregunté si me conocía y si tendría aún la bondad de querer hablar a un desatento que había pagado con ingratitud su amistad. «¿Luego usted mismo confiesa—me respondió—que no procedió bien conmigo?» «Sí, señor—le respondí—, y tiene usted sobrada razón para llenarme de reconvenciones, porque las merezco, si es que no he expiado mi crimen con los remordimientos que a él se han seguido.» «Ya que está usted tan arrepentido de su culpa—repuso Navarro dándome un abrazo—, no debo acordarme más de ello.» Yo también le estreché cuanto pude entre mis brazos, y ambos renovamos desde aquel punto nuestra antigua amistad. Había sabido mi prisión y el trastorno de mi suerte, pero ignoraba lo demás. Le informé de todo, contándole hasta la conversación que había tenido con el rey, sin ocultarle el mal recibimiento que[300] me acababa de hacer el ministro ni el designio en que me hallaba de volverme a mi retiro. «No trate usted de irse—me dijo—. Supuesto que el monarca le ha manifestado inclinación, es necesario que usted haga que le sirva de algo. Aquí para entre los dos, el conde Olivares tiene sus extravagancias; es caprichoso, y a veces, como en la presente ocasión, procede de un modo que irrita, pues él solo tiene la clave de sus acciones estrambóticas. Por lo demás, sea cual fuere la causa de haberos recibido tan mal, permaneced aquí a pie firme, porque os aseguro que él no podrá impediros que os aprovechéis de la bondad del rey, y, a mayor abundamiento, yo le diré dos palabras al señor don Baltasar de Zúñiga, mi amo, que es tío del conde de Olivares y le ayuda a sostener el peso del gobierno.» Preguntóme después Navarro dónde yo vivía, y sin decirme más nos separamos.

Tardé poco en volverle a ver: el día siguiente fué a buscarme. «Señor de Santillana—me dijo—, usted tiene un protector: mi amo quiere favorecerle. En virtud del informe que le he dado de usted, me ha ofrecido recomendarle al conde de Olivares, su sobrino, y no dudo que le incline a su favor.» Mi amigo Navarro, no queriéndome servir a medias, me presentó dos días después a don Baltasar, quien me dijo con semblante apacible: «Señor de Santillana, su amigo José me ha hecho un elogio tan cumplido de usted, que me ha movido a protegerle.» Hice una profunda reverencia al señor de Zúñiga, diciéndole que toda mi vida me[301] confesaría sumamente reconocido al señor Navarro por haberme granjeado la protección de un ministro a quien llamaban con justa razón la antorcha del Consejo. Al oír don Baltasar esta lisonjera contestación me dió una palmadita en el hombro riéndose y me dijo: «Puede usted volver mañana a casa del conde de Olivares y quedará más contento de él.»

Con efecto, al otro día me presenté en su antesala por la tercera vez; reconocióme entre la multitud de pretendientes, miróme y sonrióse, lo que desde luego me pareció un pronóstico feliz. «¡Esto va bien!—dije entre mí—. El tío debe de haber reducido a la razón al sobrino.» Así, pues, desde entonces me prometí una acogida favorable, y en verdad que no me engañé. Después que el conde despachó a los demás me hizo entrar en su gabinete y en tono muy familiar me dijo: «Perdona, amigo Santillana, el apuro en que te he puesto por divertirme. Me he complacido en inquietarte para probar tu discreción y ver el partido que tomabas en vista de mi mal humor. Sin duda tú te persuadirías de que me eras desagradable; pero al contrario, hijo mío, te confesaré que aprecio mucho tu persona. Aunque el rey mi amo no me hubiera mandado cuidar de tu fortuna, lo haría yo por mi propia inclinación. Además, don Baltasar de Zúñiga, mi tío, a quien nada puedo negar, me ha encargado te mire como a persona por quien él se interesa y no necesito más para determinarme a ponerte a mi lado.»

[302]

Esta primera entrada hizo tanta impresión en mi ánimo, que quedé casi enajenado. Me eché a los pies del ministro, y habiéndome dicho que me levantase, prosiguió de esta manera: «Después de comer vuelve acá y ve a verte con mi mayordomo, que él te dará las órdenes que yo le encargare.» Dicho esto, salió su excelencia de su despacho para ir a oír misa, que es lo que acostumbraba hacer todos los días después de dar audiencia, y en seguida se marchaba a palacio para hallarse en el cuarto del rey al tiempo de levantarse su majestad.


CAPITULO IV

Logra Gil Blas el afecto y confianza del conde de Olivares.

No me descuidé en volver después de comer a casa del primer ministro. Pregunté por su mayordomo, que se llamaba don Ramón Caporis, el cual luego que oyó mi nombre me saludó con particular respeto y me dijo: «Caballero, sígame usted, si gusta, que voy a conducirle a la habitación que se le ha destinado en esta casa.» Dicho esto me llevó por una escalerilla secreta, la cual conducía a una fila de cinco o seis salas a un mismo piso, que formaban un ala de la casa, alhajada regularmente. «Esta es—me dijo—la habitación que su excelencia le señala. Usted disfrutará aquí de una mesa de seis cubiertos de cuenta de su excelencia[303], será servido por sus propios criados y tendrá siempre a su disposición un coche. Aun no lo he dicho todo: su excelencia me ha encomendado eficazmente que tenga a usted las mismas consideraciones que si fuera de la Casa de Guzmán.»

«¿Qué diablos significa todo esto?—me decía a mí mismo—. ¿Cómo consideraré yo estas distinciones? ¡Quiero saber si envolverán alguna malicia o si todavía por divertirse el ministro hará que me traten tan honoríficamente!» Mientras me hallaba en esta incertidumbre, fluctuando entre el temor y la esperanza, vino un paje a decirme que el conde me llamaba. Fuí volando a ver a su excelencia, que estaba solo en su gabinete. «Y bien, Santillana—me dijo—, ¿estás contento con tu habitación y con las órdenes que he dado a don Ramón?» «Las bondades de vuestra excelencia—le respondí—me parecen excesivas y no las acepto sin zozobra.» «¿Pues por qué?—me replicó—. ¿Puede caber exceso en honrar a una persona que el rey me ha recomendado y de quien quiere que yo cuide? En tratarte honoríficamente no hago mas que mi deber. Por mucho que haga por ti, no te admires, y cuenta con una fortuna brillante y sólida si me eres tan afecto como lo fuiste al duque de Lerma. Pero ya que hemos nombrado a este señor—prosiguió—, he oído decir que vivíais los dos con mucha intimidad. Quisiera saber cómo os conocisteis y en qué te empleaba aquel ministro. No me ocultes nada; dímelo todo con sinceridad.» Acordéme entonces de la perplejidad en que me vi[304] cuando me encontré con el duque de Lerma en semejante caso y del medio que me valí para salir de ella, el cual practiqué aún más afortunadamente; quiero decir, que en mi informe di el mejor colorido que pude a los lances más escabrosos y toqué ligeramente aquellos que me hacían poco honor. También procuré poner en buen lugar al duque de Lerma, aunque conocía que no disculpándole del todo hubiera dado más gusto a mi oyente. Por lo que toca a don Rodrigo Calderón, nada le perdoné; le individualicé las hazañas que sabía relativas al tráfico que hacía de encomiendas, beneficios y gobiernos.

«En cuanto a don Rodrigo Calderón—interrumpió el ministro—, todo cuanto me dices es muy conforme a ciertos documentos que me han presentado contra él y que contienen testimonios de acusación aún más importantes. Se va a sustanciar su causa inmediatamente, y si deseas su pérdida creo que tus deseos quedarán satisfechos.» «No deseo su muerte—le dije—, aunque no quedó por él que yo no hubiese encontrado la mía en la torre de Segovia, donde tuvo la culpa de que permaneciese largo tiempo.» «¿Cómo?—replicó su excelencia—. ¿Don Rodrigo fué quien causó tu prisión? He ahí lo que yo ignoraba. Don Baltasar, a quien Navarro contó tu historia, me dijo, sí, que el difunto rey te había mandado prender en castigo de haber conducido de noche al príncipe de España a un paraje sospechoso; pero no sé nada más y no puedo adivinar qué papel hacía Calderón en esa far[305]sa.» «El papel de un amante que se venga de un ultraje recibido», le respondí. Entonces le conté todos los pormenores de la aventura, la cual le pareció tan divertida que, a pesar de su seriedad, no pudo menos de reír, o más bien llorar de placer. Catalina, tan pronto sobrina como nieta, le alegró en extremo, como asimismo la parte que había tenido en el negocio el duque de Lerma.

Luego que acabé mi relación me despidió el conde, diciéndome que no dejaría de emplearme el día siguiente. Fuíme en derechura a casa de don Baltasar de Zúñiga a darle gracias por los buenos oficios que me había hecho y al mismo tiempo a participar a mi amigo José las favorables disposiciones que el ministro manifestaba hacia mí.


CAPITULO V

Conversación secreta que tuvo Gil Blas con Navarro y primera cosa en que le ocupó el conde de Olivares.

Apenas vi a José cuando le dije agitado que tenía muchas cosas que noticiarle. Llevóme a un sitio retirado, donde, habiéndole enterado de lo ocurrido, le pregunté qué le parecía lo que le acababa de decir. «Paréceme—respondió—que estáis en vísperas de una gran fortuna; todo se os presenta propicio. Agradáis al primer ministro y (lo que no dejará de serviros de algo) yo me hallo bastante enterado para poder haceros el mismo servicio que os hizo[306] mi tío Melchor de la Ronda cuando entrasteis en el palacio del arzobispo de Granada. Aquél os ahorró el trabajo de estudiar el genio del prelado y de sus principales familiares manifestándoos el carácter de cada uno; yo, a ejemplo suyo, quiero daros a conocer cuál es el del conde, el de la condesa su mujer y el de doña María de Guzmán, su hija única. El ministro tiene talento perspicaz, profundo y a propósito para formar grandes proyectos. Se precia de hombre universal porque tiene una somera idea de todas las ciencias y se cree capaz de decidir en todo. Se imagina ser un jurisconsulto consumado, un gran capitán y un político de los más sagaces. Añada usted a eso que es tan encaprichado en su parecer que quiere que prevalezca sobre el de los demás, y esto sólo porque no se juzgue que se gobierna por dictamen de otro, defecto que, hablando entre los dos, puede producir funestas consecuencias en gravísimo perjuicio de la monarquía. Brilla en el Consejo por cierta elocuencia natural, y escribiría tan elegantemente como habla si no afectara, para dar dignidad a su estilo, el hacerle obscuro y muy estudiado; tiene pensamientos extravagantes, es caprichoso y fantástico. Este es el retrato de su entendimiento. Vea usted ahora el de su corazón: es generoso y buen amigo; se le acusa de vengativo; pero ¡cuán pocos son los que dejan de serlo viéndose con igual poder y en tanta elevación! También le motejan de ingrato porque hizo desterrar al duque de Uceda y a fray Luis de Aliaga, a quienes debía grandes[307] favores; mas eso puede perdonársele, porque el deseo de ser primer ministro dispensa de ser agradecido. Doña Inés de Zúñiga y Velasco, condesa de Olivares—prosiguió José—, es una señora en quien no advierto otra tacha que la de vender a peso de oro las gracias que por su intercesión se consiguen. Doña María de Guzmán (hoy día el partido mejor y más ventajoso de toda España) es una señorita completa y el ídolo de su padre. Con arreglo a estas luces que os doy podréis arreglar vuestra conducta. Haced mucho la corte a estas dos señoras, mostraos más adicto al conde de Olivares que lo fuisteis al duque de Lerma antes de vuestro viaje a Segovia y llegaréis a ser un señor insigne y poderoso. También os aconsejo que no dejéis de visitar de cuando en cuando a mi amo don Baltasar. Es verdad que no necesitaréis de él para vuestros ascensos; mas, con todo, siempre convendrá tenerle propicio. Al presente os estima y le merecéis buen concepto; procurad conservaros en su amistad, porque en la ocasión os podrá servir.» «Pero como tío y sobrino—repliqué yo a Navarro—gobiernan el Estado, ¿quién sabe si con el tiempo no se originarán entre los dos algunos celillos?» «No hay que temer—me respondió—, porque reina entre ambos una estrechísima unión. Sin don Baltasar, nunca hubiera sido primer ministro el conde de Olivares, porque después de la muerte de Felipe III todos los amigos y partidarios de la casa de Sandoval se dividieron unos a favor del cardenal y otros al de su hijo; pero mi amo, el más perspicaz de todos los[308] cortesanos, y el conde, que no es menos sagaz que él, frustraron todas sus medidas, y las tomaron por su parte tan ajustadas para asegurarse en este puesto, que al fin dejaron burlados a todos sus competidores. Nombrado primer ministro el conde de Olivares, repartió el ministerio con su tío don Baltasar, dando a éste el encargo de los negocios exteriores y reservando para sí el de los interiores, de suerte que, estrechando por este medio los vínculos de la amistad, que deben naturalmente unir a las personas de una misma sangre, estos dos señores, independientes uno de otro, viven en una armonía que me parece inalterable.»

Esta fué la conversación que tuve con José, de la cual me prometía sacar buen partido. Después pasé a dar las gracias al señor don Baltasar de lo mucho que se había interesado por mí. Respondióme con el mayor agrado que aprovecharía gustoso todas las ocasiones que se le proporcionasen de servirme y que celebraba infinito verme igualmente contento y satisfecho de su sobrino, a quien me aseguró volvería a hablar a favor mío, «aunque no sea más—añadió—que para que conozcáis cuán presentes tengo en mi corazón todos vuestros intereses y al mismo tiempo entendáis que en lugar de un protector habéis adquirido dos». Tan a pechos había tomado el favorecerme el señor don Baltasar en atención a las buenos oficios de Navarro.

Desde aquella misma noche dejé mi posada de caballeros para ir a vivir en casa del primer mi[309]nistro, donde cené con Escipión en mi aposento, en el cual fuimos servidos por criados de la misma casa, quienes durante la cena, mientras nosotros afectábamos una gravedad severa, tal vez reirían entre sí del respeto que se les había mandado nos guardasen.

Apenas levantaron la mesa se retiraron, y mi secretario, dejando de reprimirse, me dijo mil locuras que su buen humor y sus lisonjeras esperanzas le sugirieron. Por lo que a mí toca, aunque estaba embelesado con la brillante situación en que comenzaba a verme, aun no sentía en mi interior ninguna disposición a dejarme deslumbrar de ella, y así, luego que me acosté me quedé dormido tranquilamente, sin entregar mi imaginación a las ideas risueñas que podían ocuparla, en vez de que Escipión durmió poco, pues pasó la mitad de la noche atesorando para casar a su hija Serafina.

No bien me había acabado de vestir el día siguiente, cuando vinieron a llamarme de parte del conde. Fuí inmediatamente a ver a su excelencia, el cual me dijo: «¡Ea, Santillana, veamos algo de lo que sabes hacer! Tú me has dicho que el duque de Lerma te encargaba algunas Memorias para que se las redactases; yo tengo una que destino para prueba de tu capacidad y de cuyo objeto voy a enterarte. Se trata de componer una obra que disponga al público en favor de mi Ministerio. Ya he hecho correr secretamente la voz de que he encontrado los negocios en gran desorden y es menester ahora manifestar a los ojos de la corte y del pú[310]blico la triste situación a que se halla reducida la monarquía. Conviene presentar sobre esto un cuadro que llame la atención pública y no deje echar de menos a mi predecesor; después ponderarás las medidas que he adoptado para hacer que sea glorioso el gobierno del rey, florecientes sus Estados y sus vasallos completamente dichosos.»

Dicho esto, me entregó un papel que contenía los justos motivos de los pueblos para estar descontentos con el Gobierno anterior, y me acuerdo que constaba de diez artículos, el menor de los cuales era muy bastante para sobresaltar a todo buen español. Hízome después pasar a un gabinetillo contiguo a su despacho y allí me dejó solo para que trabajase con libertad. Comencé, pues, a componer mi Memoria lo mejor que me fué posible. Expuse primeramente el estado lastimoso en que se hallaba la Monarquía, el Erario exhausto, las rentas de la corona estancadas en manos de asentistas, y la marina arruinada. Recapitulé después los defectos cometidos por los que habían gobernado la nación en el reinado anterior y las funestas consecuencias que podían traer consigo. En fin, pinté la Monarquía en el mayor peligro y censuré tan acremente al Ministerio anterior que, según mi Memoria, la caída del duque de Lerma era una felicidad para la España. A la verdad, aunque yo no tenía ningún motivo de queja de aquel señor, sin embargo, no me pesó hacerle esta buena obra. Finalmente, después de haber hecho la más espantosa pintura de los males que amena[311]zaban a la España, alentaba los ánimos haciendo mañosamente concebir a los pueblos esperanzas lisonjeras para lo sucesivo. Hacía hablar al conde de Olivares como a un restaurador enviado por la Providencia para la salvación de la patria; prometía montes de oro y, en una palabra, llené tan completamente los deseos del ministro, que quedó sorprendido de mi obra cuando acabó de leerla. «Santillana—me dijo—, ¿tú sabes que has hecho una obra digna de un secretario de Estado? Ya no me admiro de que el duque de Lerma se valiese de tu pluma. Tu estilo es lacónico y aun elegante; pero me parece demasiado sencillo.» Y al mismo tiempo, haciéndome notar los pasajes que no eran de su gusto, los varió, juzgando yo por sus correcciones que le gustaban, como me había dicho Navarro, las expresiones estudiadas y obscuras. Sin embargo, aunque le agradase tanto la nobleza, o, por mejor decir, la cultura en la dicción, no por eso dejó de conservar las dos terceras partes de mi Memoria, y, para darme la mejor prueba de su plena satisfacción, me envió por don Ramón trescientos doblones al acabar yo de comer.


[312]

CAPITULO VI

En qué invirtió Gil Blas estos trescientos doblones y comisión que dió a Escipión. Resultado de la Memoria de que acaba de hablarse.

Esta generosidad del ministro dió nuevo motivo a Escipión para repetirme mil parabienes de haber vuelto a la corte. «Usted ve—me dijo—que la fortuna tiene grandes designios para favorecerle. ¿Está usted ahora arrepentido de haber dejado su soledad?» «¡Viva el señor conde de Olivares, que es un amo muy diferente de su predecesor!» «A pesar de ser usted muy afecto al duque de Lerma, le dejó morir de hambre muchos meses sin regalarle ni un triste peso duro; mas el conde ya le ha dado una gratificación que usted no se hubiera atrevido a esperar sino después de largos servicios. Me alegraría mucho—añadió—de que los señores de Leiva fuesen testigos de la prosperidad de usted, o a lo menos de que la supiesen.» «Tiempo es de noticiársela—le respondí—, y de esto iba a hablarte, porque no dudo desearán con mucha impaciencia saber de mí; pero aguardaba para hacerlo a verme en un estado fijo y decirles positivamente si me quedaría en la corte o no. Ahora que estoy seguro de mi suerte, puedes ir a Valencia cuando quieras a informar a aquellos señores de mi situación actual, que miro como obra suya, siendo cierto que, a no habérmelo ellos persuadido, jamás me hubiera[313] determinado a volver a Madrid.» «¡Oh mi amado amo—exclamó el hijo de la Coscolina—, qué alegría voy a darles cuando les cuente lo que ha sucedido a usted! ¡Cuánto diera por hallarme ya a las puertas de Valencia! Pero pronto estaré allí. Los dos caballos de don Alfonso están prevenidos; voy a ponerme en camino con un lacayo de su excelencia, porque, además de que me gusta llevar compañía por el camino, usted sabe que la librea de un primer ministro deslumbra.»

No pude menos de reírme de la necia vanidad de mi secretario, y con todo eso, yo, quizá aun más vano que él, le permití hacer lo que le dió la gana. «Marcha—le dije—, y vuelve prontamente, porque tengo que darte otro encargo. Quiero enviarte a Asturias a llevar dinero a mi madre. Por pura negligencia he dejado pasar el tiempo en que prometí enviarle cien doblones, que tú mismo te obligaste a ponerle en mano propia. Las promesas de esta especie deben ser tan sagradas para un hijo, que me acuso de mi poca puntualidad en cumplirlas.» «Señor—me respondió Escipión—, en seis semanas quedarán desempeñados ambos encargos; habré visto a los señores de Leiva, dado una vuelta por vuestra quinta y visitado segunda vez la ciudad de Oviedo, de la cual no me puedo acordar sin dar al diablo las tres partes y media de sus habitantes.» Entregué, pues, al hijo de la Coscolina cien doblones para la pensión de mi madre y otros ciento para él, deseando que hiciese felizmente el largo viaje que iba a emprender.

[314]

Poco después de su partida su excelencia mandó imprimir nuestra Memoria, que apenas se hizo pública cuando fué asunto de todas las conversaciones de Madrid. Al pueblo, amigo siempre de novedades, le gustó infinito. La disipación de las rentas reales, que estaba pintada con los más vivos colores, le indignaron contra el duque de Lerma, y si los golpes que se descargaban contra este ministro no fueron aplaudidos de todos, a lo menos merecieron la aprobación de muchos. En cuanto a las pomposas promesas que hacía el conde de Olivares, y entre ellas la de cubrir por medio de una discreta economía las atenciones del Estado sin gravar a los vasallos, deslumbraron a todos generalmente y les confirmaron en el gran concepto que ya tenían de sus talentos, de manera que por toda la población resonaron sus alabanzas.

El ministro, satisfecho de haber conseguido con esta obra su objeto, que no había sido otro que el de granjearse la estimación pública, quiso merecerla verdaderamente por medio de una acción laudable que fuese útil al rey. Recurrió para ello a la invención del emperador Galba; es decir, que hizo que los particulares que se habían enriquecido, sabe Dios cómo, con el manejo de los caudales públicos resarciesen al Erario. Luego que el conde hizo vomitar a aquellas sanguijuelas la sangre que habían chupado y la guardó en las arcas reales, trató de conservarla en ellas haciendo suprimir todas las pensiones, sin exceptuar la suya, como también las gratificaciones que se daban del caudal[315] de su majestad. Para lograr la ejecución de este designio, que no podía verificarse sin mudar la faz del Gobierno, me mandó componer otra Memoria, cuya substancia y método me indicó; en seguida me encargó que procurase elevar todo lo posible la ordinaria sencillez de mi estilo para dar más dignidad a mis frases. «Ya estoy hecho cargo, señor—le dije—. Vuecencia quiere sublimidad y brillantez; pues las tendrá.» Encerréme en el mismo gabinete donde anteriormente había trabajado y allí puse manos a la obra después de haber invocado el genio elocuente del arzobispo de Granada.

Comencé por exponer que era preciso conservar con todo rigor los fondos que había en las arcas reales, que no debían emplearse absolutamente sino en las necesidades de la Monarquía, como que era un fondo sagrado que se debía reservar para imponer respeto a los enemigos de la nación. Después hacía presente al monarca (que era a quien se dirigía la Memoria) que suprimiendo las pensiones y gratificaciones cargadas sobre la real hacienda no por eso se privaba del gusto que tendría en recompensar generosamente el mérito y servicios de los vasallos que se hiciesen acreedores a sus reales gracias, pues sin tocar a su tesoro quedaba en estado de conceder grandes recompensas, porque para unos tenía virreinatos, gobiernos, hábitos de las Ordenes militares y empleos en sus ejércitos; para otros, encomiendas, sobre las cuales podría imponer muchas pensiones, títulos de Castilla y magistraturas, y, por último, todo género de beneficios[316] eclesiásticos para los que quisiesen seguir la carrera de la Iglesia.

Esta Memoria, mucho más larga que la anterior, me ocupó cerca de tres días, y, por mi fortuna, salió tan acomodada al gusto de mi amo, por estar atestada de voces enfáticas y de cláusulas metafóricas, que me colmó de alabanzas. «Mucho me agrada lo que has hecho—me dijo, enseñándome los pasajes más pomposos—. Estas sí que son expresiones vaciadas en buen molde. ¡Animo, amigo mío; ya estoy previendo que me servirás de grande utilidad!» Sin embargo, en medio de los elogios que me prodigó, no dejó de retocar la Memoria. Puso en ella mucho de su casa, y formó una pieza de elocuencia que admiró al rey y a toda la corte. El público la honró también con su aprobación, presagió felicidades para lo venidero, y se lisonjeó de que la Monarquía recobraría su antiguo esplendor bajo el Ministerio de un personaje tan insigne. Viendo su excelencia la mucha fama que le había granjeado aquel escrito, quiso que, por la parte que yo tenía en él, recogiese algún fruto; y así, dispuso que se me diese una pensión de quinientos escudos sobre la encomienda de Castilla; lo que me fué tanto más apreciable cuanto que éste no era un bien mal adquirido, aunque lo había ganado con mucha facilidad.


[317]

CAPITULO VII

Por qué casualidad, en dónde y en qué estado volvió a encontrar Gil Blas a su amigo Fabricio, y conversación que tuvieron.

Ninguna cosa le gustaba tanto al conde como saber lo que se pensaba en Madrid de la conducta que observaba en su ministerio. Todos los días me preguntaba qué se decía de él, y aun tenía pagados espías que le contaban puntualmente cuanto pasaba en la población. Le referían hasta las más ligeras conversaciones que habían oído; y como les tenía encargado que le dijesen francamente la verdad, no tenía poco que sufrir algunas veces su amor propio, porque la lengua del pueblo es tan suelta, que nada respeta.

Luego que conocí que el conde era amigo de que se le diesen noticias, me dediqué a ir por las tardes a los sitios públicos y mezclarme en las conversaciones de personas decentes, donde las hubiera. Cuando hablaban del Gobierno, escuchaba con atención, y si decían algo digno de que lo supiese su excelencia, no dejaba de noticiárselo; pero debe observarse que jamás le decía nada que no le fuera favorable.

Volviendo en cierta ocasión de uno de estos sitios pasé por delante de la puerta de un hospital, y me dió gana de entrar en él. Recorrí dos o tres salas llenas de enfermos, y, mirando a todas par[318]tes, vi entre aquellos desgraciados, a quienes no podía considerar sin lástima, uno que fijó mi atención, porque me pareció ver en él a mi paisano y antiguo camarada Fabricio. Acerquéme más a su cama para enterarme mejor, y aunque no pude ya dudar que era el poeta Núñez, con todo, me detuve algunos instantes a mirarle, pero sin decirle nada. El me conoció luego, y me miraba del mismo modo. Al cabo, rompiendo el silencio, le dije: «O mis ojos me engañan, o éste que miro es Fabricio.» «El mismo soy—me respondió fríamente—, y no debes maravillarte. Desde que me separé de ti no he tenido otro oficio que el de autor: he compuesto novelas, comedias y toda clase de obras de ingenio, y he llegado al fin de esta carrera, que es parar en un hospital.»

No pude menos de reírme al oír estas últimas palabras, y mucho más al ver la seriedad con que las pronunció. «Pues qué—exclamé—, ¿tu musa te ha traído a tan miserable estado? ¿Es posible que te haya jugado una pieza tan villana?» «Tú mismo lo estás viendo—repuso él—; a estas casas suelen venir a parar todos los que presumen de ingenios. Tú, hijo mío, lo acertaste en seguir otro rumbo; pero ya no estás en la Corte, y me parece que tus asuntos han mudado mucho de aspecto, y aun me acuerdo de haber oído decir que de orden del rey te habían metido en un castillo.» «Así fué puntualmente—repuse yo—. La fortuna en que me viste cuando nos separamos fué muy pasajera, pues pocos días después perdí de repente mi empleo, mis[319] bienes y mi libertad. Sin embargo, amigo mío, hoy me vuelves a ver en un estado mucho más brillante que aquel en que me conociste en otro tiempo.» «Eso no es posible—dijo Núñez—. Tu aspecto es juicioso y modesto; no noto en ti aquella vanidad y aquella altanería que suelen inspirar las prosperidades.» «Las desgracias—le repliqué—han purificado mi virtud. En la escuela de la adversidad aprendí a gozar de las riquezas sin dejarme dominar por ellas.»

«Acaba, pues, y dime—interrumpió Fabricio, incorporándose en la cama con júbilo—qué empleo es el que tienes y en qué te ocupas al presente. ¿Eres por ventura mayordomo de algún gran señor arruinado, o de alguna viuda rica?» «Todavía estoy mucho mejor—le respondí—. Pero por ahora dispénsame, te ruego, de explicarme más, que en mejor ocasión contentaré enteramente tu curiosidad. Al presente bástete saber que estoy en situación de poder servirte, o más bien de ponerte en estado de no necesitar de nadie para pasarlo con decencia, con tal que me des palabra de no componer más obras de ingenio en verso ni en prosa. ¿Serás capaz de hacer tan gran sacrificio?» «Ya lo he hecho al Cielo—me dijo—en la enfermedad mortal de que me ves convaleciente. Un religioso dominico me ha movido a abjurar de la poesía como de una ocupación que, si no es criminal, desvía por lo menos de la prudencia.»

«Mil parabienes te doy por tan cuerda resolución, mi querido Núñez; pero guárdate bien de la[320] recaída.» «Esa es la que no temo—me replicó—, porque tengo hecho firmísimo propósito de abandonar a las Musas; por señas, de que cuando entraste en esta sala estaba haciendo una composición en verso en que me despedía de ellas para siempre.» «Señor Fabricio—le dije entonces meneando la cabeza—, no sé si el padre dominico y yo podremos fiarnos de tu abjuración, porque te veo ciegamente enamorado de aquellas doctas doncellas.» «¡No, no!—me respondió con viveza—. Tengo ya rotos todos los lazos que me estrechaban con ellas. Todavía he hecho más, pues he cobrado aversión al público. ¡No merece que los autores quieran consagrarle sus desvelos, y yo me avergonzaría mucho de componer alguna obra que lograse su aprobación! Y no creas—continuó—que el resentimiento me dicta este lenguaje. Dígotelo con serenidad: tanto caso hago de los aplausos del público como de sus desprecios.» «Es difícil saber quién gana o quién pierde con él; es tan caprichoso que hoy piensa de una manera y mañana de otra. ¡Muy locos son los poetas dramáticos que se llenan de vanidad cuando ven que sus producciones han sido recibidas con aplauso! Aunque la primera vez que se representen causen mucho ruido por la novedad, si veinte años después vuelven a aparecer en el teatro, son por la mayor parte mal recibidas. La misma fortuna corren por lo común las novelas y los demás libros de pura diversión cuando salen a luz, pues si a los principios logran la aprobación de todos, poco a poco la van perdiendo[321] hasta que al fin llegan a caer en desprecio. Los que viven ahora acusan de mal gusto a los que les han precedido, y el mismo defecto les imputarán a ellos los que vengan después. De donde concluyo que los autores que son aplaudidos en este siglo serán silbados en el siguiente. Así que todo el honor y toda la estimación que nos granjea el buen éxito de una obra impresa no es en suma otra cosa que una pura quimera, una ilusión de nuestra fantasía y un fuego de paja cuyo humo desvanece el viento en un instante.»

A pesar de que conocí desde luego ser efecto de melancolía y de mal humor este juicioso modo de discurrir de mi poeta de Asturias, no me di por entendido, y sólo le dije: «Verdaderamente, quedo gozoso de verte divorciado de las obras de ingenio y curado radicalmente de la manía de escribir. Desde ahora puedes estar seguro de que cuanto antes te haré dar un empleo con que puedas mantenerte decorosamente sin fatigar tu imaginación.» «¡Mejor para mí!—respondió muy alegre—. El ingenio comienza a olerme mal, y ya le considero como el don más funesto que el Cielo puede conceder al hombre.» «Deseo, amado Fabricio—repuse yo—, que conserves siempre esas ideas; y te vuelvo a repetir que si persistes en abandonar la poesía, muy presto te haré con un empleo tan honroso como lucrativo; pero mientras logro hacerte este servicio, te ruego que admitas esta corta prueba de mi amistad.» Y diciendo esto, le puse en la mano un bolsillo en que habría como unos sesenta doblones.

[322]

«¡Oh generoso amigo!—exclamó enajenado de gozo y de gratitud el hijo del barbero Núñez—. ¡Qué gracias debo dar al Cielo por haberte traído a este hospital! Hoy mismo quiero salir de él con tu socorro.» Efectivamente, así lo ejecutó, haciéndose llevar a una buena posada. Pero antes de separarnos le informé de mi alojamiento, convidándole a que me fuese a ver luego que se sintiese perfectamente recuperado. Quedóse muy sorprendido cuando le dije que vivía en casa del conde de Olivares. «¡Oh bienaventurado Gil Blas—me dijo—que tienes la fortuna de agradar a los ministros! Me complazco en tu felicidad, pues haces tan buen uso de ella.»


CAPITULO VIII

Gil Blas se granjea cada día más el afecto del ministro; vuelve Escipión a Madrid, y relación que hace a Santillana de su viaje.

El conde de Olivares, a quien en adelante llamaré el conde-duque, porque con este título se dignó honrarle el rey por este tiempo, tenía una flaqueza, que descubrí en él, no sin fruto para mí, y era la de querer que le tuvieran cariño. Luego que conocía que alguno le servía con buen afecto, le daba parte en su amistad. No me descuidé en aprovecharme bien de esta observación, pues no contento con ejecutar puntualmente cuanto me mandaba,[323] obedecía sus órdenes con demostraciones de celo que le encantaban. Estudiaba su gusto en todas las cosas para conformarme a él y anticiparme a sus deseos en cuanto me fuera posible.

Por este modo de proceder, con el que casi nunca se deja de conseguir lo que se intenta, llegué insensiblemente a ser el favorito de mi amo, quien por su parte, conociendo que yo adolecía de la misma flaqueza que él, me ganó la voluntad con las demostraciones de cariño que me hizo. Me granjeé tanto su amistad, que llegué a participar de su confianza, igualmente que el señor Carnero, su primer secretario.

Este se había valido de los mismos medios que yo para agradar a su excelencia, y lo había logrado tan bien, que le revelaba los arcanos del Gabinete; y así, los dos éramos confidentes del primer ministro y los depositarios de sus secretos, pero con esta diferencia: que a Carnero sólo le hablaba de los negocios de Estado, y a mí, de los que tocaban a sus intereses personales; lo que formaba, por decirlo así, dos departamentos separados, con lo cual uno y otro estábamos igualmente gustosos, viviendo juntos sin celo y sin amistad. Yo tenía motivo para estar contento con mi destino, porque, proporcionándome continuamente la ocasión de estar con el conde-duque, me ponía en estado de penetrar en el fondo de su alma, que dejó de ocultarme, en medio de ser naturalmente reservado, cuando llegó a convencerse de la sinceridad de mi afecto hacia él.

[324]

«Santillana—me dijo un día—, tú has visto al duque de Lerma gozar de una autoridad que menos parecía la de un ministro favorito que el poder de un monarca absoluto; sin embargo, yo soy más feliz que lo era él en el mayor auge de su fortuna. El tenía dos enemigos formidables en el duque de Uceda, su propio hijo, y en el confesor de Felipe III; en vez de que yo a nadie veo cerca del rey con bastante favor para perjudicarme, ni aun de quien yo sospeche que me tenga mala voluntad. Es verdad—continuó—que desde mi elevación al Ministerio puse el mayor cuidado en que no estuviesen al lado de su majestad otras personas que las enlazadas conmigo por amistad o por parentesco. Con virreinatos o embajadas me he ido deshaciendo de todos los señores cuyo mérito personal hubiera podido hacerme decaer de la gracia del soberano, que yo quiero gozar entera y exclusivamente; de manera que en la actualidad me puedo lisonjear de que ningún grande me hace sombra. Ya ves, Gil Blas—añadió—, que te descubro mi corazón; como tengo motivo para creer que me eres enteramente afecto, he echado mano de ti para que seas mi confidente. Tienes entendimiento, te contemplo juicioso, prudente y discreto; en una palabra, te considero a propósito para el desempeño de mil comisiones que piden un sujeto muy inteligente y que tome parte en mis intereses.»

No pude desechar del todo las ideas lisonjeras que estas palabras excitaron en mi imaginación; subiéronseme repentinamente a la cabeza algunos[325] humos de ambición y de avaricia, que despertaron en mí ciertos afectos de que creía haber triunfado. Aseguré al ministro que haría cuanto estuviese de mi parte para corresponder a sus deseos, y me preparé para ejecutar sin escrúpulo todas las órdenes que tuviera por conveniente darme.

Entre tanto que yo me disponía de este modo a erigir nuevos altares a la Fortuna, volvió Escipión de su viaje. «No tengo—me dijo—muy larga relación que haceros: causé una grande alegría a los señores de Leiva cuando les dije la buena acogida que usted halló en el rey luego que le conoció, y de qué modo se conduce con usted el conde de Olivares.»

Interrumpí a Escipión diciéndole: «Más alegría les hubieras causado, amigo mío, si hubieras podido contarles el predicamento en que me hallo en el día para con el ministro. Son verdaderamente de admirar los rápidos progresos que después de tu partida he hecho en el corazón de su excelencia.» «¡Sea Dios bendito, mi querido amo!—respondió—. ¡Ya presiento que tendremos excelentes destinos que desempeñar!»

«Mudemos de conversación—le dije—, y hablemos de Oviedo. Cuando saliste de Asturias, ¿en qué estado dejaste a mi madre?» «¡Ah, señor!—me respondió, tomando de repente un aspecto afligido—. Las noticias que tengo que daros sobre ese punto no son sino tristes.» «¡Oh cielos!—exclamé—. ¡Sin duda mi madre ha muerto!» «Seis meses ha—dijo mi secretario—que la buena señora pagó el[326] tributo a la Naturaleza, y lo mismo el señor Gil Pérez su tío de usted.»

Afligióme vivamente la muerte de mi madre, aunque en mi infancia no había recibido de ella aquellas caricias que tanto necesitan los hijos para ser agradecidos en lo sucesivo. También derramé algunas lágrimas por el buen canónigo, acordándome del cuidado que había tenido de mi educación. A la verdad, no duró mucho mi pesadumbre, que muy presto quedó reducida a una tierna memoria que siempre he conservado de mis parientes.


CAPITULO IX

Cómo y con quién casó el conde-duque a su hija única, y los sinsabores que produjo este matrimonio.

Poco después del regreso del hijo de la Coscolina vi al conde-duque por espacio de unos ocho días muy parado y pensativo. Me persuadí de que estaba meditando alguna grande empresa de política; pero presto llegué a saber que lo que le tenía tan suspenso era un asunto doméstico. «Gil Blas—me dijo una tarde—, quizá habrás reparado que hace días ando pensativo. Así es, hijo mío; no puedo negar que enteramente me ocupa un negocio del cual depende el sosiego de mi alma, y voy a confiártelo. Mi hija doña María—continuó—se halla ya en[327] edad de tomar estado, y son muchos los pretendientes que aspiran a su mano. El conde de Niebla, primogénito del duque de Medinasidonia, cabeza de la Casa de Guzmán, y don Luis de Haro, hijo y heredero del marqués del Carpio y de mi hermana mayor, son los dos concurrentes que parecen más dignos de merecer la preferencia. Sobre todo el mérito del último es tan superior al de sus competidores, que toda la corte está persuadida de que será el que preferiré para yerno. Con todo eso, sin pararme en explicarte los motivos que tengo para desechar a ambos, te diré que he puesto los ojos en don Ramiro Núñez de Guzmán, marqués de Toral, cabeza de la Casa de los Guzmanes de Abrados. A este señor y a los hijos que nacieren de mi hija quiero dejar todos mis bienes, vincularlos al título de conde de Olivares, y anejar a él la grandeza; de suerte que mis nietos y sus descendientes que vinieren de la rama de Abrados y de la de Olivares pasarán por primogénitos de la Casa de Guzmán. Dime, Santillana—añadió—: ¿apruebas este proyecto?» «Señor—le respondí—, es propio de la capacidad y talento que lo ha formado; lo único que recelo es que el duque de Medinasidonia podrá quejarse de él.» «Quéjese cuanto quiera—respondió—; nada me importa. No tengo inclinación a su rama, que ha usurpado a la de Abrados el derecho de primogenitura y los títulos anexos a ella. Menos impresión me harán sus quejas que el sentimiento que tendrá mi hermana la marquesa del Carpio al ver que su hijo pierde el[328] enlace con mi hija. Pero sobre todo yo quiero hacer mi gusto, y don Ramiro será preferido a todos sus rivales; así lo tengo determinado.»

Habiendo el conde-duque tomado esta resolución, no pasó, sin embargo, a ejecutarla sin afianzarla primero con un golpe diestro de política. Presentó un memorial al rey y a la reina suplicando a sus majestades se dignasen disponer de la mano de su hija doña María, exponiéndoles las cualidades de los señores que la pretendían y remitiéndose enteramente a la elección de sus majestades, bien que, hablando del marqués de Toral, no se dejaba de conocer su particular inclinación a este partido. En virtud de esto, el rey, que deseaba mucho complacer a su ministro, le dió por escrito la respuesta siguiente: Juzgo a don Ramiro Núñez digno de doña María. Sin embargo, elige por ti mismo; el partido que más te convenga será el que a mí más me agrade.El Rey.

Manifestó el ministro esta respuesta con cierta afectación, y fingiendo entenderla como una orden del soberano, se dió prisa a casar a su hija con el marqués de Toral, resolución de que se resintió vivamente la marquesa del Carpio, como todos los Guzmanes, que estaban muy satisfechos con la esperanza del enlace con doña María. En medio de esto, unos y otros, cuando vieron que no podían impedir el casamiento, aparentaron celebrarle con las mayores demostraciones de alegría. Parecía que toda la familia estaba fuera de sí de contento; pero tardó poco en verse vengado su dis[329]gusto del modo más cruel y doloroso para el conde. A los diez meses dió a luz doña María una niña, que murió al nacer, y poco después la misma madre fué víctima de su sobreparto.

¡Qué pérdida para un padre idólatra (por decirlo así) de su hija, y más viendo con esto desvanecido su proyecto de quitar el derecho de progenitura a la rama de Medinasidonia! Esto le afligió tan profundamente, que se encerró por algunos días sin que le viese nadie sino yo, que, conformándome a su excesivo sentimiento, me mostraba tan apesadumbrado como él. Forzoso es decir la verdad: yo aproveché esta coyuntura para derramar nuevas lágrimas en memoria de Antonia. La semejanza que había entre su muerte y la de la marquesa de Toral volvió a abrir una herida mal cicatrizada, causándome tanto sentimiento, que el ministro, a pesar de lo abatido que le tenía su propia pena, no pudo menos de advertir la mía. Admiróle verme tomar tan activa parte en sus amarguras. «Gil Blas—me dijo un día que le parecí abismado en una profunda tristeza—, es un consuelo muy dulce para mí el tener un confidente tan sensible a mis angustias.» «¡Ah señor!—le respondí, vendiéndole por fineza mi quebranto—. Sería yo el hombre más ingrato y mi corazón el más duro si no las sintiera tan vivamente. Pues qué, ¿podría vuestra excelencia llorar la muerte de una hija de tanto mérito y a quien amaba tan tiernamente, sin que yo mezclase mis lágrimas con las suyas? No, señor; me tiene vuestra exce[330]lencia demasiado colmado de beneficios para que yo pueda dejar en toda mi vida de tomar parte en sus satisfacciones y en sus pesadumbres.»


CAPITULO X

Encuentra Gil Blas casualmente al poeta Núñez; refiérele éste que se representa una tragedia suya en el teatro del Príncipe; desgraciado éxito que tuvo, y efecto favorable que le produjo esta desgracia.

Comenzaba el ministro a consolarse, y, por consiguiente, también yo a recobrar mi buen humor, cuando salí una tarde a pasearme solo en coche. En el camino encontré al poeta asturiano, a quien no había visto después de su salida del hospital. Advertí que estaba decentemente vestido. Llaméle, hícele entrar en el coche y fuimos juntos a pasear en el prado de San Jerónimo.

«Señor Núñez—le dije—, ha sido fortuna mía haberos encontrado por casualidad; a no ser así, nunca lograría el gusto de...» «¡Déjate de reconvenciones, Santillana!—interrumpió con precipitación—. Confieso de buena fe que de propósito no quise ir a visitarte, y te voy a decir el motivo. Tú me prometiste un buen empleo, con tal que renunciase a la poesía, y yo he encontrado otro más sólido con la condición de hacer versos; he aceptado este último por ser más conforme a mi genio. Un amigo mío me ha colocado en casa de don Beltrán[331] Gómez del Ribero, tesorero de las galeras del rey. Este don Beltrán quería mantener a sus expensas un buen ingenio, y habiéndole parecido muy sublime mi versificación, me ha preferido a cinco o seis autores que se presentaron para ocupar la plaza de secretario de su ramo.»

«Me alegro infinito de eso, querido Fabricio—le dije—, porque ese don Beltrán verosímilmente será muy rico.» «¡Cómo rico!—me replicó Fabricio—. Dicen que ni aun él mismo sabe lo que tiene. Pero, como quiera que sea, he aquí en qué consiste el empleo que desempeño en su casa. Como se precia de cortejante y quiere pasar por hombre de ingenio, se vale de mi pluma para componer billetes llenos de sal y de gracia, dirigidos a muchas damas muy vivarachas con quienes tiene frecuente correspondencia. En su nombre escribo a una en verso, a otra en prosa, y algunas veces yo mismo soy el portador de los billetes, para hacer ver mis muchos talentos.»

«Pero tú no me enteras—le dije—de lo que más deseo saber. ¿Te pagan bien tus epigramas epistolares?» «Con mucha liberalidad—me respondió—. No todos los ricos son espléndidos, pues algunos conozco que son muy tacaños; pero don Beltrán se porta conmigo generosamente. Además de los doscientos doblones de sueldo que me tiene señalados, me da de tiempo en tiempo algunas pequeñas gratificaciones, lo cual me pone en estado de hacer el papel de señor y de pasar el tiempo alegremente con algunos autores tan enemigos como yo de la[332] melancolía.» «En suma—le repliqué yo—: ¿es tu tesorero hombre de tanto gusto que conozca las bellezas de una obra y note sus defectos?» «¡Oh! Tanto como eso, no—me respondió Núñez—. Aunque tiene una verbosidad que deslumbra, no es inteligente. Sin embargo, se cree otra Tarpa; decide resueltamente, y sostiene su opinión con tanta altanería y tenacidad, que las más de las veces, cuando disputa, todos se ven obligados a ceder para evitar una granizada de expresiones descorteses que acostumbra a descargar sobre los que le contradicen. De aquí puedes inferir que pongo el mayor cuidado en no oponerme jamás a lo que dice, por más razón que muchas veces me asista para ello; porque, además de los epítetos poco gustosos que oiría de su boca, es seguro que me echaría a la calle. Apruebo, pues—continuó—, todo lo que él alaba, y repruebo todo cuanto le disgusta. Por esta condescendencia, que en la realidad poco o nada me cuesta, pues fácilmente me acomodo al carácter y genio de las personas que me pueden servir, me he hecho dueño de la estimación y voluntad de mi patrono. Empeñóme en componer una tragedia, cuya idea me sugirió él mismo. Compúsela a vista suya; si sale bien, deberé toda mi gloria a las lecciones que él me ha dado.»

Preguntéle el título de la tragedia, y me respondió: «Intitúlase El conde de Saldaña, la cual se representará en el corral del Príncipe dentro de tres días.» «Deseo mucho—le repliqué—, que logre todo el aplauso y concepto que tu ingenio me hace es[333]perar.» «Yo también lo espero—me dijo él—; verdad es que no hay esperanzas más falibles que éstas, por estar tan inciertos los autores del éxito que tendrán sus obras en las tablas.»

Llegó, en fin, el día de la primera representación. Yo no asistí a ella por haberme dado el ministro cierto encargo que me lo estorbó, y lo más que pude hacer fué enviar a Escipión para que a lo menos me informase del éxito de una pieza en que me interesaba. Después de haberle estado esperando con impaciencia, le vi entrar con un semblante que me dió mala espina y no me dejó presagiar cosa buena. «Y bien—le pregunté—: ¿cómo ha recibido el público a El conde de Saldaña?» «Malísimamente—me respondió—. En mi vida he visto comedia tratada con mayor ignominia. Me he salido indignado de la insolencia del patio.» «No estoy yo menos indignado—le interrumpí—contra la manía que Núñez tiene de componer piezas dramáticas. ¿No debe haber perdido el juicio para preferir los ignominiosos silbidos del populacho al decoroso estado en que pude colocarle?» Así me desahogaba yo echando pestes contra el poeta de Asturias por la inclinación que le tenía, afligiéndome de la desgracia de su drama, mientras él estaba tan satisfecho de su obra.

Efectivamente; dos días después le vi entrar en mi cuarto que no cabía en sí de gozo. «Santillana—exclamó alborozado luego que me vió—, vengo a darte parte de mi suma felicidad. La composición de una mala tragedia ha causado mi fortuna.[334] Ya sabrás lo mal que fué recibido mi pobre Conde de Saldaña; todos los espectadores se amotinaron contra él; pero este desenfreno universal fué justamente el que aseguró mi dicha para toda vida.»

Quedé aturdido al oír hablar de este modo al poeta Núñez. «¿Cómo así, Fabricio?—le pregunté pasmado—. ¿Es posible que el alto desprecio con que fué tratada tu tragedia sea puntualmente el motivo de tu desmesurada alegría?» «Así es, ni más ni menos—me respondió—. Ya te dije la mucha parte que don Beltrán tuvo en su composición; por lo mismo, la calificó de una obra a todas luces excelente. Picado en extremo de que el público hubiera sido de un sentir tan contrario al suyo, me dijo esta mañana: «Núñez, Victrix causa diis placuit, sed victa Catoni; si tu tragedia pareció tan mal a las gentes, a mí me gustó mucho, y esto te debe bastar. Y para que te consueles del dolor que naturalmente te causará la injusticia y el mal gusto del siglo presente, desde ahora te señalo dos mil escudos de renta anual y vitalicia sobre todos mis bienes. Vamos desde aquí a casa de mi escribano a otorgar la escritura.» Con efecto, partimos inmediatamente. El tesorero firmó la escritura de donación, y me ha pagado el primer año anticipado.»

Di mil parabienes a Fabricio por el desgraciado éxito de su Conde de Saldaña, que había redundado en provecho del autor. «Tienes razón—prosiguió él—en cumplimentarme por una cosa tan extraña. [335] ¡Dichoso yo una y mil veces de haber sido silbado! Si el público, más benévolo, me hubiera honrado con sus aplausos, ¿qué fruto hubiera sacado de ellos? Ninguno, o a lo sumo algunos reales que de nada me servirían; pero los silbidos en un instante me han puesto en estado de pasar cómodamente el resto de mis días.»


CAPITULO XI

Consigue Santillana un empleo para Escipión, el cual se embarca para Nueva España.

No miró mi secretario sin alguna envidia la impensada fortuna del poeta Núñez, de manera que en toda una semana no cesó de hablarme de ella. «Admirado estoy—me decía—de los caprichos de la Fortuna, la cual muchas veces parece que se deleita en colmar de bienes a un detestable autor mientras abandona a los mejores en manos de la miseria. ¡Cuánto celebraría yo que un día se le antojase hacerme rico de la noche a la mañana!» «Eso—le dije—podrá quizá suceder más presto de lo que piensas. Tú estás ahora en el templo de esa deidad, porque, si no me engaño mucho, la casa de un primer ministro se puede muy bien llamar el templo de la Fortuna, donde de repente se ven elevados y opulentos los que logran su favor.» «Decís, señor, mucha verdad—me respondió—; pero es menester tener paciencia para esperarle.» «Vuél[336]vote a decir—le repliqué—que te sosiegues. ¿Quién sabe si quizá a estas horas se te está preparando alguna buena comisión?» Con efecto, pocos días después se me presentó ocasión de emplearle útilmente en servicio del conde-duque y no la dejé escapar.

Hallábame una mañana en conversación con don Ramón Caporis, mayordomo del primer ministro, y era el asunto sobre las rentas de su excelencia. «Mi señor—decía él—goza de varias encomiendas en todas las Ordenes militares, que le reditúan cada año cuarenta mil escudos, sin más obligación que la de llevar la cruz de Alcántara. Fuera de eso, los tres empleos de gentilhombre de cámara, caballerizo mayor y gran canciller de Indias le producen doscientos mil escudos. Pero todo esto es nada en comparación de los inmensos caudales que saca de las Indias. ¿Sabe usted cómo? Cuando los buques del rey salen de Sevilla o de Lisboa para aquellos países, hace embarcar en ellos vino, aceite y todo el trigo que le produce su condado de Olivares, sin que le cueste un maravedí la conducción. En Indias se venden estos géneros a precio cuatro veces mayor del que valen en España. Con el dinero que gana en esta venta compra especiería, colores y otras drogas que en el Nuevo Mundo están casi de balde y en Europa se venden a subido precio. Este es un tráfico que le vale muchos millones, sin el menor perjuicio del Erario. Y no extrañará usted—continuó—que las personas empleadas en hacer este comercio vuelvan todas cargadas de ri[337]quezas, porque su excelencia lleva a bien que, haciendo su negocio, hagan también ellas el suyo.»

El hijo de Coscolina, que escuchaba nuestra conversación, no pudo oír hablar así a don Ramón sin interrumpirle. «¡Pardiez, señor Caporis—exclamó—, que yo de buena gana sería uno de esos empleados, y más que ha muchos años tengo grandes deseos de ver a Méjico!» «Presto satisfaría yo tu curiosidad—le dijo el mayordomo—si el señor de Santillana no se opusiera a tus deseos. Aunque soy algo delicado en la elección de los sujetos que envío a las Indias para hacer este tráfico, porque al fin yo soy el que los nombro, desde luego te sentaría ciegamente en mi registro con tal que lo consintiese tu amo.» «Mucha satisfacción tendría—dije a don Ramón—en que usted me diese esta prueba de amistad. Escipión es un mozo a quien estimo, y además de eso es muy capaz, y tan puntual en todo lo que se pone a su cargo, que espero no dará el menor motivo de disgusto; respondo por él como pudiera responder por mí mismo.» «Siendo así—replicó Caporis—, desde luego puede marchar a Sevilla, de donde dentro de un mes se harán a la vela los navíos que han de pasar a Indias. Llevará una carta mía para cierto sujeto que le instruirá bien en todo lo que debe hacer para utilizar mucho sin el menor perjuicio de los intereses de su excelencia, que siempre deben ser muy sagrados para él.»

Alegrísimo Escipión con el nuevo empleo, dispuso su viaje a Sevilla, con mil escudos que le di[338] para que comprase en Andalucía vino y aceite y pudiese así traficar por su cuenta en las Indias. Mas, sin embargo de las esperanzas que llevaba de mejorar de fortuna en el viaje, no pudo separarse de mí sin lágrimas ni yo privarme de él con ojos enjutos.


CAPITULO XII

Llega a Madrid don Alfonso de Leiva; motivo de su viaje; grave aflicción de Gil Blas y alegría que la siguió.

Apenas se había ausentado Escipión, cuando un paje del ministro entró en mi cuarto y me entregó un billete que contenía estas palabras: «Si el señor de Santillana quisiese tomarse la molestia de ir al mesón de San Gabriel, en la calle de Toledo, verá en él a uno de sus mayores amigos.» «¿Quién podrá ser este amigo?—decía entre mí mismo—. ¿Y por qué razón me ocultará su nombre? Tal vez quiere sazonarme el gusto de verle con el sainete de la sorpresa.»

Salí al instante de casa, me encaminé a la calle de Toledo, llegué al sitio señalado y me quedé no poco suspenso de encontrar a don Alfonso de Leiva. «¡Qué es lo que veo!—exclamé—. ¡Vuestra señoría aquí, señor!» «Sí, mi querido Gil Blas—me respondió teniéndome estrechamente abrazado—. El mismo don Alfonso en persona es el que tienes a la [339] vista.» «Pero ¿qué negocio le ha traído a vuestra señoría a Madrid?», le dije. «Te voy a sorprender—me respondió—y afligirte enterándote de la causa de mi viaje. Sábete que me han quitado el gobierno de Valencia y que el primer ministro ha mandado me presente en la corte a dar cuenta de mi conducta.»

Permanecí un cuarto de hora en un profundo silencio; después, volviendo a tomar la palabra, «¿De qué se le acusa a usted?», le dije. «Nada sé—respondió—; pero atribuyo mi desgracia a la visita que hice tres semanas ha al cardenal duque de Lerma, que hace un mes se halla confinado en su palacio de Denia.» «¡Oh! En verdad—interrumpí yo—que vuestra señoría tiene razón en atribuir su desgracia a esta indiscreta visita; no hay que buscar otra culpa. Y vuestra señoría me permitirá le diga que se olvidó de consultar su acostumbrada prudencia cuando fué a ver a un ministro desgraciado.» «El yerro ya se cometió—me dijo él—, y he tomado voluntariamente mi determinación. Me retiraré con mi familia a la quinta de Leiva, donde pasaré en un profundo sosiego el resto de mis días. Lo único que ahora me aflige—añadió—es el verme obligado a presentarme a un ministro orgulloso y dominante, que quizá me recibirá con poco agrado, cosa intolerable para quien nació con alguna honra. A pesar de que esto es una necesidad, he querido hablarte antes de someterme a ella.» «Señor—le dije—, no se presente vuestra señoría al ministro sin que yo sepa antes de lo que se le acusa, pues el mal no es irreparable. Sea lo que fue[340]re, vuestra señoría se servirá llevar a bien que yo dé en el asunto todos aquellos pasos que exigen de mí la gratitud y el afecto.» Diciendo esto, le dejé en el mesón, asegurándole que dentro de poco nos volveríamos a ver. Como yo no intervenía ya en ningún negocio de Estado desde las dos Memorias de que he hecho tan elocuente mención, fuí a buscar a Carnero para preguntarle si era verdad que a don Alfonso de Leiva se le había quitado el gobierno de la ciudad de Valencia. Respondióme que sí, pero que ignoraba la causa de ello. Con esto resolví sin vacilar acudir al mismo ministro para saber de su propia boca los motivos que podía tener para estar quejoso del hijo de don César.

Estaba yo tan penetrado de dolor por este fatal acontecimiento, que no tuve necesidad de aparentar tristeza para parecer afligido a los ojos del conde. «¿Qué tienes, Santillana?—me preguntó luego que me vió—. Descubro en tu semblante señales de pesadumbre, y aun veo que las lágrimas están prontas a correr de tus ojos. ¿Te ha ofendido alguno? ¡Habla, y pronto quedarás vengado!» «Señor—le respondí llorando—, aun cuando quisiera disimular mi pena, no podría, porque casi llega a términos de desesperación. Acaban de asegurarme que ya no es gobernador de Valencia don Alfonso de Leiva, y no podían darme noticia que me fuera más sensible.» «¿Qué me dices, Gil Blas?—repuso el ministro admirado—. ¿Pues qué tienes tú con don Alfonso ni con su gobierno?» Entonces le hice[341] una puntual relación de todas las obligaciones que debía a los señores de Leiva, y después le conté cómo y cuándo había yo obtenido del duque de Lerma para el hijo de don César el gobierno de que se trataba.

Después que su excelencia me oyó con una atención llena de bondad hacia mí, me dijo: «Enjuga tus lágrimas, amigo mío. Además de que yo ignoraba lo que me acabas de contar, te confesaré que miraba a don Alfonso como hechura del cardenal de Lerma. Ponte en mi lugar. La visita que hizo a este purpurado, ¿no te le hubiera hecho sospechoso? Quiero, no obstante, creer que, habiéndosele conferido su empleo por aquel ministro, puede haber dado este paso por un mero impulso de agradecimiento. Siento haber separado de su empleo a un hombre que te le debía a ti; pero si deshice lo que habías hecho tú, puedo repararlo, y aun quiero hacer por ti lo que no hizo el duque de Lerma. Don Alfonso de Leiva, tu amigo, no era más que gobernador de la ciudad de Valencia, pero yo le hago virrey del reino de Aragón. Te doy licencia para que le comuniques esta noticia, y puedes decirle que venga a prestar juramento.» Cuando oí estas palabras, pasé del extremo de la aflicción a un exceso de alegría que me enajenó, en términos que lo conoció su excelencia en el modo de manifestarle mi agradecimiento; mas no le desagradó el desconcierto de mis palabras, y como le había enterado de que don Alfonso estaba en Madrid, me dijo que podía yo presentársele en aquel mismo día. Fuí vo[342]lando al mesón de San Gabriel, en donde colmé de gozo al hijo de don César anunciándole su nuevo empleo. No podía creer lo que yo le decía, porque tenía dificultad en persuadirse de que, por más amistad que me tuviera el primer ministro, fuera capaz de dar virreinatos por mi influjo. Condújele a casa del conde-duque, que le recibió muy afablemente y le dijo que se había comportado tan bien en su gobierno de la ciudad de Valencia que, contemplándole el rey apto para desempeñar un empleo más elevado, le había nombrado para el virreinato de Aragón. «Por otra parte—añadió—, esta dignidad no es superior a la categoría de vuestro nacimiento, y la nobleza aragonesa no podría quejarse de la elección de la Corte.» Su excelencia no me tomó en boca y el público ignoró la parte que yo había tenido en aquel negocio, lo que puso a cubierto a don Alfonso y al ministro de las habladurías del público sobre el nombramiento de un virrey que era hechura mía.

Luego que el hijo de don César estuvo seguro de su promoción, despachó un propio a Valencia para noticiarla a su padre y a Serafina, que al momento pasaron a Madrid, y su primera diligencia fué visitarme y colmarme de demostraciones de vivo agradecimiento. ¡Qué espectáculo tan tierno y glorioso fué para mí ver a las tres personas que más amaba en el mundo abrazarme a competencia! Tan agradecidos a mi amor como al esplendor que el virreinato iba a añadir a su casa, no hallaban palabras con qué manifestar su reconocimiento. Me[343] hablaban como si trataran con igual suyo, pareciendo haber olvidado que habían sido mis amos; todo les parecía poco para darme pruebas de amistad. Para suprimir circunstancias inútiles, don Alfonso, después de haber recibido el real despacho, dado gracias al rey y al ministro y prestado el juramento acostumbrado, marchó de Madrid con su familia para ir a establecer su residencia en Zaragoza. Hizo allí su entrada pública con la mayor magnificencia, y los aragoneses acreditaron con sus aclamaciones que yo les había dado un virrey que les era muy acepto.


CAPITULO XIII

Encuentra Gil Blas en palacio a don Gastón de Cogollos y a don Andrés de Tordesillas; adónde fueron todos tres; fin de la historia de don Gastón y doña Elena de Galisteo; qué servicio hizo Santillana a Tordesillas.

Estaba yo loco de contento por haber transformado tan felizmente en virrey a un gobernador depuesto. Los mismos señores de Leiva no estaban tan alegres como yo. Presto se me ofreció otra ocasión de emplear mi valimiento a favor de un amigo, lo que creo conveniente contar, para hacer ver a mis lectores que ya no era yo aquel mismo Gil Blas que en el Ministerio anterior vendía las mercedes de la Corte.

[344]

Hallándome un día en la antecámara del rey hablando con algunos señores que no se desdeñaban de admitirme a su conversación sabiendo que me quería el primer ministro, vi entre la multitud a don Gastón de Cogollos, aquel reo de Estado a quien había dejado en el alcázar de Segovia, que estaba con el alcaide del mismo alcázar, don Andrés de Tordesillas. Separéme gustoso de las personas con quien estaba para ir a dar un abrazo a estos dos amigos míos. Si ellos se admiraron mucho de verme allí, yo me admiré más de encontrarme con ellos.

Después de recíprocos abrazos me dijo don Gastón: «Señor de Santillana, tenemos muchas cosas que decirnos y no estamos en paraje a propósito para ello; permítame usted que le conduzca a un sitio en donde el señor de Tordesillas y yo tendremos el gusto de hablar largamente con usted.» Vine en ello. Abrímonos paso por entre el gentío y salimos de palacio. Hallamos el coche de don Gastón, que le estaba esperando en la calle, metímonos en él los tres y fuimos a apearnos en la plaza Mayor, en donde se hacen las corridas de toros, que allí vivía Cogollos en una soberbia casa. «Señor Gil Blas—me dijo don Andrés luego que entramos en una sala alhajada con magnificencia—, paréceme que cuando usted salió de Segovia había cobrado horror a la corte y que iba resuelto a alejarse de ella para siempre.» «Ese era en efecto mi designio—le respondí—, y mientras vivió el difunto rey no mudé de parecer; pero luego que supe que ocu[345]paba el trono el príncipe su hijo, quise ver si el nuevo monarca me conocía. Conocióme y tuve la dicha de que me recibiese benignamente. El mismo me recomendó al primer ministro, quien me cobró amistad y con el cual estoy en mucho más auge del que nunca estuve con el duque de Lerma. Esto es, señor don Andrés, todo lo que tenía que decirle; ahora dígame usted si se mantiene todavía de alcaide del alcázar de Segovia.» «No por cierto—me respondió—; el conde-duque puso a otro en mi lugar, creyéndome probablemente parcial de su predecesor.» «Yo—dijo entonces don Gastón—obtuve mi libertad por una razón contraria. Apenas supo el primer ministro que yo estaba en la prisión de Segovia por orden del duque de Lerma, cuando me mandó poner en libertad. Ahora se trata, señor Gil Blas, de contaros lo que me sucedió desde que salí del alcázar. Lo primero que hice—continuó—, después de haber dado mil gracias a don Andrés por las atenciones que le había debido durante mi arresto, fué venirme a Madrid. Presentéme al conde-duque de Olivares, el cual me dijo: «No tema usted que la desgracia que le ha sucedido perjudique en lo más mínimo a su reputación. Usted se halla plenamente justificado, y estoy tanto más seguro de su inocencia cuanto que el marqués de Villarreal, de quien se le sospechaba a usted cómplice, no era culpable. A pesar de ser portugués, y aun pariente del duque de Braganza, es menos parcial del duque que del rey mi señor. Por consiguiente, no debe imputársele a usted como de[346]lito su conexión con el marqués, y para reparar la injusticia que se hizo a usted acusándole de traición, el rey le hace teniente capitán de su guardia española.» Acepté este empleo, suplicando a su excelencia me permitiese antes de entrar a desempeñarle pasar a Coria a ver a mi tía doña Leonor de Lajarilla. Concedióme el ministro un mes de licencia para el viaje, el que emprendí acompañado de un solo lacayo. Habíamos pasado ya de Colmenar y entrado en un camino hondo entre dos colinas, cuando vimos a un caballero que se estaba defendiendo valerosamente de tres hombres que le acometían a un tiempo. No me detuve un punto en ir a socorrerle; fuí volando hacia él y me puse a su lado. Observé cuando me batía que nuestros enemigos estaban enmascarados y que reñíamos con animosos combatientes. Sin embargo, a pesar de su vigor y destreza, quedamos vencedores; atravesé a uno de los tres, que cayó del caballo, y los otros dos huyeron al momento. Verdad es que la victoria no fué menos funesta para nosotros que para el desgraciado a quien yo había muerto, porque, después de la acción, tanto mi compañero como yo nos hallamos peligrosamente heridos. Pero figúrese usted cuál sería mi sorpresa cuando conocí que el caballero a quien había socorrido era Cambados, marido de doña Elena. No quedó él menos admirado al ver que era yo su defensor. «¡Ah, don Gastón!—exclamó—. Pues qué, ¿sois vos quien venís a socorrerme? Cuando abrazasteis mi partido con tanta generosidad, sin duda ignorabais que defen[347]díais a un hombre que os había robado vuestra dama.» «Es cierto que lo ignoraba—le respondí—; pero aun cuando lo hubiera sabido, ¿os parece que hubiera titubeado en hacer lo que hice? ¿Me tendréis en tan mal concepto que creáis tengo un alma vil?» «¡No, no!—respondió—. Tengo mejor opinión de vos, y si muero de las heridas que acabo de recibir, deseo que las vuestras no os impidan aprovecharos de mi muerte.» «Cambados—le dije—, aunque no he olvidado todavía a doña Elena, sabed que no apetezco poseerla a costa de vuestra vida, y aun me alegro mucho de haber contribuído a salvaros de los golpes de tres asesinos, pues que en ello hice una acción que agradecerá vuestra esposa.» Mientras estábamos hablando de este modo, mi lacayo se apeó y, acercándose al caballero que estaba tendido en el suelo, le quitó la mascarilla y nos hizo ver unas facciones que luego conoció Cambados. «Es Caprara—exclamó—, aquel pérfido primo que, en despecho de haber perdido una rica herencia que injustamente me había disputado, hace mucho tiempo que pensaba asesinarme, y había, por último, elegido este día para realizar sus deseos; pero el Cielo ha permitido que él mismo haya sido la víctima de su atentado.» Entre tanto nuestra sangre corría en abundancia y por instantes nos íbamos debilitando. Sin embargo, heridos como estábamos, tuvimos ánimo para llegar hasta el lugar de Villarejo, que no distaba más que dos tiros de fusil del campo de batalla. Llegados al primer mesón, llamamos cirujanos, y[348] vino uno que nos dijeron ser muy hábil. Examinó nuestras heridas y halló que eran muy peligrosas; hizo la primera cura, y a la mañana siguiente, después de haber levantado el vendaje, declaró mortales las de don Blas, pero no las mías, y sus pronósticos no salieron falsos. Viéndose Cambados desahuciado, sólo pensó en prepararse a morir. Envió un propio a su mujer para informarla de todo lo sucedido y del triste estado en que se hallaba. Tardó poco doña Elena en presentarse en Villarejo, adonde llegó con el espíritu fuertemente agitado por dos causas diferentes: por el peligro que corría la vida de su marido y por el temor de que mi vista volviese a encender en su pecho un fuego mal apagado; dos afectos que la tenían en una terrible conmoción. «Señora—le dijo don Blas luego que la vió—, aun venís a tiempo para recibir mi última despedida. Voy a morir y miro mi muerte como un castigo del Cielo por la falsedad con que os robé a don Gastón. Muy lejos de quejarme de él, yo mismo os exhorto a que le restituyáis un corazón que le usurpé.» Doña Elena no le respondió sino con lágrimas, y, a la verdad, ésta era la mejor respuesta que le podía dar, porque no estaba tan desprendida de mí que hubiese olvidado el artificio de que se había valido don Blas para determinarla a serme infiel. Aconteció lo que el cirujano había pronosticado: que en menos de tres días murió Cambados de sus heridas, en vez de que las mías anunciaban una pronta curación. La viuda, ocupada únicamente en el cuidado de que[349] trasladasen a Coria el cadáver de su esposo para hacerle los honores que ella debía a sus cenizas, salió de Villarejo para volverse allí, después de haberse informado como por mera urbanidad del estado en que yo me hallaba. Seguíla luego que pude, tomando el camino de Coria, donde acabé de restablecerme. Entonces mi tía doña Leonor y don Jorge de Galisteo determinaron casarnos a la viuda y a mí antes que la fortuna nos jugase otra pieza como la pasada. Efectuóse secretamente el matrimonio, en atención a la reciente muerte de don Blas, y de allí a pocos días volví a Madrid con doña Elena. Como se había pasado el tiempo de mi licencia, temí que el ministro hubiese dado a otro la tenencia de guardias que se me había conferido; pero no había dispuesto de ella, y tuvo la bondad de admitir la disculpa que le di de mi tardanza. Soy, pues—prosiguió Cogollos—, primer teniente de la guardia española y estoy muy contento con mi empleo. He granjeado amigos de trato agradable, con quienes vivo gustoso.» «Me alegrara poder decir otro tanto—interrumpió aquí don Andrés—, pues estoy muy lejos de vivir contento con mi suerte. Perdí el empleo que tenía, el cual me daba de comer, y me veo sin amigos que puedan ayudarme a adquirir otro sólido.» «Perdone usted, señor don Andrés—dije yo entonces sonriéndome—, en mí tiene usted un amigo que puede servirle de algo. Vuelvo, pues, a decir que el conde-duque me estima aun quizá más de lo que me estimaba el duque de Lerma. ¿Y se atreve usted a[350] decirme en mi cara que no conoce a nadie que le pueda proporcionar un empleo sólido? ¿Pues no le hice en otro tiempo un servicio semejante? Acuérdese usted de que por el valimiento del arzobispo de Granada logré que se le nombrase a usted para ir a Méjico a desempeñar un empleo en que hubiera hecho su fortuna si el amor no le hubiera detenido en la ciudad de Alicante. Pues me hallo en mejor estado de poder servir a usted actualmente, que estoy al lado del primer ministro.» «Supuesto eso, me pongo en manos de usted—repuso Tordesillas—. Pero—añadió sonriéndose también—suplico a usted que no me haga el favor de enviarme a Nueva España, porque no querría ir allá aunque me hicieran presidente de la Audiencia de Méjico.»

Al llegar aquí nuestra conversación fué interrumpida por doña Elena, que entró en la sala, y cuya persona, llena de atractivos, correspondía a la encantadora idea que me había formado de ella. «Señora—le dijo Cogollos—, este caballero es el señor de Santillana, de quien os he hablado varias veces y cuya amable compañía calmó frecuentemente en la prisión mis pesares.» «Sí, señora—dije a doña Elena—; mi conversación le agradaba porque siempre era usted el asunto de ella.» La hija de don Jorge respondió modestamente a mi cumplimiento, después de lo cual me despedí de ambos esposos, asegurándoles lo mucho que celebraba que el himeneo hubiese por último coronado sus prolongados amores. Después, dirigiendo la palabra a Tordesi[351]llas, le rogué que me informase de su habitación, y habiéndolo hecho, le dije: «Don Andrés, de usted no me despido; espero que antes de ocho días verá usted que yo reúno el poder a la buena voluntad.» No quedé por embustero; al día siguiente el conde-duque me proporcionó la ocasión de servir a este alcaide. «Santillana—me dijo su excelencia—está vacante la plaza de gobernador de la cárcel real de Valladolid; vale más de trescientos doblones al año y me dan ganas de dártela.» «No la quiero, señor—le respondí—, aunque valga diez mil ducados de renta; renuncio a todos los empleos que no pueda desempeñar sin alejarme de vuestra excelencia.» «Pero éste—replicó el ministro—puedes desempeñarle muy bien sin necesidad de salir de Madrid sino para ir de cuando en cuando a Valladolid a visitar la cárcel.» «Diga vuestra excelencia cuanto guste—repuse yo—, no acepto ese empleo sino con la condición de que se me permita renunciarlo a favor de un digno hidalgo llamado don Andrés de Tordesillas, alcaide que fué del alcázar de Segovia. Me alegraría hacerle este presente en reconocimiento de los buenos procederes que usó conmigo durante mi prisión.» Sonrióse el ministro de oírme hablar así y me dijo: «Por lo que veo, Gil Blas, quieres hacer un gobernador de la cárcel real del modo que hiciste un virrey. Pues bien, sea así, amigo mío; desde luego te concedo la plaza vacante para Tordesillas. Pero dime francamente qué gratificación debe producirte, porque no te tengo por tan simple que quieras empeñar tu valimiento de balde.»[352] «Señor—le respondí—, ¿no deben pagarse las deudas? Don Andrés me proporcionó sin interés todas las comodidades que pudo. ¿No será justo que yo le corresponda?» «Muy desprendido os habéis hecho, señor de Santillana—me replicó su excelencia—; me parece que lo erais mucho menos en el último Ministerio.» «Es verdad—le repuse—, porque el mal ejemplo estragó mis costumbres. Como entonces todo se vendía, me conformé con el uso; y como en el día todo se da, he vuelto a recobrar mi integridad.»

Logré, pues, que se proveyese en don Andrés de Tordesillas el gobierno de la cárcel real de Valladolid y le hice marchar luego a dicha ciudad, tan contento con su nuevo empleo como lo quedé yo por haber desempeñado para con él las obligaciones que le debía.


CAPITULO XIV

Va Santillana a casa del poeta Núñez; qué personas encontró en ella y qué conversación tuvieron allí.

Un día, después de comer, se me antojó ir a ver al poeta asturiano, movido sólo de la curiosidad de saber qué vivienda tenía. Me encaminé a casa del señor don Beltrán Gómez del Rivero y pregunté en ella por Núñez. «Ya no vive aquí—me respondió un lacayo que estaba en la puerta—; vive ahora en aquella casa—añadió mostrándome una que es[353]taba cerca—y ocupa un cuarto que cae a espaldas de ella.»

Fuíme allá, y después de haber atravesado un patio pequeño entré en una sala enteramente desalhajada, en donde hallé a mi amigo Fabricio, sentado todavía a la mesa con cinco o seis amigos suyos a quienes había convidado aquel día. Estaban al fin de la comida, y, por consiguiente, metidos en disputa; pero luego que me vieron sucedió un profundo silencio a la ruidosa conversación. Levantóse apresuradamente Núñez para recibirme, exclamando: «¡Caballeros, aquí está el señor de Santillana, que tiene la bondad de honrarme con una de sus visitas! ¡Ayúdenme ustedes a tributar respetuosos obsequios al valido del primer ministro!» Al oír esto, todos los convidados se levantaron también para saludarme, y en consideración al título que se me había dado me hicieron cumplimientos muy reverentes. Aunque yo no tenía necesidad de beber ni de comer, no me pude excusar de sentarme a la mesa con ellos y aun de corresponder a un brindis que me dirigieron.

Pareciéndome que mi presencia les impedía continuar hablando con libertad, «Señores—les dije—, creo haber interrumpido su conversación; suplico a ustedes continúen, o si no me retiro.» «Estos señores—dijo entonces Fabricio—estaban hablando de la Ifigenia de Eurípides. El bachiller Melchor de Villegas, erudito de primer orden, preguntaba al señor don Jacinto de Romarate qué era lo que más le interesaba en aquella tragedia.» «Así es—dijo don[354] Jacinto—, y yo le he respondido que el peligro en que se veía Ifigenia.» «Y yo—dijo el bachiller—, yo le he replicado, lo que estoy pronto a demostrar, que no es el peligro lo que forma el verdadero interés de la pieza.» «¿Pues cuál es?», exclamó el anciano licenciado Gabriel de León. «El viento», respondió el bachiller. Todos dieron una carcajada al oír una respuesta que no creí formal, imaginándome que Melchor no la había dado sino por alegrar la conversación.

Pero no tenía yo noticia de aquel sabio. Era un hombre que no entendía de burlas, y así, dijo con grande seriedad: «Rían ustedes cuanto les diere la gana, que yo siempre sostendré que lo que debe hacer más impresión en el espectador, lo que debe interesarle y suspenderle más es el viento. Y si no, figúrense ustedes un numeroso ejército unido precisamente para ir a sitiar a Troya. Consideren la impaciencia de capitanes y soldados por emprender y concluir aquel sitio y restituirse cuanto antes a la Grecia, en donde habían dejado todo lo que más amaban en este mundo: sus dioses lares, sus mujeres y sus hijos. Levántase de repente un maldito viento contrario que los detiene en Aulida y los tiene como clavados en aquel puerto; tanto, que mientras no se mude no les es posible ir a sitiar la ciudad de Príamo. Pues este viento es el que forma el interés de la tragedia. Yo me declaro a favor de los griegos porque apruebo su designio y sólo deseo la partida de su flota, mirando con indiferencia a Ifigenia en peligro, pues que su muer[355]te es un medio para obtener de los dioses un viento favorable.»

Cuando Villegas acabó de hablar se renovaron las carcajadas a su costa. Fingió Núñez apoyar socarronamente aquella ridícula opinión, sólo por dar más materia de burla a los zumbones, los cuales se divirtieron diciendo mil graciosas cuchufletas sobre los vientos. Pero el bachiller, mirándolo a todos con aire flemático y orgulloso, los trató de ignorantes y gente vulgar. Yo estaba temiendo a cada momento que se agarrasen y se diesen de mojicones estos botarates, que es el término ordinario de sus disputas; pero fué vano mi temor, porque todo se redujo a llenarse recíprocamente de desvergüenzas, y se retiraron después de haber comido y bebido a discreción.

Luego que se marcharon pregunté a Fabricio por qué no vivía en casa del tesorero y si acaso había ocurrido alguna desavenencia entre los dos. «¿Desavenencia?—me respondió—. ¡Dios me libre de ello! Nunca ha estado en mayor auge mi estimación con don Beltrán. Supliquéle me permitiese vivir en casa separada y alquilé en ésta el cuarto que ves para gozar de mayor libertad. Aquí recibo a mis amigos, que me vienen a ver con frecuencia, y lo paso alegremente con ellos, porque ya sabes que mi genio no es muy inclinado a dejar grandes riquezas a mis herederos. Mi mayor gusto es hallarme al presente en estado de tener todos los días a mi mesa buena compañía sin peligro de arruinarme.» «Me alegro infinito, querido Núñez[356]—le repliqué—, y no puedo menos de repetirte mil parabienes por el éxito de tu última tragedia. Las ochocientas composiciones dramáticas del gran Lope de Vega no le valieron la cuarta parte de lo que te ha valido a ti tu Conde de Saldaña


[357]

LIBRO DUODECIMO

CAPITULO PRIMERO

Envía el ministro a Toledo a Gil Blas; motivo y éxito de su viaje.

Hacía ya cerca de un mes que su excelencia me repetía todos los días: «Santillana, va llegando el tiempo en que quiero emplear tu talento y destreza.» Pero este tiempo nunca acababa de venir. Llegó por fin, y su excelencia me habló en estos términos: «Se dice que hay en la compañía de cómicos de Toledo una actriz muy celebrada por su amabilidad; se asegura que baila y canta divinamente, que arrebata a los espectadores cuando representa, y se añade también que es muy hermosa. Una persona tan recomendable es digna de venir a representar en la Corte. Al rey le gustan las comedias, la música y el baile y no le desagrada la hermosura. No me parece razón que su majestad carezca del placer de ver y oír a una mujer de tanto mérito. Por esto he resuelto enviarte a Toledo, para que juzgues por ti mismo si esa actriz es tan peregrina; yo me atendré desde luego a la impre[358]sión que cause en ti y me fío enteramente de tu discernimiento.»

Respondí a su excelencia que esperaba dar buena cuenta de aquella comisión, y desde luego emprendí mi viaje, acompañado de un lacayo, a quien hice dejar la librea del ministro para desempeñar mi encargo con mayor secreto; precaución que agradó a su excelencia. Tomé, pues, el camino de Toledo, en donde me apeé en un mesón inmediato al alcázar. No bien me había apeado, cuando el mesonero, teniéndome sin duda por algún caballero de las cercanías, me dijo: «Naturalmente, vendrá vuestra señoría a ver la augusta ceremonia del auto de fe que se celebra mañana en Toledo.» Yo, que nada sabía de tal auto, le respondí inmediatamente que sí, para ocultar mejor mi designio y cortarle la gana de preguntarme más sobre el fin que me llevaba a aquella ciudad. «Verá vuestra señoría—prosiguió él—una de las más excelentes procesiones que jamás se han visto, pues hay, según se dice, más de cien penitenciados, entre los cuales pasan de diez los que han de ser quemados.» Con efecto; el día siguiente antes de salir el sol oí tocar todas las campanas de la ciudad en señal de que iba a darse principio al auto de fe. Con la curiosidad de ver esta ceremonia, me vestí aceleradamente y me encaminé hacia la Inquisición. Había allí cerca, y de trecho en trecho por donde había de pasar la procesión, tablados altos, en uno de los cuales me coloqué por mi dinero. Iban primero los padres dominicos, precedidos del estandarte de la fe o pendón del[359] Santo Tribunal. Tras de dichos religiosos venían los reos con sus capotillos o especie de escapularios de tela amarilla, formada en ellos por la parte anterior y posterior el aspa de San Andrés, de tela roja llamada sambenito, y todos con corozas en la cabeza, con llamas pintadas las de los condenados a la hoguera y sin ellas las de los otros de menor pena.

Miraba yo a todos aquellos infelices con la compasión que no se puede negar a la humanidad, cuando creí descubrir entre los encorozados sin llamas al reverendo padre Hilario y a su compañero el hermano Ambrosio. Pasaron tan cerca de mí, que no pude equivocarme. «¡Qué es lo que estoy viendo!—dije entre mí mismo—. ¡El Cielo, cansado de los excesos de estos dos malvados, los ha entregado a la justicia de la Inquisición!» Hablando conmigo de esta suerte, me sentí aterrorizado, se apoderó de mí un temblor universal, y mi ánimo se turbó en términos que temí caer desmayado. Las relaciones que yo había tenido con aquellos bribones, la aventura de Chelva, y, en fin, todo lo que habíamos hecho juntos acudió en aquel momento a representarse a mi imaginación, y creí que no podía dar suficientes gracias a Dios de haberme preservado del sambenito y de la coroza.

Acabada la ceremonia, me restituía al mesón temblando por el terrible espectáculo que acababa de ver; pero las tristes ideas de que tenía lleno el ánimo se disiparon insensiblemente, y sólo pen[360]sé en desempeñar con acierto la comisión que me había encargado mi amo. Esperé con impaciencia la hora de la comedia para ir a ella, pareciéndome que éste era el primer paso que debía dar. Llegada que fué, me dirigí al teatro, donde casualmente me senté junto a un caballero del hábito de Alcántara, con quien entablé luego conversación, y le dije si daba licencia a un forastero para hacerle una pregunta. «Caballero—me respondió muy atentamente—, usted me honrará en ello.» «He oído ponderar—proseguí—a los cómicos de Toledo. ¿Me habrán engañado?» «No—me respondió el caballero—; la compañía no es mala, y, a la verdad, hay en ella dos papeles excelentes. Entre otros, oirá usted a la bella Lucrecia, actriz de catorce años, que le pasmará. No será menester que yo se la muestre a usted cuando se deje ver en la escena, porque la distinguirá fácilmente.» Volvíle a preguntar si representaría aquella tarde; me respondió que sí, y aun que tenía un papel de mucho lucimiento en la pieza que se iba a representar.

Principió la comedia, y aparecieron en la escena dos actrices que nada habían omitido de cuanto pudiera contribuir a hacerlas encantadoras; pero a pesar del brillo de sus diamantes, ni una ni otra me parecieron ser la que yo esperaba. En fin, dejóse ver Lucrecia en el fondo del teatro, y su aproximación a la escena fué anunciada con un palmoteo general. «¡Ah, ésta es!—dije para mí—. ¡Qué aire tan noble! ¡Qué talle! ¡Qué hermosos ojos! ¡Qué salada criatura!» Con efecto; me llenó com[361]pletamente, o por mejor decir, su persona me dejó absorto. Desde los primeros versos que recitó conocí que tenía naturalidad, fuego, maestría superior a su edad, y reuní voluntariamente mis aplausos a los universales que le tributó el concurso en todo el tiempo que duró la representación. «Y bien—me dijo entonces el caballero—; ya ve usted la justicia que hace el público a Lucrecia.» «No me admiro», le respondí. «Pues menos se admiraría usted—me replicó—si la oyera cantar; es verdaderamente una sirena. ¡Pobres de aquellos que la oyen, si no se precaven tapándose los oídos para no quedar encantados! No es menos temible cuando baila. Sus pasos son tan peligrosos como su voz: hechizan los ojos y cautivan el corazón.» «Según eso—exclamé yo entonces—, será preciso confesar que esta niña es un portento. ¿Y quién es el mortal venturoso que tiene la dicha de arruinarse por una criatura tan preciosa?» «No tiene ningún amante, que se sepa—me dijo—, y aun la murmuración no le atribuye ninguna amistad secreta. No obstante—añadió—, acaso pudiera tenerla, porque Lucrecia está bajo la vigilancia de su tía Estela, que sin disputa es la más astuta de todas las cómicas.»

Al oír el nombre de Estela pregunté con precipitación al tal caballero si aquella Estela era actriz de la compañía de Toledo. «Y de las mejores—me replicó—. Hoy no ha representado, y en verdad que no hemos perdido poco. Por lo común hace el papel de graciosa, y verdaderamente lo desempe[362]ña que es un primor. ¡Qué expresión da a sus papeles! Tal vez les añade algo de su invención; pero éste es un hermoso defecto que le hace gracia.» Contóme otras mil maravillas de la tal Estela, y por el retrato que me hizo de su persona, no dudé fuese Laura, aquella misma que dejé en Granada y de quien he hablado tanto en mi historia.

Para cerciorarme, me fuí derecho al vestuario concluída la comedia. Pregunté por la señora Estela, y, volviendo los ojos a todas partes, la vi sentada al brasero en conversación con algunos señores, que quizá no la obsequiaban sino porque era tía de Lucrecia. Llegué a saludar a Laura, y fuese por capricho o por vengarse de mi precipitada fuga de Granada, fingió no conocerme, y recibió mi saludo con tanta sequedad que me dejó un poco parado. En lugar de reconvenirle con risa su frío recibimiento, fuí tan simple que mostré formalizarme, y aun me retiré incomodado, resuelto en aquel primer impulso de cólera a volverme a Madrid el día siguiente. «Para vengarme de Laura—decía yo—, no quiero que su sobrina tenga el honor de representar delante del rey: para esto no tengo mas que hacer al ministro el retrato que se me antoje de Lucrecia, y me bastará decirle que baila con poco garbo, que su voz es áspera, y que toda su gracia consiste en sus pocos años. Estoy seguro que desde luego se le pasará a su excelencia la gana de hacerla ir a la Corte.»

Esta era la venganza que pensaba tomar del desaire que Laura me había hecho; pero duró poco[363] mi resentimiento. La mañana siguiente, cuando me estaba disponiendo a marchar, entró un lacayuelo en mi cuarto, y me dijo: «Aquí traigo un billete que tengo que entregar al señor de Santillana» «Yo soy, hijo mío», le dije, tomándole la carta, que abrí, y que contenía estas palabras: Olvida el modo con que te recibí en el teatro, y ven con el portador adonde él te guíe. Seguí luego al lacayuelo, que me llevó a una casa muy decente, no distante del teatro, y me introdujo en un cuarto alhajado con aseo y buen gusto, donde encontré a Laura en su tocador.

Se levantó para abrazarme, diciendo: «Señor Gil Blas, conozco que usted tuvo motivo para salir ayer poco contento del recibimiento que le hice cuando fué a saludarme en el vestuario; un antiguo amigo tenía derecho para esperar de mí una acogida más afable. No tengo otra disculpa sino que me hallaba a la sazón de malísimo humor, por haber oído ciertos dichos malignos que algunos de los señores cómicos tenían sobre la conducta de mi sobrina, cuya honra me importa más que la mía. La precipitada y desabrida retirada de usted me hizo volver al momento de mi distracción, y en el mismo punto di orden a mi lacayo para que siguiese a usted y averiguase su posada, con ánimo de reparar hoy mi falta.» «Ya queda—le dije—enteramente reparada, mi querida Laura; no hablemos más de eso. Ahora enterémonos mutuamente de lo que nos ha sucedido desde el malaventurado día en que el temor de un justo cas[364]tigo me obligó a salir tan aceleradamente de Granada. Te dejé, si te acuerdas, metida en un gran embrollo. ¿Cómo saliste de él? ¿No es verdad que necesitaste de toda tu maestría para apaciguar a tu amante portugués?» «¡Nada de eso!—respondió Laura—. ¿Pues no sabes que en semejantes lances los hombres son tan débiles que ellos mismos ahorran a veces a las mujeres hasta el trabajo de justificarse?

»Sostuve—continuó ella—al marqués de Marialba que eras hermano mío. Perdone usted, señor de Santillana, que le hable con la familiaridad que en otro tiempo, porque no puedo desprenderme de las costumbres añejas. Diréte, pues, que le hablé con desembarazo y entereza. «¿No conoce usted—le dije al señor portugués—que todo eso es obra de los celos y de la indignación? Narcisa, mi compañera y rival, colérica de ver que yo poseo pacíficamente un corazón que ella ha perdido, forjó todo esto embuste. Cohechó al sotadespabilador del teatro, quien para apoyar su resentimiento tuvo el descaro de decir que me había visto en Madrid sirviendo a Arsenia. Nada hay más falso. ¡La viuda de don Antonio Coello ha tenido siempre pensamientos demasiado nobles para quererse someter a ser criada de una cómica! Fuera de esto, otra patente prueba de la falsedad de esta imputación y de la conspiración de mis acusadores es la precipitada fuga de mi hermano, que si estuviera presente dejaría sin duda bien confundida la calumnia; pero Narcisa ciertamente habrá em[365]pleado algún nuevo artificio para hacerle desaparecer.»

»Aunque estas razones—prosiguió Laura—no bastasen para hacer mi completa apología, el marqués tuvo la bondad de contentarse con ellas; tanto, que el cándido señor prosiguió amándome hasta el día en que dejó a Granada para volverse a Portugal. En verdad, su partida fué muy inmediata a la tuya, y la mujer de Zapata tuvo el consuelo de verme perder el amante que yo le había quitado. Permanecí todavía después algunos años en Granada; pero habiéndose introducido en la compañía disensiones (como frecuentemente sucede entre nosotros), todos los cómicos se separaron: unos marcharon a Sevilla, otros a Córdoba, y yo me vine a Toledo, donde estoy hace diez años con mi sobrina Lucrecia, a quien ayer oíste representar, puesto que estuviste en la comedia.»

No pude dejar de reírme al llegar aquí. Laura me preguntó de qué me reía. «Pues qué, ¿no lo adivinas?—le respondí—. Tú no tienes hermano ni hermana; por consiguiente, no puedes ser tía de Lucrecia. Además de eso, cuando cotejo el tiempo que ha que nos separamos con la edad que representa Lucrecia, me parece que puede ser algo más estrecho el parentesco entre vosotras dos.

«Ya le entiendo a usted, señor Gil Blas—replicó algo sonrojada la viuda de don Antonio Coello—. Como usted tiene tan presentes los tiempos, no hay medio de engañarle. Ahora bien, amigo mío; Lucrecia es hija mía y del marqués de Marialba,[366] y el fruto de nuestro trato, porque no quiero ocultarte más esta verdad.» «¡Vaya, reina mía—repliqué yo—, que es grande el esfuerzo que haces en revelarme este secreto, después que me confiaste tus aventuras con el administrador del hospital de Zamora! Como quiera que sea, yo te aseguro que Lucrecia es una niña de tanto mérito, que el público jamás podrá agradecerte como debe el regalo que le hiciste en ella. ¡Ojalá fueran como ésta todos los que le hacen tus compañeras y amigas!»

Quién sabe si algún lector ladino al llegar aquí se acordará de las secretas conversaciones que Laura y yo tuvimos en Granada cuando era secretario del marqués de Marialba, y se le antojará sospechar que podía yo tener algún derecho para disputar al marqués su paternidad de Lucrecia; le protesto por mi honor que sería injusta su sospecha.

Di en seguida a Laura cuenta de mis aventuras hasta el estado actual de mis asuntos. Oyóme con una atención que mostraba bien no serle indiferente lo que le decía. «Amigo Santillana—me dijo luego que acabé—, veo que representas un papel brillante en el teatro del mundo, y no alcanzo a manifestarte lo mucho que me complazco en ello. Cuando yo lleve a Madrid a Lucrecia para colocarla en la compañía del Príncipe, me atrevo a lisonjearme de que hallará en el señor de Santillana un poderoso protector.» «No lo dudes—le respondí—; cuenta conmigo, que haré admitir a tu[367] hija en la compañía del Príncipe cuando quieras. Esto puedo prometértelo sin hacer alarde de mi poder.» «Desde luego te cogería tu palabra—replicó Laura—, y mañana mismo marcharía a Madrid si no estuviera escriturada en esta compañía.» «Esa escritura la anula una Real orden—le respondí—. Yo me encargo de ella, y la recibirás antes de ocho días. Tendré gran placer en robarles a los toledanos tu Lucrecia; una actriz tan linda ha nacido para los cortesanos, y nos pertenece de derecho.»

A este tiempo entró Lucrecia en el cuarto. Creí ver a la diosa Hebe: tanta era su gracia y su lindeza. Acababa de levantarse, y luciendo su hermosura natural sin los auxilios del arte, presentaba a mi vista un objeto encantador. «Ven, sobrina mía—le dijo su madre—; ven a agradecer a este señor la buena voluntad que nos tiene. Es uno de mis amigos antiguos, que tiene gran valimiento en la corte, y está empeñado en colocarnos a ambas en la compañía del Príncipe.» De esto mostró alegría la niña, que me hizo una profunda cortesía, y me dijo con una sonrisa embelesadora: «Doy a usted muy humildes gracias por su benévola intención. Pero al quererme separar de un público que me estima, ¿está usted seguro de que no desagradaré al de Madrid? Tal vez perderé en el cambio, porque muchas veces he oído decir a mi tía haber conocido actores muy aplaudidos en una ciudad y silbados en otra, lo cual me sobresalta. Tema usted exponerme al desprecio de la corte[368] y exponerse asimismo a sufrir sus reconvenciones.» «Hermosa Lucrecia—le respondí—, eso es lo que ni uno ni otro debemos temer. Antes bien, lo único que temo es que usted encienda una guerra civil entre los grandes, enamorándolos a todos.» «El sobresalto de mi sobrina—me dijo Laura—me parece mejor fundado que el de usted; pero, bien considerado, ambos los tengo por vanos. Si Lucrecia no puede llamar la atención pública por sus atractivos, en recompensa, no es tan mala actriz que deba ser despreciada.»

Siguió todavía algún tiempo la conversación, y pude advertir, por la parte que tomó Lucrecia en ella, que era una joven de extraordinario talento. En seguida me despedí de las dos, asegurándoles que inmediatamente recibirían orden de la Corte para ir a Madrid.


CAPITULO II

Da Santillana cuenta de su comisión al ministro, quien le encarga el cuidado de hacer que venga Lucrecia a Madrid; de la llegada de esta actriz, y de su primera representación en la corte.

Cuando volví a Madrid hallé al conde-duque muy impaciente por saber el resultado de mi viaje. «Gil Blas—me dijo—, ¿has visto a nuestra comedianta? ¿Merece que se lo haga venir a la corte?» «Señor—le respondí—, la fama, que pondera co[369]múnmente más de lo justo a las mujeres hermosas, se queda muy escasa respecto de la joven Lucrecia, que es una persona admirable, tanto por su hermosura como por sus habilidades.»

«¿Es posible?—exclamó el ministro con una satisfacción interior que leí en sus ojos, y que me hizo pensar que me había enviado a Toledo por su interés personal—. ¿Es posible que Lucrecia sea tan amable como me dices?» «Cuando vuestra excelencia la vea.—le respondí—, confesará que no se puede hacer su elogio sin disminuir sus hechizos.» «Santillana—replicó su excelencia—, hazme una puntual relación de tu viaje, porque tendré particular gusto en oírla.» Tomando entonces la palabra para satisfacer a mi amo, le conté hasta la historia de Laura inclusive. Díjele que esta actriz había tenido a Lucrecia del marqués de Marialba, señor portugués que, habiéndose detenido en Granada viajando, se había enamorado de ella. Finalmente, después de haber hecho a su excelencia una menuda relación de lo que había pasado entre aquellas comediantas y yo, me dijo: «Me alegro infinito de que Lucrecia sea hija de un sujeto distinguido; eso me interesa todavía más en su favor, y es necesario traerla a la corte. Pero continúa—añadió—del modo que has comenzado, y no me tomes en boca, sino que en todo ha de sonar únicamente Gil Blas de Santillana.»

Fuí a verme con Carnero, a quien dije que su excelencia quería que él despachase una orden por la cual el rey admitía en su compañía cómica a Es[370]tela y a Lucrecia, actrices de la de Toledo. «Muy bien, señor de Santillana—respondió Carnero con una sonrisa maligna—; al momento será usted servido, porque, según todas las señas, usted se interesa por esas dos damas.» Al mismo tiempo extendió de propio puño y me entregó la orden, que sin pérdida de tiempo envié a Estela por el mismo lacayo que me había acompañado a Toledo. Ocho días después llegaron a Madrid madre e hija; fueron a hospedarse en una fonda inmediata al corral del Príncipe, y su primer cuidado fué enviármelo a decir por medio de un billete. Pasé al punto a la fonda, en donde, después de mil ofertas por mi parte y de agradecimientos por la suya, las dejé para que se dispusiesen a su primera salida a las tablas, deseándosela dichosa y brillante.

Se hicieron anunciar al público como dos actrices nuevas que la compañía del Príncipe acababa de admitir por orden de la Corte, y representaron por primera vez una comedia que solían representar en Toledo con aplauso.

¿En qué parte del mundo deja de gustar la novedad en punto a espectáculos? Hubo aquel día en el corral de comedias un concurso extraordinario de espectadores. No necesito decir que no falté a esta representación. Estuve algo agitado antes que la comedia principiase, porque, por más confianza que yo tuviera en la habilidad de la madre y de la hija, temía de su éxito; tanto me interesaba por ellas. Pero apenas abrieron la boca se desvaneció mi temor con los aplausos que recibieron.[371] Todos celebraban a Estela como una actriz consumada en la parte graciosa, y a Lucrecia, como un prodigio para los papeles amorosos. Esta última arrebató los corazones: unos admiraron la hermosura de sus ojos, a otros encantó la suavidad de su voz, y sorprendidos todos de sus gracias y de su juventud florida, salieron hechizados de su persona.

El conde-duque, que se interesaba más de lo que yo creía en el estreno de esta actriz, asistió aquella tarde a la comedia, y le vi salir hacia el fin de la función muy prendado, a lo que me pareció, de nuestras dos cómicas. Con la curiosidad de saber si había quedado satisfecho de ellas, le seguí a su casa, y metiéndome en su gabinete, en donde acababa de entrar, «Y bien, señor excelentísimo—le dije—, ¿le ha gustado a vuestra excelencia la Marialbita?» «Mi excelencia—me respondió sonriéndose—sería descontentadiza si se negara a unir su voto con el del público. Sí, hijo mío; estoy encantado de tu Lucrecia, y no dudo que el rey la vea con placer.»


CAPITULO III

Logra Lucrecia mucha celebridad en la corte; representa delante del rey, que se enamora de ella, y resultas de estos amores.

La primera salida al teatro de las dos actrices nuevas llamó luego la atención en la corte. Habló[372]se de ellas el día siguiente en el cuarto del rey. Algunos señores alabaron tanto a Lucrecia y la pintaron tan hermosa, que el retrato excitó la curiosidad del monarca, el cual no sólo disimuló la impresión que le había hecho, sino que calló y aparentó no atender aquella conversación.

Con todo, luego que se vió a solas con el conde-duque le preguntó quién era cierta actriz que tanto le habían ponderado. El ministro le respondió que era una joven cómica de Toledo, que había representado el día anterior por primera vez con mucha aceptación. «Esta actriz—añadió—se llama Lucrecia, nombre que conviene con mucha propiedad a las mujeres de su profesión. Conocíala Santillana y me habló tan bien de ella, que me pareció conveniente recibirla en la compañía cómica de vuestra majestad.» Sonrióse el rey cuando oyó mi nombre, recordando quizá en aquel momento de que por mí había conocido a Catalina y presintiendo acaso que le había de prestar el mismo servicio en esta ocasión. Como quiera que esto fuese, el rey dijo al ministro: «Conde, mañana quiero ver representar a esa Lucrecia; ten cuidado de hacérselo saber.»

Contóme el conde-duque esta conversación que había tenido con el rey y me mandó ir a casa de las dos comediantas para prevenirlas de la intención de su majestad. Partí volando, y habiendo encontrado a Laura la primera, «Vengo—le dije—a daros una gran noticia. Mañana tendréis entre vuestros espectadores al soberano de la Monarquía; así me ha mandado el ministro que os lo prevenga. No[373] dudo que tú y tu hija emplearéis todos vuestros esfuerzos para corresponder al honor que el monarca quiere haceros. A este fin os aconsejo elijáis una comedia en que haya baile y música, para que Lucrecia pueda lucir todas sus habilidades.» «Seguiremos tu consejo—me respondió Laura—, y haremos lo posible para que su majestad quede contento.» «No podrá menos de quedarlo—repliqué yo viendo entonces a Lucrecia, que venía en traje casero, con el cual parecía cien veces más agraciada y linda que adornada con las más soberbias galas del teatro—. Quedará tanto más contento su majestad de tu amable sobrina cuanto que ninguna cosa le divierte más que el baile y oír cantar. ¿Y quién sabe si acaso no la mirará con buenos ojos tentándole los de Lucrecia?» «No quisiera—interrumpió Laura—que su majestad tuviese tal tentación, porque, a pesar de ser un monarca tan poderoso, pudiera hallar obstáculos en el cumplimiento de sus deseos. Aunque Lucrecia se ha criado entre bastidores y entre las licencias del teatro, tiene virtud, y bien que no le desagraden los aplausos en la escena, todavía aprecia más ser tenida por doncella honrada que por actriz sobresaliente.»

«Tía mía—dijo entonces la Marialbita tomando parte en la conversación—, ¿a qué fin forjar monstruos imaginarios para combatirlos? Nunca me veré en el caso de desdeñar los suspiros del rey porque la delicadeza de su gusto le librará del sonrojo interior que padecería por haberse abatido hasta[374] poner los ojos en mí.» «Pero, amable Lucrecia—le dije—, si aconteciera que el rey quisiese ofrecerte su corazón, ¿serías tan cruel que le dejases suspirar a tus pies como a otro cualquier amante?» «¿Y por qué no?—respondió prontamente—. Sin duda que lo haría así, pues, prescindiendo de la virtud, conozco que mi vanidad se lisonjearía más en resistir a su pasión que en rendirme a ella.» No me admiró poco oír hablar de esta manera a una discípula de Laura. Despedíme de las dos, alabando a la última por haber dado a la otra tan buena educación.

Impaciente el rey por ver a Lucrecia, fué la tarde siguiente al teatro. Representóse una comedia intermediada de música cantante y baile, en la cual sobresalió en todas cosas nuestra joven actriz.

Desde el principio hasta el fin no aparté los ojos del monarca, a ver si podía descubrir por los suyos lo que pasaba en su interior; pero burló toda mi penetración con un aire de majestuosa gravedad que mostró constantemente hasta el fin, y así, hasta el día siguiente no supe lo que tenía tantas ganas de saber. «Santillana—me dijo el ministro—, vengo del cuarto del rey. Me ha hablado de Lucrecia con tan encarecidas expresiones, que no dudo ha quedado muy prendado de ella. Y como yo le tenía dicho que tú eras quien la hiciste venir de Toledo, ha mostrado deseo de hablar privadamente contigo sobre este particular. Ve al momento a presentarte a la puerta de su cuarto, donde ya hay[375] orden de que te dejen entrar. Corre y vuelve al instante a enterarme de esa conversación.»

Marché al punto al cuarto del rey, a quien encontré solo. Paseábase a paso largo esperándome y parecía estar pensativo. Hízome muchas preguntas acerca de Lucrecia, cuya historia me obligó a contarle, y cuando la acabé me preguntó si aquella joven había tenido alguna distracción. Habiéndole asegurado resueltamente que no, sin embargo de conocer lo arriesgadas que suelen ser semejantes aserciones, el monarca dió muestras de gran placer. «Siendo eso así—repuso—, te elijo por agente mío para con Lucrecia y quiero que sepa por tu conducto qué corazón ha conquistado. Ve a decírselo de mi parte—añadió, entregándome un cofrecito lleno de joyas de valor de más de cincuenta mil ducados—y dile que le ruego acepte este presente como prenda de otras pruebas más sólidas de mi afecto.»

Antes de desempeñar esta comisión pasé a ver al conde-duque, a quien di cuenta fiel de lo que el rey me había dicho. Pensaba yo que aquel ministro, en lugar de celebrar la noticia la sentiría, porque, como ya dije, sospechaba yo que tenía sus designios amorosos hacia Lucrecia y que sabría con sentimiento que su señor era su rival. Pero me engañaba, porque, lejos de desazonarle la noticia, se alegró tanto de oírla que, no pudiendo disimular su gozo, dejó escapar algunas expresiones que yo recogí. «¡Ah rey mío!—exclamó—. ¡Ahora sí que te tengo seguro! ¡Desde este punto van a[376] intimidarte los negocios!» Este apóstrofe me hizo ver con claridad todo el manejo del conde-duque y conocí que este señor, temiendo que el monarca quisiera ocuparse en asuntos serios, procuraba distraerle con las diversiones más análogas a su carácter. «Santillana—me dijo luego—, no pierdas tiempo. Ve cuanto antes, amigo mío, a obedecer la importante orden que se te ha dado y de que muchos cortesanos se gloriarían se les hubiese confiado. Piensa—continuó—que no tienes aquí al conde de Lemos que te quite la mejor parte del honor del servicio hecho; tuyo será por entero, y además todo el fruto.»

De este modo me doró su excelencia la píldora, que tragué lo mejor que pude, mas no sin percibir su amargura, porque después de mi prisión me había acostumbrado a mirar las cosas desde un punto de vista religioso, y el empleo de Mercurio en jefe no me parecía tan honorífico como me decían. No obstante, aunque no era tan vicioso que pudiera ejercitarlo sin remordimiento, tampoco era tanta mi virtud que tuviese valor para rehusarlo. Obedecí, pues, al rey con tanto mayor gusto cuanto que veía al mismo tiempo que mi obediencia agradaría al ministro, a quien anhelaba complacer.

Parecióme conveniente avistarme primero con Laura y hablarle del particular a solas. Expúsele mi comisión en los términos más moderados, concluyendo mi arenga con ponerle en la mano el cofrecillo. A vista de las joyas, no pudiendo ocultar su alegría, la manifestó abiertamente. «Señor Gil[377] Blas—exclamó—, a presencia del mejor y más antiguo de mis amigos no debo reprimirme. Haría mal en ostentar contigo una fingida severidad de costumbres y andar en retrecherías. Sí, por cierto—prosiguió ella—, confieso que me faltan voces para explicar el regocijo que me ha causado una conquista tan preciosa, cuyas ventajas conozco. Pero, hablando entre los dos, temo que Lucrecia las mire con otros ojos, porque, aunque criada en el teatro, es tan timorata y de tanto pundonor, que ya ha desechado las ofertas de dos señores amables y opulentos. Dirásme quizá—prosiguió ella—que dos señores no son dos reyes; convengo en ello, y también en que un amante coronado puede hacer titubear la virtud de Lucrecia. Con todo eso, no puedo menos de decirte que el éxito es muy dudoso, y te aseguro que yo no haré violencia a mi hija. Si ésta, lejos de considerarse favorecida con el afecto momentáneo del rey, lo mira como mancha de su recato, espero que este gran monarca no se dé por ofendido de su repulsa. Vuelve mañana—añadió—, y te diré si has de llevar una respuesta favorable o sus joyas.»

A pesar de esto, yo no dudaba que Laura exhortaría más bien a Lucrecia a desviarse de su deber que a mantenerse en él, y contaba positivamente con esta exhortación. Sin embargo, supe con sorpresa al día siguiente que Laura había tenido tanta dificultad en encaminar su hija hacia el mal como otras madres la tienen en conducir las suyas hacia el bien, y lo que más hay que admirar todavía es[378] que Lucrecia, después de haber tenido algunas conversaciones secretas con el monarca, quedó tan arrepentida de haber condescendido con sus deseos, que de repente renunció al mundo y se encerró en un convento de la villa de Madrid, donde luego enfermó y murió a impulsos de la vergüenza y del dolor. Laura, por su parte, inconsolable de la pérdida de su hija, de cuya muerte se consideraba autora, se metió en las Arrepentidas, donde pasó el resto de su vida llorando los amargos gustos de sus floridos años. Afligió mucho al rey el inopinado retiro de Lucrecia; pero como por su genio naturalmente inclinado a divertirse hacían poca mansión en él las pesadumbres, se fué consolando poco a poco. El conde-duque aparentó la mayor indiferencia e insensibilidad en este suceso, bien que no dejó de desazonarle, como fácilmente lo creerá el advertido lector.


CAPITULO IV

Nuevo empleo que confirió el ministro a Santillana.

Me fué tan sensible la desgracia de Lucrecia y experimenté tantos remordimientos de haber contribuído a ella, que, considerándome como un infame, a pesar de la elevación del amante a quien había servido, resolví abandonar para siempre el caduceo, y manifestando al ministro la repugnancia que me causaba el llevarle, le supliqué me[379] emplease en cualquier otra cosa. «Santillana—me dijo—, me agrada sobremanera tu delicadeza, y pues eres un mozo tan honrado, quiero darte una ocupación más conforme a tu prudencia; óyela y escucha con atención la confianza que voy a hacerte. Algunos años antes de mi privanza—continuó—vi por casualidad a una dama que me pareció tan airosa y tan linda que hice la siguiesen. Supe que era una genovesa llamada doña Margarita Espínola, que vivía en Madrid a expensas de su hermosura. Me dijeron también que don Francisco de Valcárcel, alcalde de corte, sujeto anciano, rico y casado, gastaba mucho con ella. Esta circunstancia, que al parecer debiera haberme inspirado desprecio hacia ella, encendió en mí el deseo más vehemente de entrar a la parte en sus favores con Valcárcel. Para satisfacer este capricho me valí de una medianera de amor, cuya habilidad me facilitó en breve tiempo una conversación secreta con la genovesa, a la que siguieron otras muchas, de manera que tanto mi rival como yo éramos igualmente bien admitidos, gracias a nuestras dádivas, y quizá tendría algún otro galán tan favorecido como nosotros dos. Como quiera que sea, Margarita, en aquella confusión de cortejantes, llegó insensiblemente a ser madre y dió a luz un niño, con cuya paternidad quiso honrar a cada uno de sus amantes en particular; pero como ninguno podía preciarse en conciencia de que le era debido aquel honor, todos lo renunciaron; de suerte que la genovesa se vió precisada a criarle en su casa con el[380] producto de sus galanteos, lo que duró diez y ocho años, al cabo de los cuales murió la madre, dejando a su hijo sin bienes y (lo peor de todo) sin educación. Tal es—continuó su excelencia—la confianza que tenía que hacerte; ahora voy a enterarte del gran proyecto que tengo formado. Quiero sacar de su infeliz suerte a este joven sin ventura, y, haciéndole pasar de un extremo a otro, elevarle a los honores y reconocerle por hijo mío.»

Al oír un proyecto tan extravagante, no me fué posible callar. «¡Cómo, señor!—exclamé—. ¿Es posible que haya cabido en vuestra excelencia una resolución tan extraña? (Perdóneme vuestra excelencia esta expresión, hija de mi celo.)» «Tú la hallarás justa—replicó con precipitación—cuando te haya dicho las razones que me han determinado a tomarla. No quiero sean herederos míos mis parientes colaterales. Tal vez me dirás que no soy tan viejo que no pueda todavía esperar tener sucesión con la condesa de Olivares; pero cada uno se conoce a sí mismo. Bástete saber que he probado inútilmente todos los secretos de la química para volver a ser padre. Así, pues, ya que la fortuna, supliendo lo que falta a la Naturaleza, me presenta un muchacho del cual no es del todo imposible sea yo el verdadero padre, quiero adoptarle por hijo. Así lo he resuelto.»

Viendo yo encaprichado al ministro en semejante adopción, dejé de oponerme a su idea, sabiendo era capaz de cualquier gran desacierto antes que desistir de su parecer. «Ahora sólo se trata—prosi[381]guió él—de dar una educación correspondiente a don Enrique Felipe de Guzmán, porque bajo este nombre quiero que sea conocido hasta que se halle en estado de poseer las dignidades que le esperan. En ti, mi querido Santillana, he puesto los ojos para que le gobiernes. Descuido enteramente en tu capacidad y en tu adhesión hacia mí sobre el cuidado de establecer su casa, de proporcionarle toda clase de maestros y, en una palabra, de hacerle un caballero completo.» Quise negarme a admitir semejante empleo, representando al conde-duque que no podía en conciencia encargarme de un ministerio que jamás había ejercido y que pedía más ilustración y mérito del que yo tenía; pero luego me interrumpió y me tapó la boca diciéndome con entereza que absolutamente quería fuese yo el ayo de su hijo adoptivo, a quien destinaba para ocupar los primeros puestos de la Monarquía. Me resigné, pues, a desempeñar este destino por complacer a su excelencia, quien, en premio de mi condescendencia, aumentó mi escasa renta con una pensión de mil escudos, que hizo se me concediese, o más bien me dió él, sobre una encomienda de la Orden de Montesa.


[382]

CAPITULO V

Es reconocido auténticamente el hijo de la genovesa bajo el nombre de don Enrique Felipe de Guzmán; establece Santillana la casa de este señor y le proporciona toda clase de maestros.

Con efecto, tardó poco el conde-duque en reconocer por hijo suyo al de doña Margarita Espínola. Hízose esta adopción por medio de escritura pública y solemne, con noticia y aprobación del rey. A don Enrique Felipe de Guzmán (éste fué el nombre que se dió a aquel hijo de muchos padres) se le declaró por único heredero del condado de Olivares y del ducado de Sanlúcar. El ministro, para que nadie lo ignorase, dió parte de ello por medio de Carnero a los embajadores y a los grandes de España, quedando todos altamente sorprendidos. Los ociosos y bufones de Madrid tuvieron asunto para divertirse y reír por largo tiempo, y los poetas satíricos no perdieron tan bella ocasión de desahogar su mordacidad.

Pregunté al conde-duque dónde estaba el personaje que su excelencia quería fiar a mi cuidado. «En Madrid está—me respondió—a cargo de una tía, de cuya compañía le sacaré luego que tú le tengas ya buscada casa y familia.» Esto se hizo en poco tiempo: alquilé una habitación, que hice adornar magníficamente; busqué pajes, un portero, criados menores, y con el auxilio de Caporis[383] en breve proveí los empleos principales de la casa. Recibida toda esta gente, di parte a su excelencia, quien hizo venir al equívoco y nuevo vástago del gran tronco de los Guzmanes. Presentóse a mis ojos un mozo de buen aspecto. «Don Enrique—le dijo su excelencia señalándome a mí con el dedo—, este caballero que aquí ves es el sujeto que yo mismo he escogido para que te gobierne y guíe en la carrera del mundo. Tengo puesta en él toda mi confianza y le he dado poder y autoridad absoluta sobre ti. Sí, Santillana—añadió dirigiéndose a mí—, a tu cuidado le entrego enteramente, muy seguro de que me darás buena cuenta de él.» A estas palabras añadió el ministro otras para exhortar al joven a someterse a mi voluntad, después de lo cual llevé a don Enrique conmigo a su casa.

Luego que estuvimos en ella hice venir ante él a todos los criados, explicando a cada uno el oficio que tenía. El manifestó no causarle novedad la mutación de estado, antes bien admitía con tanta naturalidad todas las demostraciones de atención y de respeto que se le tributaban como si hubiera sido por nacimiento aquello que representaba por capricho y por casualidad. No le faltaba talento, pero era ignorante en sumo grado. Apenas sabía leer ni escribir. Busquéle un preceptor que le enseñase los rudimentos de la lengua latina, maestros de Geografía, de Historia y de esgrima. Ya se deja discurrir que no me olvidaría de un maestro de baile, pero había a la sazón tantos y tan famosos en Madrid que solamente me hallé per[384]plejo en la elección, no sabiendo a quién dar la preferencia.

Hallábame así indeciso, cuando vi entrar en el portal de casa un sujeto ricamente vestido, quien me dijeron quería hablarme. Salí a recibirle, creyendo que era cuando menos un caballero de Santiago o de Alcántara, y después de hacerme mil cortesías que acreditaban su profesión, «Señor de Santillana—me dijo—, como he sabido que es vuestra señoría quien elige los maestros del señor don Enrique, vengo a ofrecerle mis servicios. Yo, señor—añadió—, me llamo Martín Ligero, y gracias a Dios tengo bastante reputación. No acostumbro andar a caza de discípulos, que eso es bueno para los maestrillos principiantes. Comúnmente espero a que me busquen; pero enseñando, como enseño, al señor duque de Medinasidonia, al señor don Luis de Haro y a algunos otros caballeros de la Casa de Guzmán, de la cual me precio ser como criado y servidor nato, me pareció ser de mi obligación anticiparme.» «Por lo que usted me dice—repuse yo—, veo ser el sujeto que nos hacía falta. ¿Cuánto lleva usted al mes?» «Cuatro doblones de oro—me respondió—, que es el precio corriente, y no doy más de dos lecciones por semana.» «¡Cuatro doblones!—le repliqué—. Eso es demasiado.» «¿Cómo demasiado?—repuso con aire de admiración—. ¡Y tal vez vuestra señoría no reparará en dar un doblón por mes a un maestro de Filosofía!»

No me fué posible contener la risa a vista de[385] una contestación tan ridícula, y pregunté al señor Ligero si en conciencia creía que un hombre de su profesión era preferible a un maestro de Filosofía. «¡Y como que lo creo!—me respondió—. Nosotros somos cien veces más útiles a la sociedad que esos señores míos. Y si no, dígame vuestra señoría: ¿qué cosa son los hombres antes de pasar por nuestras manos? Estatuas de mármol, osos mal domesticados; pero nuestras lecciones los desbastan poco a poco y les hacen tomar insensiblemente formas regulares; en una palabra, nosotros les enseñamos actitudes de nobleza y gravedad.»

Rendíme a las razones de aquel maestro de baile y le recibí para que enseñase a don Enrique por los cuatro doblones al mes, que era el precio corriente entre los grandes maestros de aquel arte.


CAPITULO VI

Vuelve Escipión de Nueva España; acomódale Gil Blas en casa de don Enrique; estudios de este señorito; honores que se le confieren y con qué señora le casa el conde-duque; cómo a Gil Blas se le hizo noble, con repugnancia suya.

Aun no había recibido la mitad de la familia de don Enrique, cuando Escipión volvió de Méjico. Preguntéle si estaba contento de su expedición. «Debo estarlo—me respondió—, pues que con los tres mil ducados que tenía en dinero contante he[386] traído dos veces más en géneros de buen despacho en este país.» «Hijo mío—le dije—, yo te doy mil enhorabuenas, y pues has comenzado a hacer fortuna, en tu mano está acabarla, haciendo el año que viene otro viaje a las Indias, o si te acomoda más un puesto honrado en Madrid, por no exponerte a los trabajos y peligros de tan larga navegación, no tienes más que hablar, que yo podré dártelo.» «¡Pardiez—me respondió el hijo de la Coscolina—, que en eso no hay que dudar! ¡Más quiero ocupar un buen destino al lado de usted que exponerme de nuevo a los peligros de una larga navegación! Explíquese usted, mi amo. ¿Qué ocupación piensa dar a su criado?»

Para enterarle más bien de todo, le conté la historia del señorito que el conde-duque acababa de introducir en la Casa de Guzmán. Después de haberle informado de este curioso pormenor y héchole saber que este ministro me había nombrado ayo de don Enrique, le dije que quería hacerle ayuda de cámara de este hijo adoptivo. Escipión, que no deseaba otra cosa, aceptó con gusto este acomodo, y le desempeñó tan bien, que en menos de tres o cuatro días se atrajo la confianza y el afecto de su nuevo amo.

Se me había figurado que los pedagogos que había elegido para enseñar al hijo de la genovesa perderían su tiempo, pareciéndome que en su edad sería indisciplinable; sin embargo, engañó mis recelos. Comprendía y retenía fácilmente cuanto le enseñaban, de lo que estaban muy contentos sus[387] maestros. Pasé inmediatamente a dar esta noticia al conde-duque, que la recibió con extraordinario gozo. «Santillana—me dijo enajenado—, no sabes la alegría que me causas con asegurarme que don Enrique tiene feliz memoria y penetración. Esto me hace reconocer en él mi sangre, y acaba de persuadirme que es hijo mío. No le amaría más si fuera hijo de mi esposa. Amigo, tú mismo confesarás que la Naturaleza se va explicando.» Guardéme bien de decir a su excelencia lo que pensaba sobre el particular, y, respetando su flaqueza, le dejé gozar del placer, falso o verdadero, de creerse padre de don Enrique.

Aunque todos los Guzmanes aborrecían de muerte al tal señorito de nuevo cuño, disimulaban por política, y aun algunos de ellos fingían solicitar su amistad. Visitábanle los embajadores y los grandes que había en Madrid, tratándole con el mismo respeto y atención que si fuera hijo legítimo del conde-duque. Lisonjeado extremadamente este ministro con el incienso que se ofrecía a su ídolo, se dió prisa a colmarle de dignidades. La primera gracia que pidió al rey para don Enrique fué la cruz de Alcántara con una encomienda de diez mil escudos. Solicitó poco después la llave de gentilhombre; y deseando entroncarle con una de las familias más esclarecidas de España, puso los ojos en doña Juana de Velasco, hija del duque de Castilla, y fué tanto su poder, que lo logró a pesar del mismo duque, padre de la novia, y de sus parientes.

Algunos días antes de hacerse la boda me envió [388] a llamar su excelencia, y luego que me vió me puso en la mano un pergamino, diciéndome: «Aquí tienes, Gil Blas, una ejecutoria que he solicitado para ti; ya eres noble.» «Señor—le respondí, sorprendido de lo que acababa de oír—, vuestra excelencia sabe que yo soy hijo de una dueña y de un escudero. Paréceme que agregarme a la Nobleza sería en cierta manera profanarla, y entre todas las gracias que el rey me puede hacer, ninguna merezco ni deseo menos.» «Tu humilde nacimiento—replicó el ministro—es un obstáculo muy fácil de allanar. Te has ocupado en los negocios del Estado bajo el ministerio del duque de Lerma y del mío. Además—añadió sonriéndose—, ¿no has hecho al monarca servicios que merecen ser premiados? En una palabra, Santillana, eres acreedor a la honra que quiero hacerte. Fuera de eso, el empleo que ejerces cerca de mi hijo exige que seas noble, y por eso he solicitado tu ejecutoria.» «Ríndome, señor—le repliqué—, puesto que así lo quiere vuestra excelencia.» Y diciendo esto salí con mi ejecutoria, metiéndomela en el bolsillo.

«¡Conque ahora soy caballero!—me dije a mí mismo cuando estuve en la calle—. ¡Héteme que ya soy noble sin tener que agradecerlo a mis parientes! Ya podré cuando me acomode hacer que me llamen don Gil Blas; y si a algún conocido mío se le antoja reírse de mí llamándome de este modo, le haré ver mi ejecutoria. Pero leámosla—continué, sacándola del bolsillo—, y veamos de qué manera se borra en ella el villanismo.» Leí, pues, el real título, [389] que decía en substancia que el rey, en reconocimiento del celo que en más de una ocasión había mostrado yo por su servicio y por el bien del Estado, había tenido a bien recompensarme con la merced de noble, etc. Y me atrevo a decir, en alabanza mía, que no me inspiró el menor orgullo; antes bien, no perdiendo jamás de vista la humildad de mi nacimiento, este honor, en vez de engreirme, me humillaba. Por lo mismo me propuse encerrar la ejecutoria en un cajón, en lugar de hacer ostentación de poseerla.


CAPITULO VII

Gil Blas vuelve a encontrar casualmente a Fabricio; última conversación que ambos tuvieron, y consejo importante que Núñez dió a Santillana.

El poeta asturiano, como se habrá notado, se olvidaba fácilmente de mí. Por mi parte, mis ocupaciones no me permitían ir a visitarle, y así, no había vuelto a verle desde el lance de la famosa disertación sobre la Ifigenia de Eurípides, cuando quiso la casualidad que un día le encontrase en la Puerta del Sol, que salía de una imprenta. Me acerqué a él diciéndole: «¡Hola! ¡Hola, señor Núñez! ¡Usted viene de casa de un impresor! ¡Eso me huele a que quieres regalar al público con alguna nueva composición tuya!»

«Sin duda debe esperarla—me respondió—. Ac[390]tualmente estoy haciendo imprimir un librito que ha de meter mucho ruido entre los literatos.» «No dudo de su mérito—le repliqué—; pero me parece que la mayor parte de esos papeluchos son unas bagatelas que hacen poco honor a sus autores.» «Convengo en eso—me respondió—, pues sé muy bien que solamente aquellos ociosos que quieren leer todo cuanto se imprime gustan de divertirse perdiendo el tiempo en la lectura de esos folletos. Con todo, he caído en la tentación, y te confieso que es un hijo de la necesidad. Ya sabes que el hambre es la que obliga al lobo a salir de su madriguera.» «¿Cómo así?—repliqué yo admirado—. ¿Es posible que me llegue a decir esto el autor de El conde de Saldaña? ¿Un hombre que tiene dos mil escudos de renta ha de hablar de esta manera?» «¡Vamos poco a poco, amigo!—me interrumpió Núñez—. Ya no soy aquel poeta afortunado que gozaba de una renta bien pagada. Desordenáronse de repente los negocios del tesorero don Beltrán, disipó el dinero del rey, embargáronle todos los bienes y se llevó el diablo mi pensión.» «¡Malo es eso!—le dije—. Pero ¿no te ha quedado aún alguna esperanza por ese lado?» «¡Maldita!—me respondió—. El señor Gómez del Ribero está tan miserable como su poeta; cayó en el agua, sin que pueda jamás salir a la orilla.»

«Según eso, amigo mío—repuse yo—, te veo en términos de que me será preciso solicitar algún empleo que pueda consolarte de la pérdida de tu pensión.» «No quiero que te tomes ese trabajo—me dijo—; aunque me ofrecieras en las secretarías del[391] ministro un empleo de tres mil ducados de sueldo, le rehusaría. Las ocupaciones de las oficinas no convienen a los que se han criado entre las musas. A éstos solamente les convienen distracciones literarias. En fin, ¿qué quieres que te diga? Yo nací para vivir y morir poeta, y quiero seguir mi suerte. Por lo demás—continuó—, no creas que nosotros seamos tan infelices como parece. Fuera de que vivimos en una total independencia, tenemos asegurada la comida sin cuidados ni fatigas. Se cree comúnmente que comemos a lo Demócrito; pero es engaño manifiesto. No se hallará entre nosotros ni siquiera uno, sin exceptuar a los compositores de almanaques, que no tenga una buena casa donde ir a comer. Yo tengo dos, donde soy bien recibido, y en ellas dos cubiertos asegurados: uno, en la mesa de un director general de la real Hacienda, a quien dediqué una novela, y otro, en la de un caballero rico de Madrid, que tiene el flujo de querer que siempre le acompañen eruditos a la mesa. Por fortuna, no es muy delicado para elegir, y así, fácilmente halla cuantos quiere en la población.»

«En ese caso—dije al poeta asturiano—ya no te tengo lástima, puesto que estás contento con tu suerte. Como quiera que sea, te aseguro de nuevo que en Gil Blas tendrás siempre un buen amigo, a pesar de tu descuido en cultivar su amistad; si necesitas mi bolsillo, acude francamente a mí. Sentiré que una vergüenza fuera de tiempo te prive de un auxilio que nunca te faltará, y a mí me niegue el gusto de serte útil.»

[392]

«En esas generosas expresiones—exclamó Núñez—te reconozco, Santillana, y te doy mil gracias por la gran disposición a favorecerme en que te veo. En prueba de mi gratitud a esa fineza, quiero darte un consejo saludable. Mientras que todavía dura el poder del conde-duque y te mantienes en su gracia, aprovecha el tiempo, date prisa a enriquecerte, porque ese ministro, a lo que me han asegurado, vacila en su asiento.» Preguntéle si aquello lo sabía de buen original, y me respondió: «Lo sé por un caballero de Calatrava, viejo, que tiene buen olfato, a quien todos escuchan como un oráculo, y le oí decir ayer: «El conde-duque tiene muchos enemigos, y todos conspiran a derribarle. Cuenta demasiado con el ascendiente que ha logrado sobre el ánimo del rey; pero el monarca, a lo que se dice, ha comenzado ya a dar oídos a las quejas que le llegan de él.» Agradecí a Núñez la prevención, pero hice poco caso de ella, y me volví a casa persuadido de que la privanza de mi amo era indesquiciable, a la manera de aquellas viejas encinas que, arraigadas profundamente en la tierra, se burlan de los más violentos huracanes.


CAPITULO VIII

Descubre Gil Blas ser cierto el aviso que le dió Fabricio; hace el rey un viaje a Zaragoza

Lo que el poeta asturiano me había dicho no carecía de fundamento. Se formaba dentro del palacio [393] cierta conspiración para derribar al conde-duque, a cuyo frente se decía estaba la misma reina. Sin embargo, nada se traslucía en el público de las medidas que tomaban los confederados para hacer caer al ministro, y se pasó más de un año sin que yo notase que su privanza disminuyera.

Pero el levantamiento de Cataluña, sostenido por la Francia, y los desgraciados sucesos de la guerra contra los rebeldes dieron motivo a la murmuración del pueblo y a sus quejas contra el Gobierno. Estas fueron causa de que se tuviera un Consejo a presencia del rey, al que quiso su majestad concurriese el marqués de la Grana, embajador de la Corte de Viena. Tratóse en él si sería más conveniente que el monarca se mantuviese en Castilla o que pasase a Aragón a dejarse ver de sus tropas. El conde-duque, que no tenía gana de que el rey saliera para el ejército, habló el primero, y representó que no juzgaba acertado que su majestad desamparase el centro de sus Estados, apoyando esta opinión con todas las razones que le sugirió su elocuencia. Siguiéronle en la misma todos los miembros del Consejo, a excepción del marqués de la Grana, que, llevado de su celo por la Casa de Austria y con la franqueza genial de su nación, se opuso abiertamente al parecer del primer ministro y defendió lo contrario con razones tan poderosas que, convencido el rey de su solidez, abrazó esta opinión, aunque opuesta al sentir de todos los votos del Consejo, y señaló el día de su salida para el ejército.

[394]

Esta fué la primera vez de su vida que el monarca dejó de seguir el dictamen de su privado; novedad que le llenó de amargura, considerándola como una terrible afrenta. Al mismo tiempo que se retiraba a su gabinete a tascar en plena libertad el freno, me vió, me llamó, y encerrándose conmigo en su cuarto, me contó, trémulo, agitado y como fuera de sí, lo que había pasado en el Consejo. En seguida, como si no pudiera volver de su sorpresa, «¡Sí, Santillana—continuó—; el rey, que hace más de veinte años que no habla sino por mi boca ni ve por otros ojos que por los míos, ha preferido el dictamen del marqués de la Grana al mío! Pero ¿de qué modo? ¡Colmando de elogios a este embajador, y alabando sobre todo su celo por la Casa de Austria, como si este alemán tuviera más que yo! Por aquí fácilmente se conoce—prosiguió el ministro—que hay un partido formado contra mí y que la reina está a su cabeza.» «¿Y eso le inquieta a vuestra excelencia?—le repliqué yo—. Doce años ha que la reina está acostumbrada a ver a vuestra excelencia dueño de los negocios, y otros tantos que vuestra excelencia acostumbró al rey a no consultar con su esposa ninguno de ellos. Respecto del marqués de la Grana, pudo muy bien el rey inclinarse a su parecer por el gran deseo que tiene de ver su ejército y de hacer una campaña.» «¡No das en ello!—interrumpió el conde—. Di más bien que mis enemigos esperan que hallándose el rey entre sus tropas estará siempre rodeado de los grandes que le habrán de seguir, y[395] entre ellos habrá más de uno, poco satisfecho de mí, que se atreverá a decir mil males de mi ministerio. ¡Pero se engañan miserablemente—añadió—, porque sabré disponer que durante el viaje se haga el rey inaccesible a todos los grandes!» Así lo ejecutó efectivamente, pero de un modo que merece referirse por menor.

Llegado el día que se señaló para la salida del rey, después de haber nombrado éste a la reina por gobernadora durante su ausencia, se puso en camino para Zaragoza; pero habiendo querido pasar por Aranjuez, le pareció tan delicioso aquel sitio, que se detuvo cerca de tres semanas en él. De Aranjuez le hizo el ministro ir a Cuenca, donde le tenía dispuestas tales diversiones, que permaneció largo tiempo en aquella ciudad. De allí se transfirió a Molina de Aragón, donde la caza le embelesó por muchos días. Llegó al cabo a Zaragoza, de donde estaba poco distante el ejército. Ya se preparaba para ir allí; pero el conde-duque se lo disuadió, haciéndole creer que se ponía a peligro de caer en manos de los franceses, que ocupaban las llanuras de Monzón; de suerte que el rey, atemorizado de un peligro que no podía temer, resolvió mantenerse encerrado en su palacio como pudiera en una prisión. Aprovechándose el ministro de aquel pánico terror, y bajo pretexto de velar en su seguridad, era, por decirlo así, como un centinela de vista; de manera que los grandes, después de haber hecho excesivos gastos para seguir con la correspondiente decencia al soberano, no tuvieron[396] el consuelo de lograr ni una sola audiencia de él. Cansado, finalmente, el monarca o de estar mal alojado en Zaragoza, o de perder el tiempo en ella, o acaso de verse allí prisionero, se restituyó cuanto antes a Madrid, y concluyó así la campaña, dejando al marqués de los Vélez, general del ejército, el cuidado de sostener el honor de las armas españolas.


CAPITULO IX

De la rebelión de Portugal, y caída del conde-duque.

Pocos días después del regreso del rey se esparció por Madrid una mala nueva. Súpose que los portugueses, aprovechándose del levantamiento de Cataluña, y pareciéndoles ocasión muy oportuna ésta para sacudir el yugo de la dominación de España, habían tomado las armas y aclamado al duque de Braganza por rey de Portugal, resueltos absolutamente a mantenerle en el trono, sin miedo de que España lo pudiese estorbar, estando ocupada en Alemania, en Italia, en Flandes y en Cataluña. No les era fácil hallar coyuntura más favorable para librarse de una dominación que aborrecían.

Lo más singular fué que cuando la corte y todos sus habitantes se hallaban en la mayor consternación por aquella novedad, el conde-duque quiso divertir al rey a expensas del duque de Braganza;[397] pero su majestad, lejos de prestarse a sus insípidos gracejos, tomó un semblante serio, que enteramente le inmutó, haciéndole prever su inminente desgracia. Acabó el ministro de dar por cierta su caída cuando supo poco después que se había manifestado sin reserva contra él, diciendo públicamente que su mala administración había dado lugar a la rebelión de Portugal. Luego que la mayor parte de los grandes, especialmente aquellos que habían seguido al rey en el viaje a Zaragoza, advirtieron la tempestad que se iba levantando contra el conde-duque, se unieron a la reina. Pero lo que dió el último golpe decisivo fué que la duquesa viuda de Mantua, gobernadora que había sido de Portugal, regresó de Lisboa a Madrid e hizo ver al rey que de la rebelión de los portugueses sólo tenía la culpa la conducta de su primer ministro.

Hicieron tanta impresión en el ánimo del monarca las palabras de aquella princesa, que desde el mismo punto cesó el encaprichamiento hacia su privado y se desprendió todo el afecto que le había tenido. No bien llegó a noticia del ministro que el rey daba oídos a las quejas y murmuraciones de sus enemigos, cuando le escribió pidiéndole licencia para dejar su empleo y retirarse de la corte, puesto que se le hacía la injusticia de imputarle todas las desgracias que durante su ministerio habían sucedido a la Monarquía. Parecíale que esta súplica haría grande efecto en el corazón del rey, suponiendo que aun se conservaría en él inclinación suficiente para no consentir jamás en seme[398]jante retiro; pero la única respuesta de su majestad fué que le concedía el permiso que solicitaba, y que así, podía irse adonde mejor le pareciera.

Estas pocas palabras, escritas de propio puño del rey, fueron como un rayo para su excelencia, que no lo esperaba de ninguna manera. Sin embargo, por más atónito que estuviese, aparentó un aire de entereza y me preguntó qué haría yo en su lugar. Respondíle que fácilmente tomaría mi determinación, abandonando para siempre la corte y retirándome a alguno de mis estados a pasar tranquilamente el resto de mis días. «Piensas juiciosamente—repuso mi amo—, y estoy resuelto a ir a terminar mi carrera en Loeches, después que haya hablado una sola vez con el monarca para representarle que he practicado cuanto era posible en lo humano para sostener la pesada carga que tenía sobre mis hombros, sin haber tenido más culpa en los siniestros acontecimientos de que me acusan que la que tiene un diestro piloto que, a pesar de cuanto puede hacer, mira su bajel arrebatado por los vientos y por las olas.» Lisonjeábase el ministro de que aun podía aquietarse el rey y volver las cosas al estado en que se habían hallado, pero no pudo conseguir su audiencia; antes bien, se le envió a pedir la llave de que se servía para entrar en el cuarto de su majestad siempre que quería.

Conoció entonces que ya no le quedaba esperanza y se resolvió buenamente a retirarse. Examinó sus papeles y quemó gran parte de ellos, en lo que obró con mucha prudencia. Nombró los de[399]pendientes y criados que le habían de seguir, y ordenó que todo estuviese pronto para marchar el día siguiente. Temiendo que al salir de palacio le insultase el populacho, se levantó muy de mañana y antes de amanecer salió por la puerta de las cocinas, y metiéndose en un coche viejo con su confesor y conmigo tomó sin riesgo el camino de Loeches, pueblo corto de que era señor, donde la condesa su mujer había fundado un convento de religiosas dominicas. En menos de cuatro horas nos pusimos en él, y poco después llegó el resto de la familia.


CAPITULO X

Cuidados que por el pronto inquietaron al conde conde-duque; síguese a ellos un dichoso sosiego; método de vida que entabló en su retiro.

La condesa de Olivares dejó ir a su marido a Loeches y permaneció algunos días más en la corte con el objeto de tentar si por medio de súplicas y lágrimas podría hacer que volvieran a llamarle. Pero a pesar de haberse echado a los pies de sus majestades, el rey no hizo aprecio de sus exposiciones, aunque preparadas con arte, y la reina, que la aborrecía de muerte, se complacía en verla llorar. No por eso se acobardó la esposa del ministro desgraciado. Abatióse hasta el punto de implorar la protección de las damas de la reina, pero el fruto que recogió de sus bajezas fué conocer que [400] excitaban el desprecio más bien que la compasión. Desconsolada de haber dado tantos pasos degradantes, se fué a reunir con su esposo, para lamentarse con él de la pérdida de un empleo que, bajo un reinado como el de aquel monarca, puede decirse que era el primero de la monarquía.

La relación que hizo la condesa del estado en que había dejado las cosas de Madrid aumentó extraordinariamente la aflicción del conde-duque. «Vuestros enemigos—le dijo llorando—, el duque de Medinaceli y los otros grandes que os aborrecen, no cesan de alabar al rey por la resolución de haberos separado del ministerio, y el pueblo celebra con insolencia vuestra desgracia, como si el fin de todas las que experimenta el Estado dependiese del de vuestra administración.» «Señora—le respondió mi amo—, imitad mi ejemplo: llevad con resignación vuestros pesares, porque es preciso ceder a la borrasca que no se puede disipar. Creía yo, es verdad, que podría perpetuar mi valimiento mientras me durase la vida, ilusión ordinaria en los ministros y privados, los cuales se olvidan por lo común de que su suerte depende de la voluntad del soberano. El duque de Lerma, ¿no se engañó igualmente que yo, aunque estaba persuadido de que la púrpura con que se hallaba revestido era un seguro garante de la perpetua duración de su autoridad?»

De este modo exhortaba el conde-duque a su esposa a armarse de paciencia, mientras él mismo se hallaba en una agitación que se renovaba dia[401]riamente con las cartas que recibía de don Enrique, el cual, habiendo permanecido en la corte para observar cuanto allí pasaba, cuidaba de informarle de todo puntualmente. El portador de estas cartas era Escipión, que se había quedado en casa del hijo adoptivo de su excelencia, de la cual había salido yo inmediatamente después de su matrimonio con doña Juana.

Las cartas venían siempre llenas de noticias poco gustosas, y lo peor era que en las circunstancias no se podían esperar otras. Decía en unas que, no contentos los grandes con celebrar públicamente la caída del conde-duque, hacían cuanto podían para que todas sus hechuras fuesen removidas de los empleos que ocupaban y reemplazadas por sus enemigos. Avisaba en otras que iba adquiriendo favor don Luis de Haro, quien, según todas las señales, sería nombrado primer ministro. Pero entre todas las noticias que desazonaban a mi amo, la que más le llegó al alma fué la mutación que se hizo en el virreinato de Nápoles, que la Corte, únicamente por desairarle, quitó al duque de Medina de las Torres, a quien él apreciaba, para dárselo al almirante de Castilla, a quien siempre había aborrecido.

Puede decirse que en el espacio de tres meses todo fué disgustos y desasosiego para el conde-duque; pero su confesor, que era un religioso dominico tan ejemplar como elocuente, halló modo de consolarle. A fuerza de representarle con energía que ya no debía pensar mas que en su salva[402]ción, logró, con el auxilio de la divina gracia, la dicha de desprender su ánimo de la corte. Su excelencia no quiso ya saber nada de Madrid ni pensar mas que en disponerse para una buena muerte. La condesa, desengañada también, y aprovechándose de la oportunidad que la ofrecía aquel retiro, halló en el convento de religiosas que había fundado todo el consuelo que podía desear, preparado por la divina Providencia. Hubo entre aquellas religiosas algunas de singular virtud, cuyos tiernos coloquios convirtieron insensiblemente en dulcedumbre los sinsabores de su vida.

Al paso que mi amo apartaba de su pensamiento los negocios del mundo se quedaba más tranquilo. Entabló un nuevo método de vida y una distribución de horas de la manera siguiente: pasaba casi toda la mañana en la iglesia de las monjas oyendo misas; iba en seguida a comer, y después se divertía por espacio de dos horas a varios juegos conmigo y otros criados de su mayor confianza; luego se retiraba por lo regular a su despacho, donde se estaba hasta puesto el sol. Entonces salía a dar un paseo por el jardín o tomaba el coche y daba una vuelta por las cercanías del lugar, acompañado siempre de su confesor o de mí.

Un día que íbamos solos y que yo admiraba la serenidad que brillaba en su semblante, me tomé la licencia de decirle: «Señor, permítame vuestra excelencia que le manifieste mi regocijo; al ver el aire de satisfacción que vuestra excelencia muestra, juzgo que principia a familiarizarse con la so[403]ledad.» «Ya estoy del todo familiarizado—me respondió—, y aunque hace mucho tiempo que estoy habituado a ocuparme en los negocios, te protesto, hijo mío, que cada día cobro más afición a la vida gustosa y pacífica que aquí disfruto.»


CAPITULO XI

El conde-duque se pone repentinamente triste y pensativo; motivo extraordinario de su tristeza y resultado fatal que tuvo.

Su excelencia, para variar sus ocupaciones, se entretenía también algunas veces en cultivar su jardín. Un día que yo le estaba viendo trabajar, me dijo en tono festivo: «Aquí tienes, Santillana, a un ministro desterrado de la corte convertido en jardinero en Loeches.» «Señor—le respondí en el mismo tono—, me parece que estoy viendo a Dionisio Siracusano enseñando a leer y escribir a los niños de Corinto, después de haber dictado leyes en Sicilia.» Sonrióse un poco mi amo de mi respuesta y mostró que no le desagradaba la comparación.

Toda la familia estaba contentísima y admirada de ver al conde tan superior a su desgracia, rebosando de gozo en una vida tan diferente de la que había tenido hasta allí, cuando advertimos en él una repentina mudanza, que iba creciendo visiblemente y nos causó grandísimo dolor. Vímosle ta[404]citurno, pensativo y sepultado en una profunda melancolía. Dejó todo pasatiempo, y ninguna impresión le hacía cuanto discurríamos para divertirle. Así que acababa de comer se encerraba en su cuarto, donde permanecía solo hasta la noche. Pareciónos que aquella tristeza podía nacer de acordarse de la grandeza pasada, y en esta inteligencia le dejábamos a solas con el padre dominico; pero su elocuencia tampoco pudo vencer la melancolía del duque, la cual, en vez de disminuirse, cada día se iba aumentando.

Ocurrióme que la tristeza del ministro podía proceder de algún motivo o disgusto reservado que no quería manifestar, lo cual me hizo formar el designio de arrancarle su secreto. Para conseguirlo aguardé el momento de hablarle sin testigos, y habiéndole hallado, «Señor—le dije con aire mezclado de respeto y de cariño—, ¿será permitido a Gil Blas atreverse a hacer una pregunta a su amo?» «Pregunta lo que gustes—me respondió—, que yo te lo permito.» «¿Qué se ha hecho—repliqué—de aquella alegría que se notaba en el semblante de vuestra excelencia? ¿Habrá perdido ya vuestra excelencia aquel ascendiente que tenía sobre la fortuna? ¿Será acaso posible que la pérdida del favor excite nuevas inquietudes en vuestra excelencia? ¿Querrá vuestra excelencia volver a sumergirse en aquel abismo de amarguras de que su virtud le había libertado?» «No; gracias al Cielo—respondió el ministro—, ya no me atormenta la memoria del gran papel que representé en el teatro de la corte,[405] y olvidé para siempre todos los obsequios que allí se me tributaron.» «Pues, señor—le repliqué—, si vuestra excelencia ha podido desechar de sí todas esas memorias, ¿por qué se deja dominar de una melancolía que a todos nos aflige? ¿Qué tiene vuestra excelencia? Mi querido amo—prorrumpí, arrojándome a sus pies—, vuestra excelencia tiene algún secreto pesar que le devora. ¿Querrá vuestra excelencia hacer un misterio de ello a Santillana, cuya reserva, celo y fidelidad tiene tan conocidos? ¿Qué delito es el mío para haber desmerecido su antigua confianza?» «La posees todavía—me dijo su excelencia—, pero confieso que me cuesta mucha repugnancia revelarte el motivo de la tristeza en que me ves sepultado. Sin embargo, no puedo negarme a las instancias de un criado y de un amigo como tú. Sabe, pues, el motivo de mi pena; sólo Santillana me podría merecer que le hiciese semejante confesión. Sí—continuó—, me domina una negra melancolía, que poco a poco me va acortando los días de la vida. Casi a cada instante estoy viendo un espectro que se pone delante de mí bajo una forma espantosa. Trabajo en vano por persuadirme a mí mismo de que es una mera ilusión, un fantasma que nada tiene de realidad. Sus continuas apariciones me turban y trastornan, y si tengo la cabeza bastante fuerte para vivir persuadido de que viendo a este espectro nada veo, soy también bastante débil para afligirme con esta visión. Mira lo que me has obligado a que te confiese—añadió—; juzga ahora si me sobraba razón[406] para ocultar a todos el verdadero motivo de mi melancolía.»

Oí con tanto dolor como admiración una cosa tan extraordinaria y que suponía que su máquina se iba desorganizando: «Señor—dije al ministro—, ¿quién sabe si eso procede del escaso alimento que toma vuestra excelencia? Porque su sobriedad es excesiva.» «Eso mismo pensé yo al principio—me respondió—, y para experimentar si debía atribuirlo a la dieta, como hace algunos días más de lo ordinario, pero todo es inútil, porque el fantasma no desaparece.» «El desaparecerá—le repliqué para consolarle—, y si vuestra excelencia quisiera distraerse un poco, volviendo a entretenerse en el juego con sus fieles criados, me persuado de que no tardaría en verse libre de esos negros vapores.»

Pocos días después de esta conversación cayó su excelencia enfermo, y conociendo él mismo que el mal se haría de cuidado, envió a buscar a Madrid dos escribanos para disponer su testamento, e hizo venir también tres célebres médicos que tenían la fama de curar algunas veces sus enfermos. Luego que se divulgó por el palacio la llegada de estos últimos, no se oyeron en él mas que lamentos y gemidos, mirando todos como muy cercana la muerte del amo; tan imbuídos estaban contra tales profesores. Habían éstos llevado consigo un boticario y un cirujano, ejecutores ordinarios de sus órdenes, y dejando primero a los escribanos hacer su oficio, entraron en seguida ellos a desempeñar el[407] suyo. Como seguían los principios del doctor Sangredo, recetaron desde la primera consulta sangrías sobre sangrías, de manera que al cabo de seis días redujeron a los últimos al conde-duque, y al séptimo le libraron de su visión.

La muerte del ministro ocasionó en todo el palacio de Loeches un agudo y sincero dolor. Sus criados le lloraron amargamente, y, lejos de consolarse de su pérdida con la memoria que hizo de todos en su testamento, no había siquiera uno que no hubiera renunciado gustoso al legado que le tocaba por restituirle a la vida. Yo, que era el más querido de su excelencia y que me había aficionado a él por pura inclinación hacia su persona, sentí aún más que los otros su fallecimiento. Dudo que Antonia me haya costado más lágrimas que el conde-duque.


CAPITULO XII

Lo que pasó en el palacio de Loeches después de la muerte del conde-duque y partido que tomó Santillana.

Con arreglo a la voluntad del ministro, fué sepultado su cadáver en el convento de las religiosas, sin pompa ni ostentación, acompañado de nuestros lamentos. Después de los funerales, la condesa de Olivares nos hizo leer el testamento, del cual toda la familia tuvo motivo para quedar con[408]tenta. A cada uno dejó el difunto una manda correspondiente al empleo que tenía, siendo la menor de dos mil escudos. La mía fué la mayor de todas; su excelencia me dejó diez mil doblones en prueba del singular afecto que me había profesado. No se olvidó de los hospitales, y fundó aniversarios en muchos conventos.

La condesa de Olivares envió a Madrid a todos los criados para que cada uno cobrase su manda de su mayordomo don Ramón Caporis, que tenía orden de entregársela; pero yo no pude ir con ellos, porque una fuerte calentura, efecto de mi aflicción, me detuvo en el palacio siete u ocho días. No me abandonó en todo ese tiempo el padre dominico, porque este buen religioso me había tomado inclinación, e interesándose en mi salud, me preguntó luego que me vió restablecido qué pensaba hacer de mí. «No sé todavía, mi reverendo padre, lo que haré—le respondí—, porque en este punto no estoy aún de acuerdo conmigo mismo. Algunos momentos estoy tentado a encerrarme en una celda para hacer penitencia.» «¡Momentos preciosos!—exclamó el religioso—. Señor Santillana, ¡y qué bien haría usted en aprovecharse de ellos! Aconséjole, como amigo, que, sin dejar de ser seglar, se retire para siempre a algún convento, en donde, por medio de algunas donaciones piadosas de sus bienes, pueda expiar los extravíos de una vida mundana, a ejemplo de muchas personas que han terminado así su carrera.»

En la disposición en que me hallaba no me inco[409]modó el consejo del religioso, y respondí a su reverencia que me tomaría tiempo para reflexionarlo. Pero habiendo consultado sobre el particular a Escipión, a quien vi un momento después que al padre, se opuso a este pensamiento, que le pareció un delirio. «¿Es posible, señor de Santillana—me dijo—, que usted se incline a semejante retiro? ¿Pues no tiene en su quinta de Liria otro más agradable? Si en otro tiempo quedó tan enamorado de él, con mayor razón le agradará ahora que se halla en edad más adecuada para dejarse embelesar de las bellezas y atractivos de la Naturaleza.»

Poco trabajo le costó al hijo de la Coscolina hacerme mudar de opinión. «Amigo mío—le dije—, más puedes tú que el padre dominico. Veo, con efecto, que me será mejor volver a mi quinta, y a ello me decido. Volveremos a Liria luego que mi salud me permita ponerme en camino, lo que no puede tardar mucho, pues ya estoy sin calentura, y en breve tiempo espero recobrarme del todo.» Fuímonos Escipión y yo a Madrid, cuya vista no me alegró tanto como me alegraba en otro tiempo.

Sabiendo que era casi universal el horror con que se oía el nombre de un ministro cuya memoria me era tan apreciable, no podía mirar esta villa con buen semblante, y así, sólo me detuve en ella cinco o seis días que necesitó Escipión para disponer lo necesario a nuestra salida para Liria. Mientras él cuidaba de esto yo me fuí a ver con Caporis, que al punto me entregó mi legado en doblones efectivos. Lo mismo hice con los depositarios de[410] las encomiendas sobre las cuales yo tenía mis pensiones. Concerté con ellos el modo de librarme los pagos; en una palabra, dejé arreglados todos mis asuntos.

El día antes de partir pregunté al hijo de la Coscolina si se había despedido de don Enrique. «Sí, señor—me respondió—, y ambos nos hemos separado esta mañana amistosamente. No obstante, él me ha asegurado que sentía le dejase; pero si él estaba contento conmigo, yo no lo estaba con él. No basta que el criado agrade al amo: es menester también que el amo agrade al criado. De otra manera, se avienen mal. Fuera de que—añadió—don Enrique no hace sino un triste papel en la corte. Se le mira en ella con el mayor desprecio; en las calles todos le señalan con el dedo y ninguno le llama mas que el hijo de la genovesa. Vea usted ahora si para un mozo de honra sería cosa de gusto servir a un amo desacreditado.»

Salimos por último de Madrid al amanecer y tomamos el camino de Cuenca. Iba ordenado el equipaje de la manera siguiente: mi confidente y yo íbamos en una calesa de dos mulas, conducidos por un calesero; seguían tres machos, cargados de ropa y dinero, guiados por dos mozos de mulas; tras de éstos venían dos robustos lacayos, escogidos por Escipión, montados sobre dos mulas y completamente armados. Los mozos llevaban, por su parte, sables, y el calesero, un par de pistolas en el arzón de la silla.

Como éramos siete hombres, y los seis de mucho[411] valor y gran resolución, me puse en camino alegremente y sin el menor recelo de que me robasen mi herencia. Al pasar por los pueblos se gallardeaban nuestros machos y mulas haciendo resonar sus campanillas, y los paisanos se asomaban a las puertas para ver pasar nuestro acompañamiento, que les parecía, cuando menos, el de algún grande que iba a tomar posesión de un virreinato.


CAPITULO XIII

Vuelve Gil Blas a su quinta; tiene el gusto de encontrar ya casadera a su ahijada Serafina, y él mismo se enamora de una señorita.

Quince días tardé hasta Liria, porque no había precisión de acelerar las jornadas. Solamente deseaba llegar con salud y descansado, lo que efectivamente conseguí. La primera vista de mi quinta me causó algunos pensamientos tristes, acordándome de mi Antonia; pero luego procuré desecharlos divirtiendo la imaginación a cosas que me gustasen, lo que no fué difícil, porque al cabo de veinticinco años que habían pasado desde su muerte estaba ya muy mitigado el dolor de aquella pérdida.

Al punto que entré en la quinta vinieron a saludarme Beatriz y su hija Serafina. Después de esto, el padre, la madre y la hija se llenaron de abrazos, con tantas demostraciones de alegría que me encantaron. Luego que se desahogaron fijé la aten[412]ción en mi ahijada y dije: «¡Es posible que sea ésta aquella Serafina que yo dejé en la cuna cuando me ausenté de Liria! ¡Pasmado estoy de verla tan bella y tan crecida! ¡Es menester que pensemos en casarla!» «¿Cómo así, querido padrino?—exclamó mi ahijada, sonrojándose un poco al oír mis últimas palabras—. ¿No bien me ha visto usted cuando ya piensa en separarme de sí?» «No, hija mía—le respondí—, no pretendemos separarte de nosotros dándote marido; queremos que el que te busque consienta en vivir con nosotros.»

«Uno que tiene esa circunstancia—dijo entonces Beatriz—pretende a la niña. Cierto hidalgo de un lugar inmediato vió a Serafina un día en misa en la iglesia del lugar y quedó muy prendado de ella. Vino después a verme, declaróme su intención y pidió mi consentimiento. «Poco adelantaría usted—le respondí—aunque yo se lo concediera. Serafina depende de su padre y de su padrino, que son los únicos que pueden disponer de su mano. Lo más que puedo hacer por usted es escribirles para informarles de su solicitud, honrosa para mi hija.» Con efecto, señores—prosiguió ella—, esto iba a escribir a ustedes. Mas ya que se hallan aquí, harán lo que mejor les parezca.»

«Pero, en suma—dijo Escipión—, ¿qué carácter tiene ese hidalgo? ¿Se parece acaso a la mayor parte de los de su clase? ¿Está envanecido con su nobleza y es insolente con los plebeyos?» «¡Oh, lo que es eso, no!—respondió Beatriz—. Es un mozo muy afable y atento con todos, sobre ser bien parecido,[413] y que aun no ha cumplido treinta años.» «Nos haces—dije a Beatriz—un buen retrato de ese caballero. ¿Cómo se llama?» «Don Juan de Antella—respondió la mujer de Escipión—. Ha poco tiempo que heredó a su padre, y vive en una hacienda propia que sólo dista una legua de aquí, en compañía de una señorita joven, hermana suya.» «Oí en otro tiempo—repuse yo—hablar de la familia de ese hidalgo, que es una de las más nobles del reino de Valencia.» «Aprecio menos—exclamó Escipión—la hidalguía que las buenas prendas, y ese don Juan nos convendrá si es hombre de bien.» «A lo menos esa fama tiene—dijo Serafina tomando parte en la conversación—, y los vecinos de Liria que le conocen le ponderan mucho.» Cuando oí estas breves palabras a mi ahijada me sonreí mirando a su padre, el cual conoció por ellas, como yo, que aquel galán no desagradaba a su hija.

Tardó poco el caballero en saber nuestra llegada, y dos días después vino a presentarse a nuestra quinta. Se nos acercó con buenos modales, y lejos de que su presencia desmintiese el informe que Beatriz nos había dado, nos hizo formar mucho mayor concepto de su mérito. Díjonos que, como vecino, venía a darnos la bienvenida. Recibímosle con la mayor atención y agrado que nos fué posible; pero esta visita fué de pura urbanidad, pasándose toda en recíprocos cumplimientos, y don Juan, sin hablarnos una palabra de su amor a Serafina, se retiró, rogándonos solamente que le permitiéramos repetir sus visitas para aprovecharse[414] mejor de una vecindad que juzgaba había de serle muy gustosa. Después que se fué nos preguntó Beatriz qué tal nos parecía aquel hidalgo; le respondimos que nos había prendado y que nos parecía que la fortuna no podía ofrecer mejor colocación a Serafina.

Al día siguiente, después de comer, salí con el hijo de la Coscolina para ir a pagar la visita que debíamos a don Juan. Tomamos el camino de su lugar guiados por un aldeano que, después de haber caminado tres cuartos de legua, nos dijo: «Aquella es la quinta de don Juan de Antella.» Recorrimos con la vista todos aquellos campos, y estuvimos largo rato sin verla, hasta que, llegando al pie de un collado, la descubrimos en medio de un bosque, rodeada de corpulentos árboles, cuya frondosidad y espesura la ocultaban a la vista. Tenía un aspecto antiguo y deteriorado, que acreditaba menos la opulencia que la nobleza de su dueño. Sin embargo, cuando ya estuvimos dentro advertimos que el aseo y buen gusto de los muebles recompensaba la caduca vejez del edificio.

Don Juan nos recibió en una sala decentemente adornada, en donde nos presentó una señora, que nombró delante de nosotros su hermana Dorotea y que podía tener de diez y nueve a veinte años. Estaba vestida de gala, como quien esperaba nuestra visita, cuidadosa de parecernos bien. Y presentándose a mi vista con todos sus atractivos, hízome la misma impresión que Antonia, es decir, que me quedé turbado; pero supe disimular tanto, que[415] ni el mismo Escipión lo pudo advertir. Nuestra conversación versó, como la del día anterior, sobre el contento mutuo que tendríamos de vernos algunas veces y de vivir con la armonía de buenos vecinos. Don Juan no tomó todavía en boca a Serafina, ni por nuestra parte se dijo cosa alguna que le pudiese dar ocasión a declarar su amor, persuadidos de que en ese punto lo mejor era dejarle venir. Durante la conversación echaba yo de cuando en cuando alguna ojeada a Dorotea, sin embargo de simular mirarla lo menos que me era posible, y cada vez que mis miradas se encontraban con las suyas eran éstas otras tantas flechas con que me atravesaba el corazón. Confesaré, con todo, por hacer recta justicia al objeto amado, que no era una hermosura completa: aunque tenía la tez muy blanca y los labios más encarnados que la rosa, su nariz era un poco larga y sus ojos pequeños; sin embargo, el conjunto me embelesaba.

En suma, no salí de casa de Antella con el sosiego con que había entrado, y al volverme a Liria con la imaginación puesta en Dorotea no veía ni hablaba sino de ella. «¿Qué es esto, mi amo?—me dijo Escipión mirándome como suspenso—. Mucho le ocupa a usted la hermana de don Juan. ¿Le habrá inspirado a usted amor?» «Sí, amigo—le respondí—, y estoy corrido de ello. ¡Oh Cielos! Yo, que desde la muerte de Antonia he mirado mil hermosuras con indiferencia, ¿será posible que encuentre, a la edad en que me hallo, una que me inflame sin que yo lo pueda resistir?» «Señor—me replicó el hijo[416] de la Coscolina—, parecíame a mí que debía usted celebrar esa aventura en vez de quejarse de ella. Usted se halla todavía en una edad en que nada tiene de ridículo abrasarse en una amorosa llama, ni el tiempo ha maltratado tanto su semblante que le haya quitado la esperanza de agradar. Créame usted: la primera vez que vea a don Juan pídale sin temor su hermana, seguro de que no la podrá negar a un hombre de sus circunstancias. Fuera de que, aun cuando quisiese absolutamente casarla con algún hidalgo, usted lo es, pues tiene su ejecutoria, que basta para su posteridad. Después que el tiempo haya echado a la tal ejecutoria el espeso velo que cubre el origen de todas las familias, quiero decir, después de cuatro o cinco generaciones, la descendencia de los Santillana será de las más ilustres.»


CAPITULO XIV

De las dos bodas que se celebraron en la quinta de Liria, con lo cual se da fin a la historia de Gil Blas de Santillana.

Animóme tanto Escipión a declararme amante de Dorotea, que ni siquiera me pasó por la imaginación que me exponía a un desaire. Con todo eso, no me determiné a ello sin cierto recelo. Aunque mi rostro disimulaba mucho mis años y podía quitarme a lo menos diez de los que tenía sin miedo [417] de no ser creído, no por eso dejaba de dudar con fundamento que pudiera agradar a una mujer joven y hermosa. Sin embargo, resolví arriesgarme y hacer la petición la primera vez que viera a su hermano, el cual, por su parte, no teniendo seguridad de conseguir a mi ahijada, no estaba sin zozobra.

Volvió a mi quinta al día siguiente por la mañana, a tiempo que acababa de vestirme. «Señor de Santillana—me dijo—, hoy vengo a Liria a tratar con usted de un asunto muy serio.» Hícele entrar en mi despacho, y desde luego empezó a hablar sobre el particular. «Creo—me dijo—que no ignora usted el negocio que me trae. Yo amo a Serafina; usted lo puede todo con su padre; suplícole favorezca mi pretensión, disponiendo que consiga el objeto de mi amor. ¡Deba yo a usted la felicidad de mi vida!» «Señor don Juan—le respondí—, ya que usted ha ido derechamente al asunto, no extrañe que yo imite su ejemplo, y que, después de haberle prometido mis buenos oficios para con el padre de mi ahijada, implore los de usted para con su hermana.»

A estas últimas palabras don Juan dejó escapar un tierno suspiro, del cual inferí un agüero favorable. «¡Es posible, señor—exclamó prontamente—, que Dorotea a la primera vista haya conquistado vuestro corazón!» «Me ha encantado—le dije—, y me tendré por el hombre más dichoso del mundo si mi pretensión agradase a uno y a otra.» «De eso debe usted estar seguro—me replicó—, pues, aun[418]que somos nobles, no desdeñamos el enlace de usted.» «Me alegro—repuse yo—que no tenga usted dificultad en admitir por cuñado a un plebeyo; esto mismo me obliga a estimarle más, porque es prueba de su buen juicio. Pero sepa usted que, aun cuando su vanidad le indujese a no permitir que su hermana diera la mano a ninguno que no fuera noble, todavía tenía yo con qué contentar su presunción. Veintiocho años me he empleado en las oficinas del Ministerio; y el rey, para recompensar los servicios que hice al Estado, me gratificó con una ejecutoria de nobleza, que voy a enseñar a usted.» Diciendo esto, saqué la ejecutoria de un cajón, entreguésela al hidalgo, que la leyó de cruz a fecha atentamente con la mayor satisfacción. «Está muy buena—me dijo al devolvérmela—. Dorotea es de usted.» «Y usted—exclamé yo—cuente con Serafina.»

Quedaron, pues, determinados de esta manera entre nosotros los dos matrimonios, y sólo restaba saber si las novias consentirían gustosas; porque ni don Juan ni yo, igualmente delicados, pretendíamos conseguirlas contra su voluntad. Volvióse este hidalgo a su quinta de Antella a participar mi pretensión a su hermana, y yo llamé a Escipión, Beatriz y mi ahijada para darles parte de la conversación que había tenido con don Juan. Beatriz fué de dictamen que se le admitiese por esposo sin vacilar, y Serafina dió a entender con su silencio que era del mismo parecer que su madre. No fué de otro su padre; pero mostró alguna inquietud por[419] el dote que le parecía preciso dar, correspondiente a un hidalgo como aquél, y cuya quinta tenía urgente necesidad de reparos. Tapé la boca a Escipión diciéndole que eso me tocaba a mí, y que yo le daba cuatro mil doblones de dote a mi ahijada.

Fuí a ver a don Juan aquella misma tarde. «Vuestro asunto—le dije—va a pedir de boca; deseo que el mío no se halle en peor estado.» «Va que no puede ir mejor—me respondió—. No he necesitado emplear la autoridad para obtener el consentimiento de Dorotea. La persona de usted le contenta y sus modales le agradan. Usted recelaba no ser de su gusto, y ella teme con más razón que no pudiendo ofrecerle más que su corazón y su mano...» «¡Qué más puedo desear!—exclamó fuera de mí de alegría—. Una vez que la amable Dorotea no tenga repugnancia a unir su suerte con la mía, nada más pido. Soy bastante rico para casarme con ella sin dote, y con sólo poseerla quedarán colmados todos mis deseos.»

Don Juan y yo, completamente satisfechos de haber conducido dichosamente las cosas a este estado, resolvimos excusar todas las ceremonias superfluas, para acelerar cuanto antes nuestras bodas. Dispuse que mi futuro cuñado se abocase con los padres de Serafina; y convenidos en las capitulaciones del matrimonio, se despidió de nosotros, prometiendo volver al día siguiente acompañado de su hermana Dorotea. El deseo de parecer bien a esta señorita me obligó a emplear lo menos tres horas largas en vestirme, engalanarme y adoni[420]zarme, y ni aun así me pude reducir a estar contento de mi figura. Para un mozalbete que se dispone a ir a ver a su querida esto es un recreo; mas para un hombre que comienza a envejecer, es una ocupación. Con todo, fuí más afortunado de lo que esperaba; volví a ver a la hermana de don Juan, y ella me miró con semblante tan favorable, que todavía me presumí valer alguna cosa. Tuve con ella una larga conversación; quedé hechizado de su carácter y de su juicio, y me persuadí de que, con buen tratamiento y mucha condescendencia, podría llegar a ser un esposo querido. Lleno de tan dulce esperanza, envié a buscar dos escribanos a Valencia, que formalizaron la escritura matrimonial. Después acudimos al cura de Paterna, que vino a Liria y nos casó a don Juan y a mí con nuestras novias.

Encendí, pues, por la segunda vez la antorcha de Himeneo, y nunca tuve motivo para arrepentirme. Dorotea, como mujer virtuosa, no tenía mayor gusto que cumplir con su obligación; y como yo procuraba adelantarme a llenar sus deseos, tardó poco en enamorarse de mí, como si yo estuviera en mi juventud. Por otra parte, en don Juan y en mi ahijada se encendió con igual viveza el amor conyugal; y lo más singular fué que las dos cuñadas contrajeron la más estrecha y sincera amistad. Por mi parte, advertí en mi cuñado tan buenas prendas, que le cobré un verdadero cariño, que no me pagó con ingratitud. En fin, la unión que reinaba entre nosotros era tal, que cuando teníamos[421] que separarnos por la noche para volvernos a reunir el día siguiente esta separación no se verificaba sin sentimiento; lo que dió motivo a que ambas familias nos resolviésemos a no formar mas que una sola, que tan pronto vivía en la quinta de Liria como en la de Antella, a la cual, para este efecto, se le hicieron grandes reparos con los doblones de su excelencia.

Tres años hace ya, amigo lector, que paso una vida deliciosa al lado de personas tan queridas. Para colmo de mi dicha, el Cielo se ha dignado concederme dos hijos, de quienes creo prudentemente ser padre y cuya educación va a ser el entretenimiento de mi ancianidad.

FIN DEL TERCERO Y ÚLTIMO TOMO


[423]

INDICE DEL TOMO III

LIBRO OCTAVO
Páginas.
Capítulo I.—Gil Blas adquiere un buen conocimiento y logra un buen empleo, que le consuela de la ingratitud del conde Galiano. Historia de don Valerio de Luna. 5
Capítulo II.—Presentan a Gil Blas al duque de Lerma, quien le admite por uno de sus secretarios. Este ministro le señala el trabajo que ha de hacer y queda gustoso de él. 12
Capítulo III.—Sabe Gil Blas que su empleo no deja de tener desazones. De la inquietud que le causó esta nueva y de la conducta que se vió obligado a guardar. 18
Capítulo IV.—Gil Blas consigue el favor del duque de Lerma, que le confía un secreto de importancia. 23
Capítulo V.—En el que se verá a Gil Blas lleno de gozo, de honra y de miseria. 26
Capítulo VI.—Qué modo tuvo Gil Blas de dar a conocer su pobreza al duque de Lerma y cómo se portó con él este ministro. 31
Capítulo VII.—De lo bien que empleó sus mil quinientos ducados; del primer negocio en que medió y del provecho que sacó de él. 38
Capítulo VIII.—Historia de don Rogerio de Rada. 41
Capítulo IX.—Por qué medios Gil Blas hizo en poco tiempo una gran fortuna y de cómo tomó el aire de persona de importancia. 52
Capítulo X.—Corrómpense enteramente las costumbres de[424] Gil Blas en la corte; del encargo que le dió el conde de Lemos y de la intriga en que este señor y él se metieron. 62
Capítulo XI.—De la visita secreta y de los regalos que el príncipe hizo a Catalina. 71
Capítulo XII.—Quién era Catalina; perplejidad de Gil Blas, su inquietud y la precaución que tomó para tranquilizar su ánimo. 77
Capítulo XIII.—Sigue Gil Blas haciendo el papel de señor; tiene noticias de su familia; impresión que le hicieron; se descompadra con Fabricio. 81
LIBRO NOVENO
Capítulo I.—Escipión quiere casar a Gil Blas y le propone la hija de un rico y famoso platero; de los pasos que se dieron a este fin. 87
Capítulo II.—Por qué casualidad se acordó Gil Blas de don Alfonso de Leiva, y del servicio que le hizo. 92
Capítulo III.—De los preparativos que se hicieron para el casamiento de Gil Blas y del grande acontecimiento que los inutilizó. 96
Capítulo IV.—De qué modo fué tratado Gil Blas en la torre de Segovia y de cómo supo la causa de su prisión. 98
Capítulo V.—De lo que reflexionó antes de dormirse y del ruido que le despertó. 104
Capítulo VI.—Historia de don Gastón de Cogollos y de doña Elena de Galisteo. 108
Capítulo VII.—Escipión va a la torre de Segovia a ver a Gil Blas y le da muchas noticias. 130
Capítulo VIII.—Del primer viaje que hizo Escipión a Madrid; cuál fué el motivo y éxito de él; dale a Gil Blas una enfermedad y resultas que tuvo. 134
Capítulo IX.—Escipión vuelve a Madrid; cómo y con qué condiciones alcanzó la libertad de Gil Blas; adónde fueron los dos después de haber salido de la torre de Segovia y conversación que tuvieron. 140
Capítulo X.—De lo que hicieron al llegar a Madrid; a[425] quién encontró Gil Blas en la calle y de lo que siguió a este encuentro. 144
LIBRO DECIMO
Capítulo I.—Sale Gil Blas para Asturias y pasa por Valladolid, donde visita a su amo antiguo, el doctor Sangredo, y se encuentra casualmente con el señor Manuel Ordóñez, administrador del hospital. 151
Capítulo II.—Prosigue Gil Blas su viaje y llega felizmente a Oviedo; en qué estado halla a su familia; muerte de su padre, y sus consecuencias. 162
Capítulo III.—Toma Gil Blas el camino del reino de Valencia y llega en fin a Liria; descripción de su quinta; cómo fué recibido en ella y qué gentes encontró allí. 172
Capítulo IV.—Marcha Gil Blas a Valencia y visita a los señores de Leiva; de la conversación que tuvo con ellos y de la buena acogida que le hizo doña Serafina. 179
Capítulo V.—Va Gil Blas a la comedia y ve representar una tragedia nueva; qué éxito tuvo la pieza. Carácter del pueblo de Valencia. 185
Capítulo VI.—Gil Blas, paseándose por las calles de Valencia, encuentra a un religioso a quien le parece conocer; qué hombre era este religioso. 190
Capítulo VII.—Gil Blas se restituye a su quinta de Liria; de la noticia agradable que Escipión le dió y de la reforma que hicieron en su familia. 198
Capítulo VIII.—Amores de Gil Blas y de la bella Antonia. 203
Capítulo IX.—Casamiento de Gil Blas y la bella Antonia; aparato con que se hizo; qué personas asistieron a él y fiestas con que se celebró. 210
Capítulo X.—Lo que sucedió después de la boda de Gil Blas y de la bella Antonia. Principio de la historia de Escipión. 217
Capítulo XI.—Prosigue la historia de Escipión. 248
Capítulo XII.—Fin de la historia de Escipión. 263
LIBRO UNDECIMO[426]
Capítulo I.—De cómo Gil Blas tuvo la mayor alegría que había experimentado en su vida y del funesto accidente que la turbó. Mutaciones sobrevenidas en la corte, que fueron causa de que Santillana volviese a ella. 287
Capítulo II.—Marcha Gil Blas a Madrid, déjase ver en la corte, reconócele el rey, recomiéndale a su primer ministro y efectos de esta recomendación. 293
Capítulo III.—Del motivo que tuvo Gil Blas para no poner por obra el pensamiento de dejar la corte y del importante servicio que le hizo José Navarro. 299
Capítulo IV.—Logra Gil Blas el afecto y confianza del conde de Olivares. 302
Capítulo V.—Conversación secreta que tuvo Gil Blas con Navarro y primera cosa en que le ocupó el conde de Olivares. 305
Capítulo VI.—En qué invirtió Gil Blas estos trescientos doblones y comisión que dió a Escipión. Resultado de la Memoria de que acaba de hablarse. 312
Capítulo VII.—Por qué casualidad, en dónde y en qué estado volvió a encontrar Gil Blas a su amigo Fabricio y conversación que tuvieron. 317
Capítulo VIII.—Gil Blas se granjea cada día más el afecto del ministro; vuelve Escipión a Madrid y relación que hace a Santillana de su viaje. 322
Capítulo IX.—Cómo y con quién casó el conde-duque a su hija única y los sinsabores que produjo este matrimonio. 326
Capítulo X.—Encuentra Gil Blas casualmente al poeta Núñez; refiérele éste que se representa una tragedia suya en el teatro del Príncipe; desgraciado éxito que tuvo y efecto favorable que le produjo esta desgracia. 330
Capítulo XI.—Consigue Santillana un empleo para Escipión, el cual se embarca para Nueva España. 335
Capítulo XII.—Llega a Madrid don Alfonso de Leiva;[427] motivo de su viaje; grave aflicción de Gil Blas y alegría que la siguió. 338
Capítulo XIII.—Encuentra Gil Blas en palacio a don Gastón de Cogollos y a don Andrés de Tordesillas; adónde fueron todos tres; fin de la historia de don Gastón y doña Elena de Galisteo; qué servicio hizo Santillana a Tordesillas. 343
Capítulo XIV.—Va Santillana a casa del poeta Núñez; qué personas encontró en ella y qué conversación tuvieron allí. 352
LIBRO DUODECIMO
Capítulo I.—Envía el ministro a Toledo a Gil Blas; motivo y éxito de su viaje. 357
Capítulo II.—Da Santillana cuenta de su comisión al ministro, quien le encarga el cuidado de hacer que venga Lucrecia a Madrid; de la llegada de esta actriz y de su primera representación en la corte. 368
Capítulo III.—Logra Lucrecia mucha celebridad en la corte; representa delante del rey, que se enamora de ella, y resultas de estos amores. 371
Capítulo IV.—Nuevo empleo que confirió el ministro a Santillana. 378
Capítulo V.—Es reconocido auténticamente el hijo de la genovesa bajo el nombre de don Enrique Felipe de Guzmán; establece Santillana la casa de este señor y le proporciona toda clase de maestros. 382
Capítulo VI.—Vuelve Escipión de Nueva España; acomódale Gil Blas en casa de don Enrique; estudios de este señorito; honores que se le confieren y con qué señora le casa el conde-duque; cómo a Gil Blas se le hizo noble, con repugnancia suya. 385
Capítulo VIII.—Descubre Gil Blas ser cierto el aviso que[428] le dió Fabricio; hace el rey un viaje a Zaragoza. 392
Capítulo IX.—De la rebelión de Portugal y caída del conde-duque. 396
Capítulo X.—Cuidados que por el pronto inquietaron al conde-duque; síguese a ellos un dichoso sosiego; método de vida que entabló en su retiro. 399
Capítulo XI.—El conde-duque se pone repentinamente triste y pensativo; motivo extraordinario de su tristeza y resultado fatal que tuvo. 403
Capítulo XII.—Lo que pasó en el palacio de Loeches después de la muerte del conde-duque y partido que tomó Santillana. 407
Capítulo XIII.—Vuelve Gil Blas a su quinta; tiene el gusto de encontrar ya casadera a su ahijada Serafina y él mismo se enamora de una señorita. 411
Capítulo XIV.—De las dos bodas que se celebraron en la quinta de Liria, con lo cual se da fin a la historia de Gil Blas de Santillana. 416

[429]

OBRAS DE J. H. FABRE

editadas por CALPE

Cinco volúmenes en 8.º, de unas 300 páginas cada uno.

LA VIDA Y COSTUMBRES MARAVILLOSAS DE LOS INSECTOS APARECEN EN ESTAS OBRAS NARRADAS CON AMENIDAD ENCANTADORA

TITULO DE CADA VOLUMEN

Maravillas del instinto en los insectos, con grabados y 16 láminas fuera de texto, según fotografías de P. H. Fabre, y portada en color. En rústica, 5 pesetas; en tela, 7.

Costumbres de los insectos, con grabados y 16 láminas fuera de texto, según fotografías de P. H. Fabre, y portada en color. En rústica, 5 pesetas; en tela, 7.

La vida de los insectos, con grabados y 11 láminas fuera de texto, según fotografías de P. H. Fabre, y portada en color. En rústica, 5 pesetas; en tela, 7.

Los destructores. Lecturas acerca de los animales perjudiciales a la agricultura, con grabados y 16 láminas fuera de texto, según fotografías de P. H. Fabre, y portada en color. En rústica, 5 pesetas; en tela, 7.

Los auxiliares. Lecturas acerca de los animales útiles a la agricultura, con grabados y 16 láminas fuera de texto, según fotografías de P. H. Fabre, y portada en color. En rústica, 5 pesetas; en tela, 7.


[430]

LIBROS DE LA NATURALEZA

El contenido de las obras que forman esta serie de libros editados por Calpe es rigurosamente científico y está al corriente de los últimos progresos de las ciencias naturales. Garantía de ello son los autores de esas obras, todos los cuales figuran entre los naturalistas de mayor autoridad en nuestro país.

VAN PUBLICADOS

Los animales familiares, por Angel Cabrera, profesor en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 42 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 13 fotograbados en papel estucado.

La vida de la Tierra, por J. Dantín Cereceda, profesor en el Instituto de San Isidro de Madrid. Un volumen de 96 páginas, 21 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 10 fotograbados en papel estucado.

El mundo alado, por Angel Cabrera, profesor en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 27 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 11 fotograbados en papel estucado.

El mundo de los minerales, por Lucas Fernández Navarro, profesor en la Universidad de Madrid y en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 43 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 10 fotograbados en papel estucado.

[431]

El mundo de los insectos, por Antonio de Zulueta, profesor en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 41 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 12 fotograbados en papel estucado.

Los animales salvajes, por Angel Cabrera, profesor en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 24 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 10 fotograbados en papel estucado.

Peces de mar y de agua dulce, por Angel Cabrera, profesor en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 40 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 11 fotograbados en papel estucado.

La vida de las plantas, por J. Dantín Cereceda, profesor en el Instituto de San Isidro de Madrid. Un volumen de 96 páginas, 31 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 11 fotograbados en papel estucado.

Los animales microscópicos, por Angel Cabrera, profesor en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Un volumen de 96 páginas, 42 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 10 fotograbados en papel estucado.

La vida de las flores, por J. Dantín Cereceda, profesor en el Instituto de San Isidro de Madrid. Un volumen de 96 páginas, 31 dibujos y 6 láminas fuera de texto, con 11 fotograbados en papel estucado.

Todas las obras de esta colección se venden al precio de 1,75 pesetas cada libro y llevan artísticas cubiertas del gran dibujante Bagaría impresas a cinco tintas.


[432]

BIBLIOTECA DE IDEAS DEL SIGLO XX

SELECCIONADA Y DIRIGIDA POR

DON JOSE ORTEGA Y GASSET

Catedrático de Metafísica en la Universidad de Madrid.

Compondrán esta colección los libros maestros de Europa y América que, aparecidos en estos últimos veinte años, inician nuevas maneras de pensar en filosofía como en política, en critica artística como en biología, en ciencias sociales como en física. Será, pues, una colección, única hoy en el mundo, que ofrece en apretada fila los temas más incitantes de la nueva cultura.

Volúmenes que aparecerán en breve, editados por Calpe:

Rickert.—Ciencia cultural y ciencia natural.

Born.—La teoría de la relatividad de Einstein.

Driesch.—Filosofía del organismo.—Dos volúmenes.

J. von Uexküll.—Ideas para una concepción biológica del mundo.

Bonola.—Geometría noeuclidiana.

Worringer.—El espíritu del arte gótico.

Wölfflin.—Conceptos fundamentales de la historia del arte.

Spengler.—La decadencia de Occidente.