The Project Gutenberg eBook of La novela en el tranvía This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: La novela en el tranvía Author: Benito Pérez Galdós Release date: October 23, 2016 [eBook #53355] Language: Spanish *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA NOVELA EN EL TRANVÍA *** Produced by Michael John Wooff La novela en el tranvía B. Pérez Galdós (1843-1920) I El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Pozas. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos. Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió, sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón. Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El señor don Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta. Nadie sabe cómo él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por los lenguaraces. Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado iba junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamos tan estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quién cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano. --¿Y usted a dónde va?--me preguntó Cascajares, mirándome por encima de sus espejuelos azules, lo que me hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos. Contesté le evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo: --Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanita, ¿dónde está?--con otras indagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida. Por último, viendo cuán inútiles eran sus tentativas para pegar la hebra, echó por camino más adecuado a su expansivo temperamento y empezó a desembuchar. --¡Pobre condesa!--dijo expresando con un movimiento de cabeza y un visaje, su desinteresada compasión. Si hubiera seguido mis consejos, no sería en situación tan crítica. --¡Ah! es claro,--contesté maquinalmente, ofreciendo también el tributo de mi compasión a la señora condesa. --¡Figúrese usted,--prosiguió,--que se han dejado dominar por aquel hombre! Y aquel hombre llegará a ser el dueño de la casa. ¡Pobrecilla! Cree que con llorar y lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una determinación. Porque ese hombre es un infame, le creo capaz de los mayores crímenes. --¡Ah! ¡Si es atroz!--dije yo, participando irreflexivamente de su indignación. --Es como todos los hombres de malos instintos y de baja condición que si se elevan un poco, luego no hay quien los sufra. Bien claro indica su rostro que de allí no puede salir cosa buena. --Ya lo creo, eso salta a la vista. --Le explicaré a usted en breves palabras. La Condesa es una mujer excelente, angelical, tan discreta como hermosa, y digna por todos conceptos de mejor suerte. Pero está casada con un hombre que no comprende el tesoro que posee, y pasa la vida entregado al juego y a toda clase de entretenimientos ilícitos. Ella entretanto se aburre y llora. ¿Es extraño que trate de sofocar su pena divirtiéndose honestamente aquí y allí, donde quiera que suena un piano? Es más, yo mismo se lo aconsejo y le digo: Señora, procure usted distraerse, que la vida se acaba. Al fin el señor Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se acabarán las penas. Me parece que estoy en lo cierto. --¡Ah! sin duda,--contesté con oficiosidad, continuando en mis adentros tan indiferente como al principio a las desventuras de la Condesa. --Pero no es eso lo peor,--añadió Cascajares, golpeando el suelo con su bastón--sino que ahora el señor Conde ha dado en la flor de estar celoso... sí, de cierto joven que se ha tomado a pechos la empresa de distraer a la Condesa. --El marido tendrá la culpa de que lo consiga. --Todo eso sería insignificante, porque la Condesa es la misma virtud; todo eso sería insignificante, digo, si no existiera un hombre abominable que sospecho ha de causar un desastre en aquella casa. --¿De veras? ¿Y quién es, ese hombre?--pregunté con una chispa de curiosidad. --Un antiguo mayordomo muy querido del Conde, y que se ha propuesto martirizar a la infeliz cuanto sensible señora. Parece que se ha apoderado de cierto secreto que la compromete, y con esta arma pretende... qué sé yo... ¡Es una infamia! --Sí que lo es, y ello merece un ejemplar castigo--dije yo, descargando también el peso de mis iras sobre aquel hombre. --Pero ella es inocente; ella es un ángel... Pero, ¡calle! estamos en la Cibeles. Sí: ya veo a la derecha el parque de Buenavista. Mande usted parar, mozo; que no soy de los que hacen la gracia de saltar cuando el coche está en marcha, para descalabrarse contra los adoquines. Adiós, mi amigo, adiós. Paró el coche y bajó D. Dionisio Cascajares y de la Vallina, después de darme otro apretón de manos y de causar segundo desperfecto en el sombrero de la dama inglesa, aún no repuesta del primitivo susto. II Siguió el ómnibus su marcha y ¡cosa singular! yo a mi vez seguí pensando en la incógnita Condesa, en su cruel y suspicaz consorte, y sobre todo en el hombre siniestro que, según la enérgica expresión del médico, a punto estaba de causar un desastre en la casa. Considera, lector, lo que es el humano pensamiento: cuando Cascajares principió a referirme aquellos sucesos, yo renegaba de su inoportunidad y pesadez, mas poco tardó mi mente en apoderarse de aquel mismo asunto, para darle vueltas de arriba abajo, operación psicológica que no deja de ser estimulada por la regular marcha del coche y el sordo y monótono rumor de sus ruedas, limando el hierro de los carriles. Pero al fin dejé de pensar en lo que tan poco me interesaba, y recorriendo con la vista el interior del coche, examiné uno por uno a mis compañeros de viaje. ¡Cuán distintas caras y cuán diversas expresiones! Unos parecen no inquietarse ni lo más mínimo de los que van a su lado; otros pasan revista al corrillo con impertinente curiosidad; unos están alegres, otros tristes, aquél bosteza, el de más allá ríe, y a pesar de la brevedad del trayecto, no hay uno que no desee terminarlo pronto. Pues entre los mil fastidios de la existencia, ninguno aventaja al que consiste en estar una docena de personas mirándose las caras sin decirse palabra, y contándose recíprocamente sus arrugas, sus lunares, y éste o el otro accidente observado en el rostro o en la ropa. Es singular este breve conocimiento con personas que no hemos visto y que probablemente no volveremos a ver. Al entrar, ya encontramos a alguien; otros vienen después que estamos allí; unos se marchan, quedándonos nosotros, y por último también nos vamos. Imitación es esto de la vida humana en que el nacer y el morir son como las entradas y salidas a que me refiero, pues van renovando sin cesar en generaciones de viajeros el pequeño mundo que allí dentro vive. Entran, salen; nacen, mueren... ¡Cuántos han pasado por aquí antes que nosotros! ¡Cuántos vendrán después! Y para que la semejanza sea más completa, también hay un mundo chico de pasiones en miniatura dentro de aquel cajón. Muchos van allí que se nos antojan excelentes personas, y nos agrada su aspecto y hasta les vemos salir con disgusto. Otros, por el contrario, nos revientan desde que les echamos la vista encima: les aborrecemos durante diez minutos; examinamos con cierto rencor sus caracteres frenológicos y sentimos verdadero gozo al verles salir. Y en tanto sigue corriendo el vehículo, remedo de la vida humana; siempre recibiendo y soltando, uniforme, incansable, majestuoso, insensible a lo que pasa en su interior sin que le conmuevan ni poco ni mucho las mal sofocadas pasioncillas de que es mudo teatro; siempre corriendo, corriendo sobre las dos interminables paralelas de hierro, largas y resbaladizas como los siglos. Pensaba en esto mientras el coche subía por la calle de Alcalá, hasta que me sacó del golfo de tan revueltas cavilaciones el golpe de mi paquete de libros al caer al suelo. Recogí lo al instante; mis ojos se fijaron en el pedazo de periódico que servía de envoltorio a los volúmenes, y maquinalmente leyeron medio renglón de lo que allí estaba impreso. De súbito sentí vivamente picada mi curiosidad: había leído algo que me interesaba, y ciertos nombres esparcidos en el pedazo de folletín hirieron a un tiempo la vista y el recuerdo. Busqué el principio y no lo hallé: el papel estaba roto, y únicamente pude leer, con curiosidad primero y después con afán creciente, lo que sigue: ... Sentía la condesa una agitación indescriptible. La presencia de Mudarra, el insolente mayordomo, que olvidando su bajo origen atrevía se a poner los ojos en persona tan alta, le causaba continua zozobra. El infame la estaba espiando sin cesar, la vigilaba como se vigila a un preso. Ya no le detenía ningún respeto, ni era obstáculo a su infame asechanza la sensibilidad y delicadeza de tan excelente señora. Mudarra penetró a deshora en la habitación de la Condesa, que pálida y agitada, sintiendo a la vez vergüenza y terror, no tuvo ánimo para despedirle. --No se asuste usía, señora Condesa,--dijo con forzada y siniestra sonrisa, que aumentó la turbación de la dama; no vengo a hacer a usía daño alguno. --¡Oh, Dios mío! ¡Cuándo acabará este suplicio!---exclamó la dama, dejando caer sus brazos con desaliento. Salga Usted; yo no puedo acceder a sus deseos. ¡Qué infamia! ¡Abusar de ese modo de mi debilidad, y de la indiferencia de mi esposo, único autor de tantas desdichas! --¿Por qué tan arisca, señora Condesa?---añadió el feroz mayordomo. Si yo no tuviera el secreto de su perdición en mi mano; si yo no pudiera imponer al señor Conde de ciertos particulares... pues... referentes a aquel caballerito... Pero, no abusaré, no, de estas terribles armas. Usted me comprenderá al fin, conociendo cuan desinteresado es el grande amor que ha sabido inspirarme. Al decir esto, Mudarra dio algunos pasos hacia la Condesa, que se alejó con horror y repugnancia de aquel mónstruo. Era Mudarra un hombre como de cincuenta años, moreno, rechoncho y patizambo, de cabellos ásperos y en desorden, grande y colmilluda la boca. Sus ojos medio ocultos tras la frondosidad de largas, negras y espesísimas cejas, en aquellos instantes expresaban la más bestial concupiscencia. --¡Ah puerco espín!---exclamó con ira al ver el natural despego de la dama. --¡Qué desdicha no ser un mozalbete almidonado! Tanto remilgo sabiendo que puedo informar al señor Conde... Y me creerá, no lo dude usía: el señor Conde tiene en mí tal confianza, que lo que yo digo es para él el mismos Evangelio... pues... y como está celoso... si yo le presento el papelito. --¡Infame! gritó la Condesa con noble arranque de indignación y dignidad. --Yo soy inocente; y mi esposo no será capaz de prestar oídos a tan viles calumnias. Y aunque fuera culpable prefiero mil veces ser despreciada por mi marido y por todo el mundo a comprar mi tranquilidad a ese precio. Salga usted de aquí al instante. --Yo también tengo mal genio, señora Condesa,--dijo el mayordomo devorando su rabia; yo también gasto mal genio, y cuando me amosco... Puesto que usía lo toma por la tremenda, vamos por la tremenda. Ya sé lo que tengo que hacer, y demasiado condescendiente he sido hasta aquí. Por última vez propongo a usía que seamos amigos, y no me ponga en el caso de hacer un disparate... con que señora mía. Al decir esto Mudarra contrajo la pergaminosa piel y los rígidos tendones de su rostro haciendo una mueca parecida a una sonrisa, y dio algunos pasos como para sentarse en el sofá junto a la Condesa. Ésta se levantó de un salto gritando:--¡No; salga usted! ¡Infame! Y no tener quien me defienda... ¡Salga usted! El mayordomo, entonces, era como una fiera a quien se escapa la presa que ha tenido un momento antes entre sus uñas. Dio un resoplido, hizo un gesto de amenaza y salió despacio con pasos muy quedos. La Condesa, trémula y sin aliento, refugiada en la extremidad del gabinete, sintió las pisadas que alejándose se perdían en la alfombra de la habitación inmediata, y respiró al fin cuando le consideró lejos. Cerró las puertas y quiso dormir; pero el sueño huía de sus ojos, aún aterrados con la imagen del monstruo. CAPÍTULO XI.--El Complot.---Mudarra, al salir de la habitación de la Condesa, se dirigió a la suya, y dominado por fuerte inquietud nerviosa, comenzó a registrar cartas y papeles diciendo entre dientes: « Ya no aguanto más; me las pagará todas juntas. » Después se sentó, tomó la pluma, y poniendo delante una de aquellas cartas, y examinándola bien, empezó a escribir otra, tratando de remedar la letra. Mudaba la vista con febril ansiedad del modelo a la copia, y por último, después de gran trabajo, escribió con caracteres enteramente iguales a los des modelo, la carta siguiente, cuyo sentido era de su propia cosecha: Había prometido a usted una entrevista y me apresuro. El folletín estaba roto y no pude leer más. III Sin apartar la vista del paquete me puse a pensar en la relación que existía entre las noticias sueltas que oí de boca del Sr. Cascajares y la escena leída en aquel papelucho, folletín, sin duda, traducido de alguna desatinada novela de Ponson du Terrail o de Montépin. Será una tontería, dije para mí, pero es lo cierto que ya me inspira interés esa señora Condesa, víctima de la barbarie de un mayordomo imposible, cual no existe sino en la trastornada cabeza de algún novelista nacido para aterrar a las gentes sencillas. ¿Y qué haría el maldito para vengarse? Capaz sería de imaginar cualquiera atrocidad de esas que ponen fin a un capítulo de sensación. ¿Y el Conde, qué hará? Y aquel mozalbete de quien hablaron Cascajares en el coche y Mudarra en el folletín, ¿qué hará, quién será? ¿Qué hay entre la Condesa y ese incógnito caballerito? Algo daría por saber. Esto pensaba, cuando alcé los ojos, recorrí con ellos el interior del coche, y ¡horror! Vi una persona que me hizo estremecer de espanto. Mientras estaba yo embebido en la interesante lectura del pedazo de folletín, el tranvía se había detenido varias veces para tomar o dejar algún viajero. En una de estas ocasiones había entrado aquel hombre, cuya súbita presencia me produjo tan grande impresión. Era él, Mudarra, el mayordomo en persona, sentado frente a mí, con sus rodillas tocando mis rodillas. En un segundo le examiné de pies a cabeza y reconocí las facciones cuya descripción había leído. No podía ser otro: hasta los más insignificantes detalles de su vestido indicaban claramente que era él. Reconocí la tez morena y lustrosa, los cabellos indomables, cuyas mechas surgían en opuestas direcciones como las culebras de Medusa, los ojos hundidos bajo la espesura de unas agrestes cejas, las barbas, no menos revueltas e incultas que el pelo, los pies torcidos hacia dentro como los de los loros, y en fin, la misma mirada, el mismo hombre en el aspecto, en el traje, en el respirar, en el toser, hasta en el modo de meterse la mano en el bolsillo para pagar. « ¡Qué bien imitada está la letra!» En efecto, era una carta pequeña, con el sobre garabateado por mano femenina. Lo miró bien, recreándose en su infame obra, hasta que observó que yo con curiosidad indiscreta y descortés alargaba demasiado el rostro para leer el sobrescrito. Dirigióme una mirada que me hizo el efecto de un golpe, y guardó su cartera. El coche seguía corriendo, y en el breve tiempo necesario para que yo leyera el trozo de novela, para que pensara un poco en tan extrañas cosas, para que viera al propio Mudarra, novelesco, inverosímil, convertido en ser vivo y compañero mío en aquel viaje, había dejado atrás la calle de Alcalá, atravesaba la Puerta del Sol y entraba triunfante en la calle Mayor, abriéndose paso por entre los demás coches, haciendo correr a los carromatos rezagados y perezosos, y ahuyentando a los peatones, que en el tumulto de la calle, y aturdidos por la confusión de tantos y tan diversos ruidos, no ven la mole que se les viene encima sino cuando ya la tienen a muy poca distancia. ¡Oh infortunada señora! finge su letra y escribe una carta a cierto caballerito, con quien hubo esto y lo otro, y lo de más allá. En la carta le da una cita en su propia casa; llega el joven a la hora indicada y poco después el marido, a quien se ha tenido cuidado de avisar, para que coja in fraganti a su desleal esposa: ¡oh admirable recurso del ingenio! Esto, que en la vida tiene su pro y su contra, en una novela viene como anillo al dedo. La dama se desmaya, el amante se turba, el marido hace una atrocidad, y detrás de la cortina está el fatídico semblante del mayordomo que se goza en su endiablada venganza. Lector yo de muchas y muy malas novelas, dí aquel giro a la que insensiblemente iba desarrollándose en mi imaginación por las palabras de un amigo, la lectura de un trozo de papel y la vista de un desconocido. IV Andando, andando seguía el coche y ya por causa del calor que allí dentro se sentía, ya porque el movimiento pausado y monótono del vehículo produce cierto mareo que degenera en sueño, lo cierto es que sentí pesados los párpados, me incliné del costado izquierdo, apoyando el codo en el paquete de libros, y cerré los ojos. En esta situación continué viendo la hilera de caras de ambos sexos que ante mí tenía, barbadas unas, limpias de pelo las otras, aquéllas riendo, éstas muy acartonadas y serias. Después me pareció que obedeciendo a la contracción de un músculo común, todas aquellas caras hacían muecos y guiños, abriendo y cerrando los ojos y las bocas, y mostrándome alternativamente una serie de dientes que variaban desde los más blancos hasta los más amarillos, afilados unos, romos y gastados los otros. Aquellas ocho narices erigidas bajo diez y seis ojos diversos en color y expresión, crecían o menguaban, variando de forma; las bocas se abrían en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se estiraban hacia adelante formando hocicos puntiagudos, al interesante rostro de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema de no poder ser nombrado. Por detrás de aquellas ocho caras, cuyos horrendos visajes he descrito, y al través de las ventanillas del coche, yo veía la calle, las casas y los transeúntes, todo en veloz carrera, como si el tranvía anduviera con rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaba más aprisa que nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los ingleses, más que los norte-americanos; corría con toda la velocidad que puede suponer la imaginación, tratándose de la traslación de lo sólido. A medida que era más intenso aquel estado letargoso, se me figuraba que iban desapareciendo las casas, las calles, Madrid entero. Por un instante creí que el tranvía corría por lo más profundo de los mares: al través de los vidrios se veían los cuerpos de cetáceos enormes, los miembros pegajosos de una multitud de pólipos de diversos tamaños. Los peces chicos sacudían sus colas resbaladizas contra los cristales, y algunos miraban a dentro con sus grandes y dorados ojos. Crustáceos de forma desconocida, grandes moluscos, madréporas, esponjas y una multitud de bivalvos grandes y deformes cual nunca yo los había visto, pasaban sin cesar. El coche iba tirado por no sé qué especie de nadantes monstruos, cuyos remos, luchando con el agua, sonaban como las paletadas de una hélice, atornillaban la masa líquida con su infinito voltear. Esta visión se iba extinguiendo: después parecióme que el coche corría por los aires, volando en dirección fija y sin que lo agitaran los vientos. Al través de los cristales no se veía nada más que espacio: las nubes nos envolvían a veces; una lluvia violenta y repentina tamborileaba en la imperial; de pronto salíamos al espacio puro inundado de sol, para volver de nuevo a penetrar en el vaporoso seno de celajes inmensos, ya rojos, ya amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista, que iban quedándose atrás en nuestra marcha. Pasábamos luego por un sitio del espacio en que flotaban masas resplandecientes de un finísimo polvo de oro: más adelante aquella polvareda que a mí se me antojaba producida por el movimiento de las ruedas triturando la luz, era de plata, después verde como harina de esmeraldas, y por último, roja como harina de rubís. El coche iba arrastrado por algún volátil apocalíptico, más fuerte que el hipogrifo y más atrevido que el dragón; y el rumor de las ruedas y de la fuerza motriz recordaba el zumbido de las grandes aspas de un molino de viento, o más bien el de un abejorro del tamaño de un elefante. Volábamos por el espacio sin fin, sin llegar nunca; entretanto la tierra quedábase abajo, a muchas leguas de nuestros pies; y en la tierra, España, Madrid, el barrio de Salamanca, Cascajares, la Condesa, el Conde, Mudarra, el incógnito galán, todos ellos. Pero no tardé en dormirme profundamente; y entonces el coche cesó de andar, cesó de volar, y desapareció para mí la sensación de que iba en tal coche, no quedando más que el ruido monótono y profundo de las ruedas, que no nos abandona jamás en nuestras pesadillas dentro de un tren o en el camarote de un vapor. Me dormí. ¡Oh infortunada Condesa! La vi tan clara como estoy viendo en este instante el papel en que escribo; la vi sentada junto a un velador, la mano en la mejilla, triste y meditabunda como una estátua de la melancolía. A sus pies estaba acurrucado un perrillo, que me pareció tan triste, como su interesante ama. Entonces pude examinar a mis anchas a la mujer que yo consideraba como la desventura en persona. Era de alta estatura, rubia, con grandes y expresivos ojos, nariz fina, y casi, casi grande, de forma muy correcta y perfectamente engendrada por las dos curvas de sus hermosas y arqueadas cejas. Estaba peinada sin afectación, y en esto, como en su traje, se comprendía que no pensaba salir aquella noche. ¡Tremenda, mil veces tremenda noche! Yo observaba con creciente ansiedad la hermosa figura que tanto deseaba conocer, y me pareció que podía leer sus ideas en aquella noble frente donde la costumbre de la reconcentración mental había trazado unas cuantas líneas imperceptibles, que el tiempo convertiría pronto en arrugas. De repente se abre la puerta dando paso a un hombre. La Condesa dio un grito de sorpresa y se levantó muy agitada. --¿Qué es esto?---dijo---Rafael. Usted. ¡Qué atrevimiento! ¿Cómo ha entrado usted aquí? --Señora,--contestó el que había entrado, joven de muy bien porte. --¿No me esperaba usted? He recibido una carta suya. --¡Una carta mía!---exclamó más agitada la Condesa---Yo no he escrito carta ninguna. ¿Y para qué había de escribirla? --Señora, vea usted,--repuso el joven sacando la carta y mostrándosela;--es su letra, su misma letra. --¡Dios mío! ¡Qué infernal maquinación!---dijo la dama con desesperación. ---Yo no he escrito esa carta. Es un lazo que me tienden. --Señora, cálmese usted. Yo siento mucho. --Sí; lo comprendo todo. Ese hombre infame. Ya sospecho cual habrá sido su idea. Salga usted al instante. Pero ya es tarde; ya siento la voz de mi marido. En efecto, una voz atronadora se sintió en la habitación inmediata, y al poco rato entró el Conde, que fingió sorpresa de ver al galán, y después riendo con cierta afectación, le dijo: --¡Oh! Rafael, usted por aquí... ¡Cuánto tiempo!... Venía usted á acompañar á Antonia... Con eso nos acompañará á tomar el té. La Condesa y su esposo cambiaron una mirada siniestra. El jóven, en su perplejidad, apenas acertó á devolver al Conde su saludo. Ví que entraron y salieron criados; ví que trajeron un servicio de té y desaparecieron después, dejando solos á los tres personajes. Iba a pasar algo terrible. Sentáronse: la Condesa parecía difunta, el Conde afectaba una hilaridad aturdida, semejante á la embriaguez, y el jóven callaba, contestándole sólo con monosílabos. Sirvió el té, y el Conde alargó á Rafael una de las tazas, no una cualquiera, sino una determinada. La Condesa miró aquella taza con tal expresión de espanto, que pareció echar en ella todo su espíritu. Bebieron en silencio, acompañando la poción con muchas variedades de las sabrosas pastas Huntley and Palmers, y otras menudencias propias de tal clase de cena. Después el Conde volvió á reir con la desaforada y ruidosa expansión que le era peculiar aquella noche, y dijo: --¡Cómo nos aburrimos! Usted, Rafael, no dice una palabra. Antonia, toca algo. Hace tanto tiempo que no te oimos. Mira... aquella pieza de Gorstchack que se titula Morte... La tocabas admirablemente. Vamos, ponte al piano. La Condesa quiso hablar; érale imposible articular palabra. El Conde la miró de tal modo, que la infeliz cedió ante la terrible expresión de sus ojos, como la paloma fascinada por el boa constrictor. Se levantó dirigiéndose al piano, y ya allí, el marido debió decirle algo que la aterró más, acabando de ponerla bajo su infernal dominio. Sonó el piano, heridas á la vez multitud de cuerdas, y corriendo de las graves á las agudas, las manos de la dama despertaron en un segundo los centenares de sonidos que dormían mudos en el fondo de la caja. Al principio era la música una confusa reunión de sones que aturdía en vez de agradar; pero luego serenóse aquella tempestad, y un canto fúnebre y temeroso como el Dies irae surgió de tal desorden. Yo creía escuchar el son triste de un coro de cartujos, acompañado con el bronco mugido de los fagots. Sentíanse después ayes lastimeros como nos figuramos han de ser los que exhalan las ánimas, condenadas en el purgatorio á pedir incesantemente un perdón que ha de llegar muy tarde. Volvían luego los arpegios prolongados y ruidosos, y las notas se encabritaban unas sobre otras como disputándose cuál ha de llegar primero. Se hacían y deshacían los acordes, como se forma y desbarata la espuma de las olas. La armonía fluctuaba y hervía en una marejada sin fin, alejándose hasta perderse, y volviendo más fuerte en grandes y atropellados remolinos. Yo continuaba extasiado oyendo la música imponente y magestuosa; no podía ver el semblante de la condesa, sentada de espaldas á mí; pero me la figuraba en tal estado de aturdimiento y pavor, que llegué á pensar que el piano se tocaba solo. El jóven estaba detrás de ella, el conde á su derecha, apoyado en el piano. De vez en cuando levantaba ella la vista para mirarle; pero debía encontrar expresión muy horrenda en los ojos de su consorte, porque tornaba á bajar los suyos y seguía tocando. De repente el piano cesó de sonar y la Condesa dió un grito. En aquel instante sentí un fortísimo golpe en un hombro, me sacudí violentamente y desperté. V En la agitación de mi sueño había cambiado de postura y me había dejado caer sobre la venerable inglesa que á mi lado iba. --¡Aaah! usted... sleeping... molestar... mi dijo con avinagrado mohin, mientras rechazaba mi paquete de libros que había caído sobre sus rodillas. --Señora... es verdad... me dormí,--contesté turbado al ver que todos los viajeros se reían de aquella escena. --¡Ooo!... yo soy... going... to decir al coachman... usted molestar... mi... usted, caballero... very shocking,--añadió la inglesa en su jerga ininteligible: ¡Ooh! usted creer... my body es... su cama for usted...to sleep. ¡Ooh! sir, you are a stupid ass. Al decir esto, la hija de la Gran Bretaña, que era de sí bastante amoratada, estaba lo mismo que un tomate. Creyérase que la sangre agolpada á sus carrillos y á su nariz á brotar iba por sus candentes poros. Me mostraba cuatro dientes puntiagudos y muy blancos, como si me quisiera roer. Le pedí mil perdones por mi sueño descortés, recogí mi paquete y pasé revista á las nuevas caras que dentro del coche había. Figúrate, ¡oh cachazudo y benévolo lector! cuál sería mi sorpresa cuando ví frente á mí ¿á quién creeráa? al jóven de la escena soñada, al mismo D. Rafael en persona. Me restregué los ojos para convencerme de que no dormía, y en efecto, despierto estaba, y tan despierto como ahora. Era él, el mismo, y conversaba con otro que á su lado iba. Puse atención y escuché con toda mi alma. --¿Pero tú no sospechaste nada? le decía el otro. --Algo, sí; pero callé. Parecía difunta; tal era su terror. Su marido la mandó tocar el piano y ella no se atrevió á resistir. Tocó como siempre, de una manera admirable, y oyéndola llegué á olvidarme de la peligrosa situación en que nos encontrábamos. A pesar de los esfuerzos que ella hacía para aparecer serena, llegó un momento en que le fué imposible fingir más. Sus brazos se aflojaron, y resbalando de las teclas echó la cabeza atrás y dio un grito. Entonces su marido sacó un puñal, y dando un paso hácia ella exclamó con furia: «Toca ó te mato al instante.» Al ver esto hirvió mi sangre toda: quisé echarme sobre aquel miserable; pero sentí en mi cuerpo una sensación que no puedo pintarte; creí que repentinamente se había encendido una hoguera en mi estómago; fuego corría por mis venas; las sienes me latieron, y caí al suelo sin sentido. --Y antes ¿no conocístes los síntomas del envenenamiento? le preguntó el otro. --Notaba cierta desazón y sospeché vagamente, pero nada más. El veneno estaba bien preparado, porque hizo el efecto tarde y no me mató, aunque sí me ha dejado una enfermedad para toda la vida. --Y después que perdiste el sentido, ¿qué pasó? Rafael iba á contestar y yo le escuchaba como si de sus palabras pendiera un secreto de vida ó muerte, cuando el coche paró. --¡Ah! ya estamos en los Consejos; bajemos--dijo Rafael. ¡Qué contrariedad! Se marchaban, y yo no sabía el fin de la historia. --Caballero, caballero, una palabra--dijé al verlos salir. El jóven se detuvo y me miró. ¿Y la Condesa? ¿Qué fué de esa señora? pregunté con mucho afan. Una carcajada general fué la única respuesta. Los dos jóvenes riéndose también, salieron sin contestarme palabra. El único ser vivo que conservó su serenidad de esfinge en tal cómica escena fué la inglesa, que indignada de mis extravagancias, se volvió á los demás viajeros diciendo: --¡Oooh! A lunatic fellow. VI El coche seguía, y á mí me abrasaba la curiosidad por saber que había sido de la desdichada Condesa. ¿La mató su marido? Yo me hacía cargo de las intenciones de aquel malvado. Ansioso de gozarse en su venganza, como todas las almas crueles, quería que su mujer presenciase, sin dejar de tocar, la agonía de aquel incauto joven llevado allí por una vil celada de Mudarra. Mas era imposible que la dama continuara haciendo desesperados esfuerzos para mantener su serenidad, sabiendo que Rafael había bebido el veneno. ¡Trágica y espeluznante escena!--pensaba yo, más convencido cada vez de la realidad de aquel suceso--¡y luego dirán que estas cosas sólo se ven en las novelas! Al pasar por delante de Palacio el coche se detuvo, y entró una mujer que traía un perrillo en sus brazos. Al instante reconocí al perro que había visto recostado á los piés de la Condesa; era el mismo, la misma lana blanca y fina, la misma mancha negra en una de sus orejas. La suerte quiso que aquélla mujer se sentara á mi lado. No pudiendo yo resistir la curiosidad, le pregunté: --¿Es de usted ese perro tan bonito? --¿Pues de quién ha de ser? ¿Le gusta á usted? Cogí una de las orejas del inteligente animal para hacerle una caricia; pero él, insensible á mis demostraciones de cariño, ladró, dió un salto y puso sus patas sobre las rodillas de la inglesa, que me volvió á enseñar sus dos dientes como queriéndome roer, y exclamó: --¡Oooooh! usted... unsupportable. --¿Y dónde ha adquirido usted ese perro?--pregunté sin hacer caso de la nueva explosión colérica de la mujer británica. ¿Se puede saber? --Era de mi señorita. --¿Y qué fué de su señorita?--dije con la mayor ansiedad. --¡Ah! ¿Usted la conocía?--repuso la mujer.--Era muy buena, ¿ver- dá uste? --¡Oh! excelente... Pero ¿podría yo saber en qué paró todo aquéllo? --De modo que usted está enterado, usted tiene moticias... --Sí, señora... He sabido todo lo que ha pasado, hasta aquello del té... pues. Y diga usted ¿murió la señora? --¡Ah! sí, señor; está en la gloria. --¿Y cómo fué eso? ¿La asesinaron, ó fué á consecuencia del susto? --¡Qué asesinato, ni qué susto!--dije con expresión burlona--usted no está enterado. Fué que aquella noche había comido no se qué, pues ... y le hizo daño... Le dió un desmayo que le duró hasta el amanecer. --Bah--pensé yo--esta no sabe una palabra del incidente del piano y del veneno, ó no quiere darse por entendida. Después dije en alta voz: --¿Con que fué de indigestión? --Sí, señor. Yo le había dicho aquella noche: «señora: no coma usted esos mariscos»; pero no me hizo caso. --Con que mariscos ¿eh?--dije con incredulidad.--Si sabré yo lo que ha ocurrido. --¿No lo cree usted? --Sí, sí--repuse aparentando creerlo.--¿Y el Conde... su marido, el que sacó el puñal cuando tocaba el piano? La mujer me miró un instante y después soltó la risa en mis propias barbas. --¿Se rie usted...? ¡Bah! ¿Piensa usted que no estoy perfectamente enterado? Ya comprendo, usted no quiere contar los hechos como realmente son. Ya se vé, como habrá causa criminal?... --Es que ha hablado usted de un conde y de una condesa. --¿No era el ama de ese perro la señora Condesa, á quien el mayor- domo Mudarra... La mujer volvió á soltar la risa con tal estrépito, que me descon- certé diciendo para mi capote: Esta debe de ser cómplice de Mudarra, y naturalmente ocultará todo lo que pueda. --Usted está loco--añadió la desconocida. --Lunatic, lunatic. I'm suffocated... ¡Oooh my God! --Si, lo sé todo: vamos, no me lo oculte usted. Dígame de qué murió la señora Condesa. --¡Qué condesa ni qué ocho cuartos, hombre de Diós!--exclamó la mujer riendo con más fuerza. --¡Si creerá usted que me engaña á mi con sus risitas!--contesté. La condesa ha nuerto envenenada ó asesinada; no me queda la menor duda. En esto lllegó el coche al Barrio de Pozas y yo al término de mi viaje. Salimos todos: la inglesa me echó una mirada que indicaba su regocijo por verse libre de mí, y cada cual me dirigió á su destino. Yo seguí á la mujer del perro, aturdiéndola con preguntas, hasta que se metió en su casa, riendo siempre de mi empeño en averiguar vidas ajenas. Al verme solo en la calle, recordé el objeto de mi viaje y me dirigí á la casa donde debía entregar aquellos libros. Devolvílos á la persona que me los había pedido para leerlos, y me puse á pasear frente al Buen Suceso, esperando á que saliese de nuevo el coche para regresar al extremo de Madrid. No podía apartar de la imaginación á la infortunada Condesa, y cada vez me confirmaba más en mi idea de que la mujer con quién últimamente hablé había engañarme, ocultando la verdad de la misteriosa tragedia. Esperé mucho tiempo, y al fin, anocheciendo ya, el coche se dispuso á partir. Entré, y lo primero que mis ojos vieron fué la señora inglesa sentadita donde antes estaba. Cuando me vió subir y tomar sitio á su lado, la expresión de su rostro no es definible; se puso otra vez como la grana, exclamando: --¡Ooooh!... usted... mi quejarse al coachman... usted reventar mi for it. Tan preocupado estaba yo con mis confusiones, que sin hacerme cargo de lo que la inglesa me decía en su híbrido y trabajoso lenguaje, le contesté: ==Señora, no hay duda de que la Condesa murió envenenada ó asesinada. Usted no tiene idea de la ferocidad de aquel hombre. Seguía el coche, y de trecho en trecho deteníase para recoger pa- sajeros. Cerca del palacio real entraron tres, tomando asiento en frente de mí. Uno de ellos era un hombre alto, seco y huesudo, con muy severos ojos y un hablar campanudo que imponía respeto. No hacía diez minutos que estaban allí, cuando este hombre se volvió á los otros dos y dijo: --¡Pobrecilla! ¡Cómo clamaba en sus últimos instantes! La bala le entró por encima de la clavícula derecha y después bajó hasta el corazón. --¿Cómo?--exclamé yo repentinamente.--¿Con que fué de un tiro? ¿no murió de una puñalada? Los tres me miraron con sorpresa. --De un tiro, sí señor, dijo con cierto desabrimiento el alto, seco y huesoso. --Y aquella mujer sostenía que había muerto de una indigestión,--dije interesándome más cada vez en aquel asunto. Cuente usted ¿y cómo fué? --Y á usted que le importa?--dijo el otro con muy avinagrado gesto. Tengo mucho interés por conocer el fin de esa horrorosa tragedia. ¿No es verdad que parece cosa de novela? --¿Qué novela ni qué niño muerto? Usted está loco ó quiere burlarse de nosotros. --Caballerito, cuidado con las bromas--añadió el alto y seco. --¿Creen ustedes que no estoy enterado? Lo sé todo, he presenciado varias escenas de ese horrendo crímen. Pero dicen ustedes que la condesa murió de un pistoletazo. --Válgame Dios: nosotros no hemos hablado de Condesa, sino de mi perra, á quien cazando disparamos inadvertidamente un tiro. Si usted quiere bromear, puede buscarme en otro sitio, y ya le contestaré como merece. --Ya, ya comprendo: ahora hay empeño en ocultar la verdad, manifesté juzgando que aquellos hombres querían desorientarme en mis pesquisas, convirtiendo en perra á la desdichada señora. Ya preparaba el otro su contestación, sin duda, más enérgica de lo que el caso requería, cuando la inglesa se llevó el dedo á la sien, como para indicarles que yo no regía bien de la cabeza. Calmáronse con esto, y no dijeron una palabra más en todo el viaje, que terminó para ellos en la puerta del Sol. Sin duda me habían tenido miedo. Yo continuaba tan dominado por aquella idea, que en vano quería serenar mi espíritu, razonando los verdaderos términos de tan embrollada cuestión. Pero cada vez eran mayores mis confusiones, y la imágen de la pobre señora no se apartaba de mi pensamiento. En todos los semblantes que iban sucediéndose dentro del coche, creí ver algo que contribuyera á explicar el enigma. Sentía yo una sobrescitación cerebral espantosa, y sin duda el trastorno interior debía pintarse en mi rostro, porque todos me miraban como se mira lo que no se vé todos los días. VII Aún faltaba algún incidente que había de turbar más mi cabeza en aquel viaje fatal. Al pasar por la calle de Alcalá, entró un caballero con su señora: él quedó junto á mí. Era un hombre que parecía afectado de fuerte y reciente impresión, y hasta creí que alguna vez se llevó el pañuelo á los ojos para enjugar las invisibles lágrimas, que sin duda corrían bajo el cristal verde oscuro de sus descomunales amtiparras. Al poco rato de estar allí, dijo en voz baja á la que parecía ser su mujer. --Pues hay sospechas de envenenamiento: no lo dudes. Me lo acaba de decir D. Nateo. ¡Desdichada mujer! --¡Qué horror! Ya me lo he figurado también--contestó su consorte. ¿De tales cafres qué se podía esperar? --Juro no dejar piedra sobre piedra hasta averiguarlo. Yo, que era todo oidos, dije también en voz baja: --Sí señor; hubo envenenamiento. Me consta. --¿Cómo, usted sabe? ¿usted también la conocía?--dijo vivamente el de las antiparras verdes, volviéndose hácia mí. --Sí señor; y no dudo que la muerte ha sido violenta, por más que quieran hacernos creer que fué indigestión. --Lo mismo afirmo yo. ¡Qué excelente mujer! ¿Pero cómo sabe usted...? --Lo sé, lo sé,--repuso muy satisfecho de que aquel no me tuviera por loco. --Luego, usted irá á declarar al juzgado; porque ya se está formando la sumaria. --Me alegro, para que castiguen á esos bribones. Iré á declarar, iré á declarar, sí señor. A tal extremo había llegado mi obcecación, que concluí por penetrarme de aquel suceso mitad soñado, mitad leído, y lo creí como ahora creo que es pluma esto con que escribo. --Pues sí, señor; es preciso aclarar este enigma para que se castigue á los autores del crímen. Yo declararé: Fué envenenada con una taza de té, lo mismo que el joven. --Oye, Petronila--dijo á su esposa el de las antiparras--con una taza de té. --Sí, estoy asombrada--contestó la señora.--¡Cuidado con lo que fueron á inventar esos malditos! --Sí, señor; con una taza de té. La Condesa tocaba el piano. --¿Qué Condesa?--preguntó aquel hombre interrumpiéndome. --La Condesa, la envenenada. --Si no se trata de ninguna condesa, hombre de Dios. --Vamos; usted también es de los empeñados en ocultarlo. --Bah, bah; si en esto no ha habido ninguna condesa ni duquesa, sino simplemente la lavandera de mi casa, mujer del guarda-agujas del Norte. --¿Lavandera, eh?--dijo en tono de picardía.--¡Si también me querrá usted hacer tragar que es lavandera! El caballero y su esposa me miraron con expresión burlona, y después se dijeron en voz baja algunas palabras. Por un gesto que ví hacer á la señora, comprendí que había adquirido el profundo convencimiento de que yo estaba borracho. Llenéme de resignación ante tal ofensa, y callé, contendándome con despreciar en silencio, cual conviene á las grandes almas, tan irreverente suposición. Cada vez era mayor mi zozobra; la Condesa no se apartaba ni un instante de mi pensamiento, y había llegado á interesarme tanto por su siniestro fin, como si todo ello no fuera elaboración enfermiza de mi propia fantasía, impresionada por sucesivas visiones y diálogos. En fin, para que se comprenda á qué extremo llegó mi locura, voy á referir el último incidente de aquel viaje; voy á decir con qué extravagancia puse término al doloroso pugilato de mi entendimiento empeñado en fuerte lucha con un ejército de sombras. Entraba el coche por la calle de Serrano, cuando por la ventanilla que frente á mí tenía miré á la calle, débilmente iluminada por la escasa luz de los faroles, y ví pasar á un hombre. Dí un grito de sorpresa, y exclamé desatinado:--Ahí va, es él, el feroz Mudarra, el autor principal de tantas infamias. Mandé parar el coche, y salí, mejor dicho, salté á la puerta, tropezando con los piés y las piernas de los viajeros; bajé á la calle y corrí tras aquel hombre, gritando:--¡A ese, á ese, al asesino! Júzguese cuál sería el efecto producido por estas voces en el pacífico barrio. Aquel sujeto, el mismo exactamente que yo había visto en el coche por la tarde, fué detenido. Yo no cesaba de gritar:--¡Es el que preparó el veneno para la Condesa, el que asesinó á la Condesa! Hubo un momento de indescriptible confusión. Afirmó él que yo estaba loco; pero que quieras que nó los dos fuímos conducidos á la prevención. Después perdí por completo la noción de lo que pasaba. No recuerdo lo que hice aquella noche en el sitio donde me encerraron. El recuerdo más vivo que conservo de tan curioso lance, fué el de haber despertado del profundo letargo en que caí, verdadera borrachera moral, producida, no sé por qué, por uno de los pasajeros fenómenos de enajenación que la ciencia estudia con gran cuidado como precursores de la locura definitiva. Come es de suponer, el suceso no tuvo consecuencias porque el antipático personaje que bauticé con el nombre de Mudarra, es un honrado comerciante de ultramarinos que jamás había envenenado á condesa alguna. Pero aún por mucho tiempo después persistía yo en mi engaño, y solía exclamar: «Infortunada condesa; por más que digan, yo siempre sigo en mis trece. Nadie me persuadirá de que no acabaste tus días á mano de tu iracundo esposo...» Ha sido preciso que transcurran meses para que las sombras vuelvan al ignorado sitio de donde surgieron volviéndome loco, y torne la realidad á dominar en mi cabeza. Me rio siempre que recuerdo aquel viaje, y toda la consideración que antes me inspiraba la soñada víctima la dedico ahora, ¿á quién creeréis? á mi compañera de viaje en aquella angustiosa expedición, á la irascible inglesa, a quien disloqué un pié en el momento de salir atropelladamente del coche para perseguir al supuesto mayordomo. End of Project Gutenberg's La novela en el tranvía, by Benito Pérez Galdós *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA NOVELA EN EL TRANVÍA *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg™ electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG™ concept and trademark. Project Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you charge for an eBook, except by following the terms of the trademark license, including paying royalties for use of the Project Gutenberg trademark. If you do not charge anything for copies of this eBook, complying with the trademark license is very easy. You may use this eBook for nearly any purpose such as creation of derivative works, reports, performances and research. Project Gutenberg eBooks may be modified and printed and given away—you may do practically ANYTHING in the United States with eBooks not protected by U.S. copyright law. Redistribution is subject to the trademark license, especially commercial redistribution. START: FULL LICENSE THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE PLEASE READ THIS BEFORE YOU DISTRIBUTE OR USE THIS WORK To protect the Project Gutenberg™ mission of promoting the free distribution of electronic works, by using or distributing this work (or any other work associated in any way with the phrase “Project Gutenberg”), you agree to comply with all the terms of the Full Project Gutenberg™ License available with this file or online at www.gutenberg.org/license. Section 1. General Terms of Use and Redistributing Project Gutenberg™ electronic works 1.A. By reading or using any part of this Project Gutenberg™ electronic work, you indicate that you have read, understand, agree to and accept all the terms of this license and intellectual property (trademark/copyright) agreement. If you do not agree to abide by all the terms of this agreement, you must cease using and return or destroy all copies of Project Gutenberg™ electronic works in your possession. If you paid a fee for obtaining a copy of or access to a Project Gutenberg™ electronic work and you do not agree to be bound by the terms of this agreement, you may obtain a refund from the person or entity to whom you paid the fee as set forth in paragraph 1.E.8. 1.B. “Project Gutenberg” is a registered trademark. It may only be used on or associated in any way with an electronic work by people who agree to be bound by the terms of this agreement. There are a few things that you can do with most Project Gutenberg™ electronic works even without complying with the full terms of this agreement. See paragraph 1.C below. There are a lot of things you can do with Project Gutenberg™ electronic works if you follow the terms of this agreement and help preserve free future access to Project Gutenberg™ electronic works. See paragraph 1.E below. 1.C. The Project Gutenberg Literary Archive Foundation (“the Foundation” or PGLAF), owns a compilation copyright in the collection of Project Gutenberg™ electronic works. Nearly all the individual works in the collection are in the public domain in the United States. If an individual work is unprotected by copyright law in the United States and you are located in the United States, we do not claim a right to prevent you from copying, distributing, performing, displaying or creating derivative works based on the work as long as all references to Project Gutenberg are removed. Of course, we hope that you will support the Project Gutenberg™ mission of promoting free access to electronic works by freely sharing Project Gutenberg™ works in compliance with the terms of this agreement for keeping the Project Gutenberg™ name associated with the work. You can easily comply with the terms of this agreement by keeping this work in the same format with its attached full Project Gutenberg™ License when you share it without charge with others. 1.D. The copyright laws of the place where you are located also govern what you can do with this work. Copyright laws in most countries are in a constant state of change. If you are outside the United States, check the laws of your country in addition to the terms of this agreement before downloading, copying, displaying, performing, distributing or creating derivative works based on this work or any other Project Gutenberg™ work. The Foundation makes no representations concerning the copyright status of any work in any country other than the United States. 1.E. Unless you have removed all references to Project Gutenberg: 1.E.1. The following sentence, with active links to, or other immediate access to, the full Project Gutenberg™ License must appear prominently whenever any copy of a Project Gutenberg™ work (any work on which the phrase “Project Gutenberg” appears, or with which the phrase “Project Gutenberg” is associated) is accessed, displayed, performed, viewed, copied or distributed: This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. 1.E.2. If an individual Project Gutenberg™ electronic work is derived from texts not protected by U.S. copyright law (does not contain a notice indicating that it is posted with permission of the copyright holder), the work can be copied and distributed to anyone in the United States without paying any fees or charges. If you are redistributing or providing access to a work with the phrase “Project Gutenberg” associated with or appearing on the work, you must comply either with the requirements of paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 or obtain permission for the use of the work and the Project Gutenberg™ trademark as set forth in paragraphs 1.E.8 or 1.E.9. 1.E.3. If an individual Project Gutenberg™ electronic work is posted with the permission of the copyright holder, your use and distribution must comply with both paragraphs 1.E.1 through 1.E.7 and any additional terms imposed by the copyright holder. Additional terms will be linked to the Project Gutenberg™ License for all works posted with the permission of the copyright holder found at the beginning of this work. 1.E.4. Do not unlink or detach or remove the full Project Gutenberg™ License terms from this work, or any files containing a part of this work or any other work associated with Project Gutenberg™. 1.E.5. Do not copy, display, perform, distribute or redistribute this electronic work, or any part of this electronic work, without prominently displaying the sentence set forth in paragraph 1.E.1 with active links or immediate access to the full terms of the Project Gutenberg™ License. 1.E.6. You may convert to and distribute this work in any binary, compressed, marked up, nonproprietary or proprietary form, including any word processing or hypertext form. However, if you provide access to or distribute copies of a Project Gutenberg™ work in a format other than “Plain Vanilla ASCII” or other format used in the official version posted on the official Project Gutenberg™ website (www.gutenberg.org), you must, at no additional cost, fee or expense to the user, provide a copy, a means of exporting a copy, or a means of obtaining a copy upon request, of the work in its original “Plain Vanilla ASCII” or other form. Any alternate format must include the full Project Gutenberg™ License as specified in paragraph 1.E.1. 1.E.7. Do not charge a fee for access to, viewing, displaying, performing, copying or distributing any Project Gutenberg™ works unless you comply with paragraph 1.E.8 or 1.E.9. 1.E.8. You may charge a reasonable fee for copies of or providing access to or distributing Project Gutenberg™ electronic works provided that: • You pay a royalty fee of 20% of the gross profits you derive from the use of Project Gutenberg™ works calculated using the method you already use to calculate your applicable taxes. The fee is owed to the owner of the Project Gutenberg™ trademark, but he has agreed to donate royalties under this paragraph to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation. Royalty payments must be paid within 60 days following each date on which you prepare (or are legally required to prepare) your periodic tax returns. Royalty payments should be clearly marked as such and sent to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation at the address specified in Section 4, “Information about donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation.” • You provide a full refund of any money paid by a user who notifies you in writing (or by e-mail) within 30 days of receipt that s/he does not agree to the terms of the full Project Gutenberg™ License. You must require such a user to return or destroy all copies of the works possessed in a physical medium and discontinue all use of and all access to other copies of Project Gutenberg™ works. • You provide, in accordance with paragraph 1.F.3, a full refund of any money paid for a work or a replacement copy, if a defect in the electronic work is discovered and reported to you within 90 days of receipt of the work. • You comply with all other terms of this agreement for free distribution of Project Gutenberg™ works. 1.E.9. If you wish to charge a fee or distribute a Project Gutenberg™ electronic work or group of works on different terms than are set forth in this agreement, you must obtain permission in writing from the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, the manager of the Project Gutenberg™ trademark. Contact the Foundation as set forth in Section 3 below. 1.F. 1.F.1. Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable effort to identify, do copyright research on, transcribe and proofread works not protected by U.S. copyright law in creating the Project Gutenberg™ collection. Despite these efforts, Project Gutenberg™ electronic works, and the medium on which they may be stored, may contain “Defects,” such as, but not limited to, incomplete, inaccurate or corrupt data, transcription errors, a copyright or other intellectual property infringement, a defective or damaged disk or other medium, a computer virus, or computer codes that damage or cannot be read by your equipment. 1.F.2. LIMITED WARRANTY, DISCLAIMER OF DAMAGES - Except for the “Right of Replacement or Refund” described in paragraph 1.F.3, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, the owner of the Project Gutenberg™ trademark, and any other party distributing a Project Gutenberg™ electronic work under this agreement, disclaim all liability to you for damages, costs and expenses, including legal fees. YOU AGREE THAT YOU HAVE NO REMEDIES FOR NEGLIGENCE, STRICT LIABILITY, BREACH OF WARRANTY OR BREACH OF CONTRACT EXCEPT THOSE PROVIDED IN PARAGRAPH 1.F.3. YOU AGREE THAT THE FOUNDATION, THE TRADEMARK OWNER, AND ANY DISTRIBUTOR UNDER THIS AGREEMENT WILL NOT BE LIABLE TO YOU FOR ACTUAL, DIRECT, INDIRECT, CONSEQUENTIAL, PUNITIVE OR INCIDENTAL DAMAGES EVEN IF YOU GIVE NOTICE OF THE POSSIBILITY OF SUCH DAMAGE. 1.F.3. LIMITED RIGHT OF REPLACEMENT OR REFUND - If you discover a defect in this electronic work within 90 days of receiving it, you can receive a refund of the money (if any) you paid for it by sending a written explanation to the person you received the work from. If you received the work on a physical medium, you must return the medium with your written explanation. The person or entity that provided you with the defective work may elect to provide a replacement copy in lieu of a refund. If you received the work electronically, the person or entity providing it to you may choose to give you a second opportunity to receive the work electronically in lieu of a refund. If the second copy is also defective, you may demand a refund in writing without further opportunities to fix the problem. 1.F.4. Except for the limited right of replacement or refund set forth in paragraph 1.F.3, this work is provided to you ‘AS-IS’, WITH NO OTHER WARRANTIES OF ANY KIND, EXPRESS OR IMPLIED, INCLUDING BUT NOT LIMITED TO WARRANTIES OF MERCHANTABILITY OR FITNESS FOR ANY PURPOSE. 1.F.5. Some states do not allow disclaimers of certain implied warranties or the exclusion or limitation of certain types of damages. If any disclaimer or limitation set forth in this agreement violates the law of the state applicable to this agreement, the agreement shall be interpreted to make the maximum disclaimer or limitation permitted by the applicable state law. The invalidity or unenforceability of any provision of this agreement shall not void the remaining provisions. 1.F.6. INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone providing copies of Project Gutenberg™ electronic works in accordance with this agreement, and any volunteers associated with the production, promotion and distribution of Project Gutenberg™ electronic works, harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees, that arise directly or indirectly from any of the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg™ work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any Project Gutenberg™ work, and (c) any Defect you cause. Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™ Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of electronic works in formats readable by the widest variety of computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg™ and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state’s laws. The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation’s website and official page at www.gutenberg.org/contact Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine-readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. To SEND DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state visit www.gutenberg.org/donate. While we cannot and do not solicit contributions from states where we have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition against accepting unsolicited donations from donors in such states who approach us with offers to donate. International donations are gratefully accepted, but we cannot make any statements concerning tax treatment of donations received from outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff. Please check the Project Gutenberg web pages for current donation methods and addresses. Donations are accepted in a number of other ways including checks, online payments and credit card donations. To donate, please visit: www.gutenberg.org/donate. Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works Professor Michael S. Hart was the originator of the Project Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For forty years, he produced and distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg™ eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our website which has the main PG search facility: www.gutenberg.org. This website includes information about Project Gutenberg™, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.