The Project Gutenberg eBook of Un libro para las damas: Estudios acerca de la educación de la mujer

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Title: Un libro para las damas: Estudios acerca de la educación de la mujer

Author: María del Pilar Sinués de Marco

Release date: October 5, 2014 [eBook #47052]
Most recently updated: January 25, 2021

Language: Spanish

Credits: Produced by Josep Cols Canals, readbueno, Carlo Traverso
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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK UN LIBRO PARA LAS DAMAS: ESTUDIOS ACERCA DE LA EDUCACIÓN DE LA MUJER ***

UN LIBRO PARA LAS DAMAS.

ESTUDIOS
ACERCA
DE LA EDUCACION DE LA MUJER,
ESCRITOS POR
MARÍA DEL PILAR SINUÉS.
TERCERA EDICION.
MADRID,
OFICINAS DE LA ILUSTRACION ESPAÑOLA Y AMERICANA,
CALLE DE CARRETAS, NÚM. 12, PRINCIPAL.
MDCCCLXXVIII.

Es propiedad.
MADRID, 1878.--Imprenta, estereotipia y galvanoplastia de Aribau
y C.ª (sucesores de Rivadeneyra), Impresores de cámara de S. M.

DOS PALABRAS DE LA AUTORA.

La mayor parte de los escritores de nuestra época que se han ocupado de la constitucion de la familia, se hallan conformes en la persuasion de que uno de los motivos que más frecuentemente produce su quebrantamiento, y áun á veces su completa disolucion, es la gran diferencia que media entre el nivel intelectual que hoy alcanza la cultura del hombre, y la casi absoluta falta de ilustracion que generalmente se advierte en nuestro sexo.

No pertenezco yo al número de las que creen que las mujeres debemos legislar en los congresos y dictar sentencias en los tribunales; sino que ántes bien me parece que la mision de la mujer debe ser realizada en el interior del hogar doméstico.

Formar el corazon de sus hijos; elevar sus sentimientos por el amor á lo bello y á lo bueno; ser la consejera íntima, la amiga de su marido; poner en todo lo que la rodea el sello de su bondadosa é inteligente dulzura, hé aquí, segun mi opinion, el deber social de la madre de familia.

Pero si la mujer ha de cumplir dignamente sus obligaciones en el interior de la familia, necesita comprenderlas bien; necesita saber que son enteramente distintas de las del hombre: las de éste son exteriores, y constituyen esa lucha apasionada, donde los intereses del momento procuran siempre triunfar de las dificultades materiales; las de la mujer se ciñen á procurar la dicha, el sosiego y el bienestar de los seres amados que la rodean.

Y sin embargo, la unidad, la santa armonía del pensamiento es indispensable para una union feliz; cuando todo lo que le interesa al esposo es indiferente y desconocido para su mujer, hay un gérmen de desunion entre ambos, que comienza por producir la frialdad en sus relaciones, y á veces termina por una ruptura definitiva y completa del vínculo conyugal.

Es absolutamente necesario que se eduque á la mujer en relacion al fin social que está llamada á cumplir; es necesario que el sentimiento inteligente de la mujer alcance, aunque por otro camino, los mismos grados de elevacion que la cultura intelectual del hombre.

Si la madre es la que forma y debe formar siempre el corazon de sus hijos, claro aparece que el hombre no puede pasar, en la esfera del sentimiento, los límites que le marcó su educacion primera, en la cual se funda necesariamente el desenvolvimiento de toda su vida.

Penetrada yo del convencimiento de que son verdaderos todos los principios generales que dejo expuestos, he procurado en mis escritos contribuir, segun la medida de mis fuerzas, á la educacion de la mujer por medio del sentimiento de lo bello y de lo bueno, pues de este modo es como comprendo la moralidad que el arte puede y debe producir en la sociedad humana.

La contemplacion de la belleza purifica y eleva los sentimientos del alma, sobre todo en nuestro sexo. Si el hombre con su razon llega á las más elevadas cúspides de la verdad científica, la mujer con el sentimiento debe adivinar todo lo que ignora; debe seguir á su compañero en la vida, apoyada en la fe, que es el presentimiento de todo lo que no sabemos, y fijando sus ojos en ese ideal de lo perfectamente bello, que es al propio tiempo la esperanza celeste de toda alma generosa.

No soy yo de las que abogan por la emancipacion de la mujer, ni áun entro en el número de las personas que la creen posible: espíritu débil, creo que toda la fuerza de mi sexo consiste en la bondad, en la virtud, en el amor: creo que la mujer necesita constantemente el amparo de un padre, de un esposo, de un hermano, de un hijo; pero creo tambien que ella puede ser á su vez el apoyo moral de los suyos, el consuelo y la alegría de los que la aman; creo que la esfera de accion de la mujer es tan extensa como la del hombre, pero en condiciones completamente distintas: el hombre, por medio de la razon, debe realizar todos los hechos de la vida exterior: la mujer, por medio de su bondad inteligente, debe dirigir toda la vida interior de la familia. El hombre está llamado á instruir á sus semejantes por medio de la ciencia; la mujer á educar á sus hijos por medio del arte, que es lo bello. Porque la instruccion es lo externo, es lo que se adquiere por el ejercicio de la inteligencia. La educacion es lo interno, es lo que cada uno consigue mediante su íntima reflexion, avivada por el sentimiento fundado en el amor á todo lo verdadero, á todo lo bello, á todo lo bueno que existe inextinguible en el fondo del alma humana.

Este libro no tiene otra pretension que el de ser de alguna utilidad al corazon de la mujer: los artículos de que se compone se dividen en religiosos, morales, filosóficos y de costumbres; pero todos son sencillos, todos al alcance de la comprension femenina y áun infantil, y en todos preside la santa, la augusta idea de Dios y de sus preceptos.

Ningun inconveniente pueden tener las madres en dejar este libro en las manos de sus hijas; he procurado que los artículos de que se compone tengan la mayor variedad posible, alternando los más serios con los más ligeros, y los que encierran alguna verdad triste, con los más jocosos.

Quizá alguna encantadora jóven de la clase media, á la que la modesta fortuna de sus padres no le permite asistir á las reuniones y teatros, se distraerá con la lectura de estas páginas y hallará en ellas alguna sana verdad, algun consejo útil que le sirva para cuando constituya familia; quizá la esposa que mece la cuna de su niño enfermo, hallará en este libro el amigo de su velada solitaria; quizá la anciana que ha quedado aislada porque cada uno de sus hijos ha edificado ya su nido conyugal, halle aquí conformidad y consuelo; si así sucede, mi esperanza más bella, mi ambicion más alta, se verán cumplidas.

LA POESÍA DEL HOGAR DOMÉSTICO.

I.

No es la poesía tan sólo aquel rayo que ilumina la mente del que hace versos.

La poesía está en el mundo bajo diversas formas, y vive entre nosotros sin que nos apercibamos de su presencia.

La poesía en la mujer es hermana del sentimiento, es la blanca y perfumada flor que brota en el corazon: cuando el huracan del dolor ha agostado todas las demas flores del alma, la de la poesía desplega su corola más hermosa que nunca.

Las lágrimas son su rocío; la resignacion es el sol benéfico que la calienta con sus tibios resplandores.

La poesía es la compañera inseparable de la mujer buena y la que embellece el hogar doméstico. ¡Desgraciada la mujer que la desconoce, y desgraciado tambien el hombre que busca, para compañera suya, una mujer prosaica y materialista! Si busca un alma fria, se encontrará con un alma dura; si busca un corazon destituido de ilusiones, será fácil que halle un corazon vacío y desgarrado.

Toda mujer que cuida de embellecer su casa y de hacer dichosa á su familia, tiene un alma poética.

Una madre meciendo á su hijo sobre sus rodillas, junto á un balcon entoldado de flores, está rodeada, á mis ojos, de una poesía tan bella como elocuente.

Una jóven sentada al lado de su anciano padre, leyendo con suave y dulce voz, para distraerle en las largas noches de invierno, ofrece un cuadro de tierna y sublime poesía.

No he conocido un sér más poético que una jóven, hija de un anciano militar, que se casó con un pobre empleado de pocos años y de ménos haberes: yo la conocí despues de casada y madre de un niño de algunos meses; vivia ademas con ellos su anciano padre, compartiendo la modesta y casi mísera existencia de sus hijos.

El tedio se apoderaba de mi ánimo cuando iba con mi madre á casa de alguna de sus opulentas y ociosas amigas: mi corazon, tan jóven que áun no sabía darse cuenta de sus emociones, se adormecia en el fondo de mi pecho.

Aquella monótona magnificencia; aquellos salones en los que el lujo se aglomeraba bajo mil diferentes aspectos, respirando en todos la vanidad; aquellas pesadas colgaduras de seda, que velaban el resplandor del sol; aquellos divanes, en fin, destinados á enervar en una soñolienta molicie al que los ocupase, me causaban un hastío que no podia vencer.

¡Con qué afan deseaba que mi madre me concediera permiso para ir á casa de mi jóven amiga!

Margarita me atraia con una simpatía incomprensible en mi edad, pues yo no tenía aún doce años, y la amaba con la mayor ternura. Ella contaba apénas veintidos primaveras, y su carácter, lleno de una apacible alegría, alejaba de aquella casa á la tristeza, que no perdia la ocasion de asomar á la puerta su torva faz.

Mi amiga cuidaba de su padre, de su esposo y de su hijo: su cariñoso esmero se extendia tambien al balcon de su cuarto, que era un verdadero jardin, y á dos tórtolas que, prisioneras en una jaula de cañas, colocada entre las macetas, se arrullaban dulcemente y se alisaban con su pico la delicada y sedosa pluma.

Siempre que iba yo á ver á Margarita la encontraba en su casa; su pequeño gabinete no tenía otros muebles que algunas sillas de enea, una mesa de graciosa hechura, sobre la cual habia siempre dos jarros de loza llenos de flores, y un armario y la cuna del niño, velada con cortinas de muselina blanca: junto á aquella cuna bordaba Margarita todo el tiempo que la dejaban libre sus deberes domésticos; el sueldo de su esposo era muy corto, y ella hacía el sacrificio de sus horas de reposo, entregándose á aquella ocupacion que producia algun dinero, con que contribuia al bienestar de su familia. Los que dicen que el trabajo perjudica á la salud, asientan un error: Margarita era un prodigio de belleza floreciente, de dulce y encantadora lozanía: cubria sus mejillas un sonrosado delicioso, y sus ojos brillaban con la dicha y el contento.

La ocupacion contínua es lo que conserva la tranquilidad en el espíritu de la mujer, lo que le trae una grata calma, y esa alegría igual y dulce que nace de la quietud del ánimo; el ocio es su más cruel enemigo, porque el ocio vicia su corazon, embota su entendimiento, hiela su alma y adormece todos sus buenos instintos.

II.

Margarita vivia con su familia en una pequeña habitacion, enfrente de la que ocupaba yo con la mia; todas las mañanas se levantaba á las siete, y cantando como un pájaro, aseaba su pequeña sala y el gabinete de las flores, como yo le llamaba: luégo vestia al niño, que ya andaba solo, y ayudaba al tocador de su anciano padre.

Veíala yo con un placer indefinible entrar y salir y repartir sus cuidados entre los tres seres que cifraban en ella toda su ventura: mirábala cambiar el agua de sus tórtolas y darles alimento, y esperaba con impaciencia la hora de su tocador, para asistir á él oculta entre los pliegues de las cortinas que guarnecian mi ventana.

Concluidos sus quehaceres, se quitaba su gorrito blanco y desataba sus hermosos cabellos castaños, que caian por su espalda en largos rizos; peinábalos con maravillosa agilidad y los enlazaba despues con graciosa forma detras de su cabeza: un vestido blanco era su única gala en el verano: en el invierno le reemplazaba con uno de lana oscuro. Despues de vestida se sentaba á trabajar, miéntras el abuelo jugaba y reia con el niño.

Cuando por la tarde volvia su esposo, Margarita conocia sus pisadas; dejaba su labor, y tomando al niño en los brazos, salia á recibirle. ¡Cuán dichoso debia sentirse aquel hombre al estrechar contra su corazon á su angelical esposa y á su inocente hijo! Muy grande debia ser su ventura, pues se grababa en todas sus facciones con caractéres visibles y profundos.

Miéntras comian, no cesaba yo de oir la risa sonora y dulce de Margarita; no obstante, el corto tiempo que permanecian en la mesa acusaba la frugalidad de los manjares.

Muchas noches alcanzaba yo permiso de mi madre para pasar la velada en casa de Margarita: ésta acostaba á su hijo y volvia á su bordado, miéntras mecia la cuna con su lindo y ligero pié: á las diez dejaba la aguja y tomaba un libro, en el cual leia con dulce voz hasta las doce.

¡Cuán atentos estábamos á la lectura su padre, su esposo y yo! Sentado el anciano enfrente de ella, escuchaba su voz en una especie de éxtasis, y el jóven esposo, con la mejilla apoyada en la mano, parecia pendiente de los labios de Margarita.

Ésta tomaba los libros que más le agradaban en la biblioteca de mi padre, y la eleccion de ellos atestiguaba más que nada la lucidez modesta de su talento; de un talento que brillaba con la suave y grata belleza de la perla, sin deslumbrar, como el diamante, con sus soberbias facetas.

III.

Todo lo bueno es poético y bello, y la mujer ha recibido de la naturaleza la mision de sembrar con flores los eriales de la vida; mas para que la cumpla es preciso que desde muy temprano se procure elevar su entendimiento, y se la enseñe el amor de lo bello en lo moral, en lo intelectual y hasta en lo físico.

Se ve muchas veces á una jóven dulce, poética, elegante, casi ideal ántes de casarse, convertirse despues de casada en una mujer colérica, prosaica y vulgar, y no hace mucho tiempo que sostuve yo con una amiga mia el diálogo siguiente:

--¡No te conozco! ¿Qué genio maléfico te ha vuelto tan descuidada, no sólo para tu casa, sino tambien para tu persona? ¿Quién te ha cambiado así?

--¡El fastidio!

--¿Te aburres?

--¡Mortalmente! ¿Para qué violentarme ya? Mi marido sólo está en casa á las horas de comer y dormir, y no repara en que la casa esté peor ó mejor arreglada; la he dejado al cuidado de los criados.

--¡Yo sé que ántes él enseñaba su casa con cierto orgullo á sus amigos!

--No merece la satisfaccion de ese orgullo el que yo me moleste cuidando de mil detalles fastidiosos.

--Y sin embargo, querida Julia, esos detalles son los que, á semejanza de las ligaduras invisíbles de Gulliver, sujetan á los hombres á su hogar.

--No lo creas; no reparan en esas pequeñeces.

--Quizá te engañes... pero ¿y tu persona?

--¿Para qué cansarme en un peinado esmerado y en cambiar cada dia de traje?

--¡Tu elegancia era lo que más agradaba á tu marido! ¿No te acuerdas?

--Para un marido nunca es elegante su mujer, y las admiraciones de novio de mi esposo, cesaron el dia en que se casó conmigo.

--¿Quién te ha dicho eso? ¿Piensas que los gustos y hasta las ideas de un hombre varian en un dia? ¿No temes que se halle mejor que en su desordenada casa, en otra mejor cuidada y más elegante? ¿No temes que alguna coqueta le prenda en sus redes?

--Yo no tengo tiempo de pensar en esas cosas, contestó Julia, herida por mis observaciones; mis hijos me ocupan mucho: una esposa, una madre, debe cuidarse ante todo de sus deberes.

--Uno de sus primeros deberes es agradar á su marido; no le basta con ser virtuosa, aburriéndose: debe ser bella y feliz.

La pobre Julia no tuvo la fortaleza de violentarse un poco, y todas sus buenas prendas de madre excelente y de ama de casa, no evitaron que mis temores se realizasen.

El hogar doméstico sin poesía es para el espíritu fuerte del hombre una cárcel mezquina y helada: si la mujer sabe embellecerlo, es el oásis donde crecen palmas y flores, donde el agua murmura dulcemente, donde el alma reposa de las luchas y de los dolores de la vida.

LOS CELOS.

I.

No hace muchos dias que me hallaba yo por la noche en casa de una señora, que tiene dos hijas encantadoras.

La mayor, llamada María, cuenta diez y seis años, y es perfectamente bella, y ademas un ángel de bondad y de dulzura.

La segunda, nombrada Isabel, es mucho ménos bonita y su aspecto es constantemente triste y desapacible.

La madre prefiere á la mayor, y, fuerza es confesarlo, hay muchas personas que la prefieren tambien.

La noche de que voy hablando me fijé con más atencion que de costumbre en la expresion del semblante de Isabel, y hallé en ella alguna cosa de acre, de amargo y triste.

--¿Qué tiene? le pregunté á su madre, mostrándola á la pálida niña, que muda é inmóvil permanecia en un rincon.

--Tiene celos de su hermana mayor, me respondió.

--¡Celos! repetí, eso no puede ser; los celos son hijos del amor; si estas dos niñas tuvieran otra edad, y amáran al mismo hombre, podria decirse que Isabel tenía celos de María. Así es imposible.

--¿Acaso los celos sólo pueden nacer del amor?

--Sólo: no habiendo amor no hay celos: lo que Isabel siente es envidia.

--¿No es la misma cosa?

--No, señora; en los celos hay cierta nobleza y cierta abnegacion; en la envidia todo es pequeño y miserable; pero la envidia puede curarse, y la curacion de los celos es muy difícil, si no imposible.

II.

Entre las mil torturas que afligen á la mujer, que martirizan su corazon, que amargan su vida, hay algunas que ella misma se inventa por la actividad de su fogosa imaginacion, por la extremada debilidad de su espíritu, ó por efecto de su educacion descuidada.

De los más amargos dolores que se crea, son la envidia y los celos.

Los celos, dardo emponzoñado y forjado por el infierno.

La envidia, sierpe venenosa, que roe el corazon de que se posesiona, hasta dejarlo vacío como un sepulcro.

La envidia nace de la pequeñez del alma; los celos, de la gran sensibilidad del corazon.

Suele vituperarse á una persona que tiene celos, pero se la compadece siempre.

Una persona envidiosa solamente inspira desprecio, y todo lo que en su favor alcanza, es una lástima desdeñosa.

Los celos engendran el ódio; pero en cuanto el celoso es feliz, compadece á la persona sobre la cual ha triunfado.

La envidia no conoce la compasion; el envidioso quisiera que el mundo entero fuera desgraciado, para reunir él todas las riquezas y todas las prosperidades.

Los celos se sienten únicamente cuando un amor grande, inmenso, llena el corazon.

Si causa dolor el que la persona que los inspira sea bella, rica y esté dotada de relevantes cualidades, es tan sólo porque estas ventajas conquistan el amor que el infeliz que los siente quisiera para sí.

Los celos ambicionan amor.

De todo lo demas, ni siquiera se acuerdan.

III.

Deplorable cosa es que los celos debiliten el ánimo y quiten la facultad de reflexionar; porque, á no ser así, las desdichadas, heridas de esa pasion podrian conjurar el mal en vez de acrecentarlo, entregándose á los extremos de un violento dolor.

Oid, las que sufrais ese tormento, el consejo de una amiga vuestra: no os quejeis demasiado, no hagais del llanto vuestra ocupacion contínua, no deis al mundo el espectáculo de vuestra pena; ocultadla, si os es posible, porque vuestros lamentos, vuestras lágrimas, vuestro dolor, no es probable que os ganen de nuevo el corazon que hayais perdido.

No intenteis tampoco vengaros, aconsejadas de vuestro despecho, pagando desvío con desvío é infidelidad con infidelidad: entónces perderíais tambien lo único que puede serviros de consuelo: perderíais la paz de la conciencia y el derecho de levantar la frente limpia de toda mancha.

Una suave y digna resignacion, una conducta irreprensible y decorosa, una firmeza noble é igual en los modales, y una prudente reserva en la vida íntima, quizá os devuelvan el sitio que es vuestro, en los corazones que hayais perdido.

Nada de quejas, nada de lágrimas, nada de súplicas; no seamos ni víctimas ni verdugos, porque es tan degradante y tan odioso lo uno como lo otro.

IV.

Mujeres conozco que han atormentado de tal suerte á sus maridos, con celos infundados, que aquéllos tenian por la mayor desgracia el quedarse solos con ellas; las mujeres de que os hablo les contaban los minutos que estaban fuera de casa y el dinero que gastaban; les impedian cumplir en sociedad con los deberes de buena educacion; les pedian cuenta de todas sus acciones, de todos sus pensamientos, y cuando los sabian, les regañaban sin cesar.

Los maridos así asediados no tardan en engañar á sus mujeres.

Les ocultan que han ido al café, como si esto fuera un pecado mortal.

Si han ido al teatro, les dicen que han estado acompañando á un amigo enfermo; y poco á poco dejan de amarlas, y el hastío más profundo se apodera de su vida, hasta que hallan una mujer amable, graciosa, coqueta, que les seduce con un carácter completamente opuesto al tiránico de sus esposas.

El hombre ha nacido libre, y libre debe vivir. Conquistad el corazon de vuestros esposos, no con la virtud ceñuda, sino con la virtud dulce, con la bondad, con la coquetería.

Hacedles agradable su casa y amable vuestro trato; sed sus amigas, partid sus alegrías, consolad sus tristezas, endulzad sus dolores, cuidad sus enfermedades; procurad que nada les falte en las comodidades del hogar; velad por los intereses de la casa, que son los de ambos; haceos, en fin, necesarias á su dicha y dejadlos libres, completamente libres.

No les pregunteis adonde han ido, que ellos mismos os lo dirán.

No les pregunteis el dinero que han gastado, que los humillais; y las heridas del amor propio son las que ménos han de perdonaros.

El hombre es el jefe natural de la familia y el dueño de su casa; para impedir sus extravíos no teneis más medio lícito que imperar en su corazon.

Y si os ofenden, sed templadas y generosas.

No rechaceis con dureza al que os ofendió cuando os dé alguna muestra de arrepentimiento, por ligera que sea; no os vengueis de él cuando la sociedad le arroje lleno de amarguras y decepciones.

Vosotras, dichosas criaturas, que estais escudadas y protegidas con un amor tierno y profundo, no le perdais por vuestra imprudencia é impremeditacion.

No pidais al hombre más de lo que puede concederos; no querais violentar sus gustos, sus sentimientos, sus inclinaciones.

Respetadle al mismo tiempo que le ameis; pero sabed haceros precisas á su bienestar, á su dicha, á su vida doméstica, que es la sola ciencia y el gran talento que debe ostentar la mujer.

ENFERMEDAD MORTAL

I.

Voy á dedicar á mis amables y benévolas lectoras una noticia de las necesidades del dia.

Estamos atacados de una enfermedad mortal: del amor al lujo desenfrenado; nos importa ménos ser que parecer; la vanidad nos mata; el mal ha llegado á las mujeres, y éstas están más profundamente heridas que los hombres.

La mujer no vive hoy por el corazon, vive por el cerebro: casi todas anhelan ese ruido que se llama celebridad; nuestras madres cifraban su gloria en el silencio en que se dejaba su nombre, y el elogio que más deseaban era que no se hablase de ellas ni bien ni mal: hoy las mujeres quieren ser citadas por su belleza y su elegancia en los periódicos de sport y de high-life; esto constituye su alegría y la gloria de su familia.

Nunca la acre sed de goces ha abrasado con un fuego más devorador las entrañas de la humanidad; nunca las tendencias materialistas se han dibujado tan claramente como en nuestros dias, y como no hay hecho aislado en el mundo, todo se encadena y todo se deduce con una lógica inflexible y despiadada.

Lo caro de las habitaciones y su suntuosidad (algunas veces vulgar) trae el lujo exagerado del mobiliario; nadie se atreveria á poner una sillería de reps de lana en un salon deslumbrante de dorados.

Son precisos el damasco y el brocado esmaltado de flores que se inventó para Mad. de Pompadour.

¿Y qué contraste haria un traje sencillo con estas suntuosidades, con esas espléndidas colgaduras?

Las fábricas de Lyon no saben ya tejer raso, gro y terciopelo que sean bastante ricos, y estos trajes exigen como complemento indispensable las joyas; los diamantes juegan sus luces en torno del cuello, y las perlas del más grande tamaño lucen, en los pendientes y en los brazaletes, su deslumbradora blancura.

El traje de los señores se refleja fatalmente en la librea de los criados; los lacayos se doran á fuego en todas las costuras; y no siendo posible usar tanta esplendidez en un coche de alquiler, la señora tiene sus caballos y su carruaje; el gran cupé para salidas de noche; para el paseo la carretela de ocho resortes.

¿Y quién paga? El marido sin duda, á ménos que le sea imposible soportar ese lujo... porque, en fin, lo imposible nadie puede hacerlo... pasemos... alejémonos pronto... nos hallamos al borde del abismo.

II.

Otro rasgo fatal del cuadro de nuestras costumbres es la tendencia, cada dia más clara y más audazmente confesada, de una sensualidad que se desborda; la preocupacion de comer y de beber bien ha invadido á todos; la cocina tiene hoy sus periódicos como el salon, y los más acreditados publican de contínuo la lista de un menu variado y espléndido.

No se habla más que de salsas y de zumos, de entremets y de hors d'œuvre incitativos; el lujo de la mesa ha seguido la misma progresion que todos los otros; una comida es hoy un gran negocio que cuesta mucho dinero; ya no es permitido á nadie el dar de comer á sus amigos, sin ceremonias; el comedor se ha vuelto un campo cerrado como el salon; todas las rivalidades se encuentran allí y se libran una batalla: allí tambien se hace gala de ingenio y de magnificencia; allí tambien se lucha en excentricidad.

Se violenta el órden de las estaciones, se sirven primicias marchitas y costosas mucho tiempo ántes de que la naturaleza, que hace bien lo que hace, les dé madurez sabrosa; se sirve, más para los ojos que para el paladar, á la rusa, con una abundancia exagerada de cristales y luces, con surtouts de plata, de los cuales el precio podria pagar una aldea.

Se trae de todos los países el fondo mismo del festin: bien fácil sería dar una leccion de geografía en cualquiera de esas comidas, ó, más bien, recibirla del maestre-sala ó jefe de comedor, sólo con que él nombrase los platos presentes: el caviar viene de San Petersburgo; el sterlet, del Volga ó del Moldau; las lenguas de venado, de Noruega; los jamones, del condado de York; los mariscos, de Escocia; los faisanes, de Bohemia; los pollos, de Rusia; los lomos de oso, de los Alpes ó de los Pirineos.

Todavía queda el capítulo de las excentricidades: se cortan chuletas de una langosta y se presentan liebres asadas sin despojarlas de su piel: no hace muchos dias asistí á una comida que empezó por una sopa de nidos de golondrinas, traidos expresamente de China con este objeto; otro de los platos era un gigantesco pastel de corazones de palomas, que habia debido costar más dinero que el que necesitan seis familias indigentes, para alimentarse durante un año.

Los vinos no pueden quedarse detras de los manjares, ni como variedad ni como calidad; y como la produccion ha llegado á ser inferior al consumo, su valor ha ascendido á un extremo fabuloso.

Mas ¿qué importa? ¡Cuanto más caro cuestan estos vinos, más cantidad se desea beber! Y sin embargo, esta profusion ruinosa no puede ser agradable. El anfitrion que hace colocar diez copas delante de cada plato, no posee el verdadero sentido de las cosas; esos aromas distintos, y algunas veces opuestos, que es preciso saborear en un reducido espacio de tiempo, deben perjudicarse los unos á los otros; y sin embargo, los criados, pasando por detras de los sillones de cuero de Rusia que ocupan los convidados, van nombrando pomposamente el Montrachet des Chevaliers, el Clos-Vougeat del 54, el Johanisberg sellado del Príncipe, el Tockay de Esterhazy, el Chateau Larose y el Chateau Iquem.

Estas bebidas, dignas de las mesas de los reyes, se suceden en un opulento desórden; el caso es deslumbrar á los convidados, que envidian no poder hacer otro tanto. ¿Qué importa el precio de esta satisfaccion?

III.

Estos hechos son desgraciadamente de una autenticidad indiscutible, y estos hechos ¡ay! acusan un desórden crónico y profundo que podria llegar á ser incurable, porque no hiere sólo al alma, hiere tambien la economía social y lleva inevitables y crueles perturbaciones al seno de las familias.

Este cuadro de delicias y de locos gastos, dibujados por mi débil pluma en las más altas regiones de la sociedad, tiene sus copias cada dia más numerosas en la clase media; el mal lo invade todo, y de él nace esa sed de especulaciones temerarias, esa fiebre de agiotaje, que es tambien uno de los rasgos característicos de la época: hay necesidad de improvisar recursos y de encontrar en la especulacion el dinero que no da ni el patrimonio, ni tampoco el trabajo; ese otro patrimonio de la honradez y del decoro.

Mas ¡ay! la fortuna ciega suele recoger lo que ha dado, y despues de haber dejado saborear las alegrías peligrosas de una riqueza ficticia, hace parecer más amarga la pena de una ruina demasiado positiva.

Una sola cosa puede traer al mundo social una reaccion provechosa; el amor, es decir, la mujer. Tenemos en la naturaleza un tipo encantador: la jóven, la hija de familia; ella trae á la existencia real su frescura nativa, su dulce brillo, su gracia inocente; el corazon se dilata á la vista de esa primavera de la vida. Cuando se aproxima, se serenan como por encanto las tormentas del alma; los ménos buenos temen turbar la atmósfera de calma y de serenidad que rodea su inocencia; cada uno se vuelve mejor cuando está á su lado.

¡Jóvenes amigas mias! Á vosotras, y sólo á vosotras, toca traer el remedio con vuestras inocentes manos para esta llaga inmensa; casaos con el alma enamorada y no por cálculo ó por interes; y si amais de véras á vuestros esposos, no les pediréis un lujo desenfrenado y loco; os avergonzaréis de esa lucha con las demas mujeres y de esas exigencias que se tragan el sosiego y se pueden tragar el honor de la familia.

El desenfreno de que Francia ha dado tan largo y triste ejemplo ha sido su ruina. ¡Escarmentemos al recordar la nueva Nínive, abrasada por la justicia celeste!

LA ROMERÍA DE SAN ISIDRO

I.

El dia 15 del florido mes de Mayo del año de gracia de 1872, y apénas la aurora asomaba en el oriente su bello rostro, una jovencita, no ménos linda que aquélla, abria la pequeña ventana de una buhardilla, situada sobre el tejado de una hermosa casa que ocupa el número 40 de la espléndida calle de Alcalá.

Algunas de vosotras, lectoras mias, no sabréis acaso cómo son las buhardillas de Madrid: exteriormente tienen la forma de una caja de muerto, colocada sobre el tejado: tantas buhardillas, tantos ataudes que rematan en una ventana pequeña y guarecida de vidrios.

El interior es algunas veces hediondo y triste: esto sucede cuando las habita la miseria: mas si es la pobreza la que se aposenta en ellas, entónces son alegres, risueñas, aseadas, y en cada ventana hay una ó más macetas de flores y hierbas de olor.

Porque entre la pobreza que cuenta con lo necesario, y la miseria que de todo carece, hay un abismo.

La buhardilla á cuya ventana se habia asomado la jovencita tenía en el exterior un aspecto alegre: dos macetas de barro encarnado hacian centinela á la ventanita, y contenian: la una, un alelí cuajado de flores encarnadas, y la otra, una frondosa mata de sándalo: en las vidrieras se veian cortinillas de muselina blanca cogidas con unos lacitos de cinta rosa.

La jóven asomó su bella cabeza, peinada ya, rosada y alegre: dos gruesas trenzas de cabellos castaños se enlazaban en un ancho rodete en aquella cabeza llena de animacion y de gracia: el cabello de las sienes se levantaba naturalmente ondeado, y sus ojos castaños, con largas pestañas negras, recorrian el sereno horizonte que puro y sin nubes, presagiaba un dia sereno y radiante.

--Pero, hija, ¿ya te has levantado?--preguntó desde el interior de la habitacion una voz femenina.

--¡Sí, ya estoy peinada, madre! Vamos, vístase usted para marcharnos, que voy á llamar á la señorita Julia: aunque ella irá á las ocho en el coche con el señor Marqués, me dijo que la llamase temprano.

La jóven dejó la ventana abierta, salió de la buhardilla y bajó corriendo cuatro pisos, hasta llegar á la magnífica puerta del principal; llamó y un criado vino á preguntar quién era.

--Diga V. á la doncella de la señorita que la llame para ir á San Isidro,--dijo la muchacha,--tiene que ponerse un vestido nuevo y necesita tiempo, segun me dijo anoche.

II.

Una hora despues la graciosa habitante de la buhardilla subia con su madre á uno de los muchos ómnibus que conducen, á 2 rs. por asiento, á los infinitos romeros que acuden á San Isidro.

La muchacha se llamaba Juana y era de oficio ribeteadora ó costurera de botas de señora: tenía diez y siete años y vivia con su madre, viuda; ésta habia sido nodriza de la hija del Marqués que ocupaba el cuarto principal de la casa, y que las queria mucho por su honradez y por ser Juana hermana de leche de su hija.

Juana llevaba vestido de percal de 3 rs. vara, de fondo blanco y lunares negros, pañuelo de talle de crespon amarillo, bordado con sedas de colores, delantal negro de tafetan, collar de corales y pendientes de lo mismo; una rosa lucia su fresco colorido al lado izquierdo de la cabeza, colocada entre las ricas trenzas de la jóven. Su novio, que era el primer oficial de la tienda donde Juana trabajaba, las esperaba en el ómnibus que, lleno ya, echó á correr al trote de sus cuatro caballos.

La pradera de San Isidro presentaba el golpe de vista más pintoresco: la citada fiesta no es otra cosa que la romería de los habitantes de Madrid á la ermita del Santo labrador, patron de la villa, que está al otro lado del Manzanáres, y que fundó la Emperatriz Isabel, esposa de Cárlos V, quien la hizo edificar el año 1528, en agradecimiento de haber recobrado la salud el príncipe don Felipe, su hijo, con el agua de la fuente inmediata, abierta por el Santo, segun la tradicion, con un instrumento de labranza.

La capilla está situada en uno de los cerros más elevados de las cercanías de la córte, y desde la puerta se descubre un animado panorama: despliéganse, en primer término, los verdes arbolados del Canal, y en lontananza progresiva parte del real sitio del Buen Retiro, algunos pueblecitos de los alrededores de Madrid y los lindos jardinillos del Campo del Moro, Cuesta de la Vega y Montaña del Príncipe Pío: en los últimos horizontes se ven las cumbres del Guadarrama cubiertas con su manto de nieve: en la colina de la ermita el cielo es más azul, el aire más puro y la vegetacion más risueña.

III.

Juana, su madre y su novio, desembarcaron del ómnibus á la entrada de la pradera, donde la animacion rayaba en frenesí; por entre las dilatadas calles formadas con los toldos de las tiendas y llenas de puestos de rosquillas, de frutas, de telas, de juguetes, de fondas, de botijos llenos de leche del inmediato pueblo de las Navas, y de confiterías ambulantes, bullia una muchedumbre inmensa: el pueblo, engalanado con sus mejores trajes, se mezclaba con las damas más opulentas, con las hijas de la aristocracia, que, vestidas de percal, habian ido á dar una vuelta: la ermita despedia sin cesar oleadas de gente, y á la espalda, al derredor de la fuente, la muchedumbre se apiñaba para beber el agua bendita: las fondas estaban ya llenas; en los salones de baile, formados con viejos tapices y cortinas, sonaban las músicas; los caballos de madera del Tio Vivo volteaban llenos de retozonas parejas; los vendedores gritaban para animar la venta, que por cierto ya no podia estar más animada: como dice un excelente escritor español contemporáneo: «Los ejércitos de Jerjes, Tamerlan y Napoleon, reunidos y con ayuno de tres dias, no devorarian ni beberian de seguro lo que en la pradera se bebe y se devora el 15 de Mayo de cada año; podríanse edificar torres de pan, ciudadelas de rosquillas y bollos del inmediato pueblo de Fuenlabrada; castillos de chuletas: pirámides de frascos de licor, de dulces, asados y otros artículos de fonda y repostería; formaríanse arroyos de aguardiente, rios de licores y océanos de vino. Cada tenducho al aire libre, cada barraca mal cubierta, cada fonda improvisada de lienzos, palos, esteras ó tablas, con pretensiones artísticas algunas de ellas, ostenta ya al lado, ya sobre la techumbre, abigarradas banderolas, y en su parte anterior aparadores más ó ménos surtidos, así de comestibles y bebidas como de santos y figuras de barro, madera y plomo. ¿Qué pueblo, qué país no envidian nuestras romerías, y en particular la de San Isidro en Madrid? Hasta los franceses, que son gente de broma, se quedan con la boca abierta contemplando tan bello espectáculo: nada dirémos de los alemanes y de los ingleses, cuyas fiestas populares son, en comparacion de las nuestras, fiestas de difuntos.»

Juana, su madre y su novio, aunque acostumbrados de todos los años á ver este espectáculo, quedaron contemplándole llenos de admiracion.

--¡Mire V. cuánto coche, señora Pepa! dijo el zapatero, airoso jóven que vestia pantalon ajustado color de rata, chaqueta de paño fino azul, sombrero hongo y camisa con chorrera.

--¡Y de qué distintas figuras! observó la buena mujer, colocándose bien en el brazo una cesta de mimbres que llevaba cubierta con una blanca servilleta, y que contenia el almuerzo de los tres, preparado la noche anterior.

Con efecto: en la falda de la pradera se veia una nube de carruajes que iban y venian en todas direcciones: veíanse en revuelta confusion la opulenta carretela, la tartana oriunda de Valencia, el fiacre, el vivaracho tres por ciento, la pesada galera, el carromato perezoso, el ómnibus que se asemeja á una barca veneciana, el coche de principios del siglo, semejante á un castillo gótico medio arruinado, y la calesa clásica del año ocho, pintarrajeada, retozona y saltarina, ocupada por un matrimonio jóven ó por una amante pareja del barrio de Lavapiés.

--Madre, dijo Juana: ¡mire V. en aquella carretela azul con caballos oscuros á la señorita Julia con el señor Marqués! ¡Mírala, Antonio, qué guapa viene! Trae vestido lanilla de rayitas blancas y azules, sombrero de paja y sombrilla azul. ¿Verdad que es muy bonita?

--¡Más lo eres tú! respondió el zapatero mirando á su novia tiernamente.

--¡Quita allá, zalamero! dijo Juana dejando, no obstante, asomar á sus ojos la alegría que llenaba su corazon, por aquella amorosa respuesta.

IV.

Algunos instantes despues detuvo el cochero el soberbio tronco de la carretela, bajó el Marqués y dió la mano á su hija. Juana corrió hácia ellos: su madre y su prometido la siguieron.

--¿Has paseado mucho, Juana? ¿habeis almorzado ya? Papá y yo vamos á tomar algo á esa fonda, y despues de dar una vuelta por aquí nos volverémos á casa, dijo la hija del Marqués.

--Pues nosotros, hija mia, dijo la señora Pepa, que llamaba de tú á la que habia alimentado á su seno, traemos el almuerzo, porque aquí todo es caro y malo: anoche arreglé una menestra con jamon y una tortilla.

--Siéntense VV. á almorzar donde yo los vea, dijo el Marqués, para que les envie Julia los postres y el café, y yo unos cigarros puros.

--Allí madre, dijo Juana, en ese jardinillo, al lado de la fuente.

--Vamos allá, y tantas gracias, señor Marqués, dijo el zapatero.

Extendiéronse dos blancas servilletas sobre la hierba, y madre, hija y novio empezaron á comer la menestra con apetito: el vino se compró en un puesto inmediato.

El Marqués y su hija entraron en la fonda de enfrente, y pidieron leche de las Navas y fresa, sentándose en la única mesa que habia desocupada.

Al empezar Juana á partir la tortilla, que era el segundo plato de su almuerzo, llegó un criado de la fonda conduciendo una bandeja con pasteles, un plato de fresa, un mazo de cigarros habanos y el café prometido.

Media hora despues el círculo se habia ensanchado con algunas amigas y conocidos que tocaban guitarras, bandurrias y panderos y cantaban alegremente, en tanto que Juana y sus amigas bailaban con sus novios.

El Marqués y su hija se hallaban de vuelta á las doce y almorzaban en su elegante comedor de Madrid.

Juana, su madre y su novio volvian al anochecer, acompañados de varios amigos de ambos sexos, y engrosando el cordon humano que llega desde la cuesta de la Vega hasta la ermita del Santo y que no se habia interrumpido en todo el dia.

¡LIBERTAD!

I.

Una de las palabras más bellas que contiene el diccionario de la lengua es la que sirve de epígrafe á estas líneas, cuando no se la da una aplicacion viciosa, como suele acontecer; y, sin embargo, si hubiera un diccionario aparte para nuestro sexo, era la primera que en él debiera suprimirse.

La dependencia, si es un yugo para la mujer, es tambien para ella el amparo, la proteccion, y debe desear solamente que no se lo impongan de hierro, y que aunque ciña su cuello, deje á su corazon y á su pensamiento la facultad de obrar los prodigios de bondad que nuestro sexo sabe llevar á cabo.

Por eso la emancipacion de la mujer es un sueño peligroso, y llegaria á ser una gran desgracia si se realizase.

La mujer para ser dichosa necesita de amparo y proteccion, moral y materialmente hablando, y el dia que lo olvide, puede decir que ha arrojado al abismo todas sus probabilidades de dicha, y debe resignarse á una vida solitaria y triste, que debe considerarse como una muerte moral.

II.

Acaso esta necesidad de apoyo en la mujer consiste en su educacion atrasada, y en que ningun estudio serio ha venido á endurecer su carácter y á dar un temple firme á su corazon; más la verdad, esto, á mi juicio, le hace muy poca falta, y con tal que sepa lo necesario para dar á sus hijos la educacion moral y religiosa que necesitan, con tal que enseñe á sus hijas á ser buenas esposas y buenas madres, ha llenado por completo su modesta, pero importante mision.

Creo, ademas, que á ningun español le agradaria para esposa una mujer sábia y científica, que por ir á explicar una cátedra, dejase sus hijos y su casa á merced de los criados.

No es esto que yo abogue por la ignorancia de la mujer: pienso, al contrario, que debe cultivarse con cuidado su espíritu; pues como dice con mucha gracia una poetisa amiga mia,

No porque haya faroles en la villa,
Ha de estar el hogar sin lamparilla.

Pero esta lamparilla debe encenderse para que su suave luz ilumine á la familia y comunique un dulce y grato resplandor á la casa.

Nunca como hoy es necesaria la mujer en su casa: en otro tiempo, el hombre era el administrador natural de la fortuna de la familia; el que calculaba y el que cuidaba del porvenir de su esposa é hijos; hoy, sobre todo en Madrid, las discusiones políticas, las juntas patrióticas, los clubs, las manifestaciones en que de contínuo pasea las calles, absorben todo su tiempo, y apénas está en su casa las horas precisas para comer y dormir.

Si á la mujer se la hace sábia y se la da ademas la libertad de emplear y lucir su sabiduría, ¿quién velará por la fortuna y por la educacion de sus hijos? ¿quién por el buen órden de la casa, por la armonía interior, por el bienestar doméstico, único positivo de la vida?

El hombre, fatigado por las luchas de la política, por el malestar y las decepciones que traen consigo los negocios, necesita el fresco oásis donde descansar del abrasado arenal, que cada dia tiene que cruzar en el desierto de la existencia.

Cuanto más se haga dificultoso el camino, más la compañera que ha elegido necesita hacerle grato y sosegado el lugar del reposo. Al entrar en su casa debe hallar el dulce silencio de la paz y las melodías de la risa, que son la expresion de la alegría y de la felicidad: el órden, que es el bienestar, la armonía, que es la gracia, le harán grata la estancia en su casa, y tal vez, como el ilustre y desgraciado escritor Cárlos Bernard, tendrá el buen gusto de preferir el blando sosiego de su salon á las luchas de afuera, y á los salones donde impera la ambicion.

III.

El dilema es claro y cualquiera espíritu sano lo puede resolver sin dificultad.

Puesto que el hombre no está jamas en su casa, nunca como ahora ha sido la casa el lugar que debe ocupar la mujer.

Puesto que la mujer hace falta en la casa y no fuera, lo lógico es que se la eduque para la casa y que se la enseñe, no sólo lo necesario para dirigirla bien, sino lo preciso para que la embellezca: la música, el dibujo, los idiomas, para que pueda conocer la literatura extranjera con perfeccion, para que pueda elevar su entendimiento, cultivar su espíritu, empaparse en los buenos ejemplos é imitar los modelos de las virtudes.

Y puesto que la mujer tiene dentro de las paredes de su casa tan florido y tan bello campo donde moverse; puesto que tiene á su cargo la noble tarea de hacer la dicha de los suyos; puesto que le es dado pensar y sentir, ¿para qué necesita la libertad y para qué ha de dársele?

¿Qué puede hacer de su libertad la huérfana que ha perdido á los autores de sus dias?

¿Adónde irá sola? ¿Podrá viajar? ¿Podrá presentarse en los salones sin una compañía respetada y respetable? ¿Podrá recibir á sus amigos? ¿Qué hará, pues, de su libertad? ¿Qué objeto tiene?

La libertad completa se llama y debe llamarse aislamiento, tratándose de la mujer, que se mueve en una esfera muy limitada, esfera de sentimiento y no de pasiones é intereses materiales.

La que pierde á un marido á quien amaba, ni estima su libertad ni hace tampoco uso de ella. ¿Qué hay comparable al lazo de flores de una union feliz? ¿Qué hay en el mundo más bello que las dulces alegrías de una union legítima, bendecida de Dios, aprobada por los hombres, sancionada por todas las leyes morales, indisoluble por las armonías del alma y por las afinidades del espíritu? Y cuando todo esto se ha perdido, ¿hay acaso fuerza en el alma para tratar de buscarlo de nuevo? ¿Hay probabilidades de hallarlo, aunque se busque? ¿Qué es la libertad, cuando se ha perdido aquel bien inapreciable, que es tan raro en la vida, y por lo mismo tan precioso? Las vulgares coqueterías y los afectos vulgares, ¿podrán llenar aquel vacío?

IV.

Áun la mujer que ha quedado libre por la muerte de un marido que valia poco, queda más oprimida con su libertad que ántes se hallaba con su esclavitud, porque en el mismo sufrimiento, llevado con resignacion, hay siempre consuelo, como compensacion otorgada por el cielo al deber cumplido; la vida sin deberes es una vida estéril, triste, más triste que la que tiene rudas obligaciones que llenar.

Es preferible vivir en el dolor á vegetar sin emociones y sin afectos; es preferible sufrir á no sentir nada.

Las palabras deber y sacrificio son incomprensibles para las almas débiles y los espíritus viciados; mas para las organizaciones escogidas y nobles están llenas de encanto, y en el cumplimiento del deber, en la abnegacion del sacrificio, hallan sublimes compensaciones.

¡Ay de aquella que no tiene deberes que cumplir! ¡Más ganaria en tenerlos muy rudos!

Sólo cuando la mujer ha llegado al invierno de la vida es cuando puede considerarse un tanto libre á costa, sin embargo, de estar más aislada. Con los cabellos blancos puede salir, recibir é ir á todas partes sola; pero, ¡á cuán subido precio habrá comprado esa independencia!

--La vida acaba donde termina el amor--dice San Bernardo, y nunca como en la vejez se ansía inspirar y sentir afecciones verdaderas y legítimas.

Amemos los lazos que nos unen al deber, y no ambicionemos una libertad de que no sabemos qué uso hacer cuando el alma conserva su santo pudor.

EL CHISTE.

I.

La reputacion de bufo está hoy á la moda, y, sin embargo, me parece la ménos envidiable de las reputaciones.

Me gusta la seriedad en los hombres, y más áun en las mujeres.

No obstante, á mi juicio, el carácter de la seriedad en ambos sexos debe ser muy diferente. La seriedad varonil debe ser grave; la femenil, dulce.

La seriedad en la mujer, significa y debe llamarse dignidad; en el hombre es simplemente seriedad.

Repito que no me gustan los hombres chistosos: por lucir una gracia, por hacer alarde de ingenio, sacrificarán á su hermano, á su mejor amigo.

El chiste es siempre resbaladizo y peligroso; muchas veces es cruel: nada respeta, á todo se atreve, y por lo mismo prueba poca altura de sentimientos.

Pascal lo ha dicho: palabras chistosas, mala alma; y ésta es una de las verdades terribles del gran pensador.

Pero si el chiste es desagradable y antipático cuando lo usa un hombre, no sabria expresar lo odioso que me parece en una mujer.

La prefiero sentimental, romántica; prefiero uno de esos figurines atrasados, del tiempo de los poetas melenudos y llorones; una de esas mujeres que se rodeaban el rostro de tirabuzones (propiamente dicho) y bebian vinagre para palidecer.

Á lo ménos aquéllas lo amaban todo, todo lo lloraban, todo lo compadecian; y ésa es la mision de la mujer, ya sienta con mesura, ya exagere la expresion de sus sentimientos.

El chiste lo materializa todo, y el tomar la vida por su lado material es odioso tratándose de nuestro sexo. La mujer debe vivir sólo por el sentimiento y para el sentimiento: una mujer chistosa es una triste anomalía en su especie: más simpática es á mis ojos, como he dicho ántes, la romántica, y más lo es tambien la marisabidilla, porque ésta ama, como la otra, alguna cosa: ama el estudio y tiene la noble ambicion de poseer talento; pero las mujeres chistosas se inmolan á lo más prosaico, á lo más miserable de la tierra, sin mirar jamas al cielo, patria del alma.

II.

Yo amo á la mujer sonriente; pero me disgusta mucho riendo á carcajadas, porque la risa destemplada, brutal, por decirlo así, está siempre inspirada por el ridículo, es decir, por la muerte moral de alguno ó quizá de muchos seres.

Y ademas, ¿qué ternura puede existir en el corazon de una mujer que se burla de todo?

¿Qué hay para ella de sagrado, de noble é interesante?

La reputacion de chistosa es mortal para una jóven, porque se halla en completa oposicion con todas las leyes del pudor, de la dulzura y de la reserva.

El amor y la amistad huyen de ella asustados, porque el amor busca las almas que le ofrecen un nido de bellas y perfumadas flores, y la amistad no tiene la abnegacion que impide ver los defectos y que los perdona aunque los vea.

Reconveníase en cierta ocasion á una madre porque en vez de moderar la excesiva sensibilidad de su hijo, la excitaba, llevándole á socorrer á los pobres y á los enfermos y contándole historias tristes, y le decian que lo haria desgraciado afinando así las fibras más delicadas de su alma.

--Prefiero,--respondió aquella tierna madre,--el que mi hijo sea bueno á que sea feliz.

Admirable respuesta, y que prueba el temple de alma de aquella mujer superior.

III.

Se oye algunas veces decir:

«¡Qué alegre y animada es la señora A. ó la señorita X!...»

Es decir, ¡qué burlona, qué franca en sus modales, qué propensa á la hilaridad, qué chistosa, en fin!

¡Libre Dios á las amigas de mi alma de semejante elogio!

¡Líbreos Dios de él, mis amadas lectoras! El pudor, la decencia, la cortesía, la amable y santa benevolencia, tienen reglas fijas, é infringirlas es muy perjudicial y muy triste.

Ningun hombre valiente, generoso, dotado, en fin, de cualidades sérias, es chistoso.

Ninguna mujer suave, dulce, modesta, digna y bien educada lo es tampoco.

Hay, sí, en algunas almas una cierta alegría serena y pura que jamas ve negro en los horizontes de la vida, que mira cada cosa por su lado mejor, y que no se deja abatir por las penas pequeñas y mezquinas; pero estas bellas almas están dotadas de una esperanza, de una resignacion, de una tranquilidad, de una dulce alegría que no excluye el sentimiento, y que está muy léjos de la grosera y vulgar alegría que produce el chiste. Yo he dicho en una Plegaria á la Vírgen, que acaso conoceréis algunas de vosotras...

La vida es buena: si en el bien se emplea,
Resbala alegre en la modesta casa;
Risueña corre en la pajiza aldea,
Vuela feliz si en la opulencia pasa.

Sí; la vida es buena para el que trabaja, para el que piensa, para el que ama, sobre todo; y el que se burla de cuanto conoce, ni ama, ni espera, ni es feliz, porque la burla deja en el alma un sabor amargo.

IV.

Triste tarea es buscar en todo el ridículo, que es como si dijéramos, el padre del chiste: verdad es que hay gustos tan puros y tan nobles, que al instante le advierten; mas tambien la amable benevolencia de carácter trae la indulgencia consigo y suaviza todo lo que es desagradable á los otros. El chiste, no solamente nota el ridículo, sino que lo busca donde no existe, y ridiculiza todo lo que hay de más noble y más santo en la tierra, sin que los espíritus celestes escapen siempre de su tijera envenenada.

Yo veo siempre al chiste envuelto en un vapor de sangre, porque sé que un chiste ha costado la vida á muchas personas y la felicidad á muchas familias.

Así, pues, mis amables lectoras, reprimid todo lo posible la propension que sintais á reiros de algunas cosas y á ridiculizar otras; respetadlo todo, excusadlo todo, admirad lo bello, que esto hace bien al alma, y cuando veais al mal, llorad en vez de reiros.

Sólo una cosa ahoga el ridículo, la sangre; la persona de figura más risible, si al entrar en un salon dispara un tiro al primero que vea se burla de él, adquiere en el instante la terrible majestad del crímen y de la venganza.

Un chiste puede traer un ridículo incurable, y por lo mismo puede causar la muerte de alguno.

Que vuestros puros labios no se manchen jamas con la risa burlona y con las chanzas atrevidas: todos los seres de la creacion merecen nuestro respeto, y el más abyecto merece nuestra consideracion, nuestra simpatía, nuestra compasion siquiera.

El ridículo no está en lo que miran los burlones: existe, á mi ver, en su perversion interna; hay aberraciones en el espíritu, como en el cuerpo hay dolencias; pero si provocan una sonrisa no deben hacer que nos cebemos con malignidad en los que las padecen.

Sobre todo, jóvenes lectoras, á las que amo tanto y cuya felicidad tanto me interesa, huid de la reputacion de chistosas; y si vuestro carácter es alegre, que sea el rayo de sol que todo lo embellezca y fecundice, y no el relámpago de cárdena luz, que dé á los objetos tintas lívidas y sombrías.

DESALIENTO.

Lo primero, lo indispensable
es amar: no importa á quién, no
importa qué: amad, y estais
salvados...
(Dumas hijo.)
I.

--¿Para qué?

Ved aquí la terrible palabra que, como el soplo helado del cierzo, pasa sobre las flores tronchando sus verdes tallos, destruye la sávia de las ilusiones y seca todas las flores del corazon.

¿Para qué? es decir, ¿á qué conduce eso? ¿Qué beneficio ó qué placer me reporta? ¿Qué me importa la opinion ajena? ¿Qué el bien parecer? ¿Qué la dicha de los otros?

La primera vez que oí aquella terrible pregunta, un temblor doloroso se apoderó de mí, porque adiviné que salia de un corazon yerto y sin calor.

El que las pronunciaba era un hombre; un hombre que ya entraba en el otoño de la vida, y cuyas sienes estaban prematuramente coronadas de cabellos blancos.

Hablábale yo de su talento, que hacía tiempo no producia obra alguna, á pesar de ser universalmente reconocido; me quejaba de lo que llamaba su pereza, y le instaba para que trabajase como en otro tiempo.

--¿Para qué? me preguntó, encogiéndose de hombros con tristeza.

--¡Para qué! repetí; ¡para complacer al público y á sus amigos de usted!

Volvió á repetir el mismo triste y desolado movimiento.

--¡Para tener gloria ó aumentar la que ya ha alcanzado!

--¡La gloria es humo!

--¡Para ganar dinero!

--Me sobra con lo que tengo.

--Cásese usted.

--La mujer á quien amaba me ha engañado, y no puedo ya ponerme á la persecucion de un nuevo amor.

--¡Dios mio! si no cree V. en el amor ni en la gloria, ¿en qué cree?

--Casi en nada.

--¿Ni en la amistad?

--Ni en la amistad.

--Comprendo ahora el suicidio por la primera vez, pensé con tristeza.

--Así, continuó mi amigo, no hago esfuerzo alguno para salir del marasmo en que me encuentro: si voy á trabajar, no hallo motivo para ello; nadie me interesa ni á nadie intereso yo.

--¿No ama V. á nadie?

--Ya he dicho á V. que amé; amé con fe, con entusiasmo, con pasion, y fuí engañado... una mujer es la que ha llevado á cabo mi destruccion moral.

--Pero todas las demas no han de ser como esa mujer.

--La creia la mejor... piense V. cómo juzgaré á las otras; algunas veces he deseado volver á querer, y siempre me he hecho esta pregunta:

--¿Para qué?

--¡Fatal pregunta!

--Á la que contestan siempre la lógica y la razon.

--¿Qué responden?

--Que la dicha es un sueño; que todo es mentira en la tierra, y que sólo imperan en ella el cálculo y el egoismo.

Incliné la cabeza con amargo desaliento; no asintiendo á las ideas de aquel pobre sér desengañado, sino lamentando el no poder hacer brotar una flor en el erial de su corazon, disecado por el dolor.

II.

Era una hermosa tarde.

Moria el sol tras un alto monte, cuya falda se hallaba cubierta de verdor: grandes pinos y álamos gigantes crecian allí hacía muchos años, con la libertad que sólo es una verdad en la naturaleza: un arroyo murmuraba entre los árboles, y extendia su ancha cinta de plata entre una doble guirnalda de flores.

Todo amaba en aquella dulce y armoniosa soledad: las aves, que sólo piden el diario sustento, amor y espacio, cantaban el himno de despedida á la tarde: áun el sol iluminaba el valle con sus rojos resplandores, y ya la luna, como soberana de la noche, aparecia clara y serena en el cielo, pronta á derramar en la campiña sus argentados rayos.

Sentados el escéptico y yo al lado de una ventana, guardábamos silencio: yo contemplando el paisaje; él con la mirada fija en el vacío: áun resonaba en mi oido el eco triste de la conversacion anterior, y queriendo verter una gota de bálsamo en aquella alma ulcerada, buscaba sin hallar la idea de que debia servirme, y que no queria llegar hasta mi mente.

Al fin me aventuré con timidez á tomar la palabra; y digo con timidez, porque no hay nada que intimide tanto al débil y tierno espíritu femenil como la proximidad de un alma helada.--Ya que no ama V. nada,--le dije,--¿tampoco quiere V. nada ni á nadie?

--Creo que no.

--¿No tiene V. padres?

--Hace ya largo tiempo que los perdí.

--¿Ni hermanos?

--Tengo una hermana de leche, madre de cinco niños: me escribe cada mes.

--¡Luégo le quiere á V.!--exclamé alegre al ver este rayo de luz entre tantas tinieblas.

--No,--repuso él,--me escribe para que no se me olvide el enviarle la cantidad mensual que le tengo asignada: este mes la he remitido el dinero sin carta, y le importa tan poco de mí, que ni un renglon me ha dirigido para informarse de la causa de mi silencio; recibió el dinero y le basta.

--Escríbale usted.

--¿Para qué?

--Para saber de ella: acaso esté enferma.

Mi amigo meció negativamente la cabeza.

En aquel instante una mujer apareció en la calle de árboles que venía á espirar al pié de la montaña.

Venía lentamente y parecia agobiada por la fatiga: sus vestidos eran pobres y su rostro estaba cubierto de una extrema palidez: al pasar por el arroyo brilló en sus ojos una ráfaga de alegría: inclinóse y llenó el hueco de su mano de agua fresca, que llevó á sus labios: el descreido la vió, dejó su asiento, y como un mentís dado á su fatal «¿para qué?», se lanzó á su encuentro.

III.

--¿A qué has venido?--preguntó á la mujer tomándola una mano.

--¡A verte!--respondió ella,--muchos dias he estado esperando tu acostumbrada carta: al ver que no llegaba, he temido que te hallases enfermo.

--¿No ha llegado el dinero?

--Sí, ha llegado, pero ¡ah! ¿qué importa el dinero cuando se trata de tu salud?

Al hablar así aquella mujer, fijaba en su hermano de leche una mirada llena de ternura, y cubierta de lágrimas.

--¿Y has dejado á tus hijos?--preguntó él.

--Sí.

--¿Solos?

--Solos: la mayor cuenta ya diez años.

--¿Y los has dejado por mí?

--Sólo por verte.

IV.

Al siguiente dia la pobre viajera se hallaba en cama y atacada de una fuerte calentura; la fatiga de un largo viaje en un caluroso dia de Julio, habia encendido la sangre en sus venas.

La ciencia no pudo salvarla.

Dos dias más tarde las campanas doblaban por ella: murió con tranquilidad y sonriendo.

--¿Está V. arrepentida de lo que ha hecho? ¿ha sentido venir aquí?--la preguntó el sacerdote que asistia sus últimos instantes.

--No, padre mio,--contestó;--hice lo que mi corazon me dictaba; el Señor me ha llamado á sí, ¿qué más da en esta ocasion que en otra? ¡Hágase su santa voluntad!

Mi amigo no ha vuelto ya á pronunciar su terrible «¿para qué?»

Trabaja sin descanso para sus cinco hijos, como él llama á los huérfanos, y cuando la fatiga le abruma, mira al cielo con los ojos del alma, y allí ve la sombra de su hermana.

El sacrificio le ha mostrado el amor.

La muerte le ha mostrado á Dios: hoy su vida tiene un noble objeto: la felicidad de cinco desvalidas criaturas.

LA BELLEZA Y LA GRACIA.

Los años, los dolores, las tempestades
de la vida, marchitan
la hermosura y hasta destruyen
sus últimos rasgos: la gracia,
que nace del sentimiento de lo
bello y de una inteligencia superior,
la gracia sola, es inmortal.
(Anónimo.)
I.

No es la belleza sola la que adorais, vosotros, los que pretendeis ser héroes en el amor: yo os hago la justicia de creer que si pasais por delante del cuadro de Las tres Gracias, ó de la estátua de Vénus, les concederéis una mirada de admiracion y nada más.

Acaso podréis apasionaros con el entendimiento de una obra de arte y pasar largas horas extasiados ante una de esas dos bellas creaciones; porque el arte tiene inmensa é indefinible atraccion; pero esa admiracion apasionada os la inspirarán lo mismo Los Niños coronados de flores, del Dominiquino; El Caballero de Malta en oracion, de Hobemma, y la Joconda, anónima, que cada dia encadena á sus piés, durante algunas horas, á muchas grandes inteligencias, en el museo del Louvre.

La mujer que subyuga con un sentimiento grande y profundo es, á no dudarlo, algo más que bella: es preciso que tenga el supremo encanto de la gracia inteligente.

No hay duda en que la belleza admira á primera vista, pero la gracia atrae y cautiva con una fuerza irresistible.

Se ven hombres casados que poseen una mujer muy hermosa, y sin embargo, se apasionan verdadera y profundamente de otra tan poco favorecida por la naturaleza, que á primera vista no se comprende cómo pueda preferirla; pero si una persona inteligente trata con intimidad á la esposa y á la amada, pronto comprenderá la causa de que así suceda.

El libertinaje, que es vulgar, como todo lo malo, atribuye aquella sinrazon, muy general en la sociedad, á una bien pobre causa: afirma que la posesion apaga el cariño, y que la mujer propia, en el hecho de serlo, ya no puede ser amada, á lo ménos por largo tiempo.

Paréceme esto un grosero error; tanto valiera que el que ha admirado un soberbio lienzo de Rubens, en tanto que estaba de venta ó que le poseia un vecino suyo, lo arrojase á la calle á los dos dias de haber conseguido comprarlo.

Sólo en un caso podria comprenderse que lo hiciera; si el cuadro, desde el instante de estar en su poder, empezase á perder su brillante colorido, si se borrasen de él las huellas del genio sublime que lo habia producido y se convirtiese en un lienzo vulgar, se comprende que el poseedor se llamase engañado, se irritase y se olvidase de él.

No es, pues, la posesion lo que apaga el amor que inspiran las mujeres hermosas; es que si no tienen más que hermosura, la vista se acostumbra á ella, y no hallándose alimentada el alma, no hay amor que dure y que resista el cansancio.

Ademas, las mujeres son casi todas graciosas ántes de hallar un esposo: pero una vez conseguido, podria creerse que su gracia era un anzuelo, y que conseguida la pesca lo han arrojado como cosa incómoda é inútil.

Desde la hermosa Esther, reina de los judíos, que pasó de la esclavitud al trono, hasta nuestros dias, la mujer que quiere y sabe conseguirlo, es siempre adorable y adorada.

II.

He visto algunas mujeres que equivocan la gracia con el gracejo, y que sólo creen poseerla usando de maneras desahogadas y de palabras libres.

Eso no es la gracia; ó á lo ménos, no es la gracia tal como yo la entiendo y como se admira en la buena y culta sociedad.

La gracia es la reunion encantadora del candor púdico, de la decencia irreprochable, del natural cultivado, que se manifiesta con el lenguaje dulce y cortés: la gracia es un compuesto de benevolencia, de elegancia natural y perfecta, de maneras distinguidas: la gracia, cuando verdaderamente la posee una mujer, traspira en todo lo que hace, y en todo lo que toca, y hasta en todo lo que la rodea.

Una mujer dominante y de carácter duro é irascible, no tendrá jamas gracia; por eso las virtudes rígidas, severas, y perfectas en una palabra, tienen siempre muchos ménos adeptos que las amables debilidades de algunas mujeres: parece como que la mujer debe estar siempre envuelta en una delicada nube, que es la mitad decoro y la mitad coquetería, y que la gracia debe flotar en la atmósfera que respira, como un perfume impalpable.

La mujer es amable cuando llora, cuando rie y hasta cuando padece, si es que quiere serlo: siempre que se descubra en ella la gracia y la suavidad y que sus impresiones demuestren una alma noble y un buen corazon, puede estar segura de su imperio.

III.

No es la gracia patrimonio de la juventud y tambien le lleva ésta gran ventaja á la belleza: dos excelentes escritores franceses han demostrado que la mujer, en su edad madura, y áun en su ancianidad, puede poseer una gracia suprema. Mad. d'Aubray, adorable creacion de Dumas (hijo), es una prueba de este aserto, y Octavio Feuillet ha presentado otra no ménos convincente en su precioso proverbio titulado, La Partida de damas.

Las mujeres que más adoradas han sido, no han estado dotadas de gran belleza; ninguna de ellas pertenece á la tribu divina de que nos habla Balzac en La Coussine Bette.

Cleopatra, Mad. de Pompadour, Enriqueta de Inglaterra, María Antonieta de Francia, Isabel de Aragon, la Duquesa de Borgoña, la hija del Regente, Gabriela de Estrées y Agripina la Grande, no eran más que mujeres agradables; pero todas estaban dotadas de elevada inteligencia y de la gracia infinita que de ella nace, cuando á aquel dón del cielo va unido un carácter sensible y el sentimiento de lo bello, que revela una alma de artista.

Indudablemente, lo que comunica al trato más gracia y más encanto es una buena educacion: la grosería y la vulgaridad son insoportables: separad de las familias el delicado velo del decoro, y sólo quedarán las sinuosidades del carácter y lo prosaico, es decir, lo odioso de la vida: desnudad el amor de las atenciones, de las delicadezas; desposeedlo de una educacion perfecta y distinguida, y el amor morirá ahogado por el materialismo, como muere una bella rosa que ha nacido en un zarzal, sofocada por las punzantes ramas, que no permiten llegar hasta ella las brisas y el sol.

IV.

Puede asegurarse que la gracia en la mujer es producto de un bello y dulce carácter, ó á lo ménos de un deseo constante de agradar. El arte de decir á cada uno aquello que puede serle más grato; de complacer en la mesa individualmente; de hacer con talento los honores de un salon; de mantener la conversacion viva y agradable; de vestirse bien y segun conviene para cada hora del dia; de hablar con dulzura; de sonreirse á tiempo, y sobre todo de dar á cada uno en la sociedad el lugar que le corresponde, es lo que constituye todo lo que de explicable hay en la gracia; pero hay otros mil detalles que no se pueden definir, y que son los que constituyen ese encanto de algunas mujeres tan poderoso como irresistible.

Yo deseo á mi sexo, más que belleza, gracia; pues en ésta y no en aquélla estriba su imperio: aquélla puede compararse á una dalia, que sólo cautiva los ojos: ésta, á una rosa que satura de un precioso aroma el sitio donde reside.

LA VERDADERA CRISTIANA.

I.

Yo no sé á qué atribuir el que, por más que lo procuro, no puedo admirar á esas mujeres que se pasan la vida en las iglesias rezando partes de rosario y ensartando oraciones.

Cuando las veo, pienso, sin poderlo remediar, en que su casa estará muy mal arreglada, y sus hijos, si los tienen, muy mal cuidados, y en que sus maridos serán muy poco dichosos.

Me honro con la amistad de un virtuosísimo sacerdote, eminente en saber, y que derrama á torrentes la luz en la cátedra del Espíritu Santo, al cual he oido decir, hablando con una señora amiga mia y que se hallaba en mal estado de salud:

--No vaya V. á la iglesia, pues eso la puede hacer daño.

--Sólo voy á misa, respondió la doliente con alguna tristeza.

--No vaya V. á misa tampoco.

--Únicamente asisto los domingos.

--No vaya V. ni siquiera ese dia: el ambiente frio del templo la empeorará.

--¡Dios mio! exclamó mi amiga: ¡parecerá entónces que no soy cristiana!

--Dios está en todas partes, y de todas partes oye, señora mia: lea V. la misa en su casa, en su gabinete abrigado, sentada en un sillon, y por eso Dios no escuchará ménos sus preces que nacen del alma.

Mi amiga meció tristemente la cabeza, y despues de un rato de silencio, repuso:

--No se puede V. figurar, señor, lo angustiada que tengo la conciencia, ¡me gustaba tanto ir á la iglesia! ¡Aquel ambiente saturado de incienso, aquellas luces, la vista de las flores frescas en los altares, de las cuales yo enviaba algunas, la imágen del Redentor del mundo y de su Madre hacian bien á mi alma afligida, y hallaba la tranquilidad en mi conciencia, porque sabía que al ir á la iglesia cumplia con un deber!

--¡Hija mia, respondió con dulzura el buen sacerdote, el ir á la casa de Dios, donde tan dulce paz se respira, hacía bien, no á su conciencia, sino á su corazon: ha perdido V. al esposo, al compañero de su vida que la amaba, al objeto de su único amor, y sólo ante el que es el supremo consolador de todos los dolores halla paz su pecho dolorido!... Y bien; no confundamos el deber con el egoismo, como tantas veces hacemos: léjos de tener su conciencia intranquila por no poder ir á la iglesia, resígnese á esta privacion, y llévela con paciencia por el amor de ese mismo Dios.

--¡Ántes me confesaba cada ocho dias! ¡Y ahora, como me pongo mala cada vez que voy temprano á la iglesia, sólo puedo ir de mes á mes!

--Y áun es demasiado.

--¡Demasiado!

--Sí, por cierto: ¿qué delitos, qué graves culpas puede haber en su vida ordenada, modesta y apacible que necesiten exponerse tan repetidamente ante el tribunal de la penitencia? ¿Á qué desprestigiar con la costumbre lo que la práctica tiene de grande y bueno? No se puede mirar al sacerdote como al confidente ordinario de todas las pequeñeces de la vida: en ese caso deja de ser el médico del alma: no se le puede mezclar en las debilidades ni en los secretos de la familia: el sacerdote no es el amigo íntimo, ni debe escuchar escrúpulos pueriles y mezquinos: la mision del sacerdote es altísima, y no se puede abusar de ella sin quitarle algo de su augusto prestigio, de su delicadeza y de su santidad.

Cuando el buen sacerdote dejó de hablar, la pobre enferma del alma dejó ver una bella sonrisa, que decia claro habia comprendido á aquel varon ilustre, y que quedaba consolada con su dulce y elocuente palabra.

Resignada y tranquila ha visto agravarse su enfermedad, y desde su gabinete habla con Dios, y le ofrece sus dolores, y la privacion de no poderle visitar en la iglesia, de no poder orar al pié de los altares.

¿Serán agradables esas oraciones al Dios todo amor y misericordia? No debemos dudarlo.

II.

Me parece que son tan agradables al padre de las misericordias un acto de perdon, la dádiva de una limosna, una lágrima dedicada al infortunio ajeno, como dos horas de rezo.

Me parece tambien que ninguna mujer se ha de condenar porque deje de oir misa algun dia, si su madre, su esposo ó sus hijos se hallan enfermos, y necesitan de sus cuidados.

Me parece asimismo, que tan bueno, por lo ménos, como irse á confesar todas las semanas, es no murmurar, hacer todos los favores que se puedan y llevar con resignacion las pruebas de la vida, que nunca le faltan ni áun al sér más dichoso y más opulento.

Yo no digo por esto que no sea muy necesario el aproximarse con frecuencia á la mesa celestial, donde el alma halla tan delicioso y nutritivo alimento; pero hay muchas mujeres que se creen buenas cristianas porque oyen misa diariamente, porque rezan cierto número fijo de oraciones y porque se confiesan con mucha frecuencia, y pasan el resto de su vida en murmurar, en penetrar las vidas ajenas y en buscar las faltas de todos.

Sólo pensarlo sería un sacrilegio.

La virtud para serlo y para hacerse amar necesita ser dulce, tolerante, benévola, y hay algunas mujeres cuyas debilidades son la más bella apología de su corazon y áun de su carácter.

He conocido, entre otras, una que fué la más coqueta, la más seductora, la más agraciada, la más simpática de las jóvenes de su edad, segun afirman personas del gran mundo que la han conocido; despertó innumerables pasiones, y más de una tuvo un desenlace fatal.

Pero el matrimonio no se hallaba bien con su carácter independiente y con su deseo de libertad: pasaron los años; sus gracias perdieron con la juventud todo su prestigio; los adoradores se retiraron, y cuando ya no era tiempo, aspiró á tener un esposo, un protector, un amigo.

No pudo alcanzar esta suprema dicha, y su carácter se volvió acre y amargo: la juventud, la hermosura llegaron á serla odiosa, porque ella no las poseia ya: censuró á los hombres y más á las mujeres: todo lo bueno, todo lo bello se le hizo profundamente antipático, y mordia y destrozaba moralmente con una saña implacable.

Así dispuesta, fea de cuerpo y más fea de alma, se hizo beata ó santurrona.

¡Beata!

¡Horrible palabra, que encierra un mundo de amargura, de ódio y de hiel!

Vistióse con un traje de jerga negra, púsose una mantilla de lana, unos zapatos gruesos; dejó las manos sin guantes; recogió el escaso cabello, dejando todo lo horrible posible su cara flaca y amarillenta, y así dispuesta, es decir, arrojando los últimos restos de belleza, de gracia y áun de decencia, detras de ella, empezó á ir á la iglesia, donde se pasaba los dias, y á confesar todas las semanas, criticando á las que no lo hacian.

¿Creerán esas mujeres que Jesus, el dulce, amante y hermoso Jesus, admite todo lo que hay en ellas de malo, que es lo que van á ofrecerle, despues de haber dado al mundo lo poco bueno que tenian?

III.

Imitemos á Jesus, ¡oh mujeres cristianas! á Jesus, que no llevaba el azote en la mano, sino la miel en los labios.

Él no culpaba: aconsejaba y redimia de la culpa.

Era piadoso y benigno para todos: era el supremo consolador de cuantos se le acercaban.

Ya que los hombres no sepan imitar al divino modelo, imitémosle las mujeres.

La verdadera cristiana ha de ser siempre tolerante y piadosa: ha de tener alumbrado su hogar con la dulce luz del buen ejemplo, y adornado con las flores de la paciencia y la resignacion.

La verdadera cristiana es como la mujer fuerte de la Escritura: atiende á todo, de todo cuida, y su benéfica influencia se deja sentir por todas partes.

La verdadera cristiana tiene siempre muchas y variadas ocupaciones, porque á la vez que se dedica á hacer la dicha y á iluminar el entendimiento de los suyos, se ocupa tambien de todas las labores de su casa y del bienestar material de los que ama.

Cuidando de la dicha de los suyos es una mujer buena cristiana.

He visto algunas que, bajo el pretexto de que tenian que confesarse al siguiente dia, se han negado á ir al teatro con su marido, y este marido, desairado y contrariado, ha renegado de la religion de su mujer que le privaba de su compañía.

Esa mujer faltaba á sus deberes, al primero de sus deberes, negándose á acompañar á su marido.

Una buena cristiana puede tener su casa muy bien dispuesta, sus hijos muy elegantes, su mesa muy bien servida, y puede ser, á pesar de todo esto, muy agradable á Dios, y áun serle agradable por lo mismo que hace todo esto, pues es gravísima falta el rodear á nuestra santa y benigna religion de fealdad, de acritud y de intolerancia.

IV.

La resignacion es otro de los adorables beneficios de nuestra religion sacrosanta.

He visto á una madre que adoraba á su hijo único, mirarle muerto en la cuna, pálida, temblorosa, como una flor tronchada por el huracan, y decir, alzando los ojos al cielo:

--¡Señor, era tuyo y te lo has llevado; hágase tu santa voluntad!

Si aquella mujer se hubiera sublevado contra la mano que la heria, si hubiese acusado á la Providencia, aunque despues la hubiera yo visto rezar, bostezando, veinte partes de rosario, no me hubiera parecido tan verdaderamente cristiana.

Un solo grito del alma, un latido del corazon, bastan para probar á Dios nuestro amor, nuestra obediencia y nuestra gratitud.

No son necesarias las exterioridades ni las prácticas rutinarias de la devocion exagerada é ignorante: Dios ve el fondo del alma, y el elevar los ojos á la bóveda celeste es ya un consuelo inefable.

No puedo expresar el disgusto que me causa cuando en la iglesia oigo rezar casi en voz alta, darse violentos golpes de pecho y lanzar suspiros dolorosos.

Semejantes extremos sólo sirven para distraer la atencion de los que verdaderamente hablan con Dios por medio de su pensamiento recogido y absorto en la grandeza de la divinidad.

¿Cuántas (y áun cuántos) hay que mezclan á los suspiros y á las palabras de la oracion ruidosos bostezos, productos del bárbaro ayuno á que se condenan?

¿Cuántas que enferman de dolores reumáticos por pasarse en las frias mañanas del invierno, cuatro, cinco y seis horas sobre el helado pavimento de la iglesia?

¿Cuántas que no comen de los postres, con risa interior de los criados y admiracion dolorosa de su familia, porque lo han ofrecido como prueba de mortificacion?

¿Y cuántas inspiran á sus hijos, con esas prácticas, terror hácia una religion que impone semejantes sacrificios?

¡Oh, no, tiernas jovencitas, amigas mias! ¡No creais que esa es la religion de Jesus! ¡Elevad el alma y huid de esas preocupaciones de los espíritus estrechos! Disfrutad honesta y legítimamente de los bienes que Dios mismo os ha concedido; no os martiriceis ni os hagais feas, que eso no agrada al que es fuente de toda belleza y orígen de todo amor.

«¡Amaos los unos á los otros!»

Esto es lo único que ordena: es decir, sed tolerantes, benévolas, agradables; no calumnieis, no mintais y haced el bien posible.

«Dejadme á mí el cuidado de la venganza.»

Esta es otra de las órdenes de nuestro Padre celestial; es decir, perdonad, excusad y no ultajeis jamas, ni devolvais el mal con el mal, sino con el bien.

¡Mujeres católicas! ¡Cuanto más amables, más dulces, más caritativas, más benévolas y más bellas seais; cuanto más perdoneis, consoleis y hagais más grata y más hermosa la vida de los vuestros, seréis más verdaderas cristianas!

EL BRAZALETE DE ESMERALDAS.

I.

Siete años hace que pasó en Madrid, casi ignorado de todos, el terrible drama que voy á referir.

La Condesa de M., viuda y riquísima, vivia á los 32 años con su hijo Gonzalo, que iba á cumplir 16.

Madre é hijo se adoraban; pero la Condesa era aún jóven y necesitaba otro amor que llenase su corazon.

Se habia casado á los 15 años con un anciano de cabellos de plata y corazon de oro, que la habia hecho muy feliz enseñándola á vivir segun su conciencia, despreciando las murmuraciones del mundo.

Ademas, la Condesa era italiana, y la libertad de costumbres en que se habia criado hacía su carácter más independiente, su ternura más expansiva y sus sentimientos ménos reprimidos de lo que generalmente se ve en las mujeres del gran mundo.

En Italia se habia casado: en seguida vino á España, patria de su esposo, y un año despues dió á luz á Gonzalo.

El Conde creyó volverse loco de alegría: viudo dos veces cuando casó con Elena, habia renunciado á la ternura paterna y recibió á su hijo como una flor enviada por Dios para perfumar su ancianidad.

La condesa Elena era casi una niña; el amor materno llenó enteramente su corazon, y durante diez años nada echó de ménos sobre la tierra, pasando su vida en acariciar á su hijo, y en prevenir todos los deseos de su anciano esposo.

Éste empezó á decaer visiblemente; una enfermedad de consuncion, de esas á las cuales la medicina no halla causa, se apoderó de él; feliz y sonriendo veia demacrarse su cuerpo y caer sus cabellos blancos, y léjos de amargarse su bondadoso carácter con la idea de su próximo fin, solia decir que Dios, cansado de verlo ya en el mundo, lo llamaba á sí, sin pena y sin dolor.

II.

Un dia salió el Conde en carruaje y rehusó absolutamente que le acompañase Elena; pero exigió que fuese con él su hijo, que á la sazon contaba cerca de 11 años.

El anciano dió á su cochero las señas de uno de los mejores joyeros de Madrid, y se apeó trabajosamente á la puerta de su almacen.

Pidió que le sacasen las pedrerías de más valor que hubiese, y extendieron ante sus ojos un tesoro.

Las miradas del anciano se fijaron desde luégo en un soberbio brazalete de esmeraldas montadas en oro: la pureza, igualdad y tamaño de las piedras, su engaste y su prodigioso número, le hacía la más rica joya de cuantas habia allí.

Formaba una ancha cinta de esmeraldas, cerrada con una estrella de las mismas piedras, en cuyo centro habia una mucho mayor que las demas.

El Conde hizo el ajuste y le compró.

Luégo volvió á subir al coche con su hijo, y se dirigió á su casa.

--Elena, dijo á su esposa, dentro de pocos dias ya no existiré yo; toma este brazalete, última dádiva que te hago y la única que te quedará, pues hace largo tiempo que no te regalo nada, con el fin de que cuanto te he dado quede consumido ántes de mi muerte. Elena, no te prohibo que busques tu dicha en una nueva union; lo que te ruego es que no consientas que las miradas de tu esposo profanen los dones que debiste á mi ternura; si algo me sobrevive, quémalo ó enciérralo en donde sola tú puedas verlo.

En cuanto á este brazalete, continuó el Conde, el dia que te unas á otro hombre entrégaselo á tu hijo, que lo guardará en memoria mia.

La Condesa no respondió más que con lágrimas; pero Gonzalo echó sobre el brazalete una mirada ardiente y sombría.

Dos dias despues murió el Conde, como habia predicho.

III.

Elena se retiró á Sevilla y pasó, en una casa de campo que poseia allí los dos primeros años de su viudez, únicamente ocupada de su hijo; la soledad hizo de aquellos dos hermosos seres uno solo, pues sus almas se confundian en una tierna y deliciosa simpatía.

La Condesa volvió al fin á Madrid, y pronto se vió asediada por una córte tan numerosa como brillante.

Desde entónces Gonzalo apareció dominado por una tristeza amarga y sombría; rehusaba acompañar á su madre á toda reunion y pasaba los dias enteros sentado ante un retrato de su anciano padre.

Llegó por fin la hora del amor para la Condesa; el jóven Marqués de B. conquistó su corazon, que áun permanecia cerrado á las pasiones, y Elena se abandonó á la que supo inspirarle el Marqués, con toda la delicia de la que le siente por la vez primera.

¡Pobre Gonzalo! ¿Qué era entre tanto de él? ¡Ay, ya no pasaba sólo los dias sentado ante el retrato de su padre; pasaba tambien las noches, y á la luz vacilante de su lámpara le parecia ver animarse aquellas facciones venerables y entreabrirse aquellos labios que tantas veces le habian cubierto de besos!

Elena, ocupada toda en su amor, nada sabía de esto: en una ocasion estuvo ocho dias sin ver á su hijo ni preguntar por él.

Por fin, la noche del octavo se le ocurrió que podria estar enfermo, y voló á su cuarto.

¡Habíase quedado dormido de rodillas ante el retrato del Conde, y Elena se estremeció al ver el estado de demacracion espantosa de su pobre hijo!

IV.

Tres dias despues le participó con blandura que iba á unirse á otro hombre, asegurándole que jamas le faltaria su ternura.

--Espero, mamá, que me darás tu brazalete de esmeraldas, fué la única respuesta de Gonzalo.

--El dia de mi casamiento, hijo mio, contestó Elena.

--No, no, ha de ser ahora, mamá; desde el momento en que sé que vas á tener otro esposo, debe estar en mi poder.

Elena, asustada al ver la lúgubre expresion de las facciones de su hijo, desabrochó el brazalete de su brazo y se lo dió.

El niño le tomó, dejó caer en él una lágrima y le guardó en su seno.

Llegó por fin el dia de la ceremonia, á la cual no asistió Gonzalo; al llegar á casa de vuelta de la iglesia Elena fué á buscarle á su cuarto; la puerta estaba entornada, llamó, y no contestándole entró presurosa.

Gonzalo no estaba allí: entró en la alcoba y quedó petrificada de horror al verle tendido en su lecho, inmóvil y descolorido.

La desgraciada madre se arrojó sobre él, tocó su corazon y estaba helado; fué á tomar una de sus manos, y entónces ¡vió que tenía asido el fatal brazalete de esmeraldas!... Pero ¡cosa extraña! faltaban á la alhaja todas sus piedras, que habian sido desmontadas.

Elena, siempre silenciosa, revolvió por la alcoba sus secos y extraviados ojos; entónces vió sobre la mesa de noche un papel, que tomó y devoró con ánsia.

Decia así:

--«Madre mia: Hoy me he tragado una á una las piedras que componian el brazalete de esmeraldas que te dió mi padre; no queria ver á otro hombre ocupando el lugar del que me llamó su hijo, robándome toda tu ternura.

«No queria tampoco que volvieras á ver esta alhaja, que hubiera sido para tí un remordimiento perpétuo, ni he podido dejarla abandonada, porque es para mí una reliquia... He guardado para el instante que dés el fatal sí la esmeralda mayor, y ella me ahogará, librándome de la odiosa carga de la vida.

«¡Adios, madre mia! ¡Sé feliz y perdona á tu hijo!--Gonzalo.»

¡La desgraciada madre salió demente de aquel cuarto, y un mes despues se la halló cadáver sobre la tumba de su hijo!

LAS ARMAS DE LA MUJER.

I.

En la época belicosa que atravesamos; en esta época en que se inventan cañones, fusiles, pistolas; máquinas de batir ejércitos, medios de arrasar ciudades y todo género de instrumentos destructores de la humanidad, como si la vida fuese tan larga y tan exenta de peligros; en esta época guerrera y valerosa, no parecerá extraño que yo haga tambien ostentacion de las armas de nuestro sexo, enumerándolas, elogiándolas y recomendando su uso constante, para defensa de nuestros derechos y de nuestro bienestar.

Nuestras armas son numerosas y fuertes, tan fuertes, que sabiéndolas esgrimir bien, y sobre todo á tiempo, el guerrero más temible, más audaz y más fiero depone su lanza, inclina la cabeza y pide gracia y misericordia.

¿Qué loca manía invade hoy las cabezas femeninas al querer dejar los privilegios del sexo débil, tan bien armado, tan seguro siempre de la victoria?

¿Por qué quieren ceñir el birrete de abogado ó de doctor, dejando las blondas y las flores que tan graciosamente coronan las blancas sienes de la mujer?

Con la blanda sumision, con la amorosa obediencia abdican todo su poder, y entregan las armas bellas que poseen.

Los hombres no las contarán como sus iguales; no es la ciencia y el estudio lo que da la energía del alma, la fuerza del carácter, y de poseer estas prendas, la mujer dejaria de serlo.

Yo no quiero parecerme en nada al sexo fuerte, y prefiero escudarme con mi debilidad á tener la terrible responsabilidad de la fuerza.

Obedecer es mucho mejor, más fácil y más dulce que mandar.

II.

Pasemos revista á nuestras armas, ¡oh, mis lectoras! y la que haya olvidado las suyas, que las prepare y las tenga prontas para el combate.

La dulzura es el auxiliar más poderoso para conquistar todo cuanto apetecemos: pues seamos dulces en todo, en el carácter, en las acciones, en la expresion del rostro, en las inflexiones de la voz, en la mirada y en la sonrisa.

Cuando un hombre se deja llevar por la cólera y se olvida de lo que se debe á sí mismo, una palabra dulce le desarma y una dulce mirada le avergüenza.

El contraste es la gran elocuencia y la gran leccion de la vida.

Una dulce sonrisa da las gracias con más verdad que una arenga, y una dulce inflexion de voz alcanza más que todas las instancias.

Todos los poetas han vestido sus canciones inmortales con el ropaje de la dulzura: ¿qué otra cosa sino su imágen son la Cordelia, de Shakespeare; la Cossete, de Víctor Hugo; Mme. de Tecle, de Feuillet, y Corina, de madame Staël?

La música, ¿nos encantaria si no hubiera en ella dulzura y sentimiento?

¿Amariamos las flores á no ser por su dulce perfume y su suave belleza?

El grato ambiente de la primavera ¿no parece reanimarnos con su penetrante dulzura?

Sí; la dulzura es lo más bello que se conoce y lo que ejerce un predominio mayor en nosotros, y con el manto de la dulzura se adorna todo lo que es inmortal; seamos dulces, aunque tengamos razon para estar resentidas, y mostremos sentimiento, pero cólera, jamas.

Julieta sedujo á Romeo por su inefable dulzura de carácter: así lo dice el poeta y así lo demuestra en la deliciosa escena de ¡Adios! que los dos jóvenes tienen á la aurora del dia que los separa para siempre, y en la que la amada dice al amante, para retenerle más, que no es la alondra la que canta, sino el ruiseñor el que se deja oir entre las sombras de la noche.

Habrá quien comprenda y ame á la mujer fuerte y enérgica, y yo siento no ser de ese número para amar de otro modo nuevo á la mujer; mas áun cuando la voy á buscar para admirarla al campo del pasado y entre las páginas de la historia, admiro más á la mártir de las oscuras penas del hogar doméstico que á las heroínas como Juana de Monforte y la Monja Alférez.

Bastantes hombres hay que derraman la sangre de sus semejantes.

Á las mujeres toca, no herir, sino curar, amar y bendecir.

III.

La resignacion es otra de las armas mejores, y á la vez una de las santas coqueterías de la mujer.

No es la falta de sentimiento; es el sentimiento mismo, domado, suavizado, embellecido, por decirlo así, con la dulzura y la paciencia.

No hace mucho tiempo que reconvenia yo á un hombre de mérito que, casado con una bella jóven, hacía la córte á otra mujer no tan bella.

Hacíale yo notar que no ganaba en el cambio, y me respondió:

--Usted se engaña, amiga mia, gano y mucho; mi mujer tiene un carácter insoportable, y en casa de esa persona descanso de oirla quejarse de todo; justamente esa otra no se queja de nada.

--Porque le quiere á V. ménos.

--Pues desearia que mi mujer no me quisiera tanto, y sería más feliz; cariño que se expresa mortificando, no sirve para nada.

--¿Y no le remuerde á V. la conciencia de ser infiel á su mujer?

--Absolutamente; pasaria muy malos ratos si la viera resignada y triste, pero dulce; mas ha tomado un camino que me absuelve; se enoja, se encoleriza, y me creo en paz con mi conciencia en atencion á lo que me hace sufrir.

--Si ella supiera que le era V. fiel, no estaria incomodada.

--Lo estaba lo mismo cuando yo lo era; lo ha estado siempre y siempre lo estará; así es que tanto me sirve obrar bien con ella como obrar mal, y no veo la razon de por qué no he de ser yo feliz, haciéndome ella tan desdichado.

¡Cuánto hubiera ganado aquella pobre mujer por medio de la dulzura y de la resignacion!

No hay hombre de corazon tan duro que al ver sufrir á su esposa silenciosa y noblemente por sus extravíos, no se avergüence de ellos y no procure corregirlos.

La cólera exaspera al sexo fuerte; semejante al clarin del combate, convida á la batalla y hace desafiar todos los peligros.

La resignacion es una hija del cielo, tan hermosa, tan dulce, tan benéfica, que en el alma de la criatura más afligida, más infeliz y más perseguida, derrama la tranquilidad y el bálsamo del consuelo; no hay pena que no dulcifique, ni herida cuyos dolores no alivie.

IV.

Réstame hablar de la más bella de nuestras armas; del puñalito con cabo incrustado de pedrería y delicadamente cincelado; del primoroso juguete cuyo resplandor atrae y seduce.

Esta es... la coquetería.

¿Os asustais? No hay por qué; la coquetería no tiene nada que ver con el coquetismo.

Es sencillamente el deseo de agradar y el arte de conseguirlo.

La mujer necesita conservar la coquetería para su felicidad, porque la coquetería es una especie de conocimiento de su propio mérito, que la induce á realzarlo en cuanto puede y á aumentarlo con mil graciosos é inocentes recursos; puede decirse que la coquetería es amable; puesto que se ocupa de complacer.

Entre una mujer que descuide su traje y su atavío y una mujer vestida con coquetería, no hay que dudar cuál de las dos alcanzará más victorias: no será la más buena, sino la más agradable.

Casi todos los maridos negarán una cosa justa, solicitada en nombre del derecho por su esposa, y no resistirán á la vista de un brazo blanco y torneado que se apoya en su hombro, en tanto que los labios piden por favor la misma cosa entre dos lágrimas y una sonrisa.

¡Oh, las lágrimas! Las lágrimas á tiempo son otro de los auxiliares de la coquetería.

Pero las lágrimas vertidas dulcemente, y, sobre todo, sin cólera, aunque sea con sentimiento.

Ellas son las balas de que debemos servirnos para tomar las fortalezas más inexpugnables.

La dulzura, la persuasion, la belleza, el llanto; y cuando nada de esto baste, la paciencia; hé aquí nuestros medios de conquista y nuestros recursos diplomáticos para alcanzar la felicidad en esta vida.

EL TRABAJO.

I.

En medio de todas las amarguras, de todas las penas de la vida, Dios nos ha dado un amigo, un consolador, un refugio; amigo fiel que nunca engaña, consolador incansable y lleno de abnegacion, refugio seguro y jamas asaltado por las tempestades.

El trabajo.

Dios nos lo impuso como castigo y como ley: mas nos dió tambien en él un inmenso beneficio, á la manera que un padre pone en un rincon del encierro donde ha confinado á su hijo travieso, un alimento sano y nutritivo que sostenga sus fuerzas.

Las diversiones que el mundo ofrece son impotentes para calmar los grandes dolores, para consolar las penas del corazon; el que es verdadera y profundamente desgraciado, se halla solo con su desconsuelo en medio de la multitud; sólo ve tinieblas en su interior y en derredor suyo; la alegría de los demas le fatiga y le parece un insulto; en el egoismo de su dolor quisiera que la naturaleza entera estuviese de luto, y se cree con derecho para exigirlo; su amargura es terrible, inagotable, desolada; mas si llega á recurrir al trabajo, si halla valor para vencer su pena durante algun tiempo y busca á aquel fiel amigo, está salvado.

Verdad es que las primeras horas le costarán un esfuerzo supremo; verdad es que durante algun tiempo desmayará, y el desaliento invadirá de nuevo su espíritu como una ola negra; mas poco á poco el trabajo le irá calmando y se irá insinuando como un amigo dulce y firme á la vez, que le infundirá ánimo y confianza.

El trabajo hace las veces de la familia de que se carece; del amor que se perdió en el vacío del cansancio ó en la amargura de los desengaños; de los hijos que duermen en el sepulcro; de la fortuna que ha naufragado; de todos los bienes de la vida; llena no sólo el tiempo sino el pensamiento, y las horas vuelan rápidas cuando el dolor las hacía eternas.

II.

Os voy á referir lo que yo misma he visto, pues el precepto sin el ejemplo no convence gran cosa.

Conocí á una mujer muy bella y que poseia una fortuna más que regular; su marido la amaba, y era madre de dos hijos que adoraban los dos.

Todas sus amigas envidiábamos á aquella mujer; en su casa sólo habia delicias; la paz, la alegría, moraban allí; era un compuesto de risas de niños, músicas, flores, lujo y aromas; la mesa, espléndida, atraia amables y risueños amigos; la magnificencia de su salon, amigas bellas y elegantes; cada uno hallaba en aquella casa lo que preferia, así es que todos se apresuraban á ir á ella.

Por las noches se reunia una concurrencia tan numerosa como escogida; se cantaba, se leian versos, se tomaba té, se hablaba de arte y de todo lo que es bello y agradable. Luisa, que así se llamaba mi amiga, vivia en un cielo; así deciamos cuantas personas la tratábamos.

Cuando pasaba con su marido y sus hijos, recostada en un soberbio carruaje por las anchas calles de la Fuente Castellana, todos decian:

--Ahí va la mujer más dichosa de Madrid.

De repente la vimos enflaquecer, y sus mejillas perdieron el bello matiz de rosa; parecia triste y preocupada, pero á nadie confió el secreto de su pena, que permaneció guardado en su pecho.

Pocos dias despues de esta mudanza, empezó á correr un rumor extraño.

Se decia que el esposo de Luisa hacía la córte á una amiga de su esposa, muy á la moda y muy elegante, aunque de escasa fortuna.

Una noche Luisa fué al teatro con su marido y algunas personas llegaron á saludarla. Así que estuvo acompañada, le dijo aquel que iba á salir un instante y que volvia; la funcion terminó y Luisa esperaba aún á su esposo. Tomó su coche y volvió sola á su casa.

Le esperó toda la noche en vano: no volvió.

III.

El esposo y la amiga habian huido juntos, llevándose toda la fortuna.

Sólo se salvó el dote de Luisa, que era corto, pues su marido se habia casado con ella por amor y no por miras interesadas.

--¿Qué se han hecho de tantas amigas y tantos amigos como yo tenía?--me preguntaba un dia Luisa,--todos han desaparecido con mi felicidad y mi opulencia; desde que vivo en esta modesta casa, á nadie veo.

--Te quedan tus hijos,--le dije,--no te quejes ni eches de ménos lo que tan poco vale.

Luisa se resignaba abrazando á los dos niños. De repente fué el mayor atacado de viruelas malignas; contagióse el segundo, y en el término de quince dias los perdió á los dos.

Entónces aquella pobre alma cayó en la más negra desesperacion.

--Trabaja,--le dije un dia,--ó te matarás.

--¡Trabajar!--exclamó con amargura,--¿para qué? ¿para quién?

--Para distraerte.

--¿Piensas que el coser ó el bordar me distraerá?

--No hablo del trabajo mecánico; ocupa tu pensamiento; traduce para un editor; y con lo que te dé, socorre á los que tienen ménos que tú: eso te producirá dos bienes: la distraccion y el poder aliviar la desgracia.

Luisa siguió mi consejo; la soledad de sus dias se los hacía eternos; su dicha habia huido como el humo, para no volver.

Sabía el inglés y el frances y se puso á traducir.

Cuando se cansaba de este trabajo, tomaba una obra de tapicería y copiaba de los dibujos que se venden para este fin, pinturas y paisajes enteros, con una facilidad y belleza sorprendentes.

Así la combinacion de los colorea y detalles ocupaba su imaginacion, tanto como su mano.

Luisa sabía dibujar con perfeccion, y utilizaba su talento dibujando con su aguja.

De todo esto sacaba algun dinero y socorria algunas desgracias.

Lo que no hubieran alcanzado las diversiones y las distracciones del mundo, lo consiguieron el trabajo y la ocupacion contínua.

Luisa se consoló poco á poco de la injusticia de su suerte, y dejó de pensar en los amigos ingratos y egoistas, en las amigas que la explotaban sin amarla, y que huyeron de su lado el dia de la desventura; pensaba en sus hijos, que le guardaban un sitio en el cielo, y se ocupaba de aliviar las desgracias ajenas, que es el solo medio de ser dichoso en el mundo.

Un dia supo que su marido, arruinado por la mujer á la que todo lo habia sacrificado, se hallaba miserable y careciendo de recursos. Luisa le envió todos los que tenía, y redobló su trabajo.

Su marido, avergonzado, conmovido, quiso salir de la abyeccion en que estaba, é imitó su noble ejemplo; buscó trabajo á su vez, lo encontró y fué á llamar á la puerta de su mujer.

--No hablemos del pasado,--le dijo ésta,--yo no me acuerdo de nada; me hallas honrada como me dejaste; trabajemos juntos.

Así se hizo; Luisa siguió traduciendo y bordando; su marido aceptó un modesto destino, y en breve un agradable y tranquilo bienestar reemplazó á su pasada opulencia.

Un hijo ocupó el lugar de los que habian volado al cielo, y fué para los esposos un nuevo lazo. Este niño, educado para el trabajo, será algun dia uno de los grandes artistas de quien nuestra patria se envanecerá con más justicia.

LA BENEVOLENCIA.

El ser buena es una ganga;
para ser feliz ser buena.
Luis Eguilaz.
(La Cruz del matrimonio.)
I.

¡Oh vírgen celeste, suave, pura, amable, tan adorada y tan digna de serlo! ¡Oh dulce y modesta benevolencia! ¡Quién no te acogerá en su seno! ¡Quién no te dará un blando asilo en su alma! ¡Quién no querrá hacer de tí la compañera de su vida!

Bajo tu blanco velo se cobijan todos los desdichados, y tu grata sonrisa borra todos los defectos: en vano la intolerancia te muestra su torva y adusta faz; serena y apacible, tú le muestras tu tranquila mirada y grata sonrisa.

Puede decirse que tú haces más bien que la caridad; porque ésta sólo alivia las grandes desgracias y tú endulzas las mil amarguras de la vida.

II.

No hay nada que más se tema, y por consiguiente que ménos se ame, que una persona excesivamente rigorista: un hombre de carácter duro é intratable inspira temor, y se desea estar siempre léjos de él; pero si estos defectos recaen en una mujer, la hacen insoportable y causan su eterna desgracia.

Es natural suponer en la mujer un carácter dulce, apacible y blando, un corazon tierno y sencillo, y gran flexibilidad de voluntad; nadie se admira de que una mujer sea excesivamente tímida y dócil, pero á lo que nadie puede acostumbrarse es á ver á una mujer dura é intolerante.

La que se halle dotada de estos hirientes defectos no conocerá nunca la amistad, ni acaso el amor.

La benevolencia es la llave que abre todos los corazones, y parece tan natural en la mujer como el perfume en la flor. ¿No sería extraño que una bella rosa exhalase miasmas pútridos?

Tan extraña me parece una mujer intolerante y malévola.

¡Cuántas veces ha conquistado una amistad eterna una sola palabra indulgente!

¡Cuántas el rencor ha caido deshecho como nube de verano ante una dulce y confiada sonrisa! Hay pocas personas y pocas acciones que merezcan ser miradas con rigor y calificadas con dureza: áun en el fondo de los crímenes se ocultan casi siempre grandes y aterradoras desgracias.

Una de las reglas más seguras de la buena educacion es darse por ofendido en sociedad las ménos veces posible; el ofenderse, ademas de demostrar mal carácter, humilla al enojado; la verdadera dignidad hace imposible hasta el pensamiento de que se le falte, y quita la susceptibilidad ridícula, dejando la noble é inquebrantable fortaleza con que debe rechazarse siempre el verdadero insulto.

III.

Es imposible llevar nada en la vida con un rigor extremado, porque es imposible que los que nos rodean lleguen á la perfeccion que nosotros mismos no podemos alcanzar.

La tolerancia, la benevolencia, son necesarias no sólo con la sociedad y con nuestros amigos, sino hasta con la propia familia.

Exigir que un hombre abrumado con los cuidados de la vida sea siempre afable é indulgente, galante, cariñoso y lisonjero, es una utopia que nunca llegará á verdad, es una ilusion que jamas podrá verse realizada.

Nadie nace perfecto: el carácter tiene sus alternativas, como las tiene el corazon: como el mar tiene sus mareas, como el cielo sus nubes: toda persona que siente mucho es desigual, porque la variedad de sus impresiones se refleja en el exterior si no tiene gran dominio sobre sí misma.

La benevolencia es, pues, uno de los ejes sobre que gira la felicidad humana; cuando alguna accion desagrada, es necesario ponerse en el lugar del que nos ofendió y preguntarnos:

¿Qué hubiera yo hecho en su caso? Con su educacion y en sus circunstancias especiales, ¿hubiera hecho otro tanto?

Este exámen de sí mismo trae, á no dudarlo, la indulgencia.

Á no haber mucha benevolencia, tampoco lograrémos nunca tener amigos: es preciso tomar á las personas con sus defectos y sin la pretension de corregirlas: por el contrario, hay que excusar estos defectos por el recuerdo de las buenas cualidades: apénas habrá una persona que no sea apreciable por alguna sobresaliente y bella dote de corazon ó de carácter.

Las personas más intolerantes y más rígidas aprecian y admiran á las benévolas y corteses.

Hace poco tiempo oí yo decir á una persona que era más que intolerante, maldiciente:

--El Sr. N.... es sumamente apreciable y tiene la más distinguida educacion, porque jamas habla mal de nadie.

IV.

La murmuracion, ese vicio que tan arraigado se halla en la sociedad, y áun en los círculos más elevados y escogidos, es enemiga mortal de la benevolencia, y la que hace alarde de ella demuestra, no sólo malos sentimientos, sino tambien mala educacion.

El tocado, la figura, los modales, las costumbres de las personas á quienes tratan, ofrecen incesante pasto á la murmuracion de algunas mujeres, y no pocas veces me he preguntado yo si serán tan dichosas que la escasez de sus propios cuidados les haga pensar tanto en los ajenos.

Las que así viven, las que de eso se ocupan, deben tener un corazon muy seco, una cabeza muy vacía y una casa muy mal arreglada.

La felicidad y el buen órden de una familia exigen una atencion constante y grande cuidado.

¿Cómo pensará en lo que le concierne quién sólo se ocupa de investigar y de censurar lo que hacen los demas?

Es de todo punto imposible combinar el deseo de saber y de criticar vidas ajenas, con el cuidado de la propia.

La benevolencia trae consigo una dulce paz y una inefable quietud, porque no habiendo amargura en el alma es segura la dicha.

¡Hacer bien! ¡Qué grata ocupacion!

¡Pensar bien! ¡Qué noble empleo de la inteligencia!

Disculpar, amar, consolar; ¡qué tres cosas tan dulces y tan fáciles!

Cuando nos creemos ofendidos, olas de amargura invaden el ánimo, y la sed de la venganza es como la túnica de Neso, que abrasaba al que la llevaba consigo.

Una mujer que adoraba á su marido fué no sólo olvidada de éste, que se aburrió de ella, sino perjudicada en sus intereses, casi arruinada por él.

--¿Por qué le sufres eso? le preguntaba un dia una amiga suya, indignada de verla soportar con paciencia uno de los ultrajes más duros que puede sufrir una mujer.

--Porque le amé, respondió la pobre ofendida.

--¿Y hoy le amas?

--Ya no.

--¿Por qué dejas que te arruine?

--Porque le amé.

--Si á lo ménos dijeras que áun le quieres, tendriais disculpa en tu debilidad.

--Pero mentiria: ya no le quiero; y no obstante, le quise tanto, que el recuerdo de aquel amor basta para que le perdone.

--Lo que tú buscas siempre es motivo para no acusarle.

--Es verdad.

--Y cuando no encuentras motivo, hallas pretexto.

--Tambien es cierto: y al obrar así, miro por mi tranquilidad: no me aconsejes la desesperacion negra, sombría y desolada: déjame para alivio la benevolencia, esa suave hija del cielo que cobija mi sueño con sus alas, que hace dulces lágrimas de los raudales de mi amargo llanto: siendo indulgente y generosa, soy ménos infeliz.

SENSIBILIDAD Y SENSIBLERIA.

I.

¿No os ha llamado la atencion alguna vez, lectoras mias, la errada manera con que generalmente se juzgan en el mundo, no sólo las acciones, sino hasta los sentimientos?

Raras, rarísimas veces se da á las cosas el nombre que les corresponde, y esa terrible opinion pública, á que tanto y con tanta razon tememos todos, tiene ordinariamente un punto de vista que no puede ser más equivocado.

Se llama, por ejemplo, bondadosa, á una persona que sólo es amable; dulce, á la que no se cuida de que el mundo se desplome; cariñosa, á la que hace algunas zalamerías de rutina, sin pensar jamas en las desgracias ajenas; prudente, á la que deja ofender con una cobardía indigna á un amigo ausente; indulgente, á la que mira con indiferencia los yerros y áun las faltas de las personas que deben serle más amadas, y así se juzga de todo lo demas.

Por lo que toca á la mujer, la opinion pública anda aún más descaminada: la modestia y áun la dignidad se toma muchas veces por escasez de inteligencia, al paso que se da el nombre de talento á la osadía para hablar de todo, bien ó mal.

Pero dejando las várias equivocaciones que tanto daño hacen al sexo débil, vengamos al asunto que es objeto de este pobre artículo; es decir, á la definicion de una especie que abunda mucho y que merece ser conocida.

Voy á hablar de las sensibles y de las sensibleras, y quisiera hacerlo de un modo que aquéllas y éstas quedasen en el lugar que les corresponde, para que no se pudieran confundir en adelante como hasta hoy.

II.

La sensibilidad es uno de los más bellos atributos de la mujer, y sin ella puede decirse que no tiene de mujer más que el nombre.

Pero aquella bella y dulce cualidad no se da á conocer por alardes contínuos: una pequeñez la descubre, y acaso ni ella misma sospecha que existe: la sensibilidad es una compasion natural y tierna de las penas y de los dolores de los otros; es el deseo de ayudarlos; es el generoso anhelo de la felicidad ajena: una lágrima es á veces un testimonio irrecusable de la sensibilidad del corazon: el cuidado de los animales indefensos, el cariño que se les profesa lo es tambien: no hay ninguna persona verdaderamente sensible que maltrate á un animal.

Hace pocos dias fuí yo á ver á una jóven muy bella que conozco: su aire de hada, la delicadeza encantadora de sus facciones, la dulzura de su voz y la elegancia de sus modales, hacen de ella, más bien que una mujer, una sílfide: ademas está siempre hablando de su sensibilidad: jamas va á ver un drama, porque se pone mala: las emociones, segun ella dice, la matan, y se queja contínuamente del corazon.

Cuando yo llegué á su casa se me hizo entrar en una pequeña habitacion, donde se hallaba: delante del balcon, y acostada en un canastillo, habia una gata rodeada de cuatro hijuelos que habia dado á luz: la sílfide eligió el de la piel más bonita, y señaló los otros tres á un criado, diciéndole:

--Vaya V. ahora mismo á tirarlos léjos de aquí.

Este rasgo acaso parezca insignificante á muchas personas: ¿qué importa, en efecto, la vida de tres animalillos recien nacidos?

Nada á primera vista; y sin embargo, yo no he podido ya estimar á la delicada persona que decretó la muerte de aquellos infelices bichos, con la sonrisa en los labios, con tan perfecta tranquilidad.

Una mujer sensible puede alumbrar sin palidecer para que corten un brazo á una persona querida, si de esto depende la conservacion de la vida de aquella persona, y no será extraño que al ver á un anciano tenderle una mano en demanda de una limosna prorrumpa en lágrimas.

Una frase de un drama ó de un libro humedece á veces los ojos de una mujer, y (bueno es decirlo en loor suyo) los ojos de un hombre tambien; y sin embargo, acaso esta mujer y este hombre no se habrán sabido desmayar en toda su vida, ni habrán dicho ninguna frase pomposa y estudiada.

Dejemos á las sensibles para acudir á las sensibleras, no sin asegurar ántes que la sensibilidad es silenciosa y se oculta en el misterio y en la sombra.

III.

--¡Oh! ¡Yo soy muy sensible! ¡No puedo pasar por delante de la casa donde viví con mi pobre marido!--decia hace poco tiempo delante de mí una viuda bonita y muy coqueta.

--¡Ah! ¡Sacadme, sacadme de esta casa! gritaba otra jóven á quien tambien conozco, ¡no quiero estar en ella durante la agonía de mi padre!

--Y sin embargo, mi querida sobrina, objetó una hermana del que agonizaba, ¡tu padre moriria más tranquilo si pudiera verte hasta el último instante!

--¡Oh! ¡Pero yo sufriria horriblemente!

La anciana señora se encogió de hombros, y una amarga sonrisa entreabrió sus labios.

La hija salió de la casa, conducida por una amiga que elogiaba su sensibilidad, y el padre murió sin el consuelo de fijar su última mirada en los ojos de su hija.

Cualquiera podria pensar que aquella jóven ha deplorado el no haber recibido el último abrazo de su padre; pero nada de eso: se creyó en su derecho huyendo de un espectáculo que la hacía padecer.

En cambio, estas personas que nada sienten, que por nada se conmueven, padecen de convulsiones, desmayos, síncopes y risas nerviosas, en tales términos, que su salud está siempre quebrantada, y que es preciso mimarlas de contínuo y sin descanso.

Las sensibleras creen que todo se les debe de justicia: yo he escrito una novela titulada El Sol de invierno, en la que pinté una de esas mujeres monstruos de egoismo con cara de ángel, y algunas de la especie se han visto retratadas allí con sobrada fidelidad, lo que no es extraño, porque el retrato estaba tomado del natural y estudiado en sus detalles.

En este libro, Gertrúdis á los veinticinco años ve partir á su marido á Cuba, y no llora por no estropear sus bellos ojos, pues tiene que asistir al siguiente dia á un baile: confia despues la educacion y el cuidado de sus hijas á una aya, porque le hacen sufrir horriblemente las dos niñas con los cuidados que exigen: doce años despues es una de las mujeres más á la moda de Madrid, y la llaman Tulita, gastando su caudal en mantener parásitos y amigas íntimas, que contemplan su sensibilidad y la llenan de mimos: y diez años más tarde se convierte en santurrona, pasándose las mañanas en oir misas y las tardes en rezar trisagios, dejando á sus hijas que pasen á su vez el tiempo como mejor les parezca, y evitándose cuidados que le hacen sufrir mucho.

Este retrato es el de muchas sensibleras, de voz melosa y plañidera, de gestos sentimentales, y que en el fondo de su alma no aman ni estiman á nadie, ni reconocen otro deber que el de mirar por sí mismas y cuidar su extrema impresionabilidad.

Muchas de esas señoras no saben si su marido tiene disgustos, ni á qué hora sale de casa, ni á la que vuelve: ignoran si sus hijos estudian, y si sus hijas leen libros peligrosos: son tan sensibles que se ahorran toda clase de cuidados.

--¡Oh! decia hace pocos dias delante de mí una sensiblera: ¡no hay nada mejor en el mundo que aproximarse todo lo posible á la piedra! ¡Para conseguirlo trabajo yo todo lo imaginable!

--Pero ¿y los goces del sentir? le preguntó una persona de su familia, riéndose por adelantado de la respuesta que iba á darle.

--¡Oh! ¡Sentir es el castigo de la humanidad! ¡Sólo el que no siente es feliz!

--¿Entónces los chopos y los alcornoques son muy dichosos, segun tú?

--¡Alcornoque quisiera yo ser!

--¡Y lo eres! murmuró la otra dama con una burlona y graciosa sonrisa.

IV.

¿Habeis visto alguna carta de una sensiblera?

¡Qué estilo tan romántico!

¡Qué profusion de exclamaciones!

¡Cuánto! ¡Ah! ¡Oh! ¡Ay!

¡Qué lacrimosas frases!

¡Qué períodos tan tiernos, tan exagerados, para decir la cosa más trivial y más pequeña!

El tormento que esas personas imponen es irresistible: es preciso amarlas mucho, porque, segun dicen, para ellas el amor es la vida; y hay que compadecerlas de contínuo por sus males imaginarios.

La sensibilidad verdadera, por el contrario, es pudorosa y reservada; se explica casi siempre por una lágrima furtiva, y enjugada ántes de que nadie se aperciba de su aparicion.

Una mujer verdaderamente sensible se desmaya y grita pocas veces; pero es fácil que se muera de dolor con la sonrisa en los labios, y haciendo la dicha, miéntras viva, de cuantos la rodean.

LA IMPACIENCIA.

I.

Dice no sé qué pensador profundo, que de casi todas nuestras desdichas debemos pedir perdon al cielo.

Lo que quiere decir, que de todas nuestras desdichas tenemos nosotros la culpa.

Esto parecerá aventurado y duro; y sin embargo, reflexionándolo bien, se ve que dicha afirmacion encierra una gran verdad.

Hay dos cosas que se pagan caras en el mundo, y que tienen su castigo próximo y cruel: la impaciencia y la necedad.

Muchas empresas han abortado por no tener un poco de paciencia. Hay quien lleva á cabo una grande obra, y acabándose su paciencia cuando llega á los últimos detalles, pierde todo cuanto en ella ha trabajado.

La perseverancia ha alcanzado triunfos increibles. Una persona de muy pocos alcances puede llegar con la constancia adonde no llega el más luminoso y elevado talento, y es que por lo regular al gran talento va unida la carencia de perseverancia y de fe.

Por el contrario, una inteligencia limitada se reconoce incapaz de hacer grandes cosas, y se aplica con todas sus fuerzas á lo que emprende.

II.

Es muy comun en el mundo hacer juicios errados y equivocar lo que es consecuencia de altas cualidades del espíritu con defectos de carácter.

No hace mucho tiempo que oia yo á unas jóvenes quejarse de que su madre tenía mal genio, y esto lo oia por la milésima vez.

Nunca habia querido discutir con aquellas personas, temiendo que acaso no comprendiesen lo que iba á decirles; mas la acusacion esta vez me pareció más injusta que otras, ya por la particular disposicion de mi ánimo, ya porque era más claro el error de aquel aventurado juicio.

--Vuestra madre, dije, no tiene mal genio, y vosotras la juzgais con injusticia.

--¿Pues no ves, me respondieron, cómo se enfada? ¿Nos podrás negar que su carácter es impaciente?

--No, porque lo es.

--Y el ser impaciente, ¿no equivale á tener mal genio?

--Es muy distinto; vuestra madre se impacienta porque la herís; porque es excesivamente sensible, y porque la lastimais de contínuo. ¿No habeis reparado que la menor palabra vuestra la tranquiliza y la aplaca? Pues el carácter que se doblega así no es malo.

--¿Querrás decir que lo tiene dulce?

--No, lo tiene impaciente, y ése es un mal más bien para ella que para vosotras. Vuestra madre siente con vehemencia y expresa con sinceridad: eso es todo.

--Y nos hace á los demas completamente infelices con esas dotes.

--No sostendré lo contrario; pero lo que os hace infelices es la exageracion de esas dotes, y, sobre todo, la impaciencia, que es consecuencia inmediata.

En efecto: si aquella madre hubiera sabido reprimir la impaciencia, sus hijas la hubieran amado mucho más y estimado mucho más tambien de lo que la estimaban.

Hay personas muy pacientes y hasta muy apacibles; pero es porque no sienten. Todo lo miran con indiferencia, y aunque el mundo se desplome, si salvan su individualidad no pasan pena alguna. Su semblante no se contrae jamas, la sonrisa no desaparece de sus labios y se hallan siempre en una perfecta tranquilidad moral y material.

La impaciencia les es perfectamente desconocida, y es que, como nada les interesa, por nada se apresuran, pues, lo repito, miran ante todo por su individuo.

Estas personas pasan generalmente por muy buenas, muy bondadosas, muy angelicales, cuando no son más que... muy impasibles.

Si la paciencia fuese nuestra fiel é inseparable compañera, seríamos, á no dudar, muy dichosos, porque cuando no reside en el alma, ésta se halla amargada, sufre, se queja, y ve todas las sinrazones con cristal de aumento.

Por el contrario, la paciencia es un estado de perfecta quietud: el que sabe esperar y sufrir, lo sabe todo; y en cuanto á las mujeres, la paciencia es la más adorable de las virtudes que pueden poseer.

III.

Oponiendo la paciencia á la injuria y á la sinrazon se han conseguido grandes resultados: una mujer desdeñada de su marido, sólo con la paciencia puede volver á conquistarle, porque la paciencia es la suave valla que impide romper los diques al decoro y que conserva la dignidad en el interior de la familia.

En tanto que media el respeto y la consideracion entre los esposos, no hay que temer que se derrumbe el edificio conyugal; pero la impaciencia de la mujer es lo que le hace muchas veces venirse al suelo; la impaciencia hace acudir á los labios las palabras descompuestas y duras, las injurias y los denuestos; la impaciencia acrece los defectos, y ve, como ya dije, con cristal de aumento las faltas más leves y más ligeras.

En muchas ocasiones, la paciencia equivale á un rasgo de talento, porque vale mucho más aparentar que se ignoran las faltas que impacientarse por ellas.

Mas donde la impaciencia causa un daño horrible es en la educacion de los hijos: la dignidad paternal y maternal dependen, sobre todo, de la gran calma y serenidad del ánimo: el padre, y áun más la madre, que se descompone delante de sus hijos, baja de su alto puesto, y dejándole, no puede exigir que los demas se lo conserven.

IV.

Si las mujeres no hallásemos en nuestra razon y en nuestro corazon bastantes motivos para obligarnos á tomar el partido de la dulzura y de la complacencia, deberíamos pedirlas á la habilidad: ésta nos enseñaria, en efecto, que la violencia puede imponer ciertos sacrificios, pero que el que los lleva á cabo se sustrae más pronto ó más tarde á esta dura dominacion: la habilidad en defecto de la bondad nos impone la paciencia y el disimulo de las contrariedades, y en las personas que saben discurrir, la habilidad inspira concesiones equivalentes á las que impone la abnegacion.

¡Qué grandes cosas ha producido la santa, la modesta paciencia! ¡Cuántas gloriosas empresas ha deshecho la falta de aquélla! Aun en las cosas más triviales de la vida vemos muchas veces que la impaciencia es un daño muy grave.

--Este vestido no ha quedado bien, porque no he tenido paciencia para terminarle, dice una jóven avergonzada del mal efecto de su traje entre otros bien concluidos.

--Tenía tal impaciencia al ver que no venía mi modista, que no he querido salir, y he pasado una tarde aburridísima, añade otra.

--Es tanto lo que me impacientan mis criados, que estoy siempre mala, y ademas, los cambio todos los dias, oí decir hace poco tiempo á una señora.

Está, pues, probado, que la impaciencia, más bien que hacer daño á la persona que la inspira lo hace á la que la siente, y que debe dominarse como un azote de nuestra existencia.

La impaciencia aumenta todos los defectos de las personas que nos rodean, y léjos de hacernos amar, nos hace odiosos y temibles, porque no hay persona constantemente descompuesta é impaciente que inspire cariño, confianza y estimacion, ni á sus amigos ni áun á su propia familia.

LA CARIDAD.

I.

Hay un consuelo para todas las penas de la vida: un bálsamo para todos los dolores: un rayo de sol que disipa todas las tinieblas que incesantemente oscurecen el horizonte de nuestra existencia: la caridad.

Se han visto personas cuyo corazon se hallaba yerto y marchito á fuerza de sentir amargos sinsabores, que en el ejercicio de esta virtud han hallado un consuelo supremo é inagotable, y que en pos de la caridad ha venido á visitarles la esperanza, esa hermosa mensajera del Dios de las misericordias.

La caridad es un beneficio para el que la ejerce, porque nada es tan consolador como el espectáculo del bien que se ha hecho, de la felicidad que es obra nuestra y que ha reemplazado al llanto de la desesperacion.

La caridad lleva en su manto el consuelo y la alegría. El que la ejerce ama á Jesucristo en el mendigo andrajoso y macilento, en la enferma anciana y desvalida, en el niño lloroso y abandonado.

¡Oh caridad! la pureza inmaculada de tu ropaje y la blancura de tus alas toman nueva brillantez al rozarse con la miseria que procuras y consigues aliviar. ¡Tú extiendes tanto tus beneficios que es imposible señalarles un término! ¡No te contentas con dar pan al hambriento, con vestir al desnudo y con prestar consuelo á todos los dolores! ¡Perdonas ademas todas las penas, y no hay injuria que no haga olvidar tu plácida dulzura!

II.

La caridad es un deber para todos, pero este deber se convierte en una satisfaccion muy dulce para la mujer, porque es innegable que la mujer ha nacido con un caudal más rico de sentimiento que el que ha sido otorgado al hombre.

El destino, la principal ocupacion de la mujer, es el amor. ¿Y qué otra cosa es la caridad que un amor grande, generoso y purificado?

El cálculo y el trabajo constituyen la vida del hombre: la de la mujer está consagrada, como ya dije, al amor.

La caridad debe ser, pues, una ocupacion en la mujer, por avenirse mejor con su organismo y con el destino que el cielo la ha deparado sobre la tierra.

Á la mujer que reciba en su pecho á esa bella hija de la religion, Dios la colmará de dicha y de prosperidades: con la caridad vendrán la esperanza y la fe, y su vida será feliz y estará exenta de pesares, pues no hay dolor que no endulcen esas hijas del cielo.

¡Feliz aquélla que las abriga bajo su techo!

¡Feliz la que consiga que se reclinen en las cunas de sus hijos!

¡Feliz la que les rinde el amoroso culto que merecen!

Las malas pasiones no desgarrarán jamas su seno; la felicidad no se apartará de su hogar, porque la felicidad reside en nosotros mismos, y sólo una conciencia pura puede darla.

III.

Si por vuestro daño habeis nacido con una imaginacion ardiente, no la atormenteis con sueños vanos, lectoras mias.

El poder y la gloria no se han hecho para la mujer; su poder está en el ascendiente que pueden darle su dulzura y el exacto cumplimiento de sus deberes; su gloria en la práctica de las virtudes, y su felicidad depende en gran parte de las dulces emociones de la caridad.

Siembre la mujer beneficios en derredor suyo, y los desgraciados á quienes consuele implorarán para ella las bendiciones del cielo; cuide del huérfano, y el Señor de todo lo creado conservará la hermosura y la salud de sus hijos.

Practicad segun vuestro estado la santa caridad, y las lágrimas que enjugueis serán recogidas en una copa de oro por el ángel de vuestra guarda, y se convertirán en perlas que servirán para tejeros una corona en el cielo.

La caridad extenderá su manto sobre vuestras cabezas para protegeros contra la desgracia, y despues que hayais pasado á una vida mejor, cubrirá con él vuestros sepulcros y hará brotar en ellos flores hermosas, imágen de vuestras virtudes.

EL VERDADERO TALENTO.

I.

Entre las infinitas cosas que se confunden en el mundo, hay dos que lo están casi siempre, y que difieren tanto entre sí, como una malva loca de un hermoso rosal, esmaltado de sus incomparables flores.

Estas dos cosas son la osadía y el talento.

El talento es bello y luminoso: hijo del alma, ni grita, ni hace ruido, ni rivaliza, ni lo necesita.

La osadía no va jamas solitaria por el mundo: le acompañan el charlatanismo, la vanidad, el afan de figurar, el lujo y lo que se llama en lenguaje gráfico, aunque no sea muy castellano, la cursilería, que es el empeño de aparecer, en primer término.

Nada hay más cándido, más noble, más leal, que el verdadero talento: la osadía le engaña con su malicia siempre que quiere, porque el talento se mece en regiones ideales y no entiende nada de las miserias y pequeñeces de la vida; vuela y no rastrea; da y no calcula; sufre y no se queja. No conoce la envidia, porque, grande por sí mismo, se basta para abrirse ancho y hermoso camino, que al cabo le ceden las medianías que han querido cerrarle el paso.

Como se da el nombre de amor, profanándolo, á muchos sentimientos que nada de semejante tienen con aquél, se da tambien el nombre de talento á muchas cosas que, como la osadía, son graves defectos de carácter y de educacion.

De una mujer habladora, sin saber lo que decia, he oido asegurar que tenía mucho talento; he oido aclamar el talento de otra mujer cáustica, burlona y maldiciente, y bautizar tambien con el nombre de talento la manía de intriga, la tenacidad para conseguir sus fines y la falta de dignidad de muchas otras.

--Concha tiene mareado al señor de Castro,--decia hace pocos dias una amiga mia á otra señora,--se casará, y hará de él lo que quiera. ¡Qué talento tiene esa muchacha!

--Los hombres que se dejan marear ó engañar, que es la misma cosa,--repuso su interlocutora,--son tontos, y no es gran hazaña el aturdirlos, ni cuesta gran trabajo.

En efecto, no hay en el mundo un marido peor que un hombre engañado, de cuyos ojos ha caido la venda.

II.

Hay dos clases de talento, aunque ambas forman un todo que, cuando alguna mujer lo llega á poseer, constituye el bello ideal de nuestro sexo: mas aunque sólo posea una de estas dos clases, puede ya ser amada y estimada en alto grado.

Aparte del talento artístico, que es el primero y más brillante, aparte del talento que crea y embellece, del talento literario, en fin, está el talento de la vida, el talento de saber llevar una existencia decorosa y honrada, de cuidar su casa y sus intereses.

Este talento hace tomar el lado bueno en todas las cosas de la vida y huir el malo; enseña el modo de unir la exquisita distincion á la prudente economía; la dignidad á la bondad; el órden, que es la gracia, con la amable libertad del espíritu, que no conocen los caractéres sistemáticos y meticulosos.

Este talento es el que más conviene á la mujer; el artístico no se elige. Dios lo da ó lo niega, segun sus altos designios; pero el talento de la vida puede adquirirse, y es indudable que se adquiere con la reflexion y hasta con la práctica del mundo.

Ya la educacion de la mujer se ha hecho más extensa, y su ilustracion va tomando cada dia más rápido vuelo: ya la mujer lee, y, como consecuencia natural, comprende muchas cuestiones sociales, puede reflexionar acerca de ellas, y puede ser la compañera y la amiga del hombre y el primer Mentor de sus hijos.

La vida tiene una doble fase: el lado serio (y éste es el más importante) y el lado frívolo, ligero y agradable. El verdadero talento de la mujer consiste en llenar los deberes que los dos imponen; consiste en cuidar del gobierno interior de su casa, de la dicha de su marido, de la educacion y bienestar de sus hijos: mision que no puede llenarse sin una razon clara y sin una tranquila fortaleza de espíritu.

En el terreno práctico de la vida, la cólera y los arrebatos que ésta produce no sirven para nada; son precisas la prudencia, la calma, la reflexion, gran suma de dulzura y de paciencia, y no menor de fortaleza y dignidad de carácter: con la diplomacia se consigue mucho: con la fuerza no se alcanza nada.

III.

La parte más frívola de la vida es quizá la que hace más agradable á la mujer, y áun añadiré, sin temor de equivocarme, que es lo que la hace más amada.

Porque, fuerza es confesarlo en detrimento de la fortaleza humana, la virtud desnuda de atractivos seduce poco, generalmente hablando, y una mujer agradable obtiene tantas simpatías, por lo ménos, como una mujer buena.

La elegancia es uno de los mayores atractivos de la mujer, y es desde luégo un atractivo mucho más poderoso y durable que el de la hermosura.

Para ser elegante una mujer no debe nunca competir, sino distinguirse; la competencia es un escollo odioso; la distincion es una gracia y una gran prueba de talento. La competencia provoca enemistades; la distincion atrae el afecto y hasta la admiracion.

Así, pues, mis queridas señoras, no imiteis nada; inventad, y si teneis un poco de buen tacto y de buen gusto, seréis vosotras las imitadas.

Si teneis pocos medios de fortuna, el sistema de no imitar os librará de muchos sinsabores; y desde luégo os impedirá el sentir los dolores intolerables de la envidia, madre infernal de la competencia; en vez de caer en el género cursi, que es el querer aparentar lo que no se tiene, arreglad vuestra casa de un modo que esté en relacion con vuestros medios, y vestid con arreglo á los mismos; el aseo y la elegancia se hallan al alcance de todos.

Cuando una mujer debe asistir á una reunion de personas donde se sabe de antemano que el lujo ha de ser espléndido, dará una gran prueba de talento vistiendo con una sencillez tal, que haga contraste con todas las maravillas adonde no puede ni debe llegar; la sencillez en ese caso será una gran distincion.

Lo que no puede suprimirse jamas es el decoro, la gracia y la modestia, que es el adorno más bello de la mujer y la hija encantadora del verdadero talento.

IV.

El verdadero talento tiene una magia que no posee el talento sólo de apariencia: todo lo ilumina, todo lo embellece, todo lo suaviza, y puede decirse que lo alcanza todo.

No es sólo una gran penetracion y un entendimiento extraordinario lo que lleva á cabo grandes obras morales, empresas difíciles ó negocios arriesgados; es preciso utilizar todos estos recursos en tiempo y ocasion oportunos; es preciso no malgastar las fuerzas, cuando hay que reservarlas para ocasiones más importantes ó más decisivas.

Esto es lo que adivina el talento, porque su intuicion es maravillosa; sabe hacer tres cosas que parecen insignificantes y que tienen, sin embargo, importancia suma en la vida y en el logro de todas las empresas.

Estas tres cosas son: callar, escuchar y esperar.

¡Callar! ¿qué elocuencia hay en algunas ocasiones, comparable á la dignidad, al dolor ó al desden del silencio?

¡Escuchar! ¿dónde hay complacencia más amable que la de oir pacientemente los proyectos de un sabio, las esperanzas de un poeta, ó las quejas de un desgraciado?

¡Esperar! ¡cuántas dulzuras encierra esta palabra! ¡qué consuelo para las penas! ¡qué grato y poderoso antídoto para la impaciencia!

Estos tres grandes recursos los posee el verdadero talento; se doblega sin humillacion, acaricia para conseguir, y le sirven, no sólo para las cosas grandes, sino tambien para lo que se llama pequeñeces, y que en la vida de la mujer ocupan tan gran lugar.

El verdadero talento se aviene á todo, se doblega á todas las situaciones, y pone constantemente en práctica esta gran verdad de un gran escritor.

«Se debe aceptar de buen grado todo aquello que es irremediable.»

La familia, la amistad, el hogar doméstico, la fortuna, todo gana, todo está bien conducido, todo está floreciente, todo está bien y bellamente ordenado, cuando la mujer posee, no el talento que brilla, que deslumbra y que se agita, sino el bello, el grato, el tranquilo y modesto, en fin, el verdadero talento.

LA TIMIDEZ.

I.

Voy á hablar de un defecto que perjudica de una manera extrema y lastimosa á los pobres seres que le padecen, y señaladamente á las mujeres, en cuyas blandas y suaves naturalezas se arraiga de una manera terrible.

Nada más léjos de mi deseo que el ver el atrevimiento en una jóven residiendo en todo su sér como en morada propia; la mujer debe ser modesta, reservada, tímida en muchas ocasiones; pero la timidez extrema le causa tambien un grave perjuicio y oscurece muchas veces, no sólo sus gracias, sino hasta sus buenas cualidades.

Voy á trascribir aquí la carta que una jóven, amiga mia, me escribe acerca del ridículo que ha caido sobre ella, por no saber vencer su timidez extremada.

«Fuí invitada á comer, me dice, á casa de los señores T...., que tienen tres hijas de mi edad, y no puedes figurarte cuánto dí que reir, y la serie de torpezas que cometí á causa de mi invencible cortedad de genio.

»En vano fué que mi madre me amonestase ántes de salir y que emplease toda clase de advertencias, á fin de precaverme contra mi enemigo; yo me creia fuerte en casa porque habia ensayado dos ó tres cortesías; tenía pensado todo cuanto debia hablar; pero ¡ay, amiga mia! ¡qué gran diferencia hay de la teoría á la práctica, y cómo he visto que el aplomo debe tenerse sobre el terreno y que no basta todo el que tenemos en nuestro gabinete, porque éste desaparece cuando más falta nos hace!

»Cuando entré, toda la familia se hallaba reunida en la biblioteca. Esta familia consta de la madre, dama elegante y acostumbrada al trato de la sociedad más distinguida; del padre, caballero lleno de cortesía y de benevolencia, y de tres jóvenes, amables, dulces y bien educadas.

»Cuando entré, el portero hizo sonar una campana anunciando visita; pero yo, que me forjo terrores á cada instante, creí que era la del comedor y que por mí se esperaba para sentarse á la mesa, y ya subí la escalera con el corazon oprimido.

»Al entrar en la biblioteca lo hice con tanta prisa que pisé al pobre Sr. T.... de una manera tal, que le hice dar un grito: este accidente aumentó mi turbacion de un modo indecible; me incliné para saludar á la señora de la casa y tropecé con un velador, el que se tambaleó, y hubiera caido al suelo á no haberlo sostenido la mayor de las jóvenes.

»La cortés y benévola acogida de toda la familia me tranquilizó algun tanto; cada uno se esforzó para hacerme olvidar mi torpeza, y yo admiré profundamente el poder de la buena educacion, que dió fuerzas al Sr. T.... para ocultar el dolor físico que mi pisada debió causarle, y que se tradujo por el grito que en el primer instante no pudo retener, y que todos oimos.

II.

»Hablamos de las obras nuevamente puestas á la venta, y el señor T.... me enseñó una de la cristiana y dulce escritora belga Mad. Bourdon, tan poco conocida como digna de serlo; señalóme en un estante un volúmen elegantemente encuadernado, diciéndome que aquélla era su última produccion; yo quise tomarla; el buen señor fué á adelantarse á mi deseo; pero yo, para no molestarle, alargué vivamente el brazo; el libro pesaba ménos de lo que era de esperar, atendido su tamaño; salió con violencia, cayó en el mismo velador que ya estuve yo para tirar al suelo, y derribó un tintero que sobre él habia; todos echaron á broma el suceso y me dijeron que no tuviese pena ninguna; pero yo vi la tinta caer sobre la alfombra, y sin saber lo que hacía, trémula, confusa, yerta de terror, me incliné y... ¡oh colmo de ridiculez! me puse á recogerla con mi pañuelo; tal era mi turbacion y mi dolor por mi torpeza.

»En el mismo instante un criado vino á anunciar que la comida se hallaba servida, y yo le vi contener la risa al advertir lo que estaba haciendo; encarnada como una grana seguí al comedor á la familia; la señora T.... me daba el brazo y me colocó entre ella y su hija mayor, graciosa y dulce jóven, cuya modestia nada tenía parecido á mi torpeza y timidez excesivas.

»La amabilidad de la señora de la casa empezaba á tranquilizarme, cuando el mal genio que me perseguia me dió otra prueba de su encarnizamiento contra mí; habia yo colocado el plato de sopa demasiado cerca del borde de la mesa; al volverme para contestar á una pregunta de mi vecina, la señorita de la casa, que admiraba mi cuello de encaje, dejé caer el plato con todo su contenido sobre mi falda; á pesar de haber empapado mi servilleta y otras várias que me fueron ofrecidas, mi traje verde luz se inundó de aquel líquido craso y todavía hirviente; recordé entónces el valor con el cual el dueño de la casa habia disimulado el dolor que mi pisada le habia ocasionado, y puse de mi parte todo lo posible para imitar su tranquilidad.

III.

»Una de las señoritas me suplicó que le acercase un asado colocado cerca de mí; en mi afan de complacerla puse en la boca un pedazo de budin que tenía en el tenedor sin pensar en que estaba abrasando; entónces me fué imposible disimular mi tormento; la garganta se quemaba conforme iba pasando por ella el budin; los ojos se me querian salir de las órbitas; cada uno de los presentes me propinó un remedio distinto: el uno me aconsejaba vino, otro aceite; yo pedí agua, y un criado trajo un vaso lleno; pero sea que se equivocase, sea que el traidor quisiera burlarse de mí, me trajo aguardiente en vez de agua fresca; lancé un grito, y el líquido salió por las narices y por mi boca en un acceso de tos; la señora riñó á su criado; ciega con el dolor de la quemadura y del aguardiente, llevé á la cara el pañuelo con el que habia secado la tinta; una risa general estalló entónces, porque la más exquisita cortesía no bastaba ya ante tanta ridiculez, y huí á mi casa sin despedirme de nadie y loca de dolor.

«¡Oh invencible timidez! Yo te maldigo como á mi más cruel enemigo.»

IV.

La carta que precede dice más que cuanto yo pudiera encarecer, acerca de la necesidad de adquirir aplomo y serenidad de ánimo en el trato social.

La soberbia es muy culpable; pero tambien es digna de censura la absoluta falta de confianza en el propio mérito, que conduce á una timidez invencible.

Es necesario apreciarse de una manera equitativa, saber conservar su dignidad y no desestimarse por completo, dando á los demas un exceso de consideracion y de condescendencia, porque las más bellas disposiciones desaparecen cuando una excesiva timidez se apodera de nuestro espíritu y nos arrebata la serenidad y la facultad de discernir.

Hay algunas personas tan excesivamente tímidas, que no saben jamas qué hablar ni qué postura adoptar en visita; para estos pobres seres, el trato, lazo de seda que une á la gran familia humana, es un tormento insoportable: como nadie ama lo que le mortifica, huyen de hacer y de recibir visitas, convirtiéndose su cortedad de genio en una grosería que les enajena todas las voluntades, y en una feroz misantropía.

En la mujer es casi preferible que se estime demasiado alto á que se estime demasiado poco: de la gran estimacion de sí misma nace la dignidad, la aversion á las familiaridades y á las habladurías, y hasta una gran virtud; pero la timidez, cuando es en grado exagerado, la lleva, no sólo á las ridiculeces que á mi pobre amiga, sino á otros extremos más graves.

Poco tiempo hace que estando yo de visita en un salon donde se hallaban reunidas várias personas, oí criticar amargamente á una bella señora que no se hallaba allí, pero que yo conocia de vista.

Todos los presentes dieron un arañazo más ó ménos grande en aquella reputacion indefensa: la frialdad de mi semblante y mi silencio protestaron contra la cobardía de la agresion.

Cuando me levanté, una amiga que allí se hallaba salió conmigo.

--¿Por qué has callado--le pregunté indignada--al oir censurar así á una persona que tratas? Más bien; ¿por qué has hecho coro con todos esos necios de mala intencion, con todas esas envidiosas?

--¿Y qué querias que hiciera? respondió: yo no tengo el valor de ir contra la corriente de todos: no me atrevo á tanto.

--¡Qué indigna cobardía! exclamé llena de enojo.

--¿Qué quieres? soy tímida, y así son casi todas las gentes: piensa en que al Redentor le crucificaron: ¿qué harian conmigo?

No he vuelto á saludar á aquella mujer: hay una clase de timidez inofensiva que me compadece: hay otra culpable y que es sólo ruin pusilanimidad, que me indigna y que desprecio.

LAS PEQUEÑAS VIRTUDES.

Los negocios domésticos, los deberes
sociales, los estudios, las facultades
del espíritu y del corazon, ofrezcamos
todo esto á Dios: mi querida
señora, sed amable para él, humilde
y paciente por él, y tendréis un
tesoro de horas afortunadas; no de
horas sin pesares, pero sí dichosas,
porque estarán en armonía con vuestra
conciencia y con el divino modelo;
allí está el mérito; allí está la
paz; allí está la caridad; allí está la
fuerza.
Silvio Pellico.
(Carta á una dama.)
I.

Virtudes pequeñas, ¡qué dulce es vuestro poder y que necesidad tenemos de vuestro auxilio las mujeres!

Quédense para el sexo fuerte las grandes, las que producen acciones heroicas que se esculpen en bronces y en mármoles. El brioso alazan necesita la inmensidad para lanzarse en la brava carrera: el cisne necesita sólo el dulce y límpido lago, y el pajarillo la embalsamada y escondida floresta: así nosotras, tanto ó más que las relevantes cualidades, mucho más que la ciencia y la grave y sólida instruccion del espíritu, necesitamos rodearnos de las pequeñas flores del Evangelio, abiertas bajo los pasos de aquél que fué dulce y humilde de corazon.

Paciencia, dulzura, indulgencia, afabilidad, cortesía, olvido, ignorancia de la falta de los otros, caritativa condescendencia para las debilidades de los demas, yo os llamo desde lo íntimo de mi corazon para que hagais mi vida apacible y feliz.

Fuerza es que yo lo confiese; las grandes virtudes, tales como en general se entienden, me han asustado mucho siempre, y áun más el aspecto de los que las practican, porque las personas de gran virtud se me han presentado constantemente ceñudas, mal vestidas, mal peinadas, regañonas é intolerantes.

¡Cuántas dulces y pequeñas virtudes he visto ocultas, por el contrario, bajo la graciosa apariencia de la belleza y la elegancia!

--Esa es una persona de gran virtud, he oido asegurar algunas veces; yo me he vuelto llena de aquel amor y veneracion que profeso á todo lo bueno, y me he hallado con una mujer fea, flaca, vestida de mala manera, huraña, regañona, con el traje roto y descuidado.

--Está sólo dedicada á servir á Dios, me han dicho, y su desprendimiento de las cosas terrenas es profundo y absoluto.

--¡Y qué! exclamé yo un dia con la ingenuidad de doce años que contaba entónces, ¿porque se sirva y se ame á Dios se ha de vestir así? ¿Impone su servicio por librea la miseria y la fealdad? Yo he leido en mis libros de estudio, que los antiguos coronaban de flores los blancos becerros y los hermosos corderillos que sacrificaban á sus dioses: ¿merece ménos nuestro Dios que aquéllos ídolos? ¿Merecen ménos tambien sus servidores que aquellos animales?

Debo confesarlo: nadie halló que responderme; pero la servidora del Dios de bondad y de misericordia me echó una mirada de cólera y de encono, y oí salir de entre sus labios, pálidos y secos por el ayuno, el dictado de chiquilla insolente con que me regalaba.

II.

--¡Parece, continué yo riéndome de la horrible cara que me puso, parece que sólo se ofrece á Dios lo que el mundo ya no quiere, lo peor y lo más feo! ¡Todas las mujeres excesivamente devotas son solteronas viejas ó que se han vuelto muy feas, y á mí me parecen criadas del diablo! Jesus es muy hermoso: su madre es hermosísima, y se deben disgustar de los santurrones de ambos sexos. Y luégo, yo sé, porque lo dice la Historia Sagrada, que Abel elegia para el altar del Señor sus más bellos y sazonados frutos, sus más frescas y perfumadas flores: estos dones los consumia la llama divina, y los de Caín quedaban intactos, porque llevaba al altar lo peor que tenía. ¡Luego esta señora se parece á Caín, pues no se dedicó al Señor cuando era jóven y bonita, sino ahora que ya no es lo uno ni lo otro!

Una carcajada acogió esta salida, más sincera que cortés, y más lógica que agradable para la señora de gran virtud.

III.

No hace falta tampoco para las dificultades de la vida de familia y para las pruebas de cada dia una virtud romana: no es necesario ser Cornelia ó Arria: hay otras virtudes pequeñas, ocultas, del dominio de la mujer cristiana, que, parecidas á modestas violetas, embalsaman aquí bajo el hogar doméstico, y que tal vez un dia formarán una diadema á la que las haya amado y cultivado constantemente.

¡Pequeñas virtudes, objeto de mis meditaciones de cada dia! ¡Vosotras pasais desapercibidas, y no obstante, sin vosotras no es la vida soportable! ¿Quiénes sois? La indulgencia, que perdona los defectos, bien que no pueda prometerse el perdon para sí misma; el piadoso disimulo, que parece no apercibirse de las faltas ajenas; la docilidad del espíritu, que adopta sin resistencia lo que hay de bueno en las ideas de los demas, aunque pensemos de distinto modo; la solicitud amable, que previene las necesidades y hasta los deseos de los que viven con nosotros; la generosidad del corazon, que hace todo el bien posible; la represion del mal humor para con nuestros iguales, y de la impaciencia para nuestros inferiores: sois el callarse cuando se desea decir una palabra dura; el vencer un movimiento de antipatía; el olvidar una pequeña injusticia ó procurarlo á lo ménos; el escuchar con cortesía paciente lo que nos fastidia; el prestarse con gusto á un juego, á una diversion, frecuentemente más penosa que el más árido trabajo.

¡Oh, no! no son brillantes estas pequeñas y dulces virtudes, y no atraen ni los ojos ni los elogios. ¡El que está presente no sabe por qué se dice una palabra y por qué se calla otra: no penetra en el santuario del pensamiento para leer allí que la manera de ver es diferente: no penetra hasta el corazon para sentir que los afectos están contrariados y que un rudo combate tiene lugar entre el carácter y la virtud! ¡Ni una mirada, ni un gesto, ni una palabra y el sacrificio queda cumplido!

IV.

¡Pequeñas, bellas y delicadas virtudes! ¡Perlitas puras de la cadena de la vida, hecha de tanto hierro! ¡Yo os amo, os venero y os llamo en auxilio mio á todas horas! ¡Os necesito, porque adoro vuestra belleza! ¡Abridme vosotras los corazones y conquistadme afectos! ¡Sed mis protectoras, y que vuestro dulce y santo perfume anuncie mi presencia!

Amables y lindas jóvenes que leeis estas líneas, mejor sentidas por mi corazon que trazadas por mi mano: la virtud que resulta de todas estas pequeñas virtudes reunidas, es tambien una gran virtud, como es bello y admirable un mosaico compuesto de partículas diminutas y delicadas; pero esta gran virtud que poseeréis practicando las pequeñas, no es fea, sino bella, adorable, llena de poesía y de gracia: esta gran virtud os exige el ser agradables, bonitas, elegantes, afables y dulces: os ordena cultivar vuestro talento y vuestras gracias, y es la sola verdaderamente grande y digna de ser ofrecida al Dios, todo amor, todo grandeza, bondad y misericordia.

LA DESGRACIA.

I.

Empezaré copiando un bello y elocuente párrafo del ilustre escritor frances Mr. Jules Janin, que servirá como de tema y sumario á las desaliñadas líneas de este pobre artículo.

Vosotras,--dice á las damas parisienses,--pagais muy caro el ir á ver tragedias llenas de exageraciones, ejecutadas en verso, por buenos ó malos actores: el dinero que gastais sin placer, por lo que llamais vuestros placeres, deberiais llevarlo allá arriba, cerca del cielo, bajo los techos donde el estío es abrasador, y donde en el invierno se tiembla de frio; en esas alturas dolorosas, ¡Dios sólo sabe cuántos dramas crueles podriais encontrar! ¡Dios sabe si enjugariais lágrimas verdaderas! En esos sitios, visitados por vosotras, os sentiriais bendecidas, amadas y alabadas; desde el fondo de los corazones conmovidos, las lágrimas que vertierais serian muy dulces.

«¿Por qué vais, pues, á vuestras fiestas, á vuestros espectáculos, á vuestras exposiciones, á vuestras matanzas? Allí verteis lágrimas estériles, sobre buhardillas de tela pintada y compadeciendo el corazon desgarrado de una mujer, que despues cenará perfecta y alegremente: allí la orquesta es la que agita vuestros nervios, y las ficciones las que exaltan vuestra imaginacion. Id á buscar las desgracias verdaderas; y por la noche, en lugar de soñar con tiranos de melodramas, armados de puñales y de copas llenas de veneno, soñaréis con las desgracias que habeis socorrido; veréis á la madre de familia cuyo hijo habeis salvado, y oiréis las bendiciones del anciano. ¡Hé aquí los dramas que traen paz al alma, y á la noche sueños dulces, y consoladores!»

Este predicador mundano y elegante ha encontrado, observando lo que pasa en derredor suyo, los acentos puros y nobles de la verdad, y nada mejor podemos hacer las mujeres que seguir su consejo.

No es la desgracia que se ostenta la más digna de compasion y de lástima: es la que se oculta; la que se avergüenza de sí misma: es la que vive bajo las apariencias de la decencia, la que está valerosamente combatida por la dignidad.

¡Cuántas y cuán diversas fases tiene la desgracia! Desde la escasez, donde empieza la pobreza, hasta la miseria que es su último grado, la desgracia se presenta á nuestros ojos mil veces al dia, pasa al lado nuestro, nos implora, y nos tiende la mano á cada instante, sin que nos apercibamos ó queramos apercibirnos de su presencia.

II.

Habia, segun me ha contado una anciana amiga mia, una mujer, tan dichosa, al parecer, que todos la envidiaban; tenía una fortuna más que regular, un esposo que la adoraba, hijos hermosos y llenos de promesas, amigos fieles y cariñosos; y sin embargo de todo esto, se tenía algunas veces por desgraciada; el alma, como el cuerpo, tiene sus desfallecimientos, y á veces se fatiga acaso por el mismo exceso de su tranquilidad.

Aquella mujer, jóven, hermosa, rica, querida y estimada de todos, era infeliz, y entrando en el fondo de su deseo, nada hallaba que desear.

En la misma ciudad habia otra mujer de edad madura, que iba vestida con excesiva modestia, de aspecto dulce, respetable y reservado: esta persona era maestra de escribir, y pasaba su vida, ya en dar lecciones á los niños, ya en copiar documentos para los comerciantes y oficinas: la tranquilidad y la dicha resplandecian en su frente, y no obstante jamas se habia casado y vivia sola en el mundo.

La señora M. que así se llamaba la dama que se tenía por tan desgraciada, la llamó para que diese leccion á sus hijos, niños de corta edad; y preguntándole un dia, supo por fin el secreto de la felicidad de aquella humilde criatura.

--He vivido siempre para los otros y jamas para mí,--le dijo,--el yo es el enemigo más formidable de toda dicha. Muy jóven aún, quedé sin padre y sin otro talento que una bonita letra; procuré utilizarla y busqué algunas lecciones que dar; mi madre, anciana y enferma, necesitaba de mí, y esto me daba valor, enviándome Dios como supremo consuelo, la esperanza: daba lecciones durante el dia; por la noche copiaba manuscritos: tenía ademas nociones de dibujo; procuré perfeccionarlas, y traté de copiar algunas flores y grabados que se vendian bastante bien.

De repente mi hermana mayor, viuda y madre de cuatro hijos, murió, y los cuatro huerfanitos quedaron sin amparo: ¿qué hacer? Los traje conmigo, y la pluma corrió más de prisa sobre el papel. Dios, que es el padre de todos, reprodujo el milagro del pan y los peces con nosotros: mi pluma dió para todo durante quince años: mi anciana madre murió sin que la faltase nada, y yo ya no tuve la dicha de trabajar para ella; pero pocos instantes ántes de cerrar los ojos, me dijo:

--Hija mia, en el mundo he sido una carga bien penosa para tí; pero ahora en el cielo te pagaré mi deuda, y rogaré á Dios que recompense tus virtudes: hija mia, yo te lo aseguro; nada te faltará.

--Mi madre murió; yo eduqué á mis huerfanitos con todo el amor y cuidado posibles: los niños aprendieron una bonita letra y los coloqué bastante bien en el comercio: la niña aprendió el lindo y aseado oficio de modista.

Cuando ya no tuve que trabajar más que para mí, me puse muy triste... Esto era una desgracia, pues toda mi vida la habia dedicado al bien de los otros: mas sabido es que nunca faltan pobres: doy lecciones á los niños de mi barrio, hijos de honrados artesanos, y ademas, con lo que gano dando otras lecciones y haciendo copias, les regalo de vez en cuando, ya un vestido, ya una camisa, ya ropa blanca que yo misma coso en mis ratos de ocio; todos me quieren, yo quiero á todos y soy dichosa.

La señora de M.... oyó casi avergonzada la historia de aquella noble criatura, diciéndose que la desventura puede salir del seno de la felicidad, y que la dicha más pura puede salir del seno de la desgracia.

III.

Las más brillantes posiciones ocultan á veces desgracias terribles.

El desaliento del corazon, lacerado por mil amargos desengaños; el sufrimiento del alma, producido por decepciones en los afectos: la saciedad, que lleva consigo la riqueza y el abuso de todos los goces frívolos, estas cosas reunidas y áun cada una de por sí, producen un malestar, una angustia moral, una falta de fe, que constituyen la más horrible de las desgracias.

No amar á nadie, no esperar nada, es tan triste que valiera más morir.

Así, pues, aquellas de vosotras, mis amadas lectoras, que halle en su camino una persona atea á fuerza de sufrir, que se dedique á consolarla, á endulzar su amargura, á reanimar su fe y su esperanza, y hará una obra tan meritoria como dando pan á un infeliz pordiosero, porque la miseria del alma no es ménos dolorosa que la del cuerpo.

Sólo aliviando la desgracia podemos hallar la felicidad: busquémosla por todas partes, y cuando la hallemos en nuestro camino, socorrámosla con todas las fuerzas de nuestra voluntad y de nuestro ingenio, privándonos de algo supérfluo, para dar á los desdichados lo necesario.

LA HERMOSURA Y LA ELEGANCIA.

No hace muchas noches que nos hallábamos reunidas algunas personas, enlazadas por los vínculos de la amistad más verdadera, en el lindo gabinete de una simpática jóven, casada hace poco más de un año con un hombre respetable por su talento y las nobles prendas de su carácter.

No éramos muchos los concurrentes y ninguno contaba muchos años: el esposo de nuestra amiga era la persona más grave, y no ha llegado todavía á la edad madura.

En tanto que la parte masculina de la reunion hablaba de política y de obras dramáticas, la parte débil se ocupaba en bordar y charlar de modas y de las novedades del dia.

--¿Qué os parece de Luisa R....?--dijo de repente la señora de la casa, dirigiéndose á nosotras,--deseo saber vuestra opinion, porque me admiro de oir contínuamente sus alabanzas, cuando yo la encuentro con mérito muy escaso.

Al oir nombrar á Luisa R. todos los caballeros dejaron sus conversaciones y escucharon, al parecer, con religiosa atencion.

--¿Lo veis?--exclamó mi amiga entre risueña y enojada,--en nombrando á Luisa todos se vuelven oidos y mi marido el primero. ¿Qué tendrá esa mujer?

--Yo no lo sé,--respondió una de las jóvenes,--á mí me parece muy grande su boca y demasiado corta su nariz.

--Pues á mí,--dijo otra,--me parecen muy hermosos sus ojos azules, tan dulces y expresivos.

--Yo no la encuentro bonito nada más que el talle.

--Á mí me gusta la expresion de su rostro.

--Pero señores, ¿quieren VV. volver á su conversacion?--exclamó una de las presentes,--¿no es muy doloroso que ni áun delante de nosotras hayan VV. de contener su admiracion por la señorita R....?

--Es un delito de lesa galantería,--añadió otra.

--Es insoportable,--agregó una tercera.

--Mi marido tiene la culpa,--dijo la señora de la casa.--¿Quereis creer que es uno de los más acérrimos partidarios de Luisa?

--No lo niego,--respondió sonriendo el aludido,--me agrada esa jóven, y si eso es delito, todas estas señoras me excusarán, estoy seguro de ello.

--¿Nosotras?--gritó airado el coro femenino.

--Sin duda: y si no, veamos: en la parte bella de esta reducida reunion, algunas han dicho que les agradaba Luisa y otras que no les gusta: ¿no es cierto?

--Sí: ¿pero qué tiene eso que ver?...

--¡Paciencia! ¿Hay aquí una sola que haya dicho que Luisa es fea ó desagradable?

--No la creemos ninguna de las dos cosas.

--¿Hay alguna que haya encontrado de mal gusto su modo de vestir, ó faltas de elegancia sus maneras?

--¡Oh, no! dijo la esposa del que hablaba, yo soy justa: he visto muy pocas personas de modales más distinguidos.

--Ni de más variada y dulce conversacion.

--Ni de una sencillez más elegante en el vestir.

--Ni de más gracia en todas sus acciones.

--Ved aquí, señoras, explicada la causa del imperio que esa jóven ejerce en nosotros y áun en su mismo sexo, lo que es mucho más raro, dijo triunfante nuestro antagonista: la belleza es relativa; es decir, agrada segun el gusto de la persona que la contempla; la elegancia es absoluta, es decir, que agrada á todos y á todos cautiva: podrán VV. expresar su gusto acerca de las facciones de Luisa, que á unas agradarán y á otras no; pero con respecto á su perfecta educacion y á su carácter simpático, nadie halla defectos que ponerla.

La llegada del té impidió que respondiéramos á aquellas palabras sensatas y llenas de verdad; pero así que la parte masculina nos dejó para ir á saborear sus habanos, nosotras volvimos á hablar de Luisa.

--Mi marido tiene razon, es preciso concederlo, dijo nuestra amiga: no sé por qué nos admiran las inmensas simpatías que alcanza Luisa: ¿no habeis reparado con qué gracia se viste, qué dulzura hay en sus palabras, qué encanto hay en su voz?

--Y luégo, añadió otra, su elegancia es incomparable: sabe de qué modo se ha de vestir á todas horas, y lo hace con un gusto exquisito.

--No será, pues, por su riqueza.

--¡No por cierto! Sus medios no pueden ser más escasos, y á no ser por su habilidad...

--Es, en efecto, positivo, dijo nuestra amiga, que en la sociedad rendimos culto--y á veces hasta involuntariamente--á todo lo que es bueno y bello: la simpatía es una ley poderosa, y sólo la dedicamos á quien la merece: pocas veces se engaña la simpatía, y áun es más fácil que se engañe el amor, porque en éste tienen su parte los encantos del rostro, en tanto que aquélla nace casi siempre del conocimiento de las bellas prendas del alma y de una educacion esmerada.

Vemos algunas veces una figura muy bella, pero que no nos agrada: sin embargo, siempre seducen y cautivan la verdadera elegancia, los modales escogidos, y en fin, la distincion natural de aquella, á quien un carácter dulce hace más encantadora.

VALOR FEMENINO.

I.

No es, por cierto, la cualidad moral que se lee al frente de estas líneas peculiar sólo del hombre, ó necesaria únicamente al sexo fuerte; la mujer necesita tambien ser valerosa, y lo es muchas veces, si bien en una esfera más humilde y más silenciosa que aquél; porque todas las virtudes de la mujer--y el valor es en ella una virtud,--brillan y deben brillar poco, y se desarrollan y lucen entre las paredes solitarias del hogar doméstico.

No busqueis el valor en la mujer cuya cabeza turbulenta ó vacía la aleja de su familia para ir en pos de las fiestas y los placeres; ésa será, no tímida, sino pusilánime: el valor de la mujer se apoya desde luégo en un perfecto raciocinio, en un juicio sólido, en un casto decoro.

El valor en el sexo bello está sostenido por la dignidad: así, pues, la jóven coqueta, la esposa ligera, la viuda verde y pretenciosa, no pueden poseerlo; pero la mujer cristiana, suave y fuerte á la vez, como la de la Escritura, puede dar ejemplos de valor al más esforzado guerrero.

Y no hay que pensar que yo, al hablar del valor en la mujer, trato de que, como Judit, quiera aquélla libertar á la patria, ó como Juana de Monforte defender sus estados, ó como Catalina de Médicis tener sujeta á su familia con un yugo de hierro, no; yo no he pensado jamas, al pensar en el valor de la mujer, en las guerreras, en las políticas, en las avaras, en las intrigantes, que en todas épocas han brillado en el mundo.

Tampoco he confundido nunca con el valor la sangre fria con que he visto á algunas mujeres engañar al padre, al hermano y al esposo; el verdadero y santo valor de la mujer está léjos de la mentira, del fraude, de la ambicion y hasta de la ligereza; la mujer para ser valerosa ha de empezar por ser humilde, modesta, piadosa, amable, digna, prudente, buena hija, buena esposa y buena madre.

Porque el valor en ella es el resultado y el punto de partida de todas las demas virtudes que la enaltecen.

II.

Nunca he podido oir hablar de la emancipacion de la mujer sin que una sonrisa de lástima se haya asomado á mis labios.

¿Para qué quiere la mujer vivir por sí sola? Tal como vive hoy tiene ancha esfera donde moverse y donde lucir santas y adorables virtudes; y léjos de separarla del hombre, convendria educarla para que viviese á su lado, y para que fuese lo que debe ser.

No há menester el valor para seguir una carrera de áridos y monótonos estudios; no le necesita para manejar por sí sola sus negocios, para luchar con dificultades, para vencerlas, para defender un pleito ó para matar á quien la calumnie ó la ofenda; necesita el valor para sufrir como cristiana, para soportar las amarguras de la vida, y para separar de los suyos las espinas, dejándoles ver sólo las flores.

Necesita el valor para conservar en su hogar el calor y para que brille en él la luz suave y vivificante de las creencias religiosas, mantenidas con su ejemplo.

Le necesita para trabajar en las más prosaicas tareas de la casa, á fin de que no falte á su familia la decencia, lujo de las fortunas modestas, ó la limpieza, lujo de la desgracia.

Le necesita para educar á sus hijos, para consolar á su marido si sufre, para alegrar los últimos dias de sus ancianos padres: éste es el valor, ésta es la hermosa ciencia de la mujer, y no la que puede hallar en las aulas ó el que puede desplegar en los combates.

Mujeres valerosas necesita más que nada la sociedad: mujeres valerosas que se priven animosamente de las galas que puedan arruinar á su marido: que se humillen á los importantes, aunque al parecer fútiles cuidados del ama de la casa: que se doblegue á coser, á zurcir, á enseñar á su cocinera el modo de condimentar un plato y á arreglar sus habitaciones: para defender las grandes cuestiones sociales, para hablar en la tribuna, para verter sangre en la guerra, para las cátedras y para otros elevados destinos están los hombres; si algun dia llega en que la mujer sepa desempeñar todas esas cosas y en que no le sea necesario el hombre, en ese dia fatal habrán recibido una herida de muerte el hogar y la familia: porque el prestigio de la mujer debe cifrarse en valer para las cosas insignificantes en la apariencia, pero que son en realidad el eje en que descansa el gran edificio de la dicha doméstica.

III.

Voy á poner algunos ejemplos, de cómo comprendo el valor en la mujer.

Creo que al casarse una jóven--casi siempre de muy pocos años--no se deja el corazon en la iglesia, y desgraciado de su marido si tal hiciera.

Y bien: ese corazon que se ha abierto al amor del hombre á quien ha elegido por esposo, como una flor al rocío de la aurora; ese corazon tierno, sensible, lleno de ilusiones, puede verse destrozado por amargos desengaños, puede helarse al soplo del egoismo marital, como sucede muchas veces.

Pero como las heridas del corazon no afean el rostro, sino que, por el contrario, suelen hacerle más interesante, la pobre esposa inspira á otro hombre simpatía y afecto verdadero: entónces compara entre el esposo desencantado y el galan rendido; entre el que la deja sola y el que anhela verla un instante; entre el que la desdeña y el que la ama; ¿quién puede salvar á esta mujer del precipicio cuando á nadie puede pedir consejo? su valor; ese valor que está apoyado en el sentimiento del deber, en su fe cristiana, en su propia dignidad.

Con valor generoso huye de ver á quien la persigue, y con valor contesta negativamente á todas sus aspiraciones.

Valor necesita para sofocar su sed de ternura, su necesidad de afectos, y este valor sólo á Dios lo pide; sólo de Dios puede venir.

Valor necesita para preferir el abandono en que la deja su marido y la soledad de su casa, á las dulces pláticas del amor mutuo y correspondido; para dejar las flores por las espinas, lo agradable por lo enojoso, la alegría por la tristeza, las sonrisas por las lágrimas; y sin embargo, este valor lo tiene siempre la mujer honrada.

Busquemos á la esposa en otra esfera; imaginemos que ha pasado ya la edad del amor, ó que, por dicha suya, no lo ha inspirado á ningun otro hombre más que á su marido; pero supongamos que este marido es irascible, colérico, grosero, mezquino, en una palabra, insoportable.

¿No es un valor heroico el de la mujer que á todos estos defectos opone las cualidades contrarias? ¿No hay un valor sublime en oponer la conformidad y la dulzura á la ira, la moderacion á la grosería, la paciencia á la mezquindad, la resignacion á la injusticia y el silencio digno al insulto?

Hablemos aún de la esposa; ved á esta otra afanada en arreglar su casa todo lo posible con el escaso sueldo de su marido; vedla ideando mil prodigios de economía, arreglando de su ropa los trajecitos que han de engalanar á sus hijos; mirad el vestido de la mayor; es uno de los que su madre se hizo para casarse; la blusita del segundo está hecha de la única bata de abrigo que tenía; la colgadura de la cama en que duerme el niño que áun alimenta á su pecho, es de su blanco vestido de boda. Ella cose, borda, plancha, lava, y por la noche, cuando están dormidos, reza por la dicha de su esposo y de sus hijos, en vez de descansar de las fatigas del dia.

¿Y en la mesa? la comida, dispuesta por sus manos, no es ni muy abundante ni muy delicada; ella hace platos para ofrecerlo casi todo á su marido y á sus hijos, y desde luégo todo lo mejor; ¡pobre mujer! la fatiga, los cuidados, la falta de buen alimento, han marchitado su belleza y el delicado color de sus mejillas; se apagó el brillo de sus ojos, pero áun se ve en su rostro la sublime expresion del amor, de la esposa y de la madre. Y léjos de agotarse su valor, cada dia se levanta alegre y esforzada á sufrir las mismas penas, á soportar las mismas privaciones; y no se crea que esta mujer ha sido nunca vulgar ó prosaica; si tiene algunos minutos de tiempo, en tanto que sus hijos duermen, toca el piano; esta mujer piensa y siente; gusta de leer y comprende lo que lee; no lee nunca libros necios é insípidos, y sabe distinguir, así en la lectura como en todo, lo que es bueno de lo que no lo es; tiene instinto de lo bello y una poesía natural que se comunica á cuanto toca y la rodea; no es, en fin, una mujer ordinaria, sino una criatura noble, dotada de una naturaleza exquisita; por eso tiene todas las virtudes, por eso es admirablemente valerosa para descender á todas las realidades de la vida, para soportarlas y para cumplir con sus deberes de esposa y madre.

IV.

La historia nos presenta mil ejemplos de admirable valor en la mujer.

Dígalo si no Mad. de Lafayette, que ocupó en la prision el lugar de su marido, haciendo huir á éste disfrazado con sus vestidos.

Dígalo María Stuard, subiendo tranquilamente al cadalso.

Dígalo la madre de Calígula, la gran Agripina, dejándose morir de hambre para devolver á sus hijos, con su muerte, el rango y la libertad, y ocultando á estos mismos hijos su sublime sacrificio.

Dígalo la desventurada reina de Leon y de Galicia, doña Urraca, mezclándose con sus parciales en lo más recio del combate, y animándoles con su voz y con su presencia.

Dígalo Santa Teresa de Jesus, llevando á cabo sus reformas y sus fundaciones de la órden del Cármen, á traves de tantas tempestades y persecuciones.

Dígalo María Teresa de Austria, conquistando su propio reinado, que le habian usurpado, ceñidas la corona y la espada de San Estéban, y á la cabeza de un corto número de caballeros.

Pero, ¿á qué negarlo? á la que esto escribe, á fuer de mujer, le agrada más en su sexo el valor moral que el material; el que se oculta que el que se ostenta; el que sólo espera su recompensa en el cielo, que el que lleva en pos de sí el aplauso general y la admiracion de las naciones.

Ademas, para ese género de valor se necesita estar en circunstancias especiales; el valor silencioso, recogido y humilde tiene mucho más campo en que ejercitarse y es de todas las condiciones.

El mundo guarda oraciones para las santas, aplauso para las heroínas, admiracion para las guerreras; para las valerosas mártires del hogar doméstico no tiene ninguna recompensa, ningun triunfo; es más, ni ellas lo esperan, ni lo desean.

Su juez es Dios, su esperanza el cielo, su recompensa la felicidad de la familia que consuelan, que educan y que cobijan bajo sus alas de ángel.

Se ha visto alguna mujer bella, delicada, elegante que ha acometido con valor la colosal empresa de educar á su marido y que ha conseguido, á fuerza de paciencia y de constancia, hacer de un hombre vulgar un hombre distinguido, y hasta de un miserable, un hombre pundonoroso y honrado; pero ¿de qué modo? aceptando un martirio de todos los instantes con la sonrisa en los labios y la dulzura en la mirada; oponiendo á las malas razones las palabras suaves y cariñosas; buscando las santas coqueterías del hogar para que no la abandonase por el juego; esperándole hasta el dia para ver si por lástima á su soledad, queria retirarse más pronto; cuidando de su persona, para que su marido la hallase más agradable que á las demas mujeres que iba á buscar; rodeándole de paz, de felicidad, de sonrisas, de flores; envolviéndole, en fin, en la blanca y perfumada nube de la dicha doméstica, única legítima, única dulce, única que llena el corazon.

¡Qué valor se necesita para llevar á cabo estas trasformaciones! ¡qué abnegacion! ¡qué constancia y qué fortaleza! ¡qué ardiente fe y qué inagotable y noble paciencia!

Ved á la madre cuyo hijo ha olvidado la excelente educacion que ha recibido y que se deja llevar del mal ejemplo, corriendo de desórden en desórden; ¡con qué afan oculta á todos las faltas de este hijo ingrato! ¡Con qué heroico valor sonrie para evitar las sospechas de los maldicientes! ¡Cómo procura hacer resaltar las buenas cualidades (dado caso que le quede alguna) del hijo rebelde! ¡Con qué dulzura persuasiva le amonesta! ¡Con qué paciencia, y á la vez con cuánta afliccion le espera! Antes se cansará él de ser malo que su madre de disculparle y amarle; ántes será él débil en su inicua mision, que su madre en su sublime tarea; del valor de su madre para sufrirle y para excusarle, nacerá su cobardía para seguir adelante en la senda del mal, y dia llegará en que le diga:

--¡Gracias, madre mia, por haber sido tan valerosa! ¡Si me hubieras abandonado, hubiera caido en un abismo sin fin!

V.

Fuerza es, pues, educar á la mujer para que sepa sufrir con valor las contrariedades y dolores de la vida; fuerza es inspirarle ese valor que no deja subir al labio la queja, que enmudece ante el agravio, que perdona la injuria en vez de vengarla, que absuelve siempre, y siempre disculpa.

Las mujeres varoniles llamarán quizá á este valor debilidad; pero la que esto escribe, muy débil materialmente, sólo concibe así la fortaleza femenina, sólo así procura ejercitarla, sólo así la aconseja, sólo así la desea, y sólo así la cree la mejor corona de su sexo.

LA CORTESÍA.

I.

La verdadera cortesía nace de la bondad del corazon y es la llave que nos abre todos los corazones; es la expresion ó la imitacion de las virtudes sociales; y estas virtudes son las que nos hacen útiles y agradables á las personas con quienes tenemos que vivir.

En sociedad se perdona rara vez una falta de cortesía, porque no hay otro modo de demostrarse afecto y benevolencia que las mutuas atenciones, triviales en la apariencia, pero que muchas veces nos conquistan afectos profundos y sinceros.

Una visita de atencion, el sencillo y cordial ofrecimiento de un libro, de un grabado de modas ó de una pieza de música, un simple recado que manifieste interes, nos abren á veces un corazon bueno y leal, cuyo cariño es eterno.

Verdad es que la cortesía impone algunas molestias; pero es como un freno saludable que nos impide entregarnos á nuestras pequeñas pasiones; es decir, es como un velo delicado con el cual podemos cubrir nuestros defectos, impidiéndoles salir á la luz y mostrar toda su fealdad.

La amabilidad, la cortesía son como precisas en la edad juvenil, en esa edad en que el corazon, sin penas aún y sin sacudimientos, debe estar todo dispuesto á la dulzura y á la indulgencia.

Nada es más bello y nada hace formar mejor y más noble idea del carácter de una jóven que la deferencia y las atenciones que consagra á los amigos de sus padres; algunas veces estos amigos son ancianos, y su trato, por consecuencia, es poco entretenido, porque adolecen de mil rarezas; pero los padres acogen, no sólo con benevolencia, sino con cariño á las jóvenes amigas de sus hijas; sonrien con tierna indulgencia oyendo sus conversaciones superficiales y sus juegos ruidosos, y encuentran en sí mismos algun destello de alegría que mezclar á la de aquéllas, no porque ellos se diviertan, sino porque las ven dichosas.

Una jóven no debe consentir jamas que la antigua amiga de su madre ocupe un asiento incómodo, teniendo ella otro mejor; debe escuchar cuanto diga con aspecto de verdadero interes, y ceder en todo á la opinion de las personas mayores que han adquirido la triste ventaja de la experiencia.

II.

Tanto como en sociedad, ó acaso más, es precisa la cortesía en el seno de la familia.

Procurad, amigas mias, ser atentas con vuestros hermanos y hermanas, esos primeros amigos de nuestra existencia; no seais jamas con ellos secas, difíciles, díscolas, tales, en una palabra, como os avergonzaríais de aparecer á los ojos de los demas.

¿Por qué arrebatarse entre hermano y hermana un libro que agrada, un sitio cómodo? ¿Por qué armar disputas por las cosas pequeñas? Esas querellas, que parecen tener tan pocas consecuencias como tienen fundamento, van minando lentamente el edificio de la mutua consideracion; llega una de las grandes crísis de la vida en que se necesita el amor de las familias, y éste ¡ya no existe!

La dulce intimidad que reina bajo el techo doméstico, no debe degenerar nunca en esa grosera franqueza, que debilita y rompe los lazos más sagrados.

No es de buen gusto la familiaridad que algunas jóvenes ostentan con sus padres; la que esto escribe no acepta la desatenta llaneza ni áun en la amistad más íntima; la cortesía, los modales atentos son el mejor sosten de los afectos, áun de los más santos y legítimos, y muchas veces le ha lastimado profundamente el ver confundir con el cariño la desatencion, que está muy cerca de la insolencia. He visto hijas que se presentaban ante sus padres mal vestidas y con un desaliño que se hubieran avergonzado de mostrar ante la persona más indiferente; las he visto tomar posturas contrarias á la buena educacion, cantar, responder con aspereza y negligencia, murmurar del mandato paternal ó materno, y estar en la mesa como si se hallasen con sus iguales ó inferiores, sirviéndose, comiendo y levantándose con la más extraña libertad.

¿Por qué no se han de guardar con nuestra familia todas las atenciones que la educacion ordena y el decoro manda con los extraños? ¿Por qué una jóven no ha de ser para con sus padres y hermanos lo que es para todos los demas?

III.

Hablar de sí mismo es un escollo en el que casi todos tropezamos.

Nada hay tan enemigo como el yo de la verdadera y dulce cortesía que nos gana todos los corazones.

En sociedad es preciso olvidarse de sí mismo para atender á las penas, á las molestias y hasta á las excentricidades de los demas; es preciso manifestar interes por los negocios y los placeres ajenos; es preciso enterarse con discrecion y dulzura de todo lo que en primer lugar les preocupa; es preciso, en fin, hacer abstraccion de sí mismo, y ser amables si queremos ser amados.

Pocos afectos nacen espontáneos, á no ser el amor; el cariño, la amistad, la verdadera estimacion, se conquistan y se conservan; la dulzura y la benevolencia del carácter, las atenciones para con los demas, se miran, y con razon, como una prueba de la bondad del carácter. Una de las primeras reglas de la cortesía es no decir jamas ninguna cosa que desagrade ú ofenda á quien nos escucha; si las personas habladoras son tan insoportables, consiste en que hablando sin reflexionar, dicen mil inoportunidades.

--Yo soy muy franco, se oye afirmar algunas veces á personas que dicen cuanto les ocurre, hiriendo profundamente el amor propio, y hasta el corazon de alguno de sus oyentes.

Estas personas no son francas ni sinceras: son desatentas, mal educadas, y están dotadas de una crueldad de corazon, que las hace odiosas y repulsivas á todos.

Hay detalles en la cortesía ó buena educacion que varian con la moda: en tiempo de nuestros abuelos, por ejemplo, las señoras permanecian sentadas cuando un caballero entraba de visita y se despedia; hoy, la moda exige que las damas se pongan en pié para saludar, y si el visitante es anciano, que se le acompañe hasta la primera puerta.

Estos detalles, en las variantes de la moda, son muy dignos de atencion, porque no hay cosa más desagradable que el parecer como figurin atrasado en el buen tono, en la elegancia de modales, en la exquisita y delicada cortesía, que hacen tan amable, tan amada y tan distinguida á la mujer.

En la mesa la cortesía, ó mejor dicho, la expresion de la misma ha cambiado tambien: hoy el papel de los dueños de la casa es mucho más sencillo y más fácil de desempeñar que hace veinte años: el cuidado de trinchar es de los criados que sirven alrededor de la mesa, presentando los platos por la izquierda de los convidados: hoy las instancias para que éstos repitan de los manjares están completamente suprimidas, y á ménos de no caer en delito de lesa elegancia, no se pueden hacer finezas á ninguna de las personas que nos acompañan á comer; pero la señora de la casa tiene otros mil medios de complacer á sus convidados: la colocacion de los asientos, aproximando á los que más puedan simpatizar, las gracias de la conversacion, la atencion constante de los detalles del servicio, le abren ancho campo para ser amable.

Despues del café, el salon habla tambien de una manera muy elocuente en pro ó en contra de la cortesía de la señora de la casa: el salon debe ser el agradable asilo de la amistad, y el sitio donde todas las personas que asisten á él se hallen, no sólo bien, sino perfectamente.

Un salon abrigado, donde haya un piano que hagan sonar de cuando en cuando manos artísticas, donde haya libros y grabados, donde haya sobre todo una conversacion amena, cordial y sostenida al dulce calor de una inteligencia femenina, jamas estará solo.

Cuando me hablan de las tertulias íntimas de nuestros padres y busco la causa de que hoy no las haya, la encuentro al punto.

En nuestros dias la mujer se ha entregado por completo á la frivolidad, y el hombre, cansado de frivolidades, á la ambicion: la vanidad y el afan del lujo invaden los cerebros femeninos, y el hombre busca el medio de que la mujer alcance sus deseos, anhelando cada dia más fortuna.

Á la mujer, pues, toca dar luz y calor al hogar: si ella le embellece con su talento, con su bondad, con la cortesía, que es la expresion de aquéllas, la sociedad le deberá un voto de gracias.

PENSAR Y SENTIR.

CARTA Á UNA JÓVEN.
I.

Puesto que deseas saber mi opinion, querida Valeria, acerca de si es preferible para la felicidad de la vida el que la mujer sepa pensar ó sepa sentir, voy á decírtela, no dándotela en absoluto, sino sencillamente, como una opinion que me es propia, y nada más.

Creo, mi amada Valeria, que el sentimiento puede llegar á ser un mal no estando guiado por la razon; es decir, que el sentir solo no es bastante para la felicidad de la vida si no se piensa tambien, para regular nuestras acciones del modo más acorde, no sólo con el buen parecer, sino tambien con la tranquilidad á que debemos aspirar.

Personas hay en las que el sentimiento por lo extremado puede llamarse enfermizo, y la que te escribe estas líneas es una prueba de ello: todo lo que sienten es con tan inmensa fuerza, que la razon no se muestra sino generalmente traida por algun amargo desengaño; es decir, que no dan cabida jamas á esa augusta huéspeda cuando tienen el alma llena de flores y de armonía, sino cuando el dolor la ha convertido en un árido desierto, cuando sólo ven tinieblas y soledad dentro y fuera de sí.

Si á la par que el alma se eleva á las regiones del sentimiento, el pensamiento caminase tranquilo por el sendero de la razon; si meditásemos en vez de dejarnos llevar por los sueños vanos y peligrosos de la fantasía, entónces podriamos ser dichosos y labrar á la vez la dicha de cuantos nos rodean.

Pero ¡ay! cuanto más se siente ménos se piensa, y si observas, Valeria, lo que pasa al derredor tuyo, te convencerás de esta triste verdad, lo mismo que si te observas á tí misma; tú amas, y el anhelo de estar constantemente al lado del objeto de tu amor, el exceso mismo del sentimiento que te inspira, no te deja pensar en que puede cansarse de estar siempre en tu compañía; en que en vez de desear que llegue el dia de ser tu esposo, puede temerlo como un mal irremediable. El amor, Valeria mia, necesita de una atmósfera pura y serena, y no puede existir en un ambiente sofocante. El amor ha de vivir libre y no prisionero; el amor ha de ser espontáneo y no impuesto; y si no piensas en esto, si te limitas sola y únicamente á sentirlo, á acrecentarlo cada dia y á exigirle más sacrificios, el amor morirá y huirá de tí, dejándote destrozado el corazon, donde con tanta intensidad, donde con tan ardiente exclusivismo le albergaste.

El amor verdadero, el amor noble, profundo y generoso, tiene su carácter propio, tiene sus manifestaciones, tiene sus distintivos, por decirlo así; una vez convencida de que existe, no te empeñes en sostenerle con artificios, cuando puede vivir por sí solo; déjale completa libertad, deja que luzca la llama sin darle la presion de un fanal, porque toda luz así velada, es más opaca y ménos pura.

Ni te empeñes tampoco, llevada por el exceso mismo del sentimiento, en creer toda la dicha de la tierra encerrada en tu amor.

He visto desdichadas mujeres vestir con las galas de su imaginacion, rica y entusiasta, un ídolo de barro; prodigábanle las perlas y las flores, y le veian, no cual era, que entónces se hubieran asustado, sino como ellas lo querian ver.

¡Ay! ¡Cuanto más elevaban el ídolo, cuanto más levantaban el pedestal, más lo alejaban de ellas! Llegaba el dia en que, cansadas de sostenerlo, en que rendidas de aquel trabajo sin recompensa y sin gloria, de aquel trabajo vil, que la ingratitud no reconocia y que el mundo acusaba, dejaban caer los brazos, y entónces el ídolo venía al suelo, se hacía pedazos y dejaba ver el polvo vil que constituia su sér.

Esta es, Valeria mia, la amarga historia del corazon de muchas mujeres: historia triste, que va envuelta en un dolor mortal, y que no lleva consigo ni áun la gloria del martirio.

Piensa, pues, y rechaza los ídolos de barro; no des tu corazon más que á un hombre digno de tí, pero no pidas tampoco á este hombre más que lo que un hombre puede conceder, ni llegues á las exageraciones del sentimiento.

El sentimiento exagerado no halla su recompensa, ni es pagado jamas.

II.

En el matrimonio te recomiendo más todavía el pensar: las sublimidades, querida mia, no lo son en la vida real sino cuando van acompañadas de la augusta luz de la razon: si no haces más que sentir, eres mujer perdida: el raciocinio es de todo punto indispensable para guiarnos en las sinuosidades del camino: el sentimiento nos extravía muchas veces, ó más bien nos extravía siempre.

Hay que sentir, por decirlo así, con medida, y hay que pensar mucho: hay que pensar en la dicha de toda una familia, y hay que poner al sentimiento límites muy estrechos las más veces, por más que el sentimiento parezca ilimitado como todo lo infinito.

Ya en la edad madura, presumo que el pensar se sobrepondrá en tí al sentir, como sucede á todas las mujeres. La ancianidad: hé aquí el puerto de paz de las mujeres que sienten con exceso: la ancianidad con su velo blanco apaga el fuego de la pasion, y trae á la razon por la mano, como fiel y cariñosa compañera.

En las nobles y elevadas regiones del arte, el pensar y el sentir son tambien dos cosas que deben ir juntas si el artista ha de producir obras de esas que no mueren jamas; pero en el artista el sentimiento ha de preceder al pensamiento, y ha de ser más grande; se necesita sentir en sí mismo la belleza ideal, y luégo pensar con firmeza en la ejecucion; pensar incesantemente en la necesidad de llevarla á cabo; el trabajo constante es la ley del arte, como es la ley de la vida. «Paganini, dice Balzac, que hacía vibrar su alma en las cuerdas de su violin, hubiera llegado á ser un violinista ordinario si hubiera pasado tres dias sin estudiar.»

Y en otra página de sus libros inmortales añade el mismo gran escritor frances:

«El arte es la creacion idealizada: así los grandes artistas, los poetas completos no esperan ni los encargos ni los compradores: crean hoy, mañana, siempre; y de esto resulta esa costumbre del trabajo y ese perpétuo vencimiento de las dificultades, que les mantiene en eterno y amoroso lazo con su musa protectora y con sus fuerzas intelectuales. Canova vivia en su taller, como Voltaire en su gabinete: Homero y Fídias han debido vivir tambien así.»

Si el artista se deja llevar sola y exclusivamente del sentimiento, degenerará en soñador, y entónces no hay gloria posible para él; porque la pereza es el estado normal de todos los artistas, pudiendo ocuparla con sus sueños sin fin, y es muy fácil convertirse de pensador en soñador y sumergirse en esa peligrosa reverie, enfermedad del alma, y abismo donde quedan sofocadas las nobles aspiraciones del arte y del trabajo.

III.

Mas hablemos de nosotras, ó más bien de tí, amada Valeria, de tí que pones ahora el pié en el florido sendero de tu vida; de tí, que tienes el alma llena de fe y henchida de esperanza, y que me preguntas con el santo candor de la inocencia:

¿Qué haré? ¿Conviene más á la mujer pensar ó sentir? ¿Deberé crear en los mundos de la pasion, ó fabricarme una vivienda en los de la razon?

Ni lo uno ni lo otro, Valeria: vive en ambos, y no renuncies del todo á ninguno de los dos: líbreme Dios del dolor de verte racionalista como del dolor de verte soñadora: aquello es el desierto de hielo; esto la perpétua y dolorosa decepcion: vive sobre todo para el amor, pero deja á la razon que modere la impetuosidad de tus impresiones y que las regule, como un hábil mecánico regula el movimiento de una magnífica péndola, para que marque el trascurso del tiempo; el decorado de esta péndola puede ser tan bello como el sueño de un poeta: mas esto no impide que la máquina sea de una exactitud y regularidad perfectas, sino que, por el contrario, estas condiciones hacen de ella una obra maestra, y completan la admirable armonía del conjunto.

LAS VISITAS.

I.

--Estoy siempre debiendo visitas,--decia no há muchos dias, en presencia mia, una señora jóven y bella,--cada dia tengo más: es una fatiga: ¡pasan de cuatrocientas! Así es que siempre estoy en falta con las gentes: mi última enfermedad me ha atrasado de tal modo, que no sé qué hacer.

--Hay un medio fácil de salir del paso,--opinó otra amiga de ambas que la oia,--se toma un carruaje durante ocho dias seguidos, y se hacen cada dia veinte ó treinta, dejando tarjetas en las porterías ó subiéndolas el lacayo.

--¡Magnífica idea!--exclamó la dama,--lo salva todo: cumplo con las gentes, como quien dice, sin tiempo.

Formaba parte de la reunion un anciano, respetable por su elevada inteligencia, no ménos que por su edad avanzada: era tio de la que acababa de hablar, y la queria con un afecto completamente paternal.

--¿Por qué haces tú visitas?--le preguntó, despues de haberla mirado en silencio durante algunos instantes, con la penetrante y dulce expresion que le era habitual.

--Hago visitas, querido tio, para cumplir con las gentes.

--¿Sólo por eso?

--¿Y por qué otro motivo se hacen?

--Por afecto á las personas á quienes se va á visitar.

--¡Dios mio!--exclamó la jóven señora,--si fuéramos á amar á todas las personas á quienes visitamos, ¿dónde habria corazon para tanto? Ademas, amistades verdaderas ¡hay tan pocas!

--Por cierto, hija mia, que dices ahora lo que sientes, y veo en tu rostro que este conocimiento te causa no pequeña tristeza: tienes razon: la amistad verdadera es difícil hallarla, y las personas que llevan el género de vida que tú llevas no la encontrarán nunca, porque todo lo que dais á la frivolidad, se lo quitais al corazon.

--No lo entiendo á V., mi querido tio.

--Yo me explicaré: ¿por qué visitas á tanta gente?

--Porque toda esa gente me visita á mí.

--Y entre todas esas personas ¿hay muchas que te aman?

--Acaso ni una sola,--contestó con un suspiro mi amiga,--¡acaso ni una sola se interesa por mí!

--Y eso ¿en qué consiste? Siendo dulce, bondadosa, amable en tu trato, ¿cómo es posible que seas generalmente antipática?

--¡Tio! ¡No creo que nadie me profese antipatía!--exclamó la jóven resentida.

--Entónces, ¿eres indiferente á todos?

--¡Eso será más bien! pero ¿antipática? ¡oh, no! ¡A nadie he hecho daño en toda mi vida!

--Lo sé, y por eso te pregunto si sabes la causa de esa carencia de afectos, de esa frialdad que te rodea, pobre hija mia.

--No la conozco, ni habia pensado nunca mucho en ella, porque me entristecen esos pensamientos.

--Ahora hablemos de tí. ¿Tienes tú afecto, no á todas, pues ya veo que eso es imposible, sino á alguna de las personas que te visitan?

--No les tengo afecto, pero tengo inclinacion á algunas, y si no fuera porque una invencible timidez me lo impide y porque me falta tiempo para ello, desearia cultivar su amistad.

--¡Ya está explicado el enigma!--exclamó el anciano,--¡la falta de tiempo! ¡La falta de tiempo que se pierde en un trato frívolo é inútil, y que se echa de ménos para los afectos verdaderos!

II.

Mi amiga miró asombrada á su tio, que prosiguió:

--No se pueden tener muchas amistades si se han de tener algunos amigos, hija mia; la vida está llena con dos afectos, y bastan si se sienten profundamente: el amor y la amistad son dos dulces necesidades del corazon, y para satisfacerlas todo el tiempo es corto.

¿A qué ese cúmulo de frívolas visitas? ¿Puede creer en tu simpatía é interes la dama que sólo conoce de tí el nombre inscrito en las tarjetas que le sube el lacayo? ¿Puedes tú creer en los suyos, cuando ella hace lo mismo?

--¡Pero si esa es la costumbre!

--Costumbre absurda y no tan generalizada tampoco como tú crees; llévate siempre esta regla en tu trato: ni buscar amistades, ni perderlas.

Las visitas son necesarias para conservar las relaciones sociales; son la expresion de la deferencia hácia los que nos son superiores; de la simpatía á nuestros iguales, de la piedad hácia los que sufren; son, en fin, el lazo que une á la gran familia llamada sociedad, y bajo este punto de vista son, no sólo necesarias, sino agradables; pero lo que es inútil y absurdo es ese afan de visitar que se ha desarrollado en nuestros dias y que á nada conduce más que á perder el tiempo y la paciencia: si se dedican todas las horas de que se puede disponer á las visitas de cumplido, ¿qué tiempo dedicarémos á las de afecto? ¿Y cómo expresarémos éste sino yendo á ver de cuando en cuando á las personas que nos lo inspiren?

--Lo que me ha herido profundamente,--dijo la jóven,--es que durante los dias de mi enfermedad apénas ha venido nadie á verme; nadie se ha ofrecido á velarme; nadie me ha acompañado una hora.

--En cambio, desde que saben que te levantas, tienes al criado de la antesala constantemente anunciando visitas y recibiendo tarjetas: ademas, la lista que se ponia á la puerta de la habitacion estaba llena todos los dias.

--¡Sí! de nombres que venian á escribir criados ó conocidos de mis amigos.

III.

--La sociedad exige mucho y da muy poco,--dijo nuestro anciano amigo,--despues de una noche de baile que has pasado sin dormir y empaquetada en un traje incómodo: despues de un dia de visitas, fatigoso y eterno, ¿vuelves á tu casa con el espíritu alegre y el corazon tranquilo?

--¡Nunca, tio mio! ¡Mi cuerpo llega cansado! ¡Mi espíritu, vacío y triste!

--Así sucede á casi todas las personas, y desde luégo á todas las que piensan y sienten.

--¿En qué consiste, pues, que algunas jóvenes que yo trato están sólo contentas así?

--¡Porque ni sienten ni piensan; porque esa frivolidad basta para llenar su tiempo y divertirlas; porque no tienen recursos en sí mismas; en una palabra, hija mia, porque miran siempre á la tierra y jamas al cielo! Pero eso no da la felicidad, ni la alegría, ni áun la tranquilidad: adquiere la costumbre de preguntarte cada noche al recogerte: ¿Qué he hecho hoy?--y verás qué dolor sientes al tener que contestarte:--Nada que valga algo.--¡Luégo he arrojado un dia al abismo! Diem perdidi, como decia el Emperador Tito.

--Pero señor,--observó un jóven elegante y perfumado que se hallaba presente tambien,--¿se ha de retirar la señora de todo trato? ¿Bella, rica, libre, pues es viuda, y en lo más florido de la juventud, va á dedicarse sólo á pensar y á sentir? ¿Y el buen tono? ¿Y su proverbial elegancia? ¿Se ha de eclipsar? ¿Se ha de morir moralmente?

--No, señor, ántes por el contrario, le aconsejo una resurreccion á la dicha, á la paz consigo misma: que entre todas esas innumerables visitas elija aquellas que le sean más simpáticas ó que sean verdaderamente distinguidas por sus talentos y virtudes: que elija, en una palabra, lo que le agrade, lo que pueda amar, ó á lo ménos estimar; para la amistad, que se dedique más á conquistar afectos que á provocar envidias; más á ser amiga que á ser rival; más á ser útil que á deslumbrar; que desee más ser querida por sus bondades que ser citada por modelo de elegancia, y que prefiera la dulce intimidad de algunas pocas y elegidas personas, al gran círculo en el que sólo se admiran sus trajes y sus prendidos sin pensar en las nobles cualidades de su carácter y de su corazon.

Mi amiga besó tiernamente la mano de su tio, prometiéndole así, de una manera tácita, seguir sus consejos.

CUALIDADES Y DEFECTOS.

I.

Mis amadas lectoras--pues yo no me atrevo á hablar á los hombres acerca de mis opiniones--mis amadas lectoras, ¿no habeis notado alguna vez que hay personas insufribles en el trato íntimo, y á las que, sin embargo, la sociedad aclama como modelo de todas las virtudes?

Para que entendais lo que os pregunto, os voy á citar un ejemplo.

Conozco yo una madre y una hija en contínua y perfecta disidencia en el interior de su casa, á pesar de juzgarlas todo el mundo, como vulgarmente se dice, unidas por el más tierno afecto.

Así debia ser, y por eso se cree así: la madre es una señora jóven áun, de un talento más que regular, de perfecta educacion, de trato dulce y agradable, distinguida y simpática á todos.

La hija es una criatura bella, modesta, afectuosa, de condicion amorosa, blanda y benévola naturalmente; todos sus hermanos han muerto, y ella ha llegado á ser el único amor y la sola compañía de su madre.

Yo oigo decir en torno suyo:

--¡Qué felices deben ser!

--¡Cuánto se aman!

--¡Esa jóven no se casará jamas, por no separarse de su madre!

--¡Si esa madre perdiera á su hija, se moriria!

De todas estas opiniones sólo la última encierra acaso una verdad; es posible que si esta madre perdiese á su hija, sucumbiese al dolor de haberla perdido.

Y sin embargo, es imposible imaginarse una vida más amarga que la que llevan estas dos pobres mujeres, que no pueden sufrirse la una á la otra.

¿No os parece esto horrible, lectoras mias, sobre todo cuando sucede entre madre é hija?

Pues áun es más horrible, cuando la extrema y contínua diversidad de opiniones tiene lugar en el matrimonio.

¡Y la tiene tantas veces, tantas... que causa espanto el saberlo y áun el adivinarlo!

No obstante, repito lo que dije al empezar; casi siempre estas personas insufribles para la vida íntima, pasan por modelos de virtud y de moralidad entre las gentes que las tratan poco.

Demostrada la llaga, veamos si podemos adivinar lo que la ocasiona, y cuál es el remedio que la conviene.

II.

En mi pobre opinion de mujer, creo que para la vida interior ó de familia, es mucho mejor tener un solo vicio que muchos defectos.

En primer lugar, un vicio puede curarse; una fuerte sacudida moral, una desgracia originada por ese mismo vicio, suelen ser el cauterio de la llaga; pero de los defectos nadie se cura jamas, pues casi siempre los creemos cualidades relevantes.

Refiriéndome de nuevo á la madre y á la hija de quienes ya he hablado, puedo asegurar que las dos tienen la culpa del malestar en que viven, y del completo y triste desacuerdo á que han llegado.

La madre quiere que su hija sea perfecta.

La hija quiere, á su vez, que su madre sea una madre modelo.

Cayendo en la manía comun, llama la madre á sus exigencias de perfeccion AMOR, y la hija las llama TIRANÍA.

Ambas carecen de la más amable de las cualidades: de la que es el copito de algodon en rama, dulce, suave y blando, que iguala todas las sinuosidades del carácter y todos los lados salientes de las situaciones: carecen de benevolencia; han llegado á no entenderse, que es la mayor de las desgracias en la intimidad de la familia.

Esos dos pobres seres viven juntos y está cada uno de ellos solo, ¡eternamente solo!

¡Dios mio! ¿Qué sacrificio puede parecer penoso si precave el llegar á tan horrible estado? ¿Y qué es un poco de tolerancia, comparada con las ventajas y la paz que trae consigo?

¡Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza! ¡Adorables virtudes, que el cielo ha señalado como cardinales y primeras! ¡Vosotras sois las cuatro fuertes columnas en las que descansa todo el edificio de la paz doméstica! ¡Vosotras dais la dicha y la paz al hogar, la calma á la conciencia y la tranquilidad al alma!

La prudencia calla y tolera los defectos ajenos, pensando en los propios.

La justicia mide las circunstancias atenuantes de lo que da impulso á las acciones, que á primera vista parecen culpables.

La fortaleza perdona las injurias despues de soportarlas con valor.

La templanza contiene los movimientos descompuestos de la ira, y derrama un bálsamo exquisito en el alma herida.

¡Oh, nobles virtudes! ¡Sed siempre las santas compañeras de mi débil sexo! ¡Sed siempre los ángeles guardadores de la mujer!

III.

No sé qué deplorable flaqueza nos impele siempre á ver en cada uno de nuestros defectos una cualidad.

Las personas muy mezquinas, se creen económicas y arregladas.

Las dominantes, se juzgan llenas de abnegacion hácia las otras.

Las oficiosas, serviciales.

Las aduladoras, amables y cariñosas.

Las despilfarradoras y manirrotas, generosas.

Las maldicientes, listas, contoneándose muy huecas con esta idea.

«¡El que me la pegue á mí!...»

He visto á un hombre muy cobarde y villanamente insultado, que, preguntado por un hermano suyo que por qué no pedia satisfaccion de aquella ofensa, contestó:

--Yo soy un hombre prudente que me debo á mis hijos: éstos me necesitan.

--¡Más necesitan el honor que tú les quitas con tu cobardía! exclamó irritado su hermano.

Así cegados los ojos de nuestra razon, en vez de combatir nuestros defectos como á enemigos, los acariciamos y cuidamos como á cualidades relevantes que nos ensalzan.

IV.

El motivo, el grande y triste motivo de que algunas personas muy elogiadas por todos y muy dignas de serlo, sean insoportables para la vida íntima, es la poca atencion que ponemos en estudiarnos cada uno, evitando todo lo que puede molestar á los demas: es la falta de cuidado en corregir los defectos del carácter, esos defectos que hacen la vida más amarga que un vicio por arraigado que esté: el ánsia de perfeccion ajena, que es lo que se llama intolerancia; el descuido de la propia; el egoismo; la murmuracion; la costumbre de exagerar y áun de mentir; el hábito de impacientarse por poca cosa, todo esto constituye un conjunto insoportable, y que convierte en víctimas á los que viven en derredor nuestro.

Nada hay comparable á la dicha de la paz y de la alegría doméstica; el que se halla mal en su hogar, en vano será que vaya á buscar fuera la felicidad: no puede hallarla: por eso quiero que todos nuestros esfuerzos, lectoras mias, tiendan á conservarla y que empleemos todas las delicadezas y todas las ternuras que nos son propias, para que reinen en el seno de la familia la dulce concordia, la grata avenencia, la hermosa unidad de las voluntades y de los corazones.

LA COQUETA.

I.

Cuando he tratado de escribir algun artículo de costumbres, y he pensado retratar en él un tipo, he buscado alguno que sea, no sólo conocido, sino mal conocido: es decir, ó excesivamente alabado, ó vilipendiado en demasía.

Á la coqueta se la juzga con arreglo á uno de estos dos extremos: el ódio de todas las mujeres y de algunos hombres, y las simpatías de una no pequeña parte del sexo fuerte.

Á mi juicio, hay diversidad en la especie de las coquetas, y sin amor propio puedo decir que el juicio de una mujer en este asunto, es de mucha mayor validez que el de un hombre.

Si no me engaño, es nuestro esclarecido poeta D. Tomás de Iriarte el que ha definido á la coqueta en estos cuatro versos:

«Es la coqueta, mujer
Que pasa alegre su vida,
Anhelando ser querida
Y no pensando en querer.»

Mas desde que se escribió esta definicion, la especie ha adquirido variedades notables.

La coqueta de que habla Iriarte tiene en su carácter algo de noble y de bello: el anhelo del cariño dice mucho en favor de quien le abriga, y no será extraño que esa coqueta, áun sin pensar en querer, quiera cuando ménos lo espere, y quiera con pasion y con lealtad.

La coqueta que piensa y siente no es muy temible: pero hay otra que si piensa no siente, y esa es el verdugo de todo el que siente por ella.

La clase de mujeres á que me refiero anhela inspirar pasiones, pero con la decidida intencion de burlarse de esas pasiones: ansian siempre lo imposible, y el hombre que más estimasen, el que les fuese más agradable, le desdeñarian si le viesen realmente apasionado de ellas.

Estas mujeres temibles quieren dominar en general al sexo que llamamos fuerte; su anhelo no es de amor, sino de dominio; su afan no es de afecciones ni de ternura, sino de homenajes; el cariño las fatiga y las aburre, y no se libra de sus tiros ni el honrado y ejemplar padre de familia; si hay en ellas alguna capacidad para el sentimiento, tal vez alcanza á interesarlas el que más resiste á sus manejos y á sus avances, como dicen nuestros vecinos los franceses.

II.

La coquetería y el coquetismo se confunden generalmente, y no obstante, son muy diferentes: la primera la sienten todas las mujeres desde que despunta la luz de su razon, y algunas veces no las abandona hasta el sepulcro: el segundo no se siente, se ejerce; porque léjos de ser un sentimiento, es un sistema calculado y sujeto á reglas.

El coquetismo, y no la coquetería, es lo que hace las coquetas; porque el coquetismo lo ejercen únicamente las mujeres de corazon frio y de poco elevados sentimientos.

La coquetería es conveniente: constituye el principal encanto de la mujer, y necesita conservarla para su felicidad, porque la coquetería es una especie de conocimiento de su propio mérito, que la induce á realzarlo en cuanto puede con mil graciosos é inocentes recursos; puede decirse que la coquetería es un deseo constante de agradar.

Hay algunas mujeres dotadas de encantadora coquetería en su juventud; todo participa de ella; sus acciones, su traje, sus palabras, y hasta sus menores movimientos; su más vivo deseo es complacer; y yo encuentro en esa constante ocupacion del placer de los demas algo de generoso y tierno.

Su coquetería las hace siempre amables y dulces: su coquetería las inclina á cultivar todo género de habilidades, y á presentarse, áun en familia, bien y elegantemente prendidas: su casa está siempre cuidada con esmero, y en la colocacion de los muebles, en los pliegues de las cortinas, en la fisonomía general que presenta su domicilio, se ve ese anhelo de complacer que cautiva todas las voluntades.

No, no es la coquetería lo que hace las coquetas; porque la coquetería, la amable y graciosa coquetería se emplea tambien con éxito para alcanzar las simpatías de nuestro sexo; coqueterías son los mil pequeños servicios que una mujer puede prestar á otra para captarse sus simpatías.

¡Cuántas cosas que parecian imposibles ha conseguido una dulce mirada, una palabra amable, una frase dicha á tiempo, y dicha con deseo de agradar!

III.

El coquetismo no tiene la abnegacion y la generosidad de la coquetería; no imprime en la que lo ejerce el sello del talento, sino el de la astucia y falsedad; el coquetismo es fastuoso y deslumbrador, pero carece de ese atractivo inherente á todo aquello en que toma parte el corazon; anhela que se le rinda tributo, no amor; es vano, pero no sensible; arrogante, pero no digno: como ya he dicho, el coquetismo y no la coquetería es lo que da á la mujer el odioso nombre de coqueta.

El coquetismo es intolerante, mordaz y despiadado hasta con las mismas que le dan abrigo, pues no bien los años empiezan á escribirse en su frente con amargos y helados caractéres, las abandona, sin dejarlas otra cosa que vacío y soledad; porque el coquetismo espanta al matrimonio, en vez de atraerlo como la coquetería. La pobre mujer de quien hace presa adquiere por él patente de malos sentimientos y de no buena moral.

Por eso muy pocos quieren á la coqueta para depositaria de su honor y para madre de sus hijos.

El coquetismo es dispendioso, y le gustan las galas vistosas; compañeras del coquetismo son la vanidad y la ambicion; y es de tal modo cruel, que se complace en conquistar corazones para desgarrarlos despues con crueles desengaños.

Si la coqueta puede elegir esposo, se ve generalmente que escoge á una persona rica, aunque le doble la edad ó sea deforme y ridícula; porque para la coqueta no hay otra dicha que los goces de la vanidad y del lujo; su corazon es mudo y helado; una vez casada, es cosa muy comun verla abandonarse á una existencia de comodidades, y enteramente egoista, para indemnizarse de los cuidados que le costó alcanzar la posicion social que ambicionaba.

IV.

Hay otra clase de coquetas muy inocente, y á ella pertenecen las niñas que entran en el camino de la vida por la puerta de flores de la adolescencia; ésta es la que se prolonga hasta una edad muy avanzada si no se cuida mucho de elevar y de despertar un corazon que se presenta tan superficial, y con una ausencia tan completa de sentimiento; estas mujeres son las que ejercen de una manera despiadada el coquetismo, cuando llegan al estío de la vida, ya por la ausencia de ternura en el alma, ya porque acaso ignoran el daño que causan, ya tambien por la absoluta carencia de una educacion íntima y tierna, que sólo una madre inteligente é ilustrada puede dar.

La coquetería es una dulce amiga que embellece nuestra vida y la de todos los seres que nos rodean, y á la que, léjos de rechazar ó desconocer, debemos amar, haciéndola nuestra compañera inseparable; ella da encanto á nuestra casa, elegancia á nuestro traje y hasta belleza á nuestra fisonomía; ella es una hada bienhechora que nos enseña á complacer á las personas que amamos, y nos sonrie siempre.

El coquetismo es un monstruo detestable que se traga nuestros buenos instintos, y que nos hace aborrecibles á todos, porque endurece el corazon al invadirlo.

La coquetería es amiga de la virtud; el coquetismo es su enemigo más implacable; en una palabra, la coquetería es la base de la dicha y el sosten de todas las bellas cualidades de la mujer; el coquetismo es el prólogo de su perdicion, y tiene por epílogo el desprecio y el abandono de todos.

No se deben ahogar en una jóven el amor á lo bello, el constante deseo de agradar, la gracia nativa que la inclina á complacer, las expansiones del alma, que demuestran su temple apasionado y amante. Lo que debe corregirse, lo que debe extirparse, como las malas hierbas de un jardin, en una alma jóven, es el afan de homenajes, el empeño de llamar la atencion, el desden soberbio, la vanidad y el orgullo del carácter; porque todos estos defectos fatales van creciendo con la edad, y constituyen el sér odioso y aborrecible que se llama coqueta, y que, si llega al deplorable perfeccionamiento de la especie, es uno de los borrones de la sociedad actual, es uno de los baldones de nuestro sexo.

LAS PAGANAS.

I.

Ningun sér que ama á otro sér apasionadamente es completamente digno de compasion, porque no es completamente desgraciado.

Un afecto profundo ocupa la mayor parte de la vida, y á veces la llena toda.

Es verdad que muchas veces este amor es pagado con ingratitud, y que estas pasiones suelen tener su calvario y su cruz; pero hay en el amor una exaltacion que hace preferir el martirio por la persona querida, á la más completa felicidad sin ella.

El primero de los amores, el más grande, el más puro, el que da al corazon una felicidad más perfecta, es el divino: el amor á Dios, supremo consolador de todos los males, padre tierno y previsor, que jamas nos abandona; ese amor llena, no sólo la vida, sino tambien el alma, de la dicha más completa y más dulce.

Despues del amor divino hay algun amor mundano, que á fuerza de ser grande llega hasta el heroismo, y que aunque contravenga algunas veces á las leyes del deber, se hace perdonar, ó disculpar al ménos, por ser inmenso.

Hay tambien quien ama á sus padres con la mayor ternura: y del amor á los hijos creo inútil hablar, porque hay muy pocas mujeres que no sean capaces de sacrificar á su amor maternal hasta su propia vida.

En la amistad se han visto tambien ejemplos admirables de grandeza y abnegacion, y dos damas holandesas, las fundadoras de la novela en su país, vivieron unidas desde su juventud más tierna por los lazos de una amistad tan sólida, que han pasado á ser citadas como ejemplo hasta nuestros dias.

Todo esto es posible, y lo vemos cada dia; todas estas variantes del amor se admiran, se comprenden y las alabamos con razon; pero hay otra clase de amor que no es noble, ni grande, ni disculpable siquiera, y de este amor voy á tratar en el párrafo siguiente.

II.

--Dime, querido Cárlos, preguntaba un dia el Marqués de... á su hermano mayor, ¿qué te parece mi mujer?

--Una pagana, respondió ásperamente el Duque, que era el hermano á quien esta pregunta se dirigia.

El que habia interpelado quedó un instante suspenso, á pesar de serle bien conocido el carácter brusco, excéntrico y demasiadamente sincero de su hermano primogénito.

--Yo creo muy cristiana á la Marquesa, repuso sonriendo al cabo de algunos instantes; pero tu opinion es para mí de tal importancia, que te ruego me dés la explicacion de lo que has dicho.

--Digo que tu mujer es una pagana, y así la califiqué desde el dia de tu casamiento, tres meses hace.

--¿Y por qué la juzgas así?

--Se llaman paganos los que adoran ídolos, ¿no es cierto?

--Sin duda.

--Tu mujer adora dos ídolos.

--¿Cuáles son?

--El lujo y el placer.

--¿Y qué tiene eso de extraño? ¡Es tan bonita!

--¡Lindísima!

--¡Y tan jóven!

--Diez y nueve años; lo sé.

--Ya variará.

--Cuando yo me vuelva jóven y buen mozo, repuso el Duque de...., que ya contaba cincuenta años, y era pequeño y jorobado.

Este hombre regañon y arisco tiene razon: la jóven Marquesa es una pagana que se adora á sí misma y á todo lo que puede aumentar su belleza y sus gracias.

Hija de una madre severa y rígida, pasó en una pension los diez y seis primeros años de su vida, y vivió luégo, hasta su casamiento, en el más completo retiro, y bajo la direccion de una aya inglesa, que ninguna expansion dejaba á su carácter y á sus inclinaciones; el casamiento fué para ella como una carta de libertad, y á pesar de que su esposo le llevaba veinte y un años, le aceptó y le miró como á un bienhechor que le abria las puertas de su cárcel doméstica.

No tuvo que temer el esposo ninguna infidelidad de parte de aquella esposa que podia ser su hija. Blanca, que así se llama--pues áun vive--ha pasado algunos años dedicada sólo á frecuentar los salones del gran mundo; á llamar la atencion en la Castellana, en el Retiro, en el Botánico, por la elegancia y ostentacion de sus carruajes y libreas, y á provocar la envidia de las damas más hermosas, por sus gracias encantadoras, y por la riqueza de sus joyas y el buen gusto de sus trajes.

Tres hijos, que han muerto al poco tiempo de nacer, han dejado á la Marquesa en la libertad más completa; y aunque los médicos le han dicho várias veces que el no nacer sus hijos en condiciones viables era debido á la vida agitada que ella hacía, á la presion del corsé, á los insomnios y á la falta de apetito, que debilitaban su naturaleza, le ha sido imposible renunciar á una existencia que era la más conforme á su gusto y la única que comprendia ya.

El mundo seca la savia del alma y devora á las pobres víctimas que se entregan ciegamente á él.

III.

La vida de la Marquesa no tenía otro método que la de tantas otras señoras de su clase: se levantaba á la una, la recogian sus doncellas el cabello y la ponian una bata elegante, para almorzar, sin gana, á las dos; hacía algunas visitas ó recorria algunos almacenes de modas, hasta las cuatro en invierno, hora en que iba á dar algunas vueltas á la Castellana; se vestia para comer, á las siete; iba á su platea del teatro Real á las nueve; volvia á su casa á las doce; se vestia de nuevo y se iba á uno ú otro salon, hasta las tres de la mañana: á esa hora la desnudaban sus doncellas y se dormia, ya bien entrado el dia.

Jamas leia, porque aunque en la mesa del centro de su salon habia algunos libros nuevos, ella no les hacía el honor de consagrarles una mirada: dejó olvidar la música, que sabía bien; el dibujo, en el que sobresalia cuando niña, y perdió el raciocinio que, aunque no en gran dósis, algun dia habia poseido.

No miraba jamas los cuadros ni los bronces que decoraban su suntuoso palacio, y llegó, en fin, á no saber hablar más que de modas, de trajes, de brillantes y de chismes de salon.

Así aquella pagana se convirtió en fanática adoradora de la tontería, de la venalidad, de lo que hay de más frívolo en el mundo, y el culto del lujo y de la ostentacion fué el solo que sobrevivió á todos los cultos, á todas las adoraciones de las almas nobles y escogidas.

¡Pobre Blanca! ¡Tan bonita, dotada de tan dulce carácter, tan simpática á todos por sus gracias, y haber caido en tal frivolidad, que bien merece el nombre de idiotismo!

¡Rebajar su espíritu en vez de elevarlo! ¡Ocuparse sólo de lo material sin pensar en lo moral, en lo intelectual, en lo bello, en lo grande! ¡Mirar siempre á la tierra y jamas al cielo! ¡Qué inmensa, qué terrible desgracia!

IV.

Hoy la Marquesa tiene cuarenta años: las arrugas van surcando sus blancas sienes y su graciosa frente: arrugas prematuras, que han llegado conducidas por las veladas de muchos años, por la vida agitada del gran mundo, tan distinta de la apacible vida de la madre de familia, de la buena esposa que se dedica á cuidar y á embellecer su hogar.

Su esposo ha dejado de amarla; al año de casado se convenció, y su hermano mayor le ayudó á convencerse, de que aquella linda pagana era sólo un mueble más; el más bello de todos los de su morada, pero sin más alma ni más entendimiento que aquéllos.

Los amigos, y tambien las amigas, empiezan á olvidar el camino de su casa; porque para colmo de males, su fortuna, aunque muy pingüe, no ha podido resistir á los contínuos y exorbitantes gastos de los esposos.

El Marqués, cansado de estar siempre solo, porque siendo de más edad que su mujer no podia llevar la agitada vida de Blanca, convencido de que ésta no le amaba, ni le habia amado jamas, buscó su distraccion en otra parte, y se ha creado una doble familia, olvidando para siempre á la que eligió para compañera y le ha dejado sola en el camino de la vida: en su segunda familia tiene hijos, y en ellos ocupa todo su tiempo y todo el afecto de su corazon.

¡Pobre Blanca!

Sin esposo, sin hijos, sin juventud, sin fortuna, sin afecciones de ninguna especie, sin fe viva en el alma, ¿qué le queda? Sólo el vacío del sepulcro, que siente ya en torno suyo.

Su carácter, que se ha agriado, se ofende y se disgusta de todo lo que es bello y bueno: la juventud y la hermosura de las demas mujeres le son hoy odiosas; se ha vuelto murmuradora, y casi pudiera decirse maldiciente, porque su espíritu ha ido empequeñeciéndose, y ya no hay en él lugar para nada que sea noble, delicado y grande.

Tal es el fin de las pobres paganas que dedican toda su adoracion al lujo y á las distracciones del mundo, y que no ocupan su corazon en el amor de la familia, y su fortaleza en el cumplimiento del deber.

DOLENCIAS DEL ÁNIMO.

I.

Uno de los mayores males de la humanidad, y que hace ver todos los objetos y todos los intereses de la vida bajo el prisma más triste y más sombrío, es el descontento.

Los caractéres descontentadizos son víctimas de sí mismos; todo cuanto tienen les parece lleno de defectos; y es lo más extraño que tampoco les agrada lo que poseen los demas, mirando el mundo como un desierto, y su suerte como la más desventurada.

Las personas que han tenido la desgracia de nacer con un carácter dado al descontento, acusan hasta á la Providencia, y hallan defectos hasta en las leyes más sábias de la naturaleza, hasta en la perfecta y admirable armonía que rige al universo; y si éste se convirtiera en cielo, le hallarian defectos tambien, porque el defecto está, no en lo que miran, sino en su modo de ver.

De todas las enfermedades del espíritu que se pueden padecer, un carácter descontentadizo es la más cruel, y quizá la más incurable de todas.

Esta terrible dolencia tiene sus variantes, y hay quien cree más felices á los otros que á sí mismos, siendo el período de que acabo de hablar el más cruel y el más grave de esta peligrosa enfermedad.

Generalmente hablando, es achaque de todo mortal, pero más particularmente de la mujer, el poner la dicha, no en lo que tenemos, sino en lo que dejamos de poseer.

La que no puede negar que es rica, bien nacida y amada de su familia, lamenta el carecer de hermosura, aunque no se la pueda llamar fea.

La que ha nacido bella, suspira por aquellas dotes, ó dice que daria toda su hermosura por un poco de talento.

Yo conozco una mujer extraordinariamente fea, pero dotada de un talento sobresaliente; una hermosa tarde de primavera se hallaba paseando conmigo en los frondosos jardines de Aranjuez; cansadas ya de andar, nos sentamos en un banco rústico, á la sombra de algunos grandes árboles, y empezamos á hablar de mil cosas diferentes.

Mi amiga desplegó tal sutileza de ingenio, tal gracia y tanta lucidez de raciocinio, que yo me entusiasmé; é idólatra del talento, como he sido siempre, no pude ménos de exclamar:

--¡Bendito sea Dios, que te ha dotado de tan elevada inteligencia!

Jamas olvidaré el gesto de tristeza con que mi amiga sacudió la cabeza al contestarme.

--¡Toda mi inteligencia, dijo, la daria yo por una cara regular!

--¡Oh, no! exclamé yo: ¡son mucho más nobles, más durables y más atractivos los dones de la inteligencia y del corazon!

--Así se dice generalmente, repuso tristemente mi amiga, y áun se cree así; pero si la primera vista de una persona es repulsiva y antipática, ¿cómo podrá luégo hacerse amable y cautivar á nadie por otras dotes, que sólo el tiempo y el trato puede ir descubriendo?

--¡Pero cuando se llegan á conocer inspiran un afecto eterno!

--Podrá ser; pero créeme, amiga mia, á la mujer debe serle mucho más halagador, y con efecto así es, el agradar á primera vista; sé distinguir, porque, como tú dices, tengo alguna inteligencia; sé distinguir la simpatía de la estimacion; el amor nace á primera vista; las prendas del alma son las que le fijan; pero yo no seré querida jamas, aunque siempre sea muy estimada, y necesito una fuerza de carácter que no tengo para consolarme de tan triste suerte.

Así habló mi amiga, y yo no tuve valor para culpar su desaliento, porque me pareció fundado en muy triste pero muy verdadera causa.

Lo mismo que nos sucede respecto de nuestras cualidades, nos sucede respecto de las de los demas, y sobre todo, en el matrimonio, la mujer es por demas intolerante.

¿Por qué causa es más indulgente y más benévola respecto de sus padres y de sus hermanos, que respecto de su marido?

¡Ay! porque al casarse cree haber conquistado la libertad de ser injusta y de juzgarlo todo con rigor, cuando debia ser todo lo contrario.

Muchas esposas hay que, favorecidas por la suerte con hombres honrados y que las aman de todo corazon, les echan en cara que son poco atentos, que no las miman, ú otra gran culpa por este estilo.

Es decir, que fundamos siempre nuestra desgracia en lo que nos falta, sin pensar en la dicha de lo que poseemos, y como dice muy bien Carolina Coronado:

«Es lo mismo que todos los pesares
Del mundo tenga, ó que los sueñe todos,
Si se sufre igualmente de ambos modos.»

Lo imaginado es muchas veces peor que lo que verdaderamente padecemos, porque la imaginacion va en la pena mucho más allá de la realidad. Una imaginacion demasiado viva ó desordenada es tambien un gran daño que puebla de fantasmas el cerebro, que ve el mal y el dolor donde no existe, y que devora á los desventurados que le dan cabida.

No se puede pedir á la humanidad más de lo que puede dar, ni exigir un amor heroico y apasionado del esposo, de los padres ó de los hijos; cada persona quiere segun el temple de su alma, y no son siempre los esposos que parecen más apasionados los que aman mejor, con más constancia y fidelidad.

III.

Hay una cosa, sin embargo, que preserva del dolor de carecer de los bienes que envidiamos en otros, y que evita el desaliento.

La vanidad.

Las personas muy vanas creen lo que poseen perfecto, seductor, inmejorable.

He visto hombres muy graves, hombres de mundo, hombres serios, atacados de esa feliz dolencia hasta un punto increible, y digo feliz, porque el modo de ver las cosas los que tal defecto tenian, era para ellos un elemento de constante y completa dicha.

¿Se habla delante de esas gentes de la distribucion de la casa que cada uno habita?

Ninguno la tiene mejor que la suya.

¿Se habla de caballos?

Los suyos son de la más pura raza.

¿De un buen sastre?

El suyo tiene un nombre glorioso en los anales de la aguja.

¿De perros?

Ellos los poseen de castas desconocidas.

¿De la belleza de alguna mujer?

Su esposa ó su prometida llaman la atencion general cuando se presentan en público.

¿De buena mesa?

Su cocinero tiene que ir á casa de sus amigos, cuando tienen convidados, para hacer alguno de esos platos de que él solo posee el secreto.

¡Oh dicha de la vanidad! ¡quién pudiera disfrutarte!

Estas personas son muy felices, pero son, en cambio, sumamente molestas.

Prefiero tratar con un pobre sér agobiado por un descontento incurable; prefiero tener á mi lado á un misántropo, á tener que soportar la necia vanidad de un tonto, cansada para el dichoso, ultrajante para el triste, antipática á todos.

Las personas vanidosas son las que ménos simpatías tienen: porque no se contentan sólo con la competencia; quieren sobresalir en todo y por todo, quieren siempre ocupar el primer lugar, y no comprenden que están ofendiendo siempre á cuantos hablan con ellos.

Personas he visto que estando fatigadas, no sólo por penas morales, sino por privaciones materiales, han tenido el empeño de hacer creer á todos en su felicidad y en su riqueza, y no por dignidad, que esto hubiera merecido alabanza, sino por vanidad, por necio deseo de inspirar envidia á otros que padecian las mismas ó más crueles penas que ellos.

¡Triste aberracion, que sólo les traia antipatías y enemistades de las personas á quienes herian y humillaban!

IV.

Hay otra tercera clase de personas á las que se les figura que les falta todo, á causa de una modestia que ya llega á ser como una dolencia del ánimo.

Esta clase es tambien desgraciada, y quizá más que ninguna, porque cuando falta la completa estimacion de sí mismo no hay valor para nada, y el alma está en una angustia contínua.

No hay nada que me cause más lástima que el ver á una persona dominada por una timidez excesiva; porque hay muy pocos sufrimientos morales que se puedan comparar á éste.

La vanidad es á la vez osada y feliz; el descontento de la vida es altivo y algunas veces amargo; pero la excesiva modestia, el pobre concepto de sí mismo, es un mal gravísimo y de difícil curacion.

¡Yo no valgo nada!

Este pensamiento es terrible, amargo, desconsolador, y poco á poco va empequeñeciendo el ánimo y amenguando insensiblemente el valor moral é intelectual de quien le abriga.

Todos valemos algo; todos somos útiles en la tierra; todos llevamos en el alma el grano de oro, la centella divina que, en un momento dado, puede enriquecer y alumbrar, y todos debemos estimarnos para que nos estimen, porque la primera condicion de la dignidad es el conocimiento de la propia valía.

Apelemos, pues, á la razon para hallar el justo medio, que está tan léjos de la excesiva vanidad como del extremo descontento, y tengamos equidad para los demas, á la vez que la tenemos para nosotros mismos.

LOS RECUERDOS.

Siempre, aunque sea en una cárcel,
Hay un rincon ignorado
Do alguna vez se ha gozado
Un instante de placer;
Y al dejarle para siempre,
Conociendo que le amamos,
Un ¡adios! triste le damos,
Sin podernos contener.
(Zorrilla.)
I.

Hay imágenes que se graban en el alma y van formando una historia secreta é ignorada de todos, aparte de la triste historia de la vida.

Hablo de los recuerdos; de los recuerdos que nos acompañan y nos consuelan en las rudas pruebas por que atravesamos y nos hacen llevaderos los dolores presentes, trasladándonos con el pensamiento á otras épocas más dichosas.

El presente es muchas veces doloroso. El porvenir, oscuro.

Sólo en el pasado es donde se puede encontrar un pedazo de cielo azul para dejar errar la fantasía, como ave triste y enferma que ha quemado sus alas al atravesarlos desiertos de la vida.

¿Por qué esto?

¡Ay! porque la doliente humanidad cree siempre más dichoso el dia que pasó que el que espera; porque, como dice Chateaubriand, ¡en la sociedad, cada hora abre una tumba, y hace verter una lágrima!

La esperanza, esa deidad consoladora que, envuelta en diáfanos velos, sonrie á los niños en la cuna y acaricia al hombre, se deja ver pocas veces en torno de la mujer; flota á lo léjos como la sombra de un sueño, y como sombra se desvanece cuando va á asirla su débil mano.

Para la mujer es más grato, más dulce, más consolador el recuerdo.

El recuerdo queda en su corazon.

La esperanza no hace más que vagar ante sus ojos.

II.

Cada vez que contemplo yo el sol, recuerdo uno de sus rayos que calentaba mis piés cuando era niña, y á cuyo reflejo luminoso se abria un pequeño mundo que yo abarcaba con dominio infantil.

Caia aquella ráfaga de dorada luz en un pobre y húmedo cuartito, cuyo pavimento era de yeso, resquebrajado en muchas partes.

Algunas hormigas salian de un agujero redondo y venian á dar vueltas al sol.

Dos ó tres moscas, entumecidas por el frio, se despegaban de la pared y volaban zumbando gozosas en aquel foco luminoso que les fingia un alegre dia de estío.

Sentábase allí el gato negro y anciano, cerrando voluptuosamente sus grandes ojos, verdes como dos esmeraldas.

Una perdiz se acercaba con menudo paso al conciliábulo y picoteaba al gato, de quien era muy buena amiga.

Tenía yo un grillo que habia encerrado en una jaula muy pequeña, que tambien colocaba al sol, y encima de la cual dejaba descansar á un gran caracol que salia de su cáscara, estirándose poquito á poco, como para observar.

En una de las grietas del suelo habian brotado dos ó tres hierbecillas; un dia, al levantarme, ví á la más alta coronada con una flor morada del tamaño de una lenteja; aquel mensaje de la primavera me colmó de gozo y me estremeció al mismo tiempo.

Me pareció la flor una sonrisa de gratitud de aquella pobre hierbecilla, porque yo la echaba alguna vez dos ó tres gotas de agua, y aquel dia fué uno de los más dichosos de mi inocente vida.

Yo era la reina de aquel pequeño mundo tan alegre, tan feliz. Sentábame allí, desmigaba un poco de pan, que se comia la perdiz, y las partículas más pequeñas se las llevaban las hormigas con un afan que hacía venir lágrimas á mis ojos.

Las moscas zumbaban; cantaba el grillo; dormitaba el gato; el caracol se estiraba; las hormigas trabajaban, y todos éramos dichosos con un rayo de sol y un poco de pan.

¡Oh, sí, todos éramos felices! Yo lo era tambien, porque tenía seis años.

Desde entónces, siempre que en una bella mañana de invierno penetra un rayo de sol en mi aposento, á traves de mi ventana, recuerdo el mundo en miniatura donde yo imperaba cuando era niña; mi pensamiento vuela hácia aquel pobre cuartito, recinto de mis juegos y de mis meditaciones infantiles, donde veia tanta dicha, y que se ponia tan alegre cuando le visitaba el sol.

III.

Los recuerdos de la infancia son siempre gratos y queridos, porque están rodeados de inocencia; pero los más consoladores, los que constituyen un dón inestimable, son los del bien que hemos hecho.

Mucho se declama contra la injusticia del mundo, y es una triste verdad que hay en él muchos ingratos; pero los beneficios llevan en sí mismos su recompensa por la dulce memoria que dejan en el alma.

Conocí á una mujer tan completamente halagada por los dones de la naturaleza y de la fortuna, que llegó á ser completamente infeliz.

Imaginaos una mujer bella, jóven y casada con un hombre, jóven tambien, opulento y que la adoraba.

No habia goce en la vida de que aquella mujer no disfrutase.

Su cuarto de dormir, situado en lo más retirado de la casa, estaba no sólo forrado de ensambladuras de madera, sino forrado tambien de seda algodonada para que no se percibiese el más leve rumor que perturbase sus sueños.

Al abrir los ojos tenía al alcance de su mano un timbre, el cual, sólo con tocarle, llamaba á dos camareras serviciales, discretas é inteligentes.

Metíase en un baño de agua tibia perfumado con lirio y jazmin, y luégo se desayunaba con su marido ó sola, segun era su voluntad, que nadie coartaba en lo más mínimo.

Peinábala un peluquero tan hábil que no la causaba daño alguno; tenía carruajes de todas las formas y para todas las estaciones; palcos en todos los teatros; convites para todos los salones; espléndida casa y soberbios palacios de verano; sus diamantes eran magníficos; todos la envidiaban, y, sin embargo, cayó en un hastío mortal, por lo mismo que nada tenía que desear.

Un dia fué á visitarla una amiga suya, bastante escasa de bienes de fortuna: llegaba llorosa y conmovida, y la opulenta dama le preguntó la causa de su pena.

--Vengo, dijo, de ver á una familia que se está muriendo de hambre.

--¡De hambre! repitió la hermosa jóven: ¡debe ser muy raro eso de ver morirse de hambre! Me alegraria ver á esa familia.

--Puedes conseguirlo al instante.

--¡Yo!

--Vénte ahora mismo conmigo á ver á esos desdichados.

--¿No les has socorrido tú?

--Sí, pero llevaba muy poco dinero para tan grande infortunio; figúrate un padre ciego, una madre baldada en una cama, y ¡cinco niños que piden pan á gritos!

Las personas ricas no pueden comprender de súbito los horrores de la miseria; así fué que mi amiga oyó este relato con bastante indiferencia; tomó su bolsillo y salió con su compañera.

Cuando se halló en la mísera y helada buhardilla de aquellas pobres gentes, sintió en el alma una impresion dolorosa, penetrante, desconocida; pero sintió algo, despues de mucho tiempo en que no sentia nada.

Entregó su bolsillo á la pobre madre enferma sin que pensase contraer en ello mérito alguno; pero aquella mujer besó sus manos, bañándolas en llanto, y todos los niños, conducidos por el padre ciego, se arrojaron á sus piés colmándola de bendiciones.

Desde aquel dia la vida de aquella hermosa jóven tiene un objeto noble y grande. ¡La caridad!

Crueles dolores la han afligido despues; grandes decepciones ha sufrido; pero los dulces recuerdos del bien que hace la consuelan de todos sus disgustos y sinsabores.

IV.

No son sólo los ricos los que pueden practicar el bien.

El que consuela al afligido con palabras dulces y afectuosas hace igualmente un inestimable beneficio, y su recuerdo, á pesar de la ingratitud con que pueda ser recibido, basta para hacer dichoso á quien lo ha practicado.

Hay tambien recuerdos que matan.

Los remordimientos, los crueles é implacables remordimientos no son otra cosa que los recuerdos del daño que se ha hecho, á los cuales va unida la memoria de las bellas cualidades que poseian las personas á quienes se ha ofendido ó lastimado.

Al hombre le acompañan ménos los recuerdos; su vida está llena de realidades más ó ménos penosas, más ó ménos agradables.

Los negocios absorben todo su tiempo y absorben tambien su imaginacion.

La mujer, por el contrario, relegada al hogar doméstico, retirada en él, tiene muchas veces que acogerse á sus recuerdos para ser dichosa.

Á la mujer le está vedada toda ocupacion, toda actividad fuera del círculo de su familia, y los recuerdos son para ella un mundo mejor, un oásis en el cual descansa de todos esos dolores vulgares, silenciosos y desconocidos que combaten y envenenan su existencia.

La pradera donde corria cuando niña; los primeros libros que leyó; las oraciones que le enseñaba su madre; los cuentos de la vieja nodriza; los juegos con sus hermanos; la imágen ante la cual rezaba; las memorias de su primer amor; aquellas emociones tan puras, tan castas, tan indecisas, que ni áun despues de mucho tiempo sabe definir; la rama que el viento mecia en el bosque; el pájaro, que en las alboradas del estío se posaba á cantar en las macetas de su ventana; el primer ramillete que le regalaron y que conserva, seco ya, en el fondo de una caja; todas estas cosas forman para la mujer un mundo de poesía y de amor, al cual se retira para buscar la calma.

V.

Jamas he podido comprender que una mujer tenga gusto en cambiar con frecuencia de habitacion.

Dice Alejandro Dumas que los que rehusan cambiar de domicilio son, por lo regular, personas avaras.

Yo, con permiso del fecundo narrador, diré que no soy avara, y que, sin embargo, siento un gran dolor cada vez que he de trocar mi vivienda por otra, aunque gane mucho en el cambio.

¿Cómo no amar las paredes que nos han visto llorar, reir, y que han presenciado nuestras venturas y nuestros dolores?

¿Cómo no amar el primer rayo de sol que la primavera nos envia como una bella sonrisa, y el rayo de luna que viene á quebrarse en los cristales de nuestra ventana?

Paréceme que el apego de la mujer á su casa y á los objetos que la adornan, es inseparable de su condicion, suave, blanda y amorosa; que la constancia en sus afectos debe serle tan propia como el culto de los recuerdos, y que un corazon frio, egoista é indiferente es como una anomalía en nuestro sexo, á quien Dios encomendó el cuidado de embellecer el hogar, derramando en él la suave luz de la poesía y del amor.

Haga la mujer todo el bien que le sea posible; ame y socorra á los menesterosos; y por desgraciada que sea su vida, siempre tendrá en sus recuerdos un pedazo de cielo azul, un horizonte sereno, adonde volver sus fatigados ojos.

LA POBREZA Y LA MISERIA.

I.

Entre estas dos situaciones hay un abismo, á pesar de que muchas veces se las confunde.

La pobreza no es una desgracia.

La miseria es una desgracia horrible.

La pobreza es carecer de lo supérfluo, pero tener lo necesario.

La miseria es carecer de todo: ¡es el hambre, la desnudez, el frio, la enfermedad, el dolor, la muerte!

He visto gentes muy contentas con la pobreza, y que habiendo llegado á ser ricas por una herencia inesperada, por el logro de algun negocio lucrativo, han echado de ménos el tiempo de su medianía, y han deplorado el tener fortuna y los cuidados que ésta trae consigo.

Las mujeres se lamentan de la pobreza mucho más que los hombres, y se han visto algunas que, solas, aisladas, sin familia, han hecho esfuerzos inauditos para llegar á la opulencia, símbolo para ellas de todos los goces de la tierra.

Pero la riqueza se escapa siempre de las débiles manos de nuestro sexo: al ingenio, al talento de la mujer le falta constantemente la principal cualidad, la fuerza: no tiene ni las dotes ni los defectos masculinos, por más que se esfuerce en adquirirlos.

La energía ficticia y febril que una mujer da á su talento, es siempre estéril y pasajera: despues de estos esfuerzos, despues de estos ataques de epilepsía intelectual, recae en el vacío, más débil y más desalentada, porque esta energía pasajera la obtiene sólo á expensas de su fuerza natural, que no reside, como la del hombre de genio, en la violencia de las pasiones, en la gravedad de los estudios y en el vigor de los pensamientos, sino en la profundidad de las observaciones, en la exaltacion de las creencias y en la sublimidad de los sentimientos.

Así es que pocas mujeres han llegado á la fortuna por la sola fuerza de su talento, y en nuestro país desde luégo, no conozco ninguna; hay muchas que se han elevado al pináculo de sus deseos, manejando la intriga y la lisonja en un grado más ó ménos hábil, y han llegado á un enlace brillante, que les ha dado la opulencia y todos los goces de su exigente vanidad.

¡Mas cuántas veces es posible que estas mujeres hayan echado de ménos la apacible medianía, la casi pobreza que moraba en el techo paterno! ¡Cuántas veces habrán pensado en el modesto traje de lanilla, hecho por sus manos y estrenado con tanta alegría, al sentirse devoradas por el hastío que produce el no tener nada que desear!

II.

La miseria, y no la pobreza, es la que produce los crímenes, y de esos hombres que no tienen pan ni abrigo para su familia, salen generalmente los infelices que llenan los presidios y que sirven de escarmiento, cuando se aplican en todo su rigor, las leyes de la justicia humana.

Sin tener las ideas socialistas del ilustre escritor Eugenio Sué, que en su exageracion pretendia que todos los ricos eran malos y degradados, y todos los pobres ejemplares y virtuosos, creo que todos debemos, segun nuestras fuerzas, aplicarnos á socorrer la miseria, y que una parte á lo ménos de lo que gastamos en lo superfluo, debemos dedicarlo á dar lo necesario á los que no lo tienen. La miseria tiene varios aspectos: no es la que se ostenta la más digna de lástima y de socorro; es la que se oculta en las heladas buhardillas; la que cubierta con un espeso velo pide limosna por la noche; la que no se queja y viste aún con restos de decencia, para disimular el mayor tiempo posible la desgracia y el dolor.

Esa miseria vergonzante es la más dolorosa y la más digna de auxilio, porque casi siempre procede de desgracias inmensas, de pérdidas del corazon, tan ligadas á los intereses, que han arruinado para siempre la felicidad y la fortuna.

Se han visto familias caer de repente, desde una posicion decorosa y desahogada, en la más profunda miseria, á causa de algun fraude de que han sido víctimas: una, sobre todo, á quien he conocido, cayó en tan completa desgracia, que el padre no pudo resistirla, y buscó en la muerte el descanso de un dolor que su fortaleza no alcanzó á sobrellevar: su esposa y sus dos hijas hubieron de dedicarse, primero á labores de su sexo, que les pagaban muy escasamente; y despues, visto que el producto de su trabajo no les alcanzaba para vivir, al servicio doméstico.

La inteligencia y buena educacion de la madre llamó la atencion de la familia á quien servia; y enterada ésta de sus desgracias, hizo venir tambien á sus dos hijas, dándoles una habitacion en su casa, mesa, una criada y algunas labores delicadas y productivas que desempeñaba una de las jóvenes, miéntras la otra con su madre iba á dar lecciones de música.

Las tres pobres mujeres llegaron á encontrarse tan dichosas en su modesta situacion, que la preferian á su opulencia pasada, y sólo tenian en el alma el dolor de la muerte de aquel esposo, de aquel padre que tanto amaban, y que las habia amado tanto.

III.

La dicha de ser rico, se llama una novela francesa de grande y justa fama: su argumento es muy sencillo: un zapatero se hallaba muy feliz con lo que su oficio producia, cuando tiene una herencia tan rica como inesperada; su mujer y sus dos hijos se vuelven locos de alegría, y él mismo da gracias al cielo por este beneficio; pero muy pronto el cuidado de guardar su dinero le quita el sueño, le agita y le sumerge en un piélago de inquietudes y de zozobras; ya hace una abertura en la pared para ocultar en ella su tesoro; ya, creyéndole allí poco seguro, sale al campo y lo entierra de noche con todas las precauciones que pudiera guardar un criminal; y llegan á tal extremo su inquietud y su angustia, que maldice su herencia y suspira por el tiempo en que vivia sin cuidados, ni envidiado ni envidioso de los demas.

Su mujer, que le amaba, su hija y su hijo, que adoraban en él, deploran el cambio operado en su salud, que se resiente de tantas amarguras: de contínuo, los vecinos burlones les envian avisos anónimos de que van á robarles, asesinándoles primero; y al fin el pobre zapatero, que ántes vivia contento con el pan de cada dia, que nada más pedia al cielo que pan y trabajo, que nada tenía que guardar, está á punto de perder la razon y la vida.

Una noche su esposa y su hijo salen al campo para ver si el malhadado tesoro se halla donde le habia enterrado el pobre hombre; pero la tierra está excavada, y el cofrecito de hierro ha desaparecido: en lugar de lamentar la pérdida, caen de rodillas y dan gracias á Dios por ella, elevando sus ojos y sus corazones al firmamento bordado de estrellas: el ladron fué bendecido por haberles librado de aquella funesta riqueza.

Desde aquel dia, el zapatero y su familia recobraron la tranquilidad, el sueño apacible, y su apetito feliz y nunca desmentido.

IV.

No es generalmente la miseria dón de la Providencia divina, tan paternal y tan previsora para todos.

La miseria es casi siempre hija de la holganza, de los vicios, de la malversacion de los medios de vida.

Dios hace nacer pobres y ricos; la indigencia es casi siempre obra de los extravíos del hombre, y algunas veces obra tambien de los extravíos de la mujer, que gasta más de lo que debe y puede.

La pobreza no es espantosa ni repugnante: ¿cuántas veces no se han alegrado nuestros ojos, al entrar en un cuarto muy alto, en un piso cuarto ó en una buhardilla? La cama, limpia y bien mullida; la ventana, adornada con visillos blancos, sujetos con lazos rosa ó azules; el pavimento, brillante de limpieza; los muebles, barnizados; las flores frescas, en un jarrito de cristal ó de loza; todo esto lo permite la pobreza, y todo esto la embellece y casi la santifica.

La limpieza es el lujo de los que cuentan con escasa fortuna; el arreglo es una bella cualidad de los pobres, y se ven familias que con muy pocos haberes viven con decencia y dignidad.

Apénas hay familia donde la esposa sepa gobernar su casa con inteligencia, en que no haya un bienestar relativo: diríase que el buen órden atrae el dinero, y que el desarreglo lo ahuyenta: las compras inútiles, el gusto por el fausto y por el lujo, arruinan, no sólo las fortunas modestas, sino tambien las grandes.

La pendiente de la holgura á la miseria es rápida, y se baja sin pasar por el término medio de la pobreza: el que nace con lo necesario no le falta, sabiendo conservarlo, hasta que muere; pero se han visto muchas familias opulentas llegar, por el exceso de sus gastos, á la más completa desnudez; á la más horrible miseria.

No nos rebelemos contra la pobreza, y al contrario, contentémonos con ella si Dios nos la envia; pero evitemos con todas nuestras fuerzas la miseria: y cuando la veamos, socorrámosla en lo posible, sin pensar en si el desgraciado que la sufre es por su culpa, ó porque el cielo, como al santo Job, le quiere probar con ese terrible azote, que devora á tantos desheredados de los bienes de la tierra.

LA VOZ.

I.

Hay algunas cosas en la vida que llamamos pequeñas, y que lo parecen en efecto; pero que son, sin embargo, más importantes de lo que se cree, y de mayor influencia en nuestra suerte de la que se supone.

Al hablar de una mujer hermosa, se elogian sus ojos, su boca, su talle, la expresion de su semblante, las gracias de toda su figura.

Cuando se menciona una mujer agradable, se habla de su talento, de su gracia, de su amabilidad, de su instruccion: mas hay una cosa de la que nadie se cuida y que nadie nombra. La voz.

Y sin embargo, ¿quién que conozca el poder de los sonidos en las imaginaciones impresionables podrá negar á la voz una mágica influencia?

¿Quién duda que existen voces celestiales, que al hablar penetran en el corazon y nos llevan adonde quieren, sin que nos demos cuenta de ello?

¿Quién no ha oido en una conversacion de muchas personas un acento encantador que ha conquistado desde que se ha dejado oir todas nuestras simpatías, y que ha hecho que nos interesemos inmediatamente por las ideas de quien le posee?

No podré yo expresar á mis lectoras el valor que tiene ese órgano, que si bien se cree muy importante cuando se trata del canto, júzgase indiferente en lo que toca á la conversacion.

El metal de la voz despierta simpatías más vivas, y acaso más irresistibles que la belleza misma.

Una mujer bella con una voz áspera y bronca, pierde la mitad de su belleza.

Por el contrario, una que sea sólo agradable, cautiva de una manera irresistible si su voz es dulce y simpática.

Y no creo que el metal de la voz es independiente de nuestra voluntad: nosotros podemos, si no variarlo, modificarlo al ménos, y de ingrato, hacerle dulce y agradable.

No tienen poca parte para dar el tono á la voz los sentimientos del alma; cuando la ira domina, la voz es sofocada y áspera y los sonidos oscuros, careciendo completamente de modulaciones.

Mas cuando la dicha, la tranquilidad y la alegría tiene el ánimo en una dulce serenidad, la voz es dulce tambien y halaga al oido, casi como un canto.

Hay mujeres, y yo misma conozco algunas, que con una voz muy dulce tienen un corazon seco y helado: que su acento afectuoso es el disfraz de un monstruoso egoismo; pero esto no quita su poderoso encanto á un agradable metal de voz: ántes, por el contrario, el ver el imperio que estas mujeres ejercen en cuantos les rodean, al observar cuán bien, pronta y fácilmente consiguen todos sus fines y llegan á las empresas más difíciles, se comprende cuán grande es el poder de una voz grata al oido, y de un suave y melodioso acento.

II.

En la mujer, sobre todo, es indispensable un eco de voz dulce y afectuoso.

La que carece de él debe adquirirlo con el estudio, pues ya he dicho que en gran parte la dulce emision de voz depende de nosotras.

Tal influencia ejerce en el hombre la voz dulce de la mujer, y tanto le agrada, que apénas habrá cosa que niegue al suave acento de la súplica, y apénas habrá nada que conceda al duro acento del mando.

He oido hace poco tiempo preguntar á un hombre dotado de un carácter violento y duro, su parecer acerca de una mujer muy bella.

--No me gusta, respondió secamente: tiene un metal de voz áspero y desagradable, y yo prefiero una mujer fea, dotada de una dulce voz.

En efecto: este hombre se ha casado con una mujer que nada tiene que agradecer á la naturaleza, sino un metal de voz lleno de encanto, y que ella modula con una destreza exquisita y una dulzura sin igual.

Los contrastes se buscan siempre, y son los que crean las más fuertes afecciones: aquel hombre severo, de carácter duro y seco, no podia ménos de enamorarse de la dulzura que prometia la voz encantadora de su esposa.

He visto este hombre arrebatado de ira en muchas ocasiones, calmarse al oir el dulce acento de su mujer, que, aunque conociendo su ridícula é inmotivada cólera, le decia:

--Tienes razon mil veces, pero cálmate por mí, pues te vas á poner malo; ya se arreglará eso de otro modo.

Alguna persona rigorista, presente como yo á estas escenas, ha dicho que esta mujer era una hipócrita, y que culpando en el fondo de su alma á su marido, fingia ser de su parecer; pero ¿hubiera ganado algo la paz de la casa y de la familia con que ella hubiese dado gritos tambien, culpando la imprudencia y la cólera de su esposo?

Sin duda que no: ella le trata como á un enfermo y hace bien, porque realmente lo está: la ira es una cruel dolencia moral.

Algunas veces, en lo más fuerte de sus accesos, este hombre violento se cubre avergonzado el rostro, y una dulce palabra de su mujer es la que causa tan maravilloso efecto, por el contraste que ofrece con su grosera cólera: la he visto en várias ocasiones callar, hacer como que no ve su confusion, y salir un instante, para no humillarle con su triunfo: cuando volvia á la habitacion ya parecia no acordarse de aquello, y hablaba á su marido de otras cosas, con tanta afabilidad como si nada hubiera pasado.

Así, la dulce influencia de aquel acento ha ido calmando las olas de la cólera del esposo: el hombre quiere ser siempre superior á la mujer, y á ningun marido que ama á la suya, le gusta verse rebajado ante sus ojos, y lo que es más duro, á los ojos de sus hijos.

¿Es acaso esta mujer insensible?

No: es prudente; ama á su marido, y conoce bien el corazon humano.

III.

Ya he dicho más arriba que el carácter dominante y la propension á la cólera alteran la voz y le dan sonidos broncos y desagradables; así es que la voz áspera se tiene por signo de una índole desapacible y violenta, y por lo mismo, las mujeres de voz poco dulce son poco simpáticas al sexo fuerte.

Hay, sin embargo, mujeres dotadas de un metal de voz dulcísimo, y de una expresion angelical en el rostro, con un carácter de hierro y una voluntad más firme que todas las voluntariosas é impacientes: estas mujeres, dotadas de bastante sangre fria para no descomponerse jamas, dan órdenes severas é ineludibles con el acento más melodioso, y toman resoluciones enérgicas y terribles, que rara vez adoptan las que regañan mucho.

La fuerza de inercia es la que adoptan esas mujeres; pero ésta es la más fuerte y la más inquebrantable: dicen que sí á todo, y sólo hacen lo que quieren ó les conviene: enfrente de otra voluntad fuerte, lloran, se desmayan, se refugian en el no puedo, suplican y fatigan al que las quiere dominar, saliéndose siempre con la suya, como suele decirse.

Esta clase de caractéres no me parece digna de aprecio: pero la prefiero con mucho á la otra clase, que encierra todas las provocaciones de la cólera grosera, todas las réplicas brutales y descompuestas, de la impaciencia: dominar por la súplica y por la protesta de la debilidad, es más digno y más propio de la mujer, que hacerse temible por las manifestaciones de su enojo.

El huracan troncha la soberbia encina, y pasa sobre la verde caña que se doblega á su ímpetu, y que vive á orillas del lago azul y trasparente.

Mérito grande es en la mujer el ser dulce en la voz y en los modales, é inquebrantable en la voluntad para las cosas buenas.

IV.

No hay mujer ninguna, á ménos que no sea completamente insensible, dotada de una perenne é inalterable dulzura: á la que veo siempre complaciente, serena, con la sonrisa en los labios, y hablando melosamente, lo confieso, no le dedico mis más grandes simpatías.

El alma tiene sus tempestades, como el mar y como el cielo: una contraccion de facciones, una lágrima cerniéndose en las pestañas, un temblor en la voz, la palidez y el rubor súbito, son señales infalibles de la lucha de la voluntad y de la sublime victoria que sobre ella se alcanza: he visto, y no hace muchos dias, á una mujer jóven, bella y virtuosísima, ultrajada por su marido ante un gran número de personas, y digo ultrajada, porque sin motivo alguno la desmintió con una irritante é insolente grosería.

La pobre jóven, al oirle, se quedó pálida como la muerte: un instante despues un encarnado ardiente vistió desde su frente hasta su cuello: su seno palpitó con violencia: sus ojos lanzaron un relámpago deslumbrador... ¡qué terrible lucha tenía lugar en su corazon! Todos los ojos estaban fijos en ella... y todos se miraron con asombro, cuando ella, pasando una mano por sus ojos, como para no ver, dijo con acento dulce y sumiso á su brutal marido:

--Perdona, amigo mio, me habré equivocado.

¡Qué gran victoria consiguió aquella mujer sobre sí misma! ¡Cómo se leia la admiracion de los presentes en sus semblantes! ¡Y qué triste papel el del marido déspota y grosero!

El poseer una voz agradable es un seguro antídoto contra los arrebatos de la cólera, porque las frases duras no se pueden decir con un acento dulce y afectuoso, y la costumbre de esta gracia, sea natural ó adquirida, sirve de freno á todas las desigualdades de un carácter desapacible.

EL SANTUARIO DE MONTSERRAT.

Á MI QUERIDA AMIGA LA DISTINGUIDA POETISA
DOÑA ANTONIA DIAZ DE LAMARQUE.
I.

Al dedicar un recuerdo al célebre santuario de las montañas de Cataluña, á nadie mejor que á tí, mi amada Antonia, hubiera podido dirigirme: á tí, que tantas veces me has instado en tus cartas para que escribiera algo acerca de mis viajes, y á quien he prometido hacerlo: sin embargo, no me agradezcas la presente, porque necesitaba escribírtela para aliviar mi corazon de una emocion profunda, y para hablarte del asilo más grandioso que posee en la tierra la Reina de los Cielos, la Madre Celestial, que tanto amamos tú y yo.

Poco despues de las once de una calurosa mañana de Julio, salimos de Barcelona y tomamos el camino de Monserrat, adonde llegamos á eso de las siete de la tarde[1].

Durante dos horas, y á pesar de ir sentada en la delantera del carruaje, mis ojos no descubrian más que altísimos montes.

En el centro de éstos se eleva el Monserrat, el cual, segun la opinion de todos los viajeros célebres que han escrito sus impresiones y recuerdos, no tiene igual ni semejanza en todo el orbe.

Su altura piramidal es de 1.300 varas, y por lo maravilloso de su forma diríase, al mirarle desde alguna distancia, que es una ciudad inexpugnable, rodeada de un cinturon de fuertes torres, y que sólo la mano de Dios puede destruir.

¡Oh, Antonia mia! Cuando me vi al pié del inmenso monte, consagrado por la presencia de la Vírgen Madre de Dios, que ha hecho de él su palacio; cuando en derredor mio vi aquellas enormes peñas, suspendidas al parecer en los aires y prontas á desprenderse; cuando vi la cúspide del Montserrat tocando á las nubes, tan diáfanas y movibles que parecian el manto del Señor, mi corazon tembló dentro del pecho y humillé la frente confundida, no sólo de mi pequeñez, sino de la pequeñez humana.

En la falda de la gran montaña se eleva el santuario como un puerto de paz y de esperanza.

La guerra con todos sus horrores ha pasado por aquel sagrado recinto, incendiando y destruyendo cuanto ha hallado á su paso; pero las ruinas, que en todas partes son tristes, respiran allí una augusta y melancólica grandeza.

Adivínase sin trabajo lo que sería el santuario ántes que los soldados franceses arrojasen en él las teas del incendio: yo vi aquellos majestuosos restos á la melancólica luz de la luna, y me arrodillé y oré, pareciéndome que á traves de las arruinadas paredes veia el semblante de ese Dios todo amor, todo grandeza y misericordia.

El fuego ha consumido las esculpidas puertas y ha ennegrecido las gruesas paredes de piedra.

Cascadas de hiedra silvestre se precipitan por las derruidas ventanas, como ingratas hijas que huyen del techo paternal porque es triste, ó bien como cautivas jóvenes que buscan aire y sol.

Las fugitivas están, sin embargo, cubiertas de campanillas blancas y azules, como si quisieran llevar consigo en la partida todas sus joyas.

No podria, no sabria, Antonia mia, decirte, aunque quisiera, hasta qué extremo me conmovió la vista de aquel verdor lujoso, de aquella loca lozanía entre lo triste y solitario de las sagradas ruinas.

Parecíame oir sonoras carcajadas de alegría entre las notas de un canto funeral.

Creia ver jóvenes vestidas de rosa y blanco, entre una cohorte de enlutadas y afligidas ancianas.

Pero á medida que rezaba el consuelo descendia á mi alma.

Pensaba en que Dios coloca siempre la alegría junto al dolor, y que quizá sin aquella hiedra cubierta de flores, el espectáculo hubiera sido demasiado tétrico y desconsolador para mi alma.

En el ala de la derecha del santuario se halla la hospedería: los monjes dan allí la más cristiana y cariñosa hospitalidad: cada viajero tiene su cuarto; algunos domésticos cuidan del aseo y servicio de las habitaciones, y por la noche se ve á los religiosos, envueltos en sus largos mantos negros, pasar por los claustros para informarse de si los visitadores de aquellas santas soledades están bien asistidos.

En la cima de una roca, que desde el camino parece inaccesible, está situada la iglesia, servida por los monjes y por algunos niños de familias pobres, á los cuales se les proporciona una educacion religiosa y gratuita.

La comunidad de estos niños se llama Escolanía, y su habitacion, situada en el interior del Monasterio, tiene sobre la puerta un cuadro encantador, que representa á la Vírgen cobijando bajo su manto á algunos niños casi desnudos.

Enfrente de la iglesia se extienden cordilleras de montes inmensos, cubiertos de flores y medio ocultos en las horas de la tarde, entre las brumas que descienden del cielo hasta los picos más elevados.

Para tí cogí un pequeño ramo de aquellas flores; ya las has visto, son pobres de colores y humildes; pero las guarda la Vírgen de las montañas, y me parecen consagradas por su presencia.

La iglesia es espaciosa y sencilla: toda su magnificencia, los dorados y mármoles con que tantos reyes y príncipes cristianos la enriquecieron en el pasado siglo, han desaparecido: ahora está blanca y pobre, como la casta Vírgen que ha depuesto sus galas para vestir el ropaje de la pureza y de la humildad.

En el altar mayor está la hermosa imágen: es muy morena, así como el niño que tiene sentado sobre sus rodillas; aunque todos los historiadores están discordes acerca de la procedencia de esta imágen, la opinion más válida y admitida asegura que es la misma que trajo á España el apóstol San Pedro, obra de San Lúcas, y escondida cuando la invasion de los árabes en las peñas de Monserrat por el godo Gregorio y por Pedro, obispo de Barcelona.

II.

Corria el año del Señor 880 cuando se oyeron coros celestes y se vieron resplandores extraños en la montaña: era el anochecer de un sábado cuando advirtieron este prodigio unos pastores: llegada la noticia á Gundemaro, obispo de Vich, pasó con el clero y muchos fieles al lugar de los prodigios; y despues de vencer muchas dificultades y peligros, á causa de lo escabroso del monte, hallaron una pequeña cueva cavada en la roca, y dentro de ella una hermosa imágen de María, con el niño Jesus en los brazos, que exhalaba y exhala aún hoy una fragancia exquisita.

Tomóla en los brazos el santo Obispo, para conducirla en procesion á una iglesia donde fuese venerada con el decoro debido; pero á los pocos pasos la sagrada imágen quedóse inmóvil y sin poder ninguna fuerza humana separarla de aquel sitio.

En él, pues, se le edificó una capilla, que poco despues se convirtió en monasterio de religiosas de la órden de San Benito, por disposicion y voto del conde Vifredo, el Velloso, del cual fué abadesa su hija la jóven y bella Riquilda.

Poco despues el Conde de Barcelona, sucesor de Vifredo, sustituyó monjes de San Benito, traidos del convento de Santa María de Ripoll, por cuanto era tanta la afluencia de peregrinos al sagrado monte, que no podian darles las religiosas hospitalidad con el decoro debido.

No quiero acabar esta carta, mi querida Antonia, sin hablarte de la Baranda de los monjes, extensa galería, á la cual se pasa por el interior del monasterio, y que está guardada por tres colosales estatuas de religiosos.

Esas impasibles y mudas figuras de piedra, eternos guardadores del monasterio, eternos testigos de sus glorias y de su devastacion, sobre cuyas calvas cabezas pasan los años y las tempestades, á cuyos piés vuelan las águilas sobre el abismo, me han inspirado un respeto en que entra tambien el terror.

¡Cuánto pudieran decir aquellas heladas bocas, si un milagro del que todo lo puede las abriera!

¡Cuántos imponentes espectáculos habrán contemplado aquellos ojos sin luz!

Ellos han visto subir al santuario á los Reyes Católicos, con su hija Juana la Loca; á la emperatriz Isabel, esposa de Cárlos V; á Felipe II, que estuvo en él cuatro veces; á sus hijas las infantas Catalina é Isabel; á Felipe III; á Maximiliano II; á D. Juan de Austria; á Cárlos III; á Cárlos IV; á Fernando VII y á Isabel II.

No pueden los límites de una carta reseñar detenidamente á Monserrat; muchas deberia dirigirte para ello; pero como quieres que te escriba sobre otros asuntos, me contento con darte en este una ligera idea del más grande de todos los santuarios del mundo cristiano.

El fuego, como si fuera el eterno enemigo de las santas montañas, ha vuelto á invadirlas hace algunos años; tú lo sabes tambien, pues la prensa toda dió cuenta de ese espantoso siniestro, que atribuyeron á una mano aleve; ya los religiosos iban á sacar de la iglesia la sagrada imágen para ponerla á salvo de las llamas: Barcelona entera, Manresa y todas las poblaciones inmediatas, acudieron llenas de agonía á agruparse en la hora del peligro en derredor del palacio solitario de María, y sus esfuerzos lograron felizmente extinguir el fuego.

Si hubo culpables ¡Dios los perdone en su misericordia infinita! Ni tú ni yo sabemos llamar anatemas sobre las cabezas de los extraviados.

Adios, Antonia mia, te abrazo con el corazon.

LA MODESTIA.

I.

No hay ninguna de las grandes virtudes que admiramos por las heroicas acciones que producen, que tenga el encanto de esta dulce y cándida virtud.

El valor, la generosidad, la abnegacion, el sacrificio llevado á sus límites más elevados y más sublimes, admiran: pero la modestia cautiva y atrae con un poder indecible.

Como todas las virtudes suaves, ésta es más propia de la mujer que del hombre, y más necesaria en ésta que en aquél.

La modestia tiene la belleza y el dulce aroma de las violetas: la modestia, como estas flores, se oculta con ese suave é inimitable rubor de la inocencia; pero su perfume la descubre, y hace que sean admirados sus encantos y su gracia, hasta por los más indiferentes.

La modestia es el mayor encanto de nuestro sexo, ó, mejor dicho, el complemento de sus encantos; puede compararse á esos diáfanos y blancos velos que las mujeres echan sobre su rostro para parecer más bellas. Y así como esos velos ocultan los leves defectos del semblante, encubriéndolos vagamente, y hacen resaltar todas las perfecciones de la que los usa, del mismo modo la modestia disimula todos los defectos del carácter y hace resaltar todas las bellas cualidades.

No hay falsa modestia.

La mujer que, sin poseerla, pretende hacer alarde de ella, no conseguirá más que ponerse en ridículo. Porque la modestia es tan suavemente humilde, que ni se apercibe de su propia belleza, ni se toma el trabajo de mostrarse. Se la adivina, como á la violeta, por su aroma. Se la busca, y, una vez encontrada, se la contempla con arrobamiento y se la ama.

La modestia es dulcemente majestuosa; altiva con suavidad, amable y encantadora, como todas aquellas prendas que tienen su base en la excelencia y bondad del corazon.

Una mujer que no haga alarde de lo que vale es una cosa tan rara, ó al ménos se considera tan escasa, atendida la vanidad que se achaca á nuestro sexo, que, con razon, se la contempla con admiracion y simpatía.

¿Y sabeis lo que es simpatía?

Es uno de los más dulces lazos del género humano. Es el término que separa el cariño de la indiferencia. En las mujeres, así como en los hombres, es el primer eslabon de la cadena de la amistad. Entre un hombre y una mujer es el primero de la cadena del amor.

Los lazos de la simpatía son fuertes y durables: son gratos, expansivos, libres de toda sujecion, porque la simpatía no nace de las leyes del deber, ni nace de la gratitud, ni es esclava de las exigencias de la sociedad.

La simpatía es espontánea, brota en el corazon como brota una madreselva en las tapias de un huerto ó de un patio.

La simpatía y la modestia jamas se separan, sobre todo en la mujer: porque la simpatía que ésta inspira es casi siempre emanada ó nacida de su modestia.

II.

La modestia tiene dos manifestaciones.

Modesta es la mujer que en su porte, en su traje y en sus modales, conserva aquella dulce dignidad que le impide todo movimiento indecoroso ó poco conveniente.

Y modesta es la que ningun alarde hace de su mérito, la que le deja adivinar ó que se descubra sólo por su propio brillo.

Sea cualquiera de estas dos formas la que tome la modestia, cautiva siempre.

La alabanza propia envilece, ha dicho un sabio, y esto lo vemos confirmado todos los dias.

El mérito de una persona, por grande que sea, es despreciado si ésta hace de él una ridícula ostentacion, ó si mira con desden el de los demas.

Y este desprecio hácia la altanería es inherente á la naturaleza humana.

Cada uno de los mortales tiene su dignidad, que es muy peligroso hollar, y á falta de dignidad, existe en todos un sentimiento invencible de amor propio.

Por eso las personas modestas son tan simpáticas y tienen tantos amigos.

Aunque la simpatía es espontánea, casi nunca es inmotivada, y una persona dulce y modesta despertará muchas más simpatías que una vana y altanera.

Á la mujer modesta se le concede mérito de buena voluntad, por lo mismo que ella parece desconocerlo.

Á la que exige homenajes se le niegan hasta las atenciones más comunes, porque, fuerza es confesarlo, en nuestro sexo predomina la envidia; y por eso dije en otro capítulo que la mujer que ha nacido privilegiada por las dotes intelectuales, tiene que hacerse perdonar esta ventaja por su dulzura y suavidad.

Lo mismo que dije tocante á la belleza intelectual, digo ahora respecto de la hermosura física.

La que se envanece con ella, la que exige admiracion, léjos de obtenerla, únicamente conseguirá que se le niegue todo mérito; ó si se le concede, lo que es todavía peor, que se la rebaje con alguna calumnia, inventada por la envidia y la maledicencia.

La modestia es casi siempre un puerto seguro contra todos estos peligros; porque la modestia es tan benignamente dulce y bella, que ni exige homenajes ni ofende á nadie.

III.

La modestia impone deberes, que quizá parecerán muy arduos á las jóvenes cuya educacion haya hecho que los desconozcan: porque es muy cierto que la modestia la inculca una buena madre en el carácter de sus hijas desde su más tierna edad.

La modestia prohibe las posturas indecorosas, los modales desenvueltos, los trajes cuya hechura exagerada dé lugar á la crítica por llamar excesivamente la atencion.

La modestia exige esa delicada reserva, de que ya he hablado, y que aconseja á la mujer salir poco de su casa y no prodigarse demasiado en público.

La modestia exige que toda jóven ignore, ó al ménos aparente ignorar, todo aquello que su edad y estado le prohiben saber.

Por más que halague á una jóven, por la viveza de su carácter, esa reputacion de chistosa que se concede á otras, debe preferir la de modesta.

Confundir la gracia con el chiste es un error lamentable. La gracia es inseparable de la modestia. El chiste sienta bien algunas veces al hombre, pero jamas á la mujer, porque es consecuencia de la desenvoltura.

He visto muy de cerca á algunas jóvenes, que apénas habian salido de la infancia, y tenian ya en la conversacion ciertas libertades, inocentes en un principio, pero que eran aplaudidas como otras tantas gracias.

Aquellas licencias iban creciendo poco á poco mucho más de lo conveniente, mas los padres y hermanos exclamaban sin cesar:

--¡Qué chistes tan oportunos! ¡Qué sal!

Y la sal y la gracia se convirtieron al fin en una desenvoltura repugnante, en una maledicencia insoportable, y en una absoluta falta de pudor y de delicadeza.

¿Cómo era posible que estas mujeres no estuviesen rodeadas de enemigos?

Quizá, sin más faltas que sus chistes y su sal, han perdido su reputacion por la venganza de los que han sido ofendidos con su maledicencia, ó blanco de sus chispeantes burlas.

La que ansía la reputacion de chistosa será muy fácil que adquiera la de maldiciente, porque de la sátira á la murmuracion es tan rápido el declive, que no basta la débil inteligencia de la mujer para que la conduzca por él sin despeñarla.

La madre que ambicione la felicidad de su hija, hágale entender, desde que su tierna inteligencia lo permita, que es mejor pasar por mujer modesta que por mujer vivaz y chistosa. Á estas últimas se las teme. Las primeras son casi siempre simpáticas ó, al ménos, se juzgan inofensivas.

La modestia llegará á serles natural si la buena educacion les hace comprender su belleza; porque si bien es cierto que la modestia nace con la criatura, no lo es ménos que ésta pueda adquirirla aunque haya nacido destituida de ella.

Si á una niña en vez de aplaudirle los modales desenvueltos de que use, se le afean aconsejándole otros más dulces y templados, es indudable que dejará los primeros para no hacerse odiosa y despreciable. Si se le enseña á hablar poco y oportunamente, á no criticar á nadie y á cuidar de sus propias acciones y decoro, seguramente que no charlará sin tino cayendo en la murmuracion, escollo inevitable cuando se habla mucho. Si se le dice que la gracia es la moderacion, la dulzura, la templanza, la modestia en fin, no hará alarde de descaro ni de chistes poco convenientes en su edad. Por último, si se conserva en su alma esa flor delicada que se llama pudor, no la veréis nunca con la mirada oblícua de la hipocresía, ni con esa otra descocada que vende el fatal ¿qué se me da á mí?, cáncer de nuestra sociedad y de la virtud de la mujer.

IV.

La verdadera gracia, la gentil coquetería, la distincion en los modales son inseparables de la modestia, y por lo tanto, la mujer más destituida de atractivos personales puede ser encantadora si es modesta.

Pocas, muy pocas nacen completamente hermosas, y así la mujer debe buscar todo aquello que realza sus gracias personales; porque esto, léjos de ser una falta, es un homenaje á la Providencia, puesto que se manifiesta estimacion hácia las ventajas y los dones que nos ha concedido.

La exageracion en el traje y en el peinado casi nunca sienta bien, sea cualquiera la figura y facciones de la que la use.

La modestia impide que llamemos la atencion, y por eso evita casi siempre el ridículo.

El buen gusto no es el uso de los adornos pomposos, de los colores fuertes, de las formas extraordinarias en los vestidos; por el contrario, en el tocado y adorno de una mujer de buen gusto preside casi siempre una gran sencillez, y la sencillez es uno de los preceptos de la modestia.

Ademas, la modestia no sólo se acomoda á todas las fortunas, sino que embellece las posiciones más medianas.

El lujo de los pobres es la limpieza, como dijo el malogrado Sué.

Si á una limpieza exquisita se reune el buen gusto y esa coquetería propia del hogar doméstico y necesaria en la mujer, ésta se hará admirar en todas partes.

Vosotras, madres respetables, que por la medianía ó escasez de vuestra fortuna sufrís tanto con las privaciones de vuestras hijas; vosotras que, al contemplar con orgullo su belleza, llorais de sentimiento por no poder adornarla segun vuestro deseo; creedme, si son modestas y virtuosas, vuestras hijas alcanzarán más simpatías con su sencillez que las opulentas damas que carecen de esta amable cualidad.

El mundo, es verdad, rinde vasallaje á la opulencia, pero sólo rinde culto á la virtud; aplaude los talentos brillantes, el fausto, todo aquello, en fin, que deslumbra; pero al mismo tiempo trata de empañar esos talentos con los tiros de la envidia.

Unicamente ama y estima verdaderamente á la modestia, porque la modestia es la base de muchas virtudes; y semejante á una perfumada diadema que adorna una cabeza herida, recrea con su celestial aroma á la sociedad, encubriendo los defectos de quien la posee.

LA FE.

I.

Si hay alguna cosa que disculpe en la mujer el atrevimiento de escribir para el público, es sin duda la buena intencion con que debe hacerlo.

Y no creais, lectoras mias, que yo considero una culpa en mi sexo el dedicarse á las tareas literarias: si abrigase esta persuasion, no escribiria.

Vale más, á mi modo de ver, llevar la frente erguida, aunque desnuda de coronas, que inclinada con sonrojo, aunque ceñida de laureles.

La mujer cuando escribe debe hacerlo guiada por una buena intencion, no para disculpar una falta, sino para excusar un atrevimiento; que tal considero el exponer al público los sentimientos del alma.

Yo soy la primera en conceder que la mujer debe concretar su talento y su poesía al cuidado de su casa y al embellecimiento de la existencia de su esposo y de sus hijos.

Pero si nace alguna con tan rico caudal de imaginacion y actividad que le sobre aún despues de emplear el que requiere el cumplimiento de sus deberes; si su corazon, demasiado amante, ó su imaginacion viva, ó su juventud, demasiado solitaria, necesitan mayor pasto que la generalidad, ¿por qué ha de privársele de un desahogo ó distraccion que á nadie ofende y que puede enseñar algo ó servir de algun consuelo á las demas mujeres?

Y no creais tampoco que la palabra enseñar encierra gigantescas y ridículas pretensiones; que muy provechosas lecciones puede dar una mujer sin más que tener corazon, á aquellas criaturas que le tienen dormido por su naturaleza, desgarrado por la desgracia ó endurecido por el desengaño.

Yo aspiro á probar si sé enseñar á creer en este artículo, porque creer es uno de los mayores beneficios de la vida.

Y no obstante, para enseñar á creer se requiere tan sólo no carecer de fe, de esa fe que tiene por morada una alma tierna y un corazon sano; se necesita haber sufrido y haber llorado, pues sólo en el dolor es cuando nuestro corazon busca un consuelo más elevado que los que podemos hallar en el mundo.

En la alegría olvidamos á Dios; el primer grito de nuestra pena es éste:

--¡Piedad, Dios mio!

II.

¡La fe! ¡Bendita sea!

Esta hermosa hija del cielo nos hace mucho bien para que no la acojamos con amor en nuestro corazon.

Sin ella no habria en el mundo sentimiento alguno bueno ni honrado, ni áun mundo habria.

La fe es el orígen del amor de los esposos; del cariño de los hermanos; de la pasion de los amantes; de la tierna simpatía á que damos el nombre de amistad.

La fe nos ofrece una vida de eterna ventura, y hasta alcanzarla nos da valor para sufrir las penas de este valle de lágrimas.

La fe ha llenado de santos mártires el cielo y de santas vírgenes los conventos del mundo.

La fe es la luz purísima que ilumina las almas; el rayo de sol que alumbra la noche tenebrosa de la duda.

III.

Hé aquí lo que dice Eugenio Pelletan en su Profesion de fe del siglo XIX:

«El hombre necesita creer, porque ha nacido inteligente; creer es el medio de ser para su espíritu; su espíritu vive únicamente creyendo, y ademas porque, habiendo nacido libre, tiene, en virtud de esta libertad, una parte de accion en su destino. Debe, pues, conocer, aunque sea en parte, ese destino para arreglar á él su conducta. De aquí la necesidad de una creencia. ¿Quién eres? ¿Por qué existes? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? Hé aquí el enigma que, desde Job á Prometeo y desde Prometeo hasta Fausto, la humanidad está contínuamente resolviendo.»

«¿Pero qué garantía tiene el hombre de poder encontrar su solucion? Una sola, podemos responder, y le basta; el deseo que tiene de hallarla. El afan de buscar no es en nuestra alma más que la anticipacion de la verdad. La soberana armonía no se engaña á sí misma: no ha dado la aspiracion á nuestra alma como el cebo de un engaño. Por todas partes donde ha puesto la sed, ha puesto al lado la fuente. ¿Quién puede admitir un momento que Dios señala la verdad al presentimiento para escondérsela á la razon? Entónces no sería Dios, sería su propio mentís. Habria encendido en nosotros un deseo que sería un suplicio; hubiera hecho de nuestro más sublime instinto, un infierno. Semejante hipótesis es impía, no merece ni áun la refutacion. Decirla es refutarla.»

Vosotros, los que afectais no creer en nada para correr desenfrenados de extravío en extravío; vosotros, los que no quereis dique alguno para vuestras pasiones; vosotros, seres á quienes el mundo llama en su culto lenguaje despreocupados, no podréis ménos de convenir en el fondo de vuestra alma, en que Eugenio Pelletan tiene razon; porque todos, hastiados de los vacíos goces de la vida, habréis buscado un más allá en vuestro destino.

¿Qué os ha contestado entónces vuestra razon oscurecida por las nieblas de los goces materiales?

¿Qué os ha respondido vuestra conciencia, ese juez invisible, pero rígido y severo?

Es bien seguro que vuestra razon ofuscada y vuestra fuerte conciencia han batallado encarnizadas en el fondo mismo de vuestras almas; mas si ha quedado la victoria por la primera, si esa razon extraviada os ha dicho que no hay nada más allá de este mundo, ¿qué os queda?

¿Sois acaso felices con los goces que él os proporciona?

La grandeza de vuestro espíritu ¿no se abate hasta desear la muerte y el no ser?

¿No teme entónces vuestro cuerpo entrar en la tumba para volverse polvo?

¿No se empeña otra lucha nueva entre el espíritu y la materia; aquél anhelando dejar un mundo donde no cabe; ésta, aferrándose á un mundo que le halaga más que la nada del sepulcro?

¡Desdichados, que no teneis fe! ¡Vuestra breve y emponzoñada existencia sólo puede ser una cadena de dolores!

¿Quién os consuela cuando la muerte os arrebata el padre, la esposa ó el hijo?

¿Adónde volveis los ojos turbios de dolor?

¿A los que quedan? ¡Ay! ¡Estos han de morir tambien!

¿A sus sepulcros? Sus losas nada os dirán: ¡sólo guardan elocuentes frases para los ojos del alma!

Los que creen en su inmortalidad acuden á postrarse ante las tumbas, y ven en el rayo del sol ó de la luna, que va á quebrarse en ellas, el alma que amaron y que ha descendido del cielo, para que consuele la suya.

IV.

La fe tiene tiernas supersticiones que consuelan.

Las flores que brotan en la sepultura de un niño despiden para su madre un reflejo de la risa de aquella criatura, á quien tanto amó.

En su perfume cree aspirar el hálito del sér que voló desde su regazo al cielo.

Cree ver en su blancura la imágen de la frente purísima en que tantas veces apoyó sus labios.

Y el murmullo de los cipreses del cementerio es, á sus oidos, la voz de su hijo que canta dulcemente en su tumba.

El amor es la poesía de la religion: la fe es su beneficio.

Los pueblos más poéticos son los que más fe tienen: ved á los musulmanes adorando á Alá: á los indios llamando al Grande Espíritu; ved á las jóvenes del Missisipí colgando entre las ramas de los almendros en flor las cunas en que yacen los cadáveres de sus hijos, porque dicen que sus almas suben al cielo entre el aroma de las flores.

Los más crueles perseguidores de los cristianos, Diocleciano, Galerio y Maximiliano Hercúleo, tenian fe en sus dioses, fe idólatra y fanática, pero grande y poderosa, pues alcanzaba á ahogar todos los instintos del hombre, todas sus afecciones: nadie ignora que se vieron prefectos y emperadores que sacrificaron á su fe hasta sus propios hijos.

¿A qué deidad sacrificais vosotros, ateos de nuestro siglo?

¿A quién rendís culto?

Los persas, que adoraban á un elefante y le servian de rodillas, son para mí más comprensibles que vosotros.

Los druidas, que consagraban sus vírgenes al culto de la luna, son más simpáticos á mi corazon.

Las legiones romanas, que tremolaban los estandartes de Marte y de Belona, son más valerosas.

Los gentiles, que atribuian á Orfeo una lira divina, á Diana un amor contemplativo y melancólico, á Júpiter una justicia inmutable, y que esperaban en los campos Elíseos, tienen para mí un espíritu más elevado que vosotros.

Porque vosotros nada creeis, y por consiguiente, nada esperais.

Abominando del mundo, no quereis dejarle, porque nada veis más allá que os compense los mezquinos placeres que os ofrece.

Gastais prematuramente el cuerpo en los desórdenes, y no veis en la celeste techumbre esa bendita palabra que el Eterno escribe con estrellas: ¡Gloria!

Es indudable que teneis un alma, puesto que vuestro cuerpo está animado: es forzoso que el alma busque una creencia, como dice Pelletan: pero rechazais la sed de encontrarla.

El que dotó de alma al hombre; el que puso en ella instintos de gloria y de ambicion; el que formó su corazon para el amor, es un sér grande y benéfico, y este sér, todo verdad y grandeza, no debe decir en vano al hombre: «¡Cree y espera en mí!»

V.

No hay más que un escudo para los golpes del infortunio: la fe.

Ved á la madre que pierde al hijo único que era todo su amor; vedla velar su agonía, cerrar sus ojos y depositarle en su sepulcro; la fe le presta resignacion y esperanza de encontrarle en un mundo más dichoso, para no separarse ya de él en toda la eternidad.

Ved á la hermosa jóven que encierra en un claustro, los dias más bellos de su juventud; la fe hace que desee otro esposo mejor que los que el mundo le ofrece.

Ved á la hermana de la caridad, ese tipo de la abnegacion y del heroismo; la fe la sostiene en sus fatigas y en sus penosos deberes: ¿quién, sino la fe, podia obligarla á sacrificar su existencia al alivio de la humanidad doliente?

No, no hay un solo sufrimiento, por hondo que sea, por incurable que parezca, que no sea sanado ó endulzado por la fe.

La prueba más eficaz que tenemos de lo que alcanza la fe, la que más debe convencer al que no se obstine en cerrar completamente los ojos del alma á la luz que pueda disipar las tinieblas que la oscurecen, á la reflexion que basta á enfrenar las pasiones que la emponzoñan: el más sublime ejemplo de la grandeza de nuestra religion, es el de la constancia que los primeros mártires del cristianismo han ofrecido á los siglos venideros.

Ahí teneis á Santa Ines, niña de trece años é hija de padres gentiles, convertidos por ella, que muere sonriendo, degollada bárbaramente á los piés del prefecto Tértulo.

Ahí teneis á Santa Cecilia, doncella de diez y seis abriles, ciega y mendiga, que espira á la primera vuelta de las ruedas del potro, sin angustias, sin dolores, y cantando dulcemente.

Ahí teneis á San Pancracio, jóven de diez y ocho años, que muere en el anfiteatro de Roma al clavarse en su garganta las garras de una pantera, y que deja la vida, sonriendo al tribuno Sebastian, que pronto debe tambien seguirle en el martirio.

Ahí teneis al mismo Sebastian, que espira oscuramente asaeteado, sin testigos, en el parque de Adónis.

Ahí teneis á la santa niña Emerenciana, que muere á pedradas, miéntras ora en las catacumbas.

Ahí teneis, en fin, á San Casiano, que rinde el postrer aliento á manos de sus discípulos en la misma escuela que regenta, y sin dejar escapar una queja, sin dejar de cantar las alabanzas del Eterno.

¿Quién, sino la fe, pudo dar tal fortaleza á los niños y á los ancianos?

¿Quién estancó el llanto de las madres?

¿Quién dió regocijo á los padres por la muerte de sus hijos?

Sólo ese sagrado fanal que alumbra los ojos del alma para que crea en otra vida mejor.

Sólo la fe obra tan admirables prodigios.

Sólo la fe pone dulces sonrisas en los labios de los que padecen.

VI.

La fe es tan consoladora como benéfica.

Ella nos hace confiar en todos cuantos nos rodean, nos hace ver en toda su grandeza el cariño de los padres, nos hace creer en la fidelidad, en la nobleza, en el amor, porque la fe está rodeada de una córte de hermosas criaturas, que se llaman creencias.

Estos seres tienen alas como los ángeles, y cuando hay algun mortal tan desgraciado que despide á la fe de su alma, la fe vuela al cielo seguida de sus aladas é inocentes compañeras.

Dios mismo, al bajar al mundo para hacerse hombre y morir por nosotros, trajo consigo á la fe.

Ella curó á los tullidos, dió vista á los ciegos, habla á los mudos y alimento á los hambrientos, y áun en nuestros dias pudiéramos ver muchos milagros operados por la fe.

La fe está siempre entre nosotros sin pedirnos recompensa, y á veces sin que la conozcamos.

La fe con que ama un hombre, triunfa casi siempre de la inconstancia de su amada.

La fe en el estudio, vence las dificultades que éste ofrece á una inteligencia limitada.

La fe en el talento, abre al que la abriga un porvenir más ó ménos lisonjero, más ó ménos lejano; pero siempre consolador.

La fe en la ciencia del médico, cura á muchos enfermos de sus dolencias.

Y hasta la fe en los principios políticos ha sido provechosa, pues si bien ha hecho infinitas víctimas, éstas han espirado con la sonrisa en los labios como los mártires del cristianismo, ó arrastran una vida de privaciones y destierro, pacientes y resignadas.

No despidais, pues, á la fe.

Los que no la abrigueis en vuestras almas, llamadla presurosos, porque no podeis elegir compañera más benéfica y generosa.

La negra discordia huye, bramando de furor, de la mansion que ocupa.

La desesperacion no hinca jamas su rabioso diente en el seno que la cobija, porque la fe le defiende valerosamente de sus ataques, y hasta acompaña al sepulcro al que la ama y la abriga.

LA ESPERANZA.

El sepulcro de la última esperanza
es la cuna del suicidio.
L. V.
I.

La esperanza es hermana de la fe.

Quien no abriga la fe en su corazon, no puede ser consolado por la esperanza.

Nada son, nada valen, ni para nada sirven las esperanzas que hace brotar la ambicion.

La esperanza, si no va sostenida por su madre la Religion y por su hermana la fe, es tan débil que muere al nacer.

Las ilusiones toman con frecuencia el manto de la esperanza; le dividen en pedazos, se cubren con ellos y van á visitar las cabezas enfermizas y los corazones estragados de los mortales.

Éstos las confunden con la esperanza; las acogen con amor, las acarician, las abrigan, y las pérfidas, despues de haber saciado su sed en la savia de su cerebro, huyen riéndose descompasadamente, y dejando las más espantosas tinieblas en el espíritu débil que las acogió.

--¿Por qué la esperanza se deja robar y desgarrar su hermoso manto? me preguntaréis acaso.

Y yo os contestaré:

--La esperanza deja sonriendo que las ilusiones se apoderen de él, y al mirarlas volar sobre la tierra, exclama satisfecha:

--Corto será vuestro reinado: el mio es más hermoso y duradero, pues cuando abandonais á los míseros mortales desengañados y abatidos, á mí toca volar á reanimarlos y á prestarles consuelo. Vuestra mision es herir, la mia curar las heridas que haceis.

Y en efecto, vedla al lado de todos los dolores de la vida.

Vedla sentada junto al que llora, reclinada en el lecho del moribundo.

Vedla velar las tumbas de los muertos.

Vedla, en fin, hasta en el cadalso, mostrando el cielo con su blanca mano al delincuente que espira arrepentido.

II.

Si el mundo llamase á la religion y á la fe; si no desdeñase la benéfica influencia con que constantemente éstas le brindan, la esperanza haria fecundos á tantos genios como se agostan con el soplo amargo del escepticismo: habria más gloria, poder y felicidad; no abortarian tantas empresas, grandes en su concepcion, porque no serian mezquinas en sus medios, y Dios no dejaria caer su mano airada sobre nuestras cabezas.

La esperanza es la que guía todos nuestros pasos en el sendero del bien; la madre sufre todos sus dolores, todas sus penas, no por el egoismo que encierra la idea de que sus hijos le paguen en la ancianidad cuanto por ellos sufrió, sino alentada por la esperanza generosa de contemplarlos un dia fuertes, virtuosos y felices.

El soldado arrostra los peligros del combate, porque la esperanza le enseña á lo léjos una corona de inmortal laurel.

El marino reza en la tempestad á la Reina del cielo, porque tiene su esperanza cifrada en tan cariñosa y compasiva señora.

Á mí me conoce y ama como una amiga.

La tengo sentada frente á mí, en mi mesa de escritorio.

La encuentro en el templo, apoyada junto al altar.

La veo en mis largos y solitarios paseos mecerse en las ramas de los árboles.

La oigo en la campiña cantar con los pájaros.

Á su risa brotan en Mayo las flores de mis balcones.

Á su arrullo me duermo.

Á su dulce llamamiento me despierto.

Ella cortó hoy mi pobre pluma para escribir estas líneas.

Ella hace veloces y alegres las horas de mi trabajo.

Ella, en fin, es mi mejor amiga.

Los pesares del corazon, los sinsabores del alma, los amaños de la sociedad, las intrigas del poder, las injusticias de los hombres, los desengaños del mundo, las decepciones más amargas, los dolores más hondos, todo lo alivia la blanda sonrisa de la esperanza.

El desgraciado sufre sus dolores con paciencia, porque la esperanza le promete el alivio de ellos en la tierra, ó el precio de su resignacion en un mundo mejor.

El mártir soporta heroicamente sus tormentos, porque espera el cielo que la fe le descubre.

El poeta pasa sus breves dias con la cabeza abrasada, sus noches sin sueño, y sus amargos desengaños, esperando conquistarse un glorioso renombre, que le compense de todas sus fatigas.

Mas ¡ay! todas estas esperanzas se convierten en vanas ilusiones, si la religion y la fe no las sostienen.

Oid á Alfonso de Lamartine en sus Meditaciones, en ese libro, consuelo de los corazones heridos, encanto de las almas tiernas y bálsamo de la amargura del desengaño: oidle, y si yo no os inspiro gran fe al rogaros que espereis, tenedla al ménos en el gran poeta, cuya inteligencia parece haber sido iluminada por el mismo Dios.

«Alúmbrate con la antorcha de la esperanza hasta en las sombras mismas de tu muerte, seguro de que la Providencia no tiende lazo alguno á tus pasos; cada aurora la justifica; el universo entero se fia de ella; sólo al hombre ha ofrecido dudas; pero su venganza paternal confundirá la duda infiel en el abismo de su bondad.»

Sí; no hay duda que la bondad suprema no confunda en el abismo de su misericordia sin límites. No hay vacilacion en un alma pura, que no sea sostenida por la fe é iluminada por la esperanza.

¡Amantes y virtuosas madres! ¡Vosotras, que sois los únicos seres para quienes mi voz puede tener algun poder, enseñad á vuestros hijos, desde el momento en que su inteligencia pueda comprenderos, á creer, á esperar y amar!

Hacedles ver que toda la ciencia de los mortales debe circunscribirse á este círculo, tan estrecho pero tan fácil, y que únicamente la fe y la esperanza pueden labrar su dicha en esta vida, y conquistar el reino eterno que Dios nos tiene prometido.

EL TÚ Y EL USTED.

I.

Hace algunos años leí en un periódico unas líneas, que me inspiraron este artículo: aquellos renglones eran los siguientes:

«La más completa confusion deja conocer apénas quiénes son superiores, quiénes inferiores, cuáles los padres, cuáles los hijos, pues una igualdad homicida y vergonzosa los ha confundido enteramente.»

Desde entónces, como digo, pensé en este artículo, pues creo que de esa igualdad que se advierte en algunas familias, no tiene la culpa el , tan amante y confiado, que los hijos emplean con sus padres: otra base más perjudicial tendrá esa igualdad, tan culpable para toda persona sensata, y de ella deberia castigarse á los padres, no por consentir el que sus hijos les llamen de , sino por no saber guardar su lugar y su decoro.

Yo me honro con la amistad de infinitas familias en las que hablan de tú los hijos á los padres, y, sin embargo, al primer golpe de vista se conoce cuáles son los padres por las distinciones, los cuidados y la ternura de que se les rodea.

¿Qué espectáculo es más dulce?; el que ofrece un niño que se abraza confiadamente á su padre y le dice al oido estas palabras: «papá, ¿quieres que no me vaya todavía á acostar?», ó el que presenta una criatura que á diez pasos de su padre murmura estas palabras: «¿quiere usted que me esté aquí un poco más?»

Fácil será decirlo, si se observan los semblantes de los dos; el del primero revela la dicha y el bienestar; su mirada es leal y franca: el del segundo retrata un temor servil; su mirada oblícua examina á hurtadillas el rostro de su padre, que no se atreve á mirar de frente.

Y, sin embargo, aquel niño que llama de á su padre, como á su mejor amigo, es probable que sea con él más tierno, amante y atento que el que le llama de usted; los padres han sido colocados por Dios mismo en un pedestal tan elevado, que sólo pueden descender de él por culpa suya. Si un padre comprende el sublime destino que le ha sido conferido; si le comprende y le estima lo bastante para guardar su propio decoro y no cometer nunca ninguna accion reprensible, sus hijos le respetarán siempre, aunque sólo sea por ese instinto que Dios mismo ha colocado en el corazon humano, por esa necesidad que todos tenemos de vivir sujetos á una naturaleza superior: la libertad absoluta es un dón tan fatal, que no se hace amar de nadie.

Y no se crea que yo condeno el usted por la sola razon de la antipatía que me inspira, y que manifesté en una nota que coloqué al frente de mi primera novela; yo reconozco que ese tratamiento es el propio de la época prosaica y materializada en que vivimos; pero ya que en la sociedad se emplea, ya que es lenguaje usual entre personas indiferentes y áun enemigas, permítasenos no usarle con las personas que amamos.

II.

El usted ha sido desterrado del seno de la amistad, porque coarta la confianza, y contiene, ántes de que suban á los labios, las más dulces expansiones del corazon; ¿por qué, pues, se ha de condenar el que se vaya desterrando poco á poco tambien entre padres é hijos? ¿Hay acaso un amigo mejor y más sincero para un jóven, que su propio padre? ¿Hay alguno que más se desvele por su bien? ¿Hay alguno á quien deba amar con más tierno exclusivismo?

Gentes hay cuyo tipo ha descrito con inimitable maestría el ilustre Fernan Caballero, en su bella Gaviota. El general Santa María, colocado allí á propósito para formar contraste con una dama romántica y sujeta á todos los caprichos de la moda, es un hombre enemigo acérrimo de esta inconstante deidad, que asienta como principio infalible que nada de lo que de ella proviene es bueno: en nuestros dias existen aún algunas gentes así, sin querer comprender que hay algunas innovaciones útiles y saludables, y yo creo que de esta clase es el tratamiento de entre los padres y los hijos.

Jóvenes de ambos sexos he visto, de esos cuyos padres hacen alarde de ser chapeados á la antigua, que escudados con el usted contestan á los autores de sus dias una desvergüenza de más volúmen que las que algunos de los que les hablan de , se atreverian á decir á sus criados: y esto no es extraño, esos padres no educan á sus hijos ni para el cariño ni para el respeto; los educan para el miedo, y el dia que su carácter pierde algo de la fuerza que les prestaba la edad, sus hijos sacuden el yugo que les era tan pesado y abrumador.

Todo respeto, toda consideracion en el mundo están basados en el valor del que los inspira: amamos á Dios porque tenemos su imágen enclavada en una cruz y espirando entre tormentos sin ejemplo para redimirnos: le amamos porque sabemos que á su bondad debemos la vida, el alimento y todos cuantos goces y placeres disfrutamos; le respetamos porque nada reconocemos más grande, más poderoso que él; sean, pues, los padres, que son su imágen en la tierra, una imágen viva de su proteccion y de su amor: sean grandes, nobles, apasionados para sus hijos, mostrándoles en cuantas ocasiones les sea posible, su nobleza y su amor, y estos hijos les pagarán su cariño con usura, porque la juventud es tierna; se confiarán á ellos porque los reconocerán superiores; buscarán su consejo y les contarán sus dolores, seguros de que los han de comprender, consolar y guiar por la senda del bien.

Estos padres justos no son nunca débiles; sus castigos aplicados con oportunidad y energía, son más temibles que por su rigor, porque privan de la amistad del que los impone por algun tiempo; un padre bueno, recto y cariñoso hace igualmente buenos á sus hijos, y éstos besan sumisos la mano fuerte y protectora que sujeta las riendas de su vida y les evita el hundirse en la sima sin fondo del mal.

III.

«--Jamas olvidaré, me decia no hace mucho un hombre muy digno, jamas olvidaré lo que sintió mi corazon una noche que contando apénas catorce años, fuí al cuarto de mi padre para confiarle una falta, cuyo peso me abrumaba.

»--¿Qué tienes, me dijo, que estás pálido, hijo mio?

»--Padre, respondí yo bajando la cabeza, vengo á decirte que he levantado la mano á mi hermana.

»Mi padre se irguió, y sus grandes y poderosos ojos centellearon; pero bien pronto se apagó aquella luz fugitiva, desprendiéndose de ellos algunas lágrimas.

»--Si yo te diese ahora un golpe con toda mi fuerza, sería un cobarde, ¿no es verdad, Fernando? me preguntó.

»--No, padre mio; tienes el derecho de hacerlo.

»--El fuerte no tiene ningun derecho para maltratar al débil; un golpe mio te aplastaria, porque eres débil como una doncella; luego yo sería un cobarde, y ademas padre bárbaro y cruel.

»Yo guardé silencio.

»--Fernando, continuó mi padre, tu eres un cobarde; has pegado á tu hermana, que cuenta dos años ménos que tú, y que es mujer.

»El orgullo herido vistió mi frente de una ardiente púrpura; pero devoré mi ultraje y callé.

»--Vas á pedir perdon á tu hermana, continuó mi padre; y luégo, hijo mio, para rehabilitarte á tus propios ojos, pasarás cuatro dias en tu cuarto, sin salir ni áun para comer.

»Yo, por mi parte, continuó abrazándome, te he perdonado ya, desde el momento en que depositaste en mí tu confianza; nunca llama en vano un buen hijo al corazon de su padre.

»El mio, prosiguió mi amigo, se anegó en ternura al sentirme acariciado por el que me podia castigar severamente; las lágrimas que veia correr por las mejillas de mi padre hicieron brotar dos raudales de mis ojos: aquel hombre, cuyo valor era proverbial, cuya probidad acataban todos, y á quien yo veia cercado siempre de tanto respeto, se convirtió desde aquel instante para mí en mi único amigo y supo captarse mi confianza hasta el extremo de ir yo á revelarle todos mis proyectos de diversiones y amores, pudiendo confesar hoy con orgullo, que á la amistad de mi padre debo el haber evitado todos los precipicios de que la juventud está rodeada.»

Este hombre, que, como se puede suponer, sigue con sus hijos el ejemplo de su padre, no ha enseñado á éstos á llamarle de usted, porque está convencido de que este tratamiento que él rechaza con sus amigos, no debe colocarse como una barrera entre la amistad que él y sus hijos se profesan.

IV.

Nada hay más grande, más sublime, más poderoso que Dios: y sin embargo, él nos ha mandado llamarle de en las oraciones que ha hecho con sus ángeles y que por boca de éstos y de sus apóstoles nos ha trasmitido para implorarle y darle gracias: Padre nuestro que estás en los cielos, dice el cristiano cada dia: llena eres de gracia, pronuncia al saludar á María con el ángel; entre Dios y sus hijos no se conoce el usted, y sería una burla sacrílega é impía emplearle con el Criador y su divina y amantísima Madre.

¡Padres, que sois la imágen del Criador en la tierra! ¡Madres, que habeis recibido de la Madre comun de nuestro sexo el ejemplo de la más santa y heróica ternura! Si sois buenos é irrepensibles, no necesitais de nada más para inspirarles respeto, porque la tierna niñez, la pura adolescencia, aman la virtud y respetan la dignidad: mas si por desgracia se encuentra entre ellos alguno cuya índole indómita necesita de rigor, usadlo á su tiempo, seguros de que, si es oportuno, os considerarán siempre como sus mejores amigos, y revestidos ademas por Dios de un poder semejante al suyo, que os permite castigarles y premiarles en este mundo; que vuestro amor vaya acompañado de dignidad, y que hallen siempre vuestro seno preparado á recibir su cabeza culpable, y vuestra mano armada del castigo que ha de rehabilitarles; de este modo oiréis siempre en torno vuestro estas dulces y consoladoras palabras, que tanto bien hacen al corazon, que son la única ventura positiva de la tierra:

--¡Padre mio! ¡Madre mia! ¡Qué buenos sois! ¡Yo os amo más que á todas las cosas del mundo!

LA AMISTAD.

I.

Con tanto asombro como pena he oido á algunas mujeres quejarse de que no existe la amistad, y de que han sufrido ya muchas decepciones, lo que dicho por bocas jóvenes y sonrosadas me ha parecido increible, ó por lo ménos muy dudoso; creo más bien que estas mujeres comprenden mal la amistad, y la exigen más de lo que puede dar, queriendo que se eleve á la categoría del más sublime heroismo.

Y es por cierto un error bien lamentable que, así en amistad como en amor, queramos siempre recibir y no dar; deseemos abnegacion constante y no demos en cambio tolerancia y prudencia.

Si para conceder nuestra amistad esperamos encontrar una persona perfecta, jamas tendrémos amigos. Ningun mortal está exento de defectos; sólo se debe, pues, procurar que los seres á quienes amemos tengan los ménos posibles, y que sean de tal naturaleza que podamos soportarlos sin menoscabo de nuestra dignidad.

Una señora me dió no hace muchos dias, al oirme hablar así, la siguiente lógica contestacion:

--No hay necesidad de soportar las faltas ajenas por amistad solamente: amigos que hagan padecer no son convenientes, y mejor se está uno solo en su casa, que sufriendo las impertinencias de los más.

--Mas ¿qué nos queda, repuse, si despreciamos las simpatías del alma, si desairamos las bellas prendas que posee una persona, sólo porque se le reconoce algun defecto?

--Nos queda el estar tranquilos, y el pasar la vida con las menores penas posibles.

--¡Ah, señora! exclamé; nos queda sólo el egoismo, y el egoismo no ha hecho jamas la dicha de nadie; ¡no se queje V. de que no hay amistad en la tierra, puesto que nada quiere hacer por ella!

II.

La historia guarda en sus páginas la memoria de dos mujeres, que toda su vida estuvieron unidas por la amistad más tierna y más pura: Isabel Wolf y Agata Deken, fundadoras de la novela en Holanda, cultivaron juntas las letras, juntas escribieron, y vivieron juntas desde que la viudez de la primera la dejó sola en el mundo: esta union fué tanto más admirable, cuanto que á las rivalidades femeniles podrian unirse las literarias, y la emulacion que éstas llevan siempre consigo; pero léjos de ser así, vivieron siempre unidas con la más cariñosa amistad, y la vida arreglada, piadosa, ejemplar que llevaban, les conquistaron el afecto universal, á la vez que una admiracion verdadera por las obras de su ingenio.

El dia 5 de Noviembre de 1804 murió Isabel, y Agata no pudo sobrevivirla más que nueve dias: anciana y aislada en la tierra, pues habia perdido á su esposo y á sus hijos, Agata miró la muerte como el último de los beneficios que Dios podia enviarle, y dió, muriendo, á su amiga la postrera y tierna prueba del dulce y profundo afecto que las habia unido, tan raro entre dos mujeres, y quizá único entre dos mujeres escritoras.

Algun tiempo despues la sociedad de Ciencias y Artes de Amsterdam, queriendo tributar un homenaje público á sus virtudes y talentos, honró la memoria de las dos amigas, celebrando unos magníficos funerales, á los cuales asistieron cuantas personas distinguidas en todo género residian en aquella gran ciudad.

Es de suponer que entre estas dos señoras habria algunas desigualdades de carácter, algunas disidencias de gustos é inclinaciones; pero es de suponer tambien que una á otra se dispensarian, tolerándose mútuamente sus defectos, en gracia de sus buenas cualidades.

III.

Nunca se deben confiar á otra persona ni pensamientos, ni sentimientos, hasta estar bien segura de que los puede comprender, ni jamas debe dar el dulce título de amiga una mujer más que á la que ha dado muestras de merecerlo: hay penas y alegrías que no deben dividirse con ningun sér indiferente, con ninguna persona de cuyo afecto no estemos completamente seguros. Mas si debe procederse con mesura ántes de dar nuestra amistad, una vez concedida, no se debe huir ante ninguno de los sacrificios que esta amistad impone.

Se deben disimular á una amiga todos aquellos defectos que, no naciendo del corazon, no pueden lastimar el nuestro; porque la indulgencia y la moderacion son las principales cualidades de toda mujer distinguida, y que se estima á sí misma.

He visto personas tan extremadamente indulgentes, que más bien que estar dotadas de un bello y dulce carácter, parecian poseer un orgullo lleno de nobleza. Hubiérase dicho que estas personas estaban colocadas en un pedestal tan alto, que nada podia ofenderlas; que todo lo miraban desde inmensa distancia, y que despreciaban las mezquindades de los demas; y sin embargo, no tenian enemigos, y eran, por el contrario, universalmente estimadas.

IV.

Una ilustre escritora de nuestros dias ha dicho, «que la amistad es una necesidad del corazon y que el amor es un lujo del mismo.»

Me parece esto muy cierto, y áun creo que deberia añadirse á tan bella frase, «que la amistad es un beneficio para el alma.»

Un hombre nunca confesará á la mujer á quien ama que está pobre ó exhausto de recursos; pero se lo dirá á su amigo.

La amistad es un comunismo de penas y de placeres, de dicha y de llanto, al que nada se puede comparar, cuando está basado en profunda y verdadera estimacion; pero esto lo encuentran pocos hombres, áun ménos mujeres, y no se puede tampoco conseguir sin poner mucho de tolerancia y generosidad, pues no hemos de exigirlo todo sin dar nada.

Se ha notado mil veces que la amistad más acendrada ha nacido de los más extraños contrastes; y todos los dias estamos viendo amigos unidos por el más tierno afecto, que son muy diferentes en caractéres y costumbres.

Pero en nuestro sexo, entre las mujeres, la amistad es muy difícil, y casi pudiera decirse que es imposible; porque la emulacion quebranta el afecto apénas éste ha nacido, ó la irreflexion hace ofrecer un cariño que en breve se conoce que es imposible dar, ya por incompatibilidad de caractéres, ya por convencernos de que las bellas prendas que suponiamos no existian más que en nuestra imaginacion entusiasta.

Es, pues, mil veces preferible á sufrir un desengaño el reflexionar ántes de ofrecer nuestra amistad y estar seguras de que la persona que á primera vista nos parece simpática, es--á lo ménos por las cualidades del corazon--digna de ella; porque no hay nada más ridículo que esos lazos, tan pronto formados como llegados á su más íntima estrechez y que se rompen en breve, con un estrépito que hace formar mala idea del carácter y del corazon de la mujer.

EL LUJO.

I.

Cuando veo á las niñas vestidas desde los ocho años con trajes que son una reproduccion en miniatura de los de sus madres; cuando las veo con vestidos completamente bordados que cuestan seiscientos y mil reales, con cintas en el talle de á dos duros la vara, con sombreros de paja de arroz guarnecidos de plumas y flores costosísimas, con botas de raso, con guantes largos y con encajes en el cuello y las mangas; cuando veo así vestidas á las niñas, siento como una impresion de tristeza en el alma.

¿Cómo se exigirá de estas criaturas el amor á la sencillez, la modestia, tan encantadora en la mujer, cuando tengan más edad?

¿Cómo se les reprenderán las pretensiones exageradas y el amor al lujo, cuando la coquetería, natural en la adolescencia, ocupe el sitio de la inocencia de la infancia?

¿Cómo serán buenas esposas? Y sobre todo, ¿cómo serán buenas madres?

Acostumbrándolas al lujo, exponen las madres á sus hijas á ser muy desgraciadas; el primer mal que las proporcionan es el hastío, que nace de la saciedad de todos los deseos; el carácter de estas niñas, á las que el vulgo llama felices, se agria, se hace vanidoso, despreciativo, duro para los demas, antipático, en una palabra. Sus caprichos, sus exigencias no tienen fin ni medida, y sus padres son las primeras víctimas.

Cuando estas niñas llegan á la edad de amar y de ser amadas, el lujo es tambien el orígen de su desgracia; toda fortuna del que desea casarse con ellas les parece poca; saben sumar y restar, como la Cecilia de Le Duc Job, que escribió en frances Leon Laya y arregló un académico español con el título de Lo Positivo, y saben calcular perfectamente lo que necesitan para alimentar la voracidad de ese dragon que se llama lujo.

Suelen casarse, pues, no con el que aman, sino con el que es más rico, porque el descender les sería insoportable.

Pero si la suerte inconstante convierte, por uno de esos incidentes tan comunes en nuestra época, la opulencia en medianía, ¡cuánto tienen que sufrir esas pobres criaturas! ¡Cuánto más que la que ha sido educada con modestia y sencillez!

No entra por poco tambien el miedo al lujo en la aversion que muchos hombres tienen al matrimonio; muy pocos hay que quieran ver sufrir á la mujer que aman, y ántes prefieren renunciar á ella, que someterla á privaciones de todos los instantes.

El lujo, el detestable lujo, ha hecho imposible el hogar y la familia: el carruaje, el abono en los teatros, la modista cara, la peinadora, las telas de valor, los encajes y las joyas, parecen en el dia--y sobre todo en nuestra pobre España--necesidades imprescindibles, necesidades que ni nuestras abuelas, ni áun nuestras madres conocian.

II.

Es una cosa innegable que el lujo enfria el alma y la deja como murada para todo sentimiento elevado y generoso.

Semejante á la pasion del juego, la pasion del lujo absorbe por completo la existencia; como la hidra de la fábula, que siempre tenía siete cabezas, porque renacian cuantas se le cortaban, el lujo tiene siempre hambrientas sus siete fauces, y próximas á devorar, no sólo el dinero, sino el sosiego: una mujer dedicada por completo á los cuidados que el lujo proporciona, no piensa en nada serio, útil y elevado; el cuidado de sobresalir y de hacerse envidiar ocupa todas las horas de su vida; y si es verdad que le causa algunas satisfacciones, es tambien cierto que le proporciona muchos dolores.

Poco á poco, insensiblemente, el ánimo de esas pobres mujeres se va empequeñeciendo, y su alma se llena de tinieblas; cuando la juventud ha pasado, y con ella las ilusiones y la belleza; cuando se ven aisladas, solas y tristes, el tedio las consume, y no saben qué hacer de sus eternos dias, de sus solitarias noches.

Es, pues, preciso acostumbrar á las niñas á que amen la sencillez, y vestirlas de una manera esmerada y elegante, pero todo lo modesta posible; si la suerte les ha favorecido con los dones de la fortuna, podrán aumentar sus gastos cuando, en la plenitud de su razon, puedan calcular aquéllos y sus ingresos, con la saludable valla de las costumbres modestas; si esta misma fortuna sufre reveses, no padecerán las crueles privaciones de los goces de la vanidad, tan punzantes, y á la vez tan áridos.

III.

Para que las niñas tengan aficiones más elevadas que la pasion del lujo, debe procurarse que se acostumbren á la lectura y al trabajo; aunque la principal ocupacion de las niñas debe sér la costura y el cuidado de las cosas útiles, como la confeccion de la lencería de la casa, y la de sus propios vestidos, es tambien utilísimo bajo el punto de vista de su dicha y de su tranquilidad, el que tomen aficion y apego á las labores de adorno, como toda clase de bordados, flores artificiales, disecacion de flores y pájaros, y cuidado de macetas delicadas, jardineras, etc., etc.

Estos cuidados que ocupan la imaginacion mucho más que la costura, estas labores de capricho y agradables, absorben la atencion de las niñas y les hacen pasar horas deliciosas, porque disfrutan del goce de crear cosas bonitas, y hallan en estas obras un inocente orgullo, cuando las han terminado, y en tanto las llevan á cabo.

Sabido es lo mucho que entretienen las obras de tapicería, por la combinacion de los colores y primor de los detalles; y estas obras, muy caras, casi imposibles, para las niñas hijas de las familias modestas, son para las de opulenta fortuna un antídoto, un preservativo saludable. ¡Tan cierto es que las cosas varian de carácter, segun á quien se refieren!

Es tambien muy útil el procurar que las niñas cultiven las artes y hagan de ellas un estudio serio; ya porque en nuestra época todo es mudable y pueden servirles un dia de medios de vida, y ya porque las distraen agradable y constantemente, haciéndolas amables á todos.

La música y la pintura ocupan de tal suerte á las jóvenes que han nacido verdaderamente artistas, que en su arte cifran toda su dicha, y á veces el arte les hace las veces de los afectos perdidos, ó no hallados en este valle de tristezas.

IV.

No solamente en las telas es de mal gusto el lujo excesivo para las niñas; lo es tambien en las hechuras: los volantes, los encajes, los flecos caros, las pasamanerías, todo adorno costoso está proscrito para los niños en el extranjero, y, sobre todo, en Inglaterra, donde las señoras visten á sus hijas con la mayor sencillez, pero tambien con la mayor elegancia.

Por grande que sea la fortuna de una jóven, jamas, hasta que se case, debe llevar encajes, joyas, y telas fuertes de seda; esto envejece y afea hasta á las más bonitas, así como las telas ligeras y baratas, el tafetan, el foulard, la gasa, el tul y la muselina, hablan de frescura, de alegría y de juventud.

LA CASA.

I.

¡Dulce palabra, que consuela de todas las penas! ¡Oásis de la vida, retiro santo de la mujer, albergue grato del hombre! ¡Cuánto debemos estimarte todos los que sabemos lo que es amar y sentir!

¡Mi casa! El que tiene siquiera con el pan diario, debe contar como la primera, como la más suave y grata de todas las felicidades, el poder pronunciar estas palabras.

La casa debe ser el santuario de la mujer y el sitio donde debe hallarse mejor que en otro alguno; y sin embargo, vemos mujeres que pasan su vida de fiesta en fiesta y que apénas entran en su hogar más que para comer y dormir.

Yo las compadezco profundamente, y siempre que las veo recuerdo una triste historia que voy á referir á mis lectoras.

II.

Una jóven muy bonita y muy á la moda, casó hará unos tres años con un hombre á quien amaba; era él inteligente, pero ambicioso, y conocia perfectamente la gran frivolidad de su mujer.

Á los tres meses de haberse casado, la miraba como á uno de los hermosos cuadros que componen su soberbia galería de pinturas.

La esposa no disponia de los intereses de la casa, ni en la parte más pequeña; no salia casi nunca con su marido; cuando éste tenía spleen, ó algun disgusto, se encerraba en su cuarto; cuando estaba alegre se iba á comer con sus amigos; fuerza es decir que en cambio la dejaba salir siempre que queria, le daba la más ámplia libertad, y no bien manifestaba deseo de poseer un traje nuevo, un aderezo, un rico encaje, lo tenía en su guardaropa ó en su joyero.

--¡Qué mujer tan feliz, decian sus amigas; en tanto que fué soltera se divirtió cuanto quiso; hizo un soberbio casamiento, y ahora vive como una reina!

Así juzga el mundo casi siempre.

La jóven frívola y ligera, que sólo pensaba poco ántes en teatros, bailes y paseos; la gentil amazona, que recorria las alamedas de la fuente Castellana seguida de una nube de adoradores, habia empezado á reflexionar en el aislamiento y soledad de su casa.

Su cabeza estaba vacía; pero su corazon, bueno y amante, comprendió que no ocupaba el sitio que era suyo, ni en su hogar, ni en el cariño y consideracion de su marido.

No era su amiga ni su compañera; era una cosa bonita, á la que se cuidaba como á las porcelanas de sus consolas; era una figura mecánica, como el autómata jugador de ajedrez, que á gran precio habia comprado su marido en Alemania.

III.

Un dia, la pobre jóven fué á buscar á su marido, y al ir á hablarle prorumpió en lágrimas.

--¿Qué tienes? le preguntó aquél. ¿Deseas un traje nuevo? Tendrás dos. ¿Un nuevo carruaje? Lo estrenarás mañana.

--¡No, no deseo nada de eso! exclamó la pobre esposa; ¡lo que deseo es tu cariño!

--¿Qué motivos de queja tienes de mí?

--¡No soy tu amiga! ¡Voy sola á todas partes! ¡No me confias tus penas! ¡No tengo en tu casa, en fin, el sitio que corresponde á tu esposa!

--¡Bah! respondió el marido; guarda el sitio que tienes, pues no sabrias estar en otro.

--¡Pues qué! exclamó ella exasperada; ¿me niegas toda sensibilidad, toda inteligencia?

--Desde que te conocí te he visto bajo el aspecto más frívolo; no me casé contigo para que dividieses las penas y las fatigas de la vida, sino porque eras bonita y queria verte siempre.

--¡Ah! exclamó la jóven levantando su rostro pálido de dolor y de cólera; ¡yo soy una cosa bonita que compraste, pero tu amor y todo tu tiempo lo das á otra mujer! ¡sé tus indignos devaneos, y no he de callar más tiempo!

El silencio sucedió á estas palabras.

--No quiero negarte lo que ya sabes, repuso el marido despues de algunos instantes; pero consuélate, esa mujer es tan fea como bella eres tú, y ademas te lleva algunos años.

--¿Qué te cautiva entónces en ella?

--Su elevada inteligencia, su conversacion encantadora, su profunda sensibilidad; cosas son éstas que jamas he pensado hallar en tí; la intimidad del alma, la simpatía de las ideas con otro sér, constituyen una necesidad irresistible para el hombre, y el que halla vacío y frio su hogar, va á sentarse en otro, donde encuentra lo que en el suyo le falta.

Desde aquel dia la jóven esposa quiso probar á su marido que podia partir con él el peso de la existencia. Dedicóse á embellecer su casa, y retirada en ella, cambió del todo su método de vida; leia, se perfeccionaba en la música, se acostumbraba á pensar, y fué, en fin, un alma que halló el camino de la de su marido, del cual prevenia todos los deseos.

La maternidad vino á estrechar sus lazos, porque Dios, todo bondad y misericordia, deja siempre un rayo de consuelo áun en medio del mayor dolor.

Su marido ha llegado á entender que tiene en su casa algo más que un mueble como los otros; él tambien se ha aficionado á las tranquilas dulzuras del hogar, desde que, en vez de hallarlo solitario, lo encuentra guardado por su bella esposa; y él, que con tan ruda franqueza le habló, encuentra ahora un placer infinito en alumbrar con los rayos de su propio talento esa inteligencia, ofuscada por las nieblas de la materialista y frívola sociedad.

Ya es la amiga, la compañera y el único amor del hombre á quien unió su destino, que es la mayor y quizá la única felicidad positiva de la mujer que ha nacido con un corazon bueno y sensible.

IV.

¡La casa! ¡El hogar!

¿Dónde se descansa mejor, dónde se halla mayor satisfaccion y un bienestar más dulce?

Id á las fiestas más espléndidas del mundo, y será raro el que no volvais á vuestra casa con el cuerpo y el espíritu igualmente fatigados; pero en la dulce tranquilidad de vuestra casa, jamas estaréis solos: los muebles, los libros, el piano, el periódico que os trae las más lindas novedades de la moda, el pajarito que canta en su jaula, el ramo que os da su perfume, todos estos objetos os parecen, y con razon, otros tantos amigos que os sonrien y os aman: allí no hay decepciones, allí no hay envidia ni maledicencia; allí todo es paz, calma, armonía y reposo; allí, desde la sagrada imágen que escucha vuestros ruegos, hasta las macetas de vuestro balcon, todo os es querido, como queremos cuanto vive de nuestros cuidados.

La mujer que no se halla bien en su casa, será en vano que busque la dicha en el ruido y las fiestas; porque en el mundo y entre su más espléndido bullicio, el alma huérfana está tan aislada como en las más vastas soledades, como en los más espantosos desiertos.

LA TOLERANCIA.

I.

Debo hablar de una cosa que he omitido hasta aquí, para dedicarle un capítulo aparte, pues es de gran importancia en la vida de la mujer.

Esta es la tolerancia, que algunos confunden con la indulgencia, y que es, en efecto, muy semejante á esta plácida y encantadora virtud.

No es tan bella, sin embargo; pero es en cierto modo más útil y más necesaria.

La tolerancia tiene límites más estrechos que la indulgencia, y rara vez degenera, como ésta, en una perjudicial debilidad.

La falta de tolerancia absoluta puede traer graves disgustos, y áun grandes desastres; una mujer que se queja á su marido de la falta de respeto de otro hombre, le expone á un lance desagradable siempre; terrible muchas veces.

¡Cuántos sinsabores evita en situaciones semejantes un poco de tolerancia!

II.

En sociedad se puede dar á conocer de mil maneras corteses cuando alguna cosa nos desagrada, y esto sin que sea necesario para lograrlo el estar dotada una mujer de un talento sobresaliente, bastando tener buena educacion. Una palabra dicha sin acritud, pero con entereza, un silencio digno, y á veces una sonrisa fria, bastan para cortar las franquezas imprudentes, las palabras atrevidas, las críticas descorteses.

Sin embargo, áun en el caso de que el resentimiento sea justo, la mujer debe evitar todo lo posible el descomponerse con la cólera.

En todas las ocasiones de la vida--ha dicho Jules Janin en uno de sus más bellos artículos--la calma y la sangre fria es el medio mejor de dominar las dificultades, y esto debe entenderse lo mismo colectiva que individualmente, lo mismo tratándose de una que de muchas personas.

Hay muchas veces que es una prueba de talento y de dignidad el hacer como que no se ven los insultos que la mala voluntad y la envidia quieren hacernos, porque se da á conocer que nos hallamos demasiado altos para reparar en semejantes miserias, ó para darnos por enojados de ellas.

Si la malevolencia desea molestarnos ó hacernos sufrir, ¿qué mayor triunfo podemos concederle que el logro de sus deseos? ¿Ni qué mayor mortificacion que el ver que no nos llegan sus tiros envenenados, sus injustos ataques, y á veces hasta las calumnias de la envidia, que siempre es el orígen de todo insulto?

Á propósito de esto, y para que el ejemplo siga á los preceptos, referiré un caso que presencié no hace mucho tiempo.

Una señora de mucho mérito, por su juventud, su belleza y su elevada posicion social, frecuentaba una casa que no debiera haber frecuentado, por la razon de que no se la estimaba en ella segun se merecia.

Por una extraña obececacion de la persona que la ocupaba como dueña absoluta, ó tal vez por una envidia tan grande que no alcanzaba á ocultarse bajo el tupido velo de las conveniencias sociales, esta señora, léjos de profesar amistad á la que llamaba su amiga, la detestaba profundamente, y no era, por cierto, de extrañar, si se examinan los motivos que para ello tenía.

La señora de Z. era más jóven, más bonita y más rica que su envidiosa amiga.

--¿Por qué iba, pues, á casa de ésta? se me preguntará.

El motivo era bien sencillo: amigas desde la infancia, aquella jóven, hermosa y llena de mil bellas cualidades, amaba á la señora de T...., que tenía muy malos instintos: pero como para que haya malos ha de haber buenos, ésta era, sin duda, la causa de que no se rompiesen los lazos de aquella amistad tan tierna y sincera por una parte, tan falsa y mentida por la otra.

--¿Cómo haré yo para echar de casa á esta insoportable mujer? preguntaba un dia la señora de T. á uno de sus más asiduos visitantes.

--¡Insoportable! repuso éste muy admirado; ¿llama usted insoportable á esa mujer angelical?

--Justamente; la llamo insoportable, porque para mí lo es.

--Pero ¿por qué causa? ¿En qué ha podido ofender á usted? ¡Ella es tan buena, tan dulce, tan amable!...

--¡Por favor, caballero, basta de elogios! exclamó la dama muy apurada: ya sé todo lo que es; pero áun sé mejor que no la quiero en mi casa, y para que no vuelva, estoy discurriendo un medio que no me es dado encontrar.

--Pues hay uno muy fácil, respondió él.

--¿Uno muy fácil? ¿Cuál es?

--Dentro de tres dias es su santo de usted.

--Es cierto.

--¿Y no suele V. tener algunos amigos de ambos sexos á comer?

--Sí; pero ¿qué conexion tiene?...

--¿No convida V. por esquelas?

--Sí.

--¡Pues bien! no envie V. esquela de convite á la señora de Z.

--¡Oh! ¡pero eso es una grosería espantosa! exclamó con repugnancia la señora de T....; hace más de veinte años que ese dia come en mi casa.

--Pero ¿no dice V. que desea librarse de su amistad?

--¡Sí!

--Entónces, ¿á qué tener consideraciones con una persona á la cual se aborrece? Para romper para siempre unas relaciones es lo mejor ese golpe; ¡no hay cuidado de que se puedan volver á reanudar!

--Lo pensaré, dijo la señora de T....; pero confieso que me cuesta trabajo.

Su consejero no se tomó la pena de responderle, y salió de allí maldiciendo á la envidia y á los envidiosos.

III.

Sin vacilar un instante, encaminó sus pasos á casa de la mujer á quien habia tratado, con sus consejos, de excluir del convite; porque hay personas en la sociedad que se nutren de chismes y miserias, como otras se nutren de obras buenas y elevadas.

Halló á la bella señora de Z. sola en su gabinete y leyendo; sentóse, y despues de algunas lisonjas vulgares, entró de lleno en la cuestion.

--He tenido un mal rato, dijo con aire triste.

--¿Un mal rato? preguntó la jóven; ¿por qué, amigo mio?

--Porque he oido hablar de V. con mucha injusticia.

--¿De mí?

--De V., sí, señora.

El buen amigo se calló, esperando esta pregunta tan natural:

--¿Y quién habla mal de mí?

Pero se engañó: su interlocutora se encogió de hombros y cambió de conversacion.

--¡Cómo! exclamó él; ¿no le importa á V. que la critiquen, que la murmuren?

--No por cierto, amigo mio, porque lo hacen sin razon.

--¿Y eso qué importa, si lo hacen?

--Dejarlos; las calumnias caen siempre por su base.

--¡Pero V. tiene enemigos!

--No lo creo: no puedo creerlo.

--¿Ni porque se lo diga yo?

--Creo más bien que V. se engaña.

--¡Pero si estoy seguro de ello! exclamó el oficioso exasperado; ¡usted verá cómo le hacen un desaire que no se espera!

--¡Un desaire! ¡A mí!

--¿Quiere V. que le diga cuál?

--No, amigo mio, respondió la señora de Z.; jamas me ha gustado sentir males anticipados; ellos vienen sin que se puedan evitar: así, pues, esperaré esa ofensa, que su extremado celo me anuncia, con calma, sin impaciencia ninguna porque llegue.

Y aquí la jóven cambió de conversacion con una perfecta suavidad en la apariencia, pero en realidad con una voluntad tan firme que su visitante no pudo, por más esfuerzos que hizo, volverla á traer al terreno que deseaba.

La ofensa, sin embargo, no se hizo esperar.

Ajena la señora de Z. á lo que pasaba en el corazon de su amiga y á los pérfidos consejos que le daban los envidiosos, preparó un traje conveniente para el dia del santo de aquélla y esperó, no sólo la invitacion general, sino tambien la visita particular y amistosa de la señora de T....; pero fué en vano; no recibió ni invitacion ni visita.

Este golpe la hirió profundamente, tanto por lo que tocaba á su corazon, cuanto por lo que tocaba á su amor propio; lloró mucho aquel dia: pero á las nueve de la noche se vistió con su buen gusto acostumbrado, y se dirigió á casa de su amiga, á cuya tertulia iba todas las noches.

IV.

Todos los que la vieron entrar tranquila, serena, risueña, se quedaron admirados, porque todos sabian la ofensa que habia recibido, y casi todos se alegraban de ella.

Pero la que enrojeció de confusion, fué su amiga: habia pensado que el resentimiento alejaria para siempre de su lado á la que habia ofendido, y que no tendria que soportar el tormento y la vergüenza de verla despues de su ofensa: porque habeis de saber, lectoras mias, que para una persona que áun conserva sentimientos de delicadeza y dignidad, no hay tormento comparable al de tener que soportar la presencia de una persona á quien voluntariamente ha ofendido.

La señora de Z. se fué derecha al sillon que ocupaba su amiga, le tomó cariñosamente la mano y le preguntó qué tal habia pasado el dia: aquélla balbuceó algunas palabras desacordes, y luégo empezó á excusarse con mucha confusion de no haberla convidado á comer.

--Y eso ¿qué tiene de particular, querida mia? respondió jovialmente y bastante alto para ser oida la jóven; cada uno es dueño de tener á su mesa las personas que sean más de su gusto; yo tampoco hubiera podido venir, porque tenía hoy muchas ocupaciones.

Á la primera ocasion que se presentó, no faltó quien se fuera á sentar al lado de la señora de Z. y se lamentase traidoramente de la ingratitud de su amiga para con ella; pero aunque sufria cruelmente, tuvo bastante fortaleza en el alma para disculpar cariñosamente á su amiga y conservar la sonrisa en los labios.

Sin embargo no era aquella mujer capaz de imponer su amistad á la fuerza, porque tenía el convencimiento de lo que valia: dos dias despues pretextó, para no asistir á la tertulia, una ligera indisposicion; luégo fué otra noche al teatro, despues dijo que dedicaba una noche á la semana á arreglar ciertos papeles, sola en su casa, y que otra la destinaba para ir á la ópera: por fin, dejó de ir del todo y rompió el último hilo de aquel lazo que ella habia ayudado á anudar con tanto amor, y que habia querido ahogarla, en recompensa de sus sacrificios.

Todos conocieron y apreciaron la dignidad y el valor de aquella mujer, y la envidia comprendió que no se la podia herir impunemente; su ingrata amiga lamentó eternamente la pérdida de su amistad, como una desgracia irremediable, conociendo que la herida que habia abierto no tenía cura.

Si hubiera ido á casa de su amiga, á llenarla de dicterios; si le hubiera escrito una carta insolente, ó bien si hubiera desaparecido de aquella casa sin volver más, hubiera dejado al insulto y á la envidia triunfantes.

Su venganza fué digna y generosa, y elevó mucho más el pedestal de la consideracion que se la profesaba.

V.

La dureza es bastante comun con los criados, y yo creo que es comprender muy poco sus intereses el regañar de contínuo á las personas que están á nuestro servicio.

Una señora que reconviene á voces á sus criadas, se iguala con ellas, porque es sabido que esa clase de gentes sin educacion hablan siempre en el diapason más alto que pueden: ademas, los criados, cuando se ven ultrajados, ó lo están á su parecer, no escuchan en silencio las reconvenciones, altercan olvidando todo respeto y toda consideracion, y muchas veces se despiden por venganza y por el gusto de dejar al cuidado de la señora todos los pormenores del servicio doméstico.

Un poco de tolerancia en todas las cosas de la vida, un poco de paciencia y de abnegacion, ó á lo ménos de cortesía, nos evita muchas incomodidades, y áun á veces muy graves disgustos: la amistad sobre todo, es un cambio recíproco de sacrificios de amor propio, y de deferencias cariñosas.

Donde no hay tolerancia, es imposible que haya amistad, y casi pudiera decirse lo mismo del amor: cada uno ha de disimular los defectos del otro, para que á su vez le disimulen los suyos propios.

Muchas veces se ven reunidas en una misma persona grandes virtudes y grandes defectos; en estos casos, es lo más regular y positivo que las virtudes estén ocultas y los defectos en relieve; pero entónces es preciso buscar el grano de oro á traves de la tosca tierra, y decir como el filósofo:

«El oro, aunque sea entre escombros, siempre es oro.»

Si se carece absolutamente de tolerancia, es preciso al ménos aparentar que se tiene.

Nada ganaríamos con decir á nuestra mejor amiga:

--¡Qué habladora es V.! ó bien:--¡Cuánto me fastidian sus largas visitas! ¡Qué mal se peina! ¡Qué mal gusto tiene para vestir!

Estas imprudentes franquezas, esta expresion de la intolerancia, ofende siempre, hiere el amor propio del que es objeto de ella, y á veces convierte una amistad antigua y sincera en un ódio mortal y eterno.

ORGULLO, VANIDAD Y DIGNIDAD.

I.
La soberbia, el orgullo y la vanidad
son tres manifestaciones distintas
de un mismo vicio, que pretende
encubrirse con el nombre de una
virtud, la dignidad humana.
L. V.

Existe entre estos tres sentimientos una diferencia muy notable. El orgullo bien entendido y sentido--porque es un sentimiento más ó ménos vehemente--con moderacion, es siempre laudable y conveniente. En este caso los nombres orgullo, dignidad, son sinónimos.

El orgullo es muchas veces el defensor de la virtud de la mujer, áun cuando ésta se halle combatida por una de esas pasiones terribles y exclusivas, que se ven algunas veces en la vida; y de más de una pudiera asegurarse que, encontrándose aislada en medio del mundo, sin padres, esposo, familia ni autoridad alguna que pudiese contenerla y pedirle cuenta de sus acciones, ha encontrado la salvacion de su honor en el sentimiento fuerte y noble de su orgullo.

Nadie ha presentado el orgullo bajo formas más poéticas y bellas, y al mismo tiempo más verdaderas, que Eugenio Sué, en la lindísima novela que lleva por título La Duquesa, y que está basada en el primero de los pecados capitales. La hermosa y casta Herminia, aquella jóven de diez y ocho años, por cuya alma purísima no han resbalado nunca más que nobles y virtuosos pensamientos, es la personificacion de la dignidad de la mujer, ó por mejor decir, de su bien entendido orgullo; porque este orgullo le hace sobrellevar la miseria y las privaciones con paciencia, y hasta con alegría. Este orgullo hace frente á todas las asechanzas de un hombre pervertido, que desea seducirla. Este orgullo le hace respetar el secreto de su madre, consintiendo en aparentar que ignora á quién debe la vida. Y este orgullo, en fin, le hace guardar su lugar tan admirablemente, que la altanera Duquesa de Sennéterre, una de las damas de la más antigua nobleza francesa, tiene que ir á su casa á pedirle que consienta en casarse con su hijo, el heredero de todos sus títulos y blasones.

Al que haya leido esta lindísima novela nada puedo decirle ya en elogio del orgullo. En ella, como dije ántes, está poetizado y embellecido de un modo tan sublime y con tal fundamento, que necesariamente debe convencerle de que es útil y hasta necesario. Casi pudiera decirse que el orgullo es el padre de la gentil y graciosa coquetería; porque una mujer orgullosa es aseada, ya que no puede ser elegante, y el aseo es el lujo y la coquetería de los pobres.

Una mujer digna lleva, con una elegancia sin igual, un vestido blanco, cuyo coste no pase de ochenta reales, y muy económico ademas, porque cada vez que se lava queda nuevo y fresco, y quizás desluce con él á otras que ostentan trajes de muy subido precio.

Una mujer digna y orgullosa, en la buena acepcion de esta palabra, recibe, sin cortarse, en su modesta vivienda la visita más encumbrada. No descubre en su frente esa culpable vergüenza de no ser rica, que atormenta á tantas otras; hace con perfecto desembarazo los honores de su casa, porque su orgullo, tan exigente, por lo ménos, como la más delicada conciencia, le grita sin cesar al oido:

«Tú eres noble, estimable y rica, porque eres buena.»

Ademas, la mujer que posee aquel sentimiento, escucha con altivo y generoso desden todo aquello que puede ofenderla, por más que á sus solas pague un justo tributo al dolor que las injusticias del mundo le ocasionan.

II.

El orgullo es tambien necesario en la vida doméstica. Aunque el destino, la condicion y el deber de la mujer le aconsejan que sea amante y apacible, aunque la resignacion es una de las virtudes que más la realzan, hay casos en que á todas estas consideraciones debe sobreponerse un noble y bien entendido orgullo.

No me entretendré yo, por cierto, en señalar cuáles deben ser estos casos. En ellos el único juez es la conciencia; pero sí aseguraré que la mujer buena y religiosa debe seguir los impulsos de su orgullo, cuando éste se levanta en su corazon herido, segura de que las decisiones dictadas por él serán siempre justas y razonables.

El orgullo impide á la mujer el ser perjudicialmente coqueta, el exagerar y el aventurar la más leve mentira. El orgullo imprime á sus modales un carácter digno y distinguido, sin que por esto dejen de ser dulces. El orgullo, la hace solícita para sus hijos, amante de su marido, y buena y entendida ama de su casa.

La mujer orgullosa cuida mucho de que nadie tenga nada que reprocharle. Sus acciones son siempre buenas y leales, porque moriria de pena si tuviese que inclinar la frente delante de alguno. Quizás no comete faltas, por no tener cómplices que pudieran un dia echárselas en cara. No veréis nunca que una mujer orgullosa se case con una persona deforme; primero muere soltera evitando el peligro de ser infiel á su marido, porque sólo se casa con un sér á quien pueda amar.

Dedúcese de todo lo dicho que una mujer puede ser buena con solo tener orgullo. El temor de las reconvenciones de otro, le hace cumplir con todos sus deberes; y aunque sepa que por prudencia, y por otras consideraciones, han de callar acerca de sus acciones, su conciencia, en extremo intolerante y siempre alerta, no le permite el más leve desliz. Siempre y en todas las ocasiones de su vida es mártir de su deber: ni causa á sus padres el más pequeño disgusto, ni da á sus hijos nunca un mal ejemplo.

III.

El orgullo, sin embargo, puede degenerar en un sentimiento culpable y hasta odioso, si no va acompañado de mucha dulzura de carácter.

El orgullo inspira tambien un desmedido deseo de brillar. Pero entónces merece el nombre de orgullo mal entendido; es decir, destituido de dignidad y de generosa altivez.

Muchas personas confunden el orgullo con la vanidad. Nada hay, sin embargo, más opuesto. El orgullo, como ya he dicho, es conveniente y hasta preciso, cuando va acompañado de buenos sentimientos y de buen carácter. Es culpable y odioso si invade el alma completamente, engrosado por las lisonjas del mundo, y ahoga en ella todos los sentimientos dulces y tiernos.

Pero la vanidad es demasiado raquítica para ser mala, y sobrado menguada para ser buena. Es ménos que buena y que mala, es ridícula.

La vanidad no se replega como el orgullo digno, ni obra con energía como el orgullo ambicioso. Su afan está reducido á brillar, ó, mejor dicho, á llamar la atencion en todas partes: las mujeres vanas eligen lo más vistoso con preferencia á lo más bonito, y se contentan con los triunfos más mezquinos, como es el despertar la envidia de las demas mujeres.

No hay cosa que más hiera que el ridículo. El mundo compadece quizá á un ser culpable, pero se encarniza con el que está marcado por aquél. Así, pues, creedme, lectoras mias, huid de él y precaveos de sus tiros. Para conseguirlo, no existe otro medio que arrojar léjos á la vanidad cuando se acerque á vosotras. No cometais jamas el craso y lamentable error de confundir la vanidad con el orgullo digno y altivo, que es una de las más bellas dotes de la mujer, y la defensa más eficaz de su virtud, cuando está secundada por la sublime y hermosa religion.

Y para preservaros de la vanidad, huid siempre de deseos y caprichos dispendiosos. Cuando anheleis una cosa, un traje, una joya superior á vuestros haberes, desechad ese deseo como culpable é hijo de la vanidad, y como preludio de otros desordenados. La vanidad no cesa jamas en sus perversas sugestiones, y cada dia os hará desear cosas nuevas y más árduas. La vanidad enajena el cariño de los padres, del esposo y de los hijos, los cuales, por su parte, no pueden amar mucho al sér que les priva de su decencia y bienestar por satisfacer sus caprichos é inagotables exigencias. La vanidad os robará la consideracion y el aprecio de la sociedad, que todo lo escudriña; y la envidia, que tanto dominio tiene en el mundo, buscará todos vuestros defectos, y áun os los prestará imaginarios, para vengarse de vuestra vanidad.

IV.

La vanidad no tiene nada de comun con la dignidad; aquélla es un grave defecto, ésta es una virtud bella y noble. La dignidad es puramente defensiva; la ignorancia, no obstante, la confunde con la vanidad, que es agresiva y que ademas se ejerce en una vía completamente opuesta.

Las almas vulgares, los espíritus poco cultivados no conocen la dignidad, y, por consiguiente, no la reconocen en los otros; llaman orgullosas á las personas reservadas, y al expresar esta opinion errónea, les parece que expresan su desaprobacion; incapaces de comprender ese sentimiento de delicadeza moral, que impide á los que lo poseen el exponer al público sus pensamientos, sus recuerdos y sus esperanzas, guardan una especie de rencor á las personas demasiado orgullosas, para dar su alma por pasto á su vulgar curiosidad. ¡Y felices podemos llamarnos si su despecho se detiene en los límites de la desaprobacion! Muchas veces va más allá, y si un espíritu limitado se alía á una alma vil para juzgar la dignidad, ésta se verá acusada de multiplicar los velos para ocultar las faltas, y su reserva se considerará como la manifestacion de un disimulo prudente y necesario.

¿Pero qué importa el juicio erróneo de los que no saben comprender el mérito de la amable y serena virtud que se llama dignidad? tanto peor para ellos; porque la dignidad es un gran bien que nos da la estimacion ajena, y es una adorable compañera para la mujer.

TIPOS FEMENINOS.

LA MADRE.
ARTÍCULO PRIMERO.
Si deseais hallar en la tierra algo
que dé idea de la perfeccion divina,
buscadlo en la madre.
Ferriz Villeda.
I.

Empiezo estos modestos estudios de los tipos femeninos por el que me parece el más grande, el más sublime de todos, por el que creo que es la base de la familia, así como la familia es la base de la sociedad.

La madre es á mis ojos la figura más grande, más noble y más hermosa de la creacion; ella es la que anima, la que sostiene, la que consuela, la que sobre todo ama y perdona, que es la sublime mision de la mujer.

Puede el hombre atravesar por los huracanes de la vida; puede sufrir el choque de las pasiones y ser amargado por los desengaños; puede combatir cuerpo á cuerpo con los mayores peligros; puede ser extraviado por sus malas pasiones, y pervertido con el contacto del mundo; pero jamas se borrarán de su alma las primeras ideas, cuyo gérmen ha depositado en ella la mano piadosa de su buena madre.

De los pobres seres que no la tienen han salido siempre los grandes criminales, y esos monstruos de maldad, horror de la naturaleza.

Y decimos de los hijos sin madre en absoluto, porque puede estarse sin madre así moral como materialmente, pues hay mujeres que no merecen este nombre sagrado, aunque hayan dado á luz numerosos hijos.

Pero los ejemplos de madres desnaturalizadas son raros, y en cambio la historia nos los ofrece repetidísimos de heroismo materno.

II.

La primera figura que se ofrece á nuestras miradas al empezar á distinguir los objetos es la de nuestra madre; que se apoya en nuestra cuna y espía nuestra primera sonrisa.

Crecemos, y nuestra inteligencia se va desenvolviendo, mirándola velar nuestro sueño, escuchando el dulce cantar con que le arrulla, sintiendo en nuestra frente el dulce calor de sus besos.

¡Feliz la que ha conocido jóven áun y hermosa á su madre!

¡La imágen que guarda de ella en su corazon reune la perfeccion física á la moral, y cualesquiera que sean las pruebas por que pase, halla su refugio en aquel recuerdo incomparable!

¿Pero cuándo puede una madre dejar de ser bella?

¡Jamas!

Ora la veamos con los cabellos blancos, ya estén vestidos con el matiz de oro ó de ébano de la juventud, la madre está siempre rodeada de una aureola de belleza y de poesía.

La amistad, el amor mismo nos engañan muchas veces; el amor paternal es tambien capaz de flaqueza y de olvido; sólo el amor de la madre es infinito, como la clemencia celeste.

Una madre es la figura más noble y más poética que la humanidad nos presenta.

María, Madre de Dios, es la personificacion del amor tierno y sublime, que llega hasta la heroicidad.

La Vírgen de Judá no es más que madre desde el instante en que el ángel le anuncia que ha concebido; su pensamiento, su corazon, su alma entera está unida á su adorado Hijo: en él piensa á todas horas, y desde el dia que le da á luz, se consagra única y exclusivamente al cuidado de su infancia; síguele en su vida errante y trabajosa, oye su divina palabra confundida entre las gentes del pueblo, y llora y siente, conmovida hondamente por el raudal de sabiduría que brota de los labios de aquel hombre, el más grande que ha nacido del seno de una mujer.

El suyo se enorgullece de haber abrigado á Jesus; su corazon palpita acelerado, sus mejillas se ponen encendidas, sus ojos están húmedos y brillantes; la Vírgen divina deja el lugar á la Madre, que siente con su Hijo, que se arrebata al oirle, de amor y de entusiasmo.

Síguele más tarde en todo el curso de su dolorosa pasion, y le acompaña durante su prolongado martirio. ¿Qué dolores son comparables á los que sufre aquella madre, la más amorosa y tierna de cuantas han existido? ¿Qué tormentos pueden igualarse á los suyos?

¡La muerte es mil veces más dulce que aquella agonía prolongada, amarga, lenta, fria, por decirlo así, pues no tenía ni podia hallar consuelo en lo humano!

Vedla despues, sentada al pié de la cruz, sin lágrimas, y contraidas sus facciones por aquel mortal dolor, que despedaza su corazon. ¿Cómo aquella bella y delicada naturaleza supo soportar tan acerbo martirio? Sólo porque su mismo Hijo la impuso la vida, haciéndola la Madre de todos los hombres en la persona del discípulo amado.

--¡Hé aquí á tu Madre! dijo al apóstol.

--¡Hé aquí á tu Hijo! añadió dirigiéndose á María.

De esta suerte dió á la humanidad entera el santo escudo del amor maternal.

III.

¡Cuán sublime es la mision de la madre!

Ella es la que lleva el peso de todos los cuidados de la casa; ella la que medita, la que se desvela para que cada uno de sus hijos halle el bienestar, segun su carácter y sus aspiraciones.

Aunque se halle dotada del organismo más exquisito y más poético, toma para sí las mil pequeñeces materiales que fatigan su espíritu, y que la hacen vegetar en las heladas regiones del positivismo; y como descanso de sus contínuas fatigas se refugia en la religion, para orar, ántes que por ella, por sus hijos, que son la parte más querida de sí misma.

No es al padre á quien se confian los sueños dolorosos, que á veces nos asombran, las ilusiones de un amor naciente, y las aspiraciones de gloria, que al dar los primeros pasos en la senda de la juventud, se agitan en nuestro cerebro; ¡es á la madre! porque la madre, áun más que aconsejar, adivina, consuela, comparte nuestras esperanzas y llora nuestras decepciones.

Si por acaso la inteligencia de la madre no está al nivel de la de su hijo, siempre hay en ella bastante abnegacion para comprenderlo así, y siempre halla recursos en su imaginacion para analizar y dirigir el pensamiento de su hijo.

Y si la madre posee elevado talento, ¡cuánto más grande es su sacrificio!

Á la vez que madre es mujer, es decir, un sér sujeto á sueños é ilusiones; un sér apasionado, sobre el cual ejercen una poderosa influencia los objetos exteriores, y que por lo mismo experimenta muchas veces una vaga tristeza, y cede con frecuencia á un profundo desaliento, que disimula heroicamente para animar y consolar á sus hijos.

¡Cuántas veces la madre tiene que combatir con su esposo, empeñado en contrariar la vocacion de su hijo acerca de la carrera que ha de seguir, ó la inclinacion amorosa de una hija!

¡Cómo suplica entónces!

¡Cómo emplea la doble elocuencia de su corazon y de su talento!

¡Qué inagotable es el manantial de su llanto!

¡Qué irresistibles argumentos halla!

¡Feliz aquel que ha hallado una madre inteligente y tierna apoyada en su cuna!

¡Feliz quien se apoya en este amor, el más santo, el más sublime de todos!

LA MADRE.

ARTÍCULO SEGUNDO.
I.

La historia de Roma nos presenta en medio de sus escándalos, el más sublime ejemplo de amor maternal que puede encontrarse.

Agripina la Grande, la esposa de Germánico, fué desterrada despues de su viudez, con sus hijos, á la isla Pandataria (hoy de Santa María) por su tio, el cruel emperador Tiberio.

Demasiado sabía la desgraciada princesa que no era á sus hijos á quien más ódio profesaba el Emperador; era á ella á quien aborrecia; á ella, nieta del divino Augusto, esposa del Gran Germánico, y adorada del pueblo romano y de las legiones que por sí misma habia conducido tantas veces á la victoria, acompañando á su esposo para alentar al ejército.

Y no era su destierro, ni su desgracia, ni su pobreza lo que deploraba, sino la suerte de sus hijos, condenados por ella á todos los dolores, á todas las humillaciones, y privados de su rango y de sus bienes; por eso desde el instante en que salió de Roma, en la oscuridadde una tempestuosa noche, sólo supo emplear su pensamiento en combinar los medios de salvar á sus hijos de aquella inmensa desgracia.

Tristemente sentada en una pobre barquilla atravesaba el Tíber, envuelta en su manto y rodeada de sus hijos, abrigando á unos contra su seno, cubriendo á otros con su velo, y sosteniendo en sus hombros las bellas cabezas de sus hijas Julia y Drusila, niñas aún, pero que ya prometian todas las gracias de una bella adolescencia.

--¿Qué haré? se preguntaba la infeliz princesa, con esa voz del alma que no sube á los labios, pero que es tan desolada, tan triste y tan profunda; ¿que haré para salvar á mis hijos?

Y la misma voz le respondia:

--¡Morir!

Repitiéndose sin cesar la terrible pregunta y la aterradora respuesta llegaron al destierro, y entónces se apoderó más que nunca de Agripina el deseo de morir, para recomendar á sus hijos á la clemencia del Emperador.

Pronto pudo ponerlo por obra: empezó diciendo á sus hijos que queria comer sola, y arrojaba al rio, que corria bajo su ventana, el alimento que sus esclavas le servian.

Bien hubiera querido precipitarse ella en aquel mismo rio, mas pensaba en la dolorosa sorpresa de sus hijos cuando se hallára su cadáver arrojado á la orilla por las turbias ondas, y desistió de la idea de buscar una muerte pronta; la del veneno, la del puñal, tenian las mismas dificultades, y optó por la más dolorosa para ella, ansiando, ante todo, no herir con una funesta sorpresa, á los seres que amaba con tanto delirio.

Optó, pues, por la muerte de hambre, la más lenta, la más dolorosa de las muertes; pero la única tambien que podia engañar á sus hijos.

¿Puede encontrarse un ejemplo más heroico de abnegacion maternal?

Algunos dias pasaron: la madre recibia siempre á sus hijos á media luz, y con la sonrisa en los labios.

Un dia se la hallaron muerta en su lecho: á su lado habia un pergamino que contenia estas palabras, escritas con mano trémula.

--¡Hijos mios, no existiendo yo volveréis á Roma y al lado del Emperador... adios, y perdonadme si os dejo!

El médico, llamado para que examinase el cadáver, declaró que Agripina se habia dejado morir de hambre; y sobre los restos de aquella madre heroica hizo Calígula, el mayor de sus hijos, el juramento de aquella venganza que se cumplió, y que asombró á toda la tierra.

Aquel rasgo de amor maternal ha vivido como un ejemplo sublime á traves de los siglos; y, sin embargo, yo creo que en nuestros dias hay muchas madres capaces de hacer lo mismo que la ilustre matrona romana.

II.

Hay en la madre tal abnegacion, tanta ternura, tan natural inclinacion al sacrificio, que nada le cuesta exponer y áun dar la vida por sus hijos.

En mi concepto, el sacrificio moral de la madre es más meritorio y más sublime que el material que hizo Agripina; la influencia de aquélla en la familia es hoy de la más alta importancia, y crecerá aún, cuando se eduque á la mujer con más esmero y cuidado del que se ha empleado hasta el dia.

Una madre puede hacer de su hijo lo que quiera; y este axioma, que puede afirmarse como una verdad, le vemos comprobado en dos hombres eminentes, contemporáneo el uno, y el otro nacido en época no remota.

Alfonso de Lamartine debe á su madre, si no su talento, el rápido desarrollo del mismo, y el carácter noble y elevado que este mismo talento tomó: aquella madre bella, poética, entusiasta, tierna y melancólica, modeló á su imágen el alma de su hijo, ó más bien el alma del poeta, era en las manos de su madre un instrumento sonoro del que sacaba celestiales melodías.

Ya en la ancianidad, el poeta se acuerda todavía con ternura de aquella madre, que, vástago de una de las más ilustres familias de Francia, se encerró con su esposo, sus hijos y su libro de oraciones en una pobre casa, antigua y desmantelada, donde todo su recreo consistia en mirar el cielo á traves de los viejos árboles y enseñar á su Alfonso á pensar y á sentir.

Bien se conoce en los escritos del poeta que el talento de una mujer hizo brotar y dirigió sus primeras impresiones: de ahí proceden esa melancolía que resalta en ellos, esa dulzura en los giros, esa belleza en las imágenes, esa inquebrantable fe religiosa, esa exquisita elegancia, esa poesía inagotable, que se advierten en todas las obras de Lamartine: sus detractores dicen que su pluma es un tanto femenina, y tienen razon: ése es el más alto elogio que se puede hacer de su madre.

Cuando el poeta, hombre ya, deja para ir en busca de la fortuna el dulce abrigo del ala maternal, aquel cariño tierno é inteligente le sigue por todas partes, excusa sus errores, le socorre secretamente en sus locos gastos; y cuando llega la hora del amor para Alfonso de Lamartine, la dulce madre comparte con el corazon de su hijo, no sólo todas las penas, sino todas las punzantes emociones de una pasion, acaso culpable, pero verdadera y profunda.

III.

En todos los escritos de Lamartine reside el alma grande, bella, piadosa, tierna y apasionada de su madre; si todos los hombres tuviesen una madre como aquella, habria tambien más nombres gloriosos en el mundo, y las malas pasiones no tendrian tanto imperio.

Como se ve, no quiero hablar aquí del amor ciego é ininteligente de la madre que sólo alcanza á desear una absoluta dominacion sobre sus hijos, y que más que abrirles el camino de la vida y de la inteligencia, se los obstruye todos. Hablo del amor á la vez inteligente y apasionado, como del bello ideal del cariño materno; pero áun aquél es á mis ojos respetable, pues si en sus manifestaciones es errado, en el fondo es grande y lleno de abnegacion.

En el artículo siguiente hablaré de la triste influencia que su madre ha tenido en el destino de otro hombre ilustre, y á la vez muy desventurado.

LA MADRE.

ARTÍCULO TERCERO.
I.

Triste es el ejemplo que vamos á ofrecer á nuestros lectores, y, sin embargo, le elegimos entre muchos, como el más elocuente y como el más propio para manifestar hasta dónde llega la influencia de la madre sobre su hijo.

Ya hemos visto la saludable que ejerció Mad. de Lamartine en el suyo; hablemos de la funesta, de la tristísima, que Lady Byron tuvo en el carácter y en el destino del ilustre poeta que le debe la vida.

La orgullosa y severa Inglaterra se envanece, y con justísima razon, de contar entre sus hijos al poeta cuyo nombre ha llenado con su gloria al mundo entero; pero si esa nacion, moral por excelencia y amante de la familia, separa sus ojos de madre de la entidad poeta de Lord Byron, y los fija en la entidad hombre del mismo, es seguro que los cerrará avergonzada.

Lady Byron estaba dotada de una hermosura encantadora y de un talento tan grande, que no podia comprenderse sin asombro, ó más bien que podian comprender muy pocas personas, pues sólo la inteligencia grande es la que sabe medir y apreciar la grande inteligencia.

Lady Byron no fué dichosa en su matrimonio; á pesar de sus sobresalientes dotes de talento y de hermosura, ó quizá á causa de estas mismas dotes, mal apreciadas de su marido, detestó el lazo eterno que á él le unia, y el nacimiento de su único hijo Jorge la causó más disgusto que placer.

La muerte desató su cadena conyugal, y, viuda ya, amó ó creyó amar muchas veces, engañándose siempre y mirando caer á sus piés los ídolos que su propia imaginacion habia levantado y vestido con doradas galas.

En la perpétua tempestad de su vida, poco ó nada pensaba en su hijo, que desde su más tierna edad escandalizaba, con los arrebatos de su carácter, á los sesudos profesores y á los inocentes educandos de los colegios de nobles de Harrow y de Cambridge; si Lady Byron hubiese modelado desde entónces el carácter de su hijo con el blando cincel del amor materno, seguramente no se hubiesen desencadenado más tarde las furiosas pasiones, que sumergieron la gigantesca naturaleza de Jorge en el abismo de todos los excesos.

Aquella madre fatal reunia una razon débil á una imaginacion ardiente y soñadora y á un corazon árido y frio; su salvaje orgullo le hacía negar todo cuanto no comprendia; sus creencias religiosas, débiles siempre, desaparecieron por completo cuando más falta le hacian; cuando la edad del amor habia pasado; cuando su cabeza, rehusando abrigarse bajo la santa bandera de la fe cristiana, debia quedar expuesta á todas las tempestades de la vida.

II.

Jorge Byron fué á la casa maternal, expulsado del colegio por su desarreglada conducta, hija sobre todo del abandono en que su madre le dejaba; y en vez de hallar en aquella madre una amiga tierna y previsora, halló una mujer dura, fria, indiferente para él, y que en su helado y extraño escepticismo, se reia de las cosas más santas, y se burlaba de todo.

No se lanza á traves de las selvas el caballo que ha roto el freno con más ardor y bravura en la carrera, que el jóven Lord se lanzó en todos los excesos de la vida libertina; juzgó á todas las mujeres en su madre, y á todas las despreció, siendo para él juguetes que le divertian más ó ménos tiempo; sus poemas Childe Harold, El Corsario, Chiam, La Desposada de Abidos, Lara y Don Juan, elevaron su fama al más alto grado de la gloria; pero ¡qué vida la del poeta! viajando sin cesar para olvidar el vacío que ni la gloria podia llenar, cansado de honores y de riquezas, consumido de hastío, Jorge Byron era el hombre más desgraciado de la tierra.

Fatigado de su deplorable existencia, quiso ver si hallaba la calma en el puerto del matrimonio, y obtuvo la mano de Mis Milblanc, jóven encantadora, que le dió pronto una hija; pero los lazos de la familia se le hicieron insoportables al poco tiempo, y huyó á Ginebra, trasladándose despues á Florencia.

Para que no existiese una desdicha que Jorge no apurase, le llegó la hora de amar verdadera y profundamente, cuando ya estaba unido á otra mujer; la Condesa de G.... fué la que le inspiró el único amor de su vida, y la Condesa estaba casada como él.

No es de este lugar el referir los escándalos que estos amores produjeron: la Condesa, cansada del carácter de Byron, agobiada con la esterilidad de aquel corazon que sólo por ella latia, pero que en todo lo demas era de piedra, tuvo, por fin, el noble valor de desprenderse de tan funestos lazos, y Lord Byron, desesperado, recorrió la Grecia y se ocupó en conspirar, hasta que á los treinta y siete años murió de una fiebre inflamatoria, asistido y cuidado solamente por un fiel criado suyo.

III.

Tal fué, considerada á grandes rasgos, la vida de este gran poeta, de quien una madre tierna y piadosa podia haber hecho un buen ciudadano, un buen esposo, un buen padre, y sobre todo, un hombre feliz, y que fué el más desgraciado de los vivientes y uno de los hombres más bajamente viciosos.

Aquel que estudie el carácter y los escritos de Lord Byron hallará entre unos y otros las más extrañas contradicciones; escéptico en su vida, se lamenta amargamente de no haber nacido católico; aristócrata por la cuna y el carácter, hace alarde de despreciar las preocupaciones de su clase; abomina la disipacion en sus obras, y su vida no es otra cosa que una disipacion continuada; considera el matrimonio como una calamidad insoportable, huye de él, y escribe que el matrimonio es el estado más feliz de la vida.

¡Pobre y enferma cabeza! ¡Pobre corazon extraviado y solitario en los desiertos de la vida! ¡Pobre y gigantesco pensamiento, aspirando siempre á un más allá que no encontraba! ¡Si una madre tierna, piadosa é inteligente te hubiera prestado el calor amoroso de su seno; si te hubiera mostrado el cielo con la palabra y con el ejemplo de una virtud suave y sencilla; si te hubiera abierto en su corazon un refugio á todas las decepciones, á todos los dolores de la vida, hubieras sido feliz, aunque no hubiera sido de otro modo que agradeciendo á Dios tu propia grandeza!

IV.

El mundo, casi siempre justo, se ha encargado del castigo de Lady Byron; en vez de rodear su memoria de la aureola de gloria eterna que de justicia se debia á la madre de tan gran hombre, sólo la representa cubierta con los negros velos del sombrío escepticismo y del helado orgullo.

Deploremos todas las mujeres que aquella mujer ilustre, que aquella madre, no se haya elevado sobre su pedestal de palmas y de flores; deploremos que no adorne su frente la augusta corona del amor materno; ciñéronla, es verdad, la de la hermosura y la del talento; pero ¿qué valen éstas, si no sostiene los suaves y perfumados velos del amor maternal y de la fe cristiana?

¡Nada! Todo perece en la tierra para aquella que, habiendo dado á luz hijos, no puede esperar que se grabe en su losa funeraria:

¡Aquí reposa una buena madre!

LA MADRE.

ARTÍCULO CUARTO.
I.

--¡Dadme hijos, Dios mio, ó haced que muera!

Este era el grito que Raquel elevaba al cielo cada dia: éste era el grito de las mujeres de la nacion predestinada, donde todas aspiraban á ser la madre del Mesías.

Este es el grito que hoy tambien se escapa del seno de muchas mujeres, que se inclinan sobre una cuna, áun vacía.

Desde que la mujer siente un hijo en su seno, sólo anhela la venida de este hijo; su corazon se llena de la ternura más fuerte, más pura, más desinteresada; de la ternura que da siempre, y que no recibe casi nunca: de una ternura que no agotan ni las fatigas, ni los sacrificios, ni áun la ingratitud, que es algunas veces su recompensa; de una ternura que no se asusta de las pruebas más duras y que, cuando tiene su orígen en la sagrada fuente de la religion cristiana, nutre, como dice San Agustin, almas para el cielo.

Séfora, madre de los Macabeos, supo exhortar á sus hijos á resistir al tirano Antíoco, y á desafiar el horror de los tormentos, porque aquella valerosa madre amaba á sus hijos tanto y tan bien, que anhelaba conquistarles, áun á costa del martirio que su corazon sufria al verles martirizar, la felicidad eterna.

«Esta madre era--dice la Escritura--admirable y digna de vivir en la memoria de todos.»

Antíoco quiso conquistar por el prestigio de las riquezas y de los honores al más jóven de los hijos, al Benjamin de esta heroica Raquel: mas ella, inclinándose hácia el niño, le exhortó con penetrante energía, y le rogó que fuese digno de sus hermanos y de sí mismo.

«El Rey, inflamado en cólera, fué más cruel con este niño que con sus demas hermanos, y aquél murió confiado en el Señor: la madre sufrió la muerte despues de todos sus hijos»[2].

II.

Virgilio ha celebrado con su poesía encantadora á la madre de Euryalo, la única entre las mujeres troyanas que tuvo valor para seguir el destino de su hijo. Euryalo sucumbe en el combate, y su cabeza, colocada en la punta de una lanza, es paseada ante las tiendas.

La madre, atraida por los gritos de los vencedores, sale del campo de Eneas, á favor del cual combatia su hijo, y vuela al del enemigo, donde aquél ha sucumbido; ve la cabeza de Euryalo; los cabellos de la madre se erizan sobre su frente; su rostro se cubre de mortal palidez; su corazon se ha partido de dolor... tiembla un instante... extiende los brazos, y cae con el rostro contra la tierra, para no levantarse jamas.

Santa Mónica, la dulce y amable madre de San Agustin, mostró su amor hácia su hijo, llorando desconsoladamente los excesos de aquél, y ofreciéndose al cielo en holocausto de sus errores.

San Agustin lo dice en estas admirables palabras, dignas de su colosal talento: «Mi madre ha sufrido mucho más para engendrarme á la verdad y á la virtud, que para darme al mundo.»

Estas palabras encierran una elocuente leccion para todas las madres, porque la maternidad moral es el complemento de la maternidad material, y no pueden las mujeres ser dignas del sagrado nombre de madres, sino educando á sus hijos y haciéndolos amar la virtud.

Santa Mónica comprendia así su admirable mision: educó á su hijo con más tierno cuidado; le dió los profesores más distinguidos de su tiempo para que cultivasen su talento, y ella se reservó el cuidado de formar su corazon; siguióle á Cartago, á Roma, á Milan, hablándole siempre en lenguaje dulce y penetrante y mostrándole á la vez el ejemplo de todas las virtudes.

Pero todo era inútil: el hijo rebelde, extraviado más bien por su imaginacion ardiente que por su corazon, no escuchaba nada, y saltaba de abismo en abismo; un dia el peligro en que se arrojó era tan grande, que el corazon maternal estalló en sollozos profundos y desgarradores.

Dios escuchó aquel grito supremo y ablandó el corazon del hijo, que se volvió por entero hácia su madre.

Mónica lloró veinte años; pero obtuvo, no sólo la conversion, sino la santidad de su hijo; murió dichosa y tranquila, y aquel hijo, que fué obispo, lumbrera de la Iglesia y doctor de sabiduría consumada, no podia, ni áun en los dias de su ancianidad, hablar de su madre, sin que una gota de llanto subiese de su corazon á sus ojos.

La historia de San Agustin, de «ese hijo de tantas lágrimas», es el triunfo del amor maternal y de la confianza en Dios.

III.

San Juan Crisóstomo, ese genio admirable, debió á su madre la cultura de su espíritu y la de su corazon; era hijo de una viuda y quiso separarse de su madre para irse á vivir entre los solitarios de Egipto; pero su madre le detuvo por el tierno discurso que la incomparable pluma del santo ha legado á las edades futuras.

«No me hagas viuda segunda vez, le dijo la amorosa madre; no despiertes, hijo mio, un dolor que está sólo dormido; espera que yo muera; ¿no sabes que jamas he querido formar nuevos lazos, ni abrir á un nuevo esposo la casa de tu padre? Era muy jóven cuando le perdí, pero Dios ha velado sobre mí, yo me dediqué por completo á mi hijo y mi corazon estaba lleno de valor; ¡verte sin cesar, mirar en tus facciones un reflejo de las de tu padre, era mi placer de todos los instantes! Antes de que tu lengua pudiera articular el nombre de madre, tu vista sola me daba la vida; no me dejes ahora: cuando hayas acostado mi cadáver en el sitio donde reposan los huesos de tu padre, emprende largos viajes, cruza los mares, pues que serás dueño de tus acciones; pero en tanto que yo respire, hijo mio, sufre la compañía de tu madre y teme el enojo de Dios, sumergiéndome en un dolor que no he merecido.»

Aun hablaba la amable y dulce madre, y Juan, con las dos manos entre las de aquélla, le prometia no afligir su vejez, vencido hasta en su deseo de santidad, por aquel lenguaje tan elocuente y tan tierno.

Aquella santa y noble mujer era admirada hasta por los mismos paganos, y el filósofo Libanius, al verla en su juventud tan bella, tan casta, tan llena de abnegacion, exclamaba:

--¡Qué mujeres hay entre estos cristianos!

San Basilio y San Gregorio Nacianceno debieron tambien á sus madres la perfeccion de sus virtudes; se puede asegurar que no hay en el cristianismo una grande alma, ni un hermoso genio, que no haya tenido una buena y santa madre.

Blanca, la hermosa y adorable Blanca de Castilla, formó el alma de su hijo San Luis.

La Iglesia y la Francia deben su ilustre hijo San Bernardo á su madre Aletha: esta mujer distinguida inspiró á su hijo el gusto de las letras, y cuando Bernardo quiso llamar al camino de la virtud á su hermana Humbelina, le bastó evocar el recuerdo de su madre para que la jóven cayese de rodillas á sus piés.

LA MADRE.

ARTÍCULO QUINTO.
I.

De la hermosa, amable é interesante madame de Sevigné es de quien vamos á tratar en este artículo, como de uno de los modelos de amor maternal que conocemos.

Infeliz en su enlace, no obstante que estuvo de acuerdo con su corazon, quedó viuda muy jóven, y en vano fué que se viese rodeada de los más brillantes partidos; quedáronle dos hijos, y se dedicó sola y exclusivamente á ser madre.

La Marquesa de Sevigné amaba mucho á sus dos hijos, pero el varon no alcanzó las infinitas pruebas de ternura que dió á su hija Margarita Francisca, que luégo fué la condesa Grignan.

Á la ternura maternal que la Marquesa profesaba á su hija se debe esa obra maestra de naturalidad y de gracia, esas Cartas, que áun nos interesan tan vivamente: se admira en ellas el espíritu ingenioso de su autora y su imaginacion fresca y llena de brillantez; pero se admira aún más su corazon maternal, en el que habitan como en morada propia, una ternura y una afeccion inagotables: hay en esas cartas expresiones mil veces repetidas, pero que parecen siempre interesantes y siempre nuevas: su elocuencia tierna y sublime es tan natural, tan delicada, tan persuasiva, tan amorosa, que admira profunda y tiernamente: se ve en las cartas de esa madre á su hija, pintada la verdadera manera de amar, que se olvida de sí misma y se ocupa sólo de la dicha del objeto amado.

La Marquesa, sin embargo, no era pagada por su hija con un amor igual al que le daba. Margarita era dura, altanera, fria de corazon, y frecuentemente necesitaba del perdon maternal: la hija era una mujer irreprensible, y la madre, que tenía todas las amables debilidades de su sexo, se veia juzgada duramente, y algunas veces reprendida con severidad por la misma hija á quien adoraba.

Hemos dicho que Margarita, condesa de Grignan, tenía necesidad muchas veces del perdon de su madre, y en ninguna ocasion resplandecen mejor la delicadeza y el profundo amor de la Marquesa á su hija, que cuando tiene que perdonarla.

«Tú me amas, hija mia, le escribia, y me lo dices de un modo que trae á mis ojos abundantes lágrimas: te complaces pensando en mí, y en hablar de mí, y dices que nunca eres tan dichosa como cuando me expresas tus sentimientos; cuando estos sentimientos llegan á mí, son recibidos de un modo que sólo puede ser comprendido por los que saben amar como yo te amo; tú eres para mí el mundo entero, y sólo á tí conozco.»

Este sentimiento tan vivo no hizo la dicha de madame de Sevigné: vivió separada de su hija desde el casamiento de ésta, y no pensó en que cuanto más elevamos un ídolo, más le separamos de nosotros: en todos los amores de la tierra la ceguedad, la idolatría, sólo llevan á la desgracia.

En tanto que no salió del lado de su madre, la jóven Margarita fué el objeto de los más tiernos cuidados de aquélla: la presentó en la córte, y la adornaba del modo más á propósito para hacer resaltar su belleza, que era perfecta; jóven áun la madre, bella y más agradable que la hija, pues su hermosura era de un carácter infinitamente más dulce que la de Margarita, apénas pensaba en sí misma, reservando todos sus cuidados y desvelos para la hija que amaba más que á sí propia.

Luis XIV, prendado de la admirable hermosura de Margarita, cuando ésta fué presentada en la córte, la distinguió mucho y hubo noche que bailó con ella cuatro veces seguidas. Margarita no era insensible á los homenajes de aquel Monarca, hermoso jóven y al que se miraba como á un semidios: á los diez y seis años no hay bastante fortaleza para reflexionar, y el alma de aquella niña, bien que oculta tras de un espeso velo de dureza y de egoismo, era ardiente y ambiciosa.

Madame de Sevigné tuvo mucho que sufrir para combatir las seducciones del Rey.

No se atrevia á dejar de ir á las recepciones de la córte con su hija, pues conocia el carácter del Monarca, y temia que la misma privacion de ver á Margarita le empujase á cometer violencias para llegar hasta ella.

Dióse, pues, prisa á casarla con el conde de Grignan, hombre de edad madura, sin que llegase á la vejez, padre de dos hijos, pero que amaba á Margarita con todo el entusiasmo del último amor.

Margarita fué dichosa en aquel enlace, pero no así su madre; habia deseado ésta ante todo que su hija no se separase de ella, y así se lo prometió el conde de Grignan; pero en breve, órdenes superiores del Gobierno, y que él no esperaba, le hicieron salir de París, al cual no volvió en muchos años.

De aquella separacion nacieron las cartas de madame de Sevigné, cartas admirables y de las que ya nos hemos ocupado.

La amorosa madre no pudo resistir largo tiempo sin ir á ver á su hija, y pasó á su lado algunos meses; pero sus ocupaciones y su fortuna la llamaban de nuevo á París, y los dolores de la ausencia empezaron para ella con mayor y más profunda intensidad; para que su correspondencia fuese interesante y no fatigase la atencion de Margarita, madame de Sevigné se informaba de todas las anécdotas de la córte, de todo lo que sucedia, y lo referia en sus cartas á su hija, con una gracia y una viveza encantadoras y teniéndola al corriente de todas las novedades.

El amor de madame de Sevigné llegó para su hija hasta la idolatría: y nosotros creemos que son preferibles las madres cristianas como Santa Mónica y como Blanca de Castilla, á las que, como madame de Sevigné, convierten en una pasion desordenada y ciega el amor maternal, pues este amor, cuando no es débil, es grande, poderoso, admirable: podria reformar el mundo si tuviera la conciencia de su mision, si comprendiera que no se trata solamente de amar al hijo, sino que es preciso educarle y salvarle de los peligros que le rodean.

Es fácil y cómodo amar el cuerpo de un hijo, embellecerle y adularle; pero ¡cuánto más hermoso y más grande es pensar en su alma!

El grande honor, cuando una mujer es madre, no es el sacrificio por su hijo, porque el sacrificio es dulce para la que lo cumple; es el sacrificar en caso de necesidad la vida misma del hijo, y estimar en más que esta vida tan cara, la verdad, el honor y la virtud; es querer más verle muerto que ver marchitas en su alma esas santas y delicadas flores.

Reconvenian no hace mucho á una madre delante de nosotros, porque en vez de reprimir la excesiva sensibilidad de su hijo le excitaba con lecturas tiernas y llevándole á socorrer á los pobres y á los enfermos, y le acusaban de que le hacía desgraciado.

--Amigo mio, respondió aquella madre: prefiero el que mi hijo sea bueno á que sea feliz.

LA MADRE.

ARTÍCULO SEXTO.
I.

Por los ejemplos que hemos presentado á nuestras amables lectoras creemos haber demostrado suficientemente hasta qué punto es grande y hermosa en la humanidad la figura de la madre, hasta qué punto puede llegar su influencia en el destino de sus hijos, y cuán inmensa es la importancia que se la debe conceder.

«Si quereis mejorar la sociedad, educad á las mujeres», decia Mad. Campan á Napoleon I; y al darle aquel consejo, debia indudablemente pensar en las madres, porque nadie como una madre puede hacer marchar á su familia por la senda del bien y de la virtud.

Para que una mujer sea buena madre, debe ser ante todo buena cristiana, y ademas mujer instruida; porque su principal mision es inculcar á sus hijos los sentimientos religiosos, que les han de servir de puerto de paz en todas las borrascas de la vida.

«Nada hay que pueda reemplazar la educacion de una buena Madre», dice Maistre: «cuando la Madre se impone el deber de imprimir el sello de la virtud sobre la frente de su hijo, es casi seguro que la mano del vicio no lo borra jamas.»

«El jóven sigue su primera direccion, dice el libro de Los Proverbios, y no la deja ni áun en su ancianidad.»

Madame de Genlis nos ha pintado, en una de sus encantadoras novelitas, un ejemplo casi heroico del amor maternal.

Una jovencita, hija de una viuda hermosa y rica, estaba dotada de tan rebelde é indomable carácter, que parecia haber nacido solamente para ser el tormento de la que le habia dado el sér: no hubo pena que la pobre madre no sufriese de su hija, y Eglantina, que este era su nombre, en vez de agradecer á su madre el que se hubiera dedicado á ella por completo, renunciando al amor y al matrimonio, parecia complacerse en llenar su vida de disgustos y sinsabores.

Una terrible enfermedad acometió de repente á la jóven: el cielo le envió una viruela maligna, que le atacó á la vista de tal modo, que los médicos la declararon en inminente riesgo de perderla.

--Sólo hay un medio, dijo el más anciano; pero lo veo imposible de lograr.

--¡Hable V., doctor,! exclamó la afligida madre: diga ese medio, y le aseguro que lo encontrar.

--¡Imposible, señora!

--¿Qué hay de imposible para una madre cuando se trata de salvar á su hija? ¡Le digo á V. que lo hallaré!

--Pues bien, es preciso buscar una mujer bastante pobre para que por una cantidad que ella misma fije, extraiga con los labios, y de la manera más lenta y más suave posible, el humor maligno que ha cargado á los ojos de la señorita su hija de V.

--¡Gran Dios! exclamó la madre; ¿y dónde hallar á esa mujer?

--Creo que en ninguna parte, señora, y tanto ménos se hallará, cuanto que es un deber de conciencia el advertirle que peligra su vida, si traga alguna partícula de ese humor.

Aquella misma tarde, al volver los doctores, se hallaron á la madre de Eglantina vestida con un humilde traje de algodon y con una gorra de muselina.

--Ya se ha encontrado la persona que necesitábamos para salvar á mi hija, dijo.

--¿Ha sido posible?

--Sí, señores.

--¿Y dónde está?

--Yo soy.

--¡Usted! exclamaron los dos médicos.

--Yo misma; sírvanse, pues, darme sus instrucciones para ir al instante á aliviar á mi hija.

--Olvida V., señora, que expone la vida, exclamaron los doctores.

--No lo olvido, y por lo mismo que se expone la vida, es á mí, y sólo á mí, á quien corresponde tomar ese cargo. ¡Cómo! ¿me han creido VV. capaz, señores, de ir á buscar quien por dinero llenase un oficio repugnante, y que yo desempeñaré con verdadera felicidad? ¡Salvar á mi hija! ¿Qué más gloria podia yo esperar que me estuviera destinada, ni cómo cederia á nadie esta ventura? Si por un instante he podido pensar que otra lo haria, bien pronto me he dicho que sólo yo debia y podia llenar esta sagrada obligacion.

Y la generosa madre condujo á los médicos á la alcoba de su hija.

Eglantina tenía los ojos cerrados y cargados de viruela; su madre se inclinó sobre ella, y la informó dulcemente del único remedio que habia para salvarla la vida.

--¡De esta suerte, murmuró la jóven con tristeza, estoy ciega para siempre! porque ¿quién habrá que se quiera encargar de salvarme, practicando tan repugnante trabajo?

--Ya se ha encontrado quién lo hará, hija mia.

--¿Y quién es?

--Una pobre madre que quiere ganar la suma que yo la he prometido, y ahora mismo va á empezar la cura: te dejo sola con ella, y vuelvo pronto.

La madre hizo como que se iba, y volvió, arrodillándose en seguida al lado de la cama de su hija, y dando principio á la operacion.

¿Quién podrá pintar la sorpresa de Eglantina, al ver que era su madre la que habia salvado su vista, y acaso su vida?

Un cambio completo se verificó en su corazon, y dedicó toda su existencia á pagar á aquella madre generosa la deuda de gratitud, que con ella habia contraido.

No hay sacrificio, ni moral ni material, que no pueda y sepa hacer una madre, y los rasgos más heroicos de que puede envanecerse nuestro sexo, por las madres han sido llevados á cabo.

Venerad, pues, y amad con ternura á vuestras madres, mis queridas lectoras, y pensad que el amor maternal es el más santo y grande de los amores; el más generoso, el más fuerte, el que perdona siempre y siempre olvida, el que nos recibe al nacer, nos acompaña al morir, y vela por nosotros, áun despues que nuestras madres van á residir al cielo.

LA HIJA.

ARTÍCULO PRIMERO.
¿Qué es una hija?
¡Cuando su educacion y sus propias
inclinaciones la hacen buena,
es la alegría de la casa, el ángel
consolador de sus padres, la aurora
del cielo doméstico, el rayo
de sol que todo lo ilumina, lo dora
y embellece!
De un libro inédito.
I.

Con verdadero placer voy á tratar de describir este tipo, el más bello, el más poético, el más risueño, el más inocente. En la madre todo me parece grande, casi augusto, hasta sus mismos errores: en la hija todo lo veo dulce, suave, tierno y simpático.

Madre es, á mi entender, sinónimo de sacrificio, de abnegacion, de virtud y de nobleza.

Hija es emblema de tierno afecto, de alegría, de encanto y de gracias.

Verdad es que para la que esto escribe la infancia y la juventud tienen tal atraccion y tanta poesía, que los niños le parecen siempre adorables, y las jóvenes le son siempre queridas.

Lo duro de la condicion varonil choca acaso con su delicado y susceptible orgullo de mujer; pero las mujeres y los niños han obtenido siempre su más tierno afecto; las primeras, porque comprende las desdichas de su condicion; los segundos, por su inocencia y su debilidad.

Muchas veces en el interior de una familia dividida por discordias he admirado el poder y el prestigio de la hija de la casa; ella era la que mediaba entre su padre y un hermano inaplicado ó rebelde; ella la que consolaba á su madre, afligida por las diferencias entre el hijo y el esposo; ella la que hablaba y reia cuando guardaban todos un sombrío silencio; ella la que animaba, la que hacía olvidar, á lo ménos, por el momento. La hija era el rayo de blanca luna que corria el negro nublado del cielo doméstico.

Uno de los hermanos le pedia su intercesion para que le dejasen ir al teatro; otro la ponia de mediadora para que su madre le diese una corta cantidad de dinero; una hermanita pequeña le suplicaba le alcanzase la concesion de un sombrero de moda nueva, y hasta el que estaba en mantillas queria ir á sus brazos para que lo llevase á ver la luz del quinqué, hácia la que tendia sus manecitas con esa aficion á todo lo que brilla, que ya se demuestra desde la cuna.

La hermana lograba todo para todos, y luégo cada uno le pagaba su dulce intercesion con muchas caricias y besos.

II.

La casa sin hija es como huerto sin sol. Cuando en una familia se ha pasado ya del descontento á una guerra sorda y cruel; cuando han surgido entre el padre y la madre diferencias imposibles de vencer; cuando, en fin, arde en la casa la tea de la discordia, sólo la rosada é inocente boca de una hija la puede apagar.

Los hijos, por mucho talento que tengan, no lo conseguirán jamas, porque es preciso el delicado instinto, el fino tacto y toda la gracia y poesía de la jóven, para apagar la sangre humeante que brota de las llagas del corazon y del amor propio, cuando se creen ultrajados.

¡Feliz el matrimonio donde hay una hija, una hija dulce, sensible, afectuosa; una hija que piense, y sobre todo que sienta! ¡Jamas llegarán á envenenarse las querellas! ¡Jamas dividirá á los consortes el abismo!

Si la madre es la firme base y la fuerte columna en que descansa la familia, la hija es el ángel custodio que la cubre con sus alas.

Coronemos á la madre de mirto y de laurel, y á la hija de rosas y azucenas.

III.

Pocos dias hace que una amiga mia, que acaba de casarse, me enseñaba una carta de sus padres.

--Mira, me decia, en tanto que gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas; mira lo que me escriben.

La carta empezaba así, y era la madre la que hablaba por los dos:

«Desde que has salido de casa, hija mia, todo se halla mudo y vacío para nosotros; en medio de los cuidados materiales que agobian á tu padre, en medio de los dolores de mi siempre débil salud, tu sola vista nos daba la felicidad.

»Cuando mirábamos tu cabecita rubia nos creiamos en la primavera de la vida, porque los rayos de juventud que la alumbraban reanimaban nuestros corazones.

»Cuando veiamos tus dulces y límpidos ojos, la dicha nos sonreia en ellos, y pensábamos que nunca habiamos de perderte.

»¿Qué se ha hecho tu grata y armoniosa risa que alegraba la casa? ¿Dónde está el melodioso canto que se escapaba de tus labios en tanto que te ocupabas de tus cuotidianos quehaceres, y que era para nosotros como un eco de bendicion y de alegría?

»Aquí, hija mia, nada vive desde que tú nos dejaste, y la existencia sin tí nos parece tan vacía, que no merece la pena de conservarse.

»Aun está tu cuarto embalsamado con el perfume que usabas siempre y que dejabas detras de tí, como un dulce y eterno recuerdo tuyo; las flores últimas que pusiste en las copas de tu mesa de tocador han muerto allí, como la alegría en nuestros corazones; el espejo ya no refleja tu querida imágen; tu blanco lecho parece que te espera todavía; el crucifijo ante el cual orabas, sigue guardando tu alcoba virginal, y todo aquel aposento se halla envuelto en una sombría tristeza, como si lamentase tu ausencia.

»Y cuando alguno de nosotros llora, ya no hay quien le consuele, sino que todos los demas sufren con él.

Los sollozos de mi amiga, que, con el rostro entre las manos, se entregaba al dolor que le causaba la lectura de aquella tierna y elocuente carta, me obligaron á detenerme. Entónces, separando con dulzura sus manos, le dije:

--¿Por qué esa afliccion? Cálmate y espera del cielo una hija que sea para tí lo que tú has sido para tus padres; esa es la ley de la naturaleza, y ¡feliz la que sólo puede esperar de ella recompensa!

Dejaré para mi artículo siguiente la demostracion con ejemplos de lo que una hija puede y debe ser en la familia; la historia me prestará algunos, y en nuestros mismos dias el amor filial ofrece acabados y tiernísimos modelos de abnegacion.

LA HIJA.

ARTÍCULO SEGUNDO.
I.

Jamas se borrará de nuestra memoria el grandioso ejemplo del amor filial que la ilustre pluma de la Condesa de Genlis nos refiere, afirmando ántes que es verdadero.

Para aquellas de nuestras lectoras que no le conozcan, vamos á referirlo, no sin advertirles que, por sublime que sea, nos parece muy natural y dentro completamente de las leyes del deber.

El Marqués de Valmore, viudo y padre de un niño de siete años, iba á contraer un segundo enlace con una encantadora niña de diez y seis.

Clara, que éste era su nombre, era un modelo de todas las gracias propias de su edad, pero pobre; su padre era un emigrado español llamado Montalban, y ambos habitaban en la aldea que se extendia al pié del opulento castillo de Valmore.

El Marqués, jóven de treinta años, vió á Clara y la amó; era imposible defenderse del encanto de aquella niña, cuya plácida fisonomía retrataba la sensibilidad y el talento, unidos á la inocencia y á la más perfecta hermosura.

Á pesar de todas las representaciones de la madre y de la hermana del Marqués, éste declaró que su resolucion de casarse con Clara era irrevocable, y todo se preparó para la boda.

La fortuna propia del Marqués no era muy considerable; su gran riqueza provenia de la colosal que le habia traido su primera esposa: esta fortuna la habia heredado de su madre el niño Eduardo, el que si moria, debia, á su vez, dejarla á su padre.

Clara amaba al niño, de quien iba á ser segunda madre, con una ternura sin límites; es verdad que el niño la merecia y se la pagaba con usura: sólo al lado de Clara se hallaba contento; todo lo bello que poseia era para Clara, y á Clara llamaba cada mañana al despertarse.

El Marqués se pasaba largo rato algunas veces contemplando el grupo encantador que formaban su prometida y su hijo, jugando como dos hermanos sobre el césped del parque.

II.

Era la víspera del casamiento: Clara habia madrugado, y venía de su casita de la aldea trayendo en la mano una canastilla llena de frutos y flores; reinaba estío, y la naturaleza ofrecia sus más ricos dones: en un lecho de rosas y de claveles venian colocados los delicados frutos que más apetecia Eduardo, y que pocas veces le permitian probar á causa de su débil salud.

Clara se parecia al ángel de la juventud y de la inocencia: llevaba un largo traje blanco, y sus cabellos caian en largas trenzas por su espalda, sin adorno ni sujecion alguna.

Sus ojos azules, grandes y límpidos, reflejaban la serenidad de aquel dia, y en su frente se veian reir todas las bellas ilusiones que traen en sus alas la juventud y la esperanza.

El aya de Eduardo salió á recibirla.

--¿Ya levantada, señorita? la preguntó; aquí duermen aún todos, ménos Eduardo y yo.

--Tanto mejor, exclamó Clara alegremente; mirad, mi querida señora: esta canastilla es para dar á Eduardo una sorpresa; voy á ponerla sobre la mesa que se halla en el templete de jazmines del jardin; ya sabeis que está cubierta con un gran tapete; yo me esconderé debajo; llamaréis al niño, verá la canastilla, y yo disfrutaré de su alegría, sin que sepa dónde estoy.

Y esto diciendo, la hermosa niña echó á correr al jardin seguida del aya, que sonreia al pensar en el inocente complot.

Clara puso el lindo cestillo en la gran mesa que ocupaba el centro del templete; alzó el pesado tapiz que la cubria y llegaba hasta el suelo, y ocultó debajo su graciosa y poética figura.

El aya fué á llamar á Eduardo, que jugaba con su lebrel al fin del jardin.

Algunos instantes despues se oyó al niño que llegaba corriendo y gritando alegremente: Clara le vió penetrar en el templete, y su inocente corazon latió presuroso; pero de súbito el gorjeo infantil de Eduardo se apagó en un largo gemido... Clara vió el tapete de la mesa alzarse por un lado... vió asomarse por el hueco la enérgica cabeza de su padre, trastornada por una terrible expresion de gozo y de espanto á la vez, y vió caer sobre su blanco traje un cuchillo ensangrentado.

La desgraciada niña no pudo ni lanzar un suspiro, y quedó desmayada.

Cuando volvió en sí se halló frente al cadáver de Eduardo, cuyo pecho infantil estaba abierto por una profunda herida; al lado de su hijo se hallaba el Marqués de pié, sombrío, lívido y con los brazos cruzados sobre el pecho: los representantes de la ley estaban allí tambien.

Detras de ellos se hallaba Montalban, que miraba á su hija con una ansiedad profunda.

--Se os acusa de la muerte de este niño, señorita, dijo á la jóven el procurador del Rey.

--¡Á mí!... gritó Clara lanzándose sobre el cadáver; ¡á mí! ¿Quién me acusa?

--Su propio padre: vos sabiais que muriendo este niño, el Sr. Marqués, que iba á ser mañana vuestro esposo, sería inmensamente rico, y sin duda la ambicion os ha extraviado.

Clara sabía aquello por la primera vez, y apénas oyó lo que la decian se dejó caer de rodillas ante el lecho donde estaba el cadáver, y puso sus labios sobre la mano ya helada, de la inocente víctima.

--¡Levantaos! Miraos manchada con la sangre de mi hijo, ¡y defendeos si podeis! exclamó sordamente el Marqués.

Clara tembló, é iba á gritar:--«¡Soy inocente!»--pero la angustiosa mirada de su padre le cerró la boca: una palidez terrible cubrió su gracioso rostro, y dijo, alzando al cielo los ojos como para ofrecerle su sacrificio:

--¡Yo he dado muerte á ese niño!

El español, al asesinar á la inocente criatura, queria conquistar para su hija una opulencia de que él mismo necesitaba; pero jamas pensó que su crímen recayese sobre Clara: cuando arrojó el puñal bajo la mesa del jardin, no la vió allí; pensaba, y con razon, que se culparia á algun ladron que queria asaltar la casa, y que se habia visto molestado por la presencia del niño en el jardin.

III.

Algunos dias despues Clara subia al cadalso, tranquila y firme en el heroico propósito de salvar á su padre de la horrible suerte que ella iba á sufrir sin merecerla; pero el hombre que tanto la habia adorado, no pudo resolverse á dejarla morir, y un oficial del Rey llegó, agitando una órden en su mano, y gritando estas elocuentes palabras:

--¡Perdon! ¡S. M. indulta á la culpable!

Tres años más tarde una religiosa hospitalaria recorria una sala del hospital de sangre de la Rochela, terminado ya su glorioso sitio; era Clara: al llegar á uno de los lechos ocupados aquel dia, dejó escapar un grito: en él yacia herido el Marqués de Valmore.

--¡Clara! exclamó él reconociéndola tambien: ¡Mi Clara, mi santa y adorable Clara! te encuentro al fin... Montalban ha sido preso y condenado á muerte por robo y asesinato en París... ¡Ántes de morir ha confesado que él era el asesino de mi hijo, y que no era tu padre... no! ¡Tú eres la hija del noble y desgraciado Conde de Rosemberg, que te confió á sus cuidados, y luégo murió en el destierro! ¡Yo te he buscado por todas partes, y no hallándote, he querido morir en la guerra! ¡Ahora ya puede Dios llamarme á sí!

El Marqués curó, gracias á los cuidados de Clara, y ésta se llamó algunos meses despues la Marquesa de Valmore.

--¿Por qué te empeñastes en morir? la preguntaba tiernamente su esposo el dia mismo de su union.

--Mi padre me habia dado la vida, y yo debia salvar la suya, contestó sencillamente Clara: ademas ¿qué me importaba vivir siendo criminal á tus ojos?

Este admirable rasgo de amor filial ha servido de argumento á una de las mejores óperas de un ilustre maestro; y la pura figura de Clara de Rosemberg vivirá tanto como los siglos, pues sólo la virtud es inmortal.

Cuando vuestros deberes filiales os parezcan penosos, acordaos, mis jóvenes lectoras, de la que todo lo sacrificó á estos deberes: su amor, su dicha y hasta su vida; cumplidlos con exactitud y ternura, y estad ciertas de que Dios vela siempre por los buenos hijos, y les recompensa con creces todos sus sacrificios.

Imposible parece que existan malas hijas; pero la que merece ese triste dictado en él mismo lleva su castigo, pues nadie querrá para amiga, ni profesará estimacion, á la que no sabe llenar el primero y el más santo de los deberes.

LA HIJA.

ARTÍCULO TERCERO.
I.

No tan eclatante, como dicen los franceses; no tan brillante, como nosotros decimos, como el ejemplo que acabo de ofrecer, llega otro á mi memoria, que me ha referido una antigua y respetable amiga; pero si el sacrificio de Clara de Rosemberg en aras del amor filial aparece rodeado de la aureola del heroísmo, por las circunstancias que le produjeron, pues el crímen es siempre ruidoso, el que voy á dar á conocer no es ménos grande por ser más silencioso é ignorado, como lo es siempre la suave y modesta virtud.

En Francia, y en una pequeña ciudad de provincia, en una callejuela oscura y solitaria, habitaba un piso bajo, escasamente alumbrado por dos estrechas ventanas, un anciano matrimonio; la esposa era ciega, el marido se hallaba paralítico.

Toda su compañía era una hija, la mayor de dos que habian tenido. Marta, la más pequeña, habia sido una bella flor nacida con la aurora, y que fué á dejar su inocente aroma en los jardines del cielo. Dolores era el nombre de la que quedaba en la tierra.

Ésta no habia sido jamas hermosa; pero habia en toda su persona la gracia exquisita de la castidad y del decoro, esa gracia inimitable, ese encanto supremo de la inocencia y del candor: sus grandes ojos, que ostentaban el sombrío azul de la pizarra, eran elocuentes por la dulzura y tristeza que expresaban: sus cabellos negros guarnecian su frente en espesas y hermosas trenzas; su talle delicado era notable por su elegancia y distincion. Dolores era bella como el sueño de un poeta, bella con la belleza ideal que habla poco á los sentidos, pero cuya vista deja una huella indeleble en el alma.

Un paseante extraviado la vió un dia bordando al lado de su ventana; en el antepecho habia un vaso con flores, únicas amigas de la pobre jóven, que pasaba su vida entregaba á un asíduo trabajo, y al cuidado de sus padres.

El paseante tenía una hermosa figura, y contaba la edad de Dolores, de veintiseis á veintiocho años; pero ¡qué diferencia entre los dos! la esperanza iluminaba con sus ardientes rayos la frente de aquél, y la alegría moraba en el fondo de sus brillantes ojos. Dolores era triste como el recuerdo del amor postrero.

El contraste trajo el amor, como sucede siempre. Mauricio adoró aquella noble y melancólica sombra: en cuanto á ella, era el primer hombre á quien habia oido palabras de afecto: habia vivido toda su vida en el retiro más absoluto, y dedicada por completo al cuidado de los dos ancianos, sobre todo desde la muerte de Marta.

II.

Mauricio llevaba cada dia á la solitaria un ramo de flores, y al dia siguiente las veia prendidas en sus cabellos y en su cintura, como para aspirar hasta sus últimos perfumes.

Un dia dijo Dolores:

--Entre usted.

La puerta se abrió y los dos amantes se sentaron frente á frente: en el fondo de la estancia, oscura y triste, los dos ancianos dormitaban en sus sillones, ya casi entregados á un idiotismo completo.

--¿Qué le parezco á V. ahora? preguntó Dolores mirándole con sus dulces y profundos ojos.

--Más bella que ántes, respondió Mauricio; y la amo á V. de tal suerte, que deseo que las primeras palabras que oiga V. de mi labio al llegar á su lado, sean para probarle mi afecto y mi lealtad; ¿quiere V. ser mi esposa?

Dolores iba á responder--¡Sí!--pero se volvió á mirar á sus padres: una nube pasó por su frente, y dijo con voz trémula:

--Mañana le responderé á usted.

Al dia siguiente Mauricio volvió por la contestacion. Dolores le abrió la puerta, y él se sorprendió dolorosamente al hallarla pálida como un cadáver, y vestida de negro.

--Mauricio, le dijo, yo le amo á V., pero no puedo ser su esposa... Me debo á mis padres...

--Nada les faltará, repuso Mauricio; no soy pobre, y tendrán medios para vivir rodeados de comodidades.

--¡Les faltarán mi amor y mis cuidados! objetó la jóven meciendo la cabeza. ¡Mauricio, no puedo casarme!

--Piense V. que dentro de dos dias salgo de aquí con mi regimiento: que renuncia V. á mí para siempre... ¿No me ama V., Dolores?

--¡Con toda mi alma! ¡Jamas he amado á nadie, ni de nadie he sido querida, que yo sepa... Piense V., pues, en lo que es V. para mí!

--¿Y así me rechaza V.? ¿Así renuncia V. al amor, es decir á la vida?

--¡Ese es mi deber!

--Amor que así está subyugado por un deber que no es una verdad, es amor muy débil, exclamó Mauricio con amargura, y cayendo así en la vulgar indignacion del hombre que se ve rechazado, aunque sea por el más santo motivo. ¡Adios, Dolores!

Un sollozo respondió á estas palabras.

--No espere V. ya al amor, dijo Mauricio volviendo hácia ella: ¡desdichada! Piense en que el que yo le tengo es el último rayo de felicidad que se viene á posar en su frente.

--Lo sé, murmuró Dolores.

--¿Y no quiere V. ser mia?

--¡No puedo!

--¿Piensa V. que esos ancianos casi insensibles, le van á agradecer su sacrificio?

--No he pensado en eso, sino en cumplir con mi deber.

Mauricio lanzó una exclamacion, en la que entraban por partes iguales la cólera y el dolor, y se lanzó fuera de la pobre casita.

--¡Adios, murmuró Dolores: sombra adorada de mi primero y único amor, sueños de felicidad, para siempre adios!

Y cayó sobre su asiento, cubriéndose el rostro con las manos y sollozando amarga y dolorosamente.

Cuando alzó la frente, todo rastro de belleza y de juventud habia desaparecido en ella; sólo quedaba la grandiosa y triste poesía de un dolor eterno.

III.

Dolores volvió á tomar su labor; las últimas flores que le habia dado Mauricio se marchitaron en su ventana, y ella recogió cuidadosamente sus hojas secas, como recogió en su corazon los recuerdos de su desgraciado amor: despues, inclinándose sobre su bordado, dijo con honda tristeza:

--Así pasaré ya el resto de mi vida.

Dos dias despues, y á la caida de una bella tarde de otoño, oyó los ecos de una música militar. Era el regimiento de Mauricio que salia de la ciudad, segun él mismo habia dicho.

Dolores sintió que alguna cosa se rompia en el fondo de su corazon. Levantóse, y se fué á arrodillar delante del lecho de su madre, que se habia acostado ya.

--¡Madre mia! exclamó la desgraciada: ¿es verdad que me amas? ¿Es verdad que te soy necesaria? ¡Dímelo, por Dios!

--Déjame dormir, respondió ásperamente la anciana, volviéndose del lado de la pared.

Dolores alzó al cielo sus ojos: nadie en la tierra agradecia su inmenso sacrificio... la música se fué perdiendo lentamente á lo largo, y se apagó al fin en el vacío...

Algunos años despues murieron los padres de Dolores; el anciano siguió de cerca á su esposa; la pobre huérfana quedó sola sobre la tierra.

IV.

Un dia recibió esta carta:

«Dolores: Usted que es una santa, ruegue por mí; el recuerdo más dulce de mi vida se dirige á V.; he sido muy desgraciado, pues he perdido á mi esposa, á mis hijos, y estaba solo en el mundo; buscando el amor, he caido en el libertinaje, y en un duelo he sido herido de muerte... ¡mi último suspiro es de V., y se lo envio como mi postrer adios!

Mauricio.»

Dolores besó este billete y le puso junto á su corazon; para almas como la suya, aquel recuerdo era una recompensa: desde aquel dia habló con Mauricio, enviándole al cielo el lenguaje de la oracion.

LA HIJA.

ARTÍCULO CUARTO.
I.

Los dos ejemplos que dejamos expuestos en nuestros anteriores artículos prueban hasta dónde puede llegar la ternura filial en nuestro sexo.

El uno está rodeado de la aureola del heroismo: el otro, de la suave y dulce luz de las virtudes privadas; pero uno y otro demuestran que todo debe posponerse á la gratitud y al amor que debemos á nuestros padres.

Se han visto malos hijos; pero de hijas malas y desnaturalizadas presenta la historia muy raros ejemplos.

Y esto no es extraño á nuestro parecer; la condicion de la mujer, blanda é impresionable, la inclina á venerar el ejemplo de su madre y á seguirle religiosamente; en tanto que los hijos abandonan el hogar y llevan léjos de él sus pasiones, sus penas y sus alegrías: se alejan de sus padres, y sólo en las grandes ocasiones pueden dar á éstos pruebas de su amor.

Pero las hijas, en las que domina ante todo el sentimiento; las hijas, que por su condicion viven y crecen al lado de los que les han dado el sér, pueden en todas las situaciones y en todos los instantes probarles su amor y gratitud.

II.

Grande y noble es el ejemplo de amor filial que Isabel de Segura dió casándose con D. Rodrigo de Azagra, por conquistar unas cartas que éste poseia, y que encerraban la deshonra de su madre; y el poeta eminente que ha llevado al teatro la lastimera y tierna historia de Los Amantes de Teruel, ha dado el más grande interes á su obra, poniendo como base de la desdicha de Diego y de Isabel, el santo sacrificio de la hija á su madre.

Pero si la hija puede y debe en circunstancias excepcionales sacrificarse moral y materialmente por sus padres, no es ménos cierto que tambien puede en las naturales de la vida labrar su felicidad.

La mayor libertad que se nota cada dia en las costumbres, y la fe que se oscurece con esta misma libertad, hace que áun en las familias más unidas, áun en los hijos más tiernos se note cierto tono irrespetuoso y ligero, y cierta falta de atencion que las niñas excusan con la franqueza familiar.

Esto me parece, no sólo anti-cristiano, sino anti-social, y los padres deben poner el más grande cuidado en evitar el que sus hijos les falten al respeto y consideracion que les son debidos.

--¡No añadais, dice Silvio Pellico en su libro Deberes de los hombres, no añadais tristeza con vuestro modo de obrar, á las tristezas que doblegan las cabezas que el tiempo ha blanqueado! ¡Que vuestra presencia reanime á vuestros padres! Cada sonrisa que llameis sobre sus labios, cada movimiento de alegría que desperteis en sus corazones, será para ellos el más bello de los goces y descenderá sobre vosotros como un rocío bienhechor: Dios confirma siempre las bendiciones de los padres.

Esta bella exhortacion debe dirigirse con preferencia á las hijas, pues ellas son las que viven más inmediatamente al lado de sus padres, y las que más pueden alegrar su corazon, y distraerlos de sus pesares.

III.

No espereis, mis amables lectoras, á las ocasiones solemnes para probar á vuestros padres vuestro amor y respeto, porque éstas se presentan raras veces, y más de una existencia se pasa sin haber podido dar pruebas de abnegacion, á no ser en las pequeñas cosas de cada dia: no dejeis pasar esas ocasiones, y pagad vuestra deuda filial en pequeña moneda, por decirlo así, ya que no os sea dado hacerlo en grandes sumas, pues, si no, correis peligro de morir insolventes.

Á todas horas y de todos modos podeis dar á vuestros padres testimonios de afecto; la dulzura en el lenguaje, las atenciones en la mesa, en la calle y dentro de casa, son otros tantos homenajes que les debeis, y de los que no podeis excusaros sin falta notoria de respeto y cariño.

No es de buen gusto la familiaridad chocante que algunas jóvenes ostentan con sus madres: nosotros no aceptamos la familiaridad y desatenta llaneza, ni áun en la amistad más íntima, ni áun en el amor, ni áun en el matrimonio; la cortesía, los modales afectuosos y dulces son el mejor sosten de los afectos, áun de los más santos y legítimos; y muchas veces nos ha lastimado profundamente el ver confundir el cariño con la desatencion, que está muy cerca de la insolencia; hemos visto hijos que se presentaban ante sus padres mal vestidos y con un desaliño que se hubieran avergonzado de mostrar ante la persona más indiferente: los hemos visto tomar posturas contrarias á la buena educacion, cantar, responder con negligencia y aspereza, murmurar del mandato maternal ó paterno y obrar en la mesa como si estuviesen, no con sus iguales, sino con sus inferiores, sirviéndose, comiendo y levantándose con la más extraña libertad.

¿Por qué no se han de guardar con los autores de nuestros dias todas las atenciones que la educacion ordena y el decoro manda con los extraños? ¿Por qué una jóven no ha de ser con sus padres lo que es para todos los demas?

Imposible le sería estimar quien estas líneas escribe, á una jóven que respondiese duramente á su madre, aunque ésta adoleciese de los más graves defectos; imposible concederle el más pequeño lugar en su corazon, aunque por otro lado aquella hija estuviera adornada de las más relevantes y bellas cualidades, porque nada se puede esperar de quien no guarda en el alma como una flor inmaculada y pura, el tierno sentimiento del amor filial.

Jóvenes que áun vivís bajo el ala dulce del amor materno y paternal, á vosotras os toca ser la alegría del hogar y el consuelo de vuestros padres: dejad á vuestros hermanos seguir á cada uno el camino que la suerte le destine: vosotras sois los ángeles custodios de la casa, y las que debeis rodear á vuestros padres de cuidados y de alegría: vosotras las que debeis evitarles las penas y las fatigas, y las que debeis condenaros hasta á un asiduo y penoso trabajo, si es preciso, para pagarles así la inmensa deuda de gratitud que contraeis al nacer.

LA HIJA.

ARTÍCULO QUINTO.
I.

Pongamos ante los ojos de nuestras jóvenes lectoras áun otro bello y elocuente ejemplo del amor filial.

El Príncipe Cárlos Estuardo fué, no sólo uno de los hombres más desgraciados del mundo, sino tambien uno de los mayores libertinos que el mundo ha conocido.

En sus excesos no habia ni nobleza ni decoro, y los cometia del mismo modo que el último lacayo de su casa: si es verdad que en el libertinaje hay sus grados, el Príncipe Estuardo habia ya descendido hasta la última escala.

Pretendiente á la corona del Reino-Unido, como hijo de la casa de los Estuardos, anduvo muchos años errante por países extranjeros, y buscando partidarios que no hallaba; durante su larga y amarga peregrinacion tuvo una hija que recogió, hizo bautizar con el nombre de Carlota, y depositó para que se educase en el convento de benedictinas de Meaux.

Algunos años más tarde, el Príncipe casó con la jóven, bella y encantadora Luisa Stolberg, hija del Príncipe de este nombre; pero la más completa oposicion de gustos y de caractéres desunió este matrimonio, y Luisa, despues de muchas escenas violentas, fué sacada de la casa conyugal por el severo Cardenal de V...., hermano mayor de su esposo, y depositada en un convento de órden del Papa.

La sentencia de divorcio se presentó al instante, y el matrimonio quedó disuelto.

Pasaron aún muchos años: las desgracias siguieron agobiando á Cárlos Estuardo: amargado, desesperando de todo, sin saber á quién volver sus tristes ojos, tuvo un dia un pensamiento salvador; pensó en su hija y la llamó junto á él.

Carlota corrió al lado de aquel padre á quien no conocia, pero de quien se decia que era desgraciado; era una hermosa niña, que áun no habia cumplido veinte años, y cuyos largos cabellos rubios guarnecian un rostro angelical.

II.

Carlota demostró á su padre, desde el primer instante, un cariño y un respeto que elevaron á sus propios ojos á aquel hombre degradado; y el padre quiso á su vez elevar á su hija, dándola el título que habian llevado siempre los primogénitos de la casa real de Escocia.

La jóven, olvidada y huérfana poco ántes, pudo usar el título de Duquesa de Albany y lo supo llevar con una nobleza verdaderamente régia; sus cuidados habian trasformado el pobre castillo, donde Cárlos Estuardo habia ido á ocultar su pobreza y su desventura; el órden y la decencia reinaban en él: la jóven Duquesa recibia en los salones, abandonados desde hacía largo tiempo, á una sociedad escogida, que formaba una córte en torno del desterrado: ella habia vuelto la dignidad á todo lo que rodeaba á su padre, y habia vuelto á éste hácia todos los sentimientos nobles que habian honrado su juventud; el viejo, que buscaba en la embriaguez el olvido de sus males habia desaparecido, y habia vuelto á ser Cárlos Estuardo, el caballero, el pretendiente, del cual las ideas generosas y el valor habian levantado en otro tiempo á la Escocia.

Sus antiguos recuerdos florecian bajo la influencia de su hija; treinta dolorosos años se borraban, y volvia con el pensamiento á su juventud, tan llena de ardimiento y de generosas aspiraciones; tenía el anciano momentos de sensibilidad ardiente, cuando pensaba en la Escocia y en sus bravos highlanders; algunas veces una animacion extraordinaria se encendia en sus ojos, cuando contaba con una energía juvenil la campaña de 1746; pero su cuerpo debilitado no pudo soportar por largo tiempo el peso de sus emociones, y un dia, despues de haber hecho su narracion acostumbrada á un viajero inglés que habia ido á visitarle, se desmayó.

Los cuidados y el respeto de su hija le habian vuelto á sí mismo; pero no pudieron volverle á la vida; espiró el 30 de Enero de 1788, aniversario del suplicio de Cárlos I, en los brazos de Carlota.

Seis meses despues esta hija tan llena de abnegacion, tan fiel, tan tarde conocida y amada, fué á reunirse con su regio padre en las bóvedas de la iglesia de Frascati.

III.

La Princesa Luisa, conocida bajo el nombre de Condesa de Albany, tuvo una existencia larga y brillante; fué amada del gran Alfieri, y éste la llamaba su Musa; Sismondi fué uno de sus más constantes admiradores; Mme. de Staël, cuando la escribia, la llamaba su querida soberana; Lamartine adoraba la gracia y suavidad de su talento; en Florencia, en París, tuvo una córte de admiradores, que los años no despoblaron; en fin, vivió muy dichosa, segun los hombres, muy envidiada, muy lisonjeada, muy favorecida hasta el fin, por la fortuna y por la naturaleza; pero su historiador, Mr. Saint René de Taillandier, consigna que no pudo ver sin amargura á su esposo, á aquel Príncipe tan heróico á los veinte y cinco años, y degradado despues por un largo infortunio, levantarse ya cerca de su fin, por una tierna y generosa influencia, que no era la suya.

Luisa vió con dolor á la hija llenar con una piadosa abnegacion la tarea que pertenecia á la esposa; y la Duquesa Carlota, levantando el alma fatigada y abatida de Cárlos Estuardo, humilló á la Princesa Luisa.

La dulce figura de Carlota Estuardo nos ha parecido digna de ser puesta ante los ojos de nuestras lectoras; esta Antígona cristiana, consoladora de un Príncipe desgraciado, merece nuestro más tierno recuerdo.

Como última prueba de amor al padre que durante tanto tiempo la habia olvidado, la Duquesa de Albany le siguió á la tumba, no pudiendo ya vivir sin afectos en la tierra, despues de haber sentido el más puro y tierno de todos; parece como que su mision fué la de atesorar en su retiro las bellas flores de la religion y de la piedad cristianas, y trasmitirlas á su padre, para que se durmiese dulcemente en el sueño de que no se despierta jamas; cumplida aquella sagrada tarea, Dios la llamó para darla á su lado el premio que reserva á los buenos y amantes hijos.

LA HIJA.

ARTÍCULO SEXTO.
I.

Terminemos este ligero estudio del tipo encantador que llamamos la hija con algunas consideraciones generales, y despues con otro nuevo y elocuente ejemplo.

Nada hay más simpático en la sociedad que una jóven que tiene con sus padres todo género de atenciones, que les manifiesta un tierno cariño y una profunda consideracion.

Nadie puede amar ni estimar á la que demuestra á sus padres despego, y más de un tierno y entusiasta amor se ha apagado ante una respuesta dura, dada por una hija á su madre.

--¿Cuándo se casa V.? preguntábamos hace poco á á un amigo nuestro.

--No lo sé, respondió con tono triste y contrariado.

--¡No lo sabe V.! ¿Pues no iba á hacerse la boda?

--He desistido de ella.

--¿Por qué?

--La que amaba, la que creia que podria labrar mi dicha, no me conviene.

--¿Qué dice V.?

--Es mala hija, y no puede ser buena esposa y buena madre.

--¿Pero no vive con la suya? ¿No va con ella á todas partes?

--Eso no es un obstáculo para que la trate muy mal y con absoluta falta de consideracion; una sola escena ha bastado para que yo desista del proyecto de casarme con ella: he visto que no siente por su madre ni respeto ni cariño; y la que no profesa respeto al santo lazo del amor filial, le profesará ménos al conyugal y al materno.

De esta suerte miran los hombres el olvido de los deberes más sagrados, y apénas habrá alguno, por libertino que sea, que quiera unir su suerte á la de una mujer sin corazon.

Honrarás padre y madre, dice el decálogo; y este precepto de la religion lo impone tambien el mundo, y castiga con su desprecio á la que falta á él.

II.

Pocas hijas tan excelentes ha habido como madame Staël, autora de várias obras que le han dado fama inmortal, é hija del ilustre Necker, ministro de Luis XVI.

El amor filial era el sentimiento predominante en ella, y de aquel amor dió pruebas que le conquistaron la estimacion y el afecto de todas las personas de verdadera valía de la capital de Francia.

Apénas habia salido de la infancia, cuando ya sostenia conversaciones sérias con su padre, que á su vez la adoraba, y con todos los ilustrados amigos de aquel hombre de Estado.

Su gran talento se desarrollaba á expensas del cuerpo, y los médicos la ordenaron residir en el campo, adonde su padre iba á verla con frecuencia; la instruccion particular que su padre le daba fué la que produjo en ella aquel entusiasmo que animó toda su vida, como una bella llama, y una inclinacion irresistible hácia las altas cualidades que distinguen á los hombres superiores.

Era la admiracion de todos la apasionada ternura con que se amaban el Ministro y su hija, y la frialdad que reinaba entre la misma y su madre; pero aunque se ha pretendido que aquella frialdad nacia de que Mme. Necker tenía celos del afecto de su esposo á su hija, es lo cierto que no pudiendo la madre moderar á su gusto el carácter y las inclinaciones de la niña, se fué apartando de ella poco á poco.

La severidad maternal hizo que Ana, éste era el nombre de la autora de Corina, manifestase toda su ternura á su padre, y áun se cree tambien que retrató á la que la habia llevado en su seno en la severa lady Edgermond, tan recta, tan virtuosa, pero tan intolerante y tan poco indulgente.

III.

Desde que aquella ilustre niña pudo pensar, se ocupó en meditar los graves asuntos de la política, por lo que podian interesar á su adorado padre.

Para no separarse de éste, eligió, entre los numerosos pretendientes que se presentaron á su mano, á Erico Magnus, baron de Staël Holstein, embajador de Suecia, y que dió su palabra de honor de no obligar jamas á su esposa á dejar la Francia.

Cuando la revolucion francesa trajo el destierro para Mr. Necker, éste se retiró á Suiza y su hija le acompañó; volvió á ser llamado por el Rey, y otra vez fué con él á París.

En 1790 el Ministro, abrumado de injusticias y disgustos, abandonó por segunda vez á Francia. Ana acababa de dar á luz un hijo; mas olvidando el cuidado de su propia salud, se puso en camino para seguir á su padre á la posesion de Copelt.

Poco tiempo despues murió la Baronesa, y Ana fué entónces más que nunca el solo consuelo de su padre, extremadamente afligido por la pérdida de su esposa.

Desterrada ella misma, murió su padre, en tanto que sufria léjos de su patria la pérdida de su esposo y todos los dolores de una larga peregrinacion. Entónces su desesperacion no tuvo límites: volvió á Copelt, reunió todas las obras de su padre y las hizo imprimir, con un extenso artículo biográfico, escrito por ella misma, con la justificacion del carácter de Mr. Necker y de su vida privada.

La lectura de este opúsculo da á conocer el alma apasionada de Mme. Staël, y convence plenamente de que el sentimiento más profundo que se albergaba en ella era el amor filial: expresa en él, con la elocuencia de un vivo dolor, su amargo pesar al ver que su padre descendia á la tumba sin que los franceses hubieran apreciado su carácter noble y superior. Aquel escrito es un quejido del alma, herida en lo más vivo, que hace sufrir y excita el llanto: es indudable que la autora hubiera eternizado su nombre, áun cuando fuera ésta su única produccion.

IV.

De esta suerte Mme. Staël llevó hasta más allá de la tumba su admirable amor filial, y este sentimiento es acaso el que, tanto como su talento literario, ha hecho inmortal su nombre.

Desde la muerte de su padre, la Baronesa de Staël se dejó dominar por una profunda melancolía. Ni el amor de sus hijos, ni un casamiento más feliz que el primero, ni los halagos de la fortuna, nada pudo aliviar aquel profundo dolor en que su alma se hallaba sumergida.

Sus hijos recompensaron su ternura filial y fueron para ella modelos de cariño y de respeto.

Cuando ya el helado dedo de la muerte se apoyaba en su frente, Mme. Staël alzó los ojos al cielo y exclamó:

--¡Padre mio, voy á buscarte!

Este fué el grito postrero de aquel modelo de hijas.

CONCLUSION.

Quedan aquí terminadas estas páginas, que he ofrecido á mis benévolas lectoras.

Ninguna vanidosa pretension me ha inducido á escribirlas, sino sólo el deseo de darles algunos consejos que puedan serles útiles en el camino de la vida.

Para escribirlas he leido en mi propio corazon, y he acudido á mis recuerdos, dulces ó dolorosos; es decir, que este libro está escrito con verdad y conviccion, y que lo ofrezco con la mejor voluntad al juicio siempre imparcial y justo del público.

Madrid, Setiembre de 1875.

María del Pilar Sinués.

1.  El modo de hacer el viaje y la enumeracion de todas las poblaciones y accidentes pintorescos del camino, se hallan en el curioso libro escrito por el Excmo. Sr. D. Víctor Balaguer, titulado Guía de Montserrat.


2.  Libro de los Macabeos, cap. VII.

ÍNDICE.

Páginas.
Dos palabras de la autora. 5
 
La Poesía del hogar doméstico. 11
 
Los Celos. 19
 
Enfermedad mortal. 25
 
La Romería de San Isidro. 31
 
¡Libertad! 39
 
El Chiste. 45
 
Desaliento. 51
 
La Belleza y la Gracia. 59
 
La Verdadera Cristiana. 65
 
El Brazalete de esmeraldas. 75
 
Las Armas de la Mujer. 81
 
El Trabajo. 89
 
La Benevolencia. 95
 
Sensibilidad y sensiblería. 101
 
La Impaciencia. 109
 
La Caridad. 115
 
El Verdadero talento. 119
 
La Timidez. 127
 
Las Pequeñas virtudes. 135
 
La Desgracia. 141
 
La Hermosura y la Elegancia. 149
 
Valor femenino. 151
 
La Cortesía. 161
 
Pensar y sentir. 169
 
Las Visitas. 175
 
Cualidades y defectos. 181
 
La Coqueta. 187
 
Las Paganas. 195
 
Dolencias del ánimo. 203
 
Los Recuerdos. 211
 
La Pobreza y la Miseria. 221
 
La Voz. 229
El Santuario de Monserrat. 237
 
La Modestia. 245
 
La Fe. 253
 
La Esperanza. 265
 
El Tú y el usted. 271
 
La Amistad. 279
 
El Lujo. 285
 
La Casa. 291
 
La Tolerancia. 297
 
Orgullo, Vanidad y Dignidad. 307
 
Tipos femeninos.--La Madre.--
 
Artículo I. 315
 
Artículo II. 321
 
Artículo III. 327
 
Artículo IV. 333
 
Artículo V. 339
 
Artículo VI. 345
 
La Hija.--
 
Artículo I. 351
 
Artículo II. 357
 
Artículo III. 365
 
Artículo IV. 371
 
Artículo V. 377
 
Artículo VI. 383
 
Conclusion. 389
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Un libro para las madres, por Doña María del Pilar Sinués; un tomo, 8.º mayor frances, 4 pesetas.

La vida íntima.--En la culpa va el castigo, por D.ª María del Pilar Sinués; un tomo, 8.º mayor, 4 pesetas.

Hija, esposa y madre, cartas dedicadas á la mujer acerca de sus deberes para con la familia y la sociedad, con un apéndice titulado Hermana, por doña María del Pilar Sinués; dos tomos, 8.º mayor frances, 8 pesetas.

La Abuela, por D.ª María del Pilar Sinués; un tomo, 8.º mayor, 4 pesetas.

Sueños y realidades, por D. Ramon de Navarrete; un tomo, 8.º mayor frances, 4 pesetas.

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EN PRENSA.

Adriana de Wolsey, original de Ventura Hidalgo.

OBRAS DE LA AUTORA.
NOVELAS ORIGINALES.
El Lazo de flores. 1 tomo.
 
La Rama del sándalo. 1 »
 
El Angel del hogar. 3 »
 
Á la sombra de un tilo. 1 »
 
Dos venganzas. 2 »
 
El Sol de invierno. 2 »
 
Margarita.--La flor del Castellar. 1 »
 
La Senda de la gloria. 2 »
 
Amor y llanto. 2 »
 
Celeste. 1 »
 
El Almohadon de rosas. 1 »
 
La Gitana.--Rosa. 1 »
 
Plácida.--Un Drama de Familia. 1 »
 
Querer es poder. 1 »
 
Un nido de palomas. 1 »
 
Á rio revuelto. 2 »
 
La Vírgen de las lilas. 1 »
 
Fausta Sorel. 2 »
 
Cuentos de color de cielo. 1 »
 
El último amor. 1 »
 
Veladas de invierno. 2 »
MUJERES CÉLEBRES.
LEYENDAS HISTÓRICAS.
Reinas mártires. 2 tomo.
 
Glorias de la Mujer. 1 »
 
La Condesa de Genlis.--Eva. 1 »
 
Juana d'Arc.--Catalina Gabrielli. 1 »
 
Eloisa.--María Teresa de Austria. 1 »
 
La Marquesa de Sevigné.--Blanca Capelo. 1 »
 
Agripina.--Santa Teresa de Jesus. 1 »
 
Cristina de Suecia.--La Condesa de Albani. 1 »
 
Santa Adelaida. 1 »
 
María Delorme.--Isabel Farnesio. 1 »
 
Ana María de Nesle. 1 »
 
Julia Leonor de Lespinasse. 1 »
 
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Hija, Esposa y Madre (1.ª y 2.ª serie, con un apéndice
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Un libro para las Madres (segunda edicion). 1 »
 
La Abuela, narracion. 1 »
OBRAS DE TEXTO.
La Ley de Dios. 1 »
 
Á la luz de la lámpara. 1 »
(Estos dos libritos, muy á propósito para la tierna capacidad
de los niños, están declarados de texto, é incluidos en el trienio
escolar de 1876 á 1879 en todas las escuelas de la Península y de
las posesiones de España en Ultramar.)
POESÍAS.
Flores del alma. 1 tomo.
 
Cantos de mi lira. 1 »
NOVELAS TRADUCIDAS DEL FRANCES.
Sibila, por Octavio Feuillet. 1 tomo.
 
El lazo roto, por Mme. Bourdon. 1 »
 
Historia de una familia, por la misma. 1 »
 
Eufrasia.--Historia de una pobre mujer,
por la misma. 1 »
 
La Tumba de hierro, por Enrique Conscience. 1 »
 
La Caballera, por Paul Féval. 1 »
 
¡Pobre Lucila! por Wilkie Collins. 1 »

Nota del Transcriptor:

1. Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

2. Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

3. Páginas en blanco han sido eliminadas.

4. La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público