The Project Gutenberg eBook of Hombres y glorias de América

This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook.

Title: Hombres y glorias de América

Author: Enrique Piñeyro

Release date: February 15, 2014 [eBook #44918]

Language: Spanish

Credits: Produced by Carlos Colón, Adrian Mastronardi and the Online
Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This
file was produced from images generously made available
by The Internet Archive/American Libraries.)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK HOMBRES Y GLORIAS DE AMÉRICA ***

Nota del Transcriptor:

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.

HOMBRES
Y
GLORIAS DE AMÉRICA

POR

ENRIQUE PIÑEYRO

image1

PARÍS
GARNIER HERMANOS, LIBREROS EDITORES
6, rue des Saints-Pères, 6
1903

PARÍS.—TIP. GARNIER HERMANOS, 5 RUE DES SAINTS PÈRES.

EL CONFLICTO
ENTRE
LA ESCLAVITUD Y LA LIBERTAD
EN LOS ESTADOS UNIDOS
de 1850 á 1861[1]
(Bosquejo histórico)

CAPÍTULO I.
Tentativas de conciliación antes de 1850.

La historia política y constitucional de los Estados Unidos de la América del Norte se desenvuelve durante largo período en dos direcciones principales; puede decirse que se concentra en dos problemas capitales, cuyo planteamiento y progresivo desarrollo va rápidamente despertando el más palpitante interés, hasta llegar á una solución violenta y definitiva en medio de los horrores de una guerra civil, sangrienta y destructora, como se recuerdan muy pocas otras en los anales de la humanidad.

Esas dos cuestiones esenciales son: la extensión[2] del área organizada de la república con objeto de abrir el ancho campo indispensable al portentoso engrandecimiento de su riqueza y población, y la lucha entre los partidos políticos por consentir ó prohibir en los territorios nuevamente anexados, ó en los nuevos estados que sobre ellos pudieran constituirse, la esclavitud de la raza negra, tal como existía desde antes de la independencia de los trece primeros estados, y tal como implícitamente lo reconocía la Constitución soberana é intangible del país.

A medida que han ido desapareciendo los actores que tomaron parte en las luchas reñidas nacidas de esas cuestiones y se han podido escudriñar los móviles verdaderos de sus actos y palabras; á medida que el trascurso del tiempo ha suprimido los obstáculos que cerraban el horizonte é impedían descubrir desde alto punto de vista toda la perspectiva, ha aparecido también, cada vez más indudable, más patente cada vez, la preponderante influencia que la cuestión de la esclavitud de los negros ha ejercido en la historia de los Estados Unidos desde la época en que los intereses agrícolas de las regiones del Sur, arraigados en el trabajo esclavo, se hallaron[3] por la fuerza de las cosas en directa oposición al desarrollo industrial y mercantil de los Estados del Norte, fomentado por el trabajo libre. El lazo federal debió resistir á sacudidas, día por día más violentas, y si le ha sido lícito durar hasta el presente, si conserva la república los rasgos esenciales de su prístina apariencia, si continúa ante ella abierto magnífico y dilatado porvenir de engrandecimiento, fué primero necesario, en medio de terribles borrascas, atar más fuertemente y robustecer las ligaduras, muy á punto en varias ocasiones de romperse para siempre.

En 1820 votó el Congreso federal una ley, conocida en el lenguaje político con el nombre de acuerdo, ó Compromiso, del Missouri, en virtud de la cual quedaba matemáticamente fijado en la línea de los treinta y seis y medio grados de latitud Norte el límite que separaría perpetuamente las dos fracciones del país donde se consentía y donde se rechazaba el régimen de la esclavitud. Encima de esa línea ningún nuevo Estado podía entrar á formar parte de la federación, si su ley orgánica sancionaba la condición servil de una parte de los habitantes; y aunque explícitamente no se proclamase lo contrario al Sur de la misma, el bill, en concepto de todos, así lo daba por establecido: de ahí su nombre de Compromiso ó transacción.

Esa restricción geográfica impuesta á la esclavitud era un reproche grave y directo, aunque tácito, contra la naturaleza de la institución; los Estados del Sur pudieron soportarlo sin sentirse humillados[4] ni agraviados, porque sobraba entonces tierra en todas direcciones por donde extenderse debajo del paralelo fijado, y porque sus jefes políticos estaban todavía muy lejos de poseer la energía y unidad de miras que después consagraron sin reposo á la defensa de sus intereses y á la satisfacción de sus deseos.

El primer choque ruidoso y en campo abierto, pero puramente dogmático todavía, entre ambas secciones contrapuestas, la primera tempestad de truenos y rayos que pasó por el cielo de la república, amenazando atacar la unión y disolverla desparramando sus elementos, ocurrió unos doce años más adelante, y nació inopinadamente de una cuestión de aranceles de aduanas, porque el Sur, como región agrícola y productora de primeras materias, de algodón y de azúcar bruto, de tabaco, de cáñamo y arroz, exigía en nombre de la equidad que los derechos de importación, al ser fijados por las Cámaras en Washington para toda la República, se ajustasen nada más que á las necesidades generales del presupuesto; mientras el Norte, como región principalmente de industria y comercio, solicitaba que por medio de altos derechos se protegiese la creciente prosperidad de sus manufacturas. Un hijo ilustre de la Carolina del Sur, que había ya sido Vicepresidente de la República, John C. Calhoun, alta figura en quien se concentra en la forma más digna de respeto y más completa cuanto hubo de bueno y cuanto hubo también de agresivamente egoísta en la política de esos estados[5] agrícolas y esclavistas, excogitó una extraña teoría, que á su juicio se deducía naturalmente del pacto constitucional, y que otorgaba á cada estado de la Unión la facultad de negar el pase y la obediencia á las leyes promulgadas por la autoridad federal, en el caso de que infiriesen perjuicio ó causasen menoscabo á sus intereses esenciales. Cuando dentro de los muros del Capitolio brotó defendida por un senador del Sur esa siniestra teoría, precursora infalible de guerras y de duelos, fué inmediatamente refutada y demolida por Daniel Webster, senador de Massachusetts, en una oración magnífica, la más hermosa de su larga y brillantísima carrera, que por la importancia de su tema y el inflamado vigor de su argumentación ha sido por diversos críticos puesta en parangón con los más sublimes modelos del arte oratorio en Grecia y Roma[2].

Nadie ignoraba que Calhoun era el padre de la anárquica teoría expuesta por el senador Hayne, y mientras Webster mostraba irrefragablemente que en los flancos de esa doctrina política se escondía la guerra civil con todos sus horrores, muchos fijaron los ojos en Calhoun que, como Vicepresidente de la república, dirigía las sesiones del Senado, aunque sin tomar parte en los debates, conforme dispone la Constitución. Pero al ardor de sus convicciones no podía bastar que otro se encargase de exponerlas y defenderlas. Poco después dimitió la Vicepresi[6]dencia, aceptó el cargo de senador del Estado en que nació, la Carolina del Sur, cuyos intereses políticos y morales eran su religión, para sostener por medio de la palabra, con el acento de pasión severa y solemne que daba alguna vida á su austera elocuencia, el derecho, ya antes defendido con la pluma, de anular por medio de las legislaturas de los Estados los acuerdos del Congreso federal. La Carolina llegó hasta á fijar de antemano una fecha para iniciar su rebelión constitucional; pero el primer magistrado de la república, el general Jackson, el más violento y agresivo de los hombres, que alimentaba por la patria federal, por la Unión, amor tan sincero y ardiente como el de Calhoun por su patria local, por su Estado, pidió en el acto al Congreso facultades extraordinarias para extirpar con mano de hierro el nido de traiciones que se agitaba en la Carolina.

Era demasiado temprano para que osara el Sur provocar la guerra civil con la menor probabilidad de mantenerla siquiera un breve espacio. El temple militar de Jackson infundió terror en el corazón aun de los menos tímidos, y fué preciso retroceder para evitar un desastre definitivo. Acudió al socorro el senador de Kentucky, Henry Clay, el gran pacificador, como ya lo llamaban, por la prominente intervención que había tenido en el Compromiso del Missouri, y logró esta vez también, no sin trabajo, zurcir una nueva transacción, disminuyendo gradualmente en plazos fijos los derechos de[7] aduanas, con lo cual se disipó el ominoso nublado, y por un poco de tiempo los ánimos parecieron aquietarse.

En los años inmediatos, terminada la turbulenta administración de Jackson, que fué Presidente durante dos períodos y gozó hasta el fin de inmensa popularidad, bastó á llenar la actividad política de Calhoun y sus amigos la preponderante influencia que á menudo lograron ejercer en Washington. Gracias á ella se consumó la anexión de Tejas y se llevó á cabo la guerra inicua contra Méjico, así como se proyectaron y prepararon otras empresas, todas con el fin único de agrandar el área en que podría extenderse la esclavitud de los negros. Pero esos hombres, acaudillados por el grave y tenaz senador de la Carolina, eran demasiado sagaces para no ver el formidable peligro que por diversos lados amenazaba á la institución "peculiar", piedra angular del grupo de estados cuyo porvenir tan ansiosamente defendían. Vanas resultaban con frecuencia ventajas ganadas á costa de esfuerzos inauditos. La senda por donde marchaban de triunfo en triunfo conducía fatalmente á una barrera insalvable, contra la que habían de estrellarse sus más caras esperanzas.

Después que la marcha misma de los sucesos colocó en abierto antagonismo los Estados del Norte y del Sur, pudo por mucho tiempo la lucha, á pesar del rápido crecimiento en riqueza y población de los primeros y del lento progreso de los segundos,[8] mantenerse sin excesiva desigualdad, merced á los privilegios que la Constitución había asegurado á unos en perjuicio de los otros. Los negros esclavos entraban hasta cierto límite en el cálculo de la población para determinar el número de miembros de la "Casa de Representantes" y del Colegio electoral; el Senado además, que por sus mayores prerrogativas y la mayor duración del mandato era depositario verdadero de los elementos de una política firmemente continuada, se componía siempre de dos senadores por Estado, cualquiera que fuese su tamaño y la cifra de sus habitantes. Por consiguiente la lucha política en la capital federal por la suprema dirección de los intereses generales, podía sostenerse con armas y probabilidades iguales mientras se guardase el equilibrio entre ambos grupos y tuviese cada parte número idéntico de senadores. Ese equilibrio, esa obra maestra de esfuerzo y habilidad, era la trinchera poderosa, inexpugnable, en que se defendía la esclavitud como institución, porque el miedo de tocar el arca sacrosanta de la Constitución y el riesgo colosal de trastornar, inundar de sangre y destruir la nación, daban al Sur aliados en el Norte para conservar intactas sus posiciones, incólumes sus privilegios.

Pero la historia enseña que raras veces un soberano, un grupo de hombres, un partido político, robustamente establecido al cabo de grande esfuerzo y venciendo todos sus adversarios, se ha contentado con la posesión tranquila del terreno conquistado en los[9] primeros períodos, en los días en que por la novedad misma de la situación el triunfo ha sido fácil y la fortuna largo tiempo risueña. La inquietud del porvenir, la soberbia del presente desencadenan la ambición, la transforman en demencia y la precipitan en la ruina, como precipitó á Alejandro Magno, á la oligarquía senatorial de Roma, al imperio efímero del primer Bonaparte. Asimismo corría de jornada en jornada victoriosa á la catástrofe inevitable el partido, que compacto y marcialmente organizado constituía en quince estados de la Unión una verdadera aristocracia, y oprimía en dura servidumbre á más de tres millones de negros, que valían para la influencia política de sus amos como si fuesen dos millones de ciudadanos libres.

No satisfecho ese partido con proclamar que la esclavitud era una institución local, doméstica en cada estado, y que carecía el poder federal de la facultad de coartarla y aun de vituperarla, lo cual en la práctica nadie se aventuraba á contrariar; no contento con explotar y abusar de todos los recursos nacionales en pro de la defensa y sostenimiento de esa institución local, aspiró también á extenderla por los territorios adquiridos después de la guerra con Méjico; pretensión tan impolítica como cruel, tan injusta como inmoral, pues las leyes mejicanas tenían allí previamente abolida la esclavitud. Esto provocó nueva y violenta crisis de la nunca aplacada agitación; gritos y amenazas de desbaratar la Unión resonaron con más furia que antes, y fué[10] preciso que se adelantase al proscenio otra vez el pacificador perpetuo, Henry Clay, ya bien cargado de años y padecimientos, y coordinase y defendiese con su probada destreza un tercer Compromiso, que arrancado por la arrogancia del Sur á la pusilánime incertidumbre del Norte, aplazó diez años solamente lo que Clay y otros muchos con él creyeron para siempre conjurado.

Cuando llegaron á la votación definitiva los artículos del Compromiso, en forma de otras tantas leyes diferentes[3], ya Calhoun había dejado de existir. En Marzo de 1850 tenía el gran campeón del Sur sesenta y ocho años, y se hallaba terriblemente depauperado por la dolencia pulmonar que de mucho atrás lo consumía; pero ansioso de tomar parte en el debate, como si adivinara lo brevísimo del plazo, de sólo cuatro semanas, que le otorgaba la enfermedad, pues debía morir el 31 del mismo mes,—y no teniendo fuerzas para alzar la voz y mantenerse de pie,—confió al senador de Virginia, Mason, el encargo de leer al Senado el discurso que había cuidadosamente escrito. Inmóvil en su asiento mientras Mason leía, parecía agravar y atestar con[11] su rostro demacrado de anacoreta y los ojos lustrosos de fiebre las fúnebres predicciones que lanzaba en su arenga sobre el derrumbamiento y fin de la Unión, cuando, destruido el equilibrio de las dos secciones, juzgase el Sur en peligro sus derechos. También asistió tres días después á la memorable sesión de 7 de Marzo en que pronunció Daniel Webster un gran discurso sobre el mismo asunto, y en la que ambos viejos atletas, poco antes adversarios irreconciliables, se dirigieron mutuas expresiones de simpatía.

Ese discurso de Webster, pronunciado el 7 de Marzo de 1850 y titulado por él al imprimirlo: "La Constitución y la Unión", es famosísimo, inferior entre los suyos sólo á la réplica contra Hayne, aunque la iguala en dos ó tres momentos. Su efecto fué decisivo en favor del plan propuesto por Clay; sin el prestigio del hombre y el vigor de su elocuencia no hubiera seguramente logrado tanta mayoría entre los representantes del Norte. Pero en ese esfuerzo aventuró y sacrificó el orador la mejor parte de su reputación, el glorioso esplendor de su pasado, cuanto hasta aquel día lo había hecho ilustre y adorado de sus conciudadanos. Son y serán siempre muchos los que piensen que, al renegar el gran tribuno de todo lo que hasta ese momento había simbolizado en la política de su patria, pagaba á precio excesivamente caro la defensa de un acuerdo, que en realidad á nadie satisfacía. Su reputación sufrió los más rudos ataques, muchos de sus anti[12]guos admiradores le volvieron la espalda, y el astro fulgente quedó envuelto en sombras negras y densas, que no se disiparon más, que eclipsaron su gloria durante los dos años de vida que le quedaban, y eternamente cubrirán ese período final de su existencia.

Cinco años antes de su fallecimiento, en Mayo de 1852, hizo Webster á un amigo esta declaración:—"He consagrado mi vida al derecho y á la política; el derecho es incierto y la política totalmente vana",—amargas palabras, que recuerdan otras pronunciadas por Simón Bolívar, también ya cerca del fin de sus días:—"La América es el caos, el que la ha servido ha arado en el mar." Son formas conmovedoras de un mismo sentimiento, gritos de dolor al término de vastas esperanzas defraudadas, de excelsas ambiciones cruelmente desairadas por la realidad de las circunstancias. Las profirieron en ocasiones algo parecidas dos seres extraordinarios, almas de orden excepcional, en quienes el equilibrio de las grandes facultades morales é intelectuales nunca por desgracia llegó á ser estable ni perfecto.

La confesión de Webster, tan llena de desaliento, precedió al último y más punzante desengaño de su vida pública. Había constantemente acariciado la ilusión de llegar á la presidencia de la república, y de sobra justificaban sus méritos y servicios esa que, en hombre como él, de tan grandes dotes personales, era modesta pretensión. Nunca había logrado ni siquiera ser designado como candidato[13] oficial de su partido; pero después del discurso del 7 de Marzo que, á su juicio y á juicio de muchos, desenlazaba una situación inextricable, era natural que obtuviese el anhelado premio. Ese anhelo había sido para los que osaban llamarlo apóstata la sola explicación de su conducta. Desde el primer minuto apareció en la Convención como el más débil de los candidatos y sus amigos en pequeñísima minoría. Singular ingratitud, que si no le abrevió la vida, deprimió su trabajado organismo y preparó el terreno para la enfermedad mortal.

Henry Clay murió en Junio de ese mismo año de 1852. Durante las últimas discusiones del Compromiso, raras veces, y á muy largos intervalos, le permitieron sus males concurrir á las sesiones del Senado: ya entonces tampoco Webster asistía, porque había aceptado el puesto principal en el gabinete del presidente Fillmore. De modo que los tres aguerridos veteranos, Calhoun, Webster y Clay, salieron de la escena parlamentaria á un tiempo mismo, por así decirlo, dejando el campo libre á otros más jóvenes, menos fatigados combatientes.

En esos debates sobre el Compromiso de 1850 nunca hubo dos votaciones enteramente iguales; tratábase en efecto de realizar la conciliación de opiniones discordantes y tendencias francamente contrarias: era imposible disciplinar y conducir siempre unida la abigarrada falange que el caso requería. La admisión de California era una concesión al Norte, la ley sobre la persecución de esclavos[14] huídos una satisfacción al Sur, y el aplazamiento de la dificultad en los nuevos territorios mejicanos el modo de acallar las exigencias de ambas secciones sin favorecer á ninguna. La supresión del tráfico, es decir, compra y venta, de esclavos en la ciudad de Washington agradaba á los abolicionistas, y el cebo de diez millones de pesos regalados á Tejas, que de todo fué lo que primero se votó y aprobó, aseguraba la adhesión de los tenedores de títulos de la deuda de ese Estado, los que, según fama pública, eran numerosos entre los miembros del Congreso y altos empleados de la capital[4].

El punto esencial del acuerdo fué la entrada de California como estado de la Unión; con ella quedaba la república compuesta de diez y seis Estados libres y quince con esclavos, desapareciendo por tanto el equilibrio trabajosamente mantenido hasta esa fecha entre las dos secciones. Hubo en el Senado treinta y cuatro votos en favor y diez y ocho en contra; de esta minoría se desprendió un grupo de diez, más intransigentes que sus compañeros, pues no contentos con emitir el voto, presentaron una protesta, que el Senado rehusó incluir en el acta, afirmando solemnemente su resuelta oposición á una ley, «cuyas consecuencias podían[15] ser perdurables y fatales para las generaciones presentes y futuras».

Resalta entre esos Senadores recalcitrantes el nombre de Jefferson Davis, antiguo oficial, que iba á ser el ministro de la guerra de Pierce durante toda su presidencia, y que acreciendo año tras año su prestigio é influencia como el más hábil y tenaz de los jefes esclavistas, llegaría en 1861 á ocupar y desempeñar con tan enérgico cuanto infortunado patriotismo la dirección de la Confederación rebelde, y sobreviviría largo tiempo, sin doblar la frente ni desarrugar el ceño, á la ruina completa de su causa. Junto con él firmaron la protesta Butler y Barnwell, senadores ambos por la Carolina del Sur, el estado indómito en que se cultivaban y conservaban como en ardiente invernáculo las doctrinas que florecerían y fructificarían entre los horrores de la guerra civil; firmaron también los dos miembros de Virginia, Hunter, que llevó la palabra como principal responsable del documento, y su colega Mason, confidente de Calhoun, que por breve espacio haría mucho ruido al comienzo de la rebelión, porque apresado en alta mar á bordo de un buque inglés por un imprudente oficial de marina, estuvo á punto de producir indirectamente lo único por ventura capaz de haber salvado la causa confederada, la guerra entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos. De los otros firmantes, senadores de Florida, Tennessee, Missouri, basta ahora mencionar á Soulé, de Luisiana,[16] del que volveré á hablar, francés naturalizado, que brilló como orador aun enfrente de Webster y de Clay, á quienes sin miedo provocaba, fogoso diplomático, que hizo cuanto pudo por quitar á España la isla de Cuba, promoviendo hasta una guerra europea, si era necesario.

La voz de los diez irreconciliables se perdió sofocada en el tumulto de las votaciones; era no obstante bien claro indicio de lo inútil y estéril que al cabo resultaría la obra pacífica á que se consagraban los demás. Pero su agrio é importuno acento disonó en medio de la alegría natural de sentirse todos libres de la peligrosa y larga agitación que había precedido.

CAPÍTULO II.
El sucesor de Webster en el Senado.—Ley sobre los esclavos huídos.—Cuestión de Kansas.—Discurso de Sumner y sus consecuencias.

Un nuevo Congreso se reunió en Diciembre de 1851. La situación respectiva de los partidos continuó igual, dominando siempre en ambos cuerpos legisladores las ideas que inspiraron el Compromiso del año anterior. Pero en el Senado pudo notarse un síntoma ligero, cambio pequeño en la apariencia, de carácter muy importante en realidad. Hasta entonces sólo había penetrado allí un senador abolicionista, Hale, de New Hampshire, que tal vez no merecía el calificativo en el sentido sectario de la palabra, pero sin duda acérrimo adversario de la esclavitud. Su elección había sido anunciada por el gran poeta cuáquero Whittier con estas palabras: "que esa primera oleada de la futura inundación del Norte, al romper contra los muros del Capitolio, lleve allí por primera vez un senador antiesclavista". Enteramente solo desde 1847, poderosamente auxiliado dos años después por Chase, senador independiente que no reconocía trabas de partido en cuestiones de libertad humana, formaban ambos núcleo diminuto, al que se incorporaba ahora un[18] hombre nuevo, Charles Sumner, de Massachusetts. Por dos razones era notable la entrada de este senador: porque acudía á ocupar precisamente el puesto donde por tantos años se había sentado Webster, quien vivía aun en ese instante y era principal ministro del Presidente de la República; y porque su reputación en Massachusetts comenzó por la enérgica reprobación con que había atacado las doctrinas á que se convirtió Webster al fin de su carrera, el Compromiso y la ley contra los esclavos. Formidable, inesperado combatiente, que bajaba al campo vestido de armas de otro temple y otra fuerza que las usadas hasta esa fecha, proclamando en la lucha contra la extensión y predominio de la esclavitud principios severos de moral, ideas de justicia absoluta, prescripciones de conciencia que no consentían ningún género de acomodamiento.

No sería, empero, exacto deducir de la elección de Sumner la prueba de que, en el importante estado que venía á representar, desaprobase una mayoría la conducta de Webster y rechazase el Compromiso de 1850. Todo lo contrario; Massachusetts, lo mismo que el resto de la República, aceptaba sin disgusto el arreglo, complaciéndole la idea de poner realmente término á las pertinaces desavenencias entre las dos secciones del país, de aguardar, evitada la necesidad de remedios violentos, que el curso del tiempo elaborase insensiblemente un cambio de circunstancias, y favoreciese al cabo la lenta extin[19]ción del antieconómico y ruinoso sistema de trabajo, que difícilmente se mantenía en los Estados del Sur. Sumner había ganado el puesto en virtud de una coalición accidental de grupos; debió, sin duda, la preferencia á sus conocidas opiniones sobre la esclavitud, y entraba en el Senado libre de toda traba que sujetara su marcha, sin más límite impuesto á sus palabras que el que su conciencia y respeto á la Constitución juntamente le dictasen; pero la masa del país, allí y en todas partes, sin prestar oídos demasiado atentos á la agitación, al llamamiento á nueva cruzada, que partía del púlpito de ciertas sectas religiosas avanzadas y del seno de las sociedades abolicionistas, esperaba después de todo un largo período de paz y tranquilidad.

Mas el Compromiso llevaba dentro de sí, por su propia esencia, gérmenes peligrosos que no tardarían en crecer y propagarse.

La aristocracia del Sur, envalentonada por el triunfo, por la inercia posterior de sus adversarios, por los aliados que de diversos lados se le ofrecían en el Norte, y más que todo por su propia intemperancia, había de precipitar los sucesos, abusar de la victoria, ahondar ella misma el abismo en que todo se despeñaría. En el Norte mientras tanto la aplicación de la nueva ley sobre los esclavos huídos, que era la parte del acuerdo que más íntimamente halagaba á los dueños,—porque satisfacía á un tiempo mismo su vanidad, sus intereses[20] y el firme convencimiento de la justicia de su causa,—producía conflictos, desórdenes, motines sangrientos más de una vez, y era viva y constante recordación de los rasgos más duros, más crueles y odiosos del sistema.

La ley era verdaderamente terrible, y del inicuo axioma jurídico que hacía cosas, no personas, los esclavos, jamás se han deducido con tesón tan implacable sus últimas y más aflictivas consecuencias. Suprimía todas las garantías del venerando derecho inglés, el jurado y el habeas corpus; prohibía que se admitiese como prueba la declaración del perseguido; todos los ciudadanos estaban obligados bajo diversas penas á auxiliar los agentes de justicia en busca de esclavos prófugos; y para fallar no se requería más prueba que la declaración, oral ó simplemente certificada en copia, de dos testigos acerca de las señas generales del individuo que se buscaba; el procedimiento debía ser sumario, ejecutivo, sin recursos dilatorios de ninguna especie; y por este sentido otras disposiciones de idéntico jaez. ¡Calcúlese el terror que produciría edicto semejante entre los treinta mil negros[5] que vivían refugiados desde muchos años atrás en las ciudades del Norte, arraigados, con familia, y expuestos de súbito á verse perseguidos, rastreados como bestias salvajes por jaurías de feroces sabuesos, y devueltos entre cadenas á sus antiguos y[21] enconados amos! ¡Imagínese también la cólera, la indignación que tal espectáculo despertaría entre los ciudadanos blancos, entre hombres y mujeres de la Nueva Inglaterra, habituados á tratar con mansedumbre hasta á los animales, y forzados á reconocer, á ser testigos de que bajo la constitución republicana de la nación considerada como la más libre del mundo se ordenaban, autorizaban y ejecutaban escenas de tanta barbaridad!

Crecieron y se multiplicaron al calor de esos sentimientos las sociedades abolicionistas, y la corriente de simpatía en favor de los negros esclavos aumentaba á ojos vistas en fuerza y en volumen, formando y educando así la opinión pública contra la institución; y bien se vió al sonar la hora crítica del combate, cuando se levantó robusta, compacta y resuelta á todos los sacrificios. Hubiera sido habilidad política por parte del Sur no exigir demasiado en esa cuestión, no abusar de los derechos que el Compromiso le reconocía, mas era inútil esperarlo de su excitable y excitado temperamento. El día en que pronunció Sumner su primer discurso importante en el Senado, atacó vehementemente la ley, haciendo resaltar sus aspectos más repugnantes; sus palabras, llenas del más sincero fervor, fueron juzgadas de trascendencia tal por Chase y Hale, que declararon ambos á una que señalaban el comienzo de una era nueva en la historia americana. Pero los representantes del Sur se hallaban tan lejos de comprender la gravedad de ese género de ataque,[22] que apenas hubo terminado el orador se levantó un senador del estado de Alabama y dijo que esperaba que ninguno de sus amigos respondería al discurso "que el senador de Massachusetts había creído conveniente infligir sobre el Senado", y agregó, en tono que llegó por desgracia á ser bastante frecuente durante algún tiempo en aquel cuerpo respetable: "el frenesí de un demente puede á veces ser peligroso, pero los ladridos de un gozque nunca han hecho daño á nadie".[6] Y cuenta que la oración de Sumner, á pesar de su acento de apóstol exaltado, no se aparta en realidad del terreno político, y se reduce á pedir el empleo de todos los medios legales para mantener la esclavitud estrictamente dentro de los límites de la sección del país donde existía é imperaba, sin consentir ni extenderla, ni otorgarle, fuera de su recinto, ninguna nueva garantía, ningún otro privilegio.

Pero, como ya hemos dicho, continuaban en el Norte muy grandes y generales el ansia de paz y tranquilidad, el franco deseo de evitar desavenencias enojosas; el peligro mayor para el porvenir de la esclavitud y poder político de sus defensores no residía por tanto, ni en la hostilidad de una docena de senadores, ni en la propaganda religiosa, ni en los esfuerzos de las sociedades abolicionistas, por laudables y hábiles y enérgicos que fuesen. Eso[23] muy bien lo sabían y sentían los jefes y aliados del partido esclavista, y ya lo revelan las posiciones de ataque, no de defensa, que en el acto ocuparon.

Apenas instalado Presidente de la república, el 4 de Marzo de 1853, un hombre relativamente oscuro, sin antecedentes políticos, Franklin Pierce, en quien confiaban hasta el punto de esperar su ayuda en las empresas que secretamente maquinaban, juzgaron oportuna la ocasión para restaurar y afirmar el incierto equilibrio entre las dos secciones, creando nuevos estados, donde la esclavitud pudiera ser establecida. La magna y riesgosa campaña, que en sustancia equivalía á echar abajo todo lo tan difícilmente ajustado en 1850, requería como general en jefe un personaje político del Norte, cuyo nombre é influencia cimentasen la alianza y adormeciesen la suspicacia de los tibios y los tímidos. Aceptó este papel Stephen Douglas, senador de Illinois, "el pequeño gigante", como le llamaban por su corta estatura y su proverbial habilidad en luchas é intrigas de partido, á quien espoleaban la inquieta actividad de un espíritu devorado por la ambición y la esperanza de ascender á la cumbre y asir la presidencia de la República. Consistía su plan en organizar dos nuevos territorios, Kansas y Nebraska, en las vastas y fértiles llanuras que se extendían al oeste del Missouri, entre ese río caudaloso y la gran cordillera de las montañas Rocosas, terreno admirablemente situado en el centro mismo del continente, crucero forzoso de las rutas por donde[24] habían de pasar exploradores, emigrantes y colonos, en busca de las minas de oro de California y de las riberas del Pacífico, linde occidental de la república.

Insuperable obstáculo se presentaba, sin embargo, para que al llegar á constituirse esos territorios como Estados de la federación tuviesen la facultad de autorizar en su suelo el trabajo esclavo; hallábanse más arriba de la línea famosa de los 36°30' de latitud Norte, y un pacto solemnemente acordado y publicado por la generación anterior, sacrosanto y venerable casi como el mismo paladión constitucional, el constantemente invocado Compromiso del Missouri, había trazado para siempre ese límite, más allá del cual era vedado ir á la esclavitud. Calhoun, Calhoun mismo, á quien nunca arredraron las consecuencias de sus doctrinas, hubiera temblado quizás antes de atravesar ese Rubicón por mil motivos peligroso. Douglas no tuvo miedo, ni siquiera titubeó al tirar la suerte, y á su voz respondieron el Senado y la Cámara proclamando que la antigua y salvadora restricción geográfica sería de entonces en adelante nula y de ningún valor. Eso era, para usar un símil de Sumner calificando con su acostumbrado vigor la acción del Senado, sembrar los dientes del dragón por toda la extensión del país; y si no brotaban inmediatamente, como en la fábula antigua, hombres armados, ya fructificarían después entre el odio y la guerra civil[7].

[25]

El nuevo bill trastornaba completamente la política en los Estados Unidos; todos los sacrificios consumados, humillaciones del Norte, retiradas del Sur, acuerdos, transacciones, todo se borró, y apareció en completa desnudez la realidad de los intereses desencadenados. La división entre ambas secciones se ahondó tanto que no era ya posible ninguna transacción, que no podrían ya extenderse más la mano de un borde al otro del abismo que los separaba.

Por fortuna, poseía el sentimiento unionista en el Norte tan viva conciencia de su fuerza y su derecho, que ni entonces ni nunca provocó el rompimiento final, amenaza constante del partido adverso; y en ese año de 1854 soportó que fuese derogado el acuerdo del Missouri, y continuó la lucha en el terreno legal, bajo las condiciones mismas en que se la ofrecían. Kansas y Nebraska eran un desierto: había primero que poblarlo y colonizarlo, después sus habitantes decidirían, cuando se hallasen en capacidad de solicitar ingreso entre los estados de la Unión, la especie particular de constitución que habría de regir, autorizando ó prohibiendo la esclavitud. Si la contienda legal hubiera podido sostenerse con toda lealtad, el éxito en favor de la libertad no hubiese sido dudoso. Los emigrantes nunca iban al Sur á entrar en competencia con el trabajo servil, y como los Estados de Nueva Inglaterra aprestaron recursos abundantes para facilitar el establecimiento de colonos en los llanos de[26] Kansas, no tardó en haber allí blancos suficientes para organizar municipios, reunirse y votar una constitución contraria á la esclavitud. Pero á tanto no podía resignarse el partido omnipotente en Washington; convencido de que para reforzar su vacilante situación le era indispensable aumentar de todos modos el número de defensores resueltos de la esclavitud, hizo concertar bajo sus auspicios entre el vecino estado de Missouri y el territorio de Kansas un movimiento de ida y venida, de entrada y salida, para acumular votantes cada vez que fuese necesario y anular uno tras otro todo acuerdo opuesto á sus deseos. Nació de ahí una situación nublada y revuelta, un estado perenne de confusión, de disputas y hasta de guerra, de verdadera guerra civil, con muertos, heridos, asaltos y batallas. Primer ensayo en teatro reducido de escenas trágicas, que más adelante habían de representarse en proporciones infinitamente mayores; desorden local, en un rincón lejano del país, que deshonraba la república á los ojos del mundo, pues nadie lograba descubrir la verdad ni fijar de qué lado estaban la razón y la justicia en medio de la enorme masa de detalles contradictorios que insertaban los periódicos, que autorizaban las mismas comisiones oficiales. Era en efecto demasiado evidente que el partido cuyas ideas dominaban en el Capitolio y en la Casa Blanca seguía tenazmente en Kansas la realización de un programa bien definido, y apenas disfrazaba su ardiente empeño de cubrir y defen[27]der los atentados que diariamente se cometían.

La mayoría del Senado, tan fiel como numerosa y compacta, mantenía firme la alianza entre Douglas y los adalides del Sur. Butler, de la Carolina, y Mason, de Virginia, sucesores ambos de Calhoun al frente de los sostenedores de la esclavitud, experimentaban la satisfacción de ver acatadas y obedecidas las doctrinas que predicó durante su vida el gran político, cuya memoria invocaban reverentemente, á quien siempre recordaban como "jefe, señor y maestro". Pero el alma, el espíritu activo del Senado en todas esas discusiones á propósito de Kansas, tan graves y tan reñidas, fué Douglas, que inició la cuestión, la dirigió, la hizo crecer hasta convertirla en la más vasta y trascendental de cuantas agitaban el país; á él todo principalmente se debía y en esa época parecía á la verdad el activo, robusto, pequeño de estatura senador, uno de esos enanos malignos de la leyenda, como ha dicho Von Holst, que por la fuerza de sus músculos y la sutileza de sus combinaciones logran sobreponerse á guerreros formidables[8].

Sin tropas, sin máquinas de guerra, sin campo siquiera de donde lanzar las embestidas, no era posible á la minoría reducida del Senado ir contra esa posición inexpugnable con la menor probabilidad de arrollarla. Pero Sumner, en quien no sólo como intrépido y vigilante tribuno, sino como[28] jurisconsulto tan experto cuanto tenaz, fundaban grandes esperanzas los adversarios de la esclavitud, no se resignaba á la inacción, y resolvió ver, con un nuevo discurso, larga y cuidadosamente preparado, si levantando el grito con redoblado vigor, hacía penetrar el eco vibrante de su invectiva en los oídos de todos los libres ciudadanos del Norte de la república, y denunciar así en términos de la más ruda franqueza, sin escrúpulos de forma ni respetos de nimia cortesía, lo que pasaba en Kansas, y lo que para esconderlo y patrocinarlo se urdía en el Senado. Si con argumentos ó con preces nada podía conseguirse, algo quizás se obtendría presentando al país un cuadro magistral de la situación, haciendo destacar sobre el fondo oscuro de la sala de sesiones é iluminando con rojizo resplandor las figuras de los jefes audaces, que tramaban la ruina de la república, que por lo menos querían abiertamente aumentar la influencia y poder de los dueños de esclavos en los consejos nacionales con menoscabo de la libertad.

El discurso fué pronunciado el 19 y 20 de Mayo de 1856, y ocupó más de seis horas entre las dos sesiones. Es una arenga muy trabajada, repleta de erudición literaria, y á pesar del tono excesivamente declamatorio surge en ella sincera y ardorosa la pasión del orador, inspirándole pasajes de brillante elocuencia.[9] Como obra de arte es muy desigual,[29] de gusto poco severo, con tal exuberancia de citas de autores antiguos y modernos, de alusiones históricas y mitológicas, que á ocasiones aparece privado de movimiento y de vigor. No es creíble que, pronunciado ante el Senado, obtuviese la mitad siquiera del efecto que produjo sobre los que después lo leyeron, porque, como todos los escritos de Sumner, deja ver la larga preparación, y carece de ese colorido sobrio y enérgico, que por lo general conserva la prosa de los graneles oradores, aun en los trozos más meditados, mejor aprendidos de memoria. La impresión del auditorio debió ser extraña, confusa, contradictoria, á despecho de la afectación de simetría y precisión de método con que va dividiendo y tratando la materia, sin cuidado de incurrir en repeticiones y monotonía. Este inconveniente quizás fué poco sensible, después de todo, para los lectores poco exigentes á que estaba dedicado, y es positivo que como esfuerzo de convicción y propaganda gana el discurso en claridad y unidad de efecto tanto como puede perder bajo diferente concepto.

En varios lugares presenta el croquis de las líneas principales del plan trazado; de las tres partes en que distribuye la materia y que enumera, subdivide dos en cuatro capítulos, cuyos títulos reiteradamente anuncia, comunicando á su trabajo algo de rigidez mecánica, de innecesariamente riguroso y afectado. Agotada la narración, estudiado lo que llama «el crimen contra Kansas» en sus orígenes y su carác[30]ter, descrita con infatigable energía la situación del territorio en ese instante histórico, procede á analizar «con mezcla de vergüenza é indignación» las defensas del crimen invocadas por los culpables, «cuatro en número—dice—y de cuádruple naturaleza... La tiranía, la imbecilidad, el absurdo y la infamia se unen para bailar, como las brujas hermanas, en torno de este crimen». Los remedios propuestos son también cuatro, y se le presentan, aludiendo probablemente á una escena del Mercader de Venecia, igual que antes á las brujas del Macbeth, como otras tantas cajas cerradas, «y al Senado toca determinar con su voto cuál debe ser abierta y descubrir su contenido».

El orador recomienda el cuarto remedio, que en suma se reduce á admitir en el acto á Kansas entre los estados de la Unión con prohibición absoluta de consentir la esclavitud; mas demasiado conocía él lo impracticable de esa solución, que contrariaba les inmutables deseos de la mayoría y tenía, del modo como se presentaba entonces, vicios de forma, irregularidades esenciales, suficientes para hacerla fracasar ante jueces aun menos prevenidos, aun totalmente desinteresados.

Pero cambian de aspecto y naturaleza estas circunstancias, si se recuerda que desde su silla curul el orador pretendía dirigirse al país y era parte de su plan revestir sus violentas afirmaciones de un gran aparato de saber político, de erudición literaria é histórica. La parte personal y de invectiva[31] adquiría así mayor relieve, y no era un inconveniente que quitase fuerza y valor á la argumentación. El entusiasmo y la exaltación podían y debían á su juicio tomar parte en una cuestión en que el sentimiento y la moral universal la tenían tan grande y decisiva. Mirado de este modo, el discurso es extraordinario, y en lo que dice sobre los senadores adversos, sobre Butler y Douglas y Mason, abundan expresiones felices y pasajes muy animados. Hay, como en lo demás, lujo exagerado, ostentación de riquezas, mal gusto; en un solo y mismo párrafo, por ejemplo, compara á Douglas con tres personajes diferentes, con Danton, con un general inglés de la guerra de la independencia y con el que quemó el templo de Diana en Efeso, lo cual es llevar lejos la incoherencia.

La gran novela de Cervantes, acaso tan popular y tan leída en países de lengua inglesa como en los de lengua castellana, le inspira la mejor, más cáustica y brillante de sus comparaciones. Si se tiene presente que el senador Butler era un personaje alto, delgado, orgulloso, aunque de maneras reposadas y corteses, y que Douglas, por el contrario, era pequeño de estatura, de cara redonda, facciones toscas y anchas espaldas, se comprenderá bien el efecto de risa que empezaría causando al decir que esos dos senadores, aunque con muy diferente objeto al de Don Quijote y Sancho Panza, habían salido al campo, á la manera de esta pareja inmortal, en busca de una misma aventura. Pero como[32] el objeto del ataque no era hacer reír, truécase inmediatamente el chiste en denuesto feroz, y añade: «El senador de la Carolina del Sur ha leído muchos libros de caballería, y se cree él mismo andante caballero con sentimientos de honor y valentía. Ha escogido naturalmente una dama á quien consagrar sus pensamientos, la cual aunque fea para los demás, es siempre encantadora para él; aunque indigna á los ojos del mundo, es casta á los suyos; me refiero á esa ramera, que se llama la Esclavitud. En favor de ella brotan profusamente las palabras de sus labios. Que acuse alguno su conducta, ó proponga limitarla en el ejercicio de su lascivia, y no habrá extravagancia de maneras ni violencia de expresiones que parezca demasiado grande á ese senador» ... Luego dice: «Si el senador de la Carolina es el Don Quijote, el senador de Illinois es el escudero de la Esclavitud, su verdadero Sancho Panza, pronto á desempeñar la parte humillante de la tarea». Estas frases repercutieron como imperdonable afrenta por todo el Sur de la república; pero las que más dolieron, las que cayeron como bombas explosivas en medio de aquellos exasperados combatientes y provocaron la terrible represalia, fueron otras, como éstas: «Los habitantes de Kansas excitan muy particularmente la sensibilidad del senador. Representa, como nos lo advierte, "un Estado", y se aparta con supremo disgusto de esa nueva comunidad, que no se digna reconocer ni aun como "cuerpo político"».[33] «¿Por qué ese exclusivismo? ¿Ha leído la historia del Estado á quien representa?... La Carolina es antigua, Kansas es joven. La una cuenta su vida por siglos, la otra por años. Pero un buen ejemplo puede nacer en un día, y me atrevo á decir que enfrente de los dos siglos del viejo Estado pueden ponerse los dos años de prueba y de virtudes de la comunidad más joven. En el uno se oye el largo lamento de la esclavitud, en la otra el himno de la libertad... Si la historia entera de la Carolina se borrase desde el momento de su creación hasta el día de la elección última del senador, no diré cuán poco habría perdido la civilización, pero seguramente menos de lo que ya ha ganado con el ejemplo de Kansas en su animosa lucha contra la opresión». Y aludiendo á unos versos del Hamlet, al apóstrofe indignado de Laertes contra el clérigo oficiante en el entierro de Ofelia, que la mayor parte de sus oyentes sabía sin duda de memoria, concluye el párrafo así: «Kansas admitida á título de Estado libre sería en la República como un "ángel del Señor", mientras Carolina, asida á su manto de tinieblas, yacería bramando en los abismos».

La sala y tribunas del Senado estuvieron completamente llenas durante las dos sesiones que ocupó el discurso, y á pesar de la probable hostilidad de casi toda la concurrencia y del no fingido desdén de algunos senadores, fué escuchado con profunda atención, sin haber sido el orador llamado una sola vez al orden, ni por el presidente de la asamblea ni por sus colegas.

[34]

Apenas hubo terminado, se levantaron á replicar Douglas y Mason; considerábanse personalmente agraviados y devolvieron insultos mucho mayores; pero no hay nada que recordar de sus airadas contestaciones, improvisaciones dictadas por la cólera, y como era natural, no lograron mantenerse, tan estrictamente como lo había hecho el agresor, dentro de las fronteras del lenguaje parlamentario. Butler no asistía al Senado en esos días, hallábase muy lejos, en su "pequeña hacienda" de la Carolina, como dijo después.

Instantáneamente se vió que el efecto del discurso, en contra lo mismo que en pro, sería tan grande como podía su autor desearlo. En la atmósfera opresiva de aquella época, nube tan cargada de electricidad contraria no había de pasar sin desencadenar la tempestad, y como Washington, capital federal, era por sus costumbres, sus esclavos y sus condiciones topográficas una ciudad del Sur, numerosos amigos advirtieron á Sumner que debía por prudencia precaverse atentamente. Pero moderado y pacífico en sus relaciones privadas tenía en cuestiones públicas el valor de sus opiniones, y convencido de la rectitud desinteresada de su conducta, despreció el aviso.

En la tarde del 22 de Mayo, dos días después del discurso, habiendo el Senado suspendido su sesión más temprano que de costumbre, se había quedado Sumner en la sala sentado en su puesto y despachando su correspondencia, cuando se le acercó un[35] individuo para él desconocido, murmuró unas palabras sobre injurias inferidas al estado de la Carolina y á su senador, y sin aguardar respuesta le asestó en la cabeza descubierta golpe tal con un grueso bastón de gutapercha, que casi lo privó de sentido. Pugnando por levantarse, arrancó Sumner en sus esfuerzos la mesa clavada contra el suelo que le impedía moverse y defenderse, mientras menudeaban los golpes sobre el cráneo y sobre la cara, fuertemente aplicados por un hombre joven y diestro. Al fin cayó contra el pavimento, exhausto, desmayado y cubierto de sangre[10].

Fué protagonista de esa escena sangrienta un pariente del senador Butler, miembro de la Cámara de Representantes, llamado Preston Brooks. En la altanera relación del suceso, que cerca de dos meses después hizo él mismo ante el Congreso cuando se discutía su expulsión, confesó haber premeditado minuciosamente su acometida, como castigo de insultos inferidos "á su Estado y á su sangre". Dijo, además, que su primera idea había sido armarse de un látigo solamente, pero como Sumner era hombre de elevada estatura y por consiguiente de mayor fuerza muscular, temió que si había lucha cuerpo á cuerpo llegase á arrancarle el[36] látigo de la mano, y entonces, añadió significativamente, "como yo nunca dejo de llevar á término lo que emprendo, me habría visto forzado á hacer algo que hubiera tenido que deplorar durante todo el resto de mi vida". De ahí la forma y carácter de su atentado[11].

El tribunal común le impuso una simple multa, y en la Cámara no llegó á reunirse la mayoría de dos tercios necesaria para la expulsión; presentó él entonces espontáneamente su dimisión con objeto de ofrecer á sus comitentes de la Carolina del Sur ocasión de aprobarlo ó censurarlo. Fué reelegido por la casi unanimidad de los votantes. Un grito de satisfacción resonó de un extremo al otro de los estados esclavistas, y al cabo de tanto tiempo repugna todavía hoy leer en los periódicos de la época la expresión de esos aplausos tan imprudentes[12], á que respondían de la otra parte los más furiosos anatemas.

Cuando volvió Butler á Washington y habló prolijamente, en dos sesiones también del Senado, respondiendo por sí y por su Estado á los cargos de Sumner, dió á entender que podía muy bien éste hallarse ya otra vez en su puesto de senador, pero[37] que le convenía fingir resultados más graves de los que en realidad le acarreaban los golpes de Brooks. No era así, y en eso como en lo demás cegaba la pasión á los encarnizados adversarios. Sumner, que hasta entonces había gozado de perfecta salud y en cinco años no había faltado á una sola sesión, seguía abrumado por los efectos del ataque, y no se le vió en la sala de sesiones hasta nueve meses después, en Febrero de 1857. Después de ese día no volvió tampoco á concurrir, hasta el 4 de Marzo en que fué á prestar juramento y tomar posesión del nuevo puesto de senador para que acababa Massachusetts de elegirlo por un segundo término de seis años; pero vivamente molestado por los síntomas de una cruel afección del sistema nervioso, consecuencia de los tremendos golpes recibidos en la cabeza, que le impedía toda ocupación seria y continuada, se halló en el caso forzoso de abandonar la patria y embarcarse á los tres días para Europa, donde debía someterse á largo y riguroso tratamiento médico. Es cosa en extremo curiosa observar que cuando fué Sumner el cuatro de Marzo de 1857 á jurar el cumplimiento fiel del nuevo mandato, había ya muerto Preston Brooks, en Washington mismo, pocas semanas antes del mismo año, á la temprana edad de menos de treinta y ocho, y Butler enfermo se acercaba también al término y moriría en sus posesiones de la Carolina pocas semanas después, en el mes de Mayo siguiente. Hubiérase dicho que la diosa de la venganza arrebataba implacable al[38] joven y al anciano, al mismo tiempo que yacía herida en pleno vigor de su madurez la víctima tan ferozmente maltratada.

Volvió de Europa á fines de 1859, estuvo presente en Washington al abrirse el Congreso el 6 de diciembre, dispuesto, aunque no enteramente curado, á reanudar su enérgico apostolado en favor de la limitación de la esclavitud. Muchos y profundos cambios se habían ya verificado en ese momento, pero el problema de la admisión de Kansas como estado soberano de la Unión se hallaba todavía, después de infinitas peripecias, pendiente de solución ante el Senado, cuando se levantó á pronunciar su primer discurso importante en Junio de 1860, abogando lo mismo que antes en favor de la admisión. Pudo, pues, como el ilustre catedrático de Salamanca, perseguido y encarcelado cinco años por la Inquisición, comenzar con la frase célebre: "decíamos ayer". Pero si la posición era parecida, las prendas personales eran distintas; Sumner carecía de la sencilla resignación de Fray Luis, y su novísimo discurso, que al imprimirlo intituló: "La barbarie de la esclavitud", aunque exento de ataques personales, conserva toda la inflexible rigidez de su temperamento de reformador.

La agresión indefendible, imperdonable, de Preston Brooks no redundó en beneficio del infausto programa político que la precipitó, bien al contrario; pero respecto de Sumner, fuera del hondo y lastimoso daño en su salud, si se mira en relación al[39] papel político que tan valiente y animosamente representó, cumple declarar que vino al cabo á prestarle el más insigne servicio. Lo elevó á un alto pedestal, rodeó su frente de inesperada aureola, le trajo el recurso precioso de la popularidad, todo lo cual con sus dotes personales únicamente, con su manera habitual de pensar, de hablar y de escribir nunca hubiera conseguido, á despecho de la honradez de su carácter, del cabal desinterés de sus intenciones. Faltábale ductilidad, faltábale modestia en la lucha intelectual, faltábale sobre todo indulgencia para juzgar á los que opinaban ó sentían de algún modo diverso: precisamente las cualidades que á primera vista se estimarían indispensables para conquistar la alta posición que sin disputa ocupó luego entre sus colegas; su prestigio ante el pueblo americano bastó á allanar todos los obstáculos. El fatal rompimiento de 1861 vino después á colocarlo en su elemento, por decirlo así, al sonar la hora de las resoluciones supremas, de las medidas violentas y radicales. Fué entonces uno de los auxiliares más eficaces del presidente Lincoln, y no cesaba un instante de espolearlo, de impelerlo en el sentido de sus ideas, para obtener de él la proclama de la abolición de la esclavitud como medida de guerra, proclama que Lincoln prudentemente reservaba hasta que el fino y perspicaz instinto, que lo mantenía en íntimo contacto con la opinión pública, le anunciara llegada la hora precisa de lanzarla. Como cabeza de la Comisión de Relaciones extranjeras en el Senado,[40] movido por la inquebrantable resolución de apartar cuanto pudiera traer estorbo á la resolución del espinoso problema de la esclavitud, prestó incalculables servicios, cubriendo con su prestigio parlamentario al ministro Seward, y conjurando todo peligro de ruptura diplomática con el gabinete inglés ó con el Emperador de los franceses. Al fin vió coronados sus esfuerzos, la guerra terminada, la esclavitud para siempre abolida. Fué el período triunfante de su carrera, y duraron su influencia y su poder hasta el término de la presidencia de Andrew Johnson. Después vinieron en tropel amarguras, tristezas infinitas; los defectos del hombre se sobrepusieron á las cualidades del tribuno y del apóstol; alejado de su partido, de los más de sus amigos, en pugna con el general Grant y sus ministros, fué bajando uno á uno reacio y desabrido los peldaños de la escalera, que lo había conducido á la cumbre: nadie lo oía, nadie seguía sus consejos, y su tono dogmático, la pomposa elocuencia de sus desconsoladas profecías se perdían en el desierto. Así fué poco á poco extinguiéndose la luz brillante, la voz sonora del hombre que en un tiempo representaba, según la bella y enérgica palabra de Emerson, "la conciencia del Senado".

CAPÍTULO III.
"La cabaña del tío Tomás"

Queda dicho antes que, elegido Sumner para un segundo término de seis años como senador de Massachusetts, debió contentarse con jurar precipitadamente el cargo y por algún tiempo retirarse completamente de la vida pública. El sillón permaneció vacío, á guisa de constante acusación, manteniendo vivo el recuerdo de la tragedia del 22 de Mayo de 1856. Pero no había peligro de que tan pronto se olvidase; el discurso había repercutido como toque sonoro de clarín, excitando y alarmando gran parte del país, y el atentado que provocó, la profanación de lugar exclusivamente reservado á graves y pacíficas discusiones, aumentó su resonancia y empeoró la situación general de la república en ese año fatídico, en el cual puede decirse que se oyeron los primeros gritos, se asestaron los primeros golpes de la guerra civil.

Era año de elegir nuevo Presidente, y durante el cuadrienio, próximo entonces á fenecer, que había ocupado el puesto Franklin Pierce, había durado intacta la estrecha alianza cimentada entre el poder ejecutivo y la mayoría del Senado, mayoría formada por la coalición de los representantes del Sur y un grupo de senadores del Norte, capita[42]neados por Douglas; contra ella había dirigido Sumner sus vigorosas acometidas.

La elección de Pierce en 1852 había sido triunfal, arrolladura; el partido llamado demócrata confirmó y aumentó con ella su indisputable supremacía, y el vencido quedó tan malparado que, pronto dejó de existir, esto es, perdió su nombre, la cohesión en que fundaba su eficacia desapareció, y sus miembros se dispersaron para formar otras agrupaciones bajo otro título y programa que favoreciesen con más probabilidad de éxito la misma acción política. El compromiso de 1850, la aceptación general como definitiva y completa solución de todas las dificultades nacidas de la esclavitud, fué causa única del triunfo del uno y la derrota del otro partido.

Al mismo tiempo la rigurosa aplicación de la bárbara ley sobre la persecución y entrega en los estados libres de los esclavos fugitivos actuaba por su parte á modo de disolvente enérgico, y amenazaba turbar muy pronto la resignada quietud que aparentemente había sucedido al anterior período revuelto. En multitud de casos las dificultades opuestas por el pueblo á la ejecución de la ley, en otros la mala voluntad y hasta la cólera con que todo el mundo la veía cumplir, crearon en el Norte algo que allí no se había observado antes: antipatía vivísima al régimen mismo de la esclavitud en el Sur y piedad profunda por las víctimas, sentimientos que yacían inertes y dormidos en sus[43] corazones mientras pasaban las escenas terribles lejos de sus ojos, y que ahora por fin se despertaban.

La primera prueba decisiva de la resurrección de esos sentimientos fué el éxito asombroso, tan grande como rápido, obtenido por el libro, que la desastrada suerte de los pobres esclavos inspiró á una escritora entonces desconocida, Harriet Beecher Stowe, del que se vendieron en poco tiempo cientos de miles de ejemplares y que hizo derramar lágrimas de conmiseración á millones de lectores.

Uncle Tom's Cabin—así se titulaba la obra—respondió á una necesidad moral, expresó en forma patética lo que ansioso de brotar bullía en el alma de la nación: de ahí su instantánea, inmensa popularidad. Nadie tomó como simples creaciones de la fantasía sus dramáticos y dolorosos episodios; todos en el Norte de la República reconocieron la reproducción exacta y sincera de una situación social abominable, porque la pintura se ajustaba con terrible precisión á la idea que les sugería la feroz ejecución de la ley contra los siervos escapados á sus dueños.

Tenía Mrs. Stowe en los días de la publicación de su novela (1851-1852) cuarenta años de edad, había cultivado poco las letras y con resultados insignificantes, vivía en ardua lucha con la pobreza, rodeada de numerosa familia, sin más recurso que el mezquino sueldo que como profesor de colegio ganaba su marido. La ley de los esclavos le inspiró[44] el proyecto de escribir la novela; fué en realidad una improvisación escrita semanalmente, á pedazos, á medida que los iba requiriendo el periódico donde primero se insertó. Estaba tan lejos de sospechar la oportunidad y exquisito tino con que iba á hacer vibrar al unísono de su inspiración las místicas cuerdas que aunaban con sus latidos los de tantos otros corazones, que rehusó la proposición de costear á medias con un editor de Boston la impresión del libro, porque era su esposo demasiado pobre para correr riesgo, si acaso el negocio se liquidaba en pérdida: resultado muy de temer en vista del escaso interés que la novela despertó durante los diez meses que estuvo apareciendo en el periódico abolicionista de Washington. Ese era el libro de que en solo un año se iban á imprimir ejemplares hasta la cifra de un millón en la Gran Bretaña únicamente, cifra, dijo La Revista de Edimburgo, probablemente diez veces mayor que la de ningún otro, salvo la Biblia ó el Prayer Book.[13] Esa era la autora de la que, el año mismo de la aparición de la novela, con su énfasis habitual habló Sumner en el Senado en estos términos: «Inspirada por el genio del Cristianismo ha entrado en la liza una mujer cual otra Juana de Arco, agitando con fuerza maravillosa las cuerdas del corazón del pueblo».[14] Y hoy el más recien[45]te, tal vez el más juicioso é imparcial entre los que relatan los sucesos de ese período,[15] considera La Cabaña del tío Tomás tan importante en la historia de los Estados Unidos como La nueva Eloisa en la historia del siglo XVIII en Francia. Los hombres que en sus primeros años leían los escritos de Rousseau fueron los revolucionarios de 1789, como los jóvenes americanos cuyas ideas se formaron leyendo en la novela ó contemplando en el teatro los horrores de la esclavitud, tales como Mrs. Stowe los trazaba, fueron los que más adelante constituyeron la fuerza del partido que consumó por fin la extirpación del cáncer formidable.

Ese efecto colosal, obtenido sin charlatanismo, sin auxilio artificial de especie alguna, fué debido en mucha parte á la poderosa corriente de simpatía que arrastraba por primera vez la masa del pueblo á prestar conmovida atención y escuchar con palpitante interés el eco de las escenas de martirio que pasaban en la región de los esclavos. La autora contribuyó de su lado á la generosa tarea con las intenciones más puras, el más elevado entusiasmo, el más comunicativo ardor, y el libro, concebido y acogido en tan excepcionales condiciones, mereció sin duda todos los honores, llenó gloriosamente su objeto, á pesar de la trama poco fina de su estilo, de[46] la desigualdad de la inspiración poética, del tono excesivamente místico y vago de algunos de sus descosidos episodios.

Los críticos en el Sur de los Estados Unidos, que sintieron bien el vigor y precisión del ataque, quisieron desautorizarlo, acusando la novela de falta de colorido local y declarándola construída sobre hechos inexactos. La primera objeción no carecía de algún fundamento, pues la autora no había personalmente recorrido la comarca especial donde el trabajo esclavo se explotaba en la forma más ruda, y para colocar en ella sus personajes había tenido que pedir acá y allá los detalles esenciales y acumularlos después en breve espacio, en pocas escenas, como era su derecho de artista; pero demostró completamente por medio de una gran masa de datos y documentos, reunidos más adelante bajo el nombre de Clave de la novela, su absoluta buena fe y la suficiente verosimilitud del cuadro general que con tanto relieve había pintado.

La ocasión fué propicia y el talento se impuso á la admiración universal, pero no volvió á encontrar otra igual, ninguna de sus obras posteriores obtuvo ni con mucho éxito parecido, á pesar de que produjo otras de valor literario más subido, que pasaron casi inadvertidas, aunque el nombre de la autora era ya famoso en Europa y en América; pero no pudieron conseguir lo que respecto de la primera dependió principalmente de un estado particular de la opinión. Es probable que muy po[47]cos lean hoy La Cabaña del tío Tomás y sólo á veces se recuerde como ejemplo de moral ó libro de educación de la juventud, bueno todavía para servir de premio en los exámenes. Tiene también su puesto en las antologías, para las que naturalmente se prefieren las escenas que se apartan más de la realidad, como la muerte del pobre negro Tom, especie de visión extática, que asaltó á la autora de improviso, un domingo durante la comunión, antes de que tuviese resuelta la marcha de su argumento, la armazón entera de su edificio.

Además, á medida que se va alejando el período en que la esclavitud imperaba á modo de institución política sacrosanta, se amengua igualmente el efecto trágico y se desvanece mucho la impresión de verdad terrible que en su época produjo. Pero el servicio prestado á la causa de la justicia y la libertad fué muy grande, de vasta trascendencia; si el monumento literario es perecedero, la memoria de la artista no se borrará jamás y nadie con mejor razón que ella pudo exclamar: Non omnis moriar.

CAPÍTULO IV.
Formación del partido republicano.—Convenciones nacionales.—Frémont, Douglas, Buchanan.—Elecciones de 1856.

Cuando se aproxima un cambio profundo en la opinión general de un país, los primeros signos son como ruidos locales de volcanes diseminados por toda la extensión del territorio, cuya íntima conexión pocos reconocen, ni adivinan su carácter de precursores de la gran explosión que se prepara. Así sucedió en los Estados Unidos durante los seis años que van desde que empezó á aplicarse en 1850 la ley de persecución de los esclavos, hasta 1856 que brotó súbitamente el partido "republicano", numeroso, enérgico, lleno de esperanzas, al que reservaba el porvenir la gran tarea de arrancar la esclavitud del suelo de la república.

Los acaecimientos del mes de Mayo de 1856, esto es, el asalto contra Sumner y el incendio y saqueo de una población de Kansas por los colonos esclavistas alentados desde Washington por el Presidente y su ministro de la guerra Jefferson Davis, sucesos ambos que independientemente ocurrieron á pocas horas de intervalo, encontraron al nuevo partido en vías de su definitiva organización, y vinieron muy á tiempo á infundirle el grado de vigor y cohesión[49] que en esos momentos requería. Puede decirse que el partido recibió el bautismo en Pittsburg el 22 de Febrero, aniversario del nacimiento de Jorge Washington, día en que se congregaron allí los adversarios principales de la política imperante en los consejos de la nación, y acordaron proclamar la necesidad de admitir á Kansas como Estado libre y declarar la guerra por todos los medios legítimos contra la extensión del régimen de la esclavitud más allá de los límites donde existía, proscribiendo en lo adelante todo género de transacción ó compromiso. Al efecto convocaban para una Convención en Filadelfia con objeto de nombrar candidato para la presidencia de la república y abrir en seguida animosamente la campaña.

Es sabido que conforme á la Constitución y leyes del Congreso, el pueblo de los Estados Unidos no vota directamente en las elecciones de Presidente de la República, sino escoge cada cuatro años, en un día fijado del mes de Noviembre, compromisarios especiales encargados de formar un colegio electoral y designar el agraciado. En la realidad estos compromisarios obedecen á un mandato imperativo de que jamás se apartan, y nombran siempre á los designados de antemano por el partido político á que ellos pertenecen. El trámite capital, por tanto, es la elección de los candidatos en la junta ó Convención general del partido, candidatos que seguramente serán los escogidos por el colegio electoral y ocuparán el[50] poder, si el partido logra triunfar en el escrutinio general. Llámanse Convenciones nacionales, reúnense por pocos días cada cuatro años, en una ciudad diferente por lo general, y se componen de delegados en número proporcional al de senadores y diputados que cuente cada Estado, delegados escogidos por las agrupaciones permanentes que los partidos tienen siempre organizadas en todos los distritos ó pequeñas circunscripciones políticas, que como mallas de inmensa red cubren el vasto territorio nacional.

Mecanismo tan complicado puede funcionar armónicamente si son perfectas á un tiempo la organización y disciplina de sus elementos, condiciones que sólo el tiempo y la práctica pueden llevar al grado de eficacia indispensable. Infinitas y de la más difícil solución tenían que ser, por tanto, las dificultades del nuevo partido en el primer período de su existencia, y todas ellas venían á añadirse á la otra mucho mayor y formidable de entrar inmediatamente en lucha contra el antiguo partido demócrata, fuertemente organizado, dueño del poder, engreído todavía por el completo triunfo obtenido cuatro años antes y bien persuadido de renovarlo una vez más, confiando en la abundancia de sus recursos, sus tropas bien disciplinadas, sus jefes acostumbrados á vencer é igualmente diestros en el ataque y en la defensa.

Los obstáculos, empero, fueron allanándose por sí mismos, un impulso de genuina y entusiasta simpatía[51] suplió á la falta de tiempo y ejercicio para la rápida y metódica movilización de las fuerzas que de todos lados corrían á incorporarse, y el día fijado reunióse en Filadelfia la Convención Nacional Republicana. Tuvieron mucho sus sesiones de tumultuosas y desordenadas; era inevitable, y, comparada con asambleas del mismo género, fué más bien una reunión tan informe como numerosa, un mass meeting, como se le ha llamado.[16] Concurrieron más delegados de lo que se esperaba, buena parte de ellos irregularmente nombrados, todos empujados por el torbellino de entusiasmo que agitaba al país y le inspiraba la idea de abrir una nueva era, iniciar una verdadera revolución, como envueltos en atmósfera encendida por los más variados y vivaces sentimientos. Recuerda en cierto modo la Convención, aunque en otro mundo, bajo otro clima moral, con resultados más inmediatos y prácticos, el célebre Concilio que á la voz del papa Urbano inauguró en Clermont el vasto movimiento de la Europa contra el Asia, en la Edad Media.

La tarea primera de los delegados demandaba, no arranques de entusiasmo sentimental, sino sólido y profundo razonamiento, y, por fortuna, fué cumplidamente desempeñada: redactar el programa ó manifiesto, lo que en el lenguaje especial de la política norteamericana se conoce con el nombre de "plata[52]forma", sobre la cual, á manera de base ó pedestal, solicitan los candidatos el voto del pueblo. Importaba proclamar en el documento, sin causar escándalo, una decidida hostilidad á toda extensión de la esclavitud, porque esa y no otra era la razón de ser del nuevo partido, é hiciéronlo declarando sin ambajes: 1º que ni el Congreso federal ni ninguna Legislatura particular ni individuo alguno ó asociación de individuos podía impartir existencia legal á la esclavitud en los Territorios: y 2º que el Congreso tenía en virtud de la Constitución el derecho y el deber de prohibir allí la poligamia y la esclavitud, "reliquias gemelas de la barbarie". Pero era también indispensable que el programa no asustase á los tímidos ni ahuyentase á los moderados, sugiriendo medidas violentas ó procedimientos revolucionarios; así lo previeron, contentándose con pedir la admisión de Kansas como Estado libre y evitando aludir al derogado compromiso del Missouri y á la ley sobre los huídos, sin duda porque juzgaron suficientes á realizar sus votos esenciales las dos mencionadas resoluciones, robustecidas con la frase en que invocaban los principios de la inmortal Declaración de Independencia, y anunciaban la decisión inquebrantable de aplicarlos siempre, fuera cual fuese el resultado, y no obstante toda amenaza de disolver la Unión. Precisamente habían sido hasta entonces esas amenazas el arma de doble y cortante filo con que los Estados del Sur infundían terror y mantenían su predominio;[53] ahora por primera vez bajaban á la arena intrépidos combatientes, dispuestos á provocar y afrontar la lucha sin miedo á ninguna consecuencia.

Salvado tan felizmente ese paso preliminar, pidió su desquite el entusiasmo, y avasallando á la razón fué unánimemente elegido por la Convención como candidato á la presidencia, en medio de vivas y aplausos, no un hombre político de establecida reputación, no un tribuno de notoria habilidad, sino un personaje novelesco, héroe de extraordinarias aventuras. Llamábase John C. Frémont, contaba cuarenta y tres años nada más y gozaba de gran popularidad; su nombre había corrido de boca en boca antes de 1850, en la época en que todos volvían los ojos hacia la dilatada extensión de tierra al occidente, más allá del Mississipi y sus afluentes, región casi completamente desconocida, donde era ya fácil adivinar fascinante porvenir de grandeza para la república. A la cabeza de pequeñas partidas de exploradores se había lanzado Frémont en varias ocasiones á visitar esa región de indios salvajes, había atravesado desiertos, escalado ásperas cordilleras, descubierto á costa de trabajos y sufrimientos inauditos los desfiladeros, por donde era únicamente posible llegar hasta los aledaños del continente; y las narraciones de sus aventuras habían sido leídas apasionadamente y admiradas en todo el país. Al declararse la guerra contra Méjico, se hallaba al término de una de sus excursiones: con su gente se puso al frente de una insurrección[54] contra el gobierno mejicano, y pronto muchos le dieron el título de conquistador de California. La anexión de esos territorios halló en él después ardiente favorecedor, y fué uno de los primeros senadores enviados á Washington, cuando en 1850 se verificó la entrada de California como Estado sin esclavos en la federación. Desde esa fecha se le tenía por acérrimo y declarado enemigo de la esclavitud.

Otros actos de su vida parecían de propósito combinados para excitar la atención. Era hijo de un francés profesor de idiomas en los estados del Sur, había nacido en el de Georgia, y se había educado solo, por no doblegarse á la disciplina del colegio á que su madre viuda lo mandó. En Washington después se casó secretamente con una distinguida joven, de la mejor sociedad, y contra la voluntad de su padre, que era Thomas H. Benton, representante durante treinta años en el Senado del estado de Missouri y autor de dos gruesos volúmenes, siempre útiles de consultar, titulados "Historia de la marcha del gobierno americano por espacio de treinta años". Aunque más adelante se reconciliaron suegro y yerno, fueron siempre de muy encontradas opiniones y en las elecciones de 1856 no votó Benton por su hijo político para Presidente. A causa de un incidente de sus afortunadas aventuras en el Oeste fué el explorador acusado de insubordinación y desobediencia, y condenado por un consejo de guerra; aunque el presidente Polk[55] levantó la pena impuesta y ofreció devolverle su grado en el ejército, desdeñó orgullosamente Frémont el indulto, por no consentir una sentencia que consideraba injusta; todo ello contribuyó fuertemente á su popularidad[17].

Juzgado á la luz de sucesos posteriores (mal modo de juzgar, pero la consideración se impone como caso de interés histórico), es evidente que la Convención expuso á grave peligro su propia causa y la suerte del país, al designar á Frémont como candidato. Si hubiera ganado la elección la guerra civil habría comenzado en 1857, y se hubiese hallado dirigiendo la cosa pública en tan crítica y formidable situación un hombre que era, como se vió luego demasiadamente claro, extravagante, obstinado en el error, del todo incapaz de moderar sus impulsos ó plegarse á las circunstancias, y que ni siquiera tenía el talento militar que se le suponía.

El partido republicano reunió más de un millón trescientos mil votos de los cuatro millones emitidos esa vez: resultado prodigioso si se tiene en cuenta que la organización se hizo en plena lucha, enfrente mismo del enemigo. Llenó de gozo y de las más halagüeñas esperanzas á cuantos deseaban borrar en el próximo porvenir la negra mancha de la esclavitud, pues ese número de votos representaba la[56] mayoría en once de los treinta y un Estados de la Unión. No faltaron quienes pensasen que con un candidato menos romántico, de más peso en política que Frémont, el desenlace de la campaña hubiera podido ser muy diferente[18].

El partido demócrata, es decir, la masa compacta de los Estados del Sur, menos uno, y la fracción de hombres del Norte que Douglas conducía, triunfó nuevamente, pero por la última vez; bien lo indicaba inequívoca y ominosamente el no haber alcanzado mayoría absoluta y haber ganado la elección, á causa de la división de fuerzas producida por un tercer partido con su candidato, Millard Fillmore, que recogió cerca de novecientos mil votos, venidos de todos lados, del Norte y del Sur. Mas ese partido debía desaparecer en seguida, dejando apenas rastro. Gastó en esa acometida toda su energía, como la abeja que pierde su aguijón dentro de la punzada. Era el partido apellidado Americano ó nativista, vulgarmente knownothing, porque envolvía en profundo secreto su organización y afectaban sus adherentes responder que "nada sabían" cuando se les preguntaba; duró en suma corto tiempo y murió por carencia de vitalidad, de razón de ser; el problema de la esclavitud era la preocupación universal, el alma de los partidos, y pasarlo en silencio no facilitaba en sentido alguno su solución.

[57]

En la Convención del partido demócrata, que se celebró en Cincinnati pocos días antes que la del republicano en Filadelfia, sufrió Douglas la amarga pena de no ser á pesar de sus esfuerzos el candidato preferido. Su carácter de representante del gran estado de Illinois, el talento y la infatigable actividad con que se alzó y mantuvo á la cabeza de la mayoría del Senado, sus grandes servicios de creador y defensor del plan conforme al cual pudo ser derogada la limitación de la línea del Compromiso y abierto á la expansión de la esclavitud el suelo de Kansas y Nebraska, justificaban bien esa recompensa, objeto incesante de sus afanes. En vano todo; sus amigos tenazmente abogaron por él; fueron necesarios muchos escrutinios antes de que se confesasen vencidos, antes de que cediesen la vía, que hubieran podido obstruir indefinidamente, á James Buchanan, anciano de sesenta y cinco años, en quien la perspicacia de algunos jefes esclavistas había adivinado dócil y complaciente servidor de ulteriores designios. Los seguidores de Douglas se consolaban con la idea de que contaba éste de edad cuarenta y tres años solamente,—lo mismo por cierto que Frémont,—y podía aguardar con paciencia la próxima revancha: él sentía en el fondo de su espíritu que la oportunidad mejor quedaba perdida, que las nubes bajaban rápidas á encapotar su horizonte.

Fué Douglas un demagogo en el mejor sentido de la palabra; aunque había sacrificado mucho y[58] estaba probablemente dispuesto á sacrificar más todavía por obtener aplausos y votos del partido dominante, probó en una hora crítica, cuando sus antiguos amigos se resolvían á la guerra civil, que siempre nutría vivísimo amor y respeto por la patria, por su engrandecimiento y prosperidad, y que jamás consentiría ser cómplice de su desmenbración. El miedo que los sagaces aristócratas del Sur, los mismos que aceptaban sus servicios y seguían su bandera en el Senado, tenían de verlo instalado en la presidencia, era un homenaje que rendían á su inteligencia y al vigor de su temperamento, pues parecían temer que una vez en el alto puesto no pudiesen más contar seguramente con él y desease aplicar sus propias ideas é imponer su voluntad. Reunía muy raras y notables cualidades: enérgico, atrevido, se erguía y brillaba en medio de la controversia y de la lucha, sin que lo acobardaran los fracasos, convencido siempre de que su influencia personal y la prontitud de sus recursos bastarían á transformar la situación en los trances más difíciles. Así á menudo aconteció. Cuando hizo pasar por ambas ramas del Congreso el bill sobre Kansas y la abolición del Compromiso, fué tan hostil la impresión por varias partes que, como dijo él mismo con imagen bien aventurada, había viajado de Washington á Chicago á la luz de las hogueras en que quemaban su propia efigie. A pesar de todo continuó en auge constante su prestigio popular, día llegó en que ninguna otra per[59]sona en el partido le excedía en habilidad parlamentaria, en número de adherentes y en popularidad.

Para haber subido más alto y dejado en la historia americana nombre ilustre, tanto por lo menos como los de Madison ó Calhoun, halló por desgracia obstáculos invencibles nacidos de las condiciones en que fatalmente se encontró desde el principio de su carrera y le impidieron adquirir ese grado de educación, de refinamiento moral é intelectual que, salvo en naturalezas privilegiadas, sólo se adquiere durante la juventud. Como selfmade man fué un tipo característico, aun en esa tierra donde surgen con más frecuencia que en otras hombres formados y elevados por su propio esfuerzo; huérfano de padre y madre desde muy temprano, apenas asistió á escuelas en su niñez y á los diez y seis años ejercía un oficio mecánico, carpintero en el estado de Vermont, donde había nacido. Resuelto á abrirse camino á través de las dificultades, emigró al Oeste de la república, á los nuevos Estados que rápidamente crecían y prosperaban. Una vez fijado en Illinois, donde había entrado solo y con treinta y siete centavos en el bolsillo por único capital, progresó su fortuna en la misma medida que adelantaba el estado en riqueza y población, y fué á los pocos años ocupando uno tras otro los cargos más importantes del servicio público, llegando á ser Senador en 1847, posición encumbrada que hasta su muerte conservó y admirablemente llenó.

[60]

Acaso debió Buchanan el triunfo en la Convención de Cincinnati á los méritos mismos de su competidor, pues por lo demás era personaje muy inferior en todo. Pero así como tenía Douglas numerosos amigos, contaba enemigos y envidiosos dentro del partido, auxiliares más ó menos tibios, que había ofendido y llevádose de encuentro en las reñidas batallas políticas en que había figurado y triunfado; el resentimiento de éstos y los temores que en otros inspiraba su nombre, bastaron para echar al suelo su candidatura. Buchanan no tenía malquerientes personales, había pasado varios años fuera del país en el servicio diplomático, era obsequioso, cortés, de fácil palabra, muy estimado en Pennsylvania, su Estado natal, pero débil de carácter y de inteligencia no más que mediana.

El público siguió las diversas fases de esa campaña electoral excepcionalmente ruidosa y agitada con palpitante interés, con más ansiedad que ninguna de las anteriores. Pronto se observó que la calculada desigualdad de fuerzas entre los dos grandes partidos se compensaba por medio de la inesperada simpatía que el nuevo programa antiesclavista despertaba. El partido demócrata disponía de las sumas que las cotizaciones exigidas á los empleados públicos producían; Fillmore contaba de su lado las clases mercantiles, los más ricos capitalistas, que no escatimaron sus contribuciones; pero los republicanos, circunscribiendo sus esfuerzos á los Estados libres, lo cual por sí era una ventaja, sin[61] gastos inútiles, sin estímulos extraordinarios, vieron las masas acudir al simple llamamiento. Miles de individuos, sacudiendo inveterado torpor, contemplaron fijamente por primera vez las consecuencias del plan político de la extensión de la esclavitud, resolvieron, con la tranquila resignación de quien busca la paz de su conciencia, que la esclavitud quedaría enclavada dentro de los límites reconocidos por la Constitución, y que de ahí no debería pasar jamás.

El número de votos antiesclavistas dejó atónitos á muchos, perplejos á los mismos vencedores; Buchanan, en la presidencia, iba á representar una minoría, debido á los cuatrocientos mil sufragios de ciudadanos del Norte, interceptados por el tercer candidato. Esos votos hubieran bastado para elegir á Frémont, suceso increíble seis meses antes, que los hábiles estratégicos, directores desde tantos años atrás de la política nacional, habían considerado resultado tan monstruoso como improbable, y sólo mencionaban para declarar que á tal evento responderían sin vacilar con "inmediata, absoluta, eterna separación".[19]

Cuando se acallaron las voces, y se disipó el humo del combate, un observador mal preparado hubiera podido pensar examinando el campo que[62] no se había realizado alteración alguna profunda, que la situación seguía la misma, pues si el asalto había sido más rudo, la victoria era indudable, y las cosas continuarían por tanto bajo Buchanan como habían marchado ya bajo el gobierno de Pierce. Los vencedores no obstante se encontraban lejos de sentirse tan satisfechos como en anteriores ocasiones; jugaban en esas lides intereses demasiado graves y queridos, y en sus inquietas meditaciones, fija la escrutadora mirada en lo futuro, pudieron ver, como el héroe romano antes de la última batalla, un fantasma siniestro emplazándolos para la próxima elección presidencial.

CAPÍTULO V.
El negro Dred Scott ante el Tribunal supremo

A los dos días de inaugurada la presidencia de James Buchanan, el 4 de Marzo de 1857, publicó el Justicia mayor, ó Regente del Tribunal supremo de los Estados Unidos, la sentencia acordada por mayoría de los jueces en el pleito seguido por un negro esclavo llamado Dred Scott, en vindicación de su libertad.

Es celebérrimo ese fallo; no tanto por la parte dispositiva, pues en nación compuesta de más de treinta Estados, independientes entre sí respecto de toda cuestión de derecho común, civil ó criminal, y cuyos códigos particulares en unos protegían el régimen de la esclavitud y en otros ni siquiera lo reconocían, habían por fuerza de ocurrir á menudo conflictos sobre la condición de individuos pasando á cada instante de un Estado libre á otro esclavo. Nada extraordinario, por consiguiente, hacía el tribunal encargado por la Constitución de zanjar esas dificultades, oyendo en grado de apelación un caso particular, ya tratado por otra Corte federal, y confirmando fallo anterior que declaraba esclavos á los demandantes, esto es, al negro Scott, su mujer y dos hijas. La importancia histórica de esa sentencia[64] estriba en sus considerandos, en la doctrina de derecho constitucional que establecían, con el objeto confesado de calmar las reñidas controversias sobre la legalidad de la admisión de esclavos en los Territorios, y, al efecto, aprobando una entre las diversas interpretaciones de la ley fundamental por cada partido preconizadas. Pero en vez de aquietar los ensañados contrincantes vino el malhadado documento á precipitarse como enérgica levadura en la lucha ardiente de los partidos, levantando y excitando las diferencias políticas hasta un grado no visto todavía.

Dred Scott, esclavo de un médico militar domiciliado en el estado de Missouri, había residido algún tiempo sirviendo á su dueño en regiones de la república donde no existía la esclavitud, y á su vuelta, enardecido por violento castigo corporal á que se le sometió, dedujo demanda de emancipación apoyándose en la jurisprudencia inglesa, vigente como derecho común en los Estados Unidos, que declara libre el esclavo que pone el pie donde no sea legal la condición servil. Años hacía que la demanda seguía su curso con varia fortuna en diferentes tribunales, hasta que agotadas sin obtener sentencia firme las dos jurisdicciones, local y nacional, de los Estados y de la Federación, que funcionan al lado una de otra y completamente separadas el todo en país, llegó en grado final ante la Corte suprema en Washington. Movió el caso vivísimo interés; abogados de gran reputación acudieron[65] espontáneamente, sin retribución directa y atraídos sólo por la importancia de la materia, á informar en estrados las dos veces que abrió el tribunal la vista de la causa, ambas en 1856, la primera antes de la elección de Buchanan, la segunda después. De esta manera una precedió y la otra siguió á la encarnizada campaña que tanto ruido y tanto polvo hizo ese año en todo el ámbito del país.

Si el alto tribunal se hubiese limitado á desairar las pretensiones del esclavo y simplemente confirmar por los mismos ó parecidos fundamentos, como un instante lo pensó, la sentencia apelada, sin perder el caso su grave y dramático carácter hubiera excitado la opinión pública por breve espacio y caído pronto en el olvido, máxime cuando se supo dos meses después que toda la familia Scott había recobrado la libertad, en virtud de manumisión voluntariamente otorgada por un nuevo dueño á cuyo poder había pasado. Mejor hubiera sido así mil veces; se habría evitado la peligrosa prueba de echar por pasto á la furia de los partidos el nombre y la respetabilidad del más elevado tribunal de la república. El tribunal también habría renunciado á la tarea imprudente de discutir y resolver en el fallo de un pleito particular toda la espinosa cuestión de la esclavitud de los negros. Pero era demasiado seductora la tentación que hizo á los jueces sucumbir, y si su conducta puede ser tildada como error de juicio y extralimitación de facultades, la rectitud del propósito la explica y excusa cumplidamente.

[66]

¿A qué, en efecto, se reducía la diferencia de motes y colores entre los dos grandes partidos acampados frente á frente desde la última lucha electoral y en perdurable son de guerra?—A interpretar diversamente cada uno el espíritu de la Constitución, á negar ó afirmar que en el Congreso residiera el derecho de autorizar la esclavitud en el vasto espacio no organizado aun con forma de estados federales. Divergencia muy honda y trascendental, que no podía, como otras contiendas de partido, resolverse en cambio de nombres ó trueque de personas, porque envolvía inmensos intereses y aventuraba todo el porvenir.

El Supremo cuerpo judicial, nacido de la Constitución misma con el encargo de interpretar y fijar la significación de sus artículos, voz de la conciencia del pueblo americano, como se le ha llamado[20]; del pueblo americano emanado para ser en los casos inciertos garantía suficiente de los derechos individuales y elevarse por cima de los bandos, facciones é injusticias coaligadas,—pudo muy bien creerse investido de la misión de terciar en esa guerra deplorable de opiniones, y puesto que era la demanda de Scott contra su amo ocasión oportuna de pronunciar también sentencia sobre ese otro pleito capital, no vaciló en prestar el patriótico servicio de resolver la intrincada cuestión que turbaba los ánimos y amenazaba la paz. Por[67] desgracia, aunque á tanto alcanzase su jurisdicción, punto de suyo discutible, el resultado defraudó las excelentes intenciones, y, en vez de mejorar la situación política, envalentonó á los intransigentes del partido sudista, exasperó á los adversarios, hasta que rotos los diques, desbordadas las pasiones, llegó la polémica á un grado de ardor inesperado.

Uno de los abogados que arguyeron en los estrados del tribunal contra las pretensiones del demandante, Reverdy Johnson, que gozó después de gran reputación en el foro y en la política, dijo en su arenga, entre otras frases que leídas hoy parecen blasfemias y eran entonces opiniones muy esparcidas, que la extensión de la esclavitud era lo único que podía preservar incólume la libertad de la república. Taney, presidente de la Corte, afirma en la minuta por él redactada como resumen de las opiniones y acuerdos de la mayoría, que "el pueblo americano", en cuyo nombre se escribieron la Declaración de Independencia de 1776 y la Constitución de 1787, no incluía en su expresión colectiva á los negros africanos ni á sus descendientes nacidos en América, y que á éstos sólo se aludía en el segundo de esos instrumentos como á una especie particular de propiedad, de ningún modo como individuos revestidos del carácter y derechos de ciudadanos de los Estados Unidos. Llevando luego sin temor esas afirmaciones á sus naturales consecuencias, deducía que el Congreso no podía im[68]pedir que los ciudadanos acudiesen con sus bienes, es decir, con sus esclavos, á establecerse en las tierras no colonizadas todavía y pertenecientes por igual á todos los miembros de la Unión, y eran por tanto ilegales los célebres pactos ó compromisos, desde el de Missouri hasta otros más recientes, que habían puesto trabas á esa facultad. De tal manera excomulgaba la primera autoridad judicial al millón y medio de personas que había votado el programa de la Convención de Filadelfia y proclamaba la perfecta é inatacable ortodoxia de las doctrinas contrarias.

Enfrente del Capitolio de Annapolis, capital del estado de Maryland, se eleva hoy la estatua de bronce de Rogerio Taney, del íntegro magistrado que estuvo veintiocho años á la cabeza del Tribunal supremo; otra se le ha erigido en la rica ciudad de Baltimore, la más floreciente del mismo Estado; y no solamente sus conciudadanos de esa región, muchos otros en el resto del país, enaltecieron á porfía las virtudes del hombre público, la pureza, la honradez, el valor cívico, el tesón inquebrantable desplegado hasta en los últimos límites de la ancianidad, móvil de esos homenajes[21]. Y, sin embargo, el acto más célebre de su vida, la sentencia que redactó y leyó en el caso de Dred Scott, es una fecha lúgubre de la historia americana, un día de los que se señalan con piedra negra, punto de par[69]tida de la más infausta peripecia para aquellos mismos que en aquel instante parecían triunfar definitivamente en el seguro terreno de la ley constitucional; porque la guerra fratricida hasta entonces posible, probable si se quiere, apareció en el acto con el carácter de fatal, incontrastable necesidad. Taney vivió lo bastante para verla desencadenada y hasta cerca ya de su desenlace; cuando preparaba el general Grant la última campaña, murió, á fines de 1864, á los ochenta y siete años de edad, en los días mismos en que el estado de Maryland abolía voluntariamente la esclavitud, decretaba la ruina de la institución social que los abogados que hablaron y los jueces que fallaron contra Dred Scott habían creído destinada á durar perpetuamente, por lo menos hasta una fecha, como dijeron, "que ojos humanos no alcanzan á divisar todavía".[22]

Ha dejado, pues, Taney, á pesar de sus raras prendas personales, una reputación nublada, que sobre todo palidece y mengua comparada con la gloria fulgente de Marshall, su inmediato antecesor, que ocupó también por largo espacio la presidencia de la Corte suprema y fué el gran intérprete de la Constitución, el jurisconsulto sin rival á quien, después de Washington, debe más que á ninguno agradecer la república norteamericana la firmeza y robustez que con el curso del tiempo han ido sus instituciones adquiriendo y aumentando. Taney[70] no obtuvo sin seria oposición la venia del Senado cuando el Presidente lo nombró Primer Justicia de la Corte Suprema, pues muchos vieron con susto penetrar en el recinto de la justicia con tan elevadas funciones á quien se había engolfado demasiado en la política de combate durante el gobierno despótico y agitado del general Jackson, de cuyos más autoritarios desmanes había sido secreto consejero y público defensor. Bien justificado quedó ese temor con el tono, la forma é intención de los considerandos del fallo sobre Dred Scott. De cualquier modo en suma que se mire será siempre una obra política, con un fin político, redactada con la parcialidad y exclusivismo de los papeles políticos.

La sentencia resolvía una causa particular en apelación ante el tribunal y expresaba la opinión de la mayoría, de seis de los ocho jueces que lo componían, pero Taney es responsable ante la posteridad de las doctrinas incrustadas en sus párrafos, de la aprobación innecesariamente impartida al programa de un partido reorganizado especialmente en defensa de la perpetuidad de la esclavitud, y más que todo de la imprudente dureza con que, para demostrar que los fundadores de la nación no pudieron haber invitado la raza negra á gozar de la grande obra que edificaban, traza hostilmente cuadros como el siguiente, que hoy mismo no puede leerse sin hondo desagrado:

"A juicio del tribunal, las historias de la época y el lenguaje empleado en la Declaración de Independencia demuestran que[71] ni la clase de esas personas importadas como esclavos, ni sus descendientes libres ó no libres, eran entonces reconocidos como parte del pueblo, ni se intentaron incluir en los términos generales empleados en ese memorable documento. Difícil es darse hoy cuenta de las ideas que respecto de esa raza desgraciada prevalecían en la opinión pública del mundo civilizado en la época de la Declaración y cuando se escribió y adoptó la Constitución. La historia de todas las naciones europeas lo revela del modo más inequívoco. Más de un siglo hacía que eran los negros considerados como seres de un orden inferior absolutamente incapaces de asociarse á los blancos en sus relaciones políticas y sociales, inferiores hasta el punto de no tener derecho alguno que el blanco estuviese obligado á respetar, así como de poder ser justa y legítimamente reducidos á servidumbre en su propio beneficio. Eran vendidos, comprados y tratados, cual lo son las mercancías cuando hay alguna ganancia que reportar".

Y armado con su lógica despiadada, continuaba el juez diciendo: "que si la raza africana esclava estuviese comprendida en las palabras de la Declaración de Independencia que afirman la igualdad de todos los hombres, la conducta de los patriotas ilustres que la suscribieron aparecería en completa y flagrante contradicción con los principios mismos que establecían, y en vez de la simpatía del género humano que buscaban, habrían recibido y merecido vituperio universal".

Es triste é ineluctable condición de anomalías sociales de la especie de la esclavitud el arrastrar á tales extremos aun á individuos dotados de nobles y generosos sentimientos. Taney era dulce y bondadoso en el trato íntimo, según el testimonio de cuantos privadamente lo trataron; y no sólo nunca compró esclavos, sino que otorgó la libertad á cuantos por herencia le tocaron, socorriendo y pensionando luego á los que por razón de edad no[72] podían cabalmente gozar del beneficio de la manumisión; pero nacido y educado en un Estado del Sur, abundando sinceramente en las ideas del partido demócrata, no pudo resistir al deseo de echar en la agitada balanza el peso del gran cuerpo judicial que presidía, halló la mayoría de sus colegas dispuesta á acompañarlo en la aventurada empresa, y cometió el error imperdonable. Error de que él mismo fué la víctima primera, pues las crueles odiosas frases que corrieron de su pluma permanecerán eternamente adheridas á su nombre, y se necesita tener bien presente toda la buena fe, todo el desinterés personal del hombre para comprenderlas y atenuarlas.

El fin anhelado no se alcanzó ni siquiera aproximadamente, ni aun en el primer momento; el mal en vez de aliviarse persistió agravándose, y contribuyó, por contrario efecto, á cerrar el paso á todo acuerdo posible entre los dos grandes partidos separados por la cuestión de la esclavitud.

Era claro que los jefes del Sur, que tan arrogantemente pedían desde algunos años atrás el reconocimiento de sus derechos y de su carácter de amos de esclavos en los Territorios, sin arredrarles el peligro de arruinar la fábrica política, no habrían de ceder ó disminuir sus altivas exigencias, ahora que el Tribunal supremo proclamaba la legalidad, la corrección constitucional de su programa. El miedo del porvenir, que tan justamente les infundió el número inesperado de votos reunido por la candidatura[73] adversa, comenzó instantáneamente á minorar, gracias al poderoso apoyo de la aprobación judicial; exageraron sus pretensiones al mismo tiempo que crecían su orgullo y espíritu dominante, y llegaron hasta esperar confiadamente que el respeto á la ley, la sumisión á la cosa juzgada, sentimientos muy esparcidos y siempre vivos en la república, unidos al antiguo deseo de evitar á toda costa el desquiciamiento de la Unión, decidirían á la masa del pueblo á permitir la realización de sus designios.

El efecto entre los agrupados bajo el nombre de "republicanos" fué, como dije, contrario á lo previsto; los que procedían impulsados por ideas de moral y religión se exaltaron hasta el frenesí al encontrarse con la justicia apadrinando lo que consideraban abominable; los que obedecían á un plan político, los moderados, que esperaban tarde ó temprano el triunfo en las urnas electorales por los medios ordinarios, en nada cambiaron, porque sabían bien que la sentencia por Taney publicada resolvía sólo el caso concreto á que se refería, y acatándola á ese único respecto replicaban que los precedentes judiciales, cuando son errados, se destruyen por medio de fallos posteriores; y que una vez arrollado pacíficamente el partido esclavista en nuevas elecciones, las opiniones y tendencias de los magistrados de la Corte Suprema cambiarían poco á poco, por juego y obra de la misma Constitución tan falsa y lastimosamente ahora interpretada y aplicada.

[74]

Las cosas por tanto continuaron por breve término en idéntica posición; la gran batalla de principios y de programas tenía que trabarse y decidirse todavía en su verdadero terreno, la intervención de los jueces excitó de antemano las masas combatientes y les proporcionó gritos de guerra más nuevos y estruendosos.

CAPÍTULO VI.
Desacuerdo entre ambas ramas del Congreso sobre la admisión de Kansas.

El primer año de la presidencia de Buchanan fué el más fúlgido momento de fortuna disfrutado por el partido esclavista. Todavía hoy pudiera supersticiosamente creerse y decirse que el destino quiso engañarlo por última vez, en la hora misma que lo esencial estaba á punto de perderse, y, poniéndole delante el espejismo de la victoria, llevarlo seguramente con ojos deslumbrados á la catástrofe definitiva. Hallábase en posesión absoluta de cuantos recursos eran de apetecerse para cimentar indestructiblemente su predominio: poder ejecutivo, poder legislativo, supremo cuerpo judicial, todo laboraba y conspiraba en su favor.

Nadie acogió con más regocijo que Buchanan la declaración judicial que sancionaba la extensión de la esclavitud en los Territorios; los intransigentes del Senado y de la Cámara de Representantes tuvieron la satisfacción de oir decir en su nombre, en un mensaje especial, de 2 de Febrero de 1858, que Kansas era ya un Estado con tanta verdad y tanto derecho como otro cualquiera de la Unión, como Georgia ó las Carolinas, con esclavos como ellos, y por los mismos títulos digno de formar parte[76] de la gloriosa federación. Si el Congreso seguidamente atendía las sugestiones del Presidente, aprobaba la situación á que se había llegado en Kansas por medios bien merecedores de reprobación, y admitía la nueva comunidad bajo la constitución que subrepticiamente, sin consulta real del pueblo, acababan de promulgar,—¡qué hermosa manera de coronar los esfuerzos de los últimos cuatro años! El equilibrio entre las dos secciones quedaba en el acto restablecido, y no habría ya peligro de perderlo nuevamente, pues el horizonte inmediato se vestía también de gratísimos colores; Tejas, el Estado enorme, de cerca de trescientas mil millas cuadradas de superficie, podía legalmente ser dividido en cuatro Estados, y en vez de dos, mandar ocho representantes al Senado, cualquiera que fuese la cifra de su población; más lejos los vastos espacios anexados después de la guerra contra Méjico ofrecían su fértil suelo á colonos venidos de todos lados para organizarse pronto del mismo modo y en las mismas condiciones que Kansas, y entonces, no diez y seis, sino veinte, veinticinco Estados, explotados por el trabajo de los negros esclavos, lucharían ventajosamente en Washington por medio de sus delegados contra los ávidos industriales y comerciantes del Norte, y tendrían en las manos los medios de exigir é imponer el respeto y la conservación de sus instituciones peculiares.

Pero el ardiente deseo los arrastraba demasiado[77] lejos, como poseídos del frenesí que la fortuna vierte sobre aquellos que quiere perder, según el célebre apotegma que la Edad media atribuía al poeta cómico latino. El cúmulo de lisonjeras esperanzas comenzó á desmoronarse cuando más alto y compacto parecía. Apenas se dibujó claramente ante los correligionarios del Norte lo que se escondía detrás de esas apariencias y vieron hasta donde soñaban ir sus aliados del Sur con el Presidente de la República á la cabeza, se negaron algunos á continuar en tan tortuosa dirección, invadidos de mortal angustia al hallar inconciliables el amor de libertad que los animaba y la distinta situación legal que debía surgir de la ejecución de sus acuerdos. La opresiva duda se propagó con rapidez, y como tiene que suceder donde la voluntad popular es soberana y no carece de ocasiones de manifestarse, repercutió entre los miembros de la Casa de Representantes, desprendió de la mayoría imperante suficiente número de votos para que fuese rechazado el bill del Senado sobre la admisión de Kansas de la manera convenida, y la bien maquinada intriga cayó al suelo desbaratada.

Fué el naufragio definitivo de la cuestión, cuando más orgullosamente navegaba y desplegaba velas y grímpolas; naufragio sin posible salvación, aunque se empeñasen en excogitar las más ingeniosas combinaciones. La misma numerosa mayoría que la había acogido y prohijado con tanto afecto en el Senado, corría riesgo de disolverse, porque llevaba en[78] el seno una herida incurable; Douglas, creador y firme mantenedor de la alianza entre representantes del Norte y del Sur, la había abandonado en tan críticos momentos y había votado con la minoría, es decir, contra la entrada de Kansas. Su defección tenía á la larga que sentirse como golpe mortal.

El fallo de la Corte suprema había sido terrible para el hábil senador de Illinois; sólo por prodigios de sofística destreza había logrado armonizarlo en los primeros días con sus doctrinas sobre el derecho popular de aceptar ó rechazar la esclavitud, y, mientras la insoluble antinomia no salía de la esfera teórica, bastaron subterfugios para acallarla. Pero si hubiera consentido ahora la transformación que por fraude y por violencia se pretendía consumar en Kansas, mermarían y aun quizás se desvanecerían su influencia y popularidad en el estado libre de que era senador, ante cuyos habitantes tenía precisamente que acudir ese año solicitando reelección. Con su perspicacia y prontitud habituales vió y corrió al peligro. Combatió el bill, votó en contra, dejó sin miedo caer sobre su cabeza las iras del Presidente de la República, la execración de sus antiguos aliados y sus colegas. Era luchador bastante fuerte para habérselas con todos, y aunque amargamente deplorara el golpe de muerte que asestaba, un interés personal, inmediato, superior, le ordenaba defender el puesto desde donde ejercía su influencia en el país. No lograr la reelección[79] equivaldría á perderlo todo de una vez. Por el contrario, reelegido, le sobraría tiempo para recobrar luego su puesto en la plana mayor de su partido, si le conviniese, y aplicar los recursos nunca agotados de su maravillosa estrategia.

CAPÍTULO VII.
Campaña electoral en Illinois. Lincoln y Douglas.

Esa elección de nuevo senador en el Estado de Illinois por cumplirse los segundos seis años de Douglas en el puesto, fué (luego que abortó en Washington el plan de la admisión de Kansas) el acaecimiento capital de 1858, y el país siguió sus diversas fases con apasionada curiosidad.

Ordena la Constitución de los Estados Unidos que los senadores federales no sean elegidos directamente por el pueblo, sino por las asambleas y senados particulares de cada Estado, pero prácticamente acontece lo mismo que en las elecciones presidenciales, y el precepto constitucional respetado en la forma resulta ilusorio en la realidad. Al ser elegidos los miembros de esos cuerpos particulares, si es año en que toca elegir senador federal, van ya todos ellos comprometidos á nombrar una persona públicamente designada de antemano por la Convención del partido, y á menudo se ve dirigir é intervenir en la campaña ante el sufragio universal á los mismos individuos que han de pretender después el cargo senatorial ante el sufragio restringido. Es claro que en esos casos ni siquiera se guardan las apariencias, el pueblo encuentra ocasión[81] de conocer y apreciar las opiniones, las facultades oratorias, el aspecto personal de los candidatos; manifiesta su voluntad en plena posesión de cuanto necesita para ilustrarla, y cuando escoge miembros de asambleas locales designa al mismo tiempo el ciudadano que quiere hacer senador de los Estados Unidos. No lástima, por tanto, ningún interés esencial la desviación introducida por la práctica en el cumplimiento del precepto constitucional.

La cuestión asumía por varios conceptos carácter excepcional. Los motivos de Douglas al desertar ruidosamente de su partido en materia tan importante como la suerte de Kansas, problema en que se creía él más genuino y leal intérprete de la verdadera doctrina «democrática», iban á ser por primera vez oficial y directamente juzgados por el pueblo de Illinois, Estado que por su población era el cuarto entre los treinta y uno de la federación[23]; Douglas mismo, además, que tan cerca estuvo de sobrepujar á Buchanan y obtener la candidatura presidencial, que alimentaba todavía fundadas esperanzas de conseguirlo en la próxima ocasión, que era el hombre de estado más conspicuo, de mayor reputación en el país, se presentaba armado en el palenque y resuelto á entrar en combate desplegando[82] todos sus recursos, pues era de vida ó muerte política para él el lance que jugaba.

Pero esa campaña electoral en un pedazo del interior de los Estados Unidos es famosa, inolvidable para la posteridad, por el gran papel histórico que estaba reservado, que allí empezó á representar ante los ojos del pueblo americano, que más adelante representaría ante el mundo, otro personaje, el adversario precisamente que venía á disputar con Douglas la palma de senador, Abraham Lincoln, unánimemente designado ya por el partido republicano de Illinois como único capaz de luchar con armas de fuerza igual contra enemigo de pujanza tan probada.

Las armas á la verdad no eran iguales sino superiores, y fueron manejadas con tal destreza y tanto vigor que el nombre de Lincoln, abogado del foro de Springfield, capital de Illinois, apenas conocido más allá de los lindes del Estado, corrió inmediatamente repetido de boca en boca y desde esa época contado en el partido republicano como uno de sus jefes más hábiles y valientes. Apenas supo que era el candidato de la Convención reunida en Springfield para la senaduría, se halló que tenía trazado en su mente todo el programa conforme al cual había de llevarse á término la campaña y lo expuso en un discurso, que sus biógrafos más recientes[24] califi[83]can como el más cuidadosamente preparado de su carrera política, que pronunció de memoria sin tener delante ni notas ni borrador, revelando con ello el valor que daba á ese primer paso de una marcha decisiva, en que le tocaba el honor de ser portaestandarte de un gran partido á más grandes cosas destinado. Desde las frases iniciales descúbrese ya el aspecto original de su elocuencia, mística al mismo tiempo que sobria, precisa, concluyente, en que entran por muy poco los adornos del arte, combinando en proporciones bastante altas las condiciones únicas que permiten desdeñar sin riesgo los auxilios de la retórica, es decir, perfecta sinceridad de sentimientos, no creados para el caso, sino nacidos y educados al calor de antiguas convicciones, y cabal percepción en todos sus aspectos del objeto supremo á que tienden sus palabras.

Empieza el discurso como un sermón de iglesia, sin que sea esto querer colocarlo como ejemplo de oratoria untuosa, recitando el versículo conocido del Evangelio de San Marcos: «Una casa dividida contra sí misma no puede permanecer»; y desde el exordio, llevando á los oyentes in medias res, continúa de esta manera: «No creo que pueda nuestra patria indefinidamente subsistir con una mitad esclava y otra libre. No espero que la Unión se disuelva ni que la casa se derrumbe, espero, sí, que cesará de hallarse dividida. Tendrá que ser lo uno ó lo otro. O bien los adversarios de la escla[84]vitud contendrán el ulterior desenvolvimiento de ese régimen hasta aquietar el espíritu público, convencido al fin de dejarlo en el camino de su extinción definitiva; ó bien sus defensores lo llevarán aun más lejos, hasta reconocerlo por igual en todos los estados, en los antiguos y en los nuevos, en el Norte y en el Sur.»

En torno de este dilema, con tan enérgica precisión formulado, giró la discusión por parte de Lincoln y escrupulosamente se mantuvo siempre en el terreno político, sin dar á sus acometidas contra la esclavitud el tono agresivo y revolucionario que afectaban los abolicionistas; porque cumple no olvidar que ese hombre, que cuatro años después debía expedir bajo su nombre y su exclusiva responsabilidad de supremo jefe militar la proclama justiciera que desde el día primero de Enero de 1863 otorgaba la libertad á cuatro millones de negros esclavos, y dejaría en la historia estela luminosa como uno de los más grandes benefactores de la humanidad, no era entonces ni fué jamás abolicionista en el sentido sectario de la palabra, como tampoco sería exacto incluirlo en el grupo de fanáticos sublimes que consagran su vida, sin soñar en premio ni beneficio personal, á la realización de remotos elevados ideales. Abrigaba dentro de su generoso corazón inagotable caudal de benevolencia, que abundantemente se esparcía por todo su ser, y daba á las rudas facciones de su desairado rostro esa viva y honda expresión de melancolía y de[85] piedad, que lo envuelve como una aureola. Los sufrimientos y la horrible crueldad, que necesariamente acompañan al yugo de la esclavitud, despertaban en su alma profunda y ansiosa simpatía por la suerte de la raza infortunada; pero su sagacidad práctica, su innato amor de la justicia le mostraban y recomendaban también la otra faz del arduo problema, y claramente veía que en aquel período de discusión pacífica, en aquella comunidad en que parecían equilibrarse impulsos diametralmente contrarios, la solución no debía atropellar opiniones, intereses respetables crecidos al amparo de derechos por largo tiempo tenidos como indudables. No es de extrañarse, por consiguiente, que en otro discurso pronunciado pocas semanas después, volviendo sobre uno de los extremos del dilema, declarase que la extinción final anhelada por él como adversario de la esclavitud no tenía en su mente plazo fijo de un día, ni de un año, ni de dos, y podría muy bien retardarse acaso un siglo entero, "pero no me queda duda" agregaba "que vendrá y se realizará en los mejores términos para ambas razas en la hora señalada por Dios".

Lincoln, nacido en Febrero de 1809, tocaba entonces, á la edad de cuarenta y nueve años, el punto culminante y luminoso de la lenta y difícil ascensión de su contrastada existencia; allí se produjo en él algo grande y decisivo, como una transfiguración definitiva, y de la empinada cumbre no descendió más, continuó siempre en las alturas, rodeado á[86] menudo de relámpagos en el período de la guerra civil, contemplado, admirado por millones de seres humanos, hasta la trágica catástrofe que terminó prematuramente su carrera y preparó la merecida apoteosis final. Era una naturaleza excepcionalmente robusta, como bien lo indicaban su estatura gigantesca, su fuerza muscular, extraordinarias ambas aun en aquellas sociedades primitivas del Oeste á medio civilizar en que pasó su juventud, y en las que no escaseaban coyunturas de practicar ejercicios corporales. Había emprendido muchos caminos, trabajando siempre duramente para ganar la subsistencia; en ninguna de sus ocupaciones: colono, agricultor, patrón de lanchas surcando afluentes del Mississipi ó el Mississipi mismo hasta la delta de su desembocadura, oficial de voluntarios en la guerra contra indios salvajes, luego comerciante al por menor, auxiliar de agrimensor,—supo descubrir ó aprovechar ocasiones de prosperar con rapidez. Nunca, en resumen, desplegó la necesaria dosis de energía y actividad, como embargado por un ideal oscuro de superioridad moral que vagamente entreveía, y tras el que tendía las alas fatigadas de su espíritu un poco lento, un tanto perezoso, aunque lleno siempre de generosas ambiciones.

En todo ese tiempo fuéle apenas dado cultivar su inteligencia más allá de las primeras letras aprendidas en la niñez, y ya en edad de hombre trató de estudiar la gramática de su lengua, que por cierto no llegó á poseer y dominar completamente. Más[87] adelante comenzó estudios imperfectos de jurisprudencia con intención de ejercer la abogacía, profesión que al fin exclusivamente abrazó. Su variada experiencia de los hombres y las cosas, su perspicacia ingénita, su talento vigoroso de orador natural dilataron inmediatamente el horizonte, permitiéndole, allí donde el derecho y la política venían á ser una misma ocupación, emplear y satisfacer al cabo su amor viril de libertad y de justicia, único sentimiento tal vez capaz de excitarlo hasta el grado de intensidad en que se realizan acciones grandes y famosas.

Fué elegido cuatro veces miembro de la legislatura local, y una vez, en 1846, de la Cámara de Representantes en Washington; mas la política de términos medios y efímeras transacciones que en la fecha imperaba agotó muy pronto todo el interés que lograron los negocios públicos inspirarle, y por último se encerró estrechamente durante seis años en la práctica de su profesión. Este período de relativa tranquilidad y meditación se intercaló entre las dos épocas de su vida pública muy á la sazón y afortunadamente; en él pudo perfeccionar sus conocimientos incompletos, cultivar sus facultades, llegando por medio del estudio asiduo de la dialéctica y las matemáticas, unido al manejo constante de los negocios forenses, á contraer el hábito de exponer clara y metódicamente las más complicadas cuestiones, de eslabonar fuertemente su argumentación, ir derechamente á la verdad,[88] derribando falacias, atacar con vigor el flanco débil del adversario y usar siempre el lenguaje más sencillo y comprensible, dotes todas que después tan señaladamente lo distinguieron, y encubren ó compensan ciertos defectos inevitables, ciertos otros rasgos extravagantes que traían su origen de la instrucción limitada, de los hábitos formados en la juventud, de las compañías vulgares y las ocupaciones desagradables de gran parte de su existencia, como por ejemplo la tenacidad importuna con que introducía cuentos, anécdotas y chistes, de muy mal gusto á menudo, en graves ó solemnes conversaciones.

Mucho había cambiado ya cuando la cuestión de Kansas y la supresión de la línea del Missouri, trocando en 1854 la faz de las cosas y anunciando luchas reñidas, le hicieron salir de su retiro y le avivaron la ambición de servir la patria otra vez y combatir sin tregua la funesta política iniciada por la plana mayor de Washington, política en que su propio Estado, bajo el nombre y dirección de Douglas, asumía tan directa y peligrosa responsabilidad. Contribuyó enérgicamente á la organización y disciplina del partido republicano prestándole toda su influencia y su palabra. Marchaba tan rápidamente su reputación, que ya en 1856 se vió apuntar su futuro prestigio nacional en la Convención de Filadelfia, donde obtuvo desde el primer escrutinio más de cien votos electorales para la Vicepresidencia de la república; la mayoría de los delegados entonces[89] no lo conocía, prefirió otro candidato, muy ajena de presentir, al escuchar allí por primera vez las sílabas del nombre oscuro de Abraham Lincoln, que habían de ser dentro de cuatro años el signo seguro de victoria inscrito en los estandartes del partido.

CAPÍTULO VIII.
Duelo de oradores.

Cuando de Washington llegó Douglas á defender personalmente en Illinois su candidatura senatorial, fué acogido por sus partidarios entre vítores, músicas y luminarias; desde las primeras reuniones el entusiasmo provocado por su presencia anunciaba el mismo triunfo fácil y completo de luchas anteriores. Para orador de plaza pública contaba Douglas con dos grandes ventajas: vigor físico extraordinario y resistencia infatigable; su talento de tribuno popular, compuesto por partes iguales de audacia y habilidad, sabía seducir la multitud halagando malas y buenas pasiones, sabía imponer despóticamente su opinión afectando confianza y envolviéndose en el manto de su autoridad y prestigio como antiguo y nunca vencido jefe del partido demócrata.

Su posición era, sin embargo, en aquel encuentro extremadamente delicada. La política de íntimo acuerdo entre miembros del partido en el Norte y en el Sur, que á él debía el grande impulso y militante aspecto tomados desde 1854 al abolir el compromiso y fomentar la colonización de Kansas en favor de los dueños de esclavos, subió á su apogeo en 1857 con la sentencia del Tribunal Supremo y las[91] recientes combinaciones fraguadas para arraigar más firmemente la debatida institución; pero en realidad las cosas habían corrido mucho más allá de lo que Douglas deseaba, y vinieron á dejar minada por la base la posición que ocupaba, pues si conforme á la interpretación del Tribunal á nadie era lícito oponerse al establecimiento de la esclavitud en los Territorios, resultaba ilusoria, inútil, la facultad por él tan encarecida de resolver como atribución de la soberanía popular lo que la ley constitucional tenía ya concedido y reconocido. La contradicción de ambas teorías era evidente, la una inutilizaba la otra, y entre la interpretación de un simple senador y el fallo inapelable de la Corte no podía vacilarse al elegir. Douglas así lo confesaba con el hecho de apartarse en el Senado de la mayoría de sus colegas, de votar contra el partido que él mismo había conducido tantas veces á la victoria, de ofrecer, en fin, el raro espectáculo de un general en jefe disparando contra sus tropas en el momento decisivo de un asalto, sólo por disentir respecto á un punto de táctica constitucional. De ahí para el candidato un doble peligro que era menester conjurar:—si defendía la doctrina del Tribunal con todas sus consecuencias, se enajenaba partidarios en el Norte, en su propio Estado, y podía perder la senaduría;—si la repudiaba ó atenuaba en cuanto no ajustase á su vieja idea de soberanía popular, ahuyentaba número mayor de partidarios en el Sur y perdía seguramente la espe[92]ranza lisonjera de llegar á la Presidencia de la República.

Todo esto comunicaba á la campaña muy dramático interés, y aumentó más cuando se supo que Lincoln tenía resuelto retar su adversario á combate singular ante el pueblo, esto es, proponerle recorrer juntos los pueblos y ciudades, hablar, y refutarse recíprocamente sus argumentos ante los mismos auditorios. El cartel no podía ser rehusado. No eran raras en aquellas regiones justas oratorias de la misma especie, y en esa vez el vigor de los contendientes, el alto honor que disputaban, el aprecio de que gozaban, contribuyeron, además de la importancia de la cuestión sobre que versaba el litigio, á excitar palpitante curiosidad. Acordaron reunirse en siete ciudades diferentes, cada sesión duraría tres horas, el que primero hablase dispondría de una hora, el contrincante de hora y media para replicar, y se reservarían los restantes treinta minutos para aquél á quien hubiese tocado abrir el debate.

Conocíanse muy bien de antemano ambos adversarios, habiéndoles sobrado ocasiones de encontrarse desde la época en que casi á un mismo tiempo llegaron por rumbos diferentes á establecerse en Illinois en busca de fortuna. Lincoln, que era cuatro años mayor, llegó primero, de Kentucky en el Sur, Douglas poco después, de Vermont en el Norte. Domiciliados allí obtuvieron los dos al fin, si no riquezas, bienestar y consideración, aunque[93] Douglas, como más activo y emprendedor, se había abierto mejor y más pronto su camino; ya en aquella fecha había ganado dos veces y disfrutado durante doce años el envidiable puesto en el Senado nacional, que para Lincoln todavía era una esperanza incierta, demasiado ambiciosa quizás. La lucha, á pesar de que por momentos asumió tono muy violento, se mantuvo, en suma, libre de improperios demasiado odiosos.

No estaba Lincoln destinado á ser senador de los Estados Unidos. En cuanto á ese objeto final fué derrotado sin duda en la contienda, pero ganó innegablemente en la discusión la palma de la victoria y de ella brotó toda su gloria futura. El tomo en que se imprimieron sus discursos en esos debates circuló profusamente en el país, y hasta el triunfo de 1860 fué el arma mejor de guerra de que dispuso el partido republicano[25]. La discusión velozmente se extendió fuera del círculo estrecho de la elección de una asamblea local y un senador, y se elevó á espacios superiores y más vastos, como previniendo ó anunciando la gran lucha que tres años después había de trabarse. Acaso Douglas, aplicado intensamente á la imprescindible necesidad de conservar la dignidad senatorial, no veía esa faz de los debates tan clara como Lincoln mismo, en quien el interés personal era menor y la ambición menos[94] definida todavía, menos ardiente. Cuéntase que antes de dirigir Lincoln á su rival cierto famoso interrogatorio en el segundo de los encuentros, en Freeport, aconsejado por sus amigos de aplazar una de las preguntas, porque podría perjudicarle y hasta costarle la pérdida de la elección, replicó: "se trata para mí, señores, de levantar caza de mayor cuantía; si Douglas contesta, nunca llegará á ser Presidente de los Estados Unidos, y la campaña de 1860 importa cien veces más que la presente[26]".

Esa pregunta famosa, que tan caro costó á Douglas haber absuelto, tendía á hacerle declarar si legalmente existía entonces algún medio de excluir la esclavitud, en el caso de que se le antojase á cualquier ciudadano entrar en un territorio y establecerse acompañado de sus esclavos. El Tribunal supremo tenía resulto por su fallo que no, resolución festejada, encomiada y pregonada por las masas del partido demócrata como preciosa garantía del cumplimiento de sus deseos. Si Douglas por el contrario contestaba que sí, y construía para salir del escabroso paso alguna sofística explicación, salvaría tal vez su candidatura de senador, pero sacrificaría por lo inmediato lo más grande que estaba detrás, la primera magistratura del país.

Contestó en efecto que la sentencia válida y vigente de la Corte resolvía la cuestión solamente en lo abstracto, y que en las asambleas locales[95] residía la facultad de dictar reglamentos hostiles, para hacer imposible la aplicación de la doctrina legal. A lo cual Lincoln instantáneamente replicó: «Yo califico de injusta é improcedente la decisión del Tribunal y lealmente pido su revocación; el juez Douglas se revuelve enfurecido contra los que pretendemos una cosa tan natural, y propone, en cambio, quitarle en la realidad toda su fuerza y su valor legal, pero aparentemente dejándola en pie. Jamás ha brotado idea más monstruosa por los labios de persona que á sí mismo se respete».

Douglas era demasiado avisado para no ver el lazo que le tendían, para no adivinar el abismo en que con su respuesta podía caer; probablemente en el apuro prefirió atender á lo más urgente y fiar el porvenir á su destreza y su fortuna. Logró la reelección, pero la frase fatal pronunciada en Freeport se le adhirió como túnica maldita, neutralizó la mejor parte de su habilidad y energía, embarazó todo ensayo de reconciliación con su partido, y la futura presidencia tocó precisamente al rival vencido, que le arrancó la amañada respuesta.

La suma trascendencia de los principios de moral pública y privada que se hallaban frente á frente, la importancia de sus consecuencias políticas y sociales, el movimiento dramático de esa especie de pugna cuerpo á cuerpo, por decirlo así, entre dos hombres eminentes, imprimen excepcional alcance á los discursos pronunciados en la campaña, y permiten, á despecho de graves imperfecciones, leerlos[96] todavía con algún interés, con bastante provecho. Los de Lincoln son superiores, porque dejando pronto á un lado la cuestión de personas, se elevan á terreno más abierto, en que es más puro el aire y más franco el horizonte, abordan prontamente la situación más alta desde donde, contemplada la institución de la esclavitud bajo todos sus aspectos reales, es posible fijar la horrible injusticia en que se funda y las perniciosas consecuencias con que pervierte y abruma á los mismos que la defienden y ciegamente la fomentan. Medidos conforme á reglas precisas del arte, no son por de contado obras maestras, ni mucho menos; la desgracia de versar siempre sobre el mismo tema, de tener que amoldarse á auditorios demasiado numerosos de campesinos iliteratos, pronunciados á menudo al aire libre, deformados por la necesidad de modificar ó extirpar á cualquier costa errores arraigados, los atesta de lugares comunes y monótonas repeticiones. Pero la sinceridad con que busca Lincoln armonizar el respeto á la ley con el fervor moral de sus convicciones, infunde vida y calor á las palabras; y como abrigaba siempre en lo íntimo de su ser una vena poética, no muy rica, pero de buena ley é inagotable, el delicioso aroma acude de cuando en cuando á la superficie y revela con delicados y sutiles efluvios su presencia.

Entre un total de doscientos cincuenta y dos mil votos recogidos apareció en favor del partido demócrata una mayoría de poco más de mil sufra[97]gios, y al, reunirse la legislatura de Illinois en el mes de Enero, fué reelegido Douglas para el Senado por cincuenta y cuatro votantes; Lincoln reunió cuarenta y seis. La derrota no era un desastre, y sin jactancia había lugar de confiar en el porvenir, dadas las circunstancias especiales que militaron por Douglas. El desaliento no debía por tanto dominar al vencido, pero no es de extrañar que al cabo de tan largo y penoso esfuerzo sintiera Lincoln la resignada tristeza que revelan las siguientes líneas de una carta privada: «Mucho me alegro de haber entrado en la lucha. Hallé el medio, que no hubiera tenido de otro modo, de hablar y ser oído sobre la grande, la perpetua cuestión del día, y aunque ahora me sepulte en el olvido y no se acuerde nadie más de mí, he dejado vestigios cuyo valor en pro de la causa de la libertad durarán mucho tiempo después que haya yo salido de la escena.»[27]

Las trazas eran más profundas de lo que él mismo se figuraba, y aunque su ambición siguiese entonces reducida á buscar y lograr en otra oportunidad el cargo de Senador, honor mucho más alto le reservaban sus compatriotas llenos de gratitud, llenos de confianza en quien tanta energía y vigor intelectual acababa de desplegar.

CAPÍTULO IX.
Proyectos de anexar la isla de Cuba.

No hay en la historia de los Estados Unidos período más triste que el cuadrienio presidencial de James Buchanan. No puede ser otro el juicio de la posteridad, aun cuando, para aplicarle toda la indulgencia posible, se atienda sólo á los tres primeros años y se prescinda del ruinoso y vergonzoso epílogo, de los cuatro revueltos y miserables meses últimos, desde las elecciones de Noviembre hasta la inauguración de Lincoln, en Marzo de 1861, durante los cuales siete Estados de la Unión se concertaron y organizaron á ciencia y paciencia del primer magistrado de la República, dueño del poder ejecutivo, para romper el lazo nacional y formar ellos solos una nueva confederación independiente, mientras el infeliz anciano, responsable ante sus conciudadanos y ante la historia, confesaba su impotencia absoluta de prevenir y evitar cuanto estaba sucediendo, y en su penoso azoramiento afirmaba que las leyes del país lo dejaban desarmado y sin autoridad para oponerse á los actos de rebelión de los conjurados.

Apenas instalado Buchanan en la Casa Blanca en Marzo de 1857, se imaginó suficientemente capaz de aquietar los ánimos de amigos y enemigos, de resolver por su simple iniciativa el candente problema[99] que entre las dos opuestas fracciones tan violentamente se agitaba y de robustecer la amenazada unión de los estados. Movíanlo, sin duda, excelentes intenciones, pero engañado por su vacilante voluntad, por su cortedad de vista, su inteligencia limitada, ideó realizar la ardua empresa, ajustar el equilibrio, echando sobre uno de los platillos de la sacudida balanza todo su peso como depositario del poder ejecutivo. Juguete de la alucinación más extraña y menos disculpable en el jefe supremo de una poderosa nación, creyó que desavenencias tan graves podían componerse, favoreciendo sin medida la parte más extremada, la que se jactaba de desbaratar la patria, si era menester, por lograr su sedicioso empeño, la que veinte veces había obtenido completa satisfacción y formulaba, después de cada jornada victoriosa, mayores y más exageradas pretensiones.

Es difícil todavía comprender y juzgar imparcialmente su conducta, y persisten en sus país, á despecho del tiempo transcurrido, dos corrientes de opinión en sentido muy diferente. Por de contado que no es ya lícito repetir los fallos precipitados, violentamente hostiles, de los primeros días de la contienda civil, harto excusados por la angustiosa situación de horas tan críticas, que atormentaron sin piedad al pobre hombre, penetrando hasta el retiro en que se mantuvo encerrado los últimos siete años de su vida, hasta su fallecimiento en 1868 á los setenta y siete años bien cumplidos. La acusación injusta de perfidia, de complicidad directa en la traición co[100]metida por algunos miembros de su gabinete, sólo una vez pareció condensarse y formularse en hechos determinados, ante cuya enunciación no era dable permanecer callado ni indiferente, á pesar de la estoica dignidad en que le plugo envolverse; redactó y publicó entonces una vindicación de sus actos en las postrimerías de su presidencia. Años después Ticknor Curtis, distinguido autor de una apreciable «Historia de la Constitución de los Estados Unidos», tomó enérgicamente su defensa en un extenso trabajo, que puede leerse abreviado y sin faltarle ningún rasgo esencial en la Enciclopedia de Biografía americana de Wilson y Fiske [28]. En ambos escritos sostiene Curtis la rectitud perfecta de la conducta oficial de Buchanan; por lo demás su carácter privado jamás ha sido por nadie mancillado ni tampoco el constante, apasionado respeto á la ley fundamental de la república, que fué norma de su existencia, virtud informante de sus actos.

Más cerca de la verdad parece H. von Holst, y no creo se aparte mucho de la equidad histórica, al decir que «la debilidad, la terquedad y la presunción fueron los elementos que en desastrosa combinación crearon el carácter de Buchanan y suministraron los hilos para urdir la tela de su desgraciada política.» [29]

[101]

Debióse el triunfo de su candidatura en la Convención, como ya he apuntado, á la necesidad de asegurar para el partido los cincuenta y cuatro votos que representaba el estado de Pennsylvania, donde era muy estimado; también al decidido empeño de evitar á toda costa que fuese Douglas el preferido, pero se granjeó la protección indispensable de los principales caudillos del Sur merced á su larga residencia en el extranjero, lo que le había permitido pasar por neutral entre las dos tendencias que opuestamente preponderaban en el partido y lo mantenían en equilibrio siempre inestable, circunstancia que prestaba á su candidatura un cierto matiz de transacción, mientras en realidad sería, y con más fuerza que ninguno de sus antecesores, lo que después paladinamente se dijo de él: «hombre del Norte con las ideas del Sur». Había, además, dado prendas durante su plenipotencia en Europa, cuando fué á Ostende y á Aquisgran para confabularse con Mason y con Soulé, sus colegas de Francia y España, y lanzar juntos el célebre, escandaloso documento diplomático, conocido con el nombre de Manifiesto de Ostende, en que se anunció al mundo que la diplomacia de los Estados Unidos consideraba la anexión de la isla de Cuba como requisito necesario del desenvolvimiento nacional, que su traspaso por medio de contrato de compraventa pacíficamente concertado sería tan beneficioso para España como indispensable á la república angloamericana, pues de otra manera podría ésta muy bien creerse en el[102] caso de resolver por si sola la cuestión, atendiendo únicamente al interés de su seguridad y de su paz interna.

Esa idea de anexar la isla de Cuba, desde mucho tiempo antes acariciada por casi todos los políticos norteamericanos sin distinción de partido, por juzgarla tan fácilmente realizable como lo había sido la cesión de Luisiana y de las Floridas, adquiridas de Francia y de la misma España; idea que no apartaban de la mente y modificaba siempre su conducta en asuntos de política extranjera, como claramente lo indicaban las reservas y condiciones con que aceptaron el proyecto de Congreso americano concebido por Simón Bolívar y abortado después en Panamá,—fué convirtiéndose poco á poco en artículo permanente del programa de los esclavistas, los que tramaban acrecer así la influencia de que gozaban en el gobierno, y aplicar solapadamente la fortuna general de la nación al triunfo particular de sus intereses especiales. La evolución de este plan, cuya próxima aplicación venía á revelar el manifiesto de Ostende, halló nuevo resorte motor en Pierre Soulé, exsenador de Luisiana, ministro plenipotenciario en España, ardiente entre los más ardientes defensores de la esclavitud, que había ido á Madrid á estudiar los medios más eficaces de impulsar la anexión de la isla, y había provocado después la entrevista en Bélgica con sus colegas. Buchanan, por su parte, prohijó gustoso el plan y no vaciló en estampar el primero su firma al pie del[103] documento, bien persuadido de halagar así los instintos más vivaces del partido y de trabajar en beneficio de sus intereses políticos.

La obra de los tres diplomáticos nació por su propia esencia condenada á no traer consecuencia práctica de especie alguna, trasunto del completo error en que vivían los estadistas americanos al suponer que el gobierno de Madrid quería y podía efectivamente desprenderse de Cuba por medio de un contrato, cuando lo uno no era cierto y lo otro no era realizable. Soulé, más impetuoso y de vista más perspicaz que los demás, aconsejaba al gabinete de Washington precipitar un rompimiento con España, aprovechar el momento aquel en que la guerra de Crimea tenía á Europa inquieta y ocupada, y ganar por las armas lo que buenamente no se conseguía; pero el presidente Pierce titubeó, bien á su pesar, ante la resistencia de su secretario de Estado. Negóse éste rotundamente, por razones de política interior, á entrar por esa senda, la osada sugestión fué desatendida y fracasó todo, quedando su recuerdo como una prueba más del desconcierto y relajación que la absorbente cuestión de la esclavitud introducía en la diplomacia, lo mismo que en las otras ramas del gobierno.

Marcy, pues, el secretario Marcy únicamente, fué quien anuló el grande arranque de Soulé, y aunque no faltaron en el gabinete de Pierce otros ministros para apoyar los proyectos del plenipotenciario, miedo de dislocar el Consejo y deseos de no frac[104]cionar el partido contuvieron por último al Presidente. Contribuyó, además, al desenlace el haberse calmado en el país la efervescencia causada por las intenciones é ideas que se suponían al general Marqués de la Pezuela durante el breve período de nueve meses que gobernó con facultades extraordinarias la isla de Cuba. Había llegado ese general provisto de instrucciones, redactadas á instancias de la Gran Bretaña, para reprimir enérgicamente la trata de África, que clandestinamente se toleraba todavía, y pareció por un momento inclinado á poner la mano sobre la institución misma de la esclavitud, desplegando en favor de la raza negra un interés, una solicitud, que ningún otro había mostrado allí jamás. Esto, á juicio de muchos de los prohombres del partido esclavista norteamericano, equivalía á precipitar lo que llamaban la «africanización» de la isla, amenaza de convertirla pronto en algo semejante á la situación de Haití, y el ejemplo podía ser muy contagioso y forzar desde luego á los Estados Unidos á prevenir la repercusión en su suelo y la probable propagación de tan horrorosa epidemia. La alarma, empero, nació y murió en el mismo año; el marqués de la Pezuela encontró acérrima hostilidad en la parte más influyente y poderosa de la población de Cuba, y á poco, de resultas de un pronunciamiento victorioso, cambió en Madrid la escena, se ordenó su relevo, y fué confiada la administración de la isla á otro militar de ideas contrarias, de carácter muy diferente y con opuesto género de instrucciones.

[105]

Buchanan continuó siendo de los que siempre creyeron en lo fácil de la compra, en que dependía de más ó menos millones de pesos, y con su obstinación genial y su constante anhelo de complacer á los dueños de esclavos no renunció á la esperanza sino la mantuvo viva y presente en su memoria. La protestación de la fe, redactada en nombre del partido para acompañar la candidatura presidencial, había prometido todos los esfuerzos necesarios para asegurar «la supremacía en el golfo mejicano» (to insure our ascendency in the Gulf of Mexico), y poco antes de verificarse las elecciones, había mostrado Buchanan tomar tan á pechos esa promesa, que decía: «si logro como Presidente resolver la cuestión de la esclavitud y anexar después á la Unión la isla de Cuba, exhalaré el espíritu tranquilo y traspasaré el gobierno á Breckenridge,» esto es, al Vicepresidente que iba á ser nombrado junto con él[30].

Engolfado durante la primera mitad de su presidencia en la procelosa cuestión de Kansas, faltóle tiempo que dedicar á la isla de Cuba, y solamente cuando el Congreso modificó hasta reducirlo á casi nada su plan de organizar el nuevo estado esclavista, pudo consagrarse á sus nunca borradas aficiones anexionistas y cumplir la palabra empeñada en la conferencia de Ostende. El momento parecía[106] propicio. Douglas mismo, su gran rival dentro del partido, el que había con sus ataques despojado de toda autoridad y valer el plan sobre Kansas, libre ya del susto de perder su puesto en el Senado, volvía también los ojos codiciosamente hacia el Golfo mejicano. Recorriendo Estados del Sur en busca de aplausos para remendar su popularidad menguada por sus últimos desplantes y discursos en el Senado y en Illinois, y para recuperar hasta donde fuese posible el afecto de esa importante sección, había ido pregonando de ciudad en ciudad la necesidad de adquirir la isla de Cuba y había llegado hasta el extremo de decir que era un caso de incontrastable actualidad, superior á toda discusión, pues sonaba ya la hora de extender la mano y asir lo que el destino ordenaba á la nación como ley de su engrandecimiento[31].

Quizás ese ardor anexionista era, tanto en Douglas como en Buchanan, mucho menos real y sincero, mucho más superficial de lo que inducía á creer el vigor de las frases aludidas, porque uno y otro eran personajes arraigados en el Norte y jefes políticos cuyas mejores y más numerosas tropas se encontraban en el Sur, y todo venía en último resultado á resolverse para ellos en maniobra estratégica, en una manera de lograr posición ventajosa,[107] con el principal objeto de infundir á sus seguidores la cohesión y unidad de propósito, de que en ese momento lamentablemente carecían. No era de creerse, por tanto, aunque lo dijeran, que los moviese la intención de librar á España de lo que consideraban carga tan inútil como peligrosa, para ofrecerle, en cambio, suma considerable de dinero contante, cuyo rédito anual fuera por sí solo superior al sobrante de las rentas de la isla. Ni mucho menos había de impulsarles interés por los hijos de Cuba, agobiados por el despotismo colonial de una metrópoli, que en pleno siglo XIX confiaba todavía á duros y atrasados gobernantes militares la misión de aplicar en sus últimas posesiones de América las ideas exclusivas y tiránicas de los azarosos tiempos de la conquista. Esos aspectos de la cuestión servían para deslumbrar embelleciéndola, para encubrir el fondo de intriga electoral ó de combinación de grupos, que era realmente lo único capaz de excitar y poner en movimiento á políticos de esa laya, cuyas miradas no iban más allá de las conveniencias del partido.

Cualquiera hubiera podido adivinar lo que á Buchanan ocurriría, al tocar ahora de nuevo este asunto, con recordar lo que él mismo había consignado diez años antes, siendo secretario de Estado del presidente Polk, en un despacho oficial, en que daba al representante americano en Madrid la orden de ofrecer al gobierno español la suma de cien millones de pesos, si lo encontraba dispuesto á ceder[108] por dinero la isla de Cuba[32]. En el mensaje al Congreso de 6 de Diciembre de 1858 saca á relucir la misma idea, cambiada sólo la forma de su aplicación; y pronosticando futuras negociaciones decía que antes de todo juzgaba indispensable tener á su disposición los medios de hacer algún anticipo al gobierno español, inmediatamente después de firmado el tratado que se ajustase, sin necesidad de aguardar su ratificación por el Senado. Al mes siguiente el senador Slidell, amigo íntimo de Buchanan, sucesor de Soulé en la representación del Estado de Luisiana, (el mismo que navegando junto con Mason de la Habana á Europa fué apresado en alta mar y devuelto en libertad ante la enérgica reclamación de la Gran Bretaña), presentó un bill para autorizar el Presidente á gastar treinta millones de pesos con el fin de facilitar negociaciones encaminadas á la adquisición de Cuba.

Es un axioma histórico irrefragable: los Estados Unidos jamás comprendieron á España, como España jamás comprendió á los Estados Unidos. Estaban éstos destinados en virtud de la marcha fatalmente lógica de las cosas á arrancar un día á España por la fuerza sus últimas posesiones, y España, la inmensa mayoría de los españoles, jamás[109] se resignó á prever la cuestión, á preparar por medio de un contrato su retirada en condiciones relativamente ventajosas. No hay más triste y penoso ejemplo de invencible obcecación por parte de España. Nunca hizo cosa alguna ni á tiempo ni sinceramente por conciliarse el respeto ó el afecto de sus hijos, fué al contrario sin escrúpulo ahondando el lago de sangre derramada por la bárbara represión, y tuvo al mismo tiempo la candidez de creer ganarse la buena voluntad del gobierno de los Estados Unidos con pequeñas concesiones de detalles ó vagas promesas de ventajas comerciales insignificantes. No tenía la magnanimidad de reconocer la isla como virtualmente perdida y de tratar con sus descendientes para salvar honrosamente lo que todavía era susceptible de ser salvado, como tampoco tuvo el sentido práctico de aceptar las garantías materiales y morales que los Estados Unidos una y otra vez solemnemente le ofrecieron. En realidad no sintió un solo instante la gravedad infinita de la situación, porque á su juicio una nación de héroes, robustecida por gloriosas tradiciones de tantos siglos, poco debía temer á una república anárquica de mercaderes, nacida ayer como un hongo en terreno demasiado fértil y engrandecida súbitamente sin cohesión ni armonía de sus partes componentes. Así, cuando llegó la hora de la crisis inevitable, lo perdió todo en una sola brevísima campaña, á que se precipitó con la impasibilidad del que tiene ojos y no ve las señales de los[110] tiempos, del que tiene oídos y no percibe el ruido precursor de la tempestad.

Tanto orgullo en medio de tanta debilidad era para Buchanan enigma indescifrable, y en el mensaje al Congreso decía que era cosa de devanarse los sesos llegar á comprender que España, por conservar una colonia poco importante (comparatively unimportant), rehusase hacer lo que sin titubear ejecutó Napoleón primero, quien era "tan celoso como el que más del honor y los intereses de su nación, y no fué por nadie vituperado al aceptar un equivalente pecuniario en cambio de la Luisiana, cedida á los Estados Unidos".

Mientras Slidell redactaba, en nombre de la Comisión de relaciones extranjera el informe que debía abrir en el Senado la discusión de su bill, llegó á Madrid el texto del Mensaje presidencial, é inmediatamente exclamó en las Cortes el general O'Donnell que se exigiría cumplida satisfacción por tamaña injuria inferida al honor nacional, y la asamblea en masa, mayoría y minoría confundidas en la misma indignación, aplaudió y se adhirió á la vehemente protesta del primer ministro. No por eso sin embargo, se arredró la obstinación de Slidell, mantuvo los términos de su escrito como previendo, y de antemano contestando, el episodio de las Cortes, pues decía: "España es un país de golpes de estado y pronunciamientos, el omnipotente ministro de hoy acaso sea mañana un fugitivo..... Una crisis puede surgir en que la dinastía misma corra riesgo de ser[111] derribada por no poder disponer prontamente de alguna fuerte suma de dinero efectivo"[33].

El escrito de Slidell es un trabajo notable, ordenado, repleto de útiles datos estadísticos tomados en buenas fuentes. Reúnelos por pura vanidad de informante escrupuloso, pues advierte desde el exordio que discutir la importancia para los Estados Unidos de la adquisición de Cuba es tarea tan innecesaria como empeñarse en "demostrar un problema elemental de matemáticas ó uno de esos axiomas de moral filosófica universalmente aceptados en todo tiempo", y que "en ninguna otra cuestión de política nacional se ha pronunciado en forma tan unánime la opinión general". Al enumerar las ventajas que á su juicio reportarían España y los Estados Unidos, la una cediendo la isla y los otros adquiriéndola, no olvida al pueblo cubano y evita tratarlo como simple mercadería, pues afirma como punto averiguado é indudable que "una mayoría inmensa, más que favorece, ardientemente desea, la anexión", y añade: "Extraño en verdad, sería que así no fuese, privada como se encuentra Cuba de todo género de influencia en los asuntos de interés local, sin representación en las Cortes, gobernada por hordas sucesivas de empleados famélicos, enviados por la madre patria á ganar fortunas y volver en seguida á disfrutarlas en los lugares de donde vienen. Menos que hombres serían si viviesen contentos bajo ese yugo".

[112]

No es más sombrío este último cuadro de lo que era en Cuba la realidad, pero le faltaba algo esencial. Si lo trazaba el senador con objeto de encarecer la fácil ejecución de su proyecto, no daba el valor que debiera á otra parte de la población de Cuba, sobre la cual no pesaba el yugo con la misma fuerza, que hasta lo estimaba cómodo y ligero, con tal que siguiese oprimiendo duramente á la masa de los nacidos en el país. Componíase entonces de unos sesenta mil individuos nacidos en España, todos hombres, casi todos en el vigor de su edad, para quienes la patria viva y varonilmente amada no era el suelo que los sustentaba, sino la península remota del otro lado del Océano; que temían sin cesar algo de hostil en torno y lo husmeaban con ojo avisor y ceño fruncido, conscientes de la injusticia perenne de que eran cómplices satisfechos; y que mientras la bandera metropolitana los conservase en posesión tranquila de sus privilegios y monopolios repugnaban con honda antipatía cuanto podía venir de la vecina república angloamericana. El gobierno no estaba tampoco en capacidad de ejecutar cosa alguna sustancial en la isla sin el concurso de esa parte de la población.

Entre los cubanos también la idea anexionista no era tan universalmente acogida como Slidell supone; las dos expediciones desembarcadas en la isla á las órdenes del general Narciso López y otros conatos revolucionarios prematuros, malogrados, se estrellaron contra la indiferencia popular, y probaron que no bastaba esa idea á despertar un gran movimiento[113] de entusiasmo patriótico, como el que á la voz de independencia se vió tan velozmente cundir en 1868, precisamente cuando toda excitación del lado de los Estados Unidos había ya cesado, y nadie en ellos hablaba de la compra de la isla. Pero es positivo que el yugo bajo el cual doblaban la cerviz era insoportable, y cuantos allí recibían alguna instrucción, por rudimentaria y escasa que fuese, hubieran saludado con júbilo y apoyado la anexión con tal de sacudir el oprobioso y humillante régimen.

No tardó mucho en aparecer que el plan bosquejado por el Presidente en su Mensaje era una quimera, destituído de toda probabilidad de vida. A pesar del inteligente auxilio prestado por Slidell con su proposición de ley y con su informe, á pesar del absoluto dominio que el partido demócrata ejercía en el Senado, eran aquellos los días finales de la segunda y última "sesión" del trigésimo quinto Congreso, cuya existencia legal terminaba el 4 de Marzo de 1859, y la minoría del Senado, grupo ya muy respetable por su número, el sobresaliente mérito de algunos de sus miembros y el gran papel que su programa, el programa del porvenir, representaba en el país, podía fácilmente impedir por medios estrictamente parlamentarios que llegase el bill á votación definitiva. Antes de la clausura había que votar los presupuestos, y por la táctica de ocupar con discursos de oposición el limitado tiempo reservado á la cuestión, la hora fatal de la suspensión daría al traste con el Mensaje y con el bill.

[114]

Así literalmente aconteció. Estaba á la cabeza de la oposición el senador de Nueva York William H. Seward, hombre de suma habilidad, crítico sutil, formidable polemista parlamentario, en quien la fama pública señalaba un futuro Presidente, que no dejó pasar tan favorable coyuntura sin dirigir las estocadas de su palabra acerada contra los que gobernaban, atentos solamente á intereses de partido. Buchanan estaba irremediablemente desprestigiado por el desastroso fin de su empeño de sancionar la entrada de Kansas con la constitución esclavista; el secreto de su debilidad política era ya la fábula del país, y parecía alarde de extraordinaria simplicidad en él solicitar en esos momentos que el Congreso le diera prueba tan grande de confianza en su tacto é imparcialidad, entregándole treinta millones de pesos para gastarlos del modo que le ocurriese, en una fantástica negociación cuyos detalles eran un misterio, puesto que ni existían ni podían ser previstos todavía; para que cayesen en el abismo de su ignorante presunción, y de todas suertes quedasen gastados y perdidos en caso de que el Senado no aprobara el tratado, si algún tratado llegaba á ajustarse. No había, por consiguiente, de escatimar Seward ante pretensión tan extravagante las sarcásticas expresiones de lástima y desdén que el caso sugería.

Por cualquier lado que se mirase tomaba ello en efecto visos tan fuera de lo común, tan raros, que muchos dudaron siempre de que seriamente promo[115]viesen Buchanan y su amigo y consejero Slidell la cuestión de confianza esperando de veras que el Congreso los siguiese por ese camino. Cuando se vió á Slidell abandonar por último el punto dejando la lucha suspendida indefinidamente, quedaron todos convencidos de que había sido una mera apariencia, nada más que deseo de causar un poco de ruido, de poner al partido, gracias á su apetito conocido de nuevos territorios con esclavos, en condiciones de recuperar la influencia y ascendiente que visiblemente disminuían.

La retirada del bill se verificó sin embargo con toda solemnidad, á guisa de funerales de alta clase, conduciendo Slidell el duelo con suma gravedad y manifestando deplorar vivamente el triste fin de la malograda proposición. Como último honor pidió que el Senado una vez más hiciera constar su simpatía profunda; dos tercios y más de los senadores se prestaron gustosos á dar esa prueba de amor puramente platónico. En la inmensa mayoría entró el partido íntegro con sus jefes ilustres; Douglas y Jefferson Davis, los dos polos de la agrupación, cabezas de sus dos alas extremas, votaron en un mismo sentido, y todos nuevamente afirmaron que era necesaria la adquisición de la isla. Agregó entonces Slidell que renunciaba á su derecho de mantener la proposición en la orden del día, por no estorbar en aquella hora avanzada de la espirante sesión la discusión de los presupuestos y entorpecer el servicio público, pero que se reservaba reno[116]varla en la siguiente legislatura; todo lo cual no era más que cumplimiento de oración fúnebre, el bill estaba bien muerto y sin esperanza de resurrección. Con el aparente aplazamiento caía definitivamente la cortina, terminaba la última escena de la larga tragicomedia, que hubiera podido intitularse: "Tentativas de anexar á Cuba", y estuvo representándose á pedazos y á intervalos durante más de veinticinco años en la escena política[34].

Comedia, sí, pero por parte de los Estados Unidos solamente, tenazmente aferrados á su antigua idea de compra y aumento de territorio por "negociaciones honorables", como decía Buchanan en el Mensaje citado; fieles al empeño de suponer á España hasta ansiosa de ceder á Cuba por dinero, empeño que alimentaban, unas veces con reflexiones de historia filosófica, como las de Everett en un conocido despacho diplomático[35], afirmando que[117] la decadencia española comienza al iniciarse en el siglo XVI la aplicación de su sistema colonial, y que "á partir de la pérdida de las más de sus colonias en el XIX había entrado en una corriente rápida de progreso desconocida desde la abdicación de Carlos V"; otras veces dirigiendo encubiertas amenazas, cuyo vano carácter tenían perfectamente penetrado los hombres de Estado en España, bien seguros de que en aquella fecha, dada la actitud de Francia é Inglaterra, no llegarían á transformarse en actos de hostilidad.

Mas lo que en Washington podía parecer extraña y mal coordinada comedia, tomaba desgraciadamente en Cuba doloroso aspecto y provocaba trágicos sucesos, que costaron muchas lágrimas y sangre generosa. Mientras los políticos norteamericanos hablaban sin medida en el Congreso ó ensayaban en las Cancillerías sus estériles ajustes, nobles esperanzas de poner término á su condición de colonos oprimidos excitaban á los cubanos, y juzgando algunos que les incumbía el deber de probar que eran dignos del anhelado rescate, que no eran esclavos afeminados, corrieron á las armas sin detenerles la certeza del desastre en pelea tan desigual, se lanzaron al campo estimulados por noble impaciencia, y murieron en lid desesperada, ó ascendieron impávidos las gradas del patíbulo, ó expiaron lentamente en presidios lejanos su imprudente arrojo.

España, por desgracia para ella y para Cuba, no [118] aplicaba otro remedio á la situación que consejos de guerra y sentencias de muerte ó de cadena, ni corregía tampoco su sistema de explotación y predominio puramente militar. Cada año los hijos del país se sentían más lejos de ella, más agraviados, más hostiles, hasta que al fin llegase un día en que no quedase un solo lazo de afecto entre la colonia y la metrópoli, en que la venganza y el interés se aunasen para aconsejar todas las locuras, todos los sacrificios.

CAPÍTULO X.
John Brown.

Ocioso habría sido esperar que cuestión como la de Cuba, teórica y de poco inmediata aplicación en sustancia, hubiera vuelto á tratarse al término de la presidencia de Buchanan, cuando era evidente que cada nuevo día, acercando los hombres y las cosas á la crisis prevista de 1860, agravaba la preocupación general, y acrecía los temores del porvenir que á todos embargaban. En ese tiempo además, perdida ya por el partido demócrata la mayoría en la Cámara de Representantes, sentía muy disminuído su poder, aunque conservaba intactas sus posiciones en el Senado.

Menos de dos meses antes de reunirse el nuevo Congreso ocurrió de improviso, el 16 de Octubre de 1859, en las cercanías mismas de la ciudad de Washington, un suceso, que á las pocas horas resultó ser la más descabellada empresa, pero cuya simple noticia, dada la inflamable naturaleza de los elementos allegados en la república por la lucha encarnizada de los partidos, pareció caer como chispa desprendida del firmamento sobre un vasto y abierto almacén de pólvora, á determinar inmediatamente y sin remedio la inmensa conflagración que tanto se temía.

[120]

Un grupo de hombres venidos de los estados del Norte se apoderó por sorpresa en una noche oscura y lluviosa del arsenal que poseía el gobierno en Harper's Ferry á orillas del Potomac en el estado de Virginia; tomó las armas y pertrechos de guerra allí guardados, proclamó la emancipación general de los esclavos invitándolos á reunirse y organizar con los invasores el núcleo primero de una gran insurrección. Eran diez y ocho individuos nada más, número que no aumentó, pues los contados negros que á la fuerza se agregaron, de poco pudieron servir azorados ante la súbita invasión y embrutecidos por la larga servidumbre. A las treinta y seis horas se hallaron todos estrechamente cerrados dentro del Arsenal por vecinos de la ciudad, milicias de los alrededores, y una compañía de soldados de marina con dos cañones que acudió desde Washington mandada por el coronel Roberto Lee, el mismo que menos de dos años después sería renombrado general en jefe del ejército de la Confederación rebelde. Los asediados reducidos á menos de la mitad continuaron defendiéndose valerosamente, respondiendo sin cesar al nutrido fuego de la tropa y los milicianos, aguardando intrépidamente el asalto del edificio aislado en que por último se atrincheraron. Cuando terminó todo al amanecer del martes, vióse que del grupo entrado el domingo por la noche en el Arsenal diez habían perecido, cinco de los restantes, gravemente heridos, cayeron prisioneros; de estos últimos uno era John Brown y todos, con dos[121] más capturados poco después, debían al mes y medio ser ahorcados públicamente.

Tocaba conocer de la causa á los tribunales de Virginia; la instruyeron y fallaron conforme á leyes, que interpretaron naturalmente en su más estricto sentido: ni hubiera sido procedente esperar otra cosa de dueños de esclavos en Virginia tomando parte en el proceso como jurados, cuando la voz de la vindicta pública reclamaba sin piedad en todos los estados del Sur castigo ejemplar para lo que sinceramente consideraban como el más odioso de los atentados.

John Brown fué un aventurero de heroicas proporciones, y como héroe efectivamente se condujo desde la hora en que forzó las puertas del arsenal de Harper's Ferry hasta el instante mismo en que el verdugo ajustó el lazo en torno de su cuello. Quizás el nombre glorioso que ha dejado parezca á muchos en marcada discrepancia con el acto de imprudente, desatentado arrojo en que su reputación se funda y con otros actos también de venganza implacable, terrible, que cometió durante su residencia en Kansas; pero la justicia popular sin titubear reconoció y aplaudió la corona de mártir y de santo, que en sus sienes inmediatamente pusieron los que con él trabajaban por la redención de los esclavos, hora por hora confirmada después por un pueblo entero en los años formidables en que al campo de tantas mortíferas batallas corrían millares y millares de voluntarios y de quintos, entonando[122] como cántico de guerra, Marsellesa de la salvadora revolución, el himno que lleva su nombre, y gritando en coro la célebre frase final, el estribillo inmortal de sus estrofas: "el cuerpo de John Brown yace en polvo dentro del sepulcro, pero su alma marcha al combate con nosotros".

No es fácil encontrar en la historia muchos ejemplos de temperamento fanático tan característico y tan completo como el de este rudo abolicionista americano, ni entre los feroces adalides del Viejo Testamento, ni entre los sectarios modernos de Oliverio Cromwell; y de esas dos grandes familias de guerreros religiosos procede John Brown, pues descendía de uno de los puritanos que desembarcaron de la Flor de Mayo en las costas de Massachusetts, y porque su verdadera, casi única educación, en la juventud y en la edad madura, fué la incesante lectura de la Biblia, de la que sabía grandes pedazos de memoria, y repetía constantemente cuando hablaba ó escribía versículos de los libros hebreos. Por espacio de más de cuarenta años, de los sesenta que vivió, quizás no apartó un día su pensamiento y su voluntad del propósito á que desde muy temprano juró consagrarse[36], declarando, según sus propias expresiones, guerra eterna al esclavizamiento de los negros; y cumplió el juramento, bien organizando al principio colo[123]nias de negros libres en Nueva Inglaterra, ó favoreciendo en todo tiempo la fuga de esclavos de los estados del Sur al Canadá, ó batiéndose como un león en las guerrillas sangrientas de Kansas, ó preparándose para la aventura final en que halló la muerte. Tan inquebrantable era la fortaleza de su espíritu que, conforme á la relación de un testigo, (uno de los rehenes que tomó desde las primeras horas de su entrada en el pueblo) cuando se defendía ya cerca del fin, acorralado en la casa de máquinas del Arsenal, con uno de sus hijos muerto á su lado, otro gravemente herido y moribundo, gritaba para infundir ánimo á los pocos que quedaban moviendo el brazo y el rifle que tenía en la mano, mientras con la otra mano seguía ansiosamente los signos de vida en el pulso del hijo agonizante. Al caer prisionero estaba acribillado de heridas de arma blanca, pues peleó cuerpo á cuerpo hasta desfallecer; y cuando diez días después debió comparecer ante el tribunal fué llevado tendido en un catre; desde él respondía á los jueces y habló con serenidad pasmosa, admitiendo todos los cargos ciertos y rechazando con energía toda sugestión de excusa por causa supuesta de demencia. Algo repuesto ya de las heridas marchó el 2 de Diciembre con frente erguida hasta el lugar de la ejecución; allí, colocado sobre la trampa del tablado y con un gorro sobre los ojos, lo mantuvieron de pie un cuarto de hora, y en ese largo espacio de tiempo permaneció erecto, sin el menor signo de estreme[124]cimiento, sin que por un segundo flaqueara su extraordinaria energía[37].

Seres de tal temple, en quienes no oscila por terror una sola molécula del metal de su carácter, aún sometidos á las pruebas más violentas, nunca se sacrifican en balde, y es incalculable la impresión que dejan sobre los que presencian esos alardes de heroica constancia ó los oyen relatar por los asombrados circunstantes, impresión que necesariamente repercute por rumbos imprevistos y labora eficazmente en beneficio de la causa inspiradora y confortadora de esfuerzos tan sobrehumanos. En la situación de la república el suplicio de John Brown, decretado sin duda de acuerdo con la ley vigente y aplicado á un delito agravado en su consumación por derramamiento de sangre y destrucción de propiedades, apareció vestido de colores muy diferentes, no sólo ante las masas irreflexivas, sino ante hombres tan honrados y serenos como Emerson, como Thoreau, como varios otros, y mientras esos dos ilustres pensadores comparaban el suplicio en la horca del prisionero de Harper's Ferry con la crucifixión de Jesús, lágrimas infinitas de fecunda simpatía caían como fructificante semilla sobre un suelo preparado á recibirla durante muchos años de predicación y de enseñanza.

[125]

Del otro lado del Océano se siguieron también con palpitante interés las escenas del proceso, y desde la roca de su destierro voluntario en honor de la libertad se oyó la gran voz del poeta francés enalteciendo el heroísmo del prisionero. En el dibujo original y vigoroso en que luego trazó Víctor Hugo como empresa sublime el suplicio final, inscribió este emblema de su vida y de su muerte: Pro Christo sicut Christus.

John Brown es el único responsable de ese suceso para la posteridad, tanto en lo que tuvo de bueno y de malo, de heroico y de reprensible: él solo concibió el plan, y solo dispuso su ejecución. A pesar de sus relaciones personales con los abolicionistas de Nueva Inglaterra, que apreciaban en su justo valor su entereza y energía y le facilitaron auxilios pecuniarios, la obra fué de él exclusivamente, y la puso en planta como arrastrado por fuerza irresistible, como resultante final de todos los actos é impulsos de su vida. Nadie sabía cabalmente los detalles; algunos de los que en parte llegaron á conocerlos al través de sus místicas é incompletas revelaciones, adivinaron su insensata, irrealizable naturaleza; pero era imposible contenerlo, tenía fatalmente que marchar hacia donde lo llevaban su ilusión y su extravío.

La conmoción en los estados del Sur indicó cuan certeramente fué el golpe dirigido al punto vulnerable, y aunque casi á un tiempo mismo circularon las noticias de la tentativa y de su fracaso, el susto[126] enardeció la indignación; los que desesperadamente luchaban por conservar su antigua supremacía en el gobierno general no habían de sentir pronto calmada la cólera producida por el repentino ataque tan derechamente encaminado al corazón, á la entraña esencial de su organismo y su poder. Al reunirse el 5 de Diciembre el Congreso, tres días después de la ejecución de Brown, parecía flotar sobre el Senado como una sombra negra el trágico episodio de Harper's Ferry; á los pocos minutos de abierta la primera sesión pidió el senador de Virginia, Mason, que una comisión especial investigara minuciosamente lo ocurrido y propusiese cuanto juzgase necesario para evitar su repetición; la comisión, que sin tardanza puso manos á la obra, constaba de tres individuos de la mayoría y dos de la oposición republicana, descollando entre los primeros Jefferson Davis, jefe parlamentario del ala extrema esclavista, como lo sería después de la Confederación del Sur.

Entretanto Buchanan, en quien la medianía del espíritu no consentía el grado de imparcialidad que su alta posición requería, creyó oportuno vituperar desde luego en su Mensaje anual "á los que predicaban doctrinas abstractas", y con dudosa benevolencia advertirles que "no debía sorprenderles que sus exaltados secuaces fuesen un poco más lejos que ellos mismos y tratasen de llevar á la práctica por medio de la violencia sus doctrinas". Con estas palabras echaba nuevo combustible sobre[127] una hoguera, que por sí tenía sobrados elementos para crecer y extenderse.

Al cabo de más de seis semanas de estudios, investigaciones y examen de testigos, presentó Mason su informe en nombre de la mayoría; tan extenso era que él mismo renunció motu proprio su derecho de leer el manuscrito, reduciéndose á citar los párrafos finales, en realidad los que hoy nos importan, pues de los antecedentes del suceso sabemos por revelaciones posteriores cosas que la Comisión no logró averiguar y mucho se hubiera alegrado de conocer[38]. Insiste Mason en esos párrafos con no encubierta fruición en la desastrosa suerte que cupo á cuántos tomaron parte activa en el atentado, para decir que de las veintidós personas que según Brown componían su partida "siete fueron ejecutadas, diez murieron dentro del Arsenal, y como de las cinco restantes cuatro se habían quedado del lado de Maryland custodiando armas, sólo una en definitiva hay cuyo paradero se ignore y la manera como logró escapar".

Respecto al encargo principal, fiado á la Comisión, de excogitar los medios de evitar en lo futuro esas agresiones, responden en tono amargo los informantes que nada pueden proponer, y que si los demás estados "no consideran de su incumbencia, por razones de política general, ó simplemente por el deseo de preservar la Unión, prevenir ocurrencias[128] de ese género, la Comisión no acierta á descubrir ninguna otra garantía de mantener la paz entre los estados de la federación". Sombría y formidable reflexión, que no era vana amenaza en la mente de los que la proferían el 15 de Junio de 1860, cifra demasiado exacta de la temperatura política, no sólo del Senado, del país entero. Unos y otros, demócratas y republicanos, esclavistas y antiesclavistas, se aprestaban para la crisis por tantos anuncios indicada, y no rebajaban, antes al contrario exageraban sus respectivas pretensiones. Toda veleidad de acuerdo ó transacción había desaparecido, en el Sur principalmente, que aspiraba ya á obtener del Congreso códigos para reglamentar la esclavitud en los territorios, dando así por resuelta la cuestión que para sus adversarios era litigiosa todavía. Iba el Sur aun más lejos y voces imprudentes pedían la trata de África, la importación legal de negros esclavos. En el Norte la resistencia se acentuaba, se esparcían las ideas agresivas de los abolicionistas, se exaltaba la memoria de John Brown, se repetía con Seward que el conflicto entre los dos elementos era irreprimible, era incontenible.

En efecto, las dos mitades de la república eran ya como dos máquinas potentes partidas de extremos opuestos de la misma línea y en acelerado movimiento. El choque inevitable no era ya cuestión de años sino de meses.

CAPÍTULO XI.
Campaña de 1860 Lincoln presidente de los Estados Unidos.

Cuando en Junio de 1860 presentaron su amargo informe los tres senadores demócratas, más de medio año los separaba ya del asalto de Harper's Ferry; el atentado y la muerte de Brown y sus compañeros habían perdido la novedad del interés, y en el rápido sucederse de cosas extraordinarias en ese período eran ya episodios de una historia lejana, que á jueces más desapasionados, no á políticos militantes, tocaba juzgar. La ansiedad general iba ahora tras peripecias más violentas todavía, que cambiaban la escena y transformaban la posición de los personajes con desusada prontitud. Ya el partido republicano lleno de redoblado vigor había celebrado su Convención en Chicago y escogido candidatos para la campaña presidencial de Noviembre. Ya el temido cisma del absorbente partido demócrata había estallado en la Convención de Charleston, dividiéndolo en dos fracciones irreconciliables con tendencias y programas absolutamente diferentes.

El malhadado empeño de introducir la esclavitud en Kansas y crear nuevos estados con intereses que los atasen á la suerte de los que ya penaban bajo[130] esa perniciosa institución, designio que desde sus albores en 1854 había desencadenado tempestades, borrado linderos de los partidos, confundido inmediatamente y de muy diversa manera congregado después los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos electorales, creado en fin una oposición robusta dotada de espíritu indomable é intentos bien definidos,—se había vuelto ya contra los imprudentes que lo idearon, lo formularon y pusieron en marcha. El plan por Douglas, si no creado, ampliado y defendido, de considerar la esclavitud como problema meramente local que resolverían por sí solos los habitantes de cada territorio, quedó desarticulado y sin eficacia al decidir la mayoría de los colonos en Kansas que no les servía, que no lo querían. Entonces los políticos del Sur abandonaron la enseña del senador de Illinois, renegaron de su sistema, echándolo á un lado como arma sin filo ú objeto baldío, y quedó el antiguo adalid rodeado únicamente de amigos personales, mal mirado por los que habían creído en él como signo de victoria y ya no sentían respeto ó simpatía ni por su persona ni por sus ideas.

Las doctrinas expresadas en el fallo del Tribunal supremo satisfacían ampliamente á esos políticos, la adhesión firme del Presidente de la república los llenaba de confianza, y juzgando que apoyos tan robustos en la apariencia valían mucho más que una teoría controvertible y gastada, dedicaron sus fuerzas á aprovecharlos hábilmente y buscar para la[131] próxima campaña un candidato, que á la blandura y buena voluntad de Buchanan añadiese más pericia y más constancia, que fuese más entero, menos sensible al miedo. Una vez Presidente el candidato dotado de esas cualidades sobraría espacio, no sólo en Kansas ó Nebraska, sino en Cuba, Méjico, la América central, para propagar la esclavitud y levantar nuevos estados comprometidos á mantenerla. La demencia y la ambición se unían y corrían disparadas al abismo.

No era, pues, susceptible de acomodamiento la ruptura entre Douglas y Buchanan y quedaron uno enfrente del otro, á pesar de aproximarse las elecciones, como enemigos declarados. Douglas contaba siempre con la mayor parte de los demócratas, y estaba seguro de ser por lo menos candidato; pero su posición en el partido era más delicada que la de Buchanan; éste no aspiraba á la reelección, desde mucho antes había ofrecido no solicitarla, y sus amigos, al ir en busca de manos menos débiles é inexpertas á quienes confiar la suerte de la causa en tan apremiante situación, se hallaban libres del temor de ofenderlo y contaban tranquilos con el auxilio de la influencia oficial ejercida por la Presidencia y por el mundo de empleados repartidos en todos los estados.

Cuando los delegados del partido, parciales de Douglas y seguidores de Buchanan, se reunieron en Charleston, entonces como ahora política y mercantilmente la ciudad más importante del batallador[132] estado de la Carolina del Sur, la discordia vino con ellos. No pudo haberse escogido más adecuado lugar para iniciar la obra destructora, para comenzar la guerra sin cuartel de votos y programas dentro del partido, que la ciudad misma donde principiaría menos de un año después la verdadera guerra de sangre y fuego, donde resonarían los primeros cañonazos que hicieron arriar la bandera nacional en el fuerte Sumter y rompieron los diques á la inundación.

No estuvo Douglas presente en la Convención de Charleston, ni se estila que asistan los candidatos de antemano designados, pero sus admiradores y amigos componían más de la mitad del número total de los delegados. Necesitábanse dos terceras partes para formar mayoría, antes de tratar y resolver la cuestión de personas era preciso ocuparse en redactar y aprobar el programa, la "plataforma", y era lo espinoso de la empresa. Sobre ello se empeñó la batalla, y se elevó la barrera insuperable que de un partido compacto hizo dos facciones contrapuestas. Una comisión de treinta y dos miembros, uno por cada estado, fué el campo de Agramante, y al cabo de ardorosas discusiones, en que sólo pudieron acordar puntos secundarios (uno de ellos la adquisición de Cuba), volvió el grupo dividido en dos, trayendo escritos dos programas radicalmente diferentes, imposibles de confundirse para formar el documento único que se le pedía. Los quince estados del Sur con dos más del Norte redactaron y[133] votaron un texto, en que afirmaban doctrinas sobre la superior inmunidad de la esclavitud como institución política y social, á que ni al Congreso ni á las asambleas locales era lícito tocar, salvo para protegerla y para ayudarla á extenderse en los Territorios, sin trabas de ninguna especie. La minoría, compuesta de los restantes quince estados, todos del Norte, se redujo á enunciar nuevamente las resoluciones del programa de 1856 en Cincinnati, agregando que las divergencias de opinión existentes dentro del partido respecto á las facultades del Congreso ó las asambleas territoriales sobre la esclavitud eran problemas de derecho constitucional, cuya solución únicamente correspondía al Tribunal Supremo; y á su fallo se sometían.

La diferencia entre ambos programas es muy marcada, aunque la minoría se empeñó en aminorarla y disfrazarla; y resaltó más todavía en los discursos que de uno y otro lado escuchó la Convención. Fué ésta, no cabe duda, la vez primera que el choque de las dos fracciones del partido defensor de la esclavitud desgarró los velos, hizo surgir la verdad desnuda y repercutir, por fin, dentro de los muros de la Convención el eco sonoro de las opiniones realmente abrigadas por los estados sudistas. La adusta verdad penetró en aquel recinto y, al atravesarlo un instante en lento y ominoso vuelo, fué saludada en las galerías por los aplausos del pueblo, que muy pronto iba á sacrificar por ella sus vidas y haciendas; así fué sobre todo cuando[134] Yancey, uno de los delegados de Alabama, á cuya voz parecían los demás obedecer, expuso francamente, sin exaltación apasionada, con la serena firmeza del mandatario fiel que recita las últimas y bien meditadas instrucciones de su mandante, que todos los males y desmedros hasta esa fecha sufridos nacían de la menguada defensa de la esclavitud, formulada por miembros prominentes del partido, al admitir que la institución era vituperable en su esencia y merecía respeto, sólo en virtud de derechos adquiridos, sólo en gracia de la protección constitucional. No, su legitimidad absoluta debía declararse superior á toda discusión, porque ella era un beneficio tan indisputable para el blanco como para el negro, los esclavos una propiedad tan perfecta y sacrosanta como otra cualquiera y atentar contra ella no debía jamás impunemente consentirse.

Sea cual fuere el juicio que en nombre de los derechos humanos, de la moral social, de la ciencia económica, se pronuncie sobre la esclavitud, y es claro hoy que sólo puede ser la más abrumante condenación, inapelablemente confirmada por los resultados mismos, por las prodigiosas ventajas de la abolición en las regiones donde existía, no sería sin embargo equitativo desconocer lo que hubo de viril y grandioso en la conducta de los que en Charleston proclamaron la resolución de mantener en lid abierta sus opiniones é ir con ellas á sus últimas y temibles consecuencias, destruyendo el partido,[135] destruyendo la Unión, si no había otro remedio, pero siempre á costa de su sangre y de cuanto poseían sobre la tierra.

No fué, por tanto, esa Convención como las anteriores torneo de guerreros disimulados, en que las intenciones se escondían detrás de palabras escogidas de propósito con ese objeto. Si los amigos de Douglas, temerosos de desquiciar la fábrica política, reincidieron en el antiguo y estéril error de tratar como detalle secundario la cuestión esencial, y buscar fórmulas artificiosas para decir poco y conservar en apariencia unidas las más opuestas interpretaciones, los que por boca del sagaz y elocuente Yancey pregonaron el reto á muerte y descubrieron sus pechos, fueron hombres animosos cuyas ideas miserablemente torcidas pueden merecer indignado vituperio, pero cuyo tranquilo valor arranca respetuosa admiración[39].

Declarada y afirmada la discordia en tan concluyentes términos, no había más camino que suspender las sesiones é ir á reunirse en otra parte. La fracción más violenta fué á Richmond á dar sus votos á John G. Breckenridge, de Kentucky. El resto en Baltimore eligió casi unánimemente á Douglas. Así fué á caer, por fin, sobre los hombros[136] del ambicioso senador de Illinois la blanca vestidura oficial de pretendiente tan deseada y esperada, pero vino en circunstancias bien duras y bien tristes, cuando el éxito era improbable, cuando faltaba apenas un año para que inopinada y prematuramente viniese la muerte á poner término á su carrera, sin haber logrado el premio de sus servicios, de su indomable energía.

Antes de que el fraccionado partido demócrata hubiese completado ese laborioso malparto, se había celebrado en la ciudad de Chicago la Convención de los republicanos; la cabal armonía y el entusiasmo de sus acuerdos auguraban el triunfo futuro.

Situada á orillas del lago de Michigan, uno de esos vastos receptáculos que son otros tantos mares interiores de la frontera septentrional de los Estados Unidos, al borde de una inmensa pradera que por cientos y cientos de millas extiende su fértil suelo en la dirección del sudoeste, contaba entonces Chicago unos ciento doce mil habitantes y era la ciudad más poblada de Illinois, del estado en que había tenido lugar el célebre duelo oratorio entre Lincoln y Douglas, sus dos más distinguidos ciudadanos. Para albergar la Convención fabricaron en pocos días un edificio de barro y madera, capaz de contener los seiscientos delegados y una cuarta parte siquiera de las treinta y tantas mil personas que habían venido, escoltándolos, á solemnizar con su presencia ese crítico momento de la historia[137] de la nación. Diéronle el nombre indio de Wigwam, que representa vestido á la inglesa el que los nómades Algonquines usaban en su dialecto para designar las chozas puntiagudas de ramas y corteza de árbol, donde temporalmente se abrigaban en la época de sus correrías.

No tropezó con dificultad alguna esta Convención para redactar su plataforma; seis años de lucha perenne, de incesantes acometidas contra las doctrinas disolventes de sus adversarios, habían fijado inalterablemente los principios en que el partido fundaba su acción y la libre cooperación de sus adherentes. Lo esencial era proscribir, como peligrosa heregía política, el flamante dogma que suponía á la Constitución llevando á los Territorios por su propia naturaleza la sanción de la esclavitud, y afirmar por el contrario que la condición normal de todo Territorio era la libertad de sus pobladores, y que ni Congreso ni asamblea particular ni persona alguna pública ó privada tenía el derecho ó la facultad de comunicar carácter legal á la anómala institución donde previamente no existiese[40].

Estas ideas llenaban desde años antes la atmósfera política en los estados del Norte, y los millones de individuos que las habían respirado renovando en tanto tiempo su modo de ser y su conciencia[138] respondieron con ansiosa simpatía al programa, que las condensaba y formulaba para facilitar la lucha y el triunfo definitivo. Si la Convención lograba asimismo resolver atinadamente la cuestión de personas, más importante que nunca esa vez, designando el candidato idóneo para personificar tales ideas y despertar la fe y confianza indispensables, era infalible que surgiría en el Norte un movimiento impetuoso hacia las urnas suficiente á asegurar la victoria en todo el país.

¿Quién sería ese candidato?—Entre los nombres que se oían repetir, uno había que sobre todos descollaba por la grande y extendida reputación, los eminentes servicios á la causa de la libertad, la importancia del estado de que era ciudadano y lo proponía; el de Seward, antiguo gobernador de New-York y durante doce años el más hábil y elocuente de los miembros republicanos del Senado. La delegación neoyorquina, la más numerosa, pues representaba el estado más poblado, fué á la Convención con instrucciones de nombrarlo, y hasta el último escrutinio emitió por él los sesenta votos que le correspondían: "Venimos de un gran estado y traemos un grande hombre de estado", dijo Evarts, jefe de la delegación. No podía á juicio de muchos confiarse la causa antiesclavista á manos más hábiles que las del hombre que, sosteniendo desde el año de 1850 la admisión de California como estado sin esclavos, había afirmado en los debates del Senado que "una ley más alta" que la Consti[139]tución misma ordenaba respetar en los Territorios los intereses superiores de la justicia y la libertad; y que desde entonces, vigilante centinela, había permanecido á pie firme en la avanzada trinchera, cerrando el paso y esgrimiendo las armas contra los diversos proyectos, que se habían ido sucediendo por espacio de siete años y bajo el amparo de dos Presidentes, con objeto de entronizar la esclavitud en tierras, que según otra frase de Seward en la misma ocasión ya aludida[41], eran parte del patrimonio común de la humanidad, sobre el cual no tenía la nación facultades arbitrarias ó ilimitadas. Pero estaba Seward dentro del partido en situación muy parecida á la de Douglas en el suyo durante la Convención de 1856; la brillante y larga vida pública lo había puesto demasiado en evidencia, le había acarreado enemistades, lo había á menudo forzado á sostener soluciones radicales de opositor inconciliable, circunstancias todas que quitaban probabilidades de buen éxito á su candidatura. El partido era, además, muy nuevo todavía, se componía de miembros venidos de contrarias direcciones, y deseaba conservar el equilibrio de sus dos alas no tomando en ellas el candidato, ni Seward que pasaba por excesivamente radical, ni Chase, de Ohio, futuro gran ministro de hacienda durante la guerra, que entonces, por haber figurado antes entre[140] los demócratas, era tenido por más tibio ó moderado de lo que la ocasión exigía.

El primer escrutinio suele ser en esas asambleas un acto de puro cumplimiento, y así se le llama y considera. Cada estado mienta generalmente al más ilustre ó al predilecto entre sus hijos; entona en su loor breve panegírico y le da sus votos. Como muchos estados hacen lo mismo, es claro que no puede haber resultado definitivo, y esta vez del modo que Nueva York votó por Seward, votaron Ohio y Pensilvania por Chase y por Cameron, Missouri por Bates, Illinois por Lincoln, por el mismo estilo varios otros. A ocasiones sucede también en contiendas muy reñidas que ni siquiera se oye en las primeras votaciones el nombre del que ha de ser finalmente elegido, como por ejemplo en la Convención de 1852. Pierce fué designado en ella al cabo de cuarenta y nueve pruebas infructuosas, y en muchas no había tenido un solo voto. Esta vez aparecieron pronto los dos competidores entre quienes se concentraba la lucha: Seward 173 votos, Lincoln 102; y se preveía que á uno de los dos estaba reservado el premio, y que no surgiría á última hora lo que en el lenguaje técnico de esos juegos olímpicos de la política llaman "un caballo negro", un competidor no mencionado todavía, que todos los delegados acaban por aceptar cansados de luchar en balde por sus favoritos.

Abraham Lincoln, que desde la interesante campaña senatorial, en que Douglas lo venció con tanto[141] trabajo, había alcanzado extensa notoriedad, disfrutaba de reputación muy inferior á la de Seward; no había desempeñado como éste cargos de trascendental importancia, pues sólo fué por un bienio miembro de la Cámara en Washington, honor que no traía aparejado gran prestigio, y en el que tampoco dijo nada muy notable; no había sido ni Gobernador de estado ni senador federal, cargos los más altos de la república después del de Presidente, y aun á veces á este último preferido. Era en resumidas cuentas, por lo que extrínsecamente aparecía, un oscuro abogado de pocas letras, que en la práctica ordinaria de las remotas regiones de su residencia había tenido más oportunidades de ejercer la fuerza muscular que el saber, y que, al rezar de la leyenda, había pasado rajando leña en la frontera salvaje la época de la vida que otros emplean en colegios y universidades. Aquellos entre los delegados que esto sabían, naturalmente extrañaban que pudiese alguien preferirlo á estadista de tanto mérito y nombradía como Seward; pero gran parte del pueblo americano, obedeciendo á instinto más certero y profundamente nacional, no sólo simpatizaba con el carácter y antecedentes del abogado de Illinois, sino que adivinaba muy bien detrás de la ruda y vulgar corteza de ese tronco, robustamente desarrollado en las tierras vírgenes del occidente, el rico y generoso corazón y la vivificante savia que por él circulaba.

No había vivido Lincoln ni inerte ni olvidado en[142] los dos años que entre la campaña senatorial y la fecha de la Convención pasaron; en 1859 fué al estado de Ohio, que celebraba elección de gobernador, y pronunció discursos que ayudaron eficazmente al triunfo del partido, y se leyeron en otras partes con sumo interés. A principios de 1860 fué invitado á hablar en Nueva York, la gran metrópoli comercial, ante un auditorio numeroso de prohombres del nuevo partido ganosos de conocerlo, y en su discurso, muy extenso y muy notable, que afianzó su creciente reputación, demostró que nadie se daba cuenta más cabalmente que él y exponía mejor, sin declamaciones ni invectivas, con cierta curiosa mezcla de gravedad y buen humor, de las opuestas tendencias, del inextricable nudo que obstruía el desarrollo armónico de la unión de los estados, así como de la manera más rápida y segura de llegar á desenlazarlo sin romperlo violentamente. No era, pues, su candidatura expediente á última hora imaginado para resolver la situación y derrotar á Seward; la fuerza latente que traía y pronto se desenvolvió podía sorprender á una parte de la Convención, pero estaba por otros muy prevista y preparada. Lincoln mismo, avezado como el que más á manejos y combinaciones electorales, á las mil y una habilidades, tratos ocultos, agasajos y cambalaches con que detrás de bastidores se organiza esa especie de comedias políticas, para ensayarla primero en las Convenciones, y representarla después al aire libre en infinito número de teatros, no[143] desperdició medio alguno de asegurar el éxito popular, confeccionando de antemano cuanto requería la tramoya escénica para desencadenar el torbellino de entusiasmo que llevó al voto unánime los delegados en medio de frenéticas aclamaciones[42]. No hubo más que tres escrutinios, al tercero los votos se precipitaron, como una avalancha, en favor de Lincoln; el representante mismo de Seward, Evarts, pidió la declaratoria de unanimidad, é instantáneamente comenzó la famosa campaña cuyo decisivo resultado marca la era nueva, el primer momento de la nueva vida de los Estados Unidos.

Seward quedó vencido, el desaire vivamente le dolió, y no contribuía á restañar la herida la comparación de su admirable hoja de servicios repleta de honores en buena lid conquistados, de acciones memorables en treinta años de campañas, con la fungosa reputación del rival afortunado, nacida casi de improviso en un encuentro local dos años antes, en el que ni siquiera resultó vencedor, sin que ni entonces ni luego tuviese ocasión de adquirir la práctica de los negocios públicos, el usus rerum tan necesario para desempeñar el primer puesto de una gran nación, tan indispensable en aquel período en que se adivinaban trastornos profundos, alteraciones nunca vistas en la organización y marcha ulterior de la república. Disimuló el des[144]pecho, que sin embargo fué muy grande aunque magnánimamente comprimido, como dice su amigo y panegirista Ch. F. Adams[43], y se puso al servicio del partido otra vez con leal energía, resignado al triste privilegio de ser nuevo ejemplo de la conocida ingratitud de las repúblicas. Corrió la misma suerte que Henry Clay, Daniel Webster, tantos otros. Las repúblicas, que á veces se enamoran hasta el frenesí de héroes militares y glorias escandalosas, á menudo abandonan y rechazan sin piedad á los que por largo tiempo les han prestado con menos ruido y más talento servicios eminentes.

Hubo en campaña cuatro distintas candidaturas presidenciales: las dos ya mencionadas de Douglas y de Breckenridge, sostenidas por las fracciones opuestas del partido demócrata; la de Lincoln apoyada por los republicanos; y la cuarta, de Bell, ciudadano del estado de Tennessee, obra de la asociación independiente que en 1856 sostuvo á Fillmore, y que dejando á un lado la cuestión especial de la esclavitud pretendía afirmar únicamente el mantenimiento de la unión constitucional y convocar bajo esa bandera todo el país.

Por esa causa fué la lucha durante los primeros meses más desordenada y confusa de lo que era de esperarse, dada la completa y larga discusión de[145] ideas que precedió, pero como en el fondo se trataba de la conservación ó el desmembramiento de la patria, y de ello más ó menos vagamente todos se daban cuenta, muchos se hubieran contentado (y así suele suceder en situaciones tan penosamente críticas) con aplazar la catástrofe, si evitarla no era posible. Los votos, por esta razón, se repartieron entre todos, aunque en muy desiguales proporciones. El duelo en realidad tenía lugar entre Lincoln y Breckenridge, entre republicanos resueltos á contener, limitar y, al cabo, suprimir la esclavitud, y demócratas decididos á aventurarlo todo, incluso la unidad nacional, por la perpetua continuación y el engrandecimiento de esa misma institución; pero muchos, sin desconocer la terrible disyuntiva, querían engañarse, cerrar los ojos, no ver más allá del horizonte inmediato de la lucha de palabras, no oir el ruido de guerra que detrás de ellas fatalmente retumbaba. El recurso era demasiado vano, la esperanza demasiado falaz; mas el recuerdo de lo pasado contribuía á robustecer el uno, alimentar la otra. ¡Había navegado tanto tiempo la patria entre los mismos amenazantes escollos, había sufrido tantas veces sin zozobrar la misma tempestad, era en fin tan duro renunciar á la ilusión de que algo á última hora acontecería que aquietase como iris de bonanza los elementos enfurecidos y alejase el desastre!

Desde una sala del Capitolio de Springfield, donde plantó sus reales durante la campaña, vigi[146]laba Lincoln la marcha ascendente de su candidatura y su fortuna, pues, al contrario de Douglas y de Breckenridge, se abstuvo de tomar parte directa en los episodios del combate, de recorrer el país y excitar, con ardorosos discursos, el entusiasmo de sus partidarios. Ya en Octubre se acumulaban signos anunciadores de victoria, los estados del Norte redoblaban llenos de confianza sus esfuerzos, mientras que los del Sur, especialmente los que ocupaban la vasta faja de tierra desde las costas de las dos Carolinas en el Atlántico hasta las orillas del río Grande, que corre entre Tejas y Méjico, sentían aproximarse la hora sombría de las resoluciones supremas, el instante tremendo de dar por terminada la lucha de programas y de votos y comentar silenciosamente los preparativos de otra especie de guerra; ó de inclinar humildemente la frente, resignarse á los términos imperiosos del vencedor y reunir lo que fuese aun posible salvar del arruinado edificio de su poder.

El punto inicial de la gran rebelión americana, ha dicho un escritor, es el 5 de Octubre de 1860[44], día en que el gobernador de la Carolina del Sur dirigió una circular secreta á varios colegas de otros estados, preguntando lo que harían si triunfaban los partidarios de Lincoln para el colegio[147] electoral, y afirmando que la Carolina se adheriría al primer estado que diese la señal de separación, que la daría ella misma si se le ofrecía seguirla. Las respuestas, que vinieron lentamente, no fueron todas tan explícitas como el interrogante las deseaba, aunque ninguna repulsaba la atrevida sugestión, pero por ese camino la Carolina siempre había marchado más pronto y más lejos que los demás. Faltaba entonces un mes para el día de la elección popular, cinco para el cambio de gobierno en la capital de la república.

Votaron por Lincoln todos los estados sin esclavos, menos parte de uno; eran diez y ocho, que hacían ciento ochenta votos electorales, es decir, la mitad y cincuenta y siete más, lo que aseguraba ampliamente su elección. Sumados los números resulta que de cuatro y medio millones de sufragios obtuvo Lincoln cerca de dos, Douglas cerca de uno, y más de medio millón cada uno de los otros dos, Bell y Breckenridge. Esas cifras, sin embargo, daban á Douglas en el colegio electoral doce votos solamente, mientras que los dos competidores con menos sufragios en el escrutinio popular reunían en el colegio setenta y un votos el uno y treinta y nueve el otro, pues se contaban, como es sabido, no en masa, sino por estados.

El triunfo de Lincoln fué por tanto relativo, cual lo había sido el de Buchanan cuatro años antes, pero como las posiciones eran contrarias producía en la marcha del país un cambio radical, arrastraba[148] forzosamente las tan temidas, tan anunciadas trascendentales consecuencias.

La historia de la república emprendía distinto derrotero, el largo encadenamiento de los sucesos iniciaba una nueva serie de eslabones: magnus nascitur ordo.

CAPÍTULO XII.
La Víspera de la guerra civil.

¡Terrible la situación de los Estados Unidos, desde el triunfo electoral del partido republicano en Noviembre de 1860 hasta que pudo Lincoln aplicar, por fin, en Marzo del año siguiente, sus robustos brazos á la desamparada rueda del timón, é imprimirle las primeras vueltas para sortear el abismo á que corría la nación, en que iba á hundirse positivamente!—¿Qué país se encontró jamás en trance tan extraordinario?—Una mitad de los habitantes disolviendo por su propia voluntad el pacto nacional, desmontando la máquina gubernamental; la otra mitad inmóvil, absorta, contemplando, sin darse cuenta exacta, la obra de destrucción que estaba consumándose, sin medios tampoco de evitarlo. La capital de la república, los centros todos de donde irradiaba la acción federal, ministerios, hacienda, el ejército, la marina, las posiciones artilladas de las costas del Atlántico, del golfo de Méjico y del Pacífico, en manos de hombres en completo acuerdo ó en íntima simpatía con la fracción más valiente, más audaz, mejor disciplinada del partido vencido en las urnas electorales; y esos hombres, dueños del poder, árbitros de la situación, se mantenían á la cabeza de los negocios públicos,[150] bajo la sombra del presidente Buchanan, para que sus correligionarios y amigos en los estados del Sur impunemente, sin que nadie lo impidiese, pudieran realizar la empresa nefasta de dividir la nación y crear la Confederación del Sur, antes del momento crítico de entregar el mando á los nuevos elegidos.

La indecisión que en Octubre sintió parte de los estados del Sur, al aprestarse á las violentas resoluciones, se transformó en el mes de Noviembre, al anuncio del triunfo de los amigos de Lincoln, en febril impaciencia de romper los lazos que los unían á la grande y famosa nación republicana creada en 1787, desprenderse y formar una nueva república, más pequeña sin duda y menos fuerte, pero homogénea y en condiciones de proteger y fomentar el régimen interno, causa verdadera del rompimiento.

A mediados de Diciembre, una Convención, convocada según las formas de la legalidad, acordó por unanimidad disolver "la unión existente entre la Carolina del Sur y otros estados con el nombre de Estados Unidos de América", y el primero de Febrero inmediato habían ya hecho lo mismo otras convenciones reunidas en Mississipi, Florida, Alabama, Georgia, Luisiana y Tejas. Tres días después, la nueva Confederación de esos siete estados quedaba provisionalmente organizada, y el 18 fueron instalados Jefferson Davis y Alejandro Stephens como su presidente y su vicepresidente. La consti[151]tución, promulgada acto seguido, era en sustancia la misma de los Estados Unidos, con sólo diferencias de detalle y el encargo especial de "reconocer y defender" la institución de la esclavitud de los negros, "tal como actualmente existe en los Estados Confederados de América", nombre que asumía la nación acabada de fundar. Todos los edificios, aduanas, casas de moneda, arsenales, fortalezas, sobre los cuales flotaba la bandera con las estrellas y las bandas, izaron la nueva insignia; los individuos que los custodiaban, ó los pequeños destacamentos que los guarnecían, los entregaron ó capitularon; ni otra cosa hubieran podido hacer, perdidos y sin recursos como se encontraban, cubiertos como isletas en el mar, por las oleadas de la vasta y formidable insurrección. Solamente los fuertes de la bahía de Charleston, de Pansacola y los cayos de la Florida permanecieron en poder del gobierno federal.

Esos siete estados no hacían más que aplicar las doctrinas políticas por ellos predicadas y sostenidas constantemente, que ya en 1831 y 1832 la Carolina había invocado dando los primeros pasos en la senda de la separación, y que lógicamente se desprendían del principio superior de derecho que Calhoun había tantas veces definido, precisado y elocuentemente defendido, que sus discípulos habían enérgicamente mantenido. Según ese principio, la constitución era un pacto entre estados soberanos, independientes entre sí para todo aque[152]llo que no estuviese expresamente delegado al gobierno general, y esos estados recobraban su absoluta independencia y soberanía, cuando se consideraban lesionados en sus derechos é intereses, porque no sólo no los habían enajenado, sino que eran el fundamento, la razón de su existencia antes de formar la Unión.

Mientras tanto el presidente Buchanan, que había toda su vida militado bajo las mismas banderas y compartido todas las ideas y sentimientos dominantes en esos siete estados irreconciliables, que se hallaba entonces rodeado de ministros y consejeros en perfecta simpatía, en confesado acuerdo con los jefes esclavistas, afirmaba oficialmente, al abrirse las sesiones del Congreso, que si bien carecían á su juicio los estados del Sur del derecho de abandonar la Unión, ni él como Presidente, ni el Congreso, ni nadie, tenía otorgadas por la Constitución facultades de oponerse con la fuerza de las armas y compelerlos á permanecer dentro de la Unión. Esto, que semeja una paradoja, y envuelve positivamente una contradicción, era no obstante la opinión de un crecido número de personas en el Norte. Contando precisamente con ello y con la inacción del Presidente, procedieron los conjurados, y aprovecharon los tres ó cuatro meses que la suerte les ofrecía para organizarse y prepararse á hacer frente á quienquiera que se opusiese.

Años después, decidido ya por las armas el conflicto, proclamaba Buchanan todavía las mismas[153] opiniones; y en la defensa que escribió y publicó de los últimos actos de su administración, reconoce con satisfacción que la guerra no fué iniciada por el gobierno de su sucesor con el objeto de sujetar por la fuerza á los estados, sino aceptada para hacer cumplir y ejecutar en el territorio rebelado las leyes vigentes, pues tal era el deber ineludible del poder ejecutivo. Lincoln, en efecto, á pesar de representar ideas tan diferentes, política tan opuesta, siguió durante varias semanas, en la apariencia al menos, el mismo sistema de contemporización y espectativa que su predecesor, y aguardó que los confederados de Charleston cañoneasen y tomasen el fuerte Sumter, arriasen la bandera nacional y alzasen otra en su lugar, para romper el silencio y convocar las milicias ciudadanas en defensa de la Unión.

La cuestión de legalidad es, empero, muy poco interesante ya á estas horas; en esa ocasión, como en tantos otros momentos críticos de la historia de la civilización, las circunstancias llevaron á los individuos y, sin saberlo, muchos se encontraron arrastrados por los sucesos más allá de líneas en que hubieran querido confinarse. Ocioso también sería ya discutir si cometieron delito político de traición los que desmembraron la república y organizaron la Confederación. La conducta del vencedor, nunca bastante encomiada, absteniéndose de procesar criminalmente, después de la victoria, á ninguno de sus adversarios, consintiendo el sobre[154]seimiento de la causa abierta contra Jefferson Davis, demostró que, calmadas las pasiones, la nación entera convenía implícitamente en que no era posible perseguir como traidores á quienes, después de todo habían ajustado su conducta á opiniones siempre y por doquiera pública y abiertamente proclamadas. Su fe política, nunca renegada, ordenaba prestar obediencia y acatamiento, en primer lugar al estado de que eran ciudadanos, en segundo á la Unión, vigente sólo mientras durase el consentimiento de los estados que la habían creado. Eso hicieron, y casi todos ellos abandonaron la patria común con el alma desgarrada, esperando salvar derechos esenciales, que juzgaban en peligro y consideraban del número de aquellos que no se consienten perder ni se dejan arrebatar, antes de haber consumado el último sacrificio para defenderlos.

"En vuestras manos, descontentos compatriotas, en vuestras manos y no en las mías, está la tremenda resolución de si ha de haber ó no guerra civil. Para que la haya, es preciso que vosotros mismos seais los agresores", dijo Lincoln la primera vez que habló como Presidente al pueblo de los Estados Unidos.

Y la guerra vino, y duró lo que nadie había podido imaginar. Todavía, al inaugurarse la segunda presidencia de Lincoln el 4 de Marzo de 1865, parecía en situación de durar algún tiempo más, acaso "hasta que desapareciese toda la suma de[155] riqueza acumulada durante doscientos cincuenta años por el trabajo esclavo, ó hasta que cada gota de sangre, arrancada por el látigo, fuese compensada por otra igual arrancada por el hierro". Por fortuna, cuando pronunciaba Lincoln estas últimas palabras de su segunda oración inaugural, faltaban pocas semanas para el desenlace final, para que por siempre quedase decidido que la unión de los Estados era un pacto perpetuo é indestructible.

Pero la historia de la sangrienta guerra civil es materia demasiado grande para los límites reducidos de este bosquejo; si ha de tener éste algo de completo en su inevitable brevedad, debe poner punto final al ascender Lincoln á la presidencia de los Estados Unidos, al terminar el conflicto en el terreno pacífico de la palabra hablada ó escrita, al comenzar la guerra devastadora.



JOSÉ DE LA LUZ Y CABALLERO

I

Ningún nombre llegó á tener en la isla de Cuba, antes del período de guerras libertadoras que comienza en 1868, tan gloriosa resonancia, de un extremo al otro del país, como el de José de la Luz; todavía hoy, á pesar de que el ciclo de acción y de lucha que comienza en ese año fatídico ha producido otras reputaciones acaso más brillantes, no se ha deslustrado la corona en torno de su frente, nadie ha olvidado al filósofo, al maestro, al educador de esas generaciones que supieron luego desplegar tanta energía y tanta constancia en la dura, desigual contienda contra la nación opresora.

La historia de su vida, desnuda como se halla de incidentes extraordinarios, es el cuadro donde mejor resaltan sus virtudes y servicios eminentes á la patria, porque el hombre valía mucho más de lo que pueden significar las obras reducidas ó incompletas que de él nos han quedado, porque fué en su tiempo para la isla de Cuba el hombre superior, "el grande hombre, causa de muchas filosofías", para aplicarle palabras de Federico Nietzsche.

[158]

II

En el año último del siglo XVIII, 11 de Julio de 1800, nació José Cipriano de la Luz en la Habana, en la antigua casa solariega que ya entonces daba nombre á la calle donde estaba. La calle se llama siempre de Luz, pero en el solar se eleva una vasta hostería, que ocupa toda la manzana de casas é incluye el terreno del antiguo Teatro Principal, en aquella época el más importante de la ciudad, derribado por el ciclón terrible de 1846. Fué su madre doña Manuela Caballero, mujer de grandes virtudes, cuya memoria quedó indeleblemente impresa en su alma desde muy temprano como insuperable modelo de la práctica constante y austera del deber más estricto, y de ella probablemente heredó la lucidez de la inteligencia y el puro vigor de su carácter. El público cubano, para distinguirlo de otros del mismo nombre, le agregó siempre el apellido materno, aunque él hasta el fin firmó solamente con el de su padre.

Corrió tranquila su niñez educado por eclesiásticos instruídos, y por algún tiempo acarició el proyecto de entrar en el sacerdocio, siguiendo el ejemplo de su tío carnal el P. Agustín Caballero y otros miembros de la familia; idea que no abandonó tan pronto, pues al graduarse de bachiller en jurisprudencia, ya de veinte años de edad, vestía aun hábitos religiosos conforme á las órdenes menores que tenía recibidas.

[159]

Pero en un país cuyos habitantes formaban dos clases opuestas, libres y esclavos, negros y blancos, y donde se creía naturalmente indispensable un código terrible de leyes penales y una multitud de costumbres feroces para mantener quietos y anuentes al yugo á los oprimidos, los sacerdotes, como encargados del registro de la población y de los varios detalles prácticos del único culto consentido, tenían que ser instrumentos activos de la perenne iniquidad de que eran víctima esos seres desvalidos. No podía Luz avenirse á ejercer en tales condiciones un ministerio de paz y caridad y al cabo lo renunció, como más adelante renunciaría al ejercicio de la abogacía, convencido de que la organización de los tribunales y la especie de jueces que en ellos se sentaban, venidos de España, sin arraigo en el país y amovibles al capricho de los ministros que entraban y salían tan á menudo por las oficinas de Madrid, no consentían independencia y apenas dignidad profesional en el abogado.

Cuando salió del Seminario Conciliar, más versado en teología que en otros ramos del saber, necesitó completar por su propia cuenta su educación; hizo profundos estudios científicos y literarios, coronados desde principios de 1828 por un viaje de más de tres años por los Estados Unidos, la Gran Bretaña, Francia, Alemania é Italia. Iba de antemano provisto del conocimiento teórico perfecto de los idiomas de esos países, adquirió luego tal dominio del acento, la entonación peculiar con que se[160] hablan en las capitales de cada uno de ellos, que fué siempre causa de maravilla oirle pronunciar tan correctamente lenguas extranjeras. De las antiguas conocía bastante el griego; el latín le era, gracias á su primera educación eclesiástica, casi tan familiar como el castellano.

Al volver á la patria, completada su peregrinación, no tardó en decidir, ante el estado del país, cual debía ser la ocupación de toda su existencia. La educación primaria y secundaria, la instrucción pública en general, se encontraba entonces en el más miserable estado, de todas las necesidades del país la menos atendida, á pesar de la gran prosperidad material que desde principios del siglo había ido lográndose.

Cuba no era ya la poco importante factoría, el simple punto de escala de las escuadras ó convoyes que iban y venían de Méjico y el mar Caribe. Todos los desastres sufridos por las metrópolis europeas en América, por la Gran Bretaña lo mismo que por España y Francia; es decir, la fundación do los Estados Unidos, el alzamiento de los negros en Santo Domingo, el ingreso de la Luisiana y la Florida en la nueva república angloamericana, la derrota final de la dominación española en el continente desde San Francisco hasta el estrecho de Magallanes, fueron para Cuba como un beneficio particular, que contribuyó poderosamente á aumentar su población, desarrollar su agricultura y su comercio. Apenas fueron suprimidas las trabas[161] absurdas é inicuas que le prohibían todo género de relaciones mercantiles con las regiones vecinas, la que había vegetado pobre y abandonada como una pordiosera al lado de sus opulentas hermanas, Méjico, Guatemala, Venezuela, Nueva Granada; la que con gran dificultad y sólo gracias al socorro que de Méjico le mandaban podía equilibrar sus gastos y sus ingresos, vió en muy poco tiempo tiempo duplicada y triplicada la cifra de sus habitantes, aumentado su tesoro hasta el punto de no requerir más limosna de nadie, de satisfacer ampliamente ella sola sus cargas y poder pronto atender á las llamadas "necesidades de la Península", remitiendo á Madrid desde 1827 un millón anual de pesos fuertes, que penetró en el presupuesto español bajo el título de "sobrante de Ultramar". Ese millón estaba también destinado á crecer rápidamente, y en 1861 mandaba Cuba á España más de cinco millones de pesos anuales en efectivo, amén de muchas otras partidas especiales que nada tenían que ver con los intereses de la isla, como el déficit del presupuesto de la colonia africana de Fernando Poo, ó la abortada reconquista de Santo Domingo, cuyos gastos se liquidaban en la Habana[45].

[162]

Ninguna parte de las sumas producidas por la isla se invertía en favorecer la instrucción pública. Los conventos de frailes y de monjas eran los encargados oficiales de repartirla, y sus escuelas mal instaladas vivían lánguidamente, sin estímulo, sin ser por nadie vigiladas, dedicadas sobre todo á enseñar á rezar. El Ayuntamiento, sin iniciativa, con recursos escasísimos, sin facultades ni aun en asuntos locales, se reducía á pagar una mezquina anualidad de ocho mil pesos á la Sección de educación de la Sociedad Patriótica, como se llamaba primero, ó Sociedad Económica, como dispuso la suspicacia de las autoridades que debía titularse, asociación puramente privada que, por medio de las cuotas de sus miembros y auxilios buenamente conseguidos entre los amigos, sostenía escuelas gratuitas y luchaba sin cesar por extender su influencia educadora más allá del recinto de la capital. Luz fué desde luego miembro de la Sociedad, después durante nueve años su director, y prestó en el puesto grandes servicios á la instrucción pública.

Dió á luz en 1833 un libro para servir de texto en clases primarias de lectura, con objeto de propagar el método explicativo en las escuelas, y desterrar el absurdo sistema de forzar la memoria con perjuicio del armónico desarrollo intelectual, de hacer á los alumnos repetir de coro palabras y frases de cuya significación no tenían la menor idea. Al año siguiente redactó el informe sobre la creación de un Instituto cubano ó escuela práctica de[163] ciencias y lenguas vivas, proyecto muy estudiado y detallado, de que más adelante trataré, y cuya realización hubiera llenado mucho mejor y mucho más temprano el vacío que incompletamente ocupó la Real Universidad Literaria, establecida en 1842. Sucedía ésta á la que con el nombre de Pontificia había estado exclusivamente en poder de los Frailes Predicadores, en cuyas inhábiles manos vegetaba como institución de la Edad media en beneficio de preocupaciones anticuadas. El instituto proyectado y descrito minuciosamente por Luz hubiera, sin duda, sido menos literario de lo que fué la Universidad de la Habana, organizada para formar únicamente médicos, abogados ó farmacéuticos; hubiera adquirido muy distinta eficacia práctica y dotado al país de ingenieros, navegantes, químicos, arquitectos, librándolo de la triste necesidad de traerlos del extranjero, como era preciso hacer para sus minas y ferrocarriles, para las diversas atenciones de su agricultura y su incipiente industria.

En seguida se encargó temporalmente de la dirección de un colegio ya establecido[46], luego abrió clases privadas en su casa, hasta que obtuvo autorización de profesar públicamente filosofía, é inauguró un curso libre en el edificio del extinguido convento de San Francisco, curso que duró hasta[164] 1843. Estos trabajos, emprendidos por amor de la enseñanza, no acompañados por idea alguna de lucro, pues la posición de fortuna de su familia lo mantenía libre de ese cuidado, eran para él la más agradable ocupación, pero le acarrearon disgustos. Publicaba programas muy detallados de las materias filosóficas que enseñaba, con ocasión de los exámenes públicos en que mostraba los adelantos de sus alumnos, y originóse de esos programas una polémica ardiente en los periódicos con futuros profesores de la Universidad, ya próxima á establecerse, á propósito de las doctrinas del entonces celebérrimo profesor francés Victor Cousin, sobre cuyas contradicciones y superficialidad formulaba Luz juicio tan severo como exacto y profundo. En otras controversias apasionadas se vió envuelto por la misma época sobre asuntos de interés público relacionados con el primer ferrocarril establecido en la isla por el patriotismo de sus habitantes desde 1837, sin auxilio de la metrópoli, donde no los hubo sino en fecha posterior. A consecuencia de tales luchas, de los desabrimientos personales que le trajeron, de la exaltación á que á veces lo arrastraba el ardor de sus convicciones, cayó víctima de una afección del sistema nervioso, y se vió forzado á suspender todo trabajo y embarcarse para Europa.

En una casa de salud de París vivía á mediados de 1844, al cuidado de un facultativo sobrino del famoso doctor Pinel, cuando le llegó la noticia inesperada de que un tribunal militar de la Habana[165] lo citaba por edictos como reo ausente de atentado contra la seguridad del estado. Tratábase de una supuesta conspiración de negros esclavos contra sus amos, y los fiscales inmediatamente envolvieron en el sumario á muchas personas respetables, nacidas en el país, con objeto de hacerlas impopulares por el horror que en todos despertaba el recuerdo de lo que había pasado en Santo Domingo, y sin más pretexto que el considerar las hostiles á la trata de África, que tan descarada como ilegalmente se practicaba todavía en la isla con la sanción tácita de los gobernadores. Sentíase Luz tan inocente de lo que se le achacaba, tan ajeno de toda culpa, que sin vacilar determinó, no importándole las consecuencias, volver á la Habana y responder personalmente al llamamiento; resolución bien aventurada pero bien digna de su intrépido corazón, pues sabía demasiado que el régimen político de la colonia no brindaba garantías de equidad; porque la causa se instruía conforme á los duros é inquisitoriales preceptos de la ley militar, y porque gobernaba la isla en esa fecha más despóticamente que ninguno el general Leopoldo O'Donnell, duque futuro de Tetuán, quizás en todo el universo el hombre de armas que ha ostentado mayor desprecio de la legalidad, en Cuba lo mismo que después en España, y que joven entonces, provisto de omnímodas facultades, no obedecía siquiera al freno de la experiencia ni soportaba la menor contrariedad.

No conocía Luz personalmente á O'Donnell que[166] había tomado posesión de su destino después de su salida: en cambio era muy probable que el nuevo procónsul estuviese fuertemente prevenido contra él, pues uno de sus primeros actos al presidir como Capitán general una sesión de la Sociedad Económica había sido ordenar verbal y ásperamente que la Sociedad borrase del número de sus miembros á un inglés, antiguo cónsul de la Gran Bretaña, David Turnbull, expulsado de la isla como abolicionista. Y precisamente había debido ese animoso extranjero el continuar inscrito á la intervención de Luz que, como Director, aunque ausente á causa de sus males, había propuesto y obtenido por medio de enérgica y elocuente comunicación que la Sociedad anulase el acuerdo de la expulsión de Turnbull, tomado con atropello de artículos terminantes de su reglamento. Cuantos figuraron votando contra la ilegal é innecesaria afrenta dirigida á un hombre que ya no residía en la isla, eran tenidos por el gobierno como partidarios, si no de la abolición de la esclavitud, por lo menos de la supresión sincera del tráfico de negros con África; uno y otro cargo eran igualmente decisivo indicio para los que buscaban cómplices, directos ó indirectos, de la imaginada conspiración.

En Agosto estaba ya de vuelta Luz y en su casa de la Habana. No fué llevado á la cárcel pública merced al notorio mal estado de su salud, que debió no obstante, dejar comprobar por la visita de tres médicos designados por el[167] fiscal[47], y quedó arrestado en sus habitaciones. Al cabo de un año largo de preguntas, repreguntas, confesión con cargos y demás trámites del procedimiento criminal, se mandó reunir el Consejo de guerra; ante él compareció Luz por medio de un militar encargado de su defensa, al que dió como única instrucción la orden de reducirse solamente á pronunciar las siguientes palabras: "Don José de la Luz y Caballero libra su defensa en el mérito de los autos y la justificación del tribunal". Así en efecto lo hizo el oficial escogido, que fué Andrés Foxá, teniente en un cuerpo especial llamado de Voluntarios de Mérito y miembro de una familia distinguida de poetas y literatos nacidos todos en las Antillas.

En Octubre de 1845, á los catorce meses de vuelto á su país, se falló la absolución libre, no de él únicamente sino de las demás personas, ó de su amistad ó del círculo de sus relaciones, que habían sido procesadas al mismo tiempo. Desenlace distinto por fortuna, del que tuvieron los procesos del año anterior, de las numerosas escenas trágicas, las sangrientas hecatombes de negros y mulatos infelices, tanto libres como esclavos, que ordenaron y ejecutaron esas mismas comisiones militares ante el país aterrorizado.

Corrió Luz de todos modos el peligro de sufrir[168] larga prisión preventiva, lo que en su situación podía haberle costado la vida, como sucedió á un respetable letrado amigo suyo, Martínez Serrano, fallecido en el calabozo. Si por dicha evitó esa prueba, tuvo que soportar la humillación de las visitas del fiscal, del miserable Pedro Salazar, condenado más adelante á presidio por sus desmanes y desafueros, que venía una y otra vez á tenderle lazos groseros por medio de preguntas capciosas, dudando insolentemente de su franqueza y de su veracidad.

Mucho mejor, por consiguiente, hubiera sido en interés de su salud comprometida que, desdeñando la absurda acusación, hubiese permanecido en París y no vuelto hasta que todo hubiese estado terminado. Pero un hombre como él, de su categoría moral en el país, no podía proceder así, aunque fuese lo más prudente ó lo más práctico; el apóstol de la verdad y la justicia en aquella pobre tierra víctima de tanta mentira y tanta iniquidad no debía aparecer un solo instante como si tuviese algo que ocultar, como si huyese despavorido de sus jueces, aunque fueran éstos injustos ó venales ó feroces conocidamente.

Su retorno inesperado fué un servicio patriótico, que sirvió no solamente para engrandecer su ya extendida reputación de intachable rectitud, sino para aclarar la situación general, disipando nieblas de propósito acumuladas por la encarnizada persecución; para fijar la opinión pública extraviada por[169] la perversidad de los acusadores[48]; para facilitar en fin la defensa de inocentes que yacían todavía en las prisiones con la garra de los fiscales siempre encima. Esa fué la impresión general al circular la nueva de que, á pesar de sus padecimientos, venía Luz desde Europa á ponerse enfrente de sus acusadores.

La imagen de ese año siniestro de 1844 se destaca en la historia de Cuba y en la memoria de los cubanos como una gran mancha negra en el centro de un lago de sangre. El delito, la explotada conjuración de negros y mulatos contra blancos, si acaso tuvo alguna existencia, fué como idea muy vaga ó proyecto sin comienzo de ejecución, mientras que la represión fué de la más bárbara crueldad, ejecutada contra toda ley y toda razón. Centenares de individuos perecieron, pasados unos por las armas, muertos otros en el suplicio de azotes que se les aplicaba para forzarlos á confesar, prueba del tormento resucitada en virtud de autorización expresa de O'Donnell[49]. Había en la Habana, Matanzas y demás ciudades un cierto número de mulatos libres, ricos y generalmente considerados; casi sin excepción todos fueron encausados, algunos perdieron la vida, ni uno solo salvó su fortuna.

[170]

Entre las primeras víctimas se contó el mulato conocido en literatura bajo el nombre de Plácido, que se llamaba Gabriel de la Concepción Valdés, hijo natural de una bailarina española y de un peluquero de color. Conforme á la condición de la madre nació libre, pero su aspecto físico lo hacía de la raza legalmente inferior, y de nada valieron para ayudarlo á salvar esa insalvable barrera las facultades poéticas de que estuvo dotado, el estro poderoso que á ocasiones lo eleva tan alto. Tenía treinta y cinco años cuando lo fusilaron en la ciudad de Matanzas.

Es coincidencia bien extraña que entre los cargos principales que se hicieron á Luz en el proceso, de todos, el más preciso, se funde en una alusión de Plácido[50] en su declaración instructiva, alusión de un todo inexacta, de que Luz ni siquiera dignó defenderse, pues nunca conoció personalmente á Plácido, y cuando él llegó á la Habana hacía ya tiempo que el pobre vate había sido ajusticiado. Pero sobre esa declaración, lo mismo que sobre las demás de los condenados entonces á muerte y sobre otras actuaciones de la causa, pesa y eternamente pesará la sospecha de ser una suplantación infame de los fiscales, que en el secreto del sumario las tomaron y redactaron.

[171]

III

Tres años más de reposo y de cuidados necesitó antes de pensar poner en práctica sus antiguos proyectos; pero á la primer vislumbre de mejoría se dedicó con perseverante preferencia á luchar contra las dificultades que la hostilidad del gobierno y la apatía de sus compatriotas le suscitaban y lograr el fin de sus anhelos: el establecimiento de un colegio cuya dirección se reservaba, para organizarlo conforme á sus ideas, acercarlo en lo posible al modelo filosófico que llevaba en la mente desde mucho tiempo atrás, tal como lo había esbozado en la proposición última del elenco de sus lecciones públicas de 1840; "escuela de pensamientos y virtudes, no queremos filósofos expectantes ni eruditos de argentería, sino hombres activos de entendimiento y más activos de corazón".

La soberbia frase de su empresa de educador, el hermoso apotegma que condensa todo su programa: "educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para la vida", no podía realizarse enseñando en clases más ó menos públicas, ni escribiendo libros de texto ó tratados teóricos; era preciso crear una gran escuela, primaria y superior, de la que no saliesen los alumnos durante la semana, y donde fuese, por tanto posible, educarlos en el verdadero y más lato sentido de la palabra.

Así, por fin, lo consiguió; dióle el nombre de El Salvador, por el barrio de la ciudad donde estaba,[172] aunque luego la voz pública asignó otro origen al título y le atribuyó un sentido literal en pro del porvenir del país, cosa en que primitivamente no se pensó. La casa, antigua vivienda privada, se modificó para adaptarla en lo posible al nuevo objeto, y sobresalía por la preciosa cualidad de tener detrás jardines extensos, un vasto prado cubierto de césped, de arbustos floridos, de frondosos árboles seculares que por diversas partes formaban pequeños bosques, y allá en un extremo un arroyo de cauce artificial, una zanja, que por accidente del terreno se precipitaba á guisa de minúsculo torrente, y se ensanchaba después entre orillas cubiertas de grupos espesos de "cañas bravas", gramíneas gigantescas cuyas ramas, semejantes á las de ciertos sauces, tamizaban por la tarde á la hora habitual del recreo de los alumnos los rayos del sol poniente, y mantenían en continua y misteriosa alternativa de luz y sombra la plácida superficie, sobre la cual se reproducían y se borraban, en rápida sucesión, las líneas de las ramas hojosas, de los verdes y anillados tallos, imagen poética de la vida efímera de seres y cosas sobre la tierra. Toda esa abundancia de luz y de espacio era inestimable allí, porque los discípulos, según el reglamento, volvían á sus casas solamente los días de fiesta, y entraban siempre en el colegio los domingos por la noche, hasta el sábado siguiente.

Por desgracia había que subordinarse en cuanto á la enseñanza y clasificación de las materias al[173] Plan de estudios oficial, redactado en Madrid para la Universidad única de la isla; de otro modo no hubieran venido al colegio alumnos de más de doce años, mínimum de edad exigida para comenzar los estudios universitarios del bachillerato en Filosofía, paso primero é indispensable hacia las carreras liberales, esto es, hacia la licenciatura en jurisprudencia, medicina y farmacia, únicas abiertas en el país, no existiendo escuelas especiales de ninguna otra, estando la política y las armas absolutamente vedadas, y no acostumbrando la metrópoli, salvo excepciones contadas, proveer en hijos de Cuba cargos importantes del orden judicial ó de la hacienda pública. Ese plan de estudios que fué, sin embargo, como ya indiqué, prenda de progreso, porque retiró de manos de los frailes de Santo Domingo el monopolio de la enseñanza superior, dividía en cuatro cursos anuales los estudios de filosofía, acumulando asignaturas á razón de siete ú ocho en cada año; y cuenta que entre ellas no se incluía ni la aritmética ni la gramática ni aun la lengua latina, porque se suponían aprendidas y bien sabidas, antes de los doce años; ¡como tampoco las lenguas vivas, completamente desdeñadas por el legislador, en un país donde los negocios tendían á hacerse casi únicamente con el extranjero! Plan insensato en todas sus partes; para acabar de juzgarlo, basta tener presente que en sólo el primer curso exigía de niños de doce á trece años el conocimiento cabal de todas las materias siguientes:

[174]

Toda el álgebra y toda la geometría; bajo el título de "Introducción á la historia natural", un curso de anatomía y fisiología elementales; un curso de mineralogía á otra hora y con otro profesor; primer año de física; la geografía y cronología completas; y por último toda la historia antigua hasta la caída del Imperio romano.

En los otros tres años era idéntico el hacinamiento de materias, y todo ello, en el tiempo y orden dispuestos, tenía que enseñarse en el colegio, amén de lo demás indispensable en la instrucción ordinaria de un adolescente. Si el alumno entraba en el colegio de doce años, se quedaba por lo común cuatro más solamente, y á los diez y seis, edad del bachillerato, se encontraba convertido precisamente en lo que, como decía Locke, nunca debiera llegar á ser: un pequeño pedante. Si había sido aplicado y pundonoroso y luchado con todas sus fuerzas por satisfacer á cuanto se le exigía, salía de ese cuarto año, como del cuarto círculo de un infierno, debilitado, entontecido por el exceso de trabajo mental en tan peligroso período de la existencia.

En terreno tan desfavorable, en condiciones tan adversas, había que trabar el combate; en él y con ellas emprendió Luz su espinoso apostolado.

Para triunfar hasta donde las circunstancias lo permitiesen; para cultivar el corazón de la juventud y hacer brotar sentimientos bastantes á compensar el influjo esterilizante del pernicioso régimen intelectual impuesto por los programas oficiales,[175] contaba con dos elementos poderosos: su genio de educador por una parte, y por la otra el prestigio de su carácter, su influencia personal, la aureola que á los ojos de todos, grandes y pequeños, le creaba esa tan feliz combinación de un saber extraordinario con la más ardiente y previsora caridad. En el ejercicio del arte de la educación, lo mismo que en todas las aplicaciones de la ciencia, el hombre superiormente dotado de las facultades especiales, decidido á emplearlas sin tasa en su ministerio, basta á menudo para contrapesar los errores del peor sistema, para salvar los inconvenientes de la más escabrosa situación.

Lo verdaderamente admirable en José de la Luz era el conjunto de sus cualidades morales, y de ellas, por desgracia, solamente vestigios, leves huellas, pueden quedar en la historia de su patria, ó un perfume que necesariamente se desvanece en sus Aforismos, en las áridas páginas del Informe sobre el Instituto Cubano, en su correspondencia privada, si llegara ésta á reunirse y publicarse. Los que tuvieron la dicha de conocerlo é íntimamente tratarlo saben bien cuan irrealizable tarea sería pintarlo y explicarlo hoy á los que en Cuba han venido al mundo después, y con pena se dirán que la hermosa figura ha de ir menguando y esfumándose en el horizonte de la historia cubana á medida que van desapareciendo de la escena sus discípulos. Yo debo á la fortuna el privilegio de haber vivido á su lado los doce años mejores de mi existencia,[176] de haber sido contado entre sus hijos predilectos, y para mí Luz más que un escritor, que un filósofo, que el jefe de un gran colegio, fué un prodigio de bondad y abnegación, un ser completo, seductor, lleno de mansedumbre y rectitud, como acaso ningún otro he conocido jamás. A pesar de haber estado tanto tiempo en constante intimidad con él, viéndolo en todas las situaciones, en buena salud y durante penosas enfermedades, en la alegría y en la tristeza, en sus horas de satisfacción mayor, rodeado de sus hijos espirituales, en períodos amargos cuando la ingratitud ó la injusticia disparaban contra él saetas envenenadas, ó bien cuando la imagen dolorosa de cada uno de los varios desastres de su vida doméstica atormentaba su corazón, jamás sorprendí en aquel noble espíritu un instante de desaliento, un rasgo de cólera, una palabra descompuesta, una queja de amor propio herido.

Ante las frecuentes contradicciones entre las apariencias y la realidad de la vida de algunos personajes célebres, se han preguntado varios si no son muchas veces los moralistas simples actores que representan un papel distinto, y á ocasiones hasta opuesto al que en la vida real desempeñaron. Es lo cierto que á menudo así sucede; pero los discípulos de Luz conservan viva siempre la memoria de un hombre de cuyos labios brotaban los preceptos de la moral más elevada, en cuyo rostro nunca hubo máscara ninguna, á quien nadie superó en la pureza y austeridad de sus costumbres.

[177]

Pronto se vió que el colegio respondía positivamente á una necesidad en el país, y fué preciso agrandar el edificio para dar cabida á los numerosos internos que de toda la isla acudían. La marcha general del establecimiento quedó regulada desde el primer día conforme á las ideas particulares del director, y con tanto acierto y seguro resultado que hasta lo último se respetaron y conservaron sin alteración sustancial.

Lo que había llamado método explicativo fué, por decirlo así, norma de las clases, no sólo de lectura, donde era una necesidad, sino de toda la enseñanza del colegio, con objeto de habituar los alumnos á darse cuenta exacta de lo que aprendían, á no confiar nada á la memoria únicamente y solicitar explicaciones de todo, tanto mientras duraban las clases como á otras horas del día, para lo cual estaba siempre el director en la casa y dispuesto á resolver las dudas y dificultades de todos.

Traspasó al colegio su biblioteca particular muy numerosa y escogida, y como otra de las reglas generales era exigir de los alumnos, una vez todas las semanas, composiciones originales y breves en aquellas clases en que la materia lo consentía, muchos acudían al director en busca de una indicación como punto de partida, ó de libros donde estudiar más extensamente el tema de la disertación, y él, amoldándose al grado y carácter de la inteligencia de cada uno, los ayudaba siempre de algún modo á salir airosamente del empeño. "El arte de[178] escribir con perfección debe contarse entre los privilegios del genio", había dicho en el Informe sobre el Instituto; es lo cierto que no se tendía en el colegio á formar artistas de frases, pero aconsejaba siempre adiestrarlos todo lo posible, "para hacer perder á los jóvenes aquel horror por la composición que les hiela la mano, al empuñar la pluma".

En cuanto al régimen interno era la costumbre emplear pocos castigos y del carácter más anodino posible; mantener la mayor familiaridad entre alumnos y profesores, nada de ceremonias, ningún uniforme, ningún besamanos, cuidando siempre de avivar el afecto como más segura vía por donde ahuyentar el menosprecio. El director era cariñosamente llamado por todos sin excepción Don Pepe, nombre que desde mucho antes se le daba por todo el país. Aplicóse también desde el principio la regla de preparar los alumnos de más juicio y mayor edad para maestros, confiándoles pequeñas clases de menores, formando así con ellos un grupo intermedio entre el cuerpo de profesores y la masa de los educandos, lo que ayudaba eficazmente á aunar y solidarizarlo todo.

En los primeros años no vivía Luz en el edificio mismo del colegio, sino en una casa próxima con su esposa y con su hija; mas antes de salir el sol estaba siempre presente para recibir los alumnos al bajar de los dormitorios y reunirlos en una pequeña capilla; ahí, todos de rodillas, él solo de pie en el[179] centro, recitaba una oración por él mismo compuesta y que repetían en coro, breve acción de gracias al Señor "por todos los beneficios dispensados durante el día anterior y principalmente por la tranquilidad de nuestras conciencias". En ella se intercalaban otras cosas en días fijos, como el místico soneto atribuído entonces á Santa Teresa; "No me mueve, mi Dios, para quererte..." que se decía siempre los viernes así como los sábados la Salve á la Virgen María. Esta costumbre fué perdiéndose, y á medida que iba Luz por sus males levantándose menos temprano por la mañana acabó por suprimirse. Nunca hubo en el colegio profesor ó empleado que fuese tan religioso como él, jamás autorizó ni con su enseñanza, ni con sus actos la entera supresión de las prácticas de la Iglesia por sus discípulos, y es un hecho que los numerosos alumnos del Salvador que salieron de allí tibios ó indiferentes en materia religiosa no siguieron sus huellas.

Las clases superiores de filosofía, es decir, de lógica, psicología y moral estuvieron en toda época á su cargo, y cuando allá hacia el fin de sus días no le era posible desempeñarlas, se suponían siempre en la lista de profesores como reservadas para él, y confiadas á un interino, cuyo nombre no se imprimía en el elenco. En sus tiempos de buena salud daba una clase superior de lengua latina, en la cual se estudiaban gramatical y literariamente los grandes autores, y para los ejercicios de versión del castellano al latín traducía él mismo y dictaba tro[180]zos de los diálogos de Luis Vives, comparaba los trabajos con el original haciendo resaltar la elegante latinidad del famoso valenciano que mucho admiraba. También tomó para sí al principio la clase de alemán, y por algún tiempo otra en que, bajo el nombre de religión, explicaba historia sagrada é interpretaba directamente del texto del Padre Scio capítulos de la Biblia.

Pero su verdadera cátedra era la que ocupaba una vez por semana, los sábados, á la hora en que se suspendían los trabajos hasta el lunes siguiente, y desde ella improvisaba durante veinticinco ó treinta minutos un sermón laico, tomando por lo general como punto de partida algunos versículos de los Evangelios, con mayor frecuencia de las epístolas de San Pablo. Era siempre una sencilla y vigorosa lección de moral práctica al alcance de todos, pero á veces arrebatado por súbita inspiración se elevaba agrande altura, irguiéndose lleno de energía, agitando sus largos brazos con el libro abierto en una mano, alzando la voz que era de un timbre grave y varonil; y sacudiendo la atmósfera moral de aquel recinto, de tal manera que hombres y niños, pues muchos de los empleados se agolpaban á las puertas del salón, creían sentir pasar sobre sus cabezas algo sobrenatural, algo como una voz potente y vibrante de profeta anunciando, adivinando un misterioso porvenir.

Mientras vivió el fundador, continuó la casa, como he dicho, bajo su dirección inmediata: ésta duró[181] unos catorce años, después continuó abierta cerca de ocho más con José María Zayas, su colaborador, al frente, hasta zozobrar por último en la tormenta política producida por la insurrección de 1868. Son las tres fechas capitales de su historia; la fundación en 1848, la muerte de Luz en 1862 y la supresión en 1869. Aparte de esto hubo otros graves momentos, otras crisis peligrosas que amenazaron su existencia.

En 1850 perdió Luz á Luisa, su única hija, de diez y seis años de edad, cuya inteligencia y cuyo corazón había él educado y cultivado con amoroso esmero, y cuya sonrisa embellecía su vida de abnegación, austeridad y sacrificios. Muchos temieron que fuese el golpe demasiado rudo para aquella organización depauperada por los padecimientos, y en los primeros días se le vió en efecto, sumido en invencible melancolía; pero de esta clase de dolores suele la voluntad, á costa de vigoroso esfuerzo, lograr señorío completo, cuando el paciente sabe imponerse algún gran deber, ó descubrir algún sendero oculto y escarpado que recorrer en bien de sus semejantes. Así fué, y pronto reanudó sus tareas del colegio, volviendo á hacer todo lo que antes hacía, con el mismo afectuoso interés, sin aludir en ningún caso á la hija perdida, sin pronunciar una palabra que pudiera autorizar á nadie para dirigirle frases vulgares de consuelo ó simpatía. Algunas veces el que lo mirase con atención, cuando escuchaba de pie en el umbral de un cuarto de[182] clase la lección de un niño ó la explicación de un profesor, podía adivinar la presencia constante de la imagen adorada, porque algo de súbito empañaba sus ojos, como si una nube pasara oscureciendo el fulgor de sus pupilas; pero "el espartano", como él mismo se llamaba, el herido espartano continuaba siempre dueño de sí mismo, sin ceder á la debilidad de buscaren lamentos inútiles alivio á su dolor. Todos, como obedeciendo á una consigna, se abstenían con sumo cuidado de la más leve alusión al triste suceso. Por esa razón ocho años después, en el discurso con que terminaban siempre los exámenes de fin de año, y que esa vez compuso y leyó en su nombre Antonio Angulo, el discípulo querido, causó en todos la mayor sorpresa oirle decir que por su conexión con el colegio tenía la dicha de mantener vivos en su corazón los dulces y puros sentimientos de la paternidad, ventura de que parecía haberme privado para siempre un terrible é inescrutable decreto del Eterno. Fué tan profunda la emoción entre alumnos, profesores y amigos allí presentes, á causa del inquebrantable silencio guardado tanto tiempo, que pareció la alusión en el primer instante un rasgo de excesiva audacia del discípulo, y apenas osaban volver la vista hacia el maestro, por miedo de ver su rostro surcado de lágrimas imprudentemente arrancadas en presencia de tan numeroso público.

En 1852 sobrevino una nueva invasión del mismo morbo asiático, que arrebató dos años antes á la hija[183] de Luz, penetrando esta vez en el colegio y llevándose en pocas horas uno de los pupilos. Fué preciso cerrar la casa temporalmente. Durante esta suspensión estableció José María Zayas en otro lugar de la ciudad y por su sola cuenta un nuevo colegio, que denominó Colegio Cubano y puso en duda peligrosa la reapertura del Salvador, porque la voz pública, sin razón especial, pues la epidemia había diezmado por igual toda la ciudad, tachaba de insalubre el barrio del Cerro, y porque gozaba Zayas del prestigio de haber sido principal colaborador de Luz. Recibió éste el golpe con su ecuanimidad genial, y sin formular, en voz alta por lo menos, queja alguna de tan inesperada competencia, abrió las puertas del colegio, una vez desaparecida la epidemia, y reanudó las tareas, aumentando la carga sobre sus hombros y encargándose por algún tiempo de nuevas clases, entre las que resultaban vacantes por la retirada de Zayas, sus dos distinguidos hermanos, Juan Bruno y Francisco, y algún otro profesor.

Aunque el nuevo colegio de Zayas no debía vivir mucho tiempo, era evidente que, dados los rumores persistentes sobre la insalubridad del barrio del Cerro, sería imprudente seguir con el Salvador donde estaba, luchando sin seguridad de triunfo contra arraigada preocupación. No quedó por último más recurso que trasladarlo al centro de la ciudad, y abandonó Luz, bien á su pesar, el viejo edificio, que aun irregular y agrandado á pedazos,[184] compensaba muchos inconvenientes con sus arbolados y su frescura.

Los cinco años que permaneció el colegio en el interior de la capital, en una casa no pequeña pero encajada en un montón de otras y sin la abundancia de luz y aire á que se estaba acostumbrado, parecieron á todos largo y penoso cautiverio. En ese período perdió Luz su anciana madre, á cuyo lado había vuelto en busca de cariñoso abrigo, y determinó entonces no salir más del establecimiento ni de noche ni de día, resuelto á no contar con más familia en lo adelante que sus discípulos, sus hijos espirituales, para usar la frase con que á ellos se refiere en su testamento.

El cautiverio duró hasta mediar el año de 1859; disipadas las preocupaciones del público volvió el Salvador al mismo Cerro, aunque no á casa tan amplia ni á terreno tan vasto como antes. Pero la salud de Luz decaía visiblemente, el orden interior del establecimiento sufría por falta de una mano experta que llevase las riendas y evitase al director descender á multitud de pormenores. Temiendo, pues, que la acción recrudecida de sus antiguos padecimientos lo debilitase demasiado, aceptó de los compatriotas distinguidos que lo habían ayudado pecuniariamente en la traslación al Cerro la proposición de confiar nuevamente la vicedirección á J. M. Zayas, que con tan buen éxito la había desempeñado al principio y se manifestaba ahora pronto á continuarla. Asentir no le costó ningún[185] esfuerzo, porque lo pasado apenas había dejado vestigios en su memoria, y siempre había apreciado en Zayas uno de los mejores discípulos del colegio primero que dirigió á su vuelta de Europa. Causóle en seguida verdadera satisfacción observar que, en cuanto á carácter, el que volvía á su lado era casi un José María Zayas distinto del de antes, como domado por la edad, suavizado por la influencia de la familia, la esposa y los hijos que ahora le acompañaban.

Desde esa fecha todo siguió su marcha sin otro grave tropiezo: la hábil organización bastó para resistir los efectos del inmenso vacío que dejó la desaparición del fundador en 1862, continuando el colegio abierto y con idéntico crédito hasta la orden gubernativa de la clausura en 1869.

No mucho pudo hacer Luz en él durante sus últimos tres años. Ya no desempeñaba ninguna clase, accesos frecuentes aumentaban su debilidad y acercaban el triste desenlace, pero con la fisonomía llena de expresión, la voz entera y los ojos brillantemente húmedos como siempre, la delgadez de los miembros y la inclinación de las espaldas revelaban solas su constante decaimiento. No podía ya escribir, á menudo ni siquiera leer, mas la curiosidad con que seguía los vaivenes de la política en el mundo no se extinguía, ni tampoco su interés por cuanto en ciencias ó en letras se publicaba de notable; varios de sus discípulos antiguos se encargaban de ir dándole cuenta de lo más im[186]portante, y era un encanto oirlo disertar elocuentemente sobre los más variados asuntos, juzgar seguramente, por los datos que se le suministraban, autores y libros, en el lenguaje familiar, expresivo, que le era habitual y producía tanta impresión.

Recibía siempre las grandes revistas inglesas, se hacía leer sobre todo la Westminster Review, muy atento al movimiento filosófico en la patria de Locke, siguiendo con intensa curiosidad el desarrollo y final engrandecimiento de la escuela que parte del ilustre autor del "Ensayo sobre el entendimiento humano", continúa con Hume, Bentham, Stuart Mill, y comenzaba en aquellos mismos momentos á descubrir los nuevos y dilatados horizontes en que debían brillar como astros rutilantes el libro de Darwin sobre el origen de las especies y la vasta generalización de Herbert Spencer. No es decir por de contado que adivinase Luz las grandes y fecundas consecuencias de lo que no hacía más que apuntarse; ni que las mágicas fórmulas: evolución, selección natural, supervivencia del mejor, penetrasen en sus oídos revelándole desde luego el secreto de todo lo que contenían. Era él y lo fué hasta el fin, sensualista convencido, "positivista" sólo en el sentido en que puede también decirse de John Locke, aunque la innata tendencia mística había ido pronunciándose más y más en su espíritu, por la influencia de las penas físicas, de los infortunios, de la fatiga del que ha luchado en terreno donde todo le ha sido hostil, hombres,[187] cosas, elementos. Pero su alma de investigador sincero, de amante fiel y ardoroso de la verdad filosófica, alimentaba en su pecho eterna simpatía por cuantos buscaban, cualquiera que fuese el rumbo, la solución de los antiguos y espinosos problemas, que él también se había planteado y tratado de resolver con sus propios recursos.

Su adhesión á la escuela experimental era tan firme, tenía raíces tan hondas que ni siquiera las había sacudido el estudio á que, con entusiasta curiosidad, se había consagrado de los filósofos alemanes, leyéndolos asiduamente, meditando largamente sus profundos sistemas, para lo cual le era de preciosa utilidad el conocimiento perfecto que de la lengua llegó á poseer, como rara vez lo obtienen extranjeros de raza latina cuando no han sido educados allí mismo. Ni aun el ilustre Kant, que tan excepcional posición ocupa en el desarrollo del pensamiento filosófico moderno, logró conquistarlo enteramente, bien que lo reconocía en cierto modo como el continuador de Locke[51]. Una de las veces que lo cita, en el curso de sus polémicas, no olvida añadir: "¡y cuidado que yo no soy ningún partidario suyo!" En otra ocasión de la misma controversia sobre el escepticismo había dicho: "Ocioso es recordar que no pertenezco á la escuela de Schelling"[52].

[188]

Con la mayor atención estudió tanto á Kant y Schelling como á Fichte y á Hegel; por él tuvo la juventud cubana alguna idea de las originales y atrevidas teorías de esos sublimes idealistas, pero siempre acompañada en sus lecciones de todos los correctivos necesarios para evitar el abismo en que forzosamente caen cuantos, abandonando el camino lento y seguro de la experiencia, confían orgullosamente á la imaginación la tarea de descubrir é iluminar con su fumosa antorcha senderos diferentes.

"Nadie mejor que yo" dijo en otro lugar "podía á mansalva haber recogido mies abundante de Alemania, y aun haberme dado importancia con introducir en el país el idealismo de esa nación á quien idolatro; pero he considerado en conciencia, á pesar de haberme tomado el trabajo de estudiarlo, que podía más bien dañar que beneficiar á nuestro suelo"[53].

Incomprensible sería que quien se expresaba de ese modo, en tan reposado y convencido tono; quien había resistido á la seducción de esos grandes metafísicos, leídos en su lengua y estudiados[189] en el momento de su brillante novedad, acabara por dejarse caer en brazos de otro filósofo alemán de cuantía mucho menor, Krause, en realidad un pigmeo al lado de Hegel ó de Schelling, creador de un sistema que es una especie de eclecticismo, pues reúne bajo la enseña de "la armonía" multitud de cosas diferentes, traídas de aquí y allá, á las que por su cuenta poco agrega de valor trascendental. Sin embargo, una y otra vez, en Cuba y fuera de Cuba, se le ha contado entre los seguidores de ese filósofo; un crítico español contemporáneo, Menéndez y Pelayo, después de leer la biografía escrita por J. I. Rodríguez afirma que "no yerran los que quieren emparentarlo con los krausistas y con Sanz del Río"; y el malogrado Antonio Angulo y Heredia, el discípulo en quien fundó Luz tantas esperanzas, dijo en una conferencia del Ateneo de Madrid que había mirado Luz "con singular predilección ese gran sistema de divina consoladora armonía creado por el inmortal espíritu de Krause"[54].

No hay una línea en los escritos impresos de Luz ni se recuerda frase alguna de sus discursos improvisados en el colegio, que justifique ni aun vagamente esa extraña predilección. Angulo mismo en un folleto publicado posteriormente atenuó mucho la fuerza de sus palabras agregando que sólo había[190] querido apuntar que tuvieron Luz y Krause algunas ideas parecidas[55].

En materias puramente literarias no alcanzaba Luz el mismo alto nivel que en filosofía ó en ciencia pedagógica, como lo revelan el andar lento y sólido, el estilo sin adornos del Informe sobre educación y la forma rigurosamente dialéctica de que poco se aparta en las polémicas. Solamente en los aforismos descubre á veces algún empeño de perfeccionar y variar su estilo, y ahí mismo en pos del vigor más bien que de la belleza de la expresión. Por tendencia natural de su espíritu buscaba antes que todo en las obras de arte el carácter moral, el interés humanitario, la aplicación práctica, directa, á las necesidades de la civilización universal; otras manifestaciones de poesía más pura ó más elevada, ajenas á toda idea de utilidad social lo mismo que á todo optimismo convencional, despertaban menos su simpatía. Así, por ejemplo, prefería á Lessing entre los escritores alemanes, no se cansaba de admirar y recomendar el hermoso poema dramático "Nathan el sabio" como insuperable dechado de generosidad y nobleza de sentimientos elocuentes. No es decir que fuese insensible á la gran poesía; en la pared de su gabinete particular había lugar para un solo cuadro, y lo llenaba un magnífico retrato del autor de Fausto grabado sobre acero.

[191]

A ningún poeta moderno ha dirigido alabanzas tan calurosas y cordiales como á Alejandro Manzoni, hasta tocar en alguna de ellas el límite último de la hipérbole. De la oda célebre á la muerte de Napoleón, Il Cinque Maggio, dice que "fué dictada por Dios", que con ella "quedaron vencidas y superadas todas las inspiraciones"[56]. Estos elogios, que deben parecer excesivos aun á admiradores de esa magnífica composición, nacieron de la vivísima simpatía que sintió tanto por el hombre como por el poeta, "el alma más pura", agrega, "de cuantas han respirado el aire de las letras en el siglo XIX, una de las más eminentemente religiosas que en el mundo fueron y más llenas de amor patrio". Encima del artista, encima del poeta, colocaba al creyente, al patriota, al sincero y piadoso apologista de la religión cristiana; ensalzaba al católico entusiasta y convencido, por razones idénticas á las que motivaban sus aplausos al juicioso y tolerante Lessing.

Esas frases hiperbólicas son una opinión juvenil, el eco de una primera impresión, de un primer arranque de admiración. No mucho menor fué entre otros el efecto de la oda desde el momento de su aparición; pruébalo el sinnúmero de traducciones que se han hecho, la prontitud con que se sirvió de ella Lamartine para tomarle lo mejor que hay en una de sus Meditaciones, titulada Bonaparte, que[192] con tan robustos versos parafraseó la Avellaneda. Hoy, sin embargo, sería difícil sostener que Il cinque Maggio, sea la mejor de las siete ú ocho obras maestras que en el género lírico, incluyendo los tres coros de sus dos dramas, nos ha dejado Manzoni; éste mismo, según cuenta César Cantú, su biógrafo y amigo[57], la estimaba en poco, la llamaba jocosamente quella corbelleria, y para explicar los defectos que le reconocía, recordaba que era la única de sus poesías compuesta en menos de tres días. Otra oda hay, parecida en el metro y corte de las estrofas, idéntica en estilo y precisión de lenguaje poético, La Pentecoste, escrita un año después, que con mejor tino crítico ponía Luz en altísimo lugar y frecuentemente recitaba, en especial la bella imagen de la palabra de los Apóstoles después de la bajada del Espíritu santo, comparada con la luz que envuelve los objetos y suscita los diferentes colores, en la estrofa que sublimemente termina así:

"L'Arabo, il Parto, il Siro
In suo sermón l'udi.

Su amor al poeta favorito era tan grande que, á pesar de admirar y leer mucho á Cervantes, de quien decía que era "el verdadero rey de España", "el escritor más original que ha existido", ponía inmediatamente al lado del Don Quijote la preciosa[193] novela I promessi sposi, que releía á pedazos muy á menudo y de la que citaba á cada paso frases y palabras. Don Abbondio, el cura de la pequeña aldea lombarda, era para él, igual que para Gioberti en su "Ensayo sobre lo bello", un personaje tan animado, tan magistral y eternamente creado como el Sancho Panza inmortal del humorista español. Nunca probablemente se detuvo á considerar que con todas sus innegables excelencias produce en gran parte el novelista milanés la impresión de haber escrito un libro de propaganda, medio histórico y medio religioso, no tan interesante como las buenas novelas de Walter Scott, su verdadero modelo, y de propósito concebido con el primordial objeto de enaltecer la moral de la iglesia, ya antes defendida por él con tanto calor como saber en una extensa refutación de ciertos pasajes de la historia de Italia de Sismondi. Las figuras trazadas con mayor esmero, Fra Cristoforo, Federigo Borromeo, las escenas más vívidamente reproducidas, como el bello y largo final en el lazareto, dejan la obra un poco lejos del arte más desinteresado, más humano y generoso á que pertenece el Don Quijote. Pero á consideraciones de este género habría, es muy probable, respondido Luz que no entibiaban su admiración, pues en su poética no entraba esa distinción para imponerla á obras de arte y aquilatar sus méritos.

En los últimos años llegó á ser el colegio, en virtud de la creciente nombradía del director, como un[194] lugar de peregrinación: deseaban con frecuencia conocerlo algunos de los extranjeros que pasaban durante el invierno por la ciudad, muchos cubanos de otras partes de la isla venían á menudo con sus familias, con hijos á veces todavía en la primera infancia, alumnos futuros, pidiéndole, como Franklin á Voltaire para su nieto, que posase la mano sobre sus cabezas en señal de bendición.

Entre los extranjeros vino un día la distinguida poetisa Julia Ward, esposa del célebre filántropo de Boston Samuel Howe, y en la historia de su viaje impresa poco después en Nueva York habla ella de Luz con tan fervoroso aprecio como pudiera haberlo hecho el cubano más reverente[58]. Esa visita dejó en Luz imborrable recuerdo, porque con Julia Ward tuvo el honor de conocer á un hombre excepcional, Teodoro Parker, uno de los grandes apóstoles de la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos, quien herido ya de muerte por la enfermedad que debía arrebatarlo al mundo en el año siguiente de 1860, viajaba en busca de cielo más propicio que el de la Nueva Inglaterra. El nombre del ilustre abolicionista sólo en voz muy baja podía ser pronunciado entonces en Cuba por temor de excitar la cólera fácilmente excitable de los dueños de esclavos; Luz que con ansia lo aguardaba estrechó con júbilo la mano del intrépido refor[195]mador que, con la palabra, con la pluma, con esfuerzo personal incesante de más de veinte años, había logrado despertar la patria de vergonzoso letargo y precipitar la hora de la justicia y la redención. Cuando los estados esclavistas se confederaron y declararon la guerra al gobierno de los Estados Unidos en 1861, ya el pobre Parker había expirado en Italia, cuyo clima menos ardiente que el de Cuba tampoco pudo atajar el mal devorador. Más de una vez pensaría Luz en el modesto túmulo del cementerio protestante de Florencia, donde yacía el apóstol, para deplorar que no hubiese vivido siquiera un año más, que no hubiese visto abrirse la crisis final, consumación de la obra á que se había consagrado y en que había gastado todas las potencias de su ser.

Luz también debía morir antes de ver definida la marcha de la guerra civil americana, antes de que el triunfo de la Unión y de la emancipación de los esclavos apareciese como seguro, cual lo anhelaba y tal como durante las primeras inciertas y confusas campañas militares apenas parecía lícito esperarlo. A veces, acongojado por el temor de la posible separación, buscaba consuelo pensando que siempre quedarían dos naciones republicanas de vastísima extensión, que por lo menos la libertad política no sufriría menoscabo esencial y que la redención de la raza esclava vendría siempre por la acción del tiempo: ilusiones que se forjaba para atenuar la gravedad del desastre, si lograban vencer los esta[196]dos confederados y crear una nación con la esclavitud inscrita por base del pacto social.

Todas sus simpatías iban hacia el norte de los Estados Unidos, hacia las ideas y formas de la Nueva Inglaterra, hacia las dos escuelas literarias que allí florecían en torno de Emerson y de Prescott. Emerson particularmente era uno de sus autores más amados. La forma sentenciosa, el idealismo superior, y hasta la osadía aventurada de imágenes en prosa que distinguen al autor de tantos admirables "ensayos", de los incomparables retratos ó croquis biográficos titulados "Hombres representativos", eran cualidades como de propósito reunidas para entusiasmarlo, pues se conformaban á maravilla con sus ideas, con su manera de pensar y de escribir. ¡Qué hombre, qué frase, qué imagen! exclamaba recordando las palabras de Emerson sobre Webster, después de la capitulación en que el gran tribuno sacrificó en favor de los adalides esclavistas las opiniones de toda su vida: "Cada gota de la sangre de sus venas tiene ojos que miran hacia abajo".

Sus opiniones respecto del porvenir político de Cuba nunca variaron; creía que, mientras existiese en la isla la esclavitud, era locura pensar que por la fuerza pudiera sacudirse el yugo de España, que las sangrientas tentativas de lucha por la anexión á los Estados Unidos eran movimientos meramente superficiales, sin honda correspondencia en el país, y que el deber de un hombre en su posición era preparar[197] las nuevas generaciones para las rudas faenas que más adelante forzosamente vendrían, acostumbrándolas á la tolerancia, á la fe en el esfuerzo individual, á la laboriosidad paciente, al hábito de manejarse y gobernarse por sí solos en los negocios ordinarios de la vida, inspirándoles invencible repugnancia á toda forma de servidumbre, material, moral ó intelectual. Mientras tanto daba el ejemplo de la dignidad silenciosa y virilmente resignada, absteniéndose de relaciones directas con las autoridades superiores de la colonia y respetando escrupulosamente las leyes y reglamentos. Así, aunque era cierto que desde las esferas del gobierno no se miraba su colegio con ojos favorables, nada podían legalmente hacer contra él, pues mostraba en los exámenes públicos todos los años, siempre presididos por algún representante oficial, que allí no se enseñaba cosa alguna que tendiese á subvertir el orden existente. Cuando venían los agentes de policía á pedir "de orden superior" que el colegio figurase en alguna lista de suscripción con fines políticos, como la guerra de Marruecos en 1860 ú otro suceso por el estilo, siempre contribuía, agregando á veces en voz baja: "doy al César lo que es del César". Sólo en una ocasión resistió indignado. Tratábase de regalar, por suscripción bautizada de popular, una espada de honor al general O'Donnell por sus triunfos en esa misma campaña contra los moros que le valieron el título de duque de Tetuán. Con la frente roja de emoción respondió Luz al[198] empleado de policía: que había ya contribuído como era su deber á los gastos de la guerra, pero que ahora rehusaba, pues se trataba de glorificar á alguien de quien tenía graves y particulares motivos para sentirse personalmente agraviado. Aquella alma dulce y blanda, que todo lo condonaba y olvidaba, no podía perdonar los desafueros inexpiables de O'Donnell en Cuba, sátrapa feroz entre los feroces.

Discípulos y colaboradores se comunicaban día tras día la pena que les causaba verlo ir decayendo constantemente, y todos veían ya muy claro que el noble maestro no llegaría á edad muy avanzada. En los últimos tiempos no atendía al colegio con la asiduidad y consagración primitivas; á menudo se sentía incapaz de salir de su aposento, y en balde lo buscaban sus alumnos para contarle sus cuitas, comunicarle sus dudas ó pedirle su protección. El cuerpo se rendía, pero la inteligencia persistía incólume, no desmayaba su actividad y pedía siempre con interés noticias literarias y políticas. Uno de los profesores le leyó las líneas elocuentes que sirven de prólogo á Los Miserables, cuya primera parte era lo único llegado á la Habana, mientras él vivía; conmovido por las frases vigorosas en que anuncia el poeta el propósito generoso y compasivo de su obra, decía con tristeza que sentiría morirse antes de ver terminada la publicación. Y así sucedió, la empobrecida constitución cesó de funcionar, sin enfermedad bien determinada,[199] por fatiga natural de los órganos, murió tranquilamente el 22 de Junio de 1862, pocos días antes de cumplir sesenta y dos años.

Los funerales tuvieron lugar en la tarde del día siguiente, y no obstante lo que en contrario se ha escrito[59], es notorio que fueron un acto de recogimiento silencioso, de tristeza sincera y profunda, sin mezcla de ningún otro sentimiento. Como en virtud de las leyes severas que regían no era permitido pronunciar discursos en el cementerio, solamente en la sala del colegio, antes de sacar en hombros el cadáver, en presencia de un número reducido de personas, hablaron brevemente algunos compatriotas distinguidos, en representación de la Universidad, de la Academia de ciencias, del colegio El Salvador, todos en el tono más grave y solemne, rigurosamente ajustado á la seriedad[200] imponente de la ocasión. Un gran concurso de gente acompañó después á pie el cadáver hasta el camposanto, sin que se profiriese un grito ó se hiciese cosa alguna distinta de lo que se solía en los entierros; la diferencia únicamente consistió en el número extraordinario de los presentes y en el no fingido dolor que á todos afectaba[60].

Cuando en la mañana de ese día fatal cundió por la ciudad la noticia de que había fallecido el sabio y santo "maestro de la juventud cubana", prodújose emoción tan intensa que á los oídos y la vista de todos, hijos de Cuba lo mismo que españoles y extranjeros, se reveló cuan inmenso era el lugar ocupado en el corazón del país por el débil y modesto anciano que en ese momento desaparecía, tocando apenas los umbrales de la ancianidad, después de haber vivido sin más hogar ni más familia que el grupo de alumnos y profesores de un instituto privado de educación, casi del todo sin necesidades, como un anacoreta, más estrictamente que ninguno sometido á las reglas austeras de la casa, durmiendo en un catre abierto todas la noches,[201] entre dos estantes, en un rincón del aposento donde se apiñaban los volúmenes de su rica biblioteca.

Para algunos de los jefes superiores de la administración de la isla, empleados venidos de España á formar la burocracia militar y civil que la regía, y que frecuentemente se sucedían unos á otros traídos ó llevados por los vaivenes de la política, fué signo ominoso aquel duelo universal, causado por la muerte de un hombre sin carácter oficial. Vieron con no disfrazada hostilidad que el Capitán general de la colonia, Don Francisco Serrano, futuro duque de la Torre, en quien residían las facultades de omnímodo dictador, que delegaba la metrópoli á sus procónsules de América, influído por algunos hijos del país entre sus amigos particulares, había dispuesto que el gobierno se asociase al sentimiento unánime del país, reconociendo los méritos eminentes del difunto educador por medio de ciertos honores, como invitar al entierro varias corporaciones oficiales, y cerrar durante tres días los Institutos de educación. Alarmados con tan desusado proceder, pidieron al voluble Capitán general que resarciese al menos el daño ya causado, ordenando que en el acto cesase toda manifestación pública en memoria de Luz, que volviese el país á su quietud y silencio habituales, y ni se pusiesen en letra de molde ni se pronunciasen públicamente las sílabas de su nombre y apellido. La orden era susceptible de inmediata y completa ejecución, merced al régimen de censura[202] previa é irresponsable á que estaba allí sometida la imprenta; y desde aquel mismo momento el que hubiese juzgado solamente por apariencias podía haber pensado con asombro que el eterno olvido envolvía ya en su propia patria la memoria del hombre eminente, que había consagrado su fortuna, su posición independiente, su saber, su prestigio como el primer literato del país, á la tarea oscura de educar niños, de templarles el alma, como decía, para sostener la ardua lucha de la vida.

Unicamente dentro del recinto del hogar doméstico, era lícito recordarlo y encomiarlo sin provocar las iras de la autoridad. Por fortuna continuaba siempre abierto el Colegio, sus lecciones se conservaban escrupulosamente por un grupo de discípulos fieles, y todos los años, en una noche del mes de Diciembre, al terminar los exámenes generales que el instituto celebraba para satisfacción de las familias, era costumbre que el director y algunos de los profesores evocasen, en discursos esmeradamente preparados, la memoria del gran educador, cuya gloria, inmarcesible en aquella casa, era el lazo que á todos estrechaba. Esos discursos, reverentes y cariñosos, animados por honda, intensa gratitud, escuchados con ávido interés, con fe vivísima, producían, en virtud del entusiasmo con que eran acogidos, efecto mucho más grande de lo que podían imaginar los mismos oradores, y á veces á más de uno pareció que la sombra querida del maestro surgía inopinadamente, y pasando al[203] través de la puerta de cristales de la biblioteca misma en que había estado expuesto su cadáver, venía á colocarse en el centro del grupo compacto de sus discípulos, tomaba la palabra, como en tantas ocasiones idénticas, y pronunciaba una de aquellas oraciones admirables, que aun los más jóvenes alumnos entendían, gracias á la exquisita naturalidad de su lenguaje sin aliño, y que hacía vibrar al unísono todos los corazones, arrebatados por el raudal de amorosos sentimientos en medio del cual brotaban sus frases apasionadas.

Ese ardiente y puro entusiasmo que, durante unas horas, todos los años, en esa sala del colegio del Salvador, arrebataba á unos cuantos centenares de cubanos, transformaba, por así decirlo, la fiesta privada en ceremonia patriótica de importancia trascendental; convertía la tranquila casa de educación en templo solitario donde, siquiera una vez, de año en año, se rendía homenaje á la virtud desinteresada, á la verdad, á la justicia, que todo eso simbolizaba el nombre de Luz; donde se protestaba, indirecta pero eficazmente, contra las iniquidades de aquella sociedad esterilizada por el mercantilismo, corrompida por la úlcera de la esclavitud doméstica, humillada por la férrea mano que la doblaba y explotaba. Pero de todos modos la protesta, aunque nada más que murmurada, en un rincón de la ciudad, por unas cuantas familias y unos pocos fieles discípulos, tenía que llegar á los oídos de la autoridad como un desacato, é influyó[204] sin duda en el Gobierno, cuando en 1869 suspendió al colegio la autorización de la enseñanza secundaria, para forzarlo á cerrar sus puertas, como en efecto tuvo que hacerlo.

Mas ya en esa fecha las cosas habían sufrido en la isla cambio profundo. El movimiento revolucionario iniciado en 1868, pronto se había extendido, repercutiendo en la Habana como formidable y misteriosa perturbación subterránea, pues el gobierno ocultaba ó alteraba las noticias. Cuando con certeza se supo que la insurrección propagada por todo el Camagüey corría hacia las Villas, varios de los profesores abandonaron la capital para incorporarse á las filas revolucionarias, otros emigraron al extranjero, y desorganizado el colegio de esa manera, puede decirse que el decreto hostil no hizo más que apresurar el inevitable desenlace.

Horas amarguísimas habría tenido Luz que pasar si le hubiese tocado en suerte la misma cifra de años que á otros compañeros de su juventud, hasta ser testigo de las escenas terribles en que finalmente se disiparía el hermoso sueño de gloria y de fortuna que había imaginado para todos y cada uno de sus discípulos. Para él la muerte temprana fué también, como para Agrícola, según las palabras de Tácito, favor que lo libró de mayor desgracia: ita festinatæ mortis grande solatium.

De esa manera evitó al menos, ser testigo de la dispersión y clausura del colegio; la guerra desencadenada con todo el refinamiento de crueldades de[205] las contiendas civiles; el país aterrado; las nuevas de tantas hecatombes en los campos de batalla, el eco de tantas descargas asesinas en la ciudad; tantos alumnos y profesores del colegio, Luis Ayestarán, Zenea, Honorato Castillo, los estudiantes del primer año de medicina, otros muchos, bárbaramente condenados y sacrificados. La muerte fué esta vez también consuelo piadoso de la fortuna.

[206]

IV

Designó Luz en su testamento las personas á quienes debían ser entregados sus manuscritos, para que hiciesen, con ellos y los demás de sus trabajos sueltos y ya impresos que considerasen merecedores de ser salvados del olvido, una edición de sus escritos, si la juzgaban oportuna ó útil. Fueron: en primer lugar José María Zayas, su ya mencionado continuador en el manejo del colegio, abogado, literato y muy distinguido profesor de humanidades; en segundo lugar, Antonio Bachiller y Morales, el eminente erudito y americanista, advirtiéndoles que podían servirse de los auxilios de sus discípulos José Bruzón y Jesús B. Gálvez. Los papeles nunca llegaron á manos de Bachiller, no salieron de poder de Zayas, y éste murió algún tiempo después sin haber emprendido la tarea. Uno de sus hijos comenzó la publicación en 1890, titulándola así: Obras de don José de la Luz Caballero coleccionadas y publicadas por Alfredo Zayas y Alfonso; aparecía por entregas y desgraciadamente quedó interrumpida hacia la mitad del tomo segundo[61].

[207]

Durante su primer viaje á Europa hizo Luz imprimir en París el año de 1830 una traducción del Viaje por Egipto y Siria, de Volney, que salió de casa de Didot en dos hermosos volúmenes en cuarto. Luz no dió su nombre, la portada dice: "obra escrita en francés por C. F. Volney, y traducida al castellano con notas y adiciones por un habanero". Conforme advierte en el prólogo, tenía comenzado ese trabajo desde 1821, y en París lo completó, agregándole notas y apéndices curiosos é interesantes. Haberse dedicado desde muy joven á trabajo de esa especie y rematarlo tan cumplidamente en medio de las distracciones de su excursión, da buena idea de la temprana gravedad y constancia de su carácter. El Viaje es en concepto universal lo mejor que escribió Volney, en un[208] tiempo tan famoso como autor de Las Ruinas de Palmira; nada tiene de lo mucho de exagerado y declamatorio que con razón se tilda en esta última obra, es una descripción tan minuciosa como exacta y erudita de las dos regiones, escrita en un estilo sobrio y hasta seco. La traducción es excelente, modelo de elegante fidelidad. Las adiciones, de la más sólida erudición.

Entre los escritos originales de Luz, tanto impresos como inéditos al tiempo de su fallecimiento, descuellan dignos realmente de interés los siguientes: 1° Los Aforismos sobre diversas materias, en número de más de trescientos: 2° La Oración fúnebre en elogio de Nicolás Escovedo, llena de unción, de elocuencia y de ternura, lo mejor como obra de arte de todo lo que escribió, aunque no sea el arte sino emoción pura y sincera lo que en ella predomina: y 3° á despecho de su carácter técnico, el extenso trabajo sobre la creación del Instituto Cubano, proyecto muy completo, estudiado hasta en sus mínimos detalles, en algunas cosas semejante al que realizó en su provincia natal Jovellanos, "el genio y perseverancia de nuestro inmortal Jovellanos", como dice; pero acomodado con suma habilidad y juicio á las circunstancias especiales de la isla en 1833, cuando los pocos estudios que había en toda ella organizados languidecían, sometidos al clero regular ó secular, y era forzoso no ir en son de guerra contra la poderosa organización.

[209]

Consta este Informe de dos partes[62] que abrazan: las enseñanzas, los medios de establecerlas y aprovecharlas, reglamentos, cuestiones prácticas; ambas secciones precedidas de una disertación general, escrita con claridad y vigor, en que plantea y resuelve rápidamente, con gran precisión, algunos espinosos é interesantes problemas de pedagogía. Esta introducción recuerda, sin serle inferior, el tratado que con el título de "Ideas respecto á educación" Some thoughts concerning education, escribió Locke; mas si en esta materia, lo mismo que en las demás disquisiciones filosóficas de Luz, es evidente, reconocida y confesada la influencia del célebre pensador inglés, obsérvase siempre, tanto en el plan y pormenores como en los consejos que dirige á los maestros, (no desaprovechando ocasión de agrandar las cuestiones de educación, y de elevarse al más alto punto de vista para mirarlas por todas sus fases) que no trabaja el filósofo cubano para la aristocrática Inglaterra del siglo XVIII, como Locke; que no olvida un instante que en aquella especialísima sociedad cubana, con los negros[210] (esclavos entonces en su inmensa mayoría) constituyendo las capas más bajas, y con la burocracia militar española en la cúspide, no podía existir ni sombra de aristocracia, pues los pocos "títulos de Castilla" que se oían pregonar, eran un vano y hasta humillante oropel; la masa de los habitantes de raza blanca formaba, por tanto, en cuanto á las relaciones sociales de la vida, una verdadera democracia, aunque en lo político por de contado sin fuerza ó autoridad de ninguna especie. La ambición pedagógica de Luz seguía, por consiguiente, rumbo muy diverso del de Locke; de acuerdo con la fecunda transformación inspirada por el Emilio de Rousseau, que tan felizmente aplicaron y agrandaron Basedow, Pestalozzi y demás continuadores, tendía á formar no grandes señores ni atildados académicos, sino hombres de acción enérgicos, preparados á bastarse por sí solos; así lo declara explícitamente: "hombres más bien que académicos es lo que trata de formar el Instituto Cubano"; y en otro lugar, fija siempre la vista en las necesidades peculiares de la patria, agrega que sólo con ese sistema podrían llegarse á "curar algunas dolencias morales que le aquejan"; es decir, aunque por prudencia no lo advierta, la esclavitud y su secuela de males infinitos.

Lo demás que nos ha quedado de Luz, compuesto en su mayor parte de artículos de polémica sobre cuestiones filosóficas, improvisados en pocas horas las más de las veces para salir en papeles diarios,[211] conserva menos valor; la "Impugnación á las doctrinas de Victor Cousin" combate el análisis amañado y hostil que hizo este profesor francés del Ensayo de Locke sobre el entendimiento humano; es un simple fragmento,[63] en extremo minucioso, que no concluye nada, y cuyo propósito real está mejor, más clara y vigorosamente presentado, en forma aforística, en dos elencos anteriores, que contienen las materias filosóficas sobre que debían ser examinados sus discípulos en 1839 y 1840.

Propendió siempre el talento de Luz á expresarse en forma sentenciosa; y en numerosos aforismos, escritos á veces en tiras sueltas de papel, en viejos sobres de cartas, en el margen de sus libros, depositó su profunda sabiduría, su larga experiencia, la tristeza que le producía el convencimiento de la inutilidad de sus esfuerzos en aquella colonia esclavizada, y también algún hondo y secreto dolor de su corazón. "Hay pensamientos (dijo en uno de ellos, fechado: 1847) que al surgir son como raíces maestras que se quieren llevar todo el terreno", frase desgarradora que descubre al hombre detrás del pensador, que vívidamente trae á la memoria el recuerdo de aquel grave y melancólico rostro, abstraído ó atormentado en una de sus horas de fatiga.

[212]

Es esencia de todo aforismo comprimir en una frase ó párrafo breve una suma de pensamientos ó de observaciones; como ha dicho un escritor inglés,[64] es lo contrario de una disertación ó de una declamación; nunca debe ser enigmático ni vulgar, no caer en el "truísmo" ni en el acertijo. Todas las literaturas ofrecen numerosos ejemplos, desde el libro apócrifo de la Sabiduría, atribuído á Salomón hasta muchos otros en nuestros días, y los aforismos de Luz reúnen á veces muy felizmente todos los caracteres enumerados en esa excelente definición.

Algunos, brevísimos, abren con una sola línea vasto horizonte, como éste que, semejando á primera vista simple juego de palabras, sugiere todos los horrores de la trata de África, tal como en Cuba impunemente se practicaba:

"En la cuestión de los negros lo menos negro es el negro".

Otras veces, extendiéndose un poco más, encierra en unos cuantos renglones una profunda observación histórica, condensa toda la conducta de España hacia sus colonias de América durante siglos en cuatro breves sentencias, estrechamente ligadas entre sí, como eslabones de una cadena:

"Al fundar una nueva familia, para animarla y fomentarla es preciso concentrar en ella todo nuestro calor vital.

[213]

"¿Por qué las madres-patrias han sido una excepción á esta ley?

"Decir que porque han sido madrastras más que madres es una petición de principio, como dirían los escolásticos.

"La razón verdadera es que las colonias no tuvieron su origen en el amor sino en el interés. Las metrópolis, señoras y no madres".

Este otro admirable apotegma es como trasunto de la existencia toda del hombre lleno de bondad inagotable que lo trazó:

"Toca á algunos atesorar virtudes para distribuir consuelos."

Entra también en la naturaleza del aforismo, y lo advierte el mismo eminente publicista ya citado, que la idea más trillada sea á veces susceptible de encerrar tanta fuerza como si se acabara de descubrir, cuando se presenta de una manera original, aguda, exenta de trivialidad. A esa categoría corresponden los siguientes que á granel inserto aquí:

"La buena y la mala fortuna, los dos escultores de la naturaleza para el pulimento de la materia humana."

"Esperar que las aguas del interés dejen de seguir su natural cauce suele ser la ilusión de los buenos y los patriotas. Mas para mejorar el mundo se necesitan esas ilusiones."

"La infancia gusta de oir la historia, la juventud de hacerla, la vejez de contarla."

[214]

"Existen almas generosas que quieren las alas no tanto para volar con ellas como para cubrir á los demás."

"Piedra filosofal que convierte en oro todas las escorias, una mujer amante."

Era tanto esa forma la vestidura natural de sus ideas, que casi siempre sus arengas de fin de año en el colegio, muy á menudo sus pláticas semanales, empezaban y acababan con aforismos. "Sembremos fe y brotarán á raudales la esperanza y la caridad," fué el principio de una de ellas, mientras otra, en que había aludido á los triunfos de Napoleón III, vacilante á veces sobre su trono á causa de las antinomias de su política, del terrible pecado original de que nunca pudo librarse, concluía de esta manera: "Antes quisiera yo que se desplomasen, no digo tronos de emperadores, los astros mismos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral".

En el mismo tono, no ya solemne, antes bien humilde, pero igualmente breve y expresivo, se le oía, pocos días antes de morir, cuando fijando sus ojos de águila mortalmente herida en el pariente que le sugería, según la frase vulgar, la oportunidad de ponerse bien con Dios, replicaba: "Siempre, durante toda mi vida, hijo mío, he estado bien con Dios". Y acaso nunca se habrá pronunciado con más sincero fervor el nombre de la Divinidad; de la Divinidad comprendida en su más amplio[215] sentido, sin sombra de fanatismo ni de hipocresía, como tampoco de estrechez dogmática, por un hombre puro, que sin esfuerzo, cediendo al rumbo natural de su inteligencia, al impulso poderoso de su carácter, de su temperamento, había logrado conciliar dentro de su conciencia las doctrinas de austera filosofía científica, fundada en la experiencia, con la fe más robusta en los auxilios de una religión consoladora. La fe, la mística confianza en un poder sobrenatural, era la atmósfera en que vivía, en que se ensanchaba su corazón atribulado, y sin vacilar lo proclamaba: "El misticismo es el refugio de las almas puras contra esta podredumbre que llamamos mundo", escribía en 1852; y en 1856, como sintiéndose más firme, más seguro, agregaba: "La filosofía es el misticismo de las almas fuertes". Pocos quizás habrán desplegado fortaleza mayor, confianza más plena y reflexiva en la divinidad así considerada, sin caer en el quietismo, ni en la indiferencia por los detalles de la vida cotidiana, sin abandonar uno solo de los deberes prácticos que su posición demandaba, y que tan abnegadamente desempeñó.

Haber logrado conciliar dos tendencias intelectuales, tan distintas no es caso en extremo raro, y en todo el siglo XVIII, lo mismo que á los principios del XIX, no faltaron espíritus sagaces que, partiendo del empirismo fecundo de la escuela analítica creada en Inglaterra por Locke, y manteniéndose dentro[216] de los límites de la experiencia, guardaban fe profunda en el Supremo Hacedor, y creían, como lo expresó Luz en el lenguaje figurado, á veces pomposo y en él tan natural que "las ciencias eran los ríos que nos llevan al mar insondable de la Divinidad."

Pero su misticismo conserva bien el sello de su generosa personalidad; sobrepone siempre la caridad á la fe y aun á la esperanza; no es, como felizmente se ha dicho[65], de los que por conducir á Dios apartan de la humanidad; es, por el contrario, de aquellos que cifran su anhelo en acelerar el progreso de la civilización, por medio de la difusión de las luces y el mejoramiento de la vida social.

Ni el dogma, ni el misterio indescifrable le importan tanto como la función social y el interés de la especie humana. "La religión," predicaba, "es una potencia armonizadora, consuelo de los desgraciados y freno de los favorecidos de la fortuna: sperate miseri, cavete felices". Este pensamiento bajo diversas formas aparece en varios de sus escritos.

Con ardor igual pregonaba y defendía sus opiniones filosóficas, y en la reñida polémica que sostuvo con los partidarios habaneros de las doctrinas de Victor Cousin, desplegó la más impetuosa[217] energía, arrollando y desbaratando al adversario, aunque sin apelar por supuesto en ocasión alguna al denuesto ó á la injuria, bien que contra él no hubo empacho de esgrimir esas armas.

Esas opiniones, que cauta y reflexivamente abrazó después de largas meditaciones y estudio detenido de las obras originales de los filósofos más eminentes, son en su esencia las doctrinas de John Locke, creador de la metafísica moderna, como dijo D'Alembert; pertenece, pues, Luz á la gran escuela cuyo método es proceder siempre por medio de la observación directa, para edificar únicamente sobre la base de la experiencia. Siguiendo por donde navegaron tanto Locke mismo como sus continuadores franceses é ingleses del siglo XVIII, sabe no sólo evitar muchos de los escollos y las falsas corrientes que alargaron innecesariamente el viaje, sino que se guarda bien de quedarse inmóvil, estacionado en las aguas á que los otros llegaron. Utilizando los progresos de la investigación científica en todas direcciones, va intrépidamente más lejos, é indica á sus alumnos cuanto había que aprender por medio de la fisiología del cerebro, tanto en el hombre como en la serie de los animales, avanzándose hasta afirmar que el sistema de las localizaciones cerebrales era "la tendencia irresistible de todo el andar de la ciencia", y que "la patología es ahí la experimentadora, el instrumento de la fisiología".

Respecto de las cuestiones religiosas se hallaba[218] probablemente muy de acuerdo en el fondo con lo que expuso Locke sobre "la infalibilidad de las Escrituras y la racionalidad del cristianismo"; pero ya en ese mundo, ya dentro de esa atmósfera, su sangre latina, su temperamento meridional, desarrollaron un fervor de convicción, un acento apasionado de que no hay rastro en las producciones del escritor inglés, y que sirvieron para dar salida al tropel de sentimientos de amor y caridad anidados en su pecho, conciliando la ternura con el misticismo.

Es sabido que fué el eclecticismo la última, la más abigarrada, aunque la más tenue, entre las muchas vestiduras con que se cubrió la reacción europea del siglo XIX contra las teorías filosóficas del XVIII; debió la mayor parte de su éxito y predominio temporal al carácter literario y erudito que desde luego asumió, bajo la dirección de Victor Cousin, el cual fué filólogo, anticuario, bibliófilo, literato, orador académico, jefe de secta, todo menos pensador original ó investigador desinteresado de verdades filosóficas. Los desequilibrios de la política francesa y el régimen de híbrido monarquismo, de oligarquía y libertad, que se estableció al impulso de la insurrección popular de 1830, convirtieron á Cousin en una especie de pontífice puesto á la cabeza de la instrucción pública del país; y á la filosofía que había enseñado desde su cátedra de profesor de la Sorbonne en doctrina oficial, transmitida por la falanje discipli[219]nada de maestros, que ocupaban todos los empleos en escuelas, liceos y universidades. La novísima filosofía, cómoda, especiosa, albergaba y acariciaba en su seno las cosas más heterogéneas, aliando la claridad y simetría oratoria de la literatura clásica francesa al idealismo relativo de la filosofía escocesa, á la crítica de Kant, al idealismo absoluto de Hegel, amén de otros ingredientes, sin olvidar los precursores y antepasados que contó Hegel muchos siglos antes en Alejandría. Había hallado pronto en la Habana excelente acogida, lo mismo que en casi todas las naciones latinas de Europa y América. El carácter de disciplina oficial, que tan impregnado traía desde Francia, le sirvió desde luego de pasaporte, y es lo cierto que al reformarse en la isla de Cuba los estudios universitarios se sentaron como catedráticos de la Facultad de Filosofía, por nombramiento del gobierno, sin preceder concurso ni oposición, cuantos en la ruidosa polémica con Luz habían combatido del lado del eclecticismo, quedando de ese modo determinado el sistema filosófico que allí debía enseñarse, bajo los auspicios de las autoridades, que en otras cosas eran, sin embargo, opuestas á toda innovación.

Todo era á Luz antipático en la nueva filosofía: la forma y el fondo, el método y las ideas, el abuso de la retórica y el vago idealismo. Su constante anhelo de inculcar á la juventud otra clase de principios lo decidió á combatirla con todas sus fuerzas, aceptando la discusión pública como un deber[220] ineludible, y emprendiendo, casi enteramente solo, una cruzada contra lo que juzgaba pernicioso charlatanismo. La campaña en definitiva fracasó; no pudo él prever ni la coalición de los intereses particulares, más poderosa que el amor de la verdad, y que contra él logró congregar toda una hueste en torno de los hermanos González del Valle, principales campeones eclécticos; ni la suspicacia de un gobierno despótico, que miraba con mal encubierto recelo toda discusión sobre cuestiones abstractas, y que nunca había contado á Luz entre sus paniaguados; ni por último la fatiga física que la lucha violenta tenía que producir en organización tan nerviosa é impresionable como la suya, y que ya entonces presentaba signos de prematuro decaimiento.

Quedó, pues, la tarea incompleta, la polémica súbitamente interrumpida; suspendida también después, á la segunda entrega, una Refutación en que destruía uno á uno los cargos de Cousin contra Locke. Todo ello difícilmente pudiera hoy interesar á los lectores. El largo medio siglo transcurrido y los progresos de las ciencias encaminadas por otros rumbos han minado para todo tiempo construcciones tan artificiales, caprichosas y endebles como el espiritualismo ecléctico de Cousin. De Cousin mismo como filósofo muy pocos se acuerdan ya en su propia patria; apenas se oye pronunciar su nombre, ni aún en la famosa Sorbonne, donde tronó y fulminó como el Júpiter omnipotente de la filosofía;[221] se han alterado en puntos esenciales sus doctrinas, descartando de ellas lo que él más apreciaba, y haciendo imperar casi exclusivamente el criticismo kantiano; y ni siquiera se usan ya los textos que, por orden suya y bajo su inspiración, escribieron sus discípulos.

Siempre será de lamentarse la parte de Luz en esa polémica, porque en ella consumió sus fuerzas inútilmente, y se condenó á no hacer otra cosa en el período mejor de su vida, en el único en que corrieron parejas la salud del cuerpo y la madurez de sus facultades. Fué provocado y, en su carácter de profesor libre de filosofía, no podía declinar el reto y rehuir la lucha; pero si no hubiese malgastado su tiempo de esa suerte, habría quizás podido presentar al público sus doctrinas en "una obra propiamente sintética," como se proponía y lo anunció al principio de la Impugnación; sabríamos entonces con precisión hasta donde seguía la metafísica de Locke, y desde donde se apartaba de ella para armonizarla con los adelantos de las ciencias positivas, y habría en la bibliografía cubana un libro más, de alto valer, suficiente él solo para demostrar que, á pesar de sus infortunios y mísera situación política, se cultivaban y ricamente prosperaban en Cuba estudios que en otras regiones del continente estaban en la infancia todavía.

[222]

V.

Hasta 1868 que comenzó la insurrección, ninguna pluma cubana había acometido la empresa de consignar en un libro la historia de la vida del maestro, de estudiar sus escritos y su influencia como filósofo y como educador; y después de esa fecha el libro no podía salir de la Habana, donde durante diez años debía vivirse bajo la ley marcial más terrible, como dentro de plaza sitiada; ni mucho menos del territorio insurreccionado, donde la lucha encarnizada y sin cuartel no daba á los combatientes punto de reposo. Ese primer homenaje era natural que viniese de los Estados Unidos, porque allí estaba reunido un gran número de cubanos, familias enteras, aguardando ansiosas la hora de volver á sus hogares abandonados.

Residía entonces emigrado en Washington José Ignacio Rodríguez, distinguido abogado y profesor de ciencias en la Habana, que si no había sido discípulo de Luz en su juventud, había desempeñado clases en el colegio, había recibido largo tiempo la influencia del maestro que le inspiró siempre ferviente admiración. A pesar de la distancia y de lo revuelto de la época, reunió en la capital norteamericana gran copia de datos, y añadiéndolos á sus recuerdos personales compuso, primero que nadie, una detallada é interesante biografía. Ni por[223] las circunstancias excepcionales en que se daba á la estampa, ni por las condiciones personales del autor, había motivo de esperar un trabajo crítico definitivo; pero una emoción tan sincera anima toda la narración, y domina de manera tan comunicativa el entusiasmo al escritor, que ha podido decirse con exactitud que recuerda su libro por lo sencillo y reverente las Actas de los Apóstoles ó las vidas primitivas de los Santos.

Hubiera bastado en cualquiera otra época el nombre de Luz para hacer circular abundantemente entre cubanos la nueva obra, pero en el año de 1874 las peripecias de la guerra embargaban los ánimos, indiferentes á todo lo que no hablase de la lucha que ensangrentaba el suelo de la patria. Cuatro años más debía durar la guerra, sin embargo de que, para quien hoy estudia la historia de ese doloroso período, es evidente que en 1874 la insurrección, como empresa militar, estaba virtualmente vencida y se mantenía, tanto á causa de la obstinada ferocidad española fusilando prisioneros y buscando la sumisión sin condiciones, como en virtud de la legitimidad del programa cubano, del derecho de sus pretensiones, de la verdad de sus agravios, que en tan desigual campaña inspiraban á sus defensores denuedo y constancia suficientes para arrostrar por todo, hasta el fin, sin desfallecimiento.

La paz se restableció en 1878, cuando la metrópoli consintió reconocer á la colonia algunos dere[224]chos políticos, de los que durante todo el largo reinado de Isabel II tenazmente había rehusado, y los insurrectos, salvado el honor, depusieron las armas, abriéndose de nuevo para todos las puertas de la patria.

Puede decirse que junto con los combatientes, con los emigrados, con los pregonados tantas veces como reos de muerte que volvían á sus casas, volvía también á su país Don José de la Luz, terminado el ostracismo impuesto tan duramente á su memoria.

Fué un gran cambio, mas no se realizó desde luego de una manera completa; necesitóse aún tiempo para que, suprimido el régimen de la censura previa, no estuviese la libertad del pensamiento á la merced de empleados subalternos é ignorantes, ansiosos de obtener el favor de la sección irreconciliable del partido hostil á toda reforma susceptible de arrancarle el poder, que nunca hasta entonces había salido de sus manos.

Uno de los primeros que elevaron la voz para ensalzar á Luz fué Enrique José Varona, que por sus vastos y profundos conocimientos, la energía de sus convicciones, el esfuerzo incesante por mantener su espíritu en perfecta comunidad con todas las manifestaciones del pensamiento científico moderno, era algo muy semejante á lo que en su juventud había sido Luz para Cuba: personificación, por así decirlo, de la filosofía, esperanza del país bien deseoso en tan crueles condiciones de[225] albergar en su seno hijos dignos de cultivar y trasmitir á los demás esas formas elevadas de la ciencia. En la conferencia inaugural del curso libre de filosofía, que abrió en 1879, al tratar de lo que habían sido esos estudios en la isla, condensa Varona en breves y brillantes frases los trabajos de Luz, lo llama "el pensador de ideas más profundas y originales con que se honra el Nuevo Mundo", y añade que fué, entre nosotros, "en este ángulo remoto del mundo civilizado, un verdadero precursor de ideas que hoy se predican con aplauso en los centros de la cultura humana". Nada más justo y oportuno que, al iniciar el joven y docto filósofo, ante un auditorio de cubanos, su magistral exposición de las sólidas y fecundas doctrinas científicas que han renovado las bases de la enseñanza filosófica contemporánea, reservase algunas de sus vigorosas pinceladas para trazar rápidamente el elogio del maestro, del que primero había estudiado y desarrollado ante alumnos cubanos las grandes enseñanzas de los sabios del siglo XVIII.

Apenas aflojaron un tanto las trabas que aprisionaban la imprenta y cohibían con freno de bronce todo impulso capaz de aunar y encaminar hacia un fin patriótico el sentimiento público, se organizó por Gabriel Millet y Raimundo Cabrera una suscripción popular para trasladar á mejor terreno los restos de Luz y erigir en el nuevo cementerio, pues en otra parte de la ciudad las autoridades no lo permitían, un modesto monumento. Las cuotas afluye[226]ron pronto de todas partes, y el mármol, labrado en París, quedó colocado en 1887.

La biografía escrita por J. I. Rodríguez había ya en esa fecha llegado á su destino y encontrado sus lectores, su verdadero público, como lo prueba el haberse agotado la edición, é impreso una segunda al año de concluída la guerra. Llegó al mismo tiempo la hora de someterla á examen crítico, tarea á que ninguno podía considerarse mejor preparado que Manuel Sanguily, alumno del Salvador, que si bien era sólo un niño de trece años á la muerte de Luz, había siempre guardado y cultivado con amoroso empeño su recuerdo, precisándolo y avivándolo en el colegio, que después fué su casa largo tiempo, y donde todo, profesores, discípulos, tradiciones, costumbres, hasta los objetos mismos inanimados, traían á la mente sin cesar la imagen del venerado maestro. Al volver del campo de la insurrección, donde había sacrificado en servicio de su patria lo mejor de su vida, leyó con ávida curiosidad el libro de Rodríguez; éste también había sido su maestro en el colegio, y en la triste situación política, fracasadas las esperanzas patrióticas, era quizás el único consuelo posible buscar otra vez dulces y solemnes impresiones de períodos ya lejanos, ciertamente más gratos y venturosos.

Sorprendió en extremo á Sanguily en la obra de Rodríguez el propósito de encarecer la perfecta ortodoxia de las opiniones de Luz, muerto, según[227] afirma, "dentro del seno de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana"; y más aún el presentarlo, en cuestiones políticas, como dominado por el temor de favorecer la lucha armada, y si bien ansioso del más alto grado de libertad para su país, queriendo todo progreso "como se consigue en Inglaterra, sin sacudidas, sin violencias, sin ruina, sin trastorno, sin efusión de sangre".

Demuestra Rodríguez la primera de esas dos afirmaciones con la partida de defunción, suscrita por el Cura de la parroquia, en que se dice que recibió Luz "el santo sacramento de la Penitencia", y que el biógrafo considera "prueba oficial y completa", olvidando que habla de un país donde ni existía ni se reconocía más que un solo culto, donde los actos más importantes de la vida estaban por fuerza subordinados al cumplimiento de sus ritos y sacramentos, y donde, por consiguiente, certificados de ese género carecían de valor absoluto, y se redactaban y expedían por fórmula á menudo, como se expedían billetes de confesión en Roma pontifical, cuando sin ellos no era posible obtener del Secretario de Estado ni siquiera un pasaporte. Luz, que positivamente era tenido, y se tuvo él mismo, por católico, no podría hoy calificarse rotundamente de apostólico romano; fué un católico liberal, sin duda: Rodríguez así lo dice en otro lugar del libro, pero los que en su tiempo se llamaban liberales quizás pasarían hoy por heterodoxos, y en ese sentido iba Luz tan lejos como el que más.

[228]

En cuanto al suceso objeto de la controversia, al hecho concreto de la confesión final, la verdad unánimemente asegurada por los que en los últimos días le rodearon, es que ningún sacerdote se acercó á su lado en todo ese período final de su existencia[66].

Respecto á su posición en cuestiones políticas del país, es cierto, como dice muy bien su biógrafo, que, "no permitió jamás á sus discípulos una expresión de crítica, una caricatura, un sarcasmo, una alusión siquiera, contra el gobierno y las instituciones existentes." Su influencia en la historia del país, en los trágicos sucesos ocurridos después de su muerte, se encuentra más bien en las ideas de viril energía, de resistencia inquebrantable á todas las formas de la opresión y la injusticia, de sacrificio en las aras del deber, de incesante abnegación, en una palabra, que inculcaba en sus lecciones y con su ejemplo. No era, no, el individuo asustadizo que[229] sugieren las expresiones de Rodríguez, quien, en la página blanca de la portada del libro de Mazzini, República y Realeza en Italia, traducido al francés por George Sand en 1850, caracterizaba al revolucionario italiano con estas palabras: "el Lutero de la nueva época... en su corazón y en su lengua de fuego, en su fe y esperanza, infinita como el porvenir;" y corrigiéndose él mismo en seguida, agregaba: "pero no sólo es el Lutero, porque es cabeza, corazón y brazo," vituperando expresamente como ajeno al caso el tono quejumbroso del prólogo de la traductora. No era precisamente Mazzini el hombre á quien arredraron las violencias ni la efusión de sangre para conquistar la libertad de su noble país.

Improcedente también es, y Sanguily oportunamente lo indica, la alusión á Inglaterra, pues demasiado sabía Luz que ni en Inglaterra ni en parte alguna se ha logrado la posesión completa de la libertad y la independencia nacional sin sacudidas y sin efusión de sangre.

Algo más que aplicar al trabajo de Rodríguez el escalpelo de la crítica hizo también Sanguily; sin empeñarse en componer narración tan abundante y minuciosa, quiso á su vez trazar con sus propios recursos un retrato del maestro, de cuerpo entero; acumular sus vigorosas pinceladas en el centro luminoso de su cuadro, poner el dulce y meditabundo rostro en enérgico relieve y hacer brillantemente resaltar los rasgos esenciales. La obra es[230] digna de todo aplauso; el estilo, lleno de calor, de concentrada energía, revela el hondo interés que el asunto le inspira y el ardiente deseo de no decir más que la verdad.

Las dos biografías, puede decirse, recíprocamente se completan; la de Rodríguez, sin rigor de método en la distribución de la materia, sin plan estrictamente limitado, fuera del orden cronológico naturalmente indicado, semeja esos ríos caudalosos que corren sobre terrenos llanos entre orillas indeterminadas, mientras que la de Sanguily, como un torrente impetuoso que viene de las montañas, no cesa un instante de desplegar la fuerza que exige su ruta entre desfiladeros. Gracias á ellas sabrá la posteridad cubana cual fué el verdadero temple de alma del hombre que tanto influyó allí durante tres generaciones. Ambos trabajos, muy notables, aunque por tan diverso espíritu informados, eran en el presente caso más necesarios, porque Luz, como hemos visto, no escribió nada bastante extenso y meditado para dar hoy cuenta cabal de su valor como educador y como filósofo. Sin las declaraciones de sus discípulos faltaría un elemento esencial, como carecería el mundo—si parva licet componere magnis—de los elementos necesarios para conocer y comprender á Sócrates, si no nos hubiera Jenofonte conservado sus Memorabilia.


LA VIDA DE SAN MARTÍN, POR MITRE

Historia de San Martín y de la Emancipación sud-americana (según nuevos documentos) por Bartolomé Mitre.—Segunda edición corregida.—4 vols.—Buenos-Aires. 1890.

Años hacía que el público esperaba con interés, cuando en 1889 apareció la prometida historia del célebre general José de San Martín, en cuya preparación desde largo tiempo atrás se ocupaba Don Bartolomé Mitre, antiguo Presidente de la Confederación argentina y uno de los más conspicuos entre los personajes contemporáneos de América. La obra no ha, de seguro, defraudado las esperanzas de los que aguardábamos un trabajo sólido y original, es decir, construído sobre bases enteramente propias y nuevas, bastante amplio para reunir los elementos necesarios que definitivamente presenten á la posteridad el carácter, bien oscuro y enigmático en ciertos momentos, así como los actos públicos del que es, después de Bolívar, como hombre de guerra y como creador de naciones, el más famoso entre los héroes que batallaron y vencieron en pro de la independencia hispanoamericana.

La primera observación que ocurre, al acabar de[232] leer la última página, es que ganaría mucho la obra, su circulación y su influencia, si fuese menos voluminosa,—cuatro gruesos tomos en cuarto español, de setecientos á ochocientos folios cada uno; y que sin suprimir, por supuesto, uno solo de los documentos justificativos que van al final de los volúmenes y que son todos interesantes y nuevos; con sólo abreviar las cosas que se dicen y discuten más de una ó dos veces en virtud del paralelismo, útil y luminoso casi siempre, que establece el autor al trazar la marcha de la revolución libertadora en el norte y el sur del continente; con aligerar en fin las reflexiones generales que reiteradamente preceden á muchos de los capítulos, se reduciría el conjunto de una manera notable y el efecto resultaría de mayor eficacia. Con esto se habría, además, evitado uno de los defectos del libro, que termina de súbito, precipitadamente, reduciendo por falta de espacio, según en una nota lo advierte el autor, á unas cuantas páginas zurcidas de cualquier modo la vida de San Martín en el ostracismo, esto es, durante los veintisiete años corridos desde 1823 que abandonó lleno de amargura y desengaños el teatro de sus triunfos, hasta 1850 que murió, en Boloña, frente al estrecho de la Mancha, cumplidos los setenta y dos años de su edad.

Es lástima, por consiguiente, que después de haber consagrado el general Mitre largo tiempo á reunir materiales y completar sus estudios de la vida de San Martín; de haber tenido la fortuna excepcional de[233] que la familia Balcarce le entregara todos los documentos y papeles dejados por el héroe argentino; de haber logrado desentrañar en otros archivos públicos y privados manuscritos curiosísimos; de haber consultado, bien verbalmente, bien por cartas, muchos contemporáneos y obtenido con frecuencia noticias preciosas; de haber ido personalmente á visitar y estudiar sobre el terreno las quebradas de los Andes por donde pasó San Martín con el ejército que debía vencer en Chacabuco y en Maipu, así como el campo que cubrieron esas dos batallas inmortales; después de haber, en fin, escudriñado y llegado á saber como ninguno tan interesante período de la historia de América, al sonar la hora crítica de ofrecer al público el resultado de todos esos esfuerzos y vigilias, el fruto de todos esos privilegios y favores de la fortuna, en una obra merecedora de ser indestructiblemente fabricada y digna de la posteridad á que seguramente se encamina, decida el autor improvisarla, es decir, imprimirla á medida que la va escribiendo, sometiéndose á la necesidad de encerrar la materia en límites estrictos, de reducirse, al final, á rasgos generales y á breve resumen, cuando en capítulo tras capítulo anterior ha hecho exactamente lo contrario, y ha relatado minuciosamente episodios de la historia de Venezuela y de Nueva Granada, no directa y forzosamente ligados á la vida de San Martín.

Dado tal sistema de escribir é imprimir simultáneamente, lo cual vedaba en absoluto toda idea[234] de corrección, simetría y armónico desarrollo de las partes; dado también el empeño de tratar cada episodio importante como monografía aislada, lo cual fuerza á volver sobre sus pasos y repetir cosas ya dichas y suficientemente tratadas, era inevitable el inconveniente, y el lector experimenta verdadero desengaño al encontrarse privado de "los documentos interesantes y nuevos" sobre el ostracismo de San Martín, que el autor cruelmente nos advierte que posee y no aparecen ni siquiera en el apéndice. Esos documentos deben contener, es claro, multitud de útiles detalles, y aclararán diversas dudas que nos asaltan sobre la justa interpretación del carácter reservado, tenaz, impasible, orgulloso, del Protector del Perú. Importaba muchísimo completar la obra iluminando toda esa faz de su asunto, porque nos parece engañarse el general Mitre á sí mismo, al decir que "el ostracismo interesa más á la biografía íntima que á la historia general", cuando lo cierto es que la biografía íntima de personajes que han estado á la cabeza de las naciones con las facultades de dictador que se arrogó San Martín en el Perú, influyendo poderosamente de ese modo en el encadenamiento y marcha de los sucesos, forma parte esencial de la historia general; una y otra se penetran y mutuamente modifican hasta el punto de ser necesario para llegar á la verdad ir con la plomada al fondo de los sucesos y al fondo del carácter del hombre que los dirigió, del hombre que, aun arrastrado ó dominado por ellos, puede en todo tiempo[235] precipitarlos ó interinamente contenerlos.

San Martín se retiró del Perú virtualmente vencido, llevó á cabo su retirada de una manera tan brusca, tan desesperada, tan en contradicción con la enérgica confianza y heroica osadía desplegadas al organizar la expedición y efectuar su desembarco en las costas del virreinato, que ha sido siempre el más difícil y fascinante problema histórico comprender bien sus motivos, descubrir la clave para descifrar su voluntaria abdicación. Ha sido por mucho tiempo impenetrable misterio la historia de su entrevista famosa con Bolívar en Guayaquil, y es el suceso capital de su vida, la gran peripecia del drama de su existencia, pues después de ella volvió en el acto desalentado á Lima, convocó el Congreso que hasta entonces no había querido reunir, dimitió el cargo de Protector, y se embarcó para Chile con rumbo á Buenos Aires donde nadie lo llamaba, á pesar de que quedaba ocupando las sierras del Perú un ejército de veinte mil realistas mandado por generales tan hábiles como aguerridos; y no puede decirse todavía hoy que estén desvanecidas, ni mucho menos, las sombras que lo envuelven.

Toda la vida posterior de San Martín en el destierro, su inquebrantable silencio, su desasimiento completo de los negocios de América, fueron también consecuencia de la entrevista de Guayaquil, y sería bien curioso conocer los documentos á que alude Mitre y poseer detalles circunstanciados sobre ese último período, porque la verdad es que en[236] cuanto al punto mismo misterioso, á los pormenores de la conferencia en el Ecuador, no ha descubierto en la rica mina que ha explotado nada nuevo ó importante que agregar á lo poco que ya sabíamos. Parece que ni siquiera se ha encontrado en el archivo de San Martín el borrador de la carta á Bolívar del 28 de Agosto de 1822, y puesto que era ya ésta conocida desde 1844, que la dió San Martín mismo al capitan Lafon para que la publicase, hubiera sido bien interesante conocer la respuesta de Bolívar, que debió sin duda haber existido, pues la correspondencia entre los dos duró un poco de tiempo más. Pero no ha aparecido, y el nuevo historiador, que trata este episodio con la debida extensión y con notable habilidad, ha debido apoyar únicamente sus conjeturas en esa famosa carta, en las revelaciones de Guido, tales como salieron en la Revista de Buenos Aires y en los antecedentes por todos conocidos.

Salvo algunos reparos puramente de forma, (y en materia histórica de tanta importancia esto ahora á nada conduciría), hay que dirigir muchas alabanzas á la obra. Bien que á veces severo, quizás en demasía, respecto de Bolívar, no puede tildarse de excesivamente indulgente hacia San Martín; á pesar de la admiración constante que le inspira, enumera con plena imparcialidad los errores militares y políticos por él cometidos durante su estancia en el Perú. Con suma penetración discute y desmorona las razones alegadas en sus proclamas de despe[237]dida; demuestra que no pudieron ellas ser las únicas que le hicieron tan inopinadamente abandonar el terreno, desairar toda especie de ruegos, y en la noche misma del día en que celebró su primera sesión el Congreso montar á caballo, sin más compañía que un asistente, correr á embarcarse en Ancón para Chile, donde fué hostilmente acogido, luego para Buenos Aires, donde halló duelos terribles y donde también, según lo dice Mitre, "fué recibido por el menosprecio y la indiferencia pública".

Las verdaderas razones no pudieron ser las que expresó: eran demasiado fútiles. Al decir que "la presencia de un militar afortunado es temible á los Estados que de nuevo se constituyen", y agregar seguidamente que "estaba aburrido de oir decir que quería hacerse soberano", encubría los verdaderos motivos de su conducta. Si no hubiese tenido otros, habría que declarar, como indica Mitre, que cedía á un arranque caprichoso de pueril enojo, indigno de un varón fuerte.

San Martín, que era sobre todo y antes que todo un militar, no podía á pesar de sus anteriores desfallecimientos,—tan dura y gráficamente relatados por Lord Cochrane en sus Memorias,[67]—dejar[238] de ver muy claro que, con las tropas y recursos á su disposición en Julio de 1822, no lograría desalojar y vencer al enemigo, que corría su obra el riesgo de caer en el precipicio y él mismo terminar allí desastrosamente su carrera. Acudió, pues, á Guayaquil con el objeto de solicitar el auxilio de Bolívar y del ejército que acababa de triunfar en la falda del volcán de Pichincha, que acababa de ganar y sellar para siempre la independencia de la vasta sección del continente, que por corto tiempo debía llevar el nombre de "República de Colombia". Para el que bajo el nombre de Protector tenía entonces la responsabilidad del porvenir del Perú, la situación aparecía como gravísima y demandaba urgente tratamiento, que sólo Bolívar estaba en posición de aplicar para salvarla pronta y completamente. Había siempre considerado la popularidad con el mayor desprecio, sin descender jamás á las artes del demagogo por ganarla ó conservarla, pero no podía menos de observar y deplorar ahora que su prestigio ante el voluble pueblo peruano menguaba rápidamente y, lo que era aún peor, que entre los jefes mismos del ejército á sus órdenes cundían el desafecto y la indisciplina.

Era preciso, por consiguiente, que Bolívar en persona y á la cabeza de su ejército volase al Perú. San Martín ofreció, sin titubear, ponerse bajo las órdenes de su afortunado rival; "para mí hubiese sido", son las palabras de su carta de Agosto 28, "el colmo de la felicidad terminar la guerra de la indepen[239]dencia bajo las órdenes de un general á quien la América debe su libertad". Bolívar se negó en términos corteses, evasivos, pero que dejaron á San Martín penosamente convencido, como lo expresa sin ambages la citada carta, de que su presencia en el Perú era el obstáculo único que se lo impedía. Como, á juicio de San Martín, Bolívar solo con su ejército podía concluir rápidamente la guerra, no le quedaba más camino que retirarse de la escena; en ese instante probablemente tomó la determinación que dos meses después, sin más consulta de nadie, como imposición ineluctable de la suerte, debía realizar de manera tan rápida y violenta.

No debe olvidarse que nos falta la versión de Bolívar sobre el carácter y detalles de la entrevista, que ni en los treinta y tantos volúmenes de las Memorias de O'Leary, tan ricos de documentos, se halla cosa alguna importante que sumar á lo que ya se sabía; de modo que es más bien del lado argentino por donde han venido las noticias incompletas, fragmentarias y tardías que poseemos. Permiten, es cierto, formarse idea bastante aproximada, pero quizá aventure demasiado el general Mitre, recordando más bien el novelista que el historiador, al rehacer la escena con todos sus pormenores y creer que basta con los documentos "correlativos que la precedieron y siguieron" para imaginarla "sin agregar una palabra ni un gesto que no pueda ser comprobado". Hay un momento, que él califica de psicológico, en que dando forma de diálogo á su relato, al ofrecer[240] San Martín servir á las órdenes de Bolívar, continúa en los siguientes términos: "Bolívar, sorprendido, levantó la vista y miró por la primera vez de frente á su abnegado interlocutor, dudando de la sinceridad de un ofrecimiento de que él no era capaz. Pareció vacilar un momento, pero luego volvió á encerrarse en un círculo de imposibilidades, etc." Es muy posible que así haya ocurrido, y el autor se esfuerza siempre por acompañar con notas precisas todo lo que dice, pero el sistema es inseguro y el terreno resbaladizo.

San Martín y Bolívar, á despecho de la identidad del punto de partida y del género de gloria que sobre ambos abundantemente derrama la posteridad americana reconocida, fueron hombres de carácter radicalmente distinto. Era también en su esencia muy diferente la situación que los circundaba en Julio de 1822. Bolívar, aunque parecía haber ya ascendido á la cumbre de la fortuna, quería y podía subir aún más alto; San Martín declinaba, se acercaba rápidamente al borde oscuro del largo período de olvido é indiferencia que debía atravesar antes de caer dentro de la fosa abierta en suelo extranjero, antes de que su merecida nombradía allí mismo reviviese; para no perder más la corona de luz que la ennoblece. No es extraño, pues, que al verse, por primera y única vez, durante sólo dos días, ni experimentasen recíproca simpatía ni lograsen mutuamente juzgarse con equidad y acierto. La modestia, la instrucción muy limitada, la circunspecta gra[241]vedad del argentino parecieron al hijo de Venezuela signos de espíritu mediano, que debe al acaso, á accidentes fortuitos, la gloria adquirida; mientras que la movilidad, la imaginación impetuosa, la sed inextinguible de aplausos y de honores que poseían á Bolívar, parecieron á su rival síntomas inequívocos de la vanidad más pueril, de la ambición más desenfrenada. Ambas injustas apreciaciones fueron realmente sentidas y expresadas, encuéntranse comprobadas por cartas y testimonios irrecusables citados todos en la presente obra.

¿Cómo habían de entenderse y aunarse en esfuerzo común caudillos tan desemejantes, cuyos caracteres, cuyas ideas tan enérgicamente se repelían? Todo tendía á denunciar y agravar la recíproca antipatía. La anexión violenta del territorio de Guayaquil á Colombia, ejecutada por Bolívar, sin atender, ni aun siquiera por forma ó por aparente complacencia, los deseos de los habitantes como tampoco los derechos anteriores del Perú, del Perú que había cooperado con su alianza á la conquista, hería en lo más profundo el alma de San Martín; y era ya un hecho consumado, que ni traer á discusión se podía; Guayaquil pertenecía á Colombia, como pertenecería después al Ecuador, y el Perú quedaba para siempre privado de esa situación comercial incomparable á orillas del caudaloso Guayas.

La organización futura de los países libertados era otro motivo de seria divergencia; San Martín[242] persistía en sus proyectos de monarquía, de coronas ofrecidas á príncipes de familias soberanas de Europa, y Bolívar, conviniendo en que el pueblo hispanoamericano no estaba educado para un régimen democrático, agregaba que la monarquía solamente era posible "á condición de que los monarcas fuesen americanos", lo cual parecía grotesco y, por lo que podía haber en ello de personal, hacía reír á su adusto interlocutor.

Algo aventurado se nos antoja, por parte del general Mitre, el inferir del silencio guardado acerca de los detalles de esta conferencia que no quedase Bolívar satisfecho de sí mismo y se sintiese "vencido moralmente por la abnegación" de su rival. Muy ilógico, por el contrario, hubiera sido que en aquellas circunstancias se hubiese él prestado á salir inmediatemente para Colombia, invitado, no por el pueblo peruano sino por San Martín, en quien veía un hombre gastado, pero cuya reputación, aunque carcomida, estaba superficialmente intacta y había de hacerle sombra; cuya enérgica voluntad había de estorbarle por todos los caminos, poniendo obstáculos á la realización del magnífico programa de gloria y de poder que lo embriagaba. La negativa parece muy natural y muy explicable, como lo es también la amarga decepción que produjo. La alianza inmediata, concertada en la forma solicitada, hubiera, sin duda, sido mejor y más beneficiosa para todos, para Colombia y para el Perú, para Bolívar y para San Martín, pero si era enton[243]ces improbable, casi imposible solución, á nada conduce deplorarlo ahora. Allá hacia el sur del continente, en el Perú, en la futura Bolivia, cuyo nombre por sí solo sería una apoteosis, adivinaba, veía claramente Bolívar una luz esplendorosa que lo atraía con fuerza arrolladora, á que debía correr para deslustrar sus colores, para quemar sus alas, precipitarse en un mar de lisonja y adulaciones, hasta saciar su inmensa vanidad. Llevábalo también hacia allá ocupando toda la otra faz de su grande alma, la conciencia de su deber, el convencimiento del nuevo y mayor servicio que podía prestar, la seguridad de completar con ese último esfuerzo la obra sublime, la tarea de semidiós á que había consagrado su existencia. Era tiempo, pues, de que San Martín volviese la espalda, de que se retirase, torvo, frunciendo el ceño que no debía desarrugar durante tantos años. Nada le quedaba que hacer allí, no había más hueco para él, sus eminentes cualidades de hombre de guerra, su honradez, su fijeza de propósito, no tenían ya más en qué emplearse.

"El Libertador no es el hombre que pensábamos", mandó tristemente á decir á su amigo el Director supremo de Chile; y sin perder una hora dispuso á gran prisa las cosas como mejor pudo, para dejar pronto esa tierra donde no cabían ambos rivales, para que pudiese libremente venir el más joven y afortunado de los dos á recoger la brillante cosecha de gloria que le estaba reservada. Por[244] desgracia no vino tan veloz como se esperaba y, si en efecto recogió luego con creces lauros tan grandes como merecidos, faltaban aún antes del desenlace tres años crueles de anarquía, de guerra y destrucción.

Con franqueza declaro que he comenzado á leer la obra del general Mitre por el último tomo, en busca de la narración de estos sucesos tan importantes y decisivos, creyendo no ser por ello injusto con el autor, pues la materia, como ha de suceder á todo americano, me era de antemano familiar, y en las vueltas del camino que mi ansiosa curiosidad me había incitado á seguir, no había abandonado un solo momento el hilo conductor.

No es posible encarecer demasiado todo lo que hay de enteramente nuevo y tratado con singular inteligencia de las cosas militares, con suma abundancia de detalles desconocidos hábilmente comentados, en la parte que se refiere á la creación del ejército de los Andes, á la residencia de San Martín en la provincia de Cuyo, á la admirable y dramática reconquista de Chile. El paso de la Cordillera, las jornadas inmortales de Chacabuco y de Maipu, la noche infausta de Cancharrayada que entre ambas batallas tan terriblemente se interpuso, están magistralmente relatadas con minuciosidad y con claridad, y hay planos muy ingeniosos para facilitar su estudio á los profanos en el arte militar. Muchos no se habrán dado de estos sucesos cuenta tan perfecta y cabal como ahora. Estos capítulos,[245] que en suma encierran lo que es la gloria excepcional é inmarcesible del ilustre caudillo, abarcan la mitad de la obra; en ellos ha podido el general Mitre aprovechar la rica mina de documentos y de noticias por él acumulados con paciencia ejemplar, aplicar sus conocimientos especiales, su experiencia de los negocios públicos, su espíritu sereno y levantado, y bastan para asegurarle alto puesto, el primer puesto, entre los historiadores americanos de toda esa época.

Quienquiera intente después de él tratar directa ó indirectamente los acaecimientos de tan largo y crítico período, hallará el camino abierto y la tarea muy simplificada. Sin parar mientes más de lo estrictamente necesario en la extrañeza de ciertos adornos y recursos habituales de su estilo, en el lenguaje á veces oscuro para lectores no argentinos ó chilenos, agradecerá tan vivamente como debe el inapreciable servicio prestado á la literatura histórica en América.



J. L. MOTLEY

Y SU HISTORIA DE LA GUERRA DE LOS PAÍSES BAJOS CONTRA ESPAÑA.

"The correspondence of John Lothrop Motley.—2 vols. London. 1889."

El ilustre historiador norteamericano Motley no pasó toda su vida únicamente dedicado á sus estudios y sus libros como Prescott; á éste un defecto físico, un padecer constante de los ojos, que á intervalos fué completa ceguera, lo condenó á vivir siempre encerrado en su gabinete, mientras que Motley, educado en universidades de Europa, lleno de vigor físico y con las más brillantes dotes intelectuales, pudo desde muy temprano extender el campo de su actividad y seguir la carrera diplomática, ponerse al servicio directo de su país, al mismo tiempo que continuaba estudios eruditos y componía sus hermosos libros. Esta doble y generosa ambición no redundó por desgracia en provecho de su felicidad personal, y al fin de sus días, sin culpa suya, por la injusticia de los hombres y las cosas, tuvo sobrado motivo de envidiar amargamente la existencia apacible, la tranquila gloria literaria á que solamente aspiró Prescott, su predecesor, amigo, émulo é insigne conterráneo.

[248]

Obtuvo, pues, Motley en la una y la otra carrera resultados diametralmente opuestos. Su historia de la lucha por la independencia en los Países Bajos fué, apenas publicada, leída ávidamente, saludada por el más unánime y nutrido aplauso en Europa y en América. Sus dos grandes empleos diplomáticos: ministro plenipotenciario en Austria durante la presidencia de Lincoln primero y de Johnson después, é igual cargo, luego, en la Gran Bretaña por nombramiento del general Grant, terminaron de una manera desastrosa, por decirlo así, porque de ambos se retiró contra su voluntad y agraviado profundamente.

Huellas penosas le dejaron las dos desagradables aventuras; el colector de su correspondencia privada, salida á luz unos doce años después de su muerte, en 1899, ha tratado de no señalarlas demasiado, de atenuarlas y esfumarlas un tanto; pero bien se descubren en varias de sus cartas, como también se pueden reconocer en sus últimos trabajos históricos. La parte biográfica no es, sin embargo, el principal atractivo en estos dos volúmenes, por lo menos en cuanto á Motley mismo se refiere. Habla él poco de sí, á veces hasta lo evita. Hay en cambio muy curiosas observaciones, retratos á la pluma, trazados á menudo con tanta rapidez como exactitud, de multitud de personas distinguidas con quienes estuvo en relaciones durante su larga residencia en Europa, á causa del éxito de sus libros y también de sus representaciones diplomáticas en Viena y en Lon[249]dres. La íntima amistad que desde la juventud lo ligó á Bismarck, su condiscípulo en Göttingen y en Berlín, añade igualmente valor á la colección por contener cartas de uno y otro. Todo esto explica el interés despertado, aunque no sea esta Correspondencia como obra literaria de las que aumentan considerablemente la reputación de un autor, á la manera de las deliciosas cartas de Merimée al bibliotecario del Museo británico Panizzi, ni tampoco de las que revelan aspecto desconocido, apenas sospechado, del talento de un escritor, como las del conde Joseph de Maistre á su familia cuando, bloqueado en San Petersburgo por las victorias y el malquerer de Napoleón, representaba allí con tanta distinción al destronado rey del Piamonte.

Al estallar en 1861 la guerra civil de los Estados Unidos, contaba Motley cuarenta y siete años de edad, y hacía cinco que había dado á luz su primer trabajo histórico, su obra maestra, "la Fundación de la república de Holanda" (The Rise of the Dutch Republic) en tres volúmenes. Los dos tomos primeros de la continuación, con el título de "Historia de las Provincias Unidas," aparecieron en 1860. El éxito fué muy rápido, muy grande y en parte inesperado.

Impresa la primera obra por cuenta del autor, pues ninguna casa editora quiso correr el riesgo de comprársela, se abrió camino prontamente, y en un año se vendieron en Inglaterra quince mil ejemplares, lo cual es mucho, dada la época, la materia y las[250] proporciones de la obra. Fué traducida inmediatamente al holandés, al alemán y al ruso, y se anunciaron en competencia dos traducciones al francés que pronto aparecieron, una en Bruselas y la otra, con prólogo é intervención de Guizot, en París. Los jueces más autorizados confirmaron el aplauso público, y entre ellos los verdaderamente abonados, los que se dedicaban con especialidad al estudio de los mismos sucesos desde puntos diversos de vista, como Froude en Inglaterra, como Prescott en los Estados Unidos, como Bakhuyzen van den Brink en Holanda, todos concurrieron declarando el alto valer de la obra del nuevo historiador.

Es sin disputa libro muy notable, escrito con el calor y movimiento de una novela histórica y escrupulosamente fundado sobre estudios directos, originales, seguidos por espacio de diez años en diversos países, dentro de los archivos donde se custodian los documentos, los manuscritos auténticos y despachos diplomáticos en que observadores muy sagaces á menudo han ido acumulando vasta masa de noticias inéditas todavía, venas de mineral precioso, á las que falta sólo la paciencia del erudito para aquilatar su riqueza.

Motley concibió, desde luego, su trabajo como un inmenso cuadro, armoniosamente completo, y lo ejecutó conforme á un plan de la más estricta y admirable unidad, sin que desde la página inicial hasta su término flaquee la inspiración del artista ni decaiga el interés de la narración. Es una obra[251] histórica que tiene héroe, protagonista, como en las novelas y poemas; no una biografía propiamente hablando, pues relata los sucesos de un largo período de la vida de una nación, pero floreció durante ese tiempo un hombre que fué sin cesar el alma de la situación, en cuyo corazón palpitaba la sangre, la vida de su patria; y presente ó ausente, aparece siempre dominando la escena su heroica y varonil figura ó su nombre esplendoroso. Ese héroe es Guillermo de Nassau, "el rebelado Príncipe de Orange", como lo apellida un poeta español; el Taciturno, como generalmente se le llama, por antigua y curiosa antífrasis, pues era de carácter afable y comunicativo. Motley nos lo presenta desde el primer capítulo, en la hermosa descripción de la ceremonia del gran salón del palacio de Bruselas cuando, en un día del mes de Octubre de 1555, abdicó solemnemente Carlos V y traspasó á su hijo Felipe la corona real y los vastos territorios en Europa y en América que de ella dependían. Era entonces Guillermo un joven de veintidós años, sobre cuyo hombro se apoyaba el fatigado y gotoso Emperador y Rey, al pronunciar de pie su arenga de despedida. Así comienza la historia de Motley para terminar veinte años más adelante el día infausto del mes de Julio de 1584, en que sucumbe Guillermo de Orange mortalmente herido por la bala de un asesino.

¿Quién hubiera dicho al ilustre y orgulloso monarca, al concluir su vida pública en medio de la pompa[252] de esa gran representación teatral, que estaban ya reunidos en aquel salón del palacio de los duques de Brabante los personajes principales de un tremendo drama, cuyo desenlace arrastraría consigo la anulación de todos los votos, el aniquilamiento de todas las esperanzas, expresadas en la arenga y puestas bajo el amparo y bendición de Dios Todopoderoso en el tono de grave, serena y altiva confianza que naturalmente correspondía al que todos allí consideraban como lugarteniente de Dios sobre la tierra? ¿Quién le hubiera anunciado al oído que el joven en cuyo brazo se apoyaba como el del más fiel de sus vasallos, había de ser enemigo acérrimo, irreconciliable de su hijo; que gracias á él triunfaría en los Países Bajos la religión reformada, se amenguaría el prestigio de la monarquía y mermaría considerablemente el patrimonio allí trasmitido á sus descendientes?

Entre esos dos sucesos capitales, abdicación de Carlos Quinto y muerte del príncipe de Orange, desenvuelve Motley su narración, que por sí misma se divide en cinco grandes partes y una introducción, como los actos de una vasta composición dramática. En todos ellos es siempre Guillermo el personaje prominente, pero en cada uno pelea con un adversario diferente, contra los que en rápida sucesión van viniendo á representar los derechos hereditarios del pequeño, delgado y laborioso monarca, que desde el fondo de su palacio en Valladolid, en Madrid ó en el Escorial, devana los hilos de la[253] inmensa trama que debe mantener el mundo sometido á la absoluta unidad de creencias religiosas y á la jurisdicción del Santo Oficio. Cuando partió de Flandes Felipe, cuatro años después de su advenimiento al trono, quedó encargada de oponerse á las justas reclamaciones de las Provincias su hermana Margarita, hija natural del Emperador. Frustrados los primeros planes despóticos del rey, vino el duque de Alba á la cabeza de un fuerte ejército, resuelto á probar con sangre y fuego otro sistema de gobierno y arrancar de cuajo la rebelión, matando, arruinando, desolando y aterrando: formidable tarea que el terrible duque ejecutó puntualmente, obedeciendo como aguerrido y sumiso militar las implacables instrucciones de su señor, exagerándolas también como indignado y sanguinario vasallo del injuriado soberano. Nada obtuvo en definitiva, y con su vuelta á España cae el telón del segundo acto, el más espantoso de la tétrica tragedia.

La tercera parte comprende la breve é indecisa administración del Comendador mayor de Castilla Requesens, que murió súbitamente en medio de una campaña, quedando el ejército de ocupación sin general en jefe, de lo cual provino poco después el saqueo de la ciudad más rica del Brabante por la soldadesca desenfrenada, atentado colosal, famoso en la historia con el nombre de "furia de Amberes".

El cuarto acto, aunque más corto todavía, de sólo dos años, excita interés como si fuera episodio[254] de una novela romántica. Comienza en el momento en que don Juan de Austria se desmonta del caballo en Luxemburgo, después de haber atravesado toda la Francia al galope desde la frontera española, disfrazado de esclavo morisco, para hacerse cargo más pronto del gobierno de los Países Bajos, lleno de ambiciosas y halagüeñas esperanzas. Termina cuando exhausto y desesperado, al cabo de veintidós meses de estéril y fatigante lucha como guerrero y como diplomático, es invadido de la peste frente á Namur y muere dentro de una choza miserable á los treinta y tres años, pobre y sintiendo perdido todo su prestigio, sin más bienes de fortuna que los objetos de su uso personal, "esos trapos que ahí quedan", como dijo patéticamente á su confesor; después de haber vivido como un paladín del tiempo de las Cruzadas y haber soñado toda su vida en ceñirse una corona, que brilló continuamente ante sus ojos deslumbrados y nunca estuvo al alcance de su mano.

Antes de morir traspasó don Juan sus poderes á Alejandro Farnesio, príncipe de Parma, su sobrino, pero de su misma edad y en todo y por todo otra clase de hombre. Fué Farnesio en la guerra y en la política el más hábil de los gobernadores que tuvo el rey en esos dominios y da nombre á la quinta y última jornada del drama comprendido en la narración de Motley. Encontró en él Guillermo de Orange, adversario digno de su acero, muy capaz de haber logrado el triunfo si la habilidad y la energía hubie[255]sen bastado á asegurarlo en causa tan inhumana. Mas si por la fuerza misma de las cosas no era dable á tan formidable caudillo vencer y extirpar la rebelión, pudo al menos contenerla, reducirla parcialmente, y la fortuna quiso concederle el gran favor de que uno de los varios asesinos despachados para matar al ilustre rebelde, cuya cabeza estaba de mucho tiempo atrás puesta á precio por edicto del soberano, consumase durante su gobierno el nefando atentado.

La "Historia de las Provincias Unidas", lleva los sucesos hasta la tregua de Doce años y la terminación virtual de la lucha con España. Concebida en idénticas proporciones y con el mismo plan que la precedente, carece de la unidad y concentración de interés que le presta la intervención del Taciturno, pero el conocimiento profundo de la materia y el vigor de la pluma son exactamente iguales.

El impetuoso, ardiente entusiasmo que siente y no disimula el historiador angloamericano por la causa de los Países Bajos, lamentando sus desastres y exaltándose con sus victorias, produce al cabo un efecto particular, casi una fascinación. Vivamente persuadido de la profunda semejanza, de las íntimas relaciones históricas entre la república de los Estados Unidos vencedora de la Gran Bretaña en el siglo XVIII, y la república bátava luchando contra España en el XVI, no puede á veces contener su emoción y palpita en sus palabras con el calor de la[256] fiebre el amor á la libertad, la aversión al despotismo y la fe más firme republicana. Hubiera, sin duda, sido más filosófico mirar las cosas con inalterable serenidad, examinarlas por todos sus lados más reposadamente y analizar las controversias religiosas y políticas del pasado sin traer á su estudio ninguna de las pasiones del combate, ni siquiera las más elevadas, respetables ó desinteresadas; pero la verdad es que no hay un fallo de Motley en desacuerdo con la equidad, que reprueba la injusticia dondequiera que la encuentra, que ha ido á comprobar en fuentes originales todo lo que dice, y ofrece al lector los datos necesarios para rectificar el valor de sus observaciones.

El defecto principal de estos trabajos, el que minora un tanto su importancia como arte, aunque dejando intacta su utilidad como obra de erudición, es la exuberancia, no solamente del estilo, á veces demasiado redundante y de un colorido exagerado, sino también de la materia, á menudo desleída y extendida más allá de los límites necesarios, sobre todo cuando se empeña en extractar minuciosamente documentos y seguir hasta sus menores detalles negociaciones diplomáticas cuyo interés no concuerda con la atención que demandan. En uno y otro caso, en el estilo y en la distribución de los materiales, arrastra al autor su doble temperamento de artista entusiasta y de paciente erudito.

Los largos años de estancia en Europa no lo desprendieron de sus raíces en América, y siguió[257] siempre la marcha de las transformaciones políticas de la patria con atenta mirada. Puede colegirse cuales eran sus opiniones de estas palabras con que en carta á su madre, incluida en la Correspondancia, saluda la elección de Lincoln á la presidencia: "Después de este gran veredicto no es posible ya, gracias á Dios, decir que la esclavitud es la ley de mi país ni que la bandera americana donde se presenta lleva consigo la esclavitud". Al comenzar el período crítico de la guerra civil quiso, como era natural, valerse el gobierno americano de su reputación europea y lo nombró ministro plenipotenciario en Austria. Ahí pudo continuar en relativa tranquilidad sus trabajos, buscando en el estudio de lo pasado distracción de las angustias que la situación de la patria discorde y bañada en sangre despertaba en su ánimo, y de que abundan en la Correspondencia pruebas interesantes. Desempeñó con habilidad su encargo, pero la suspicacia y violencia de carácter del presidente Johnson, en una cuestión personal de muy menuda importancia, forzáronlo, al fin, á presentar su dimisión.

Cuando subió el general Grant al poder, obtuvo la representación de los Estados Unidos en Inglaterra, puesto infinitamente más agradable, que aceptó lleno de lisonjeras esperanzas, pues tenía en Londres muchos amigos y contaba que lo ayudarían en el desempeño de su misión, particularmente difícil en esos días en que el gobierno americano estaba con justicia enconado contra el británico por las nume[258]rosas pruebas, sólidas y palpables, con que demostró su simpatía por la Confederación de los estados del sur. Pero fueron vanas sus esperanzas, la plenipotencia duró apenas un año, y merece realmente la pena de recordarse y relatarse el modo cómo de súbito y sin previo aviso se la quitaron. Motley, nombrado en virtud de la influencia política de su íntimo amigo el senador Sumner, sin saberlo ni haberlo podido prever, sufrió las consecuencias de un desavenimiento entre Grant y Sumner.

Apenas instalado Grant en la presidencia manifestó el más vivo deseo de anexar la república de Santo Domingo á los Estados Unidos, y al efecto firmó un tratado con Baez que entonces la presidía. Como todos necesitaba ese tratado para tener valor el voto favorable de las dos terceras partes de los senadores, y Sumner en su calidad de Chairman de la Comisión de negocios extranjeros del Senado tenía en esos asuntos preponderante influencia, además del peso que daban á su opinión su antiguo prestigio y sus grandes servicios al partido republicano triunfante. Grant decía que Sumner le había ofrecido su voto en pro, y Sumner afirmaba que se había limitado á declarar que siempre consideraría con el mayor respeto y la más imparcial atención todo lo que viniese de quien era jefe de la nación y jefe del partido á que ambos pertenecían. Sumner, hombre muy orgulloso, que estaba muy engreído y nunca faltó á su palabra, no podía en realidad haber dicho otra cosa; el Presidente entendió probable[259]mente lo contrario; los dos procedían seguramente de buena fe.

El caso fué que el senador, al presentar á discusión el tratado con el informe adverso de la Comisión, demolió uno por uno sus artículos en un discurso de cuatro horas atacando con su habitual vigor á Baez, á los que con él trataron y á todos los que "querían forzar un pueblo débil al sacrificio de su país"; y después de largos debates votó en favor de los proyectos del Presidente la mitad no más de los senadores, quedando, pues, el tratado rechazado.

Grant enfurecido, no pudiendo hacer nada personalmente contra Sumner, ordenó á Hamilton Fish, su Secretario de Estado, que destituyese en el acto á Motley de su cargo en Inglaterra, pues era hechura del senador. Fish obedeció prontamente; la votación del Senado tuvo lugar el 30 de Junio de 1870, y Motley fué destituído por telégrafo el primero de Julio siguiente.

Fué una afrenta inmerecida impuesta á un alto funcionario, que era al mismo tiempo hijo eminente del país, y Presidente y Secretario la llevan á la posteridad como cargo imborrable de su conducta política. Motley lo soportó virilmente sin promover escándalo, pero el golpe le hizo profundos estragos y creen quienes lo conocieron que abrevió su existencia.

Después de la destitución publicó la tercera y última de sus historias con el título "Vida y muerte[260] de Juan de Barneveld", que se liga con los sucesos de las anteriores, y llega hasta donde ya se vislumbra el principio de la guerra de Treinta años. Conserva las mismas brillantes cualidades de las otras, pero el argumento no es susceptible del mismo género de interés palpitante, salvo algunos episodios, como la evasión de Hugo Grocio. Un crítico muy competente la tiene por la más clásica de sus producciones[68].

Hablando en esta última obra de un embajador holandés, Aerssens, á quien trató su gobierno en cierto modo como el general Grant lo había tratado á el, no desperdicia la ocasión de decir que ultrajes de ese género hieren profundamente y que no puede menos de sentirse oprimido de cólera y de dolor el que se ve deshonrado así ante el mundo después de haber cumplido escrupulosamente su deber y defendido los derechos y la dignidad de su patria. Luego agrega refiriéndose siempre á Aerssens, pero la alusión es transparente. "Sabía muy bien que los cargos contra él no eran más que pretextos y los motivos que impulsaban á sus enemigos tan indig[261]nos como los ataques mismos; pero no ignoraba al mismo tiempo que el mundo se pone por lo general del lado de los gobiernos contra los individuos, y que raras veces la reputación de un hombre es bastante á defenderlo en tierra extranjera, cuando su propio gobierno alarga la mano, no para protegerlo, sino para asestarle la puñalada".

Más de un pasaje impregnado del mismo sentimiento se encuentra en otras páginas de la obra y en algunas alusiones de la Correspondencia, revelando discretamente que la herida recibida en el pecho no cicatrizaba, que destilaba sangre sin cesar. Las letras, fieles consoladoras de los que en ellas buscan solamente la verdad ó la belleza, le trajeron el único alivio posible en su situación; pero el desengaño amargo le había sorprendido al caer ya la tarde, en período demasiado avanzado de su carrera, cuando los resortes vitales habían perdido mucho de su elasticidad, y el daño resultó irreparable. Quiso luchar, seguir sus estudios, registrar archivos, visitar lugares para la historia ofrecida de la guerra da Treinta años, con la que contaba cerrar dignamente su vida literaria, pero en vano. En 1873, dos años después del penoso desastre, aparecieron los primeros síntomas de la afección cerebral que lo arrebató en 1877. Un mes antes había cumplido sesenta y tres años.



ANDRÉS BELLO

Obras completas de Don Andrés Bello.—Quince volúmenes. Santiago de Chile.—1881-1893.

En el año de 1872 votó el Congreso nacional de Chile una ley para que se ordenase é imprimiese á costa del tesoro público la edición completa de las obras tanto publicadas como inéditas de Andrés Bello, en recompensa (dice el texto de la ley) á los servicios por él prestados como escritor, profesor y codificador. La edición, llevada á cabo bajo la dirección del Consejo de Instrucción pública, es sin disputa hermoso monumento elevado en honor del que es gloria reconocida de toda la América que habla la lengua de Cervantes: quince gruesos volúmenes en octavo grande, en condiciones tipográficas bastante buenas, precedidos todos de los datos y noticias necesarias, y acopiando, bien en el cuerpo de los tomos, bien á veces en esas mismas introducciones, cuanto se ha podido encontrar debido á la pluma del ilustre venezolano, tanto entre sus manuscritos como en los más antiguos y olvidados papeles periódicos donde escribió en el curso de su larga vida.

Invitado Bello por el gobierno chileno, fué á establecerse en Santiago el año de 1829; tenía entonces cuarenta y ocho años, una familia numerosa formada en Inglaterra, donde había residido diez y[264] nueve años y se había casado dos veces. Durante esa larga estancia en tierra extranjera había sido secretario de las legaciones de Venezuela, de Chile y de Colombia en varias ocasiones, además periodista, profesor en casas particulares, traductor, descifrador de manuscritos, luchando de mil maneras para ahuyentar la miseria y sostener su familia. Pero el sueldo de diplomático era corto y siempre mal pagado, los otros trabajos inseguros ó mezquinamente retribuídos, y el pobre hombre, á pesar de su instrucción extraordinaria é infatigable laboriosidad, se acercaba en las más precarias condiciones al límite fatal de los cincuenta años, sin recursos de fortuna y agobiado por necesidades domésticas. No le era ya dado pensar en volver á Caracas, su ciudad natal; sobre no estar satisfecho del modo como en su ausencia lo habían tratado ni del aprecio con que sus jefes, Bolívar mismo incluso, habían correspondido á sus servicios, ya en ese año de 1829 se veía venir inevitable la disolución de Colombia y la anarquía propagarse terriblemente en Venezuela.

Aceptó, pues, las proposiciones, salió para Chile y halló aquello de que iba en busca: seguridad de la existencia material y campo donde ejercer sus grandes facultades de literato, periodista, educador del país, maestro de la juventud. Treinta y seis años más debía vivir, residiendo siempre en la ciudad de Santiago hasta su muerte en Octubre de 1865, á la respetable edad de ochenta y cuatro años. El gobierno chileno le confirió desde luego la[265] categoría de empleo que había ofrecido, lo nombró al poco tiempo Oficial mayor del Ministerio de lo Exterior y gradualmente fué otorgándole cargos y honores: Rector de la Universidad, Senador, Comisionado especial de la redacción de códigos, etc. Después de su muerte se le han erigido estatuas, se ha celebrado con entusiasmo en 1881 el centenario de su nacimiento, se ha publicado en fin esta hermosa edición de sus obras, costeada por fondos públicos y regalada en parte á la familia, á los herederos de Bello.

Se ha mostrado, por tanto, la república de Chile noblemente agradecida al ilustre varón venezolano que la hizo su segunda patria. Pero antes de tocar al período de los triunfos tuvo Bello que pasar momentos muy amargos. Desde su llegada, encontrándose el país en situación bastante incierta, en vísperas de sangrientas discordias, se vió forzado por las circunstancias á colocarse, ó parecer colocado, del lado de uno de los dos partidos que se disputaban el porvenir de la república. Afortunadamente salió victorioso el partido á que se inclinó: de ahí que pudiese permanecer tranquilamente y dejar al tiempo traerle los honores y el respeto que sus grandes méritos justificaban; pero de ahí también surgieron enemistades y rencores que en seguida lo expusieron á rudos ataques, durante muchos años después á insultos y alardes enfadosos de desdén. Todavía en 1835, seis años después de su naturalización, un chileno distinguido, justa[266]mente llamado "patriota venerable" por Amunátegui en su copiosa é interesante Vida de Don Andrés Bello, calificó de miserable aventurero al insigne autor de la silva á la Zona tórrida.

Recibir cara á cara tal expresión de vilipendio á los cincuenta y cuatro años de edad, después de haber escrito obras inmortales, y en un país, que si no es la patria, es lo más próximo posible, por la identidad de la lengua, de las costumbres, de las tradiciones y hasta de los infortunios, debe exceder al dolor físico más punzante. Huella profunda del efecto que ese y otros ataques le causaron aparecen en varios de sus escritos, á pesar de su calma y moderación ingénitas; señaladamente en una muy sentida octava de un apóstrofe al campo con que comienza el canto tercero del poema El Proscrito, que dice así:

¡Al campo! ¡Al campo! Allí la peregrina
Planta, que floreciendo en el destierro
Suspira por su valle ó su colina,
Simpatiza conmigo; el río, el cerro
Me engaña un breve instante y me alucina:
Y no me avisa ingrata voz que yerro,
Ni disipando el lisonjero hechizo
Oigo decir á nadie: ¡advenedizo!

Pero dadas las condiciones en que se encontraba no debe extrañar sobremanera que fuese cruelmente atacado, ni sería justo deducir cargo demasiado severo contra Chile. En cualquiera otra parte probablemente le hubiera sucedido lo mismo, y es[267] seguro que allí por lo menos obtuvo á la postre grandes y justas compensaciones.

Antes de fijar brevemente nuestra atención en la parte poética de la obra de Bello, haremos ligera indicación de los escritos coleccionados en los demás volúmenes, prescindiendo de los cinco últimos tres de los cuales comprenden exclusivamente sus trabajos como jurisconsulto y codificador, y los otros dos artículos ó científicos ó de viajes ó de algún otro asunto, pero todos de importancia mucho menor.

El tomo primero contiene la Filosofía del entendimiento, tratado póstumo de psicología y lógica, que el autor á su muerte tenía copiado en limpio y preparado para la impresión. Su principal importancia consiste en revelarnos las doctrinas que enseñaba Bello á sus discípulos; fuera de eso es materia completamente envejecida. Su larga estancia en Inglaterra lo impulsó á abrazar la filosofía allí entonces imperante, los sistemas de la escuela escocesa, muy en consonancia, además, con sus tendencias espiritualistas y con su modo práctico de considerar los problemas de la ciencia y de la vida. Entre los varios filósofos que escribían ó profesaban en ese tiempo parece haber preferido, aunque á veces refutándolo, á Thomas Brown, poeta también y prosista distinguido. Pero los libros de Brown están ya completamente olvidados aun en Inglaterra misma, y nada ó casi nada queda hoy de sus aplaudidas doctrinas filosóficas. El tratado de Bello[268] se distingue por la claridad de la exposición y la excelente distribución de sus partes; es un libro de enseñanza, del género de los que compuso el presbítero Balmes, y si no escrito con la animación y brillantez que distinguen al polemista catalán, tiene en el fondo más solidez y más sinceridad en la discusión, y la forma es mucho más correcta, á pesar de que Bello distaba mucho de escribir en prosa tan bien como en verso.

El tomo segundo encierra el antiguo poema ó Gesta del Cid, conforme á una nueva versión corregida del texto publicado por Sanchez á fines del siglo XVIII, con más de cien páginas de notas repletas de erudición y muy sagaces conjeturas, dos apéndices sobre la lengua y literatura españolas de la Edad media y un glosario, no tan flaco y desprovisto como el de Sanchez y otros, después del de Sanchez, publicados en España.

Las materias de estos dos primeros volúmenes adolecen del mismo mal. Muy notablemente tratadas para la época de su composición tienen gran valor en la historia de la vida de Andrés Bello, pero menos utilidad é interés directo para filósofos ó eruditos al corriente de la ciencia de nuestros días. La psicología escocesa, aun mirada al través de los universitarios franceses, parece hoy una curiosidad histórica, una antigualla. El texto del poema del Cid descifrado por Sanchez no es ya la base para edificar una nueva edición; el códice del siglo XIV que ese benemérito literato tuvo la suerte de des[269]cubrir no ha sido bien transcrito hasta una época posterior, en uno de los últimos tomos de la Biblioteca de Rivadeneyra, y mucho mejor en la edición de Halle publicada por el sabio alemán Volmöller[69]. Careció por tanto Bello de los elementos indispensables, y es muy de admirar por lo mismo que á veces adivinase detrás de las mentiras de la copia del siglo XIV la versión probable del original antiguo. Otras veces sugiere cambios menos aceptables, dando por sentado respecto al metro y otros puntos dudosos soluciones difíciles de justificar. Si el trabajo se hubiese publicado cuando lo proyectó y comenzó á ejecutarlo, cuando acudía diariamente al Museo británico á reunir sus materiales y acopiar el inmenso número de extractos y apuntes que se llevó á Chile, hubiera ocupado inmediatamente ese modesto hijo de Venezuela el primer puesto entre los sabios de Europa dedicados al estudio de la literatura de las naciones latinas durante la Edad media. Ya en 1829 sabía Bello sobre los cantares de gesta, los romances, las crónicas y en general sobre la lengua literaria de España más de lo que llegó nunca á saber Amador de los Ríos, que en esas materias pasaba en su tierra por un pozo de sabiduría.

La Gramática castellana con las excelentes notas de Cuervo llena todo el cuarto; en el quinto están[270] reunidos el compendio de la misma gramática y sus trabajos menores del mismo género: análisis de la conjugación, métrica, etc. En ese terreno no tiene rival. Su utilidad práctica puede ir disminuyendo con el tiempo, pero el nombre del autor, príncipe de los gramáticos españoles en el siglo XIX, no morirá.

El tratado de Derecho internacional, cuya primera edición data de 1832 y unánimemente se considera como un modelo de libro de texto, por otros imitado y no mejorado, ocupa el tomo décimo, así como el noveno los Opúsculos jurídicos. Ambos volúmenes revelan su profundo dominio de las teorías del derecho, tan hábilmente aplicadas luego en los cinco últimos á la redacción de las leyes, que rigen y regirán siempre, más ó menos modificadas, en Chile.

Cuantos documentos son necesarios para seguir su vida literaria se hallan bajo el rótulo de Opúsculos literarios y críticos en los tomos cuarto, séptimo y octavo: ahí reaparecen sus artículos insertos en periódicos de Londres y de Santiago, en la Biblioteca, El Repertorio, Los Anales, El Araucano y varios otros; sus discursos de la Universidad, sus memorias oficiales, y en los prólogos de don Miguel Luis Amunátegui, escritos para cada uno de los tomos, se encuentran hasta fragmentos de artículos no concluídos descubiertos entre sus manuscritos. Todos ellos por desgracia, los conocidos y los inéditos, confusamente amontonados sin orden de materias ni de fechas.

[271]

Amunátegui, prologuista infatigable, que antepone á cada uno de los diez primeros volúmenes de esta edición largas introducciones desaliñadamente escritas, pero repletas de datos y rebosantes en amor y admiración hacia el famoso varón que fué su maestro, ha tenido la suerte de extraer de los manuscritos fragmentos interesantes, y aun alguna vez trabajos completos y valiosos. Halló en ellos un verdadero filón, pero no fácil de beneficiar. Bello usaba forma de letra malísima y en los últimos períodos de su vida escribía en caracteres microscópicos, desiguales y borrosos, que ni con fuerte vidrio de aumento se dejan fácilmente descifrar y exigen gran dosis de paciencia y conciencia en el descifrador. Varias de las obras antes inéditas estarán probablemente en esta edición cuajadas de errores nacidos de esa causa, y el mismo Amunátegui lealmente lo advierte y nos facilita armas para atacarlo en su función de lector de los jeroglíficos de Bello.

Figuróse una vez haber encontrado versos en un papel, más cuidadosamente examinado resultó ser un viejo borrador de artículos para el Código civil. Otra vez en cambio tuvo la dicha singular de poner la mano nada menos que sobre el final perdido de la epístola á Olmedo, de los hermosos tercetos que en 1827 dirigió Bello á su amigo con el título de "Carta escrita desde Londres á París por un americano á otro", y de los cuales había publicado hasta completar el número de cincuenta y uno el[272] mismo Amunátegui en su vida de Don Andrés, edición de 1882, deplorando que faltase el final ó no hubiese el autor llegado á escribirlo. Con muy legítima satisfacción, por tanto, procedió á insertar en la introducción al tomo de las poesías en estas Obras Completas nueve estrofas más: ocho tercetos y el cuarteto que definitivamente las cierra.

El primer hallazgo era una fortuna, resolvía una duda bibliográfica, pero nada añadía á la reputación del poeta: antes al contrario parecía bien extraño que en la fuerza de sus años escribiese Bello terceto tan áspero y rocalloso como éste:

Y en todos sus oráculos proclama
Que al Magdalena y al Rimac turbioso
Ya sobre el Tiber y el Garona ama.

O que poeta tan sobrio y conceptuoso echase á volar este verso insulso y palabrero:

Bella visión de cándidos cristales.

No había semejante cosa, tales adefesios no eran de Bello, eran mala lectura del manuscrito, y por dicha se pudo rectificar el verso.

La epístola acaba con una apoteosis á la antigua moda clásica. Olmedo se sienta en el Parnaso entre las Musas que entonan un himno en su loor; y para hacer más cumplido y delicado el elogio pone Bello en boca de las nueve hermanas versos del mismo[273] Olmedo, versos tomados del magnífico canto á la victoria de Junín, donde se dice:

Que ni Magdalén y al Rimac bullicioso
Ya sobre el Tiber y el Eurotas ama.

De esa manera un río clásico, el río de Esparta, viene á sustituir al Garona, el río de Burdeos, que tan impertinentemente se pretendió hacer correr por esa región de pura poesía. Lo mismo acontece con la visión absurda de cándidos cristales, que eran y debían ser cándidas vestales, como había escrito Olmedo. Et sic de caeteris.

Bello no caerá en el olvido ni como gramático ni como filólogo; en Chile es seguro que no se borrará su fama de legislador: pero los timbres indelebles de su gloria estarán siempre en sus obras poéticas. Es por consiguiente el más interesante de los tomos de esta edición el tercero, en el que por primera vez se encuentra completo, reunido cuanto de bueno, de mediano y de insignificante compuso ó tradujo en verso, hasta donde ha sido posible sacarlo de sus casi ilegibles manuscritos. La colección es muy superior á la que en 1881 apareció en Madrid en la Colección de Escritores castellanos, aseméjanse ambas solamente en el número considerable de erratas, pero esto es cosa corriente: el corregir erratas de imprenta parece un arte perdido, ignorado de casi todos los que en Europa y América publican libros en español.

Esa edición de Madrid tiene el mérito de llevar al[274] frente un estudio biográfico y crítico por Don Miguel Antonio Caro, pero comete el crimen de mutilar lastimosamente al poeta suprimiendo hasta cuarenta y seis versos de una de sus mejores obras, la Alocución á la poesía, simplemente porque aluden á España, á las crueldades de la conquista y de la guerra de independencia. El trabajo de Caro es muy notable, elegantemente escrito y de sólida doctrina, salvo en alguno que otro lugar en que el distinguido literato colombiano afirma en forma demasiado concluyente é imperiosa su gusto y su impresión personal. Por ejemplo, cuando en marcado son de vituperio llama intemperante el lirismo de Quintana, como si templanza y lirismo casi siempre no se excluyesen, y como si el lirismo mientras más genuino y más sincero no pudiese correr el riesgo de parecer intemperante, sin perder por eso su valor poético ni aminorar la intensidad de su efecto artístico. En otra parte celebra un poco más de lo justo una oda juvenil de Víctor Hugo, Moisés en el Nilo, para poder mejor dar al traste con todo lo demás que compuso el autor de Las Contemplaciones. Pero el punto de vista en que agrada aquí á Caro colocarse es el más propio y oportuno en un juicio crítico[70] de las poesías de Bello,[275] é indisputablemente las juzga con íntima simpatía y tino singular.

Cuando Bello en 1810, á los veintinueve años de edad, salió de Caracas, su patria, que nunca debía volver á ver, formando parte de la primera misión diplomática que se mandó á Europa, en la que entre otros iba también Simón Bolívar, nada había escrito todavía digno de ser puesto hoy en parangón con sus obras posteriores. En el curso de la segunda mitad del período de su dilatada residencia en Inglaterra publicó en la Biblioteca y el Repertorio, las dos revistas en cuya dirección tomó parte principal, las Silvas Americanas, maravillosa obra maestra de toda la literatura en lengua castellana, pues por su magnífica é intachable dicción se eleva hasta igualar lo mejor que jamás se escribió en España, y por su asunto, sus imágenes y la amplitud de sus ideas lleva el sello profundo de la grandeza y novedad del mundo americano. Esas dos composiciones, los fragmentos que constituyen la Alocución á la Poesía y la silva á la Agricultura de la zona tórrida, exceden á todo lo que escribieron[276] Olmedo y Heredia, sus grandes rivales en América, aunque por otra parte esos dos poetas brillantemente le superen por la espontaneidad, el vigor y la variedad de la inspiración lírica.

Bello es un admirable poeta didáctico, didáctico á la manera del autor de las Geórgicas, y basta á determinar bien la cifra de los quilates de su mérito recordar que la comparación, hecha y repetida infinito número de veces, no es un simple manoseado lugar común, un consorcio vago y caprichoso de nombres ó una indulgente concesión de apasionados; quiérese realmente con ella significar que creó el autor americano, á ejemplo y en libre imitación de Virgilio, algo casi tan bueno como muchos buenos trozos de los cuatro libros de esa célebre producción latina, que la recuerda y á menudo la iguala tanto en la parte puramente descriptiva como en los admirables episodios; salvo por supuesto la enorme desventaja que consigo trae la inferioridad literaria de la lengua moderna al lado de la antigua. Pero Bello, es claro, considerado bajo otro aspecto dista demasiado de Virgilio. Las Geórgicas anuncian, preparan, no en el estilo, ya perfecto, sino en el conjunto de las otras cualidades, al futuro cantor de la Eneida, y Bello, superior igualmente como erudito y como perfecto versificador, no podía aspirar á las alturas de poesía épica desde donde fulgura eternamente el genio del vate famoso de "la alta Roma".

Analizar ahora esas producciones de la época[277] mejor de Bello sería empresa inútil, ya muy bien desempeñada por Amunátegui, Cañete, Pombo y varios otros distinguidos escritores, y en primera línea por Caro y por Menéndez y Pelayo.

En 1829, como va dicho, se estableció Bello en Santiago de Chile; entregado inmediatemente á monótonas y apremiantes ocupaciones cultivó poco la poesía, publicó menos aun de lo que á ratos perdidos escribía para su propio solaz. La necesidad de congraciarse el afecto de la nueva patria lo movió á cantar dos veces, con once años de intervalo, el Diez y ocho de Septiembre, fecha oficial de la independencia de la república; y es bien de admirar que esas dos odas así tituladas y nacidas en condiciones tan de poeta cortesano, sean lo que son: dignas de Fray Luis de León por su tono solemne y elevado. Imitan claramente las producciones del gran lírico castellano y ascienden sin desfallecer al mismo nivel de estilo y entonación. En la primera, la de 1830, es de notarse la siguiente estrofa por la energía de la expresión, aunque la imagen sea conocida, por el mismo Bello y por muchos otros usada ya:

Vano error! Cuando el rápido torrente
Que arrastra al mar su propia pesadumbre,
En busca de la fuente
Retroceda á la cumbre,
Volverá el que fué libre á servidumbre.

En la segunda, de 1841, más extensa y variada,[278] hay un hermoso símil magistralmente desenvuelto, aunque abusa ya un poco de la transposición, rasgo característico de su dicción poética:

Pero del rumbo en que te engolfas mira
Los aleves bajíos,
Que infaman los despojos miserables
¡Ay! ¡de tantos navíos!
Aquella que de lejos verde orilla
A la vista parece,
Es edificio aéreo de celajes
Que un soplo desvanece.
Oye el bramido de alterados vientos
Y de la mar, que un blanco
Monte levanta de rizada espuma
Sobre el oculto banco.
Y de las naves, las amigas naves,
Que soltaron á una
Contigo al viento las flamantes velas
Contempla la fortuna.
¿Las ves, arrebatadas de las olas,
Al caso extremo y triste
¿Apercibirse ya? ... Tú misma cerca
¡De zozobrar te viste!

Es perder el tiempo ahora lamentar la interposición de ese largo y estéril espacio de once años en que nada más hizo ó publicó el poeta; en que la dura necesidad de asegurar el sustento lo forzó al silencio, rodeado por una sociedad donde no hallaba ni auditorio ni estímulo ni esperanza para la poesía; y que la inclemencia del destino así lo persiguiese, cuando se acercaba ya al dintel de la ancianidad, para que inútilmente se consumieran[279] las últimas llamaradas de su genio poético sin dar á nadie calor ni luz. Estaba entonces á punto precisamente de operarse en él marcada transformación, un rejuvenecimiento de sus facultades poéticas acompañado de nuevo rumbo impreso á su gusto y aficiones literarias: prueba del grande y raro vigor de su talento, pues iba ya á cumplir sesenta años.

Fueron frutos de ese momento propicio, que comienza en 1841 y dura tres ó cuatro años más, unas siete composiciones que son después de las Silvas sus obras más características. Además de la canción ya citada, de un efecto monótono de propósito buscado, pero algo fría, escribió las bellísimas quintillas de El Incendio de la Compañía, en que sin dejarse dominar demasiado por las melodiosas seducciones del metro imprime al todo el acento de tristeza profunda, sobria, resignada que el asunto requería:

Noche oscura, muerta calma:
¡Solemne melancolía!

La primera parte describe poderosamente, sin exceso, sin inútil exageración de horror el incendio de la antigua y venerada iglesia de los Jesuitas en Santiago: la segunda representa las ruinas del edificio visitadas después de la catástrofe por una procesión de sombras y fantasmas. Para esta pintura no apela á largas enumeraciones como Espronceda en El estudiante de Salamanca ó al vago delirio de[280] Zorrilla en varias de sus leyendas; condensa el efecto en pocas estrofas limadas, correctas, en que ni falta ni sobra una partícula. Sirvan de ejemplo estas dos, en que la precisión de la sobria descripción apenas permite tildar la repetición de los consonantes verbales:

Va á su cabeza un anciano,
(Una blanca mitra deja
Asomar su pelo cano).
Cantan, y el canto semeja
Sordo murmullo lejano.
Mueven el labio, y después
Desmayados ecos gimen;
La luna pasa al través
De sus cuerpos, y no imprimen
Huella en el polvo sus pies.

El vivo color romántico que distingue al Incendio de la Compañía indica ya bien claramente que la musa de Bello tendía á emprender vuelo por regiones nuevas. Dan de ello testimonio decisivo las cinco imitaciones de Víctor Hugo que en seguida publicó; su hermosa dicción, su rico lenguaje se amoldan en ellas sin deterioro á los vastos espacios, á los libres arranques de la nueva escuela de poesía. No se reduce al Víctor Hugo clásico todavía de las Odas en el Moisés salvado de las aguas, sigue el desarrollo de su genio en las resplandecientes Orientales para pedir luego otros dos motivos de[281] inspiración á las Hojas de otoño y á Las Voces Interiores, libros en que ya brilla con todo su vigor el genio lírico del gran vate de Francia. Las cinco son muy buenas, modelo perpetuo de lo que puede ser la verdadera transcripción en verso, de la manera única quizás de verter un poeta á otro gran poeta en idioma diferente, sin que en ninguno se deslustre ó amengüe la inspiración.

Bello escribió poco en verso, un volumen de los quince que forman esta colección; su gloria reposa en unas diez ó doce composiciones todas notables, aunque en grados y cualidades diferentes. La historia de su vida explica por qué le faltó en realidad tiempo para más, á pesar de la crecida cifra de años que alcanzó. Pero aumenta en muchos puntos la admiración que arranca el conjunto de sus obras poéticas, cuando se piensa que el anciano autor de esas quintillas líricas de El Incendio de la Compañía, ó de las caprichosas y elegantísimas estrofas de los Fantasmas, ó del ascenso y descenso habilísimo del metro en Los duendes, es el mismo que en plena madurez compuso la majestuosa y severa silva á La Agricultura de la Zona tórrida Y renovó la inspiración del cantor de las Ruinas de Itálica en el final del primer fragmento de la Alocución á la poesía. Esa feliz y brillante oposición entre los extremos de su carrera de poeta, entre la pureza clásica del principio y el esplendor romántico del fin, constituye su mayor originalidad, la verdadera razón que podría haber para colocarlo encima de Olmedo[282] y Heredia, aunque sea verdad que en poesía subjetiva la palma debe siempre corresponder á la altura del vuelo lírico y á la impetuosidad de los movimientos.

Hubo, además, otra faz en el talento de Bello: de ella hay en esta edición muestras abundantes, póstumas casi todas y quizás por lo tanto mal copiadas de sus manuscritos: una vena jocoseria ó "humorística" que desde el principio se hizo sentir, como lo indica su traducción del Orlando Enamorado conforme á la refundición burlesca de Berni, y que persistió hasta lo último, como se ve por los cinco cantos de El Proscrito, publicados por primera vez ahora tales cual quedaron á la muerte del autor. Era de esperarse también que la elegancia natural de su estilo, la riqueza de su vocabulario y la precisión de su lenguaje condujesen á un alto grado de distinción en este género, y efectivamente hay en los dos poemas numerosas octavas tan buenas como las mejores de La Mosquea de Villaviciosa, aunque ni en facilidad ni en chiste lleguen á las de Batres, el poeta heroico-cómico de Guatemala. Es lástima que no nos haya quedado nada definitivo, bien acabado en este género, pues El Proscrito no es más que un esbozo incompleto, y en el Orlando sólo son originales los exordios de algunos de los cantos. Produce efecto particular en El Proscrito la mezcla de un gran número de chilenismos en la pura trama castellana de su lenguaje.

[283]

Quizás se descubra todavía alguna otra composición, algún otro fragmento olvidado, pero nada importante agregarán á lo que ya poseemos, y el monumento literario está para siempre elevado. Débese á la gratitud de la república de Chile, y toca ahora á los hispanoamericanos agradecerlo á nuestra vez.



UN "REPORTER" DE COSAS DE AMÉRICA
EN EL SIGLO XV
PEDRO MÁRTIR DE ANGLERÍA

Pierre Martyr d'Anghera, sa vie et ses œuvres. Par J. H. Mariéjol, Paris (Hachette).

Es este libro una tesis ó conclusión de examen para el grado de Doctor en letras. El autor, catedrático en universidad de provincia, vino á París antes de la colación de su grado en busca de un tema para su discurso, que no estuviese demasiado manoseado, susceptible todavía de algún interés, de cierta novedad, y uno de sus futuros jueces le sugirió, según cuenta, la idea de estudiar la vida y los escritos del famoso Pedro Mártir, cuyas obras aun conservan valor para la historia de España, y serán siempre de suma importancia para la de América en la época del descubrimiento y primeros años de la conquista. Esa oportuna sugestión dió origen al presente volumen de lectura en extremo amena é instructiva.

No es ahora tan común en Francia como antes este género de trabajos relacionados con la histo[286]ria ó la literatura de España y la América española. Después de la guerra con Alemania en 1870 la curiosidad de los sabios franceses ha cambiado de rumbo y abandonado estudios que en los días del Imperio, para no ir más lejos, estaban muy generalizados. Algo probablemente influyó antes en ese interés por España la procedencia de la Emperatriz. Se le hacía un poco la corte, como era natural, tratando de cosas de su país. Damas-Hinard, su secretario particular, pudo gracias á ella ver salir de la Imprenta Imperial una magnífica edición del Poema del Cid con traducción, notas y comentarios, al mismo tiempo que Antonio de Latour, secretario en Sevilla del duque de Montpensier, del marido de una Infanta de España, escribía y animaba á muchos á escribir sobre asuntos españoles, y se mantenía así la tradición y el ejemplo de Mignet, Viel-Castel, Próspero Merimée, Rosseew Saint-Hilaire, de tantos otros. Existen hoy, es verdad, dos revistas exclusivamente consagradas á la península ibérica: la Revue Hispanique dirigida en París por el erudito M. Foulché-Delbosc y el Bulletin Hispanique, publicado en Burdeos, en cuya redacción figuran literatos de tanto talla como Ernesto Merimée, autor del trabajo más completo que se conoce sobre Quevedo, y Alfredo Morel-Fatio. Pero ambas publicaciones son trimestrales y la Revue á veces reúne bajo una sola cubierta dos y más entregas. Morel-Fatio se queja en alguna parte del abandono en que hoy se encuen[287]tran en su país los estudios españoles, y nadie sin embargo hace tanto por ellos como él mismo, que posee perfectamente el castellano, el catalán, el dialecto gallego tan cultivado al fin de la Edad Media, así como el portugués y el italiano; que ha hecho una edición admirable comentada y anotada de El mágico prodigioso, de Calderón, escrito las interesantes monografías de sus Etudes sur l'Espagne y varios otros trabajos de gran mérito.

Volviendo á la tesis de M. Mariéjol, no hay duda que es Pedro Mártir de Anglería, como en España se le llama, personaje muy interesante, y por fortuna no escasean los datos para componer su biografía. La colección de sus cartas, impresa poco después de su muerte con el título de Opus Epistolarum, comprende nada menos que ochocientos diez y seis números en un espacio de treinta y siete años, desde 1488 hasta 1525.

"Un literato italiano en la corte de España" es el primer título de este libro. En efecto Pietro d'Anghera, milanés, residente en Roma y discípulo del gran Pomponio Leto, tenía treinta años de edad cuando se le abocó el conde de Tendilla, embajador de los Reyes Católicos, á pedirle que fuese á establecerse en España y propagar allí los inmensos adelantos que en ciencias y letras habían realizado los sabios italianos del Renacimiento. Propuesto el viaje fué inmediatamente aceptado. A España llegó en 1487, de España no salió más, salvo una breve excursión diplomática en Egipto, y en Granada[288] murió en 1526 á los setenta años próximamente, pues no se conoce con certeza la fecha de su nacimiento.

Apenas llegado asistió en el séquito de la reina Isabel á varios episodios de la campaña de Granada, y permaneció en el terreno de ese último duelo entre la cruz de Covadonga y la Media Luna hasta ser testigo de la dramática escena de la rendición del Zagal y penetrar luego con los Reyes Católicos en el palacio del monarca moro, en La Alhambra, cuya magnificencia arranca un grito de admiración extraordinaria á ese italiano, que había pasado en Roma muchos años de su vida: "¡Qué palacio, Dioses inmortales! ¡No hay otro que se le parezca sobre la superficie de la tierra!" Allí concibió admiración todavía mayor por los dos soberanos españoles á cuyo servicio se consagraba, por la reina especialmente, de quien recibiría muestras repetidas de favor y de quien hablaría siempre en los términos más exaltados como en la carta del 26 de Noviembre de 1504, día mismo del fallecimiento de Isabel, carta número 279 del Epistolario, que citan Prescott, Lafuente y otros historiadores: "El mundo ha perdido su ornamento más precioso; era el espejo de todas las virtudes, amparo de los inocentes y freno de los malos. No sé de otra heroína ni en los antiguos ni en los modernos tiempos que merezca ponerse al lado de esta mujer incomparable".

Pedro Mártir abrazó en España la carrera ecle[289]siástica, fué nombrado capellán de la reina, se puso al frente de una especie de academia ambulante de enseñanza de los nobles españoles, que mudaba de lugar siguiendo á la corte de Valladolid á Zaragoza, á Barcelona y otras capitales, y recibió el título oficial de "maestro de los caballeros de mi corte en las artes liberales" con treinta mil maravedises de sueldo. "Amamanté en mis pechos" dice una de las epístolas "á casi todos los principales de Castilla". La expresión que así traducida no dejará de parecer grotesca, lo es mucho más en latín: suxerunt mea litteraria ubera. Con los que menciona en sus cartas puede formarse larga lista de personajes por él educados, desde un duque de Braganza hasta otro de Villahermosa primo del rey, incluyendo varios Mendozas y Girones y Fajardos, los primeros nombres del país, en aquellos días en que la aristocracia era todavía un poder en la realidad y en la apariencia.

En medio de la corte y con el favor de los soberanos hallóse, pues, Pedro Mártir de Anglería en la más ventajosa posición para conocer y juzgar con acierto los sucesos políticos, y no podían éstos menos de ser muy importantes, dados el país, la fecha, las circunstancias, cuando acababan los reyes Católicos de constituír y robustecer en ese extremo occidental del mundo una monarquía militar destinada á ejercer influencia preponderante en Europa por más de cien años, una hegemonía indisputable, como la que ejerce en nuestros días[290] el imperio alemán. Gustábale infinito escribir cartas, tenía corresponsales en toda Europa, y principalmente en Italia, que recibían y leían con avidez sus noticias: de ahí el gran bulto del Epistolario. Era testigo presencial de muchos de los sucesos de que hablaba, y los más de ellos, á partir sobre todo de la muerte de la reina, despertaban por sí mismos dramático interés: primero las borrascosas relaciones entre Fernando el Católico y su yerno el archiduque Felipe; luego la muerte prematura, inesperada de éste; la locura de su mujer doña Juana; el viaje fantástico del cadáver de Felipe el Hermoso á través de media España, desde Miraflores hasta Granada, con la esposa demente sin cesar al lado del carro fúnebre, acampando á veces por las noches la comitiva en lugares solitarios, á la luz incierta de las antorchas sacudidas por el viento. Después la regencia famosa del inflexible cardenal Cisneros, los desmanes y la irrefrenable codicia de los flamencos que entraron con el joven rey Carlos en España, y por último, sin contar otros sucesos anteriores y posteriores, la guerra de las Comunidades de Castilla, durante la cual residió Pedro Mártir en Valladolid, en el centro mismo de la rebelión, tratando de mediar entre los levantados y el gobierno. Ese italiano del Renacimiento se asimiló los sentimientos de la nueva patria y, junto con muchos de los más sinceros y mejores españoles del siglo XVI, nutrió vigorosa antipatía contra los extranjeros del norte venidos á la sombra del nuevo[291] rey á explotar la nación. Nótanse á menudo en sus cartas claras señales de buena voluntad hacia el movimiento municipal, á pesar de que tan marcadamente iba contra la aristocracia. No le inspira sentimiento alguno de satisfacción, no escribe una palabra de triunfo sobre la derrota infausta de Villalar y, sin embargo, ni tuvo nunca confianza ni creyó capaces á los jefes del levantamiento, á quienes trató muy de cerca, de vencer las dificultades de la situación. Don Pedro Girón le pareció un ambicioso vulgar atento sobre todo á ser duque de Medina-Sidonia, lo que es muy cierto; Juan de Padilla, un regidor envanecido que se cree "magno pretor" de un magno ejército con tribunos y centuriones, lo cual es sobradamente injusto; y dice por último de doña María Pacheco, usando una de esas expresiones extrañamente originales que en él abundan, que era el marido de su marido, maritum mariti.

El testimonio de Pedro Mártir por consiguiente tal como se encuentra consignado en el Opus epistolarum es de bastante valor histórico. Verdad es que varios escritores, el insigne Ranke primero, luego el grave historiador inglés Hallam y otros, lo acusan de numerosos descuidos, de errores de fecha y aun de palpables imposturas; pero Prescott, que lo estudió detenidamente para sus obras sobre los Reyes Católicos y sobre la conquista de Méjico, lo defiende de esos cargos y sostiene en general su veracidad.

[292]

Ello no tiene suma importancia; acerca de los sucesos de la historia de la península á que alude ó que juzga, hay otras autoridades igualmente contemporáneas, y no es difícil depurarlas y hacer la contraprueba. Para nosotros el gran valor de sus escritos reside en lo que atañe á la historia de América; entre americanistas el nombre del autor de las Décadas sobre el Nuevo mundo, De orbe novo y De rebus oceanicis, es de un interés excepcional, y constantemente se citan, se estudian y estudiarán esos trabajos, así como aquellas de sus epístolas contenidas en el Opus, referentes á asuntos de América.

La lástima es el corto número de esas cartas; son unas treinta, apenas el cuatro por ciento de la suma total, las que refieren episodios del descubrimiento de las Américas. En esa época no había periódicos para propagar con rapidez las noticias interesantes, y á nadie fué dado mejor que á Pedro Mártir desempeñar ese servicio por medio de sus corresponsales que eran tan numerosos como distinguidos, por lo general personajes eminentes, empezando por el mismo Sumo Pontífice, que recibían y trasmitían á otros las palpitantes novedades de sus cartas. En Barcelona se hallaba cuando acudió Colón á presentarse en la capital del principado ante los Reyes Católicos y darles cuenta verbal de los maravillosos resultados de ese primer viaje en que encontró la América buscando el Asia al través del océano. Relata Anglería el memorable acaecimiento en una carta fechada "Barcelona, día de los[293] idus de Mayo" y dirigida á José Borromeo. En varias otras escritas ese mismo año de 1493 comunica á diversas personas detalles interesantísimos, recogidos, como es muy posible, de los labios del mismo Colón. "Activo reporter" le llama con exactitud, por esos informes comunicados á tantas personas, Justin Winsor en la Historia crítica y narrativa de América. Mariéjol por su parte también lo llama "el gacetero del Descubrimiento".

Ambos calificativos merecen aplicársele como expresión de elogio sin sombra alguna de menosprecio, porque además de las cartas hay que agradecerle las Décadas, colección de fragmentos trazados al compás de la marcha de los descubrimientos y agrupados de diez en diez, trabajo que comenzó casi inmediatemente después de la vuelta del Almirante y continuó hasta la muerte del narrador en 1536. Todos esos trozos manuscritos circulaban uno á uno, pasaban de mano en mano buscados y leídos con devorante interés. El papa León X recibió directamente algunos de ellos, y con orgullo recuerda Pedro Mártir en una de las epístolas que Su Santidad, rodeado de la mayor parte de los cardenales, había leído después de comer en alta voz, sin temor de fatigarse demasiado á pesar del estado de su salud, toda la relación que le había enviado sobre el paso del istmo y la primera aparición del Océano Pacífico ante los españoles deslumbrados. De esa manera,—escribe M. Mariéjol, no obstante la desproporción entre los dos términos de su[294] rapprochement,—si un italiano sondeó las profundidades del mar de Occidente, otro italiano fué el heraldo anunciador de tan prodigiosas hazañas. Ya en ese camino pudo recordar con oportunidad que otro italiano también iba á dar poco después su nombre al mundo salido de esas profundidades.

En los últimos años de su existencia ocupó la posición más ventajosa para saber, antes y mejor que nadie, toda especie de noticias sobre lo que acaecía en el nuevo mundo. El emperador Carlos V lo hizo entrar en su Consejo Real, lo nombró después vocal y secretario del de Indias, y entre sus otras dignidades eclesiásticas figura la de abad "con uso de mitra y autoridad episcopal en la isla de Santiago é Jamayca". Esto explica la excelencia de sus informes y el valor permanente de las Décadas, que serán siempre una de las fuentes de la historia primitiva de América.

Escribió únicamente en latín, un latín bárbaro á veces, necesitando con frecuencia crear términos nuevos para las cosas nuevas que tenía que contar. Aunque no carecía de ciertas prendas de escritor, su latinidad no llegó ni con mucho á la corrección y naturalidad de otros prosistas latinos del siglo XVI, como por ejemplo Luis Vives, ni muchísimo menos al lenguaje ciceroniano de sus célebres compatriotas Bembo ó Paulo Manucio. Bien se ve en los pasajes citados en este volumen, traducidos, además, con fidelidad y con elegancia.

[295]

Las Décadas no son relaciones descarnadas ni áridas compilaciones de documentos ó noticias oficiales. M. Mariéjol las llama "el manual del descubrimiento y la conquista", merecedor de aplauso general porque tiene pinturas amables al mismo tiempo que graves disquisiciones. El autor es hombre de estado y de letras juntamente. Honra á la elevación natural de sus sentimientos y á su perspicacia que desaprobase desde esa época, antes que el mismo Padre Las Casas, el horrible y destructor sistema de colonización iniciado por los conquistadores. Para dar de ello muestra basta aquí recordar las palabras tan curiosas como trágicamente sugestivas con que en una ocasión reanuda su trabajo interrumpido: "Desde la fecha en que suspendí mis Décadas nada se ha hecho más que dar y recibir la muerte, matar y ser matado", trucidare ac trucidari.

El trabajo de M. Mariéjol es sólo deficiente en la parte bibliográfica, aspecto de su asunto que de propósito no examina, quizás no sea la costumbre tratarla en estos discursos universitarios, y merecería, sin embargo, el serlo, pues las primeras ediciones no se encuentran con facilidad, sobre todo la de la Década primera impresa sin permiso del autor en Sevilla, 1511. Los ejemplares con las ocho reunidas de la primera edición en Alcalá, 1530, son raros; las bibliotecas que á cada instante se fundan en los Estados Unidos las buscan siempre y han hecho subir su precio, porque los ejemplares así[296] colocados raras veces vuelven á aparecer en venta pública. No sé de más traducciones que la inglesa de Edem y Locke, 1553-1612. J. Winsor dice en su Historia, ya citada, que un descendiente de Anglería, llamado Juan Pablo Martir y Rizo, tenía concluído el manuscrito de una traducción al castellano. Pero no se imprimió, y probablemente á estas horas estará perdido.


JOSÉ MARÍA HEREDIA
Y LA
ANTOLOGÍA DE POETAS HISPANO-AMERICANOS
DE LA

REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

Desde que la Real Academia Española combinando, cual viene haciéndolo desde hace mucho tiempo, sus funciones naturales de árbitro en puntos de lengua y de gramática con las tareas de activa casa editora de libros, anunció el proyecto de publicar una antología en cuatro gruesos volúmenes de poetas hispanoamericanos, muchos en América pensaron que el intento, excelente, quizás, como simple negocio de librería, podía con suma facilidad torcerse y resultar estéril, si no ponía la Academia particular cuidado de proceder en la elección de las materias y en la apreciación de los autores con amplia imparcialidad, con íntima simpatía, colocándose cuidadosamente dentro de la misma atmósfera moral, sobre el mismo terreno en que nacieron y vivieron los artistas cuyas obras forman la colección, porque es evidente que las antologías deben tener por fin dar idea breve y completa del carácter de las producciones de un autor, de un país ó de una región, olvidando divergencias de juicio,[298] resentimientos políticos, agravios reales ó imaginarios, nacidos de las circunstancias especialísimas en que España y las Américas durante tantos siglos se han encontrado. A pesar de las dificultades del caso contaban algunos que este mismo sería el parecer de la Academia, porque la Antología por su contenido debía en realidad ser un libro para mercados americanos, y porque en España, según afirmaba con natural amargura doña Emilia Pardo Bazán, al poner término definitivo á su Nuevo Teatro Crítico, nadie actualmente compra libros de cierto precio, y con muy raras excepciones ningún autor notable vive allí holgadamente de los productos de su pluma.

La Academia confió la ejecución de la empresa á don Marcelino Menéndez y Pelayo. Literariamente juzgando, no podía darse elección más acertada; la profunda y vasta erudición del escogido, su acendrado buen gusto, la transparente elegancia de su estilo, la facilidad de su pluma lo designaban entre todos los académicos como el más apto para el caso. Pero mirada bajo otro aspecto la elección no parecía igualmente feliz. En la lucha de partidos de su país figura el Sr. Menéndez entre los conservadores más netos, entre los que profesan opiniones que hoy no dominan en países hispanoamericanos, salvo en Colombia; pero esto no era de suponerse que alterase en manera alguna su imparcialidad. El mal estaba en la cruel intransigencia con que hasta ahora había sostenido en todos sus escritos su españolísimo sentir en cuestiones ya puramente históri[299]cas, pero que del modo más directo atañen á los americanos.

Hablando en esta obra del distinguido literato argentino Juan María Gutiérrez, que por los años de 1846 compiló en Valparaíso la mejor de todas las antologías de poetas de América que hasta el presente se conocen, aunque ya muy atrasada como por la fecha se comprende, descubre y reprueba en él un "antiespañolismo furioso que fué exacerbándose con los años", del cual nació, siempre según el Sr. Menéndez y Pelayo, un entusiasmo fanático por todas las cosas americanas, que lo arrastra á defender lo mediano y hasta lo malo.

Si esto piensa y dice de Gutiérrez el Sr. Menéndez, ¿qué hubiera pensado y dicho Gutiérrez, si hubiese vivido bastante para leer todo lo que el Sr. Menéndez ha escrito sobre la misma materia?

El insigne crítico argentino nunca de seguro dijo contra España cosa alguna tan dura, tan injusta, tan agresiva como las que contra América ha creído oportuno estampar el eminente crítico español. El supuesto fanatismo de Gutiérrez jamás llegó hasta el extremo de usar frases parecidas á las siguientes, que una vez emplea don Marcelino, al tratar de enumerar las causas de la decadencia de su nación en el siglo XVII. He aquí la segunda de esas causas: "La colonización del Nuevo Mundo, en el cual sembramos á manos llenas religión, ciencia y sangre, para recoger más tarde cosecha de ingratitudes y de deslealtades, propia fruta de aquella tierra".[300] Es el caso de exclamar: ¡in cauda venenum! Aunque todavía más exacto sería decir que la cláusula entera, rica de veneno, lo deja escapar al fin en alto surtidor, como agua de copiosa fuente. Fué lanzada la frase en el ardor de una polémica, pero reimpresa en libro dos años después; y sólo en 1887, al salir la tercera edición de la obra titulada Ciencia Española reapareció la cláusula privada de las cinco últimas palabritas, completa y flamante por lo demás.

No bastó, sin embargo, esa ocasión para dar salida á todo lo que el vigoroso polemista tenía que decir sobre América y sobre el conjunto de sus hijos; cinco años después de la fecha de esa discusión memorable, en el tomo tercero de la Historia de los Heterodoxos españoles, impreso en Junio de 1882, hallamos estas otras líneas:

"Los mismos americanos confiesan que en la oda A la vacuna y en los papeles oficiales de Quintana aprendieron aquello de los tres siglos de opresión y demás fraseología filibustera, de la cual los criollos, hijos y legítimos descendientes de los susodichos opresores, se valieron, no ciertamente para restituir el país á los oprimidos indios, sino para alzarse heroicamente contra la madre patria, cuando ésta se hallaba en lo más empeñado de una guerra extranjera"[71].

[301]

Más adelante todavía, en 1886, se aparta una vez de su camino en el tomo quinto de la Historia de las Ideas estéticas en España, para encomiar una estrofa de la oda A las nobles Artes del duque de Frías, que presenta como "la protesta contra los separatistas americanos" y especialmente encarece á título de obra "de incomparable belleza". La estrofa en resumen no es más que el desleimiento espumante y altisonante de un truísmo, de una verdad de Perogrullo, y viene á significar que si la América al obtener su independencia creyó expeler á España grandemente se equivocaba, pues allí estaría siempre la religión llevada por España y la cruz misma plantada en la Alhambra y la lengua de Cervantes etc., etc. Todo ello bien sabido, pero olvidando que esa religión y esa cruz y esa lengua no la inventaron ni llevaron el duque de Frías ni sus contemporáneos, sino españoles que fueron igualmente antepasados de ellos y de los americanos, y que á esas buenas cosas tienen unos y otros idéntico derecho, según la constante legislación de España, como directos descendientes; y para desheredarlos así, tan en absoluto, se requeriría el fallo de un tribunal superior, la historia ó la posteridad, no el de las partes mismas contendientes, y tan á raíz de lo sucedido.

[302]

Empero, todo esto, á pesar de lo amargo y de lo injusto, puede pasar como "propia fruta" del "tiempo y no de España", y pues el autor con estar muy lejos todavía de acercarse á la ancianidad ha templado mucho la forma en que expresa sus convicciones,—sin renegar por supuesto de una sola de ellas,—como lo prueban las notas y alteraciones de la tercera edición citada de la Ciencia Española, era fundadamente de creerse que deposta l'usata minaccia, para usar una frase de Manzoni, pudiera muy bien hoy escoger y juzgar las poesías de la nueva Antología con perfecta imparcialidad.

El tomo primero, dedicado á poetas de Méjico y de la América central únicamente, nos dejó llenos de dudas, aunque sin motivos bien claros para formular juicio adverso ó favorable. Pero el segundo, en que se penetra desde la primera página en el temblante y, para un español no muy sereno, peligroso campo de la literatura cubana, descorrió el velo y nos sumió en el más doloroso desengaño.

Vamos, pues, á examinar brevemente lo que en esta antología se dice y se hace respecto á las poesías de José María Heredia, porque tanto el autor como las composiciones nos parecen injustamente tratados, influído á nuestro juicio el Sr. Menéndez y Pelayo de la manera más lastimosa por motivos ajenos á la literatura, por consideraciones de política y de mal entendido patriotismo.

Impórtanos, sin embargo, advertir ante todo que no[303] tenemos la pretensión de negar al coleccionador y prologuista de la Antología el derecho de abrigar las opiniones de que son eco las frases citadas, tomadas de tres obras distintas escritas en momentos diferentes de su brillante carrera de historiador literario; es él sin disputa muy dueño de profesarlas y pregonarlas, y si nos producen el efecto de ser ó exageradas ó falsas, acaso proviene sólo de que nos colocamos en terreno diametralmente opuesto. Nos aventuramos á discutirlas, porque se trata de una antología hispanoamericana ordenada é impresa en Madrid bajo la égida de la Real Academia Española, la cual tiene en varios países de América hijuelas oficialmente reconocidas y con las que vive en frecuente correspondencia; porque una empresa de este género debe ser, como el ordenador mismo lo declara de antemano, obra de paz y concordia, y el que ha emitido todas esas sentencias injustas y desdeñosas no parecía especialmente preparado ni á la paz ni á la concordia. Si se tratara en cambio de componer una historia de los separatistas americanos, lo haría sin resquicio de duda con tanta habilidad, tanta riqueza de datos y tanta energía como desplegó en la de los heterodoxos españoles, y no habría entonces chocado tanto hallar que trata al ilustre Andrés Bello, al patriarca de las letras en América, como á un simple filibustero cubano, según su vocablo favorito; que desmenuza la Alocución á la poesía para aislar una á una las "injurias rimadas contra España" que encuentra más débil[304]mente escritas, citarlas con fruición y añadir con triunfante satisfacción que tales versos "dignos de alternar con los dísticos del Padre Isla" parecen á los españoles "justo castigo de un malo y descastado impulso".

Si tanta indignación, tanto resto de orgullo lastimado y mal cicatrizado puede persistir, cuando los sucesos y los versos que sobre ellos se escribieron datan de muchísimo tiempo atrás, no es de extrañar que se aplique á la isla de Cuba, (todavía sometida al yugo, y ognor fremente, cuando se preparaba y publicaba la Antología) mayor severidad, ninguna benevolencia.

José María Heredia es el más notable poeta cubano, uno de los muy primeros de toda la América en el siglo XIX, malogrado en la flor de su vida, á los treinta y seis años no cumplidos, edad, no hay que olvidarlo, en la cual ni Bello había escrito las Silvas americanas ni Olmedo el Canto á Junín. Para Heredia reserva el Sr. Menéndez su mayor crueldad, suprimiendo todos los versos patrióticos, las poesías filibusteras, como gusta de llamarlas, enamorado siempre del oprobioso adjetivo. De Bello al menos suprime únicamente la tercera parte de la Alocución para citar sólo algunas líneas en la introducción acompañadas del sangriento insulto literario de equipararlas á las aleluyas del Padre Isla; de Heredia rechaza en masa cuanto se alza contra el poder de España, pero no prescinde de incluir algo en la Introducción, dos cuartetas en que cree descubrir[305] malévola apología del asesinato político; es decir, calla lo mejor é insiste sobre lo peor, para declamar en seguida sobre su maléfica influencia y los odios fratricidas cuya semilla esparció, como si el insigne lírico, que nació en Diciembre de 1803 y murió en Mayo de 1839, pudiera ser el responsable y único propagador del pernicioso virus separatista.

Basta leer en el índice los títulos de las trece composiciones escogidas entre las de Heredia para quedar estupefacto. Brillan realmente por su ausencia, como se traduce ingeniosamente en francés la frase célebre de Tácito, nunca más exacta que en el presente caso, varias de las mejores que produjo el poeta. Faltan nada menos que la incomparable epístola A Emilia, el Himno del desterrado, la vigorosa segunda parte de la oda á Bolívar, los tristes y tan hondamente amargos Desengaños, poesías que ofrecen por sí solas la imagen más brillante y cabal de todo su genio, de toda su vida. Sin ellas y otras que por razones idénticas se han pasado por alto, no es posible formar juicio exacto de lo que fué y lo que vale el poeta cubano. Después de echarlas deliberadamente á un lado se inserta en compensación la pálida oda A la Religión y los mal llamados Ultimos Versos, medianísimos éstos, casi sin valor literario, pero en la preferencia inesperada obedece el colector á sentimientos personales, así como es esclavo de preocupaciones políticas al recusar las otras.

"Heredia es, ante todo, poeta de sentimiento[306] melancólico y de exaltación imaginativa" dice, por cierto esta vez sin la precisión y claridad ordinarias de su estilo, pues eso de "exaltación imaginativa" parece bien vago y nebuloso, designado como rasgo principal de un poeta cuyos escritos tan profundamente se resienten, como él mismo dijo, "de la rara volubilidad de su suerte", cuyos sufrimientos fueron muy reales y nada tuvieron de ilusorios. Pero en la definición falta precisamente el Heredia de las poesías americanas reunidas por él bajo la rúbrica de "patrióticas" en la edición de Toluca, 1832, que son la prueba irrecusable, decisiva, de que no había nacido exclusivamente para la elegía, como afirma en seguida Menéndez. "Para dar con los himnos de nuestra libertad hay que buscarlos en Heredia" ha dicho muy bien Merchán en sus Estudios Críticos. Heredia en efecto es el Tirteo cubano, poeta de acción, poeta civil, lleno de arranque, de movimiento y de energía. Los lamentos elegíacos que á veces se oyen en medio de sus más arrebatadas y vigorosas composiciones no debilitan el encumbrado vuelo lírico, porque como brotan de lo más íntimo del corazón, como se manifiestan siempre con penetrante y comunicativa sinceridad, como surgen naturalmente de su triste situación de desterrado y de la triste situación de la isla esclavizada, añaden notas profundas y patéticas al himno magnífico de la anhelada redención.

Unas líneas de los Reisebilder asaltan mi memoria, cuando considero bajo ese aspecto al poeta de[307] los himnos patrióticos: "La poesía, escribe Heine, ha sido únicamente para mí el medio de lograr un fin sacrosanto, nunca me ha importado mucho la gloria de mis versos y quisiera que colocasen, no una corona de laurel, sino una espada, sobre mi tumba, porque he sido un buen soldado en la guerra de la emancipación de la humanidad". No sé si en esto, como en casi todo lo que en prosa escribió Heine, hay fuerte dosis de ironía, pero Heredia pudo decirlo de sí mismo con perfecta exactitud. Nadie buscó el aplauso popular menos movido por vanidad de artista; nadie tampoco empleó sus talentos con más altos y generosos propósitos y nadie mereció tanto, á pesar de no haber tomado parte en ninguna lucha armada, que depositasen sobre su sepulcro las insignias de los guerreros, porque fué buen soldado en la lucha por la libertad de su patria, porque sus versos repetidos de boca en boca durante los muchos años de guerra, de ruina y de dolor que ha costado la emancipación de Cuba, han sido la voz que alienta en el combate, la voz que conforta en la adversidad; y cuando en los momentos más crueles se pregonaba amenazando catástrofes inminentes la superioridad en número y recursos militares del poderoso enemigo, venían consoladores á la mente los dos versos últimos del Himno célebre:

¡Cuba! al fin te verás libre y pura
Como el aire de luz que respiras,
Cual las ondas hirvientes que miras
De tus playas la arena besar.
[308]
Aunque viles traidores le sirvan,
Del tirano es inútil la saña,
Que no en vano entre Cuba y España
Tiende inmenso sus olas el mar.

La profecía no se había realizado, no parecía próxima á realizarse, cuando el docto académico redactaba su erudita y poco equitativa Introducción y cuando con escándalo copiaba de La Estrella de Cuba, otra canción patriótica, juvenil, compuesta á los diez y nueve años y bastante desigual, las dos cuartetas ya mencionadas, por descubrir en ellas que el poeta "en su frenesí revolucionario de 1823 no retrocedía ni aun ante la idea del asesinato político". Helas aquí:

¡Oh piedad insensata y funesta!
¡Ay de aquél que es humano y conspira!
Largo fruto de sangro y de ira
Cogerá de su mísero error...

De traidores y viles tiranos
Respetamos clementes la vida,
Cuando un poco do sangre vertida
Libertad nos brindaba y honor.

Háblase en estos versos de lucha, de sangre, de muerte, como inevitables condiciones para afirmar el honor, para conquistar la libertad, pero no ofrecen fundamento para creer que envuelvan la apología del asesinato político, á pesar de que el poeta tenía entonces la edad en que casi todos los estudiantes[309] ponen en lo más alto del firmamento de los héroes á Marco Bruto ó á Carlota Corday. Siempre en Cuba se ha creído que se referían al asalto de un puesto de guardia mal defendido en la ciudad de Matanzas. No lo sabemos, pero quizás la piedad y la justicia mismas no hubieran retrocedido ante "un poco de sangre vertida", si hubiese podido ahorrar los torrentes que habían de correr por los patíbulos, que habían de teñir de rojo los caminos de un extremo al otro de la isla.

Engolfado en estos pensamientos cree oportuno el Sr. Menéndez y Pelayo traer á colación, para ponerlo enfrente de esas cuartetas revolucionarias, como palinodia cantada por el poeta de 1823, la carta que el desterrado escribió en 1836 pidiendo al general Tacón, gobernador de la isla, permiso de volver y vivir al lado de su anciana madre y sus hermanas, de quienes estaba hacía trece años separado, que amaba entrañablemente, que no olvidaba un momento, como de sobra saben cuantos han leído sus versos, pues las recuerda é invoca con suma frecuencia. Muchas cosas habían pasado en España en esos trece años; indultos, amnistías, cambios de régimen,—primero con motivo de las bodas últimas de Fernando, luego de su muerte,—proclamación de su hija, advenimiento de un gobierno liberal, parlamentario, que habían abierto las puertas de la patria á todos los emigrados y condenados políticos. Pero en Cuba nada había cambiado: gobernada en 1836 más despóticamente que nunca[310] por Tacón, militar intolerante, suspicaz, terco, rutinero, que contenía con mano de hierro y facultades ilimitadas el menor esfuerzo para aliviar la carga opresiva. Heredia llevaba más de diez años de residencia en Méjico, allí se había naturalizado y era magistrado de su Audiencia, cuando su salud ya vacilante, el clima de la capital que era contrario á su padecimiento y el deseo de ver la familia lo decidieron á solicitar de Tacón el permiso de entrar en su país. Para prevenir las sospechas del procónsul y evitar una segunda negativa, pues ya lo había solicitado una vez en balde, agregó en la carta lo que era la verdad: que tenía muy modificadas sus opiniones con motivo de "las calamidades y miserias" que estaba presenciando en Méjico, por lo cual consideraría un crimen cualquiera tentativa de trasplantar esos males á Cuba. Alma impresionable de poeta que los acontecimientos afligen y amoldan como cera blanda, no pudo sin inmenso desaliento contemplar el penoso espectáculo que ofrecía Méjico al mundo en aquel período pasando sin cesar de la anarquía á la dictadura, de la dictadura á la anarquía, á la merced de ambiciosos de pobre estofa, capaces de todos los atentados, como él decía del general Santa Ana.

En cualquiera otra parte de Europa ó América un desterrado político de esa importancia, de tanto talento y prestigio, que pide él mismo licencia de volver á su patria en semejantes condiciones, hubiera sido acogido con los brazos abiertos, aga[311]sajado como preciosa adquisición. El general Tacón, que consideraba á todo hijo de América como enemigo personal, y gobernó la isla durante cuatro años con esa indestructible convicción por norma de conducta, otorgó trabajosamente una licencia improrrogable de dos meses con expresa recomendación de pasarlos en el seno de la familia y reembarcarse al fenecer el plazo perentorio determinado. El gran poeta, enfermo, pues ya lo minaba la dolencia pulmonar que había de arrebatarlo dos años después, fué recibido de la manera humillante que relata un testigo mayor de toda excepción, el inglés Kennedy, representante del gobierno británico[72].

Llegó en Noviembre y partió en Enero, otra vez hacia el destierro. Cuantos lograron verlo y hablarle en Matanzas y la Habana le oyeron francamente expresarse en el mismo sentido que se había dirigido á Tacón en la carta, desengañado, lacerado en lo más íntimo por el desgobierno, el desorden inextricable en que Méjico convulsivamente se agitaba. Su vista, disminuida por la suma de crueles infortunios, por el mal que lentamente y sin reposo devoraba sus entrañas, no tenía fuerza para elevarse y divisar más allá de las escenas contemporáneas que lo angustiaban un lejano, más risueño porvenir.

Al transcribir el colector el párrafo de la carta añade que lo hace "por más que duela á los sepa[312]ratistas cubanos, que sólo podrán desvirtuar su fuerza suponiendo en Heredia una doblez y falsía indigna de su buen nombre é impropia de su carácter franco y arrebatado". No es probable que haya hoy nadie interesado en desvirtuar la fuerza de las palabras del poeta, ni mucho menos dudar de su franqueza y veracidad indiscutibles. Si existiesen aun "separatistas cubanos", es muy probable que se contentaran con hacer notar que los agentes de la metrópoli perseguían en Cuba con el mismo ensañamiento á los que se ponían en contra y á los que se declaraban en su favor, pues en uno y otro caso sufrió Heredia idéntico tratamiento; lo cual, si se necesitara nueva prueba, demuestra porque fueron año tras año acumulándose agravios y rencores hasta terminar las cosas... del modo como terminaron.

El ardiente, arrebatado patriotismo de Heredia desfalleció al final de su vida: no cabe duda de ello en vista de la carta á Tacón, que publicaron multitud de periódicos, cuando el gobierno español, no hace muchos años, la exhumó de los archivos[73], y[313] no pueden ya prescindir de ella sus nuevos biógrafos. Así lo hizo el malogrado Elías Zerolo en su edición de las poesías[74].

La Antología de la Real Academia salió á luz unos cuantos años antes de lo que hubiera debido. Si el eminente literato que la ordenó, que inserta íntegro en el tomo III el Canto á Junín de Olmedo en el cual las invectivas contra España exceden en violencia á todas las composiciones de Heredia, hubiese acometido su tarea un poco después, cuando ya Cuba separada de España era dueña de sus destinos, habría probablemente medido por un rasero á todos, y aunque en los prólogos consignase sus reservas, como lo hace respecto de Bello, Olmedo y algunos otros, siempre por lo menos habría procedido nullo discrimine en la elección de las composiciones y habría versos patrióticos no solamente de Heredia sino de Milanés, de Zenea y los demás en la nueva crestomatía.

Pero su innegable agudeza crítica permanece hasta el fin nublada á nuestro parecer por consideraciones políticas, no otorga sin atenuaciones el título de primer lírico cubano á Heredia, sin agregarle estas líneas: "A lo sumo la Avellaneda, que más pertenece á la literatura general española que á la particular de la isla, podrá disputarle, y en mi concepto arrebatarle la preeminencia". Me permito[314] opinar de diferente manera. La Avellaneda es grande en el género dramático, en la tragedia principalmente; Alfonso Munio, Saúl, Baltasar, son obras por nadie en la España moderna superadas, pero en la lírica, si bien de forma más rotunda y estilo mucho más igual ó seguro, es hueca casi siempre, casi nunca original ni en los pensamientos ni en las imágenes.

Cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda salió por primera vez de Cuba tenía veintidós años, estaba ya completa su educación y el soneto que escribió como despedida y empieza:

¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente!

tiene todas las cualidades de sus obras posteriores. Cuando Heredia partió súbitamente de Cuba hacia el norte de los Estados Unidos tenía diez y nueve años, llevaba grabadas en los ojos y en la mente imágenes de la naturaleza patria que supo antes que nadie reproducir en verso, con tanta verdad y energía, con emoción tan honda y sincera, como es inútil buscarlas en las pomposas creaciones líricas de la ilustre poetisa dramática.

Me figuro que la Avellaneda misma hubiese sido la primera en atribuir á Heredia la palma entre los vates líricos, y lo deduzco de la bella elegía, que compuso cuando, allá en el fondo de la provincia de España donde residía, llegó á sus oídos la noticia[315] de la muerte de su desgraciado compatricio:

¡Ay! que esa voz doliente,
Con que su pena América denota
Y en estas playas lanza el Océano,
"Murió, pronuncia, el férvido patriota..."
"Murió, repite, el trovador cubano";
Y un eco triste en lontananza gime:
"¡Murió el cantor del Niágara sublime!"

Trovador cubano, férvido patriota, cantor sublime de la catarata del Niágara, todo Heredia se encuentra en esas tres fórmulas perfectamente representado, y la autora tal vez, si hoy viviese, sería la primera en reconocer, no obstante las alabanzas del crítico, que sus versos líricos palidecen ante el esplendor de imaginación y sentimiento que brota del canto al Niágara, de la meditación en el Templo mejicano y otras composiciones de José María Heredia.



ABRAHAM LINCOLN[75]

Abraham Lincoln by John T. Morse Jr. 2 vols. Boston, 1893.

Entre las numerosas biografías de Lincoln publicadas en los Estados Unidos la que con la firma del editor de la colección de volúmenes titulada American Statesmen ha salido de las prensas de Cambridge en Massachusetts, y cuyo título va al frente de estas líneas, se distingue por la armonía de sus proporciones y la amenidad de su estilo. Debe á estas cualidades rango especial entre todas, á igual distancia de la voluminosa y densa que, con más altas pretensiones y el nombre de "Historia", han escrito dos que fueron secretarios particulares del Presidente, John Nicolay y John Hay, y del trabajo utilísimo aunque informe y poco literario de Herndon, amigo y antiguo socio en la capital del estado de Illinois, cuando los dos ejercían juntamente la profesión de abogados. "Lincoln and Herndon" era una razón social inscrita en la nó[318]mina de los attorneys y jurisperitos, y la firma no se consideró disuelta cuando fué escogido el jefe de ella para la presidencia de la república, continuó vigente y como en activo servicio hasta el trágico asesinato de la noche del 14 de Abril de 1865 en el teatro de Washington. El socio sobreviviente ha tenido la buena idea de contar á la posteridad lo que personalmente sabía de la vida del grande hombre. Del mismo modo Nicolay y Hay, en virtud de sus íntimas y constantes relaciones con el Presidente, pudieron recoger y comunicar ahora al público hechos y noticias de la mayor importancia, y de cuya exactitud responden la posición que ocuparon y la veneración profunda con que guardan y cultivan la memoria del jefe esclarecido.

Lo cierto es que ya poseemos cuanto importa saber de la vida privada de Lincoln y de los móviles de los actos de su vida pública, tanto antes como después de la peripecia esencial de su existencia, del momento en que comienza su nombradía nacional, la cual parte de la campaña electoral en que tan enérgica y brillantemente disputó á Douglas el puesto de senador de los Estados Unidos.

Muy rápida, vertiginosa fué en realidad la carrera política de Lincoln. Acaso en los Estados Unidos solamente sea posible concebir otra tan grande y en tan breve espacio de tiempo realizada. Antes de 1858 era un personaje oscuro, absolutamente desconocido de la inmensa mayoría de sus compatriotas, mas allá de un estrecho círculo; en ese año fué[319] candidato de uno de los dos grandes partidos, en que estaban afiliados los ciudadanos del estado de Illinois, para la senaduría de la república; luchó con la mayor actividad, desplegó en la campaña suma extraordinaria de elocuencia, sagacidad y energía; pero quedó derrotado. Sin embargo, por medio precisamente de esa campaña, desgraciada en cuanto al resultado inmediato, hizo resonar su nombre por todo el país, y á los dos años obtuvo el favor más grande de que podían disponer sus compatricios, la primera magistratura de la nación.

Si á muchos pareció cosa estupenda, inexplicable, que ganase tan alto premio, se sentase en el elevado puesto y empuñase las riendas en tan crítica y formidable coyuntura, una persona de tan triste figura, de tan extraños antecedentes y con todos los hábitos y maneras del hombre rudo del lejano Oeste, del Far West, cuánto más raro y asombroso no debió haber sido para esos mismos el triunfo colosal que mereció al término de los cuatro años de su presidencia, éxito portentoso debido no enteramente al azar y á la constancia, sino también y en cantidad muy apreciable á eminentes cualidades personales, á la habilidad con que se acomodó á la nueva situación, con que atendió á sus extraordinarias exigencias, haciendo cabalmente en las más angustiosas estrecheces lo que el caso, la ocasión, las circunstancias demandaban al jefe de una gran nación discorde, revuelta, destrozada.

Nombrado candidato para un segundo período fué[320] elegido por número de votos mucho mayor que la primera vez, consumó en los pocos meses de vida que le quedaban la obra de gigante á que se había consagrado, vió la guerra virtualmente terminada, la ciudad de Richmond abandonada, el hasta entonces invencible general Lee rendido, y cuando nuevas dificultades asomaban ya con aspecto de monstruos erizados, cuando sus ideas y planes personales para la reconstrucción política de la república anunciaban ya conflicto quizás irresoluble con las intenciones del Congreso, con las duras garantías que para asegurar el porvenir exigía la vencedora mayoría radical, vino la suerte á librarlo del tumulto de dificultades, desaires y desengaños inevitables, "fué con él misericordiosa", como dijo Larra al llorar la muerte del conde de Campo Alanje; lo salvó de la nueva lucha de palabras, de papeles y miserables transacciones discutidas hasta lo infinito, y lo arrebató del mundo del modo que pedía y obtuvo Julio César de la fortuna, en repentina, inesperada catástrofe.

Desempeñó solamente unos cuantos días, seis semanas, su segunda presidencia, pero fueron días incomparables de íntima, profunda satisfacción al ver desmoronarse piedra á piedra la Confederación y surgir la paz y renacer la prosperidad y ensancharse los corazones. No gozó de dicha igual el fundador de la república, el grande y puro Jorge Washington en las postrimerías de su vida pública. Si subió al poder acompañado de unánimes y rui[321]dosas bendiciones, pudo antes de deponerlo oir y leer en periódicos y folletos injurias y denuestos que muy probablemente contribuyeron á la firme negativa con que rechazó las ofertas é instancias de sus amigos[76]. A Lincoln los hados le apartaron de los labios esa hiel emponzoñada. Al contrario de Washington, los insultos, las desdeñosas profecías de vergonzosa insuficiencia para la magna obra ocurrieron al principio[77]; los aplausos poco á poco fueron creciendo de volumen, y su cadáver conducido con pompa inusitada de Estado en Estado hasta la capital de Illinois pudo oir, si tal cosa concedieran los dioses á los despojos de los hombres, el concierto de loores más grandes y lamentos más sinceros que acaso han subido de los pechos y los labios de la multitud hasta la bóveda del firmamento.

No es, pues, una paradoja afirmar que la vida de Lincoln considerada de esta manera y bajo este aspecto fué singularmente afortunada, digna de envidia en todo lo esencial, no obstante la expresión tan patética, tan de honda melancolía, rasgo característico, predominante de su fisonomía, rasgo tan marcado que, como muy bien dice Morse, su biógrafo, se observa en todos los retratos que de él[322] se tomaron en vida, aun en los menos artísticos y de más vago parecido. En ninguno, dicho sea de paso, está esa expresión tan fuertemente acentuada como en la muy inferior reproducción fotográfica que ha insertado el editor bostoniano al frente de la citada biografía.

Esta última, lo mismo que antes la de Nicolay y Hay, descubren una explicación parcial de la tristeza de Lincoln en las dificultades de toda su juventud laboriosa y en suma poco ó nada divertida; en la vida ordinaria que á la fuerza hacían los pobladores primeros del oeste de los Estados Unidos, donde el futuro Presidente nació y siempre vivió, (excepto el breve término que estuvo en Washington como miembro de la Cámara de Representantes), mal alojados, mal alimentados, en lucha incesante contra una naturaleza montaraz, que sin grande y continuado esfuerzo no era posible dominar. Estas condiciones físicas, con su séquito habitual de enfermedades, afecciones dispépticas, intoxicación palúdea y accesos intermitentes de profundo abatimiento, ejercieron fatal influencia en el temperamento naturalmente reservado y meditabundo de Lincoln, y cubrieron su rostro de ese tinte de melancolía que nunca se desvanecía del todo, ni aun las veces frecuentes en que gustaba de repetir gravemente cuentos y chascarrillos.

Esa tristeza constitucional, en ningún caso signo de vulgaridad ó grosería, combinóse con una instrucción incompleta, con la lectura incesante de la[323] Biblia, base principal junto con los Elementos de Euclides de toda su educación por los libros, resultando un producto singular, mezcla de estricto razonamiento matemático con la vena poética del fondo; creando un tipo humano en extremo interesante, cuyo originalísimo vigor se manifestó hasta en la estera literaria. En esta, á despecho de las incorrecciones iniciales de su gramática y del mal gusto inherente al género oratorio que privaba en Illinois tanto en los meetings políticos al aire libre como ante el jurado en los tribunales, llegó á adquirir una gran maestría, capaz de producir obras imperecederas, como el breve discurso al consagrar el terreno donde yacen los que perecieron en la batalla de Gettysburg, como los dos mensajes al inaugurar sus dos períodos presidenciales, que contienen pasajes sorprendentes de elocuencia sencilla y penetrante, frases luminosas y repletas de concentrada significación á la manera de versículos de la Biblia.

Tipo angloamericano perfecto, de la raza novísima, tal cual la amasaron y modelaron la atmósfera y el suelo en las vastas soledades al oeste de los Alleghanis, reúne en sí lo adverso y lo favorable de las cualidades que constituyen la originalidad de la nación. No debe ser, por tanto, tarea imposible ó excesivamente difícil el aislar y analizar cada uno de sus componentes, y causa verdadera sorpresa que en su libro declare John T. Morse una y otra vez que es un enigma el carácter de su héroe, que es Lincoln tipo sin semejante, solitario, excepcio[324]nal, que su alma no se ha explorado, ni descifrado todavía el enigma satisfactoriamente.

Es verdad que á los rasgos comunes á todos los norteamericanos agrega Lincoln en alta dosis cualidades eminentes, inapreciables acaso en su justo valor, unas por no haber tenido tiempo de desplegarlas, otras por haber estado siempre comprimidas por las circunstancias: mansedumbre de espíritu inagotable, simpatía profunda y amplia bastante para comprender la humanidad entera, bondad sin límites, sin que el más leve sentimiento de vanidad ofendida y mucho menos de rencor apareciese perturbando la inalterable ecuanimidad, á pesar de haber vivido envuelto en luchas políticas, siempre feroces é implacables. Todo esto había en Lincoln y otras cosas más, pero no es suficiente para que un historiador, un crítico bien armado, declare tan pronto hallarse ante un abismo insondable y se reconozca impotente.

Es muy grande é intenso el entusiasmo de Morse, aunque ni con mucho llega al de los dos secretarios, que van naturalmente hasta hacer de Lincoln un dios; pero todo en el héroe lo atrae y lo fascina, toma de él hasta el misticismo fatalista, supersticioso de que estuvo siempre poseído. Ejemplo curioso se encuentra en otro lugar de la obra, en que buscando explicación á la expresión desolada de la fisonomía de Lincoln desde la juventud, cita el conocido verso de la balada de Campbell:

Coming events cast their shadows before,

[325]y atribuye esa tristeza de facciones á una vaga y prematura conciencia de los deberes y responsabilidades abrumantes que le preparaba el porvenir:

"Al que como nosotros conoce el horrible acto final del drama, parécele natural buscar su impresionante unidad en cierta influencia remota, futura, que actúa desde las primeras escenas y nos lleva por fuerza instintiva á creer que una oculta condición moral é intelectual existía de antemano, desde la juventud, aunque su esencia profunda estuviese en lo porvenir, en años remotos todavía" (Tomo I, pag. 47).—Es correr peligro innecesario internarse por tales dificultades de análisis, con tal hipótesis por punto de partida; es, como en el caso presente, soltar los estribos, perder el equilibrio.

Hubo otra causa para acrecer la melancolía de Lincoln; aunque pertenece exclusivamente á la vida privada, no hay razón para pasarla en silencio, desde que biógrafos como Herndon, y sobre todo antes Lamon, la descubren y relatan minuciosamente: el carácter duro, porfiado, difícil de conllevar de su mujer. Caprichosa, sarcástica, altanera, no fué nunca la persona á propósito para embellecer y suavizar la vida doméstica de un hombre engolfado en negocios públicos que producían y requerían extraordinaria tensión de espíritu, ni mucho menos la compañera que tanto llegó á necesitar después, abrumado por tan graves responsabilidades, por tan devorante actividad intelectual durante los años de la guerra civil.

[326]

Lincoln se casó con Mary Todd, joven de excelente familia y distinguidas prendas personales, de posición en ese período muy superior á la suya por su educación y la fortuna de sus parientes, en Noviembre de 1842, contando él treinta y tres años y ella veinticuatro. El matrimonio debió haber sido celebrado mucho antes, el 1º de enero de 1841, pero completados los preparativos, ordenada la fiesta, reunidos los convidados y vestida de boda la novia, se suspendió todo porque el novio no apareció. Según unos fué víctima de un rapto sin precedente de locura que nubló de súbito su memoria; según otros no más que de un acceso de su habitual melancolía. Un amigo lo llevó inmediatamente consigo á viajar por el vecino estado de Kentucky, donde había nacido, para distraerlo; volvió al cabo de algún tiempo, renovó sus relaciones con la misma señorita, y sin grandes preparativos esta vez, sin previo aviso, celebraron repentinamente la ceremonia en presencia de unos cuantos amigos citados á última hora. Con estos antecedentes y dado el genio poco dúctil y amable de la esposa, no era de preverse una larga era de paz doméstica. Lincoln soportó con calma las consecuencias de su error, pero era claro que de ahí en adelante debía contar como adversidad irreparable de su existencia con la índole de su compañera, sus caprichos y constantes punzadas de alfiler.

¡Qué extraña coincidencia, qué antojo de la suerte hacer morir violentamente á los cincuenta y[327] cuatro años un héroe de ese temple, dotado de tan extraordinaria suma de humanidad y mansedumbre, en el momento mismo en que recogía el tan anhelado fruto de afanes y angustias incesantes! ¡Cuando lo tenía ya entre las manos, cuando, unos días más, y todo quedaba completamente terminado! Después de la muerte del famoso Dictador el día de los idus de Marzo al pie de la estatua de Pompeyo, en los momentos en que reanimaba y reconstituía el poder romano para infundirle cinco siglos más de vida, no ofrece quizás la historia escena más trágica, más desastrosa para todos los que en ella tomaron parte, que el asesinato de Lincoln en un palco del teatro de Washington el viernes de la Semana santa del año de 1865.

La población de Washington era conocidamente hostil á los poderes supremos de la república en ella establecidos, la mayoría de sus habitantes simpatizaba abiertamente con la causa de la Confederación del sur, la ciudad misma pareció más de una vez á punto de caer por sorpresa en manos de los Confederados, y al principio la zozobra general demandaba ciertas precauciones. Pero fueron poco á poco calmándose los temores, y el Presidente y los miembros del gobierno habituándose al peligro y á no curarse de él. Lincoln, sin embargo, recibía con frecuencia anónimos amenazantes ó cartas de amigos anunciándole tramas y asechanzas, y se encontró después sobre su mesa de trabajo una cubierta llena de papeles con este rótulo: Assassination letters; mas él cir[328]culaba á pie ó en carruaje por las calles, como cualquier ciudadano, y después de la ocupación de Richmond y la capitulación del ejército de Lee, ¿quién podía seguir pensando en asesinos ó conspiradores?

En esos momentos mismos un joven y gallardo actor de melodrama, oriundo de los Estados del Sur, víctima del abuso de bebidas alcohólicas y de las vanidades del falso mundo de teatro en que vivía, logró combinar casi enteramente solo, tomando como instrumento unas cuantas personas oscuras, vulgarísimas, disipadas, el plan de matar en una misma noche al presidente y Vicepresidente, á los ministros de Estado y Guerra y al general Grant, dejar acéfalo el gobierno y permitir á los numerosos simpatizadores de la expirante causa rebelde realizar un golpe de mano en las primeras horas de desconcierto. El plan carecía de base sólida, no tenía ramificaciones fuera de la ciudad, no contaba con el apoyo de hombre alguno de importancia política ó militar, y sólo un corto número de imbéciles empujados por el frenesí de un ebrio consuetudinario fué capaz de ponerlo en ejecución.

Lincoln tenía dispuesto asistir esa noche del 14 de Abril de 1865 al teatro Ford donde se representaba la excéntrica y popular comedia del inglés Tom Taylor titulada "Nuestro primo de América" (Our American Cousin). Debía acompañarlo el general Grant, pero éste á última hora se excusó y salió de Washington con rumbo hacia el norte aquella[329] misma tarde. El Presidente ocupaba un palco al nivel del proscenio, acompañado de su esposa, un joven militar llamado Rathbone y una señorita hija del senador Harris. Poco antes de las diez, hora escogida por Booth, porque era la de la salida de la luna, que debía alumbrarle el camino de su fuga, llegó el asesino á caballo junto á la puerta falsa del teatro, dejó su montura al cuidado de un muchacho, tomó en la taberna próxima la última copa de licor, entró en el coliseo en que como actor tenía paso franco y donde había estado durante el día con objeto de agujerear un tabique del palco y alterar el cierre de la puerta. Mostrando y dando desdeñosamente su tarjeta al único ujier sentado en el corredor, como si fuese un invitado del Presidente, penetró silenciosamente en el salón trasero sin que nadie lo sintiese, ni siquiera cuando aseguró la puerta de modo que no pudiesen abrirla desde afuera.

Los que por casualidad dirigían la mirada en ese instante hacia ese lado del proscenio vieron, al oir la detonación de una pistola, que el Presidente inclinaba la cabeza como dormido, y que un hombre puñal en mano atravesaba el palco, saltaba el antepecho, caía sobre el tablado y desaparecía corriendo, no sin manifestar antes lo teatral de su acción blandiendo el cuchillo y recitando con voz ronca el mote del escudo del estado de Virginia: Sic semper tyrannis. El tirano esa vez era el más dulce y compasivo de los hombres, y el vengador un comediante en cuyo nublado cerebro no habían[330] penetrado las consecuencias del acto insensato que ejecutaba.

Murió Abraham Lincoln á las siete de la mañana siguiente sin haber recobrado el sentido, ocupó el Vicepresidente el puesto vacante y todo siguió el orden previsto por la ley constitucional. Pero el pronto restablecimento de la prístina armonía entre los Estados, precedido por completo y generoso olvido de lo pasado, había perdido en la catástrofe el más sincero y poderoso de sus defensores. Las Furias, suspendidos sus quehaceres en los campos de batalla, iban ahora á buscar aliados en las salas del Capitolio.

La suerte más negra pareció empeñarse en perseguir á cuantos estuvieron presentes ó contribuyeron á la sangrienta escena. Booth, con una pierna partida, por habérsele enredado las espuelas en la bandera nacional que ornaba el frente del palco presidencial, no pudo llegar á lugar de salvamento tan pronto ó tan lejos como hubiera querido; vivió diez días con la sombra de la muerte encima hasta caer herido como una alimaña por la bala de sus perseguidores. Quizás, según otros, se mató él mismo al verse rodeado y perdido dentro de un granero, incendiado con el fin de forzarlo á entregarse. De sus cómplices cuatro, incluso la mujer en cuya casa se reunían, fueron ahorcados; los otros expiaron en un presidio.

Entre los que se sentaban dentro del palco fué la suerte de Lincoln la menos cruel, pues expiró á las[331] pocas horas sin haberle llegado desde el minuto en que estalló el arma asesina la menor vislumbre de lo que pasaba á su alrededor. La esposa pasó el resto de sus días enajenada, sumida en estupor profundo. El mayor Rathbone recibió de Booth, al intentar sujetarlo, una terrible cuchillada en el brazo, y esposo prometido de la hermosa joven sentada á su lado, acabó años después por ser su matador en un acceso de locura furiosa.

Tales fueron las consecuencias individuales. Las políticas, las que en suma modificaron la marcha general de la nación, son conocidas y no es posible exagerarlas. Como dijo el general Sherman á uno de los jefes adversos: «no sufrió la Confederación desastre más grande».

Pero aparte de la importancia histórica su interés dramático nunca disminuirá. Es muy de desearse que venga pronto el biógrafo definitivo de Lincoln, el que sepa aprovechar todos los detalles y presentar al ilustre mártir con sus rasgos y colores verdaderos, en un trabajo menos difuso y encomiástico que el de los dos antiguos secretarios, más seguro en sus juicios que el de Morse, más artístico y armónico que el de Herndon. Prescindo de propósito del volumen incompleto de Lamon, donde primero aparecieron muchos sucesos anteriores á la época de su engrandecimiento político, pero relatados con cinismo á veces desagradable, sin verdadera simpatía. Las demás biografías, bastante numerosas tienen menos valor como obras históricas.



EL "CENTÓN EPISTOLARIO"
Y
LA CRÍTICA AMERICANA

Ningún fraude literario se ha impuesto tan completamente á la credulidad pública como el que perpetró don Antonio Vera y Zúñiga, conde de la Roca, imprimiendo ó haciendo imprimir en tiempo de Felipe IV un libro con el título de Centón Epistolario del bachiller Fernán Gómez, y el siguiente pie de imprenta en la portada: "fué estampado. E correto por el protocolo del mesmo Bachiller Fernanperez (sic). Por Juan de Rei e a su costa en la cibda de Burgos el Anno M CD XCIX", es decir, en 1499.

Forma un volumen delgado, de ciento sesenta y seis páginas en cuarto menor, compuesto de ciento cinco cartas de muy amena lectura atribuidas á un tal Fernán Gómez de Ciudad Real, médico particular del rey don Juan II, personaje de quien no hay más noticias que las que en sus propias epístolas aparecen, lo cual ya hoy nadie extraña, pues nunca existió individuo conocido con ese nombre y profesión en la corte del rey don Juan.

El objeto de Vera y Zúñiga al concebir y ejecutar tan complicado engaño no fué entretener sus ocios de diplomático, ni cometer simplemente una[334] ingeniosa travesura, como hizo, por ejemplo, en nuestros mismos días Adolfo de Castro, cuando escribió, publicó y atribuyó á Cervantes El Buscapié, que tanto ruido hizo en los momentos de su aparición, encontrando muchos, y varios hombres de letras entre ellos, que lo recibieran como obra auténtica. Vera y Zúñiga, que debió á Felipe IV el título de conde de la Roca y el empleo de embajador en Venecia, pertenecía á una familia distinguida, pero tenía la debilidad, bien común en su época y no excesivamente rara todavía, de no contentarse con tan poco, de picar más alto y pretender estar emparentado con la más encumbrada nobleza española; y como carecía de pergaminos ó papeles en comprobación de esa fantástica ascendencia, le asaltó la idea de forjar un libro en que constase su abolengo. Moviólo sin duda al decidir la época que debía minuciosamente estudiar para reproducir de algún modo verosímil sus usos y costumbres, el ser la Crónica de don Juan II entre todas las de los reyes de Castilla indisputablemente la mejor, la más puntual y segura, como dijo Mondejar. Cortando retazos de la Crónica, variando ligeramente los hilos de la trama, zurciéndolos con innegable habilidad, fabricó las ciento quince cartas, y salpicó aquí y allí como de paso pruebas de su linaje, mencionando sus abuelos, el Comendador Ruy Martínez de Vera, ayo y Camarero mayor del Infante, que supone emparentado con el condestable don Alvaro de Luna, así como su hijo don Juan[335] de Vera. Escritas las cartas les inventó un autor, lo bautizó Bachiller Fernán Gómez, nombre que á nada comprometía y, como debía forzosamente ser una persona cercana al Rey, lo graduó de médico de cámara.

Era en seguida preciso exhibir al público el documento apócrifo de modo que no dudase de su procedencia. Un códice antiguo es muy difícil de imitar. No es muy aventurado suponer que aprovechara entonces el conde de la Roca su estancia en Italia, en Venecia, cuyos impresores eran tan hábiles y famosos, donde con la mayor facilidad podían á mediados del siglo XVII componer é imprimir un libro que en la apariencia datase de fines del siglo XV: de ahí probablemente salió el volumen del Centón Epistolario con portada diciendo que lo habían impreso en Burgos á costa de Juan del Rey.

Vio la luz calladamente, como convenía, y fué sin ruido á las manos á que debía ir, colocándose en los estantes sin despertar sospecha de su procedencia, y contó en adelante como uno de los monumentos más curiosos del habla castellana al término de la Edad Media.

Las sospechas nacieron más tarde, pero sólo de parte de alguno que otro bibliógrafo, y fundadas únicamente en las condiciones tipográficas del tomo. La crítica literaria (ó lo que por tal pasaba,) continuaba apreciando como de buena ley la prosa epistolar de Fernán Gómez de Cibdareal, cuando era ya opinión corriente entre los eruditos al finalizar el[336] siglo XVIII, según Bayer y Méndez, que la edición supuesta original no había podido ser impresa ni en el lugar ni en la fecha que en ella se declaraban. Las cartas del Bachiller seguían tenidas por obra de un contemporáneo de Juan II, tanto que el que desempeñaba en 1755 la secretaría de la Real Academia de la historia, don Eugenio Llaguno, publicó una segunda edición del Epistolario, añadiéndole una biografía del autor conforme á datos sacados de las mismas cartas, que de otra parte seguramente no podía sacarlos, pues el personaje, como va dicho, era puramente imaginario.

Así las cosas permanecieron hasta que en 1833, á los doscientos años poco más ó menos de cometido el fraude, dió á luz Quintana en Madrid el tomo tercero de sus Vidas de Españoles célebres. Escribiendo con su esmero y conciencia habituales la biografía de don Alvaro de Luna notó, al llegar al período del proceso y muerte en el cadalso del Condestable, suceso sin disputa el más famoso de todo el reinado, que la relación hecha por el Bachiller se hallaba en desacuerdo completo respecto á detalles importantes con varios documentos oficiales, auténticos, que se conservan, y como el Bachiller se daba por testigo presencial de lo que refería, depositó Quintana al pie de la página estas dos preguntas muy oportunas:—¿Existió verdaderamente semejante médico y semejante correspondencia?—¿Sería por ventura esta obra juego de ingenio de algún escritor posterior?—Era[337] poner por primera vez el dedo en la llaga. Por desgracia el poeta historiador se redujo á expresar sus sospechas en esa forma de duda ó interrogación y dejar que otros la resolvieran.

Nadie empero volvió á ocuparse en el particular hasta que en 1849 publicó Ticknor la primera edición de su excelente Historia de la Literatura española, en uno de cuyos apéndices afirma que á su juicio todo el Centón Epistolario era de la primera á la última línea una falsificación, y expone brevemente alguna de las razones históricas y filológicas en que fundaba su opinión. Esto no era ya tocar la llaga con precauciones como Quintana, sino atacarla ferro et igni para cauterizarla y extirparla. Pero esas operaciones violentas aplicadas á males envejecidos arrancan siempre gritos, no sólo del paciente, lo que no podía ser en el presente caso, sino también de circunstantes horrorizados. El marqués de Pidal gritó el primero; no tenía inconveniente en admitir que la primera edición era espuria, y una superchería los pasajes referentes á la familia Vera; no negaba que hubiese otros errores inexplicables en el texto, pero creía á pies juntillas en la existencia del Bachiller y afirmaba que las cartas habían sido escritas en los días de don Juan Segundo, porque así lo revelaban su estilo y su lenguaje.

Don Adolfo de Castro intentó complicar la cuestión negando por una parte la autenticidad del libro, pero atribuyéndolo á un nuevo personaje, Gil González Dávila. La inesperada sugestión pasó casi[338] inadvertida, no era más que una de tantas suposiciones aventuradas del ingenioso hidalgo gaditano.

Ticknor replicó reiterando la firmeza de su convicción, y en los mismos curiosos y eruditos datos suministrados por Pidal halló motivos nuevos de confirmar á Vera y Zúñiga la paternidad del Centón. Luego Gayangos añadió á esta solución el peso de su autoridad, logrando convertir por último al mismo marqués de Pidal.

El problema estaba, sin embargo, destinado á renacer, á ser planteado y tratado otra vez, como si nada antes se hubiese hecho en el sentido de su resolución. Amador de los Ríos en el tomo VI, publicado en 1865, de su Historia crítica de la Literatura española, entra magistralmente en la controversia, y con el tono de convencida suficiencia en él característico, como quien se siente más que de sobra capaz de fijarla para siempre, echa á un lado de idéntica manera á Quintana y á Ticknor, á Pidal, á Castro y á Gayangos, y pronuncia que el Centón "es uno de los más fehacientes y genuinos monumentos del largo reinado de don Juan II". No agrega en realidad un solo nuevo dato positivo á la cuestión, sino deslíe en quince grandes páginas una serie de observaciones abstractas del género de la siguiente: "En ninguna obra de arte se revela con más verdad y fuerza el carácter vario, indeterminado y contradictorio de la corte de don Juan II", lo cual para decidir de la auten[339]ticidad de una obra no puede ser más "indeterminado", es decir, más vago y menos concluyente.

Amador de los Ríos en resumidas cuentas pretende resolver la incógnita con la incógnita misma, sin darse la pena de deducir sus elementos ni salir del círculo estrecho de sus apreciaciones personales. Para encomiar la frase del Centón ensarta este rosario de adjetivos: limpia, clara, nerviosa, elíptica y salpicada de vivos pero naturales y agradabilísimos matices. Para enaltecer su dicción este otro: casta, sencilla, ruda á veces, mas siempre pintoresca y graciosa, siempre gráfica y adecuada. Y ahí está el quid de la cuestión, porque lo que importa saber es si todos esos calificativos tan abundantemente regados se hallan bien aplicados á un texto especial del siglo XV, y para demostrar esto se requiere algo más que impresiones sin consistencia y tono de autoridad superior.

La "Historia crítica de la literatura española" es en verdad una obra impacientante; anunciada con grande alarde y golpes de caja, como un acontecimiento nacional; puesta "á los pies del trono constitucional de la Reina de España", la cual, como se nos dice en larga dedicatoria, "no solamente se dignó aplaudir con hidalguía de española mis difíciles tareas, sino que me honró con magnanimidad de Reina oyendo algunos capítulos", no pasa, sin embargo de todo ese honor y de la pompa y verbosidad del contenido, más allá de una muy moderada medianía. Su mayor mérito consiste en ser, y así en[340] la misma dedicatoria se asegura, "la primera escrita por un español en lengua castellana", pero ni como obra histórica ni como obra de arte pudo satisfacer las esperanzas, el interés con que se la aguardó. El estilo no atrae, no encanta, y la sagacidad del crítico flaquea á menudo, extravía al lector, porque el guía no posee completamente la materia, porque le falta ingenio y agudeza y le sobra seguridad, confianza en su sabiduría.

No hay apenas error, acreditado por la rutina y por la superficialidad con que hasta entonces se había tratado en España la literatura de la Edad Media, que no encuentre inmediatamente en Amador nuevo defensor, tan obstinado como mal pertrechado para la discusión. Ya hemos visto como respecto del Centón se extravía, y deslumbrado por sus propios adjetivos no acierta con su camino. Lo mismo le sucede con el Libro de Montería, que contra toda evidencia se empeñó en atribuir á Alfonso el Sabio. Lo mismo con las dos famosas octavas, supuestas únicas reliquias de las Querellas de Don Alfonso, en que ya hoy no cree literato alguno un poco versado en la materia; Amador no sólo las acepta como realmente de la época, no sólo les confirma la fantástica paternidad, sino que las cita, las altera, las adereza á su gusto, y dice que son "la voz del cisne que preludia su triste fin".—El cisne es Alfonso el Sabio y el preludio unos versos apócrifos escritos varios siglos después. ¡Extraño ayuntamiento!

[341]

En toda cuestión insostenible, perdida de antemano, se mantiene aferrado á su parecer con una terquedad digna de mejor fortuna; por ejemplo, en la polémica en que discute de potencia á potencia con Fernando Wolf, quien sabía más que él de literaturas medioevales, sobre el valor literario de las ee paragógicas añadidas á los romances antiguos por los cantores populares y que tanto los afean, añadidura que Menéndez y Pelayo con su tino habitual suprime en la Antología de poetas líricos al incluir la Primavera de Wolf tal como la publicó este gran crítico y este folklorista sin par.

Menéndez y Pelayo, sin embargo, llama la Historia de Amador "monumento que honra el nombre de su autor y la erudición española", aunque no se sabe si usa ese sustantivo por deferencia al que fué su profesor en la Universidad de Madrid, ó porque aluda simplemente á las proporciones materiales de la obra, á los siete grandes y compactos volúmenes que no van más allá de la época de los Reyes católicos. Tanta indulgencia de otro modo sería inexplicable al lado de la severidad, la injusticia conque trata en otro lugar la Historia de la Literatura española por Ticknor, relegándola con desdén á la ínfima categoría de "un apreciable manual bibliográfico, de crítica puramente externa y vulgar por todo extremo"[78].

[342]

La Historia de Ticknor fué á los pocos años de publicada traducida al alemán, al castellano y al francés, acompañada en las dos primeras lenguas de notas complementarias escritas por sabios como Wolf y como Gayangos, que no creyeron desmerecer prestando su nombre y sus conocimientos para autorizar y propagar la obra. Aparecieron del original inglés cinco grandes ediciones en los Estados Unidos, todas retocadas y perfeccionadas cada vez, amén de otras en la Gran Bretaña. Millares y millares de personas la han leído y consultado y por todas ha sido tenida como la obra más completa y mejor sobre el asunto, honor que aun conserva, pues no existe ninguna otra hasta el presente que la pueda sustituir. Es el fruto de una vida entera de estudio constante, el resultado de un esfuerzo de muchos años, al que contribuyeron todos los recursos que el talento, la paciencia, la fortuna, los viajes, la posesión de rica y escogida biblioteca, cual en España misma era muy difícil reunir á ningún particular, la consagración en fin de todos los instantes, podían suministrar. Distínguese y es digna de todo encomio por la excelencia del plan, la seguridad del método, la claridad de la exposición, el análisis directo, personal de los autores, sobre todo por el anhelo de comprender, de mantenerse en viva é íntima simpatía con cuanto ofrece de peculiar y característico la civilización española. El autor era extranjero y era protestante, hijo de Boston, la metrópoli literaria y religiosa de la[343] Nueva Inglaterra, y no es su menor mérito el espíritu de justicia, de inalterable tolerancia, de profundo respeto con que sigue y aprecia una literatura tan esencialmente católica, apostólica, romana, cual la que en España se formó y brilló durante los siglos XVI y XVII, edad de oro de su civilización y su cultura. ¿Existe acaso algún español que haya procedido de idéntica manera al ocuparse en estudiar vidas y escritos de protestantes? ¿Lo ha hecho por ventura el autor de la Historia de los Heterodoxos españoles? La tolerancia religiosa, la moderación en cuestiones que con la fe se rozan, la universalidad de sentimientos nunca han sido virtudes solicitadas ni apreciadas por la mayoría de los hijos de España; pero Ticknor al escribir en inglés sobre las letras españolas no pretendía dirigirse á los españoles, y fué para él tan grata como inesperada satisfacción que dos literatos lo tradujesen, y tradujesen muy bien, al castellano y le consiguiesen lectores donde ni por sueño esperó encontrarlos. Menos sorpresa probablemente le habría hoy causado saber que un crítico de la importancia de Don Marcelino Menéndez y Pelayo, influído tal vez por prejuicios, por preocupaciones más políticas que literarias, lo trata con tanta dureza[79].

[344] La bibliografía está por Ticknor relegada á las notas, es una parte á que prestó sin duda minuciosa atención, cosa muy natural en toda buena historia literaria que por fuerza ha de versar principalmente sobre libros. Ordenada, clasificada, bien digerida como se encuentra aquí, es de la mayor utilidad para el lector y para el estudiante, que encuentran de esa manera en su lugar y muy á mano cuanto puede necesitar, precisamente lo que no acontece en el mare mágnum confuso y revuelto del Ensayo de una Biblioteca, que bajo el nombre de Bartolomé José Gallardo se extiende por las páginas de cuatro grandes volúmenes insondables.

El sentido literario era más fino en Ticknor que en Pidal y en Amador de los Ríos, pues adivinó la falsedad del Centón en que esas dos autoridades creían. Adivinó también, y demostró esta vez hasta la evidencia, sosteniendo al efecto larga polémica, la falsedad de El Buscapié publicado por Adolfo de Castro, cuando toda España, con excepciones contadísimas, lo recibió como obra genuina de Cervantes, incluso críticos tan hábiles como Quintana y José Joaquín de Mora. Bien conocía la lengua y la literatura quien, á pesar de su condición de extranjero y de haber residido muy corto tiempo en el[345] país, penetra tan seguramente y tan pronto al través de engaños en que han caído casi todos.

Pero respecto al Centón la tarea no estaba terminada, como la insistencia en el error de Amador lo prueba. Algo faltaba todavía, y á otro americano estaba reservado completarla.

Gayangos previó en sus adiciones á la traducción del Ticknor que el día que algún crítico se pusiese á estudiar los giros y modismos del Centón, analizar su sintaxis y compararla con la de otros escritos de la misma época, tendría que caer por tierra el principal argumento de los admiradores tenaces del falso físico del rey don Juan.

Nadie en España á pesar de la oportuna sugestión se animó á emprender lo que sin duda había de ser ímproba tarea. En nuestros días por fin un sabio hispanoamericano no se ha arredrado ante la dificultad y la ha vencido definitivamente, aunque de paso y como simple incidente de empresa más grande y complicada á que estaba consagrado.

Preparando el señor Rufino José Cuervo los materiales de su admirable y único Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, consideró de previo y especial pronunciamiento, para usar el término forense, el punto de aceptar ó rechazar como lengua literaria corriente del siglo XIV los vocablos, giros y modismos de que no se conociera otro ejemplo que el texto del Centón Epistolario. La opinión de Amador de los Ríos debía, no obstante su evidente superficialidad,[346] detener á un lexicógrafo escrupuloso, y decidió prudentemente instruír el proceso y ventilar la duda. El fallo queda pronunciado en estos términos concluyentes: "Para cualquiera que lo examine con detenimiento, el Centón es un zurcido de voces y locuciones de distintas procedencias". Al final de la Introducción al Diccionario, en una extensa nota que llena más de tres páginas en 4º de letra menuda, expone con la necesaria minuciosidad los fundamentos principales de su fallo.

Resulta de ellos que el libro, es decir, la supuesta edición príncipe de Burgos, 1499, fué indudablemente impreso en Italia por cajistas italianos que cayeron en multitud de errores característicos. Resulta más: que el autor de la falsificación debía también vivir en esa región y practicar corrientemente la lengua italiana; así fué que al aplicarse á estudiar el habla antigua de Castilla con objeto de imitarla y urdir su pasticcio, confundió de la manera más curiosa palabras italianas contemporáneas con voces antiguas castellanas, acabando por no distinguirlas entre sí, y por formar con unas y otras la trama de su lenguaje, que viene á parar en ser la cosa más extraña y abigarrada del mundo. De esos italianismos, innecesarios y nunca vistos en otro libro español del siglo XIV ni de los dos siguientes, cita Cuervo más de cuarenta ejemplos dispuestos en orden alfabético.

Descubre, además, multitud de locuciones y construcciones completamente ajenas de la propiedad[347] castellana, y copia también un buen número. Entre ellas es de notarse el uso del ca, que llamó desde el principio la atención de Ticknor, que Amador de los Ríos defendió, de que reúne Cuervo más de una docena de muestras para probar que es giro peculiar del fingido bachiller de Cibdareal, incompatible con el uso de Castilla.

También ha cotejado cuidadosamente el distinguido filólogo colombiano la Crónica de don Juan II con el Epistolario, y aparece de ese careo, como dice, que la Crónica misma con la naturalidad de su estilo denuncia las frases extrañas, impropias é incorrectas á que el zurcidor ha tenido que apelar para disimular un poco el origen de lo que iba copiando. El Centón, por consiguiente, es plagio de la Crónica; así puede afirmarse después del análisis de Cuervo con pleno conocimiento del asunto, sin haber lugar para reserva ó atenuación alguna en el pronunciamiento.

Es un antiguo vacío en la historia de la literatura que ahora queda perfectamente lleno. El Sr. Cuervo ha vertido abundantemente luz sobre un punto que para algunos, á causa de Amador de los Ríos, podía ser aun materia oscura y controvertible. Quizás no falte todavía quien discuta si fué ó no don Antonio Vera y Zúñiga el que fabricó el texto espurio, ó si lo mandó fabricar, ó si algún otro lo maquinó figurándose complacerle: cuestión de importancia mucho menor, aunque la verdad es que todos los datos y las más lógicas deducciones concurren á convencer[348] del cargo al susodicho personaje. Pero nadie ya deberá creer en la existencia de un bachiller de Ciudad Real, autor de las cartas que durante más de dos siglos corrieron bajo su nombre, ni mucho menos forjarse la extravagante ilusión de hallar en ellas "el carácter vago, indeterminado y contradictorio" de la corte del rey don Juan segundo, sobre todo si tiene á mano la Crónica auténtica para conocer mejor la historia de aquellos tiempos calamitosos, y descubrir que lo uno no es más que pálido trasunto de lo otro, con numerosas equivocaciones y mentiras por añadidura.


[349]

FOOTNOTES:

[1] Este trabajo, que sólo aspira á ser, como en el título se indica, rápida ojeada sobre graves y complicados acaecimientos históricos, los considera, además, desde un punto de vista limitado y especial. El senado de los Estados Unidos es aquí como el hilo conductor de la narración de algunas de las grandes cosas sucedidas en la república angloamericana durante los años de luchas verbales y contiendas electorales que precedieron á la guerra civil. Aun ciertos episodios ajenos á evoluciones de partido dentro del senado, como la aparición y efectos de la novela abolicionista de Harriet Beecher Stowe, las veleidades anexionistas respecto de Cuba, la temeraria empresa de John Brown, las elecciones presidenciales, otros más, se tratan buscando especialmente su reflejo en las discusiones de ese cuerpo, cuya influencia en la marcha política de los Estados Unidos ha sido siempre muy marcada y decisiva.

[2] Discurso generalmente llamado «Réplica contra Hayne», pronunciado el 26 de Enero de 1830. Véase la biografía de Daniel Webster por Henry Cabot Lodge, pag. 187, 1 vol. Boston, 1884.

[3] Sus condiciones fueron: admisión inmediata de California como Estado y sin esclavitud; organización de Nuevo Méjico como territorio, sin resolver ni en pro ni en contra la admisión de los esclavos; fijación de los límites de Tejas mediante un subsidio de diez millones en favor de ese estado; supresión del tráfico de esclavos, no de la esclavitud, en el distrito federal; y por último promulgación de una ley particularmente estricta para la persecución y entrega á sus dueños de los "esclavos fugitivos" en los Estados libres.

[4] A. Johnston, Suppl. to Enc. Brit. vol. II, pag. 561.—Greeley, American Conflict, vol. I, pag. 207.—Von Holst, Constitutional hist. of the U. S. vol. III. pag. 558.

[5] La cifra es de Clingman, representante de la Carolina del Norte, citada por Von Holst, Const. Hist. vol. 111, pag. 552, nota.

[6] Sesión del 26 de Agosto de 1851. Congressional Globe, Apéndice.

[7] Discurso del 25 de Mayo de 1854.

[8] Const. Hist. (Chicago, 1877-89) vol. IV. pag. 416.

[9] Llena más de quince grandes páginas á tres columnas del Congressional Globe 34th. Cong. 1st. Sess. 529 á 544. Apénd.

[10] Como hay menudas discrepancias de detalle en las relaciones del suceso, he seguido principalmente la versión del colega de Sumner como senador de Massachusetts, Henry Wilson, ante el Senado, al día siguiente de la ocurrencia. Cong. Globe, pag. 1279.

[11] Sesión de la Cámara del 14 de Julio de 1856. El discurso de Brooks se encuentra también en Representative Orations ed. by A. Johnston, N. Y. 1884, pues aunque sin valor literario se inserta como representando uno de los lados de la famosa cuestión.

[12] Gran número de ellos copia Von Holst op. ut ant. vol. V. pag. 328.

[13] Life of Harriet Beecher Stowe Compiled by her son Ch. E. Stowe. 4 vol. Boston, 1889.

[14] Discurso sobre la ley de los fugitivos. Agosto 26 de 1852.

[15] Hist. of the U. S. from the Compromise of 1850 by J. F. Rhodes, vol. I pag. 278 y sig.

[16] Bryce, The American Commonwealth vol. II pag. 69. (1889).

[17] Life of Th. H. Benton by Th. Roosevelt, page 354. La obra de Benton es la misma citada antes bajo su primer título: Thirty years view.

[18] Véase: Von Holst ut ant. volume V. pag. 373.

[19] Frases de una carta de Mason á Jeff. Davis, ministro de la guerra, citadas en Reminiscences of Hamilton (New-York, 1899).

[20] Bryce, obra cit. vol. I. pag. 24.

[21] Taney por F. M. Bird. Apéndice al tomo XXIII de la Enc. Britannica, 9ª edición.

[22] Palabras del discurso de R. Johnson, citadas por Pike, First blows of the civil war.

[23] El cálculo de su puesto entre los Estados es ligeramente anticipado; el Censo nacional en que aparece Illinois con 1.711.951 habitantes, es el de 1860, poco menos de dos años después de la fecha á que en el texto se alude.

[24] John G. Nicolay y John Hay, Abraham Lincoln, copioso y admirable trabajo publicado originalmente en el Century Magazine, New-York, de Noviembre 1886 á Febrero 1890.

[25] Lincoln-Douglas Debates, publicados junto con otros discursos de Lincoln. Columbus (Ohio) 1860.

[26] Nicolay and Hay. Cent. Mag. vol. XXXIV pag. 191.

[27] Carta al Dr. Henry, Nov. 19 de 1858. (Cent. Mag. XXXIV, pag. 306.)

[28] George T. Curtis, Life of President Buchanan. 2 v 1. 1883.—Appleton Cycl. of American Biography, vol. 1.

[29] Von Holst, ut. ant, vol. VI, pag. 48.

[30] Carta del senador Brown á Adams, 18 de Junio de 1856. Greeley, American Conflict, vol. 1.

[31] Discursos en Memphis, New Orleans y Baltimore. (Nov. 1858 á Enero 1859), citados por Nicolay and Hay Cent. Mag. XXXIV. pag. 383.

[32] Buchanan á Saunders, 17 de Junio de 1848. El informe de Slidell (Cong. Globe, 2nd. Sess., 35th. Congress,—Append.) cita el párrafo esencial de ese despacho junto con otros antecedentes.

[33] Cong. Globe. 2nd. Sess. 35th. Congress, Appendix. pag. 90.

[34] Slidell, sin embargo, cumplió aparentemente su palabra. Apenas se abrió el nuevo Congreso el 5 de Diciembre, anunció otra vez su bill, lo presentó, y en 30 de Mayo dijo que, convencido de que ya no podía discutirse, decidía retirarlo. Buchanan también afectó persistir en sus ideas, y en el Mensaje de Diciembre 19 de 1859 dijo que su opinión sobre la adquisición de Cuba por medio de «justa compra» continuaba siempre igual. Cong. Globe. 36th. Congress 1st. Sess.

[35] Everett, Secretario de Estado, al conde Sartiges, ministro de Francia, Diciembre 1º de 1852, con motivo de la Convención tripartita propuesta para garantizar á España la posesión de Cuba.

[36] Life and Letters of John Brown por F. B. Sanborn (1885).

[37] Th. Higginson, John Brown of Osawatomie, en Enc. of American Biogr. (Appleton, 1888.)

[38] Encuéntranse en la obra ya citada por F. B. Sanborn.

[39] Véase la interesante relación escrita por un periodista de Cincinnati, Murat Halstead, testigo de la Convención ese año (The Convention of 1860) y también la discusión del Senado entre Jeff. Davis y Douglas en varias sesiones de Mayo de 1860: Cong. Globe 1st. Sess. 36th. Congress. Los discurso de Douglas están en el Apéndice.

[40] Resoluciones 7ª y 8ª de la plataforma republicana. Véase Life and Speeches of A. Lincoln and H. Hamlin. Columbus (Ohio) 1860.

[41] Sesión del Senado de Marzo 11 de 1860.

[42] Véase la obra de Herndon y Weik, The true story of a great life, 3 vol. Chicago, 1889.

[43] Memorial Address by Charles Francis Adams.—New-York, 1873.

[44] John Nicolay, The Outbreak of Rebellion. New-York, 1881.

[45] Para los datos incluídos en este párrafo y el siguiente, véanse: Pezuela, Necesidades de Cuba. Madrid, 1865.—Saco, Papeles sobre Cuba.—Id. Papeles póstumos, Habana, 1881.—Zaragoza, Insurrecciones de Cuba. Madrid, 1872.

[46] Colegio de San Cristóbal, llamado habitualmente de Carraguao, nombre del barrio en las afueras de la ciudad donde se encontraba.

[47] José de la Luz Caballero, Estudio crítico, por Manuel Sanguily. Habana, 1890. Págs. 375 y 376.

[48] ...fijó la opinión pública que desde su llegada absolvió á los acusados absolviéndolo á él.—Bachiller y Morales, artículo publicado en La América, Madrid, 1862.

[49] Oficio del Capitán general de 6 de Mayo de 1844, cuya frase principal se cita en la biografía de Luz, por J. I. Rodríguez, de que se habla después. Pág. 144.

[50] Sanguily, Estudio crítico. Pág. 226.

[51] Obras de don José de la Luz, tomo II, pag. 131.

[52] Ibid. Pág. 124.

[53] Luz, Obras. Tomo II, pag. 288. Rodríguez inserta el mismo párrafo con ligeras diferencias. En ese mismo artículo, de 1º de Mayo de 1840, refiriéndose á los idealistas alemanes, agrega Luz estas palabras curiosas: "¡Ojalá que esos hombres extraordinarios, honra de su país y de su siglo, á quienes sobran conocimientos, tuvieran todos un poco más de la ingenuidad y candor que no falta á su inferiorísimo Filolezes!"—Filolezes fué el seudónimo usado por Luz en toda la polémica, así como en el folleto contra las doctrinas de Victor Cousin.

[54] Goethe y Schiller. Lecciones en el Ateneo de Madrid por D. Antonio Angulo y Heredia. Madrid, 1863.

[55] El Pensamiento Español y la Instrucción Pública en Cuba. Madrid, 1863.

[56] Obras, tomo I, pag. 93.

[57] Alessandro Manzoni, Reminiscenze di Cesare Cantù, Milano, 1855.

[58] A Trip to Cuba by Mrs. Julia Ward Howe. New York, 1860.

[59] En la Historia de los Heterodoxos españoles por D. Marcelino Menéndez y Pelayo se dice: "El entierro de Don Pepe (así le llamaban cariñosamente sus innumerables discípulos) fué una verdadera algarada contra España, malamente consentida por el Capitán General y uno de los más temerosos amagos de la insurrección de 1868." (Tomo III, pag. 716, nota.) Imposible imaginar nada más contrario á la verdad de lo ocurrido. No hubo en el entierro ni una palabra, ni un gesto contra España; todos al contrario estaban ese día agradecidos al gobierno del general Serrano por los honores dispensados al cadáver.

El cambio de política de Serrano ocurrió algunos días después, motivado al parecer por una poesía de J. Fornaris, publicada en un periódico el 29 de Junio, por lo que se suprimió el periódico, se amonestó al Censor y se tomaron otras medidas coercitivas. La composición de Fornaris, que puede leerse en la biografía de Luz por Rodríguez, no justifica tanta cólera.

[60] No me encontraba yo en la Habana, viajaba por Inglaterra en esos momentos. Al volver, hallé que el maestro me había recordado en sus últimos días, dejándome una cantidad en su testamento para que hiciese un viaje por Italia "como complemento de mi educación". El legado nunca fué por mí reclamado, más que satisfecho con el honor del recuerdo.

[61] Merece todo aplauso el editor, por el acometimiento de la empresa y muy de desear es que pudiera llevarla á término, aunque la corrección del texto ha sido muy descuidada y las erratas numerosas. Sobran notas por innecesarias, pues lectores capaces de seguir con interés artículos sobre filosofía no han menester que se les diga por el editor quienes fueron Feuerbach, ó Laplace ó Gioberti; y faltan otras, pues no se nos dice quienes fueron los que con Luz contendieron en las polémicas firmando; El Adicto, El Ecléctico, etc.

Choca bastante la sección inicial: "Varias opiniones acerca de don José de la Luz". Las dos primeras citas, sobre todo la segunda, parecerían una burla insertadas en otra parte y por otra persona; mientras que algunas otras hostiles, tomadas de periódicos poco serios ó de escritores políticos, disuenan y causan desagradable impresión.

Además ¿qué puede hoy á nadie importar que la condesa de Merlín haya dicho que Luz era "un químico de primer orden"? La condesa fué una brillante mujer de sociedad y amena autora de memorias, pero su voto en materias científicas pesa muy poco. Luz no fué químico de primero ni de segundo orden: conocía el mecanismo de la ciencia y podía enseñar sus elementos: nunca pretendió otra cosa.

[62] "Informe presentado á la Real Junta de Fomento, de Agricultura y Comercio de esta isla en sesión de 11 de Diciembre de 1833, en el expediente sobre traslación, reforma y ampliación de la Escuela Náutica establecida en el pueblo de Regla, refundiéndola en un Instituto científico con arreglo á las necesidades del país. Por la diputación inspectora del mismo establecimiento. Imprímese por acuerdo de la misma Junta". Habana, 1834.

[63] Impugnación á las doctrinas de Victor Cousin. Primera parte. Imprenta del Gobierno. Habana, 1840.—Son pliegos sueltos que terminan bruscamente en la página 144.

[64] John Morley, Aphorisms. An address. London, 1887.

[65] J. M. Guardia, Revue Philosophique, Paris. Février 1892.

[66] No prestar fe á esos documentos es cosa más frecuente de lo que Rodríguez parece figurarse. La partida de defunción del conde de Aranda, el que fué ministro de Carlos III, dice textualmente que "recibió los Sacramentos de Penitencia, Santo Viático y Extremaunción". Sin embargo católicos tan firmes y ortodoxos como don Vicente de la Fuente y don Marcelino Menéndez y Pelayo concuerdan en no darle valor alguno y en creer que el famoso volteriano murió sin recibir tales sacramentos, persistiendo, por el contrario, hasta el fin en la impenitencia. Véase la Historia de los Heterodoxos Españoles ya citada, vol. III, pag. 204.

[67] Narrative of services in the liberation of Chili, Peru and Brazil from Spanish and Portuguese domination by Thomas, Earl of Dundonald.—2 vol. London, 1859.—Vol. I págs. 76, 106, 148 y en muchos otros lugares.

[68] El erudito holandés Groen van Prinsterer, citado por O. Wendell Holmes en la excelente biografía que, con el título de A Memoir, publicó después de la muerte de Motley, donde se encuentran pormenores sobre su vida pública y la brusca terminación de su carrera diplomática, puntos á que sólo incidentalmente se alude en la Correspondencia. Véase también la biografía "Charles Sumner by Moorfield Storey". Boston, 1900.

[69] Hay una transcripción más reciente, publicada en Madrid (1898) por D. R. Menéndez Pidal.

[70] Don M. Menéndez y Pelayo reprueba la expresión "juicio crítico" y débese á él sin duda que muchos en España se abstengan ya de emplearla. Tal vez sea vano empeño proscribir á estas horas lo que han usado numerosos escritores que sabían muy bien lo que decían. Es un pleonasmo, pero tan admisible como admitido. "Juicio crítico" quiere decir una disertación en que se juzga un autor ó una obra conforme á las reglas de la crítica. La Academia Española misma define al crítico en su Diccionario de esta manera: "El que juzga según las reglas de la crítica". Hay diversas maneras de juzgar como hay diversas maneras de emplear la palabra juicio.

[71] Todas las palabras en bastardilla se encuentran así en el original, por temor sin duda de que pudiera alguien equivocar el sentido y no penetrar la ironía, pero ésta se impone por sí misma sin necesidad de auxilio tipográfico. Lo que no parece tan claro es lo de los mismos americanos que no habían oído hablar de los siglos de opresión, antes que Quintana se los revelase. Mas como no se dice quienes son ni dónde lo dijeron, podemos ahora prescindir de ellos.

[72] Kennedy, Modern poets and Poetry of Spain. 1 vol. London 1852. Págs. 265 á 290.

[73] He aquí el texto del párrafo de la carta en cuestión, tal como se encuentra en la Antología: "Es verdad que ha doce años la independencia de Cuba era el más ferviente de mis votos, y que por conseguirla habría sacrificado gustoso toda mi sangre; pero las calamidades y miserias que estoy presenciando hace ocho años han modificado mucho mis opiniones, y vería como un crimen cualquiera tentativa para trasplantar á la feliz y opulenta Cuba los males que afligen al continente americano". El documento puede leerse íntegro en el apéndice al tomo I de los Anales de la guerra de Cuba por D. Antonio Pirala. Madrid, 1895. Pág. 835.

[74] Poesías líricas de José María Heredia con prólogo de Elías Zerolo. París. Garnier Hermanos, 1893.

[75] En el trabajo con que comienza este volumen se ha tratado de la vida de Lincoln hasta su primera elección á la Presidencia de los Estados Unidos; el presente ensayo, además de ser breve estudio de las principales biografías, cuando no aspira á considerar en conjunto la vida de Lincoln, versa más bien sobre la escena final.

[76] Las injurias y calumnias dirigidas á Washington, al final de su segunda Presidencia, pueden verse extractadas y reunidas en McMaster, A history of the people of the United States, vol. II, págs. 225, 230, 249, 261, 289, 291, 305, etc.

[77] Véase J. F. Rhodes, History of the United States from—the Compromise of 1850, vol. III, págs. 303, 305, 378.

[78] Ambos juicios, el de Amador y el de Ticknor, se hallan á corta distancia uno de otro en la traducción de los Studien de Wolf por Miguel de Unamuno—l v. Madrid, s. a. págs. 6 y 9.—Amador en la Introducción de su grande Historia no trata más caritativamente la obra de Ticknor.

[79] Ultimamente un escritor inglés, gran conocedor de España, Mr. D. Fitzmaurice Kelly, ha publicado en Londres una historia de la literatura española, que alcanza hasta nuestros días. Ha sido también traducida y dada á luz en Madrid, por cierto con prólogo muy favorable del Sr. Menéndez y Pelayo. Es un trabajo corto, un mero compendio, que no encierra tanta materia como cualquiera de los cuatro volúmenes del Ticknor en castellano, pero muy bien hecho y digno de aplauso.

ÍNDICE DE NOMBRES Y TÍTULOS


[355]

ÍNDICE DE MATERIAS

El Conflicto entre la esclavitud y la libertad en los Estados Unidos de 1850 á 1861.

Páginas.
Capítulo I. —Tentativas de conciliación antes de 1850. 1
II. —El sucesor de Webster en el Senado.—Ley sobre los esclavos huídos.—Cuestión de Kansas.—Discurso de Sumner y sus consecuencias. 17
III. —«La cabaña del tío Tomás». 41
IV. —Formación del partido republicano.—Convenciones nacionales.—Frémont, Douglas, Buchanan.—Elecciones de 1856. 48
V. —El negro Dred Scott ante el Tribunal Supremo. 63
VI. —Desacuerdo entre ambas ramas del Congreso sobre la admisión de Kansas. 75
VII. —Campaña electoral en Illinois.—Lincoln y Douglas. 80
VIII. —Duelo de oradores. 90
IX. —Proyectos de anexar la isla de Cuba. 98
X. —John Brown. 119
XI. —Campaña de 1860.—Lincoln Presidente de los Estados Unidos. 129
XII. —La víspera de la guerra civil. 149
José de la Luz y Caballero. 157
La vida de San Martín por Mitre. 231
[356] J.-L. Motley y su historia de la guerra de los Países Bajos contra España. 247
Andrés Bello. 263
Un «reporter» de cosas de América en el siglo XV.—Pedro Mártir de Anglería. 285
José María Heredia en la Antología de poetas hispanoamericanos de la Real Academia Española. 297
Abraham Lincoln. 317
El «Centón Epistolario» y la crítica americana. 333