The Project Gutenberg eBook of Lo que dice la historia

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Title: Lo que dice la historia

Author: Salvador Brau

Release date: March 13, 2013 [eBook #42321]

Language: Spanish

Credits: Produced by Carlos Colon, University of Connecticut
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LO QUE DICE LA HISTORIA

CARTAS

AL SEÑOR MINISTRO DE ULTRAMAR

por el director de «EL CLAMOR DEL PAIS»

Y SECRETARIO GENERAL DEL PARTIDO AUTONOMISTA PUERTORRIQUEÑO

D. SALVADOR BRAU

MADRID

TIPOGRAFÍA DE LOS HIJOS DE M. G. HERNÁNDEZ

Libertad, 16 duplicado.

1893

ADVERTENCIA

Imprímese este folleto por varios puertorriqueños residentes en Madrid y en él se reproducen LAS CARTAS AL MINISTRO DE ULTRAMAR que, con el pseudónimo de Casimiro Claro, ha publicado en El Clamor del País el Director de aquel periódico y Secretario general del Partido Autonomista Puertorriqueño, D. Salvador Brau.

En ellas ha interpretado su autor con elocuente acierto el sentimiento patriótico herido en la Pequeña Antilla por el funesto error de escindir la idea de la Nación, clasificando á los españoles para el ejercicio de sus derechos en tres clases: españoles peninsulares á quienes se reconoce el llamado sufragio universal, españoles cubanos á quienes se exige la cuota de CINCO PESOS para intervenir con su voto en la vida nacional, y españoles puertorriqueños á quienes no se reconoce ese derecho sino mediante la cuota de DIEZ PESOS.

Al imprimir el presente folleto los puertorriqueños, que con ese fin nos hemos reunido, hemos [4] querido que el pueblo peninsular conozca esas páginas de la historia de nuestra lealtad á la causa Nacional, que ni ésta ni aquélla consienten que se pase sin protesta semejante atropello á nuestros derechos de españoles, desconocidos ú olvidados por el Ministro de Ultramar al proceder á una reforma que ha venido á agravar el error mismo que debía haber subsanado.

Varios puertorriqueños.

Madrid y Marzo de 1893.

Este folleto no se vende. Las personas que deseen adquirirlo pueden dirigirse al Sr. D. Mario Brau Zuzuarregui, calle de Jacometrezo, 74, principal derecha.


[5]

AL SEÑOR MINISTRO DE ULTRAMAR

I

Excelentísimo señor:

La calificación de españoles de tercera clase que acaba vuecencia de adjudicarnos á los puertorriqueños, háceme sospechar que—apesar de los profundos estudios coloniales que le asisten, y merced á los cuales habrá podido llegar al alto puesto que, para regocijo de cuneros, ocupa,—acaso por la grandeza de esos mismos estudios, si no por la exigüidad del territorio que ocupamos los que recibiéramos de los Reyes Católicos una ovejuela por cívico blasón, no ha llegado vuecencia á apreciar la significativa trascendencia de nuestra historia.

No es esto de extrañarse en un Ministro de ahora, cuando alguno de los de enantes tomó á nuestra isla por una especie de Remedios ó Gibara—cuando no una isla de Pinos,—regiones de la Gran Antilla, olvidándose de que entre Cuba y Puerto Rico media nada menos que Santo Domingo, la cuna del imperio es[6]pañol en América, hoy convertida en dos repúblicas independientes entre sí.

Errores geográficos de tal naturaleza son de suyo muy salientes, pero aún han de asumir carácter más grave, cuando informadas por ellos se ven surgir determinaciones que afectan á la consubstancialidad de un derecho perfectamente heredado, custodiado y ejercitado.

Deseando que vuecencia pueda, en lo sucesivo evitarse esas caídas y evitárselas á sus sucesores, me permito dirigirle estos apuntes, que con gusto escribiría en mallorquín, si conociera ese dialecto; pero en estas escuelas jíbaras en que cursé rural enseñanza, no se enseña otra gramática que la de la Real Academia Española, y á lo poco que de sus preceptos recogí he de atenerme, para hacerme entender de vuecencia.

Instalados en Puerto Rico algunos centenares de españoles en la primera década del siglo XVI, al eclipsarse en el sepulcro reyes como Fernando el Católico y ministros como el Cardenal Jiménez de Cisneros, que designaran á la naciente colonia un procurador en Cortes, solos, entregados á sus propios esfuerzos, se quedan aquellos fundadores de nuestro pueblo.

La atención de los primeros Austrias se aplica á trastornar el mapa europeo; la emigración colonial se encauza hacia los ricos imperios descubiertos por Cortés y Pizarro.[7] La población de Puerto Rico, diezmada por la viruela y el paludismo y azotada por ciclones devastadores, se ofrece como cebo fácil á las represalias de los vencidos en Nápoles y el Piamonte. Buques franceses asaltan en 1528, 1538 y 1554 las playas meridionales de la isla, y unos tras otros han de darse á la fuga, ahuyentados por el heroico brazo de aquellos Robinsones anémicos, encariñados con el terruño.

Tras los franceses vienen los ingleses, guiados en 1595 por el célebre Francis Drake, quien, á pesar de su flota de veintitrés velas, no logra posesionarse del puerto de la capital.

Siguen á los ingleses los holandeses que en 1625 á las órdenes del general Boudoin Henry, se apoderan de la ciudad, la incendian y acorralan al gobernador D. Juan de Haro con su fuerza en el castillo del Morro. Los campesinos del interior corren á San Juan y acosan al invasor, que cogido entre dos fuegos huye vergonzosamente.

En este último año se apoderan los franceses de la Dominica y más tarde de la Guadalupe, islas orientales próximas; los holandeses se adueñan de Tórtola y luego de Curazao; en Santómas y Santa Cruz se da al viento el pabellón dinamarqués; en 1655 los ingleses arrebatan á Jamaica; San Cristóbal, San Martín, Barbada, todo el archipiélago descubierto por Colón en su segundo viaje se aparta de[8] la soberanía española; hasta Santo Domingo, la colonia primada, ve arropada en 1640 la mitad de su territorio por las lises de Francia; en tanto Puerto Rico, la colonia pastoril, el peñón estratégico, el feraz cuanto olvidado terruño, mantiene inalterable, en medio de esas transformaciones, su sagrada nacionalidad. Y la mantiene por la voluntad de sus moradores.

Los reyes han levantado una fortaleza junto á un puerto, para que puedan hacer cómodas escalas sus galeones; pero los cañones de esa fortaleza no bastarían á amparar las playas desmanteladas y accesibles á cualquier rapacidad extranjera, si no estuviera pronto á oponer barrera inexpugnable á la codicia de los intrusos el temerario valor de los rudos colonos.

Para sostener la escasa guarnición de esa plaza fuerte destinan los reyes corto situado, que proveen las rentas del virreinato de Méjico; para fomentar el desarrollo de la colonia, siquiera materialmente, no se estima necesaria ninguna asignación. Puerto Rico es un presidio americano, no una sociedad civil, ni una plaza mercante, ni una factoría agrícola. Ni procedimientos administrativos le dan vida, ni estudios económicos revelan que en su porvenir productivo haya parado mientes la Corona.

Cuando en 1765 emergencias de la política internacional aconsejan á Carlos III enviar al[9] general O'Reilly para reconocer el estado de la isla, el caudillo se asombra del acrecimiento de la población, de su esparcimiento por los campos y de la actividad mercantil que se desarrolla por sus costas.

La ley económica del cambio es ineludible; no acudiendo á llenarla la metrópoli, los colonos de San Juan, solicitados por los extranjeros adueñados de las islas vecinas, restablecieron comercialmente el equilibrio entre el consumo y la producción, entregando á buques ingleses, daneses y holandeses sus maderas y ganados á trueque de artefactos de labranza, telas para cubrir sus desnudeces y armas y proyectiles para su personal defensa.

Ese comercio ninguna utilidad reportaba á las rentas nacionales, mas no tenían culpa de ello los colonos, que en sus relaciones llegaban, en bien del acrecimiento de la colonia, á procurar la selección de la raza europea, por medio de enlaces conyugales entre sus hijas y los tratantes marítimos, atrayéndolos á residir en el país, pero no dispuestos á transigir jamás con pretensiones rapaces nocivas á la nacionalidad que, como sagrada herencia, recibieran de sus progenitores.

Si por ventura alguna vez se les consideraba débiles para mantener ese empeño leal, y los soldados extranjeros invadían las costas, como aconteciera en 1703 por Arecibo, surgían criollos como Antonio de los Reyes Co[10]rrea, cuya bravura hubo de reconocer Felipe V.

Y si más tarde, en 1797—recordando acaso la hazaña de 1762 en que la bandera inglesa sustituyó á la española arriada en las fortalezas cubanas del Morro y la Cabaña,—se presentaba ante los muros de Puerto Rico una escuadra británica de treinta buques, con seis mil hombres de desembarco, á la carencia de tropa de línea suplía la exaltación del paisanaje, atacando, machete en mano, sin vacilaciones, blancos y negros, propietarios y esclavos, las trincheras enemigas hasta lucir aquella alborada de un Dos de Mayo que iluminó la fuga de los sitiadores, lanzados sobre la isla de Trinidad, española como Puerto Rico, pero cuyos habitantes no supieron ó no quisieron, como los puertorriqueños, mantener inalterable en su territorio la bandera de España.

Eso arrojan los fastos históricos de esta isla en los siglos XVI, XVII y XVIII. ¿No le parecen suficientes esos datos al señor ministro para caracterizar la personalidad cívica del pueblo puertorriqueño? Pues dígnese aguardar otra epístola, porque lo mejor queda por decir, y no pretende fatigarle este humildísimo servidor, que las manos besa á vuecencia.


[11]

II

Excelentísimo señor:

En mi carta precedente hube de recordar á vuecencia la venida del general O'Reilly á Puerto Rico, en calidad de comisario regio, allá por los tiempos de don Carlos Tercero, y ahora añado que á ese mismo período corresponde otra comisión: la de escribir nuestra historia insular; empeño confiado por el conde de Floridablanca, al monje benedictino fray Iñigo Abbad.

Uno y otro comisionado llenaron á conciencia su tarea. O'Reilly probó que sabía ver, al cerrar su informe con esta advertencia: «La importancia de la situación de la isla de Puerto Rico, la bondad de su puerto, la fertilidad, ricos productos y población, las ventajas que debe producir á nuestro comercio, el irreparable daño que nos resultaría de poseerla los extranjeros, piden, me parece, la más seria y más pronta atención del Rey y de sus Ministros.» Fray Iñigo demostró que sabía sentir las necesidades públicas, al estampar en su análisis histórico estas líneas; «La autoridad y gobierno depositados[12] en un militar padecen sus alteraciones, según la mayor instrucción y modo de pensar del que gobierna... Acostumbrados á mandar con ardor y á ser obedecidos sin réplica, se detienen poco en las formalidades establecidas para la administración de justicia, tan necesarias para conservar el derecho de las partes. Este sistema hace odiosos á algunos que no conocen que el interés del gobierno debe ser el bien del público y que jamás hará éste progreso en la industria ni en las artes mientras no tenga amor y confianza en el que gobierna.»

Como esos pareceres datan de 1775 á 1780, ya puede vuecencia convencerse de que el reconocimiento de las inconveniencias atribuídas á nuestro gobierno civil servido por funcionarios militares, á la vez que la recomendación de acudir con medidas económicas á desarrollar, en bien de los intereses políticos de la nación, las condiciones naturales y sociales de Puerto Rico, cuentan con oficial abolengo y más que secular longevidad.

Es verdad que ni la Corona ni sus ministros dieron señales de haberse identificado con la previsión de los informantes; pero cierto es también que los insulares no justificaron los fundamentos en que aquella previsión se cimentaba. El asedio británico, al corporizar el codicioso deseo extranjero presentido por el general irlandés, lejos de hallar debilitado el amor del pueblo puertorriqueño á su gobier[13]no—como temía el sacerdote historiador,—selló con nuevo timbre sus tradiciones leales. Al desvío de la metrópoli respondió la colonia acendrando el sentimiento de la nacionalidad. A mayor desdén, adhesión más resuelta.

Ni el señor don Carlos Cuarto ni su privilegiado ministro don Manuel Godoy supieron apreciar esa conducta. Fué necesario que estallase el glorioso levantamiento de 1808, y que las regiones metropolitanas llamasen á sus hermanas de Ultramar á ejercitar, en familia, la Soberanía nacional que correspondía á todas, para que á las Cortes de Cádiz concurriese un hijo de Puerto Rico, don Ramón Power, trayendo de allí por la mano, á su tierra natal, á don Alejandro Ramírez, el fundador de esta Hacienda insular cuyas rentas cubren hoy, aproximadamente, un presupuesto de cuatro millones de pesos, consumidos en prestigio de España, sin gravar en un céntimo el Tesoro de la metrópoli.

La administración de Ramírez es fecunda. Abre los puertos al comercio internacional y mata el contrabando; por sus influencias se crea la Sociedad Económica de Amigos del País y con su pluma acude á la prensa periódica á vigorizarla; por sus solicitudes se favorece la inmigración de colonos extranjeros que acuden á aplicar sus capitales y conocimientos al fomento de la industria sacarina. El ingreso en la vida política nacional desarrolla progreso en la colonia, que responde[14] á ese reconocimiento de sus derechos cívicos con una nueva y más espléndida explosión de patriotismo.

Porque no todas las regiones ultramarinas habían seguido la conducta de Puerto Rico. En las capitanías generales de Venezuela y Nueva Granada se había respondido al llamamiento fraternal de la metrópoli proclamando en 1811 la independencia territorial, al grito de ¡Viva la República! El Ecuador las sigue; Buenos Aires, Chile, México, Perú las imitan sucesivamente; todo el vastísimo imperio continental concluye por apartarse de la Soberanía española, como se apartaran en el siglo XVII las islas del mar caribe; y Puerto Rico presencia esa catástrofe nacional, manteniendo imperturbables sus tradiciones.

No es que las sugestiones revolucionarias no le asedien; no es que la situación creada por las circunstancias cohiba parricidas intentos; no es que hasta sus costas no lleguen las ráfagas de la tempestad arrasadora. Es que en la idiosincrasia de nuestro pueblo el amor ciego al terruño y el culto perseverante á la nacionalidad aparecen históricamente confundidas en un solo y único sentimiento, que no han logrado separar las más dolorosas decepciones.

La prolongada y costosa guerra continental no permite mantener en Puerto Rico un ejército de ocupación; la guarnición de la Ca[15]pital es exigua; no hay en el territorio guardia civil ni guardia rural ni cuerpos de orden público. La Nación confía en el país. Todo vecino de condición libre, insular, peninsular ó extranjero nacionalizado, es soldado urbano forzoso, desde la edad de dieciséis años hasta la de sesenta, y está dispuesto á acudir con un arma blanca á la voz de sus sargentos mayores—propietarios rurales respetables—cada vez que se reclamen sus personales servicios. Esa milicia irregular nutre siete batallones de milicianos de infantería disciplinada, un regimiento de caballería y varias secciones de artillería instaladas en los puertos. El Tesoro subvenciona solamente á la oficialidad; los pueblos proveen al sustento de los retenes; el Estado da el arma, los soldados se pagan el uniforme, las caballerías y el forraje. Ese es el ejército que custodia el territorio de Puerto Rico durante la guerra del continente; ésas las fuerzas opuestas á los corsarios colombianos que invaden las costas, que llegan en Aguadilla á clavar los cañones del fuerte, y que son rechazados de todas partes, como los franceses, ingleses y holandeses en épocas anteriores.

Los puertorriqueños demuestran de ese modo que son dignos de ejercitar el derecho de ciudadanía española absoluta que les reconocieran las Cortes soberanas de 1812. Al decreto sanguinoso de Trujillo, en que Bolívar condena á muerte á todos los españoles, res[16]ponde nuestra isla abriendo un puerto de refugio á los amenazados emigrantes. Familias enteras corren á guarecerse en el peñón salvador; al amor de su paz legendaria restablecen el hogar destruído, y cuando la convulsión termina, cuando al torbellino de la guerra se impone el deber de aceptar sus consecuencias, el Tesoro insular, esa Hacienda creada por las inteligentes y activas gestiones del puertorriqueño don Ramón Power, paga, en nombre de la nación, las pensiones vitalicias asignadas á las viudas y huérfanos de los que murieron en Costa firme defendiendo los derechos de España, y á los funcionarios procedentes de aquellas regiones se conceden cargos análogos en la administración de la isla, postergando para ello los méritos y servicios contraídos por los naturales de la comarca.

¡Y á los que ilustran su historia con tal derroche de civismo, ofrece vuecencia, como por misericordia, el título de españoles de tercera clase!

Bien es verdad que esa consecuencia de ahora tiene un antecedente: las Cortes de 1837. Su recuerdo impone una tercera epístola, que de antemano recomienda á la benévola atención de vuecencia su humildísimo servidor.


[17]

III

Excelentísimo señor:

Puesto que he traído á cuento en mi anterior la organización de las milicias puertorriqueñas, bueno será recordar un hecho que acentúa el carácter de sus servicios, contrayéndome para ello á la reincorporación de Santo Domingo, cedido por el rey de España á la República francesa en 1795, y cuyos habitantes se levantaron en armas contra los nuevos dominadores, al producirse la invasión de su antigua metrópoli por las falanges napoleónicas.

Concertado el movimiento por don Juan Sánchez Ramírez con don Toribio Montes, Capitán general de Puerto Rico, dióse en Azua el grito de ¡viva España! en 1809, apoyando á los dominicanos las milicias puertorriqueñas, que se batieron bizarramente con los aguerridos soldados franceses, derrotados completamente en Palo Hincado y obligados luego á capitular dentro de los mismos muros de Santo Domingo.

Como ve vuecencia, el patriotismo de nuestros insulares no se limitaba á mantener sin[18] solución de continuidad en su tierra nativa el imperio de España, sino que se extendía á restablecerlo en territorios vecinos cuyo desgajamiento de la cepa nacional había sancionado el Trono.

Y no es que en Puerto Rico se ejercitase coerción extraordinaria sobre la voluntad de los moradores, ni que éstos ignorasen la situación comprometida del Estado. Instalada por el gobernador Montes la primer imprenta introducida en el país, y fundada en 1808 la Gaceta del Gobierno, en las columnas de este periódico y en los que la industria particular estableciera después libremente se registraron todos los actos, felices ó adversos, del levantamiento peninsular y de la revolución del continente. El pueblo puertorriqueño, constituído en custodio de su país, informaba en la noción de los hechos la conciencia de sus actos.

Ocurre en la metrópoli la revolución de 1820; el partido americano obtiene la ampliación de medidas liberales para las colonias; la Constitución de la monarquía se aplica á Puerto Rico en toda su amplitud; en nuestra catedral se jura esa Constitución el 15 de Mayo del año citado, y en aquella solemne ceremonia ocupa la cátedra sagrada un fraile dominico, el padre Arnarante, no para condenar el liberalismo, sino para exhortar á los puertorriqueños á defender de sus enemigos el sagrado Código de sus libertades; Código que hasta[19] 1823 se vino explicando al pueblo desde el púlpito por los curas párrocos y á los alumnos de primeras letras por los maestros, en sus escuelas respectivas, bajo la inspección de los Ayuntamientos y por prescripción expresa del jefe político de la isla.

Sobreviene en 1823 la reacción absolutista, y en ese mismo año surgen en la gran Antilla los primeros chispazos del fuego separatista que incendiaba el continente; en 1824 una sublevación militar, que no secunda el pueblo cubano, estalla al grito de ¡Viva la Constitución!; en 1828 se descubre la conspiración de Puerto Príncipe, que lleva á Agüero al cadalso, y en 1836 se pronuncia en Santiago de Cuba el general Lorenzo, proclamando la Constitución del año doce. Santo Domingo, movido por el célebre Núñez de Cáceres, había vuelto á arriar la bandera española, colocándose bajo el protectorado de Colombia, que dejó caer la comarca bajo la dominación de Haití. Puerto Rico, en tanto, tranquilo, circunspecto, mantiene su legendaria adhesión; echa de menos las libertades suspendidas, pero confía en la acción del progreso para recobrarlas, y consecuente con las desdichas públicas que entristecen á la metrópoli, lejos de acudir á aumentarlas con sediciosas aventuras, cuida de abrillantar con perseverante resignación sus leales timbres.

La muerte de Fernando VII trae al fin una esperanza al país; el motín de la Granja la[20] duplica; la convocatoria á Cortes constituyentes en 1837 promete satisfacer la necesidad sentida... y la satisface con el segundo de sus artículos adicionales: Las provincias de Ultramar serán gobernadas por leyes especiales.

El efecto producido por esa determinación debió, señor Ministro, revestir caracteres idénticos al que ha ocasionado ahora la calificación con que nos ha obsequiado vuecencia.

Cuando todo el imperio continental luchaba por separarse de España, se llamaba á los americanos á ejercitar la soberanía nacional en que se les consideraba partícipes; cuando no quedaban más territorios españoles en América que Cuba y Puerto Rico, se les negaba el derecho de representación, y llamando provincias á ambas islas, se las obligaba á someterse á leyes especiales que dictarían las provincias metropolitanas á título de dominadoras.

La monarquía absoluta se había extinguido en España; el discrecionalismo militar iba á nacer en las Antillas. La transición fué muy brusca. ¿Qué la motivó? ¿Acaso la situación geográfica de Cuba, su importancia colonial ó los fermentos antinacionales en ella manifiestos? ¿Era en este caso justo supeditar la isla menor á la mayor? ¿Cuándo, desde los días de la conquista, se habían hermanado el gobierno ni la administración de las dos comarcas? ¿Cuándo la una había auxiliado á la[21] otra en los empeños de su colonización? ¿Dónde estaban los vínculos históricos, etnográficos, administrativos ó siquiera comerciales que daban razón á esa solidaridad especial en que querían confundirlas los legisladores de 1837?

Los puertorriqueños hubieron de apreciar todo eso, mas no protestaron. Se les ofrecían leyes especiales y las aguardaron en silencio durante treintiun años.

Pero si no vinieron las leyes, sobrevino inmediatamente un recrudecimiento de poderío militar irresponsable, representado por el Capitán general, de cuyas demasías era juez único la Corona, sin intervención de las Cortes, y con ese género de gobernación arbitraria nos llegó, por desgracia, un elemento de perturbación desconocido hasta entonces en esta tierra hidalga: la suspicacia política.

Se aparentaba olvidar la fidelidad intachable del país, para suponerle imbuído por las ideas de independencia que había regado en América el genio de Bolívar. Ya en 1839, pequeña reyerta popular durante una función de saltimbánquis allá por el oeste de la isla, servía de base para un procedimiento militar contra los que, al supuesto grito de ¡Viva Colombia! trataban de sublevar al país... ¡Y uno de los procesados había vertido su sangre en Buenos Aires, defendiendo la bandera de España!

¡Cuántas de estas supercherías hemos debi[22]do contemplar en silencio! ¡Cuántas noches se hizo acampar al raso á los pobres milicianos, en las humedades de una playa desierta, aguardando con sus mohosos fusiles de chispa buques filibusteros fabricados por intrigantes especuladores!

¿Y cómo revelar aquellos hechos, sin voz en el Parlamento? ¿Cómo censurarlos en la prensa aherrojada por el veto absoluto que prohibía llamar tirano á Herodes y había borrado el verbo libertar y sus sustantivados del diccionario de la lengua? ¿Cómo reunirse los vecinos para acordar la redacción de una queja al monarca, cuando toda reunión de más de tres personas era reputada clandestina y todo escrito que autorizasen más de tres firmas daba en la cárcel con sus autores?

Suprimidos los Ayuntamientos, la administración municipal económica, litigiosa y criminal se confió á los corregidores, representantes del Capitán general, que á su vez ejercía funciones judiciales como presidente de la Audiencia, financieras como Superintendente de Hacienda, eclesiásticas como Vice-real patrono, y legislativas con extensión superior á las Cortes, pues que llegaban á anular los principios más rudimentarios del derecho natural, con bandos como el del general López Baños, que declaraba á todo hombre ó mujer libres sin propiedad territorial, obligados á colocarse al servicio de un terrateniente.

Sin escuelas, sin libros cuya introducción[23] se entorpecía en las Aduanas, sin periódicos de la metrópoli cuya circulación se interceptaba, sin representación, sin municipios, sin pensamiento ni conciencia, sólo un objeto debía absorber las funciones físicas y psicológicas de nuestro pueblo: fabricar azúcar; ¡mucho azúcar! para venderlo á los Estados Unidos é Inglaterra. La factoría en plena explotación. Mucho oro para los grandes plantadores, que tras del azúcar enviaban á sus hijos al extranjero en solicitud de títulos académicos que no podían obtener en el país, y que después de largos años de residencia en naciones libres y cultas regresaban á la tierra natal á participar de aquellas riñas galleriles reglamentadas por los Capitanes generales, cuando no á avergonzarse de aquellos cultos en que la ruleta, el monte y los desórdenes coreográficos se ofrecían como holocausto religioso de un pueblo cuya riqueza se fundaba en el envilecimiento del trabajo por la esclavitud, cuya voluntad se esterilizaba por la atrofia del espíritu y cuyas costumbres se corrompían con festivales monstruosos en que el ritmo de la zambra y el chasquido del inhumano fuete se confundían en un solo eco, bajo la placidez de una atmósfera serena y entre los perfumes de una vegetación exuberante.

Hago aquí punto, excelentísimo señor. Me produce cansancio esta ingrata recordación.

Con promesa de continuar, besa las manos de vuecencia.


[24]

IV

Excelentísimo señor:

Puede que al leer los últimos párrafos de mi anterior—si es posible que en estas humildes cartas fije su atención todo un ministro de la Corona,—se le ocurra á vuecencia preguntar: ¿Y cómo correspondía ese pueblo á la conducta gubernativa que con él se observaba?

La pregunta sería natural; la respuesta resulta históricamente singularísima.

Por consecuencia de la resolución parlamentaria de 1837, los capitanes generales de las Antillas quedaron autorizados para aplicar de lleno el Decreto de 28 de Mayo de 1825, que les confería las facultades extraordinarias adjudicadas en las Reales Ordenanzas á los gobernadores de plazas sitiadas. Ese fué nuestro código político, el estado de sitio permanente. En su aplicación se justificaron las alteraciones advertidas por el padre Abbad en 1780, según la mayor instrucción y modo de pensar del general que lo aplicaba. Y el país seguía mansamente la alternatibilidad de esas oscilaciones.

[25]

¿Venía Méndez de Vigo y fundaba una casa de beneficencia para huérfanos y dementes? Pues se vitoreaba á Méndez de Vigo. ¿Venía Pezuela y condenaba las fiestas sanjuaneras y establecía la libreta? Pues se aceptaba la libreta y se suprimían las fiestas. ¿Llegaba Norzagaray y restablecía las carreras de caballos? Pues á correr como centauros otra vez. Masa popular muy dúctil la puertorriqueña, se amoldaba á todas las situaciones y soportaba su vaivén resignadamente, reservándose aprovechar todas las coyunturas, para dar testimonio de la inalterabilidad de sus legendarios sentimientos nacionales.

En 1848 dicta el conde de Reus el draconiano Código negro, por temor á las turbulencias de los esclavos en las Antillas vecinas, y acto continuo desguarnece la isla para auxiliar con fuerzas de infantería y artillería al gobernador de la isla danesa Santa Cruz. Ni un esclavo se insubordina en Puerto Rico; ni una vez tiene que ejercitarse la terrible severidad del inútil Código.

En 1860 arroja la metrópoli aguerridas huestes sobre las playas tingitanas; reverdecen en Tetuán los laureles de Orán y la Goleta; la Nación se une en una sola voluntad para apoyar aquella campaña, y los puertorriqueños, factores negativos en la vida política de la nación, funden su espíritu en el espíritu nacional y ofrecen su bolsa para formar aquel donativo para la guerra de Africa,[26] auxilio cuantioso al Tesoro metropolitano, testimonio de identificación con los principios que mantuvieran en aquella guerra el honor de la bandera de España.

Tres años después se aceptaba la anexión de Santo Domingo, propuesta á su antigua metrópoli, los puertorriqueños celebraban con fiestas populares tan trascendental acontecimiento. Torpezas administrativas produjeron en breve la insurrección de los anexados, y un batallón de milicianos de Puerto Rico acudió á la vecina isla á compartir con los soldados peninsulares las amarguras de una guerra desastrosa, cuyos gastos hubo de soportar el presupuesto de Puerto Rico, con avances á título de Deuda de Cuba, porque al Tesoro de la Antilla mayor se adjudicó la provisión, pero que no fueron luego devueltos.

Ya ve vuecencia cómo ha de considerarse muy singular la correspondencia de relaciones entre la nación y la colonia. Para los efectos de la representación parlamentaria no se reputaba ciudadanos españoles á los puertorriqueños; para los empeños honrosos de la nación, dentro y fuera del territorio, los puertorriqueños solicitaban y llenaban los deberes inherentes á la ciudadanía de los hijos de España.

Los gobiernos de la metrópoli no concedían valor á esa conducta. La vanidad de Argüelles y las intransigencias de Tacón habían informado la confusión de Cuba con Puerto Rico[27] en el artículo adicional á la Constitución de 1837; las Cortes moderadas de 1845 ratificaron en su artículo 80 la promesa de leyes especiales para Ultramar; Cuba era la más extensa, la más importante, la más rica de las dos Antillas; no era posible conceder á la menor lo que se negara á la mayor; la confusión continuó. Pero sus efectos no fueron idénticos.

Los nombres de Plácido en 1843, de Narciso López en 1851 y del catalán Pintó en 1855 revelan con carácteres sangrientos qué género de protesta informaba la opinión de una parte del pueblo cubano contra el despotismo colonial que le asfixiaba: es en vano buscar rastros idénticos en la historia de Puerto Rico.

Y sin embargo, medidas por un rasero fueron entrambas comarcas, lo mismo imperando el absolutismo de Narvaez que el convencionalismo de O'Donell. De nuevo se hacía caso omiso de la lealtad puertorriqueña, pero abriendo ahora herida más dolorosa, pues que la cultura popular había adquirido, merced al desarrollo mercantil, vuelo mayor.

Los viajes de los comerciantes puertorriqueños al emporio cosmopolita de Santhomas debían ser muy frecuentes, y en Santhomas hallaban puerto de refugio los emigrados políticos más exaltados del vecino continente.

El incremento de la producción sacarina en Puerto Rico trajo por consecuencia la necesi[28]dad de solicitar en la República norteamericana y en Inglaterra mercados consumidores del producto, y los viajes á esos países libres imponían la comparación entre su régimen político-administrativo y el que en la colonia se ejercitaba; de aquí que las relaciones mercantiles facilitaran la comunicación de ideas, la extensión de conocimientos expansivos y el deseo de obtener en el país propio el ejercicio de unos derechos individuales que, lejos de producir daño, fomentaban el incremento de la riqueza pública en aquellas zonas donde se veían ejercitar.

Agréguese á esto, excelentísimo señor ministro, el periódico ingreso en la isla de hombres educados desde niños en París, Londres, Filadelfia, Bruselas, Madrid, Barcelona, Caracas ó New-York, y que influídos por la educación y vigorizados por la ilustración debían hallarse en aptitud de sentir y apreciar el contraste entre las sociedades que abandonaban y aquella en que necesariamente debían figurar como miembros, y podrá vuecencia considerar cuál podía ser el estado de los espíritus en Puerto Rico y cuál la aspiración justísima de sus moradores.

Esa aspiración se sintetiza en 1865 bajo el lema Todo con España; sin España nada. A mantenerla acuden unidos peninsulares é insulares, jóvenes y ancianos, comerciantes y hacendados, togados y labradores; el capitán general trata de sofocarla, pero inútilmente.[29] Los cubanos han levantado igual bandera; gran número de peninsulares los apoyan, y el Gobierno de la Metrópoli aparenta ceder al clamoreo general, dictándose aquel decreto de 25 de Noviembre que autorizara al Ministerio de Ultramar para abrir una información sobre las bases en que debían cimentarse las leyes especiales prometidas desde 1837.

El criterio gubernamental continuaba confundiendo en una sola entidad territorial á Cuba y Puerto Rico; los acontecimientos dieron á conocer la dualidad, y no debieron adjudicar en ella puesto superior al territorio mayor.

El interrogatorio era idéntico para entrambas islas y tomaba por base la esclavitud de la raza africana; los cubanos lo aceptaron y discutieron; tres de los informantes puertorriqueños, considerando absolutamente opuesta al buen nombre de España la conservación de ese estado social, se abstuvieron de absolver las preguntas en ningún sentido, pidiendo desde luego, como ley fundamental, «la abolición inmediata de la esclavitud, con indemnización ó sin ella, con ó sin reglamentación de trabajo.»

La divergencia era muy saliente; ella demostraba al Gobierno de doña Isabel segunda que no satisfacían á los puertorriqueños procedimientos que los cubanos aceptaban; si la información se inspiraba en la sinceridad, y la audiencia de los comisionados no era vana[30] fórmula, preciso era desvanecer la confusión que entre Cuba y Puerto Rico se venía manteniendo... La Junta se disolvió y las leyes especiales no parecieron.

¿Produjo la inutilidad de aquel acto la anteposición de los intereses cubanos al clamor de justicia que los puertorriqueños mantenían? Acaso sea fácil á vuecencia esclarecer esa duda, merced al alto sitio que ocupa. Yo sólo alcanzaré á decirle que la celebérrima información nos trajo hondas perturbaciones. Puertorriqueños dignísimos fueron expatriados de su país en 1867 sin formación de causa; todo abolicionista fué declarado sospechoso; la suspicacia halló cebo en que saciar sus insidias, y gracias á que triunfó en Alcolea el alzamiento revolucionario de 1868, no fueron más graves sus consecuencias.

Para entonces ya se había dado al viento en Cuba la bandera separatista, y como todo debe decirse á vuecencia, añadiré que en nuestra tierra también se produjo, por primera vez, revoltosa escaramuza, pero tan insignificante que bastaron á sofocarla diez y seis milicianos rurales mandados por un maestro de escuela.

En la proclama á los puertorriqueños por consecuencia de la algarada de Lares, decíales el capitán general: «Las pruebas y demostraciones públicas que en estos días habéis dado de vuestra acrisolada lealtad... se han elevado mucho más de lo que yo imagi[31]nar podía... Acojo este momento para daros las gracias más cumplidas por la cooperación personal y pecuniaria que todos los pueblos y todas las clases de la sociedad me habéis ofrecido.»

La insurrección iniciada en Yara se mantuvo diez años y consumió ríos de oro y sangre á la nación.

¡Y clasificado hoy el españolismo de cubanos y puertorriqueños, nos asigna vuecencia el grado inferior!

Reitero mis respetos, señor ministro, y me despido hasta la próxima.


[32]

V

Excelentísimo señor:

Reanudo estas mal hilvanadas misivas haciendo presente á vuecencia que las noticias sobre el alzamiento de Cádiz y el triunfo de Alcolea fueron recibidas en nuestra isla con júbilo indescriptible. Los puertorriqueños vieron llegar con el nuevo régimen el restablecimiento de sus postergados derechos, y á fe que no se engañaron. El gobierno provisional, al convocar á Cortes constituyentes, extendió á Puerto Rico el derecho de sufragio.

Se ha dicho que esa medida hubo de informarse en la actitud rebelde que en Cuba mantenían los separatistas, creyéndose por tal medio inducirles á deponer las armas y extinguiendo á la vez en nuestra isla toda idea análoga á la que en Lares tuviera manifestación.

Sea de ello lo que fuese, á los hechos me atengo, señor ministro. Y los hechos fueron satisfactorios para el país.

Los representantes de Puerto Rico concurrieron con los de la Metrópoli á discutir la Constitución de 1869 y continuaron asistiendo[33] á las Cortes sucesivas, hasta el momento en que, reunidas ambas Cámaras en Asamblea Nacional, al abdicar don Amadeo, proclamaron en 1873 la República, declarando á la vez abolida la esclavitud en nuestra isla.

Hasta entonces, aunque los Diputados puertorriqueños tomasen asiento en las Cámaras nacionales, desapareciendo así la postergación fulminada en 1837, la Constitución no se había aplicado á la comarca; dentro de sus principios se nos regía por decretos; la prensa había cobrado cierta expansión: se constituyó una Diputación provincial, y el derecho de reunión para fines políticos fué concedido. El espíritu de la Revolución informaba ciertamente esas medidas, pero con el carácter asimilador y nada más. La especialidad prevalecía; el gobierno de la República nos elevó á la identidad. El Título 1.º de la Constitución de 1869, la libertad absoluta de imprenta y la de cultos, enseñanza, reunión y asociación nos fueron concedidas tal y como en la metrópoli se ejercitaban, y se nos aplicó una Ley municipal expansiva, garantida por sufragio popular amplísimo. Todo el que sabía leer y escribir ó pagaba alguna cuota de contribución al Tesoro, fué declarado elector.

Esto hizo en favor del olvidado Puerto Rico la República española. A ese gobierno eminentemente nacional, estuvo reservado el reconocimiento del civismo de nuestro pueblo, acordándole un testimonio de confrater[34]nidad inspirada en sentimientos de justicia.

El pueblo puertorriqueño demostró ser el mismo en la adversidad que en el triunfo: 70.000 esclavos acaban de sacudir, por acto repentino, la coyunda, y su voz, unida á la de sus desposeídos dueños, estalló en vítores entusiastas á la Madre patria. Se recordaban las amarguras extinguidas, pero se congratulaban los ánimos de haber sabido obtener con la cordura la adhesión y la paz inalterable, aquel deseado ingreso en la vida política de la nación.

La República no tuvo por qué arrepentirse de su obra. La Metrópoli ardía en cruenta guerra civil; en Cuba continuaba dándose al viento la bandera separatista; Puerto Rico mantuvo su tranquilidad legendaria; ejercitó concienzudamente sus derechos; constituyó sus Ayuntamientos; eligió Diputados con el nuevo y amplísimo sufragio, y al inquirirse de las localidades—después del golpe de Estado de 1874—las ideas que abrigaban sobre los acontecimientos metropolitanos, todas sin excepción protestaron su acatamiento al Poder constituído que la nación reconociese.

En nombre de ese Poder se trastornaba un mes después todo el régimen establecido en la isla, y como se amordazase la prensa para que no pudiese dar voz á las protestas de la opinión, el partido liberal, es decir, la inmensa mayoría del país, apeló al retraimiento.

En favor de un partido que pretendía aca[35]parar para sí solo el título de español, la representación de la riqueza pública y el mantenimiento del orden, se cometían aquellas violencias; los hombres de ideas liberales se cruzaron de brazos, dejándoles hacer, pero dejándoles también la absoluta responsabilidad de los acontecimientos. Creían los conservadores bastarse solos para administrar el país, y se burlaron del retraimiento. Cuatro años después, el órgano más antiguo y más caracterizado del tradicionalismo lanzaba el grito ¡Fuera cuneros! que debía promover una conciliación de las fuerzas electorales unidas para vencer un vicio entronizado en el país, que ha venido anulando el derecho representativo. Influencias gubernativas anularon aquella conciliación. El cunerismo triunfó.

A todo esto el general Martínez Campos había conseguido traer á los cubanos separatistas á una avenencia en el Zanjón. En ese pacto se ofreció á la Antilla mayor todo lo que á Puerto Rico se concediese, y la guerra terminó.

La Constitución de 1876 se promulgó en ambas islas, resucitándose el artículo adicional de 1837: Cuba y Puerto Rico se regirán por Leyes especiales. Del sufragio universal dignamente ejercitado, caímos en el censo restringido por la contribución al Tesoro de 25 pesos para diputados á Cortes y de 5 pesos para Concejales y Diputados de provincia.

De los Ayuntamientos presididos por Al[36]caldes populares descendimos á la presidencia de Alcaldes, empleados del gobierno, funcionarios sin responsabilidad, agentes electorales nombrados por el Gobernador General discrecionalmente.

Y así se nos cercenaron todos los derechos amplísimos que el Gobierno de la República nos había reconocido, y que con toda corrección supimos ejercitar.

Superiores á Cuba antes del Zanjón, se nos coloca á su nivel después de aquel pacto. No se consideraba prudente conceder á los cubanos las libertades de que habíamos gozado los puertorriqueños, y amalgamando de nuevo dos territorios, física, histórica y etnográficamente distintos, se anulaba nuestra personalidad cívica, supeditándola á la de los cubanos. ¿Habíamos sido leales? Pues se nos trataba como á rebeldes. ¿No habíamos hecho causa común con los cubanos en sus diez años de lucha fratricida? Pues, como si lo fuese; las consecuencias de la insurrección cayeron con inmensa pesadumbre sobre nuestro pueblo.

Esto no era justo... ¡qué justo! ni medianamente racional; y me prometo que así habrá de apreciarlo vuecencia. Como lo apreció todo el pueblo puertorriqueño, que no volvía del asombro al ver correspondida su lealtad absoluta, su fidelidad inmaculada, su longanimidad inacabable con semejante postergación; porque postergar era rebajar los derechos reconocidos por la Revolución de 1868 y ejer[37]citados con toda plenitud, á lo que, como cláusula en un pacto de pacificación, pudiera concederse á un pueblo rebelde.

No faltó quien dijese á los objecionistas: «¿Pero no observáis cómo á los esclavos que hicieron armas en la insurrección se les declaró, desde luego, en libertad absoluta, y á los que continuaron fieles, sumisos, trabajando asiduamente, se les sometió al patronato? Son esas exigencias inevitables de la política, á que es forzoso someternos. España necesita un último sacrificio y hay que apelar á nuestra tradicional resignación para concederlo.»

Y el sacrificio se aceptó... pero no era el último ni el más cruel que había de imponérsenos. Siendo fieles á la bandera de España, hubimos de vernos confundidos, desde 1878 hasta 1892, con los que la habían combatido. El advenimiento de vuecencia á la poltrona ministerial disipó esa confusión. Nuestro derecho representativo se computa en estos momentos con un 50 por 100 de inferioridad al de los convenidos en el Zanjón.

Una última epístola, señor ministro, y cesará de molestar á vuecencia su servidor humilde.


[38]

VI

Excelentísimo señor:

A poco que vuecencia se haya dignado fijar la atención en estos apuntes que para su especial uso me he permitido coordinar, habrá podido convencerse de que en todo el territorio nacional no hay comarca cuyo patriotismo deba considerarse superior al de Puerto Rico.

Ni olvidos ni desdenes debilitaron su valor, ni desafecciones vecinas ni consejos intencionados amenguaron su lealtad, ni pretenciones y sufrimientos apagaron su fe.

Cuando en otras regiones se entorpecía con luchas fratricidas la acción de los Poderes gubernativos, en Puerto Rico se daba culto á la paz, protectora de la riqueza pública.

Si España reconocía los derechos políticos de la región, se ejercitaban esos derechos con un tacto y discreción propios de sociedades acostumbradas á practicarlos; si un retroceso gubernamental suspendía las garantías obtenidas, se deploraba la suspensión, se aceptaban las mudanzas y se aguardaba á que la ley ineludible del progreso, imponien[39]do nueva evolución á la metrópoli, trajese á la colonia sus consecuencias.

¿Procedería inconscientemente el país al trazarse esa línea de conducta? ¿Atendería acaso á su conveniencia? Si se acepta lo segundo, hay que rechazar lo primero; para escoger lo más conveniente, forzoso fué tener conciencia de los peligros sociales que podrían surgir. ¿Que el carácter de la conveniencia debilita el mérito de la conducta por ella aconsejada? No; lo que quita es la condición de autómatas á los que la siguieron.

Pueblo que ejercita la circunspección, que se ampara del trabajo, que rehuye revoltosas aventuras, que derrocha abnegación, que mantiene su civismo á prueba de desdenes y sacrificios, teniendo conciencia de la utilidad que han de producirle esos procedimientos, es indudable que sabe adónde va, que obra con perfecto conocimiento de causa, en una palabra, que sabe pensar y sentir, y por consiguiente, no han de serle desconocidos ni ha de acoger con indiferencia los accidentes que su proceso entorpezcan, que sus derechos vulneren ó que su decoro menoscaben.

Si al analizar alguno de estos accidentes resulta que los impone un interés nacional, no hay duda que los aceptará, congratulándose de añadir un timbre más á su inmaculado patriotismo. Por esto se aceptaron sin protesta las consecuencias del convenio del Zanjón.

[40]

Solicitábase la paz en Cuba; la riqueza nacional se hallaba extenuada por las luchas civiles, allende y aquende el océano; necesitábase tranquilidad para recuperar por el trabajo lo que se había malgastado por guerras intestinas; Cuba era más extensa, más feraz, más importante que Puerto Rico; el Gobierno no podía anteponer la Antilla menor á la mayor sin excitar rivalidades ó autorizar exigencias; ya existía desde 1837 un principio—erróneo, pero principio al fin—de asimilación, política, establecido entre ambas islas: los puertorriqueños tuvieron todo eso en cuenta y aceptaron la solidaridad que se les imponía.

No es que desconocieran ¡qué habían de desconocer! la desventajosa situación en que se les colocaba; no es que les fuera indiferente ver equiparada su conducta leal á la de un pueblo que durante diez años había luchada por separarse del imperio español. Se trataba precisamente de evitar esa lucha, diciéndole á los insurrectos: «Puerto Rico, que no se insurreccionó, se halla en posesión de derechos políticos, que ha sabido ejercitar. Imiten ustedes su cordura, sean buenos muchachos, y tendrán... lo mismo que á los puertorriqueños se conceda.» Los insurrectos depusieron las armas; los derechos que los puertorriqueños ejercitaban mermáronse en seguida. Ya no se legisló para Puerto Rico, sino para Cuba; á la suspicacia, á la cautela originadas por la rebeldía contenida y la reorganización consi[41]guiente de la Antilla mayor se supeditaron en absoluto la lealtad, la harmonía y los derechos constituídos de la isla menor. De modo que la promesa del Zanjón quedó de hecho invertida: á los puertorriqueños se hizo extensivo lo que á los cubanos se concedió. La situación creada por este cambio fué perfectamente comprensible para los perjudicados, pero los intereses locales debían someterse á los intereses primordiales de la nación. Puerto Rico no protestó.

Pero en la situación esta que se nos crea ahora con el sufragio clasificado, no concurren, señor ministro, las circunstancias que en el caso anterior. La nación necesitaba paz en 1878 y era deber patriótico contribuir á proporcionársela; ¿mas qué desarrollo de riqueza, qué conveniencias políticas, qué garantías territoriales han de sobrevenirle al Estado con someter el derecho de sufragio, en una comarca que lo ejercitó por modo libérrimo, á una cuota doble de la asignada á otra región que durante diez años luchó airadamente por desmembrarse del cuerpo nacional?

Seamos lógicos, señor ministro. Cuba y Puerto Rico son, geográficamente, dos zonas distintas, mas para los efectos político-administrativos las consideraron idénticas los moderados de 1837, la unión liberal de 1865 y los conservadores y liberales de la restauración borbónica; si vuecencia milita entre estos úl[42]timos, ¿cómo ha de insubordinarse contra la solidaridad doctrinal? ¿Ni cómo, establecida esta para todos los efectos constitucionales, podrá destinarse capítulo aparte á los puertorriqueños, en punto á sufragio electoral para la representación en Cortes?

Aquí no cabe lo de las conveniencias políticas; porque ¿quién, que medianamente conozca el proceso histórico de Cuba y Puerto Rico, ha de suponer á la segunda necesitada de una restricción jurídica que no se ejercita en la mayor? De otra parte, ¿no fué por atender á esas conveniencias que el gobierno asimiló las dos islas? ¿Pues qué ha hecho Puerto Rico desde 1878 sino ceñirse á la pauta gubernamental?

Cuanto á lo de las diferencias contributivas, es más inadmisible que lo de las conveniencias políticas. La contribución territorial se computa en Puerto Rico por un tipo absoluto, el 5 por 100, comprendiéndose en él la fabricación del azúcar no separada de la plantación de la caña. En Cuba son tres, si no me engaño, los tipos que gravan la riqueza imponible: el 2 por 100 para las fincas rurales, el 12 por 100 para las industrias—comprendida en ellas la elaboración del azúcar—y el 16 por 100 para las propiedades urbanas. Si por los tipos de contribución se hubiesen de regular las categorías cívicas en las Antillas españolas y á mayor gravamen tributario debiese reputarse casta más inferior, la inflexibilidad de los[43] guarismos obligaría á determinar en el censo cubano tres cuotas electorales en descendente gradación. ¿Podría darse más saliente absurdo?

Pues á mayor abundamiento, ocurre que la Intendencia de Cuba deduce á la riqueza sacarina el 80 por 100, en razón á gastos de cultivo y elaboración, y la Intendencia de Puerto Rico sólo deduce á la misma producción, por idénticos conceptos, el 35 por 100. De esa monstruosa disparidad tiene noticias el Ministerio de Ultramar desde Julio de 1892, por virtud de razonada queja de la Asociación de agricultores establecida en nuestra isla, y lejos de resolverse esa instancia equitativamente, se han dejado cursar los efectos de la injusticia, se ha seguido imponiendo contribución al agricultor puertorriqueño sobre productos ficticios, y limitando luego el sufragio por el guarismo de la cuota, se ha elevado la exacción arbitraria á axioma político fundamental, en esta forma: A mayor tributo menor derecho de representación.

Si yo, humildísimo jíbaro, escaso de instrucción y adherido como una ostra á este infinitesimal terruño, alcanzo á apreciar todas estas contradicciones y á medir tales incongruencias y á sentir sus inevitables efectos ¿cómo ha de esperar vuecencia que no los sientan, midan y censuren hombres educados en países libres, nutridos con la ciencia del derecho que se difunde en las propias Universi[44]dades nacionales, fortificados con la observación analítica de los sistemas coloniales aplicados en regiones extranjeras á pueblos que no ostentan en su blasón los timbres seculares que á Puerto Rico enaltecen?

Se ha dicho que privilegios de bandería cacical, en contubernio con el cunerismo que mixtifica la representación parlamentaria, han producido esa postergación deprimente del cuerpo electoral de Puerto Rico. Yo rechazó esa insinuación; mi patriotismo me veda atribuir al Gobierno una debilidad que los hechos desmienten.

Pues qué, ¿no hay banderías políticas en Cuba? Siendo mayor el contingente representativo, ¿no habría de hallar allí el cunerismo campo mayor de que posesionarse? ¿Hemos de admitir que la mansedumbre de los puertorriqueños se tome como base imponible para la entronización de arbitrariedades que justifiquen la célebre frase de León y Castillo, en Puerto Rico puede hacerse todo impunemente? No, mil veces no, señor ministro. Mi opinión protesta contra ese género de versiones, nocivas al prestigio gubernamental y á la hidalguía característica de la raza española. Yo me limito á creer que los hombres de gobierno, preocupados por las exigencias complejas del régimen general del Estado, no han concedido á la pequeñez física de nuestra islilla una atención que su grandeza moral merece. Pero ésta es una opinión exclusivamente mía.[45] ¿Abundarán en ella mis conterráneos? Dejo á la sagacidad de vuecencia el inquirirlo, ya que á mis alcances no se halle el contestarlo.

En pro de esa tarea ofrezco á vuecencia, cerrando la síntesis histórica de estas cartas, un dato del momento. Las fuerzas liberales del país, es decir, la abrumadora mayoría de sus habitantes, han acordado no volver á las urnas ínterin no se establezca en las leyes y en su ejercicio correctísimo la absoluta igualdad política y civil entre los puertorriqueños y los regnícolas de la metrópoli. Vuecencia al clasificar el españolismo, nos concedió la tercera categoría; los puertorriqueños sólo se conforman con la primera, que por derecho inconcuso les corresponde.

En esta reclamación estoy acorde con mis compatriotas. Que mi derecho de ciudadano español se anule porque no pago diez pesos de contribución, y que á un castrador de bueyes, sin pagar un céntimo de tributo, se le considere inalienable ese derecho, porque cobra su jornal con cargo á los presupuestos municipales, no puede aceptarlo decorosamente el que, con sentimientos de respetuosa consideración, se reitera humilde servidor de vuecencia, besando sus manos.


Nota del Transcriptor:

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