The Project Gutenberg eBook of El amor, el dandysmo y la intriga

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Title: El amor, el dandysmo y la intriga

Author: Pío Baroja

Release date: January 17, 2020 [eBook #61189]

Language: Spanish

Credits: Produced by Carlos Colón, Princeton University and the
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HathiTrust Digital Library.)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL AMOR, EL DANDYSMO Y LA INTRIGA ***

Nota del Transcriptor:

Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.

La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.


Pío Baroja

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

El aprendiz de conspirador.

El escuadrón del Brigante.

Los caminos del mundo.

Con la pluma y con el sable.

Los recursos de la astucia.

La ruta del aventurero.

Los contrastes de la vida.

La veleta de Gastizar.

Los caudillos de 1830.

La Isabelina.

El sabor de la venganza.

Las Furias.

El amor, el dandysmo y la intriga.


MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

EL AMOR, EL DANDYSMO Y LA INTRIGA


ES PROPIEDAD

DERECHOS RESERVADOS

PARA TODOS LOS PAÍSES

COPYRIGHT BY

PÍO BAROJA

1923

IMPRENTA DE CARO RAGGIO: MENDIZÁBAL, 34, MADRID.


PÍO BAROJA

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

EL AMOR, EL DANDYSMO Y LA INTRIGA

NOVELA

SEGUNDA EDICIÓN

CARO RAGGIO, EDITOR
MENDIZÁBAL, 34, MADRID


[7]

PRIMERA PARTE
EXPERIENCIAS Y DESILUSIONES

EN LA ENGADINA

Comienzo a escribir este libro—dice Leguía—en Suiza, en un pueblo del cantón de los Grisones. No sé dónde lo concluiré, ni si lo concluiré.

Me han recomendado pasar el verano en un sitio alto para mis bronquios y para mi ciática, y aquí estoy, en un cuarto amplio y ventilado de una casa antigua que perteneció a un obispo.

Es una casa que tiene en una de las paredes que da al jardín un reloj de sol y, alrededor de él, una orla con esta sentencia, en romanche: Il solacl splendura per touts, sentencia optimista y mixtificadora que parece querer decir mucho y no dice nada.

El verano actual el sol splendura poco, y aunque la dueña de la casa, dueña también de un barómetro tan optimista como el letrero del reloj de sol, afirma que el buen tiempo se aproxima, el buen tiempo no llega y el sol no splendura para nadie.

Hace siempre lluvia, frío y sobre todo viento, un viento furioso que muge como si hubiera por esos campos algún búfalo gigantesco de malhumor.

La casa está bien preparada para el frío. Mi cuarto se halla recubierto de madera: tiene dos ventanas con vidrieras dobles, que cierran perfectamente, y una estufa de faienza en un rincón.

Una de las ventanas mira hacia el pueblo, que es silencioso y triste, con una torre de iglesia alta, blanca, puntiaguda, con el tejado de pizarra; la otra da al valle, valle largo y estrecho.

En el pueblo, enfrente, veo una casa antigua, con un mira[8]dor de madera adornado con escudos y un esgrafito que representa un macho cabrío erguido, y debajo, este letrero: ¡Evvíva la Grisha!

Delante de la ventana que da al valle tengo mi mesa, y cuando no leo contemplo distraído el panorama. A la derecha hay montes formidables con la cima nevada, y las faldas que avanzan hacia el centro del valle, cubiertas de abetos y de alerces; a la izquierda, montes más bajos, con árboles y praderas; en medio corre el río, verde, blanquecino, trazando eses, costeando aldeas por entre campos llenos de flores, y en el fondo aparecen unas montañas blancas, altas, como dos gigantes que se apoyaran el uno en el otro.

No se ve apenas nadie por estos contornos, ni por la carretera, ni por los caminos. El cantón de los Grisones tiene el buen acuerdo de no permitir automóviles. El silencio aquí es imponente, magnífico.

Mi entretenimiento los días malos es mirar el ir y venir de las nubes a los lejos, sobre las montañas lejanas y blancas, que se me figuran gigantes hermanos.

Cuando la niebla se nos echa encima, los montes, cubiertos de árboles, tienen un aire misterioso y romántico de balada germánica. Se ve todo vagamente, como por un cristal esmerilado. Las copas de los árboles en la línea quebrada de los montes dan la impresión de un regimiento de fantasmas.

En este cuarto de mi casa solitaria, ante el paisaje grave y silencioso, voy a continuar mi obra las Memorias de un hombre de acción. Ahora me toca escribir sobre mi juventud.

Esta calma, este reposo, deben ser propicios para sacar a flote los recuerdos más lejanos, aun aquellos ya dormidos en el fondo de la conciencia. En sitios así únicamente se comprende que un poeta suizo, al escribir sus Memorias, haya dedicado un capítulo largo a las impresiones de su infancia, de cuando contaba la tierna edad de un año. Tal era la precocidad del autor, que, ya a los pocos meses de vida, filosofaba y estetizaba. Un esfuerzo más, y este suizo nos hubiera contado sus impresiones de la vida intrauterina.

Yo no poseo tan prodigiosa memoria, no puedo llegar a la precisión de un individuo de esta raza de relojeros y de tiradores al blanco; no soy suizo, sino vasco, y aunque vasco y[9] gascón es primitivamente lo mismo, no he llegado ni por la fantasía ni por el recuerdo a figurarme lo que pensaba cuando estaba en pañales.

Voy a recordar mi juventud. No sé si habrá alguno que me lea o si todo este montón de papel escrito acerca de la vida de Aviraneta y la mía irá a parar al fuego. Aunque así sea, esta es mi única distracción, mi único entretenimiento, por desgracia, y me pongo a la obra.

Comprendo que esta literatura, hecha exclusivamente como recurso contra la tristeza y el aburrimiento, tiene que ser mediana y de pocos vuelos; pero, en fin, no es fácil volar, ni siquiera con la imaginación, cuando se es viejo y se está cansado.

Pero hay que ser optimista, ¡qué diablo! ¡Il solacl splendura per tuots! ¡Evvíva la Grisha!


[11]

I.
DE SANTANDER A BAYONA

Un día de verano de mucho calor íbamos Aviraneta y yo en un barco de Santander a San Sebastián. El barco era el bergantín la Gaviota, y tenía unas trescientas toneladas. Marchaba suavemente, con un viento fresco que hinchaba todo su velamen.

Aviraneta dormía envuelto en una manta, tendido en un banco de la toldilla de popa, y yo me paseaba de un lado a otro mirando la costa con un anteojo del capitán.

Al pasar por delante del cabo de Machichaco, Aviraneta se levantó, miró su reloj y me llamó con la mano.

Yo me acerqué a él.

—Tenemos que hablar—me dijo.

—Es lo que yo estaba pensando.

—La misión que te voy a encargar, amigo Pello, va a ser una misión difícil y que exigirá mucho tacto.

—Haré lo posible por tenerlo.

—Por el momento vas a establecerte en Bayona.

—Muy bien.

—¿No tienes ninguna objeción que hacer contra Bayona?

—Ninguna. No he estado allí, pero no tengo ningún motivo de antipatía contra esa ciudad famosa por sus capones y sus chalecos.

Habíamos salido Aviraneta y yo de Laguardia, pasado por Miranda de Ebro, y de Miranda de Ebro alcanzado en silla de[12] posta Santander. El tiempo estaba muy caliente, el cielo muy azul y el mar tranquilo.

—¿Tú conoces San Sebastián?—me preguntó Aviraneta.

—Sí; he vivido allí más de un año.

—Vas a estar en San Sebastián una semana.

—¿Usted también?

—No; yo pasaré allí esta noche solamente. Mañana por la mañana iré a Bayona.

—Y yo, ¿qué tengo que hacer en San Sebastián?

—Harás lo posible por enterarte de todo lo que se dice respecto a la guerra.

—No es mucha ocupación.

—La ocupación vendrá más tarde. Visitarás también a mi primo don Lorenzo de Alzate, que es secretario del Ayuntamiento; a don Domingo Orbegozo, persona de importancia, y al jefe político de Guipúzcoa, don Eustasio Amilibia. Al mismo tiempo escribirás a tus conocimientos comerciales diciendo que vas a establecer una casa de comisión en Bayona.

—¡Yo! ¡Una casa de comisión!

—Sí.

—No lo sabía.

—¿Es que te parece mal?

—No, no. ¿Por qué?

—Dile a Orbegozo que te recomiende a los comerciantes amigos suyos de San Sebastián; sobre todo, a ver si te puede poner en relaciones con Lasala y con Collado.

—¿Y luego?

—Luego, en cualquier lancha que salga para San Juan de Luz, te embarcas, y de allí, a Bayona.

—¿Y en Bayona, qué hago?

—En Bayona llegas y te instalas en la fonda de San Esteban; luego miras en un plano de la ciudad que hay en el escritorio del hotel dónde está la calle de los Vascos; te diriges a esa calle y buscas una lencería que tiene en el escaparate pañuelos de colores y que es también posada: es la casa de Iturri. Entras en ella y preguntas por mí. Si yo no estoy me mandarán un aviso e iré en seguida y continuaremos esta conversación.

[13]

EXPLICACIONES

—¿Y por qué no continuarla ahora?—pregunté yo.

—¿Qué quieres decir?

—Las instrucciones que usted me ha dado trataré de cumplirlas lo mejor posible; pero creo que debía usted explicarme algo de lo que hay en el fondo de esta expedición, decirme su objeto y quién la dirige, para que no vaya yo, sin saberlo, a hacer una tontería.

—Sí; tienes razón. ¿No hay nadie por ahí que nos oiga?

—No. Ahora sube un pasajero. Vamos, si quiere usted, hacia la proa. Haremos como que miramos al mar.

Nos acercamos a la proa del barco. Se veía a lo lejos, a la derecha, el cabo Ogoño, alto, romo, tajado a pico y de color rojo, y delante, la silueta gris de la isla de Guetaria.

—Te contaré—me dijo Aviraneta—cómo he aceptado yo esta comisión. Estaba en Madrid, a principios de este año, escondido porque me perseguía el Gobierno de Mendizábal, vivía obscuramente llevando las cuentas de un ferretero de la calle de los Estudios, cuando a fines de mayo se comenzó a hablar de la expedición real de los carlistas. Yo había tenido que recurrir varias veces a un amigo mío, don José María Cambronero, jefe de una de las secciones del Ministerio de la Gobernación, para parar los golpes de la policía, que me molestaba constantemente. Una noche, al volver a mi casa, encontré una tarjeta de Cambronero, en la cual me decía que fuera a verle a su oficina. Fuí, me acogió amablemente y me hizo pasar al despacho del ministro, don Pío Pita Pizarro. El ministro me dijo que se habían interceptado unas cartas escritas desde Bayona, en las que se hablaba de un gran complot carlista que tenía por objeto sublevar la Mancha, Andalucía y los presidios de Africa. Pita Pizarro me preguntó si quería encargarme de este asunto y de estudiar la manera de hacer abortar la conspiración. En principio le dije que sí y le hice varias observaciones. A los cuatro o cinco días un palaciego amigo mío, Fidalgo, vino a buscarme a casa, me llevó al Palacio Real y me[14] presentó a la Reina.—Sé la misión que has tomado—me dijo María Cristina—; pon en la empresa toda tu alma. Si el dinero que te da Pita Pizarro no te basta, escríbeme a mí.—Así lo haré—. Es todo lo que ha ocurrido.

—Sabiéndolo me parece que estoy más seguro de mí mismo—le dije a don Eugenio.

—Vamos a trabajar por la libertad y por la Reina; vamos a poner todos los medios para acabar la guerra, que nos consume y nos aniquila.

Tras de esta confidencia, yo intenté llevar a Aviraneta al terreno de los detalles, pero él me dijo:

—En esta clase de trabajos en donde colaboran varios conviene que sólo uno, el jefe, esté enterado del conjunto de las operaciones. Tú, poco a poco, irás conociendo a los agentes que trabajan en tu mismo campo; yo te los iré indicando cuando venga el momento.

Comprendí que mi misión iba a tener mucho de confidencia y de espionaje; pero en esta época todos los políticos activos y los generales, quitando los oradores ampulosos y huecos de Madrid, tenían que practicar el espionaje.

Llegamos a San Sebastián; yo fuí a la antigua casa de huéspedes en donde había vivido, y Aviraneta, al Parador Real.

EN SAN SEBASTIÁN

En los ocho días que estuve en San Sebastián me enteré de varias cosas relacionadas con el viaje de Aviraneta. Los políticos estaban alarmados con la marcha de don Eugenio a Francia; los masones trabajaban contra él.

La Plana Mayor General había escrito al conde de Mirasol señalándole la presencia del peligroso personaje. Alzate contó que la misma noche de nuestra llegada a San Sebastián el conde de Mirasol mandó llamar a Aviraneta, y que tuvieron los dos una conferencia reservada. Pasada la semana en San Sebastián, siguiendo las instrucciones de don Eugenio, y habiendo logrado que algunos comerciantes me dieran representacio[15]nes de sus casas, me embarqué en una trincadura, desembarqué en Socoa y fuí en un cochecito a Bayona, y paré en la fonda de San Esteban.

Contemplé el plano de la ciudad, me di cuenta de sus calles y, al anochecer, seguí la orilla derecha del Nive por el muelle de los Mercados.

Estaban algunos pescadores en el pretil del río, di la vuelta a la torre de Sault y aparecí en la calle de los Vascos. Era una calle estrecha, triste, en la que olía a pescado; se hallaba entre los muelles del Nive y la calle de España, y salía a la de la Pescadería.

Vi en las portadas muchos nombres vascongados: Olhagaray, Etcheverry, Hiribarne, Errachu, y, por fin, encontré la tienda de Iturri, tienda de pañolería en el piso bajo y de posada en los altos, y entré en ella.


[16]

II.
AVIRANETA Y YO

No sé si habrá notado el lector que, después de los doce tomos ya publicados de las Memorias de un hombre de acción, ahora sigo con mi relato, interrumpido en la mitad del primer tomo de El aprendiz de conspirador. Esa mitad del primer volumen es como el prólogo de toda mi obra.

Si algún curioso ha llegado en la lectura hasta aquí, no cabe duda que es amigo y que habrá perdonado los innumerables olvidos, equivocaciones y errores que se me han pasado en tan larga narración. En este libro que comienzo ahora hablo más de mí mismo que de Aviraneta, y hago casi mi autobiografía.

Podría haber escrito una historia con pretensiones de seria de algunos sucesos, porque muchos de mis datos son nuevos y desconocidos, pero desconfío de la historia que se tiene por seria.

La historia es siempre una fantasía sin base científica, y cuando se pretende levantar un tinglado invulnerable y colocar sobre él una consecuencia, se corre el peligro de que un dato cambie y se venga abajo toda la armazón histórica. Creyéndolo así, casi vale más afirmar las consecuencias sin los datos.

Para algunos hubiera sido quizá más interesante hablar sólo de Aviraneta, retirándome yo a un último plano; pero creo que de Aviraneta he hablado bastante, y que a las cosas y a los hombres hay que compararlos para apreciar sus caracteres; y en esta narración, Aviraneta y yo estamos con frecuencia frente[17] a frente, no como enemigos, sino como tipos de modalidad espiritual distinta.

La vida de Aviraneta fué, sin duda alguna, un segmento de vida mucho más interesante que cualquiera de los trozos de la vida mía; pero, en conjunto, la existencia mía fué más completa que la suya.

La mayoría de la gente supone que vivir bien es esa cosa un poco vulgar y cotidiana de comer abundantemente, de tener una casa cómoda, una familia respetable, sin ocurrírseles pensar que un intrigante, metido en un convento o en un presidio, pueda experimentar más emociones y hasta más satisfacciones que el buen hombre en su casa confortable, y que muchas veces el ciudadano rico y tranquilo que tiene motivos para ser feliz, no lo es, porque no bastan los motivos para que una cosa se realice.

EL AVENTURERO Y EL AFICIONADO

Aviraneta, con relación a mí, fué el perfecto aventurero al lado del dilettante, el maestro al lado del aficionado.

Yo siempre tuve más prudencia que él, y no olvidé jamás las dificultades de una empresa. Si a veces fuí imprudente, lo fuí a sabiendas. El, no. Era imprudente, creyéndose lleno de tino. Yo, cuando he tenido algo que realizar obscuro y sin claridad, he ido tanteando. Aviraneta marchaba a veces con una mezcla de ceguedad y de lucidez de sonámbulo. Parecía como si el mapa del país fantástico que recorría lo conociese admirablemente.

—Hay que ir de este modo y por aquí. Es lo lógico y lo seguro—decía él.

—¿Por qué?

—Porque sí. Es evidente.

Yo no veía la evidencia por ningún lado. No he podido nunca llegar a esa seguridad un poco absurda y mal fundada.

A Aviraneta, como a mí, le gustaba el movimiento, lo impre[18]visto, la aventura; pero él creía dominar lo fortuito, y yo, no. Su espíritu, fértil en recursos, encontraba remedio para todos los males.

Indudablemente hay algo fatal en el aventurero.

Yo, al conocer a don Eugenio, intenté imitarle, y quise ser como él; pero la corriente de la vida me fué llevando por otros caminos y terminé convirtiéndome en un señor tranquilo y burgués. He sido un hombre de suerte, y las cosas se me han arreglado siempre con relativa facilidad.

EL SUBJETIVISMO DE LA AVENTURA

No cabe duda que los mismos hechos, los mismos acontecimientos recogidos por espíritus diferentes, son absolutamente distintos, en forma tal, que lo que para uno es una aventura rara y casi absurda, para otros es un accidente vulgar y corriente de la vida cotidiana.

Las inteligencias y las conciencias son seguramente distintas unas de otras, no sólo por su contenido de impresiones venidas de fuera, sino por su esencia. Todo es individual en la Naturaleza, y como no hay dos hojas de árbol iguales, probablemente no hay tampoco dos conciencias iguales.

El dogma de la igualdad de las conciencias de los hombres es un dogma afirmativo, como los dogmas religiosos, pero no es un resultado de la observación ni de la experiencia.

El espíritu del aventurero es el que crea la aventura, más que las contingencias de la vida exterior.

LOS OBSTÁCULOS

Además del factor individual interior que nos diferenciaba a Aviraneta y a mí, había factores exteriores, y entre éstos se contaban las dificultades y obstáculos que don Eu[19]genio había encontrado en su camino, cosa en que yo no tropecé.

En los primeros años de la vida él se había sentido comprimido por el ambiente; yo, por el contrario, marché con facilidad, y más bien ayudado por las influencias exteriores. Es indudable que los obstáculos enriquecen nuestra vida y la van moldeando.

Yo no podía tener el sentimiento de estar comprimido por el medio, porque hasta salir de San Sebastián y reunirme a Aviraneta había vivido en una obscuridad tranquila y modesta; luego, antes de tener ambiciones, me vi tratado por gente distinguida que no sólo no me pusieron obstáculos a mi paso, sino que más bien contribuyeron a limarme y a pulirme.

Yo me transformé por la acción del tiempo casi por completo. Aviraneta, no; Aviraneta fué siempre hombre de una pieza. Desde su juventud hasta la vejez siguió siendo el mismo, sin variar en nada. Para él no había posibilidad de cambio.

Le sucedía como a algunos tipos animales, como, por ejemplo, el gato, que son demasiado perfectos para evolucionar.

Aviraneta era también demasiado perfecto en su género para cambiar.

Yo, además de transformarme, tenía dudas acerca de mi vida y momentos de depresión: experimentaba muchas veces un vago sentimiento de no haber seguido una línea más recta, más pura.

Aviraneta no podía sospechar que él pudiera discurrir y obrar de una manera distinta a la que discurría y obraba.

Aviraneta era hombre de otro tiempo: había nacido demasiado temprano o demasiado tarde, probablemente demasiado tarde. En una época de absolutismo hubiera sido algo más. Tenía la base del gran aventurero, del gran conquistador, la fe en sí mismo, la voluntad tensa y fuerte. Para ser un político importante de nuestro país y nuestro tiempo le faltaba la facundia y la petulancia; para un país más adelantado que el nuestro le hubiese faltado la cultura profunda constituída con las lecturas lentas y reposadas.

Su cultura, somera como la mía, de dilettante, no podía substituír en su espíritu a esa formación honda que va creciendo y engrosando como un árbol, poco a poco, con los años.

[20]

Como decía al principio, imité a Aviraneta; quise ser como él un hombre de acción, un cabecilla. La vanagloria me seducía; me gustaba ser interesante, un poco tenebroso, asombrar, intrigar, por el placer de intrigar, demostrar la fertilidad de mis recursos.

Sistema político o moral no tenía ninguno: no había pensado seriamente en nada. En esto no me diferenciaba gran cosa de Aviraneta. En lo que sí me separaba de él era en que yo tenía un sentido de humanidad más agudo y más amplio.

Don Eugenio hubiera sido un gran ministro a la antigua: de aquellos para quienes sacrificar unos cuantos cientos de hombres en beneficio del orden no tenía importancia.

Yo no hubiera llegado nunca a eso; para mí la vida de cualquiera era respetable y no podía ser sacrificada por una idea o por una conveniencia de la mayoría.

Jugar con la vida propia me parecía cosa de valientes; jugar con la ajena es lo que me parecía ilícito.

Aviraneta era maquiavelista en la teoría y en la práctica. La gran fraseología masónica del tiempo, que giraba alrededor de los derechos individuales y sociales, le producía un gran desprecio.

—Todo eso del derecho es una farsa—le oí decir varias veces—; la moral cambia según las circunstancias y el tiempo. Las cabezas de los hombres de hoy, ni son como las de los hombres de ayer, ni serán como las de los hombres de mañana.

Unicamente el utilitarismo le atraía un tanto; pero en el fondo era un casuísta.

De ser más hipócrita hubiera tenido menos enemigos; pero hacía gala de hablar de una manera libre, cínica, y esto le restaba simpatías.


[21]

III.
PROYECTOS

Al llegar a la fonda de Iturri pregunté a una muchacha por Aviraneta; me indicó una escalera estrecha y tortuosa; subí, llamé a una puerta y pasé a un comedor, con un armario y una mesa en medio.

Había en la pared un retrato, en litografía, de Mina; una estampa iluminada con las varias edades de la existencia, y un reloj muy adornado, en cuya péndola se veía un picador recortado de hoja de lata, muy repintado, con patillas, picando a un toro, también de hoja de lata y con los cuernos de búfalo. Con el movimiento del reloj, el picador se inclinaba y clavaba la pica en el toro semibúfalo.

Salió Aviraneta y me pasó a un cuarto pequeño y blanqueado, y charlamos.

Le conté lo que se había dicho en San Sebastián acerca de él y de su conversación con el conde de Mirasol.

—¿Han dicho que hemos reñido?

—Sí.

—Pues no es cierto. El Conde me llamó por conducto del jefe político, Amilibia, muy alarmado; me pidió el pasaporte, se lo mostré; me dijo que sabía que yo era comisario de guerra, y entonces le entregué la credencial que me había dado el ministro de la Gobernación. No sé cuáles eran sus temores, pero cuando se tranquilizó me preguntó qué misión traía; se la expliqué, y él me dijo que si iba a la frontera de Cataluña me daría toda clase de noticias y de informes.

[22] —Pues allí se ha dicho que Mirasol había recibido avisos de la Plana Mayor General de que usted venía al Norte a sublevar el ejército contra Espartero y contra Mirasol.

—¿Enviado por quién?

—Sin duda por los progresistas; y que con usted venía un francés misterioso cargado de dinero, cuyo nombre no se conoce, y que sólo se sabe que su apellido empieza con Z y que firma sus cartas con esta inicial.

—¿Eso se ha dicho?

—Sí.

—Me choca. ¿De dónde habrán sacado la existencia de este hombre que firma con una Z? La mentira es siempre hija de algo. Y esa noticia, ¿cómo ha llegado a San Sebastián?

—Yo creo que ha debido venir por los masones.

—Eso debe ser. Ya te diré, con el tiempo, quién es esa Zeda.

UN ENTE DE RAZÓN

Después hablé de mis gestiones para encontrar casas que me dieran su representación comercial, y le dije a don Eugenio que de una manera, más bien honoraria que efectiva, podía titularme representante de la casa Collado, de San Sebastián.

—Está bien eso.

—Traigo, además, una carta para el cónsul de España en Bayona, don Agustín Fernández de Gamboa.

—¿La tienes ahí?

—Sí.

Le di la carta, la leyó y me dijo:

—Es una carta corriente; no sé si te servirá de algo. Si vas a verle a Gamboa no le hables de mí. Es un enemigo mío furioso.

—No le hablaré; no tenga usted cuidado.

—Bueno. Ahora vamos a hacer una sociedad para la casa de comisión que tenemos que fundar.

[23]

—¡Una sociedad! ¿Entre quiénes?

—Tú serás uno de los socios.

—¿Y el otro?

—El otro será el señor Etchegaray.

—¿Y quién es el señor Etchegaray?

—El señor Etchegaray es un ente de razón.

—No sé lo que es eso.

—Pues es un personaje que no existe.

—¿Y para qué lo necesitamos?

—El dará seriedad y gravedad a tu casa de comisión; así, cuando tú alquiles un piso bajo con una pequeña oficina, pondrás una placa en la que se leerá:

ETCHEGARAY Y LEGUÍA CASA DE COMISIÓN

—Muy bien. Me tendrá usted que pintar qué clase de pájaro es este Etchegaray, para que no cometa alguna pifia si me preguntan por él.

—Etchegaray tendrá unos diez años más que yo: unos cincuenta y cinco a cincuenta y seis. Habrá estado en Méjico...

—Lo mejor sería que hiciera usted un documento de identificación completo.

—Lo voy a hacer ahora mismo.

Aviraneta se puso los anteojos, tomó una hoja de papel, y escribió:

«Dominique Michel Etchegaray Leguía.»

—¡Hombre! ¡Leguía! ¿Es pariente mío?

—Sí; tío tuyo y primo mío.

«Nacido en Bidart, Bajos Pirineos, el 21 de diciembre de 1782; estado, viudo; profesión, comerciante; estatura, alta;[24] pelo, canoso; ojos, garzos; nariz, larga; barba, afeitada; color, sano...»

—¿Tiene hijos?

—Uno, que está en América establecido.

—¿En qué República?

—En Méjico.

—¿Qué ha hecho mi tío por allá?

—Ha sido comerciante y minero en California.

—¿Tiene parientes en Francia?

—No; únicamente una hermana en España.

—Que es, naturalmente, tía mía.

—Claro.

—¿La haremos soltera, o casada?

—Soltera.

—¿La tía Juana?

—Bueno.

—¿Dónde vivirá?

—En Vergara, si te parece.

—Muy bien.

—Ya que estamos de acuerdo en la existencia de este ente de razón, haré que mañana Iturri, el dueño de esta fonda, saque en la subprefectura, donde tiene un amigo, documentos de identificación de Dominique Etchegaray, avencindado en Bidart; luego haremos la escritura de sociedad comercial entre Etchegaray y tú. Etchegaray será socio tuyo y andará yendo y viniendo de España. Cuando tú pongas tu oficina, yo escribiré siempre a nombre de Etchegaray.

—Ahora, ¿qué tengo yo que hacer?

—Nada. Sigues en la fonda de San Esteban, donde dirás que cuando quede vacante un cuarto alto y barato te lo reserven. Mañana por la mañana irás a un comercio de antigüedades de la calle Salie: el comercio del señor Falcón. Allí verás a doña Francisca González de Falcón, que es española, y ella te irá resolviendo las dudas que tengas, dándote el dinero que necesites e indicándote lo que debes hacer. Nos comunicaremos por carta; tú me escribirás a nombre de Iturri; yo, a nombre de Etchegaray, cuando la casa de comisión esté establecida. Mientrastanto, si te necesito, te avisaré.

—Bueno.

[25]

—Eres un joven de una familia acomodada del comercio, a quien han enviado a aprender francés a Bayona y a estar fuera de la lucha carlista.

—Muy bien. Comprendido.

Me despedí de Aviraneta y fuí marchando después hacia el centro del pueblo. Mi vida en Bayona comenzaba de una manera rara y pintoresca.


[26]

IV.
ALGO DE MI INFANCIA

No sé si lo que he contado de mí mismo en esta larga obra habrá bastado a los lectores para conocerme.

De chico fuí yo un poco bárbaro, valiente, reñidor y turbulento. Tenía un amor propio exagerado. Esto hizo, principalmente, que no pudiera acomodarme a vivir en mi casa con mi padrastro. Era, sobre todo, terco, y cuando me decidía a hacer alguna cosa no retrocedía jamás.

Los compañeros de la escuela, en Vera, que lo sabían, se burlaban de mí.

Una vez estábamos subidos a una tapia muy alta, y dos chicos me dijeron:

—¿A que no te tiras de aquí?

—A que sí.

Me tiré; al caer me agaché, me di con una rodilla en un ojo, y lo tuve hinchado cerca de un mes.

Cuando íbamos a bañarnos al Bidasoa, al comienzo del verano, yo era de los primeros que se tiraban al río.

Al caer al agua y sentir que estaba helada me ponía a temblar, pero luego me vengaba.

—¿Cómo está el agua?—me decían los chicos; y yo, tiritando de frío y nadando, decía—: ¡Caliente, caliente!

Una vez fuimos a las fiestas de Pamplona, en donde se hace un encierro que a la mayoría le parece bárbaro, pero que yo lo encuentro bien. La gente del pueblo marcha por las calles de[27]lante de los toros bravos que se han de lidiar excitándolos y desafiándolos.

Para mí lo repugnante en los toros es que un cobarde pueda comprar con dinero el derecho de ver cómo otro hombre se expone a que lo maten; pero si el espectador es capaz de ser actor y de exponerse a su vez a la muerte, entonces los toros constituyen una fiesta brava y atrevida.

Si todos los espectadores de una plaza fueran capaces de torear, si no vieran en el torero mas que una superioridad de agilidad, de habilidad o de talento, pero no de valor, los toros me parecerían, como digo, bien.

Por eso yo dejaría las capeas de los pueblos, aunque murieran en cada fiesta cuatro o cinco, y suprimiría las corridas de los profesionales.

Estando en el encierro de las fiestas de Pamplona corrí delante de los toros, y al llegar a la plaza me encontré con un ribereño que me dijo:

—¿A que no haces lo que hago yo?

—A que sí.

Se puso él en el camino por donde tenían que pasar los toros con la boina en la mano. Yo hice lo mismo. Los toros pasaron por delante, y no nos mataron porque sin duda tenían más buen sentido que nosotros.

Otra de mis aventuras sonadas la pensé imitando a mi tío Fermín, por quien sentía gran admiración. Como él había escalado el castillo de Fuenterrabía, yo pensé que debía escalar algo, y escalé la casa de una muchacha, hija del enterrador, que me gustaba.

Tenía en mi casa guardada una cuerda para cualquier evento, con un gancho de hierro en la punta. Una noche tiré mi cuerda con su gancho al balcón de atrás de la casa de la muchacha; dió la coincidencia de que agarró, y subí. Las maderas del balcón estaban cerradas. Decidido a llevar adelante la aventura, escalé el tejado y vi la chimenea rota. Cabía yo por allí. Sujeté el gancho de la cuerda, me metí por el tubo de la chimenea y bajé a la cocina del enterrador, envuelto en hollín y asustando a la familia.

Varias otras calaveradas de esta clase hice de chico, y la que me obligó a salir de Vera fué el haberle acompañado al[28] general Oráa en un encuentro que tuvo con los carlistas cerca del pueblo.

Yo era liberal rabioso y anticlerical furibundo. Consideraba a mi tío Fermín como a un héroe, y recordaba sus frases y su odio por los clérigos. Habían excitado también mis rencores antifrailunos los frailes del convento de capuchinos del pueblo próximo al barrio de Alzate, que nos enseñaban a los chicos la Gramática, las Matemáticas y el Latín a fuerza de pescozones y de puntapiés.

Hay que reconocer que por entonces era la época en que los dómines, fueran laicos o seglares, tenían como principio pedagógico el apotegma: la letra, con sangre entra.

Los dos frailes encargados de la enseñanza superior en el convento eran el padre Gregorio y el padre Aquilino. El padre Gregorio era hombre simpático, y nos enseñaba Matemáticas. Se desacreditó porque, según se dijo, visitaba a una muchacha del pueblo que acababa de casarse con un zapatero. Una noche el marido sorprendió al fraile en una habitación de su casa. El zapatero era un filósofo, y no dijo nada; cogió las ropas del fraile, interiores y exteriores, se las echó al hombro y fué a casa de su suegra.

—Aquí tiene usted—le dijo—lo que había ahora en la alcoba de su hija—y echó al suelo las ropas del capuchino.

La suegra puso el grito en el cielo, fué al convento, intervino el prior, y llevaron las ropas al padre Gregorio, quien tuvo que marcharse poco después de Vera.

El otro padre, el padre Aquilino, era un bruto muy malhumorado y muy austero que nos zurraba a los chicos como quien varea lana. Yo le tenía un odio profundo; así que, al quemar las tropas liberales el convento y dispersar a los frailes, me alegré muchísimo.

El incendio se verificó cuando pasó por Vera el general Rodil; y yo estuve presenciando cómo salían las llamas de los tejados y celebrándolo. Por este motivo tuve un gran altercado con mi padrastro, que se reprodujo cuando pasó Zuaznavar con una compañía de chapelgorris, y luego cuando vino el general Oráa. Yo tenía entonces diez y seis o diez y siete años. Todo el pueblo estaba escondido a la llegada de las tropas[29] liberales. Yo me presenté y hablé con el mismo Oráa, que era un viejo navarro, de cara de malhumor, pero muy simpático.

Sería esto hacia abril; hacía un tiempo admirable. Oráa me preguntó primero quién era; le dije que era sobrino de Fermín Leguía, y liberal. Luego me pidió detalles sobre la topografía del terreno. Los carlistas estaban enfrente del pueblo, en un alto, que se llama Casherna gaña.

—Vamos a echar a los carlistas de ese monte—me dijo Oráa—. ¿Quieres venir a verlo?

—Si me dan un caballo, sí.

Me monté a caballo y, al lado del general, presencié el combate. Estaba entusiasmado oyendo los tiros. Yo creía que los carlistas se defenderían mejor, y que los nuestros atacarían desde más cerca. Al cabo de unas horas, los carlistas se retiraron. Entre los liberales había muchos muertos, y vi pasar hacia el cementerio diez o doce; entre ellos, me dijeron que estaba un abogado, Goicochea, que mandaba una de las compañías de cazadores de Isabel II.

Esta nueva aventura con Oráa alarmó mi casa; mi padrastro afirmó que acabaría en presidio o en el patíbulo; mi madre me dijo que era mejor que me marchara del pueblo. Al día siguiente iba camino de San Sebastián...

Con estos datos de la infancia creo que se puede componer mi retrato moral. Respecto a lo físico, era alto, fornido, con la cara redonda, los ojos pardos y el pelo negro y ensortijado. Aviraneta me dijo varias veces que me encontraba cierto aire neroniano. Afortunadamente, el parecido con Nerón no pasaba del aspecto.


[30]

V.
LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES

A la mañana siguiente de llegar a Bayona salí del hotel y pregunté por la tienda de Antigüedades de Falcón. Estaba en la calle de la Salie.

La calle de la Salie era una calle antigua, con algunas casas góticas, modernizadas, de arcos apuntados, calle de burguesía comerciante, con almacenes profundos y bien surtidos y tiendas abarrotadas de género.

La tienda de Falcón estaba en la planta baja de una casa grande y negra. Se llegaba a ella por unos cuantos escalones, tenía una portada pintada de nogal y un escaparate pequeño, en donde se exhibían un secreter de laca, varios jarrones, abanicos, porcelanas, jarras de cobre, figuritas, objetos de plata y miniaturas.

Dentro, el almacén estaba repleto de muebles, cuadros, estatuas, bordados, y tenía una dependencia interior, más repleta aún, que daba a un patio obscuro.

En medio de la tienda había una mesa de mármol estilo Luis XIV y varios sillones dorados, en los que se sentaban a hacer tertulia algunos parroquianos y amigos.

Era difícil, a primera vista, darse cuenta clara de lo que allí había amontonado, porque cada vez que se entraba se hacía un descubrimiento. Detrás de dos o tres vargueños españoles aparecían relojes ingleses de pared; detrás de un armario, cuadros antiguos, grabados muy perfilados y groseras litografías[31] bárbaramente iluminadas. En las vitrinas se veían camafeos, puños de bastón, fosforeras, tabaqueras y relojes de repetición con esmaltes primorosos.

DOÑA PACA

Doña Francisca González de Falcón era una mujer de treinta y cinco años, gruesa, morena, de ojos negros. Su marido, el señor Falcón, era hombre delgado, fino, que estaba casi siempre fuera, pues viajaba mucho por Francia y por España, andaba por rincones raros y traía cajas con preciosidades. El señor Falcón coleccionaba medallas, y en esta afición ponía todo su entusiasmo.

Los Falcón tenían cuatro hijos, que estaban por entonces en el colegio.

Entré en la tienda de la calle de la Salie y me encontré con doña Paca. Me presenté a ella; me hizo sentar y hablamos. Sabía a lo que yo iba.

—Le conozco a Aviraneta ya hace muchos años y somos muy amigos—me dijo—, pero estamos de acuerdo en no hablar el uno del otro, y cuando nos vemos pasamos por desconocidos.

—Es decir, que con usted no hay que hablar de don Eugenio ante la gente.

—Es lo mejor. A él tampoco le conviene que se hable de adónde va y adónde viene. Aviraneta me ha recomendado a usted. Yo seré la encargada de dirigirle al principio en Bayona, de darle los informes necesarios y el dinero para ir viviendo.

—Muy bien. ¿Puedo venir a la tienda con frecuencia?

—Sí; cuando usted quiera.

—Esto será entretenido.

—Ahora, en el verano, menos, porque la gente se marcha. En otoño es otra cosa. Usted puede venir aquí cuando quiera; oiga usted y entérese usted de lo que le interese. ¿Sabe usted francés?

[32]

—Muy poco.

—Pues es conveniente que lo aprenda. Yo conozco a un señor que le dará lecciones muy baratas. Es un profesor: el señor Serret. Vive en la calle de la Platería. Aquí tiene usted sus señas.

—¿Así que yo puedo venir aquí y estarme horas y horas?

—Sí; todas las que usted quiera.

Me despedí de doña Paca y fuí a ver al señor Serret. Era éste un hombre alto, flaco, seco, áspero y severo, con el pelo gris. Tenía la boca recta, dura; vivía retirado y modestamente, con una familia numerosa.

Yo me figuraba que sabía algo de francés, pero, cuando llevé cuatro o cinco lecciones con el profesor, comprendí que no sabía nada.

SARA LA JUDÍA

Al día siguiente, por la tarde, volví a casa de la Falcón. Doña Paca tenía una dependiente, una muchacha judía del barrio de Saint-Esprit, delgada, morena, de aire un poco triste, con los ojos como dos azabaches, la nariz corva, los labios gruesos y el pelo negro, rizado. Esta muchacha se llamaba Sara, hablaba muy bien castellano y era muy inteligente.

En los primeros días, en que no conocía a nadie, fué para mí un gran recurso ir a hablar con ella.

Por la noche, a la hora de cerrar la tienda, solía venir la madre de Sara a acompañarla. Era una vieja judía, gruesa, mal vestida, con los ojos negros e inquietos.

Sara me habló de la vida triste que llevaba en su rincón de Saint-Esprit; el padre, malhumorado e indiferente; la madre, llena de suspicacia por todo, no queriendo que nadie entrase en su casa y cerrando de noche las puertas y ventanas con barras de hierro, como si viviera en un país peligroso.

El hermano de Sara venía también con frecuencia. Era un jorobado, con unas manos largas y delgadas, tipo muy pálido, con aire febril, muy inteligente y muy triste.

[33]

Me hubiera dejado llevar por el atractivo de hablar con Sara y la hubiera galanteado, pero comprendí que doña Paca Falcón me espiaba, y esto bastó para no seguir adelante en mis proyectados galanteos.

En frente de la tienda de antigüedades había una camisería, y entre los dependientes, una señorita del mostrador, muy bonita y muy displicente, con la cabeza llena de rizos. Solía venir con frecuencia a casa de doña Paca a cambiar dinero, y yo hablaba con ella, y la acompañé un domingo en los Arcos.

En general, estaba en Bayona aburrido. Contribuía al aburrimiento el calor, que fué grande aquel verano, y el que no hubiera gente en la ciudad, pues todo el mundo distinguido se había marchado a tomar los baños de mar a Biarritz.

Mis únicos recursos de distracción eran el hotel y la tienda de doña Paca. El hotel servía de punto de cita a muchos jefes carlistas, que desde allí marchaban a sus respectivos destinos. Muchas veces me enteraba de lo que decían, porque, como buenos españoles, tenían la costumbre de hablar alto.

LAS CORREDORAS

En la tienda de la Falcón fuí conociendo a corredoras de alhajas y de muebles, gente de vida muy pintoresca. A una de éstas le llamaban la Condesa. Era una señora alta, esbelta, que debía haber sido muy guapa, pero que estaba ya marchita. Hablaba mucho mejor el francés que el castellano, a pesar de que decía que era española, y tenía grandes conferencias con doña Paca, que la trataba secamente.

Otra de estas corredoras era la señora Hidalgo. La Hidalgo era una vieja gruesa, algo coja, muy ocurrente y muy insinuante, que tenía una conversación divertida y amena. Ella fingía que hacía sus gestiones comerciales de compras y ventas por amistad, por remediar la situación precaria de alguna familia carlista, pero cobraba sus corretajes. Esta mujer vivía con un filólogo, agricultor y libelista, que se llamaba Martínez[34] López. La señora Hidalgo llevaba una cartera grande, como un maletín, donde guardaba una porción de cosas; de allí solía sacar abanicos, fosforeras, relojes, collares, papeles con piedras preciosas, y discutía el precio de estas joyas con doña Paca, diciendo ingeniosidades de cuando en cuando, que hacían reír a todos los que la escuchaban.

Había otros españoles que trabajaban en la casa: un carpintero madrileño, muy hábil para imitar muebles antiguos y hacer falsificaciones, que se llamaba Joaquín García; un cerrajero riojano, Horcajo, que tenía una especialidad semejante en los hierros, y una mujer, Angela, que componía y arreglaba los encajes y tapices rotos y hacía unos zurcidos maravillosos, que apenas se notaban.

Doña Paca Falcón prefería a los españoles para tales menesteres, no por patriotismo, sino porque, aislados como estaban en el pueblo, cobraban menos por sus trabajos.

La primera semana de Bayona me pareció aburridísima. No le veía a Aviraneta ni sabía nada de él.

A los diez o doce días don Eugenio me escribió para que fuera a la fonda de Iturri.


[35]

VI.
NUEVAS INSTRUCCIONES

Llegué al anochecer al comedor de la fonda de Iturri y me encontré con Aviraneta.

—Me marcho—me dijo—, pero tú te vas a quedar aquí.

—Lo siento.

—¿Te aburres?

—Un poco.

—Te irás acostumbrando. Ya está hecha la escritura con el supuesto Etchegaray. Iturri tiene un poder del ente de razón. Tú tienes que ir mañana con Iturri a la notaría a firmar.

—Bueno.

—Luego buscarás un piso bajo y pondrás la casa de comisión.

—Muy bien, todo se hará. ¿Y qué le ocurre a usted para marcharse?

—Gamboa, el cónsul, que me hace la guerra a muerte y me cierra todos los caminos.

—¿Y por qué?

—Gamboa es amigo y agente de Calatrava, y éste es, a su vez, compadre de Mendizábal y de Gil de la Cuadra. Todos ellos son masones escoceses y enemigos míos, y me persiguen; no quieren que yo salga adelante en mis propósitos.

—¿Y qué le ha pasado a usted con Gamboa?

—Al llegar aquí, sin salir, sin hacer el menor alarde, he visto que la policía francesa me vigilaba como a un criminal. Cansado, he ido a ver al cónsul, le he mostrado mi nombramiento del Ministerio y le he dicho a qué venía. Gamboa ha[36] examinado detenidamente mis credenciales, y he visto que ha quedado resentido.

—¿Por qué?

—Porque cree que vengo a quitarle atribuciones, a enmendarle la plana. Al día siguiente de mi visita a Gamboa, un empleado de la Subprefectura, amigo mío y de Iturri, un italiano, Pagani, me ha invitado a que vaya a allí a regularizar mi residencia y a visar el pasaporte. El subprefecto me ha sometido a un interrogatorio acerca del objeto de mi viaje, y me ha dicho que no puedo permanecer en Bayona.—Está bien—le he contestado yo—; entonces me iré. Al día siguiente ha venido a mi hotel el canciller del Consulado, Ignacio Vidaurreta, y me ha dicho que no puedo salir de Bayona. He ido a ver a Gamboa y hemos tenido un altercado. Ha aparecido la causa del resentimiento. Gamboa cree que el Gobierno le ha ofendido enviando una persona a su distrito para que dirija los asuntos políticos de la guerra como si él fuera un imbécil, y ha añadido que en su Consulado no puede haber más dirección que la suya, ni más agentes que los que él designe.—Eso, al Gobierno—le he replicado yo.—Al Gobierno y a usted—me ha contestado él—, porque mientras yo esté aquí en el Consulado, usted no podrá hacer nada.—Bueno; me iré a Perpiñán.—No irá usted, no le daré pasaporte.—Iré con el pasaporte de usted o sin él—le he contestado—. Así que me marcho en seguida hacia la frontera catalana. Si no puedo sostenerme allí, me iré a Madrid, pero tú seguirás aquí, porque es indispensable que tengamos en Bayona una persona de confianza. No te faltará el dinero necesario. El ministro o la reina darán para vivir. Aquí no creo que puedas perder el tiempo en absoluto. Si la cosa sale mal y no da resultado, habrás pasado unos meses en Bayona, habrás aprendido el francés, y eso será todo; si la cosa sale bien, habrá otras esperanzas.

—¿Tengo que cambiar de plan?

—No. Tú sigues en la fonda de San Esteban, y desde mañana buscas el piso para la casa de comisión. Doña Paca te indicará los mejores sitios y te ayudará a arreglar la oficina.

—Muy bien.

—Por ahora, amigo Pello, no te voy a dar un plan de campaña. Hazte amigo de toda la gente que puedas y de todas las[37] mujeres que anden cerca de ti. No te enamores. Ya te basta con Corito. Una pequeña intriga amorosa bien llevada y sin escándalo, no está mal. Piensa que de que aquí puede salir tu porvenir. Respecto a tu amigo don Eugenio de Aviraneta, no hables nunca de él, ni para defenderle ni para atacarle. Tú no le conoces a ese señor.

—¿Respecto a los demás, no habrá que llevar tan lejos la prudencia?

—Sin embargo, acostúmbrate a hablar lo menos posible, sobre todo de política.

—No sé si podré.

—Habla de lo que hablen los demás; desconfía de asombrar a los otros con ideas originales y brillantes, y aprende a decir sólo lo que te convenga.

—Eso me parece muy difícil.

—¡Ah! ¡Claro! Eso no se consigue en seguida; pero tú tienes condiciones de diplomático, y ya te las arreglarás.

—¿Cree usted?

—Sí.

—¡Que sé yo!

—Naturalmente, como todos, tendrás tus tropiezos. La prudencia y la diplomacia no se improvisan: es cuestión de tiempo y de voluntad. De cuando en cuando recuerdas mi consejo, y cuando estés en camino de decir algo atrevido, piensas: ¿Si estaré diciendo una tontería? Si te hacen a ti una confidencia, guárdala lo mejor posible.

—Voy a matar en mí toda espontaneidad.

—Siempre queda espontaneidad. Otro consejo: Si te invitan a hacerte masón, no digas que no: acepta, pero sin entusiasmo. Si nadie te invita, no te presentes tú.

—Muy bien.

—Segundo consejo. Ahora no; pero si más tarde tienes algo importante que guardar, lo llevas al caserío Ithurbide, de Bidart, y lo dejas en el armario de mi cuarto. Siempre ve solo y aprende a guiar un cochecito.

—Sé guiar.

—Iturri tiene un tílburi, y te lo prestará siempre que lo necesites.

—Muy bien.

[38]

—Es importante en muchas ocasiones no tener más testigo que un caballo. Ahora nos vamos a quedar de acuerdo en los medios de correspondencia entre nosotros dos. Asunto de familia, sin importancia: carta corriente. Asunto político reservado, pero sin trascendencia: papel blanco y tinta simpática. Asunto político importante: papel amarillento, carta con plantilla número uno y tinta simpática. Asunto importantísimo: carta con papel azulado, con plantilla número dos y tinta simpática.

Aviraneta me dió dos frasquitos de la tinta simpática, las plantillas una y dos, y me explicó su uso.

—También convendría—concluyó diciendo—que escribieras un diario contando todo lo que vayas viendo, y haciendo una biografía de cuantas personas conozcas. Si haces esto que te aconsejo, nunca pongas nombres, sino anagramas.

—¡Bah! ¿Cree usted que el espionaje va a llegar a tanto?

—¿Quién sabe? Viviendo en un hotel el espionaje es fácil. Tú, como yo, puedes tener enfrente el espionaje masón y el de los curas, que aquí, en Francia, lo dirigen las congregaciones en que se mueven los jesuítas.

Dicho esto, Aviraneta se despidió de mí.

LA OFICINA

Días después de marcharse don Eugenio alquilé un piso bajo en la calle del Puerto Nuevo, en los arcos, y puse una placa de metal en la entrada, con este letrero:

ETCHEGARAY Y LEGUÍA
CASA DE COMISIÓN

Del mobiliario de la oficina se encargó doña Paca Falcón, y le dió un aire muy elegante. Había dos armarios, una mesa tallada, un reloj magnífico de pared, varias sillas y una caja fuerte. Allí dentro me sentía un capitalista. Tomé un chico para[39] abrir la puerta y llevar las cartas al correo. Este chico, Fernandito, hijo de un emigrado carlista andaluz, era un chico muy listo, sabía el francés bien y conocía todos los rincones de Bayona.

Las horas de oficina me las tenía que pasar escribiendo a la novia, mirando a las paredes y leyendo novelas.

La sociedad con Etchegaray, aquel ente de razón, como le llamaba Aviraneta, me llegó a veces a inquietar. Me preguntaron varias veces por Etchegaray, y había gente que pretendía conocerle, y que contaba anécdotas de su vida.

En las causas célebres de Gayot de Pitaval, que luego leí, en momentos de aburrimiento, encontré que un joyero francés de a principios del siglo xviii, de apellido vascongado, un tal Duhalde, hizo una sociedad nada menos que con Dios, para explotar el negocio de la joyería.

Luego, andando el tiempo, he visto que un prendero madrileño le ha imitado o ha tenido la misma idea que Duhalde, y ha fundado su sociedad nada menos que con Jesu-Cristo.

No sé si a Aviraneta se le ocurrió la sociedad con el fantástico Etchegaray por haberse enterado de la fundada por el joyero francés, o si fué el suyo un proyecto espontáneo de su imaginación de intrigante.

Ya después de montada mi oficina fuí al Consulado de España, en la plaza de Armas, a entregar a Gamboa la carta de recomendación que me habían dado para él. Gamboa me recibió un tanto fríamente y me preguntó qué parentesco tenía con Fermín Leguía. Le dije que era su sobrino. Luego me interrogó acerca de Etchegaray. Le conté la novela inventada por Aviraneta y por mí.

—¿Qué hace ahora Etchegaray?

—Está en España. Va a ir a América a realizar su fortuna.

Gamboa pretendía conocer a Etchegaray.

Unos días después, el canciller del Consulado, Vidaurreta, estuvo en mi oficina y quedó admirado al verla tan elegantemente puesta.

Por lo que supe después, tanto Gamboa como Vidaurreta se extrañaron de que un hombre tan sesudo como Etchegaray—¡se le consideraba sesudo!—hubiera dejado su negocio en manos tan inexpertas como las mías.

[40]

ELOGIO DE ETCHEGARAY

Algunos me hablaban de Etchegaray como de un hombre lleno de virtudes. Yo, al oírles, me reía; hoy no me río. La verdad es que era un hombre completo este ente de razón, como le llamaba Aviraneta.

¡Qué varón virtuoso! ¡Qué ejemplo de filosofía y de virtudes comerciales! ¡Qué modestia en sus aspiraciones! ¡Qué falta de amor propio!

No, con él no había miedo de que se empeñara terca y estúpidamente en defender sus opiniones; con él no había cuidado de que se acalorase hasta perder su serenidad.

Se le encontraba siempre tranquilo, siempre ecuánime. No se quejaba si se le abrían las cartas, ni si se firmaba con su firma; ni si se le echaba la culpa de un olvido o de una falta; no pedía cuentas del dinero gastado, ni se enfurruñaba, ni murmuraba, ni intrigaba.

Era el ideal del hombre y el ideal del socio. No le faltaba más que existir; pero, seguramente, si hubiera existido, no hubiera sido tan ideal.


[41]

VII.
LA VIDA EN BAYONA

Mi vida en Bayona era muy aburrida. Con las advertencias de Aviraneta me encontraba entre la gente cohibido. El miedo a la indiscreción me quitaba la espontaneidad natural.

Pasaba en la oficina ocho o diez horas al día.

—¿Trabaja usted mucho?—me preguntaban.

—Sí; ahora tengo que arreglar unas cuentas de mi socio, el señor Etchegaray—les contestaba yo.

Mis trabajos consistían en escribir todos los días largas epístolas a Corito, que estaba todavía en Laguardia, hablándole de mis trabajos, que no decía cuáles eran, y explicándole mis esperanzas. Después me ponía a leer periódicos y novelas. Leía por la mañana El Centinela de los Pirineos, periódico bayonés de la oposición, y el Faro de Bayona. Cuando llegaba el correo de España me dedicaba al Eco del Comercio, de Madrid.

Tras de los periódicos venían las novelas, y el primer autor que devoré, no precisamente un clásico, fué Paul de Kock; después fuí leyendo todos los folletinistas de la época.

Si mientras estaba en esta ocupación seria sonaba la campanilla y venía alguien, metía el libro en un cajón y hacía como que estaba escribiendo.

Pasadas las horas de oficina iba a casa de doña Paca Falcón de tertulia y me sentaba en uno de los sillones que había en la tienda alrededor de la mesa estilo Luis XIV.

[42]

Los más constantes en la tertulia eran un comerciante judío, Gomes Salcedo, hombre muy listo que traficaba en todo; un cura, el abate d'Arzacq, que coleccionaba monedas romanas, y un señor, viejo, maniático, monsieur de Saint-Allais, que, por lo que se decía, tenía una casa llena de preciosidades, que no dejaba ver a nadie.

Yo empezaba por entonces a comprender el francés y a hablar algo. Comenzaba a entender de cuadros, muebles, relojes antiguos y demás antigüedades. Al cabo de algún tiempo fuí casi un especialista y conocía el mueble de Boule o el de Chippendale, el reloj del siglo xviii, y diferenciaba el de París y el de Lyon.

No sólo conocía los estilos, sino que sabía también los precios de los varios objetos almacenados allí. En el cajón del mostrador de casa de la Falcón había un catálogo voluminoso de cuanto contenía la tienda, con tres precios para cada cosa: el que había costado, el último en que se podía vender y el que se podía pedir. Estos conocimientos me sirvieron después para hacer compras de muebles en Madrid y para adornar mi casa.

LOS CARLISTAS

Bayona, al principio, me pareció un pueblo triste, aburrido; luego, ya me fué gustando más. Con sus murallas, sus castillos, su ciudadela, sus puertas estrechas, me oprimía el corazón. Había días que me parecían de una longitud inusitada, y desde que me levantaba hasta que sonaban, a las diez de la noche, los tambores y las cornetas, que anunciaban que se cerraban los portales, con sus puentes levadizos, creía haber pasado lo menos una semana.

Esta ciudad militar y comerciante, tranquila y soñolienta, un poco española, un poco bearnesa, un poco vasca y un poco judía, encerraba entonces en su seno, una emigración de carlistas, la mayoría gente bárbara, violenta, sanguinaria, y, sin embargo, no se notaba apenas.

Unicamente por la mañana, en la encrucijada de los Cuatro[43] Cantones o en el café de enfrente del teatro de la plaza Grammont, se veían grupos de hombres hablando español, que se escabullían en seguida.

En la calle de España, con sus tiendas españolas de ultramarinos, de zapaterías y lencerías, se oía hablar mucho castellano, y por el aire de los tipos se comprendía que eran carlistas riojanos y navarros.

En los alrededores de la plaza de los Capuchinos, del Pequeño Bayona, que era como una aldea, estaba el punto central de las posadas vascas y se oía hablar mucho vascuense, y se hacían negocios entre contrabandistas, guerrilleros y negociantes; pero, en general, los carlistas en Bayona, como gallinas en corral ajeno, alborotaban poco.

Bayona era entonces una gran casa de huéspedes; por cualquier parte, por cualquier rincón, aparecía un carlista.

Las tiendas que tenían una tertulia española eran un centro de intrigas políticas.

Se hacían muchas compras de armas y de vestuario por delante de las narices del cónsul de España, sin que éste se enterara. Los judíos bayoneses habían puesto dinero en el carlismo.

Todo el mundo intrigaba: unos por fanatismo, otros por ambición, otros por dinero. Había algunos que lo hacían por amor al arte. Algún tiempo después, estando en París, oí contar que un napolitano fué a ofrecer trabajo a un editor. Este le dijo:—No lo quiero porque sé que es usted un espía.—Es cierto—contestó el italiano—que soy un espía, pero no por el dinero, ma per l'onore.

Había muchos espías en Bayona, en los dos bandos, que no lo eran por dinero, sino per l'onore.

Los carlistas españoles no tenían el aire de casaca, lazo y peluca que querían darles los legitimistas franceses, ni el aspecto de bandidos siniestros con que los pintaban los liberales. Su carácter estaba más en sus ideas que en sus actitudes y sus trajes: en el sello reconcentrado y un tanto sombrío de todo lo español. El carlista tenía la candidez de creer que la vida española era superior a todas las demás, y suponía que el español era más inteligente, más comprensivo y más enérgico que los demás hombres.

Yo no tenía por ellos la menor simpatía. Aviraneta, en[44] cambio, experimentaba por estos absolutistas cierto afecto, y les reconocía el mérito de ser patriotas.

Entre los carlistas los había de todas clases: fanáticos, moderados, absolutistas, de un clericalismo cerril, y verdaderos liberales. Unos llevaban una vida pobre y austera; otros se mezclaban en toda clase de negocios. Los más pedantes eran los que se llamaban a sí mismo los puros. La pureza, la incorruptibilidad, es un tópico de todas las revoluciones. Generalmente, ser puro es ser más estólido e incomprensivo que los demás, no avenirse a razones y no discurrir.

Muchos de estos pobres carlistas habían ido a Bayona, arruinándose, y vivían en una situación precaria. Las señoritas distinguidas trabajaban para fuera con gran misterio.

La misma situación precaria hacía que aquellos soldados de Cristo se enredaran con la primera aventurera o fregona que encontraran al paso, sin considerar indispensable la bendición de un clérigo.

Se había unido la inmoralidad de la vida provinciana francesa con la hipocresía y la mojigatería española en silencio. Aquel viejo mundo español decrépito, cuya esencia representaba el carlismo, con sus generales inútiles, sus frailes y curas fanáticos y sus guerrilleros atrevidos y crueles, había hecho su nido en la tranquila Bayona, ciudad burguesa, que aparentemente tenía una moral muy respetable, pero en la que había mucho mar de fondo.

De esta unión resultaba que la ciudad estaba más españolizada que nunca y que en casi todos los comercios se hablaba castellano.

Se vendían en las tiendas muchos objetos de procedencia española y americana: joyas, relojes, anillos, cuadros, imágenes, tabaqueras, vajillas de plata y cadenas gruesas de oro, traídas de Méjico.

Se decía que el comercio bayonés marchaba mal, probablemente a causa del cierre de la frontera.

Los bayoneses se mostraban amables y, al mismo tiempo, explotadores y sórdidos. Quizá en una ciudad española hubiéramos hecho lo mismo, aunque yo creo que, en general, los españoles hubiéramos sido con los extranjeros menos amables y menos sórdidos.

[45]

MIS PASEOS

A veces iba a las Allées Marines, hasta la colina de Blanc-Pignon; otras, daba la vuelta a las murallas; pero lo que más me atraía eran las proximidades del Nive. El Adour, como río gascón, me era más antipático que el Nive.

Iba por los muelles de una y otra orilla, paseaba por los arcos bajos de la Galupèrie y del Pont Traversant y veía las gabarras y las chalanas que bajaban de Ustariz y de Cambo. Cruzaba los puentes de madera, el Puente Mayou y el Puente Panecau, y contemplaba las casuchas sórdidas y sucias de los muelles.

Al bajar hacia la plaza de Armas contemplaba la animación del puente de Saint-Esprit, puente de madera tendido sobre barcas, y veía el puerto, ya en el Adour, con sus goletas, sus bergantines y sus pataches.

La larga fila de embarcaciones, que comenzaba en la confluencia del Nive y del Adour, se extendía por el muelle de la Aduana, a lo largo de la reja de la plaza de Armas, hacia las Allées Marines.

Los carros de bueyes iban y venían; los obreros del muelle, con sus sacos en la cabeza como capuchas y los pies descalzos, cargaban y descargaban las barricas de vino y de aguardiente de Armagnac, las maderas de los Pirineos y de las Landas, los sacos de harina del centro de Francia, los fardos de pita americana para los alpargateros y los cordeleros. El sol daba en el Adour de una manera lánguida, y las gaviotas jugueteaban sobre las aguas muertas de este río, que deja de ser un torrente para convertirse en seguida en un pantano.

[46]

CONOCIMIENTOS DE HOTEL

Por entonces, en la fonda de San Esteban, había algunas personas fijas como yo: un profesor del Liceo, monsieur Teinturier, varios militares y un señor rico que quería ser elegante. Este señor se llamaba Tartas. El señor de Tartas tenía ya cerca de cincuenta años, pero pretendía pasar por joven; vestía a la última moda; llevaba una peluca muy bien disimulada; era gordo, rechoncho, ventrudo, con los dientes postizos, el bigote pintado, y con corsé. Era voluptuoso y goloso. Las modistas y los pasteles de crema eran sus debilidades. Yo le decía Tartas, el elegante, y algunos chuscos le habían llamado por su laminería Tartas a la crema, lo que recordaba la Tarte â la crême, de Molière. Tartas tenía un color rubio falso y una piel rojiza: parecía un cochinillo asado. Se las echaba de muchacho y solía pasearse conmigo por los Arcos del Puerto Nuevo hablando de sus conquistas y mirándose en todos los escaparates.

Tartas era mentiroso y farsante como pocos, un verdadero gascón. A creerle a él, con la historia de sus antepasados, y con la suya, y con sus amores, se podían hacer tomos y tomos. La preocupación íntima de Tartas era no ser bastante alto. Respecto a todas las demás particularidades de su físico, estaba convencido de que eran encantadoras. Tenía un abdomen abultado, pero esto era una señal de fuerza; tenía un color rojizo, pero hacía bien, su optimismo no podía conseguir el que se creyera de buena estatura.

La amistad con Tartas me daba a mí también un aire de donjuanismo y de fatuidad que no estaba mal para un hombre que, como yo, iba a intentar una segunda vida de conspirador.

Otro de los huéspedes de la fonda era el profesor Teinturier, joven, del centro de Francia, de unos veinticinco a treinta años. Teinturier era un tipo de galo: tenía una cara juanetuda y[47] cuadrada, una mirada dura y fuerte, los labios gruesos, la barba cobriza y las manos fuertes.

Era muy radical en sus ideas y muy tímido con las mujeres.

Teinturier y Tartas se despreciaban mutuamente; yo comprendía que valía mucho más el profesor que aquel dandy grasiento, encorsetado y repintado; pero éste tenía más relaciones, y me incliné a reunirme con él.

También venía a pasear con nosotros un abate, el abate d'Arzacq, que vivía en la misma fonda. El abate d'Arzacq era un hombre rubio, sonriente, sonrosado, anticuario y coleccionista de monedas. Yo le conocía de casa de la Falcón, porque era uno de los contertulios de la tienda de antigüedades. D'Arzacq tenía un aire tan insinuante y tan burlón, que parecía que debía ser inteligentísimo. A mí me daba la impresión de un cínife, pero en él todo era fachada.

El abate d'Arzacq era un hombre hecho para las reverencias: las hacía maravillosamente. En compañía del señor de Tartas conocí a algunas chicas guapas que estaban en los comercios, y con el abate d'Arzacq visité a varias familias de la buena sociedad bayonesa, que, naturalmente, eran clericales y legitimistas.


[48]

VIII.
SENSIBILIDAD PATRIÓTICA

Además de mis conocimientos del hotel, tenía otros de españoles, gente modesta, a quien conocía por doña Paca Falcón y sus operarios.

Uno de estos españoles, amigo del carpintero Joaquín García y del cerrajero Horcajo, era un tal Jesús Díaz, carlista, andaluz, el padre del chico de mi oficina, Fernandito; Jesús Díaz había tenido que emigrar de su pueblo con su mujer y sus hijos, y se había establecido en Bayona. Lo cómico era que a medida que vivía en Francia iba perdiendo el fervor carlista y haciéndose republicano.

Don Jesús vivía en la calle de la Zapatería, una callejuela que iba de la calle de España hacia la muralla, callejuela sombría, en una casa de cuatro pisos, con unas habitaciones que daban a un patio obscuro. Don Jesús era un hombre joven, guapo, de bigote negro. Daba lecciones de español, pintaba cuadritos y escudos nobiliarios, y hacía juguetes de madera y alambre, que vendía a bajo precio.

Debía pasar épocas de miseria negra. Algunas veces fuí a su casa. Tenía una mujer que trabajaba mucho y, además de Fernandito, dos chicas morenitas muy graciosas, que se pasaban la vida abanicándose vertiginosamente y lamentándose de estar en Francia, que les parecía un país muy soso, en donde los hombres no decían galanterías a las mujeres en la calle. Don Jesús tocaba la guitarra, y las chicas bailaban las sevillanas o los caracoles, u otros bailes de su tierra.

[49]

En la misma casa, sórdida y siniestra, vivían otros dos españoles: uno de ellos era Joaquín el carpintero, que trabajaba en la tienda de doña Paca; y el otro, un carlista vascongado, Zabaleta, amigo del conde de Negrí, que estaba empleado en una frutería. Todos ellos tenían de noche su tertulia en una taberna de la calle de España, que antiguamente se había llamado la Bandera Blanca, y que era de un ex policía.

En aquella taberna se hacía espionaje a favor de Don Carlos, como en la casa de Iturri a favor de la Reina.

A este rincón solían ir españoles que vivían en la vecindad, tipos raros y desgarrados.

Uno de ellos era un cura catalán, mosén Pau, hombre cetrino, cejijunto, muy áspero. Mosén Pau había peleado con Tristany, y estaba resentido con él por un motivo de dinero.

Mosén Pau vivía en una casa de la calle de la Carnicería Vieja, y todo su entretenimiento era ir al campo y tirar al blanco con una pistola sobre botellas vacías, huevos vacíos, etcétera. Para este cura, tirador al blanco, no había hisopo que tuviera el encanto de una carabina o de cualquiera otra arma de fuego, ni agua bendita tan agradable como la pólvora.

En la misma casa de mosén Pau, en una guardilla, vivía otro carlista viejo, arruinado por la causa. Era un hombre de cerca de setenta años, con varias cicatrices profundas en la cara. Iba a casa de los españoles pudientes y esperaba a la puerta horas y horas, embozado en una capa raída y apoyado en un bastón, a que le dieran una limosna. Si recibía algunos cuartos, saludaba dignamente y se marchaba.

Era también contertulio de la taberna un tipógrafo de la imprenta de Lamaignere, donde trabajaba como corrector de pruebas. Este tipógrafo se llamaba Barbanegre: era hombre de unos cuarenta años, muy culto; muy enterado de la política y de los asuntos españoles, y muy aficionado al vino.

Para publicar algunas hojas, cuyos originales me envió Aviraneta, me entendí con Barbanegre y fuí a la imprenta de Lamaignere, que estaba en la calle de Bourg-Neuf del Pequeño Bayona, una de las calles más frías y más húmedas del pueblo.

[50]

Un día me encontré a mosén Pau; me dijo que estaba Tristany en Bayona y que iba a verle. Me invitó a comer con ellos.

Fuimos a un fonducho miserable de la calle de los Toneleros, obscuro y húmedo, y allí conocí a Tristany, que andaba vestido de cura y se preparaba a entrar de nuevo en Cataluña. Mosén Pau y Tristany se pusieron a discutir, en catalán, con tal violencia, que parecía que estaban dispuestos a matarse. Dejé a estos dos energúmenos con placer.

TERTULIA EN LA LIBRERÍA

Barbanegre, el cajista, me llevó a la librería de Mocochain, sucesor de Gosse, donde me presentó al librero, que era un señor ya viejo. Yo quería suscribirme a una librería circulante, y me suscribí allí.

Había otro librero en Bayona llamado Larroullet, que prestaba libros, y un salón de lectura en la plaza de Armas.

Mocochain tenía la especialidad de los libros raros. Fuí a su tienda con frecuencia. Allí se reunían varios bibliófilos, la mayoría curas; entre ellos, el abate Miñano.

Miñano era hombre muy acicalado, muy elegante, de una gran facundia, y, como había vivido mucho y conocido muchas gentes, se manifestaba muy escéptico. Empleaba en la conversación frases maquiavélicas que, aunque no las hubiera inventado él, las usaba con gran oportunidad. Es más que un crimen: es una falta. Una victoria más como ésta, y estamos perdidos...

La librera, madama Mocochain, muy sonriente y muy joven, según las malas lenguas, no era una virtud muy sólida.

Fuí a la librería varias veces, al anochecer, y escuché lo que allí se hablaba, y me quedé asombrado de la cantidad de cosas desconocidas por mí: la historia antigua, la historia moderna, la literatura, el arte, la política, sin contar las ciencias, que[51] no pretendía, ni aun siquiera someramente, enterarme de ellas. ¡Qué suma se podía hacer con mis ignorancias!

Tenía buen sentido y bastante buena memoria, y pensé en los procedimientos para cubrir mi desnudez mental de una manera decente. Como mi cultura era tan escasa discurrí el modo de adquirirla. Decidí que después de aprender el francés me dedicaría al inglés.

MIS LECTURAS

Abonado a la librería circulante de Mocochain y al gabinete de lectura de la plaza de Armas, me puse a leer de una manera frenética. Ya la vida en Bayona no me parecía tan aburrida, y muchas veces me faltaba el tiempo para las cosas más elementales.

Alternando con las novelas y los libros de historia me puse a leer biografías de hombres célebres para ver qué camino emprendieron en la vida tales hombres. La Biografía Universal, de Michaud, que entonces se acababa de publicar e iba dando suplementos, me sirvió mucho para mis planes.

Tomaba notas de todo lo que me chocaba en la lectura, y, como tenía buena memoria y mucha curiosidad y deseo de saber, me iba improvisando una cultura y marchaba camino de ser un polihistor.

LOS FRANCESES Y ESPAÑA

Uno de los resultados de mis lecturas fué el darme una preocupación grande por España y, al último, hacerme patriota.

Leí un Resumen Geográfico de la Península ibérica, por Bory de Saint-Vincent, muy áspero para nosotros, y otro libro, L'Espagne sous Fernand VII, por el marqués de Custine,[52] que tenía escrito en los márgenes palabras de protesta de algún lector español. Yo conocía de España muy poco, casi nada, y, sin embargo, me dió la impresión de que el libro del señor marqués era un tejido de embustes y de tonterías.

Leí todos los libros que encontré sobre nuestro país.

Hay que reconocer que la mayoría de las cosas que los franceses han escrito acerca de España valen poco: son casi siempre observaciones superficiales y vulgaridades que destilan antipatía y odio. No se explica bien, mas que teniendo un fondo entre rencoroso e indelicado, la rabia de los franceses contra un país como el nuestro en el siglo xix, en plena disolución y decadencia.

Estas duras invectivas contra España me hicieron, como digo, patriota.

Mi sensibilidad patriótica fué un hecho nuevo que surgió en mí con la lectura y al ver que se denigraba constantemente a España. En España no se podía vivir una vida relativamente civilizada, ni comer, ni dormir. España era un país imposible. Los españoles, al parecer, éramos una excepción en el mundo: malos, crueles, sanguinarios, incultos, indisciplinados, de color negro y cobardes.

Sin embargo, cuando fuí leyendo biografías, encontré que los tipos históricos españoles valían lo de los otros países, y que muchas veces los superaban. Me chocó la incomprensión de los franceses para con nosotros. Reconocían que España podía haber tenido en otras épocas hombres de genio, pero eso no valía.

Los franceses, en general, creen que el colmo de la civilización es llevar un redingote con elegancia, y que decir cuatro o cinco lugares comunes con una pronunciación muy perfilada y con un acento muy nasal es algo sublime. En esto se engañan. El mundo que admira el acento parisiense, y la cocina francesa, y las cantantes de café concierto, es el mundo de los tontos, de los rastacueros y de los negros disfrazados. Al mundo inteligente lo que le interesa de Francia es su aportación a la cultura general, sobre todo su aportación científica.

[53]

LOS GRANDES HOMBRES DE LA ÉPOCA

Una cosa que me asombró leyendo la Biografía Universal, principalmente los tomos del «Suplemento», que se referían a hombres contemporáneos, fué ver que casi todos ellos habían sido de una perfecta inmoralidad: ladrones, inconsecuentes y traidores. Además, no sólo ocurría esto, sino que casi todos los traidores habían sido premiados, y casi todos los hombres fieles a una causa acababan en la miseria, en la prisión o en el patíbulo.

Era un ejemplo verdaderamente inmoral. Yo me fijaba, sobre todo, en españoles y franceses. Los fieles a una idea, Robespierre, Vergniaud, Saint-Just, Ney, Berton, Riego, el Empecinado, Torrijos, caían en la lucha; en cambio, los Tayllerand, los Fouché, los Bernardotte, los Soult, subían como la espuma.

La ingratitud de los reyes era verdaderamente espantosa. Fernando VII fusilaba a los generales de la Independencia, que habían luchado heroicamente por él, y hundía en la miseria a Godoy, que quizá era su padre; Luis XVIII daba pensiones a los bonapartistas y republicanos y dejaba abandonado a Fauche-Borel, agente de los Borbones durante más de treinta años, que, viéndose en la vejez, sin amparo, acabó suicidándose. María Cristina, traicionando a los que la defendían, pactaba con Don Carlos, y este último veía con inquietud los éxitos de Zumalacárregui y escuchaba con tranquilidad la noticia de su muerte.

Si de la historia puede desprenderse una moral, de la historia de nuestro tiempo no podía desprenderse más que una lección de inmoralidad.

¡Qué grandes hombres de estercolero todos los grandes hombres de la época! Me hizo pensar mucho su ejemplo. ¿Es que los hombres, como las hortalizas, necesitarán el fiemo para crecer y desarrollarse?—pensaba—. ¿Es que las sociedades honestas y virtuosas no producirán más que hombres mediocres?


[54]

IX.
NOTICIAS DE AVIRANETA

Al marcharse Aviraneta de Bayona leí la prensa española con curiosidad, por ver si aparecía su nombre y en qué concepto se le tenía.

Unas tres semanas después de su marcha lo encontré citado en el periódico El Eco de la Razón y de la Justicia.

Decía así el periódico madrileño:

«¿Pretende quizá El Eco del Comercio secundar los buenos oficios del señor Aviraneta, que, según se asegura, ha ido a las provincias del Norte a promover escisiones, como acostumbra, y a introducir el desorden en el ejército?»

El 25 de julio aparecía otra noticia en el mismo periódico:

«El célebre Aviraneta, según carta que hemos visto de Cádiz, ha llegado a aquella ciudad acompañado de otro revolucionario, ayudante suyo, y cuyo nombre no dice la carta. Ignoramos si lleva recomendaciones de don Gil de los Ojos Verdes, firmadas El Consabido, como las que le dirigía a Zaragoza, o si el magnate de los unitarios habrá tomado otro seudónimo.»

Don Gil de los Ojos Verdes era, indudablemente, Gil de la Cuadra. ¿Por qué le aludían a él, tomándole como compinche, siendo como era enemigo de Aviraneta? No lo supe.

[55] Estas noticias procedían, indudablemente, de las logias, y como los informes que tenían éstos no eran buenos, se distinguían por su confusión.

Dos días después, el 27 del mismo mes, volvió a aparecer en el mismo periódico otro suelto, enviado desde San Sebastián, titulado:

«NOTICIAS DE LA FRONTERA»

«Hace varios días que el famoso Aviraneta se ha presentado aquí, y aunque no permaneció mas que cortos instantes, pues el conde de Mirasol le hizo conducir a Francia en una trincadura de guerra, no por eso dejó de sembrar sus principios revolucionarios entre nuestros soldados. Desde San Juan de Luz, donde se halla, parece que envió un impreso, que circuló entre la tropa, y en el cual se decía que el Gobierno había enviado medios suficientes para pagar al ejército hasta 1840, pero que los oficiales y jefes que quieren prolongar la guerra se han apoderado de este dinero.»

El 30 de julio, el mismo periódico, publicó esta noticia:

«AVISO IMPORTANTE A LOS GADITANOS»

«El célebre Aviraneta regresó a Madrid desde San Juan de Luz; tuvo una conferencia con El Consabido, el magnate de los unitarios; otra con un alto personaje; recibió sus instrucciones y marchó el jueves de la semana pasada a Cádiz.»

La insistencia en pintarle a Aviraneta conjurado con Gil de la Cuadra, con quien estaba reñido hacía tiempo, y de llevarle a Cádiz, me chocaba.

El Eco del Comercio comentó estas noticias hablando desdeñosamente de Aviraneta. Mientras se le creía en Cádiz, don Eugenio estaba entre Pau y Perpiñán. Pensé que si todas las noticias de los periódicos tenían la misma exactitud, no estábamos muy bien enterados de lo que pasaba en el mundo, ni en España, ni en ninguna parte. A mediados de agosto, Aviraneta contestó en los periódicos de Madrid negando las andanzas que le atribuían y diciendo que no tenía nada que ver con el motín de Hernani.

[56]

UNA CARTA

Poco después, Aviraneta me escribió una carta larga; me hablaba de sus diferencias con el cónsul de Bayona, que habían hecho que el subprefecto diera una orden para expulsarle de la ciudad de Bayona. El 30 de junio Aviraneta había ido a Pau, y estando aquí ocurrió, el 4 de julio, un motín militar en Hernani, a pesar de lo cual los periódicos de Madrid se lo atribuyeron a él. De Pau, el 12 de julio, marchó a Tolosa; luego, a Carcasona, y llegó a Perpiñán el 24. No hizo más que llegar a esta ciudad cuando se vió rodeado por agentes de policía secreta que le impidieron hacer nada. Los tenía en el pasillo de la fonda, y cuando salía de ella le acompañaban por calles y paseos. Aburrido, y viendo que no había acción posible en aquellas condiciones, se decidió a volver a España, se embarcó en Port Vendres y marchó a Barcelona.

Recordando su prisión de la época de Mina, no quiso salir del barco; pero el gobernador le llamó a su presencia y tuvo que ir y dar una serie de explicaciones para que le dejaran seguir a Valencia. De Valencia se trasladó a Madrid, y allí estaba esperando, como siempre, el buen momento para entrar en acción.

«Tenía el proyecto de publicar un manifiesto para confundir a mis enemigos—me decía Aviraneta con cierta solemnidad, al final de su carta—; pero las circunstancias son tan graves, que en obsequio de la causa nacional voy a sacrificar la mía propia. El Pretendiente, con sus hordas, se acerca a la Corte; se necesita unión entre los patriotas para acudir a la común defensa, y creo sería una traición el dividir los ánimos en un momento de peligro con un alegato que necesariamente heriría la susceptibilidad de algunas notabilidades. Tampoco quiero llamar la atención ni arrojar luz sobre el objeto de mi viaje a Francia. Tú sigue ahí, aunque te aburras, porque puedes prestar grandes servicios.»


[57]

X.
MADAMA DE LAUSSAT

Cuando venga septiembre—me había dicho doña Paca Falcón—le presentaré a algunas señoras distinguidas de aquí.

Efectivamente, en la misma tienda me presentó a las señoras de Laussat y de Saint-Allais, que eran personas ricas y de distinción.

Mi amigo Tartas, el elegante, me habló de madama Laussat, a quien él había hecho la corte.

Madama Laussat había tenido amantes y seguía teniéndolos, siempre con una gran discreción y sin dar el menor escándalo. Era muy amable con todo el mundo, y desarmaba con su amabilidad al que tuviera intenciones agresivas para ella.

El marido de madama Laussat era un comerciante rico, y, como estaba enfermo, dejaba a su mujer que hiciera la vida que quisiera.

Probablemente sabía que tenía amantes, pero, aun así, miraba a su mujer como a una amiga y, al mismo tiempo, como una colaboradora. Ella, para él, era un motivo de lujo y de ornamentación, como una hermosa finca, y quería lucirla y demostrar con su esplendidez que era rico y poderoso.

Madama de Laussat era una rubia de unos treinta a treinta y cinco años, de cara ancha y un poco juanetuda, de ojos claros y labios gruesos y rojos.

Creo que, espontáneamente, yo no me hubiera fijado en ella,[58] ni ella en mí; pero con esa tendencia a la tercería que hay en Francia, nos empujaron al uno hacia el otro.

Madama Laussat fué varias veces a la tienda de la Falcón y me citó en su casa.

Realmente, yo no sentía entusiasmo por ella, ni ella tampoco por mí; pero ella tenía casi siempre un amante y, durante un par de meses, ese amante fuí yo.

Uno de los medios de seducción de aquella dama era la risa; tenía unos dientes muy hermosos y una boca muy fresca.

Era una mujer sana, fuerte, con la nariz gruesa y respingona, y cierta tendencia a la gordura.

Doña Paca Falcón, siempre muy lista, me dijo:

—Estos amores con madama Laussat le avisparán a usted.

—¿Usted cree?

—¡Ah! Es una lagarta muy viva.

Uno de los contertulios de la librería de Mocochain, un cura viejo, el abate Faurel, hablando de madama Laussat, me decía:

—La cara de madama Laussat es una de esas caras que tienen atractivo con la juventud y con la frescura de los pocos años, pero que se convierten en máscaras grotescas con la vejez, sobre todo si la mujer se empeña en luchar con afeites contra los estragos de la edad.

Como no sentía entusiasmo por aquella madama, no me costó gran trabajo retenerme y no hacer enormes tonterías. A pesar de esto, tuve que pasar por muchas humillaciones y bajezas, adular a su marido y fingir gran admiración por Francia. Estas admiraciones fingidas me avergonzaban y me hicieron creerme un miserable.

Si yo fingí frialdad y egoísmo con ella, ella no tuvo necesidad de fingirlo, porque lo sentía espontáneamente. Su amor, si aquello podía llamarse amor, estaba condicionado por sus amistades, sus compromisos, y hasta sus digestiones. Todo esto me parecía desagradable y ridículo, y me humillaba y me ofendía.

El deseo de conseguir todo de las gentes de los países que se llaman civilizados me parecía, y me sigue pareciendo, muy antipático. Da una mezquindad, un cuadriculado a la vida completamente odioso.

[59]

Madama Laussat iba a las citas con este espíritu ansioso y glotón. Era completamente práctica y positiva. Si en una de nuestras citas le hubiera estropeado un lazo, no me lo hubiera perdonado nunca.

Consideraba madama Laussat que el mundo entero le debía una cantidad de satisfacciones y de placeres suficientes que tenía que cobrar.

Me instó a que le hiciera un regalo; pero como no tenía dinero, ni voluntad, le hice un regalo pequeño...

Actualmente veo que en los países del centro de Europa se habla con un entusiasmo lírico de la vida sexual: hay profesores serios que cantan el amor físico con una mezcla de lirismo y de pedantería, como algo misterioso y sublime, y lo que para nosotros, los españoles, sobre todo los españoles viejos, es puro cerdismo, para ellos es algo intelectual y maravilloso.

Madama Laussat tenía también una idea ansiosa del placer. Era una idea de avaro. No comprendía que sólo el sacrificar algo da perspectivas nobles a la vida.

Ella no quería sacrificar nada, y este espíritu tan mezquino me llegó a hacer a aquella mujer perfectamente antipática. No era sólo su espíritu el que me rechazaba, sino su manera de comer y de beber, de hablar y de sonreír.

Al notar mi alejamiento, ella me sustituyó pronto por un teniente de Artillería, el señor de Gassion.

El haber sido el preferido de madama de Laussat durante algún tiempo me dió cierto prestigio entre las señoras de la buena sociedad, que me acogieron más amablemente. Conocí por entonces a madama D'Aubignac, que era la mujer de un militar, y fuí presentado en su casa por el teniente Gassion.


[60]

XI.
MADAMA D'AUBIGNAC

Madama D'Aubignac, Delfina Vitelli, no se parecía en nada a madama Laussat; era un tipo completamente distinto.

Madama D'Aubignac tendría entonces veintiséis o veintisiete años. Era rubia, con un color como desteñido, de ojos azules, la nariz recta, las cejas finas, la boca pequeña, de labios pálidos, la expresión reservada y un tanto teatral. Era muy elegante y esbelta; tenía las manos delgadas, de dedos largos, con las que accionaba muy bien, y tomaba unas actitudes artísticas. Tenía un niño y una niña. Delfina era nieta de un italiano, y decía que era descendiente de Vitellozzo Vitelli, uno de los condottieri muerto por César Borgia en la célebre emboscada de Sinigaglia.

Delfina tenía un ingenio muy agudo y un gran sentido de observación, lo que no le impedía ser muy romántica.

Entonces, no; pero hoy hubiera dicho que era una mujer envenenada por la literatura. Le hubiera gustado ser sacerdotisa como Velleda, no como la de Tácito, sino como la de Chateaubriand, y tener un destino trágico y triste. Excitada por la literatura y por la música, Delfina era una mujer descontenta, una mujer alambicada, con una gran inclinación a las sutilezas psicológicas y literarias, muy aficionada a escribir largas cartas, con análisis espirituales.

Madama D'Aubignac tenía en sus reuniones la actitud de una señora de casa que aspira a que la gente se distraiga en[61] su salón; hablaba de una manera muy insinuante, y sus explicaciones eran siempre claras, precisas, sin obscuridades, y las ayudaba con el gesto y con el ademán de aquellas manos de dedos largos y finos.

El señor D'Aubignac era militar, hombre correcto, frío, realista y muy arbitrario. Oí decir que se había casado con Delfina principalmente por la dote; guardaba consideraciones a su mujer, pero no le tenía cariño. Galanteaba a madama Picamilh, que era una morena opulenta, de ojos negros, que estaba muy enamorada de su marido.

El señor D'Aubignac me trataba muy amablemente.

LAS AMISTADES DE DELFINA

A casa de Delfina solían ir con frecuencia madama Picamilh y madama Saint-Allais, que era una viuda vaporosa, como una sílfide, que hacía versos sepulcrales. También iba madama Laussat, pero Delfina sabía demostrar que no consideraba a esta dama entre sus amistades íntimas.

Los hombres que acudían a las reuniones eran en su mayoría militares, aunque había también paisanos, magistrados, empleados y comerciantes. El clero frecuentaba poco la casa; algunas veces iba un canónigo, y, en una o dos ocasiones, el obispo, que se dedicó a galantear a las señoras.

Uno de los hombres que más bullía era el doctor Iriart, hombre alto, viejo, muy empaquetado, muy derecho, muy bien vestido, y a quien se le tenía por una eminencia. El doctor hablaba como si tuviera el secreto de todas las cosas. A mí me pareció un antipático farsante de la tribu de los galenos.

Otro médico que frecuentaba la casa era el doctor Lacroix, médico del regimiento. El doctor Lacroix tenía un tipo frailuno: era fuerte, rechoncho, displicente, con el cráneo calvo y abultado; había vivido en Argelia; era soltero, y tenía afición por los caballos y por los perros.

Los jóvenes oficiales que acudían a casa de madama D'Au[62]bignac estaban cortados todos por el mismo patrón: eran fatuos, vanidosos y de aire frío y ceremonioso.

El único amable, al menos conmigo, era el teniente Gassion, mi substituto cerca de madama Laussat. Gassion era alto, delgado, rubio, con los bigotes en punta, con la cara roja y con esa insignificancia corriente en el tipo rubio, que da la impresión de un joven de mostrador o de un mozo de fonda. El teniente Gassion era una buena persona, hombre amable y servicial, pero un charlatán desenfrenado.

MIS RESENTIMIENTOS

En esta tertulia, muchas veces los oficiales jóvenes me trataban con desdén o me decían alguna impertinencia. Varias veces me propuse no ir.

Al principio me sentía muy cohibido y muy molesto. Me encontraba como un mozo del campo a quien le ponen por primera vez cuello almidonado y botas nuevas. A veces, por una frase, por una sonrisa, la ira brotaba en mí de una manera súbita.

No sospechaba yo que tuviera este fondo de violencia y de barbarie.

Me sentía más iracundo y más irritable en Bayona que en España. Yo me explicaba a veces esto, porque en España, con el odio de los dos partidos, se dividían las actividades psíquicas, y una gran cantidad de irritación y de cólera se empleaba en detestar a los enemigos; pero en Francia, en donde esta división no era posible para un español, ponía uno la violencia y la rabia dentro de la vida social.

Me chocaba encontrar en mí mismo, de una manera tan exagerada, esta mezcla de violencia, de brutalidad y de debilidad. Por un motivo pequeño me sentía indignado e irritado, y al cabo de un par de días surgía otro que recogía a su alrededor la misma cólera y violencia.

Me había creído cándidamente un hombre comprensible y amable, pero iba viendo que no había tal cosa y que esta[63]llaba por dentro a cada paso con una irritación y una rabia frenéticas.

Algunos días en que había poca gente me sentía muy a gusto en casa de madama D'Aubignac. Era ya a principios de otoño; se encendía fuego en la chimenea, se charlaba, y yo me encontraba bien y, a veces, hasta ocurrente.

LAS IDEAS DE MADAMA D'AUBIGNAC

Delfina me invitó varias veces a comer en su casa, y llegué a tener cierta confianza, nunca mucha, porque la manera de ser de aquella señora no lo permitía, y había que estar siempre en guardia.

Madama D'Aubignac era la pulcritud llevada al último extremo: toda su casa estaba tan cuidada, que daba pena pisar el suelo con las botas sucias de la calle. Tenían un salón verde, con una sillería Chippendale, de seda también verde; un piano Erard, la araña en el techo, un velador, una vitrina con miniaturas y abanicos preciosos, unas cortinas de terciopelo verde con guarniciones de hierro forjado, un retrato al óleo de una dama de su familia y varias estampas; la llegada de una diligencia, de Bailly, grabada por Massard, y Le Bal Paré y el Concierto, dibujados por Saint-Aubin y grabados por Duclos, que son pequeñas obras maestras en el género.

Delfina tocaba el piano y cantaba, si no con mucha voz, con mucho sentimiento, El barbero de Sevilla, Lucía de Lammermoor, que se estrenó por entonces, y algunas canciones vascas como Iru damacho (las tres señoritas donostiarras de una tienda de Rentería, que saben coser bien, pero que saben mejor beber vino). Esta canción la había instrumentado el músico francés Habeneck, y llegó a hacerse popular.

Delfina era muy entusiasta de los libros de Balzac y de los dibujos de Gavarni, que le parecían maravillosos. Estaba suscrita al periódico La Moda, árbitro entonces de las opiniones y de las costumbres de la gente elegante.

[64]

Tenía también gran entusiasmo por Víctor Hugo, aunque el carácter demagógico que iba tomando el poeta no le gustaba. Sabía de memoria trozos de Hernani, y una vez ella y un joven oficial recitaron la escena de Hernani y Doña Sol, en que Doña Sol dice aquella frase célebre: ¡Vous êtes mon lion superbe et généreux! Realmente, madama D'Aubignac declamaba muy bien.

Delfina hubiera querido vivir en París. No sentía amor por su marido, pero era de una conducta severa. Unicamente una gran pasión la hubiera arrancado de su pasividad. Tenía por la gran pasión un amor exaltado. Yo sospechaba que en este culto por la gran pasión había mucho de exasperación, producida por la literatura romántica.

Tenía también un entusiasmo exagerado por la belleza, por la prestancia y por el rango, que a mí me irritaba profundamente.

La verdad es que en la vida todos los caminos, cuando queremos recorrerlos hasta el final, nos llevan a algo feo e innoble.

La admiración por la belleza, por la fuerza, por el rango, es justa, está bien, pero nos induce fácilmente a la adulación y hasta a la vileza. La compasión, la piedad, tienen mucho de sublime, pero conducen, a poco que crezcan, al odio por el feliz y por el ecuánime.

¡Tan difícil es tomar una posición sentimental honesta en la vida!

Yo, cuando veo a una persona que busca deliberadamente como amigos a los ricos, a los fuertes, a los hombres de rango, desconfío de ella; pero cuando veo a otro que busca también deliberadamente a los desgraciados, a los tristes, a los rencorosos, desconfío más.

Sólo el amor por lo intelectual tiene nobleza en su comienzo y en su fin.

Delfina era eminentemente social. A mí me chocaba que fuera tan amable con viejos estúpidos y malhumorados, que apenas si hacían caso de sus lagoterías.

Había uno, sobre todo, un señor Durand, rico, que a mí me exasperaba. Era un hombre gordo, rojo, apoplético, con un pelo blanco que parecía lana, unos ojos claros y una voz con[65] notas agudas de falsete. Era el hombre de las observaciones mal intencionadas. Yo, en un período de revolución y teniendo poder, lo hubiera mandado fusilar sólo por el tipo.

Cuando tuve confianza con Delfina le dije:

—Me choca que haga usted caso y que prodigue usted sus amabilidades a ese viejo estúpido y antipático, que además no le agradece su solicitud. ¡Qué manera de dilapidar la amabilidad!

—Pero así hay que ser: todos tenemos defectos.

Claro que todos tenemos defectos—pensaba yo—. Hay hasta defectos que son muy simpáticos. Lo que me chocaba es que Delfina tuviera simpatía, estimación por gentes pesadas, plúmbeas, sin ninguna cualidad.

Entonces sentía yo por la burguesía, por el filisteo negado y petulante, un odio verdaderamente violento.

Me hubiera parecido una obra casi meritoria, encontrando un tipo de estos estúpidos, satisfechos y mal intencionados, como el señor Durand, el quitarle el dinero, el arrebatarle la mujer y el seducir a su hija.

Hoy ya la más intensa de las estupideces me deja frío.

LA IDEA SOBRE ESPAÑA

Si algunas veces yo chocaba con las opiniones de Delfina llevándole la contraria, ella me hería siempre que hablaba de España y de los españoles. La mala opinión que tenía de nosotros me irritaba, y a veces la replicaba violentamente. Todos hablaban de España con ironía, como de un país atrasado, sucio, bárbaro, que no hacía nada bien. Esto me ofendía, y pensaba en devolver el golpe que me daban. Me irritaba luego el ver que yo, en el fondo, era más rencoroso que ellos, porque yo recordaba durante algún tiempo lo que me había ofendido, y ellos, con esa superficialidad francesa, se olvidaban en seguida de lo que habían dicho.

[66]

Una vez que me quejaba delante de Delfina de la mala opinión que tenían los franceses de nosotros, ella me dijo:

—A los franceses nos da España una impresión de barbarie y de tosquedad.

—Sí; también a nosotros Francia nos da una impresión de relajación. Para un español, todos los franceses son cornudos, y, naturalmente, todas las mujeres engañan a sus maridos.

—Pero eso es una falsedad.

—Es posible; pero, ¿por qué no ha de ser una falsedad también la opinión de ustedes sobre España?


[67]

XII.
LA DUQUESA Y SU ABATE

Un día, en la puerta del hotel, me encontré a un abate que me preguntó, en castellano, dónde estaba el Consulado de las Dos Sicilias. Le dije que no lo sabía, pero que podía preguntar en el Consulado de España, en la plaza de Armas.

A la hora de comer le volví a ver al abate. Era un tipo raro, con una cabeza dantesca. Llevaba melenas. Tenía la frente ancha, arrugada, tempestuosa; el entrecejo, fruncido; la nariz, corva, un poco roja; los labios, finos; la boca, sardónica; las cuencas de los ojos, grandes, y los ojos, negros e inquietos.

Tenía una cara de polichinela, pero de un polichinela sombrío y tétrico.

Al volver a encontrarle me saludó con una profunda inclinación de cabeza.

Al mozo del hotel le pregunté:

—¿Quién es este tipo?

—Es un abate que ha venido con una señora. Se han inscrito en el hotel así: «La duquesa de Catalfano y el abate Girovanna».

Al día siguiente, el abate me volvió a hablar y me dijo que la duquesa tenía interés en conocerme. No comprendí qué interés podía ser el suyo, pero fuí con el abate al cuarto de la duquesa.

Era ésta una mujer de unos cuarenta años, con la cara larga y marchita, la nariz también larga, el color muy pálido, los[68] labios muy finos, con las comisuras para abajo. Tenía un aire de galgo, un tipo muy aristocrático; se manifestaba muy lánguida, muy amable y como sumida en una profunda tristeza. Toda su vida estaba en los ojos, unos ojos claros, profundos y enigmáticos que miraban muy atentamente, con una fijeza de felino.

Hablamos un instante la duquesa y yo, y al salir de su habitación el abate Girovanna se despidió de mí con grandes demostraciones de amistad.

Volví a interrogar al mozo acerca de aquellos extraños personajes. Me dijo que la duquesa vivía alternativamente en Nápoles, en Niza y en París, y que el abate Girovanna hacía las veces de secretario o de mayordomo, aunque en sus relaciones con la duquesa más parecía el amo.

UN HOMBRE EXTRAÑO

Al día siguiente, el abate Girovanna fué a mi oficina y estuvo charlando largamente conmigo. Hablaba español muy bien, aunque en su conversación mezclaba palabras de italiano y de francés. Me invitó a dar una vuelta; fuimos paseando por los arcos hasta la catedral, tomamos hacia la muralla, y por el Rempart Lachepaillet salimos a la Puerta de España.

Me habló de las torres que había habido antiguamente en Bayona y me indicó los sitios por donde pasaba la muralla galorromana.

—Vamos a seguir un poco hacia San Pedro de Irube—dijo—. Este camino se conocía antes con el nombre de camino de los Agotes.

Luego vi que, efectivamente, así era.

El abate me dijo que se llamaba Jenaro Girovanna y que había nacido en Nápoles, aunque se consideraba cosmopolita. Me asombró. Era un hombre inquieto y turbulento. Sabía diez o doce idiomas. Su cabeza no regía bien: discurría a veces con buen sentido, pero de pronto desbarraba. Me dijo que era[69] botánico y médico; me habló de todos los países del mundo, y me contó unas cosas que me dejaron espantado.

Según él, en los últimos tiempos, en las cortes de Roma, de Nápoles, de Viena y de Madrid se había envenenado mucho.

—No lo creo—le dije yo.

—No sea usted naívo—me contestó él—. Está probado. Muchos príncipes, palaciegos y cardenales han muerto envenenados.

—¿Y se sigue envenenando?

—No; porque ha habido un químico inglés, Marsh, que ha descubierto hace un par de años un aparato que revela los rastros del arsénico, y el arsénico era el veneno más usado.

El abate Girovanna me contó una porción de casos de envenenamiento, y sólo se interrumpió a la vuelta de nuestro paseo para mirar con curiosidad un escaparate de una tienda de ultramarinos de la calle de España, que no tenía nada de curioso.

Al día siguiente, el abate volvió a mi oficina, y salimos a pasear hacia Anglet.

El abate me interesaba cada vez más. Yo no he conocido un hombre más sugestivo que aquel siniestro polichinela. Tenía una ciencia de benedictino, una memoria repleta de datos, de ideas, de conocimientos.

A esto unía una versatilidad de mujer histérica y una imaginación de taumaturgo. Era una cabeza capaz de abarcarlo todo. La historia la conocía al dedillo; se ponía a hablar de geología y explicaba la formación de los terrenos con un lujo de detalles de un especialista; de esto pasaba a la política o a los idiomas, y se veía que no sólo sabía de todo, sino que tenía de la mayoría de las cosas una idea propia y original.

Sabiendo que yo era vasco me habló del vascuence y me explicó una porción de particularidades del idioma que yo ignoraba.

El abate tenía unas opiniones radicales. Decía que el cristianismo y los bárbaros del Norte habían perdido el mundo.

Para Girovanna todas las extravagancias de la época tenían una gran importancia: la frenología, el magnetismo animal, la necromancia. Creía también, o por lo menos aceptaba, la posibilidad de que existieran elixires de larga vida y bebedizos[70] hechos con sangre de niño. Hablando de esto expuso la teoría de que la sangre fresca, fuerte, debía emplearse en ciertos casos en alargar la vida de los hombres superiores.

Cada vez que le veía al abate mostraba una nueva faceta. Resultó que era también algo ventrílocuo y prestidigitador. Lo más curioso suyo era el rápido cambio de estado espiritual. Pasaba de la alegría a la tristeza, y de la risa casi al llanto, sin tránsito apenas.

A mí me producía una mezcla de atracción y de horror. Algún día no apareció; luego me dijo, más tarde, que a veces tenía dolores muy fuertes en el pecho y en la cintura, y que para calmarlos tomaba opio.

Sus observaciones frenológicas eran muy curiosas; de repente cambiaba de aspecto y se notaba que experimentaba una gran curiosidad o una gran repulsión por una persona en cuya cabeza había visto algún signo que le desagradaba.

—Tiene usted la sagacidad comparativa—me dijo una vez.

—Y eso, ¿en qué se distingue?

—En esa protuberancia de en medio de la frente.

Yo, no sé por qué, no creía en esto gran cosa, y se lo dije.

—Pues hay algo de verdad—replicó él—. Fíjese usted en los hombres valientes, decididos, que tienen condiciones para la música y las matemáticas. Verá usted que casi siempre tienen la cabeza ancha y las sienes abultadas; en cambio, en los grandes poetas, en los artistas, en los historiadores, no verá usted con frecuencia esas cabezas, sino cabezas largas, con la frente prominente.

—¿Y yo qué clase de hombre soy, según usted?

—Usted es un hombre sensual; pero hay dos cosas en usted fuertes que corrigen su sensualidad.

—¿Y son?

—La intuición y la lógica. Usted no hará grandes tonterías; si las hace será llevado por el orgullo o por la curiosidad, impulsado por una pasión intelectual, pero nunca por el instinto ciego.

A la semana de conocerme, el abate me dió un frasquito que contenía un narcótico.

—Guárdelo usted—me dijo—; a veces se encuentra uno con una persona que estorba. Se le dan unas gotas de este[71] licor en un vino capitoso, y ya lo tiene usted fuera de combate.

Hice la prueba dándole unas gotas en un terrón de azúcar al perro del hotel, que se quedó durante muchas horas dormido. En vista de la eficacia del narcótico me decidí a llevar siempre el frasquito en el chaleco, en el bolsillo del pecho, hasta que pensé que estaría viejo y lo tiré.

UNA PROPOSICIÓN

A los diez o doce días de conocerle, el abate me propuso ser secretario de la duquesa. El empezaba a perder la memoria y a estar demasiado nervioso. Me daría quinientos francos al mes y todos los gastos pagados. Tendría en perspectiva una vida espléndida, viajes, gran mundo, trato con mujeres hermosas... Como para mostrarme la generosidad de la duquesa me mostró un sobre lleno de diamantes y esmeraldas que ella le había regalado.

Yo, pensando en Aviraneta, le contesté que tenía que consultar con mi padre.

—¿Para qué? Los padres nunca saben dar buenos consejos...; pero, en fin, haga usted lo que quiera.

Estaba indeciso; la proposición me halagaba extraordinariamente. No sabía qué hacer, y me decidí a explicar el asunto a Delfina.

Ella me dijo que le parecía una imprudencia el seguir a la duquesa y al abate, que probablemente serían unos aventureros.

—Es muy extraño—añadió ella—que le hagan un ofrecimiento así, sin motivo alguno, y sin conocerle. Por lo menos, entérese usted de quiénes son.

El consejo era bueno y me determiné a seguirle. Fuí a ver al canciller del Consulado de España para que pidiera al cónsul de las Dos Sicilias datos de la duquesa y del abate.

Al día siguiente los dos habían desaparecido.

[72]

RUMORES

Poco tiempo después corrió el rumor extraño de que la duquesa de Catalfano era una mujer vampiro.

Se dijo que al ver a un muchacho de la fonda que se había hecho sangre en una mano le había entrado una gran agitación, brillándole los ojos como a un ave de rapiña; que tomó la actitud de abalanzarse hacia él, y que el abate le había detenido.

Luego se añadió que la duquesa necesitaba para vivir el sorber sangre, y que el abate le llevaba muchachos engañados.

No se pudo averiguar de dónde salió este rumor, ni de qué procedía; a pesar de no tener la menor verosimilitud, la idea me hacía temblar.

Más o menos claramente, había tenido la sospecha de que la titulada duquesa era una mujer lasciva que se valía de su secretario para tener hombres jóvenes.

Luego se dijo que detrás de la duquesa y del abate vino a Bayona un viejo de Nápoles, a quien el abate le había llevado un hijo que no se sabía dónde estaba. Tampoco pude comprobar esto. Lo que sí resultó verdad fué que, en Niza, el abate se hacía llamar Lazaretti, y ella, la princesa de Campo Chiaro.

También averiguamos que, a una señora vieja del hotel, el abate había prometido regenerarla y convertirla en un jovencito la primera luna del año siguiente. La señora estaba desconsolada porque el abate se había marchado, dejándola preocupada, y pensando, sin duda, en la transformación que iba a haber en sus instintos para que le empezaran a gustar las mujeres más que los hombres. Con este motivo se habló de Cagliostro, del conde de San Germán, de los elixires, de los vampiros y de los brucolacos.

Yo no creí gran cosa que Girovanna fuera un bandido. Más bien pensaba que era un hombre fantástico y raro y amigo de asombrar con sus conocimientos y sus ideas; pero aun así me producía cierto espanto.

Delfina se rió mucho comentando los peligros a que me[73] hubiera expuesto si llego a aceptar la plaza de secretario de la Catalfano.

—Lo que me choca es que creyera usted que le iban a hacer un ofrecimiento tan espléndido por nada. Algo le tenían que pedir.

—Sí; es verdad.

—En parte es usted muy modesto, y, en parte, muy orgulloso.

A veces, en sueños, recordaba a la duquesa y al abate con sus ojos hundidos y su aire de polichinela, y muchas veces imaginé que entre los dos me metían en una campana de cristal y me dejaban exangüe y blanco como un papel.


[74]

XIII.
LA ARBITRARIEDAD

Iba intimando más con madama D'Aubignac y asistiendo con frecuencia a su casa.

Delfina encontraba que mi manera de hablar francés era dura y recortada, y me recomendó que aprendiera de memoria trozos de Corneille y de Racine, como el sueño de Atalia, el furor de Hermiona, las imprecaciones de Camila, cosas que me aburrían lo indecible. También me recomendó que leyera en voz alta los Mártires, de Chateaubriand. Tampoco podía con ellos; todos los personajes del ilustre vizconde me parecían de cartón, figuras sin relieve ni calor humano, como las estampas que reproducían cuadros de Ingres y de David, que tanto gustaban a Delfina.

Para convencerme con el ejemplo, madama D'Aubignac me leyó una vez aquel trozo de los Mártires: ¡Pharamond! ¡Pharamond, nous avons combattu avec l'épée! Ella pronunciaba esto de una manera perfiladísima; a mí me parecía todo ello amaneramiento y afectación. Si no de una manera clara, con algún circunloquio se lo dije.

[75]

LA AFECTACIÓN Y LA TRADICIÓN

Para Delfina el reproche de afectación no constituía un defecto. Ella creía que la afectación amanerada era la verdadera forma de la civilización; suponía que la pérdida de las costumbres, y de las modas de la antigua sociedad francesa, con sus peinados y sus pelucas, sus moscas, y sus tacones rojos, y el colorete, era lastimoso. A mí todo esto me sorprendía y me indignaba. Ahora no me hubiera indignado; comprendo que la sociedad que pretenda ser elegante tiene que ser amanerada, jerárquica y tradicionalista. Las cosas no se improvisan tan fácilmente como quieren creer los revolucionarios.

Durante mucho tiempo yo he tenido el desdén y la antipatía por la tradición en la política, y sobre todo en la literatura, y he llegado hasta leer con gusto los libros de Tolstoy, Dostoievski e Ibsen, con su psicología del hombre solo y desnudo de viejas fórmulas; pero ahora voy volviendo al redil y prefiero la psicología del hombre vestido, acompañado y con tradiciones.

Del amor por la literatura obscura y caótica, aunque llena de sugestión, he pasado, por grados sucesivos, al gusto, para mí aviranetiano, por la claridad y la sequedad.

Es la influencia de la vejez y del retorno a lo antiguo.

Actualmente, este gusto no es un gusto a la moda, porque el público de hoy desea la solemnidad y que el poeta, el músico, el cantor y el bailarín tomen aires de sacerdotes; pero, en fin, no me preocupa gran cosa estar a la moda.

[76]

INCOMPRENSIÓN

Delfina era muy partidaria de la aristocracia; yo me sentía entonces rabiosamente demagogo. Hoy tampoco lo soy. No se puede creer que un hombre, por el hecho de pertenecer a una familia aristocrática, sea sólo por eso noble y distinguido; ni al revés: que un hombre, porque su familia haya sido obscura, sea un bruto; pero que en el régimen de vida actual hay mucho en el individuo que se pega de la familia, es indudable.

Delfina me preguntó por los Leguías, y cuando le dije que tenían su escudo, le pareció bien.

La verdad es que hay una incomprensión completa entre las personas de los distintos países.

Delfina aceptaba únicamente su punto de vista francés; más, era un defecto; menos, también.

Creía, como un dogma, que el idioma francés era bonito, y el alemán y el inglés, feos. Yo le decía:

—Para mí un idioma es bonito si se entiende. Si no se en en tiende y no se ha oído, todos los idiomas parecen absurdos. La prueba está en los chicos. Un chico oye hablar a un extranjero y se burla de él; le parece ridículo.

Delfina no aceptaba mis puntos de vista generales. Hablábamos, por ejemplo, de las mujeres españolas, y las reprochaba que andaban con pasos menudos y con mucho melindre.

—Sí—decía yo—; las españolas son más pequeñas de estatura que las francesas; tienen que dar los pasos más cortos si le gusta a usted que una mujer tenga el paso largo, le gustará la manera de andar de una inglesa.

—¡Ah, no! La inglesa anda como un granadero.

En todo, Delfina, era lo mismo. Ella tenía que dar la norma: estaba en el fiel de la balanza.

[77]

DESCONTENTO

Iba estando nervioso y poco satisfecho en Bayona. Pasaba el tiempo y no hacía nada; los planes de Aviraneta no tenían el menor éxito; la casa de comisión no marchaba bien, cosa natural, porque no ofrecía condiciones de vida. En el primer negocio que quise intervenir tropecé con la mala voluntad del cónsul Gamboa; llegamos a reñir, y yo le dije algunas cosas duras.

Hubiera vuelto a España con mucho gusto, ¿pero adónde? El ir de dependiente de comercio me parecía horrible; volver a mi casa de Vera, estando mi padrastro, no lo hubiera podido soportar.

Hice un viaje a San Juan de Luz, a visitar a la madre de Corito, y esta señora me acogió muy fríamente. A mí me fué también bastante antipática mi futura suegra; me pareció muy orgullosa y muy entonada.

Volví a Bayona pensando que la suerte me volvía la espalda. Estaba desesperado, desilusionado. No tenía tampoco un amigo a quien contar mis penas.

Mucho de mi malhumor se convirtió en autocrítica.

—Qué bruto soy—pensaba muchas veces—. ¡Qué farsantería hay dentro de mí! ¡Me emborracho de petulancia y de deseo de ser interesante!

Entre los demás y yo mismo me habían laminado. Aviraneta, doña Paca Falcón, madama Laussat, Delfina, la madre de Corito, me habían alargado y estrechado y puesto en el lecho de Procusto. Iba perdiendo toda espontaneidad y toda alegría.

Hablando de esto, Delfina me decía:

—Se va usted haciendo hombre, y antes era usted un niño.

La verdad, no agradecía el cambio.


[79]

SEGUNDA PARTE
DANDYSMO

EN LA FRONTERA DEL TIROL

Como el enfermo que cambia de postura, me he trasladado a otro pueblo del mismo valle de los Grisones.

Es un pueblo en un alto, desde el cual se divisa un gran panorama de montes de Suiza y del Tirol. He ido al único hotel de la aldea, que tiene una espléndida terraza.

Estamos ahora en el momento más caliente del verano; el sol brilla de una manera implacable y el cielo se muestra uniformemente azul.

A la caída de la tarde salgo a pasear. El río murmura en el fondo del valle; se oye en los montes, entre los árboles, el cencerro de las vacas y el sonido romántico del cuerno de los pastores.

Por el camino no pasa casi nunca nadie; a veces me cruzo con algún hombre barbudo en un carro y, con frecuencia también, con un deshollinador vestido de negro, con un sombrero de copa encasquetado en la cabeza y una escalera en la espalda, que marcha montado en bicicleta.

Como el campo está seco, me siento sobre la hierba y contemplo estos prados con las anémonas y pulsatilas florecidas, de colores variados; los vilanos del diente de león y de las escabiosas, que se deshacen con el viento; los tomillos, las saxífragas, las siemprevivas y las pequeñas flores azules de los myosotis.

Cuando el sol se retira se siente en seguida frío, y vuelvo a mi cuarto del hotel.

No tengo nada que hacer, no tengo nada actual en qué pensar, y me dedico a seguir mis Memorias.


[80]

I.
UNA IMPRUDENCIA

En el invierno de 1837, estando en Bayona, tuve como negociante una gran sorpresa y un acontecimiento inesperado en mi vida. La sorpresa fué el entrar en relación directa con las casas de Collado y Lasala, de San Sebastián, y empezar a hacer negocios con las compras para el ejército cristino.

La Casa de Comisión de Etchegaray y Leguía, puesta sin más objeto que el de servir de pantalla para las intrigas de Aviraneta, comenzó a marchar de pronto viento en popa.

Gamboa me llamó, y fué él quien me relacionó estrechamente con Lasala y Collado. Poco después me entendí con algunos vinateros españoles para entrar vino de Navarra y de la Rioja en Francia.

Gamboa quiso avasallarme, y en los negocios en que entré con él tomó la parte del león.

Gamboa era el tipo del hombre honrado que se aprovecha de todo lo que es legal. De ahí no pasaba su moralidad. A pesar de creerse el prototipo de la justicia y de la honradez, se beneficiaba de su cargo y de sus relaciones para enriquecerse. A mí me puso la proa mientras creyó que no tenía gran formalidad ni resistencia comercial; cuando vió que seguía firme, se hizo amigo y aliado mío.

Esta prudencia, que en la burguesía pasa por sesudez y por buen juicio, es una cualidad de los miserables y de las gentes de espíritu bajo e innoble.

Yo no le tuve nunca simpatía a aquel hombre, y al globo in[81]flado de su vanidad le hubiera dado con gusto un alfilerazo si hubiese podido.

Entre las comisiones de Gamboa y las de los vinateros comencé a tener mucho trabajo, y me vi en la necesidad de tomar un dependiente en mi oficina, y al cabo de poco tiempo, dos.

GOMES SALCEDO

Colaboraba conmigo un judío, Gomes Salcedo, hombre más listo que el hambre. Claro que esta listeza en un judío no es cosa rara, y menos siendo de la familia de Leví, como Gomes Salcedo, porque los Leví descienden del rey David, o del rey Salomón, o de no sé qué otro ilustre granuja bíblico. Gomes Salcedo, con su aire de cabra triste, era un águila. Se había arruinado dos o tres veces, y hecho rico otras tantas. Afortunadamente para mí, sus intereses y los míos no eran contrarios; si no, yo hubiese andado muy mal.

Gomes Salcedo arrancaba el dinero a Lasala y a Collado con una energía terrible, y se imponía al cónsul Gamboa, que era el representante y el asociado de los dos comerciantes de San Sebastián, luego ingresados en la aristocracia española. No se podía saber de todos estos negociantes quién era el más judío.

Gomes Salcedo tenía como ayudante para los negocios sucios a un tal Cazalet, bohemio, que se pasaba la vida en los cafés, jugando al billar, fumando y bebiendo.

Cazalet había hecho de todo: el espionaje, el chantage, la compra de correspondencias secretas entre carlistas y liberales, etc., etc. Si no había envenenado a nadie, lo confesaba él mismo, era porque no tenía valor y le temía al Código y a los gendarmes.

Cazalet era un hombre listo, inteligente, con un conocimiento instintivo de los hombres, pero su ciencia del mundo no podía utilizarla, desacreditado como estaba y hundido en todos los vicios.

[82]

Cazalet, con sus melenas, y su pipa, y su corbata flotante, venía con frecuencia a mi oficina y contaba una porción de historias, a cual más escandalosas, de los unos y de los otros, con su habitual cinismo. Oyendo a aquel bohemio se veía la parte baja de negocios y de chanchullos que había en el comercio de Bayona y en la guerra de España, a pesar de que carlistas y liberales se batían por puro fanatismo.

TORPEZA

El acontecimiento inesperado de que hablo al principio comenzó por unas palabras mías imprudentes.

Había ido una noche a la tertulia de la librería de Mocochain, donde estaban los contertulios de siempre y un señor viejo a quien no conocía.

En medio de la conversación, de pronto, me preguntó Miñano:

—¿Usted conoce al comandante D'Aubignac?

—Sí.

—¿Qué clase de hombre es?

—Es un hombre de poco talento y un tremendo reaccionario.

—A mí me lo habían pintado como hombre inteligente y liberal—dijo el viejo desconocido.

—No. ¡Ca!—repliqué yo—; el otro día estuvo hablando mal del general Harispe y lamentándose de que el Gobierno de Luis Felipe haya puesto al mando de la división de Bayona a un republicano.

—¿Así que usted cree que D'Aubignac es realista?

—Lo es, sin duda alguna.

—¿Y qué dice del subprefecto?

—Dice, como todos, que es un tonto presuntuoso.

—Y de Delfina, ¿qué opina usted?—me preguntó el viejo.

—Es una mujer muy sabia, muy perfilada, muy compuesta.

—¿A usted no le entusiasma?

—No; estas mujeres tan bachilleras no me encantan.

—¿Y se le conoce algún amante?

[83]

—No; yo creo que no le quiere gran cosa a su marido; pero su virtud consiste en que no tiene, por ahora, nadie que le guste de verdad.

Charlamos de otra cosa, y al salir yo de la librería pensé que había hecho una torpeza al hablar de Delfina y de su marido como había hablado, y más a una persona desconocida.

La primera vez que fuí a casa de madama D'Aubignac tuve un momento la sospecha de que alguien habría contado lo dicho por mí en la librería; pero se me pasó este susto.

Quince días después estaba de visita en casa de Delfina, hablando delante de la chimenea, cuando ella repitió mis palabras de la librería. Al principio no supe qué replicar, tan turbado me hallaba; luego, levantándome nervioso, la dije:

—Aunque esto no sea la verdad estricta, sino adornada, no creo que tenga más valor que una estúpida indiscreción mía y una indiscreción, aún mayor, del que ha venido a usted con el cuento.

—Ha podido usted perjudicar a mi marido.

—Lo reconozco, lo comprendo. He obrado neciamente, ya lo sé, y para castigarme como merezco, no volveré más a su casa.

El pedir perdón no venía a cuento; así que me marché al hotel consternado, pensando unas veces no ir ya a ninguna parte y otras proponiéndome no hablar de nada.


[84]

II.
DESAFIO

Hubiera deseado que la cosa no tuviera más derivaciones, pero las tuvo.

Unos días después, al pasar por delante del café de la plaza del teatro para ir al Consulado de España, me llamó el teniente Gassion, que estaba con otros dos oficiales.

—¡Adiós, señor Leguía!—me dijo—. Siéntese usted; no vaya usted tan deprisa. Ayer le echamos a usted de menos en casa de madama D'Aubignac.

—Son ustedes muy amables. Ando estos días un poco atareado.

—Siéntese usted y tome algo. Pues, sí; madama D'Aubignac me preguntó varias veces por usted; si no le habíamos visto, etcétera. Le tiene a usted mucho afecto.

—Sí; es una señora muy buena.

El teniente Gassion siguió hablando de Delfina de una manera tan indiscreta, que me puso frenético.

—Gassion—le dijo uno de los oficiales—, está usted molestando a su amigo, que tiene que emplear toda su diplomacia con usted.

—Yo, ¿por qué?

—Como se dice que es usted un buen amigo de madama D'Aubignac.

—¡Bah! ¡Se dicen tantas tonterías!—exclamé con acritud.

—De todas maneras, aunque sea usted su amante, no será usted el primero.

[85] —Yo no soy su amante. La señora D'Aubignac es una señora amiga mía, y nada más.

—Sigue la diplomacia—saltó insolentemente el oficial—. Yo supongo que madama D'Aubignac, a quien no tengo el honor de conocer, se irá con el que le haga algunos regalitos.

—¿Usted la conoce?

—No.

—¿Entonces por qué habla usted así de ella? Me parece estúpido el denigrar a una mujer a quien no se conoce, por que s.

El me replicó de una manera desdeñosa y altiva, asegurando que mi opinión sobre él le tenía sin cuidado; yo insistí afirmando con violencia que lo que decía era una estupidez y una indignidad. Nos insultamos, y él me provocó a un duelo. Le dije al teniente Gassion que arreglara el asunto de manera que no se supiera la causa.

—Bueno; ya lo arreglaré. ¡La verdad es que él tiene la culpa de todo; pero usted también le ha contestado de una manera tan desdeñosa y tan agria! ¿Es usted un buen tirador de armas?

—Yo, no. No he cogido un arma en mi vida.

—¡Qué locura! Entonces le va a herir como quiera. Yo se lo pienso advertir: si le hiere a usted gravemente, lo mato.

Esto no era un gran consuelo para mí. El oficial que se iba a batir conmigo se llamaba Martín, y, al parecer, su antipatía por madama D'Aubignac provenía de no haber sido invitado por ella a ir a su casa.

HERIDO

Convinieron los testigos el duelo a primera sangre y a espada.

Fuimos con nuestros padrinos y dos médicos, uno de ellos, el doctor Lacroix, a una finca del camino de Biarritz. Mis dos testigos eran el teniente Gassion y un joven inglés, Stratford Grain, a quien conocía de casa de doña Paca Falcón. Todo se hizo con una gravedad y una ceremonia solemnes. Se es[86]cogió el terreno, se midieron las espadas, con un cambio de cortesías y de sonrisas. Yo creía que estaba leyendo algún párrafo de Chateaubriand. ¡Pharamond! ¡Pharamond, nous avons combattu avec l'épée! También pensaba que estábamos en la batalla de Fontenay, cuando ingleses y franceses se invitaban a tirar los primeros. Nos quitamos las levitas mi enemigo y yo, y nos pusieron a los dos adversarios tan lejos, que a mí me pareció imposible que nos pudiéramos herir.

—Allez, messieurs!—dijo el director de la escena. En el primer asalto mi contrincante me hizo un rasguño en el antebrazo derecho que me dolió. Mis testigos dijeron que bastaba; pero yo protesté. El pinchazo me produjo tal cólera, que ardí en deseos de venganza. Los testigos debatieron el asunto y decidieron que podía seguir la lucha.

—Laissez aller!—dijo el juez de campo.

Yo avancé dispuesto a herir a mi adversario de cualquier manera, creyendo que esto era cosa fácil, y entonces él me dió una estocada en el hombro. Quise seguir adelante, cegado por la cólera, pero los testigos nos metieron los bastones entre nuestras espadas y se dió por terminado el acto. Hubo nuevo cambio de ceremonias y de sonrisas, y mi adversario y sus testigos desaparecieron.

—Ha quedado usted muy bien. Ha hecho usted retroceder varias veces al contrario—me dijo Gassion.

—Sí; pero él, mientrastanto, me ha pinchado.

Volvimos en coche a Bayona y tuve que estar más de una semana en la cama. El doctor Lacroix me cuidó. Este hombre, al parecer brusco, en la intimidad era un buen hombre y hasta un sentimental, y me atendió con afecto.

Mis dos testigos, Gassion y Stratford, vinieron todos los días a verme. Estuvieron también Tartas, el profesor Teinturier y el abate D'Arzacq. Delfina me escribió una carta muy cariñosa y muy amable. Stratford la visitó y me trajo noticias de ella.

—¿Se ha dicho algo en el pueblo del desafío?—les pregunté a mis amigos.

—Sí—me contestó Stratford—; se habla mucho de usted.

—Se añade—repuso Gassion—que quiere usted traer aquí las costumbres brutales de España.

[87] —Ven ustedes—salté yo—. Es la eterna injusticia. ¡Decirme eso a mí, que no me he batido nunca hasta ahora!

—Eso, qué importa. El caso es que usted está a la moda—replicó Gassion.

Cuando me curé fuí a ver a Delfina, que me recibió muy cariñosamente. Me llamó muchas veces su querido amigo, y me preguntó con interés cómo iba. Luego dijo:

—¡Qué estúpida bestia ese hombre que insulta a una mujer, por que sí!

Delfina encontró que la insolencia y la ordinariez del oficial que se había batido conmigo procedía de su cuna. Era hijo de un tabernero.

Mientras hablaba con Delfina llegó mi amigo Stratford; charlamos largo rato delante de la chimenea, al lado del fuego; poco después vino el comandante D'Aubignac, y, ya de noche, nos fuimos a casa.

Me pareció notar que la insensibilidad de Delfina se conmovía un poco en presencia de Stratford, y se lo dije a éste.

—¿Usted cree...?—me preguntó el inglés con indiferencia—. Yo, al menos, no lo he notado.

EN LA SALA DE ESGRIMA

Después de este desafío, del que había salido bastante bien librado, decidí aprender la esgrima, hacer gimnasia y practicar otros ejercicios de lucha, como el boxeo, etc.

Stratford era muy enemigo de tales deportes; decía que estos ejercicios no producían mas que una gran brutalidad y una gran petulancia. Según él, Inglaterra llegaría a ser un país completamente estúpido a fuerza del abuso de los deportes.

A pesar de su opinión, como yo pensaba seguir una vida de lucha, fuí a la sala de armas que regentaba un militar retirado, el profesor Bratiano, que había estado en Argelia, en la Legión extranjera.

[88] Según el maestro, yo tenía serenidad, buena vista, brazos y piernas fuertes, pero me faltaba la prontitud en el ataque.

—Con un hombre nervioso, al principio podrá usted verse en peligro, pero si logra usted sujetar un poco al adversario, al último lo dominará usted.

Además de la esgrima y del boxeo aprendí a montar a caballo.


[89]

III.
STRATFORD GRAIN

Jorge Stratford Grain, el joven inglés que me había servido de testigo en el desafío, era un muchacho elegante, moreno, de cara larga y tipo aristocrático. La cara de Stratford era de esas caras que se contemplan a gusto; daba la impresión de una fisonomía serena y amable.

Jorge sabía mucho, tenía una gran cultura; había pasado tres o cuatro años enfermo del pie, sin poder andar mas que con muletas, y durante este tiempo se dedicó a leer. Su madre vivía en una casa magnífica, en Cambo.

La madre de Stratford era una señora alta, con un aire de reina, de unos cuarenta a cuarenta y cinco años, con una amabilidad un tanto imperiosa.

A la madre, como al hijo, los había conocido en casa de doña Paca Falcón; después, a Jorge le traté con motivo de mi desafío, y llegamos a intimar.

Tenía Stratford un hermano y una hermana mayores en Inglaterra, por los que sentía gran afecto. Me habló de que su hermano había hecho la expedición de Vera, en 1830, con Mina y con Fermín Leguía.

Tuvimos grandes charlas, sobre todo mientras yo estuve en la cama con la herida. Hablamos mucho de política y de literatura. El desenfreno en el elemento patético, cosa típica en nuestra época, era para él algo que le producía repugnancia. Stratford se sentía antirromántico.

—Toda esta literatura romántica de hoy—me dijo un día—[90]es sólo confusión y aparato y afectación; quiere ser muchas cosas al mismo tiempo y, a veces, no es nada. Bien está ser elástico y poder saltar, pero no se saltará nunca por encima de la propia sombra.

Yo no estaba completamente conforme con él. Es cierto que en la literatura romántica del siglo xix hay mucha cosa pesada, exagerada y ridícula, pero, aun así, es la única que todavía conmueve al hombre moderno.

Como siempre sucede, en el seno mismo de una tendencia aparece ya un impulso contrario y Stratford se había saciado en su juventud de romanticismo e iba teniendo una inclinación opuesta a él.

—¿Quién había de pensar—me decía una vez—que la Nueva Eloísa, Pablo y Virginia, Atala y el Genio del Cristianismo y los Poemas de Lord Byron estarían ya tan olvidados? Es la vida, la naturalidad, lo que perdura. El Asno de Oro, de Apuleyo; el Satiricón, de Petronio, o el Lazarillo de Tormes, aunque no son mas que juguetes, vivirán más que todas esas obras aparatosas de literatura recalentada.

Cierto—pensaba yo—; hay una clase de romanticismo que muere, pero hay otro que vive, como el de Goethe, Dickens, el de Balzac, el de Carlyle, y que vivirán siempre.

Varias veces supuse que Stratford escribía; pero por más insinuaciones que le hice respecto a esto, no me dijo nada. En algunas cosas era de una extrema reserva.

Stratford tenía un vivo deseo de ir a Londres y de escuchar a los grandes parlamentarios ingleses. Sobre todo, Disraeli le producía una gran curiosidad.

Su madre no quería dejarle marchar hasta que no estuviera completamente fuerte; pues le consideraba todavía como un niño, y como un niño débil.

Estuve una vez con Stratford en su casa de Cambo, y tanto él como su madre me convencieron de que debía estudiar el inglés.

Había en Bayona una señorita vieja, miss Rose, a quien los Stratford conocían por miss Rose, la flaca, porque, sin duda, había habido otra del mismo apellido a quien llamaban miss Rose, la gorda. Fuí a casa de miss Rose, la flaca, y comencé con ella a dar lecciones de inglés.


[91]

IV.
LAS CARTAS DE LORD CHESTERFIELD

Mi profesora de inglés me dió, como libro para traducir, las cartas de lord Chesterfield a su hijo: Lord Chesterfield's Letters.

Me pareció que este libro debía ser muy aburrido, lleno de lugares comunes, y no tuve ninguna gana de avanzar en su lectura.

Luego encontré la biografía del lord, y me indujo a seguir leyendo sus cartas el ver que un autor inglés, Johnson, decía de Chesterfield: «Su señoría enseña a su hijo la moral de una cortesana y las maneras de un profesor de baile».

He aquí lo que a mí me conviene—me dije a mí mismo—: un poco de moral de cortesana y otro poco de maneras de maestro de baile. Esto me dará el barniz necesario para lucirme en sociedad.

Encontré luego en el gabinete de lectura las cartas del lord traducidas al francés, y las leí rápidamente.

He aquí los hallazgos que hice:

«La sociedad es un país—dice el lord a su hijo—que nadie ha conocido por medio de descripciones; cada uno de nosotros debe conocerlo en persona para ser iniciado».

Los pensamientos del lord pedagogo no llegan a la sublimidad, pero indudablemente son de buen sentido y mucha discreción. Ambas cosas yo las necesitaba.

«No hay en el mundo—dice en otro lado nuestro autor—señal más segura de un espíritu pobre y pequeño que la in[92]atención. Todo lo que vale la pena de ser hecho merece y exige ser bien hecho, y nada puede ser bien hecho sin atención».

En otra parte dice nuestro lord: «Un joven debe ser ambicioso, y brillar, y excederse».

Es lo que había pensado yo también siempre; en contra de la moral familiar, de la modestia y de la humildad.

LA MORAL DE LA CORTESANA

La idea de considerar el placer como complemento de la educación me produjo cierta sorpresa. Es una idea del siglo xviii que desapareció, sin duda alguna, con las predicaciones en favor de la austeridad de la Revolución Francesa: «El placer—indica el lord a su hijo—es hoy la última rama de vuestra educación: él endulzará y pulirá vuestras maneras, os impulsará a buscar y a adquirir la gracia».

Aquí estaba uno dentro de la moral de la cortesana.

«Las cenas, los bailes, son ahora vuestras escuelas y vuestras universidades... No hagáis sacrificios mas que a las Gracias. Sacrificad en su honor hecatombes de libros».

«Las mujeres son las refinadoras del oro masculino; ellas no añaden, es verdad, pero dan el resplandor y la brillantez».

Cuando el noble lord se siente maestro de baile le dice a su hijo: «Antetodo, tened maneras».

Además de la moral de la cortesana y de la estética del maestro de baile, hay en el autor inglés los consejos de un diplomático y de un hombre de mundo, tipo quizá intermedio entre la cortesana y el maestro de baile.

He aquí unas máximas suyas reunidas: Leed mejor diez hombres que veinte libros antiguos. Hay que conocer y amar lo bueno y lo mejor, pero no hacerse el campeón de lo bueno contra todos. Es preciso saber tolerar las debilidades de los demás, dejarles disfrutar tranquilamente de sus errores en el gusto como en la religión.

[93]

LOS NEGOCIOS DIPLOMÁTICOS

Ahora una pauta para dirigir una cuestión diplomática.

«Un asunto—dice nuestro aristócrata pedagogo—está a medias resuelto cuando se ha ganado la simpatía y las afecciones de aquellos con quienes hay que tratar. El buen aspecto, una presentación fácil, deben comenzar la obra; las buenas maneras y mil atenciones deben llevarla al fin... suaviter in modo, fortiter in re... Después del conocimiento de los tratados, y de la historia, y de los talentos necesarios para las negociaciones, viene el arte de agradar, de ganar el corazón y la confianza, no sólo de aquellos con quien se colabora, sino también de aquellos con quienes hay que luchar. Es necesario esconder vuestros pensamientos y vuestros planes y descubrir los de los demás; ganar la confianza por una franqueza aparente y un aire abierto y sereno, sin ir más lejos; atraerse el favor personal del rey, del príncipe, de los ministros o de la favorita que mande como dueña en la corte adonde hayáis sido enviado; dominar vuestro carácter y vuestros gustos de tal manera, que la cólera no os haga decir o que vuestra fisonomía no traicione lo que debe mantenerse en secreto; familiarizaos, vivid en relación con las mejores casas del lugar donde os encontréis, de suerte que seáis recibido más bien como amigo que como extranjero... De la misma manera que hacéis una amistad, que os ponéis en guardia contra un adversario o que subyugáis una querida, haréis un tratado ventajoso, desconcertando a los que os hacen la guerra, y ganaréis el favor de la corte adonde hayáis sido enviado. Vuestros planes harán de vos un negociador consumado. Agradad a todos aquellos que valgan la pena de ser conquistados; no ofendáis a nadie; guardad vuestro secreto e intentad arrancar el de los demás. Desconcertad los proyectos de vuestros rivales con diligencia y destreza, pero al mismo tiempo con las mayores consideraciones personales. Sed firme, sin exaltación. Los señores d'Avaux y Servien, nuestros hábiles negociadores en el trata[94]do de Westfalia, no han hecho más. Los mejores negociadores han sido siempre los hombres más pulidos, los más bien educados, aquellos a quienes las mujeres llaman des hommes charmants. Yo sostengo que un ministro en el extranjero no puede ser un buen político, un político consumado, si no es al mismo tiempo un hombre de placer. Por amor de Dios, no perdáis nunca de vista estos puntos importantes: las gracias, las gracias personales... De diez individuos hay nueve que consideran la cortesía como sinónima de bondad y que toman las atenciones por servicios. El que se preocupa de tener siempre razón en las cosas pequeñas puede permitirse padecer errores en las grandes; se estará inclinado a excusarle».

DIVAGACIÓN SOBRE LOS «HOMMES CHARMANTS»

Esta teoría de la vieja diplomacia de lord Chesterfield me causó mucho efecto. En nuestro tiempo hubiera hecho reír a carcajadas al señor de Bismarck.

Llevado por la teoría del aristócrata pedagogo, me dediqué a aprender a hacer reverencias mirándome al espejo, echando el pie para atrás, y a sonreír amablemente. Creía en eso de los hombres encantadores.

Hoy tengo poco entusiasmo por los hommes charmants. Todavía un joven de elegancia afectada, está bien; pero un hombre cincuentón, sonriendo con coquetería y haciendo muecas de cortesana, es algo verdaderamente desagradable. Las canas, que ya de por sí son repugnantes, a pesar de los epítetos de respetables, venerables y demás, se hacen aún más repulsivas cuando están repeinadas y aliñadas.

La teoría de Chesterfield es falsa. Pensar que el hombre cuando ha aprendido a fuerza de miserias y de vilezas—¿quién no las ha cometido?—a ser falso constantemente, es cuando es encantador, es una idea absurda.

Entre esas gentes que tropezamos en las calles, en las oficinas y en los teatros, hay muchos inteligentes y llenos de astu[95]cia que saben saludar con una sonrisa amable, llevar una raya impecable en la cabeza y en el pantalón y que tienen esas gracias preconizadas por lord Chesterfield, y, sin embargo, no los queremos, no los ayudamos y los dejaremos arruinarse en la Bolsa o morirse en un rincón con perfecta serenidad; y, en cambio, seremos capaces de ayudar a un niño, de tenderle la mano y de salvarlo, a pesar de que tenga en germen todas las malas pasiones del hombre, sólo porque el niño si es malo, egoísta, envidioso, lo es de una manera ingenua, sin astucia, sin premeditación y sin comiquería; y esto le basta para hacerle amable y simpático.

Esta idea de los hommes charmants del lord pedagogo es una idea de solterona inglesa y ridícula que no tiene ningún valor.

NUEVA DIVAGACIÓN SOBRE LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA

La verdad es que, por más que intenté llevar a la práctica los principios de lord Chesterfield, no conseguí gran cosa.

Nadie obra exclusivamente por principios, sino impulsado por el instinto; pocos al ejecutar razonan previamente; más bien improvisan. Además, entre la teoría y la práctica, hay un abismo. ¿Quién no lo sabe?

Nunca he comprendido la exactitud de esta vulgaridad como en el hotel de un pueblo alemán donde estuve hace días. En ese pueblo conocí a un doctor, hombre sabio e inteligente, a juzgar por su conversación.

Era un señor grueso, rechoncho, con grandes bigotes y barbas grises, armado de unos anteojos dobles, al través de los cuales se veían sus ojos azules.

El doctor comía con avidez, pero distraído. A veces me preguntaba después de comer algo:

—¿Estaba bueno esto?

—¿No lo ha comido usted?

[96] —Sí; pero yo no me fijo.

Este señor cantaba la Naturaleza con un lirismo germánico ¡oh, Natura, qué bella eres!; pero, luego, hablaba a continuación de los miasmas, de los microbios, de los mil peligros que hay en el ambiente. El aire, el agua, las plantas, las flores, todo se hallaba infestado, según este entusiasta de la Naturaleza.

Estaba yo hace unos días sentado en el hall del hotel, que tenía una gran ventana a la calle, cuando entró el doctor. Se acercó a mí, se sentó en una butaca de mimbre, y me dijo de pronto en francés:

—¡Aj! Aquí hay moscas.

—Sí.

—¡Qué porquería!

—Sí; es un poco desagradable, ¿pero qué se va a hacer?

—La mosca es uno de los animales más perjudiciales del mundo.

El doctor habló de la mosca doméstica, de la Stomoxys, de la Anthomya, de la Sarcophaga, de la Piophila...

—¡Aj!—exclamó luego—. La mosca es el vehículo de innumerables enfermedades (citó quince o veinte). Sobre todo, esas verdes (dijo el nombre científico) son malísimas. A mí me repugnan.

Después de decir esto, el doctor se levantó, se acercó al ventanal, y con el pulgar y el índice aplastó siete u ocho moscas, y luego se pasó los dedos sonriendo por los bigotes, con gran tranquilidad.

Yo le miraba en el colmo del asombro y de la estupefacción, y él seguía sonriendo, sin comprender qué salto mortal había dado, sin notarlo, entre la teoría y la práctica.


[97]

V.
VARIEDADES SOBRE EL DANDYSMO

Muchas veces venía Stratford a Bayona y pasaba el día conmigo, e íbamos a visitar a Delfina. Esta me preguntaba mucho por él.

—¿Qué hace el Bello Tenebroso?—me dijo una vez—. ¿Lo ha visto usted de nuevo?

—A Stratford no se le puede llamar tenebroso—le contesté yo—; no tiene nada de byroniano.

Delfina quería averiguar qué vida hacía el joven inglés, cuáles eran sus ideas y sus costumbres.

Stratford podía pasar por un dandy, pero su dandysmo, no tenía nada de donjuanesco.

No sentía Stratford el menor entusiasmo por el tipo de Don Juan ni por la extravagancia. Su idea consistía en que había que vivir de una manera limpia y razonable. Su filosofía acababa en un estoicismo con cierto aire de fatuidad.

Este dandysmo espiritual suyo no se parecía en nada al de Jorge Brummell.

—Hay que ser principalmente gentleman—decía él—; defender al débil, al niño y a la mujer, suponiendo que la mujer sea débil, y aunque no lo sea.

[98]

INDIFERENCIA POR LA VULGARIDAD

Yo no me entendía completamente bien con Stratford. Su individualismo y el mío chocaban muchas veces, y aunque él era hombre generoso, su indiferencia por las cosas de los demás me molestaba.

No se le podía hablar de algo íntimo, porque desdeñaba las intimidades y confidencias.

El desdén por la vulgaridad era uno de sus dogmas.

—Yo soy implacable con el hombre estúpido y ramplón.

Stratford solía muy bien fingir la indiferencia y expresarla; para esto le ayudaba su aire frío.

No le gustaba lo enfático, lo exagerado.

—Toda idea exaltada es un peligro—decía—: una invitación a la grosería, a la violencia y a la brutalidad.

Sentía antipatía por los declamadores; había que tener, según él, una actitud fría e impasible para las tonterías de la masa: nada de exaltación, de republicanismo francés, ni de democracia, ni de otras cosas, para él de mal gusto.

También le repugnaban los crímenes y las canalladas colectivas. Una vez, paseando por las Allées Marines, me decía:

—Yo prefiero el crimen a la vileza. Yo no sé si podría llegar al crimen individual. A lo que no llegaría nunca es al crimen político o colectivo. Antes de matar, prender o fusilar por defender un principio, me retiraría de la política.

Es extraño, pensaba yo al oírle. Su posición espiritual era absolutamente contraria a la de Aviraneta, que afirmaba que por la salud del Estado se podía sacrificar a los individuos.

—El mundo es negro—añadía Stratford—; conservemos la cara y las manos limpias. No por limpiarlo vayamos a tiznarnos.

Era también el punto de vista contrario al de Aviraneta, que aceptaba el tiznado suyo para mejorar la sociedad.

—La mayoría de la gente hay que considerarla como manada—afirmaba Stratford—; luchar contra ella, es una lo[99]cura. Si viene a nuestro encuentro, lo más prudente es apartarse.

Las máximas de Stratford me confundían y me hacían pesar el pro y el contra de muchas cuestiones que hasta entonces no se me había ocurrido examinar.

Todavía más que la exaltación política, repugnaban a Stratford las nuevas sectas religiosas que constantemente están naciendo en Inglaterra y en los Estados Unidos; pensaba que de aceptar un dogma cerrado, el mejor era el católico.

Yo veía en la actitud de Stratford una actitud de decadencia, pues sólo en las sociedades que decaen aparecen estos tipos, que, en vez de apoyarse sobre las conveniencias sociales, se asientan en la tierra, y en vez de mirar con los ojos de todo el mundo, quieren mirar con los suyos.

UN AVENTURERO

Por entonces apareció en Bayona un aventurero, un lion, que se llamaba o se hacía llamar Narbonne Burton. Este aventurero se decía hijo natural del conde de Narbonne Lara, y de una señora francesa emigrada en Londres. A su vez, de Narbonne Lara, el presunto padre del lion, se decía que era hijo de Luis XV y de su hija Adelaida, es decir, que era hijo de su abuelo y hermano de su madre.

Este aventurero paró en mi hotel. Tenía el tipo borbónico, vestía bien y llevaba un alfiler con una flor de lis, de oro, en la corbata.

Hablé con él. Era un hombre solemne y vulgar; todo lo que decía estaba inspirado en las novelas de Balzac, en donde sin duda, creía encontrar las esencias de la vida.

El pretendía ser un lion como de Marsay, o Ronquerolles, o cualquier otro de los héroes balzaquianos.

El juego, la política, las duquesas diabólicas con aire angelical, los hombres monstruos, toda la fauna inventada por el novelista creía haberla encontrado en la vida.

[100] Lo más divertido de este aventurero era que llamaba en serio primos suyos a Don Carlos y a María Cristina.

—Yo también soy un Borbón—me dijo varias veces.

Cuando le hablé del aventurero a Stratford, le pregunté:

—¿No quiere usted conocerle? Es un tipo que le interesará a usted.

—No creo. Es el tipo bajo de Don Juan—me contestó con su indiferencia Stratford.

SOBRE DON JUAN

—Es decir—añadió Stratford—, hoy todos los tipos de Don Juan son bajos e insignificantes. Para mí Don Juan no ha tenido valor mas que allí donde ha habido creencias religiosas fuertes, donde la mujer se guardaba ansiosamente por temor al pecado y al infierno.

—En España.

—Claro, en la España de los Austrias, donde el amor tenía que luchar con enormes dificultades. En otras partes es una tontería. El Don Juan de Molière me parece un contrasentido y hasta una ridiculez. ¡Un señor rico en Francia que seduce muchachas aldeanas! ¡En un país en donde las chicas están deseando dejarse seducir!

—Sí, ¡la verdad que no es un gran mérito!

—Ninguno. El Don Juan no tiene valor mas que en la España católica y fanática del siglo xvi y xvii, con un fondo de miedo al infierno, de terror místico, de misterio. Fuera de esa época y de España es un personaje ridículo.

—¿Y todos esos franceses, ingleses y alemanes que han transplantado a su país el tipo de Don Juan?—le pregunté yo.

—Pues son unos petulantes majaderos. Los de más talento no lo han podido rejuvenecer y transplantar. Lord Byron no lo ha conseguido. Respecto a Lovelace, es un canalla insignificante. Don Juan en el amor es lo que el hereje en la Teología. Se necesita un dogma activo, eficiente, con un brazo secular, poderoso, para que haya un hereje; si no lo hay, el hombre[101] que piense atrevidamente será un original, un librepensador, pero no un hereje. Lo mismo pasa en el amor; ¿no hay peligro, no hay misterio? Pues Don Juan no puede ser un héroe malo y demoníaco, sino un señor vulgar. ¿Qué es el Don Juan en este tiempo? Joven, es el calavera corriente; entrado en años, es el vieux marcheur, que se ve en París, rojo, pesado, delante de un escaparate tratando de seducir con su dinero a una aprendiza de quince a diez y seis años. En ninguna de estas edades creo que se le pueda ocurrir a nadie el tener a este tipo de Don Juan como un ornamento de la humanidad.

—Y el dandysmo, ¿no es algo así como una variedad del donjuanismo?—le pregunté yo.

—No. El dandy es un tipo más en consonancia con nuestro tiempo. Hoy se puede ser un dandy verdadero: en cambio, no se puede ser mas que un Don Juan falsificado.


[102]

VI.
EN CAMBO

Al comenzar la primavera, la madre de Stratford nos invitó a Delfina, a madama Saint-Allais y a mí a pasar una temporada en Jaureguía, su casa de Cambo.

Tomamos un coche y salimos de Bayona una mañana espléndida. Jorge Stratford nos acompañó y fué todo el camino hablando animadamente con Delfina. Yo tuve que recoger como en un lacrimatorio las frases sepulcrales de la poetisa madama de Saint-Allais, que veía el mundo con los ojos del vizconde de Arlincourt, el segundo o tercero de la serie de los vizcondes ilustres que comenzaba por el de Chateaubriand.

Después de Ustariz, pasamos por el seminario de Larresore. Madama de Saint-Allais quería ver a un sobrino suyo que estaba educándose allí, y entramos. Nos llevaron a un patio con arcos, y luego, a una gran terraza con un barandado de hierro, desde donde se divisaba la vista admirable del valle del río Nive.

JAUREGUÍA

Poco después de salir de Larresore llegamos a Jaureguía, la casa donde vivía Stratford, cerca de Cambo.

Era una casa del tiempo del Imperio, con un hermoso parque de árboles antiguos, algunos cortados en formas artificia[103]les, cónicas y redondas. Delante de la fachada había un jardín enarenado con macizos de flores y un estanque en medio.

Al entrar por la avenida principal nos salieron a ladrar dos perrazos grandes que, después de cumplir su misión, se retiraron tranquilamente.

Stratford saltó del coche, ayudó a bajar a las señoras, dándoles la mano, y fuimos los cuatro hasta la gran escalera del hotel, donde aparecieron madama Stratford y un señor viejo inglés, afeitado, elegante, con un perfil aguileño, sir David Hardeloch, y su sobrina, una señora joven, casada con un marino; Stratford nos condujo a cada uno al cuarto que nos destinaron.

El mío era un cuarto antiguo con muebles de estilo Luis XV, con dos ventanas que daban a un jardín con grandes árboles y una fuente redonda en medio.

Yo me vestí, me arreglé, me puse el frac azul que tenía para las grandes solemnidades, entonces el frac no era sólo prenda de noche, y bajé al comedor.

La comida fué un poco ceremoniosa, y yo estuve atento viendo lo que hacían los demás para no cometer una inconveniencia. Se habló en francés y en inglés. Después de comer pasamos a un saloncito, desde donde se veía el curso del Nive, que se alejaba serpenteando por el valle, ancho y verde.

SE HABLA DE ESPAÑA

El señor inglés, sir David, que era diplomático, me preguntó noticias de la guerra de España; y como yo me mostrara algo pesimista sobre la suerte de mi país y de sus destinos históricos, me dijo:

—No tenga usted cuidado. España está en un período de crisis, pero se arreglará.

—¿Cree usted?

—Sí. Por otra parte, pensar que España no ha influído en el mundo de las ideas, como se afirma ahora, es una cosa injus[104]ta. Los héroes españoles reinan todavía en la literatura del mundo, y el Cid, Don Juan y Don Quijote son universales. ¡Qué fuego en estas figuras religiosas, como Santo Domingo, Loyola y Santa Teresa! ¡Qué brío en el pensamiento de Mariana, Servet, Molina, Suárez, Molinos! ¡Qué hombres de hierro estos españoles de la conquista de América! Tipos como Hernán Cortés y Pizarro no se encuentran en ningún país. Los italianos del Renacimiento no llegan a la fuerza de estos hombres. En el Arte y la Literatura los españoles tienen una personalidad de las más relevantes. Os falta en España un progreso material y ciencia moderna porque lleváis un período largo de guerras y de miseria, y la ciencia y el progreso necesitan reposo; pero eso vendrá. Eso vendrá porque es fatal, automático. Lo que os falta es precisamente lo que se improvisa. Se improvisa un investigador; lo que no se improvisa es un poeta, ni un artista, ni un historiador. Esto necesita tradición.

Le di las más efusivas gracias a aquel señor, porque desde que estaba fuera de España no había oído mas que hablar mal de mi país.

—Estará usted contento—me dijo Delfina.

—Sí, señora. ¿Por qué negarlo?

LAS MUJERES Y LOS POETAS

Poco después nos enzarzamos en una discusión acerca de las condiciones artísticas de las mujeres.

Stratford defendía con cierto valor que las mujeres tenían muy escaso sentido artístico.

Las señoras le atacaban, creyendo, sin duda, un poco ofensivo el que Stratford las considerara sin dotes estéticas.

—El arte es la más masculina de las actividades—decía mi amigo—, no en el sentido de que sea más fuerte, ni más noble, ni más elevada, ni más superior, sino en un sentido orgánico sexual. Se ve que el hombre siente más el arte que la mujer.

[105] —Quizá a las mujeres nos ha faltado libertad para desarrollarnos en ese sentido—dijo madama D'Aubignac.

—Lo que nos falta a las mujeres es vanidad—añadió lady Hardeloch—. No tenemos esa tonta soberbia del hombre.

—¡Oh, oh!—exclamó riendo sir David—. ¡Qué descubrimiento está haciendo mi sobrina!

—Madama Saint-Allais nos afirmó que las mujeres, por instinto y por una inspiración genial, sabían más que el hombre con su ciencia, sus experiencias y sus libros.

—No lo creo—replicó Stratford—. Si fuera eso verdad no habría tampoco mérito alguno, como no hay mérito en que usted sea mujer y yo hombre, pero no lo creo; creo que no se aprende mas que con esfuerzo y con atención.

—Indudablemente—dijo sir David—; pero no hay que estar tampoco demasiado seguro de ello.

Stratford reconoció que era siempre prudente no tener una confianza absoluta en las cosas, por lógicas que pareciesen.

Como contraste de la conversación anterior, se habló después de si los poetas y los artistas eran hombres capaces de grandes pasiones.

Madama Saint-Allais, siguiendo el tópico corriente, creía que un poeta, que un artista, era el hombre más apasionado, más capaz de amar.

Madama Saint-Allais nos colocó con este motivo una serie de frases románticas y sepulcrales sorbidas en el vizconde de Arlincourt; el garbanzo negro en la serie de los vizcondes escritores ilustres.

—Yo no creo—dijo Stratford—en las condiciones amatorias de los poetas y los artistas. El poeta, como el artista, es un ególatra: aspira a que la mujer le quiera y le admire. Ve en la mujer una concreción del público, un público apasionado que exagera su entusiasmo y disimula sus faltas.

—¡Cómo habla contra sí mismo!—me dijo riendo sir David.

—Quiere convencer a estas damas que no se le debe querer—añadí yo.

Después, la sobrina de sir David, lady Hardeloch, cantó trozos de El Barbero de Sevilla, acompañada al piano por Delfina.


[106]

VII.
CITA A LA LUZ DE LA LUNA

Por la tarde sir David y yo fuimos paseando a caballo por la orilla del Nive, y vimos el Campo de César, y fantaseamos acerca de este nombre y del objeto que podían tener los antiguos trabajos hechos allí en la tierra. También hablamos de Soult y de Wéllington, y de sus campañas en el Nive en 1813.

De vuelta del paseo estuve en la biblioteca leyendo, y a las siete bajé al comedor. Después de cenar, sir David se retiró; mistress Stratford, lady Hardeloch y madama Saint-Allais quisieron que tomara parte en un juego inglés, pero como no lo conocía, tuvo que ser el cuarto partner Jorge Stratford.

Yo estuve hablando con Delfina, que me pareció algo preocupada.

—¿Qué ha hecho usted esta tarde?—me preguntó.

Le conté cómo había paseado con sir David por las orillas del río, y lo que hablamos del Campo de César y de la campaña de 1813.

Cuando concluyeron la partida, y antes de empezar una segunda, Stratford dijo que veía que teníamos sueño, y que lo mejor sería retirarnos.

Saludé a las señoras, y me fuí a mi cuarto. Me metí en la cama y dormí con un sueño profundo tres o cuatro horas. Al despertarme, pensé:

—He debido dormir mucho.

Miré el reloj; era la una y media. Estas tres o cuatro horas de sueño me habían dejado tan descansado, que me hubiese[107] gustado tener algo que hacer, para salir inmediatamente al campo a andar o a correr.

—Voy a ver qué tiempo hace y qué aspecto tiene la noche.

Me levanté de la cama, descorrí las cortinas, abrí la ventana y las persianas. Hacía una noche soberbia, fresca. La luna resplandecía en el cielo y llenaba los boscajes de sombras misteriosas. A lo lejos, el río serpenteaba luminoso y fantástico. En el parque del castillo brillaba la luna sobre las copas plateadas de los tilos y de los robles; delante de la casa, en el jardín, se veía subir el surtidor de la fuente como una varita mágica de cristal y romper en su caída la superficie tranquila del estanque.

—Es una verdadera decoración—me dije—; ahora, como siempre en la naturaleza, en estos escenarios maravillosos faltan los actores y la acción.

Como en aquella época no tenía tanto miedo al relente como ahora, me puse el abrigo y me quedé en la ventana. Tuve el cuidado de apagar la luz.

De pronto vi dos sombras que se acercaban en la obscuridad, por una avenida de tilos. Agucé el oído. No hablaban; se oían sus pasos en la arena del jardín. Debían de ser un hombre y una mujer.

—¿Quién demonio serán?—me pregunté.

Me entró la curiosidad y me decidí a no retirarme de la ventana. Si los paseantes volvían a casa, tenían que cruzar una gran zona iluminada por la luz de la luna, y se les vería. Para que ellos no notaran mi ventana abierta, entorné las persianas, dejando sólo una rendija.

Poco después, las dos sombras aparecieron a la luz de la luna; iban separados el uno del otro, y hablaban en voz baja. Ella llevaba un pañuelo en la mano. Cerca de la casa, y en la sombra, volvieron nuevamente a hablar.

—Ahora le quiero más que nunca—dijo ella.

Era la misma voz que, cuando recitaba el diálogo de Hernani y de Doña Sol, decía cantando:

«Vous êtes mon lion superbe et généreux!»

Eran Stratford y Delfina.

Luego no se oyó nada; ni murmullo de besos ni de palabras. Yo me volví a acostar, y dormí hasta las nueve.


[108]

VIII.
LOS POLÍTICOS

A la mañana siguiente, cuando bajé al comedor a desayunar, me encontré con sir David y su sobrina, y con Stratford, siempre impasible.

En la comida me pareció que Delfina estaba triste y que apenas probaba los platos.

Después de comer, como el día estaba tan espléndido, salimos a tomar café a una gran terraza, con una enorme enredadera que empezaba a verdear con el tiempo primaveral, y que tenía el tronco tan grueso como el cuerpo de un niño.

Desde allí se veía el río, verdoso, brillando al sol, que se alejaba por el campo.

Como tópico para la conversación nos pusimos a hablar de política, y discutimos la personalidad de Disraeli.

DISRAELI

En Inglaterra, en esta época, más que de O'Connell, de sir Roberto Peel y de lord Palmerston, se hablaba de Benjamín Disraeli, el judío escritor y orador, que después de haberse mostrado demócrata y republicano en su Epopeya Revolucionaria (Revolutionary Epic) se presentaba poco después partidario de los conservadores y campeón de los tories. Disraeli[109] estaba en el momento de ser discutido. Se decía que su primer discurso en el Parlamento había sido tan pedantesco, y producido tal risa, que no pudo acabarlo.

Disraeli se acababa de casar con una viuda rica, más vieja que él.

El célebre O'Connell, furioso por la defección del judío del campo radical y democrático, le había llamado apóstata, renegado, saltimbanqui y heredero del ladrón que murió en la cruz en la impenitencia final.

Un político a quien se ataca así es un hombre que ha llegado a ser algo, y Disraeli, a pesar de la antipatía que inspiraba al partido tory por su procedencia judía, era el futuro jefe de los conservadores ingleses.

Después de pasar revista a los políticos de la Gran Bretaña hablamos de los de Francia. A mí me interesaba oír las opiniones de un aristócrata colocado en una alta posición, como sir David.

TALLEYRAND

Yo llevé la conversación sobre Talleyrand. Acababa de publicarse un libro acerca del viejo diplomático.

—Talleyrand—dijo Stratford—es el egoísmo y la pillería ordinaria con un decorado suntuoso de mucho uniforme y penacho.

—Lo cual no quita, mi querido Jorge, para que haya sido un político muy importante y hasta muy útil a Europa entera—dijo sir David.

—Los ingleses tienen gran simpatía por Talleyrand, porque ha sido anglófilo—replicó Stratford.

—No sólo por eso—replicó sir David.

—Parece que Chateaubriand ha hablado mal del cinismo y del histrionismo del ex obispo de Autun—dije yo.

—Sí; hay en el célebre escritor una antipatía grande por el diplomático. Sin embargo, hay algo en ellos que suena lo mismo—repuso Stratford—. Los dos son valores nacionales, pero[110] no universales. Para un francés de la época serán muy diferentes, pero un extranjero al país y a la época les encontrará un carácter común.

—Pero eso no es un buen argumento—replicó sir David—; para un chino, entre Lutero y Loyola no habrá apenas diferencia.

—Y no la hay—dijo Stratford.

Sir David y yo nos reímos.

—Lo que parece cierto—indiqué yo—es que Talleyrand era hombre de gran ingenio.

—No lo creo—exclamó Stratford—; de cualquier bohemio insolente se recuerdan frases de la misma clase que las suyas.

—Está usted hoy muy difícil, Stratford—dijo riendo sir David.

—Algunas frases atribuídas a él—siguió diciendo Stratford—parece que eran de Chamfort, que a su vez las recogió en los salones.

—Y eso de que la palabra ha sido dada al hombre para ocultar el pensamiento, ¿no es exclusivamente suyo?—preguntó sir David.

—No—continuó Stratford—; la idea existe en esta forma o en otra aproximada en casi todos los idiomas. La frase, en francés, aparece ya construída en Voltaire, en el cuento del Chapon et de la Poularde, y luego fué arreglada por un dramaturgo y periodista, Hazel, y atribuída a Talleyrand.

EL AMBIENTE

—Es indudable—dijo sir David—que Talleyrand ha tenido, como todas las figuras históricas, una gran cantidad de aportaciones extrañas, y, además, el fondo que le ha dado la época. ¿Qué hubiera sido César Borgia si en vez de vivir en Italia hubiera vivido en Islandia o en la Siberia? ¿Qué carácter hubieran tenido sus hazañas si no se hubieran destacado sobre el fondo brillante de Roma y del papado? Probablemente, la historia de César Borgia sería en estos casos desconocida.

[111] —Es cierto—contestó Stratford—, pero siempre tenemos la tendencia de buscar y de separar lo que nace de la personalidad y lo que presta el ambiente.

—Todo lo humano—repuso sir David—es producto de una individualidad, multiplicándose o luchando con el ambiente. Las facilidades que da el medio, como los obstáculos, son nuestros, llegan a formar el substrato de nuestra personalidad. Claro; sería curioso, nos gustaría saber qué cantidad de energía hay en el hombre separado de las condiciones del ambiente, pero esto, por ahora, es imposible. No sabemos si la psicología, con el tiempo, podrá tener un dinamómetro para medir la fuerza espiritual, pero por ahora no lo tiene, ni lo busca.

—Estamos, además, en pleno doctrinarismo—dijo Stratford—; en una época en que se rinde culto a las utopías y a las sombras de las utopías.

LAS CONDICIONES DE LOS POLÍTICOS

Después de pasar revista a los políticos de casi todos los países se habló de las condiciones especiales que se necesitaban para la política.

—Para ser político hay que ser un monstruo de ambición—dijo Stratford.

—Hoy está usted terrible—exclamó sir David.

—Todos los grandes políticos han subido a fuerza de traiciones, de hipocresía, de disimulo y de ingratitud. César, Fernando el Católico, Catalina de Médicis, Richelieu, Cisneros, Mazarino, la gran Catalina de Rusia, Napoleón...

—Y hasta Cromwell—dije yo.

—Sir David se echó a reír.

—Eso, quizá no lo quiera reconocer Stratford.

—Sí; Cromwell fué un hipócrita—replicó mi amigo—, pero más que un político tiene el carácter de un agitador religioso. A Cromwell se le podrá comparar con Lutero o con Calvino, o[112] con el mismo Loyola, mejor que con un Médicis o con un Borgia. Todos estos políticos clásicos son fríos, ateos, bandidos con éxito. Catalina de Médicis acepta el patronaje de Diana de Poitiers, la querida de su marido; César, el de Catilina; Richelieu, el de Concini y su mujer, a quienes deja que los asesinen cuando caen en la desgracia; Talleyrand, el de Mirabeau; Napoleón, el de Robespierre, y luego, el de Barras, y no contento con esto se casa con su querida.

—Tienen que tener buen estómago—indiqué yo.

—Todos son comedores de sapos—dijo Stratford—, para los cuales no hay nada que dé asco. Luego, claro es, se vengan cruelmente de la humanidad entera, tratándola a baquetazos. Todo es perfidia, todo es traición, todo es rivalidad en estos hombres que llamamos ilustres. Nos asombramos de que en esta pequeña guerra de España, Don Carlos mirara con recelo a Zumalacárregui, y que Cabrera haya denunciado a Carnicer. Siempre ha sido así en todos los países. Las repúblicas italianas eran un semillero de odios; los conquistadores españoles se denunciaban unos a otros e intentaban toda clase de calumnias para perjudicarse y enajenar a los rivales el favor real. La Convención era un cúmulo de odio: Marat odiaba a Dantón y a Robespierre, a quienes tenía por hombres distinguidos; Dantón despreciaba a Marat como a un loco furioso, y odiaba a Robespierre como a un pedante ramplón, que se hacía llamar incorruptible; Robespierre tenía a Marat como un rival en popularidad, y detestaba a Dantón como un hombre de talento mediano a un tipo genial que improvisa.

—Mi querido Stratford—dijo sir David—: no sé de dónde saca usted hoy tanta palabra y tanta cólera.

LOS TRAIDORES Y LA INGRATITUD

—Para ser político hay que ser decidido—siguió diciendo Stratford, a quien el asunto entretenía y prestaba aliento a su irritación interior—y no parar ni en la traición ni en la ingratitud.

[113] —Yo no veo que la historia haya cantado a los traidores—hice observar yo.

—¡La historia! La historia, por fuera, es pomposa y falsa, y por dentro, no es mas que una serie de intrigas miserables, de zancadillas y de ingratitudes.

—Bien, sea así; pero reconozcamos que, al menos públicamente, no cantamos a los traidores en nuestras epopeyas históricas—dije yo.

—Es que hay mucha clase de traidores—replicó Stratford—. Yo no hablo de esos traidores como Judas, Perpenna, Ganelon, Bellido Dolfos o el Conde don Julián; esos son, si han existido, pobres diablos que se sacrificaron para que se puedan escribir malas tragedias y pintar detestables cuadros de historia. No, no hablo de los traidores que han nacido para hablar en endecasílabos o en alejandrinos, ni tampoco de los traidores de los melodramas de Bouchardy, sino de los traidores de todos los días, a los que a veces se les entierra, cuando mueren, en el Panteón o en la abadía de Westminster.

—Sí, una perfidia obscura hay en todos los hombres—replicó sir David—. Eso es humano. ¿Qué le vamos a hacer?

—Por lo menos, señalarlo; no engañarnos sobre nosotros mismos.

—Es la tendencia puritana que habla en usted, mi querido Stratford—dijo el viejo inglés.

—Yo espero que la política no será lo que ha sido hasta aquí: un conjunto de traiciones y de ingratitudes; yo creo que con el tiempo habrá otros medios de triunfar. Hoy por hoy, los que triunfan son los cínicos, los que no ven en los hombres y en las mujeres mas que instrumentos. Luego el éxito lo justifica todo.

—Pero a usted, Stratford—le dije yo—, ¿por qué le entristece tanto la idea de la traición y de la ingratitud, porque piensa usted que puede tener traidores y desagradecidos por sus favores o porque usted mismo puede ser desagradecido y traidor?

—Por ninguna de las dos cosas; pero más por lo último que por lo primero. Hacer favores y no tener gente agradecida no me importaría gran cosa.

Stratford estaba siempre en las alturas.

[114]

¿QUÉ QUEDARÁ?

Dejamos esta conversación, y yo tomé en mi mano dos o tres periódicos ingleses y los estuve hojeando.

—De todo este barullo de nuestra época, ¿qué quedará?—dije yo.

—Quizá lo que menos sospechamos—contestó sir David.

—Yo creo que va a quedar muy poco o casi nada—dijo Stratford—; de todas esas utopías antiguas, religiones, supersticiones, mitologías, como se las quiera llamar, han quedado unos magníficos cementerios en los museos, formados por piedras, estatuas, cuadros; pero de esta pobre seudodemocracia actual, ¿qué va a quedar? Unos cuantos montones de libros y de periódicos, y nada más. Ya que nuestra época no puede levantar el Panteón, ni las Pirámides, ni la catedral gótica, toda su gloria va a consistir en ensuciar toneladas y toneladas de papel.

—Yo, entonces, no creía en lo que decía Stratford. Hoy, tampoco. Seguramente de todo ese ruido de palabras de los parlamentos y de la prensa no quedará gran cosa, y es probable que no quede nada; pero quedará la ciencia, que en el siglo xix ha tenido una expansión admirable.

Claro, la ciencia no va a resolver si vamos a vivir después de la muerte o no, ni si las oraciones sirven o no sirven; pero nos quitará mucho dolor en la vida y nos dará puntos de apoyo para soñar y emplear la imaginación en temas mucho más altos y más nuevos que los que han dado el arte y las religiones.


[115]

IX.
NOSTALGIAS

Hizo un par de días, mientras estuve en Cambo, deliciosos, de verano. El sol brillaba en el follaje nuevo de los árboles con una alegría, con una pompa espléndida y magnífica. Los manzanos y los perales estaban en flor; las abejas y los moscones rezongaban en el aire caliente. Este prólogo de la nueva vida tenía algo admirable y encantador.

Yo me sentía conmovido como con un acceso sentimental. Estaba a veces casi a punto de llorar. Mi cuarto, con sus muebles rococos y sus retratos antiguos, tenía un aire tan poético y al mismo tiempo tan viejo, sobre todo cuando entraba el sol de media tarde, que me llenaba el espíritu de melancolía, de una melancolía dulce y poética.

Me parecía que vivía en un aire ya pasado, con cosas muertas, que tenían un perfume marchito, como un manojo de flores guardado en un armario. Cuando salía al campo pensaba que me gustaría vivir en uno de aquellos caseríos, marchando delante de la carreta con los bueyes, yendo con el aguijón al hombro diciendo: ¡Aida! ¡Aida!, y que todas estas fantasías de intrigas políticas, de espionajes y de enredos no eran mas que estúpidas maniobras que no tenían la menor importancia...

La verdad es que este país vasco francés es encantador; más templado que el vasco español, menos montañoso y más soleado, parece hecho únicamente para dormir y soñar. Yo no he visto nada más ingenuo, más suave, ni más amable. Allí no hay grandes montes rudos y melancólicos, ni cascadas, ni[116] castillos roqueros de aire amenazador; allí no hay preciosidades artísticas, ni gente muy rica, ni gente muy pobre; todo es alegre, pequeño, sin exageración, claro, reposado.

El campesino vasco es casi el único aldeano de Europa que tiene hoy aspecto de campesino. Cuando se le ve trabajar en su tierra con sus bueyes, está tan identificado con la naturaleza, que se funde con ella. El contemplar a estos aldeanos es para mí uno de los pocos motivos que me induce a tener respeto por ciertas formas de la tradición.

Muchas veces, contemplando el campo, recordaba aquellos versos de Elizamburu, el poeta de Sara, que fué capitán de granaderos de la Guardia Imperial de Napoleón:

Icusten duzu goicean,
Arguia asten denian,
Mendito baten gañian
Eche tipitho aintzin churi bat,
Lau aitz ondoren erdian
Chacur churi bat atean
Iturriño bat aldean.
An bizi naiz ni paquean.

(¿Ves por las mañanas, cuando la luz comienza a alumbrar, en lo alto del monte una casa chiquita, con la fachada blanca, en medio de cuatro robles, con un perro blanco en la puerta y una fuentecilla al lado? Allí vivo yo en paz.)

Estos versos no tenían la originalidad de los de Goethe, de los de Víctor Hugo o de los de Heine; pero reflejaban dentro de su medianía admirablemente el deseo de un vasco de vivir en la tierra de los antepasados.

Elizamburu, el capitán de granaderos, que había recorrido media Europa, había sentido al escribirlos la nostalgia de su aldea, soñando con volver a su casa, blanca y pequeña, a la vida obscura del campo. Yo, que no había recorrido Europa, experimentaba un anhelo parecido.

Quizá era un anhelo intelectual, más que real, un amor por una idea, por un concepto...

No conozco yo bien la casa campesina de otros países; no[117] sé si es mejor o peor; pero no creo que me entusiasme como la casa vasca.

No me ilusiona el cortijo o la masía en donde apenas se hace fuego, ni las porcelanas, ni los azulejos, ni los suelos de ladrillo; a mí me gusta que en el hogar haya siempre lumbre, y que una columna de humo salga constantemente de la chimenea; me gusta que en la cocina haya poca luz, que huela a leña quemada, que haya una buena vieja junto al fuego y que se oiga cerca el mugido de los bueyes...

No, seguramente Aviraneta no tenía estos ridículos accesos sentimentales. El era en sus ideas y en sus planes más constante, más tenaz; su personalidad estaba constituída de una substancia homogénea; no tenía esta heterogeneidad de mi carácter, ni tampoco este sentimentalismo mío, no sé si perruno o de capitán de granaderos.


[118]

X.
FÍSICA

Tenía curiosidad por averiguar lo ocurrido entre Delfina y Stratford, pero a ninguno de los dos me hubiera atrevido a preguntarles nada. A los tres días de nuestra estancia en Jaureguía fuimos a Bayona madama D'Aubignac, la de Saint-Allais y yo; y al llegar a casa me encontré con una carta de Aviraneta, en la que me decía que fuese a Bidart y buscase y copiase unos documentos en su archivo, y que luego fuera a Sara y me enterase del giro de los asuntos de Muñagorri.

Al día siguiente marché a Bidart y fuí a hospedarme al caserío Ithurbide, la antigua casa de Gastón de Etchepare, donde me encontraba muy a gusto.

LOS CARACOLES

El cuarto que me cedía madama Ithurbide (yo la llamaba así, aunque no fuera éste su apellido) era una sala con alcoba, la principal de la casa. Esta sala tenía un balcón corrido que daba a una duna verde que se cortaba en el acantilado del mar.

Era una sala eminentemente marina; el papel de la habitación tenía unas fragatas que navegaban a todo trapo.

[119]

En la chimenea, sobre el mármol, se veían dos ramilletes hechos de conchas y metidos en fanales de cristal; en la mampara, una estampa de color con una lancha de pescadores. Sobre una cómoda había un barco de marfil, y sobre un velador, una caja con conchas pegadas en la tapa, y varios caracoles, estrellas de mar, pólipos y corales.

Tanta concha y tanto caracol daba la impresión de que se estaba en un acuario, y que uno mismo era algún molusco o algún pólipo que por equivocación había dejado su cueva para entrar en aquel cuarto.

El primer día registré el archivo de Aviraneta, y encontré los documentos que me indicaba, y me puse a copiarlos.

Terminado mi trabajo paseaba por el arenal desierto de Bidart y contemplaba el anochecer espléndido, en que el sol se iba poniendo hacia el cabo Higuer. Luego tomé la costumbre de ir por la mañana a la playa, a primera hora, y después, por la tarde, hacia el crepúsculo.

Este mar resplandeciente con el sol de primavera, cuando lo divisaba desde encima de las lomas verdes, me daba una gran alegría.

En la casa me encontraba contento. Madama Ithurbide me hacía un potaje de judías y de verdura, que comía con gusto después de un año de comida de hotel.

Me hubiera quedado allí mucho tiempo si no hubiese sido porque tenía que seguir mi marcha.

Uno de estos días, el tercero, al salir de mi casa, por la mañana, para ir hacia el mar, pasé por delante de un jardín en donde una muchacha cantaba una canción que había oído en Laguardia:

La Pisqui, la peinadora,
con excusa de peinar,
le da citas al velero,
y se van a pasear.

Me erguí un poco para mirar por la tapia. La que cantaba era una muchacha morena, de ojos negros.

—Muy bien—la dije—, muy bien. Veo que está usted de buen humor.

[120] —¿Y usted, no?

—Sí, también. ¿Es usted española?

—Sí.

—¿De dónde?

—De Haro. ¿Y usted?

—Yo, de Vera.

La muchacha estaba sirviendo con una señora que tenía un niño enfermo. Allí, sola, en aquella casa próxima al mar, se aburría soberanamente. Aquel día, la señora había ido a Bayona a casa del médico.

Al pasar por la tarde volví a ver a la muchacha, que estaba cantando y tendiendo ropa al sol.

—¿Por qué no viene usted a pasear conmigo?

—¿Adónde?

—Por la playa.

—Pues, vamos.

Fuimos por la playa, charlando. Me contó su vida. Era de un pueblo próximo a Haro. Se llamaba Dolores.

Se nos obscureció. Yo estaba muy conmovido, y ella también.

Yo la abracé y la besé varias veces.

Al retornar a su casa entró ella por el jardín para ver si había vuelto la señora; pero no había vuelto.

La soledad, la noche espléndida y tibia, el ruido del mar próximo, una especie de aura erótica nos sobrecogió a los dos...

Por la mañana, cuando salí de allí, la muchacha lloraba.

—¡Qué locura! ¡Qué locura he hecho!—murmuró.

Ella no sabía por qué; a mí me pasaba lo mismo.

Al salir en el tílburi de Bidart a San Juan de Luz sentí un ligero remordimiento, pero se me pasó pronto, y olvidé rápidamente a Dolores, la riojana.


[121]

XI.
MUÑAGORRI Y SU GENTE

En San Juan de Luz visité a doña Mercedes, la madre de Corito, que me dijo que su hija vendría pronto.

De San Juan de Luz marché a Sara.

Me encontré allí con Cazalet, el bohemio, que había ido, sin duda, con alguna comisión para Muñagorri.

—¿Qué hace usted aquí?—le dije yo.

—¿Y usted, qué hace?

Nos echamos a reír.

—Lo mío no es ningún misterio—repliqué—: he venido a verle a Muñagorri.

—Yo también. Yo he estado hospedado en la misma casa en donde estuvo Don Carlos acompañado de Auguet de Saint-Silvain, titulado por el Pretendiente el barón de los Valles.

—¡Qué honor!

Entramos en una tienda, en donde había una muchacha muy guapa, que Cazalet conocía, y que se llamaba Pepita, Pepita Haramboure, y allí tomamos unas copas de vino blanco con bizcochos.

Cuando se fué Cazalet le pregunté a Pepita dónde podría ver a Muñagorri, y me dijo que tenía el campamento cerca del pueblo. Salí de la tienda y fuí a ver si lo encontraba. Vi en el camino a varios hombres, por su aspecto, soldados de Muñagorri. Le pregunté a uno de ellos dónde podría encontrar al jefe, y me señaló un caserío abandonado. Efectivamente, allí estaba, en compañía de otros dos hombres, moviendo con una[122] gran cuchara un caldero de habas. José Antonio Muñagorri parecía un buen hombre. Era grueso, rechoncho, de cabeza redonda, de nariz aguileña, ojos negros y sonrisa amable.

—¿Ya ha comido usted?—me preguntó hablando con un canto de aldeano vascongado.

—No.

—Pues dentro de una hora comeremos aquí. Si quiere usted venir...

Le dije que Aviraneta me había enviado para que me diera ciertos datos acerca de sus futuros planes.

—¿Conoce usted a Altuna?—me preguntó.

—No.

—Pues vaya usted a verle al pueblo. Estará ahora en la fonda de Hoyartzábal.

Fuí a la fonda y lo encontré. Asensio Ignacio Altuna, el secretario de la empresa Paz y Fueros, dirigida por Muñagorri, era hombre alto, rubio, de buen color, de ojos claros, con un aire atlético.

—¿Ha comido usted?—me preguntó.

—No.

—Quédese usted a comer aquí.

—Me ha invitado también Muñagorri.

—No haga usted caso; aquí comerá usted mejor.

Me pareció poco cortés, pero, ya que el subordinado de Muñagorri me lo decía, me quedé allí. Le expliqué a Altuna el objeto de mi viaje; cómo venía de parte de Aviraneta, quien probablemente pasaría mis informes al Gobierno.

—Le daré a usted mi opinión sin ambages—me dijo Altuna—. Muñagorri es un hombre inteligente y un hombre honrado. Es un tipo que encontrará usted aquí en el país vasco, bueno, optimista, pero de esos a quienes se les ocurre una idea y ya no varían jamás. Su proyecto de Paz y Fueros le parece admirable.

Yo sabía que esta idea no era originalmente de Muñagorri, pues había sido inventada por un amigo y compañero de Aviraneta, don Juan Olavarría, y patrocinada primero por el ministerio Bardají, y luego por el ministerio Ofalia.

—Muñagorri no avanza—siguió diciendo Altuna—, porque en vez de luchar por una causa vieja y tradicional tiene que[123] defender una causa nueva inventada por él. Para esto, no basta un talento corriente: se necesita genio.

—¿Y él no lo tiene?—pregunté yo.

—No, no lo tiene. ¿Quién lo tiene? Él no es capaz de cambiar de ideas, pero sí de procedimientos. En su misma vida ha cambiado: Muñagorri antes de ser fundidor era de profesión escribano; luego abandonó el oficio y arrendó varias ferrerías en Berastegui, con lo que ganaba mucho y daba de comer al país. Tampoco es un aventurero. Ha sido un hombre rico, condecorado con la cruz de Carlos III, y ahora con su empresa se ha arruinado, y sus ferrerías de Berastegui trabajan fundiendo cañones carlistas.

—Así, que el jefe no es malo.

—No, no es malo.

—Pues corre por el país la idea de que es un inepto.

—No, no es verdad. Lo que nos pasa a él y a los suyos, es que tenemos muchas dificultades. Usted sabe que se organizaron en Bayona juntas de las cuatro provincias para que influyesen en el país y ayudasen a Muñagorri. Estas juntas no han dado resultado. El Gobierno nos abrió un crédito de dos millones de reales en la casa Ardoin. Este dinero ha venido mermado. ¿Quién se ha quedado con él? Yo no lo sé. Al principio patrocinaron la idea algunos de nuestros políticos y varios prohombres ingleses. Lord Palmerston y sir Jorge Villiers escribieron a lord John. Hay para que nos favoreciese. Hoy ya no se acuerda nadie de nosotros, y únicamente el general Jáuregui nos alienta. El cónsul Gamboa trabaja contra nosotros. En Bayona, las autoridades del Gobierno cristino nos han tratado como criminales y desertores. El subprefecto daba noticias a los carlistas de lo que hacía Muñagorri. Al cónsul esto le parecía muy bien.

—Es que este Gobierno español y sus empleados son de una incapacidad tan extraña, que llega a lo ridículo—dije yo.

—Parecen agentes de los carlistas. No nos favorecen los liberales, y los carlistas nos odian. El general Iturbe, que estaba comprometido, se ha puesto francamente en contra de la empresa. Los carlistas han empleado toda clase de recursos contra nosotros. El canónigo Batanero ha pedido para Muñagorri y su gente la excomunión. Necesitaríamos alguien que[124] consultara con los generales cristinos y nos indicara sus intenciones.

—Yo no puedo hacer eso.

Le dije a Altuna que, pasadas un par de semanas, tenía el proyecto de ir a San Sebastián para enterarme allá de qué pensaban los generales de la Reina de la empresa de Paz y Fueros.

—Escríbanos usted con detalles el resultado de su entrevista—me dijo él.

—Lo haré, no tenga usted cuidado.

Volvimos Altuna y yo al campamento de Muñagorri.

CANCIONES

Había concluído de comer Muñagorri con quince o veinte de sus partidarios, y un viejo cantaba una canción en honor del caudillo fuerista, que comenzaba así:

Carlos aguertu ezquero
Provinci auyetan,
Beti bici guerade
Neque ta penetan.

(Desde que Carlos ha aparecido en estas provincias, nosotros vivimos siempre en la fatiga y en la pena. Se nos quita nuestros bienes y nunca se nos da nada.)

Esta canción lacrimosa me pareció muy propia de una empresa que marchaba tan mal.

Me despedí de Muñagorri y de Altuna y tomé a caballo el camino de San Juan de Luz. Antes de llegar a Ascaín me encontré con tres muchachos carlistas que habían estado quince días en el campamento de Muñagorri y que pensaban volver de nuevo a España, al ejército de Don Carlos. Uno era guipuzcoano, el otro navarro, y el otro francés. Se burlaban de Muñagorri y de sus planes y me cantaron varias canciones contra él. El francés llevaba un pito, con el que tocaba. El guipuzcoano cantó:

[125]

Estute aditzen soñu eder ori,
Saratican elduda gure Muñagorri.
Riau, riau, riau, cataplau.
Gure humoria,
Utzi al de batera,
Euscaldun gendia.

(¿No oís un hermoso sonido? De Sara ha salido nuestro Muñagorri. Riau, riau, riau, cataplau, nuestro buen humor, dejad a un lado, gente vasca.)

Después de esta canción cantó otra más burlona, que empezaba diciendo:

Muñagorrien sarrera
Españiaco lurrera,
Legua guchi aurrera.

(La entrada de Muñagorri en el suelo español, pocas leguas adentro.)

El navarro a su vez cantó:

Muñagorrien gendiac
Shutan ez dirade trebiac;
Billa litezque obiac
Seculan eztu
Gauz onic eguin.
Guizon gogoric gabiac
Gueyenac desertoriac:
Diru billa ateriac.
Aditu biarcodute beriac.

(La gente de Muñagorri no es muy lista para el fuego; podría encontrarse fácilmente otra mejor. Nunca ha hecho cosa buena la gente sin ganas: la mayoría desertores. Tendrán que oír lo suyo.)

Estas canciones, mucho mejor que las palabras de Altuna, me indicaron que la empresa de Muñagorri marchaba muy mal.


[126]

XII.
NUEVA TERTULIA

Cuando llegué a Bayona a hacer la vida ordinaria, me encontré con algunas ligeras novedades. Se había instalado en mi mismo hotel González Arnao, que tenía su tertulia en su cuarto.

Solían ir a ella varios españoles, entre ellos, Eugenio de Ochoa, hijo natural del abate Miñano. Ochoa era por entonces un joven elegante, de veintitrés a veinticuatro años, muy emperifollado, muy culto y que hablaba perfectamente el francés.

También solía ir un pintor muy malo, Augusto Bertrand, entusiasta de lo más ñoño de la pintura francesa, ya de por sí un tanto ñoña. Monsieur Bertrand era gran admirador de David, de Ingres, y sobre todo de Greuze. Fuimos al estudio del señor Bertrand, que, cuando mostraba sus cuadros, daba una lente grande, como si se tuviera que contemplar la fractura de algún mineral o de algún pequeño insecto.

Otro de los contertulios fué el profesor Teinturier.

Yo, a este hombre, no le entendía. Era republicano radical, entusiasta de Barbes, de Blanqui y de Martín Bernard y de los que con ellos preparaban la revolución en las sociedades secretas, y al mismo tiempo tenía una predilección marcada por Racine y los clásicos antiguos. Sin duda aspiraba a una revolución con formas clásicas. Esto para mí era difícil de comprender. Yo me explico que los revolucionarios exaltados deseen la igualdad absoluta, el comunismo y hasta la antropofagia, pero revolucionarios con versos de Horacio y de Ra[127]cine, no me caben en la cabeza. Para revolución con formas académicas, hemos tenido la Revolución Francesa, y ya basta.

Teinturier, después de muchos rodeos, me pidió que le presentase en casa de madama D'Aubignac. Le dije que hacía tiempo que no la veía a esta señora, pero que en la primera ocasión le presentaría.

Cuando fuí a casa de Delfina y se lo dije a ella, se opuso.

—De ninguna manera se le ocurra a usted traer a mi casa a ese señor—me indicó.

No repliqué nada.

—La vista sólo de ese hombre me molesta—añadió—. ¡Tiene un tipo tan vulgar! ¡Unas manos tan ordinarias! ¡Unos pies tan grandes! ¡Luego mira de una manera tan descarada!

—No crea usted. Es más bien la timidez. Está muy entusiasmado con usted.

—Pues, no; no le traiga usted aquí.

¡Pobre hombre!—pensé yo—. Para eso ha estudiado tanto, para que no lo consideren ni siquiera a la altura de uno de estos oficiales majaderos e insolentes que se lucen en los salones.

Siempre me ha chocado la poca comprensión que tienen las mujeres por cierta clase de hombres. Estos tipos de hombres fuertes, que se creen más fuertes de lo que son, que ven a la mujer como un producto débil, más débil de lo que es en realidad, este hombre toro, que parece que debía ser el ideal de la mujer femenina, lo es pocas veces, casi nunca.

CONVERSACIÓN CON DELFINA

Delfina me preguntó si le había vuelto a ver a Stratford. Le dije que le había visto un momento.

—¿No le ha hablado a usted de mí?

—No.

[128]

—Estamos reñidos.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Y por qué?

—Yo le tengo cariño a Jorge, le tengo por un caballero, por un hombre noble y bueno.

—Yo también.

—Yo desearía conservar con él una buena amistad, pero él no se contenta con eso.

—El quisiera ser su amante.

—No.

—Pues entonces, ¿qué quiere?

—El quisiera que yo abandonara mi casa y fuéramos juntos los dos a otro país.

—¿Y los hijos?

—El me decía que nos llevaríamos los hijos.

—¿Pero su marido de usted?

—A mí, ¿qué quiere usted? No me importa nada mi marido, pero lo que no puedo sacrificar es mis hijos. Prefiero ser desgraciada.

Hablando del asunto llegué a comprender la situación respectiva de Delfina y de Stratford. Ella le había dado a entender la posibilidad de que él fuera su amante sin escándalo, lo que ocurría en muchos hogares. El no aceptaba la solución. Nada de bajo adulterio, ocultándose del marido. Afrontar la situación desde el principio y marcharse a otro país.

—Jorge es un corazón noble y yo le admiro ahora más que antes—dijo Delfina.

Hablamos largamente y me pidió que la primera vez que le viera a Stratford le sondeara acerca de sus intenciones.

Al despedirme de ella, Delfina me dijo:

—Cuento con su discreción, Leguía, ¿verdad?

—Una vez he podido ser imprudente, pero dos, no.

—Así lo espero. Además, aquello era una niñería.

Cuando salí a la calle, todo lo que se me había ocurrido mientras hablaba con Delfina se lo dije al viento:

—Señora: usted es muy alambicada y muy cuca; quiere usted religión y libertad de pensamiento exclusiva para usted, costumbres muy severas y al mismo tiempo facilidad en las[129] pasiones; ser muy honorable y tener un amante, tener un hombre enérgico y altivo y al mismo tiempo que se doblegue a sus necesidades y a sus caprichos. Todo esto no se encuentra mas que en Jauja o en el país de las Gangas. Yo no diré nada, pero no seré tampoco el que intervenga en sus asuntos.


[130]

XIII.
VUELTA POR ESPAÑA

Como quería cumplir el encargo de Altuna y dar informaciones precisas a don Eugenio, me preparé a ir a San Sebastián; pedí pasaportes y cartas de recomendación a González Arnao, quien me recomendó al coronel inglés Colquhoun.

Partí de Bayona para San Juan de Luz, fuí a Socoa y salí en un pailebote que marchaba a San Sebastián. Llegué a la ciudad donostiarra y me vi inmediatamente con Alzate y Orbegozo. Alzate me dijo que con quien podría enterarme bien de las intenciones inglesas con respecto a Muñagorri, sería hablando con el coronel Colquhoun, que estaba en aquel momento en Ategorrieta. Seguramente la carta de González Arnao me serviría para llegar a él. Respecto a los planes de los generales cristinos, él me daría una carta para el general Jáuregui.

A la mañana siguiente tomé un coche y fuí a Ategorrieta. Llevaba en aquel punto mucho tiempo acantonada la Legión inglesa. A la entrada del barrio había un letrero con pintura negra en una pared: Westminster Square, y en otra esquina ponía Constitution Hill (colina o cuesta de la Constitución). Este segundo letrero duró mucho tiempo; yo lo vi quince años después. Algunos supusieron que quedaba porque Hill, en vascuence, quiere decir muerto, y los campesinos vascos, en su mayoría carlistas, al leer Constitution Hill, suponían que decía Constitución muerta.

Al acercarme al barrio me detuvo un centinela, que llamó[131] a un cabo, quien me condujo al Cuerpo de guardia. Cerca había una fila de carros, caballos y cañones.

Entramos el cabo y yo en el Cuerpo de guardia británico.

Los soldados ingleses, con sus casacas rojas, se paseaban de arriba a abajo con las manos cruzadas en el pecho, silbando o tarareando; otros, sentados en los bancos, cosían un botón o remendaban una ropa vieja. En la pared estaban colocados los fusiles, y en medio había un brasero lleno de tablas ardiendo. Había un olor fuerte a tabaco. Salió un oficial, le pregunté por el coronel Colquhoun, y me indicó una casa próxima al camino de Pasajes.

Aquellos ingleses me parecieron gente de buen aspecto, a pesar de que tenían mala fama como soldados. Se decía que eran vagabundos enrolados en los muelles y en las tabernas de Inglaterra; se añadía que desertaban a la mejor ocasión a las filas liberales o carlistas; que robaban en los pueblos, y que se emborrachaban siempre que podían.

A pesar de esto se habían batido como leones a las órdenes del general Lacy-Evans en la batalla de Oriamendi.

En la casa que me indicaron como residencia del coronel Colquhoun vi a un soldado inglés con su mujer y dos chicos en brazos. Le pregunté si sabía si vivía allí el coronel, y me dijo que sí.

Colquhoun me recibió muy amablemente, pero me dijo que no sabía nada; él influía con el comodoro lord John Hay para que no se abandonara la empresa de Muñagorri, pero no conocía los planes del Gobierno inglés.

Colquhoun me pareció un hombre amable y culto. Era matemático e ingeniero, y por la presión de lord John se había metido a politiquear y a intrigar, cosas para las cuales no tenía condiciones.

Volví a San Sebastián y fuí a Hernani, en donde me dijeron que encontraría a Jáuregui. Efectivamente, le encontré; le di la carta de Alzate, y me preguntó por mi tío Fermín, y nos hicimos muy amigos. Tenía él que ir a Urnieta; le ofrecí mi coche; aceptó, y fuimos juntos.

Me dijo que O'Donnell y él pensaban hacer un reconocimiento en Vera, y que le iba a ver en aquel momento al general para ponerse de acuerdo en los detalles de la expedición.

[132]

—¿Cree usted que yo le podría hablar a O'Donnell?—le pregunté a Jáuregui.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de la actitud que piense tener con relación a Muñagorri.

—No le contestará a usted nada.

—¿Está usted seguro?

—Segurísimo. O'Donnell es un hombre impasible, impenetrable; le oirá a usted muy amablemente, le preguntará lo que usted opina, le escuchará con mucha atención, y cuando usted intente averiguar lo que cree él de esto o de lo otro, sonreirá y pasará a otro asunto. Además, esa cuestión de Muñagorri es un punto que no le gusta tratar.

—Entonces no le preguntaré nada.

—¿Usted es de Vera?—me preguntó Jáuregui.

—Sí.

—¿Quiere usted venir al reconocimiento que vamos hacer en su pueblo?

—Con mucho gusto.

—¿Dónde para usted?

Le di mis señas en San Sebastián.

—Bueno, yo le avisaré a usted.

Llegamos a Urnieta. Urnieta tenía todavía las huellas de la batalla dada por O'Donnell el otoño pasado, que había costado el incendio casi total del pueblo. Dejé a Jáuregui en una casa próxima a la iglesia, y entré yo en una taberna, donde pedí una botella de sidra. En la taberna había un hombre manco y tuerto, con una blusa larga, que llevaba un montón de papeles bajo el brazo. Tenía el hombre aquel cierto aire de sacristán y una voz un poco aguda. Hablamos.

—¿Viene usted aquí de paseo?—me preguntó.

—Sí; ¿y usted?

—Yo, por el comercio.

—¿Por qué comercio?

—Vendo canciones.

—¡Hombre! ¿A ver qué canciones tiene usted?

—Son canciones carlistas.

—Muy bien. Yo soy liberal, pero eso no me importa. ¡A ver, cante usted!

[133]

El manco empezó a cantar, con su voz aguda, una canción sobre O'Donnell y la quema del pueblo, que empezaba así:

Orra nun den Urnieta,
Ez ta besteric pareta,
Malamentian erreta.

(Ahí está Urnieta, no quedan más que las paredes, malamente quemadas.)

O'Donnell generala
Zubela aguintzen
Fanfarroi zebillen
Etchiac erretzen.
Solamente jauna ori
Ez da gaitz itzuzen,
Chapela galdu eta;
Hernani sartu zen.

(El general O'Donnell mandaba y andaba muy fanfarrón quemando las casas. Solamente ese señor es difícil de asustar; perdió el sombrero y entró en Hernani.)

Chapela galdu eta
Gañera saldiya,
Beste bat artu eta
Iguesi abiya,
Guezurra gabetanic
Esango det eguiya,
Traidoria da eta
Cobarde aundiya.

(Perdido el sombrero y además el caballo, tomando otro para correr más deprisa, sin mentira diré la verdad, porque es traidor y cobarde.)

Santo Tomás eguneco,
Amar terdiyetan,
Etsagon atseguin
Ategorrietan.[134]
Pechotican eztuta
Caqueguin galzetan.
Orra sein cobardiac
Dirade beltzetan.

(El día de Santo Tomás, a las diez y media, no estaba muy tranquilo en Ategorrieta. Con el pecho oprimido y ensuciados los calzones. Ahí se ve lo cobardes que son los negros.)

Luego, el manco cantó otras canciones que, a pesar de ser primitivas y bárbaras y casi siempre incoherentes, no dejaban de tener gracia. Una de ellas, contra los extranjeros, comenzaba así:

Francesac ta inglesac berriz
Cecen icusten dabiltz
Barrera gañetic irritz,
Arriya tira escua gorde
Eguindigute bost alditz,
Au consideratzen balitz.
Baliyoco luque aunitz
Buru gogorric ez balitz.

(Los franceses y los ingleses de nuevo están viendo los toros desde la barrera, riéndose; tiran la piedra y esconden la mano; nos lo han hecho muchas veces. Esto lo comprenderíamos muy bien si no tuviéramos la cabeza tan dura.)

Este reconocimiento de la dureza de nuestra cabeza vasca me hizo reír a carcajadas.

Después de la rabia contra los extranjeros venía el rencor contra los castellanos y los hojalateros, que querían que continuara la guerra:

Orien votoz necazariyac,
Pasabiarcodu dieta.
Erdealdunaren copeta.
Morralac ondo beteta.[135]
Guero iguesi lasterta.

(Por el voto de esos, los trabajadores tendrán que vivir a dieta. ¡Qué tupé el de los forasteros! Llenan bien el morral y luego echan a correr.)

Después de estas imprecaciones y cóleras el manco cantó una canción filosófica que comenzaba así:

Aurten eztegu izango
Fortuna charra;
Bici galdu ezquero,
Acabo guerra.

(Este año no tendremos mala fortuna; perdiendo la vida, se acabó la guerra.)

Le compré al cantor varias de sus canciones y volví a San Sebastián, y esperé a que me avisara Jáuregui para ir a Vera. En tanto, pedí a Bayona un libro que había comprado meses antes, que se titulaba Campañas de 1813 y de 1814 sobre el Ebro, los Pirineos y el Garona, por Eduardo Lapene. Cuando me lo mandaron leí la parte que hablaba de combates entre franceses y aliados en el Bidasoa y en las proximidades de Vera.

Aquellos días de lluvia charlé bastante con el antiguo amigo de Aviraneta, el cabo de chapelgorris, Juan Larrumbide, Ganisch, en la taberna del Globulillo, de la calle del Puerto de San Sebastián, quien me dijo que iba a ir también en la expedición a Vera.

El día primero de abril me avisó Jáuregui y fuimos a Oyarzun.

A mí me dieron un hermoso caballo, y, como llevaba un magnífico impermeable y un sombrero también impermeable, llegué sin mojarme a Oyarzun.

Ganisch, que conocía todos los rincones de la provincia, me llevó a un caserío de Arichulegui, donde comimos admirablemente y donde dormimos igualmente bien.

[136]

Por la mañana, nos levantamos, y, a la hora de la diana, tomé yo mi caballo, y, con mi impermeable y mi sombrero de hule, seguí a la comitiva de Jáuregui. Nos encaminamos hacia la peña de Aya, pasamos por la ermita y la ferrería de San Antón, por el mismo camino por donde fueron las tropas de Wéllington y donde murieron despeñados muchos soldados y oficiales ingleses. A media tarde llegamos a los montes próximos a Vera, y allí se acampó.

Ganisch me llevó al barrio de Zalaín, próximo al Bidasoa, al caserío del cabecilla Gamio.

Gamio fué el capitán de una partida liberal que, en una correría a Zugarramurdi, mató al coronel carlista don Rafael Ibarrola. Al volver de la expedición, el mismo día, Gamio fué visto por una patrulla carlista cuando descansaba, a la puerta de un caserío, con sus partidarios, y le soltaron una descarga cerrada y lo mataron. En Vera se había confundido el hecho y se creía que la muerte de Ibarrola era debida a mi tío Fermín Leguía, que por entonces estaba en Cuenca.

Me recibieron muy bien en el caserío de Gamio, el hijo y las hijas del partidario liberal. Cenamos espléndidamente, y tuvimos baile después de cenar. Por la mañana me presenté en una chavola de Alcayaga, en donde estaban reunidos Jáuregui, O'Donnell y otros jefes.

—¿Qué ha hecho usted?—me preguntó Jáuregui.

Le conté cómo había pasado la noche.

—Es usted un hombre de suerte.

No acababa de decir esto cuando una granada dió en la puerta de la chavola y la hizo polvo, y uno de los cascos pasó por encima de mi cabeza.

Nada; no tenía duda. Era un hombre de suerte.

Los carlistas sabían ya dónde estaban los generales enemigos, y disparaban allí.

Salimos fuera; O'Donnell, Jáuregui y los oficiales del Estado Mayor montaron a caballo, y yo hice lo mismo, y lucí mi impermeable y mi sombrero de hule.

El tiempo estaba malo: llovía y venteaba.

El Bidasoa venía muy crecido.

—Vamos a ver—me dijo Jáuregui—, ¿cómo pasaremos mejor el río?

[137]

—¡Supongo que no querrán ustedes forzar el puente!

—No.

—El hacerlo costó mil bajas a los franceses en 1813 y la pérdida del general Vander-Maesen, que murió aquí.

—¡Tantas bajas hubo!—exclamó Jáuregui—. No lo sabía. Por entonces, yo estaba herido en Cestona; por eso no pude tomar parte en la batalla de San Marcial.

—Por lo que he leído, si no murió más gente francesa fué porque un jefe del batallón, Lunel, se colocó en esta orilla y cañoneó esas dos casas de enfrente y el fuerte de ese alto, llamado Casherna.

—Es curioso. Desechada la idea de forzar el puente hay que intentar atravesar el río por otro lado. ¿Por dónde le parece a usted mejor?

—Por aquí, aguas arriba, se puede ir hasta el puente de Lesaca, por donde pasaron los ingleses de Wéllington en 1813. El puente quizá esté fortificado por los carlistas.

—Sí.

—¿Y el de Endarlaza?

—Lo mismo.

—Entonces, creo que lo mejor es que algunos de sus hombres vayan a Zalaín, saquen la barca, que quizá la tengan escondida los campesinos, y vayan pasando y fortificándose en la otra orilla.

Jáuregui conferenció con O'Donnell; decidieron esto y fué marchando hacia Zalaín un grupo y después una compañía de chapelgorris, que cruzó luego el río.

La situación respectiva de carlistas y liberales era ésta; ellos tenían algunas fuerzas en el pueblo, varios tiradores en dos casas situadas no muy lejos del puente, una de ellas llamada Dorrea, y otra que era una antigua hospedería de peregrinos de Roncesvalles; tenían fortificado el puente, unas compañías en un fortín de un alto llamado Casherna y patrullas en el monte de Santa Bárbara. Los nuestros estaban en un barrio de Lesaca, de nombre Alcayaga, y diseminados por el monte Baldrún y por la orilla del río.

Para distraer a los carlistas se hizo un simulacro de atacar el puente y se enviaron varias compañías hacia Lesaca. Se cambiaron cañonazos de un lado y de otro y, al medio[138]día, los chapelgorris se apoderaron de las primeras casas del pueblo.

Entonces empezaron a pasar más soldados por la barca de Zalaín y comenzaron a aparecer y avanzar por la orilla del río. Los tiradores de las dos casas, Dorrea y la hospedería de peregrinos, se opusieron a su avance; las cañones de O'Donnell bombardearon las casas hasta que las desalojaron.

Al ocupar las dos casas próximas al río los liberales, los tiradores carlistas del puente se vieron mal y lo abandonaron. El puente estaba libre de enemigos, pero lleno de obstáculos, y los que fueran a quitarlos se exponían a ser cazados.

Entonces los soldados de Jáuregui cogieron dos carros con hierba y los fueron llevando por el puente, y, avanzando detrás, quitaron los obstáculos, y los nuestros comenzaron a pasar y a marchar al pueblo.

Un grupo de veintitantos carlistas, al mando de un sargento, quedó rodeado en la plaza por los chapelgorris y los soldados cristinos, y los veintitantos subieron a la torre de la iglesia y se fortificaron allí. Por la noche bajaron de la torre con una cuerda y se escaparon.

Al anochecer, Ganisch y yo y un liberal del pueblo, al que llamaban Laubeguicoa, fuimos a una posada de Illecueta y cenamos con unos carlistas; pasamos parte de la noche cantando, y dormimos muy bien.

Por la mañana volvimos a la plaza de Vera. Le conté a Jáuregui dónde habíamos estado, lo que le siguió pareciendo un exceso de suerte.

Al día siguiente de entrar en el pueblo los liberales, tenían las casas, la iglesia y el calvario; los carlistas estaban en un alto enfrente de Vera, en un fuerte, con un cañón que lo disparaban a cada paso. Lo que me hizo gracia es que los cornetas del fuerte carlista, de cuando en cuando, tocaban la jota navarra, como para demostrarnos a nosotros que no nos temían.

Yo le dije a Ganisch que alguno de nuestros chapelgorris tocara con la corneta Andre Madalen y Ay ay, mutilla.

Los carlistas, como ofendidos al oír nuestra música, dejaron de tocar la jota.

Yo me acerqué varias veces, a caballo, con mi esclavina[139] y mi sombrero de copa, al reducto de Casherna, y oí silbar las balas cerca de mi cabeza.

En dos días, a fuerza de zambombazos, quedó desmontado el cañón enemigo, desmoronado el fortín, y los carlistas abandonaron los alrededores de Vera.

Toda esta acción, en mi pueblo, no me pareció muy diferente de una pedrea de chicos. Al menos, en ingenio, no había gran superioridad de los militares profesionales sobre los chicos. La única superioridad que se podía encontrar era que en esta lucha de soldados había muertos de verdad; hombres con el pecho agujereado y las piernas rotas.

Pensé varias veces, aunque, naturalmente, no me atrevía a decírselo a nadie, que esto de la guerra, como ciencia, es una verdadera tontería; yo creo que la guerra es una cosa instintiva; así se comprende que un cura, o un maestro de escuela, metido a guerrillero, pueda tener en jaque a cualquier general: que un moro desharrapado haga maniobrar a su gente como el más perfecto táctico.

El 5 de abril, O'Donnell y Jáuregui se dispusieron a volver a sus campamentos; yo me uní a unas tropas francesas que habían avanzado desde el lado de Oleta a Vera, y fuí con ellas hasta la frontera, y luego, solo, a San Juan de Luz.

La acción a la que había asistido me pareció poca cosa y me afirmé en la idea de que si alguna vez tenía que tomar parte en la guerra, no sentiría el menor miedo. Mi dandysmo estaba por encima del peligro de las balas.


[141]

TERCERA PARTE
NUEVOS CONOCIMIENTOS

EN SAINT-MORITZ

Cada nueva parte de mi libro la voy escribiendo en distintos lugares. Ahora he venido a Saint-Moritz, sitio de moda, por el que tenía alguna curiosidad, pero pienso pasar poco tiempo. Este hotel, grande como un cuartel, con tanto millonario, me ha dejado espantado.

El enorme edificio está lleno de judíos, de americanos, de japoneses, casados con francesas e inglesas, y hasta de chinos.

¡Qué decadencia la de nuestro continente! Por todas partes no se ven mas que amarillos, negros y achocolatados. ¡Qué pisto! Dentro de algunos años, en Europa no quedará un europeo de verdad: todos serán mestizos y habrá una extraña mezcla de sangre de todas partes.

Entonces, esta vieja Europa, que no tiene ya ideales, no tendrá tampoco razas un poco limpias, y la común basura humana será el patrimonio de sus ciudades y de sus campos.

La contemplación de la naturaleza no me compensa del desagradable espectáculo de esta jaula de micos que me parece el hotel.

Es curioso el poco entusiasmo que siento por la naturaleza alpina. Acostumbrado al país vasco, con sus montes pequeños y claros, estas enormes montañas me cansan, me abruman, me parecen extrahumanas y casi desagradables.

El resplandor de las manchas de nieve en los montes, como trozos de porcelana sobre el cielo azul, me hace daño a la vista.

Esta naturaleza grandiosa no la encuentro atrayente. Es una naturaleza de aire cósmico, nada humanizada, monótona de[142] de color, que se ofrece, como una virgen selvática, al hombre joven y fuerte, y que desdeña la debilidad y el cansancio.

Creo que el artista no debe encontrar grandes inspiraciones en estos paisajes, que son para el turismo y la fotografía más que para la literatura y el arte.

Me dicen que aquí puede haber una inspiración de algo grandioso y colosal. Yo cada vez tengo más antipatía por lo grandioso y por lo colosal. No creo en nada colosal. El hombre es, como decía el filósofo griego, la medida de todas las cosas. Lo que pasa de nuestra medida no es nada, al menos para nosotros.

Yo me contento con lo que abarca la medida humana; creo que hay en sus límites materia bastante con que llenar el corazón y la cabeza de un hombre, y no aspiro a más.


[143]

I.
PARÍS Y MADRID

A la primera ocasión que tuve fuí a París.

El París de entonces no era el de ahora, este París enorme, cortado por grandes avenidas con árboles. Era todavía un pueblo de calles estrechas, misterioso, en donde todo parecía posible. No había este cuadriculado policíaco actual de la vida, que hace en una inmensa ciudad como París, Londres o Berlín, se conozca a la gente casa por casa y cuarto por cuarto.

Eugenio de Ochoa me sirvió de cicerone; pero me enseñó, sobre todo, aquello que le podía dar lustre a él. Al cabo de quince días volví a Bayona.

Muy poco tiempo después, al comienzo de la primavera, don Eugenio me escribió diciéndome que sería conveniente que fuese a Madrid.

Me alegré mucho; tenía curiosidad de ver algo del interior de España.

Me ofrecí a mis amigos y conocidos bayoneses por si querían algo para Madrid. Gamboa me dió un paquete para que lo entregara al secretario del infante don Francisco, el brigadier Rosales, y dos cartas: una para don Ramón Gil de la Cuadra, y otra para don Martín de los Heros, políticos amigos suyos.

Eugenio de Ochoa me dió también una carta de presentación, para Usoz del Río.

A mediados de mayo marché a Santander, en barco, y de Santander, con grandes dificultades, a Madrid. Ya en el viaje me chocó la confusión y el desorden que había en todo, y me[144] asombró, al entrar en Castilla, la cantidad de páramos y de desiertos que atravesamos.

Don Eugenio me esperaba en la Aduana, a la bajada de la diligencia, y me llevó a una casa de huéspedes de la calle del Lobo, donde vivía él.

Verdaderamente, Madrid me pareció feo y destartalado. La Puerta del Sol era una encrucijada sin importancia; todo lo encontraba muy polvoriento y descuidado.

—La verdad es que esto, al lado de París—le dije a don Eugenio—, parece poca cosa.

—¡Ah! ¿Tú también vas a ser de esos imbéciles que porque han estado unos días en París creen que han de despreciarlo todo?

Me callé, dispuesto a hacer las observaciones para adentro.

No es que yo despreciara Madrid, al revés; para mí, naturalmente, era más interesante que París, porque en París no podía ver nada mas que paredes y calles, y en Madrid hablaba con gentes de cosas que me interesaban. Cierto que entonces todavía tenía ese pobre entusiasmo de admirar una calle ancha y recta, o un monumento muy grande, como si por eso fuera uno más feliz; pero, aun a pesar de eso, como español, Madrid me interesaba más que París.

Yo comprendía claramente que ante la vida europea los españoles éramos muy poca cosa, que no pesábamos apenas nada. Madrid no llegaba a ser mas que un barrio pobre de París.

¡Y la gente! ¡Qué mal aspecto! ¡Qué aire de miseria, de mala alimentación!

—Esta pobre España tan enteca, tan mal dotada, ¿cómo ha podido hacer tanta cosa?—me preguntaba yo—. Ha sido el brío, la confianza, la ilusión, la que ha hecho levantarse estos Escoriales en medio de nuestros páramos. Hemos sido arquitectos con cañas, hemos construído sin medios; así ha resultado todo tan inconsistente.

En el tiempo en que yo he vivido, y sin ofrecer la historia española un interés universal, ¡qué tipos ha tenido nuestra época!, ¡qué fuerza y qué gallardía! Mina, el Empecinado, Zurbano, Zumalacárregui, don Diego León... Si hubiera habido entre nosotros un poeta, estos hombres hubiesen llegado a[145] ser universales, no por su ideología, que era seguramente mísera, sino por su brío y su prestancia. Yo en Madrid disentía un tanto de la opinión de las gentes; me hablaban mal del clima de la corte, que a mí me parecía magnífico, y me elogiaban cosas que yo no encontraba tan admirables. La Puerta del Sol, este pequeño foro, con sus militares, sus intrigantes, sus cesantes, sus rateros, sus mozos de cuerda, sus desharrapados políticos, sus sablistas y sus aguadores; todos estos grupos de hombres harapientos, con manta y calañés, y de señores con capa y sombrero de copa; las manolas de rumbo que pasaban a pie o se mostraban en las calesas; los chicos que corrían descalzos, vendiendo papeles y hojas volantes; toda esta gusanera revolviéndose al aire me interesaba mucho.

Paseé en el Prado con sus lechuguinos, sus damas aristocráticas, sus jóvenes oficiales; vi a la Reina Madre con Muñoz en su landó, y a la Reina niña, en un coche, tirado por seis mulas grises.

Pasé el tiempo en los cafés obscuros, llenos de humo, con los espejos manchados por las moscas, los divanes, que olían a terciopelo arratonado; los mozos, que servían de mala gana; frecuenté la Fontana de Oro, la Cruz de Malta, el Café Nuevo, el de Venecia, el de San Sebastián; y vi en ellos tipos de todas clases, militares de las varias guerras españolas de la Península y de las Colonias, exclaustrados, masones, etc., etc. Leí El Guirigay y El Fray Gerundio, y los folletos anónimos y los papeles que corrían de mano en mano.

Estuve también en los toros a ver a Paquiro Montes, y hablé con él un momento en el Café Nuevo.

Pasaba poco tiempo en la casa de huéspedes. Tenía en ella un cuarto bastante grande, blanqueado, un tanto obscuro, con una cama de madera, y en las paredes, estampas de Atala y de los Incas, con la leyenda en castellano y en francés. Siendo el cuarto tan triste y estando la calle tan alegre, ¿cómo quedarse en casa? La misma reflexión debían hacerse la mayoría de los madrileños, a juzgar por la gente que andaba por las calles.

Por la mañana, el criado que cepillaba las botas me despertaba cantando canciones liberales:

[146]

Guerra, guerra a muerte,
a tiranos y a esclavos,

o aquello de

Viva, viva, viva,
viva la nación;
viva eternamente
la Constitución.

El oír estos guerras o estos vivas era señal de que había que levantarse. Efectivamente, me levantaba, y ya no volvía a casa hasta la hora de comer, si no comía fuera.

Hice mis visitas.

Primeramente fuí a ver a los amigos de Gamboa, don Martín de los Heros y don Ramón Gil de la Cuadra.

Estos dos señores, los dos vizcaínos, de Valmaseda, vivían en la misma casa de la calle de Cantarranas, hoy Lope de Vega, donde también había vivido Argüelles. La casa era un antro de progresismo. En la visita a Gil de la Cuadra tuve el maligno placer de hacerle hablar de Aviraneta, diciéndole que Gamboa había estado muy preocupado con la estancia de don Eugenio en Francia.

Gil de la Cuadra habló pestes de Aviraneta: dijo que era un miserable intrigante, traidor a la masonería, difamador, enemigo de todas las personas sensatas, y a quien debían poner a la sombra. Noté que no podía decir contra don Eugenio nada en concreto.

También visité a Usoz del Río, a quien encontré en compañía de don José Somoza. Los dos eran tipos raros y extravagantes. Somoza tenía la preocupación de la metempsícosis, y Usoz, la del protestantismo.

A Usoz le volví a ver años después en San Sebastián, de vuelta de Inglaterra, ya declaradamente cuáquero.

Usoz no era, como dice Menéndez Pelayo, en Los Heterodoxos, nacido en Madrid, sino americano, de familia navarra. El no me lo dijo, porque no hablaba nunca de sí mismo, pero encontré su filiación en las notas policíacas del Livre Noir de Delaveau y Franchet, hechas en tiempo de Carlos X. La pri[147]mera vez que le vi, Usoz estaba preparando un viaje a Londres. Usoz me presentó al escritor inglés Borrow, y me llevó a casa del embajador de Inglaterra en Madrid, sir Jorge Villiers; luego, lord Clarendon, hombre que tenía por entonces una gran importancia en la política española.

Fuí también a casa del infante don Francisco, y hablé con su secretario, el brigadier Rosales. Este me preguntó mucho acerca de lo que se decía en Bayona.

De pronto el brigadier me dijo:

—El otro día le vi a usted en el café hablando con un sujeto que se llama Aviraneta. ¿Le conoce usted?

—De vista, nada más.

—Pues tenga usted cuidado con él. Es el mayor revolucionario de España, hombre muy peligroso. Su alteza real el infante don Francisco y yo le conocemos mucho, por desgracia.

Estando hablando con Rosales vino el general Minuissir, y me presentaron a él. Yo tenía curiosidad por este hombre, y le pregunté algo acerca de las conspiraciones del tiempo de Fernando VII.

Minuissir no quiso hablar; ya no tenía ningún entusiasmo por los revolucionarios. Pocos años después, cuando el proceso de don Diego León, Minuissir fué fiscal de la causa, y se habló mal de él por haber pedido con energía la muerte del reo. Se dijo que había exagerado el servilismo con Espartero; que era hijo de un cocinero italiano, y que cuando, como premio a su sumisión, le pidió a San Miguel la faja de general, éste le dijo: Sería una faja manchada de sangre.

Cuando le conté a don Eugenio mi visita a Rosales, se rió:

—¿Así que Rosales dice que yo soy hombre peligroso? Más peligroso ha sido él para mí, que me ha propuesto varias veces conspirar a favor del infante don Francisco.

—¿Es hombre revolucionario ese militar?

—Sí; si los demás hacen revoluciones en beneficio de su amo y de él, es revolucionario. El es un cobarde, un tumbón. Le conocí en Ciudad Rodrigo, en 1823. Estaba allí de comandante sin mando. Mientras nosotros nos rompíamos la crisma por aquellos vericuetos, él se entregó en seguida que llegaron los absolutistas.

Hablé con otras personas, y me presentaron en un salón de[148] la buena sociedad. Habiendo vivido en un medio pequeño, como Bayona, con tantas precauciones, al llegar a un medio grande, como Madrid, en donde podía hablar a mis anchas, me encontraba como los soldados romanos, a quienes después de haberles obligado a andar con sandalias de plomo les dejaban correr libremente los días de batalla.

Acostumbrado a la ficción constante, no me costaba ningún trabajo mentir.

La frase de Talleyrand, o de quien sea, de que la palabra es un medio de ocultar el pensamiento, era uno de mis dogmas. Llegué hasta saber fingir la confusión de una manera perfecta.


[149]

II.
LOS AGENTES SECRETOS

Te he dejado que veas Madrid durante unas cuantas semanas—me dijo Aviraneta—y que hables con la gente, porque no tenemos prisa. Por ahora no podemos dar un golpe decisivo; pero preparamos nuestras baterías. El ministro que me envió a Bayona no está en el poder, y trabajamos con el dinero de María Cristina.

—Yo, por mi parte—le dije—, tengo para vivir. Etchegaray y Leguía van viento en popa.

—Ya lo sé, y me alegro mucho.

—La parte de Etchegaray será para usted.

—No, no, ¿para qué? Tú has creado eso y debe ser para ti. Yo no necesito dinero: vivo con cualquier cosa. Vamos a nuestro asunto. Ha llegado el momento de que te ponga al corriente de la parte secreta de mis trabajos. En este mes de marzo pasado se han reunido gran número de batallones en Estella, y por el motivo de la falta de pagas se han sublevado. Ha acudido el mismo Don Carlos a sosegar el motín; ha exhortado a los rebeldes a que volviesen a la disciplina, y les ha prometido que les pagará parte de lo que les debe. No se han conformado ellos sólo con la promesa; y viendo Don Carlos el asunto más grave de lo que parecía al principio, se ha retirado. Entonces algunos sargentos han empezado a pedir la destitución de Don Carlos; pero la mayoría se ha asustado de su propia audacia, y el movimiento se ha sosegado por sí solo. ¿Conocíais esto en Bayona?

[150] —Sí; se ha hablado de este motín de Estella; pero no se ha dicho nada de que se pidiera la destitución de Don Carlos.

—Pues se ha pedido. Esta iniciativa no era completamente espontánea, porque dentro de las filas carlistas contamos nosotros con alguno que otro agente que, cuando vuelvas a Bayona, tendrás ocasión de conocer.

—Muy bien.

—Ahora tu acción se limitará a esto: a asegurar en todas partes, en Bayona, que los carlistas están muy descontentos de las Expediciones reales; que consideran a Don Carlos completamente inepto, y que creen que sería mucho mejor que el infante don Sebastián fuera proclamado rey.

—Esto hará algún efecto; pero no creo que mucho, porque todos los días hay versiones de esa especie.

—De todas maneras, tú repítelo.

—¿No hay que hacer más que eso?

—Luego recibirás a los agentes nuestros, a quienes irás citando en distintos sitios por los nombres y señas que yo te daré, y harás una minuta clara con todos los detalles posibles de lo que te diga cada uno de ellos. No importa que te repitas. Cuantos más detalles, mejor. Hecha la minuta se la leerás al agente; luego la escribirás con tinta simpática, y si hay una parte importante de nombres y de señas la envías por separado y empleas la plantilla número uno.

—Está bien. ¿Usted no va a ir Bayona?

—Por ahora, no. Ya veremos cuándo. Si fuera allí, los carlistas y Gamboa pondrían en juego todas sus intrigas para expulsarme. Pita Pizarro ha querido que yo nombrase cónsul a algún amigo mío.

—¿Y por qué no le nombran a usted mismo?

—Eso produciría un escándalo y no adelantaríamos nada.

—Bueno, ¿qué más?

—Conviene también que vayas a San Sebastián; que veas a mi primo Alzate, y que éste envíe un confidente a Azcoitia, para que le diga en qué condiciones vive Don Carlos, en qué casa, con qué servidumbre, qué guardia tiene, etc., etc.

—Entendido.

[151]

INFORMES

—Ahora te voy a dar algunos informes de nuestros agentes, que son S, T, U, V, X y Z.

—Estamos enterados.

—Yo no bromeo cuando hablo de cosas serias. Vete tomando notas. S, es Iturri, posadero y comerciante de la calle de los Vascos.

—Lo conozco.

—Es navarro, buena persona, liberal por convicción, y trabaja por que se acabe la guerra con entusiasmo. Te puedes fiar de él. Es hombre de conciencia.

—Eso mismo pienso yo.

—La T es Luci Belz.

—Por un poco Lucifer.

—Y por tan poco, porque es mala como un diablo. Luci está empleada en el hotel del Comercio de Bayona. Escucha todo cuanto se habla allí. Es francesa, y lo mismo le da por los carlistas que por los liberales. Es solterona, y más fea que Picio. El medio de hacerla trabajar con entusiasmo es mirarla lánguidamente y decirla que es muy simpática.

—Muy bien. La miraremos con languidez.

—La U es la Falcón; ya la conoces. No tienes mas que decirla que yo te he encargado de hacer una minuta, y ella en la trastienda te la dictará. La Falcón te citará el día que quieras a Luci Belz, que irá probablemente a la tienda de antigüedades a hablar contigo.

—Bueno.

—La V es Valdés, un Valdés que llaman de los gatos; ¿tú no habrás oído hablar nunca de él?

—No.

—Valdés es un elegante, un petimetre de hace años, que unas veces está en París y otras en el ejército carlista. Manuel Valdés hace quince o diez y seis años era un buen mozo: alto, guapo, moreno. Quiso ser de la Escolta Real, y no le aceptaron por su liberalismo. Entre los años 20 a 23, Valdés fué un dandy madrileño. Era de los que usaban monóculo y de los[152] primeros en poner en la Corte la moda de los sombreros blancos y las levitas verde lechuga con cuello de terciopelo. Este lechuguino tomó parte en la jornada del siete de julio, formando parte del Batallón Sagrado. Se cuenta que por entonces estaba en un salón presumiendo, cuando entró el gato de la casa; un gato de Angora muy lucido.—¡Qué hermoso es! ¡Qué elegante!—dijo alguno—. Es el Manolo Valdés de los gatos—replicó el mismo Valdés—. Desde entonces a Manolo le quedó el nombre de Valdés de los gatos. En el faubourg Saint-Germain le llaman le beau Valdés. Al entrar los franceses de Angulema, la gente baja de Madrid estuvo a punto de matar a Valdés, y el hombre se hizo absolutista. Ahora es públicamente carlista y privadamente agente secreto de María Cristina.

—Es una fórmula individual como otra cualquiera.

—Este Valdés tiene que ir con frecuencia a Bayona. Te irá a ver. Quizá te cuente algo curioso. Se le mandarán tus señas a la casa en donde vive en París.

—Vamos con la letra X.

—Vamos con ella. La X es Pedro Martínez López, un señor que escribió un folleto contra María Cristina por encargo de su hermana la Infanta Luisa Carlota.

—¿Y le paga el Gobierno de la Reina?

—Sí; quizá pudo poner en su libelo mucho más de lo que puso. Este Martínez López, para mí, es un tío antipático e inútil. Es burgalés, de Villahoz; se ocupa de cuestiones filológicas y agrícolas, y está liado con una corredora que va a casa de la Falcón, la Hidalgo.

—La conozco.

—Martínez López no creo que te diga nada interesante; chismografía nada más. Se le puede avisar por la imprenta de Lamaignere.

—De la calle de Bourg-Neuf; la conozco también.

—La Y es Bertache, un hombre de cuidado que te lo recomiendo. Bertache es un sargento carlista, joven, llamado Luis Arreche, de la casa Bertache de Almandoz. Este Bertache es casi un bandido. Tiene una querida, Gabriela la Roncalesa, que es una muchacha contrabandista a quien hace andar de aquí para allá. Iturri, el fondista de Bayona, sabe el modo de avisar a Bertache.

[153]

LA LETRA Z

—Por último, la letra Z de que te hablaron a ti en San Sebastián y te dijeron que indicaba el nombre de un francés, es José García Orejón, teniente en las filas de Don Carlos. Orejón ha sido caballista, es muy listo, muy cuco y muy desconfiado. García Orejón fué enviado por la misma Reina Gobernadora al cuartel general hace años, y aparece allí como furibundo carlista. Orejón tiene también relaciones con Gamboa.

El fué el que me dió a mí, cuando estuve en Bayona, escrito en cifra y con tinta simpática, el plan de la Expedición Real, que se ha realizado después. Con él combiné yo también la manera de sublevar las provincias Vascongadas y Navarra, en ausencia de Don Carlos y de sus tropas, aprovechando el cansancio de los pueblos; proyecto que, por falta de medios, no se ha podido realizar. Para avisar a Orejón dejarás una nota en un comercio de vinos de Saint-Esprit, de la calle de Santa Catalina, de un tal Artigues. De cuanto te digo no hay que hablar nada a nadie.

—Descuide usted.

—A estas gentes, únicamente conocen por referencias la reina Cristina, el ministro Pita Pizarro, el subdelegado de policía, don Canuto Aguado, tú y yo. No hay para qué recomendarte la discreción. Cualquier dato que te arranquen te puede perjudicar. ¿Te acuerdas que en San Sebastián te dijeron que yo había ido a Bayona con un extranjero cuya inicial era una Z? La causa de esto fué que Pita Pizarro tuvo que poner en conocimiento del ministro Calatrava, en pleno consejo, la misión que yo iba a desempeñar en Francia, y revelar el nombre del agente con quien me iba a entender, y le mostró una de sus cartas, escrita con tinta simpática y con la firma Z. El mismo día, seguramente Calatrava hablaba en la logia, e inmediatamente se comunicaba la noticia a San Sebastián. Actualmente, en España tenemos dos clases de policías, sin contar con la del Gobierno, que es la oficial y la que vale menos: una es la de los apostólicos, jesuítas, clericales, como se quiera llamarlos, y la otra, la de los masones. La una y la otra son[154] policías espontáneas, y, por lo mismo, más activas. Así, claro, nosotros estamos entre dos fuegos. Por esto hay que tener más cuidado y tomar más precauciones. Esto es como el juego del mus: se gana la partida fingiendo y engañando. Así, que ya sabes: la cuestión es no soltar prenda. Oír, callar y mostrarse impenetrable.

—No tenga usted miedo; he hecho el aprendizaje.

—Todas las minutas me las mandas por la estafeta del consulado inglés.

Había hecho unas notas con las recomendaciones de Aviraneta. Se las repetí, y dió su visto bueno.


[155]

III.
LA REINA

Al día siguiente, don Eugenio me dijo que teníamos que ir al Ministerio de Estado a ver una persona importante.

Tomamos un coche, llegamos a Palacio, subimos varias escaleras, cruzamos dos pasillos, guardados por alabarderos, y entramos en un salón con la bóveda pintada, donde había, entre varios palaciegos y militares, una señora gruesa, vestida de blanco.

—¡Pero es la Reina!—exclamé yo, asombrado.

—Señora—exclamó Aviraneta inclinándose ligeramente—: aquí le traigo a este joven amigo mío y paisano, que va a llevar una misión difícil a Bayona, de la que yo le garantizo a Su Majestad que saldrá triunfante.

—¿No le habías dicho que ibas a traerle aquí?—preguntó la Reina.

—No; y, sin embargo, como ve Vuestra Majestad, no se ha confundido.

—Es cierto.

—No es cierto, señora. Estoy confundido de la bondad de Su Majestad para conmigo—dije yo.

—Nuestro amigo Aviraneta, ¿te ha explicado bien lo que debes hacer?—me preguntó la Reina.

—Sí, señora.

—¿Lo has comprendido bien?

—Creo que sí, señora.

[156]

—¿Estás dispuesto a trabajar con entusiasmo y con fe?

—Todo lo poco que pueda hacer yo por la causa de Su Majestad y de su augusta hija lo haré con toda mi alma.

—¿Cómo te llamas?

—Pedro Leguía.

—Está bien. Está bien. No me olvidaré de ti. Tengo confianza en tu triunfo. Cuando cumplas tu misión, ven a verme. ¡Adiós!

La Reina Gobernadora me alargó la mano, que yo besé respetuosamente, y Aviraneta y yo salimos del salón.

—Veo que tienes pasta de cortesano—dijo Aviraneta—; tú marcharás más de prisa que yo.

—¿Por qué dice usted eso?

—El ambiente de Palacio no te marea. A mí me marea y me repugna.


[157]

IV.
AQUEL MADRID

Llevaba un mes en Madrid y tenía que dejarlo, y sentía pena.

Aquel Madrid de mi tiempo tenía mucho atractivo, un gran encanto para nosotros los españoles.

Hay pueblos y paisajes que son como el pan, que gustan a todos; otros, en cambio, se parecen a la cerveza, en que hay que acostumbrarse primero para tomarles el gusto.

Madrid era de estos últimos. No tenía, ni tiene seguramente la teatralidad de Sevilla y de Granada, ni el encanto que forma la base del turismo de París, Roma, Venecia, Nápoles o Constantinopla.

La gracia del Madrid de entonces era una gracia particular, limitada, y exigía en el espectador un particularismo. Ni el americano del Sur, con su petulancia y su avidez, que le dan sus gotas de sangre de negro; ni el norteamericano, con su sequedad y su barbarie; ni el francés repleto de frases, ni el alemán repleto de datos, podían sentir y apreciar esta gracia de aquel pueblo polvoriento y destartalado. Tenía que ser un español, probablemente no castellano, un poco culto, sin serlo mucho, un poco artista, sin serlo demasiado, para gustar del encanto de esta ciudad, un tanto absurda.

Madrid era y quizá es un pueblo para gente vieja que comprende que hay que tomar de las cosas poco: de ese vino una gota, de esa naranja un gajo, porque si se vacía la botella o se[158] devora todo el fruto, las últimas gotas o los últimos gajos resultarán amargos.

En la juventud se quiere todo; en la vejez se comprende que sólo puede gustarse algo. La juventud es ansia, panteísmo, turbulencia; la vejez, limitación y sabiduría.

Madrid tenía y tiene siempre en su aire como una invitación a la vida ligera y a la sabiduría. El cielo suyo no es ese cielo de tonos calientes, ambarinos de los pueblos de Levante; el cielo de Madrid no se parece nada al de Roma, como afirmaba Castelar.

El cielo de Roma es más azul, más oriental, más pomposo; el cielo de Madrid es más pálido, más limpio, más de montaña; el cielo de Roma, como el de casi todas las ciudades de Italia, está en la paleta del Veronés y del Tiziano; el cielo de Madrid está en la paleta de Velázquez, en esos tonos un poco grises, de una gran suavidad y de una gran elegancia.

Es el ambiente físico, el aire sutil, el que da en Madrid ese aire ingrávido a los cuerpos. Todo se desmaterializa y se sutiliza en este ambiente madrileño; nada parece que tiene substancia ni peso; un palacio, como el Palacio Real, al anochecer, más que un conjunto de piedras, es una masa de rosa pálido en un cielo de ópalo.

Al disponerme a marchar a Bayona tenía la melancolía de no poder pasearme en la Castellana, de no poder entrar por la mañana en el Retiro, de no presenciar la tarde lánguida en el Botánico, de no asomarme al anochecer a ver la vista incomparable del Guadarrama desde el balcón de la plaza de la Armería y de no oír una canción popular en una callejuela tortuosa.

¡Qué noches las de Madrid de mi tiempo, con los escaparates de las tiendas encendidos hasta las doce, los teatros hasta la madrugada, y los cafés, que no se cerraban!

¡Qué mezcla de gracia, de desorden, de abandono, de cólera, de bueno y de mal humor!

Pero todo eso ha pasado con el tiempo, y su encanto nadie lo sentirá, ni nadie lo comprenderá.

Hay indudablemente en el desorden, en el abandono, en lo que no está realizado aún, una gracia, un sabor especial, como hay también, en lo que está logrado y maduro, una melancolía de lo que ya no tiene porvenir.


[159]

V.
VINUESA Y SU FAMILIA

Al día siguiente de la visita a la Reina, tomaba la diligencia y me despedía de don Eugenio. Mientras marchaba camino de Lozoyuela iba reflexionando en mi vida. En poco tiempo, ¡qué cambio!

Todos los vagos sentimentalismos de joven, todas las aspiraciones de aventuras infantiles se me iban pasando. Mi ideal era subir y afirmarme.

Estaba viendo que no tardaría mucho en tener que dejar a Aviraneta, seguir su suerte, para volar solo y por mi propio impulso. Me preparaba a ser desagradecido, como hubiera dicho Stratford. Pensaba en este fenómeno raro que todavía han experimentado los hombres de mi tiempo, y yo con ellos: el sentimiento de sentirse engrandecidos por el favor real.

Después de haber besado la mano de la Reina me creía yo más importante y miraba a los demás mortales con cierto desdén.

En mi ensimismamiente engreído, no hice apenas caso de los demás viajeros, ni escuché las divagaciones de un canónigo pedante que peroraba acerca de los adelantos de Francia, hasta que un señor insistentemente se puso a hablarme.

—¿Qué le ha dicho a usted don Eugenio?—me preguntó.

—¿Qué don Eugenio?

—Don Eugenio de Aviraneta.

—¿Le conoce usted?

—Sí; es muy amigo mío.

[160]

Este señor me dijo que iba a Francia con real permiso, pues desempeñaba el cargo de oficial de la Secretaría de Estado, y se iba a establecer en Pau.

Pocas cosas inspiran tanta confianza como el no tener interés en terciar en una conversación, y el señor, viendo que yo no tenía muchas ganas de hablar, insistió en su charla, y me dijo que se llamaba Francisco Sánchez Vinuesa, y me presentó a su señora, que también viajaba en el coche, una señora rubia, muy arrogante, de aire extranjero.

Al llegar a las paradas tuve algunas atenciones con la señora, y Vinuesa me obsequió de una manera exagerada. Yo pensaba si es que pensaría pedirme algún favor; pero, no; sin duda, su carácter era así, efusivo y generoso.

Me preguntó varias cosas acerca de la vida de Bayona. Se le veía inquieto con la idea de entrar en Francia.

El buen señor era tímido y asustadizo. Su mujer parecía mucho más decidida que él, y también más inteligente. Hablé con ella largo rato en el camino. Estaba muy enfadada por el viaje que emprendían.

Era mujer alta, fuerte, con el pelo rubio y la tez blanca y sonrosada: una verdadera valkiria. Tenía los ojos azules, los labios muy gruesos y la dentadura muy blanca. Me habló del viaje que realizaban como de una aventura absurda y ridícula.

Tuvimos algunos pequeños percances en el camino; nos embarcamos en Santander y llegamos felizmente a Bayona. Allí, Vinuesa me confesó que era carlista, aunque moderado y tolerante. Iba a dejar a su mujer en una casita que tenía alquilada en Pau para él un amigo carlista, y después pensaba presentarse a Don Carlos.

—¿Va usted a dejar sola a su mujer?

—Sí.

—Le advierto a usted que está muy enfadada con usted por este viaje.

—¿Se lo ha dicho a usted?

—Sí.

—Pues no sé qué hacer.

—No vaya usted.

—Sí; pero, ¿qué quiere usted? Es un deber de conciencia.

El señor de Vinuesa se despidió muy efusivamente de mí,[161] diciéndome que fuera a verle a Pau, y la señora me instó también a que marchara a visitarles.

En seguida que llegué a Bayona me hice cargo de mis asuntos; visité al cónsul Gamboa, a Delfina, a todas las familias conocidas, y comencé a preparar las entrevistas con nuestros agentes secretos.

Delfina me habló con ironía de la aventura de la mujer de Don Carlos, de la Brasileña, una mujer como la princesa de Beira, ya vieja, con un hijo general del ejército carlista que marchaba a campo traviesa con una doncella y el conde de Custine, como una trotacaminos, a casarse con el vulgar y poco interesante Borbón, pretendiente a la corona de España.

Delfina se burló de las señoras españolas, devotas y pedantes, que habían aparecido en Bayona, como doña Jacinta Pérez de Soñañes y doña Vicenta Maturana de Rodríguez, ambas musas del carlismo.

Doña Jacinta era la pedantería hecha carne; doña Vicenta, la poetisa gaditana, había publicado varias novelas, entre ellas Teodoro, o el huérfano agradecido, Amar después de la muerte, y acababa de dar a luz el Himno a la Luna, en cuatro cantos, que el Gobierno carlista prohibió, no se sabe si por resentimiento contra doña Vicenta o contra la luna.

La Maturana tenía fama de ser una gran profesora de baile.

—¡Ah! ¡Quel monument! ¡Ah! ¡Quel phenomene!—me dijo irónicamente Delfina, hablando de ella.

Me acomodé de nuevo a la vida de mi hotel y de mi oficina.

Comprendí entonces, al volver a vivir en Francia, cosa que antes no comprendía bien: cómo era extranjero, cómo había en mí cierta hostilidad interna por el país, y en el país cierta hostilidad para mí. Estas dos hostilidades, la del hombre por un país extraño y la del país extraño por el hombre, forman el lado negativo del patriotismo, que a veces es más fuerte que el lado positivo, o sea la simpatía del hombre por su propia tierra y de su tierra por el hombre.


[162]

VI.
AVENTURA EN TOLOSA DE FRANCIA

Si alguna vez vas a Tolosa de Francia visita a una familia en cuya casa estuve durante mi estancia allá, la familia de Esperamons. Aquí tienes sus señas—me dijo don Eugenio en Madrid.

—Bueno.

—Hay en la casa una muchacha que es muy simpática, Josefina. No vayas a cortejarla. Deja algo para los demás.

—Descuide usted.

—Ya sé que eres un Tenorio; pero, en fin, ten en cuenta que es una muchacha que me gusta.

—Lo tendré en cuenta.

Había recordado esta conversación al hablar con Gamboa de un negocio de vinos que se tenía que hacer en Tolosa, no de gran importancia. Decidí ir yo, porque quería ver el pueblo, y algo también porque me interesaba el conocer a la muchacha que le gustaba a don Eugenio.

Tomé, pues, la diligencia en Saint-Esprit, y fuí por Orthez a Pau, y luego a Tarbes, y de Tarbes a Auch y a Toulouse. Entre Orthez y Pau fuí charlando con un inglés que viajaba para ahuyentar el spleen; de Pau a Tarbes, con dos señoras francesas, y de Tarbes a Auch, con unos militares. Llegué a Toulouse, y me fuí a hospedar al hotel del Gran Sol.

Pedí al dueño una habitación, y éste llamó a una muchacha que llevaba en el delantal un llavero, quien me condujo a un cuarto decorativo, aunque un poco viejo, con el techo con ar[163]tesonados dorados, la alfombra roja y las sillas y las cortinas también rojas.

Cené, me acosté, y a la mañana siguiente, temprano, salí a ver el pueblo y a arreglar mis asuntos comerciales.

Estos asuntos se habían arreglado por sí solos; así que no me quedaba mas que echar un vistazo a la ciudad y visitar a la familia amiga de Aviraneta.

Hoy Tolosa creo que es un pueblo modernizado, con grandes avenidas y bulevares; entonces era, íntegramente, una vieja ciudad meridional, un pueblo rojo de ladrillo, con calles estrechas y tortuosas mal pavimentadas. Anduve toda la mañana y parte de la tarde callejeando; vi la casa del Ayuntamiento, que tiene el nombre pomposo de Capitolio; pasé por calles de nombres pintorescos, como la del Pato, la de la Manzana, la de la Estrella, del Faraón, la de los Hilanderos, Pergamineros, etcétera.

En la entrada de la calle de la Vieja Cepa contemplé el sitio donde se celebraban los autos de fe de la Inquisición, y en uno de los asientos del coro de Saint-Sernin vi esculpido a Calvino, predicando, con cabeza de cerdo.

A pesar de no ser arqueólogo ni de entender nada de arquitectura, me gustaron las murallas de la ciudad, con sus gruesas torres redondas, y estas calles tortuosas con grandes caserones de ladrillo, con sus tapias, por donde salían las copas de los árboles, y sus puertas cocheras, con aldabones de hierro forjado.

LA DAMA DEL HOTEL DEL GRAN SOL

Al volver, ya cansado, al hotel, me encontré en la escalera con una mujer que me entusiasmó. Iba acompañada por un hombre de unos cuarenta años, tipo seco, flaco, de bigote y barba negros, con un aire triste y distinguido, los ojos sombríos y los labios pálidos. Ella era preciosa: una morena con el óvalo alargado, el pelo castaño y los ojos claros, y una expresión[164] alucinada. Iba tocada con una mantilla española. Yo la contemplé absorto; ella me miró sonriendo. El hombre me lanzó una mirada sombría.

Estaba esta pareja en el mismo hotel, en un cuarto pared por medio del mío.

Yo entré en mi habitación preocupado por tener aquella mujer espléndida tan cerca. Me acerqué a la pared, y noté que, entre mi cuarto y el de al lado, había sólo un biombo recubierto con un terciopelo rojo.

Salí al pasillo del hotel y vi poco después que mi vecino, el marido, o lo que fuera, de aquella mujer tan guapa, salía a la calle con otro hombre que, por su tipo, parecía un criado, un viejo con la cara larga, el pelo casi albino y unos ojos de espantado.

Pregunté al mozo del hotel quiénes eran mis vecinos, pero no sabía más sino que eran españoles y que habían llegado el mismo día que yo.

Volví a mi cuarto; paseé de arriba a abajo, escuché, poniendo el oído en el biombo, y en esto sentí que se abría el balcón en el cuarto de al lado. Abrí yo el mío. Allí estaba, cerca de mí, aquella mujer. Al verla, me palpitaba el corazón como un martillo de fragua.

—¡Qué hermosa es usted!—la dije.

Ella sonrió amablemente; luego puso un dedo en los labios imponiéndome silencio, y se retiró.

Nunca me he encontrado yo tan agitado como aquel día. Pensé que aquella mujer querría decirme algo. Si no, ¿por qué el signo de silencio?

Fuí a cenar, suponiendo ver en el comedor a la dama y a su acompañante, pero no aparecieron. Volví a mi cuarto. Al lado hablaban. Sin duda la pareja había cenado en la habitación.

Pasaron unas horas y noté que hablaban vivamente, y hasta creí oír un beso. No se entendían las palabras. Me entró una gran desesperación y pensé salir a la calle e irme a dormir a otra parte. De pronto oí un rumor monótono en el cuarto de al lado. ¿Qué podía ser esto? Me fijé. Estaban rezando el rosario.

Después no se oyó nada. Me acosté y dormí muy mal.

[165]

A la mañana siguiente salí varias veces al balcón y, en vez de encontrarme con ella, me vi una vez con la figura sombría del hombre, que me miró amenazadoramente.

Aquella mujer me había a mí sorbido el seso, trastornado, alucinado. Se me habían olvidado mis asuntos, Bayona, la política, Aviraneta; todo había quedado allí, muy lejos.

LA CALLE TRIPIERE

Al tercer día, el galán y la dama desaparecieron y fueron a vivir, según me dijo el mozo del hotel, a una casa pequeña de la calle Tripière.

La calle Tripière era una callejuela que cruzaba la de Saint-Rome, que es de las más céntricas y de las más concurridas de Tolosa. La calle Tripière, triste y estrecha, adoquinada con cantos del río, tenía algunos grandes palacios del Renacimiento, con altas tapias y puertas cocheras, y casuchas miserables con ventanas pequeñas y rejas, desde cuyos portales partían largos corredores obscuros, que se abrían a lo lejos en un patio sucio y sombrío.

En algunas de estas casas me dijeron que se encontraban cuevas con calabozos e in paces, con grandes anillos que habían servido en otro tiempo de prisión.

Los dos días siguientes paseé mañana y tarde por delante de la casa de la calle de Tripière, sin volver a ver a la bella dama.

Desconcertado, se me ocurrió visitar a la familia amiga de Aviraneta, con la vaga esperanza de que me diera algún dato. Precisamente vivían también cerca de la calle de Saint-Rome, en la del May.

Las señoras de Esperamons, madre e hija, me recibieron muy amablemente; la madre era una señora gruesa, que había vivido en mejor posición y se lamentaba de su suerte; la hija, Josefina, era rubia, gordita, sonriente, de ojos azules, de poca estatura, peinada con rizos y sortijillas, y muy apetitosa.

[166]

Josefina cantaba y tocaba la guitarra. Nos hicimos amigos ella y yo, y yo le conté mi aventura del hotel.

—Yo me enteraré—me dijo ella—; mañana lo sabré.

Al día siguiente fuí a casa de Josefina, verdaderamente emocionado.

—Estoy enterada de todo—me dijo.

—¿Qué pasa?

—Es una cosa triste. Esa chica tan guapa está loca.

—¿Loca?

—Sí. El señor que va con ella es su padre, y es brigadier carlista. Parece que desde hace tiempo venía trastornada. De cuando en cuando se viste muy elegante, y se pasea, y se mira en el espejo. Se cree una reina, de la que todo el mundo está enamorado, y dice que tiene un secreto que no puede contar.

—¿Y la ha visto algún médico?

—Sí, varios; pero dicen que es una cosa desesperada.

La noticia me hizo un efecto lamentable. Me decidí a marcharme. Le pedí a Josefina que me diera noticias de ella por carta, y me despedí de las dos señoras de Esperamons, a tomar la diligencia para Bayona.

Unos meses después, Josefina me escribió diciéndome que la muchacha estaba completamente loca; que ya no quería ver a nadie, y que se pasaba la vida en el hotel de la calle de Tripière corriendo de un extremo a otro del patio, medio desnuda y jadeante, y repitiendo a cada paso:

—¡Ah! El amor, el amor, el amor...


[167]

CUARTA PARTE
LOS PEONES DEL JUEGO

EN BASILEA

He vuelto de Saint-Moritz a Basilea. Voy ideando proyectos y dejándolos sin realizar. Tenía el pensamiento de seguir la ruta de Aviraneta y de mi suegro Arteaga, por el Rhin, hasta salir al mar; pero, al comenzar el camino en tren, estas enormes estaciones de los pueblos de Alemania, la gente atareada, que marcha de prisa, tanta fábrica y tanta chimenea, me han entristecido, y he vuelto atrás.

Nunca me había fijado como hasta ahora en la melancolía de los crepúsculos de estos pueblos del centro de Europa. ¡Qué cosa más lamentable! La vida es también en estas ciudades bastante triste. Para la mayoría de esta gente, el ideal es bien pobre: comer mucha grasa, beber mucha cerveza, y por toda diversión ir al cinematógrafo, al kino, como dicen ellos.

Estoy en Basilea, que es pueblo que me atrae. Vivo en un hotel modesto, muy agradable, que da sobre un jardín, con árboles y una fuente, y que no tiene nada de ese lujo insolente y aparatoso de los grandes hoteles, tan grato a los americanos y a los judíos.

Por las mañanas paseo por los alrededores de la catedral, ando por el claustro y me siento en la terraza a contemplar el Rhin, con sus olas verdes. Veo también el caserío del otro lado del río, los montes próximos y las chimeneas de las fábricas del barrio industrial de Basilea.

Miro el puente, reconstruído, por donde Aviraneta y mi suegro vieron pasar hace cerca de un siglo las tropas aliadas del príncipe de Schwarzenberg. Ahora pasan tranvías verdes y gente en bicicleta. Por la tarde voy al Jardín Botánico, a ver[168] a las marmotas, y me gusta pasear por el Pequeño Basilea a orilla del río y contemplar las dos torres rojas del Munster, que se levantan al cielo y tienen en su base arboledas, terrazas y jardines, que se reflejan en las aguas del Rhin.

Los domingos, por la mañana, ¡qué melancolía en todo el pueblo! Una niebla suave invade las calles, desiertas; las casas góticas y las casas barrocas, con sus tejados apuntados, muestran sus ventanales, como unos ojos lánguidos y sin brillo. En la plaza de la Catedral y en la terraza que da sobre el Rhin no hay un alma. Alguna lancha marcha de lado, llevada por la gran corriente del río, y el barquero hace esfuerzos titánicos para dirigirla.

A las nueve comienzan a sonar todas las campanas del pueblo, y luego se oye el rumor del órgano y de los cantos de los oficios en la Munsterplatz. Por la tarde suelo estar en mi cuarto, con la ventana abierta, que da al parque.

Al anochecer cruzan empleados y empleadas de tiendas, montados en bicicletas. El cielo toma un color de ópalo, y pasan las golondrinas rápidamente, revoloteando y chillando.

Un orquestón de un circo de lona que han puesto delante de la estación del tren toca valses, polcas, la donna é mobile y la marcha de Tanhauser. Se enciende una luz de arco voltaico en el aire, y comienza a chirriar un grillo.


Hoy, sábado, después de cenar, oía una orquesta desde mi ventana, y he salido al parque próximo al hotel. Tocaba la música en un quiosco. La noche estaba tibia; los relámpagos iluminaban el cielo, haciendo destacarse en el horizonte esclarecido las ramas de los árboles.

La música ha tocado unos aires populares, entre los cuales he reconocido uno o dos de Haydn.

Unas muchachas cantaban al mismo tiempo la letra de estas canciones, y sus acentos guturales tenían un acento de juventud y de energía para mí encantador.

Algunos hombres se habían tendido en la hierba a escuchar; las muchachas paseaban en grupos, con sus trajes claros; había un olor de flores, y a veces resonaban las gotas de lluvia[169] en las hojas de los árboles. Luego ha empezado a llover torrencialmente, y he corrido a refugiarme en el hotel.

Hoy, domingo, llueve también. He sacado mis papeles y me he puesto a escribir. Ya vivo sólo con mis recuerdos. Todo lo que uno ha vivido está bien muerto. ¿Quién se acuerda de ello? Nadie. Cierto que lo que vive ahora morirá también; pero esto no es un consuelo.

El cielo está gris y triste, como yo; para mí no hay sol mas que en los días transcurridos, y me refugio en mis recuerdos, como el animal se mete en su cueva.


[170]

I.
LOS RIVALES

Por aquella época, verano y otoño de 1838, todas las conversaciones comenzaron a girar alrededor de Espartero y de Maroto.

Durante el mando del general Guergué, el desorden y la disciplina habían cundido en las filas carlistas. Los políticos amigos de Don Carlos vieron el peligro, y el Real decidió destituír al general navarro y llamar a Maroto, que estaba entonces viviendo en Burdeos.

El grupo carlista moderado, con el padre Cirilo a la cabeza, patrocinó la idea, y el partido fanático, a cuyo frente se había puesto un joven gallego, Arias Teijeiro, se opuso con energía.

MAROTO

Triunfó la tendencia moderada, y en junio de 1838 se encargó Maroto del ejército, restableció la disciplina, organizó las tropas y la administración militar, e hizo que sus fuerzas ascendieran a más de veinticinco mil hombres.

Esto no pudo llevar la concordia a las filas carlistas. Maroto no tenía ninguna simpatía por Don Carlos; Don Carlos sentía una gran desconfianza y un gran temor por Maroto.

[171] Maroto estaba reñido con la mayoría de los generales carlistas afiliados al partido fanático. Además de esto, despreciaba a González Moreno, que a su vez miraba a Maroto como a un hombre voluntarioso y arbitrario; consideraba a Uranga y a Eguía como generales ineptos y sin talento, y odiaba con todo su corazón al grupo de los fanáticos capitaneados por Arias Teijeiro, sobre todo al cura Echeverría y a los generales García, Sanz y Guergué.

Mil resentimientos y rivalidades corroían el campo carlista; verdad es que en el liberal ocurría lo propio.

A principios de septiembre, Maroto consiguió derrotar en el Perdón al general cristino Alaix, y con la victoria el prestigio suyo aumentó entre las tropas.

Los soldados eran grandes entusiastas de Maroto. Se decía que cuando no había dinero para pagarles, Maroto lo buscaba, y que cuando no llegaba a encontrarlo lo daba de su bolsillo.

Por entonces el nuevo jefe hizo que se comenzaran a formar sumarios para encontrar a los promotores de los motines militares y a los autores de los complots que se fraguaron contra la vida de los hojalateros y de los castellanos, como el que produjo la muerte del brigadier Cabañas.

Resultaban cómplices varios sargentos y oficiales, pertenecientes a los batallones navarros, mandados por los generales Guergué, Sanz, García y Carmona, que eran los representantes del fanatismo clerical y del navarrismo.

Estos generales tenían mucho apoyo en la corte de Don Carlos, y Maroto, al notarlo, no sólo no siguió en su campaña con los Tribunales militares, sino que ni aun siquiera se atrevió a procesar a los oficiales complicados en este asunto, y mandó que, hasta nueva orden, se suspendieran las causas, de miedo de que el elemento fanático y clerical se le echara encima.

No por eso dejaba de pensar en el castigo, buscando la ocasión oportuna, porque el nuevo general era rencoroso y tenaz.

[172]

ESPARTERO

Así como Maroto aparecía a la cabeza de una fracción carlista, Espartero, por entonces, era jefe adicto a la Reina Gobernadora, y, dentro de las filas liberales, no estaba afiliado ni a los moderados ni a los progresistas.

Los dos partidos cristinos se hallaban sin jefe militar: el moderado, por la emigración del general Córdova; el progresista, porque no lo tenía desde la muerte del general Mina.

Los progresistas pensaron un momento en hacer su jefe militar a Narváez, y le favorecieron escandalosamente cuando la expedición de Gómez, postergando, sin motivo, a Alaix y a Rodil, que eran amigos de Espartero.

Narváez no correspondió al favor de los progresistas, y después del movimiento de Sevilla se alió con los moderados y tuvo que escapar de España.

Mientrastanto los progresistas veían la elevación de Espartero recelosos; creían que este general se inclinaba a una tendencia conservadora, cosa muy lógica en un militar, y la Prensa le reprochaba, justa o injustamente, la lentitud en las operaciones.

Aviraneta afirmaba que los motines militares que estallaron en esta época fueron dirigidos por los progresistas y por la masonería escocesa, que querían desacreditar a Espartero, porque temían que un general, al parecer moderado, acabara la guerra con éxito y pudiera erigirse en dictador.

Según Aviraneta, el general Seoane, progresista y afiliado a la masonería escocesa, entonces enemigo acérrimo de Espartero, había sido el promotor del motín de Hernani.

De permanecer Espartero alejado de los dos partidos liberales, hubiera podido ser, después de su éxito en Vergara, el árbitro de España; pero la ambición y la prisa le impulsaron a tomar partido entre los progresistas, que le conquistaron y lo pusieron a su cabeza.

El que hizo en este caso de sirena fué el cónsul de Bayona, Gamboa, a pesar de su mediocridad, quizá por ella misma.

Horas después de haber abandonado el Pretendiente el sue[173]lo de España, y de refugiarse en Francia, Gamboa pasó a Urdax, tuvo una larga conferencia con Espartero, e hizo su conquista.

Gamboa llevaba plenos poderes de la masonería y del partido progresista para pactar con el general victorioso. Aviraneta que lo supo, no sé por qué conducto, mandó inmediatamente por el Consulado inglés de Bayona un parte a la Reina, advirtiéndola lo que pasaba, y aconsejándola que empleara todos los medios posibles para impedir que los progresistas aceptaran la jefatura de Espartero, pues la jefatura de un militar en uno de los partidos del Gobierno podía producir grandes daños al país, llevándolo al militarismo.

Don Eugenio era de los que veían un peligro en la preponderancia militar.

La mujer de Espartero se enteró de este aviso en Madrid, y se lo comunicó a su marido, y Espartero no se lo perdonó nunca a Aviraneta.

Por más de que luego dijo el general que su encono contra Aviraneta dependía de tenerlo por un conspirador y por un intrigante, la causa verdadera fué este parte que don Eugenio envió a la Reina.


[174]

II.
EL MURCIÉLAGO

Un día que estaba en el cuarto del hotel buscando unos papeles en mi cartera salí rápidamente al pasillo, y me encontré con un hombre que se hallaba al lado de la puerta.

—¿Qué hace usted aquí?—le dije.

El hombre, al principio, no supo qué contestar.

—Nada..., nada...—balbuceó—; me había equivocado de piso.

Me chocó mucho esto. Supe que aquel hombre, a quien había sorprendido espiándome, vivía en mi hotel, que salía poco, y que no venía nadie a visitarle.

Hice por verle. Era un hombre pálido, delgado, marchito, con los ojos grandes, obscuros, y el bigote negro. Vestía un tanto raído. Salía del hotel casi siempre al anochecer, entre dos luces; así que no se le notaba apenas. Comía en la segunda mesa. En el hotel pasaba por llamarse Manuel González y ser carlista.

Como tenía bastante confianza con Vidaurreta, el canciller del Consulado español, le pedí se enterara de la vida de aquel pájaro crepuscular, pero no averiguó nada. Había varios González inscritos en el Consulado español: el uno, comerciante; el otro, obrero; pero ninguno de ellos era mi espía.

A este hombre le llamaba yo el Murciélago. El Murciélago y yo teníamos el uno por el otro una manifiesta antipatía de perro a gato y de gato a perro. Cuando nos encontrábamos en la escalera no nos saludábamos; él me miraba con una in[175]diferencia desdeñosa, y yo hacía al verle, deliberadamente, un gesto de molestia y de desprecio. Como por instinto, nos sentíamos hostiles.

El debía ser del grupo carlista exaltado; lo vi alguna vez hablando con el inglés Mitchel, que era el jefe en Bayona del partido antimarotista, como el marqués de Lalande era el director del marotista. Otra vez, de noche, vi al Murciélago que charlaba con la Condesa, una de las corredoras de la Falcón.

LA CAJA SOSPECHOSA

Un día me mandaron una cajita de dulces a casa. Era una caja muy bonita, con unas cintas azules.

El mozo del hotel me dijo que venía de parte de una señora que no había querido dar su nombre. Al principio pensé si sería de madama D'Aubignac, pero me chocó. ¿Quién podía enviarme aquello?

Abrí la caja, e iba a comer uno de los bombones, cuando me asaltó la idea del envenenamiento.

Miré la caja: no tenía etiqueta ni indicación alguna de dónde venía.

Pensé en llevar los dulces a una botica, para que los analizaran, pero no me convenía llamar la atención, y me decidí por echar los dulces y la caja al río.

EL ANÓNIMO

Algún tiempo después encontré una carta debajo de la puerta, dirigida a mí. La carta decía lo siguiente:

[176] «Señor Leguía: Sabemos a qué se dedica usted en Bayona. Le seguimos los pasos. Tenga usted cuidado. Huya usted. Si no, le vendrán consecuencias graves.

El Angel Exterminador.»

Pensé que la caja de dulces y la carta procedían las dos de mi vecino de hotel, el Murciélago.


[177]

III.
LAS LETRAS S, T, U, V

Las primeras conferencias que celebré con nuestros agentes secretos tuvieron poca novedad. Las contaría en detalles, pero ya todo su interés político pasó. Los datos que me dieron los fuí enviando a Aviraneta, conforme a sus instrucciones.

LA LETRA S

Era Iturri el comerciante y fondista de la calle de los Vascos. Me dijo que se iban acentuando por días las diferencias entre Maroto y Arias Teijeiro y sus partidarios respectivos.

—Maroto—añadió—es un hombre muy vengativo, despótico, altanero y rencoroso. Tiene gran odio a los demás generales carlistas, y muy poca simpatía por los vascos y por el fuerismo. Cualquier contrariedad le pone frenético. Arias Teijeiro es también hombre de cuidado, muy intrigante y muy tenaz. La mayoría del ejército está por Maroto, excepto los navarros, que prefieren a Guergué y a García. Don Carlos y la corte están por Arias, y algunos ambiciosos como Corpas y el padre Cirilo, andan buscando fórmulas de transacción que sirvan para ponerlos a ellos a flote.

Iturri agregó que Aviraneta debía presentarse en Bayona cuanto antes.

[178]

LA LETRA T

La letra T, Luci Belz, se presentó en casa de la Falcón a verme, y me contó mil chismes de los carlistas.

Era esta Luci Belz una mujer pequeña, fea, negra, con una cara de enana que tenía algo de la Mari Barbola de Velázquez. Era la curiosidad, la malicia y la mala intención reunidas.

—Se asegura—me dijo—que la princesa de Beira hace buenas migas con el padre Cirilo. A doña Jacinta Pérez de Soñañes, esposa de don Luis de Velasco, hombre de gran cabeza, le llaman la Obispa, porque se entiende muy bien con el obispo de León; Maroto sigue indignado con Don Carlos. Maroto visitaba con frecuencia, en Elorrio, a una muchacha, hija de un oficial postergado y enfermo. Maroto ascendió al padre, y dijeron en seguida que lo hacía porque la muchacha era su querida. Don Carlos, considerándose el árbitro de la moral, hizo la estupidez de llamar al padre de la chica y decirle que su ascenso se debía a que su hija era la querida de Maroto, con lo cual el pobre hombre se agravó y murió. Se asegura que la camarista Pilar Arce tiene amores con el infante don Sebastián, y que, como él es un poco bisojo y de mirada extraviada, le han cantado a ella esta copla el otro día:

Ojos de presidente
tiene mi amante:
uno mira al poniente
y otro al levante.

Se dice que la mujer del infante don Sebastián, la princesa María Amalia, que vive en Salzburgo, está tan gorda que parece un cerdo, por lo cual algunos consideran muy lógico el que su marido no le sea fiel.

Añadió Luci que había una gran corrupción entre los carlistas de Bayona, a pesar de los rezos y los golpes de pecho; que algunas señoritas iban a casas sospechosas para vivir, porque no tenían medios; que unas cuantas habían ido a ver[179] una vieja de Ciburu, que les había dado pociones para abortar, y que, por último, se decía que entre Don Carlos y Arias Teijeiro había relaciones parecidas a las de Enrique III de Francia y sus mignones.

Luci Belz sacaba a flote, con su malicia de enana, todo el cieno que encontraba a su alrededor.

LA LETRA U

La letra U era la Falcón, y ella misma escribió su informe.

Hay muchos rencores—decía—entre unos y otros, y todo el mundo está cansado. El papel de Maroto y el de Arias Teijeiro sube por días, y tiene que venir, tarde o temprano, entre los dos, un rompimiento. Los marotistas dicen que Teijeiro es un vanidoso, ridículo, ignorante y corrompido; los teijeristas afirman que Maroto es un baratero y un hombre que está preparando la traición. Arias favorece descaradamente a los amigos y los asciende, y persigue con saña a los enemigos. El padre Cirilo y los demás cortesanos no están ni con Maroto ni con Arias, y Corpas, que ha intentado entablar varias veces negociaciones con los cristinos, sin éxito, y que ve que ni con Maroto ni con Teijeiro tiene porvenir, ha mandado a su compinche, Fernando Freire, con una bolsa de dinero y de alhajas a depositarla en un banco de París. Se afirma que Teijeiro ha puesto en juego todas las intrigas bajas que le son familiares; que ha hecho circular las mayores calumnias contra el infante don Sebastián, entre ellas la de que es gran maestro de la masonería, acusándole de tener malas costumbres, en un folleto publicado últimamente en Bayona.

Se dice que el malagueño don Diego Miguel García, el instrumento, el alma negra de González Moreno, cuando el fusilamiento de Torrijos, ha realizado su fortuna adquirida por depredaciones, y que la ha colocado en Francia. Muchos otros, según se asegura, han hecho lo mismo. La gente desea la paz; se espera con ansia una solución, sea la que sea, pero que acabe la guerra.

[180]

LA LETRA V

La letra V era Martínez López, el folletista, que había escrito contra María Cristina.

Me citó en el Café de la Nive, del muelle de la Galupèrie, un cafetín obscuro y triste.

Martínez López era un hombre gordo, pesado, sucio, física y moralmente, que había puesto su turbina en las aguas infectas de la política, y que vivía muy ordenadamente y se ocupaba de cuestiones filológicas y agrícolas.

Martínez López era el amigo de la Hidalgo; tenían los dos una casa con jardín y con ciertas comodidades.

Su informe no tenía gran interés:

Don Vicente González Arnao y su secretario Pagés—dijo—se gastan alegremente el dinero de la empresa de Muñagorri. El abate Miñano sigue intrigando y cobrando de carlistas y liberales. Bayona es una jaula de grillos, y hay una tal cantidad de odios y de mentiras en el ambiente, que nadie puede distinguir ya lo que es cierto de lo que es falso. Todo el mundo está deseando que se acabe la guerra de la manera que sea, y el que dé una solución satisfactoria será recibido con los brazos abiertos. La vida de los emigrados aquí es cada vez más difícil. Hay mucha moneda falsa española, que dicen hacen los carlistas; se juega mucho en las tertulias, y las tiendas ya no fían. El cónsul, Gamboa, que es un hombre inepto, no se ocupa mas que de negocios mercantiles, contratos, suministros y equipos para el Ejército, y trabaja para las casas de Collado y de Lasala, de San Sebastián, que se están haciendo millonarias.

Estos fueron los primeros informes que recibí y que envié a Aviraneta.


[181]

IV.
VALDÉS DE LOS GATOS

Unos días más tarde recibí una carta, fechada en París, de Manuel Valdés, citándome para cenar el domingo siguiente en el Café de Burdeos, café poco frecuentado, adonde iban, principalmente, militares franceses.

Llegué a la hora de la cita al café indicado; el dueño me dijo que me esperaban en el piso entresuelo; subí por una escalera de caracol y entré en un comedor pequeño, empapelado de rojo, en donde había un caballero. Era Valdés de los gatos.

—¿El señor Valdés?

—El mismo. ¿Usted es el señor Leguía?

—Para servirle.

Nos dimos la mano.

—¡Qué puntual!—me dijo Valdés.

—Es mi costumbre.

—No es una costumbre de español.

—Si no es costumbre de español hay que adoptarla.

—Siéntese usted. ¡Pero usted es muy joven!

—Sí; no soy viejo.

—Le felicito a usted.

—¿Por qué?

—Porque al darle la misión que le dan se ve que tienen confianza en usted.

—No pienso ser mas que un amanuense. Contar lo que usted me diga.

[182] Nos sentamos a la mesa.

—Vea usted el menú, a ver si le gusta—me dijo Valdés.

—Sí, seguramente; no soy un gourmet.

—¿No? ¡Qué error, mi querido! La cocina es el mayor manantial de nuestros placeres.

—Por ahora tengo bastante apetito para contentarme con comer—le dije yo.

Teníamos de cena langosta, pechugas de perdiz rellenas y foie-gras. De vino, una botella de Sauterne y otra de Burdeos. Nos pusimos a cenar.

Valdés era un tipo alto, esbelto, afeitado, muy peripuesto. Tenía la cara larga, delgada, fina, la nariz recta, la frente despejada, el pelo blanco, pegado y planchado, los ojos cansados y sin brillo.

Era un elegante un tanto arruinado por la vida. Vestía levita azul entallada, chaleco de terciopelo negro y pantalón con trabillas.

Un observador de minucias hubiera quizá notado, en pequeños detalles, que nuestro dandy no estaba en la opulencia.

El cuello, alto, limpio; la corbata, que le agarrotaba la garganta, impecable; los puños, inmaculados, denotaban su pulcritud; pero la levita y los pantalones, seguramente de buen sastre, se hallaban rozados, y las polainas, a la inglesa, disimulaban que las botas no eran nuevas.

Valdés tenía una ingenuidad de aventurero confinante con la del pillo, muy graciosa. Era hombre acostumbrado a dar a entender que, si se quería, se podía muy bien no darle a él importancia, pero que él tenía sus ideas, que le parecían tan buenas como las de otro cualquiera.

—Yo siempre he sido liberal—me dijo—; pero, ¿qué quiere usted?; la suerte y el haber consumido mi escasa fortuna me han obligado a adoptar una actitud que, íntimamente, no es la mía. He tomado, hace poco, parte en la expedición del conde de Negrí y he andado entre balas. ¿Usted ha presenciado alguna batalla?

—Sí.

—¿No le ha dado a usted la impresión de una cosa ridícula?

—En absoluto.

[183] Valdés me contó, concisamente, algunos detalles de las acciones en que había intervenido.

Después de cenar y tomar café comenzamos a pensar en el informe.

—No creo que le pueda decir a usted nada nuevo, pero en fin, le daré mi opinión—me dijo Valdés—. Don Carlos, aunque probablemente no es hermano de Fernando VII mas que de madre, tiene condiciones muy parecidas a él: es astuto, desagradecido, egoísta; se puede decir de él lo que de Fernando dijo un escritor francés: «Corazón de tigre y cabeza de mula». Don Carlos, como casi todos los Borbones, tiene la inclinación por la intriga, el favoritismo y la bajeza. Es verdad que ha odiado a Zumalacárregui, como odia a Maroto, a Cabrera y a todos los hombres fuertes, exaltados y valientes.

—Es decir, que es un miserable.

—Si a mí me gustaran los epítetos fuertes, no me parecería mal llamarle así.

EQUILIBRIO CARLISTA

—Para mí, al menos—siguió diciendo Valdés, después de contarme algunas anécdotas que ya conocía—hoy, los elementos importantes en el carlismo son Maroto, Arias Teijeiro, el padre Cirilo y el cura Echeverría. Cada cual tira por su lado; la fuerza de un grupo balancea la del otro, y así se establece el equilibrio. El día que uno de estos soportes del carlismo se quiebre, el equilibrio se perderá y todo el tinglado se vendrá abajo. Maroto tiene la fuerza material, pero no cuenta con la confianza del rey ni con los fanáticos; Arias Teijeiro cuenta con el rey, pero no con el ejército; el padre Cirilo es inteligente, intrigante, capaz de todo, pero su fuerza está en una sacristía, en un palacio o en un salón, pero no en el campo; el cura Echeverría tiene partidarios entusiastas en el pueblo, pero es tosco y con él están solamente los brutos, como se ha llamado a sí mismo el general Guergué.

[184]

LOS SOBORNABLES Y LOS INSOBORNABLES

—De estos cuatro elementos—siguió diciendo Valdés—, Maroto es, indudablemente, sobornable, no por dinero, el general es rico, sino por orgullo y por rencor. Maroto es un matón y un soberbio, pero al mismo tiempo es hábil y tenaz. Se la ha jugado a Cecilio Corpas, que es flexible y viscoso como una anguila, y al padre Cirilo, que es de la misma especie de animal de sangre fría. Maroto es muy cuco, y si puede pasar al ejército cristino de capitán general, pasará, si es que el cambio le parece suficientemente satisfactorio para su ambición.

—¿Usted tiene la seguridad de esto?—le pregunté yo.

—Toda la seguridad que se puede tener en una cuestión así.

—Porque la cosa es muy importante para el Gobierno.

—Importantísima. Sigo adelante. El padre Cirilo es más sobornable todavía que Maroto. El señor arzobispo de Cuba no es hombre de descampados y de breñales; es hombre de salón, de damas elegantes; un Talleyrand de sacristía. A la primera ocasión, el padre Cirilo se pasará a la monarquía liberal. Siempre muy católico, muy realista, sin abjurar de sus ideas, hará el honor de cobrar al Estado constitucional cincuenta o sesenta mil duros al año en cuanto le nombre arzobispo de Sevilla o de Toledo. Respecto a Arias Teijeiro, aunque dicen que es un danzante, no lo es tanto. Arias Teijeiro es el tipo del galleguito listo: mucha memoria, mucha viveza, mucho desparpajo. Arias no es sobornable, no es hombre que pueda ir, hoy al menos, a Madrid a alternar con un Mendizábal, con un Argüelles o con un Alcalá Galiano. Al cura Echeverría le pasa algo de lo mismo. Es un fanático, y un fanático que, fuera de sus navarros, a quienes exalta con sus discursos truculentos, no puede ser nada.

—De esto se deduce—le dije yo—que, según usted, hay dos grupos sobornables y dos insobornables. El de Maroto y el del padre Cirilo, sobornables; el de Teijeiro y el del cura Echeverría, insobornables.

[185] —Eso es. Así que si el Gobierno de Madrid tiene fuerza y medios y buen sentido para influír en el campo carlista, su política será bien clara; consistirá en ayudar todo lo que pueda a Maroto y al padre Cirilo, y en reventar con toda su fuerza a Arias Teijeiro y a Echeverría.

Después de escribir la minuta y de leérsela a Valdés, nos despedimos los dos, muy amigos, y Valdés me invitó repetidas veces a que fuera a París, donde me presentaría a sus relaciones del faubourg Saint-Germain. El viejo dandy me dió sus señas: en la rue Saint-Honoré, donde vivía.


[186]

V.
BERTACHE

Bertache, la letra Y, me citó con tres días de anticipación en una taberna del puerto de Socoa, de San Juan de Luz, la taberna de la Bella Marinera. Se presentaría vestido con blusa azul, boina, pañuelo rojo al cuello y un bastón de tratante de ganado.

Fuí a San Juan de Luz, encontré la taberna, que tenía un ancla en la puerta, y entré en ella y pedí de cenar.

Me trajeron unas sopas de ajo con huevos y una cazuela de merluza con salsa verde, muy suculenta.

Siempre que como en una taberna platos regionales me parece encontrar una relación estrecha entre el gusto y el color del guiso con el paisaje material y espiritual. Un guisote de esos de marineros del Mediterráneo con sus pimientos, sus tomates y su azafrán, está tan en consonancia con el clima por su sabor, su color y su olor, como un guiso con perejil con el Cantábrico; un plato de salchichería fría nos recuerda la mitología germánica de Wagner, y el queso de Gruyère, con sus agujeros, nos trae a la imaginación los abismos alpinos de Suiza.

No hablo ya de los productos naturales, porque esos no hay duda que representan admirablemente el clima; los melocotones, las peras, las uvas, las naranjas, los plátanos, dicen por su aspecto el paisaje de donde vienen; pero aun los productos elaborados parece que saben algo del clima de donde proceden. El aceite habla latín, y la manteca, germano. El vino tiene[187] todos los acentos: es ciceroniano en el Jerez y en el Málaga, recuerda al Espíritu de las leyes en el Burdeos, y se parece a una canción chispeante de café concierto parisiense en el Champaña, por su espuma y su picor...

Estando en estas profundas reflexiones apareció Bertache, y le conocí en seguida por su blusa azul, su boina, su pañuelo rojo y el bastón de tratante. Venía con él su novia.

Me levanté para saludarles, y se sentaron a la mesa.

—¿Quieren ustedes cenar?—les pregunté.

—Hemos cenado ya—contestaron.

Bertache pidió una botella de Champaña. Dentro de mis ideas anteriores, el pedir una botella de Champaña en la Bella Marinera era un absurdo; debía de haber pedido una botella de sidra o de chacolí.

Mientras bebía, contemplé a Bertache. Era tipo de estatura mediana, bien plantado, moreno, esbelto, de ojos claros, facciones serias y tristes, y labios delgados. Usaba patilla corta y bigote pequeño.

Según las teorías frenológicas del abate Girovanna debía ser muy valiente y tener grandes condiciones para la música y las matemáticas, porque sus sienes eran muy abultadas.

Llevaba el pelo largo, y una boina grande de medio lado dejaba parte de la cabellera rizada al descubierto. Tenía las manos finas y con anillos. Por entre la abertura de la blusa se veía un chaleco bordado y una gruesa cadena de plata, y colgando de ella, un sello con las armas de los Arreches: un árbol con dos osos. Contemplando a aquel hombre, se imponía la idea de que lo que decían de él era verdad: que era audaz, atrevido, sanguinario, egoísta, rapaz, dispuesto a todo. Se sentía en él al hombre felino, sin conciencia, para quien los deseos son los amos absolutos de su espíritu.

Pedro Luis Arreche, alias Bertache, era oficial del 5.º de Navarra. Procedía de Almandoz, un pueblo del valle del Baztán, en la subida de la carretera de Irún a Pamplona, por el alto de Velate.

La casa de Bertache era casa importante en el pueblo: entonces vivían la madre y tres hijos, dos varones y una hembra. Los dos Arreches varones eran de la piel del diablo, malos, rencorosos y vengativos.

[188] El subteniente Bertache, por los datos que adquirí de él, era un Don Juan de aldea, ambicioso, cínico, atrevido, que había matado ya varios hombres, entre ellos al brigadier Cabañas, por odio, por venganza y por rabia.

Bertache, según la opinión de todos los que le conocían, era un tipo sanguinario, para quien asesinar o robar no tenía gran importancia.

GABRIELA LA RONCALESA

La muchacha que le acompañaba se llamaba Gabriela Sarriés, y la decían Gabriela la Roncalesa. Era alta, huesuda, rubia, de un rubio de color de panocha, con los ojos claros, las facciones un poco duras, el aire enérgico e inteligente.

Gabriela era contrabandista; tenía una mula, que cargaba de género en Francia, y que introducía en Guipúzcoa y en Navarra.

Gabriela solía hacer sus compras en casa de Iturri; y por Iturri, Aviraneta se entendió con Gabriela, y luego, con Bertache.

Mientras bebimos, estuve yo contemplando a esta pareja, y Bertache estudiándome a mí. Gabriela no separaba los ojos de su amante. Se veía que estaba locamente enamorada de él.

Comprendí que Bertache sentía una gran antipatía por mí. Sin duda, me consideraba como un joven rico, mimado por la fortuna.

Bertache era el mozo guapo del pueblo, acostumbrado a romerías y a fiestas, a quien las mujeres adoran, y que va por la pendiente del donjuanismo haciéndose cada vez más violento, más orgulloso y más canalla. Un rival para él debía ser algo muy odioso.

Bertache era un hombre despistado, de poca penetración psicológica. Se veía que le costaba trabajo el comprender la manera de pensar de los demás. Yo le sorprendía. Sin duda, daba vueltas en su cabeza a la idea de quién sería yo y qué importancia tendría.

[189]

¡DINERO! ¡DINERO!

Bertache me dijo desde el principio, ásperamente, que lo que se necesitaba era dinero. Con dinero él era capaz de todo.

Me contó fríamente cómo habían asesinado al brigadier Cabañas, hijo del ministro de la Guerra de Don Carlos, en un caserío llamado Saracoíz, hacia Cirauqui, por órdenes del comandante Aguirre y del general García.

Lo habían matado entre el subteniente Urcáiz, los soldados Salaverri, Santacilia, Nuin y él. Explicó cómo le dieron tres bayonetazos, le tuvieron dos horas herido, le cortaron una mano y, por último, lo tiraron a un arroyo próximo. Uno de los soldados se había quedado con el reloj de Cabañas.

Me chocó que Bertache no intentara exculparse. Contaba el crimen como si tal cosa. Después me explicó los antecedentes de la asonada que habían conseguido provocar entre el teniente del 2.º de Guipúzcoa, José Zabala, y otros sargentos y subtenientes, por la falta de pagas, en la que gritaron las tropas: ¡Muera la Junta! ¡Mueran los hojalateros! ¡Abajo los castellanos!, y ¡Vengan nuestras pagas!

Don Carlos y su corte estuvieron a punto de caer en las garras de la tropa amotinada, y si no ocurrió esto fué por haberse acobardado algunos sargentos en el momento del conflicto.

—Y si le cogen ustedes a Don Carlos—le pregunté yo—, ¿qué hacen ustedes con él?

—Le hubiéramos pegado cuatro tiros.

Bertache tenía odio por Don Carlos. En su naturaleza de felino, parecía que el único sentimiento espontáneo era el odio.

A consecuencia del motín de las pagas de Estella y de la muerte del brigadier Cabañas, Bertache y sus amigos estaban en entredicho, y Maroto había mandado que se comenzase un proceso para aclarar estos motines y muertes, aunque luego dispuso que se suspendieran las causas.

Bertache aparecía entre los intransigentes carlistas, y estaba entonces en Almandoz con unos días de licencia.

[190]

LA TRAICIÓN Y EL VALOR

Bertache era como un gato montés, como una alimaña.

Hay el lugar común general de identificar el tipo del traidor con el del cobarde. La retórica corriente, que llama cobarde atentado al atentado de un anarquista fiero y de un terrible valor, quiere que traidor y cobarde sean sinónimos.

Estas son ilusiones del buen burgués, tranquilo, apacible, a quien inciensa cotidianamente el periodista con sus adulaciones. Claro, es lógico que haya algunos espías y traidores, cobardes y pusilánimes; pero la mayoría son valientes y atrevidos. En cambio, en el buen burgués, honrado, hasta cierto punto, y patriota, se da el caso del tipo cobarde con muchísima más frecuencia.

El valor no es un resultado intelectual, ni moral, sino un caso de fuerza nerviosa.

Bertache era de una fiereza y de un valor de tigre, de estos hombres de cieno y de sangre que no tienen ninguna idea política, ni religiosa, ni social, y que marchan dejando a su paso un rastro de violencia y de crímenes.

A las diez de la noche, Bertache se levantó dispuesto a marcharse.

—¿Adónde va usted ahora?—le dije.

—Voy a Vera, donde dormiré un par de horas, y para el mediodía estaré en Almandoz.

—¿Quiere usted que le lea lo que he escrito?

—No, ¿para qué? Mi última palabra es ésta: ¡dinero, dinero y dinero!

—¿Lo necesita usted inmediatamente?

—Sí.

Le di dos mil pesetas que llevaba en el bolsillo, y me firmó un recibo con la inicial Y.

—Tendrán ustedes pronto noticias mías. Diga usted al Gobierno de Madrid que si quiere emplear dinero, se hará todo..., si no, esto seguirá no sabemos hasta cuándo.

[191]

Gabriela me indicó que antes de un mes estaría en Bayona de nuevo para sus negocios, y que me avisaría por Iturri.

Bertache pagó la botella de Champaña y salió con su novia de la taberna contoneándose, golpeando el suelo con el bastón.

Yo me marché a dormir a San Juan de Luz, y al día siguiente estaba en Bayona.


[192]

VI.
LA LETRA Z

Poco después de mi entrevista con Bertache me avisaron, por la casa Artigues de Saint-Esprit, que el domingo me presentara en Ezpeleta, en la taberna del Compás de Oro, donde podría verme a las seis de la tarde con García Orejón, la letra Z. Me indicaban que preguntara al amo de la taberna por el Picador.

Salí en el tílburi de Iturri, el domingo por la mañana, camino de Ezpeleta. Estuve un momento en Cambo, a saludar a Stratford. Hacía un día espléndido. Se veían los montes próximos muy azules; la peña de Aya, Larrun, Mondarrain y, más a lo lejos, el pico de Ossau, todavía con la cima nevada.

Stratford me convidó a almorzar con él; acepté, y después salí de Cambo con el caballo al paso, camino de Ezpeleta, adonde llegué a eso de las tres o tres y media.

La posada del Compás de Oro estaba en la calle principal de Ezpeleta, a la salida, marchando de Bayona a San Juan Pie de Puerto. Tenía en el piso bajo una taberna, con sus bancos y su mostrador de cinc, y a un lado, el comedor, con una mesa larga, un armario y un reloj en la pared.

Dejé el coche en un patio y el caballo en la cuadra, y me senté.

Pedí una botella de sidra y llamé al tabernero, que se presentó en seguida. Otharre, el amo del Compás de Oro, era un hombre grueso, pesado, de nariz abultada y roja, boca de labios finos y ojos pequeños, negros, llenos de malicia. Era un[193] tipo que tenía una mirada burlona y una sonrisa llena de ironía. Vestía como de domingo: camisa muy blanca, blusa negra nueva, boina y alpargatas.

—¿Usted le conoce al Picador?—le pregunté.

—Sí.

—Pues va a venir aquí esta tarde a hablar conmigo. Así que, cuando venga, diga usted que me avisen.

—Muy bien.

Mientras bebía mi botella de sidra estuve oyendo a dos aldeanos que tenían un papel con una canción en diálogo, en vascuence, titulada el Amo y el criado, y que se refería a la guerra carlista. La cantaban, mientras otros campesinos que les oían se reían a carcajadas. En la canción, el amo recibía en Burdeos a Fraschcu, su criado, y le preguntaba noticias de Oyarzun, su pueblo. El criado le contestaba contando miserias de la época, y el amo decía que los hombres que habían desencadenado la guerra debían tener los demonios en el cuerpo, fueran curas o frailes, y que era bastante mejor seguir la ley del turco que no la fe que predicaban aquellas gentes.

Duc ascoz obia
Turcuen leguía,
Ez oyec predicatzen
Duten fedia.

Me hizo gracia la energía de la afirmación.

Cansado de estar quieto salí a la calle y estuve contemplando las viejas casas vascas de Ezpeleta, con sus ventanas rojas y su entramado de maderas, que trazan figuras de H y de V en las paredes blancas.

Me chocó que hubiese tanta gente en la calle, y luego me fijé en que había colgaduras en los balcones.

—¿Qué pasa?—pregunté a unos aldeanos.

—Que viene el obispo de Bayona en visita pastoral.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo acaba de llegar el coche.

[194]

LLEGA EL OBISPO

Esperé una media hora, y comenzó a pasar la comitiva que precedía al obispo. Venían primero cuatro zapadores con morriones inmensos, adornados con estampitas, delantales de cuero y hachas de cartón al hombro; luego, cuatro trompetas y cuatro tambores; después, varios jóvenes con boinas rojas, chaquetillas también rojas, pantalón blanco y sable, y otros muchachos, jinetes en caballos pequeños, enarbolando banderas blancas. Me pareció una manifestación realista.

Después venía el obispo, rodeado por la gente del pueblo, saludando y echando bendiciones y dando a besar la mano, sobre todo a las señoras.

En el tropel vi a una mujer guapa, morena, que me llamó la atención.

—Yo conozco a esta señora—me dije—, pero ¿de qué? No recordaba.

Pensé que quizá la habría visto en Bayona. Fué toda la comitiva al Ayuntamiento, una casa torre antigua colocada en un cerro y separada del caserío del pueblo. El párroco leyó un discurso, y el obispo contestó con una plática. Le estuve observando mientras hablaba. Le conocía de casa de madama D'Aubignac, donde se manifestaba burlón y mundano. Allí, en Ezpeleta, tomaba un aire místico, pero su actitud, indudablemente, era una comedia.

Cuando concluyó su plática, la gente gritó: ¡Viva monseñor!; y el público comenzó a agitarse y a dispersarse.

FERMINA LA NAVARRA

En aquel momento vi, de frente, a la señora morena que me llamó la atención. Era la misma que había visto salir de Laguardia con Aviraneta y que Zurbano hizo comparecer ante su presencia. Era Fermina la Navarra, casada con Vargas.

[195]

Ella me reconoció también en seguida y me mostró disimuladamente a un grupo de hombres que, por su aspecto, me parecieron españoles y carlistas. Efectivamente; poco después advertí, entre ellos, a mi vecino de hotel, el Murciélago. Como veía que me espiaban, me retiré a la posada. Le pregunté al tabernero Otharre.

—¿Oiga usted: una señora morena española, de negro, vive aquí?

—Una guapa. ¿La señora de Vargas?

—Sí.

—Suele venir con frecuencia, pero no creo que vive en el pueblo. Es carlista y conoce en Ezpeleta mucha gente.

—¿Por aquí habrá mucho carlista?

—Naturalmente. Van y vienen como usted.

El tabernero, sin duda, me había tomado por carlista.

EL PICADOR

A media tarde apareció García Orejón en la taberna del Compás de Oro, en compañía de Otharre. Era un hombre alto, grueso, fornido, de unos cuarenta años. Había sido picador de caballos; tenía la cara curtida, amarillenta y marcada por las viruelas; las piernas, arqueadas. Usaba bigote largo, negro y caído. Era un poco calvo; tenía los ojos brillantes, la mirada obscura, de través, y los labios gruesos.

—Hablaremos por el camino—me dijo el Picador.

—Aparejaré el cochecillo que he traído e iremos en él.

—No; no me conviene que nos vean juntos. Yo iré por esta carretera, a pie, y usted me recoge al paso. Si no tiene usted prisa, me lleva usted hasta Añoa.

—Muy bien.

Lo hice así, y salí del pueblo por el otro extremo de donde había entrado. Encontré a poco a Orejón, que montó en el tílburi, y fuimos despacio.

El Picador no me dijo, naturalmente, nada nuevo; pero me dió más detalles de las cuestiones. Me habló de la lucha en[196]venenada entre Maroto y Arias Teijeiro, del odio de Guergué y de García contra Maroto, que ya no se velaba, y de la actitud levantisca de muchos oficiales y sargentos partidarios de los presos de Arciniega. El fusilamiento del capitán don Felipe de Urra, amigo de los presos, ordenado por Don Carlos, después del primer motín de Estella, había exasperado a muchos carlistas.

Orejón me aseguró que el ejército estaba inquieto, hambriento, sin cobrar una paga.

—Con poco dinero—dijo—sería fácil provocar disturbios e insurrecciones: siempre pidiendo las pagas.

—¿Qué dinero necesita usted para empezar?

—Unos tres mil duros.

—Se le girarán cuanto antes.

—No sé—añadió—si podré ir inmediatamente a Estella, porque me han denunciado a Maroto como uno de los cómplices del último motín militar y como partidario de la abdicación de Don Carlos y de la proclamación de su primogénito. He estado unos días escondido en una casa del Roncal. Me enteraré. Si no puedo ir yo en seguida, mandaré a una mujer.

—Yo conozco a una roncalesa de mucho brío.

—Será la misma, Gabriela.

—Sí.

—Me entenderé con Bertache, Zabala y con otros. Le escribiré a usted lo que haga con tinta simpática.

—Muy bien.

—Diga usted que me sigan mandando el dinero por conducto del cura de Sara.

—Lo diré.

Luego hablamos de otras cosas.

García Orejón estaba enredado con una mujerona de Burdeos que había sido cocinera. Orejón era hombre de gustos pacíficos. Su ideal consistía en construír una casita en Francia, en una aldea; en España tenía miedo de la venganza de algún carlista; soñaba con hacer una vida tranquila, comer bien e ir a pasear por el campo y a pescar en el río, como un buen burgués retirado.


[197]

VII.
LAS BACANTES VASCAS DE AÑOA

Llegamos a Añoa, entramos en un café, titulado A la Cita de los Cazadores; saqué yo papel y pluma y me puse a escribir el informe. Cuando lo concluí entregué la minuta a Orejón, quien se puso unos anteojos y la leyó muy atentamente. Hizo algunas observaciones y dió su beneplácito. Inmediatamente se levantó; dijo que tenía prisa. Antes de salir del café miró a derecha e izquierda, y cerciorado de que nadie le seguía, se marchó a la carrera, y desapareció en la penumbra del crepúsculo.

Me dejó la impresión de hombre obscuro, misterioso, hundido en el fango: un hombre de pesadilla.

Iba a montar en el cochecito para volver a Bayona, cuando vi venir por la calle del pueblo una cabalgata de diez a doce hombres vestidos de mujer, montados en burros, adornados de vejigas y de cencerros, al son de un tambor y de un pito.

—¿Qué pasa?—le pregunté al mozo del café.

—Nada; una tontería. Que van a hacer una cencerrada, un charivari, dedicado a un español.

—A un español, ¿y por qué?

—Ha habido aquí un ex oficial carlista que se casó con una muchacha del pueblo y se llevó la cuñada a su casa, y al cabo del año ha resultado que la cuñada ha quedado embarazada, y la mujer, dicen que, de rabia, le ha pegado al marido. Para celebrar esto han inventado este charivari.

—¿Y está aquí el español?

[198] —No; se ha ido. Estas cosas están prohibidas por la policía, pero como los gendarmes se han marchado a Ezpeleta, los del pueblo se aprovechan.

LAS BASA-ANDRIAC

La función se celebró en un escenario improvisado en un gran portal. En medio, en unos bancos, se colocaron los hombres vestidos de mujer, que representaban las Basa-andriac (mujeres del bosque) que tenían que juzgar el caso.

Estas Basa-andriac eran tipos grotescos, tipos de borrachos del pueblo, con caras maliciosas y ojos burlones. Llevaban faldas, enaguas, pañuelos en la cabeza, y estaban armados de escobas.

Al lado de estas damas estaban sus maridos, vestidos de pieles y con sus correspondientes cuernos.

El mozo del café me indicó, entre las Basa-andriac, el barbero del pueblo, el alpargatero, el sacristán, el que hacía las chisteras para jugar a la pelota, y el zapatero. La obra que se iba a tener el honor de representar era del sacristán Dominique Elissalde de Elissagaray, en colaboración con el barbero Juan Pedro de Irumberry.

Irumberry tenía fama de ingenioso desde que mandó pintar la muestra de su barbería. Esta muestra representaba un hombre a punto de ahogarse, a quien otro socorría y sujetaba por el pelo; pero el salvador agarraba de unos pelos falsos al que estaba a punto de ahogarse, y no le salvaba, porque el hombre llevaba peluca. Debajo de esta pintura estaba escrita la leyenda: «Al inconveniente de las pelucas». Algunos decían que Irumberry no era original y que había copiado su muestra.

El presidente de las Basa-andriac hizo sonar un cencerro, y gritó:

—Se abre la sesión; que entre el procesado.

Entonces pasaron al escenario dos abogadas, con togas de percal negro; dos gendarmes, el español, su mujer y su cuñada, todos terriblemente caricaturizados. El español, que se lla[199]maba nada menos que el señor Garbanzón, tenía una cara estilo Zumalacárregui: patillas negras, entrecejo sombrío, un tricornio de papel en la cabeza y una espada de madera.

El señor Garbanzón miraba a derecha e izquierda de una manera siniestra, apoyándose en la espada, y decía a cada paso:

—¡Mil rayos! ¡Mil bombas! ¡Mil truenos! ¡Por el vientre del Papa! ¡Le voy a comer a uno los hígados!

El que hacía de esposa del señor Garbanzón era un hombre muy alto, muy flaco, con una peluca y un lazo de color de rosa en la cabeza; y la que hacía de su cuñada era un hombre bajito, vestido con falda corta, con el pecho lleno de trapos, y el trasero lo mismo, y un muñeco, al que cantaba y hacía como que daba de mamar. Comenzó el juicio con el interrogatorio del acusado. El señor Garbanzón contestaba a las preguntas con aire de malhumor.

—¡Levántese el procesado! ¿Cómo se llama usted?—le preguntó la presidenta.

—¡Mil rayos! ¡Mil bombas! ¡Mil truenos! ¡Por Satanás! Me llamo don Pepito Garbanzón de los Prados.

—¿Qué profesión tiene usted?

—¡Rayos y centellas! ¡Por los cuernos de Lucifer! Soy oficial del ejército de Su Majestad Católica Don Carlos de Borbón (aquí saludó con el sombrero de papel), rey legítimo de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén...

—Bueno, bueno.

—De Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia...

—Ya, ya, comprendido.

—De Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba...

—Bien. Bien.

—De Córcega, de Murcia, de los Algarbes, de Algeciras...

—¡Basta! ¡Basta!

—De Gibraltar, duque de Atenas y de Neopatria; conde de Barcelona, señor de Vizcaya...

—¡Socorro! ¡Socorro!—gritó la presidenta—. Ponedle, como a las barricas de sidra, un tapón de barro.

Le taparon la boca, y el señor Garbanzón siguió mascullando su retahíla hasta que la acabó.

[200]

—Está bien, don Pepito—le preguntó la presidenta—; y ahora, aquí, en confianza, ¿usted por qué abandonaba a su mujer e iba a la cama de su cuñada?

—¡Mil rayos! ¡Mil terremotos! ¡Por el ombligo de Buda! Mi cuñada es más gordita; en cambio, mi mujer no tiene nada.

—¡Que no tengo nada!—gritó el que hacía de mujer propia—. ¡Cochino! ¡Cerdo! ¡Que no tengo nada!—y mostró un pecho negro y peludo—. ¿Qué es esto entonces?

—Eso es una piel de oso.

—En cambio, ésta está más gordita—dijo don Pepito.

La cuñada se levantó del banco con su muñeco en brazos y mostró su pecho, enorme, lleno de trapos, y su trasero, igualmente enorme, y dió una vuelta de bailarina.

—¡Mil rayos! ¡Sangre y centellas! ¡Por las barbas de Lutero! Esto ya es otra cosa—dijo el señor Garbanzón pellizcando en el trasero a la supuesta cuñada.

—¡Me va a dar algo! ¡Me va a dar algo!—gritó la mujer propia agitándose de una manera violenta, abanicándose y rugiendo, y tirando el lazo de la cabeza al suelo, y pateándolo con unas botas como dos gabarras.

La cuñada del señor Garbanzón comenzó a mecer y a cantar al muñeco la canción Lo, lo, lo; pero la mujer legítima le quitaba el niño iracunda, y decía que era suyo. Le quería dar de mamar, le ponía cabeza abajo y terminaba por ponerle el dedo en la boca para que chupara.

Después de una porción de disparates y de absurdos se dilucidó el punto de si la mujer de don Pepito le había pegado a su marido con un palo o con una caña, y si le había dado en la cabeza o en la espalda.

—¿Cómo le ha pegado usted?—le preguntó la presidenta a la mujer propia.

—Pues le he pegado así—y le dió cuatro o cinco cañazos al señor Garbanzón.

—¡Rayos y centellas! ¡Por los hígados de Mahoma! No ha sido así—dijo don Pepito.

—Pues, ¿cómo ha sido?

—Así—y don Pepito cogió la caña y arreó una tanda de cañazos a su mujer.

[201]

Luego se mezclaron los gendarmes en la contienda y éstos recibieron los golpes de don Pepito, de su mujer y de su cuñada.

LA SENTENCIA DE DON PEPITO

Después de aclarado este punto, la fiscala y la defensora soltaron dos discursos grotescos, y la presidenta preguntó a las Basa-andriac.

—El señor Garbanzón de los Prados, ¿es culpable de haberse acostado con su cuñada y haberle hecho un pequeño Garbanzón?

—¡Sí, sí!—aullaron todas las Basa-andriac.

—Madama Garbanzón de los Prados, ¿es culpable de haber dado con una caña o palo u otro objeto contundente uno o varios golpes a su marido al saber lo que ocurría en su casa?

—¡Sí, sí!—volvieron a aullar las bacantes.

Después de esta deliberación la presidenta leyó la sentencia:

Artículo 1.º Que supuesto que la mujer de don Pepito Garbanzón de los Prados no tiene gracia para tener críos, se le encarga de esta tarea a la cuñada, que cuenta con más facultades.

Artículo 2.º Que la mujer propia de dicho señor Garbanzón puede seguir en la casa haciendo la comida, barriendo la escalera, cepillando las botas, fregando los platos y demás adminículos, como ahora.

Artículo 3.º Que como no está demostrado que madama Garbanzón no pueda tener críos, el señor Garbanzón, don Pepito, estará obligado a acostarse con ella una vez al año, o antes, si está en peligro de muerte.

Artículo 4.º Que en casa del señor Garbanzón desaparecerá todo lo que tenga carácter de instrumento contundente, sea de caña, de palo o de otra substancia, para que el hecho de autos no se repita.

[202] Después de leída la sentencia, las Basa-andriac se levantaron, enarbolaron las escobas, agarraron a don Pepito y se pusieron a dar gritos terribles y a agitar los cencerros. Los maridos cornudos se unieron a la algazara mugiendo sonoramente.

Tras del juicio se preparó la farándula y salieron todos, agarrados de la mano, al son del pito y del tamboril, hasta la plaza, donde se bailó un fandango desenfrenado.

Yo me reí mucho con aquella farsa. Encontré a la gente de Añoa de muy buen humor, y el sacristán, Dominique Elissalde de Elissagaray, y su colaborador, Juan Pedro de Irumberry, me parecieron dos Plautos campesinos.


[203]

VIII.
EMBOSCADA

Era ya bastante tarde cuando aparejé el caballo y el coche y me preparé para volver a casa.

Al entrar en Ezpeleta vacilé en seguir adelante o en quedarme allí. No adelantaba gran cosa en encontrarme en Bayona a las altas horas de la noche, y el recordar al Murciélago en aquel grupo de carlistas que había visto a la llegada del obispo, en compañía de Fermina la Navarra, me infundía algunas sospechas.

Pensé en las precauciones que tomaba el Picador para entrar y salir de cualquier parte.

—Entre hacer y no hacer, es mejor hacer, ¡qué diablo! Vamos adelante.

La noche estaba con alternativas, clara y obscura; había luna en el cielo y pasaban de cuando en cuando nubarrones espesos que dejaban el campo negro.

A los cinco minutos de salir de Ezpeleta se me apagó la luz del coche.

—¡Qué fastidio!—pensé—. El caballo se va a espantar con las sombras del camino y me va a dar la gran jaqueca.

[204]

TIROS

Poco después, un nubarrón cubrió la luna, y quedó la carretera tan negra que no se veía a cuatro pasos. Se me encogió el corazón y pensé que había hecho un gran disparate en salir. Iba con el caballo al trote corto, cuando brillaron dos fogonazos en los setos del camino, y silbaron unas balas cerca de mí.

Azoté al caballo, que echó a correr al galope, y al poco rato sonaron, ya detrás, otros dos estampidos.

Yo me agaché en el pescante, por si disparaban de nuevo, y seguí azotando al caballo.

Poco después volvió a salir la luna.

A la hora llegué a Cambo y llamé en casa de Stratford. Me abrieron. Mi amigo estaba aún levantado y le conté, riendo, lo que me había ocurrido.

—El farol apagado a tiempo y el nubarrón le han salvado a usted la vida.

—Sí, es verdad.

Tomé unos bizcochos y una copa de Jerez y me fuí a acostar.

Al pensar en lo que me había ocurrido sentí una mezcla de terror y de placer al mismo tiempo.

—Tengo que tener confianza en mi estrella—me dije, y me restregué las manos con gusto.


[205]

IX.
AVIRANETA, DE NUEVO

En los primeros días de enero de 1839 se presentó Aviraneta en Bayona. Estuvo unas horas en una fonda y se trasladó después a una casa de huéspedes modesta de cerca de la Catedral, en la calle de la Moneda, o calle Nueva.

Me avisó para que fuera a verle, y lo encontré en la cama.

—Vengo acatarrado—me dijo—; he hecho un viaje malísimo.

—¿Pues qué le ha pasado a usted?

—He venido por Zaragoza, Jaca y el puerto de Canfrac, que estaba cerrado por las nieves. He andado perdido, durmiendo en mesones infames, calado hasta los huesos.

—¿Y por qué no ha venido usted por Santander?

—Parece que sospechaba alguien que yo iba a volver a Bayona y se me esperaba, no con muy buenas intenciones. ¿Y cómo va esto?

Le conté lo que había hecho con toda clase de detalles.

—Has trabajado muy bien, Pello—me dijo—; tú vas a llegar más lejos que yo.

—¡Ca! No crea usted.

—Sí, sí. Le he leído tus informes a la Reina y ha quedado entusiasmada.—A ese joven le tengo que ayudar—me ha dicho.

—Sí; no digo que no me ayude, pero yo no tengo gran ambición. No siento, como usted, el deseo de mando. Por ahora,[206] me divierte el peligro, la aventura, pero nada más; dentro de poco me gustará la vida tranquila y la buena mesa.

—Hombres de poca fe.

—Mejor sería decir hombres de poco nervio.

—Sin embargo, para tu edad has hecho cosas. Eres casi un diplomático, cuando otros con tus años son unos niños zangolotinos.

—Y ahora, ¿qué vamos a hacer? ¿Qué tiene usted en proyecto?

—He estudiado un plan para prender al Pretendiente. Yo creo que está bien concebido, pero lo discutiremos en detalles. No digas nada a nadie.

—Esté usted sin cuidado.

—Respecto a nuestros trabajos para la escisión del carlismo, convendría enviar al Real un agente que nos comunicara las últimas noticias.

Haremos lo posible para encontrarlo. ¿Cuándo nos veremos?

—Ya te avisaré.

EL VALOR DE LA HISTORIA

A los tres días de la llegada de don Eugenio, el periódico de Bayona El Centinela de los Pirineos publicaba este suelto, para la mayoría enigmático:

«Se sabe positivamente que ha llegado a Bayona un antiguo y conocido agente de revoluciones y desórdenes, cuya presencia precedió a los sangrientos sucesos de Hernani en julio de 1837.»

—Así se escribe la historia—me decía Aviraneta unos días después, con ironía—; yo he hecho algunas cosas buenas y malas, pero ninguna de ellas me caracteriza. En cambio, me caracteriza el haber precedido a un acontecimiento en el cual no he tomado parte.

—Tiene gracia.

—Si es mentira lo que se cuenta del año pasado, ¿qué será lo que se dice de hace dos mil años?

[207]

EL GRABADOR

Se le había ocurrido a Aviraneta, basándose en la lucha de los marotistas contra los teijeristas, hacer creer a los exaltados que Maroto estaba afiliado a la masonería. Para esto había traído dos diplomas masónicos, y pensaba borrar los nombres que constaban en ellos y sustituírlos por el del general y por el del conde de Negrí.

La cosa resultó más difícil de lo que parecía.

Se emplearon varios procedimientos químicos para borrar la tinta, y no dieron resultado. Entonces se le ocurrió a don Eugenio mandar grabar un diploma igual que el masónico y utilizarlo poniendo el nombre de Maroto.

Esta idea fué el germen de un legajo de documentos falsos, que luego, más tarde, Aviraneta pasó al Real de Don Carlos, y que produjo un gran revuelo. A este legajo llamó el Simancas.

Barbanegre, el corrector de pruebas de la imprenta de Lamaignere, nos dirigió a un grabador, Meyer, que vivía en el Rempart Lachepaillet. Este grabador era novio de una de las chicas del andaluz Julio Díaz.

La casa del grabador era una casa antigua, pequeña; el primer piso, saliente sobre el bajo, y el segundo, sobre el primero.

Estaba pintada de un color verdoso sucio, ya descascarillado, y tenía un entramado de maderas negras al descubierto. Cada piso era de muy poca altura, y los techos no tendrían más de dos metros.

La puerta de la casa era gótica, con un llamador de metal, y en una de las dos jambas había una placa pequeña de cobre con este letrero: «Meyer, grabador cincelador».

Pasando la puerta se encontraba un pasillo húmedo y negro, y al final, un patio, y antes del patio, a mano izquierda, el rincón donde trabajaba el grabador.

Era un taller que tenía todo el aspecto de un taller medieval. Lo iluminaba una ventana grande, a poco más de un metro de altura, que daba hacia la muralla, y otra pequeña, que recibía la luz de un patio.

[208] Cerca de la ventana grande tenía su mesa de trabajo el grabador, con sus planchas, sus buriles y sus piedras de esmeril. En la pared, en unos estantes, se veían frascos de ácido nítrico con agua, mezcla ya empleada en morder el cobre, a juzgar por el color azul que tenía.

Delante de la ventana pequeña y alta estaba el tórculo, un tórculo de madera, antiguo, donde sacaba las pruebas el grabador. Todo el pequeño taller, negro, se hallaba como barnizado de tinta, y los papeles blancos parecían allí de nieve.

Encontramos al grabador, que estaba recubriendo de barniz una plancha de cobre con un pincel.

Era un joven alto, rubio barbudo, encorvado, con anteojos, de cara indiferente.

—Yo venía a encargarle a usted un trabajo—le dijo Aviraneta.

—Usted dirá.

—¿Podría usted hacerme una lámina igual a ésta?

El grabador tomó la lámina que le presentó don Eugenio e hizo un ligero movimiento de sorpresa. Al instante, Aviraneta llevó la mano al hombro, y el grabador, poco después, hizo lo mismo.

Aunque me chocó el movimiento, no le di importancia.

—Esta lámina la puedo hacer—dijo el grabador—, pero tiene mucho trabajo. Tardaré bastante en concluírla.

—No me urge. ¿Cuándo podrá estar?

El grabador midió la lámina a lo largo y a lo ancho, y dijo que llevaría por grabarla quinientos francos, pero que tardaría algún tiempo en hacerla, porque no tenía plancha de aquel tamaño y le sería necesario encargarla a París.

—¿Quiere usted que le de, por adelantado, algún dinero?—le preguntó Aviraneta.

—Sí; no estaría mal.

Aviraneta le dió trescientos francos, y nos fuimos a la calle.

—Te habrás fijado que el grabador y yo nos hemos hecho el signo de reconocimiento de la masonería.

—¡Ah! ¡Qué bruto he sido! Lo he visto y no me he figurado lo que era.

Marchamos Aviraneta y yo a casa, separados.

[209]

DE NUEVO EL MURCIÉLAGO

Un par de semanas después volvimos al taller del grabador, y al salir para tomar la calle de España, don Eugenio y yo, cada uno por su lado, le vi al vecino del hotel, que me espiaba, al Murciélago. Esperé en el escaparate de una tienda a que se me acercara don Eugenio y le dije.

—¿Ve usted ése que va por la acera de enfrente?; es un hombre que me espía.

—Hay que saber quién es—dijo Aviraneta, que iba embozado hasta los ojos—. Ve tú a casa de la Falcón, parándote en las tiendas. Si él te sigue, yo le iré siguiendo.

Lo hicimos así, y yo fuí, como hombre desocupado, parándome en los escaparates, como si no hubiera notado la persecución, hasta la tienda de antigüedades.

Al día siguiente me avisó don Eugenio para que fuese a casa de Iturri.

—¿Sabes quién era el que te seguía?—me dijo.

—¿Quién?

—Un tal Salvador que nos hizo traición en la Isabelina. Está aquí ese granuja.

Me contó la historia de Salvador, que había sido uno de los mayores intrigantes de la época.

Salvador era un tipo de aquellos como Regato, que había vivido en plena intriga, con un fin de lucro.

Yo le hablé a don Eugenio de la caja de dulces que me enviaron al hotel; de la carta anónima que me habían dirigido después, y de los tiros del camino de Ezpeleta, cosas que yo suponía provenían de Salvador.

Aviraneta dijo que era muy probable mi suposición.

Aviraneta le tenía odio y miedo a aquel hombre.

Para espantarle, le escribió una carta amenazadora, que decía así:

«Miserable espía: Sabemos que estás intrigando y vendiendo a los liberales y a los carlistas. Si no abandonas inmediata[210]mente tu espionaje y te marchas de Bayona, pagarás caras tus maniobras. Conocemos tu abominable historia de traiciones y de crímenes.

Demóstenes, Espartaco, Mirabeau

de la logia Irradiación.»

Salvador no se marchó de Bayona; se mudó a una casa de huéspedes del barrio de Saint-Esprit.


[211]

X.
APUROS DE VINUESA

Pocos días después de esto salía del hotel, cuando me encontré con mi compañero de viaje de Madrid a Bayona, que venía demudado y tembloroso.

—¿Qué le pasa a usted?—le dije.

—Estoy muy apurado.

—¿Quiere usted subir a mi cuarto?

—Bueno, sí.

Subió, se sentó y me dijo:

—Estoy temiendo que me van a internar en Francia.

—Pues, ¿por qué? ¿Qué ha hecho usted?

—Verá usted. He estado estos meses en Pau, resistiéndome a entrar en el campo carlista, cuando hace tres días recibí una carta del mismo Don Carlos llamándome a su Real con toda urgencia, y diciéndome que si no voy me considerará separado de su partido. Me he puesto en camino y he venido aquí con mi mujer, al hotel de Francia. Me he visto con varios carlistas para que me indiquen el medio mejor de trasladarme al campo de Don Carlos, y alguno de ellos sin duda lo ha dicho por ahí; se ha enterado el subprefecto y me ha llamado, me ha pedido los papeles y luego, con violencia y mal gesto, me ha ordenado que vuelva a Pau, de donde seré internado. Y aquí me tiene usted que no sé qué hacer. El Señor me espera, y si ahora ya no voy pierdo para siempre la gracia de Su Majestad.

—No se apure usted—le dije yo—. Quédese usted esperan[212]do en mi cuarto; yo iré y le preguntaré al canciller del consulado de España qué hay en la subprefectura contra usted.

Salí del hotel y me encontré a Vidaurreta en el momento en que iba a visitar al subprefecto. Le expliqué el caso de Sánchez Vinuesa, diciéndole que era una buena persona, un excelente sujeto, nada peligroso.

Le esperé en el café, enfrente del teatro. Al poco tiempo volvió Vidaurreta; me dijo que en la subprefectura había la delación de un individuo llamado Manuel González contra un diplomático carlista, residente en Pau, que había ido a Bayona con la intención de pasar al campo del Pretendiente, y a quien se le había intimado la orden de que retornara a Pau.

Volví al cuarto del hotel y le dije a Vinuesa:

—No hay nada grave contra usted. Si quiere usted se vuelve a Pau, donde nadie le molestará; si prefiere usted entrar en España, yo mismo le prepararé la marcha.

—Prefiero entrar en España, porque si no, el Señor va a pensar que no quiero obedecerle.

—Bueno; pues como usted quiera. Vamos ahora a una posada de un amigo mío. Allí encontraremos un guía para España.

—Vamos.

Fuimos a casa de Iturri. Le pregunté en el camino a Vinuesa con qué carlistas había hablado, y quedé convencido que el Manuel González que le había denunciado era el vecino de mi hotel, el Murciélago, Manuel Salvador. ¿Trabajaría éste por los liberales y por los carlistas? ¿Tendría algún motivo de odio contra Vinuesa? No lo pude averiguar.

Llegamos a la posada de Iturri, y le expliqué a éste los deseos de mi amigo.

—Un guía—dijo Iturri a Vinuesa—le costará veinte o treinta francos.

—Le daré cien con gusto.

—No, no. Es demasiado. ¡Eh!—gritó a su mujer el fondista.

—¿Qué quieres?

—¿Está ahí Pinterdi?

—Sí.

—Que suba.

Subió Pinterdi, un muchacho fuerte y rubio, de Ascaín, a quien Iturri explicó lo que tenía que hacer.

[213] —¿Necesitará usted un caballo—preguntó Iturri a Vinuesa—, o prefiere usted una mula?

—Un caballo.

—¿Quiere usted ir de una tirada hasta Vera, o prefiere usted dormir en el camino?

—¿Qué distancia habrá?

—Unas siete u ocho leguas.

—Es bastante.

—Si se cansa usted, duerme usted en San Juan de Luz, o en Urruña.

—Bueno; ya veré.

—¿Tiene usted la maleta hecha?—le pregunté yo.

—Sí.

—Bueno. Entonces, nosotros dos vamos a ir a almorzar fuera de puertas, a un merendero que se llama el Buen Rincón, del barrio de Onzac; este chico, Pinterdi, cogerá su maleta en su hotel, y con la maleta y el caballo irá al merendero.

Vinuesa me preguntó varias veces por Aviraneta y por lo que hacía. Yo le contesté con prudencia.

Llegamos al merendero, y almorzamos muy bien. Al final del almuerzo se presentó Pinterdi, ató la maleta al caballo e invitó a subir a Vinuesa. Este me recomendó que fuera a ver a su mujer con frecuencia, para tranquilizarla.

LA DAMA ALEMANA

Dos días después, por la noche, fuí a ver a la señora de Vinuesa y a decirle que su marido había llegado bien a España. Me encontré a la dama indignada, furiosa, contra su marido.

—Mi marido es un imbécil, un mentecato—me dijo—; me ha traído aquí engañada diciéndome que volvíamos a España, y se va porque le ha llamado Don Carlos. ¿Ha visto usted nada más estúpido? Un hombre viejo, como él, me separa de los hijos, que he dejado en Madrid, y me deja aquí sola para ir a ver a Don Carlos. No se lo perdono. Hasta ahora no le[214] he engañado, pero de ahora en adelante, sí. Pienso tener amantes.

—¡Señora!

—Sí, sí; estoy decidida. Vea usted lo que tengo aquí—y me enseñó una botella de Champaña y unas pastas—. Es para animarme. Abra usted.

Abrí la botella y bebimos dos copas.

—A ese viejo imbécil de mi marido le tengo que engañar. Eche usted más vino, y beba usted.

Bebimos más. Ella empezó a reírse a carcajadas.

—Usted será mi primer amante—dijo luego.

Al principio, la cosa me pareció un poco absurda.

Luego, por el contrario, me pareció muy alegre.

La alemana llevó hasta el final su venganza.


[215]

XI.
UN PROYECTO ATREVIDO

Un día de invierno me citó Aviraneta para que fuera a su casa después de comer. Fuí, pasé a un despachito pequeño que tenía don Eugenio en la casa de huéspedes, y me encontré allí con don Lorenzo Alzate y don Domingo Orbegozo, a quienes conocía de San Sebastián.

Hablamos de la guerra, y después Aviraneta nos explicó el proyecto que había madurado.

—Cuando Don Carlos entró en España por Urdax, en 1834—nos dijo—, y dió principio el general Rodil a una persecución activa, andaba el Pretendiente a salto de mata ocultándose entre los breñales para librarse de ser hecho prisionero por las tropas de la Reina. Al organizar Zumalacárregui sus fuerzas, Don Carlos pudo abandonar en parte su vida trashumante; entonces eligió pueblos grandes para su residencia, nombrando ministros, secretarios y empleados. Esta pequeña corte, que entre los carlistas se llama el Real, ha andado siempre trasladándose de un punto a otro, y ha estado, como saben ustedes, en Estella, Durango, Oñate, Azcoitia y Villafranca.

Zumalacárregui tenía sus fuerzas siempre en movimiento, y al Pretendiente le era necesario seguirle, cosa que no le agradaba.

Este estado ambulante del Real duró mientras mandaron los ejércitos de la Reina los generales Rodil, Quesada, Mina, Valdés y Córdova, que hacían una guerra irregular con alternativas de éxito y de fracaso. Al ser nombrado general en jefe[216] Espartero, se abandonó el sistema de guerra irregular, y se adoptó el de la guerra de líneas, cesando las operaciones militares cuando venía con el invierno el mal tiempo.

Este sistema de guerra regular y la muerte de Zumalacárregui, por quien Don Carlos no tenía el menor afecto, y que le inquietaba con sus andanzas, ha permitido al Pretendiente habitar los pueblos largo tiempo, y hasta poner su Gaceta Oficial en Oñate.

Por otra parte, el matrimonio de Don Carlos con la duquesa de Beira, celebrado en Azcoitia, ha hecho que el hombre que pasó la luna de miel en el palacio del duque de Granada de Ega se estabilice más. El Pretendiente ha querido tener una corte, aunque pequeña; el Real ha progresado en camaristas, caballerizos y mayordomos, y los frailes y el obispo de León han dado con el botafumeiro en las reales narices de Don Carlos, y éste, que nunca ha sido listo, se ha hecho más endiosado y más tonto de lo que es por naturaleza.

Yo, que he leído cuantos folletos y artículos hablan de la vida de Don Carlos y que conozco Guipúzcoa, he visto con asombro que el Pretendiente se queda casi solo en Azcoitia cuando sus tropas se alejan para luchar con las liberales.

Azcoitia está relativamente cerca del mar, a una distancia de un par de horas de marcha para un buen andarín; un golpe de mano rápido me parece posible. Yo creo que es fácil apoderarse del Pretendiente. ¿Qué les parece a ustedes?

Alzate, Orbegozo y yo nos callamos un momento.

—La verdad es que, en principio, no parece difícil el proyecto—dijo Alzate.

—Una empresa como ésta, a la mayoría, que es gente ramplona, le parece muy natural cuando se ha realizado; pero antes de hacerse se le figura imposible—dijo Aviraneta—. Este proyecto que les expongo se lo he expuesto también al ministro Pita Pizarro, a quien le ha parecido muy atrevido, pero de una ejecución factible.

—Veamos los detalles—dijo Orbegozo.

—Quizá primero lo mejor sería—repuso Aviraneta—que alguno de ustedes se pusiera al habla con el comodoro inglés lord John Hay y que le preguntara si podría prestar alguno de sus barcos para una empresa de este género. Al mismo[217] tiempo sería conveniente que otro le viera a don Gaspar de Jáuregui, el Pastor, y primero le consultara sobre el plan, y si lo encontraba bien, indicara un oficial para que al frente de un cierto número de soldados fuera a Azcoitia a realizar la empresa. Contando con estos factores estudiaremos el proyecto en sus detalles más pequeños, como quien estudia un aparato de relojería.

Quedamos todos de acuerdo, contemplamos un plano de la costa, del Depósito Hidrográfico de Madrid, que sacó Aviraneta, y cada vez nos pareció que la tentativa era más lógica y más factible.

Alzate y Orbegozo se fueron a San Sebastián dispuestos a trabajar en el proyecto.

EL SARGENTO ELORRIO

Orbegozo habló con el coronel inglés Colquhoun, quien le dijo que lord John Hay examinaría el proyecto que le expusieran, y que si le parecía bueno colaboraría con él; Alzate conferenció con el general Jáuregui, y éste indicó para realizar la empresa al sargento de chapelgorris Ramón Elorrio.

Cuando lo supo Aviraneta avisó a Alzate que le enviaran inmediatamente a Elorrio, y éste apareció en Bayona.

Elorrio tenía entonces unos veintiséis o veintisiete años; era de poca estatura, moreno, de ojos negros, de aire atrevido y sagaz. Llevaba bigote pequeño y tenía un tic nervioso en la cara.

El sargento Elorrio vino a mi hotel, y allí esperamos a Aviraneta.

Elorrio se bebió dos o tres copas de coñac mientras aguardaba; lo que me hizo pensar que era muy aficionado al alcohol.

Cuando llegó Aviraneta, éste explicó al sargento en pocas palabras de qué se trataba; le leyó su plan de prender a Don[218] Carlos en Azcoitia, y le mostró el mapa de la costa de Zumaya y del terreno que recorre el río Urola.

—¿Qué le parece a usted mi plan?—le preguntó Aviraneta después.

—Está muy bien pensado—dijo Elorrio—. ¿Quién lo va a realizar?

—Usted mismo.

—¿Me permitirán? Ya sabe usted que hay muchas envidias en el Ejército.

—Sí; he hablado con el general Jáuregui y él le ha designado a usted. El comodoro John Hay espera conocer el proyecto para dar su aceptación. Si los dos aceptan, la empresa se realiza.

—Muy bien—dijo Elorrio—. Yo, dentro del plan de usted, me encargo de todo. La cuestión es que no haya obstáculos y que no se hable demasiado de ello. Yo conozco la provincia bien y además tengo en la compañía chicos de Zumaya, Cestona y Azcoitia que conocen el terreno palmo a palmo. Yendo por los senderos a primera hora de la noche, en dos horas podríamos ponernos desde Zumaya en Azcoitia.

PREGUNTAS

—Bueno—dijo Aviraneta—; puesto que usted asume la dirección y la responsabilidad del proyecto en bloque, pongámonos de acuerdo en los detalles. Supongamos que llega usted a Azcoitia, a la casa del duque de Granada de Ega, ¿qué haría usted allí?

—Creo que no encontraríamos resistencia; todas las fuerzas carlistas están en Vizcaya, Alava y Navarra. En Guipúzcoa tienen las de Andoaín. Por esa parte de Azcoitia no hay mas que unos cuantos cadetes, guardias de Corps, y unos cuantos hojalateros que no valen nada. A patadas los echaríamos.

—¿Y si ofrecían resistencia?

—Entraríamos a la fuerza; y si alguno se oponía le pegaríamos un tiro.

[219]

—Muy bien.

—Allí, naturalmente, no había de ser cosa de dar oídos a ruegos y lágrimas.

—¿Y usted no cree que alguno de los chapelgorris, al ver que se trataba de prender a Don Carlos, no se echaría atrás?—preguntó Aviraneta.

—¡Ca! Nuestros chapelgorris—exclamó Elorrio—le tienen un odio a Don Carlos terrible. Si se defendiera, le aplastarían como a una rata.

—Bueno; supongamos que ya han entrado ustedes en la casa del duque de Granada y han preso a Don Carlos y a su hijo, ¿qué haría usted después?

—Los montaría en unos caballos.

—¿Los habrá?

—Sí, los hay en casa del duque de Granada; y en dos o tres horas, por la carretera, de noche, llegaríamos a Zumaya. Cuando se enteraran los carlistas del suceso, estaríamos embarcados.

—Hay que pensar todas las eventualidades. Si, por ejemplo, mientras ustedes se encontraban en Azcoitia venía una galerna que impedía que las lanchas de desembarco de los ingleses estuvieran a punto para recogerles, o aparecieran, por casualidad, tropas carlistas que les cortaran el paso a Zumaya, ¿qué harían ustedes?, ¿se verían perdidos?

—No, ¡ca! Iríamos hacia el monte Gárate y nos refugiaríamos en el castillo de Guetaria. Si nos cerraban el paso para Guetaria, nos dispersaríamos, deshaciéndonos de las caballerías, e iríamos a Zarauz.

—Y con los prisioneros, ¿qué harían ustedes?

—Lo que nos mandaran: soltarlos o pegarles un tiro.

Aviraneta contempló atentamente a Elorrio.

—Yo creo que sería mejor pegarles un tiro.

—Yo, también—dijo Elorrio.

—Así, que en la parte de empresa que a usted le corresponde, y que es la más importante, ¿estamos de acuerdo?

—Completamente.

—Ahora nos falta que el comodoro inglés dé su visto bueno al plan. Se le avisará a usted.

Elorrio se despidió de nosotros dos, y se marchó.

[220]

Ahora, al cabo de más de medio siglo, lo recuerdo como si lo estuviera viendo, y, al recordarlo, pienso también en el pobre Muñagorri.

Cuando en 1841 se sublevó en Pamplona el general O'Donnell contra la Regencia de Espartero, Muñagorri salió de Bayona para Pamplona a reunirse con el general sublevado, siempre con su plan favorito de Paz y Fueros.

Elorrio, que por entonces era teniente y esparterista rabioso, cogió a Muñagorri el 14 de octubre en la ferrería de Zumarrista y lo fusiló inmediatamente.

Elorrio tampoco acabó bien; después de la guerra le nombraron oficial de carabineros, y como era un impulsivo y un alcohólico, hizo mil absurdos; le echaron del Cuerpo por meter contrabando, fué después jefe de una partida de contrabandistas, y un compañero le dió una puñalada.


[221]

XII.
EL PLAN ESCRITO

A los tres días de la visita del sargento Elorrio me escribió Aviraneta dándome noticias. Alzate había enviado unos confidentes sagaces a Azcoitia.

En la villa guipuzcoana no había alrededor del Pretendiente, de su mujer y de su hijo mas que una corte de ministros y empleados, frailes y oficiales hojalateros de poco cuidado. Añadía que Alzate le indicaba que fuera a San Sebastián a ponerse de acuerdo con ellos y a visitar a lord John Hay. Don Eugenio no podía ir. Vidaurreta le había dicho que si entraba en España le prenderían.

No tenía más remedio que delegar la misión en mí. Fuí al día siguiente a ver a Aviraneta, y me dió unas cuartillas con el plan, y me hizo algunas observaciones.

—Si el comodoro dice que sí, avísame en seguida. Temo un poco de Elorrio y de sus chapelgorris. No sé si serán lo suficientemente violentos. El guipuzcoano no es cruel y se deja convencer con facilidad.

—Primero, veamos si el comodoro acepta—dije yo.

—Tienes razón.

Marché a casa y leí el plan; decía así:

«Teniendo yo, como tengo, la convicción de que es fácil apoderarse del Pretendiente mientras se encuentra en Azcoitia, pues no dispone allí de tropas que le defiendan, he ideado este proyecto.

[222]

Se pondrán de acuerdo lord John Hay, el general don Gaspar de Jáuregui y el jefe político de la provincia, don Eustasio Amilibia, para concertar el mejor modo de poner en ejecución el plan.

Estará listo un cuerpo de chapelgorris de doscientos hombres en Rentería o Lezo, dispuesto a embarcar a la primera orden, y cincuenta soldados escogidos entre los chapelgorris por el sargento Elorrio.

Lord John Hay tendrá preparados dos vapores y un aviso en el puerto de Pasages.

Se escogerá una noche obscura, a ser posible lluviosa; se embarcarán los doscientos cincuenta hombres a bordo de los vapores. De antemano se llevarán, en cajones cerrados y en los mismos vapores, cincuenta y una levitas cortas, iguales a las que usan los chapelchuris, o sean los soldados carlistas del quinto batallón de Guipúzcoa; cincuenta y una boinas blancas, ciento dos pistolas y cincuenta y un puñales.

Levadas anclas, de cinco a seis de la tarde, tomarán los vapores rumbo a alta mar para despistar a los curiosos, si los hay; y después se dirigirán a Zumaya. A la misma hora de zarpar los vapores saldrán tres o cuatro trincaduras, al mando de uno de los comandantes del general Jáuregui, con destino a Guetaria. El comandante será portador de un pliego cerrado para el jefe de la fortaleza, y en el pliego se le recomendará a éste que se halle preparado, por si los expedicionarios tuvieran que acogerse a Guetaria.

Ya en el mar la expedición, los cincuenta soldados y el sargento Elorrio abrirán los cajones y sacarán las levitas iguales a las de los chapelchuris, y las boinas blancas, y se pondrán los nuevos trajes, y se armarán. Llevarán en el morral una cantimplora con aguardiente, media libra de salchichón y un pan de dos libras.

Los vapores deberán estar hacia las ocho de la noche delante de la punta de Izustarri, entre Guetaria y Zumaya. Desembarcarán, primero, el sargento Elorrio con sus cincuenta hombres, y al momento marcharán camino de Azcoitia, sin pasar por ningún pueblo ni tocar en ningún caserío. Después desembarcarán los doscientos hombres y vigilarán la costa, la punta de Izustarri, la de Arrauna y la playa de Santiago,[223] hasta la desembocadura del Urola, prendiendo a todo el que pueda darse cuenta de la novedad.

Las lanchas permanecerán a poca distancia de tierra.

El sargento Elorrio y sus compañeros estarán en Azcoitia de diez y media a once de la noche, lo más tarde; no preguntarán nada a nadie. Deben emplear, lo más, una hora en la prisión del Pretendiente y su hijo. A las dos o dos y media de la mañana estarán de regreso. Cuando se encuentren a media legua del sitio del desembarco echarán tres cohetes en dirección a la playa de Santiago, con tres minutos de intervalo. Al cuarto de legua, otros tres.

Los chapelgorris contestarán a esta señal con cinco cohetes, para indicar que la playa está franca.

Los expedicionarios llevarán con ellos dos paquetes de cohetes: uno para el sargento Elorrio, que lo esconderá en el camino, para recogerlo a su regreso, y al aproximarse a Zumaya, de vuelta de la expedición, servirse de los cohetes anunciando su llegada; el otro lo guardarán los otros chapelgorris para contestar a sus compañeros indicándoles que pueden avanzar hacia la punta de Izustarri y la playa de Santiago, sin temor.

En seguida empezará el embarque en los vapores.

El general Jáuregui, para entonces, tendrá extendidos dos partes: uno para el ministro de la Guerra, el otro para el general en jefe del ejército de la Reina, contando el hecho y notificándoles que el Pretendiente se halla a bordo de un barco inglés y que va a ser conducido a San Sebastián.

Los vapores regresarán con rumbo a Pasages. Al cruzar por las aguas de Guetaria, el general Jáuregui avisará al jefe de las trincaduras el haberse realizado la expedición.

Llegado a la vista de San Sebastián se desembarcará al Pretendiente y a su hijo, con la escolta correspondiente.

En el inesperado caso de que el sargento Elorrio y sus compañeros de expedición no pudieran regresar a Zumaya a la hora convenida, y que para las cinco de la mañana no se hubiesen presentado, los doscientos chapelgorris se apoderarán del pueblo, sin permitir que ningún vecino salga de la villa, ni por tierra ni por mar, y vigilarán todas las embarcaciones del puerto, como quechemarines, lanchas y botes.

Permanecerán en el puerto hasta las diez de la mañana, en[224] espera del sargento Elorrio y sus compañeros, y si no hubiesen llegado para esta hora, se embarcarán en los vapores ingleses e irán por cerca de la costa, despacio, por las aguas de Guetaria y Zarauz, para ver si pueden distinguir a sus compañeros. De ser posible, lord John Hay y el general Jáuregui dirigirán personalmente la expedición.—Bayona, enero de 1839.—Eugenio de Aviraneta.»

El proyecto me pareció muy bien; únicamente encontré que era un poco demasiado seco al hablar del comodoro inglés y del general Jáuregui, y que ordenaba de una manera un tanto napoleónica. Así que añadí algunas fórmulas de cortesía y metí, por aquí y por allá, algunos excelentísimo señor.

Al día siguiente salí de Bayona y llegué a San Sebastián. Me presenté a don Lorenzo Alzate, y éste avisó al jefe político y al general Jáuregui. Les leí el plan de Aviraneta, y se decidió que Jáuregui, Amilibia y yo fuéramos a Pasages a visitar al comodoro.

LORD JOHN HAY

Marchamos los tres, en coche, a Pasages, y nos embarcamos en una lancha, conducida por una batelera, una chica joven y fuerte. Jáuregui le hizo algunas preguntas en broma, y ella contestó con gracia y desgarro.

La batelera nos llevó al costado de una hermosa fragata inglesa; subimos la escala del barco y llegamos sobre cubierta.

Se nos presentó el oficial de guardia, al que expliqué, en inglés, quiénes éramos y a lo que íbamos; el oficial nos pasó a un camarote muy elegante, y hubo allí grandes saludos y ceremoniosas presentaciones.

En esto llegó un tal Queille, comerciante de San Sebastián, que era el intérprete de lord John. Queille quiso enterarse del asunto que traíamos; pero yo le dije que sólo a lord John Hay le hablaríamos, y que si el comodoro consideraba necesario que estuviera su intérprete delante, que entonces sería otra cosa.

[225] Queille dijo que lord John no tenía secretos para él.

—No digo que no, pero nuestro encargo se limita a hablar al comandante, y sólo a él hablaremos—le dije.

Vino lord John y le saludamos. El comodoro conocía a Jáuregui. Yo le expliqué, en mi mal inglés, que el proyecto que traíamos era muy reservado y que preferíamos leérselo a él solo.

—Bueno, muy bien. El castellano hablado no lo entiendo siempre, pero escrito, sí.

Le leí el proyecto, y luego le di las cuartillas; me hizo varias preguntas en inglés, que yo contesté, y añadí algunas explicaciones sobre lo que había dicho Elorrio acerca de la posibilidad de llevar a cabo el plan pensado por Aviraneta.

Lord John Hay era hombre de buena pasta, un tanto vanidoso, y a quien le había entrado la obsesión de hacer un papel trascendental en la historia de España.

Era un hombre sin tipo y sin carácter, un inglés de los muchos que produce el troquel de la Gran Bretaña, correctos, tranquilos e insignificantes. Lord John Hay hablaba demasiado, porque creía que hablaba bien; quería ser maquiavélico y le gustaba provocar la expectación rodeándose de misterio; pero, en general, se engañaba, y entendía las cosas despacio, cuando no las entendía al revés.

Era hombre, en el fondo, cándido y de buena fe.

Se había engañado con Muñagorri, creyéndole capaz de grandes cosas, y le molestaba su fracaso como algo propio.

Después de pensar algún rato el comodoro, dijo:

—Estoy convencido, como ustedes, de que este plan está muy bien pensado y de que su realización es relativamente fácil, pero tengo que estudiarlo detenidamente. Así que creo que lo mejor que podemos hacer es que ustedes vuelvan por la tarde, después de comer, a hablar conmigo. Yo les convidaría a comer en el barco; pero ahora tenemos un cocinero muy malo y no quiero desacreditarme.

[226]

NEGATIVA

Bajamos del barco inglés y fuimos en la lancha a Pasages de San Pedro, donde comimos.

La dilación del lord me dió a mí mala espina, y dije a mis compañeros que no creía que el marino inglés aceptara el proyecto.

Desde la fonda, que tenía una galería que daba al mar, vi con los gemelos a Queille, el intérprete, que bajó del barco y tomó un bote, y una hora después advertimos que volvía con el coronel Colquhoun y con otro, para mí desconocido, a la fragata inglesa. Todas estas idas y venidas me daban poca confianza.

Volvimos a las cuatro al barco y pasamos a la cámara del lord.

—Sigo—nos dijo el comodoro—pensando que el proyecto que ustedes me han traído está muy bien pensado y es factible, pero yo no voy a poder patrocinarlo.

—¿Podemos saber por qué?—le pregunté yo.

—Porque yo no puedo ser más español que los españoles, ni más cristino que los cristinos. He favorecido la empresa de Muñagorri pensando que hacía un beneficio a la causa de la Reina, y el general O'Donnell y el cónsul de Bayona se han quejado, y han hecho todo lo posible para que la empresa de Paz y Fueros no tenga el menor éxito. Los generales españoles son como el perro del hortelano.

Les traduje a Jáuregui y a Amilibia lo que decía el lord.

—Hay que reconocer—dijo Jáuregui—que el pensamiento de Muñagorri era más obscuro y más vago que lo que le proponemos a usted.

—¡Si el proyecto me parece magnífico!—exclamó el lord—. Si usted, Jáuregui, fuera el comandante general de la provincia, no tendría usted mas que fijar el día para que las fuerzas navales de su Graciosa Majestad saliesen para Zumaya; pero el comandante es el brigadier Araoz, y mi Gobierno me ha mandado varias veces que no obre mas que en colaboración con[227] las autoridades españolas. Si ustedes traen el consentimiento de Araoz, inmediatamente salimos.

Se pensó en visitar al brigadier Araoz, pero no teníamos atribuciones de Aviraneta, y decidimos, primero, consultar con éste.

Lord John me ofreció una escampavía de la marina real inglesa para ir a San Juan de Luz, y fuí, hecho un personaje, acompañado de un oficial, a desembarcar en Socoa.

De allí mandé una carta a Aviraneta contándole lo ocurrido y diciéndole que esperaba sus órdenes.

Al día siguiente recibí la contestación:

«El proyecto hay que darlo por muerto—me decía—. Con la burocracia del Ejército sería un fracaso ridículo. Los militares quieren acabar la guerra con batallas, y no pueden; pero, a pesar de ello, el pensar en otro sistema para traer la paz les irrita. Consideran que es el reconocimiento de su impotencia. Hoy mismo le he escrito al ministro lo que pasa, y por qué no se ha podido realizar mi plan. Otra cosa, aunque no tiene gran importancia: si no te viene mal, vete a ver el campamento de Muñagorri, próximo a Endarlaza, a ver qué es eso.»


[228]

XIII.
DE BIRIATU A ERLAIZ

Volví a Hendaya, y me dijeron allá que la gente de Muñagorri estaba acampada en un grupo de casas llamado Lastaola, del camino de Irún a Vera, y que los carlistas vigilaban de cerca a los muñagorrianos.

Me aseguraron que para comunicarse con ellos lo mejor era ir por la orilla del Bidasoa, hasta enfrente de Lastaola.

LASTAOLA

Conocía yo el camino perfectamente; fuí de Hendaya a Behovia francesa, y de Behovia, por la orilla del río, pasando por debajo de Biriatu, hasta llegar frente por frente de la vieja casa de Lastaola.

Al acercarme a este sitio vi unas barcas en el río y un cable fijo que iba de un lado a otro del Bidasoa.

Me encontré allí con una muchacha joven que discutía con el barquero porque quería cruzar a la otra orilla.

—¿Es que no se puede pasar?—le pregunté yo al barquero.

—No.

—¿Por qué? ¿No está Muñagorri?

[229] —No.

—¿Está Altuna?

—Tampoco.

—¿Quién está?

—El capitán Jauariz.

—Bueno. No le conozco; pero le hablaré.

Le di dos pesetas al barquero y entré en la barca. La muchacha entró conmigo. Entonces la reconocí. Era Pepita Haramboure, la chica de la tienda de Sara, a quien había conocido por Cazalet.

—¿Usted también viene al campamento de Muñagorri?—le pregunté.

—Sí.

La chica me dijo que era novia de uno de los soldados de Muñagorri, un muchacho francés, de Biriatu, a quien había conocido en Sara.

Era Pepita una chica bonita, de ojos negros; hablaba vascuence, con gracia, y tenía, al hablar, como un sobrealiento muy característico de su pueblo. Me dijo que llevaba ropa para su novio.

Pasamos la chica y yo a la orilla española, y saltamos a tierra. Había entre el río y el fuerte de los muñagorrianos una distancia de trescientos o cuatrocientos metros de campos de maíz, con cañaverales, que servían para esconderse los contrabandistas, pues el sitio era estratégico para el contrabando.

Fuimos andando hasta llegar a Lastaola. Esta era una casa vieja, probablemente una antigua ferrería, con muy pocas ventanas.

Tenía en los alrededores una explanada fortificada, con una muralla de palos y tierra; ocho tiendas de campaña y dos piezas de artillería.

El centinela nos dió el alto e hizo llamar al oficial de guardia, el capitán Jauariz, a quien expliqué yo el objeto de mi visita y el de la muchacha. El oficial nos recibió de malhumor y me dijo que nos iba a detener.

—Bueno; haga usted lo que quiera.

—Aquí están viniendo a cada paso agentes para provocar la deserción de nuestros soldados.

Yo le dije que era amigo de Muñagorri y de Altuna y par[230]tidario de la empresa de Paz y Fueros. El hombre no se convencía, cuando vino el capitán Brunet, que mandaba los muñagorrianos que estaban acampados en las inmediaciones de Lastaola, y me dió la razón.

—¿Qué quería usted?—me preguntó.

—Quería visitar las obras de la defensa y dar informe al Gobierno.

—Pues vea usted lo que se ha hecho aquí, y luego pide usted un caballo y sube usted al fuerte de Pago-gaña.

Curioseé por los alrededores de Lastaola, y me chocó que el campamento estuviera tan abandonado. Aquello no tenía aire militar ninguno. Los soldados charlaban y jugaban a las cartas; los centinelas fumaban.

PAGO-GAÑA

Tomé algunas notas, y al soldado que me había indicado el capitán Brunet le pedí el caballo. Lo trajo.

—¿Por dónde se sube a ese fuerte de Pago-gaña?—le pregunté.

—Por ahí, por esa regata que se llama de Charodi.

—¿No me puede acompañar nadie?

—Yo, por lo menos, no.

La chica de Sara se enteró de que su novio estaba en el alto de Pago-gaña, y vino conmigo.

Montamos a caballo; ella, a la grupa; comenzamos a subir el monte por un sendero estrecho, hasta llegar, a la media hora, a una explanada con un caserío. Vimos a una mujer y a un muchacho, que al vernos echaron a correr.

—¿Cómo se llama este sitio?—les pregunté.

—Erlaiz.

—¿Dónde está ese fuerte Pago-gaña?

—Ahí arriba.

Nos habíamos desviado un poco, y teníamos el fuerte encima. Hablamos la mujer y yo de los muñagorrianos, a quien ella tenía por unos holgazanes, y nos mostró cerca del caserío,[231] como la única curiosidad del lugar, una piedra antigua, llena de musgo, con este letrero:

DESDE AQUÍ, LA DESERCIÓN
TIENE PENA DE LA VIDA

Le di al muchacho unas monedas para que nos acompañara al fuerte.

El fuerte era muy sólido; tenía la figura de un polígono de muchos lados, y dentro de su perímetro había un almacén de pólvora, un gran barracón de madera y varias tiendas de campaña.

Habían trabajado en esta obra los zapadores ingleses, bajo la dirección del coronel Colquhoun y del comandante Vicars, de los Ingenieros Reales. En las paredes se veían escritos muchos nombres ingleses.

La pequeña guarnición del fuerte tenía el mismo aire de indisciplina que la de Lastaola. Había muchos visitantes, que andaban por el fuerte mirándolo todo. Llegaban, sin duda, del lado de Irún mujeres y hombres a ver a sus hijos, maridos y hermanos, que estaban allí acampados, y hablaban y revolvían como si estuvieran en su casa. Se veía claramente que la empresa de Muñagorri marchaba mal. Pepita la de Sara encontró a su novio, que era un jovencito con aire de niño, y estuvo hablando con él.

Yo, cuando me cansé de andar arriba y abajo, le avisé a la muchacha que iba a bajar, y se reunieron conmigo la Pepita y su novio.

Como me pareció que bajar a caballo desde el fuerte a la orilla del río sería difícil y peligroso, marchamos a pie.

El novio de la Pepita nos acompañó un rato.

Pepita me contó que su novio era hijo del sacristán de Biriatu, y había sido seminarista. Sus hermanos eran contrabandistas y atrevidos, pero a su novio le gustaban más los libros, cosa que le parecía absurda a Pepita.

Al ir descendiendo sonó un tiro a lo lejos, entre las ramas; no sé si de algún carlista o de algún cazador.

Llegamos a Lastaola, pasamos a la orilla francesa, y Pepita[232] se fué a Biriatu, y yo marché a Hendaya, donde comí en el hotel del Comercio.

Unos días después supimos que el Bidasoa había subido repentinamente y que se llevó las tiendas del campamento de Muñagorri, dejándolo todo inundado, los cañones en el fango y sin comunicaciones con Francia.

Un par de semanas después el capitán Jauariz, que tanto miedo tenía a los que fomentaban la deserción, desertaba del campo de Muñagorri con sus soldados y se pasaba a los carlistas de Vera, y éstos incendiaban el campamento muñagorriano.

El antiguo escribano de Berastegui tenía mala suerte.


[233]

XIV.
ROMPIMIENTO

Al pasar por San Juan de Luz fuí a visitar a doña Mercedes, la madre de Corito, que me recibió muy secamente. Me dijo que Corito estaba en Laguardia, que no salía porque no había seguridad en los caminos, ocupados por los carlistas.

La muchacha deseaba venir a San Juan de Luz, pero ella, su madre, había pensado trasladarse definitivamente a Madrid.

Doña Mercedes añadió con cierta energía que pensaba casar a su hija con una persona seria, religiosa y de buenas costumbres.

—¿Y ella está de acuerdo con usted?—la dije yo emocionado.

—Completamente de acuerdo.

—Creo que tengo derecho a una explicación.

—¡Usted! ¡Derecho!

—¿Por qué no? Aunque yo tenga una posición modesta...

—Aquí no se trata de la modestia de su posición. Se trata de la vida que está usted haciendo—me dijo doña Mercedes.

—¡Yo!

—Sí, tengo informes ciertos y fidedignos. Hace usted la vida de un hombre vicioso, sin fe y sin conciencia. No quiero hablar.

—Es que me he metido en una clase de asuntos... Su amigo de usted, don Eugenio...

[234] —No sea usted mentiroso. No creo que Eugenio le haya aconsejado el seducir muchachas y abandonarlas, ni el desunir matrimonios.

—¿Yo he hecho eso?

—Sí, y no me tiente usted la boca. Eugenio siempre ha sido un hombre honrado. Habrá tenido ideas falsas en política y en religión, pero ha sido un caballero.

—¿Y yo, no?

—Usted, no.

—Señora...

—Qué, ¿me va usted a desafiar; me va usted a mandar los padrinos?

—Me atropella usted.

—No; usted es el atropellador.

—No creo que haya que juzgar los hechos sin aclararlos.

—Los hechos están suficientemente aclarados, y, en su consecuencia, le tengo que decir que no se acuerde usted para nada de mi hija, ni la escriba usted tampoco, porque ella está enterada de todo y no le contestará.

—Bueno. Está bien. Está bien—y me marché a la calle sin saber qué decir.

ME VOY

Cuando vi a Aviraneta en Bayona le conté lo que me había pasado, y le dije que para matar la pena iba a ir a París.

—¿Cuánto tiempo vas a estar allá?

—Un mes, si no hay algún asunto importante que me obligue a volver.

—¿Tanto?

—Sí.

—¿Qué presupuesto vas a hacer?

—Unos treinta francos al día; con el viaje, unos mil doscientos francos. Llevaré dos mil; creo que tendré de sobra. Llevaba, por si acaso, mil más.

—¿Adónde vas a ir a vivir?

[235] —No sé. Veremos Valdés adónde me lleva.

—¿Vas con Valdés?

—Sí.

—Este te meterá en algún lío.

—¡Bah! No soy ningún niño.

—Bueno. Un consejo: reserva el dinero para la vuelta. Gástate el resto del dinero en una semana o en un día, pero resérvate siempre el dinero para la vuelta, porque es un poco ridículo tener que pedir para volver.

—¡Qué desconfianza tiene usted en mí!

—Es un consejo; tú síguelo, si quieres.


[236]

XV.
EN EL "FAUBOURG" SAINT-GERMAIN

Tomé la diligencia, llegué a París y fuí a parar a una fonda bastante cómoda de la calle Tournon, enfrente del antiguo palacio del mariscal de l'Ancre, convertido en cuartel de gendarmería.

Inmediatamente me arreglé y marché a la casa de Valdés, en la calle de Saint-Honoré. Lo encontré, al antiguo dandy, en la cama; esperé a que se vistiera, y fuimos a almorzar al Rocher de Cancale, restaurante que entonces tenía mucha fama.

—¿Tiene usted algo que hacer?—me preguntó Valdés.

—No.

—Pues entonces venga usted esta tarde a buscarme e iremos a algunas casas del faubourg Saint-Germain, donde le presentaré a usted.

GRANDEZAS

Después de dar un paseo por los bulevares tomé un coche, le recogí a Valdés y fuimos a la calle de Babilonia, a casa del marqués de Fronsac. Como Valdés era un cínico y sabía que un título venía muy bien en aquel medio, me presentó como el barón de Leguía.

Según me dijo luego Valdés, tuve un éxito entre las damas;[237] me habían encontrado muy gentil; les había chocado que un joven español hablara el francés tan correctamente.

Una de las mujeres que me produjo un gran entusiasmo fué una marquesa austriaca, la marquesa Radensky. Era una mujer encantadora. Tenía unos ojos azules brillantes y una dentadura que mostraba, al sonreír, como una ráfaga de nieve.

Esta marquesa me dijo que fuera a visitarla, aunque no tenía una buena casa.

Valdés, luego, me indicó que estaba separada del marido y sostenida por un banquero de Viena, que vivía en París.

Salimos Valdés y yo del hotel y fuimos a un pequeño restaurante de la calle del Bac, donde comimos muy bien.

—¿Usted piensa ir al teatro?—me dijo Valdés.

—Yo, no. No tengo dinero para grandes gastos.

—Sí, vale más reservarse. ¿Me puede usted prestar dos luises?

—Sí.

Se los presté, y hablamos de la marquesa Radensky. Valdés me dijo que si quería hacerla la corte le enviara un ramo de flores con mi tarjeta.

Nos despedimos Valdés y yo y nos citamos para el día siguiente, a la hora de comer, en el restaurante de la calle del Bac.

Cuando me encontré en mi cuarto y se me fué un poco la sensación de las grandezas y pensé en si el primer día habría sobrepasado mi presupuesto de treinta francos diarios, vi que había gastado entre las comidas, el coche y el préstamo a Valdés, más de cien francos, sin contar el hotel.

Me quedé un tanto asombrado.

—Tenía razón don Eugenio: hay que separar el dinero para el viaje y cien francos más, y darlo como si no existiera.

Efectivamente; envolví unos billetes en un papel, los metí en el bolsillo interior de una chaqueta y cerré el bolsillo con dos alfileres.

Al día siguiente envié un ramo de flores a la marquesa austriaca y fuí con Valdés a otras casas del faubourg Saint-Germain.

Pasado el primer momento de entusiasmo, empecé a pensar[238] que este barrio aristocrático no me parecía tan admirable como yo había supuesto. Yo me lo había figurado más suntuoso, más rico. Además creía que iba a encontrar en aquellos palacios los tipos de Balzac, que, naturalmente, no han existido mas que en la imaginación del novelista.

—Oiga usted—le dije a Valdés—, ¿Balzac no ha tomado datos en el faubourg para escribir sus novelas?

—No. Aquí nadie le conoce. El, como todos los grandes escritores, inventa su mundo. Se ha hablado mucho de Balzac en el faubourg, tiene grandes entusiastas y algunos detractores, pero nadie le conoce; parece que vive encerrado, trabajando febrilmente.

—¡Qué extraño!

—Extraño, no. Si quisiera escribir la realidad, no podría; haría una cosa vulgar, pedestre.

—Me desilusiona usted. Allí, en nuestras tertulias de Bayona, suponíamos que el gran escritor estaría siempre en los salones de la alta sociedad.

—Entonces no escribiría nada.

—¿Pero no tiene carácter esta gente?

—¡Pse! ¡Qué sé yo! En estos pueblos viejos, grandes, de una cultura antigua, que ha penetrado hasta las últimas capas sociales, es muy difícil diferenciarse. Yo suelo ir, cuando ando mal de dinero, lo que es más frecuente de lo que yo desearía, a comer a un fonducho pobre, y la dueña de la casa, que es de Orléans, habla un francés tan puro, tan académico, que la llevaría usted a un salón y parecería una duquesa.

—¿Así que usted cree que este barrio no tiene un espíritu distinto del resto al pueblo, un carácter especial?

—Hay mucho de literatura en eso. Aquí, como en todas partes, lo esencial es igual. Si es usted joven y rico le harán más caso que si es usted viejo y pobre. Lo único que varía es la política. Aquí hacemos política realista, como en otros barrios se hace republicanismo o justo medio. Las damas de la burguesía se citan con sus amantes en las soirées, en el bosque de Boulogne y en el teatro; nuestras damas tienen, además de esto, como punto de cita, las iglesias y las sacristías. Ahora, si quiere usted seguir un consejo mío, se lo daré gratis: Si tiene usted amores con una gran dama de éstas, piense[239] usted que no se diferencia en nada de una costurera o de una peinadora, y en novecientos noventa y nueve casos sobre mil acertará usted.

LA AUSTRIACA

El consejo de Valdés lo puse en práctica con mi marquesa austriaca, que se encontró encantada de que yo la tratara sin el menor respeto.

Era una mujer admirable, graciosa, imprevisora, capaz de cualquier cosa buena y de cualquier cosa mala, con un espíritu de alegría y de bohemia verdaderamente loco. Aceptó mis cenas, fué varias veces a mi casa, hizo extravagancias, y a los quince días me encontré yo, con sorpresa, que no tenía más dinero que doscientos francos y lo que había guardado en el bolsillo de la chaqueta.

—Haciendo la vida que hago—me dije—, este dinero no me llega para dos días. Voy a exponerme. Voy a jugar mis doscientos francos.

Había oído que en la plaza del Palais Royal había casas de juego. Fuí allí y encontré una ruleta. Dividí mi dinero en diez puestas de un luis cada una y fuí poniéndolas a un entero. En diez vueltas, casi seguidas, perdí los doscientos francos.

Fuí a ver a Valdés, a pedirle los cuatro o cinco luises que le había dado; pero me dijo su ama de llaves que no estaba en casa, y le escribí. Pensé luego qué podía hacer, y comprendí que lo mejor era marcharme.

Le escribí una carta a la austriaca diciéndola que mi familia me llamaba urgentemente y que no tenía más remedio que volver a mi país.

Ella me contestó alegremente diciéndome que arreglara pronto mis asuntos, y que volviera. Añadía que me sería fiel si no tardaba mucho tiempo.

Me avergonzaba un poco la vuelta prematura a Bayona, por[240]que Aviraneta se reiría de mí, y pensé en irme a Burdeos y pasar allí unos días.

Estaba en esto, cuando vino Valdés a verme. Me dijo que no tenía un cuarto, que no podía devolverme lo que le había prestado, pero que me llevaría a comer a un restaurante donde a él le fiaban y, probablemente, me fiarían a mí.


[241]

XVI.
LOS CHAPUZONES DE VALDÉS

Valdés vivía ordenadamente en su casa de la calle Saint-Honoré. Tenía una criada vieja, que le cuidaba y le consideraba como a un joven doncel. Le arreglaba la casa, le hacía la comida, le componía la ropa, le zurcía las medias y le cepillaba las botas.

Este interior respetable y burgués del solterón naufragado y perdido, era gracioso. Allí, en su casa, Valdés era un hombre serio, reposado, de ideas sensatas, que tenía que luchar con la inmoralidad del ambiente de París.

Valdés tenía épocas de penuria que se repetían periódicamente, al año, dos o tres veces.

Entonces avisaba en su casa de la calle de Saint-Honoré que tenía que marchar a España, y se iba a un hotel miserable de la calle del Dragón, diciendo allí que venía de Madrid.

Cuando se marchaba el señorito, la vieja ama de llaves se arreglaba para vivir en la casa con un franco al día.

Estuve en el hotel del Dragón para ver la nueva vivienda de Valdés. El hotel tenía una entrada sórdida, negra, maloliente, en la que olía a caldo de berza y a queso fermentado. El amo de este hotel, antiguo afiliado al carbonarismo, reservaba un cuarto a Valdés porque le creía un gran revolucionario.

Valdés, en estas épocas de penuria, comía en el Restaurant des Gourmets, de la calle de la Barouillère.

Así, durante una temporada, desaparecía en esta vida miserable, hasta que cobraba, y volvía a salir a la superficie y al[242] fausto. Gracias a esto conservaba su prestigio de hombre rico y elegante de la calle de Saint-Honoré y del faubourg Saint-Germain.

CAMBIO DE ROPA Y CAMBIO DE ESPÍRITU

En estas malas épocas Valdés utilizaba los trajes viejos que ya no le servían en su avatar brillante, y tomaba un aire de miseria perfecto. El redingote raído, los pantalones deshilachados, las botas deformadas, el sombrero de copa con las alas caídas; todo le servía. Para darse un aire más miserable, llevaba en el ojal una condecoración española, probablemente falsa.

Durante estas etapas de miseria, Valdés era capaz de hacer enormes caminatas, de no leer periódicos, de no desayunar, para economizar medio franco. En las épocas buenas daba una propina de cuatro o cinco francos por la cosa más pequeña: por una cerilla, porque le abrieran la portezuela del coche; sobre todo, si alguien podía verle.

—Así es la vida—decía él filosóficamente—. Esta gente del faubourg, que me invita a una comida de cincuenta o sesenta francos, porque me cree harto, si me viera hambriento y con el cuello de la camisa sucio no me daría dos reales.

Efectivamente, era cierto.

—¿Y no le ha visto a usted alguna vez por aquí algún conocido del mundo brillante?—le pregunté yo.

—Nunca. Son dos mundos opuestos. La calle de la Barouillère y la calle del Dragón, a dos pasos del faubourg, están socialmente tan lejos como los dos polos.

Una combinación como la de Valdés no podía darse mas que en un pueblo grande.

Llegaba el bohemio, en su doble personalidad, a hablar mal de la aristocracia cuando vivía en la miseria. Entonces contaba historias revelando el origen verdadero o supuesto[243] de las familias ricas y les acusaba de vicios y de irregularidades.

—Yo creí que tenía usted gran entusiasmo por esa gente—le dije una vez.

—Sí, a veces, por lo que me conviene; pero crea usted que si tocaran a saquear el faubourg, no sería yo de los últimos.

En estas épocas de penuria, Valdés se sentía liberal exaltado, y solía visitar a republicanos franceses que conocía. Iba una o dos veces al año a ver al convencional Barère, que vivía aún en París, ya muy viejo.

MISERIAS

Siguiendo el ejemplo del machucho dandy, alquilé un cuarto en una calle próxima a la de Sevres, por doce francos al mes. El cuarto era pequeño y poco confortable, y tenía una ventana a un patio de un hospital, patio triste, con un pabellón negruzco en medio. Iba a comer al Restaurant des Gourmets, sitio obscuro y lastimoso, frecuentado por una gente raída, de una pobreza vergonzante.

Valdés comía en aquella sala miserable con la misma elegancia que en los palacios.

Llevaba por todas partes su estoicismo resignado y jovial.

Tenía allí su guitarra, y a veces amenizaba los postres tocando y cantando canciones españolas, con poca voz, pero con mucho estilo.

Como en el Restaurant des Gourmets no se avinieron a fiarme y no representaba para mí ventaja ninguna el ir allá, frecuenté la taberna del «Perro que Fuma», la de la «Espada de Madera», la de la «Cita de los Cocheros», y otros figones de nombres pintorescos.

[244]

EXAMEN DE CONCIENCIA

Aquellos días que estuve en París por amor propio me hicieron ver el reverso de la vida elegante de una manera descarnada y fuerte.

No pensaba que estos crepúsculos del invierno de París fueran tan tristes, tan largos, tan inhospitalarios. Estaba, además, acatarrado, y tenía siempre frío.

Miraba todo con un espíritu acre. Aquellos hoteles del faubourg me parecían feos y sin carácter.

Ya en la latitud de París—me decía—la piedra no tiene color de piedra. La piedra aquí es una cosa agrisada, cuando no es negra.

En estos paseos, no sé si por la influencia de los crepúsculos de París, del catarro o de las dos cosas, se me impuso la idea de que era un hombre vulgar, bien vulgar, que no tenía una idea grande en la cabeza, ni un plan en la vida, ni un amigo. Todo mi dandysmo era vanidad, humo. Era un pobre majadero presuntuoso.

¡Qué examen de conciencia hice por estas calles húmedas y nebulosas de París, entre toses y estornudos! También me servía como motivo de ejercicios espirituales el ver mi cuarto mísero y la niebla que dominaba en el patio negruzco del hospital vecino.

En el hotel casi todos los tipos eran como yo: gente que parecía no tener ninguna gana de que se les viera, que entraban y salían de sus cuartos furtiva y rápidamente, como los fantasmas.

La portera, una vieja gorda, chata, roja, con una cofia blanca, anteojos y una cara satírica, que me recordaba los retratos de las damas del siglo xviii, me miraba burlonamente mientras leía el periódico al lado de su gato.

Muchas veces no tenía ninguna gana de ir a ver a Valdés, a quien tontamente achacaba mi mala suerte.

Una vez, al entrar en el Restaurant des Gourmets, me dijo:

[245]

—Querido amigo; entra usted aquí como si los demás tuviéramos la culpa de que usted se haya quedado sin un cuarto.

—Tiene usted razón; perdone usted.

Esta conversación nos volvió a la cordialidad.

Como la miseria aguza indudablemente el sentido crítico, tuvimos largas discusiones acerca de España y de sus hombres, de París, de sus políticos, de sus escritores, de sus artistas y, sobre todo, de Balzac y Gavarni.

También hablamos de la influencia de las grandes capitales. Valdés, como vivía en París, quería pensar que sólo en las ciudades grandes se discurre y se vive; que en las pequeñas no se hace mas que vegetar; yo le llevaba la contraria, naturalmente, porque vivía en Bayona.


[246]

XVII.
ENCUENTRO

Un día, en la calle de Babilonia, vi a un hombre raído, triste, derrotado, cabizbajo, vestido de negro, que pasó cerca de mí como una sombra: como una de esas estampas de la miseria que se ven en las grandes ciudades.

Al fijarme en él le reconocí. Era el abate Girovanna. Al principio vacilé en acercarme a él, porque tenía un aire tan derrotado y tan siniestro, que lo mejor que podía suponerse, viendo aquella fantasma humana, era que salía de un presidio.

Venciendo el primer momento de repulsión, me decidí y le llamé. Girovanna me estrechó la mano, conmovido.

—¿Y la duquesa?—le pregunté yo.

—No sé dónde está. Era una loca.

—¿Y qué hace usted aquí?

—Estoy de químico en una perfumería. ¿Y usted?

—Yo he venido con algún dinero y lo he gastado demasiado de prisa, y ahora ando mal; estoy esperando a que me envíen de casa.

—La juventud loca imprevisora—dijo el abate.

—Yo suelo comer en un restaurante muy malo. Si quiere usted venir, le convido.

—Sí, vamos.

Fuimos al Restaurant des Gourmets, donde presenté el abate Girovanna a Valdés.

[247] Girovanna habló con la facundia que le caracterizaba, y dejó perplejo a Valdés.

Yo le fuí sometiendo en preguntas, al abate, las cuestiones que constituían el fondo de las diferencias entre Valdés y yo, que versaban acerca de Francia, de España, de literatura y de política.

SOBRE FRANCIA

—Francia lo tiene todo—dijo el abate—; es el país privilegiado por excelencia, los dos mares principales de Europa...

—Como España—salté yo.

—Ríos como no tiene España, campos como no tiene España—replicó él—, ciudades que no ha soñado nunca tener España... Los franceses tienen de todo, material y espiritualmente... Sabios, artistas, militares, pensadores, escritores... Lo único que no tienen, aunque ellos hacen esfuerzos para creer que sí, es ese tipo de genio espontáneo que hay en otros países... Va usted al museo del Louvre: hay buenos pintores franceses, pero un Ticiano, un Tintoreto, un Velázquez o un Goya no hay entre ellos; hay buenos poetas, pero no un Dante; hay buenos dramaturgos, pero no hay un Shakespeare. Son, ante todo, gente fuerte y de buen sentido, pero el genio espontáneo irregular que adoran ellos eso es precisamente lo que les falta.

OPINIONES DE ESTOS DÍAS

Recordaba hoy las palabras del abate, viendo en un periódico suizo una comparación de un sabio profesor entre Baudelaire y Dostoievski. ¡Qué incomprensión! ¿Cómo se puede[248] comparar el poeta francés en el fondo perfectamente normal, que se violenta para ser anómalo, retórico consumado, que trabaja todos los días, que estudia su idioma, que quiere asombrar a su público con el loco genial de Rusia, que se cree un hombre bien equilibrado y que levanta construcciones absurdas y alucinadas con la mejor buena fe del mundo?

Sí; creo que tenía razón el abate: el genio espontáneo no es cosa de Francia.

BALZAC Y GAVARNI

—¿Usted ha leído a Balzac, abate?—le pregunté yo.

—¿A Balzac, el novelista moderno?

—Sí.

—¿Qué opinión tiene usted de él?

—Es un hombre indudablemente extraordinario. Está fijando la vida de su tiempo de una manera un poco desmedida y absurda, pero con cierta grandiosidad. Es un espíritu ávido de todo, que recoge lo que ve, lo que sueña y lo que piensa, y lo va enlazando en la época. Sus héroes serán siempre menos universales que los de los creadores de los grandes tipos, como Shakespeare, Cervantes, Goethe. Don Juan y Fausto, Hamlet y Don Quijote no tienen tiempo: son sombras que se proyectan en todas las épocas, ayer como hoy; hoy, probablemente, como mañana. Los héroes balzaquianos son de hoy; mañana parecerán figuras de cera vestidas; los otros, los eternos, seguirán siendo como estatuas.

—¿Cree usted?—le pregunté yo.

—Sí. ¿Usted no cree lo mismo?

—Yo, no. A mí, sin duda, me gustan más las figuras de cera que las estatuas.

—Es usted un cínico—dijo el abate, riendo.

—¿Y Gavarni? ¿Qué le parece a usted?—preguntó Valdés.

—¿Quién es Gavarni?

—Ese dibujante del Charivari y de la Moda.

—¡Bah! Eso no vale nada.

[249] —¿No?

—Nada. Es un dibujante mediano y amanerado, que tiene algún talento literario.

Valdés, a pesar de que era partidario de Gavarni, no se atrevió a decir lo contrario.

LAS GRANDES CIUDADES

—¿Y usted cree en la influencia de la gran ciudad para producir monstruos humanos en el bien y en el mal?—le volví a preguntar yo.

—Esa es una idea romántica de la época—contestó Girovanna—. Yo no creo en ella. La ciudad, con uno o dos millones de habitantes, no le añade ni le quita a uno nada; ni al inteligente le hace más inteligente, ni al cretino le disipa su estupidez. Es verdad que, al menos por ahora, es necesario un cierto número de habitantes para que una ciudad tenga un espíritu de libertad y de transigencia; pero ese resultado se consigue en las ciudades italianas y alemanas que no llegan a tener medio millón. El romanticismo de las grandes ciudades pasará. Cuando París sea una ciudad limpia y clara, ya no habrá romanticismo. El romanticismo es una enfermedad, una cosa forzada, recalentada, que no produce mas que fantasmas monstruosos. La salud no puede venir mas que de pequeñas ciudades cultas e inteligentes.

GUITARREO

Habíamos comido; el abate se despidió de mí diciéndome que al anochecer iría a mi casa, pero, en vez de marcharse, se quedó al ver a Valdés que traía la guitarra. Tocó Valdés unas sevillanas y un fandango; luego, en burla, le dijo al abate:

[250] —¿Usted no sabe tocar algo?

El abate cogió la guitarra y tocó una tarantela napolitana, en tres tiempos, con verdadera gracia y maestría.

—¡Muy bien! ¡Muy bien!

—Eso no vale nada. En mi pueblo cualquier pescador lo hace mejor que yo.

Luego cantó una canción rusa del Volga, muy melancólica, y después, una jota española, con mucho brío.

—¡Bravo! ¡Bravo!—dijimos todos.

—Hasta luego, hijo mío—murmuró el abate dirigiéndose a mí; y salió a la calle.

—¿Qué le parece a usted este hombre?—le pregunté a Valdés.

—Este es un bandido, éste es un monstruo. Un hombre como éste, que con lo que sabe y con su talento vive tan miserable y tan derrotado, tiene que tener algún vicio muy fuerte y muy innoble.

—No sé; es posible.

—¿Y usted lo va a recibir en su casa?

—Sí.

—Yo, como usted, cuando viniera, tendría la pistola en la mano.


[251]

XVIII.
UN HOMBRE DE MALA SUERTE

Efectivamente, al anochecer, el abate se presentó en mi casa. Había encendido yo la chimenea de leña y tenía sobre la mesa una merienda con pan, queso y café con leche.

El abate, después de merendar, se sentó en el único sillón del cuarto, y hablamos largamente. Me contó cómo vivía y cómo le habían engañado comerciantes honrados, robándole a él, pobre hombre sin recursos, sus fórmulas y descubrimientos.

—Soy un loco, hablo demasiado—me dijo—; expongo mis ideas, mis conocimientos, y esto produce en unos desconfianza y en otros la idea de explotarme. Y así vivo.

Le hablé yo de la curiosidad que había producido en Bayona su paso y de las mil versiones que se habían hecho acerca de la duquesa y de él.

Girovanna sonrió.

—Dígame usted, ¿qué era la duquesa de Catalfano?

—Era una loca.

—¿Y qué pretendía de usted?

—Pretendía que yo le hiciera un elixir, para rejuvenecer, con sangre de niño.

—¿Y usted, qué hizo?

—Yo le di largas al asunto, hasta que tuvimos que reñir, y nos separamos.

[252] —Pero usted en Bayona hablaba como si creyera en esos elixires.

—¡Hablaba! Claro es. Cuando se está representando una comedia, vale más representarla siempre en todos los momentos para no olvidar el papel.

—¿Sabe usted lo que me decía este español con quien hemos comido?

—¿Qué le decía a usted?

—Que un hombre del talento y de la cultura de usted, que anda tan derrotado, debe tener algún vicio muy fuerte y muy innoble.

—¡Vicio yo! El único vicio que creo que he tenido ha sido el de dejarme arrastrar por la imaginación.

El abate tomó un aspecto triste y pensativo.

EN NÁPOLES

—Ha debido usted de llevar una vida bien azarosa—le dije yo.

—Sí, es verdad; todo el mundo me dice lo mismo viéndome tan decrépito, tan usado.

—¿Y no es verdad?

—En parte, sí. He sido principalmente un hombre de mala suerte... ¿Conoce usted Nápoles?

—No.

—¿Pero habrá usted oído hablar de la Strada de Santa Lucía?

—Sí.

—Pues cerca he nacido yo. Mi padre era herbolario. A pesar de su condición humilde era hombre culto y conocía la literatura, la historia y, sobre todo, la botánica. Eramos varios hermanos; yo, el más pequeño. Mi padre, un buen hombre, había hecho grandes esfuerzos para colocar a sus hijos, y a mí, creyéndome chico listo, me hizo estudiar para cura. Mi padre tenía un hermano frutero en la misma Strada de Santa Lucía, rico, sin hijos, que le ayudaba.

[253] Entré en el Seminario, donde aprendía todo con gran facilidad. Mi ilusión era la carrera eclesiástica; todas mis esperanzas estaban en ella. Era un buen latinista y comenzaba a estudiar el griego. En esto traen al Seminario un profesor de Palermo, un sabio, pero un hombre de costumbres depravadas, y me empieza a perseguir.

¡Oh, era un sucio personaje, desagradable, repugnante! El abate puso una cara de sátiro que contempla a una ninfa.

Una noche lo encuentro en mi cuarto y armamos un escándalo.

Me quejo al director del Seminario; no me hacen caso, y me escapo.

Esto era precisamente cuando entraron los franceses y establecieron en Nápoles la República Partenopea. El pueblo estaba entusiasmado.

El arzobispo Zurlo Capaze anunció desde el púlpito que, días antes, la sangre de San Jenaro se había liquidado. El pueblo se entusiasmó con el milagro y consideró que San Jenaro veía la República con benevolencia.

—¿Usted había oído hablar del milagro de la sangre de San Gennaro?

—No.

—Pero, hombre, ¿dónde ha vivido usted? Pues la sangre de San Gennaro todos los años se liquida...

El abate tomó una expresión alegre e irónica al decir esto.

—Le diré a usted que la supuesta sangre de San Gennaro, que se guarda en dos vasos en la Catedral, es una mezcla de una solución etérea de la ancusa, la Alkanna tinctoria y la Radix alkannæ en sperma ceti, y que se liquida fácilmente al calor de la mano o de un cirio.

Mi padre fué de los entusiastas de la República. A nuestra tienda iba un militar francés, y me convenció de que debía alistarme en el Ejército. Yo estaba dispuesto a ello cuando llegó mayo; entró el cardenal Ruffo en Nápoles; los franceses tuvieron que marcharse y comenzaron las venganzas de los realistas.

Aunque yo era sospechoso, no tenía importancia y me dejaron en paz. Por este tiempo entro en una farmacia y me de[254]dico a estudiar Botánica y Química. La hija del farmacéutico, una chiquilla entonces, fué mi novia.

¡Era una bambina, más bonita, más simpática!

Al hablar de la muchacha, la cara del abate se iluminó, tomó una expresión de entusiasmo, de admiración y de candor.

—El padre era un bruto—siguió diciendo Girovanna—, un estúpido animal, un mascalzone, y la casó a disgusto con un viejo rico. La pobrecilla murió dos años después.

El abate tomó una expresión como si algo muy desagradable y repugnante tuviera delante de los ojos.

—Entristecido con ese matrimonio, estaba decidido a no enamorarme. Por entonces logro entrar de preceptor en una casa rica de Nápoles. Había en la casa una gran biblioteca que me venía muy bien, y una solterona que me perturbaba.

Esta solterona, sabiendo que yo era químico, me pide pomadas y aguas para rejuvenecer. Luego me propone que me escape con ella. Le digo que no. ¿Y qué hace la vieja loca? Dice a su hermano que yo la he querido violentar. El hermano se indigna, y me pega unos cuantos bastonazos, y me echa de su casa.

A Girovanna le brillaron los ojos como si le fueran a echar chispas.

Yo le espero una noche, y le doy una tanda de palos que me pareció suficiente. Tomo un vetturino, voy al puerto y me escapo a Argel.

RODANDO POR EL MUNDO

En Argel me anuncio como médico y botánico, y vivo dos años bien; aprendo el árabe. Uno de los bajás me llama un día, me dice que le dé algo para la frialdad. Le doy una poción sencilla de pimienta, jengibre y nuez vómica, cosa inofensiva; al día siguiente, horas después de tomarla, el bajá tiene una congestión cerebral, y se muere.

Me acusan de envenenador, y echo a correr al puerto sin bagaje ni nada; me meto en un místico, y llego a Génova.

[255] De Génova voy a Suiza; y en Basilea me encuentro con un intrigante, que se hacía llamar el conde de Montgaillard. El conde de Montgaillard me protege y me envía con una carta de recomendación para el general Moreau, a París. Allí le conozco al abate Marchena, que era secretario de Moreau.

En casa de Moreau me dedican a escribir cartas; y un día, al llegar a la oficina, me prenden y me llevan a la prisión del Temple. Estoy tres años encerrado con un bávaro y un fanariota, a los que acusaban de espías y con quienes aprendí el alemán y el griego moderno.

Pensé que quizá no volvería a salir nunca de la prisión, porque los presos políticos durante el Imperio se eternizaban en las cárceles, tuvieran o no culpabilidad, y cuando salían era por el capricho de la policía o porque necesitaban sitio para otros presos.

Al fin nos dejan libres, y voy a Alemania. Estoy en Berlín y en Viena dando lecciones, hasta que se me ofrece una plaza de preceptor en Rusia, en una ciudad cerca de Moscú, en una casa católica. Tenía que decir misa todos los días. Era una obligación para mí desagradable; creía que había dado en el puerto; pero vienen los franceses, saquean la aldea y voy yo huyendo a la buena aventura a Constantinopla; de Constantinopla, a Egipto, y de Egipto, a Italia.

Cambio de nombre, voy a Roma y entro de secretario en casa de un príncipe. Ganaba poco y cumplía mi misión y, al mismo tiempo, estudiaba. Mis estudios despiertan la envidia de un abate rival, y éste me denuncia a la Inquisición, y tengo que escaparme de Roma y marcharme a Nápoles.

Era la época del carbonarismo. Me afilio a una venta carbonaria y me envían a España con el general Pepe. Vivo en Barcelona y en Madrid, me relaciono con el Gobierno liberal y llego a pensar si España será mi patria adoptiva, cuando entran los Cien Mil Hijos de San Luis, y tengo que huír con mis amigos a refugiarme a Gibraltar.

Un absolutista me ofrece su protección si quiero volver a Madrid; pero yo considero que no debo abandonar a mis amigos.

De Gibraltar voy a Londres. Allí vivo con los españoles, y le conozco y trato a Hugo Foscolo, aunque era hombre intratable.

[256] En Londres me encargan varios diccionarios y un atlas de botánica. Paso seis años estudiando y amontonando datos, y, al cabo de este tiempo, se muere el editor, interviene la justicia, y se apoderan de mis manuscritos y de mis estampas.

DE CHARLATÁN

Entonces ya perdí la moral: me entregué a la mala suerte. Todos los emigrados se habían marchado a Francia; yo hice lo mismo. Me recogió un charlatán y me hice, como él, charlatán de plazuela y algo saltimbanqui.

Había perdido mis esperanzas; había llegado a creer que el único ideal del filósofo es tener un rincón donde dormir, protegido de la intemperie, y algo caliente y sustancioso que meter en el estómago.

Eché mi primer discurso en París, en la plaza del Instituto.

Me decidí, pensando que había que ponerse el mundo por montera. Le daré a usted una muestra de mi elocuencia.

Girovanna se engalló y miró a derecha e izquierda.

—Señores—dijo—: muchos de vosotros, por lo menos algunos de vosotros, porque nos ven en la vía pública dirigiéndonos a un concurso popular modesto, aunque culto e ilustrado, nos motejarán de impostores y charlatanes.

Si nos vieran en la sala de este viejo edificio, adornados con medallas y con cintajos, nos tomarían por sabios. Es achaque muy viejo juzgar a la gente por su indumentaria y por sus condecoraciones. No debéis juzgarnos por nuestros trajes, sino por nuestros conocimientos; no antes de oírnos sino después de oírnos.

Un charlatán decía: Mi bálsamo se compone de simples, y mientras haya simples en este pueblo no me iré de él. Aceptemos que haya muchos simples en la vía pública. ¿Pero es que vosotros creéis que son menos simples los que forman el auditorio de las Academias e Institutos? ¿Es que creéis que son menos charlatanes los de los salones que los de las plazuelas? ¿Qué quiere decir charlatán? ¿Me queréis decir? ¿Qué[257] significa esto, sino una palabra despreciativa que se puede emplear contra todos los espíritus originales y de talento?

Charlatán se puede llamar al hombre que marcha a la plaza, al ágora, a convencer a sus semejantes de la verdad que se ha encendido en su alma.

Charlatán se le llamó a Sócrates cuando hablaba de su demonio familiar; charlatán, a Alejandro el Magno cuando se decía hijo de un rayo; charlatán, a Scipión el Africano cuando se tenía inspirado por los dioses; charlatanes, a Pitágoras, a Empédocles, a Mahoma, a Polonio de Tyana, a Alberto el Magno, que hablaban de sombras y de diablos; charlatán, a Bacon, que afirmaba tener una cabeza de acero que hablaba; charlatán, a Miguel Scott, que desde su caverna de Escocia hacía sonar, con una varita mágica, las campanas de Nuestra Señora de París.

Y entre los innovadores, ¿a quién no se le ha motejado de charlatán? Charlatán se le ha llamado a Copérnico, a Paracelso, a Miguel Servet, a Colón, a Watt, a Stephenson...

Y, en fin, señores; si llegara a tanto vuestra obcecación, podríais llamar charlatán, impunemente, a Nuestro Señor Jesucristo...

La cara de Girovanna tomó de pronto un aire de desagrado, y dijo:

—Ya en la pendiente del charlatanismo tuve éxito: aguas maravillosas, elixires de amor y de juventud, filtros de belleza. Mi destino ha sido éste: estudiar... aprender seriamente... no poder llegar a ser nada mas que un histrión.

—Ya ve usted cómo el amigo de usted, que cree que yo debo de tener algún vicio muy grande y muy fuerte, que me empuja a la miseria, se engaña. No se quiere creer ciego al destino; se supone que es, a lo más, tuerto; conmigo ha sido ciego de los dos ojos.

—¿Y nadie le ha querido a usted, abate?

—Nadie... nadie... Sólo aquella pobre bambina...

[258]

OFRECIMIENTO

Girovanna me explicó después sus sufrimientos y me habló de lo solo que estaba en París. Luego me dijo que le gustaría vivir conmigo y que me cedería sus trabajos gramaticales y sus procedimientos y recetas químicas, para que yo los explotara.

—Sí, pero yo tengo que volver a España—le dije.

—Lo comprendo. Usted es un hombre de mundo, tiene usted otros planes. Además, ¿quién se amarra a un barco viejo como yo que va al fondo?

Le miré al abate con tristeza. Realmente no era mas que un pobre hombre con una imaginación exaltada.

Antes de marcharse, Girovanna me dió dos frascos: uno de un narcótico y otro de un perfume. Al día siguiente tomé yo el camino para Bayona, donde llegué con cinco francos.


[259]

QUINTA PARTE
LA AVENTURA PELIGROSA

EN LA COSTA CANTÁBRICA

Este libro, comenzado en verano en un valle de los Alpes, voy a terminarlo en otoño, a orillas del Cantábrico.

Estoy en casa de un amigo, en un pueblo de la costa vasca, uno de esos pueblos un poco industrial, un poco pescador, un poco agrícola, con una playa de bañistas. La casa donde vivo da por delante a una callejuela y tiene por detrás una galería que mira al mar. Desde esta galería suelo ver el puerto con sus vaporcitos, sus pailebotes y sus goletas, que cargan cemento y descargan carbón. A la entrada de la ría hay un puente gris, por donde corren raudos los automóviles y pasan coches y bicicletas; más lejos, otro puente, por donde cruza el tren, dejando nubes de humo negro, y estos diversos medios de locomoción, el tren, el auto, los carros, las bicicletas, los vapores y los barcos de vela, dan al paisaje un aire pedagógico e instructivo de lámina de libro de lectura para niños.

Por la mañana paseo en la playa con mi amigo. Los veraneantes se van; las casetas de lona desaparecen; algunos chicos juegan todavía en el arenal haciendo agujeros; el mar se muestra más azul que nunca; el sol, amarillo y templado.

Por las tardes vamos por la carretera que bordea la costa. Es la época del equinoccio. El mar está irritado; las olas se erizan de espuma y rompen en las rocas; los pedregales de la costa resuenan como descargas, en la resaca; las gaviotas revolotean; la espuma espesa va llevada por el viento en copos, no tan blancos como los de la nieve, y, a lo lejos, el cabo de Ma[260]chichaco, misterioso y fantástico, se destaca en el mar sombrío y hostil.

De noche oigo el rumor lejano de las olas, y cuando no puedo dormir pienso en mis memorias y escribo alguna página de ellas.


[261]

I.
MARÍA LUISA DE TABOADA

Al llegar a Bayona me encontré a don Eugenio preocupado; ni García Orejón ni Bertache daban señales de vida.

Aviraneta había pensado enviar un nuevo agente al campo carlista para que observase el carácter de la escisión entre marotistas y partidarios de Arias Teijeiro, y hasta qué punto llegaba el odio entre ellos.

Aviraneta consultó el caso con doña Paca Falcón, y ésta le dijo:

—Un agente no tengo; pero una agente, sí. Conozco a una mujer que creo que sería capaz de ir al campo carlista y hacer con inteligencia la comisión que se le indicara.

—¿Es carlista?

—Sí, carlista, aunque del grupo moderado. Se encuentra, por el momento, en una situación un poco difícil. Yo le hablaré, y, si quiere, le citaré para mañana aquí mismo.

Efectivamente; al día siguiente, doña Paca Falcón estaba en la trastienda con la señorita María Luisa de Taboada.

María Luisa era hija de un abogado, corregidor de Guipúzcoa en 1824, y después, fiscal de la Audiencia de La Coruña. Este señor, al comienzo de la guerra, se declaró por Don Carlos y escribió un folleto atacando con violencia a María Cristina y a Isabel II y haciendo la apología del Pretendiente. El abogado Taboada fué amigo y asesor de Zumalacárregui.

[262]

María Luisa, en este momento, servía de señorita de compañía a una familia francesa en una casa de campo de las inmediaciones de Bayona.

María Luisa era muy conocida en el pueblo por su ingenio, su desparpajo y su exaltación carlista. En tiempo de Zumalacárregui había desempeñado algunas misiones diplomáticas en Madrid, Turín y Nápoles, por lo cual se la consideraba como una mujer dotada de sagacidad y de travesura.

María Luisa pertenecía al partido carlista moderado, al grupo de Maroto, Villarreal y el padre Cirilo.

La vi a esta muchacha entrar y salir en la trastienda de la casa de doña Paca.

—He tratado de sondearla y de que pasara a nuestras filas—me dijo don Eugenio—; pero es imposible. Esta muchacha es fanática carlista y pertenece a la Congregación de San Vicente de Paul. Tengo que variar de plan. La he convidado a comer mañana en Bidegañeche, una fonda de San Pedro de Irube. Iremos ella y yo paseando, y luego tú la llevas en el tílburi de Iturri a su casa.

—Muy bien.

—Galantéala un poco.

—Bueno. ¡Vaya un papel que me quiere usted dar!

—No te costará mucho trabajo. Ya sabemos cómo eres.

Fuí con el tílburi a San Pedro de Irube. Hacía un día de invierno, espléndido. Dejé el cochecito en la cuadra de Bidegañeche y subí al comedor pequeño, que estaba empapelado con un papel que representaba un puerto con sus muelles, sus barcos y sus montes a lo lejos.

Aviraneta me presentó a María Luisa de Taboada.

María Luisa era una mujer de mediana estatura, morena, seca. Tenía el óvalo de la cara muy alargado; la nariz, también larga; los ojos, pequeños, brillantes, muy bonitos; el pelo, negro; la piel, curtida por el sol; la boca, un poco incorrecta, que dejaba al descubierto la dentadura, blanca y fuerte. Nadie hubiera dicho que era bonita, pero tenía atractivo. Había en ella algo de la viveza y de la gracia de la cabra. Su cuerpo era esbelto y bien formado; la mano, chiquita y, a pesar de esto, fuerte; el pie, muy pequeño. Se vestía un tanto caprichosamente, aunque siempre de obscuro. Llevaba corbatas de hom[263]bre y sombreros de hombre. Tendría unos veinticinco a veintiséis años. Su padre era gallego y su madre castellana. Ella había heredado de su madre su sequedad y su energía.

Hablando, María Luisa era un poco redicha y recalcaba las palabras con cierta complacencia. Se expresaba de una manera coloreada y pintoresca. A veces hacía gala de su erudición, y sacaba a relucir a Santo Tomás o a San Agustín, y entonces resultaba un poco pedante.

Estas observaciones hice mientras Aviraneta y ella charlaban de política en la comida.

Aviraneta se mostró partidario del bando moderado entre los cristinos, y enemigo mortal de los exaltados. Dijo a María Luisa que los moderados de Isabel II y los de Don Carlos pretendían una misma cosa, y que podrían entenderse, pues los puntos que los dividían apenas tenían importancia.

El casamiento del hijo de Don Carlos con Isabel II podría ser la mejor solución y el término de la guerra, y para prevenir dificultades y celos, si se llegaba a un acuerdo, se extrañaría del Reino al infante Don Carlos y a María Cristina. La realeza o suprema autoridad del Estado residiría mancomunadamente en Isabel y Carlos, como en tiempo de los Reyes Católicos. Se convocarían Cortes, y se daría a la nación una Constitución y un régimen moderados. Para conseguir esto era preciso acabar con los corifeos del bando exaltado de ambos campos.

María Luisa, con la pedantería que tienen las mujeres cuando se ocupan de política, barajó aquellos lugares comunes con entusiasmo. Yo, como había oído muchas veces exponer estas y otras teorías parecidas, oía la conversación como el que oye el rumor de las olas.

Después de la comida preparé el tílburi y ayudé a montar a María Luisa.

Fuimos a ver a San Pedro de Irube, el castillo del Petit-Lisague y la gruta en donde el caballero de Belzunce mató a un terrible dragón, tan cándido y buena persona como todos los dragones.

—¿Y usted no se ocupa de política?—me preguntó María Luisa.

—Yo, no; todo eso me aburre profundamente.

[264] —Usted será un señorito rico que no piensa mas que en divertirse.

—¡Le parece a usted poco! Es muy difícil divertirse.

—¡Qué asco! Yo con un hombre como usted no iría a ninguna parte.

—Yo con una mujer como usted iría a algunos sitios.

—¡Bah! ¿Se las va usted a echar de Don Juan?

—¿Por qué no?

—Conmigo no tendrá usted éxito.

—¡Oh, sí! ¡Quién sabe!

—¡Qué estúpido es usted!

—Quizá. Usted también es un poco pedante.

—¡Yo!

—Sí.

El calificativo no le hizo ninguna gracia.

María Luisa tenía una gran seguridad en sí misma. Se creía la ciencia infusa. Tenía una risa clara, despreciativa, una petulancia completamente ibérica.

Dejé a María Luisa en su casa y me volví a la fonda de Iturri a entregar el coche.


[265]

II.
PETULANCIA CONTRA PETULANCIA

La señorita de Taboada me hizo efecto, y dispuse emprender su conquista.

Al día siguiente de comer con ella en San Pedro de Irube la volví a ver en casa de la Falcón, y hablamos.

Ella estaba conmigo siempre en guardia.

María Luisa, por lo que me dijo la Falcón, era una mujer original, de una vida poco corriente, con una extraña juventud.

Había vivido en Francia, en Italia y en España; había seguido con su padre a las tropas de Zumalacárregui, montando a caballo, andando entre breñales y descampados, recibiendo la lluvia y el sol; sabía historias libertinas, que las contaba con mucha gracia, y pasaba de contar estas verduras a hablar de sus ideas religiosas, que en ella se hallaban muy arraigadas.

Era muy devota, y al mismo tiempo, en su conversación, muy atrevida, cándida y maliciosa, intrigante y simple, y siempre muy novelera. Bromeé con ella preguntándole acerca de sus amores en Bayona.

Para ella en Francia no había gente que le interesara. Los franceses le parecían muñecos que no le preocupaban; para ella no había mas que los españoles.

Era un caso de arbitrariedad parecido, aunque contrario al de madama D'Aubignac.

Conocí a una de sus amigas, hija de un coronel carlista,[266] que era una solterona fea y rencorosa, que no podía soportar la importancia de María.

—María Luisa es una loca—me dijo—. Se figura que ha de cumplir grandes misiones en el mundo; sueña con ser una Juana de Arco o una Santa Teresa de Jesús.

—¿Es ambiciosa, entonces?

—Sí, pero sin base. Es muy superficial. No tiene talento alguno. Ha aprendido aquí y allá frases de efecto, y las baraja en la conversación.

—Sin embargo, dicen que Zumalacárregui la consultaba a menudo.

—¡Ca! A su padre; a ella, no. En muchas cartas que Zumalacárregui dirigió a su padre, en donde ponía: Querido amigo, ella cambió las oes en aes y puso: Querida amiga.

—Dicen que el general Villarreal la atiende mucho.

—Si ha sido su querida.

—¡Cree usted!

—Eso dice todo el mundo. Es verdad también que han pensado en casarse, pero él está preso y tísico, y no se pueden casar.

La amiga me dió estos detalles con fruición.

Me enteré de la vida de Villarreal. Entonces el caudillo carlista tendría unos treinta y cinco años. Gozaba fama de hombre valiente, recto y de carácter. Se le consideraba como sencillo, modesto y ordenancista. Debía ser, sin embargo, un fanático, a juzgar por la orden de fusilar al viejo médico don Francisco Manzanares, en Escoriaza, sólo porque éste no tenía ideas religiosas.

Aquellos datos me servirían en mi lucha contra María.

A los pocos días de conocerla estaba casi enamorado de María Luisa; tenía por ella una pasión de vanidad, de amor propio y de algo de rencor.

Mis relaciones con madama Laussat habían sido un amor tan físico, que no me dejaron ningún recuerdo en el espíritu; mis amores con la marquesa Radensky fueron una fantasía vaga y corta, como una borrachera de Champaña; a Corito la seguía queriendo, pero su recuerdo me daba la impresión de algo vago, ideal como celeste.

En cambio, por María Luisa tenía una pasión erótica, de ma[267]los instintos, un fondo de rencor, una necesidad de dominarla, de humillarla, y una antipatía profunda por sus inclinaciones, sus ideas y sus amistades. Tenía en esta época una petulancia y una impertinencia donjuanesca. Me creía capaz de todo y de vencer cualquier dificultad que se me presentase. Estaba convencido de que vencería y sometería a María Luisa.

Además, me atraía; había en ella algo ardiente y seco que me gustaba. Era como un paisaje castellano tostado por el sol.

Cuando supe que María Luisa, aceptando la peligrosa comisión que le daba Aviraneta, iba a entrar en España, la dije:

—La voy a acompañar a usted.

—¡Ca!

—Ya verá usted. Pienso hacer su conquista. Tengo que quitar la novia al general Villarreal.

—¡Qué ilusión!

—¿Usted me deja acompañarla?

—Bueno. No tengo inconveniente.

—Usted, naturalmente, no me denunciará a los carlistas. Sería una mala acción.

—Yo no le denunciaré. Usted tampoco intentará intervenir en mis asuntos.

—No, señora.

—Ni intentará ninguna violencia contra mí.

—Ninguna.

María Luisa empezaba a tenerme miedo.

—Nada; iremos juntos. Diré que es usted un pariente mío.

Le agarré la mano.

—Tiene usted una mano fuerte, de hierro. Podría usted estrangular a uno.

—¡Vaya un cumplimiento!

—Es una mano que me enamora.

Se la besé.

—¡Qué estúpido es usted!—exclamó ella.

—Es posible; pero usted me llegará a querer.

—Nunca.

—Tengo la mala suerte de que todo lo que quiero, al fin lo consigo.

—¡Qué alabancioso! ¡Qué tonto!

—Usted lo verá.

[268]

—Sí, usted es el emperador, su alteza real.

—No se ría usted todavía; al final veremos quién tenía razón.

Cuando Aviraneta supo mis propósitos de acompañar a María me quiso disuadir del proyecto.

—Deje usted—le contesté yo—; yo creo que habrá algo interesante que ver en ese viaje.

Mi vanidad me hacía creer en esta época que vacilar, abandonar una acción cualquiera por pereza o por blandura de espíritu, era una cobardía indigna de un hombre de acción, de un discípulo de Aviraneta, que con el tiempo tenía que eclipsar a su maestro.

Había tomado como norma de conducta no estar en la indecisión, pesando el pro y el contra de las cosas por hacer, sino decidir, y después de decidir, ya no volver sobre mi acuerdo hasta que un obstáculo fuerte me impidiera seguir adelante, y entonces ver de vencerlo o de soslayarlo, según su importancia.

Una de las cosas que podía llamar sobre mí las sospechas en mi viaje era mi aire de juventud.

Para remediarlo fuí a casa del peluquero y le pregunté si no habría medio de pintarse canas. Le chocó mucho la pregunta e hizo algunas pruebas, hasta que eligió un líquido, que me dió en un frasco.

—No creo que el efecto dure mucho tiempo; tendrá usted que darse cada dos o tres días.

Me miré a un espejo.

—Está muy bien—le dije—. Me envejece lo menos diez años.

—Y además le da a usted un aire muy distinguido.

Me preparé para el viaje. No llevaba mas que algunos billetes de Banco cosidos en distintos puntos de la ropa, un gabán y un impermeable. En el bolsillo del pecho guardaba el frasco de narcótico del abate Girovanna.

Aviraneta dió largas instrucciones a María, escritas con tinta simpática, acerca de lo que tenía que hacer y decir al verse con Maroto y con los generales carlistas del bando exaltado. Le dió también diez onzas de oro para el viaje, que María cosió en el corsé.

[269] A final de enero, con los papeles en regla, María Luisa y yo tomamos la diligencia, bajamos en San Juan de Luz, alquilamos dos caballerías, pasamos por Vera, y llegamos por los montes a Oyarzun, donde dormimos.

El segundo día cruzamos las filas carlistas, y el tercero estábamos en Tolosa.

María Luisa escribió desde allí a don Eugenio diciéndole que la mayoría de la gente con quien hablaba era partidaria de los presos ya libertados de Arciniega. Villarreal no tenía mando aún y esperaba, para obtenerlo, el que el padre Cirilo subiese al Poder.

El 3 de febrero llegamos a Vergara y presenciamos la entrada del Pretendiente. Después fuimos a una misa de gala muy decorativa. En la iglesia, en el sitio de honor, estaban Don Carlos y su hijo, vestidos de uniforme; la duquesa de Beira, con traje de cola muy lujoso, y luego la corte, galones, penachos, plumeros, levitas; el general Uranga; doña Jacinta, la Obispa; la camarista señorita de Arce; el obispo de León, etcétera, etc.

Yo me coloqué al lado de María Luisa, que me indicaba cuándo tenía que arrodillarme y levantarme.

—La verdad es que estaría gracioso que ahora me adelantara yo e intentara dirigir todos estos movimientos místicos y ceremoniosos de la etiqueta cortesana—le dije a María.

—Usted está malo de la cabeza—me contestó ella.

—María Luisa me iba tomando cierto respeto; lo que yo consideraba como un buen síntoma para mis propósitos. Mi petulancia antirreligiosa y antimonárquica y mi manía de impiedad le producían a ella verdadero espanto.

Al salir de la iglesia le dije a María Luisa:

—¡Sabe usted que encuentro a su rey cierto aire de carnero!

—No, pues no tiene usted razón; es un hombre guapo.

—Guapo, no. Por mucho fervor monárquico y borbónico que sea el suyo, no puede usted decir que es guapo. ¡Con esa quijada, y ese labio belfo, y ese aire tristón y ridículo! La verdad es que estos Borbones, desde el punto de vista estético, no valen gran cosa.

—¿Y María Cristina, es mejor?—preguntó ella con sorna.

—¡La excelsa Cristina! Es una italiana guapetona, vasta;[270] pero esta brasileña de ustedes es peor. Chata, fea, disciplente, herpética... Eso es un perro de presa. Yo no la tomaría ni de cocinera.

—¡Ah, claro! Usted, no. Usted necesita una hada, una hurí de Mahoma.

—Ya ve usted que usted me gusta y no es usted ninguna hurí.

—Usted tampoco es muy galante.

—Es verdad; nunca lo he sido.

En Vergara, María Luisa fué a visitar a Maroto y le habló. Maroto parece que le dijo que estaba cansado de ver que el rey favorecía a los enemigos suyos, y que iba a tomar una determinación grave y que haría época.

Corrió por Vergara que entre el Pretendiente y su general en jefe se habían cruzado estas palabras:

—Señor—le había dicho el general—: la irresolución de Su Majestad compromete la autoridad que en mí ha depositado. Si Su Majestad no castiga a los generales y palaciegos que trabajan sediciosamente contra mi honor y mi vida, me veré en el caso de fusilarlos.

—¡De fusilarlos! ¿Te atreverías?

—Me atreveré, aunque Su Majestad después tenga el disgusto de mandar separar mi cabeza de los hombros.

—No lo harás—replicó Don Carlos.

—Eso ya lo veremos—murmuró Maroto al cesar la entrevista.

Aquello fué un desafío entre el rey y el general, y todos los palaciegos se mostraron indignados de la soberbia de Maroto.

Antes de salir de Vergara, María Luisa tuvo una segunda conferencia con el general. A mí no me dijo de qué habían tratado; pero debía de ser de algo grave, porque María Luisa volvió muy preocupada.


[271]

III.
EN ESTELLA

Dos días después de llegar a Vergara salimos para Estella en un carricoche roto y desvencijado, con un cochero que cantaba alegremente. Este cochero tenía dos motes a falta de uno: le llamaban Cholín Tripatriste, y era hombre alegre como unas castañuelas.

En el camino hacía frío; yo me quité el gabán y se lo puse en las rodillas a María.

—No quiero; de ninguna manera—me dijo ella.

—Entonces deje usted que nos sirva para los dos.

—Bueno; pero no intente usted aprovecharse.

—¿Es que lo he intentado alguna vez?

—No, no. Es verdad. Lo reconozco; y si abandona usted ese ridículo proyecto de que yo me enamore de usted a la fuerza, seremos buenos amigos.

—No, a la fuerza, no. Yo desplegaré mis recursos en línea de batalla; usted se opondrá a su modo.

—¿Y por qué no ser buenos amigos?

—No me basta.

El cochero se puso a cantar:

Yo tengo una cachuchita
sólo para mi recreo.

Luego se dedicaba al estribillo:

[272]

Vámonos,
china del alma;
vámonos
a Puerto Rico;
irémonos.

María Luisa y yo hablamos de nuestros amigos y conocidos de Bayona, y ella me contó un sinfín de anécdotas de los carlistas que vivían allí.

El cochero volvió de nuevo a la cachuchita:

Tengo yo una cachuchita
que siempre está suspirando,
y sus ayes y suspiros
se dirigen a Don Carlos.

—Bueno, bueno, Cholín. ¡Basta de cachuchita!—le grité yo con voz estentórea.

—¡Qué bruto es usted!—me dijo María Luisa.

—Gracias.

—Le ha dejado usted al hombre aturdido.

—Es que ese animal no nos dejaba hablar.

Entramos en Estella. Todas las posadas estaban ocupadas. María fué a visitar a la viuda de don Santos Ladrón, que le dió hospedaje, y yo marché, por indicación de Cholín, a la calle de San Nicolás, a casa de una mujer que tenía huéspedes.

La casa de la Martina era una casucha pequeña, con una cuadra, una leñera y la cocina en el piso bajo; una salita y un gabinete, con dos alcobas, en el alto. Este gabinete había sido de un cura y tenía varios armarios llenos de libros religiosos.

En una de las alcobas, en la más grande, dormían un oficial carlista que, según me dijo la dueña, estaba algo enfermo, y un fraile castellano. La alcoba más pequeña me la destinaron a mí.

En el pueblo había una gran agitación. Los soldados de los batallones navarros estaban excitados, y se decía que iba a haber una matanza general de marotistas y de hojalateros.

La plaza solía estar, mañana y tarde, llena de corrillos de[273] apostólicos, a los que llamaban de la vela verde, entre los que se destacaban curas y frailes que peroraban con violencia y con pasión.

Una mañana le vi allí al general Guergué en un grupo de sus partidarios. Era don Juan Antonio Guergué hombre de unos cincuenta años, pequeño, rechoncho, áspero en el hablar. El general Guergué había tenido la humorada de decir a Don Carlos: «Nosotros, los brutos, llevaremos a Su Majestad a Madrid»; y parecía tener empeño en demostrar que no abdicaba de su papel de bruto.

En el corro, al lado de Guergué estaba el oficial de la secretaría de Guerra, don Luis Ibáñez, hombre de confianza de don Juan Antonio, tipo de fanático sombrío, de rostro macilento, con la mirada baja.

El grupo de curas, apostólicos y empleados, escuchaba las palabras de Guergué con gran respeto.

Sonó la oración del mediodía; se descubrieron todos y rezaron.

Luego, un asistente sacó de la posada de la plaza un caballo; montó Guergué y, después de haber lanzado una última bravata, se fué como una exhalación. Iba, según me dijeron, a Legaria, donde vivía.

En estos corros encontré también a Orejón y a Bertache.

Orejón me dijo que existía una conspiración entre los puros, en la que entraban los generales García, Guergué, Sanz y Carmona, el intendente Uriz, el cura de Allegui, don Juan Echeverría; don Ramón Allo, capellán del Estado Mayor General, y otros, todos apostólicos rabiosos y absolutistas puros y netos.

La correspondencia de los generales navarros conjurados con sus amigos del Real pasaba por las manos de dos secretarios del Ministerio de la Guerra, don Florencio Sanz, hermano del general, y don Luis Ibáñez, antiguo secretario de Guergué, que solía aparecer con frecuencia en Estella, y a quien yo había visto días antes.

Entre los generales rebeldes se había pensado en prender a Maroto cuando pasase revista a varias fuerzas destinadas a cruzar el Ebro, y fusilarlo.

—¿Le ha dado a usted instrucciones don Eugenio?—me preguntó Orejón.

[274] —No.

—¡Qué falta!

—Se las ha dado a una señorita que ha venido conmigo, y que se llama María Luisa de Taboada.

—¿Quién es esa señorita?

Le expliqué quién era.

—¿Dónde vive?

—Ha parado en casa de la viuda de don Santos Ladrón.

—Muy bien; la buscaré.

Dejé a Orejón, que me citó para el día siguiente en el mismo sitio, y anduve con Bertache oyendo lo que se decía entre los grupos:

—¡Rediós! No ha de quedar uno de los que quieran transacciones—decía un hombre del pueblo—. A tiros acabaremos con ellos, y no le obedeceremos ni al rey.

—Está probado—saltaba otro—que Maroto es fracmasón; lo ha dicho el general García en el convento de San Francisco.

—Pues otros dicen que Maroto es comunero, que es peor.

—Yo he oído que es carbonario—añadía un tercero—, y esos son los más malos.

Bertache me contó que en el convento de San Francisco de Estella habían andado los frailes a linternazos, después de una disputa en que unos se pusieron a favor y otros en contra de Maroto.

Fuimos a otro grupo.

—Maroto es el protector de todos los pícaros y ateos—decía un viejo apostólico—, un masón más.

Todos suponían que se entendía con los liberales.

Las noticias que pude recoger aquel día eran de la misma índole. Al parecer, el general García tenía comprometidos al batallón de Guías de Navarra, al 5.º y al 9.º, para el movimiento antimarotista.

Los puros, como se decían ellos, tenían gran confianza en su triunfo.

Creían que la trampa que habían preparado para Maroto, y que, según decían, había perfeccionado Carmona, era una maravilla de maquiavelismo y de precisión, y dormían tranquilos.


[275]

IV.
LOS CONJURADOS

Al día siguiente me encontré en el mismo sitio con García Orejón, que me indicó que le siguiese de lejos. Fuí tras él a una casa de la calle de la Rúa, donde tenía su alojamiento. Subimos a un cuarto pequeño, cerró bien las puertas, y luego, con mucho misterio, me dijo:

—La cosa anda mal. Estos navarros creen que van a poder contra Maroto, y Maroto es un hombre terrible. Esta gente se dedica a charlar y a decir que va a hacer, y el otro hace. En casa de Pérez Tafalla, de la viuda de Santos Ladrón, y en las demás tertulias del pueblo, se dice que todos los amigos de Maroto y del justo medio van a ser presos. El general García, que está como loco, le pidió hace días un plan a Carmona para sublevar Navarra. Este plan se lo han enviado a Guergué a su casa de Legaria, con un primo de éste, que se llama Lagardón y a quien la gente llama Lagartón. Después de haberlo examinado Guergué, se lo ha vuelto a dar a Carmona, y Carmona ha mandado el proyecto definitivo a García, por intermedio de la amiga de usted, María Luisa de Taboada. María Luisa me lo ha dejado a mí antes, y yo lo he copiado.

—¿Y qué va usted a hacer con el plan?

—Se lo voy a entregar a Maroto.

Me quedé helado.

—¿Va usted a enviar eso por correo?

—No; ahora mismo me voy de Estella. Entregaré yo el plan en persona.

[276] Salimos de su casa; yo, pensando en el peligro que corría María Luisa. Si se descubría que hacía traición a sus amigos, la iban a hacer pedazos.

Por la tarde fuí a visitar a María Luisa a casa de la viuda de don Santos Ladrón. Pensaba advertirla del peligro que corría. María Luisa me presentó en la casa como legitimista de Bayona. Conocí a los generales Sanz y García.

Don Pablo Sanz era el futuro marido de la viuda de don Santos Ladrón. Era un hombre todavía joven, de buen aspecto. Me pareció un tanto vanidoso y petulante. Me dijeron que era borracho y de un carácter desigual, como la mayoría de los alcohólicos.

El general García era más viejo que Sanz, de unos cincuenta años, de cara seria, de malhumor, flaco, de bigote corto. Era brusco, bilioso, de modales toscos, mal hablado, amigo de la clase de tropa más que de los oficiales; enemigo de los forasteros y navarrista furioso. Tenía el aire de un atrabiliario. Habló de una manera muy jactanciosa y fanfarrona, como si despreciara profundamente a Maroto.

Aseguró que Sanz y él lo que querían sobre todo era comenzar las operaciones, cosa a que se oponía Maroto, porque indudablemente estaba de acuerdo con Espartero. Las señoras carlistas se entusiasmaban con los desplantes de García.

—¿Y si viene aquí Maroto?—dijo uno.

—Que venga. El pueblo se levantará contra él, y aquí mismo lo fusilaremos—contestó el general carlista.

Toda aquella gente tenía una tranquilidad y una seguridad un poco absurda.

Como yo no había podido hablar a María Luisa a solas, le dije que al día siguiente fuera a mi casa.

Fué quizá creyendo que le iba a importunar con galanterías; y le expliqué de qué se trataba.

—Creo que debe usted marcharse ya—le dije.

—¿Tiene usted miedo?—me preguntó ella.

—No; tengo miedo por usted.

—Pues yo, ninguno.

—¡No sea usted pedante!

—Me está usted cargando con eso. Váyase usted; no le necesito para nada.

[277] —Bueno, bueno. Está bien.

María Luisa se despidió muy orgullosa de su valor.

Los días siguientes hizo un tiempo muy malo de frío y lluvia. Era poco agradable andar por las calles, llenas de barro. Entré en conversación con el fraile castellano que dormía en la alcoba inmediata y que cuidaba del oficial carlista enfermo. El oficial estaba flaco como un espectro. A cada paso tenía que levantarse de la cama. Habían llamado a un médico militar, y éste contestó que iría cuando pudiera.

En Estella había tifus, como en todos los pueblos donde estaban amontonados los soldados; pero yo no tenía aprensión alguna. En la casa no se tomaban precauciones, ni se separaban los vasos y cucharas que empleaba el enfermo.

El oficial no me pareció que estaba tan grave como decía el fraile, porque hablaba, aunque de noche se ponía ya pesado y empezaba a delirar. El fraile era castellano y marotista.

Me dijo que el proyecto de transacción entre carlistas y cristinos que se atribuía a Maroto era falso, y que lo había inventado el padre capuchino Larraga, para desacreditar al general en jefe.

Me contó cómo el cura Echeverría y el general García prepararon el asesinato del brigadier Cabañas, por castellano y moderado, y que los azuzó Arias Teijeiro.

Me describió a Guergué, que era un bruto violento, arbitrario, a quien movían como a un muñeco los palaciegos desde el Real; al general don Pablo Sanz, otro navarro, violento y voluble, de poco talento y entregado a la bebida; al brigadier Carmona, que era el más listo de todos, y al intendente Ibáñez, que era un fanático, de carácter siniestro, que no disfrutaba mas que haciendo daño, viendo prender o fusilar a alguien.

Escuché las confidencias del fraile, y me ofrecí a él por si necesitaba algo el oficial enfermo.

Le hablé luego yo de los capuchinos del convento de Vera, sobre todo del padre Gregorio, y me dijo que creía que éste se encontraba de oficial en las filas de Don Carlos.


[278]

V.
LAS TROPAS DE MAROTO

Llevaba ya una semana en Estella. Un día corrió el rumor de que Maroto se acercaba al pueblo con sus tropas. Me dijo el fraile de mi casa que el general había ido por Lecumberri a buscar Irurzun, y de allí bajaba por Riezu y Abarzuza. La emoción en el vecindario era enorme.

Salí de casa y encontré a Bertache en el puente del Azucarero. Me dijo que la cosa iba mal para los exaltados. Maroto había salido de Tolosa y parecía que venía a Estella dispuesto a pegar de firme.

Se dijo que Maroto había llamado al brigadier don Teodoro Carmona y le había dicho:

—Voy a Estella. Vaya usted primero y advierta usted a sus amigos García, Guergué y Sanz, que se preparen y se defiendan, porque, con sus mismas fuerzas, los voy a fusilar.

Carmona creyó que era una bravata para asustarles, y que, por lo mismo que lo decía, no haría nada.

Maroto estaba ya a las puertas de la ciudad.

—¿Qué pasará?—se preguntaban todos.

A media tarde comenzaron a entrar en Estella los soldados de Maroto. Yo los vi en patrullas desde la ventana de mi cuarto. En casa de mi patrona entraron seis, subieron a la sala y dejaron los fusiles en los rincones, y después las cartucheras y los morrales. Eran mozos castellanos.

[279] —¿Estarán descargados los fusiles?—preguntó la patrona.

—Sí, señora; no tenga usted cuidado.

—Es que vienen los chicos de la vecindad y, jugando, pueden hacer un estropicio...

—Nada; no hay miedo. ¿Cuántas camas tiene usted, patrona?

—Cuatro; pero están ocupadas: una la tiene un oficial enfermo.

—Lo dejaremos tranquilo. En las camas, ¿cuántos colchones hay?

—Dos; y en algunas, tres.

—Bueno, pues se repartirán. ¿Tiene usted guardilla, patrona?

—Sí, señor.

—¿Se puede dormir allí?

—Sí, quitando unos trastos que hay. Ahora, que hará frío.

—Eso no importa; ya estamos acostumbrados. ¡Con tal de que no llueva dentro!

—No, no. Eso, no; no entra agua.

Se oyeron las botas pesadas del cabo y de otros soldados en la escalera, que subieron y luego bajaron, metiendo un ruido como si fueran un regimiento.

—Bueno—dijo el cabo—; tres dormirán en la guardilla; dos, en la sala, y uno, en la cocina. ¿Tiene usted algo que decir, patrona?

—Nada, nada. Veo que os hacéis cargo de las cosas y que sois unos buenos muchachos, que no queréis perjudicar a una pobre vieja como yo.

—Todos tenemos que vivir, señora.

—Es verdad, y no somos ricos.

—Ahora dígale usted a nuestro cocinero, que es este chico cigaleño, dónde puede hacer nuestra cena, y dele usted la leña y la sal.

—Voy al momento.

—Bueno, muchachos—dijo el cabo—. Vamos a ver qué hay por esas calles... ¡y viva Maroto!

Fuí a la cocina. El soldado estaba preparando el fuego y cantando:

[280]

Para mi padre
le traigo una espuela;
para mi madre,
un pañuelo de seda.

Charlé un rato con este muchacho, que me habló de Cigales, su pueblo, y me contó por qué circunstancias estaba en la facción.

Luego salí a la calle. Había grandes corros de soldados en las plazas y en las puertas de las tabernas. Le encontré al fraile compañero de cuarto. Me dijo, celebrándolo, que todos los curas, apostólicos y empleados, habían echado a correr como liebres a salvar la preciosa vida. Cerca de Lecumberri, Maroto había atrapado al general Sanz, que iba huído.

De Lecumberri, al bajar a Irurzun, pasando por las Dos Hermanas, un momento antes de llegar a Atondo, en una vuelta que forma el camino entre el río Larraun y una piedra que sobresale cerca del paso de Osquia, tropezaron los caballos de Maroto y del intendente Uriz, que marchaba también escapado. Maroto mandó prenderlo, y con Sanz y Uriz, presos, entró en Estella.

El general García había hecho la baladronada de asomarse al balcón de su casa con sus ayudantes a ver la entrada de Maroto, y no le había saludado ni se había presentado a él. Se decía que los batallones navarros estaban tomando posiciones en las casas del pueblo y en la carretera de Pamplona y de Logroño para oponerse al avance de Maroto, pero no era verdad.

Fuimos el fraile y yo adonde se alojaba María, y nos dijeron que no estaba. Entonces volvimos a casa y advertimos en la calle de San Nicolás mucho bullicio. De pronto vimos pasar un cura, rodeado de soldados. Como ya estaba obscurecido, no se le veían las facciones.

—¿Qué ocurre?—preguntó el fraile a una vieja.

—Dicen que al general García acaban de prenderle.

—Y ese cura, ¿quién es?

—No sé.

El cura era el general García, que, disfrazado con so[281]tana y manteo, había querido escapar por el portal de San Nicolás.

Nos asomamos el fraile y yo al portal, un arco negro, pequeño, con un farolillo de una luz triste encima, que iluminaba una imagen de un Cristo. Dos oficiales nos intimaron violentamente a marcharnos de allá.


[282]

VI.
LA ENCERRONA

Volví a entrar en casa y me metí en la cocina, iluminada por la luz del candil. El soldado de Cigales seguía cantando y cuidando del rancho. Hablamos del asunto del día.

Charlaba con el soldado cuando vino la patrona, conmovida por el suceso ocurrido en la vecindad: la prisión del general García. La mujer del general García había suplicado a su marido que se fuera, y que se fuera de Estella, pero él no quiso; luego había estado en su casa el cura de San Pedro, que le convenció, le dió su sotana, el manteo y la teja, y García fué a casa del cura y estuvo allí una hora, hasta que quiso escapar saliendo por el portal de San Nicolás, donde le detuvo el centinela.

Se decía que lo iban a fusilar, y que lo iban a fusilar vestido de cura.

En esto entró una vieja preguntando por mí y me dió una carta. La abrí. Decía lo siguiente:

«A María Luisa la han llevado engañada a una casa de la calle del Chapitel dos hombres del 5.º batallón, y la tienen allí presa. Avísele usted a Bertache, que está alojado en el callejón sin salida de la calle de la Calderería, en la casa del fondo, a la derecha, y entre los dos, y mejor si llevan[283] algún compañero, pueden salvarla. Quémeme usted esta carta.

Un amigo.»

—¿Y la vieja que ha traído esta carta?—le pregunté a la patrona.

—Pues se ha marchado.

—¿La conoce usted?

—No.

Me hubiera gustado hacerle algunas preguntas; pero yo había estado muy lento, o ella muy rápida, porque, aunque me asomé corriendo a la calle, no la vi.

Quemé la carta en el fuego de la cocina, subí a mi cuarto y me metí una pistola en el bolsillo. Me eché el impermeable sobre los hombros y me dispuse a buscar a Bertache.

No llovía; la noche estaba húmeda; al pasar por el puente del Azucarero estuve un momento contemplando la luna, que asomaba por encima de los tejados y se reflejaba en el río.

El pueblo estaba desierto. Se habían cerrado todas las tiendas y las puertas de las casas. Fuí a la plaza. Allí había grupos y corrillos de militares y de algunos curiosos. Los militares decían que había que fusilar a García, a Guergué y a sus amigos, y seguir el mismo procedimiento con los traidores del Cuartel Real.

Me alejé de la plaza y me metí en el callejón sin salida de la calle de la Calderería.

Avancé hasta el fondo y vi a mano derecha una puerta entornada.

Llamé, dando unas palmadas. Apareció una vieja, la que me había entregado la carta, alumbrándose con un candil. Era una vieja bruja, encorvada, de ojos negros, nariz afilada y boca sumida.

—¿Está aquí Bertache?—le pregunté.

—Sí; pase usted.

Avancé en el portal y me sentí de pronto que me taparon la boca y que me agarraron por los brazos y la cintura.

—Otro que ha caído en la trampa—dijo una voz.

[284] Me registraron, me quitaron la pistola, abrieron una puerta y me hicieron bajar las escaleras de una bodega iluminada por un candil. Allí, sentados en un banco, con los pies y las manos atados, estaban María Luisa Taboada y Salvador, el espía del hotel de Bayona.

Hice un movimiento de sorpresa.

—¡Parece que te asombras!—dijo una voz burlona.

No contesté, y me dejé atar brazos y pies.


[285]

VII.
EXPLICACIONES Y AMENAZAS

Había cuatro hombres en la bodega, los cuatro militares.

Uno era bajito, moreno, pequeño, con la cara triste, bigote y la barba de varios días sin afeitar; llevaba levita de oficial; los otros tres eran soldados del 5.º de Navarra.

El oficial se llamaba Remacha, y tenía un aspecto reconcentrado y sombrío. Se adivinaba en él el fanatismo y la hipocondría.

—Ustedes me dirán lo que quieren—dije yo fríamente.

—¿De dónde ha venido usted?—me preguntó Remacha.

—De Vergara.

—¿Y a qué ha venido?

—He venido acompañando a esta señorita, a quien pretendo.

—A conspirar, a intrigar contra nosotros.

—No.

—Yo le digo a usted que sí.

—Yo le digo a usted que no.

—Sí; ese hombre es liberal y masón; yo lo conozco de Bayona—exclamó Salvador señalándome a mí.

—¿Eso es verdad? ¿Es usted liberal?

—Sí, señor.

—¿Y masón?

—También; pero no soy amigo de Maroto, ni del conde de Negrí, como este hombre—y señalé a Salvador—. No he venido a desunir a los carlistas, sino a acompañar a esta mu[286]jer. Que diga ella misma si tengo alguna relación política con sus amigos, si no hemos reñido, porque ella es carlista y yo liberal.

—Es verdad—dijo María, sollozando.

—El mismo lo confiesa—exclamó Salvador.

—Sí, cierto, lo confieso: soy liberal y comerciante; he vendido géneros al ejército de la Reina, pero no denuncio a los carlistas como este hombre que me acusa.

—¿De qué conoce usted a Bertache?

—¿A Bertache?

—Sí.

No podía negar que le conocía.

—Hemos hecho un negocio de contrabando juntos.

—¿Para España?

—Sí.

—¿Y quién entró el contrabando?

—Parte, su novia.

—¿Gabriela?

—Sí.

—Bueno. Está bien.

El teniente Remacha se puso a pasear por el sótano arriba y abajo, mirándonos a los tres prisioneros y enfureciéndose poco a poco.

La bodega era larga, angosta, con un respiradero en el techo, una mesa vieja y unas barricas amontonadas en el fondo. La iluminaba un candil humeante.

En la mesa había una taza vacía y una botella de aguardiente con una copa.

De cuando en cuando, Remacha bebía.

En esto se oyeron golpes en la puerta de la bodega, dados con la culata de un fusil; abrieron la puerta y apareció un hombre viejo, bizco, amarillento, con la cara picada de viruelas y el traje destrozado.

—¡Remacha!—gritó.

—¿Qué hay?

—A García, a Sanz y a Uriz los acaban de poner en capilla, en la sacristía de la ermita del Puy.

—¿Le habéis avisado a Guergué?

—Sí. Han ido a buscarle a Lagardón, pero no le han encontrado.

[287]

—¿Y no han mandado nadie a Legaria?

—No.

El viejo bizco desapareció de la puerta. Remacha comenzó de nuevo su paseo, y se bebió dos copas de aguardiente.

—Estaba en un acceso de rabia. Sus ojos brillaron con furor; y su cara tomó un aire de tristeza que en él, sin duda, acompañaba a la ira, y entre puñetazos, y patadas, y grandes blasfemias, en las que aparecieron Cristo, la Virgen y el Copón, nos aseguró que íbamos a pagarla si fusilaban a los generales navarros.

—A ti, por zorra—le dijo a María Luisa—, porque eres la querida de Villarreal y has venido aquí a intrigar, para ver si puedes conseguir que tu querido vuelva a tener mando.

María Luisa comenzó a sollozar.

—Reconozca usted que, si es así, es un motivo muy laudable—dije yo.

—¡Tú, cállate! Que si no te voy a aplastar como a una cucaracha.

—Es muy fácil ser valiente con un hombre atado.

—A éste—y Remacha señaló a Salvador—le fusilaremos, por traidor; y a ti, ya que eres liberal y masón y odias a los carlistas...

—No sólo los odio, los desprecio.

—Te sacaremos la vida poco a poco. Ya veremos si eres valiente.

—Más que tú, siempre.

Pasamos un momento de silencio.

—¿Y si yo le propusiera a usted hacer una gestión para salvar la vida de García?—preguntó Salvador, que estaba pálido como un muerto.

—¿Yendo adonde está Maroto, para quedarse allí?... ¡Ca!... No, no.

—Haciendo que venga a esta casa solo el conde de Negrí, dándome usted la palabra de que aunque no nos pusiéramos de acuerdo usted y yo, a él no le pasaría nada.

—Eso ya es otra cosa. Venga usted; hablaremos en otro cuarto.

Remacha tomó la botella de aguardiente en la mano.

Salieron Remacha y Salvador, y uno de los soldados fué si[288]guiéndole a éste. Quedamos María Luisa y yo atados y vigilados por dos hombres, Miguelico el Tuerto e Ilundain. Miguelico el Tuerto era pequeño, negro, tostado por el sol; tenía una cara de vencejo; la nariz, afilada y corva, como un pico; las mejillas, hundidas; los labios, delgados; el pelo, negro, y la barba, crecida de varios días. Uno de sus ojos estaba vaciado; el otro brillaba en la órbita, como el de un águila.

Llevaba un traje de soldado roto y una boina vieja, y no abandonaba una carabina, que sin duda estimaba mucho.

Recordé a Gastibelza, el hombre de la carabina, el héroe de una canción de Víctor Hugo, cuyo nombre debió de tomar el poeta de Sagastibelza, el cabecilla carlista baztanés, que tuvo alguna fama a su muerte, ocurrida hacía dos años.

Ilundain era un hombretón fuerte; tenía los ojos brillantes y ávidos; la nariz, recta; la boca, dominadora, con el labio inferior prominente. Llevaba un capotón de soldado, boina pequeña, muy calada, y el pelo, negro, que le llegaba hasta los ojos. Todo esto le daba el carácter de un guerrero antiguo.

Estuvimos algún tiempo en silencio; María Luisa gemía; yo pensaba en mí mismo, como en otro, y hacía cábalas imaginando qué dirían mis amigos al saber mi desaparición.

Miguelico se puso a pasear por el sótano y a cantar una canción monótona, que quería ser irónica.

Vosotros nos decíais a nosotros,
al vernos:
en la lid moriremos
con gloria.
Y apenas en Hontoria
entró Merino,
recorristeis más tierra
que un peregrino.

En aquellos momentos pensé una porción de cosas rápidas. Mi imaginación galopaba; pero se perdía en fantasías inútiles.

Las hipótesis y comentarios que harían en Bayona mis amigos al saber mi desaparición me llenaban el espíritu. ¿Qué diría Aviraneta? ¿Qué diría Delfina? Iba a tener un final pinto[289]resco entre aquellos foragidos como Remacha, Ilundain y Miguelico el Tuerto, el hombre de la carabina.

El lugar era también siniestro, negro, lleno de telarañas. El candil chisporroteaba y llenaba de humo espeso y acre la bodega. Yo miraba a los dos guardianes y a las negruras del sótano como quien contempla una decoración de teatro...


[290]

VIII.
LA ESCAPATORIA

De pronto sentí como la protesta del instinto vital. Había que hacer algo para salvarse.

—Sois unos brutos—dije a nuestros dos guardianes—: nos tenéis como si fuéramos cerdos. No creo que nos podamos escapar. Soltadme una mano, para que pueda fumar un cigarro.

Me desataron las manos y fumamos los tres.

—¿No podíamos beber un poco?—pregunté luego.

—¿Tú pagas?—preguntó Miguelico.

—Sí.—Saqué un duro.

—Ilundain, anda, ve tú por vino—dijo Miguelico—. Llévate la llave y luego devuélvemela.

Ilundain salió y vino poco después con una jarra grande y tres vasos. Yo llené uno y lo cogí en la mano.

—¿Por qué no traéis algo para comer?

—¿Qué quieres que traiga?

—Un poco de jamón o de queso.

Saqué otro duro.

—No; ya basta—dijo Miguelico rechazándome la moneda.

—Gente difícil de sobornar—pensé yo.

—El caso es—murmuró Ilundain—que hay que ir a la taberna de la plaza de Santiago, y andan por allí patrullas.

—¿No sabes el santo y seña?

—Sí. Julián, valor y subordinación; pero, ¿y si lo han cambiado...?

[291]

—¡Ca! No lo habrán cambiado. Ve si no a la taberna del Muturranga, de aquí cerca.

Ilundain salió del sótano. Entonces yo le dije a Miguelico:

—Suéltela usted un poco las manos a esta mujer. ¿Qué va a hacer? ¿Les va a matar? Es una vergüenza tratarla así.

—Sí, la soltaré un poco—dijo Miguelico.

Mientras se dedicaba a esa faena, María Luisa gimió. Yo saqué el frasquito del abate Girovanna y eché la mitad de su contenido en la jarra.

Volvió Ilundain con un trozo de jamón, queso, pan y la vuelta del duro.

María Luisa no quiso probar nada; yo comí jamón y queso y bebí el vino que me había echado anteriormente en mi vaso. Los dos hombres comieron y bebieron en abundancia.

El narcótico tardó mucho en hacerles efecto. De pronto, Ilundain dijo:

—Esta noche pasada no he podido dormir. Voy a descabezar un poco el sueño.

Yo hice como que echaba la cabeza en la pared y quedaba dormido. Miguelico el Tuerto, estaba en guardia, con su ojo de ave de rapiña, brillante; me miraba a mí, miraba también a la puerta, y, al último, puso un brazo sobre la mesa, inclinó la frente y se quedó inmóvil. Hice entonces un movimiento como involuntario para ver si se despertaba. No se despertó. En vista de la profundidad de su sueño le agarré por el pie a María con fuerza.

—¿Qué me quieren?—gimió ella.

—¡Silencio!—le dije yo—. Les he dado un narcótico a éstos. Ahora hay que escapar. ¿Puede usted levantarse?

—Sí—exclamó levantándose.

—Este Ilundain lleva un cuchillo en la faja. A ver si se lo puede usted sacar.

—¿Para qué?

—Para cortar nuestras ligaduras. Yo estoy atado, además, al banco, y no me puedo mover.

María Luisa se levantó, se deslizó por el banco, se acercó a Ilundain y le quitó el cuchillo de la faja. Ilundain suspiró en aquel momento.

María Luisa me dió el cuchillo y corté las cuerdas con que[292] nos habían atado a los dos. En seguida registré el bolsillo de Miguelico, saqué la llave del sótano y le quité la bayoneta del cinturón. Después María y yo subimos las escaleras hasta la puerta, llevando en la mano: ella, el cuchillo de Ilundain; yo, la bayoneta de Miguelico.

Había en la puerta una gran cerradura mohosa, que seguramente iba a rechinar al dar la vuelta a la lengüeta. María quiso abrir la puerta inmediatamente.

—Hay que tener calma. Espere usted—le dije yo—; no vayamos tan de prisa.

Bajé las escaleras, cogí un resto de la grasa del jamón y lubrifiqué la llave y la cerradura. Cuando creí que lo estaban ya suficientemente, di una vuelta rápida a la llave, que chirrió con acritud, y abrí la puerta.

Ni Miguelico ni Ilundain se movieron. En esto, la vieja del candil se acercó. Yo la agarré del cuello y la dije:

—Si grita usted, la ahogo.

La mujer no resolló; abrí la puerta del sótano, empujé a la vieja hacia dentro y cerré por fuera con llave.

—Aquí lo único que nos puede salvar es la audacia—le dije a María Luisa.

Salimos corriendo hacia la puerta de la calle; pero estaba cerrada, y, por más esfuerzos que hicimos, no pudimos abrirla.

—Vamos a ver en la parte de atrás si hay salida.

Abrí una puerta pesada y aparecimos en un corral abandonado.

Era un corral pequeño, de tapias altas, con el suelo lleno de varias cosas, que a obscuras no se veían bien: tablones, barricas, cubos y restos de algún derribo.

Había en un rincón un emparrado medio deshecho.

Pensé que encontraría alguna escalera, y, efectivamente, había una, aunque rota. La coloqué en la pared, y subí por ella, primero sobre el emparrado y luego sobre la tapia.

Era la tapia toscamente construída, con piedras gruesas, sin cimentación. Daba a un camino.

—Suba usted—le dije a María—; se monta usted en la tapia; luego subiré yo, y a ver si entre los dos podemos echar la escalera al otro lado.

[293] Dejé la bayoneta en el suelo y sujeté la escalera, de miedo de que se desbaratase.

Había subido María, ayudada por mí, a la tapia, cuando vi que Remacha se acercaba, armado de un sable y una pistola. Comprendí que no dispararía la pistola porque vendría gente, cosa que a él no le convenía. Yo quise coger la bayoneta, que había dejado en el suelo, para defenderme, pero no la encontré.

—Ríndete—me dijo Remacha.

—No.

Él levantó el sable; yo retrocedí al momento, pero el sable me alcanzó y me hirió con la punta en la frente.

Noté la sangre, que me mojaba la cara. Me refugié debajo del emparrado. Estaba allí más obscuro, y el emparrado era de poca altura. Remacha no podría allí manejar su sable. Miré otra vez al suelo para buscar mi bayoneta, y no la vi. Entonces, decidido, me lancé sobre Remacha y le agarré del brazo.

Yo tenía más fuerza que él, y sujetándole la mano derecha se la retorcí y le hice soltar el sable.

Él entonces me cogió del pelo, y yo a él del cuello.

Forcejeamos los dos, estrujándonos violentamente. Él me mordía, yo le golpeaba la cabeza sobre la pared. En esto él resbaló y cayó hacia atrás. Iba a levantarse, cuando una piedra grande, caída de la tapia, le dió en el pecho. El hombre ya no se movió.

—¿Es que le he dado?—preguntó María Luisa desde arriba.

—Sí.

—¿Y qué ha hecho?

—Ha caído.

—¿Muerto?

—No; sólo atontado.

No quise decírselo, pero creí que estaba muerto. Al momento escalé la tapia, y con una energía sobrehumana subí la escalera, medio rota, y la puse hacia afuera.

Estábamos en un camino que iba del convento de Recoletas hacia la ermita del Puy. No pude calcular qué hora sería. El cielo estaba estrellado. Debía ser algo más de media noche. Se oían próximos los alertas de los centinelas.

Salimos María Luisa y yo por la calleja de Belviste a la plaza[294] de Santiago. En la plaza, a obscuras, había una patrulla que iba y venía a la luz de unas antorchas. Se oía de cuando en cuando el «¿Quién vive?» de los soldados. Tenía la noche un aire siniestro; no sabíamos si aquella patrulla era de amigos o de enemigos. En la duda, retrocedimos. Encontramos un portal abierto.

—¿Aquí podríamos pasar la noche?—pregunté yo a una vieja que apareció en el zaguán con una vela.

—Sí; pasen ustedes.

Seguimos a la vieja por el portal, subimos la escalera hasta un corredor largo y pasamos a una alcoba.

Aquella casa era una casa de citas.


[295]

IX.
TRIBULACIONES

Cuando vi en un espejo pequeño de la alcoba que tenía en la frente una hinchazón llena de sangre coagulada, me asusté; luego, al lavarme, vi que la herida de mi cabeza era larga, pero no profunda. María Luisa me vendó con un pañuelo. Yo le besé las manos y no protestó.

El cuarto en donde estábamos era una alcoba grande con un balcón a la calleja. Tenía un papel amarillo, rasgado en muchas partes, un sofá también amarillo, un espejo, la cama y un aguamanil.

—Échese usted en la cama; yo me tenderé en el sofá—le dije a María.

—No, no; usted está herido.

—No es nada; cogeré una manta y una almohada, y ya está.

Cogí la manta y me tendí en el canapé, que era duro como el corazón de un carlista.

—Ahora, acuéstese usted—le dije a María.

—No, no.

—¿Por qué no?

—No podré dormir—suspiró ella.

—Vamos, no sea usted niña—repliqué yo—. ¿No es usted una mujer fuerte? Quítese usted los zapatos y el abrigo, y se dormirá usted.

—No podré—murmuró ella sollozando.

—Vamos—dije yo—, le serviré de doncella.

[296]

Me levanté y le quité los zapatos, sin que ella protestara.

—Ahora, fuera el abrigo, y a dormir. Apague usted la luz.

—No, no.

—Como usted quiera.

—Si Carmona habla del plan de sublevación de Navarra y cuenta que yo se lo llevé al general García, me buscan y me matan.

—¿Para qué va a declarar una cosa que no le conviene? Además, Maroto es el que manda.

Me volví a echar en el canapé, y estuve dormido, o, por lo menos, atontado, una media hora. María Luisa seguía inquieta, agitándose en la cama y quejándose.

—¿No puede usted dormir?—le pregunté.

—No.

—¿Tiene usted algo? ¿Le duele la cabeza?

—No; no tengo nada. ¿Y usted, duerme?

—Yo he dormido un poco. La herida me empieza a doler y parece que hay ratas aquí.

—¡Qué situación, Dios mío!—exclamó ella.

—¡Qué le vamos a hacer! Peor nos veíamos hace un momento.

—Estamos bien—exclamó de pronto ella riendo con una risa nerviosa—. ¡Qué noche! ¡No va a pasar nunca! ¿Qué haríamos?

—¿Yo, sabe usted qué voy a hacer?

—¿Qué?

—Tomar un poco del narcótico que he dado a esos hombres. Todavía me queda.

—No haga usted ese disparate. Eso debe ser un veneno.

—No. ¡Ca! Lo voy a tomar.

—¿Y qué defensa voy a tener yo?

—Tome usted también un poco, y se duerme.

—No, no. De ninguna manera.

—Entonces, ¿qué quiere usted hacer?

—No sé. No sé. ¡Ay, Dios mío! ¡Yo creo que tengo fiebre!

—A ver...—le toqué las manos—. No tiene usted nada. No se asuste usted.

[297] —¿Qué haríamos? ¿Qué haríamos?

—¿Yo, sabe usted lo que haría, como usted?

—¿Qué?

—Hacerme sitio en la cama. Después de todo, quizá mañana nos vayan a fusilar...

María Luisa se incorporó como movida por un resorte.

—¿Sería usted capaz...?

—¿De violentarla? No. Nunca. Usted manda. Yo quisiera resarcirme de todas las angustias que he pasado. ¿Lo quiere usted también? Apague usted la luz. ¿No lo quiere? Tenga usted la luz encendida.

María me miró con estupefacción, y al poco rato apagó la luz.

Cuando me acerqué a ella, intentó rechazarme, pero luego cedió... Después del día, lleno de emociones, la noche, furiosa de erotismo.

Por la mañana siguiente, cuando me desperté de un sueño febril, vi a María Luisa, desnuda, arrodillada en el suelo y llorando.

—No haga usted locuras—le dije—, hace un frío terrible.

—He hecho una horrible traición, he cometido un tremendo pecado. ¿Qué va a ser de mí, Dios mío?

—Yo no le abandonaré a usted.

—¡Usted! Usted no tiene obligación ninguna conmigo. Mi reputación está perdida; mi conciencia no podrá recuperar su calma. Su amigo de usted, Aviraneta, es un monstruo.

—No sea usted injusta, María. En esta intriga ha seguido usted los consejos de otros amigos.

—No; ha sido él el que me ha perdido.

Conseguí que María se tranquilizara y se vistiera. Había adquirido ya su presencia de ánimo; yo estaba agotado y febril.

En esto, empezó a oírse un terrible estrépito de tambores y y cornetas.

—Voy a ver qué pasa—dijo María.

—No haga usted alguna imprudencia.

—Tengo que salir.

[298] María salió; pasó una hora, y otra hora, y no volvió.

Me levanté yo como pude y llamé en la puerta, y entró la dueña de la casa, la Coneja. Era una mujer gruesa, con unos ojos redondos de lechuza, la nariz corva, los labios delgados y un aire entre burlón y suspicaz. Hablaba de una manera muy redicha.

—¿Qué le pasa a usted? ¿Le han herido?

—Sí, ya ve usted.

La Coneja creyó que me habían herido en su casa.

—¡No salga usted ahora, por Dios!—me dijo.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué era ese ruido de tambores?—le pregunté.

—Que han fusilado a los generales navarros Guergué, García, Sanz y Carmona.

—¿Dónde los han fusilado?

—En el Puy, en una era que hay detrás de la casa del Prior. La gente está indignada porque los han matado de espaldas y arrodillados, como a los traidores, y porque dicen que a García le han fusilado con la sotana que llevaba puesta cuando iba a escaparse.

La Coneja, por lo que contó, se había levantado temprano a lechucear.

Había visto pasar por la madrugada al general Guergué, que venía andando, con una escolta de caballería, y luego, poco después, al brigadier Carmona.

Al primero lo traían de Legaria, y al otro, de Cirauqui.

Los subieron a los dos al Puy, y una hora después los fusilaban.

El cadáver de Sanz lo pidió para enterrarlo la viuda de don Santos Ladrón.

Esta señora, que había tenido el sino de ver fusilar a su primer marido, general navarro y realista, veía fusilar a su futuro segundo marido, también general navarro y realista.

La vieja me dijo que el pueblo estaba desierto, que las tropas recorrían las calles e iban haciendo prisioneros, y todas las casas estaban cerradas.

Maroto, sin duda, se había decidido a dar el gran golpe. Teniendo entre las manos a García y a Sanz, había dado la orden de prender a Carmona y a Guergué, y a los cuatro gene[299]rales, con el intendente Uriz, los había fusilado sobre la marcha. Al día siguiente le tocó el turno al secretario del Ministerio de la Guerra, Ibáñez, que fué también fusilado.

Había que reconocer que Maroto era un hombre decidido, un hombre de agallas. Un jefe que se atrevía a fusilar a cuatro generales navarros, por tropas navarras, en una ciudad como Estella, que tenía una guarnición de navarros, era un valiente.


[300]

X.
DE ESTELLA A SAN JUAN DE LUZ

—Y usted, ¿qué va hacer?—me preguntó la Coneja.

—Esperaré aquí.

—Si le dejan, porque andan registrando las casas.

Efectivamente, al mediodía se oyó estrépito de pasos en la escalera y entraron varios soldados en la alcoba.

—¡Hala! ¡A levantarse!—me dijo uno.

—No, no. Yo estoy malo. Tengo mi pasaporte en regla.

—¿Qué pasa?—preguntó asomándose un oficial.

—Aquí hay un hombre que está herido.

Entró un oficial barbudo, me miró atentamente, y dijo:

—¡Cristo! ¡Tú eres Leguía!

—Sí.

—¿No me conoces?

—No.

Entonces el oficial, acercándose a mi oído, me dijo:

—El padre Gregorio.

Nos estrechamos la mano efusivamente y nos contamos nuestras mutuas aventuras. Le dije yo lo que me había pasado el día anterior en el callejón de la Calderería, y el ex padre Gregorio prometió traerme un salvoconducto especial.

—Bueno, chico, aquí te quedas. No se te molestará. Si me necesitas para alguna otra cosa, avísame.

Se fué el ex fraile convertido en capitán, y yo quedé en casa de la Coneja.

La Coneja se mostró muy amable conmigo.

[301] Durante el día me trajo de comer y me contó lo que se decía en el pueblo.

Al parecer se daban toda clase de versiones para explicar la rapidez con que se había enterado Maroto de la conjura tramada contra él.

Unos decían que el delator había sido González Moreno, hombre muy odiado por los navarros; otros, que el general Alzaa había enviado a Maroto un anónimo; otros atribuían el descubrimiento de la intriga al consejero Arizaga, y otros, por último, al gobernador de Estella.

A los dos días se mejoró mi herida, y, el ex padre Gregorio me trajo un salvoconducto, y me dijo que Remacha estaba muriéndose. Me advirtió que me convenía marcharme pronto. Pregunté a la Coneja si conocería alguno que tuviera un cochecillo. Me dijo que sí.

Trajo un cochero. Era mi amigo Cholín Tripatriste.

Este me indicó que me llevaría a cualquier parte si le daba cincuenta pesetas al día.

—Nada, está hecho el trato.

Pagué a la Coneja, y fuí a casa de la Martina, en donde supe que el oficial marotista se había muerto de las fiebres, y partí de Estella.

Tuve prisa, porque corría la versión de que cuando saliera Maroto habría represalias.

Efectivamente; al día siguiente de marchar yo evacuaron Estella las tropas de Maroto, y poco después entró Balmaseda.

Este quiso de nuevo sublevar los navarros contra Maroto, y dejó libres a los presos de las cárceles; pero su tentativa no logró el menor éxito, y tuvo que marchar huyendo hacia Aragón.

El capitán Gregorio me regaló una pistola para el camino.

Yo había pensado primero ir por Vergara a Deva o a Zumaya, y embarcarme allí; pero esto podía ser expuesto y complicado, y como tenía pasaporte y disponía del coche de Cholín, decidí marchar más lentamente por tierra hasta Francia.

Viajaríamos de noche.

El primer día de marcha fué día de emociones. Me quisieron detener a la salida de Estella, y pocas horas después oímos tiros. Estábamos en aquel momento delante de Cirauqui.[302] La silueta quebrada del pueblo se destacaba negra y trágica en el cielo anubarrado y obscuro, sin una luz.

Seguían los tiros cada vez más cerca, tanto que Cholín paró el coche. Cuando cesaron, marchamos adelante. Poco después vimos un cuerpo en la carretera. Paró de nuevo Cholín, cogió el farol del coche y miró al caído.

—¿Está muerto?—pregunté yo.

—Completamente.

Seguimos nuestra marcha; llegamos al amanecer a Pamplona y dormimos en una posada. El segundo día tomamos la carretera de Ulzama y fuimos a parar a la venta de Arraiz.

Allí me prestaron un papel que tenía este título: «Ligera reseña de los medios usados por Maroto y su pandilla para alcanzar lo que ellos llaman su triunfo. Hecha por A. de C.»

Este A. de C. era fray Antonio de Casares. En su escrito, el fraile insultaba a Maroto y aseguraba que Gómez, Elío y Zaratiegui eran masones.

Este papel lo habían traído a la venta dos desertores del ejército carlista que marchaban a Francia. El uno era alemán; el otro, inglés. Hablaron conmigo, me tomaron por francés y me contaron sus aventuras.

El alemán era alto, flaco, de ojos azules, tostado por el sol; había peleado primero en las filas cristinas. En una ocasión había robado un Cristo de oro de una iglesia, tan pesado, que no había podido llevarlo. Le condenaron a muerte, se escapó y se pasó a los carlistas, donde había llegado a sargento. Me dijo riendo que se había bautizado varias veces para ser protegido por las señoras carlistas.

El inglés era una verdadera caricatura, un tipo de clown, con los ojos saltones y la boca de rana.

Tenían un documento para pasar la frontera, que podía servir muy bien para mí, y que me ofrecieron por cinco duros.

Acepté el trato; di el dinero y recibí el papel. Nos acostamos; y como yo no dormía apenas estos días, estuve largo tiempo despierto.

A media noche noté en el cuarto pasos y vi la luz vaga que entraba por un ventanillo, que el alemán se acercaba a mi cama, sin duda a registrar mi ropa. Inmediatamente me erguí yo en la cama con la pistola en la mano.

[303] —Se va usted a enfriar, amigo mío—le dije—; vale más que se vuelva usted a la cama si no quiere usted que le agujeree la piel.

El alemán se escabulló a la carrera.

Al día siguiente atravesamos, Cholín y yo, Velate, con nieve y frío y una niebla que no se veía a cinco pasos, llegando a Vera al anochecer, donde me sirvió el documento del alemán y del inglés, y nos hospedamos en la posada de Vera, que en mi ausencia había tomado el título pomposo de la Corona de Oro.

Como yo quería llegar a San Juan de Luz pronto, hablé al dueño de la Corona de Oro, quien me proporcionó un guía y un caballo, y salí con él por el camino de Inzola, después de pagar a Cholín Tripatriste. En la misma frontera nos encontramos con una patrulla de carlistas desharrapados. Les mostré mi salvoconducto y les di unas monedas, y me dejaron pasar.

A media noche llegué a San Juan de Luz y me acosté, muerto de fatiga.


[304]

XI.
OTRA VEZ VINUESA

Seguía malo y febril, no podía dormir. A la mañana siguiente de llegar tomé la diligencia. Me metí en un rincón de la berlina, y estaba con los ojos cerrados, cuando oí una voz conocida. Era Vinuesa.

—¿Qué le pasa a usted?—me dijo—. ¿Está usted enfermo?

—Sí; tengo una herida—contesté—. Usted tampoco tiene buen aspecto.

—Estoy acatarrado y no puedo con mi alma.

Estaba el hombre desconocido, flaco, macilento, con el pelo blanco.

—Vengo muerto—me dijo entre dos estornudos—. He pasado en el campo de Don Carlos unas semanas y vuelvo ansiando descansar. Aquello es un manicomio.

—¿Sí, eh?

—¡Un horror! Ya le contaré a usted.

Partió la diligencia. No íbamos en la berlina más que Vinuesa y yo, y el hombre se puso a hablar.

—Pues, sí—me dijo—; mientras he estado allá, no he tenido un día tranquilo. Llegué el siete de febrero a Villarreal, y el Señor me hizo alojar en una de las mejores casas del pueblo. Al día siguiente tuve mi primera audiencia con Su Majestad. ¿Usted no es carlista?

—No.

—¿Le molesta a usted que yo le dé este título de Majestad a Don Carlos?

[305] —No, no; de ninguna manera.

Lo que me molestaba era el dolor de cabeza, cada vez más creciente, que tenía.

—Pues bien: Su Majestad—siguió contando Vinuesa—me dijo que el objeto de llevarme al Real no era otro que nombrarme ministro de Estado, en una combinación pensada de acuerdo con el general Maroto. Me honra Su Majestad—le dije—, pero no creo que sirva para tan alto cargo. «¡Sí, sí; no has de servir!—me contestó—. Eres inteligente, culto y fiel.»

Luego me dijo que el ejército carlista mejoraba; que Maroto había conseguido restablecer la disciplina por completo, y que tenía la esperanza de poner sus tropas en un estado brillante, al que no habían llegado nunca.

—¿Así que Don Carlos estaba contento de Maroto?—pregunté yo, aunque en aquel momento no me interesaba nada la cosa.

—Mucho. A Maroto le da por la organización—me dijo Don Carlos.

—¡Le da por la organización!—repetí yo—. ¡Qué frase más poco napoleónica!

—A los tres o cuatro días el Señor me encargó que hiciera un proyecto de arreglo para la Secretaría de Estado, que fuera económico y sencillo; lo hice a la carrera, y, para recompensarme de los servicios que, según él, le había prestado, me nombró conde de Gracia Real.

—¡Gracia Real! Es bonito—murmuré yo.

—¿Le parece a usted?

—Muy bonito. Sí.

En la confusión de mi cerebro, Gracia Real me parecía que debía ser algún pájaro de muchos colores.

—Su Majestad me ha tomado afecto—siguió diciendo Vinuesa—. Tuve que seguir, con el Real, andando de acá para allá, y el día veinte de febrero, ¡a mí me parece que han pasado no días, sino años desde esa fecha!, una mañana de lluvia y de frío se nos presentó, yendo por el monte, el oficial don Joaquín Sacanell con un pliego, de parte de Maroto. «Léelo»—me dijo el Señor—. Yo empecé la lectura. Había un preámbulo largo, en que Maroto se quejaba de la indiferencia del Rey, que Don Carlos escuchó con indiferencia. Luego venían[306] estas palabras, que se me han quedado grabadas en la memoria: «Es el caso, señor, que he mandado pasar por las armas a los generales Guergué, García, Sanz, al brigadier Carmona y al intendente Uriz...»

—¿Qué dices?—exclamó Don Carlos—. Eso no puede ser. Entremos aquí, en esta casa.

Pasamos a un caserío que se hallaba cerca del camino real, nos sentamos, y leí yo todo el parte de Maroto.

—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dios mío!—exclamó el Señor—. Estoy perdido. Maroto se ha vuelto loco o me hace traición. No digas nada y vamos pronto a Villafranca. Estoy sofocado. Necesito descansar. ¡Dios mío, qué disgustos me están dando!

Llegamos a Villafranca y tuvimos una conferencia con el Rey, Arias Teijeiro, el brigadier Montenegro y yo, y acordamos redactar una proclama declarando traidor al general Maroto, que comenzaba así: «Voluntarios, fieles vascongados y navarros».

Arias Teijeiro hizo observar que Maroto sentía gran odio por Balmaseda y que sería capaz de fusilarlo, teniéndole preso en el castillo de Guevara, y, para evitarlo, Don Carlos mandó, al momento, una esquela dirigida al gobernador del castillo de Guevara, que decía así: «Gaviria: pondrás en libertad, inmediatamente, a Balmaseda, porque así te lo manda y es la voluntad de tu Rey.—Carlos.»

Volvimos con el Real a Villafranca el 23 y se encontró Don Carlos con la dimisión del Ministerio.

—¿Qué harías tú?—me preguntó.

—Yo llamaría al brigadier Montenegro.

Lo hizo así y se constituyó el Ministerio. Unos días después, el Señor se encerró conmigo en un gabinete y me dijo que su causa marchaba muy mal.

—Pero, ¿por qué, Señor?—le pregunté yo.

—No hay que hacerse ilusiones; esto va mal. El paso lamentable que ha dado Maroto fusilando cuatro de mis jefes mejores es el principio del fin. Aquí hay alguna trama oculta contra el carlismo. Maroto ha hecho la guerra en el Perú, y Espartero y él se han debido conocer. No me chocaría nada que los dos sean masones. La masonería nos ha perdido. Dicen que Fulgosio, Urbistondo, Lasala y otros jefes son tam[307]bién francmasones y están de acuerdo con Espartero y Maroto para vender mi causa. Yo no lo creo, ni lo dejo de creer, pero me lo temo; no me asombraría nada que fuera cierto. Cometí la grave falta de recibir a los castellanos y de preferirles a los fieles navarros y vascos, que no me han faltado nunca. Ya la cosa no tiene remedio y es preciso conformarse con la voluntad del Señor.

—Pero todavía hay un ejército carlista fuerte y bien organizado—le dije yo.

—Sí; pero le obedece a Maroto más que a mí. Él es el dueño de los batallones, y no es sólo eso, sino que todos mis verdaderos amigos y consejeros fieles me los arranca de mi lado y me los expatria a Francia.

—¿Y no puede Su Majestad destituír a Maroto?

—Por ahora, imposible, imposible. Hay que disimular. ¡Ah! ¡Si tuviera pruebas claras de su traición!

—Y no las hay, claro.

—No las hay. Y ellos son muchos, y yo voy estando solo. ¿Tú, amigo Vinuesa, no conocerías en Madrid o en Bayona algún hombre activo, inteligente y sagaz, que pudiera traer a mi lado? Entonces yo pensé en usted y en Aviraneta.

Yo había oído esta relación dominado por el dolor de cabeza y el ruido de la diligencia.

—¡En Aviraneta y en mí!—exclamé yo, verdaderamente asombrado.

—Sí, en Aviraneta y en usted. Conozco—le dije al Señor—dos hombres de un talento extraordinario. El uno, es un hombre ya hecho, avezado a las revoluciones; el otro, es un joven activo, fuerte, lleno de inteligencia y de energía. A éste le encontré en Bayona y le conté que estaba denunciado, perseguido. En un momento lo arregló todo, y, al día siguiente, estaba en Vera.

—¿Y qué hacen esos hombres? ¿A qué se dedican?—me preguntó Don Carlos.

—El más viejo debe estar empleado; el joven es un comerciante rico.

—¿De dónde son?

—Creo que vascos.

—¿Y son tan inteligentes?

[308] —Son dos cabezas privilegiadas. Han viajado, saben idiomas, conocen a los hombres...

—Gentes así, de arrestos, de energías, me convendrían. Consultaré el caso con el padre Gil. Vuelve mañana, a las nueve.

Al día siguiente me presenté a Su Majestad, quien me dijo:

—Tengo confianza en ti. Vuelve inmediatamente a Bayona y trae a los dos amigos tuyos. Le ofrecerás a cada uno, desde luego, diez mil duros, que te entregará el marqués de Lalande, con una libranza mía, y les dirás de mi parte, que, si satisfacen mis deseos, seré para ellos, no el rey, sino un amigo; y que llegado a Madrid y colocado en el trono de mis padres, haré lo que pidan y deseen. Así que ponte en camino cuanto antes.

Me despedí de Don Carlos, pasé por Vera el mismo día en que se esperaba que el general Urbiztondo llegara con el convoy de los desterrados a Francia, de orden de Maroto, y aquí estoy.

Todo esto me parecía una fantasía de sueño.

No comprendía cómo Vinuesa podía tener tanta influencia sobre Don Carlos para darle un consejo y convencerle.

Por otra parte, el consejo no era malo porque Aviraneta y yo en el Real de Don Carlos hubiéramos hecho algo trascendental.

—¿Qué me contesta usted?—me preguntó Vinuesa.

—Amigo Vinuesa—le dije, haciendo un esfuerzo—: es usted más bueno que el pan. Yo le agradezco a usted mucho lo que ha hecho por Aviraneta y por mí y los informes que ha dado usted a Don Carlos. Si yo creyera en el triunfo de la causa carlista y tuviera alguna simpatía por ella, aceptaría con entusiasmo esa misión; pero no tengo simpatía, ni creo en el triunfo del carlismo. Para mí, hoy por hoy, la causa carlista está perdida. Maroto, indudablemente, está de acuerdo con Espartero. Querer hacer revivir el carlismo es querer resucitar a un muerto.

—Pero a ustedes les convendría, aunque no fuera mas que por hacer su carrera, unirse a Don Carlos.

—Yo no puedo, y creo que Aviraneta, tampoco; pero pregúnteselo usted a él.

[309] —Y usted, ¿por qué no puede?

—Porque soy... masón.

—¿Y Aviraneta es también masón?

—Sí.

Al decirlo me reía por dentro. Toda esta conversación me hacía el efecto de un sueño.

—Ah... ¿es usted masón?

—Sí.

—Entonces lo comprendo. El hacer traición a los francmasones le podría costar la vida.

—Es cierto.

—¿Y usted cree que Aviraneta no querrá?

—Desde luego, no.

—¿Y qué piensa usted que yo debo hacer ahora? ¿Cómo le contestaría a Don Carlos?

—Pues le escribe usted que ha venido usted a Bayona, que nos ha hablado, que hemos dicho que somos masones y que estamos comprometidos con los liberales. De paso le devuelve usted la libranza de los veinte mil duros, y le dice usted, con relación a usted mismo, que se va usted a quedar una temporada en Bayona hasta restablecerse. Porque usted, como yo, necesita reposo.

—Muy bien, muy bien. Es usted un verdadero amigo. Yo no estoy para nada con este catarro. Tengo la cabeza como un bombo. ¿Quiere usted redactarme esa carta?

—Bueno, cuando lleguemos a Bayona.

En el escritorio del hotel, y con grandes trabajos, redacté la carta.

—Es usted mi salvador—me dijo varias veces Vinuesa—; voy a ahora casa del marqués de Lalande, para que encamine mi carta al Real de Don Carlos.

Yo comencé a subir la escalera de mi hotel para llegar a mi cuarto. En la cabeza sentía unos golpes como de un martillo. Al llegar, me desnudé como pude y me metí en la cama; luego llamé a la criada y la dije que avisara a don Eugenio de Aviraneta, en la calle de la Moneda, 11, que había llegado.


[310]

XII.
ENFERMEDAD

Al poco tiempo vino Aviraneta, a quien conté todo lo que nos había ocurrido a María y a mí.

—He estado muy inquieto—me dijo—; he mandado tres mujeres al campo carlista para averiguar vuestro paradero: una, a la casa de la viuda de Zumalacárregui; otra, a Plasencia de las Armas, y la tercera, a Vergara. Esta última encontró vuestro paradero en Estella.

Después le conté cómo había hablado con Vinuesa, y su proposición de ir al Real de Don Carlos.

—¡Qué lástima que hayas hecho ese viaje estúpido, que te ha cansado y te ha reventado! Eso sí que hubiera valido la pena. ¡Ir de secretario íntimo de Don Carlos!

—Vaya usted, le dije yo. A usted también le invitan.

Se marchó Aviraneta, y toda la tarde y toda la noche la pasé con fiebre y con unos sueños raros, siempre alrededor de Estella.

Al día siguiente volvió don Eugenio, y al verme en la cama, me dijo:

—¿Todavía no te has levantado?

—No me siento con fuerzas—le contesté.

—¡Bah! No tienes nada. ¿Sabes quién me ha escrito?

—¿Quién?

—Corito. Me pregunta por ti. Dice que su madre le asegura que tú eres un desalmado, un hombre peligroso, y que ella no lo cree. Quiere que yo le conteste.

[311] Esta noticia, que en circunstancias normales me hubiera hecho saltar de la cama, la recibí con perfecta indiferencia.

Al día siguiente la fiebre fué mayor, y don Eugenio se presentó con un médico; me tomó el pulso, me miró la lengua, y pocas horas después me pusieron en un colchón y me llevaron no comprendí adónde.

Por la mañana, cuando remitió la fiebre, vi que una monja me cuidaba, y supuse que me hallaba en un hospital. Debía de estar en una sala de pago. Las hermanas de la Caridad se acercaban a mi cama y me miraban. Yo no comprendía bien quiénes eran ni qué querían: vivía en mundo irreal y extraño. Por la mañana oía el canto de las monjas en la capilla, y este canto me producía unos sueños dulces, inefables.

Todas las mañanas la fiebre remitía un poco; luego aumentó de tal modo, que los intervalos se hicieron raros. Soñé mucho con María, y creí varias veces ver a mi lado a Corito. Por lo que me dijeron luego, canté y grité y eché discursos en mi delirio.

Por último, un día, tras de un largo sueño profundo, me desperté. Tenía tal debilidad, que no podía mover un dedo.

Poco después vi alrededor de mi cama a Aviraneta, a Corito, a doña Mercedes y a mi madre.

Quería hacer muchas preguntas, pero me dijeron que no hablase.

Unos días después, Corito me dijo que su madre y ella habían dispuesto que, cuando me pusiera bueno, nos casaríamos e iríamos a Madrid.

Ya sin fiebre, comencé a sentir una languidez y una tristeza cada día mayores. Tenía un sentimentalismo enfermizo. Cuando me hablaba Corito, tomaba sus manos entre las mías y lloraba como un niño.

Este sentimentalismo se complicó pronto en mí con una idea de remordimiento. Fué un día que vino Vinuesa a visitarme. Estuvo el hombre tan cariñoso conmigo, que me avergoncé de mi proceder con él.

Es posible que haya una moral de hombre sano y una moral de hombre enfermo; yo había pasado de la una a otra.

Tenía una idea de remordimiento de la que no me podía librar: el haber seducido a la muchacha alavesa en Bidart, el[312] caso de María Luisa y el de la mujer de Vinuesa me turbaban el espíritu.

¿Para qué había hecho esto? No no lo comprendía. No me lo explicaba. Había seguido una tradición de violencia y de egoísmo, por que sí.

Todos mis amigos y conocidos aparecían al pie de la cama y me echaban en cara mi dureza y mi crueldad.

Indudablemente, los hombres tenemos una mezcla de bueno y de malo, de sombra y de luz; yo siempre había creído que en mí la zona de sombra era grande, pero ahora me parecía toda mi vida en sombra.

Cuando pude levantarme de la cama dejé el hospital y fuí de nuevo al hotel. Stratford vino varias veces a hablar conmigo, y estuvieron también doña Paca Falcón y Sara, su dependiente.

Cuando ya pude salir y hacía bueno, paseaba con doña Mercedes y Corito. Hablaba de vivir tranquilamente. La idea de exponerme y correr aventuras y peligros no me seducía. Mi impulso por la acción había desaparecido. Aquella fiebre, que me había durado cerca de dos meses, arrastró mis ambiciones, mis preocupaciones y mi erotismo.


[313]

XIII.
LA VUELTA DE MARÍA

El 27 de abril, María Luisa de Taboada apareció en Bayona, y fué a visitar a don Eugenio. Ya no era la muchacha de antes, petulante y charlatana, sino una mujer reservada y taciturna. A mí me vió en la calle y se escapó para no hablarme.

Pregunté a la hija del brigadier carlista qué le pasaba a María.

—Ya sabe usted que es la novia del general Villarreal y que quieren casarse; pero al pobre Villarreal no le reponen en su puesto; le han tenido preso, y, además, está tísico. Parece que habían decidido vivir como marido y mujer hasta que se pudieran casar, pero como no tienen medios, María Luisa vuelve aquí, no sé si a ser señorita de compañía o a qué.

Aviraneta me dijo que pensaba emplearla de nuevo.

Un día encontré a María en casa de Aviraneta. Al verme palideció y se turbó.

—¿Me odia usted?—le pregunté.

—No.

Estuvimos un rato en silencio.

—¿Se va usted a casar?—me dijo.

—Sí.

—¿Le quiere usted a su novia?

—Sí; pero si usted hubiere querido, me hubiese casado con usted.

—Más vale que se case usted con ella.

[314] —¿Cree usted?

—Sí; nosotros no nos hubiéramos entendido nunca.

Al despedirme de María Luisa me dió la mano cordialmente.

Una semana después, don Eugenio me dijo maliciosamente:

—María Luisa tiene una gran desconfianza y me espía. La he tendido un lazo para ver si me puedo fiar de ella, y ha caído en él.

—¿Qué ha hecho usted?

—Había observado estos últimos días que, en medio de la indiferencia que tiene ahora por todo, cuando la pasaba a mi despacho cambiaba de actitud y se ponía disimuladamente a ver si podía enterarse de algo; miraba los sellos de las cartas, los timbres de las fábricas de los papeles al trasluz, etcétera, etc. El otro día le avisé a la sobrina de mi patrona, una chica muy lista, que se llama Veronique, y le conté lo que me pasaba. Luego le pregunté si sería capaz de observar a María Luisa, para lo cual yo la dejaría a ésta sola en mi despacho, y ella, Veronique, podría mirarla desde una ventana pequeña que comunica mi cuarto con un corredor. Le prometí a la chica un sombrero, y ella dijo que haría lo que le dijese. Pusimos una escalera en el corredor, que es bastante obscuro, debajo del ventanillo, y yo redacté unas notas figuradas del ministro de la Gobernación, en que aparecía Maroto de acuerdo con Espartero, y fabriqué una clave falsa con el número cinco. Al día siguiente convidé a almorzar a María Luisa, y estando en la mesa, a los postres, hice que la criada me entregara una carta.

—Qué fastidio—dije a María—. El cónsul me llama. Usted haga lo que quiera; si quiere usted marcharse, se va; si no, puede usted entrar en mi despacho, donde hay libros y periódicos.

—Me quedaré un rato—contestó ella.

Yo tomé mi sombrero y salí a la calle. María Luisa, poco después, salió del comedor, entró en mi despacho, y lentamente cerró la puerta con pestillo. Veronique, la sobrina de mi patrona, se colocó en su atalaya. María Luisa abrió los cajones de mi mesa y principió a examinar los papeles uno por uno; luego encontró las notas que yo había escrito la noche anterior, con la clave cifrada. Inmediatamente que María Luisa tro[315]pezó con estos papeles se puso a copiarlos; luego encendió una vela y sacó tres impresiones en lacre de los tres sellos que yo uso. Acabada la obra se guardó todo en el pecho, descorrió el pestillo de la puerta, la dejó entornada y se puso a leer los periódicos. Cuando volví yo de mi paseo me encontré a María Luisa más jovial que de costumbre. Le dije que el cónsul Gamboa me molestaba por cosas de poca importancia, y le invité a que volviera a almorzar conmigo al día siguiente. Veronique me dió cuenta exacta de todo lo que había observado, y ya tiene su sombrerito.

—¡Cómo desmoraliza usted al pueblo!

—¡Pues mira que tú!

—¿Va usted a prescindir de María?

—No; le he propuesto un nuevo viaje al campo carlista; por ella sabré lo que piensan Villarreal y sus amigos. Para mí, María es una mujer muy simpática.

—Y para mí también.

—Para ti algo más que simpática.

—¿Por qué dice usted eso?

—A mí no me engañas tú ni ella. Tiene uno el colmillo muy retorcido.

—No sé por qué supone usted que le quiero engañar.

—Bueno, bueno. Es asunto liquidado, y no hay que insistir en él. María es muy buena y, además, muy generosa. Todo el dinero que le he dado yo se lo ha entregado a Villarreal para sus deudas.

Unas semanas después estaba María de nuevo de regreso en Bayona, muy descontenta de su viaje. A Villarreal, como al padre Cirilo y a sus compañeros, que habían creído apoderarse del mando y formar el Ministerio a su manera, después de aniquilar al partido intransigente, les había salido mal la maniobra, y el despotismo militar se entronizó bajo la dirección absoluta de Maroto.

Villarreal, el padre Cirilo y sus amigos quedaron de nuevo cesantes y reducidos a la más absoluta impotencia.

Después de este último viaje, María volvió a otra casa de Bayona, como señorita de compañía, y se dijo que estaba entregada a la iglesia y que hacía con frecuencia ejercicios espirituales en la Congregación de San Vicente de Paul.


[316]

XIV.
COMIENZA LA NUEVA VIDA

Se acercaba la época de mi matrimonio. Doña Mercedes aseguraba que en llegando a la Corte conseguiría para mí un buen empleo.

Después de hablar con Aviraneta, quien me dijo que no tenía nada que ver con el asunto, me entendí con Gomes Salcedo, y le cedí la casa de comisión Etchegaray y Leguía por veinte mil francos.

Me despedí de mis amigos de Bayona y de Aviraneta.

—Bueno—me dijo éste—, seguiremos el procedimiento de comunicarnos como antes, tú desde Madrid y yo desde Bayona.

—Mire usted—le dije—, no, don Eugenio. Me obligan a hacer otra vida, necesito independencia y libertad en los movimientos. No puedo perturbar la vida de estas dos mujeres. No quiero ser conspirador.

—Bueno, bueno, está bien—replicó Aviraneta, ofendido.

—No creo que se deba usted ofender; yo le debo a usted todo lo que soy, es cierto, pero también es cierto que ahora no voy a ser solo, y no quiero dar a mi mujer una vida de sobresaltos, teniendo a su marido vigilado y perseguido por la policía.

Me separé con tristeza de don Eugenio. ¿Qué iba a hacer? No podía tomar otra determinación.

Unos días después, Corito y yo nos casamos y fuimos a[317] Madrid. María Cristina nos recibió, a mi suegra, a mi mujer y a mí, en Palacio. Al mes tenía yo un alto empleo.


En Madrid hice relaciones y comencé una nueva vida, tan desligada de la de Bayona, que ésta, en mi existencia, era como un prólogo completamente aislado del resto de ella.

De mis conocidos en Bayona, volví a ver años después a muy pocos. A Vinuesa le encontré y me llevó a su casa. No me hacía mucha gracia hablar con su mujer. Vinuesa se lamentó con Aviraneta de que yo no fuera a visitarle con frecuencia.

—Leguía no me quiere porque soy carlista—le dijo.

—Es un hombre seco y poco efusivo—le contestó don Eugenio.

Otro de mis conocidos, a quien vi en Madrid después de la guerra, fué García Orejón. Era de los convenidos de Vergara, y le habían dado un destino en la policía. Pensaba desempeñarlo durante cinco o seis años, y luego, retirarse a una finca que había comprado cerca de Córdoba.

Dentro de la burocracia fuí avanzando en mi carrera. Ya se me había pasado el brío, la confianza en mi fuerza.

Comprendí cuán inferior era en este sentido a Aviraneta, que llevaba más de treinta años en una constante aventura, y que aún no estaba saciado. Me pareció que lo más propio para mí, desde entonces, era ser espectador en las luchas políticas.

El decidirme a esta actitud hizo que fuera consultado y considerado como un diplomático sagaz.

Sobre todo, hay que tener poco celo—decía Talleyrand a los amigos que empleaba—. Es lo que hice yo: tener poco celo y dejarme llevar por la corriente.

FIN DEL AMOR, EL DANDYSMO Y LA INTRIGA

Itzea, octubre, 1922.


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ÍNDICE

PRIMERA PARTE
EXPERIENCIAS Y DESILUSIONES
Páginas.
En la Engadina. 7
I.— De Santander a Bayona. 11
II.— Aviraneta y yo. 16
III.— Proyectos. 21
IV.— Algo de mi infancia. 26
V.— La tienda de antigüedades. 30
VI.— Nuevas instrucciones. 35
VII.— La vida en Bayona. 41
VIII.— Sensibilidad patriótica. 48
IX.— Noticias de Aviraneta. 54
X.— Madama de Laussat. 57
XI.— Madama d'Aubignac. 60
XII.— La duquesa y su abate. 67
XIII.— La arbitrariedad. 74
SEGUNDA PARTE
DANDYSMO
En la frontera del Tirol. 79
I.— Una imprudencia. 80
II.— Desafío. 84
III.— Stratford Grain. 89[320]
IV.— Las cartas de lord Chesterfield. 91
V.— Variedades sobre el dandysmo. 97
VI.— En Cambo. 102
VII.— Cita a la luz de la luna. 106
VIII.— Los políticos. 108
IX.— Nostalgias. 115
X.— Física. 118
XI.— Muñagorri y su gente. 121
XII.— Nueva tertulia. 126
XIII.— Vuelta por España. 130
TERCERA PARTE
NUEVOS CONOCIMIENTOS
En Saint-Moritz. 141
I.— París y Madrid. 143
II.— Los agentes secretos. 149
III.— La Reina. 155
IV.— Aquel Madrid. 157
V.— Vinuesa y su familia. 159
VI.— Aventura en Tolosa de Francia. 162
CUARTA PARTE
LOS PEONES DEL JUEGO
En Basilea. 167
I.— Los rivales. 170
II.— El Murciélago. 174
III.— Las letras S, T, U, V. 177
IV.— Valdés de los gatos. 181
V.— Bertache. 186
VI.— La letra Z. 192[321]
VII.— Las bacantes vascas de Añoa. 197
VIII.— Emboscada. 203
IX.— Aviraneta, de nuevo. 205
X.— Apuros de Vinuesa. 211
XI.— Un proyecto atrevido. 215
XII.— El plan escrito. 221
XIII.— De Biriatu a Erlaiz. 228
XIV.— Rompimiento. 233
XV.— En el faubourg Saint-Germain. 236
XVI.— Los chapuzones de Valdés. 241
XVII.— Encuentro. 246
XVIII.— Un hombre de mala suerte. 251
QUINTA PARTE
LA AVENTURA PELIGROSA
En la costa cantábrica. 167
I.— María Luisa de Taboada. 261
II.— Petulancia contra petulancia. 265
III.— En Estella. 271
IV.— Los conjurados. 275
V.— Las tropas de Maroto. 278
VI.— La encerrona. 282
VII.— Explicaciones y amenazas. 285
VIII.— La escapatoria. 290
IX.— Tribulaciones. 295
X.— De Estella a San Juan de Luz. 300
XI.— Otra vez Vinuesa. 304
XII.— Enfermedad. 310
XIII.— La vuelta de María. 313
XIV.— Comienza la nueva vida. 316