The Project Gutenberg eBook of De Sobremesa; crónicas, Quinta Parte (de 5)

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Title: De Sobremesa; crónicas, Quinta Parte (de 5)

Author: Jacinto Benavente

Release date: December 26, 2018 [eBook #58545]

Language: Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK DE SOBREMESA; CRÓNICAS, QUINTA PARTE (DE 5) ***

Nota del Transcriptor:

Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.

La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público


Jacinto Benavente

De sobremesa

CRÓNICAS

QUINTA SERIE

MADRID
PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA
SUCESORES DE HERNANDO
Arenal, 11 y Quintana, 31 y 33
1913


ES PROPIEDAD.—DERECHOS RESERVADOS

Artes Gráficas MATEU.—Paseo del Prado, 30.—Madrid.


[5]

De sobremesa

I

Los ojos y las almas se van tras lo que brilla, y la botadura del barco España ha sido lo más brillante en esta semana pasada.

¡Un barco de guerra magnífico! La consideración de la cantidad pudiera entibiar el entusiasmo por la calidad, si, como dijo Shakespeare, lo que es hambre para un gigante, no fuera hartazgo para un enano.

Los que no se deslumbran por lo que brilla, acaso más relumbrón que lucimiento, sin quitarle importancia al flamante acorazado, estiman en tanto el saber que muy pronto la Transatlántica Española contará[6] con dos nuevos barcos, barcos de paz, con todos los adelantos y comodidades de los mejores transatlánticos ingleses y alemanes.

Como en España todo se hace cuestión de ideas, por lo mismo que nos tienen todas sin cuidado, el hablar mal y por sistema de la Compañía Transatlántica Española es uno de los tópicos anticlericales.

Aquí, hasta del hallazgo de un supuesto retrato de Cervantes se hace programa de partido y poco menos que dogma católico. D. Alejandro Pidal ya comprometió á la Divina Providencia en el hallazgo.

Se ha censurado á la Compañía Transatlántica porque en sus barcos se dice misa y se reza la oración y el rosario. Yo no creo que la asistencia á estos actos sea obligatoria para los pasajeros. Pero, nótese: siempre censuran la celebración de estas ceremonias los que, sin creer en ellas, no se atreven á proclamar su descreimiento y... porque no se diga, se molestan en presenciarlas. Es cobardía suya y dicen que es intolerancia ajena.

A mí me parece más intolerancia la de los barcos ingleses, que, al viajar por líneas[7] donde son muchos los pasajeros católicos, sólo celebran el culto protestante y no llevan un sacerdote que pueda auxiliar á un moribundo de religión católica.

Pero, en este caso, nadie habla de intolerancias ni de intransigencias, y lo más gracioso es que los más libres pensadores no pierden ceremonia del culto protestante por... curiosidad, por pasar el rato. Y eso que, al final, hay colecta.

También habrá oído usted decir que los camareros de los barcos españoles, con esa democracia tan nuestra, se permitían andar en mangas de camisa entre los pasajeros. No he podido comprobarlo; pero sí que, en barcos ingleses, con esa aristocracia tan suya, andaban... no en mangas de camisa, en calzoncillos.

En esto, como en todo, así hemos escrito nuestra historia y así vamos contándola por el mundo.

El saludo al nuevo barco de guerra España no debe ser cuestión de ideas; tampoco debe serlo el saludo á los barcos de paz de la Compañía Transatlántica Española.


[9]

II

Distinguidos escritores y críticos de Arte han solicitado, para la próxima Exposición Nacional de Bellas Artes, una instalación destinada á exponer obras de don Ignacio Pinazo.

Tan de justicia es la demanda que, sin duda, la inmediata respuesta será la concesión, y aun ha de parecemos tardía, pues quizás hubiera debido anticiparse á la petición el ofrecimiento en este caso.

En la inquietud algo anarquista de nuestra moderna pintura, entre oscilaciones de la moda, influencia de fuertes individualidades, titubeos de los unos y afirmaciones prematuras de los otros, Pinazo ha sido de esos grandes y seguros artistas que, fieles á la realidad objetiva del Arte, sobre modas y gustos pasajeros, son como estrellas fijas guiadoras infalibles del derrotero cierto.

No quiere decir que la moda no sea legí[10]tima en arte y que no tenga sus encantos. La moda es siempre expresión de una modalidad espiritual en el tiempo, y por ser documento interesante en la Historia del Espíritu Humano, también puede serlo en la Filosofía del Arte.

Mas si nada pierde una mujer hermosa con ir vestida y adornada al gusto del día, y aun lo gracioso del atavío es picante realce de la hermosura á los ojos vulgares, solicitados por lo llamativo del adorno antes que por la verdad de la hermosura, no es menos cierto que, si el adorno es gracia, sólo la desnudez es verdad.

Un figurín es muy poco; una hermosa mujer, bien vestida, es algo; una mujer desnuda y muy hermosa, es hermosa de veras.

Pues de esta sólida hermosura es la obra de Pinazo. Por las obras de otros pintores han dejado figurines y modas sus gracias y sus artificios; en unas, eso fué toda su razón de ser; de otras, quizás por haber atendido demasiado á lo pasajero no quedó todo lo que debiera haber quedado. En Arte sólo sobrevive lo que es vida, lo que es Espíritu.

[11]

La obra de Pinazo es algo más que un figurín, y la exposición de sus obras puede ser saludable enseñanza para tantos jóvenes artistas en camino de perderse desorientados; unos, por andar á la última moda; otros, por sacar moda nueva, como no se haya visto, si es posible.

Hay obras de arte de contemplación recomendable contra neurastenias artísticas, como el campo y el mar y sus aires puros contra la neurastenia física.

Las obras de Pinazo son de estas obras privilegiadas; obras de salud, de fuerza, de verdad, como las de Velázquez, sus hermanas mayores.


En París han andado á cachetes un autor y un crítico por un quítame allá esa obra. El autor es M. Caillavet, fecundo colaborador de M. Flers, con algunas infidelidades, como es natural en toda colaboración, ya sea matrimonial, ya literaria; el crítico es M. Mas, del periódico Comedia; y la obra en cuestión es Primerose, representada en la Comedia Francesa.

[12]

En los Círculos teatrales de París ha sido sabrosa comidilla el incidente. Unos ponen por Tenorio y otros por Mejía. No estoy seguro, pero me atrevería á jurar, supuesto el compañerismo entre gente de letras, que los autores estarán á favor del crítico y los críticos á favor del autor. Los actores, naturalmente, á favor del autor y del crítico, en presencia de cada uno de ellos, y en ausencia... deseando que no hubieran quedado ni las plumas del uno y del otro.

En París, como en todas partes, la crítica teatral peca de benévola. Su mayor injusticia consiste, quizás, en tratar con igual benevolencia á todo el mundo. En este caso particular M. Caillavet no ha tenido razón para incomodarse. M. Mas es un fanático admirador de la Comedia Francesa. Considera dicho teatro como una preciosa institución nacional y vela celoso por sus prestigios y por sus excelencias. M. Mas cree que el teatro Francés no puede ser como otro teatro cualquiera, atento sólo á lo productivo del negocio; cree que son más elevados sus deberes y sus atenciones. Se lamenta de continuo porque los actores de la Comedia[13] andan desperdigados por esos mundos y dificultan con sus continuas ausencias la esmerada interpretación de las obras. Deplora que las actrices del severo teatro conviertan la clásica escena en escaparate exhibitorio de atrevidas creaciones modistiles, y truena contra el predominio de las obras modernas sobre el repertorio clásico de Corneille, Racine y Molière.

Lo mismo que ahora contra Primerose, la obra de Flers y Caillavet, ha protestado contra otras muchas obras de Lavedan, de Donnay, de Bataille, de Hervieu.

Era un sistema, y ya se sabe que contra un sistema sólo es posible otro sistema. Como las bofetadas no pueden ser un sistema, el mejor de todos era el seguido por los demás autores y por el administrador de la Comedia Francesa, M. Claretie, hombre de mundo y de teatro: Dejar decir y... ¡que critiquen!, como decía Pina Domínguez al cerrar con ímpetu la portezuela de su elegante berlina.

Monsieur Mas sostiene, con razón, que sólo por tratarse de un teatro subvencionado se permitía protestar contra el excesivo[14] número de representaciones de Primerose.

Monsieur Claretie opina que, no sólo de la subvención oficial vive su teatro, y con números, vencedores siempre de las letras, puede demostrar que el público prefiere las obras modernas á las de Corneille, Racine y Molière.

En un país republicano y democrático el sufragio universal es la razón suprema.

Y en cuestiones de Arte es en lo único que estará de acuerdo la aristocracia con la democracia. Votarán siempre por la vulgaridad y por la tontería.

En un salón se notaría gran diferencia entre una duquesa y una cocinera. En el teatro, si hay alguna, es en ventaja de la cocinera.


[15]

III

Un curioso impertinente ha descubierto y publicado la verdadera fecha del natalicio de algunas celebridades.

La gente goza mucho con estas indiscreciones.

Nuestra admiración se trocaría en odio si no considerásemos á los seres superiores sujetos á estas miserias, patrimonio de la humanidad.

Necesitamos saber que en algo son nuestros iguales, y en algo, tal vez, inferiores.

La tristeza de admirar sólo está comparada por la alegría de compadecer.

Pobre del grande hombre de quien no se haya dicho alguna vez ¡Pobre hombre!

Por eso la admiración á los grandes hombres es más espontánea cuando son más viejos. No se les admira por haber sido grandes más tiempo, sino porque ya les queda menos tiempo de serlo.

[16]

Los setenta años de la Patti, los sesenta y pico de Sarah, despertaron generales simpatías y admiración. Cuando un artista es tan declaradamente viejo, quisiéramos que, á poder ser, no se muriera nunca. Las gracias seniles hallan tan propicia nuestra admiración como las gracias infantiles. Todo lo que sea poder decir: ¿Ha visto usted? ¡A su edad! ¡Es admirable!

Los perjudicados con estas indiscreciones son los de la edad ingrata: Caruso y D'Annunzio, con sus cuarenta y tantos años, y las artistas cincuentonas. Para estas edades no hay compasión. Son los años crueles, sin amor y sin respeto. Años en que todo es ridículo, en que todo parece afectado, impropio, equivalentes á las horas de la tarde en el día, las más difíciles de distraer, las más difíciles en acertar con el traje adecuado. Cualquiera es elegante por la mañana ó por la noche; pero ¡por la tarde! La tarde es la verdadera piedra de toque de la elegancia; como la tarde de la vida lo es del saber vivir. ¡No ser ridículo en esa edad ingrata, de los cuarenta á los sesenta! ¡Insuperable dificultad!

[17]

Y ¡si hombres y mujeres se limitaran en esa edad terrible al trato y sociedad de sus contemporáneos! Mas, justamente, en esa edad, como se teme al espejo, se huye de la confrontación con los que pueden servirnos de espejo.

Las señoras y los señores maduros se rodean de jovencitos. Es la edad de los amores desproporcionados, trágicos. La edad en que á nuestro llanto responden las risas; á nuestra fidelidad el engaño; en que decimos: Tú, y nos dicen: Usted. Besamos en la boca y nos besan en la frente.


También ha sido sabrosa indiscreción la de haber enterado al público de lo que cobran anualmente los más aplaudidos autores y compositores.

A estas horas habrá quien crea que no hay profesión en España como la de compositor ó autor dramático.

Yo me permito advertir á los deslumbrados por esas cifras, más verdaderas que elocuentes en esta ocasión, cómo esas cantida[18]des apetitosas, cobradas por algunos autores durante algunos años de su vida teatral, son, en parte, los atrasos de muchos años de penuria y de lucha, y en parte anticipo de otros que llegarán, de agotamiento y decadencia.

Si el público quiere saber la verdad que se esconde detrás de esas cifras, no mire lo que cobran los autores; mire cómo viven muchos de ellos, y sabrá mejor á qué atenerse.

Y no es que pequen de ahorradores ni de avarientos. ¡Si el público supiera los apuros que pasan á veces, por muy poco dinero, muchos de esos que cobran tanto!

No hay duda que sobre el dinero del teatro pesa alguna maldición, sin duda por ser el teatro cosa diabólica. Lo cierto es que no hay dinero que menos luzca. Ni renta que en menos tiempo consuma el capital.

Todo autor pudiera decir, como la actriz francesa Mme. Dorval, ante los aplausos del público: Bien pueden aplaudirme; les doy mi vida.

En fin, si será teatral el dinero del teatro, que estoy seguro de que, al leer las cantida[19]des cobradas, los primeros sorprendidos habrán sido los mismos autores. Pero ¿es posible que yo haya cobrado todo ese dinero?—pensarán algunos.

Y no hay duda; las cifras no mienten, todo eso es verdad. La de autor dramático debe ser profesión envidiable. ¡Ojalá pudiera cederse ó traspasarse como un comercio ó establecimiento cualquiera con todos sus enseres! Y ¡ojalá pudiera anunciarse la cesión ó el traspaso como en Francia: ¡Après fortune faite!


Entre dos amigos:

—Pero ¡chico! ¿Estás comprando ostras? ¿Quieres suicidarte?

—No. Yo no soy aprensivo. Además, tengo convidada á la familia de mi mujer.


[21]

IV

Como anticipo al centenario de Shakespeare, y ya nos contentaríamos para suma total con un anticipo como ese en nuestro centenario de Cervantes, durante el próximo Mayo ha de inaugurarse en Londres una curiosa reconstitución de dicha capital en tiempos de Shakespeare, con sus tortuosas callejas, sus casas de madera. Habrá suntuosas fiestas, en que tomarán parte más de tres mil personas de la mejor sociedad, vestidas á usanza de la época en la severa pero fastuosa corte de la reina Isabel, la vestal de Occidente. Habrá torneos y pasos de armas, con históricas armaduras en caballeros y palafrenes.

En el teatro del Globo, copia exacta del que fué dirigido por Shakespeare en unión de Burlage, serán representadas obras de Shakespeare, de Marlowe, de Ben-Johnson, de Beaumont y Fletcher y de otros gloriosos[22] autores contemporáneos del que logró oscurecer la gloria de todos.

Una kermesse revivirá costumbres populares, las canciones y danzas de la época, pavanas y gallardas.

En la sala de los festines podrá asistirse á una comida de ceremonia de la reina Isabel, rodeada de sus adoradores y de sus cortesanos.

Habrá conciertos de música del siglo xvi y mascaradas á la italiana, tan del gusto de aquella corte, rara mezcla de rudeza y refinamiento, de energía y de corrupción.

No faltará el recuerdo triste para nosotros; la reproducción del Revenge, el barco que mandaba lord Ricardo Granville en el combate contra nuestra Armada Invencible; el mismo, también, en que nuestro mortal enemigo el Drake dió por primera vez la vuelta al mundo.

Tan magnífico espectáculo ha sido organizado por una empresa particular y será á modo de heraldo anunciador de las grandiosas fiestas que dispone Inglaterra para el año diez y seis.

Lo mismito que aquí, ¿no es verdad,[23] amigo Cávia? Aquí ya hemos convertido la conmemoración de Cervantes en algo religioso, en declarar dogma católico y conservador la Invención del escondido retrato; Invención no menos gloriosa que la de la Santa Cruz por Santa Elena.

Ahora van á enviarse fotografías y foto-grabados del retrato por esos mundos. ¡Quiera Dios que no vuelva maltrecho y vapuleado, como Don Quijote de sus aventuras y andanzas!


En nuestro espíritu nada se pierde ni se destruye, aunque mucho se oculte. De continuo allegamos experiencia y conocimiento, y por una serie de superposiciones, juzgamos tal vez terreno de solidez fundamental lo que sólo es arena de aluvión movediza. Cuando creemos más perdida alguna primera cualidad de nuestro espíritu, una emoción, un recuerdo, una sacudida cualquiera, arrastra todo lo superpuesto y reaparece en nosotros lo que más enterrado parecía.

[24]

Sólo así se comprende cómo sobre una balumba de ciencias filosóficas y naturales surje y se alza de pronto un libro diminuto: el Catecismo.

Sólo así se explica cómo después de haber leído á Mæterlink y á Ibsen, nos interesamos en el teatro con pueril interés, con emoción plebeya, por el melodrama de burdas complicaciones. Cómo, después de haber leído á Flaubert y á D'Annunzio, nos divierte el folletín policíaco ó el cuento de niños.

Por eso hay espectáculos y libros y cuentos que durarán cuanto dure la Humanidad. Y no porque al renovarse las generaciones cada generación celebre las novedades, sino porque, como en la Humanidad, con ser tan vieja, siempre habrá niños y juventud, en el hombre, por muchos años y mucha experiencia y muchos desengaños que pesen sobre su vida, siempre existirán el joven y el niño, prontos á mostrarse apenas una emoción de su mocedad ó de su infancia los solicite. Como la tierra madre, el corazón del hombre se abre en grietas, simas, para decirnos, una, la historia, de[25] sus edades geológicas; el otro, la de sus edades espirituales.

He aquí por qué unos cuantos hombres maduros y muchos viejos estábamos encantados una de estas noches con los juegos de prestidigitación y de ilusionismo del caballero Watry.

Este es un espectáculo en que se ha progresado muy poco. Quizá en eso está su mayor encanto. Las innovaciones le perjudican. Preferimos á los modernos aparatos de electricidad, combinaciones de espejos y cámaras oscuras, las antiguas suertes de baraja y de escamoteos; las que dieron inmortal prestigio á Roberto Houdin, á Benita Anguinet, á Herman, al conde Patricio y demás célebres figuras de un arte siempre antiguo y siempre nuevo, como todo lo que tiene raíces profundas en lo más profundo de la Humanidad.

¿No es este todo el secreto del Arte? ¿Hay novedad que valga tanto como acertar con una de vejeces que nunca envejecen; el cuento de ilusión que al niño maravilla por ser niño y al hombre le ilusiona porque se cree niño al recordarlo?


[27]

V

Bien dice el refrán: «No hay peor cuña que la de la misma madera». Cuando entre los pintores hay más literatos, deciden los pintores recusar el juicio de los literatos.

Para la próxima Exposición de Bellas Artes desean los pintores que nadie, ajeno á la pintura, intervenga en la admisión de cuadros. Grave pecado de ingratitud me parece. ¿Qué sería de la mayor parte de los pintores modernos si los literatos no se encargaran de comentar y de explicar sus cuadros al público?

Sin los literatos, ¿hubiera logrado imponerse el impresionismo francés? ¿Qué hubiera sido sin Ruskin de los hermanos prerrafaelistas de Inglaterra? Y ¡de cuántos pintores modernos no puede decirse lo que el conde Tolstoi decía de Ibsen: «Ibsen es feliz; él escribe lo que le parece, sin saber lo que escribe, y después los críticos se[28] encargan de explicárselo». ¡Ah! ¡Si algunos de nuestros pintores modernos tuvieran que entendérselas directamente y cara á cara con el público! Y también muchos de los antiguos.

Uno de los experimentos más interesantes es el de acompañar en su visita al Museo á una persona que no esté tocada de literatura, á un espíritu virgen y sincero. Yo les aseguro á ustedes que las convicciones más firmes se tambalean. ¡Ven tan claro y tan limpio estos ojos vulgares! ¿No veríamos nosotros como ellos, si sólo percibiéramos la objetividad de la belleza en los cuadros, en vez de ir saturados de subjetivismos de escritores y críticos? ¡Cuántas obras de arte no deben su gloria á su propia hermosura, sino á la hermosa página que inspiraron! Cuando contemplamos la Venus de Milo, ¿es la Venus de Milo la que nos admira, ó tantas famosas páginas literarias escritas en su honor?

La cultura es la buena educación del entendimiento, mas por lo mismo que es buena educación, no puede ser siempre sinceridad.

[29]

Hay buenas formas, indispensables para frecuentar el mundo artístico, como para andar en sociedad. ¡Si dijéramos siempre lo que pensamos y lo que sentimos!

Pero, como dice en la comedia de Pailleron Le monde oú l'on s'ennuie, en castellano, Las tres jaquecas, el subprefecto republicano á la duquesa monárquica, que le propone hablar mal del Gobierno: «¡Ah, duquesa, yo no puedo hablar mal, soy empleado; pero la oiré á usted con mucho gusto». Cuando no nos atrevemos á ser sinceros ni con nosotros mismos, ¡cómo agradecemos y cuánto celebramos que alguien se atreva á serlo!

Por esto, los reyes y los grandes señores, obligados á fingimientos de cortesía, gustaban de traer á su lado bufones y chocarreros, que, con achaque de burlas, dijeran las verdades. Por esta misma razón, todavía, en muchas casas aristocráticas gustan de convidar á unas cuantas personas mal educadas, que puedan, de cuando en cuando, soltar cuatro frescas á los demás invitados, con gran susto, aparente, de los señores de la casa; en realidad, con gran rego[30]cijo, porque son las cuatro frescas que ellos soltarían con mucho gusto, si la buena educación no se lo estorbara.

Y hay que convenir en que si la sinceridad y la mala educación á todas horas serían intolerables, son muy convenientes alguna vez, como ventiladores. Sin ellos no se podría respirar en algunos momentos. ¡Tan cargada de mentiras y de convencionalismos está la atmósfera social!

Hay salidas de tono, ó dígase coces, inapreciables para determinar una corriente de aire puro.

Ahora, que á las personas de buen talante ni les gusta acocear ni ser acoceadas. Por eso suelen acompañarse de quien sepa hacerlo con oportunidad.

Un empresario de mucho entendimiento decía que todo empresario necesitaba tener dos representantes: uno, honrado, para entenderse con él, y otro, pillo, para entenderse con el público. Del mismo modo, es muy conveniente en la vida tener dos amigos de confianza: uno, bien educado, para tratar con él; otro, mal educado, para que trate á los demás amigos. Y ¡si fuera posi[31]ble reunir en uno solo al que supiera decirnos las mentiras agradables á nosotros y las verdades desagradables á los demás!

Pero esta suerte es patrimonio de los grandes personajes políticos. Por lo regular, cuando se tiene un amigo mal educado, somos sus primeras víctimas. Pero, en fin, en gracia de que puede molestar á todo el mundo, le perdonamos gustosos que nos moleste.


La huelga carbonera de Inglaterra, de interés mundial, como ahora se dice, nos preocupa muy poco. La actitud de Francia en la cuestión de Marruecos, de interés tan nacional, nos preocupa lo mismo; menos, es imposible.

Los temas de conversación preferentes son: la crisis probable, el nuevo arrendamiento de la Plaza de Toros, la opereta vienesa, las tres peticiones en la Iglesia de Jesús, la chismografía de sociedad y de bastidores... Amenidades todo: como en los pueblos felices y en las casas en donde hay que comer.

[32]

Y bien mirado, ¿no es admirable esta despreocupación nuestra? Los destinos futuros de la Humanidad ¡son tan inciertos! ¡Todo el poderío, toda la riqueza del Imperio británico á merced de una huelga proletaria!

¡Oh! ¡El brazo de reyes, emperadores, hombres de guerra y hombres de Estado, ese brazo extendido, que parece en nuestras estatuas imperioso, dominador!

Ya son los brazos cruzados del obrero, del trabajador, del miserable, los que rigen, gobiernan y mandan en el mundo.

Ante esta pasiva acción, ¿qué puede otra acción? ¿Qué puede el pensamiento? Los bárbaros no necesitan esta vez ni avanzar sobre el Imperio; les basta con cruzarse de brazos, y el Imperio caerá por sí solo.

Mientras el mundo viva preocupado por esta amenaza, y hasta realizarse, nosotros, que ni aun entonces nos preocuparemos gran cosa, podemos ser el rincón apetecible del mundo, que sirva como de Sanatorio á los pensadores europeos que se hayan vuelto locos de tanto preocuparse por lo que nosotros nos tendrá sin cuidado.


[33]

VI

No hay que echar á mala parte nuestra ingratitud con los grandes hombres. Se ha dicho que la ingratitud es la independencia del corazón. Entre nosotros no es sino la independencia del cerebro. Nuestra ingratitud sólo es olvido, y somos olvidadizos por pereza.

Como la soberanía nacional en unos cuantos políticos de profesión, delegamos gustosos la facultad de discurrir, con tal de molestarnos lo menos posible.

Cuando admiramos ó cuando dejamos de admirar, no hay que tomar en serio nuestro entusiasmo ó nuestro desvío. Nada es convicción, todo es comodidad.

Así, no hay gloria duradera entre nosotros. Y no por combatida, por ignorada. La crítica, aunque fuera para negar, ya sería conocimiento, pero ya sería molestia. Es mejor suprimir.

[34] La fama de todo gran escritor, por glorioso que sea, padece un eclipse peligroso: cuando extirpada la generación de sus admiradores contemporáneos, se suceden otras nuevas generaciones, solicitadas por nuevos nombres y nuevas glorias; cuando la obra es vieja y aún no es antigua; cuando ya no es actualidad y aún no es historia; cuando ya no creemos en el Revilla que la celebró en su tiempo y aún no llegó para ella el Menéndez y Pelayo que haya de consagrarla á nuestra admiración definitiva.

La gloria de Campoamor ha podido tener este eclipse. Los jóvenes dejaron de admirarle porque era el mejor pretexto para no leerle. Lo mismo ha sido con Víctor Hugo, con Lamartine, con otros muchos.

Apenaba la escasez de estudios biográficos y críticos de Campoamor y de sus obras. Entristece que el poeta de las mujeres no tenga una edición de sus obras, elegante, artística, digna de ser ofrecida á una mujer como regalo. Las mujeres ¡ingratas! dejaron morir al poeta sin ofrecerle el homenaje de su admiración y de su cariño.

Ahora, patrocinada por leales amigos, se[35] abre una suscripción para erigir un monumento al poeta. Las hijas de aquellas madres que amó tanto, como él decía, ¿se acordarán del poeta? «Me besan hoy como se besa á un santo»; exclamaba con ternura de abuelo, en el noble ocaso de su vida.

Las jóvenes de ahora no besan á los poetas ni los tienen por santos, y á los santos tampoco los besan, se los comen. Como no ande en ello batuta eclesiástica, poco puede esperarse de las damas aristocráticas y de las jóvenes distinguidas.

De este modo, como decía Hamlet, bien puede asegurarse que la memoria del más ilustre hombre vivirá cuatro días, y eso si fué fundador de iglesias, que si no, podrá decirse como del caballito de palo se canta:

¡Ya murió el caballito de palo,
y ya le olvidaron así que murió!

Sería muy triste que sólo contribuyeran los hombres al monumento que ha de perpetuar las glorias del poeta de las mujeres, del que poetizó el dolor en femenino con nombre de dolora.

Andrés González Blanco ha redimido[36] culpas de la juventud literaria de nuestros días con un magistral estudio sobre Campoamor; libro de crítica seria, sin impresionismos, sin nerviosidades; un estudio todo serenidad, como corresponde á uno de los pocos poetas españoles del siglo xix, que ha de hallar, por lo menos cada veinte años, un crítico de entendimiento que lea sus obras y sepa imponerlas á la admiración de los que no leen.

En España, este público que no lee nunca es el que más sostiene el esplendor de las glorias literarias; como la multitud que nunca piensa, el esplendor de las religiones.


Los deportistas de nuestra Sierra del Guadarrama se oponen á la construcción de un Sanatorio para tuberculosos.

El deportista ha leído á Nietzche; el deportista no tiene compasión. Como aquel hombre frío, del que habla Wordsworth en una poesía, capaz de estudiar botánica sobre la sepultura de su madre, el deportista considera el mundo como un inmenso[37] campo de recreo. Si su afición es el automóvil, quisiera que el mundo fuera una inmensa carretera asfaltada y que hasta los cráneos de los transeuntes fueran de asfalto para deslizarse con suavidad sobre ellos.

Sobre la Sierra han puesto sus grandes patines dominadores. Bien está que se expongan por gusto á romperse la cabeza en un ejercicio tan saludable y tan útil en España; pero ¡exponerse, por sensiblerías impropias de hombres fuertes, á contagiarse de tuberculosis! Una cosa es tener valor ante un riesgo seguro, y otra ante un riesgo imaginario. Sí sabe uno cómo puede matarse, pero ¡cómo puede morir!

En este caso, los higienistas se ven combatidos con sus propias armas. ¡Se ha exagerado tanto el peligro de los contagios! Ya es casi heroísmo acercarse á un enfermo.

Lo que debieron considerar esos intratables deportistas opuestos á la construcción del Sanatorio en el Guadarrama es que, más vale prevenir y curar á los tuberculosos en un Sanatorio apropiado, que no vivir de continuo entre ellos sin medios de evitar el[38] contagio. ¿Es el nombre lo que asusta? Pues si en el edificio de la Sierra puede escribirse: Sanatorio, por todo Madrid puede escribirse: Foco. Véase lo que es preferible y dónde es mayor el peligro.


[39]

VII

Es la Academia Española institución tan aristocrática y conservadora, que tiene á gala no dejarse guiar en sus acuerdos y en sus determinaciones por nada que trascienda á dictado de la opinión pública y democrática. Por esto, tal vez sea contraproducente el movimiento general de la opinión á favor de la candidatura de la condesa de Pardo Bazán para ocupar uno de los sillones académicos vacantes.

Aunque tanto blasonan de su mayoría, cuando les conviene, es axioma de nuestras clases conservadoras que la mayoría no tiene razón nunca. Pero es, claro está, cuando se trata de la otra mayoría. En España, tratándose de literatura, la mayoría, por desgracia, es una mayoría relativa, que solo puede considerarse mayoría como D. Hermógenes consideraba numerosos los tres ejemplares vendidos de El cerco de[40] Viena, con relación á uno. La opinión general ¡se interesa tan poco por estos asuntos! Tener cinco mil lectores en España, ya es ser un escritor popular. Como nuestro poeta más popular hemos celebrado siempre á Zorrilla, y, aparte Don Juan Tenorio, ¡cuántos de los que conocen la obra ignoran el nombre de su autor! De sus restantes obras, ¿qué razón puede dar el pueblo, lo que se llama el pueblo?

La Academia Española debiera, pues, atender de vez en cuando indicaciones de la opinión, sin temor á verse atropellada por el vulgo y mucho menos por el populacho. Los que se preocupan en España por la literatura, aun los más vulgares, ya constituyen una aristocracia.

En el caso de la condesa de Pardo Bazán no podrá atribuirse la demanda á espíritu sectario de ninguna clase. La condesa de Pardo Bazán ha sido siempre una gran señora de las Letras, y ya que tan mal parece á nuestras clases conservadoras el escritor metido en política—cuando esta política no es la suya, por supuesto, pues á los suyos bien les celebran el civismo y la literatu[41]ra,—no se dirá en esta ocasión que la política y el sectarismo y las pícaras ideas desnaturalizan el puro desinterés artístico de lo solicitado.

¿Qué puede oponerse á la concesión? Fundar la negativa en el sexo de la ilustre escritora sería notoria injusticia, y ni siquiera puede alegarse como tradición. Justamente las primeras Academias de España, aquellas Academias de poesía, famosas en lo antiguo, eran presididas y congregadas por mujeres y las más nobles y discretas damas concurrían á ellas. Los Juegos Florales, las Cortes de Amor, origen de las modernas Academias, por la mujer tuvieron vida y espíritu.

Por lo mismo que las Academias son instituciones aristocráticas, conservadoras, y está bien que así sea y esa es toda su razón de ser, yo creo que nada puede aristocratizarlas tanto como el ingreso de las mujeres distinguidas.

Sin negar ni desconocer el mérito de algunos escritores, indicados á cada vacante por la opinión pública, no dejo de conocer que su sitio no está en la Academia; des[42]entonan. La Academia no debe atender sólo al mérito literario. No es en círculo tan selecto como una Academia, es en cualquier reunión de café, y hay escritores de gran talento y de grandes merecimientos á quienes no se les puede tolerar de contertulios...

Por eso está muy justificada la resistencia de la Academia Española á ciertos nombramientos.

Ahora, tratándose de la condesa de Pardo Bazán, ninguna oposición lo estaría.

¿Se teme que, una vez abierta la puerta á las mujeres, no habría marisabidilla ni literata de las perniciosas que no se creyera con el mismo derecho á ser académica? Esta objeción lo mismo reza con los hombres. ¡Pues sí que hay entre los escritores varones alguno que no se crea academizable!

Nos quejamos á todas horas de la inferior cultura y capacidad de la mujer, y cuando alguna mujer sobresale entre todas, la negamos el debido premio á sus merecimientos á pretexto de que es mujer.

Hay, además, una razón patriótica para[43] que la condesa de Pardo Bazán sea nombrada académica. Muy pronto ha de ir á la República Argentina, quizás á otras Repúblicas americanas. Son pueblos progresivos, donde la mujer es el alma de la cultura, donde se tiene muy triste idea de nuestro atraso y de nuestro espíritu tradicionalista. Conviene, ya que una infanta de España fué nuestra embajadora política con todos los honores, que nuestra embajadora literaria vaya rodeada de todos los prestigios y pueda dar testimonio, no sólo de lo que puedan valer las mujeres entre nosotros, de esto se basta la ilustre escritora para responder, sino de algo que significa más para nosotros: de cómo sabemos honrarlas y enaltecerlas. Cuando al saber y al talento se le regatean satisfacciones en su patria, por donde va, más que grandezas, va atestiguando mezquindades.


Se anuncia el estreno de una refundición, reducción, adaptación, ó como quiera llamarse, de El barbero de Sevilla, de Ros[44]sini, con destino á los teatros de zarzuela española y de género chico.

Hay quien clama contra esto, que le parece atentado y profanación contra la ópera de Rossini.

No lo creo así. Si las obras musicales fueran profanadas en cuanto no se presentan en toda su integridad y en su marco adecuado, profanadas están todos los días en interpretaciones detestables, en ejecuciones parciales, en sextetos, pianos, discos fonográficos, etc.

Popularizar y vulgarizar estas obras en condiciones decorosas me parece obra muy laudable. Sobre que el interés del refundidor y el de los artistas que han de interpretar estas refundiciones, han de tener en cuenta con quién y hasta dónde pueden atreverse. Seguramente, á nadie se le ocurrirá reducir El ocaso de los dioses ni La Walkiria.

Pero la música ligera y alegre de El barbero, ¿por qué no ha de oirse en nuestros teatros de zarzuela? En Romea oímos la «Quinta sinfonía», de Beethoven, entre las danzas de la Tórtola de Valencia.

[45] El teatro Real es teatro caro. Hay muchos que no pueden ir á la montaña; hay que llevarlos á la montaña—El barbero no son los Andes—aunque sea en pedacitos.

Créanlo esos críticos celosos del respeto debido á una obra. No es tan grave falta descender una ópera al género chico como elevar el género chico á categoría de ópera.


[47]

VIII

La obra literaria, el Arte moderno en general, aun en lo más serio y meditado, adolecen de inconsistencia, con aire de improvisación, de algo ligero y provisional.

En cada época hay un género literario dominante que, por decirlo así, da el tono á toda la literatura de una época. Hay un período literario épico, hay otro dramático, los hay líricos y los hay novelescos.

En la época actual el género dominante, el que da el tono á toda la producción artística, es el género periodístico. La literatura periodística domina sobre todo el Arte moderno.

El poeta lírico, el autor dramático, el novelista, el orador sagrado, el historiador, pintores y escultores; todos ellos son periodistas en sus poesías, en sus dramas y comedias, en sus novelas, en sus sermones,[48] en sus historias, en sus cuadros y en sus estatuas.

La actualidad periodística con alas de mariposa; polvillo de sus alas, tinta fresca y pegajosa de imprenta, es la musa del Arte moderno.

Por eso cuando los mismos edificios, sólidas obras de arquitectura, los monumentos escultóricos de mármol ó de bronce nos parecen hojas de volandera actualidad, más nos sorprende hallar la obra de serenidad y de reposo en la obra periodística juntamente.

Tal es el libro de Azorín «Lecturas de España», formado con artículos de periódico que tuvieron su día de actualidad y entran ahora, por derecho propio, en la eterna actualidad de las obras maestras.

Cuando tantos libros grandes ofrecidos á la inmortalidad por sus autores, desdeñosos del juicio y del aplauso de sus contemporáneos, pasaron como pasa el artículo de periódico, este libro de artículos de periódico sólo ahora parece en su verdadera forma, con su prosa robusta, sano equilibrio de músculos y nervios, sus juicios cer[49]teros, su noble continente de hidalgo castellano.

Para mí, tan propenso á nerviosismos y destemplanzas, nada tan admirable como esta prosa de Azorín, tan distinta de casi toda nuestra moderna prosa. Entre tanto asomo de chillones colorines, es la prosa de Azorín como un buen grabado en acero, como un aguafuerte, donde claros y obscuros dan la exacta equivalencia de todos los colores y de todos los tonos.

Tiene este libro, además, para los que siempre hemos admirado á Azorín, aunque alguna vez haya irritado nuestra sensibilidad, la ventaja, sobre otros libros suyos, de que nada, al leerle, en nuestro sentimiento protesta contra nuestra admiración.

Azorín, como no podía ser menos, parece curado de su «maurismo» agudo. Ya no cree, como creen los conservadores, que el mundo es sólo un medio para que don Antonio Maura y don Juan de la Cierva gobiernen en España.

Azorín es demasiado inteligente, demasiado artista para limitar su ideal á los ideales de ninguno de nuestros partidos políticos.[50] Su apasionada ceguedad conservadora fué... natural reacción de protesta contra los liberales.

Nuestros partidos liberales se dan tal arte que, en España, parece incompatible el ser liberal y el ser inteligente. Los conservadores tienen de bueno el no ser liberales; pero el no ser algo es ser muy poca cosa. Como la única ventaja que tiene un partido español sobre otro es no ser el otro, lo mejor es echar por la calle de en medio, aunque se exponga uno á que le miren de mala manera los de una acera y los de la otra, y más si ven que uno va por su camino sin hacerles maldito el caso.

Se quejan los políticos del desvío de los escritores, de los artistas. Pero ¿estiman en algo los políticos á los escritores, á los artistas? Lo que ellos estiman en el escritor no es la inteligencia, es la sumisión de la inteligencia.

Los políticos, como las mujeres, no se contentan con dominar en el corazón si no dominan en la cabeza. No se contentan con que los perdonemos sus faltas por cariño, quieren que no las conozcamos por igno[51]rancia. Los políticos y las mujeres perciben claramente, aunque la envolvamos en palabras de afecto, la mirada de inteligencia que parece decirles: «Aunque te quiero... te conozco; á mí no me engañas.»

Las mujeres y los políticos odian á todo el que no pueden engañar.

Por eso los hombres inteligentes no son nunca afortunados en amor ni en política.


[53]

IX

En la historia del teatro español, durante la segunda mitad del siglo xix, es de gran importancia el estudio de los actores italianos que han pasado por nuestros escenarios y de su influencia sobre nuestro arte dramático y nuestro arte escénico.

Los actores italianos han sido siempre los que mejor han realizado el ideal de la representación escénica: verdad en la poesía y poesía en la verdad.

Este era el arte de sus grandes trágicos: la Ristori, Salvini, Rossi. Este es el arte de sus modernos comediantes.

Lo extraño es que, tierra de admirables actores, no lo haya sido de grandes autores. Italia no ha tenido un Shakespeare, un Calderón, ni siquiera un Molière. Sus actores, más que del teatro patrio, han sido por todo el mundo mensajeros y vulgarizadores del teatro de Shakespeare y del teatro francés.

[54] La Ristori apenas representaba obras italianas: Medea, Fedra, María Estuardo, Macbeth eran las obras de su repertorio. Alguna tragedia de Alfieri, como Mirra, y la Francesca de Rimini, de Silvio Pellico, eran las únicas obras italianas de su repertorio.

Salvini y Rossi eran los intérpretes de Shakespeare.

Virginia Marini, con su excelente compañía, la mejor compañía italiana que hemos visto en Madrid, en la que figuraban segundas actrices que luego fueron eminentes y primerísimas, como la Vitaliani, la Reiter y la Belli-Blanes, y actores como Ceresa, Cola, Vitaliani y Zoppetti, nos dió á conocer el repertorio, antes modernísimo, de Sardou y Dumas, hijo: Dora, Fernanda, Rabagás, Demi-monde, Monsieur Alphonse, La princesa Jorge, etc.

Estas obras parecían la última palabra del realismo en el teatro. La falsedad esencial se ocultaba bajo la minuciosidad de los detalles y el verismo de la presentación escénica. Los árboles no dejaban ver el bosque.

[55]

Después de Virginia Marini fueron la Pía Marchi, Novelli; después la Mariani, Zacconi, la Vitaliani, Tina di Lorenzo, y entre ellos Emmanuel con la Glech, primero, después con la Reiter, y, sobre todos, la Duse incomparable: la divina y la humana, dolorosa del Arte, cuerpo de nube fulgurada por intensa luz espiritual, resplandeciente en relámpagos de pasión ó ensombrecida de tristezas profundas como la noche sobre el mar.

Todos estos actores han influído con su arte sobre nuestros actores, sobre nuestros autores y sobre nuestro público. Han sido educadores de nuestro gusto y vulgarizadores del teatro extranjero. Gracias á ellos, nuestro público sabe que hay algo mejor, algo lo mismo, y mucho, también, peor que lo nuestro.

Hoy su influencia no es tan notoria, las novedades teatrales que pueden ofrecernos son pocas, y el interés por asistir á sus representaciones se limita al aprecio del mérito personal de los actores.

Lyda Borelli es la actriz italiana de este año. Llega la última, sin novedades llama[56]tivas en su repertorio, y lucha con desventaja en el terreno ocasionado de las comparaciones. Pero su figura, su arte, son tan personales, es tan ella, que la comparación más inevitable se desvirtúa. Lyda Borelli es la última... como el último amor, que nos parece el primero.

En esa melo-comedia de Zazá, que es á La dama de las camelias lo que la República francesa es al Imperio, en lo social y político, y lo que Zola es á Víctor Hugo, en imperios y repúblicas literarias, Lyda Borelli consigue, con ser obra de tantos recuerdos, que no recordemos á ninguna otra actriz; y esto, sin preocuparse de no recordar á ninguna, sin rebuscar nuevos efectos ni caer en extravagantes originalidades. La mayor originalidad de Lyda Borelli es ésa: que no pretende ser original.

Y, por eso mismo, lo es, del único modo que se puede ser original en Arte: por sentimiento propio, íntimo.

Lyda Borelli, sobre todas las excelencias de su arte, posee la gracia; la gracia, en el sentido artístico de la palabra, más cerca del teológico que del vulgar significado. Es[57] la gracia, ese don de esclarecerlo todo, de ver alegría hasta en la tristeza; en una armonía de la inteligencia y del sentimiento, que siempre es claridad.

Esa gracia que es todo el arte griego y pone la divina alegría de comprender sobre el humano dolor de sentir; como la serenidad del mármol, en la escultura, ennoblece el dolor inquietante de la carne.

El arte de Lyda Borelli culmina en Salomé, de Oscar Wilde.

Ella consigue lo que no pudo conseguir el desdichado poeta inglés en su obra ni en su vida: con nervios modernos, actitudes esculturales.


[59]

X

La Exposición Beruete, con fervorosa atención ordenada por el cariño filial y el noble afecto de un insigne artista, Sorolla, quizás haya sido una revelación para lo que hemos convenido en llamar el gran público.

Aquí, donde el Arte sólo es cultivado por los pobretes, nadie suele tomar en serio las aficiones artísticas de un gran señor que para nada necesita del Arte. El título de buen aficionado es el más alto á que puede aspirar.

Que don Aureliano Beruete era un admirable paisajista han de reconocerlo ahora todos al visitar la Exposición de sus obras, y esta hora de justicia quizá sea para muchos de remordimiento.

Con ser un gran lírico del paisaje, como lo es todo gran artista, era Beruete, como todos los grandes líricos, un espíritu abier[60]to y receptivo que en todo se transformaba, en vez de transformarlo todo á la propia comodidad de una manera y de una técnica, como tantos falsos líricos del Arte. Conviene no confundir el carácter con la tozudez, y, en el artista, la personalidad con el amaneramiento.

Ha de ser el artista, como la luz del sol, más admirada en cuanto alumbra al esparcirse que en el sol mismo. Y ¡el sol es un gran lírico!

Toledo, Guadarrama, Avila, Suiza, nada perdieron de su objetividad, con ser tan diversa, porque todo fué contemplado sin la preocupación del procedimiento. No era el paisaje el que se acomodaba á la técnica; era la técnica la que se acomodaba al paisaje.

No es siempre lo que más se admira lo que más enamora. Para mis simpatías hay, entre todos, un cuadro; una vista de Madrid, castiza como un sainete de Ricardo de la Vega: entre solares y tapias de ladrillo rojo, desmontes areniscos, unas pobres casuchas bajas, y, sobre ellas, una de esas casas madrileñas, tejado color de puchero,[61] balcones de colorines, la fachada con sucio revoque amarillento, y el sol de Madrid alegrándolo todo; el sol, que rosea y dora los sucios revoques descoloridos como si fueran mármoles y jaspes de palacios señoriales.

Es preciso ser muy madrileño para hallar poesía en estas cosas. Es preciso ser muy artista para saber decir á los demás: Aquí hay poesía.


Los países meridionales, tan calumniados por las personas serias, ejercen una gran atracción sobre los artistas y los escritores del Norte. Italia, España, su Arte, su Historia, son de continuo estudiados por ingleses, alemanes, rusos y escandinavos.

Ahora es el dinamarqués Joerguensen, enamorado de San Francisco de Asís, peregrino fervoroso por los lugares que en su vida recorrió aquel caballero andante de Cristo, vestido el sayal de la fuerte humildad por toda armadura.

Es el sueco Bratli, estudioso investigador de la vida y la obra de Felipe II, con im[62]parcialidad desacostumbrada en autores extranjeros, y aun nacionales, al tratarse de rey tan desgraciado con los historiadores como con los novelistas y autores dramáticos.

De estos últimos, el que le ha presentado con menos sombríos colores ha sido el más cercano á sus días, el español Enciso, en su comedia El príncipe Don Carlos.

El escritor sueco, en su monografía, pretende, y no en vano, esclarecer la sombría figura del monarca español, tan mal estudiada y comprendida por sus apologistas como por sus detractores.

Se considere la Historia como Ciencia ó como Arte, sólo cabe poner en ella el calor de una pasión, la pasión por la verdad.

La obra de Bratli debe ser agradecida por los españoles. Nuestra Historia corre por el mundo en libros extranjeros y en libros casi siempre inspirados por odios y antipatías. Diríase, al leerlos, que sólo en España hubo Inquisición; que sólo en España hubo persecuciones religiosas, cuando fué, en realidad, donde hubo menos; que sólo España conquistó y colonizó cruelmente, y[63] que sólo la Ciencia y las Artes españolas padecieron bajo la presión de la Iglesia y del Poder real. Y no es lo malo que los extranjeros hayan contado así nuestra Historia; lo peor es que nosotros la hemos aprendido también en sus libros, sin tomarnos el trabajo de aprender las Historias de otras naciones, para comprender cómo, calumniados y todo, la nuestra no desmerece nada.

Felipe II era el soberano más noble, más culto y más humano de su tiempo. Su mayor defecto fué el que tan donosamente le señaló don Juan Valera: el de ser un tanto engorroso. Y esto fué lo que alabaron en él de prudencia.


El alcalde de Madrid se ha creído en el caso de amonestar al concesionario del teatro Español, el sabio doctor Madrazo, por la baratura del precio en las localidades.

Yo creo que el Ayuntamiento debiera agradecer el desinterés del señor Madrazo y congratularse de que un teatro municipal sea, por fin, un teatro popular, por sus pre[64]cios, al alcance de las clases menos acomodadas.

¿No es deber del Ayuntamiento procurar por todos los medios el abaratamiento de las subsistencias? ¿Quieren que el teatro español sea un teatro aristocrático? Entonces debieron empezar por no concedérselo al doctor Madrazo, tan conocido por sus ideas democráticas y republicanas.

Entonces, si un millonario generoso se ofreciera como empresario del teatro Español para obsequiar al público con funciones gratuitas, ¿no se le concedería el teatro?

Además, ¿cree el Ayuntamiento que es el precio de las localidades lo que da ó quita al teatro el decoro debido á sus prestigios?

No es al precio, sino á la calidad del espectáculo á lo que debiera atender el Ayuntamiento.

Bien está á peseta el chocolate de á peseta. El Ayuntamiento, en este caso, al contrario que en el sabido cuento, lo pide más caro, sabiendo que peor es imposible.


[65]

XI

Dice una antigua canción inglesa, parafraseada por Dante Gabriel Rossetti: «El mar no tiene más rey que Dios».

Los archimillonarios, reyes del mundo, pasajeros del Titanic, navegaban sobre el mar con toda confianza, seguros de haberle vencido. En un palacio, fortaleza flotante, con la garantía de haber pagado muchos miles de francos por el pasaje. La travesía, alegre: fiestas, bailes y músicas y amoríos viajeros de esos que no comprometen á nada. ¿Naufragar? ¿Hundirse? ¿Quién pensaba en eso? El barco poderoso, con toda su fuerza, con todas sus seguridades, era, en medio del mar, como un símbolo de un Estado social capitalista, defendido por cañones y escuadras pagados á buen precio, como el pasaje en el transatlántico de lujo.

Algunos de aquellos millonarios, grandes[66] industriales, hombres de negocios, quizás buscaban en viaje de recreo descanso á sus preocupaciones, al malestar causado por una huelga obrera en sus fábricas, en sus industrias. Y las olas del mar les parecían de mansedumbre; no amenazadoras, como las olas proletarias. Era el mar un reposo y una caricia. ¿Cómo habían de imaginarse que pudiera ser el vengador?

Vencieron la huelga de los hambrientos y no contaban con el hambre vengativa del mar.

Ya no se ofrecen víctimas humanas en sacrificios religiosos. Pero hay una divinidad justiciera para ordenarlos. Y esta imprevista nivelación ante el dolor y la muerte es tal vez el único destello de justicia que resplandece sobre la tierra.

Víctimas expiatorias son estos millonarios. Con su muerte ponen inquietud sobre la soberbia de los poderosos y paz sobre el odio de los miserables.

¡También los grandes transatlánticos pueden hundirse en un momento!

Entre ellos y las pobres embarcaciones veleras, donde van á ganarse la vida pesca[67]dores y marineros de ventura, ya puede haber algo de simpatía. ¡El mar no tiene más rey que Dios! Más grande y más fuerte que la tierra, ni siquiera el dinero.


Y el mar no cuenta sus historias con ruinas, epitafios ni monumentos, como la tierra, vieja comadre, que nos va señalando á cada paso: «Aquí fué Troya», «Estas son las ruinas de Nínive», «Esta fué la Acrópolis de Atenas». En la mayor desolación hay siempre rastros visibles sobre la tierra, efemérides de su historia. En el mar no hay señales ni vestigios de ruinas ó grandezas. El mar no dice historias, sólo nos dice: ¡Eternidad!

Por eso en él se templan las almas mejor que en la tierra. Unos pobres músicos, los últimos tripulantes del barco, sin duda, que tal vez en el incendio de un teatro, en una catástrofe terrestre, hubieran sido los primeros en huir y en defender su existencia precaria de músicos jornaleros, ante el mar se agrandaron como héroes de epopeya y[68] fué su pobre música destemplada un himno al espíritu: el salmo religioso en que acepta el Dios de misericordia la música de valses y rigodones que animó el danzar frívolo de los millonarios durante la alegre travesía de recreo.


Monsieur Le Bargy, el ex socio de la Comedia Francesa, en reciente entrevista con el travieso Duende de la Colegiata, ha juzgado con despectiva frase á los actores italianos.

Al decirle el inquieto duende que los actores italianos ensayan las obras con mayor prontitud que los franceses, el celebrado actor hubo de replicar: ¡Así las hacen!

¿Cree el aplaudido intérprete de El marqués de Priola que es tanta la diferencia y siempre en favor de los actores grandes actrices?

Ni por artistas, individualmente considerados, y por compañías, en su conjunto, mucho menos, creo, y conmigo el público madrileño, que la desventaja está de parte de los actores italianos.

[69]

Entre los actores franceses los hay excelentes ¡quién lo duda! Pero, sea por culpa suya ó de los autores que para ellos escriben, lo cierto es que su trabajo se limita á una especialidad. Ni Sarah, ni la Bartet, ni la Réjane han interpretado en toda su carrera artística la variedad de obras y de personajes distintos que nuestra María Guerrero ó cualquiera de nuestras actrices.

Ahora mismo, en el último retrato de Sarah, intérprete de la obra Isabel de Inglaterra, vemos á Sarah, la de siempre, vestida... como Sarah, no como la reina Isabel; peinada... como Sarah... La misma Sarah que se presentó rubia en Cleopatra y ha sido Sarah eternamente; como Guitry es Guitry siempre y Mounet Sully es Mounet Sully en cuantas obras interpreta.

Actor por actor, ni Sarah es la Duse, ni ninguno de los actores franceses que nos han visitado es comparable á Zacconi, á Novelli, á Emmanuel, á Ceresa, á Flavio Andó; ni las compañías francesas, la de Antoine inclusive, han presentado nunca un conjunto como cualquiera de las compañías italianas.

[70]

En arte escénico no hemos podido aprender nada de los franceses; de los italianos, sí.

Los actores franceses van demasiado poseídos de su superioridad por esos mundos. Ya es hora de que se vayan desengañando.

Y conste que soy el primero en admirar á los buenos actores franceses y, entre ellos, á M. Le Bargy, á quien es lástima que el público madrileño no haya podido admirar como galán joven cuando, al sustituir á M. Delonnay en la Comedia Francesa, era excelente intérprete de las comedias de Musset.

Hoy, como primer actor, grand premier sole, habría algunos reparos que ponerle. Pero no es cosa de complicar la cuestión de Marruecos.


[71]

XII

El actor M. Le-Bargy me ruega que inserte en esta sección la siguiente carta. Así lo hago con sumo gusto y fina voluntad.

«Sr. D. Jacinto Benavente.

Muy señor mío: He tenido ocasión de decir á uno de sus compañeros que la improvisación en cualquier arte no me parecía un buen mecanismo de perfección en el trabajo y que para la mise en scene de una obra dramática prefiero, á los bruscos procedimientos de los comediantes italianos, el sistema de los ensayos lentos y minuciosos que han adoptado los teatros de París. Con tal motivo, se ha lanzado usted á la guerra como un conquistador y ha declarado que en la interpretación dramática, París ha sido eclipsado por Roma.

Las opiniones son libres; mas tengo la costumbre, respetándolas todas, de no prestar atención sino á aquellas que se apoyan[72] sobre pruebas ó sobre la autoridad de un juicio informado, prudente, comprensible. Respeto, pues, infinitamente su juicio sobre los actores franceses; pero excusándome de no poder detenerme en esto, pues se vislumbra en aquél una idea preconcebida de menosprecio, ó al menos el desconocimiento absoluto del genio de nuestra raza. Si yo tomase en consideración lo que ha dicho usted, en particular, de Sarah Bernhardt y de Mounet Sully, haría, al defender á estos gloriosos artistas, un esfuerzo más vano sin duda que el que hizo usted al atacarles.

Antes de despedirme os ruego vengáis un día á París: tendré el honor y el placer de recibirle, enseñarle nuestro arte dramático en su propio marco y revelarle esos matices que parecen haber pasado desapercibidos á su fino discernimiento.

Queda su más atento seguro servidor, q. b. s. m., Ch. Le-Bargy

Conste, en primer término, que mis ideas respecto á los actores franceses podrán ser equivocadas, pero no preconcebidas, como M. Le-Bargy asegura.

Contra la opinión de la crítica, en gene[73]ral, juzgué en la temporada anterior al artista italiano Caravaglia como desdichado intérprete de Hamlet. Ya ve M. Le-Bargy cómo no siempre es Roma la capital del Arte. En Italia, por fortuna, el Arte está descentralizado y no es Roma, ciertamente, la capital artística de mayor importancia.

He sido y soy gran admirador de Sarah, sin desconocer que la Duse es artista de más sinceridad.

En cuanto á Mounet Sully, cuando tanto dió que reir al público madrileño, fuí de los pocos defensores que tuvo. No me negará M. Le-Bargy que el arte de Mounet Sully es un arte sui géneris, y en el mismo París no todos son admiradores del fogoso artista. Monsieur Le-Bargy procede con nobleza al defenderle, ya que todos sabemos que no ha reinado siempre la mejor armonía entre el decano de la Comedia Francesa y el propio M. Le Bargy.

¿No recuerda el excelente artista—han pasado algunos años,—durante una representación de Enrique III y su Corte, de Dumas, padre, una desagradable escena, hors d'œvre, ocurrida entre M. Le-Bargy y Mou[74]net Sully? Parece ser que Mounet Sully reprendió en tono algo destemplado á M. Le-Bargy por haberse permitido una alteración en la mise en scene de la obra. Monsieur Le-Bargy replicó con la misma viveza y dijo, refiriéndose á Mounet Sully: «Il se permet bien d'autres».

Ya ve M. Le-Bargy que conozco las intimidades artísticas de los teatros de París tanto como á sus actores, y que mi juicio podrá ser equivocado, pero no ligero. Es el de todo el público madrileño, y M. Le-Bargy sabe que empieza á ser el del americano.

Los actores franceses carecen de sinceridad; son muy especialistas. ¿Puede citarse una actriz francesa que haya interpretado la variedad de personajes que María Tubau, María Guerrero ó Rosario Pino?

Los actores franceses cuentan por docenas lo que ellos llaman sus «creaciones»; los actores españoles y los italianos, por cientos. Esta intensidad en la variedad es tan estimable, por lo menos, como la intensidad en la unidad. Y para el público, más interesante.

Si alguna vez vuelvo á París, tendré[75] sumo gusto en saludar á M. Le-Bargy y en atender sus indicaciones; aunque temo no consigan rectificar mis juicios, ya que, actrices y actores, por dicha suya, serán los mismos que tuve ocasión de aplaudir, hace treinta años, cuando fuí á París por primera vez, y los mismos que he vuelto á celebrar cuantas veces he vuelto. Y los actores ¡ay! no son como el buen vino: con los años y con los viajes no ganan nada.


[77]

XIII

Existen industrias por esos mundos de las que no tenemos aquí la menor idea. Una de ellas es la cría de mariposas. En Inglaterra, en el condado de Kent, Mr. Newman ha destinado una granja á esta novísima producción, recompensada con no despreciables rendimientos.

En Inglaterra son muchos los coleccionistas de mariposas. Son muchos también los Museos que tienen por proveedor á míster Newman. La moda también ha venido á favorecer su industria. Mesas y veladores se cubren con una tela de seda y sobre ella mariposas disecadas de varias especies y múltiples colores. Todo ello se cubre con un cristal y el efecto es muy vistoso, como de bordado japonés ó chinesco.

Para obtener alguna nueva especie de mariposas es preciso un procedimiento llamado «azucarar». Para azucarar se emplea[78] una mezcla de azúcar, melaza, ron, cerveza y jugo de pera. Con esta mezcla se trazan rayas sobre la corteza de los árboles. Las rayas han de ser verticales, á un metro del suelo, y han de tener 45 centímetros de largo por dos de ancho. Entrada la noche, las mariposas acuden á golosear. Las mejores noches de caza son las noches tormentosas. Cuanto más cerrada la noche, más fructuosa recolección.

Para la caza hay que proveerse de una cajita, bien mullida de algodón en rama, y de una linterna: con la linterna se ilumina la raya azucarada; el cazador acerca la caja, cuya tapa sostiene abierta con un dedo; el cazador elige su presa, toca ligeramente en la cabeza á la mariposa, la mariposa cae en la caja, que se cierra de golpe. Desde allí pasa á las jaulas de cultivo, cuando no es condenada á inmediata muerte.

Míster Newman posee unas cien mil mariposas. Algunas de ellas, como la llamada «Rey de la selva» (Purple Emperor), se paga á cinco y seis francos. Aunque son muchas las pérdidas en tan frágil mercancía, las ganancias compensan lo suficiente.

[79] Y ¡es una industria tan poética! Aquí no se concibe. Y eso que el procedimiento de «azucarar» es muy conocido. Es el medio empleado por los Gobiernos para obtener mayoría en todas las votaciones. Los caramelos repartidos con profusión en el Parlamento vienen á ser el símbolo tangible y chupable de otras más apetitosas golosinas. Todo es «azucarar».

Pero ¿quién ha de criar mariposas aquí, donde es preciso proteger á los pájaros y donde no quedará dentro de poco animalito con alas, pájaro, mariposa ó poeta?

Lo raro es no ver cazuelas de mariposas fritas como de pájaros. Entre la substancia de una mariposa y la de un pájaro... ¡Comida de ilusión! Por eso tan española, tan madrileña sobre todo. El pájaro frito viene á ser para los madrileños la gallina que Enrique IV de Francia deseaba para todo ciudadano francés, como garantía de paz y de ventura en sus Estados.

En estos de España no pueden pedir los gobernantes más de lo que asegura un pájaro frito.

Ahora se trata de proteger á los pájaros[80] con detrimento de la popular alimentación.

El pájaro tiene una leyenda sentimental de beneficioso para la agricultura.

Yo sé de quien prohibió que se matara ni se hostigara á un solo pájaro en sus huertas y tierras de labranza, y ¡vaya si notó el beneficio! De la siembra dieron tan buena cuenta como administrador en «absentismo» del amo. Y de la fruta... como si se hubieran propuesto anunciar un remedio contra la obesidad: la dejaron toda en los huesos.

Por eso digo que lo de beneficiar á la agricultura debe ser leyenda que han hecho correr los pájaros en combinación con los naturalistas. Y es que la mayor parte de los naturalistas estudian á los animales... disecados. Como al pueblo la mayor parte de los sociólogos. Así hay tantas lamentables equivocaciones al legislar.


Dentro de pocos días tendremos en el teatro de la Comedia una compañía italiana con el repertorio del Gran Guignol, á imitación del tan celebrado de París.

[81] Género teatral, á ratos también literario, muy á la moderna. Rápido, cinematográfico, violento, brutal en ocasiones, se apodera del espectador por los nervios. ¡La inteligencia y el corazón se defienden tanto! Los autores dramáticos, atentos á la psicología del público, han comprendido que el espectador moderno es más atacable por lo fisiológico. Se impone un teatro rascanervios. Como única emoción, el espanto; como único razonamiento, la sorpresa; como único sentimiento, la curiosidad.

El autor se entra por los nervios del espectador como un loco, como un criminal, como un violador. Le considera como á una mujer histérica, se impone á él como hipnotizador, como alienista, como juez de instrucción. Es un teatro para estudiar á los espectadores. Obtendrá un excelente éxito. Sobre todo con las señoras. ¡A las mujeres les gusta tanto asustarse en público!

Después, y visto el buen éxito, padeceremos las imitaciones consiguientes. Y aquí sí que puede decirse como de tantas otras cosas: ¡Bien vengas, Gran Guignol, si vienes solo!


[83]

XIV

Un escritor de alto entendimiento y generoso corazón, el señor Zozaya, ha supuesto que yo era enemigo de los pájaros. De ningún modo.

Unas cuantas libras de fruta averiada por su glotonería no es razón para malquistarse con los pájaros. Como unas cuantas pesetas «sableadas» por un amigo no es razón para reñir con él, si el amigo es simpático y sablea con gracia; que es el caso de los pájaros al picar en la fruta.

Nadie como yo les defiende de asechanzas de gentes y de muchachos. Para sazonarles la acidez de la fruta añado unas migajas de pan á su merienda.

De no haber sido gato en otra encarnación—en ésta lo soy por gracia de madrileño—ó ave de rapiña—menos probable, pues no me queda el menor instinto,—no me remuerde la conciencia por haber perse[84]guido, maltratado, cazado, ó simplemente devorado, después de cazado por otro, al más insignificante pajarillo.

A predicarles, como San Francisco de Asís ó San Antonio de Padua, no he llegado. Pero versos de Rubén Darío, de Gabriel D'Annunzio y de Guerra Junqueiro sí han podido oirme recitar en mis soledades, á las horas de siesta canicular, en que todo se amodorra, como en la cantada por Zorrilla. Todo, menos los pájaros y yo, bien hallados á la sombra de un huerto, oasis en dorada llanura castellana.

Su piar y los versos por mí recitados son como escala de armonía infinita, ascendente, que va del abecedario, balbucido por labios infantiles, al libro todo sabiduría.

Por todo esto amo á los pájaros, sin pararme á considerar si son útiles para la agricultura.

Mis poetas tampoco le serán de gran utilidad.

Pero yo no quisiera creer que los pájaros cantores y yo, recitador de poetas, somos como un insulto á los campos de trabajo y de pena que nos rodean.

[85]

Tampoco debemos creer, como algunos pájaros y muchos poetas, que todo aquello no es más de apropiada decoración para nuestra escena poética.

Como el piar de los pájaros es preludio balbuciente de tanta música y tanta poesía, mi recitar de versos en el silencio de los campos abrasados acaso es también preludio de cosechas futuras. Los poetas no pueden haber sembrado en vano. Entre tanto, sería injusto preguntarles como á los pájaros: si son útiles para la agricultura.


Los niños son muchas veces víctimas de la vanidad de los padres. Los perros, de la vanidad de sus amos.

¿A qué otro sentimiento responde, en el primer caso, los concursos de belleza infantil, los disfraces de Carnaval, la exhibición de habilidades en los niños; en el segundo caso, las Exposiciones de perros? Los pobres animales, encerrados en jaulas mal acondicionadas, rodeados de personas extrañas, padecen, inocentes, el mal del siglo:[86] el exhibicionismo. Cuando ya no tenemos más que exhibir, exhibimos al perro.

El perro, animal simbólico de la fidelidad, atributo de tumbas conyugales en otros tiempos, simboliza en estas Exposiciones la exhibición íntima de los hogares. Ya sabían ustedes cómo éramos todos en casa: la señora, las niñas, los criados; ahí va el perro. Que no se quede sin su fotografía.

El trabajo de los futuros historiadores no será, ciertamente, el de juntar documentos, sino el de aportarlos. ¡Bien documentada va la posteridad!

Ni siquiera tienen estas Exposiciones de perros la justificación de contribuir á la mejora ó propagación de las razas mejores. Sabido que no hay nadie tan egoísta como un poseedor de ejemplares de precio.

Es más difícil obtener la mano izquierda de uno de estos perritos de lujo que la derecha de una linajuda y bien dotada heredera.

Ahora que ha vuelto á reconstituirse la Sociedad Protectora de Animales, bajo la presidencia de una inteligente dama, debiera oponerse á estas Exposiciones tan opuestas al verdadero amor por los animales.

[87] En algunas partes las Sociedades protectoras han llegado á oponerse al sostenimiento de las casas de fieras y jardines zoológicos.

Tratándose de animales feroces y salvajes, sin cesar perseguidos, yo no sé, ignorante de su concepto y su aprecio de la libertad, si ellos no pudieran preferir la cómoda y descansada vida de estos jardines y menageries á la azarosa vida de las selvas y de los desiertos.

Tratándose de animales domésticos, no hay duda. La protesta de las Sociedades protectoras estaría más justificada.

El jardín zoológico puede ser civilizador para las fieras. Todas las razas salvajes se han civilizado en jaulas, más ó menos holgadas.

El perro está ya bastante civilizado. Volverle á la jaula es un peligro. Podría volver á sentirse lobo. Tal vez de puro civilizado participe del sentimiento vanidoso de los hombres y goce con las exhibiciones. Pero hay que concederle alguna superioridad mental.

Aunque lleva mucho tiempo de ser el me[88]jor amigo del hombre. Mucho más que Muley Hafid de ser el buen amigo de los franceses. Debe estar contagiado del todo. Muley Hafid parecía más fiero y hoy está hecho un falderillo. Dentro de poco también estará en París en su buena jaula y ¡tan contento!


[89]

XV

Voces de gesta ha aparecido en las librerías antes de ser representada en Madrid. Esto indica en cuánto más estima Valle-Inclán el juicio reposado del lector que la emoción arrancada al público, por sorpresa unas veces, con habilidades teatrales, que tienen más de lo artificioso que de lo artístico; otras, con los recursos del arte escénico: brillantez de la interpretación ó del decorado.

Son muy pocas las obras dramáticas que, como esta admirable tragedia de Valle-Inclán, pueden permitirse el lujo de su desnudez artística al presentarse sin engaños teatrales.

Al escribir estas líneas ignoro la opinión del público de teatro. Importa poco. Obras como Voces de gesta están sobre el público, y su probable fracaso demostraría, una vez más, que hay un nivel medio del que no[90] conviene elevarse. Yo estoy seguro de que el público del estreno, en el teatro de la Princesa, alcanza ese nivel con holgura. No me atrevería á decir lo mismo del público en los días de abono aristocrático.

Voces de gesta es obra redentora. Ella sola se basta á redimir de muchos pecados teatrales. Es obra de esas que sirven para justificar á un empresario: «No dirán que no se hace Arte.» Y sirve para disculparle cuando no lo hace: «Pero, ya ven ustedes, el Arte no da dinero.»

Por desgracia, los empresarios tienen razón... mientras el público se obstine en dársela.


Hay que afrontar la verdad cara á cara. La Prensa periódica ha procurado, con alto patriotismo, realzar la tristeza de todos por la muerte de Menéndez y Pelayo.

En este caso, la actitud de tristeza no ha bastado á determinar el sentimiento, como afirma el psicólogo James.

Cierto que la persona de Menéndez y Pelayo ni su obra, por su índole misma, po[91]dían ser populares. Lo triste ha sido que, entre la misma gente culta, antes hemos advertido el revuelo alrededor de las muchas vacantes dejadas por el muerto glorioso que la emoción por su prematura pérdida.

En los mismos artículos necrológicos han podido advertirse más amplificaciones de fórmulas encomiásticas que estudio detenido de las obras de Menéndez y Pelayo. Sin duda el dolor embargaba las inteligencias.

Es muy de la tierra lo de contar por cada lector cien admiradores. Hablen los muchos que se decían admiradores de Costa, sin haber leído uno solo de sus libros; hablen muchos de los que se decían admiradores de Menéndez y Pelayo.

La fe y la admiración son muy amables formas de la pereza. Hay quien no cree y quien no admira por la misma causa.

Por todo esto, sucede que la fe, como la admiración, como sus contrarios, adolecen entre nosotros de una tibieza fundamental, por falta de fundamento, que en vano pretende mostrarse calurosa entre voces enfáticas y gestos exaltados.

Sólo parece al exterior, con luz del alma,[92] lo que ha sido calor del alma interiormente.

Por eso al morir Menéndez y Pelayo hemos oído clamar su nombre; pero ese clamor sonaba como el eco de vacío aposento: un aposento que debieran haber llenado las obras del escritor, más admirado que conocido.


[93]

XVI

Los Museos de cuadros antiguos tienen algo de panteón. Un cuadro sólo parece animado con vida propia como acorde justo en toda una armonía de ambiente. El retrato del noble caballero ó de la dama infanzona, en la sala señorial de linajudo palacio, entre sillones y escaños de roble, mullidos de terciopelos ó damascos desvaídos; entre tapicerías heráldicas, candelabros de plata ó de hierro forjado, armaduras enmohecidas y códices miniados. La pintura religiosa de atormentado ascetismo, á la indecisa claridad de lámpara votiva, en un rincón de alguna antigua iglesia ó convento pobre. La pintura religiosa risueña, de vírgenes y niños de Dios familiares, divinizados por gozosa humanidad, en altares acariciados de sol, en iglesias muy blancas, de algún convento de monjitas más hacendosas que rezadoras; hadas de santidad con manos mi[94]lagrosas para confituras, bizcochadas, bordados al realce y randales sutiles como vilanos ó telas de araña. Las triunfantes alegorías, entre mitológicas y caballerescas, con su trompetear de oros y púrpuras, en la amplia galería del alcázar, frente á los ventanales que dominan á la ciudad de leyenda.

Fuera de su lugar son los cuadros vago contorno espectral sin vida. Siquiera en los Museos dice la tumba, que es cada cuadro, un nombre glorioso. Y el nombre evoca un recuerdo vivo en nuestra memoria, y no es todo muerte.

Pero estas Exposiciones de cuadros modernos son aun más tristes. Si nos ponemos en la realidad, parecen almacén y dicen comercio. Si poetizamos, son como galería de nichos; pero con nombres que no dicen glorias; sólo dicen muerte, con la frialdad de una estadística.

Y uno por uno, en adecuado lugar, en propio ambiente, es posible que todos los cuadros estuvieran bien. Figuraos una Exposición de niños: al verlos allí solos, ante las miradas curiosas, indiferentes del público, no pensaríamos en que era alegría[95] de una casa; pensaríamos en la Inclusa. El Arte necesita un calor que no puede hallar en las Exposiciones. Todo parece allí muerto ó abandonado, y, con la multitud de sepulturas, todo va en el recuerdo al hoyo grande.

Cuando la Exposición haya terminado, el Arte reconocerá á los suyos, como Dios en la matanza de hugonotes.


Los sultanes de Marruecos serán muy brutos, pero no tienen nada de tontos. Cuando se hallan muy empeñados, en toda la magnitud de la palabra, corte de cuentas, borrón y... sultán nuevo. Como su dulce hermano, cuando se vió metido en el callejón sin salida de la Conferencia de Algeciras, Muley Haffid, acorralado por los franceses, tira por la calle de en medio y les deja con tres palmos de narices. Esta insolvencia—también en toda la extensión de la palabra—supone mucho trabajo y mucho dinero perdidos para los franceses. La diplomacia marroquí es única en el arte de[96] no pagar al casero. Aunque, en este caso, el casero era el sultán y su arte ha sido el de quedarse con la fianza y el mes adelantado por un inquilino que está pagando el alquiler bastante caro.

Con este juego de sultanes compadres todo es tejer y tejer, para la diplomacia europea, en los asuntos de Marruecos. Lo peor es que Europa no consigue la civilización de Marruecos; pero Marruecos va á conseguir la descivilización de Europa.

En Francia, en el propio París, en el corazón de su corazón, como si dijéramos, ya se ha levantado cruzada contra el extranjero.

¡Si esto no es africanizarse!


La opereta vienesa triunfante no será una fórmula suprema ni definitiva del Arte para los teatros de género chico. Yo la juzgo reacción saludable; tal vez extremosa, como todas las reacciones. Hay quien la juzga inferior á nuestro género chico; hay quien, por el contrario, asegura que ésto ha matado[97] aquéllo. En mi opinión, mejor puede decirse: Aquéllo ha traído ésto.

Aquéllo, es decir, nuestro género chico ¡había caído tan bajo! Hay que convenir en que la gracia española es siempre agresiva, dura. ¿No ha sido el hambre tema fecundo de chistes en nuestra novela y en nuestro teatro?

También el error de muchos escritores, al creer que lo castizo sólo se halla en las clases bajas de la sociedad española, porque es en ellas más superficial y no cuesta desentrañarlo, como en las clases alta y media, trajo la fatigosa repetición de cuadros populares, de cada vez más falseados.

De la calle vinieron admirables cuadros al teatro: La verbena de la Paloma, El santo de la Isidra; los hermanos Quintero trajeron las calles andaluzas, con su sana alegría y sus limpios donaires. Pero después llegaron los imitadores; como ya no quedaba qué traer de la calle más que el arroyo, se trajeron el arroyo al teatro con toda su suciedad y su grosería.

Esta opereta vienesa representa, en el género, la reacción idealista. Su gracia es ino[98]centona, sus chistes infantiles, su literatura de novela sentimental á la moda del año 30; pero todo es dulce, amable, de una fantasía sin perversión, como sueño de niña casadera. Los dúos de amor terminan con besos en tiempo de vals y en el ritmo del vals se espiritualizan. Los hombres son galantes y las mujeres coquetas. Nadie se insulta ni salen á relucir las navajas. Las aldeanas visten de raso y ofrecen flores. Los militares son como príncipes de cromo...

Todo es lindo, lindo. ¿Pondremos á la finura el reparo de cursi? De ningún modo. Más vale que nuestras cocineras aprendan estas finuras de las operetas vienesas que no nuestras señoritas aquellas ordinarieces. Y perdonen los casticistas.


[99]

XVII

El conde de Pradére ha tenido un rasgo de verdadero españolismo al adquirir La Vicaría, de Fortuny. Ya que del conde no puede decirse nada, se dice del cuadro. Ha pasado de moda; Fortuny ya no se lleva.

Y ¿qué pintor no ha pasado por estas alternativas y veleidades de la moda? Tiempo hubo en que Murillo era estimado sobre Velázquez, el Greco era menospreciado y Goya no era tenido en mucho. Ahora mismo ¿no hemos desempolvado á Lucas?

La pintura de Fortuny está, sin duda, en ese período crítico para toda obra de arte: cuando se está viejo y no se ha llegado á ser antiguo. Hasta muy pocos años ha ¿no eran risibles y ridículos los retratos de señora con su miriñaque? Hoy ya tienen valor histórico. Actrices modernas se han atrevido á presentarse con miriñaque en escena al interpretar obras de aquel tiempo. Y obras dra[100]máticas; á lo que ninguna actriz se hubiera atrevido antes, segura de comprometer el éxito, ante el público regocijado.

El polisón no ha logrado todavía estos honores. Dentro de algunos años tendrá también su valor histórico y las actrices podrán atreverse con él como ahora con el tontillo y con el miriñaque.

Fortuny, como Meissonier, como tantos otros pintores, indiscutibles en su tiempo, pasan ahora por el período difícil del miriñaque y del polisón.

La posteridad inmediata es el más recusable juez para las obras de arte. Sólo nos interesa lo actual ó lo que ya parece muy lejano. Lo que pasó, pero aun está cerca, diríase que nos envejece al considerarlo. Mejor sabemos dar razón de las guerras púnicas que de la guerra francoprusiana. Más sabemos de Carlos V que de Isabel II.

La Vicaría, de Fortuny, recobrará su puesto de honor en la historia de la pintura española. Aunque no fuera más que por la numerosa descendencia que tuvo. Durante medio siglo la pintura española fué procedente de Fortuny. Los grandes cuadros de[101] historia, teatrales en sus personajes y en su indumentaria, los cuadros de género, lindos, acabaditos, como miniaturas: de una España amable, bonita, de terciopelos, rasos y blondas. Visión de un arte lisonjero que á todos nos tenía adormecidos hasta el despertar cruel del desastre. ¡Oh! ¡El arte optimista!

Hoy todavía dicen algunos de Zuloaga que nos calumnia. Zuloaga no hubiera pintado nunca La Vicaría.

La Vicaría era un cuadro de sueño. Los cuadros de Zuloaga son el despertar. Pero ¡hay quien dormía tan á gusto!


En Barcelona la opinión ilustrada de algunos médicos se ha creído en el deber de llamar la atención sobre los perjudiciales efectos causados en la imaginación de los niños por las películas cinematográficas.

El cinematógrafo, como el teatro, abusa de lo terrorífico.

Cuando la vida era más ruda y violenta; cuando la expansión individual alternaba,[102] por lo menos, grandes heroísmos con grandes crímenes, estos espectáculos de horror no podían ser tan nocivos. En la vida moderna, tan socialmente disciplinada, en que los buenos ciudadanos no son capaces de grandes heroísmos ni de grandes virtudes, por no desentonar, por no descomponer el conjunto, y sólo se manifiesta el individualismo en los rebeldes y en los criminales, el contraste es más llamativo. Para una imaginación inquieta, al huir del gris monótono, sólo ve la intensidad del rojo de sangre. Los criminales son como héroes cuando no vemos héroes mejores.

Los dramas y las novelas románticas de ahora son dramas y novelas de ladrones y de asesinos. Sus aventuras son robos y asesinatos.

Estos son los modernos libros de caballerías, capaces á crear elementos artificiales inspiradores de siniestros propósitos.

El teatro y el cinematógrafo para los niños es un problema de higiene, un problema educador en que el Estado debe intervenir con urgencia.

Nuestras calles y nuestras casas, y el es[103]pectáculo todo de nuestra vida, ya son bastante para manchar el alma de nuestros niños. Que al asomarse con la imaginación á los sueños de nuestro Arte, nuestro Arte no sea más sucio, más negro que la misma vida.

¿Llevaríais á vuestros hijos á pasear por un estercolero ó junto á una charca pestilente?

Pues aun es más necesario el aire puro á su imaginación que á sus pulmones.


Al ver cómo se interesaba la opinión por el nombramiento del nuevo director de la Biblioteca, alguien de buena fe habrá pensado: ¡Gracias á Dios que nos interesamos por algo que no sea política menuda ó torería!

¡Ay! Todo es uno y lo mismo. Si la gente se ha interesado en este caso es por lo que ello ha tenido de política y de torería. La importancia del cargo era lo de menos. Las personas designadas para ocuparle, significaba poco. Lo divertido era la lucha, la competencia. Hasta se han cruzado apuestas.

[104]

Como siempre, y muy á la española, los partidarios del uno negaban al otro todo merecimiento.

La triste satisfacción que pueden tener uno y otro es la seguridad de que los más fieros disputadores eran los que más ignoraban el valer de los dos ilustres contrincantes.

En España sería millonario cualquier escritor si le leyeran todos los que le admiran y la mitad siquiera de los que le odian.


[105]

XVIII

Desde Hamburgo me envía persona respetable el original y la traducción de un artículo publicado en el diario General Anzeigner, de la ciudad citada.

Extractaré lo más substancioso, según la traducción de referencia. El artículo se titula «Deshonra de la raza», y dice, entre otras cosas: «Varios periódicos publican relación de las impúdicas aproximaciones de algunas señoras y señoritas de raza blanca, á los hombres de la tribu de beduínos que actualmente se exhibe en el Jardín Zoológico de Hagenbeck, en Hamburgo.

Los buenos beduínos vinieron á las manos por cuestión de faldas y fué necesaria la intervención de la Policía y la repatriación de los más levantiscos.

Aunque la empresa Hagenbeck ha tomado enérgicas medidas para evitar la repetición de estos incidentes y ha dado á sus emplea[106]dos orden terminante de expulsar del parque á toda señora que se aproxime á los beduínos en forma sospechosa, todavía han ocurrido escenas tan lamentables como la que acabamos de describir.

Triste y lamentable es que la mujer alemana, por lo general de carácter y costumbres ejemplares, olvide hasta ese punto su decoro.»

Otras muchas consideraciones trae el artículo; pero no quisiera que, al transcribirlo, nadie creyera que yo me complacía en publicar debilidades de algunas señoras alemanas; debilidades que, si allí son excepcionales, aunque numerosas, no son exclusivas de Alemania.

Cuando en París se han exhibido de estas tribus salvajes, en el Jardín de Aclimatación ó con motivo de Exposiciones universales ó coloniales, tampoco han faltado curiosas de amores exóticos.

Los mulateros de la calle del Cairo, en la Exposición de 1889, fueron en aquella temporada, la coqueluche de cés dames.

Por aquí no menudea ese género de exhibiciones. Sólo hemos tenido una de aschan[107]tis y otra de esquimales, en los malogrados Jardines del Buen Retiro. Para prueba no es mucho. La mujer meridional, contra la vulgar opinión, es mucho menos acometedora en amor que las mujeres del Norte. Pero, en fin, celebremos que las exhibiciones no hayan sido muchas y que los aschantis y los esquimales fueran, unos, demasiado negros, y otros, demasiado descoloridos.

Las inglesas, por su parte, también se han significado bastante en estas exhibiciones; con más cautela y decoro, claro está: con pretextos de filantropía ó de evangelización. La raza inglesa ha sido siempre maestra en hallar buenas razones para hacer lo que le conviene ó lo que se le antoja. En esto tal vez consiste su superioridad. Los ingleses tienen una religión ó una filosofía para justificarlo todo. Pero su conducto no es nunca consecuencia de una religión ó de una filosofía, sino lo contrario; la religión ó la filosofía, consecuencia de su conducta. La conciencia procede del acto; como en todos los pueblos y en todos los hombres fuertes.

Las alemanas, por lo visto, á pesar de hallarse en tierra de filosofías para todos los[108] gustos, no se andan por las ramas filosóficas y se descaran buenamente en este sistema de colonización pacífica y casera.

La mujer tiende siempre á restaurar más que á revolucionar. Esta manifiesta inclinación por los hombres de otras razas es, quizás, un argumento á favor de la unidad de origen de las diversas razas humanas. Pero aunque á la unidad volviéramos por estos procedimientos, respecto á las mujeres, siempre habría dos razas, comunes á todos los pueblos y en todas las latitudes: las unas y... las otras. Es á saber, para que no haya duda en la clasificación: las limpias y... las puercas.


De todas las intolerancias, la más intolerable es la pretensión de un monopolio para ejercitar el bien ó cumplir un deber.

Por esta pretensión se ha planteado un desagradable conflicto en el benéfico Instituto del doctor Rubio.

La Junta de señoras pretendía sustituir á las enfermeras laicas por hermanas de la Caridad. Los fieles guardadores de la volun[109]tad del doctor Rubio se oponían á esta sustitución. No obstante, con mayor espíritu de tolerancia, no se oponían á que alternara un número determinado de hermanas de la Caridad con otro determinado número de enfermeras en la asistencia de los enfermos.

Las señoras intransigentes no admitieron este modus vivendi. Dimitieron sus cargos muy ofendidas y retiraron su valiosa protección al benéfico Instituto.

No soy sospechoso; desde muy niño aprendí á respetar, á admirar á las hermanas de la Caridad. En una de mis obras presento la figura de una de ellas, de tal modo, que muchos la juzgaron por ideal; pero yo sé que bien podía ser copia exacta de la realidad. Hay muchas hermanas como aquella hermana.

Cuando se fundó el hospital del Niño Jesús, el primitivo, en el barrio de las Peñuelas, era su directora una admirable mujer, por su talento y por sus virtudes: sor Rosalía. El doctor Tolosa Latour la conoció seguramente y podrá atestiguarlo. Ella sola podía ser honor de una institución. Pero también, como aquélla, son muchas otras.

[110]

Pero también como éstas y como todas las hermanas de la Caridad, hay otras mujeres inteligentes y honradas y buenas, capaces de cumplir con su deber profesional tan santamente como las hermanas de la Caridad con su deber religioso.

Cuando alguien cumple con su deber, no debe preguntársele en nombre de qué ideal lo cumple. A buen seguro que si esas señoras de la Junta se hallaran en peligro de muerte y supieran que sólo un doctor especialista podía salvarlas, no se andarían preguntando si era buen católico, protestante ó librepensador.

El personal facultativo del establecimiento se basta y se sobra para juzgar si las enfermeras atienden con solicitud á los enfermos y cumplen con su deber. Ellos son los más interesados en que así sea.

Ni el amor al prójimo, ni la más sublime caridad, ni el sacrificio por la más alta idea del deber, son patrimonio de una creencia religiosa determinada. ¿Con qué derecho puede negarse á nadie que cumpla con su deber, porque sus razones no son las mismas que las nuestras?

[111]

Además, no hay religión en el mundo que llegue á imprimir uno solo de sus mandamientos en nuestro corazón, si en nuestro corazón no estaban ya impresos todos los mandamientos religiosos.


[113]

XIX

Doña Sol Rubio, hija del eminente fundador del Instituto Rubio, me pide en carta abierta rectificación de algunos errores en que incurrí, por equivocados informes, al relatar los hechos que dieron ocasión á disidencias en dicho Instituto.

No fué descortesía mi retraso en acusar recibo de tan atenta carta, sino el deseo de rectificar en esta misma sección.

Lo de menos eran los hechos en mis apreciaciones. Pero, en fin, conste que los cumplidores de la voluntad del doctor Rubio no podían admitir la asistencia de hermanas de la Caridad, por oponerse á ello la voluntad del fundador. Fueron, pues, las damas del Patronato las que propusieron la asistencia mixta de hermanas y de enfermeras.

Lo importante era consignar que bien[114] estaban unas y otras, como todas cumplieran con su deber.

Al decir laicas á las enfermeras, sólo quise significar el no hallarse sujetas á la regla de una Hermandad religiosa, sin poner en duda su catolicismo. Por más que yo nunca haya creído que la caridad y, sobre todo, el cumplimiento del deber sean patrimonio de una religión determinada. Sin desconocer tampoco que en nuestra santa religión católica resplandecen como en ninguna otra las más altas virtudes.

¿Estamos todos contentos?


La noche del miércoles pasado fué de fiesta mayor en casa de Joaquín Sorolla. Se obsequiaba á Mr. Huntington, hispanófilo americano, meritísimo de cuantos honores pueda España ofrecerle.

La casa de Sorolla es un palacio del Arte, tan á la española trazado, que allí la suntuosidad no es soberbia ostentación, sino hidalga limpieza. Antes que el palacio os admire os acaricia el hogar, y antes que las[115] maravillas del Arte absorten vuestros ojos el amor y la paz familiares ungieron de buenos pensamientos vuestra frente. Por inquieto y perturbado que esté nuestro espíritu, cuando nos hallamos entre gentes buenas y dichosas nos sentimos también dichosos y buenos, como si las alas de nuestros ángeles custodios, los que nos guardaban de niños, volvieran á traernos nuestra inocencia.

Con vuelo impetuoso más suele el Arte destruir que labrar nidos. Sus glorias rara vez van unidas á la gloria de amar y ser amado. Por eso al juntarse en la casa de Joaquín Sorolla, este hogar del Arte, este palacio del Amor, parece como un templo ideal á una diosa más ideal todavía: la felicidad.

La casa de Joaquín Sorolla es tan española como el alma de cuantos la habitan; modelo de la verdadera familia española. ¡La familia española, la más pura gloria de nuestra raza!

La casa de Joaquín Sorolla debiera ser provechosa lección de edificaciones españolas enfrente de tantos esperpentos á la[116] francesa, á la inglesa y á la suiza con que la cursilería europeizante deshonra nuestras tradiciones arquitectónicas.

Sorolla debe ahora recorrer toda España. Estudia tipos y paisajes para el grandioso friso decorativo del Museo Español de Mr. Huntington en los Estados Unidos.

¿Podíamos soñar mejor desquite de pasadas humillaciones? Detrás de una puerta cerrada, en un gran salón, se nos dice que están los estudios del natural apuntados por Sorolla para su gran obra. La entrada está prohibida. Míster Huntington no quiere que nadie goce las primicias de su encargo. ¡El simpático hispanófilo no lo es del todo!

Nada podemos ver, pero es mucho lo que adivinamos. Adivinamos, con los ojos que tantas admirables obras del gran pintor español admiraron, la más asombrosa evocación de España, la verdadera España: luz, color, brío. Se abren ante nosotros páginas del Romancero y del Quijote, de las novelas picarescas y de las hazañas de Italia y de Nueva España...

Y también tristezas, y también sombras[117] que el pincel de Sorolla, al no mentir, no lisonjea. Pero de esas sombras y esas tristezas no se alza el pesimismo espectral, agüero de muerte; es más bien la sensación caótica de algo muy fuerte y vigoroso que no puede morir porque no ha nacido todavía.

He aquí la obra de un gran pintor, todo realismo, que, para poner espíritu en su obra, le basta con poner verdad. Y todo es Arte.

Y es que en Arte hay dos grandes estilos: uno, en que el alma del artista envuelve el alma de las cosas; otro, en que el alma de las cosas envuelve el alma del artista.


[119]

XX

Con la firma de «Un concursante de buena fe» recibo una carta muy atendible, de la que copio lo más interesante:

«¿Querría usted llamar la atención del Ayuntamiento respecto á lo que está ocurriendo con el tercer concurso de comedias?

Es el caso que, iniciativa tan plausible, no ha dado hasta ahora otro resultado práctico que molestar inútilmente á los Jurados y hacer perder tiempo é ilusiones á los concursantes de buena fe.

Tres concursos van convocados; permítame que en pocas palabras le recuerde el historial de cada uno.

El primero se convocó el 29 de Noviembre de 1909. Al expirar el plazo de admisión se habían presentado 153 obras. El Jurado, que formaban los señores Sellés, Rodríguez Marín, Répide, Gómez de Baquero, Linares Rivas y Jurado de la Parra,[120] falló el 25 de Junio. (Es decir, invirtió menos de cuatro meses en examinar los 153 originales), premió la comedia Los jácaros y mencionó con elogio otras varias.

Bajo su firma declararon los señores del Jurado que el concurso era excelente. ¿Recuerda usted el expresivo artículo que Répide publicó en El Liberal? Pues si hubiera sido pésimo, no hubiera fracasado de más completo modo. Ninguna de las obras elogiadas se ha representado, ni siquiera la premiada, en el Español ni en ningún otro teatro.

Segundo concurso. Se convocó el 5 de Diciembre de 1910; se clausuró el 5 del siguiente Marzo, con 86 originales. El Jurado, que formaban los señores Villegas, Linares Rivas, Zozaya, Bueno y Martínez Sierra, tardó en fallar cerca de nueve meses. Por fin, premió la comedia El bobo y declaró por buenas otras cinco.

¿Resultado práctico? Acaso por la demora del fallo, El bobo sólo pudo estrenarse, al terminar la temporada oficial, en deplorables condiciones. Así, mal ensayada, representada para salir del paso, la obra[121] sólo tuvo las tres representaciones á que obliga la ley. Las demás comedias elogiadas siguen inéditas.

Antes de fallar en el segundo concurso—vea otra anomalía—se convocó para el tercero. Al terminar el plazo de admisión—el 4 del pasado Febrero—sólo había presentadas 46 obras. Esta progresión descendente significa mucho también. Estamos á fines de Junio, esto es, han transcurrido cinco meses, y ni hay fallo, ni se sabe si hay Jurado, aunque en el Ayuntamiento son pródigos en dar noticias hasta de lo que pasea cada concejal.

¿Considera usted justo hacer una excitación al Ayuntamiento, encaminada á que se sepa lo que ha sido de esos originales y á evitar que, una vez más, se esterilice la iniciativa con un fallo en exceso tardío?»

Queda complacido el comunicante. Muy razonables me parecen sus quejas; pero ¡ay! ¡si el concursante de buena fe supiera lo que es ser Jurado, también de buena fe, en uno de estos concursos! Por haberlo sido en varios, no tengo ninguna fe en sus resultados.

[122] Cierto que los autores desconocidos dirán: Y ¿cómo hemos de darnos á conocer? Hay que ser algo fatalistas: lo que ha de ser, está escrito, y cuando está bien escrito... es siempre. ¿Que puede existir algún talento ignorado? Es posible. ¡Dichoso él, que, al verse desconocido, llegará á dudar de su talento y podrá creerse tonto... y ser feliz!


El cultísimo escritor Bernardo Cándamo abre información sobre la conveniencia de establecer la previa censura teatral.

Un exceso de celo del jefe superior de Policía ha dado ocasión á que se discuta de la moral y del arte.

De todo ello podrá discutirse, como de las ventajas y desventajas de la previa censura. Lo que está fuera de discusión es que un jefe de Policía, de no producirse alboroto ó grave escándalo en el teatro, no es quién para juzgar de moral ni de arte, cuando ni artistas, ni críticos, ni filósofos han logrado dictaminar de acuerdo en tan ardua materia.

[123] La vulgar opinión entiende por inmoral en arte algo que muchas veces nada tiene que ver con la moral, en el más alto sentido de la palabra. Hay quien se escandaliza en el teatro por algo que bien puede calificarse de «mera porquería», como un ingenio peregrino calificaba en picarescos versos algo que otro, no menos peregrino, diputaba por pecado nefando.

En cambio, obras que pueden ser antisociales, demoledoras ó tal vez peligrosas por inoportunas, no pasan por inmorales ni dan ocasión á que se alarmen los jefes de Policía.

Estas otras, que tanto alarman á los pudibundos, me parecen la suprema inocencia, y el público que con ellas se regocija de una simplicidad infantil. Considérese que toda la gracia del espectáculo consiste en que nos digan ante centenares de personas lo que estamos aburridos de oir en reducidos grupos. La novedad no está en lo que oímos, sino en oirlo delante de mucha gente. Ya sabemos lo que ha de parecemos á nosotros; la picardía está en averiguar lo que les parecerá á los demás.

[124] Obsérvese al espectador durante la representación de una de estas obras «inmorales». Más que á la escena, atiende al público. No dirá nunca: ¡Cómo me he reído!, sino: ¡Cómo se reían!

El efecto cómico de este género es el mismo que se logra en cátedra ó en el salón de sesiones con un chiste malo que en los claustros ó en el salón de conferencias no tendría maldita la gracia.

¿Previa censura? Voto en contra. En España estaría supeditada á todo género de pasioncillas, caprichos y arbitrariedades, sin contar con la influencia de los cambios políticos.

Y no sería la censura conservadora la más temible. Sabido es que los liberales son los que aquí se toman mayores confianzas con las libertades.

Hay una solución productiva. Este género alegre no es más nocivo que el juego. ¿Por qué no gravarle con un impuesto especial? Es el mejor partido que puede sacarse de todo lo malo. ¡Ay! ¡Menos de los malos Gobiernos!


[125]

XXI

Las únicas cartas anónimas insultantes que recibo proceden de furiosos aficionados á toros, cuando me permito atacar la sublime fiesta. Como el blanco de mis tiros, más que la fiesta misma, ha sido siempre su público, claro está que esas cartas llenas de improperios vienen á confirmar lo que pienso respecto á los furibundos aficionados á toros. Escriben como van á la Plaza. Son ellos, los mismos, los de las almohadillas al redondel y los insultos á los lidiadores que arriesgan su vida, y sólo por esto, ya merecen el mayor respeto.

En justa compensación recibo otras muchas cartas que bastarían á sostenerme en mi empeño, si yo lo tuviera en combatir contra las corridas de toros. Pero siempre he juzgado ineficaz toda predicación destructora. En la vida no se destruye nada. Las cosas desaparecen por sí solas cuando de[126]ben desaparecer. Es decir, cuando se ha edificado lo que debe sustituirlas. No es la labor negativa de clamar contra las corridas de toros lo que puede ser provechosa, sino la paciente labor de promover en las gentes más nobles aficiones.

Entre las cartas agradables recibo una, firmada por un madrileño, solicitando mi atención sobre un niño, verdadero «fenómeno»; así dice, con razón, la carta.

Ese niño, fenómeno en España, se halla en el Asilo de la Paloma, quiere y cuida á los pajarillos y ha llegado á inspirarles á su vez tal cariño que, cuando sale por los patios y jardines, le siguen en bandadas, se posan confiados en sus manos y sobre sus hombros y, á su modo, le saludan y le agasajan.

Esto, que en otras partes del extranjero es cosa corriente; que en las vidas de santos, como San Francisco de Asís y San Antonio de Padua, pasa por milagroso; que Murillo juzgó como suprema bondad infantil, al mostrarnos en su cuadro de La Sagrada Familia, conocida por la del pajarillo, al niño Jesús en actitud de defender á un pájaro del gozquezuelo que le espanta con sus la[127]dridos, en un niño español es más que milagroso por lo inaudito.

Cuántas veces he visto con pena, porque pensaba en los niños y en los pájaros de España, en paseos y jardines de París á los niños rodeados de pájaros. Los pájaros eran como los nuestros. ¡Eran los niños los que no eran iguales! Aquí el niño es el enemigo, el hostigador; allí era el buen amiguito, el esperado con impaciencia. Y nada excede en poesía á la realidad cuando compone estos cuadros. Cuando el arte, al imaginarlos, no pudo inspirarse en ella, nos parece arte falso y sensiblero.

Nuestro arte, si quiere ser realista, por fuerza ha de ser duro y seco. ¿Dónde están las inspiraciones de dulzura en nuestra realidad?

Los que no sentimos la poesía de lo violento, ¿no hemos de agradecer á ese niño su inspiración piadosa?

¿No habrá quien le premie por ella? ¿No ha de merecer la atención que no le hubiera faltado de ser un precoz criminal?

El nombre de ese niño es Francisco Pancorbo, como dije, asilado en la Paloma.[128] Los amantes de los niños, ¿no harán algo en favor de ese niño bueno? No estaría bien que se anticiparan los protectores de los pájaros á recompensarle.


Cuando la política apesta—y nunca apesta como al convertir en cuestión política la que debiera ser cuestión nacional,—el único desinfectante eficativo es volver los ojos á otras manifestaciones de la actividad: á las corrientes aguas, donde va la vida española por más ancho cauce.

¡Si atendiéramos sólo al salón de sesiones del Congreso! ¡Si todo fuera como la política en España! Por fortuna, fuera de ella, á despecho de ella, casi siempre se trabaja, se camina y se progresa. Siempre que nos sorprende alguna novedad agradable es algo que no se ha discutido en las Cortes ó que pasó por ellas en silencio, en un renglón de los presupuestos; esos presupuestos que nadie discute, cuya enunciación basta para despejar la Cámara de diputados y de curiosos.

[129]

La admirable instalación de telegrafía sin hilos, en Carabanchel Alto, es una de estas gratas novedades confortadoras.

¿Por qué nuestros modernos poetas, tan desmayados y luctuosos, por regla general, no cantan estas cosas? ¿Son menos interesantes que los parterres de Versalles? Hay para dar razón á los futuristas, con todas sus exageraciones.

Yo os aseguro que la instalación de telegrafía sin hilos de Carabanchel Alto bien merece una oda.

El invento pertenece á la Humanidad. Admira y deslumbra á nuestra inteligencia. Pero aquella instalación es nuestra, es de España; halaga y conforta el corazón. Y españoles, soldados de su ejército, son los sargentos inteligentes, modestos, que allí prestan servicio y han recibido ofertas tentadoras de empresas extranjeras de navegación y prefieren servir á su patria: á esta patria que no suele ser muy espléndida con los que trabajan por ella; porque los que trabajan no intervienen en los presupuestos, y los que intervienen... no trabajan.


[131]

XXII

Tres muertos ilustres cuenta la crónica en estos días: Massenet, el general Booth, y, el más grave de todos, Muley Hafid.

El músico francés no ha tenido á su fallecimiento la Prensa que podía esperarse de su popularidad en vida. No es que la Prensa francesa y, por reflejo, la europea le haya escatimado las necrologías; pero los elogios han sido tímidos.

Desde que un aristocratismo intelectual y artístico ha sentado como criterio fundamental en sus juicios la razón inversa del mérito con el aplauso público, es preciso blasonar de independiente y despreocupado para atreverse á celebrar lo que todos celebran. Por donde sucede que, cuando una obra empieza á ser aplaudida, es cuando empezamos á dudar de que merezca serlo. ¡Ah! ¡Si las obras de Massenet no hubieran sido tan del gusto público! ¡Si Masse[132]net hubiera muerto obscuro y postergado como Bizet!

Yo no digo que Massenet fuera uno de esos genios musicales definitivos en una época; pero supo agradar y agradará por mucho tiempo á los que aun piensan ó sienten que la música no es una tabla de logaritmos. Al fin y al cabo, genios, lo que se dice genios musicales, ¿cuántos han sido? Por los dedos de una mano pueden contarse. Y algunos de ellos muy discutidos por los grandes inteligentes. Por ejemplo, Bach, de quien yo he oído decir perrerías á personas de muy buen gusto musical. Yo no entro ni salgo, ni juzgo de música más que por sentimiento. A mí la música de Bach me suena á capilla protestante, que es para mí el sonido más antipático que puede tener música en el mundo. A otro gran músico, César Franck, también se le cedo á ustedes por una friolera. Me parece un filósofo de esos que pretenden explicar por razonamientos cosas pertenecientes á la emoción íntima; conciliadores entre la Ciencia y la Fe, que no concilian nada.

Por todo esto, bien merecía Massenet elo[133]gio más fervoroso de la crítica. ¿Es que sólo puede haber dioses mayores?

En Madrid sólo hemos oído tres óperas de Massenet: El rey de Lahore, Manon y Werther. La primera es de las más endebles. Obra estrenada en la Opera de París, confiado el éxito al aparato escénico, á la espléndida figura de la Reskée y á la hermosa voz del barítono Lasalle.

Manon, mutilada con supresiones importantes, no tuvo al estrenarse en Madrid favorable acogida. Hasta que no fué cantada por Anselmi, y después por Anselmi y la Storchio, no logró el aprecio del público.

El estreno de Werther también fué desgraciado. Batistini, primero, luego, Anselmi, consiguieron rehabilitarla.

Massenet lo intentó todo, con desigual desempeño, pero con laudable propósito siempre. Soñaba con hacer grande, y, como tantos otros, sólo consiguió triunfar cuando menos se preocupaba por el triunfo. ¡Vanidad del artista! En sus obras siempre prevalece un sentido inconciente que está sobre los cinco sentidos puestos por el artista en su obra.

[134] En las óperas de Massenet hay variedad de asuntos y de estilos. Historias de amor en Manon y en Werther; el cuento de hadas en La Cenicienta; el poema lírico en Don Quijote; en Esclarmonda la mística leyenda; en Lohengrin hembra, donde Massenet aspiró á Wagner y fué su aspiración dulce suspiro de enamorado más que de creyente.

La crítica hostil llamaba á Massenet el músico de las cocottes. Ya es algo ser el músico de alguien; porque ¿quién no tiene algo de todo á sus horas? Sólo los espíritus superiores son siempre ellos mismos, que es ser muy poca cosa. Los demás, á poco que soltemos las riendas, ya nos interesamos con las peripecias de un melodrama como la Margot de Musset—«¡vive le mélodrame oú Margot a pleuré!»,—ya relinchamos como sementales rijosos ante un tablado de tangos y garrotines, ya, como sencillas cocottes, nos emocionamos con las chulerías Luis XV de Manon y de su caballero, puestas en música absolutoria por un músico amable y francés.

El general Booth, el admirable fundador del Ejército de Salvación, sólo hubiera po[135]dido salir adelante con su obra en Inglaterra. Sólo en Inglaterra podía salvarse el peligro más terrible de su empresa: el ridículo. ¿Qué hubiéramos hecho en España con un general Booth? ¿Qué hubieran hecho en Francia? Sólo en Inglaterra es posible predicar el Evangelio al son de una murga, entre una estrafalaria mascarada, y sólo allí es posible sobreponer la intención de la obra á los procedimientos hasta ser considerado por los Poderes públicos y colaborador suyo en ocasiones difíciles.

Todavía, al contemplar el retrato del difunto general, publicado en casi todos los periódicos ilustrados del mundo, una sonrisa de escepticismo se disimula apenas en labios latinos. ¿Era un santo? ¿Era un vividor? ¿Un grande hombre? ¿Un chiflado? ¡Ah! ¡Cuántas buenas obras como la del general Booth se habrán malogrado en el mundo por temor á que todos pregunten: ¿Quién es el hombre?

¡Y cuántas veces el hombre no puede dar mejor razón de sí que sus obras!

¿Nos da Dios, con ser Dios, otra razón de su existencia?


[137]

XXIII

Para la próxima temporada teatral la dirección artística del teatro Español anuncia obras de casi todos los autores militantes y otras de autores noveles en el teatro, pero no tan desconocidos que sea aventurado esperar mucho y bueno de sus obras. Un nombre falta en la lista, un nombre que está sobre todos, el del propio director artístico: el de don Benito Pérez Galdós. Por delicadeza, estimada por todos en cuanto significa, pero inatendible en esta ocasión, don Benito se niega á estrenar obra suya y á que sean representadas las de su repertorio; y eso no debe ser.

Cuando, por causas de enojosa explicación, las obras y el nombre de don Benito Pérez Galdós no figuran en teatros de importancia, y, por dificultades de interpretación, no pueden ser representadas como ellas merecen en teatros de segundo orden,[138] el teatro Español es el único que puede ofrecerlas digno escenario. ¿Habrá un solo autor de los que tienen obras anunciadas que pueda mirar con recelo la representación de las obras de don Benito? Todo lo contrario; yo creo que todos se apresurarán á firmar una solicitud pidiéndole que vuelva de su acuerdo. Una campaña de Arte independiente, popular, como debe ser la que en el teatro Español se emprenda en esta temporada, con actores de juveniles alientos como Matilde Moreno y Francisco Fuentes, no sería completa si faltaran las obras del maestro glorioso de la novela y del teatro contemporáneo. Con palabras de Un drama nuevo yo, soldado de fila, me atrevo á dirigirme al maestro de todos para decirle: «Sed nuestro general: conducidnos á la victoria.»


Ni en costumbres, ni en leyes, ni en política, en nada se muestra Francia tan republicana como en el arte de poner en ridículo á cuantos reyes y soberanos, en acti[139]vo ó pasivo, transeuntes ó residentes, caen en ella. No son, por cierto, reyes y príncipes modernos héroes de tragedia; mas si alguno lo fuera, al llegar á Francia quedaría convertido en caricatura de opereta. Francia es la Dalila capaz de tomar la cabellera al más fuerte Sansón. Ved á Muley Hafid, el sultán esperanza de los creyentes, el que fué proclamado por ellos como restaurador del espíritu nacional y religioso, contra su hermano, el débil, el descreído, el europeo. Nada pudo contra los invasores de su Imperio; pero todavía, en el recogimiento de su palacio, podíamos suponerle, como á Prometeo encadenado, más alto y más noble en su vencimiento que el vencedor injusto. ¡Estaba escrito! Pero ahora, al permitir que se traduzca al francés—¡al francés de Montmartre!—lo que el Destino escribió en árabe, ha perdido hasta el derecho á la compasión. Es un triste león de feria, amaestrado como un perro. Lastimosas fueron las femeniles lágrimas del último rey moro de Granada; pero aun han podido hallar piadosa acogida en la leyenda y en el poema. Para Muley Hafid sólo que[140]da la musa «bulevardesca» del café-concierto y de las revistas del año.

Olvidado en el último rincón de su Imperio, pudo ser una figura trágica digna de ser representada en tiempos futuros por algún Monnet-Sully del porvenir, en París mismo, en la escena del teatro Francés. Así, no habrá clown que no le remede y ridiculice por circos y tablados. Al ofrecerle Francia las libertades de su República ha sido más cruel que si le hubiera encerrado en una jaula del Jardín de Plantas. Su libertad es el ridículo. Y ¿qué hace en París el sultán caído que no hiciera en su Imperio? Lo mismo: satisfacer todos sus deseos; pero lo que allí parecían voluntades de un Dios, aquí parecen caprichos de niño ó de loco.


Nuestro aislamiento de la política internacional no era, ciertamente, el espléndido aislamiento de que blasonaba Inglaterra al saberse odiado de todos, pero, al fin, temida, en tiempos no muy lejanos.

Ahora, según noticias, nos disponemos á[141] entrar en alianzas; esas alianzas políticas en abstracto, que significan muy poco en concreto. ¡Francia, España, Inglaterra, Rusia! Está muy bien; no puede sonar mejor. Pero... ¿y los franceses, los españoles, los ingleses y los rusos?

Formidable alianza si fuera siquiera por conveniencia de todos, ya que de amor no hay para qué hablar en estos matrimonios internacionales. ¡Cómo se reirá Alemania! Si es que las abstracciones pueden reirse como pueden aliarse.

La alianza es preciosa; pero ¿qué apostamos á que, salvo entre Francia y Rusia, hay muy pronto que lamentar algún coup de canif, como dicen los franceses, en el contrato matrimonial? Pese á quien pese, Inglaterra y Alemania están llamadas á entenderse; y en cuanto á Francia y España... Al buen callar llaman Sancho; pero bueno sería que le llamáramos Don Quijote.


[143]

XXIV

Como en todos los veranos, las «capeas» han originado conflictos por esos pueblos. La autoridad gubernativa las prohibe, la autoridad de los alcaldes es insuficiente para imponer la prohibición. Los mozos se amotinan; la intervención de la Guardia civil ocasionaría mayor conflicto. ¿Qué han de hacer los alcaldes? Dejar que los mozos se salgan con la suya. ¡Es mucho salvajismo el de los pueblos!, se dice. No es más del que se ha cultivado en ellos. ¡Si para ellos no hay otra fiesta más que la «capea», y, suprimida, no les queda otra diversión! Pero, aunque otra cosa crean los que por comodidad ó desidia declaran al pueblo ineducable, ¡es tan fácil su educación!

Buen ejemplo es un humilde lugar de la provincia de Toledo: Aldeaencabo de Escalona. Por la fiesta del Santo Patrón era[144] inevitable la «capea». Verdad es que á la «capea» quedaba reducido todo el festejo. En este año se acordó organizar una función teatral, hubo unas cucañas, unas carreras en sacos, unos fuegos artificiales y nadie echó de menos la «capea» y nadie protestó contra su prohibición. Para ello ha bastado con muy poco: con la autoridad de un sacerdote ejemplar, con la influencia educadora de un maestro, con la buena voluntad de algunos vecinos, y la fiesta se ha celebrado á satisfacción de todos, modelo de orden y de cultura.

Con muy poco gasto y menor esfuerzo se conseguiría lo mismo en todos los lugares de España. El paisaje de España es como su espíritu: hosco, áspero. Pongamos dulzura en los paisajes y en las almas. No escuchemos la voz egoísta de esos enamorados de lo característico, de lo pintoresco. Son los que se asoman al campo y pasan de largo, sin dejar á su paso amor ni bondad. El amor al paisaje por el paisaje es como el amor á los animales: una forma del egoísmo, de la misantropía. Los paisajes y los animales no dan disgustos como las perso[145]nas. Estos dilettanti de lo pintoresco se complacen en la rudeza de los campesinos. ¡Para lo que han de estar entre ellos! ¿Que se instruyen? ¡Qué lástima! ¿Que pierden carácter? ¡Qué profanación! Hasta el día de la pedrada ó del garrotazo ó de la coz, que todo llega...

No hay derecho á mantener, en nombre de lo pintoresco, la ignorancia, el atraso, que nunca son bondad, aunque puedan parecer sencillez. Dulcifiquemos, dulcifiquemos, sin temor á que la dulzura desvirtúe la virilidad. Los pueblos de vida amable serán siempre más ardorosos defensores de su independencia que los pueblos de vida ingrata, atormentada. Sólo entre los descontentos nacen los traidores. Es preciso una gran virtud para amar á una patria en que nada es amable.

El señor Canalejas, que tan gubernamentalmente ha tronado contra los inadaptados, debiera darse una vueltecita por algunos lugares de España; y lo que había de admirarle entonces sería... que hubiera tantos adaptados á lo inadaptable.


[146] Sarah Bernhardt celebra sus bodas de oro teatrales. ¡Cincuenta años de teatro! Y todavía su arte extraordinario, único en la historia de la escena, logra sobreponerse á los ultrajes del tiempo. Verdad es que nunca el espíritu se sirvió de medios tan inmateriales de expresión material como en la divina artista. El cuerpo de Sarah nunca tuvo edad; su voz no fué nunca de humano timbre. No era la voz que se oye; era la voz con que se sueña. Era como la luz musical del pensamiento. Y ¡la noble armonía de sus actitudes! No hubo sensación fugitiva que no se consagrara en ella, como en escultura, para la inmortalidad.

París, escéptico adorador de sus dioses, ya sonríe ante los cincuenta años escénicos de la actriz bisabuela; pero sonríe cariñoso y admirado. Sarah, con muy buen acuerdo, ha ido á celebrar sus cincuenta años de teatro á Inglaterra. Los ingleses saben admirarla sin escepticismo. La juventud espiritual de Sarah es para ellos tan respetable como la propia juventud de la vieja Inglaterra. Un milagro de voluntad, si al decir voluntad cabe decir milagro. Esa gloriosa[147] vida de arte supone una tensión constante de espíritu sin un desfallecimiento, sin una desconfianza en las propias fuerzas. Sarah sólo ha vivido para su arte; el arte ha correspondido, generoso, á tanta fidelidad.


En las fiestas de Salamanca he podido apreciar los tristes efectos del absentismo. De las casas grandes, de linajuda nobleza, cuyas más saneadas rentas de Salamanca proceden, muy contadas han sido las que contribuyeron al lucimiento de las fiestas. Y digo yo, y decían muchos: «¿Qué mejor ocasión para un acto de presencia?» Son días en que los humildes, no sólo miran sin odio el lujo de los señores, sino que lo agradecen y lo admiran como un esplendor más de la fiesta. Son días de acortar distancias y de suavizar asperezas.

Las hermosas muchachas premiadas en el Concurso de belleza, las que vistieron los trajes clásicos de charra, tuvieron que pasear por la población en deslucidos coches de alquiler. ¿Para cuándo guardan los[148] grandes señores de la provincia sus trenes de gala?

En la escolta de charros montaraces, que dieron guardia de honor á los príncipes de Baviera, faltaron los de casas muy principales. ¡Buen ejemplo para los de abajo!

¡Luego se quejarán del desamor de los humildes! ¡Pues qué!, ¿hacen algo por merecer su amor ó su respeto?

Hay altas posiciones sociales que imponen muy altos deberes. No es de los más penosos el de dejar, por unos días de fiesta en la provincia, alguna playa ó balneario del extranjero, donde, sin pensar, se va en la ruleta del Casino lo mejor de las rentas solariegas.

Los grandes señores han olvidado el arte de agradar, que, claro está, no es más que el arte de saber aburrirse. Pero ese arte es un deber de la nobleza y del dinero. Y ¡es un deber que está tan compensado! Siempre que procuramos agradar acabamos por ser agradables; y... cuando se es agradable, se está más divertido que nunca.


[149]

XXV

Bien pudiera algún predicador haber repetido las exclamaciones famosas de Bossuet, en los funerales de una princesa de Francia: «¡Madame se meurt!... ¡Madame est morte!» Las que pusieron espanto en aquel auditorio de príncipes y grandes señores de la Corte, al considerar cómo, en el breve espacio de dos exclamaciones, aun no vista llegar, pasó la Muerte. La Muerte niveladora, y, por serlo, el más cierto resplandor de la ideal Justicia sobre la tierra; el más seguro anticipo suyo para otra eterna vida. La Muerte, de quien otro poeta francés dijo: «Et les gardes qui veillent aux barriéres du Louvre, n'en defendent pas nos rois».

Y triste actualidad recobran también los versos de Cervantes á la súbita muerte de la reina Isabel de Valois:

[150]

Cuando dejaba la guerra
libre ya el hispano suelo,
en un repentino vuelo,
la mejor flor de la tierra
se fué trasplantada al cielo.
Y al cortarla de la rama
el mortífero accidente,
fué tan oculto á la gente,
como el que no ve la llama
hasta después que la siente.

Los poetas de ahora temen ser tildados de cortesanos, y, sólo cuando se trata de lisonjear las malas pasiones de los de abajo, no se juzgan aduladores. Así, los poetas no cantarán á la buena memoria de la infanta María Teresa. Ni es necesario: estas vidas sencillas, de bondad, de recogimiento, parece como si se profanaran con altisonancias ditirámbicas. En el abultado libro de la Historia, sobre el trompeteo de las grandes hazañas bélicas y de las intrincadas empresas políticas, estas vidas han de ser como flor guardada entre las hojas del libro: una meditación, un silencio entre el barullo de tantas grandes y de tantas malas acciones, que son la Historia y son la vida...

Ni aun sientan bien ponderaciones corte[151]sanas por el dolor que su muerte causara á los suyos. ¿Para qué decirnos que las tristezas de los grandes de la tierra son excepcionales como su grandeza? ¿No estará nuestra mayor simpatía en saber que son iguales á las nuestras? ¿El dolor de la madre? No digáis á las madres que es un dolor de reina; decidles que es el dolor de todas las madres, y ¿cómo no han de comprenderlo? Ved cómo la Religión cristiana, al divinizar el dolor de Cristo, humanizó el dolor de la Virgen madre; porque divinizado hubiera dejado de ser dolor, al gloriarse en la gloria del Hijo.

Ni es bien poner distancias ante el dolor que á todos iguala. Ofrezcan, con grandeza de alma, los grandes de la tierra sus dolores, como sacrificio aplacador de odios y envidias. Nunca como en la Cruz comprendió á Dios la Humanidad; porque en la Cruz está más cerca de nosotros.


Cuando se estudia con serenidad algún problema económico, hay que decir como[152] aquel personaje de una comedia: «¿A quién se engaña aquí?» Esto es: «¿Quién se lleva aquí el dinero?» Porque oye usted á los patronos, y no es porque lo digan ellos, les ajusta usted las cuentas y no puede usted por menos de darles la razón. Ellos no se llevan el dinero. Oye usted al trabajador, al obrero, y la razón les sobra: no pueden vivir. Y oye usted á todo el mundo, y el dinero no parece por ninguna parte. El propietario de fincas, ya rústicas, ya urbanas, obtiene un menguado interés de su capital, y el arrendatario y el inquilino dicen que ya no pueden con la renta. El industrial se queja del comerciante, el comerciante del industrial, y el comprador de todos. Todo el mundo está mal servido y nadie está contento. Y, no obstante, á esto es á lo que llaman orden social y esto es lo que, según dicen, hay que sostener á toda costa.

¿No valdría la pena de hacer algún ensayito para cambiarlo todo? Aunque fuera en seco; esto es, sin guillotina ni tiroteo por las calles; un ensayo en buena armonía, puesto que nadie está á gusto y todos se quejan. Y si viniera á resultar, como es de temer,[153] que el verdadero tenedor del dinero de todos es el Estado, con impuestos desproporcionados, insoportables para el país, que el Estado se encargue de todo y con dos suculentos ranchos al día nos alimente á todos. Y no nos asustemos del socialismo, cuando la actual organización social no es otra cosa: un socialismo con mala administración.


Caricatura veraniega (sin dibujo y fuera de Concurso).

En el Casino:

—¿Qué le pasa á Juanito? ¡Tiene una cara!

—Que le han dejado sin una peseta.

—¿Sí? ¿Cuánto ha perdido?

—Pues eso: una peseta.


[155]

XXVI

Cuando un madrileño, en cualquier esfera social, ha llegado á ocupar un puesto, alto ó bajo, ya puede asegurarse que se lo ha ganado por su propio esfuerzo. Al madrileño no le gusta deber nada á nadie. Por eso, aun de la clase más humilde, prefiere los oficios independientes, en los que menos haya que obedecer y ser mandado. Así es muy raro hallar un madrileño dedicado al servicio doméstico, y si, por razón de sus ocupaciones, depende de algún patrón, maestro ó jefe, todo se conseguirá del madrileño por la razón persuasiva ó por el ruego amable; nada por el mandato indiscutible, ni por el rigor áspero.

El madrileño no tiene cacique á quien pedir recomendaciones; no trata, ni siquiera conoce, á sus diputados; no tiene colonia que le proteja ó le obsequie.

Por todas estas consideraciones, yo, que[156] he perdido en absoluto mi afición á los toros, siento muy viva simpatía por el torero madrileño Vicente Pastor y celebro su triunfo en la última corrida. Lo celebro con doble satisfacción, porque, aunque me esté mal el decirlo, entiendo de toros una barbaridad y no soy de los admiradores del día siguiente. Cuando Vicente Pastor, en sus años de desgracia, que fueron más de los debidos, y apuntados van á su condición de madrileño, andaba aperreado por esas Plazas, y en la madrileña sobre todo; favorecido por los empresarios con todo el ganado de peor lidia, toros cornalones, resabiados, mansos perdidos, nunca dejé de ver y de apreciar en él lo que más tarde apreciaron muchos como un descubrimiento: que Vicente Pastor es de los pocos toreros que saben para lo que sirve la muleta; de los pocos que paran y castigan.

Y ¡vaya si ha bregado Vicente Pastor hasta colocarse en el lugar que le corresponde! Nadie dirá que lo ha robado.

Los toreros madrileños luchan siempre con grandes desventajas. Por la mayor baratura y facilidad de conducción, en las no[157]villadas les sueltan, por lo regular, ganado de la tierra que, si escogido para corridas de toros, es siempre más duro y más dificultoso que el ganado andaluz, que será en novilladas, donde todo boyancón es de recibo. Hechos á torear mansos, al tomar la alternativa y encontrarse con toros ligeros y bravos, los toreros madrileños andan de primeras torpes y desmañados. Al contrario de lo que suele sucederles á los fenómenos novilleriles de Andalucía, que, acostumbrados á torear allí toritos fáciles y ligeros, al primer toro de la tierra que ven asomar por los toriles andan de cabeza y se acabó el fenómeno.

Con Vicente Pastor hicieron horrores las empresas. Recuerdo una corrida de novillos, con lucha entre un león y un toro como amenidad de mayor atractivo, y en ella Vicente Pastor hubo de torear con el estorbo de una gran jaula en medio del redondel; y por si esto no bastara, como después de la lucha no hubo medio de sacar al toro de la jaula, el presidente ordenó la salida del toro de lidia, el cual, naturalmente, tomó la querencia de su com[158]pañero y semejante, y así hubiera tenido que torearle y que matarle Vicente Pastor si la protesta unánime del público no hubiera obligado al presidente á disponer la retirada del toro enjaulado.

Luego se espantan los empresarios si los toreros, cuando llega la suya, tienen exigencias.

Vicente Pastor no ha llegado por intrigas; no, ciertamente. Bien puede estar orgulloso de ello; ha llegado, como buen madrileño, sin deber nada á nadie. Y hoy habrá toreros más vistosos, más bonitos, más alegres; pero lo único verdad, lo único serio, el único toreo de buena ley que se ve en las Plazas es el de Vicente Pastor, el madrileño.


El Hotel Palace se levanta soberbio como un gran transatlántico. Aquel trozo de Madrid, de tan señorial aspecto cuando los tres linajudos palacios, de Medinaceli, del Infantado y de Vistahermosa, eran todo un caserío; tan desolado, cuando el inmenso solar del primero de dichos palacios llena[159]ba de obscuridad y de tristeza aquella parte de Madrid; hoy, con el gran hotel á la moderna, ha cobrado un aire cosmopolita, de playa ó de balneario á la moda, con su Casino resplandeciente de luces, bullicioso de multitud pasajera, con su música bailable y su ejército de servidores.

Con el hotel Ritz y el Palace ya cuenta Madrid con dos hoteles europeos. Quizás los precios sean más asiáticos que europeos y, por este lado, el problema de los alojamientos en Madrid no se haya resuelto con arreglo á la capacidad española. Es de esperar que los europeos y los americanos nos sostendrán estos lujos, que para nosotros solos serían excesivos.

Ya no hay pretexto para no venir á Madrid. Y, en verdad, ahora que tanto se habla del turismo y tendremos en Madrid un Congreso para discutir cuanto al turismo se refiere, todo el problema es este: ¿No acuden los turistas á España por falta de buenos hoteles, ó no hay buenos hoteles en España por falta de turistas? Problema biológico: ¿Es la función la que crea el órgano ó el órgano la función?

[160]

De cualquier modo, hay mucho que agradecer á los que así arriesgan su dinero en el órgano, anticipándose á la función.

El viajero de raza no retrocede ante las incomodidades; pero el viajero de raza es poco productivo; suele viajar á pie y sin dinero. Al viajero snob, que es el más provechoso, hay que atraerle con mucho mimo y cultivarle con todo regalo. Una catedral gótica, las ruinas de un castillo son admirables después de una buena comida en un buen hotel. Tan admirables, que algún viajero que sólo venía por admirar la catedral ó las ruinas, deja de visitarlas por el gusto de volver á un hotel donde tan bien se come. Porque si es verdad que un cuadro de Velázquez compensa de una mala fonda, también es verdad que una buena fonda compensa de no ver el cuadro.


[161]

XXVII

A los que se inquietan por mis obras futuras, á los que suponen mi entrada en la Academia como una abdicación de mi independencia, puedo asegurarles que no reniego de una sola de mis obras ni renegaré nunca; ellas son toda mi vida, y unas mejores, otras peores, todas responden á un estado espiritual. Ni de las culpas ni de los errores debe renegarse cuando no se ha perdido en ellos nuestra conciencia, antes nos han servido de provechosa enseñanza.

Nuestra vida no se gobierna por ideas, sino por sentimientos. Nadie se asimila las ideas que no apetece, como nadie se alimenta de lo que no le gusta, salvo en caso de necesidad extrema. Por fortuna, yo no me he visto precisado á comer de ideas que me repugnaran. Es aventurado jurar sobre nuestro estómago mucho más que ju[162]rar sobre nuestra conciencia; pero me creo capaz de haberme dejado morir de hambre. Mas, si alguna vez me hubiera visto en esa extremidad, como el miserable boticario de Romeo y Julieta, hubiera dicho: «Mi necesidad es la que delinque; no mi conciencia.»

De que son las ideas las que se coloran de nuestros sentimientos, es buena prueba la idea religiosa. Ninguna parece más fija, más determinada; parece que á todos los creyentes había de unificar en una misma acción, encaminada al mismo fin; no obstante, unos prefieren la vida contemplativa; otros, se consagran á obras de caridad con fervor activísimo; otros, á la propaganda batalladora; todos creen seguir una idea, y lo que siguen es las naturales inclinaciones de su corazón. Lo mismo en Arte; si por ideas escribiéramos, diríamos siempre lo mismo y diríamos una misma tontería siempre. Que nuestro arte sea espontáneo, como juego de niños, expresión de vida y de fuerza y de natural esparcimiento; después, nuestro arte, como los juegos también, irá ordenándose con cierto ritmo,[163] y lo que fué primero actividad será luego belleza y al fin será bondad.

¿No habrá sido así la creación, como una obra de arte, como un juego de niños; expresión de una fuerza que, por ser fuerza, es bella y por ser bella es al fin buena? Actividad, Inteligencia, Bienaventuranza: el «Tamas», «Rajas» y «Gattva» de la Teosofía india, en que Dios dice al hombre: «Tú eres yo mismo, mi imagen y mi sombra; yo me he revestido de ti y tú eres mi vehículo, hasta el día ¡sea con nosotros! en que volverás á ser yo mismo y los demás tú mismo y yo.»

De donde se deduce que en la vida universal, como en la vida de cada uno de nosotros, todo es armonía y no hay para qué maldecir de las disonancias.


Sería falsa modestia hacerme el desentendido. Amigos cariñosos pretenden obsequiarme y, con el mejor deseo, acaso no aciertan con el obsequio de mi gusto. ¿Queréis saber lo que más pudiera satisfacer[164]me? Nada de banquetes, nada de exhibiciones; podéis suponer que por grande que fuera mi vanidad personal, estaría ya bien satisfecha.

Empieza el invierno; hay una obra meritoria que no consigue prosperar, en lucha con la indiferencia: la obra del Desayuno Escolar. Yo os agradecería con toda mi alma que ese fuera el obsequio: contribuir á ella en lo que habíais de contribuir á obsequiarme en otra forma. A todos nos quedaría mejor recuerdo; la buena obra del Desayuno Escolar, atendida, será el mejor obsequio para mí y un obsequio más duradero en el corazón de todos los que nos unamos en el amor á los niños.

Si me creéis capaz de una gran vanidad, permitidme que me envanezca de este modo; si me estimáis lo bastante para creer que llevo más alto el corazón que la inteligencia, ya que por amigos os estimo más que por admiradores, sea el obsequio de corazón á corazón. Así el día que me sienta vanidoso, podré decir: «¡Gracias á mi talento, he procurado el desayuno á muchos pobres niños!» Y el día que me sien[165]ta modesto, por lo menos tendré el consuelo de pensar: «¡Yo no tendré mucho talento; pero los pobres niños de las escuelas tienen su buen desayuno en las mañanas del invierno!»

De suerte que ya lo sabéis: con este obsequio no me obsequiais para un día solo, que sería de vanidad; me obsequiais para muchos días: unos, de vanidad; otros, de modestia, que allá se van alternados, como los días tristes y los alegres; pero todos son buenos cuando sobre su variable temperanza ponemos algo que esté sobre nosotros mismos, sobre nuestras arrogancias ó nuestros desalientos.


[167]

XXVIII

Siento molestar á mis lectores con asunto referente en parte á mi persona, aunque, por tratarse de una obra buena, tenga ya más alto interés para todos. Pero debo satisfacción á cuantos han respondido generosos, y es justo que responda la gratitud en donde mismo se elevó el ruego.

De todas partes llegan á mí ofrecimientos en favor del «Desayuno Escolar» y también importantes donativos. Gracias á todos. A Rosario Pino, la insigne actriz, que ofrece el producto íntegro de la función inaugural de su temporada en Valladolid. Y, en este caso, yo me atrevo á solicitar de Rosario Pino que la mitad del ingreso se destine á La Gota de Leche, institución fundada en Valladolid. Del mismo modo, cuantos beneficios se den en teatros de provincias deben repartirse entre la institución madrileña y alguna que, con el mismo fin de pro[168]tección á la infancia, exista en la provincia.

La empresa del teatro Español y, al frente de ella, Matilde Moreno, la gran artista de todas las delicadezas, se apresuraba á ceder el ingreso de otra función que ha sido aplazada á ruegos de la Comisión organizadora de estos beneficios.

El Círculo de Bellas Artes me anuncia en carta de su presidente, don Alberto Aguilera, que destina la cantidad de 1.000 pesetas para el «Desayuno escolar».

El primer actor don Luis Echaide me ha entregado la cantidad de 500 pesetas, importe total de su sueldo durante los días en que ha actuado en el teatro Español. Luis Echaide no quería cobrar dichas funciones y sólo ha aceptado el cobro con la idea de ofrecerme esa cantidad.

En carta que firma «Un admirador» me envían 25 pesetas; don Santiago Aragón, otras 25; el señor Gazul, de Llerena, otras 25; el señor Sabito, de Infiesto, 7,50. Muchas gracias á todos.

Ahora yo suplico á los que me anuncian el envío de otros donativos y á los que me preguntan á quién han de enviarlos, espe[169]ren por unos días hasta que pueda organizarse convenientemente. Yo tengo sobradas ocupaciones para entender en esto.

Muchas son también las solicitudes para que se atienda á otras instituciones benéficas, todas muy laudables y muy dignas de ser atendidas; pero como atender á todas es imposible, preferible es atender á una sola con resultado.

Una hay, sin embargo, que yo creía identificada con el «Desayuno escolar», y aunque no sea una misma en la organización, identificada está en el propósito. Es la institución de las Cantinas Escolares. Como todo hace esperar que la recaudación ha de ser importante, bien puede repartirse el ingreso entre las dos benéficas instituciones, ya que las dos realizan la misma buena obra y mal puede haber división ni rivalidad entre ellas. De todas suertes, como el ofrecimiento primero fué al «Desayuno escolar», no he de ser yo quien decida; apelo á la generosidad de los señores organizadores de esta última institución, y creo que no apelaré en vano.

[170]


Entre los acuerdos de la Comisión reunida para festejarme hay uno con el que no puedo estar conforme, y perdone la respetable Comisión. Todo cuanto redunde en beneficio de los pobres niños me parece de perlas, aunque sea á costa de mi exhibición personal. Pero la idea de erigirme un monumento, por sencilla que sea, tendrá siempre mi oposición más decidida. Soy enemigo de esos homenajes en vida, mucho más si la vida, por desgracia ó por dicha, aun no toca á su acabamiento. Yo no sé si habré ya escrito mis mejores obras; pero sé que aun puedo escribir las peores. Esos homenajes esculturales que, por serlo, tienen algo de funerarios, sólo pueden discernirlos con serenidad las generaciones futuras. ¿Qué sabemos lo que pensarán los que vengan de nuestras obras? Pesa mucha literatura sobre la Humanidad y de cada vez se impondrá una selección más depurada.

Necesitan estos monumentos, además, para su contemplación gentes desapasionadas; pero mientras vivimos entre amigos y entre enemigos personales, ¿quién sabrá[171] decirnos dónde acaba la pasión y dónde empieza el conocimiento?

No, por Dios; nada de monumentos: todo para los niños pobres.

Y otra vez pido perdón á mis lectores por haberles hablado de mí; vaya en gracia de la intención.


[173]

XXIX

Aquellas guerras de los cien años, de los treinta años, tan molestas para los estudiantes de Historia Universal, ya no serían posibles. Las guerras de ahora tienen la ventaja de la brevedad. Mueren en ellas más hombres que en las antiguas; pero mueren más pronto. Puede ponderarse su corta duración con las mismas expresivas frases de cierto predicador, al considerar la rapidez de los deleites carnales: ¿Por qué os condenáis, hermanos? Si fuera asunto de una hora... ¿Qué digo de una hora? Si fuera asunto de cinco minutos... Pero, no; ¡zás, zás, zás, y ya estáis en el infierno!

Por fortuna, las guerras modernas son un lujo muy costoso. Lo único barato en ellas, por eso es lo único que puede derrocharse, es el factor hombre. Un soldado, con su ración y todo, vale bastante menos que los cartuchos por él disparados.

[174] Esta baratura del factor hombre es consecuencia del poco coste de producción.

En esta guerra de los Balkanes se ha dado el mismo edificante espectáculo que solían dar en otros tiempos algunos príncipes cristianos aliándose con el Gran Turco por enemistad con otros príncipes cristianos. Mal disimuladas, por el buen parecer, las simpatías de la culta y cristiana Europa estaban, en esta guerra, del lado turco. No quiero pensar mal; pero sospecho que hasta oraciones, en templos muy católicos, se han elevado al cielo en favor de las armas mahometanas.

Los turcos tenían su deuda muy bien repartida. Los otros desgraciados, por no tener, no tenían ni acreedores. ¿Qué interés podían inspirar á nadie?

Todavía, después de las victorias conseguidas, han de esperar á que las grandes potencias las den por buenas; porque los turcos habrán perdido muchas batallas, pero ¡pensar que Europa va á perder su dinero!

Como que no hay quien mire por uno como los acreedores. Por patriotismo, de[175]biera procurar el Gobierno español, al levantar el anunciado empréstito de 300 millones, que se cubriera en el extranjero; de ese modo, tal vez en situaciones apuradas contaríamos con la simpatía y el interés de otras naciones fuertes; interés y simpatía que nos faltaron en momentos muy críticos, quizás porque no estábamos bastante entrampados con el extranjero.

Todo el arte de la guerra moderna está en enzarzarse, no con quien pueda menos que nosotros, sino con quien deba menos.


Tan vulgar tópico era el de la alegría española que, por extremosa reacción, han sido muchos los escritores á rectificarle con la contraria afirmación de nuestra tristeza. Yo no sé si seremos alegres; pero tristes, de ningún modo. El pueblo español no es un pueblo triste; es un pueblo duro, que no es lo mismo.

De que no somos tristes es buena prueba nuestro modo de celebrar la conmemoración de los difuntos. ¿Puede darse menos emo[176]ción, menos recogimiento espiritual, menos ternura, en una palabra?

La gente pasea por los cementerios como por un jardín; ríe y bromea y comenta con chistes los epitafios. Esto no puede llamarse alegría, ni siquiera desprecio á la muerte, por fe religiosa ó por elevado estoicismo filosófico; esto es, sencillamente, dureza; esa dureza agresiva que está en la entraña de la vida española. En el hogar, en la vida pública, en el Arte. Por eso hemos sido siempre tan retóricos; por eso tenemos tantas fórmulas de cortesía y de cumplimientos. ¡Nuestra naturalidad es tan áspera!

La fiesta de los muertos debiera serlo de gratitud para los muertos gloriosos, para los buenos muertos... Y el amor acude á las sepulturas en el primer año, la vanidad hasta cinco; mas la verdadera piedad del recuerdo no tiene flores para los poetas, ni para los héroes, ni para los humildes... ¡Allá nos esperen por muchos años!, dicen los que viven á gusto. ¡Están muy ricamente!, dicen los que viven desesperados. Y así, entre el egoísmo satisfecho de los unos y el egoísmo desesperado de los otros, los[177] vivos van á la muerte, los muertos al olvido, y la vida española es muy alegre, si alegría es que nada importe, y muy triste, si tristeza es no amar la vida, en verdad, ni alegre ni triste; dura como el odio: la única pasión sin risas y sin lágrimas.


Don Juan Tenorio, casi desterrado de Madrid, ha encontrado espléndido refugio en Barcelona. En quince teatros, lo menos, se ha representado allí en estos días.

Si no supiéramos que en Barcelona ha triunfado también durante muchos años, y aun sostiene muy bien su cartel, el señor Lerroux, que es el Don Juan Tenorio de la política española, por lo seductor, por lo audaz y por lo de bajar á las cabañas y lo de subir á los palacios—presidenciales, se entiende,—pudiera creerse que la predilección del público de Barcelona por héroe tan nacional como Don Juan Tenorio tenía mucho de ensañamiento despectivo: ¡Vean el personaje que nos mandan esos castellanos!

Pero no; no hay segunda ni pérfida in[178]tención. El público de Barcelona se entusiasma con nuestro Don Juan, como ya no nos entusiasmamos nosotros. ¡Señales de los tiempos!

Váyase por el proyecto de mancomunidades, que tiene en Madrid más decididos partidarios que en Barcelona.


[179]

XXX

En la sesión dedicada por el Ateneo de Madrid á la gloriosa memoria de Menéndez y Pelayo, al oir algunos fragmentos de sus obras, sabiamente glosados por el señor Bonilla San Martín en su magistral estudio de las obras y del espíritu del gran don Marcelino; al sentir cómo la prosa cálida, vibrante, toda emoción, toda elocuencia, del insigne polígrafo conmovía hondamente al auditorio, pensaba yo cómo se debiera en España, á imitación de Francia y de Inglaterra, sobre todo, publicar selecciones de las obras maestras; medio eficacísimo para vulgarizar el conocimiento de muchos escritores que, como Menéndez y Pelayo, por no haber escrito siempre obras de un interés general, sólo consiguen ser leídos por los especialistas interesados en aquellas materias.

Dije en otra ocasión que Menéndez y Pe[180]layo era más admirado que leído. Y no hay que espantarse por ello. Hay dos clases de lectores: los estudiosos, atentos con preferencia á las obras que pueden servirles en sus investigaciones especiales, y los desocupados, atentos sólo á la amenidad de los libros; lectores de novelas, de poesías, de cuentos.

La obra total de Menéndez y Pelayo, cada una de sus obras en particular, aunque nadie como él, por ser tan artista y tan poeta y tan creador, supo dar amenidad y calor de vida á la crítica erudición, todavía mantiene á respetuosa distancia á los que muy especialmente no se interesan por la crítica y la historia literarias.

Una esmerada selección de sus obras, á semejanza de las muchas publicadas en Inglaterra, de Ruskin, de Carlyle, de otros grandes escritores, facilitaría la lectura de lo bueno á los asustadizos de lo mucho.

En España no sabemos ser oportunistas; siempre por los extremos: ó todo ó nada.

¿No convendría refundir, aligerar muchas de nuestras obras clásicas? ¿Es preferible que permanezcan ignoradas del[181] todo? Ya sé que sus admiradores incondicionales, muchos de los cuales las admiran de oídas, no dejarían de clamar: ¡Profanación! ¡Sacrilegio!

Profanación sería recortar, borrar y repintar una pintura de Velázquez ó de Goya, pues los cuadros sólo tienen un ejemplar. Pero una obra literaria no padece detrimento por estas experiencias. Siempre queda el original para los que quieran admirarla y estudiarla en su integridad.

Quevedo, Gracián, Saavedra Fajardo, otros grandes escritores, hoy tan poco leídos; La Celestina, Guzmán de Alfarache, otras muchas excelentes novelas, ¿perderían algo con estas selecciones?

De Inglaterra nos llegan todos los días libros pequeños, libros amables, lindos como juguetes, con pensamientos y trozos escogidos de los grandes poetas y escritores. Para quien de ellos sabe, son un recuerdo, una flor del jardín, una rama del bosque; para el que nada sabía, son una iniciación, tal vez la puerta de oro que se abre al jardín encantado.

Pongamos estos libros ligeros en las ma[182]nos perezosas, ante los ojos distraídos de las almas frívolas, que vayan perdiéndoles el miedo... El libro español trae siempre un severo ceño de maestro; es preciso alegrarle con la sonrisa del buen amigo.


Por fin, el señor jefe superior de Policía, tan riguroso cumplidor de la ley de protección á la infancia, cuando de espectáculos teatrales se trataba, se ha convencido de que lo menos perjudicial, el trabajo menos penoso para un niño es el de representar un corto papel en el teatro.

Era ridícula esa severidad en el trabajo de los niños en el teatro, cuando á todas horas del día y de la noche andan infelices criaturas tiradas como perros por esas calles; cuando niños de cuatro y de cinco años vocean periódicos á las altas horas de la madrugada; cuando hay vendedoras de periódicos y décimos de lotería, menores de edad, que, como los horteras complacientes, siempre le preguntan al comprador: ¿Desea usted algo más? No hablemos de[183] los botones y recaderos de Círculos y hoteles que, por razón de su oficio, muy semejante, en ocasiones, al que Cervantes tenía por muy necesario en toda república bien ordenada, han de enterarse y entender de todo.

Y ya que de niños hablamos, á las muchas personas que á mí se dirigen, interesadas en la buena obra del «Desayuno escolar» y de las Cantinas, les diré, que, nombrada una Comisión, ella es la que ha de disponer lo más conveniente.

A mí estas andanzas, por ahora, no me han traído más que disgustos y molestias. A disposición de la Comisión está lo recaudado por mí; y en cuanto á la nube de pedigüeños que de continuo me envía solicitudes y memoriales, ha de saber que el cargo de académico no tiene asignadas rentas ni sueldos; que agradezco mucho las postales alegóricas, mesas revueltas, platos pintados y otras chucherías, como toda prueba de admiración, siempre que sea, por lo menos, gratuita. Sí, por Dios. «¡Basta de aplausos ya, bravos pecheros!»


[185]

XXXI

Un crimen es un caso de una enfermedad social, que puede ser endémica ó epidémica. Por eso todo crimen debe ser asunto de meditación, de recogimiento de nuestra conciencia. No caigan todo el horror y toda la culpa sobre el caso, tan irresponsable como el palúdico que en su organismo debilitado recogió los miasmas perniciosos, inofensivos para el fuerte.

¿El anarquista? Si le consideráis como un hombre de ideas, sus ideas, ya le enaltecéis demasiado y al mismo tiempo eludís vuestra responsabilidad. El anarquista viene á ser lo que en Teosofía llamamos una forma de pensamiento, un elemental artificial, producto de esa misteriosa energía animada por nuestros pensamientos, buenos ó malos, de amor ó de odio.

¿Sabéis de qué está hecho un anarquista? Del espectáculo del lujo insolente, de la[186] ociosidad parasitaria, de la envidia que calumnia y murmura, de la intriga y del favor encumbrados, del mérito desconocido, de la justicia recomendada, y, sobre todo esto, de mil ligerezas que consideramos insignificantes: amenidades, pasatiempos de la vida diaria...

El orador que, por redondear un discurso con una frase de efecto, preconiza el atentado personal contra el enemigo político á quien después saluda respetuoso, á quien por sí mismo ó por tercera persona, pedirá algún favor, á quien estima personalmente, á quien sería incapaz de ocasionar el menor daño.

El escritor—y entremos todos—malabarista de frases que desmiente en privado lo que escribió en público, y esas graciosas charlas que desgranamos en los Círculos, en los cafés, y esas indignaciones que no llegan á perturbar nuestra digestión... ¡Qué país este! ¡Los políticos! ¡El chanchullo! ¡El negocio sucio! ¿Sabe usted por qué se ha hecho esto? ¡Todos lo mismo!...

Y todo ello, un día y otro, va condensándose en una forma de pensamiento, en ese[187] elemental artificial, ávido de tomar vida y cuerpo, y, al fin, como espíritu diabólico en los antiguos posesos, se entra por el cerebro débil del mastoide, ya perturbado con pobres lecturas, se adueña de él y le deslumbra con la idea fija de ser el reparador, el justiciero. Una idea fija siempre parece una gran idea, no por ser grande, sino porque llena todo un cerebro. Y el brazo se arma, y el crimen, como el rayo, hiere brutalmente, sin elección, sin descernimiento... Un zarpazo de fiera desgarra una página de la Historia. Los más inconscientes culpan al criminal, los más cándidos á la Policía, los más solapados aprovechan la ocasión para culpar al enemigo, para pedir represión violenta, prevenciones extremadas. Todo se vuelve aspavientos sobre el caso. No es el caso, es la enfermedad, endémica ó epidémica, lo que importa.

Hagamos escrupuloso examen de conciencia social, y todos tendremos de qué acusarnos. ¿Quién no ha sembrado un granito de anarquismo? ¿Quién no ha perturbado con algún pensamiento de odio?

¡Hay que reprimir, hay que escarmentar,[188] hay que suprimir! Ya se sabe: al energúmeno siempre responde el energúmeno.

No; no es por el campo exterior por donde hay que dar la batida; intrinquémonos dentro de nosotros mismos, y será más segura caza y más acertado remedio.

Cuando ocurre un caso de enfermedad contagiosa—y ninguna tan contagiosa como el crimen,—desinfectar la vivienda es muy importante, por lo pronto; pero es más importante sanear toda la ciudad, todo el ambiente.


La sesión del Congreso suspendida en señal de duelo por la muerte del presidente del Consejo, fué de tan glacial severidad, que no parecía sino que la mano trágica de la Intrusa atenazaba todos los corazones. Aquello fué hielito puro. Dícese que los grandes dolores son mudos y que el verdadero sentimiento nunca es retórico. No lo creo yo así; antes creo que el dolor, como todo sentimiento verdadero, son los más grandes retóricos; que no fué la retórica la[189] que dió reglas al sentimiento, sino el sentimiento á la retórica.

Y la verdad es que un poco de retórica no hubiera sentado mal en aquellos momentos. Se abomina, sin razón, de la retórica, y tal vez creyóse dar más solemnidad al acto con aquel laconismo sin arte y sin artificio.

Pero aquella elegante concisión, aquella noble sobriedad, no fueron apreciadas en toda su delicadeza ni por los diputados en el Congreso, ni por el público después.

El alma de la multitud es amplia y, como en los amplios lugares, se pierden en ella los matices delicados; necesita de frases sonoras, calurosas, vibrantes. Sin duda los oradores lloraban de verdad en aquellos momentos; pero el público no pudo apreciar el valor de aquellas lágrimas sin palabras...

Y es que el Arte será una mentira, pero es insustituíble para comunicar verdades.


[191]

XXXII

El decreto para organización de la Policía ha promovido discusiones. La Policía es uno de los organismos sociales más difíciles de acomodar á gusto de todos. Si pretende ser previsora, es casi imposible que lo sea sin profanar á cada paso las libertades públicas y hasta el sagrado de la vida privada. Las indagaciones secretas, los informes privados, las fichas; en una palabra, todo lo que viene á ser higiene en la Policía es antipático á los ciudadanos. Sin perjuicio de censurarla airadamente y de pedirle estrecha cuenta de la imprevisión, cuando no ha podido evitar un delito, por falta, muchas veces, de esa higiene preventiva y molesta.

¿Cómo conciliarlo todo? Llamamos inquisitorial á la Policía si se excede en sus previsiones, y la censuramos por inepta si no es capaz de impedir un delito ó, si cometido, no lo descubre y esclarece en todos sus pormenores.

[192]

Sobre la Policía pesa una triste tradición en nuestro país, desde los alguaciles siniestros de nuestras novelas picarescas y sus cuadrilleros pavorosos hasta el polizonte del absolutismo y el guindilla de nuestras jaranas populares. No se dignifica una institución en un día. ¿Qué es preciso para ello? Que nadie considere vergonzosa la profesión de policía, que nadie se desdore por ser auxiliar suyo.

Indicado el nombre de un distinguido personaje político para la Jefatura de Policía, ¿no hemos leído la rectificación desabrida, como de quien rechaza una injuria? Pues es preciso que la Policía llegue á ser estimada como profesión noble.

Para ser un buen jefe de Policía son necesarias condiciones superiores de inteligencia. Hay que ser hombre de mundo, ante todo, y no de un solo mundo. Hay que ser gran psicólogo, para saber tratar las leyes como á las mujeres; esto es: lo mismo cuando se las atropella que cuando se las respeta, parezca siempre que es por amarlas, sobre todo.

En nombre del amor están justificados to[193]dos los atropellos. Un buen jefe de Policía debe poseer con las leyes el supremo arte en que fué maestro Don Juan Tenorio con las mujeres: el de violador que enamora; al que, cuando atropella, se le dice: ¡Gracias!


En París se ha conmemorado el trescientos cincuenta aniversario del natalicio de Lope de Vega. En un teatro de los llamados allí «à coté» se ha representado, precedido de una interesante conferencia, un acto de La estrella de Sevilla, otro de El mejor alcalde, el rey, unas escenas de La Dorotea, no representadas nunca, ni en España, decía el cartel, y unas escenas de El castigo sin venganza. Todo ello traducido con cierta libertad, pero muy lindamente.

Aquí se ha representado por estos días El anzuelo de Fenisa, una de las más primorosas comedias de Lope de Vega. Ya sabemos que estas obras antiguas, nunca viejas, no pueden despertar hoy la viva emoción de cualquier obra moderna. El teatro, como la[194] oratoria, como el periodismo, vive de lo actual y su mayor gracia es lo efímero; como en la flor, como en la mariposa. Son contados los genios poderosos que en la oratoria, en el teatro ó en el periodismo lograron «eternizar el instante».

Pero causa tristeza la displicente actitud de nuestro público ante esas obras. Ello revela una incultura, un alejamiento de nuestra historia, una incapacidad de ponerse en situación, todo ello á base de ignorancia, que mal pretende disfrazarse de sabiduría, echándolo á elegante escepticismo.

Dentro de poco nuestro teatro clásico será letra muerta. Y lo malo es que no lo habremos sustituído en nuestra admiración con el teatro de Ibsen ni con el de Mæterlink.


El doctor Moliner anda por Madrid en busca de... cien millones de pesetas, nada menos. El doctor Moliner no es hombre para desistir de su propósito. Esos cien millones son su idea fija. Tener en España una idea fija, constituirse en incansable propa[195]gandista de ella, sacrificar comodidades, posición social, por esa idea, es sentar plaza de loco ó, por lo menos, de monomaníaco.

Las ideas son bonitas para exponerlas un día en un brillante discurso, en un artículo vibrante, en una crónica de actualidad; pero ¡por Dios!, no conviene insistir sobre ellas...

A mí me advirtieron: Ya verá usted; el doctor Moliner le irá á ver á usted, le hablará á usted de sus cosas, le dará á usted la lata; no sabe hablar de otra cosa.

Y el doctor Moliner vino á verme y le oí con admiración, y volví á oírle en la conferencia que dió en el Ateneo sobre lo mismo; conferencia, por cierto, que no ha merecido una noticia en muchos periódicos, y el doctor Moliner tendrá en mí otro incansable propagandista de su locura, de su lata, como quieran llamarla.

Esa locura, esa lata, es pedir al Gobierno cien millones de pesetas para Sanatorios marítimos, para colonias escolares, para escuelas higiénicas... Es un presupuesto que pudiéramos llamar de la salud, de la vida. ¡Ya veis si la cosa es disparatada! Las So[196]ciedades obreras de Valencia lo piden en respetuoso mensaje, de que es portador el doctor Moliner.

Las Sociedades obreras de Madrid, la Casa del Pueblo, no se han dignado tomarlo en consideración.

Manifiesta señal de la funesta orientación revolucionaria de esas Sociedades.

No quieren tener que agradecer nada para conservar en toda su plenitud el derecho á la queja; opinan como el sabio, en la comedia de Calderón, que:

A trueque de quejarse,
habían las desdichas de buscarse.

Ya lo dicen en carta dirigida al doctor Moliner: «Todo eso no es más que un calmante...»

Lo quieren todo ó nada. ¿Todo? Y ¿qué es todo en la vida? ¿Qué es todo si no es un poco cada día, un paso en el camino de la perfección? ¿Serían ellos capaces de revolucionar su mundo interior en un día? ¡Y de lo que no son capaces en su espíritu, se creen capaces con el mundo entero!

Por lo mismo que así desvarían, hay que[197] darles eso que ellas llaman calmante, á pesar suyo, contra su voluntad; voluntad que ni siquiera interpreta la voluntad de todos, como lo muestra ese mensaje de las Sociedades obreras de Valencia.

El Gobierno del señor conde de Romanones puede hallar el mejor programa de su política en ese «calmante», en ese presupuesto de salud, de vida.


[199]

XXXIII

En el número de El Libro Popular, correspondiente al 5 de Diciembre, en un artículo titulado «El príncipe de los dramaturgos», referente al autor francés M. Curel, escribe don Enrique Gómez Carrillo lo que textualmente copio:

—¡Curel!—os oigo murmurar—¿quién es Curel?... En castellano nunca hemos visto ninguna de sus obras.

Con su nombre no, efectivamente. Pero hay una comedia suya que fué traducida por Benavente y que obtiene desde hace diez años el más grande de los éxitos en España y en América. Me refiero al «Repas du lion», que en nuestra lengua se titula «La comida de las fieras».

—Pero—vais, sin duda, á decirme con justa malicia—¿por qué esta pieza figura como original entre las obras de Benavente?

—Sin duda por razones de empresa—os contestaré, repitiendo una frase del mismo dramaturgo madrileño.

Una comedia que se da como traducida, no tiene nunca, para las compañías, la misma importancia que una comedia nueva.

[200]

En todo caso, si el autor de «Los intereses creados», que es, ante todo, un hombre de honor, se apropia la paternidad del «Repas du lion», no por eso deja de entregarle los derechos que le corresponden al verdadero autor. En las cuentas que la Sociedad de Autores, de Madrid, manda cada trimestre á la Société des Auteurs, de París, los productos de «La comida de las fieras» figuran siempre en el haber de Curel. Entre gente del oficio esto no es un secreto para nadie. El gran Joaquín Dicenta, que tan admirablemente ha presidido el Sindicato de los comediógrafos madrileños durante algunos años, da testimonio de que en cuanto los «auteurs» parisinos reclamaron en nombre de uno de sus asociados la paternidad de la obra castellana, Jacinto Benavente fué el primero en reconocer que su «Comida de las fieras» no era, en efecto, sino un arreglo del francés.

Cuando un escritor de seriedad y respetabilidad como don Enrique Gómez Carrillo asienta con tal aplomo semejantes afirmaciones, algo debe haber de verdad en ellas. Veamos. ¿Será verdad que La comida de las fieras no es sino traducción ó arreglo de la obra de Curel Le repas du lion? Por unas cinco ó seis pesetas que costarán los ejemplares de las dos obras puede cualquiera salir de dudas. Ni por el asunto, ni por la idea, ni por los personajes, hay el[201] menor parecido entre una y otra. Hasta la aparente similitud del título es una gran diferencia. Le repas du lion—basta haber leído las fábulas—es, como todos saben, la parte del león. La comida de las fieras es... el domador, según mi obra, basada, como recuerdan cuantos la han visto ó leído, en escenas muy madrileñas y de actualidad cuando la obra se estrenó. Pasemos.

¿Será verdad que don Joaquín Dicenta, como presidente de la Sociedad de Autores Españoles, aseguró á don Enrique Gómez Carrillo que los derechos de La comida de las fieras eran enviados á la Sociedad de Autores Franceses?

Don Joaquín Dicenta tiene la palabra; entre tanto, don Miguel Ramos Carrión, actual presidente de la Sociedad, me escribe la siguiente carta:

Mi querido amigo: La Sociedad de Autores Españoles no envía ni ha enviado nunca á la de Autores Franceses parte, grande ni pequeña, de los derechos de representación correspondientes á las obras de usted, porque, para hacerlo, no hay ninguna orden.

Claro es que á usted le consta; pero, por complacerle en lo que desea, así lo declaro oficialmente.

[202]

Sirva, pues, para quien, sin fundamento, afirma lo contrario. Siempre de usted compañero y padrino literario,

Miguel Ramos Carrión

Todo esto aparte, mal podría M. Curel cobrar esos trimestres, de que el señor don Enrique Gómez Carrillo está tan al tanto, cuando La comida de las fieras no se ha representado en España ni en América desde hace once ó doce años. Como se ve, á pesar de mi buen deseo, no puede hallarse el fondo de verdad que yo deseaba en las afirmaciones de don Enrique Gómez Carrillo.

¿Ha sido ligereza? Para ligereza, es demasiado. ¿Ha sido mala intención? Para mala intención, es poco. ¿Ha sido ironía? Para ironía faltaba el fundamento de que La comida de las fieras fuera, en efecto, algo parecido á Le repas du lion. ¿Ha sido una broma literaria? Como broma sí hubiera tenido gracia... allá en la juventud de don Enrique Gómez Carrillo.

Contra la opinión de muchos, yo creo que sólo ha habido ligereza por parte de don Enrique Gómez Carrillo, y espero que se apresurará á rectificarla.

[203] Don Enrique Gómez Carrillo, por su historia literaria, por su significación, no está en el caso de que se le confunda con uno de esos jovenzuelos cronistas que sueltan dos ó tres impertinencias, para llamar la atención, en cualquier periódico de ventura.

Y conste que el menos molestado con «la ligereza» he sido yo. En esta semana la actualidad era hablar, en pro ó en contra, de la Prensa. Don Enrique Gómez Carrillo me ha dado asunto para no verme obligado á opinar; asunto y argumento. Muchas gracias.


[205]

XXXIV

A cada año nuevo acude, con todo el valor de una gran verdad filosófica, la reflexión que, en otras ocasiones, no es más de un tópico adecuado á tertulias caseras: ¡Cómo pasa el tiempo!

Parece que fué ayer cuando estrenábamos siglo, y ya nos andamos por su año 13. ¡Pavoroso número para los agoreros!

Por lo pronto, aparte la guerra de los Balkanes, ineludible legado de su antecesor, para nosotros ha comenzado con su poquito de perturbación política y, lo que es más grave, con la amenaza de una carestía general de los comestibles si no sacamos pronto en rogativa á unas cuantas imágenes de singular devoción.

A este respecto, sería muy de agradecer la buena intención del ilustre jefe del partido conservador si, al retirarse de la vida pública, hubiera pensado: «Después de mí,[206] el diluvio». Hoy por hoy, un diluvio es lo más necesario sobre esta tierra nuestra, siempre combatida por los extremos: ó sequía hasta perecer, ó inundaciones y desbordamientos hasta la ruina.

Por una vez, llovería á gusto de todos; conformidad tan dificultosa de obtener en negocios del cielo y de la tierra.

En la noche primera del año una multitud alborozada, más que un nuevo año, parecía estrenar una vida nueva. ¡A la flor de ilusión le basta con tan poco para prender de nuevo en nuestras almas! Una fecha del calendario es suficiente. A las once y media, nada esperamos de la vida; al sonar de las doce, lo esperamos todo de un año nuevo. Doce uvas nos bastan para embriagarnos de ilusiones y de esperanzas.

¿Qué nos traerá el año 13? Hasta ahora no trae, como cumple á todo recién nacido, su correspondiente pan debajo del brazo.

La multitud gozosa, que le saludaba al nacer, no pensaba en esto. Ni siquiera pensaba que, con el pan, subirá la carne, y con la carne el precio de los toros de lidia.

[207] La multitud, como los niños, es irreflexiva en su alegría.


La moda tiene su significación en Arte. Y tiene su valor el artista que logra imponer una moda, y más si la moda es natural expresión de su espíritu y en él fué originalidad y sólo pareció moda al ser después seguida y copiada por los imitadores. Y gran valor tiene también el que, con ajustarse á la moda, logra, no obstante, destacarse entre los uniformes figurines con fisonomía y aire muy personales.

Pero así como en una reunión de la mejor sociedad, aunque por lo pronto se lleven la atención las mujeres más llamativas en el vestir y en el adorno, las que ponen la moda, cuando nuestra curiosidad se ha reposado agradecemos el sencillo atavío de alguna noble dama y en su señorial sencillez aprendemos dónde está la verdadera distinción, así en Arte, sobre las gracias y frivolidades llamativas de la moda, acaba[208]mos por volver los ojos á la noble sencillez, que es de todos los tiempos.

Antes de ahora lo he dicho: creo que en ningún tiempo hubo en España tantos y tan buenos poetas como ahora. De ellos, los hay favorecidos por la moda; de ellos, á quien la moda perjudica. De ellos, y Manuel Sandoval es el primero, de los que no vistieron su poesía con galas á la última, de los que dejaron pasar figurines, seguros de que la moda volvería á ellos, y ellos, aunque alguna vez pudieron desesperarse al verse desairados, nada perdieron con esperar.

De mi cercado es el último libro de versos de Manuel de Sandoval. En los anteriores, Cancionero y Musa castellana, había dado clara muestra de su valer. Hay en uno de ellos una poesía á los primeros pasos de su hija, de las que no se olvidan, de las que dejan esa emoción perdurable que se suma á las emociones de nuestra propia vida y es el verdadero valor de una obra de Arte.

De mi cercado es la plenitud del poeta. Léase «Pátina»; léase «Recompensa».

Como es esta última poesía la musa cas[209]tiza, de noble prosapia castellana de Manuel Sandoval, bien puede decir á los que á ella se lleguen:

Yo soy para vosotros deidad, sirena y maga;
yo soy pasión sin celos y goce sin hastío;
hoguera que el aliento del huracán no apaga
y fuente que no seca los soles del estío.
Tan sólo al que me ama someto á mi albedrío;
me otorgo como premio, mas no como merced;
exijo, si soy fuego, que me busquéis con frío,
y quiero, si soy agua, que me busquéis con sed.

Irá para tres años, día más, día menos, que empecé á escribir estas charlas de Sobremesa. Muy agradecido á mis lectores, muy agradecido á la dirección de este periódico, creo que ha llegado, con el año nuevo, ocasión de despedirme por algún tiempo, no sin sentimiento por mi parte; fuera ingratitud, de que soy incapaz.

Renovarse ó morir, ha dicho un excelso poeta. Ya que uno no pueda renovarse á su voluntad, bueno es que la propia conciencia nos advierta del peligro que hay en ser siempre el mismo, que es el de fatigar á los lectores. A mí me conviene descanso, y á vosotros variedad.


[211]

XXXV

Desde Algeciras.—Algeciras es una minúscula Cosmópolis. Picaresca, linda andaluza de todos festejada, á quien nadie pregunta por su abolengo y de quien nadie indaga el origen de su fortuna. Es bonita, se presenta bien, sabe comportarse en sociedad, y basta.

Su nombre logró resonancia universal en los días de la Conferencia; aquella Conferencia en que la diplomacia europea dejó arreglado todo... lo que ha sido preciso arreglar después punto por punto.

Tiene dos excelentes hoteles muy á la europea, un kursaal muy concurrido, con recreos honestos; cinematógrafo, un buen sexteto. Alguien echará de menos otros recreos, aliciente sabroso de estos lugares. Yo no eché nada de menos. Algunos murmuradores dirán que allí se juega; yo no he visto jugar.

Las mujeres de Algeciras son muy gua[212]pas y visten con verdadera elegancia. El madrileño puede guardar para otro lugar y otra ocasión la compasiva sonrisa que tuvo para otras elegancias provincianas. Aquí no hay por qué sonreir.

Frente á Algeciras se alza el Peñón de Gibraltar como enorme dreadnought anclado. Un lejano atavismo nos mueve á indignación y á tristeza. Bien será guardar el sentimiento patriótico en lo más amplio de nuestra filosofía. De manifestarlo, nos expondríamos á observar en torno esas actitudes y esas caras que podemos advertir cuando en una visita cometemos alguna indiscreción de la que no es posible avisarnos en voz alta sin cometer otra más grave.

Algeciras, La Línea, San Roque, toda la comarca debe mucho á la vecindad del Peñón. Corren aires de Europa. Tal vez se piensa si no sería más conveniente que razas y pueblos estuvieran así salpicados, entremezclados, por pequeñas agrupaciones, sin la gran división de extensos territorios y señaladas fronteras. Quizás la fraternidad universal sería ya efectiva.

[213]


Desde Ceuta.—Estremece pensar que Ceuta, en manos de nuestros Gobiernos, haya sido lo que fué hasta muy poco. Por fortuna, gracias á los conjuros del general Alfau, se desvaneció la pesadilla. Aun dejó el presidio alguna atmósfera angustiosa: los elementales artificiales de que nos habla la Teosofía. No subsistirán. Ceuta despierta, Ceuta vive y trabaja con fe y con entusiasmo.

Las tropas españolas animan y alegran la ciudad de situación privilegiada, de suave clima, de sanos aires. Soldados y oficialidad son orgullo de todo buen español. Los que hemos visto en ciudades extranjeras muy guarnecidas, tumultos, indisciplinas, borracheras, y vemos este orden, esta disciplina, esta confraternidad de nuestros soldados, nos atrevemos á decir á nuestros inquietos antimilitaristas: La perfección no es de este mundo; pero, dentro de nuestro estado social, el Ejército es lo mejor que tenemos en España.

[214]


En las canteras de Benzú trabajan españoles y moros en las obras del puerto. Un moro jovenzuelo, de vivo mirar, fino de cabos, como una gacela, como un antílope; resplandeciente de señorío sobre el pobre jaique, con esa nobleza de origen, don celestial en todas las razas hijas del Sol. Su vestidura es mísera, no teme al sol ni á las lluvias y lleva, como pudiera llevar un atributo de realeza, un gran paraguas, bien arrollada su tela de algodón. Los moros más pobres tienen predilección por el paraguas. No es utilidad, es lujo. Como el sultán bajo su imperial quitasol, ellos van orgullosos con su paraguas de tres pesetas debajo del brazo. La democracia busca extraños senderos para llegar á todas partes.

El morito busca trabajo, se conduele—Moro no tiene trabajo; busca y no encuentra.—Y el morito sonríe ladino. Yo sé que en las obras del puerto se da trabajo con facilidad. Le digo que no lo buscará con muchas ganas. De seguro. Será su padre quien le mande. El morito se ríe ya francamente.—Cuando trabaja, duele cabeza.—Y se tiende sobre unas piedras como sobre un[215] almohadillado diván; me pide un cigarro, lo enciende y ni siquiera se divierte en mirar á los que trabajan en derredor; alza los ojos y mira á lo alto.


Desde Ceuta á Tetuán va pasando ante nuestros ojos todo el escenario de nuestra guerra de Africa. ¿Cómo sobreponerse á la emoción del glorioso recuerdo? La guerra de Africa fué el único redoble épico que sonó á glorias españolas en nuestros días.

Recordamos cuanto oímos referir á nuestros padres, con el calor de viviente actualidad. La entrada de las tropas victoriosas en Madrid, después de la toma de Tetuán; el entusiasmo delirante del pueblo madrileño; las bizarrías de Prim; la serena inteligencia de O'Donnell. Recordamos el Diario de un testigo de la guerra de Africa, el libro que prendió en nuestra infancia bélicas llamaradas, resueltas en peleas á pedradas; juegos de moros y cristianos.

¡El Diario de un testigo, tantas veces leído en aquella edición de Gaspar y Roig, con[216] sus ingenuos grabados en madera, con sus terribles morazos, terror de nuestros sueños infantiles!

Ahora, en la realidad, pasan ante nuestros ojos Sierra Bullones, Los Castillejos, con su prestigio de épica leyenda. Ya puede haber caído sobre nuestro espíritu una avalancha arrolladora de escepticismo, de criticismo y de cuanto puede pesar sobre el corazón como losa sepulcral de entusiasmos, que la losa saltará á latidos del corazón ante estos lugares y la oración á la patria se alzará desde muy hondo; más hondo que de nuestro propio corazón: desde el corazón de nuestra madre; como las oraciones á Dios que ella nos enseñaba y surgen siempre cuando, sobre todos los engaños de nuestra inteligencia, la verdad del corazón se estremece al golpear de un verdadero sentimiento.


Antes de llegar á Tetuán son bosquecillos de adelfales, frondosos de laurel y floridos de rosa. El mar, muy azul, se festonea de[217] blancura al caer sobre la playa de las conchas; blanca también, más blanca que las espumas; de albor calizo sus arenas.

Después, al fin, Tetuán, más blanco todavía; sus caseríos, como terrones de azúcar, extendidos aquí, allá apilados. Como irisación de tanta blancura deslumbradora, los alminares de las mezquitas con el esmalte de sus mosaicos multicolores.

Un aura de encanto, de misterio sagrado, envuelve á la ciudad de las cincuenta mezquitas y los innumerables morabitos. Yo tengo que recordar algunas ciudades españolas para no asustarme.

Al entrar por la Puerta de Ceuta el encanto queda roto. Parece imposible que toda aquella blancura total pueda descomponerse en tantas negras suciedades. Nunca con más razón puede decirse que la suma no es igual á los sumandos.

El «¿Quién vive?» á las puertas de la ciudad le da un acre olor á tenerías; el olor que os perseguirá siempre, que sentiréis penetrar hasta los huesos, correr por las venas.

Figuras y grupos interesantes restablecen[218] pronto la atención desilusionada. Un negro enano, con grandes anillos en las orejas, loquea en la plaza. Es el Garibaldi de Tetuán. Pasa un aguador, vestido de los más pintorescos harapos que puede imaginarse. Toca su cabeza con un canastillo de mimbres. Sólo nosotros le miramos sorprendidos. El ni siquiera se sorprende de nuestra extrañeza.

Visitamos al nuevo bajá, recién llegado á Tetuán. Es mulato, de arrogante figura y noble porte. Viste como un moro de romance: de sedas sutiles como gasas, una túnica azul muy pálido, y sobre ella otra blanca, y sobre todo ello un ropón también blanco y transparente. Nos ofrece el té á la morisca. Sonríe y se lleva la mano al corazón.

El cónsul me presenta. Tiene una frase amable, que pudiera envidiar cualquiera de nuestros hombres públicos: Las ciencias y las artes hacen grandes á las naciones.

Las casas de los moros acomodados presentan graciosos contrastes. Patios y salas á lo morisco, y, entre todo, lámparas de comedor, procedentes de cualquier bazar europeo; cómodas dignas de la calle de los[219] Estudios, espejos de cafetín, floreros y baratijas de baratillo.

En la casa de un rico moro, sobre una cómoda se ostentaban dos floreros de altar entre candeleros de la misma especie. Parecía dispuesto para las Flores de Mayo ó para una devota novena casera. No falta el álbum de retratos con música y profusión de relojes sin mérito alguno.

En el patio de un moro poeta, un patio todo recogimiento, todo poesía, junto á una fuente de preciosos azulejos veíase un armario chinero, y, al través de sus cristales, como preciosidades de vitrina, un frasco de Odol. ¡Buen reclamo! Otros cachivaches, y... ¡oh, civilización!, verdadero símbolo de la penetración pacífica, un instrumento... ¿Cómo nombrarlo? Una soberbia lavativa, en fin, inglesa, de llave.

Este poeta, famoso entre los suyos, escribió en el álbum de uno de mis acompañantes unos versos en árabe. Traducidos, decían así: «Cuántas veces amamos á la ciudad, aunque sepamos que no es la mejor, ni su cielo el más azul, ni buena el agua de sus manantiales... Pero ¡es la Patria!»

[220]

Yo no sé si el poeta moro escribiría con intención y á la nuestra, estos versos. En su fisonomía inteligente la ancianidad sonreía con maliciosa resignación.


[221]

XXXVI[1]

Señoras y señores:

Si yo creyera que habíais tomado en serio el anuncio de esta, que mal puede llamarse conferencia, ni lección, ni disertación, y no ha de ser más que una charla veraniega, apropiada al lugar y al tiempo, no sabría cómo disculparme antes de empezar, ni cómo pediros perdón al haber terminado sin deciros cosa de provecho. ¡Ahí es nada! ¡El arte de escribir! Toda una vida de escritor sólo puede mostrarnos las dificultades de ese arte, que ni se aprende ni se enseña, por lo menos con reglas fijas.

Cuentan de un señorón adinerado, que al recibir en su casa á un glorioso poeta, con esa osadía que da el dinero, le preguntó: «Dígame usted: ¿Es muy difícil ser poe[222]ta?» Y el poeta le contestó sencillamente: «¡Oh, señor! O es muy fácil ó es imposible.»

De todo arte, del arte de escribir, por lo tanto, puede asegurarse lo mismo. O es muy fácil ó es imposible.

¿Quiere esto decir que el estudio no sirva de nada, que el arte sea un don ajeno á todo esfuerzo, á toda voluntad; que el verdadero artista sea inconsciente y en su obra se limite á ser instrumento, poco menos material que los materiales, y como dice la Escritura: «La voz sea de Jacob; pero la mano de Esaú»?

Cierto que, sin ser fatalistas, es preciso creer en una predestinación. Basta leer la vida de los grandes hombres de la Humanidad, basta con observar nuestra propia vida para comprender cómo hay en toda criatura una predisposición natural que le inclina, sin forzarle, como dicen los teólogos, hacia una dirección espiritual determinada, y cómo hasta los sucesos de nuestra vida que más parecen apartarnos de nuestro camino, al fin vienen á ser como atajos de ventaja, y sin ellos veríamos que algo falta[223]ba á nuestra vida y no hubiéramos llegado tan seguros y tan experimentados al derechero camino de nuestro propósito.

Sin esta inclinación natural, sin esta predestinación, ¿comprenderíamos el ejercicio de algunas profesiones necesarias á la soberana armonía del mundo? Si por libre elección procediéramos, todos elegiríamos las profesiones más brillantes.

Ved una orquesta, por ejemplo; todos comprenderéis que haya quien sea director, hasta violín, lleguemos hasta el clarinete; ¡pero el bombo y los platillos!, ¿quien comprende que puedan tocarse sin una predestinación irresistible? Y no obstante, como es preciso que haya bombo y platillos para el perfecto conjunto instrumental, admiremos la sabiduría infinita que no inclinó á todos los hombres al violín ó la batuta. ¡Y desgraciados los pueblos en que todos quieren ser directores de orquesta!

Que sobre la natural predisposición es preciso el estudio, ¿quién lo duda? No creáis nunca en eso que llaman inspiración. Hay artistas que prefieren pasar por geniales á pasar por estudiosos. Quieren dar á sus[224] obras la importancia de lo sobrenatural: «Yo no he estudiado nada—afirman;—yo no sé cómo escribo, yo no sé cómo pinto...» No lo creáis; son coqueterías de artista. Alguien dijo que el genio era una gran paciencia; yo me atrevería á decir que el genio es siempre el premio de un gran trabajo.

Ahora que, el trabajo del artista, es muchas veces lo más parecido á la holganza. El artista pasea, el artista está tumbado, el artista fuma ó saborea una taza de café; el artista, al parecer, no hace nada. Los que andan como azacanes por la vida en trabajos de actividad material, pasan por delante de él y sonríen despectivos: ¡Que buena vida! El artista, tal vez pudoroso, ¿como convencerá al afanado de que aquel su holgar es trabajo contra la vulgar opinión?—¿No se hace nada?—¡Phs! Ya lo ve usted; nada.—Pero en esos aparentes ocios fueron engendradas las grandes obras del espíritu; porque todo es trabajo para el artista, siempre en actividad su conciencia, siempre al atisbo su percepción, siempre vibrantes sus nervios... tan vibrantes, que muchas veces saltan y se quiebran y en vez del bien tem[225]plado acorde y la dulce armonía, es el desgarrado desconcierto de la locura ó es el silencio pavoroso de la muerte. ¡El arte de escribir! El más perfecto sería el que llegara á comunicar esa exaltación de nuestro espíritu sin necesidad de expresarnos con palabras.

Escribir es una limitación, como lo es toda obra, como lo es todo lo creado. Sí; la creación es una resta del infinito; como toda obra es una resta del espíritu creador del artista. Por eso, lo mejor de una obra no es lo que está en ella, sino lo que de ella se escapa para ir á sumarse al espíritu infinito.

Ved, pues, si es difícil espiritualizar materializando. Y eso es la obra del escritor y eso es la creación. Somos los hombres como vasos en que fué recogida un poco de agua de un mar espiritual infinito. El mar se ignoraba en su infinidad y quiso conocerse, ganar conciencia así limitado. Nuestra labor espiritual no es otra cosa: reintegrar una conciencia á lo infinito inconsciente.

A pesar mío, he hablado demasiado en serio. La ocasión que aquí me trajo á interrumpir por unos instantes el grato esparci[226]miento de esta noche, era para mí seguridad de vuestra benevolencia.

Yo sí quisiera, en esta noche, poseer absoluto dominio del arte de escribir para unir todos los corazones españoles en un solo sentimiento de amor á nuestros hermanos. El nos juntó aquí esta noche, y por la expresión de este material sentimiento hasta sería ofensa daros las gracias.

Esperemos que esta fiesta de amor sea el precedente de otras muchas en este verano en San Sebastián, en las playas y balnearios donde la gente adinerada se esparce y se divierte. Olvidarnos de los que luchan y mueren por España, sería criminal. Cuando allí se cumplen deberes penosos, ¿olvidaremos nosotros los más fáciles? Ved que para el triunfo glorioso de España en tan difícil empresa, si mucho importa que nosotros confiemos en los que allá combaten, importa más que ellos confíen en los que aquí quedamos. Al ¡alerta! de aquellos campamentos en tierra extraña ha de responder el ¡alerta está! de la tierra española. Sólo así comprenderán nuestros hermanos que donde ellos están está con ellos toda España.


[227]

XXXVII[2]

Si esta fiesta, queridos niños míos, solo significase una lección aprendida en la escuela, poco significaría en verdad. No aprendida por vuestra inteligencia, prendida en vuestro corazón la quisiera yo para siempre; no por razonamientos de necesaria cultura y menos de provechosa utilidad, sino por sentimiento muy íntimo, muy hondo, por efusión de simpatía, por amor, en una palabra: aquella misma llamarada de amor en que se ardía el corazón de San Francisco, el serafín de Asís, cuando cantaba á todas las criaturas de Dios como á hermanos: Hermano sol, hermana agua, hermano lobo, hasta la hermana muerte; el mismo amor que se eleva en aquella sublime plegaria del Buda: ¡Dios mío, evitad el dolor á cuanto existe!

[228] Si esta fiesta solo significa una pública exhibición, algo como un examen bien preparado de una asignatura, nada valdría, os digo. No valdría más que esas ruidosas hazañas guerreras de tambores y trompetería, que con ser mucho en la historia de los pueblos son muy poco en su vida. Los héroes de la vida son muy otros que los reyes y los guerreros de la Historia; son los trabajadores del telar, de la aguja, los inventores humildes, que ni un nombre dejaron.

Si hoy diéseis suelta á estos pajarillos y mañana en casa atormentárais al gato y al perro, y al otro día en el jardín ó en el campo, os dedicárais á sorprender nidos y á destrozar árboles y flores, ¿qué valdría esta fiesta?

No es que yo desconfíe de vosotros, queridos niños; aunque muy graves sabios aseguran que sois de mala condición por lo general, esos sabios no os conocen bien, porque sólo os han estudiado como hombres de ciencia, y á vosotros hay que estudiaros con el corazón. Yo sé que los buenos sentimientos son naturales en vosotros, que vuestro corazón está siempre abierto á la generosi[229]dad, que en vuestro espíritu alienta la más clara idea de justicia; pero sé también que los hombres, cuando no con palabras y obras, con obras que desmienten á cada paso sus palabras, os enseñan muy pronto la mentira, la crueldad, la desconfianza. Y no sé yo qué sea peor, si malas palabras y malas obras de acuerdo, ó buenas palabras en contradicción con las malas obras; aun es más perturbador, más dañoso este desacuerdo.

¿Qué importa que digamos al niño: no se debe mentir nunca, si el niño ve y observa y comprende que nosotros mentimos siempre que nos conviene y á él mismo le engañamos muchas veces por comodidad nuestra?

¿Qué importa que le digamos: hay que ser afable con todo el mundo, si él nos ve descompuestos y groseros con los criados, con la familia, con él mismo, con enojo desproporcionado, más cuando una travesura suya inocente nos molesta que cuando una verdadera manifestación de peligrosa maldad no llega á molestarnos?

¿Y creéis que los niños no se percatan[230] muy pronto de todas estas contradicciones nuestras? ¿Creeis que todo ello no va labrando en su espíritu recelos, hipocresía y rencores?

Por todo esto me atrevo yo á dudar de la eficacia de esta fiesta. Si hoy los niños dan suelta á los pájaros y mañana los padres van á los toros, ¿á qué lección se inclinará su espíritu?

Palabras buenas nos llegan de todas partes; pero ¿de dónde vendrá el ejemplo? Y en la educación sólo el ejemplo es eficaz y sólo él tiene virtud de imprimir bueno ó malo en las almas.

Ya lo dijo San Juan de la Cruz: más vale predicador de pocas letras, pero de ejemplares costumbres, que muy sabio en letras humanas y divinas y de mal arreglada conducta.

No lo que nos dijeron padres y maestros, lo que en ellos vimos es lo que quedó para siempre grabado en nuestra inteligencia y en nuestro corazón. Por eso la escuela sin la cooperación del hogar nada valdría: casa y escuela ha de ser como un solo templo con un solo culto: el alma del niño.

[231]

Con palabras y con ejemplos es preciso educar la sensibilidad del niño, despertar su simpatía por cuanto existe y vive á su alrededor. Los españoles carecemos de ese precioso don de la simpatía, que es comprenderlo y amarlo todo. Si en lo geográfico somos una península, en lo espiritual somos un archipiélago. Separados unos de otros como islas espirituales. Somos hoscos y duros, y toda la vida española adolece de esta sequedad de nuestro espíritu.

Somos pobres y nuestra vida es dura; como la vida es cruel con nosotros, nosotros somos también duros y crueles. Y es que cuando somos crueles con los demás, es que alguien fué antes cruel con nosotros. Sólo muy altos y nobles espíritus saben volver el dolor en bondad y en dulzura.

La historia nos lo dice: los reyes que dejaron nombres de sanguinarios y de crueles, fueron los que antes de reinar tuvieron que soportar penurias y afrentas: tal fué el caso de Nerón en Roma, de Don Pedro llamado el Cruel en España. En cambio, los que se criaron entre halagos y blanduras, sin que nadie les afrentara ni persiguiera,[232] fueron de condición apacible y magnánima: tales San Luis de Francia y San Fernando de España, educados por aquellas dos nobles reinas de Castilla, Doña Blanca y Doña Berenguela, de eterno ejemplo como madres y reinas.

Yo sé que muchos son en España los que en nombre de un mal entendido casticismo preconizan esta dureza nuestra como una preciosa virtud. Juzgan que si fuéramos blandos de condición, acaso perderíamos en virilidad. Nunca fueron á mi entender muy varoniles virtudes la crueldad y la destemplanza. Mejor sienta al varón fuerte la noble continencia y la apacible gravedad. Ni la dulzura de costumbres debilita á los pueblos, antes por ser más amable la vida será en ellos también más firme el amor patrio.

De los descontentos y los mal hallados salen los traidores y los malos patriotas, y en verdad que gran virtud es preciso para amar lo que no es amable.

Una patria en que todos fueran dichosos, ¿cómo no había de defenderse con mayor entusiasmo que una patria en que nadie se hallara á gusto?

[233]

Meditad sobre la significación de esta fiesta. Al llegar á un pueblo no hay que conocer á sus sabios, ni á sus artistas, ni su riqueza, ni su poderío para apreciar su grado de educación y de bienestar; basta con muy poco. Pueblo en que veáis que los pájaros no huyen espantados al acercarse un niño; pueblo en que veáis que los gatos, esos mansos gatos que se tienden al sol en las puertas de calle, no huyen como escaldados y escarmentados cuando niños y mozalbetes se les acercan; pueblo en que sobre las más pobres tapias se alza la frescura frondosa de unos árboles y en las ventanas sonríen como saludo de paz las macetas floridas, bien cuidadas, como á caricias de manos de mujer, bien puede asegurarse que es un pueblo culto, de dulces costumbres, un pueblo dichoso.

Queridos niños, vosotros sois el sol de mañana: que ese sol brille más glorioso en nuestro cielo que aquel otro de nuestras grandezas, cuando el sol no se ocultaba nunca en los dominios de España.


[235]

XXXVIII[3]

Para mostrarnos cómo no puede haber paz en el alma de los malvados, como aun al verlos triunfantes y en apariencia dichosos, no por eso debemos desconfiar de la eterna justicia, dice un Santo Padre de la Iglesia: «En la conciencia del malvado hay siempre algo que tiembla». Sí, es verdad...; pero también para los buenos, para los justos hay algo que tiembla siempre. Ved; es un día feliz en la familia, tal vez se celebra un santo, una fecha venturosa, más unidos que nunca los corazones, padres, hijos, allegados... todos respiran esa confianza mutua, ese enlace de unas almas con otras, probadas en alegrías y dolores compartidos á todas horas... el corazón de cada uno engrana en el corazón de los otros, como una piedra en sólido edificio... el edificio familiar; ¡la[236] familia! Nuestro pequeño mundo, en que nunca pesa sobre nosotros la angustia de sentirnos abandonados, como Robinsón en su isla, ni la tristeza de sentirnos perdidos, dispersos en la multitud del mundo grande, indiferente, hostil, acaso... Es la hora de la comida; la familia modesta, parte de su pan de comunión, bendito por el trabajo honrado. En el silencio hay más efusiva cordialidad que en las palabras. Los pequeños ríen alborozados.

Los padres sin mirarse se miran en sus hijos... De pronto la mirada del padre se nubla de tristeza, un pensamiento triste ha pasado por su frente, ha estrujado su corazón. Sí, también en el alma de los buenos hay algo que tiembla, como en el alma de los malvados. El amor de los suyos. Si yo me muero, ha pensado el padre, ¿qué será de estos hijos? ¿Quién podrá darles esta alegría de ahora? Y en la desolación de su alma, los ve con hambre, con frío, como esas criaturas de la calle que estremecieron tantas veces su corazón de padre, tanto de compasión por ellos como de egoísmo por los suyos... las criaturas que piden limosna,[237] que venden periódicos, la mozuela desvergonzada, víctima de hombres soeces... el ladronzuelo conducido entre guardias á empellones... Todo eso puede ser de sus hijos, de aquellas criaturas que ahora son tan felices con tan poco, con la alegría de estar juntos, de compartir con amor aquella comida de bendición... alegrada por alguna golosina de extraordinario... Y el padre tiembla y palidece, y cuanto más ríen los hijos más le cuesta contener el llanto que desborda en su corazón.

—¿Qué te pasa?—le pregunta la esposa, que advirtió pronto la cerrazón de su alma.

—Nada, mujer. ¿Qué quieres que me pase?

Pero ella lo sabe, porque también ha pensado lo mismo muchas veces... sólo que la mujer, cuando piensa en la muerte, piensa en Dios antes, y ella está segura, porque así se lo ha pedido á Dios muchas veces... de que el padre no les faltará nunca, porque ella le pide á Dios todos los días que de morirse alguno sea ella... ¡Yo no les hago tanta falta! Sólo las madres saben ofrecer así su vida en el recogimiento de sus rezos, sólo[238] ella, por amor á sus hijos, llega á creer que no les hacen tanta falta en el mundo como los padres...

¡Bendita institución esta, que para socorro de viudas y huérfanos de médicos algún consuelo será en la vida de los que apenas logran con su trabajo la seguridad del día de hoy, siempre angustiada por la incertidumbre del mañana!

Penosa profesión es siempre la medicina, aun para los que logran cumplida recompensa. No se comprende sin vocación tan decidida como la del sacerdocio. Consagrarse al dolor... luchar contra la muerte... enemigo que cuando huye parece que no hubo mérito en vencerle, y cuando se vence siempre deja lugar á la sospecha de que faltó el acierto en combatirle.

Juzga la vulgar opinión que los médicos, en fuerza de frecuentar el dolor, tienen embotada la sensibilidad... A pocos médicos han conocido en la intimidad los que así juzgan. Yo sé de médicos que han llorado por muchos niños las lágrimas que no lloraba alguna madre indigna de serlo; yo sé de algunos médicos que han salvado con[239] abnegación á muchos enfermos del abandono de familias despreocupadas, yo sé de muchos médicos que han muerto sin enfermedad, sin saber de qué... del corazón, certificaba otro médico, más bien por convencimiento íntimo que por diagnóstico seguro... Lo que sucede es que el médico, cuando nadie ve llegar á la muerte, cuando todos sonríen á su alrededor confiados, es el único que no puede llorar todavía, y cuando todos lloran porque la ven llegar implacable, es el único que ha de sonreir hasta el supremo instante... interponiéndose con fingida calma entre los ojos espantados del moribundo y la negrura insondable de la muerte.

Pues estos hombres que pasan sonrientes como la esperanza, entre todos los dolores y males de la tierra no pensaron apenas en el dolor de los suyos. Ellos que saben como nadie, que esa crueldad del sentimiento egoísta, cuando al llorar la pérdida de un ser querido hace pensar con animal instinto:

¡En qué situación hemos quedado! Ellos que saben la brutalidad de la frase: El muerto se lleva la llave de la despensa. Realidad más descarnada que la misma muerte,[240] consideración brutal que parece como si rebajara el sentimiento del alma al grito de la animalidad; ellos no habían pensado nunca en los suyos para evitarles este dolor vergonzoso...

Pues es preciso que, unidos todos, los predilectos de la ciencia y de la fortuna con los humildes sea desde hoy tranquilidad de todos y honra de la clase el que vuestras esposas, vuestros hijos, no tengan que añadir á un dolor del alma el dolor del hambre. Que el padre trabajador y honrado no se lleve al morir la llave de la despensa. Que esas palabras crueles, sólo justificadas por la crueldad de la vida, no vuelvan á oirse en duelos familiares.

Es mala disculpa de nuestra indiferencia ante los males exclamar resignados: ¡La vida es así! ¡Cosas de la vida!

Hay un espíritu en nosotros que nada valdría si no fuera capaz de sobreponerse á los males del mundo.

Tened en cuenta que la mayor seguridad de que hay una Justicia y una Bondad infinitas está en que nuestro espíritu las comprenda y las desea, y que en nosotros hay[241] poder para realizarlas, poder que Dios bendice desde el cielo, cuando cantan sus ángeles: «Paz en la tierra á los hombres de buena voluntad».


[243]

XXXIX[4]

Señoras y señores:

Fuera descortesía solicitar vuestra benevolencia. Al haberme designado para ocupar este puesto de honor, ya os anticipasteis á ofrecerme algo más: un cariño, al que sabré corresponder con toda la gratitud de mi alma, y una admiración, á la que ya no puedo aseguraros si sabré corresponder del mismo modo. Y, no por vanidad propia, creedme, para contento vuestro, hoy más que nunca quisiera corresponder á ella. Mas si en algo habíais de ser defraudados, antes prefiero que lo seáis por mi entendimiento que por mi corazón. Si el verdadero cariño es el que más perdona, y el más verdadero el que ni aun se cree en el caso de perdonar, porque ni advierte si hubo falta, ma[244]yor será mi agradecimiento cuanto más crea yo en conciencia que mucho habéis tenido que perdonarme; como perdona el noble, por natural nobleza, sin darme á entender siquiera cuanto habéis tenido que perdonar. En ocasiones como esta, os sentisteis entusiasmados y conmovidos por la palabra de elocuentes oradores; la palabra vibrante, con todo el calor del sentimiento, con toda la gracia de la espontaneidad. Hoy la palabra escrita llegará á vosotros apagada y descolorida. Hay de la elocuencia del orador, corriente de agua saltadora y libre, á estas mansas aguas aprisionadas, de la palabra escrita, la diferencia que hay, entre enamorados, de la declaración de amor trémula, que va de la boca al oído, mejor diré, de boca á boca, á la carta en que el amor se declara, con palabras muy comedidas, muy respetuosas, porque no están delante, al escribirlas, los ojos que niegan ó conceden licencia para mayor atrevimiento. Y, menos mal, si aunque cortés y fría, aun indica, por su misma timidez, la verdad del sentimiento, peor, si con frialdades retóricas, que quieren parecer apasionadas, dice bien claro[245] que fué copiada de alguna novela ó más vulgarmente del secretario de los amantes. Yo no soy orador, ni soy elocuente. Aquí me tenéis con mi carta de enamorado tímido. Las hermosas jóvenes que me escuchan comprenderán mejor que nadie la verdad de esta comparación entre oradores y escritores. Habéis tenido novios orales y escritos. Porque habréis tenido más de un novio. No temáis que descubra aquí vuestro secreto. Las mamás no escuchan. Las mamás no escuchan nunca; sólo miran. ¿No lo habéis observado? Al despedirse algún rendido galán de ingeniosa charla, cuando las jóvenes encantadas dicen: ¡Es muy simpático!, cómo las mamás solo advierten: lleva muy rozados los puños ó tuerce los tacones. Es que las jóvenes escuchan hasta con los ojos; las mamás no escuchan, miran siempre, hasta cuando parece que leen un periódico ó que duermen. Y ¡qué bien hacen en mirar mientras escucháis vosotras! Porque su triste experiencia ve más lejos, porque el matrimonio de mañana y la vida de todos los días, tienen más relación con los puños rozados y los tacones torcidos que con las pa[246]labras seductoras, eterna letra sin sentido, de esa divina música del amor, con que la vida se burla eternamente, sin vencerlos nunca, del eterno dolor y de la eterna muerte. Pensaréis: ya pareció el escéptico, el ironista. Mal sientan ironías y escepticismo en fiesta de amor y poesía. Pero el escepticismo no es negación absoluta, es duda y nadie duda de una verdad aparente, si no lleva en lo más profundo de su alma el sentimiento íntimo, la limpia imagen de la verdad verdadera y con ella de lo que es bueno, y es bello, y es justo, y es noble, y es grande. El escepticismo es comparación y, naturalmente, todos los que quieren engañarnos quisieran que no hubiera comparaciones, que no fuéramos escépticos. Ya lo creo... ¡Qué ganga para los falsificadores de moneda si no hubiera moneda legítima para confrontarla...! Nunca veréis que el verdadero creyente se escandalice porque haya quien no crea santidad la hipocresía de muchos devotos por conveniencia. Nunca veréis que la verdadera caridad se alarme porque no tomemos en serio esas funciones y esas rifas benéficas organizadas por alguna Junta de[247] señoras aristocráticas; esa caridad que no cuesta mayor sacrificio que enviar unas circulares á los amigos, lucir un lindo traje y leer después la revista de algún cronista de salones—acaso éste sea el mayor sacrificio—donde á vuelta de adjetivarlas á todas muy primorosamente, el propio cronista, con guante blanco y llave de aluminio, les abre de par en par las puertas del cielo. Pues á no creer en cosas como éstas se llama escepticismo. En cuanto á la ironía ¿qué es la ironía sino la bondad en la indignación? Vamos á indignarnos y nos entristecemos tanto que acabamos por compadecer y ni queremos entristecer compadecidos. Y así es la ironía... una tristeza que no quiere llorar... y sonríe... porque compadece y perdona. El escepticismo y la ironía son alas también del ideal, que, si no sirven para elevarnos á grandes alturas, como la fe y el entusiasmo, sirven para no tocar demasiado bajo en la tierra cuando á la realidad hemos de acercarnos. Pero, ¡no creer en nada! Eso sólo es posible cuando hemos dejado de creer en nosotros mismos. Cuando nada bueno hallamos en nosotros, es cuando pode[248]mos decir: todo es malo; porque es nuestra alma como nuestros ojos, que al asomarse á otros ojos lo primero que en ellos vemos es nuestra propia imagen... Pero el bien existe mientras el sentimiento del bien esté en nosotros, aunque no seamos capaces de realizarlo por imperfección de nuestra voluntad. El amor existe mientras seamos capaces de amar, aunque nadie nos ame. La verdad es, mientras nuestra razón no llegue á persuadirse de que son verdades, todas las mentiras con que nuestros intereses y nuestras pasiones y nuestras cobardías procuran engañar á nuestra conciencia. En nosotros está nuestra vida y está nuestra muerte y está lo que más importa, nuestra eternidad, siempre que nuestra conciencia esté sobre todo. No hay que pedir fuera de nosotros mismos esa satisfacción del premio y del castigo, buena para desenlazar melodramas y folletines. Ved, en las grandes tragedias de Shakespeare, la más amplia concepción de la humanidad que produjo el arte. En ellas, como en la vida, el dolor, que pudiera parecer castigo, cae por igual sobre los buenos y los malos, con más[249] ciega fatalidad que en la tragedia griega. El poeta mismo, tal vez espantado de no percibir en la tierra un resplandor de justicia divina, llega á exclamar: Como las moscas para los chicuelos traviesos, somos los hombres para los dioses; nos matan por divertirse... Pero él sabe que sobre el terrible juego de los dioses, si eso fuera, está siempre la idea de justicia en nuestra conciencia, más alta que los mismos dioses. Cuando envueltos en la misma trama de maldades mueren con muerte violenta el infame Yago, el apasionado Otelo, Desdémona sin culpa; aunque la fatalidad del destino sea para los tres dolor y muerte, ¿no es verdad que nuestra conciencia basta para decirnos, aunque el poeta no lo diga, que es infierno y condenación la muerte para Yago, el que solo vivió para su egoísmo, y es muerte animal, muerte de fiera, la de Otelo, el que amaba mucho pero no amaba bien, porque sólo amó por instinto, y es gloriosa la muerte de Desdémona, la inocente, la que culpada no supo hallar más que sencillas disculpas porque las razones de la virtud son sencillas siempre? Y de los[250] tres, aunque solo Yago, por crueldad del poeta, hubiera sobrevivido y triunfado de todos... ¿Quién quisiera ser Yago? No hay víctima inocente que quiera cambiarse al sucumbir por su verdugo triunfante. El que hace bien ni sabe decir por qué lo hace; el que hace mal, ved cómo busca explicación á su conducta; más que convencernos necesita convencerse á sí mismo de que hizo bien, tan cierto está de que hizo mal. Y es que toda la maldad de los malos quizás llegara á suprimir el bien sobre la tierra, pero no la justicia. Cuando todos los buenos fueran desdichados, no habría un solo malvado que fuera dichoso. El mundo moral está regido por rigurosas leyes mercantiles; todo valor recibido representa el mismo valor abonado. Tal vez recibimos mal por bien, bien por mal de quien no lo esperábamos. Es que el bien y el mal que hicimos son créditos transferibles; cobramos ó pagamos unos por otros, pero al cabo de cierto tiempo todo está satisfecho. Vuelve el mal al mal, el bien al bien; la moneda tal vez es distinta, el valor es el mismo. El malvado parece hombre dichoso, está alegre...[251] No os engañéis. Impunes todos sus delitos que escaparon á las leyes humanas, absuelto por todas las indulgencias, ó descreído de la justicia de los hombres como de la justicia de Dios, sin temor á nada ni á nadie, hay siempre en el fondo algo que tiembla... En la mayor tristeza del justo, abrumado de todos los males, sobre todas las negruras que pudieran obscurecer su conciencia, hay siempre una serenidad de cielo, que ya sería el cielo aunque otro cielo no existiera... Es tan mezquina nuestra idea de la eternidad, que no podemos concebirla sin que de ella forme parte lo que más nuestro nos parece, por sentirlo más cerca de nosotros. Esto es, nosotros mismos; esta mezquindad, esta limitación que es nuestra persona, un nombre propio, una percepción reducida en una reducción del tiempo y del espacio. Esperamos que la otra vida sea... casi como esta vida, otra vez nuestra vida; un lugar de reunión en que hemos de saludar á la familia y á los amigos por sus nombres y aun hemos de continuar murmurando de sus asuntos y preocupándonos por nuestros negocios. ¿Qué eternidad sería esta?[252] Eternidad es no saber de nosotros mismos; porque la eternidad no es material ganancia. La riqueza de nuestra vida no será lo que hayamos atesorado, sino lo que hayamos repartido. Vivirá de nosotros lo que de nosotros hayamos dado; más se encontrará de nosotros cuanto más hayamos perdido. Y ¿cómo hemos de entregarnos, cómo hemos de perdernos? ¿Dónde hallaremos nuestra eternidad, que por serlo del todo, ni podremos decir que es nuestra? En el amor y solo por el amor. Religión, Ciencia y Poesía; los tres más claros luminares de nuestro espíritu, nos esclarecen el camino del Bien, de la Verdad, de la Belleza, que es el camino de la eternidad del espíritu. Amar inmensamente, amar infinitamente: ascender por escala de amor desde el instinto á la inteligencia, de la inteligencia á la divinidad. Hablemos sólo de la poesía... Sabio es el lema tradicional de su torneo: Fe, Patria, Amor. Amor todo. Amor, primero instinto; forma ya menos egoísta del instinto de conservación, del miedo á la muerte, de su instintivo horror en toda criatura... Siente el hombre que ha de mo[253]rir y siente la necesidad de prolongar su existencia en la prole, carne de su carne, vida de su vida. El amor es todavía instinto... Después, siente que la conservación de la prole le impone sacrificios, ha de defender á sus hijos, ha de cuidarlos... Empieza el deber. Este deber se limita á la familia, todo lo más á la tribu... los otros hombres son... el enemigo, el extraño... Pero el estado de lucha no puede ser constante... Se pacta con la tribu vecina, tal vez para combatir contra otra tribu más fuerte, tal vez porque la paz permita el trabajo del campo, la quietud doméstica. Empieza la amistad. El hombre, por su propio interés, se desinteresa ya en algo de sí propio y de los suyos. Y al acercarse al extraño, que fué su enemigo, tal vez se encuentra en él, porque el extraño también tiene hijos, también los cuida y los defiende. Y empieza la simpatía, y tras la simpatía, que es amor, la inteligencia. Sí; tan una es la inteligencia con el corazón que no podremos nunca entender lo que no hemos sentido. Una vida de estudios y de meditaciones no dará tanta luz á nuestra inteligencia como una hora de[254] amor. Cuántas veces nos sucede sentir por alguien una antipatía invencible. Fulano es un ser odioso, insoportable; le oímos hablar y sentimos la necesidad de llevarle la contraria, por poco le mataríamos. Y aquel hombre odioso, antipático, llega un día á nosotros con cara triste; habla de sus penas, tal vez perdió á su madre, tal vez á su hijo, tal vez fué víctima de una crueldad, de una injusticia de los hombres. Ya le escuchamos conmovidos; aquel hombre es un hombre como nosotros, aquella pena ha sido nuestra alguna vez, puede volver á serlo, no es una pena extraña, es una pena de nuestro prójimo. Ya no parece aquel hombre tan odioso ni tan antipático, ya es nuestro odio lo que nos parece injustificado. Y así todo se entiende cuando la simpatía nos acerca... La virtud y sus más altos heroísmos, como el vicio y el crimen. Hay en todo ello algo humano que puede ser también nuestro. Para el amor no hay nada extraño ni nada incomprensible. Yo he oído á una desdichada mujer, amante de un verdadero monstruo, un criminal rematado de presidio: Me dicen todos por qué quiero á este hombre tan[255] malo; pues porque para mí no lo es, y si es malo para todos y para mí no, señal de que á mí me quiere más que á nadie en el mundo. Y era verdad, solo que ella equivocaba la razón de su cariño; porque aquel hombre también era malo para ella, pero era ella quien le quería más que nadie en el mundo, y aquel amor de mujer era bastante para vestir de luz el alma del criminal, como de luz resplandecían las llagas de los leprosos al posarse en ellas las manos de azucena de la Santa Reina Isabel de Hungría. Milagros del amor, acaricie leprosos ó criminales; milagros del amor, sobre todas las miserias del alma. Nunca tuvo más hermoso gesto el Cid Castellano, que al tender la mano sin guantelete al lazarino hundido en el fangal. Como esa mano entonces y tantas manos de mujeres divinas y de santos gloriosos, fueron las que vistieron en la Edad Media las armaduras de sayales, los sayales de armaduras, en aquella empresa de bárbara grandeza, que fueron las cruzadas y el incesante guerrear de los cristianos contra los infieles. Y ved también cómo lo que empezó en odio y en guerra, fué origen[256] de civilización y de tolerancia, que si el Occidente y el Oriente guerrearon, también se conocieron y también llegaron á amarse y los poetas cristianos cantaron gentilezas y amores y bizarrías de los infieles, y los poetas orientales hazañas milagrosas, noblezas de corazón de los cristianos. Y sobre el sentimiento de Patria y el de Religión, surgió el de Humanidad... Y prendiendo sus alas de luz en el espaldar de las corazas, el espíritu alboreaba... Aun alborea. No hay que desesperar porque tarde en brillar el día. ¿Qué importa la tardanza de siglos en las auroras del Espíritu si amanece para la Eternidad? El amor á la Patria es primero instinto también, es el amor á la tierra, al campo que el hombre labra con su trabajo; la Patria es la parte de tierra necesaria á la subsistencia del hombre y de la prole, es el terreno en que ha de afirmarse la perpetuidad de la raza. Después van despertándose emociones; recuerdos de horas felices, recuerdos de días gloriosos. El espíritu de la Patria surge; van quedando más hondas las raíces y elevándose más aéreo el ramaje, y en la rama hay flor, y en la flor aroma. La[257] Patria va teniendo conciencia y se constituye como Estado, que es ya la Patria inteligente. La raza aspira á realizar el bien, la justicia. A la venganza se sobrepone la ley y á la ley el perdón, que es tal vez la más segura justicia. Por el amor á la Patria comprende el hombre como debe respetarse la Patria de otros hombres; como por el amor á sus hijos comprendió cómo era respetable el amor de otros hombres á los suyos. También en otras Patrias hay campos labrados con pena, y hay hogares de amor, y en torno abuelos y nietecitos, y recuerdos de días felices y gloriosos, y tierra que cubre los restos de muertos llorados. Y la simpatía va de unas Patrias á otras, y contra el combate injusto la conciencia universal protesta como contra una lucha fratricida. No es decir que toda guerra sea injusta. Hay guerras inevitables; cuando una nación, un Estado constituído, olvida, egoísta, las relaciones de amor y de justicia con otros Estados; cuando un pueblo bárbaro, todavía de instinto, opone tenaz resistencia al avance de la civilización, precisa es la guerra, como es preciso limpiar de salteadores los caminos. Si por[258] ambición personal de un tirano, como Napoleón; si por codicias de una oligarquía; si por intereses egoístas de un pueblo entero el camino de la civilización se dificulta, deber es de las naciones inteligentes, de las que no descendieron de su elevación espiritual, combatir contra los merodeadores. La guerra entonces es justa y es legítima, como lo fué nuestra guerra de la Independencia, hoy conmemorada entre vosotros en una de sus más gloriosas y decisivas batallas, en que la conciencia de tres nobles pueblos se unió contra el instinto de un gran ambicioso, de quién apenas desaparecido, ya preguntaba el poeta: «Fu vera gloria, Ai posteri l'ardua sentenza». La posteridad ha sentenciado. Todos los arcos triunfales, todas las columnas, todos los monumentos alzados en su honor por el pueblo cuyo nombre usurpó para imponer sus ambiciones personales como aspiración nacional, no hablan tan alto de justicia como cualquiera de esos humildes campos aldeanos, cuyos terruños, nutridos con la sangre de sus labriegos, que supieron morir gloriosos sobre la misma tierra que cultivaron humildes, levantan las[259] espigas de sus mieses, como si protestaran de haber sido pisoteados por el extranjero. Extranjero de espíritu, que extranjeros eran también por la Patria y no lo fueron al pelear con nosotros en nombre de la justicia y del Derecho atropellados, los nobles ejércitos de Inglaterra y de Portugal que en España y por España combatieron. Si necesaria es en ocasiones semejantes la solidaridad de naciones alejadas por la distancia, unidas sólo por el sentimiento, ¿qué debemos pensar de esas demencias separatistas que pretenden la desunión en un Estado inteligente para volver á la Patria primitiva del instinto? ¿Empequeñecer la Patria que antes debe tener por aspiración constante destruir fronteras por el amor, que levantarlas por el odio? Si una Patria se perdiera y hasta el recuerdo de todas sus tradiciones y todas sus glorias, por realizar mejor la justicia al fundirse con otras naciones, para constituir un Estado más perfecto, más apto para realizar la justicia... bien perdida estaría; nunca había realizado mejor el destino de su eternidad. ¿Y qué decir de esos que en nombre de la Patria son constantes perturbado[260]res del Estado? ¿Qué les impide aportar su concurso inteligente á mejorar lo que sólo por solicitud amorosa de todos llegará á ser perfecto? ¡Ah, no están conformes con la forma de gobierno! ¿La forma? ¿No les dice bastante esta palabra? ¿Hay alguna forma de Gobierno en los pueblos modernos civilizados que se oponga á la realización de los más altos ideales de justicia? Todo será saber imponerlos y por el odio nada se impone. ¡Ah, cuantas de esas brillantes inteligencias servirían mejor á la Patria trabajando más por ideales de fondo que por ideales de forma! ¿Qué importa el metro en que se versifica si la poesía es buena? Cuánto mejor fuera que muchos de esos halagadores de instintos despertaran inteligencias dormidas, y mejor que á prometer bienaventuranzas que ellos son los primeros en saber que no consisten en cambiar de régimen, en vez de decir al pueblo mentiras de la República fueran á los palacios á decir á los Reyes, cara á cara, sin grosería pero con entereza, verdades de la Monarquía... ¡Ah, ese amor á la Patria que lo pide todo de los demás y nada ofrece por cuenta pro[261]pia! El que no lee, pide que se estudie; el holgazán, que se trabaje; el falsificador, que no se engañe. El padre que no supo educar á sus hijos, se lamenta de la falta de escuelas. No: en la escuela, en la Universidad, ilustran los maestros, los libros. Educar sólo educan los padres. Y no con palabras que se contradicen después en las acciones, sino con ejemplos. Por eso son tantos los padres que dicen: Que vayan al colegio estos chicos, hay que educarlos. Saben que ellos no los educarían nunca. Y cuando no se educa á la Patria en nuestros hijos, cuando nada hacemos por ella en nuestra propia casa, queremos que los gobiernos trabajen por los que no trabajan, estudien por los que no estudian, piensen por los que nunca pensaron, tengan una conciencia que nadie tiene. Nadie barre la puerta de su casa y nos quejamos de que la calle esté sucia. Pedimos gobiernos inteligentes. ¡Felices los pueblos que pueden ser gobernados por tontos! Y ahora, ved otra grave falta de educación. Si preguntáis al pueblo para qué sirve el Ejército, os dirá: para hacer la guerra. Así lo aprendió, así se lo dijeron. No fuera[262] mejor decirle: el Ejército sirve para mantener la paz. El Ejército es la fuerza, sí, pero es la fuerza á la orden de la razón y de la justicia. No es amenaza, es seguridad. Si le juzgáis improductivo en su acción, no veis que es todo vigilancia y la vigilancia no es nunca ociosa aunque parezca improductiva. La espada del Ejército, como la espada de la justicia, vela sobre vuestros campos, sobre vuestros talleres, sobre vuestros amores y vuestros ideales; sobre las codicias de fuera y las traiciones de dentro. Desconfiad de los que dicen: ¿para qué tanta fuerza, para qué tantas precauciones? El que nada intenta contra la seguridad de un domicilio, no se ofende si al llamar á la puerta observa que le miran por el ventanillo. Sólo á la gente maleante le parece que sobra la policía. Hasta del cielo cristiano, mansión de amor, donde la fe del creyente ó la imaginación del poeta asientan todos los ideales de perfección, se dice que hay milicias celestiales. Hasta la justicia y el amor divino afirman el santo temor de Dios entre espadas flamígeras de arcángeles. Aun no ha llegado el día en que la inteligencia sea tan natural en[263] los hombres como el instinto, cuando todo instinto animal se haya espiritualizado en la conciencia de nuestra eternidad. La fe religiosa del hombre es también instinto al despertar. Es anhelo angustioso de no morir para siempre. El hombre mira dentro de sí y halla una vida interior que es algo que no palpan sus manos, ni ven sus ojos: es el pensamiento que vive en todo él y no está en parte alguna de su cuerpo. No es el latir de su corazón, ni es el golpear de su cerebro, es algo sutil, algo impalpable. Cierra los ojos, y le parece que ha muerto al cerrarlos á la visión de cuanto le rodea y su pensamiento vive todavía, dormido sueña... No hay duda, el pensamiento es la parte inmortal de su ser. Morirá, pero seguirá pensando siempre. Y su pensamiento sueña con una eternidad de vida. Vivirá eternamente, pero ¿dónde vivirá? Y sus ojos entonces se vuelven adonde el horizonte es limitado, al misterio insondable de los cielos donde todo habla eternidad. Y allí va su esperanza y allí pone su fe. Después, aquel cielo ignorado va poblándose de imágenes ideales. Primero, para el hombre de instinto, hay un[264] Dios de venganza; después es un Dios de justicia, después un Dios de misericordia, un Dios que por amor se hace hombre y siendo todo sabiduría y todo poder, no quiere juzgar á los hombres sin haber padecido todo el dolor de la humanidad. Y padece como si no supiera. El, que todo lo sabe, que es un Dios quien padece y puede sobreponerse al dolor. ¡Hermosa verdad para el creyente! ¡Hermoso símbolo de la verdad para los descreídos! Al expirar en la cruz, al gemir como una pobre criatura humana, ¡Padre mío! ¿por qué me has abandonado? Habrá quien dude de que Dios pudiera nunca hacerse hombre; no habrá quien dude de que en aquel instante, crucificado por amor á todos los dolores de la carne y á todas las tristezas del alma, el hombre se hizo Dios. Y nunca alboreó la aurora del espíritu como al morir un Dios crucificado, señalando á los hombres el camino de nuestra redención y nuestra eternidad. Poetas, reina, damas gentiles, señores todos: vuestro corazón sea conmigo, el mío es con vosotros. Nada más.


[265]

XL[5]

Mi vida de autor dramático no podrá recordarse sin recordar á Rosario Pino, la intérprete ideal de tantas comedias mías cuando mis comedias no le gustaban á nadie más que á mí, al contrario de lo que ahora sucede, que á muchos les gustan y á mí no me gustan nada. Y yo estoy más triste ahora, que no puedo estar conforme con el aplauso, que entonces cuando no sabía estar conforme con las censuras.

Sé que al despedirse Rosario Pino muchas obras mías se despiden también; pero no seré yo, por eso, quien entristezca esta despedida. ¡Despedirnos, caminar, alejarnos... morir... olvidar al fin, que es verdadera muerte...! Todo es lo mismo, todo es la vida... y hay que afrontarlo cara á cara...

Si fuímos siquiera, ya que no luz de astro esplendoroso, amable luz de lámpara familiar; si por algún alma pasamos como una[266] caricia; si supimos avivar á nuestro paso la simpatía de otros corazones, capaces de sentir como propios toda alegría y toda tristeza humanas... al alejarnos—despedida ó muerte—y sustituir la presencia con el recuerdo, será como purificarnos, será como desmaterializarnos, será un resplandor sin llamarada, será como una diafanidad de gloria... Lo mejor de nuestra vida está en el corazón de los que nos aman. Para el artista el amor es la admiración, que, como dijo Shelley, la gloria es amor disfrazado... Por eso sólo puede decirse que se van ó que mueren los que no supieron hacerse amar.

La dulce voz será silencio. Pero ¿qué música valdrá lo que el recuerdo de esa voz en nuestras almas? No seré yo quien le salga á usted al paso para decirle: No nos deje, que el callar de su voz es como si algo también enmudeciera en nosotros... No; que aquí, en nuestro corazón, queda para siempre y bastará poner atento el oído al corazón para escucharla, como al acercar un caracol nos parece oir como recogidos en sus repligues de nácar el oleaje del mar lejano...

[267] No seamos egoístas en nuestra admiración... De una insigne actriz francesa se cuenta que en triunfo de teatro exclamaba: ¡Bien me pueden aplaudir; les doy mi vida! Usted nos ha dado lo mejor de su vida; justo es que nuestra admiración le consienta á usted descanso.

El público no ve, no sabe que cuando á él llega una ráfaga de arte puro, esa ráfaga... presupone una tempestad en el alma del artista, como el aire apacible que refresca un día ardoroso nos llega tal vez de un vendaval remoto que fué desolación y espanto...

Para el artista son las lágrimas crueles, para el espectador las dulces lágrimas. Amor y gratitud para el artista que da por bien pagadas sus tristezas más hondas con vuestro aplauso.

Rosario Pino no podrá olvidar nunca los aplausos de este público suyo: su recuerdo será quizás toda su alegría en el descanso buscado... No olvidéis vosotros pronto á la que supo haceros olvidar tantas veces las emociones penosas de la vida con la elevada emoción de su arte.


[269]

XLI
CAMPOAMOR

Siempre he temido volver á los lugares que dejaran en mí gratos recuerdos. Siempre he temido volver á leer los libros que fueron el encanto de mi niñez ó de mi juventud. El lugar será el mismo, el libro también. Pero ¿estaba en ellos el encanto ó el encanto era el de nuestras almas, sorprendidas y admiradas de todo, como ojos de ciego abiertos por milagro á la luz... y sólo de ver ya gozosos, porque ya el ver es una hermosura, aunque no sea hermoso todo lo visto...?

Pero, entonces, ¿es que las cosas no son nada por sí? ¿No hay valor alguno objetivo? Sí; las cosas son algo, son ellas, las mismas siempre; pero la luz que las alegra ó las entristece, auroras ó crepúsculos, pleno sol estival ó luz de luna, nubarrones[270] tormentosos con relámpagos de luz ó relámpagos de sombra, frecuentes en el cielo de las almas, todo eso es nuestro, y todo eso es el espíritu de las cosas... y también nuestro espíritu. Nos vemos en los ojos que nos miran y vivimos en las almas que nos atienden...

Nosotros mismos no sabemos de nosotros más de lo que saben decirnos los demás. Nuestra propia conciencia, lo más nuestro, se esconde ante la conciencia ajena para que ella no pueda decirnos la verdad de nuestra conciencia. Y este ocultarnos unos á otros la verdad para creernos mejores de lo que somos, si es hipocresía cuando nos damos tan mal arte á vestir el disfraz que todos advierten que es disfraz, bien pudiera ser toda nuestra verdad cuando sabemos disfrazarnos de tal suerte que el disfraz llega á ser más que el vestido, algo tan propio y tan adaptado á nuestro espíritu como nuestra corporal hechura. El que logra hacerse una cara con la más agradable de las caretas ha dejado de ser hipócrita para ser virtuoso. Y no digáis: ¡Buena virtud de mascarada será esa!, si consideramos que ya es virtud llevar[271] de ese modo una careta, y que estas caretas espirituales, si han de parecer como nuestra propia cara, han de amoldarse de dentro á fuera, y han de ir muy prendidas en nuestro corazón.

Pues si difícil es saber la verdad de nosotros mismos, ¡cuánto más difícil será saber la verdad de las cosas! Y si al volver á ellas ya no somos los mismos, ¿qué habrá sido de ellas?

Como decía Ronssard, el poeta que dió sus mejores canciones á la gloria efímera, ¿dónde están las nieves de antaño...? Nuestro corazón es caminante que aunque dos veces pase por un camino siempre le parece camino nuevo.

Un amigo mío acababa de reñir con su novia, á la que había jurado amar eternamente, y á los pocos días me daba á leer una carta de otra novia. Y con otra carta en sus manos de la novia antigua, me decía como loco: «Esta sí que me quiere. Lee esa carta y compara, compara con esa carta». Yo leí las dos cartas, y comparé: las dos decían lo mismo. Y cuando él, al verme reir, se dió cuenta de ello, sin darse á partido, me decía: «Sí, sí,[272] dicen lo mismo; pero esta es verdad y aquella era mentira».

Después de esto no extrañaréis que aun no os haya dicho nada de nuestro poeta. Si veis que la apariencia de las cosas, no me atrevo á decir su verdad, está en nosotros más que en ellas, estas emociones suscitadas por el poeta, ¿no os dirán más lo que del poeta siento que si de él os hablara?

¡Campoamor! Yo le conocí. Era yo un niño y su fisonomía me era ya familiar. Sólo una vez hablé con él en los postreros años de su vida; yo comenzaba á literatear, literatura de señorito.

Un ferviente admirador del gran poeta, gran amigo mío, me presentó á él. Era á la puerta de la librería de Fe. Don Ramón, antiguo tertuliante de la librería, por aquellos últimos años de su vida, llegaba en coche ante la puerta, y desde allí saludaba á los amigos; todos salían un momento de la tienda, rodeaban el coche y conversaban con el anciano poeta, de rostro rubicundo, de ojos azules, muy claros, unos ojos que sonreían á todo, con tal gracia, que con no sonreir sus labios nunca, pues la boca era de[273] severa expresión, la gracia de sus ojos bastaba á mostrarle sonriente, como abuelo bondadoso que con la voz reprende al nietezuelo y con los ojos ríe la travesura.

Un amigo le dijo al presentarme: «Maestro, le presento á usted á Jacinto Benavente, escritor; tiene mucho talento». Y el maestro, el abuelo, me miró muy despacio y dijo: «¿Mucho, mucho talento? Porque si no tiene mucho talento, vale más que sea bueno». Y yo no he olvidado nunca aquellas palabras ni la mirada de bondad. Y como no he estado nunca muy seguro de tener mucho talento, mucho talento, he procurado siquiera, ya que en talento no fuese aventajado, aventajar en bondad. Porque aquellas palabras del poeta y otras del obispo, que al confirmarme me dijo: «Hijito, seas santo», no he dejado de repetirlas un solo día desde que las oyera, y han sido acaso mis oraciones más fervorosas, para que ellas me guarden de toda vanidad.

Ahora, de la vida de Campoamor, ¿que sabré deciros? La vida de los poetas está en sus poesías. La poesía de Campoamor es toda inquietud espiritual; pero una inquie[274]tud que pudiera decirse sosegada. Hay hombres de vida azarosa, perdida en vanas agitaciones, que al parecer responden á desasosiego interior, á inquietud espiritual, y si vamos á ver, toda aquella turbulencia es epidérmica, de gestos y pasos.

Otras vidas hay de tranquila apariencia, sin sacudidas aparentes, y toda aquella serenidad y placidez es muro de piedra en palacio señorial, que parece al exterior alegre mansión de riqueza y es por dentro mansión de dolor.

Nuestro poeta hubiera podido escribir como Goethe: «Tengo bien señalada la demarcación entre mi vida política y social y mi vida moral y poética. Demarcación puramente exterior, se entiende; pero me va muy bien así». Goethe llamaba á Beethoven ser indomesticable, y él se decía á sí mismo un ser social.

Campoamor era, como Goethe, un ser social. Y como el hombre era tan amable de cerca, su poesía era también amable. Y el poeta de las ironías y de los sarcasmos, el menos ortodoxo de los poetas españoles, oía celebrados y repetidos sus versos en labios[275] de las damas y de las jóvenes más distinguidas de la mejor sociedad.

Fué el poeta preferido de las mujeres. Era el poeta que mejor las comprendía; las perdonaba todo. Las mujeres ¡pobres mujeres! creían por eso que las amaba mucho... No comprendían que aquel su amable perdón, aquella su indulgencia para todas las faltas y errores que pueden cometer las mujeres, tenía más de profundo conocimiento de que no podían ser de otra manera, de que no se las debía pedir lo que no pueden dar...

Las mujeres que saben de amor saben que el hombre que de verdad las ama es el que peor habla de ellas y más abomina de sus engaños y más se atormenta por sus traiciones... Lo otro no es amar, es comprender y perdonar. Ahora, que la mujer, cuando sólo de poesía se trata, no sabe distinguir al amigo del amante. El poeta amigo de las mujeres, comprende y perdona. El poeta amante, maldice y castiga.

En la realidad, ya saben ellas distinguirlos. Al buen amigo es al que las mujeres le cuentan las perrerías que les hace el ver[276]dadero amante, y suelen decirle: ¿Por qué no será como usted? Usted sí que me quiere, usted sí que es bueno para mí. No hay que creerlas mucho, porque si lo creyeran así, con dejar al amante y tomar al amigo... Y ya se sabe que las mujeres conceden rara vez ese ascenso.

El amor y la muerte fueron las dos grandes inquietudes que animaron en la poesía de Campoamor. ¿Y qué pensaba Campoamor del amor y de la muerte?

Del amor, tal vez como el filósofo pesimista. Es el lazo que la Naturaleza nos tiende para perpetuar la especie.

¿Nada más? No, que de este lazo tendido por la Naturaleza, de este instinto en que el hombre puede ser inferior al bruto, cuando el hombre solo atienda al placer que engendra dolor, el espíritu puede elevarse en sacrificio que, con ser dolor, será más alto goce, si nuestro espíritu sabe elevarse al aceptarlo. Así, del placer instintivo, por su conciencia de dolor, podemos elevarnos al amor espiritual. Cerrado queda así el círculo de nuestra evolución. Completa será cuando en sentido inverso, aceptado el de[277]ber, ya todo será espiritualidad en nuestros amores, y del deber como instinto proceda el goce espiritual, en vez de proceder del goce instintivo el deber doloroso.

Y de la muerte... La región ignorada, de cuyos límites ningún caminante torna, como dice Hamlet, ¿qué pensó Campoamor?

Campoamor no sabía si había un Dios; creía que debía haberlo. Y esta creencia ya era una realidad. Si encerrados en un aposento obscuro, por donde entre las maderas entornadas llega un rayo de sol á nuestra frente, no supiéramos que el sol estaba allí detrás; si ese rayo viniera del cielo azul sin astro visible á nuestros ojos, ¿no pudiéramos creer que ese rayo de luz lo mismo pudiera llegar del cielo á nuestra frente que de nuestra frente perderse en el cielo? ¿Y dejaría su luz de ser luz por eso? ¡Dios! ¡Dios! ¿Dónde está? ¿Qué es? ¿Qué importa? Si el sol fuese invisible á nuestros ojos pero su luz no nos faltara... ¿qué importaría? Creyéramos que el rayo de sol en el aposento obscuro era luz de nuestra frente ó luz de lo alto, su resplandor siempre sería divino.


[279]

XLII[6]

Señoras y señores:

La Sección de Literatura sabe muy bien á lo que se expone con este florilegio de poetas cuya lectura hoy comenzamos. Se expone á vuestro aburrimiento. Y á conciencia de aburriros nos arriesgamos en esta empresa. Sí, señores. En España es preciso que nos acostumbremos al aburrimiento. Los españoles somos tristes por ser demasiado divertidos. Parece paradoja, ¿verdad? Pues así es... Todo nos aburre y todo nos fastidia, porque pretendemos divertirnos con todo. De la palabra lata hemos hecho una pavorosa divinidad. Todo es lata. Lata es un discurso de presupuestos; los diputados y senadores huyen apenas se inicia la discusión, se refugian en[280] el salón de conferencias, en los pasillos y allí se bromea á costa de los oradores serios y se prefiere la amenidad, la diversión de la comidilla política diaria...

Después nos sorprende algún impuesto oneroso, algún despilfarro que ha de pesar sobre el contribuyente harto castigado.

Pero ¿qué importa? Nos hemos librado de una lata.

La Ciencia nos engorra, el Arte en serio nos fastidia. Faltos de ambiente, son muy contados los que trabajan por la Ciencia y el Arte... ¡Asusta tanto que nos llamen lateros!

Un día las naciones de Europa llaman á concurso, se buscan nombres, obras, no hay nombres ni obras que ofrecer á los extranjeros. La vanidad nacional se siente herida... No tenemos Ciencia, no tenemos Arte. Está bien. Pero tampoco hemos tenido que soportar latas, ¿y lo que nos hemos divertido entre tanto?

Yo confieso que me encanta y me enamora este modo de ser nuestro y prefiero para vivir las ciudades á lo morisco, en que las gentes se tienden al sol y van reposa[281]das por las calles en amables y ociosas charlas á las ciudades á la europea, á la americana, por donde se camina á empujones, á codazos, sin un saludo cordial, sin un piropo chirigotero...

Lo malo es que la humanidad ha llegado á su madurez, y estos pueblos infantiles, que sólo quieren diversión y juego como los niños, están muy expuestos á ser traídos á la razón de mala manera. Porque en la casa donde se trabaja, á la hora de trabajar molestan los niños.

Por eso conviene que los españoles empecemos á saber aburrirnos. La cultura no es otra cosa. Sólo son grandes y cultos los pueblos que han logrado por fin no aburrirse con todo lo aburrido. Cuando se ha llegado á sublimar el aburrimiento hasta el éxtasis, como en la música de Wagner, se ha llegado á esa civilización suprema.

Por fortuna, este aburrimiento disciplinado concluye por ser más segura diversión que la otra, la diversión alocada de un día y otro. Porque la vida, aunque parece que es eso, un día y otro y una hora y otra hora es algo más. Es el día de la suma,[282] la hora de las cuentas, en que todo se paga.

Hay una parte de nuestro ser perezosa, casi inerte, su aspiración es el reposo y todo lo más un dulce columpiarnos, una diversión del espíritu; avanzar un poco para retroceder al mismo punto. Hay otra parte más alta y más noble que aspira á desprendernos de todo esto que sujeta y detiene, de esto que llamamos la vida y con decir «la vida es así» lo disculpa todo. Pero esta parte, única evolutiva, creadora, única que puede libertarnos al fin de la vida y de nosotros mismos, es la que hemos de cultivar con dolor y con aburrimiento hasta vencerlos, hasta sobreponerse á ellos.

Decir ¡Qué lata! Es decir pereza mental, indigencia de nuestro entendimiento, sequedad de nuestro corazón.

Decimos ¡Qué lata! Y cerramos el libro y apartamos al amigo y por no aburrirnos un día nos quedamos en soledad para muchos días, para toda la vida.

Y esa soledad, que es desolación porque nada queda donde nada hubo y por habernos divertido unas horas nos aburrimos para siempre.

[283]

He dicho, y como pocas veces he dicho lo que sentía, porque ¡deja uno tantas veces de decir lo que siente por temor á parecer latero...!


[285]

XLIII[7]

Señoras y señores:

Por esta vez ¡Loado sea Dios! la Sección de Literatura no celebra funerales literarios. Hoy podemos regocijarnos sin asomos de tristeza, más ó menos espontánea. En otras ocasiones, al honrar la memoria de algún difunto, veníamos á ser como la viuda rica, según dice el refrán: «La viuda rica con un ojo llora y con el otro repica». Hoy por fortuna podemos repicar y tocar á gloria de todo corazón.

Vivo y entre nosotros está el poeta festejado, vivo y en plenitud de su númen poético; así es que tampoco tiene esta fiesta ese dejo amargo de las despedidas, como otras semejantes en que parece decirse al festejado, al declinar de su vida y de su entendimiento: «Con esto cumplimos;[286] ahora á casita y no se moleste usted más por nosotros». Estos homenajes á lo Carlos V vienen á ser algo así como el tercer aviso ó como la salida de tono de aquel ingenioso cuanto iracundo escritor, al increpar á un portero agonizante: Usted á morirse pronto, que es su obligación.

La Sección de Literatura bien quisiera no ser siempre una especie de funeraria. Y si no prodiga con los vivos estos homenajes es... porque entre los vivos los hay tan vivos que se organizarían ellos mismos el obsequio y habría que declararse en sesión permanente. Los muertos no suelen valerse de recomendación ni son tan intrigantes. Aun así, yo no sé, ahora que hemos dado en practicar el espiritismo, si no acudirá alguno del otro mundo á solicitar su homenaje.

Pero, en verdad, estos honores, sólo son en verdad honores cuando más honra á quien los ofrece que á quien los acepta. Y nadie dudará que hoy es el caso para esta Sección de Literatura.

Fuera también de toda utilidad y de toda consideración extraña al Arte, ni siquiera[287] pensamos al realizar este acto en estrechar los consabidos lazos hispano-americanos... esos lazos tan traídos y llevados en congresiles discursos y brindis de banquetes.

¿Qué discurso valdrá lo que un solo verso de Rubén Darío escrito en noble lengua castellana?

¿Qué brindis, como la inspirada elevación de su poesía al alzar el poeta, como el sacerdote en el más sublime misterio de nuestra religión, en cáliz de oro la propia sangre que no es otro el misterio de la poesía?

No hay poeta cuyo corazón no sangre siempre. La sangre del poeta es chorro de luz, pero esa luz que es resplandor para todos, es en el corazón del poeta herida dolorosa. Cuando cantáis á nuestra gloria cantáis á vuestro dolor. ¿No es cierto, poeta? Que vuestras rosas suavicen por un instante las espinas de vuestra corona. Las mejores que os ofrecemos son de vuestros floridos rosales.

Nos las ofrecísteis para gloria de todos. Su aroma fué una música espiritual de oraciones que saturó nuestras almas de poe[288]sía. Al prenderlas sobre nuestro corazón aprenderán la más dulce palabra de gloria. ¡Amor! ¡Amor al poeta! canta hoy en nuestros corazones esa canción que es armonía de risa y llanto y pone en las palabras más vulgares acentos de una verdad resplandeciente, y es como temblar de aguas vivas, y es la caricia de lo sublime, y es el pasar de Dios por nuestras almas.

He dicho.


[289]

XLIV
JUAN DE LEPES

Nació este santo poeta en Ontiveros, provincia de Salamanca; el menor de tres hijos que tuvieran de su matrimonio Gonzalo de Lepes, tejedor de oficio, y Catalina Alvarez. Nació en el año de 1542.

Viuda á muy poco su madre, y en extrema pobreza, pasó con sus hijos á la villa de Arévalo y después á Medina del Campo. Allí halló Juan un noble protector en don Alonso Alvarez de Toledo, administrador de un Hospital de la villa. En este Hospital cuidaba Juan de los enfermos y era en edad de doce años grave y pensativo.

A los veintiuno entró como novicio en el Monasterio de Santa Ana, de los PP. Carmelitas, en Medina, y en este mismo Monasterio profesó á su tiempo, con el nombre de Fray Juan de Santa María.

[290] Enviáronle sus superiores á estudiar teología en Salamanca, y aconsejado por Santa Teresa, ingresó en la Orden expresada de Carmelitas descalzos. Discordias entre los calzados y los descalzos, fueron causa de persecuciones para Fray Juan de la Cruz, que así se llamó al cambiar de Orden. Fué trasladado á Toledo y allí encerrado en el convento de observantes sujeto á duras penitencias.

Por inspiración divina, nunca nos falta en semejante caso, recibió la orden de fugarse y así lo ejecutó, descolgándose por una ventana. Refugióse en un convento de monjas y huyó después á Almodóvar. De allí pasó á Granada y fué nombrado, primero, definidor de la Orden, y después, vicario de la casa de Segovia.

Mal hallado su natural humilde en estos cargos, se retiró al desierto de la Penila, en Sierra Morena, y allí, caballero andante á lo divino, como Don Quijote, hizo penitencia, aunque por más alta Dulcinea.

Quebrantada su salud, hubo de recogerse en el convento de Ubeda, y allí murió á 14 de Diciembre de 1591.

[291] Fué canonizado en 1674. Su cuerpo está en Segovia en el convento de la Orden.


Fué San Juan de la Cruz el místico por excelencia. La vulgar acepción considera místicos á muchos escritores, que en rigor sólo pueden ser llamados devotos y cuando más, ascéticos. De los españoles, sólo Santa Teresa, en «Las moradas», el beato Juan de Avila, algunas veces, pueden ser considerados como místicos en el verdadero sentido del misticismo.

El misticismo, ha dicho Matter, se eleva sobre la ciencia positiva y la especulación racional y aspira al elevarse, á la intuición en lo metafísico, en lo moral á la perfección.

El misticismo llega al conocimiento por el amor como la filosofía y la teología pretenden llegar por el entendimiento.

El misticismo no es luz que alumbra la razón, es llamarada que abrasa sentidos y potencias y sublima el espíritu hasta confundirse con el objeto de su amor. Amada en el amado confundido. Y para él la ver[292]dad sólo tiene un nombre. Amor. ¡Amor! Unica verdad que no admite contradicción ni razonamiento.

Cuando se dice: Creo, tal vez se dice: Dudo. La duda condescendiente siempre se expresa así: Yo creo que... Cuando se dice: Amo, se dice: Creo, creo con toda el alma.

De todos nuestros místicos ninguno tan desunido del mundo exterior, de su propio mundo interior como San Juan de la Cruz. Su espíritu no era siquiera mariposa que se abrasa á la llama del amor divino, era la propia llama ardiente como el Espíritu divino en los zarzales de Moisés, en el tabor de Cristo.

Voy á leeros la canción entre el alma y el Esposo, paráfrasis del Cantar de los Cantares. San Juan de la Cruz escribió sobre estas canciones: «El Cántico Espiritual», glosa y declaración de cada una de sus estrofas.

Y según palabras del Santo. Por cuanto estas canciones parecen ser escritas con algún fervor por el amor de Dios, no quiero yo decir toda la anchura y copia que el espíritu fecundo del amor en ellos lleva. Porque—añade después:—¿Quién podrá escri[293]bir lo que á las almas amorosas donde él mora, hace entender?

Esta es la causa porque con figuras, comparaciones y semejanzas antes rebosan algo de lo que sienten.

Las cuales semejanzas no leídas con la sencillez del espíritu de amor é inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón.

Por haberse, pues, estas canciones compuesto en amor de abundante inteligencia mística, no se podrá declarar al justo, ni mi intento es tal, sino dar alguna luz en general, y esto tengo por mejor, porque los dichos de amor es mejor dejarlos á su anchura.

Sabia advertencia para los que pretenden razonar de lo que está sobre toda razón.

Dejemos el amor á su anchura y ensanche el amor nuestras almas.


[295]

XLV

El proyecto de erigir una estatua á Lagartijo ha escandalizado á muchos. No hay razón para ello.

Nunca tan bien empleado el arte de la escultura como al reproducir en bronce ó mármol la humana belleza en su más apreciable manifestación: la belleza del cuerpo.

Sabido es que, hasta la representación simbólica de abstracciones por medio de la escultura, no tiene otra forma de expresión que la más bella forma del cuerpo humano.

¿Es preciso buscar antecedentes, razón suprema de muchas sinrazones nacionales? En Grecia tuvieron más estatuas los atletas y corredores de sus juegos olímpicos, que los hombres de Estado, los filósofos y los poetas. No se diga en Roma y en Bizancio.

Un sabio, un escritor, cualquier intelec[296]tual, en suma, va mejor servido con la reproducción y estudio de sus obras, y si de perpetuar su memoria en efigie se trata, con un busto es suficiente. ¿A qué afligirnos con la contemplación antiestética de su abdomen, doblemente si se nos presenta enfundado en una levita?

Por mucho arte y mucha habilidad del escultor, no podrá evitarse que la estatua de un caballero moderno más nos recuerde las figuras de cera del Museo Grevin que las esculturas del Museo del Vaticano.

La prueba es, que los escultores modernos procuran desquitarse en grupos ó figuras alegóricas, del inconveniente buen señor, que viene, de este modo, á ser accesorio del monumento elevado á su gloria.

Lo que sí puede discutirse es si la figura del torero en general, y la de Lagartijo, en particular, se prestan á la representación escultórica.

El toreo es una habilidad. Sus apasionados y sus cultivadores aseguran que es un arte. Vaya por el arte. De toda suerte—y aquí bien puede decirse y en todas las suertes, es un arte cuya gracia está en el movimiento.—[297]Fijad cualquiera actitud de un lidiador, como cualquiera actitud de una bailarina y habrá perdido toda su gracia en la inmovilidad. No hay más que ver las fotografías instantáneas obtenidas durante la ejecución de las más graciosas suertes del toreo.

Sin el ritmo y el garbo en la sucesión de movimientos, ni el lidiador ni la bailarina tienen valor artístico alguno. Es difícil, casi imposible, plantar en una sola actitud la gracia, resultado de varias armónicas actitudes. The moments monuments. La eternidad de un instante, que según Rossetti es el soneto, no puede serlo el arte de torear.

Particularmente en Lagartijo, el ritmo era su mayor encanto. Aquella dejadez señorial de sus pasos y de sus actitudes.

Este arte, de gracia dinámica, digámoslo así, tiene su mejor expresión en la música. Por eso vemos que el toreo, con ser cosa tan española, no ha inspirado grandes obras á los pintores ó los escultores españoles. En cambio, es mucha y excelente la música torera de nuestros más famosos compositores.

Y nótese, cómo un pasodoble brillante es más evocador de majezas taurinas, que pue[298]de serlo una página literaria, un cuadro ó una escultura.

Con ser figuras tan famosas y características, la pintura española no ha legado á la posteridad un buen retrato de Lagartijo, ni de Frascuelo, ni de Guerrita, ni del Espartero, ni de Reverte.

Los mejores cuadros inspirados por nuestra fiesta nacional, son los de Zuloaga. Y no son por cierto un himno á sus gallardías y sus proezas. Hay en ellos una sonrisa de amargura, más patriótica que las fanfarrias coloristas de los aduladores de multitudes incultas.

Hay más luz interior en los cuadros de Zuloaga que en todos los cuadros de esos pintores de la luz tan celebrados. Hay luz que debiera iluminar la conciencia española. Por eso ofende, irrita á muchos.

—¡Es una España de fantasía!—dicen.—No; la de fantasía es la otra.

Por eso me parece muy bien el proyecto de erigir una estatua á Lagartijo, y celebraría con toda el alma que se llegara á su realización.

Esa estatua pudiera, al levantarse, ser[299] una forma visible del remordimiento, como la sombra de Banguo en el festín de Macbeth.

Hay conciencias tan dormidas que no necesitan menos para despertarse.

Ante la estatua de Lagartijo se caería en la cuenta: ó de las muchas que faltan, ó de que sobran todas.


NOTAS:

[1] Discurso leído en la fiesta que dió el Mundo Gráfico á beneficio de los soldados heridos en campaña.

[2] Leído en la ciudad de Valladolid en una fiesta de los pájaros.

[3] Leído en una función á beneficio del Montepío para médicos.

[4] Discurso de D. Jacinto Benavente. 11 de Mayo de 1911. En los Juegos Florales de Badajoz.

[5] Leído en la función de despedida de Rosario Pino.

[6] Leído en la inauguración del Florilegio de poetas castellanos.

[7] Leído en la sesión en honor de Rubén Darío.