The Project Gutenberg eBook of Recuerdos de mi vida (tomo 1 de 2)

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Title: Recuerdos de mi vida (tomo 1 de 2)

Author: Santiago Ramón y Cajal

Release date: November 24, 2018 [eBook #58331]

Language: Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK RECUERDOS DE MI VIDA (TOMO 1 DE 2) ***


Nota de transcripción

Índice

Índice de figuras

Fe de erratas

Notas a pie de página

Recuerdos de mi vida


Cubierta del libro

[p. i]

S. RAMÓN Y CAJAL

Recuerdos

de mi vida

 


2.ª EDICIÓN


(OBRA ILUSTRADA CON NUMEROSOS FOTOGRABADOS)

TOMO I

MI INFANCIA Y JUVENTUD

Filete ornamental

MADRID

IMPRENTA Y LIBRERÍA DE NICOLÁS MOYA

Garcilaso, 6, y Carretas, 8.

1917



[p. iii]

Friso ornamental

ADVERTENCIA AL LECTOR


Allá por los años de 1896 a 1900 se puso en moda el género de la autobiografía. Varios ingenios, en su mayoría pertenecientes a los gremios militar, político y literario, dieron la señal redactando interesantes y amenos Recuerdos, que serán de seguro consultados con fruto por los actuales y futuros historiadores.

Yo fuí entonces un caso de contagio de la general epidemia. Para complacer a algunos amigos que deseaban saber en qué condiciones se desarrolló mi modesta actividad científica, resolví escribir la historia de una vida vulgar, tan pobre de peripecias atrayentes como fértil en desilusiones y contrariedades.

Además de aportar el consabido documento humano, me proponía ofrecer al público un caso de psicología individual y cierta crítica razonada de nuestro régimen docente. En el Prólogo advertencia, que precedía al primer tomo, decíamos con leves variantes:

«Contendrá este libro, más que narración de actos, exposición de sentimientos e ideas. En él se reflejará sintéticamente la serie de las reacciones mentales, provocadas en el autor por el choque de la realidad del mundo y de los hombres.

[p. iv]»Enseñan Taine (entonces Taine estaba a la moda) y otros modernos críticos, que el hombre es función del medio físico y moral que le rodea. Referir las ideas que le guiaron y los afectos que le movieron, es tanto como mostrar los efectos casi necesarios del ambiente, las causas mecánicas de la obra realizada; pero es también, y muy señaladamente, poner en evidencia los gérmenes de error, de atraso o de progreso existentes en el medio social; es señalar los vicios de la enseñanza y de la educación; y es, en fin, por lo que toca a nuestro caso particular, marcar los obstáculos contra los cuales se estrella a menudo la juventud cuando, a impulsos de generosa ambición, pretende, en la modesta esfera de sus aptitudes, colaborar en la magna y redentora empresa de la cultura patria.

»Tal es la justificación de la presente obrilla. Ahí está también, según yo pienso, el único y menguado interés que mi autobiografía puede inspirar a aquellas personas sinceramente preocupadas del arduo problema de la educación nacional.

»No busque, pues, aquí el lector aventuras estupendas, narraciones pintorescas, ni arranques pasionales. Quien sienta, como el toro, atracción por lo rojo, debe leer vidas de caudillos, historias de héroes.

»Una vida de aventuras implica exceso y variación continua de la acción y de su escenario, al revés de lo que reclama la labor del espíritu, que a imitación de la naturaleza sólo puede producir en la calma, el silencio y la obscuridad.

»Pero una vida, por sencilla que sea, es un haz complejísimo de ideas, de sentimientos y de sucesos, frecuentemente contradictorios e ilógicos, solamente enlazados y armonizados por la continuidad de una conciencia personal.[p. v] Imposible será, pues, sin faltar a la sinceridad o sin trazar un cuadro incompleto y excesivamente objetivo, dejar de reflejar en un escrito de este género los diversos y sucesivos estados mentales del autor acerca de sus convicciones o sus dudas en materias religiosas, filosóficas, científicas y hasta sociológicas y artísticas...

»Si algún psicólogo o educador se toma la molestia de recorrer estas páginas, podrá ver en ellas un caso típico de educación romántica; siendo de notar la curiosa circunstancia de que semejante educación fué muy principalmente obra personal y tuvo la significación de una reacción compensadora excesiva contra los gustos y cultura, harto utilitarios y positivistas, que padres y maestros quisieron imponer al autor.

»Cumplióse en mí cierto principio de mecánica moral que podría llamarse ley de la inversión de los efectos. Esta ley, que padres y maestros debieran tener muy presente para no extremar ciertas tesis ni imponer con celo exagerado determinados gustos e inclinaciones (con lo que se evitarían resultados contraproducentes), explica cómo las voluntades más indisciplinadas y los revolucionarios más radicales han salido tan a menudo del seno de las corporaciones religiosas.

»Desde otro punto de vista, una biografía sincera, aun referente a persona tan vulgar e indigna de los honores de la historia como yo, encierra algún interés para el pensador. La vida es, ante todo, lucha. La inteligencia se adapta a las cosas, pero éstas se adaptan también a la inteligencia. La teoría del medio moral no lo explica todo; en el resultado final de la educación entra por mucho el carácter individual, es decir, la energía específica traída del fondo histórico de la raza. Es para nosotros indudable que el hombre nace con un cerebro casi siempre algo original en[p. vi] su organización, porque la naturaleza, preocupada ante todo del progreso de la especie, cuida de no repetirse demasiado; y así, a cada generación cambia sus tipos, desarrollando en ellos inclinaciones diferentes. Mas el medio social, gran demagogo de la vida, propende, en virtud de cierta contrapresión deformante, a uniformarnos, achicándonos o elevándonos según la energía mental nativa, con la mira de transformar el carácter disonante traído del seno del protoplasma humano, en un producto uniforme, anodino, especie de diagonal o término medio entre todas las tendencias divergentes.

»Pero ni gobiernos, ni familias, ni educadores, pueden crear, a pesar de las más exquisitas precauciones, un medio moral rigurosamente idéntico para todos; de donde resulta que las discrepancias y los estridores surgen por todas partes. Constreñida entre las mallas de la educación burguesa, la naturaleza reclama de vez en cuando sus fueros, y asistida por esas desigualdades irremediables del ambiente social, por el azar de las impresiones personales o el choque de lecturas imprudentes, hace surgir diariamente, para preocupación de maestros y tormento de padres, espíritus rebeldes, celosos de su individualidad y resueltos a defenderse de los efectos aplanadores del rodillo igualitario.

»Esto sentado, resulta interesante averiguar en virtud de qué influencias quedó desvirtuada y sin efecto, para ciertos díscolos temperamentos, la obra de la presión colectiva, y pudieron mantenerse, con leves e insuficientes adaptaciones, las agudas aristas traídas de la cantera orgánica, a despecho del perenne batir del oleaje social, que tiende a transformar todas las cabezas en cantos rodados, igualmente lisos, redondos y movedizos.

··················

[p. vii]»Faltaría a la sinceridad que debo a mis lectores si no confesara que, además de las razones expuestas, me han impulsado también a componer este librito móviles egoístas. Cuando el hombre ha entrado en el último cuarto de la vida y siente ese molesto rechinar de piezas desgastadas por el uso y aun por el abuso; cuando los sentidos pierden aquella admirable precisión y congruencia que tuvieron en la edad juvenil, convirtiéndose en averiados instrumentos de física... gusta saborear el recuerdo de los tiempos plácidos y luminosos de la juventud; de aquella dichosa edad en que la máquina, pulida y rozagante como recién salida de la fábrica, podía funcionar a todo vapor, derrochando entusiasmo y energías, al parecer inagotables. ¡Época feliz en que la naturaleza se nos ofrecía cual brillante espectáculo cuajado de bellezas; en que la ciencia se nos aparecía como espléndida antorcha capaz de disipar todos los enigmas del Cosmos, y la filosofía como el verbo infalible de la tradición y de la experiencia, destinada a mostrarnos, para consuelo y tranquilidad de la existencia, los gloriosos títulos de nuestro origen y la grandeza de nuestro destino!

»¡Sí, repetimos, cuando se llega a cierta edad nadie puede sustraerse a esa nostalgia de fuerza y de vida que nos arrastra, como burlando la ley inexorable del tiempo, a vivir otra vez nuestra juventud, contemplada desde el áureo castillo de nuestros recuerdos, donde buscamos ese calor de humanidad y de afecto que el viejo no encuentra ya en el medio social, cruelmente frío y positivista para los inválidos del tiempo y los prometidos de la muerte! Los jóvenes sobre todo miran al anciano con antipatía; considéranle como obstáculo perenne a su legítima ambición, acaparador egoísta de puestos y honores oficiales...

»Una advertencia antes de terminar. Ha dicho Renan[p. viii] “que no es posible hacer la propia biografía como se hace la de los demás. Lo que de uno mismo se dice es siempre poesía”. El gran Goethe encabeza también su autobiografía con el significativo subtítulo de Poesía y Realidad. En igual pensamiento se han inspirado artistas como Wagner, filósofos como Stuart Mill, naturalistas como C. Vogt, etc., y entre nosotros, dramaturgos como Echegaray, y pensadores como Unamuno. Todos han formado el ramillete de sus recuerdos con las flores más bellas escogidas en las márgenes, no siempre verdes y floridas, del accidentado camino de la vida. Y con mayor razón deberemos inspirarnos en él las medianías, los grises y monótonos obreros de la ciencia y de la enseñanza.»

Hasta aquí el prólogo de 1901, de que entresacamos solamente los párrafos más significativos.

Como se ve, nuestro propósito era escribir una autobiografía con tendencias filosóficas y pedagógicas.

Hoy, transcurridos dieciocho años, me sorprendo un poco de mis arrogancias de entonces. Engolfado hasta la preocupación en estudios de índole analítica, mi cultura psicológica y literaria dejaba harto que desear. Había leído poco o nada de los admirables educadores ingleses y franceses. Mi documentación era, pues, demasiado deficiente para dar cima a la empresa acometida. Si hoy debiera repensar y redactar este libro, adoptaría de seguro plan, tendencia y estilo diferentes.

Pero carezco del vagar necesario para refundir por completo el viejo texto. En la edición actual me he limitado, por consiguiente, a sanearlo un poco, abreviando digresiones, condensando o descartando desahogos líricos y filosóficos asaz inoportunos, y limando el estilo sin tocar esencialmente a lo fundamental del relato.

[p. ix]

En algunos capítulos aparecen adiciones introducidas con la doble intención de hacer menos ingrata la lectura y de mitigar en lo posible las monótonas descripciones de travesuras estudiantiles, en el fondo bastante vulgares y corrientes. Se han multiplicado también los grabados.

A pesar de las referidas correcciones y adiciones, el contenido del primer volumen de los Recuerdos dista mucho de ser comparable, a los fines educativos, con la materia del segundo. Poco me falta hoy para pensar que su valor pedagógico es francamente negativo.

Mas considerando que el indulgente lector ha agotado una primera edición, sin contar las aparecidas en dos Revistas literarias[1], me animo a sacar a luz esta segunda, confiando en que el público la acogerá con igual bondadoso interés que la anterior.

Madrid, Junio de 1917.


[p. 1]

Friso ornamental

CAPÍTULO PRIMERO

Mis padres, el lugar de mi nacimiento y mi primera infancia.

N

Nací el 1.º de Mayo de 1852 en Petilla de Aragón, humilde lugar de Navarra, enclavado por singular capricho geográfico en medio de la provincia de Zaragoza, no lejos de Sos. Los azares de la profesión médica llevaron a mi padre, Justo Ramón Casasús, aragonés de pura cepa, y modesto cirujano por entonces, a la insignificante aldea donde vi la primera luz, y en la cual transcurrieron los dos primeros años de mi vida.

Fué mi padre un carácter enérgico, extraordinariamente laborioso, lleno de noble ambición. Apesadumbrado en los primeros años de su vida profesional, por no haber logrado, por escasez de recursos, acabar el ciclo de sus estudios médicos, resolvió, ya establecido y con familia, economizar, aun a costa de grandes privaciones, lo necesario para coronar su carrera académica, sustituyendo el humilde título de Cirujano de segunda clase con el flamante diploma de Médico-cirujano.

Sólo más adelante, cuando yo frisaba en los seis años de edad, dió cima a tan loable empeño. Por entonces (corrían los años de 1849 y 1850), todo su anhelo se cifraba en llegar a ser cirujano de acción y operador de re[p. 2]nombre; y alcanzó su propósito, pues la fama de sus curas extendióse luego por gran parte de la Navarra y del alto Aragón, granjeando con ello, además de la satisfacción de la negra honrilla, crecientes y saneadas utilidades.

El partido médico de Petilla era de los que los médicos llaman de espuela; tenía anejos, y la ocasión de recorrer a diario los montes de su término, poblados de abundante y variada caza, despertó en mi padre las aficiones cinegéticas, dándose al cobro de liebres, conejos y perdices, con la conciencia y obstinación que ponía en todas sus empresas. No tardó, pues, en monopolizar por todos aquellos contornos el bisturí y la escopeta.

Con los ingresos proporcionados por el uno y la otra, o digamos las perdices y los clientes, pudo ya, cumplidos los dos años de estada en Petilla, comprar modesto ajuar y contraer matrimonio con cierta doncella paisana suya, de quien hacía muchos años andaba enamorado.

Era mi madre, al decir de las gentes que la conocieron de joven, hermosa y robusta montañesa, nacida y criada en la aldea de Larrés, situada en las inmediaciones de Jaca, casi camino de Panticosa. Habíanse conocido de niños (pues mi padre era también de Larrés), simpatizaron e intimaron de mozos y resolvieron formar hogar común, en cuanto el modesto peculio de entrambos, que había de crecer con el trabajo y la economía, lo consintiese.

No poseo, por desgracia, retratos de la época juvenil, ni siquiera de la madurez de mis progenitores. Las fotografías adjuntas fueron hechas en plena senectud, pasados ya los setenta años.

Ilustración

Lám. I: Retrato de mis padres. Estas fotografías están hechas cuando mis progenitores pasaban de los setenta años.

La ley de herencia fisiológica da, de vez en cuando, bromas pesadas. Parecía natural que los hijos hubiésemos representado, así en lo físico como en lo mental, una diagonal o término medio entre los progenitores; [p. 3]no ocurrió así desgraciadamente. Y de la belleza de mi madre, belleza que yo todavía alcancé a ver, y de sus excelentes prendas de carácter, ni un solo rasgo se transmitió a los cuatro hermanos, que representamos, así en lo físico como en lo moral, reproducción casi exacta de nuestro padre; circunstancia que nos ha condenado en nuestra vida de familia a un régimen sentimental e ideológico, monótono y fastidioso.

Porque, según es harto sabido, cada cual busca instintivamente aquello de que carece, y se aburre y molesta al ver reflejados en los otros iguales defectos de carácter, sin las virtudes y talentos que la Naturaleza le negó. A la manera del concierto musical, la armonía moral resulta, no del unísono vibrar de muchos diapasones, sino de la combinación de notas diferentes. Por mi parte, siempre he sentido antipatía hacia esas familias homogéneas, cuyos miembros parecen cronómetros fabricados por la misma mano, en las cuales, una palabra lanzada por un extraño provoca reacciones mentales uniformes, comentarios concordantes. Diríase que las lenguas todas de la familia están unidas a un hilo eléctrico y regidas por un solo cerebro. Afortunadamente, y en lo referente a nosotros, la heterogeneidad del medio moral, es decir, las condiciones algo diversas en que cada uno de mis hermanos ha vivido, han atenuado mucho los enfadosos efectos de la uniformidad psicológica y temperamental.

Pero no debo quejarme de la herencia paterna. Mi progenitor era mentalidad vigorosa, donde culminaban las más excelentes cualidades. Con su sangre me legó prendas de carácter, a que debo todo lo que soy: la religión de la voluntad soberana; la fe en el trabajo; la convicción de que el esfuerzo perseverante y deliberado es capaz de modelar y organizar desde el músculo hasta el cerebro, su[p. 4]pliendo deficiencias de la Naturaleza y domeñando hasta la fatalidad del carácter, el fenómeno más tenaz y recalcitrante de la vida. De él adquirí también la hermosa ambición de ser algo y la decisión de no reparar en sacrificios para el logro de mis aspiraciones, ni torcer jamás mi trayectoria por motivos segundos y causas menudas. De sus excelencias mentales, faltóme, empero, la más valiosa quizá: su extraordinaria memoria. Tan grande era, que cuando estudiante recitaba de coro libros de patología en varios tomos, y podía retener, después de rápida lectura, listas con cientos de nombres tomados al azar. Con ser grande su retentiva natural u orgánica, aumentábala todavía a favor de ingeniosas combinaciones mnemotécnicas que recordaban las tan celebradas y artificiosas del abate Moigno.

Para juzgar de la energía de voluntad de mi padre, recordaré en breves términos su historia. Hijo de modestos labradores de Larrés (Huesca), con hermanos mayores, a los cuales, por fuero de la tierra, tocaba heredar y cultivar los campos del no muy crecido patrimonio, tuvo que abandonar desde muy niño la casa paterna, entrando a servir en concepto de mancebo, a cierto cirujano de Javierre de Latre, aldea ribereña del río Gállego, no muy lejana de Anzánigo. Aprendió allí el oficio de barbero y sangrador, pasando en compañía de su amo, un benemérito cirujano romancista, ocho o diez años consecutivos.

Ilustración

Lám. II, Fig. 1.—Larrés tomado a vista de pájaro. En la fotografía no aparece el Pirineo nevado, que hacia el Norte cierra el horizonte.

Ilustración

Lám. II, Fig. 2.—La casa alta, destartalada y situada en el centro de la calle, fué donde nací. (Petilla).

Otro que no hubiese sido el autor de mis días, habría acaso considerado su carrera como definitivamente terminada, o hubiera tratado de obtener como coronamiento de sus ambiciones académicas, el humilde título de ministrante; pero sus aspiraciones rayaban más alto. Las brillantes curas hechas por su amo, la lectura asidua de cuantos libros de cirugía encontraba (de que había copiosa colección [p. 5]en la estantería del huésped), el cuidado y asistencia de los numerosos enfermos de cirugía y medicina que su patrón, conocedor de la excepcional aplicación del mancebo, le confiaba, despertaron en él vocación decidida por la carrera médica.

Resuelto, pues, a emanciparse de la bajeza y estrechez de su situación, cierto día (frisaba ya en los veintidós años), sorprendió a su amo con la demanda de su modesta soldada. Y despidiéndose de él, y en posesión de algunas pesetas prestadas por sus parientes, emprendió a pie el viaje a Barcelona, en donde halló por fin, tras muchos días de privación y abandono (en Sarriá), cierta barbería cuyo maestro le consintió asistir a las clases y emprender la carrera de cirujano.

A costa, pues, de la más absoluta carencia de vicios, y sometiéndose a un régimen de austeridad inverosímil, y sin más emolumentos que el salario y los gajes de su mancebía de barbero, logró mi padre el codiciado diploma de cirujano, con nota de Sobresaliente en todas las asignaturas, y habiendo sido modelo insuperable de aplicación y de formalidad. Allí, en esa lucha sorda y obscura por la conquista del pan del cuerpo y del alma, bordeando no pocas veces el abismo de la miseria y de la desesperación, respirando esa atmósfera de indiferencia y despego que envuelve al talento pobre y desvalido, aprendió mi padre el terror de la pobreza y el culto un poco exclusivo de la ciencia práctica, que más tarde, por reacción mental de los hijos, tantos disgustos había de proporcionarle y proporcionarnos.

Años después, casado ya, padre de cuatro hijos, y regentando el partido médico de Valpalmas (provincia de Zaragoza), dió cima a su ideal, graduándose de Doctor en Medicina.

[p. 6]Cuento estos sucesos de la biografía de mi padre, porque sobre ser honrosísimos para él, constituyen también antecedentes necesarios de mi historia. Es indudable que, prescindiendo de la influencia hereditaria, las ideas y ejemplos del padre, representan factores primordiales de la educación de los hijos, y causas, por tanto, principalísimas de los gustos e inclinaciones de los mismos.

De mi pueblo natal, así como de los años pasados en Larrés y Luna (partidos médicos regentados por mi padre desde los años 1850 a 1856), no conservo apenas memoria. Mis primeros recuerdos, harto vagos e imprecisos, refiérense al lugar de Larrés, al cual se trasladó mi padre dos años después de mi nacimiento, halagado con la idea de ejercer la profesión en su pueblo natal, rodeado de amigos y parientes. En Larrés nació mi hermano Pedro, actual catedrático de la Facultad de Medicina de Zaragoza.

Cierta travesura cometida cuando yo tenía tres o cuatro años escasos, pudo atajar trágicamente mi vida. Era en la villa de Luna (provincia de Zaragoza).

Hallábame jugando en una era del ejido del pueblo, cuando tuve la endiablada ocurrencia de apalear a un caballo; el solípedo, algo loco y resabiado, sacudióme formidable coz, que recibí en la frente; caí sin sentido, bañado en sangre, y quedé tan mal parado que me dieron por muerto. La herida fué gravísima; pude, sin embargo, sanar, haciendo pasar a mis padres días de dolorosa inquietud. Fué ésta mi primera travesura; luego veremos que no debía ser la última.


[p. 7]

Friso ornamental

CAPÍTULO II

Excursión tardía a mi pueblo natal. — La pobreza de mis paisanos. — Un pueblo pobre y aislado que parece símbolo de España.

A

Aun cuando trunque y altere el buen orden de la narración, diré ahora algo de mi aldea natal, que, conforme dejo apuntado, abandoné a los dos años de edad. De mi pueblo, por tanto, no guardo recuerdo alguno. Además, mis relaciones ulteriores con el nativo lugar no han sido parte a subsanar esta ignorancia, puesto que se han reducido solamente a solicitar, recibir y pagar serie inacabable de fées de bautismo. Carezco, pues, de patria chica bien precisada (en virtud de la singularidad ya mentada de pertenecer Petilla a Navarra, no obstante estar enclavada en Aragón). Contrariedad desagradable de haberme dado el naipe por la política; pero ventaja para mis sentimientos patrióticos, que han podido correr más libremente por el ancho y generoso cauce de la España plena.

Así y todo, y después de confesar que mi amor por la patria grande supera, con mucho, al que profeso a la patria chica, he sentido más de una vez vehementes deseos de conocer la aldehuela humilde donde nací. Deploro no haber visto la luz en una gran ciudad, adornada de monu[p. 8]mentos grandiosos e ilustrada por genios; pero yo no pude escoger, y debí contentarme con mi villorrio triste y humilde, el cual tendrá siempre para mí el supremo prestigio de haber sido el escenario de mis primeros juegos y la decoración austera con que la Naturaleza hirió mi retina virgen y desentumeció mi cerebro.

Impulsado, pues, por tan naturales sentimientos, emprendí, hace pocos años, cierto viaje a Petilla. Después de determinar cuidadosamente su posición geográfica (que fué arduo trabajo) y estudiar el enrevesado itinerario (tan escondido y fuera de mano está mi pueblo), púseme en camino. Mi primera etapa fué Jaca; la segunda, Verdún y Tiermas (villa ribereña del Aragón, célebre por sus baños termales), y la tercera y última, Petilla.

Hasta Verdún y Tiermas existe hermosa carretera, que se recorre en los coches que hacen el trayecto de Jaca a Pamplona; pero la ruta de Tiermas a Petilla, larga de tres leguas, es senda de herradura, flanqueada por montes escarpadísimos, cortada y casi borrada del todo, en muchos parajes, por ramblas y barrancos.

Caballero en un mulo, y escoltado por peatón conocedor del país, púseme en camino cierta mañana del mes de Agosto. En cuanto dejamos atrás las relativamente verdes riberas del Aragón, aparecióseme la típica, la desolada, la tristísima tierra española. El descuaje sistemático de los bosques había dejado las montañas desnudas de tierra vegetal. Sabido es que en estas tristes comarcas cada aguacero, en vez de llevar la esperanza al agricultor, constituye trágica amenaza. Precisamente dos días antes ocurrió tormenta devastadora. Campos antes fecundos aparecían cubiertos de légamo arcilloso; y nueva denudación de valles y laderas había convertido ríos y arroyos en ramblas y pedregales. Para apagar la sed y calmar el calor hice es[p. 9]cala en dos o tres humildes aldehuelas cuyos habitantes lamentaban aún los furores y estragos de la pasada tempestad. Y caída ya la tarde, llegué a la vista del empinado monte donde se asienta el pueblo.

A medida que me aproximaba a la aldea natal, apoderábase de mí inexplicable melancolía, y que llegó al colmo cuando me hizo escuchar el guía el tañido de la campana, tan extraña a mi oído, como si jamás lo hubiera impresionado.

No dejaba, en efecto, de ser algo singular mi situación sentimental. Al regresar al pueblo nativo, todos los hombres saborean anticipadamente el placer de abrazar a camaradas de la infancia y adolescencia; en su espíritu aflora el grato recuerdo de comunes placeres y travesuras; todos, en fin, ansían recorrer las calles, la iglesia, la fuente y los alrededores del lugar, en los cuales cada árbol y cada piedra evoca un recuerdo de alegría o de pena. «Yo sólo —me decía— tendré el triste privilegio de hallar a mi llegada por único recibimiento la curiosidad, acaso algo hostil, y el silencio de los corazones. Nadie me espera, porque nadie me conoce.»

Y sin embargo, me engañaba. El cura y el ayuntamiento habían barruntado mi visita y me aguardaban en la plaza del pueblo. Y hubo además un episodio conmovedor. Al pie del altozano, sobre que se alza la aldea, cierta anciana, que no tenía la menor noticia de mi excursión, y que se ocupaba en lavar ropa a la vera de un arroyo, volvió de pronto el rostro, dejó su faena y, encarándose conmigo y mirándome de hito en hito, exclamó: «¡Señor, si usted no es D. Justo en persona, tiene que ser el hijo de D. Justo! ¡Es milagroso!... ¡La misma cara del padre!... ¡No me lo niegue usted! ¡Si supiera usted cuántas veces, enferma su madre, le dí a usted de mamar!... ¿Vive aún la Sra. Antonia? ¡Qué buena y qué hermosa era!...»

[p. 10]Felicité a la pobre octogenaria por su admirable memoria y excelentes sentimientos, y dejando en sus manos una moneda, continué mi ascensión a Petilla.

Es Petilla uno de los pueblos más pobres y abandonados del alto Aragón, sin carreteras ni caminos vecinales que lo enlacen con las vecinas villas aragonesas de Sos y Uncastillo, ni con la más lejana de Aoiz, cabeza del partido a que pertenece. Sólo sendas ásperas y angostas conducen a la humilde aldehuela, cuyos naturales desconocen el uso de la carreta. Extraño y forastero para los pueblos aragoneses que le rodean, tiénenlo por igual abandonado los navarros, quienes, inspirándose en ese criterio de ruin egoísmo tan castizamente español, excusan su desdén diciendo que la construcción de una carretera que enlazara Aoiz y Petilla, cedería en provecho de muchos pueblos aragoneses, entre los cuales yace, como una isla, mi nativo lugar.

Álzase éste casi en la cima de enhiesto cerro, estribación de próxima y empinada sierra, derivada a su vez, según noticias recogidas sobre el terreno, de la cordillera de la Peña y de Gratal.

Ilustración Ilustración

Lám. III, Figs. 3 y 4.—Dos vistas de Petilla: la primera tomada del lado Sur y la segunda del lado Norte.

El panorama, que hiere los ojos desde el pretil de la iglesia, no puede ser más romántico y a la vez más triste y desolado. Más que abrigo de rudos y alegres aldeanos, parece aquello lugar de expiación y de castigo. Según mostramos en el adjunto grabado, una gran montaña, áspera y peñascosa, de pendientes descarnadas y abruptas, llena con su mole casi todo el horizonte; a los pies del gigante y, bordeando la estrecha cañada y accidentado sendero que conduce al lugar, corre rumoroso un arroyo nacido en la vecina sierra; los estribos y laderas del monte, única tierra arable de que disponen los petillenses, aparecen como rayados por infinidad de estrechos campos dispuestos en graderías, trabajosamente defendidos de los aluviones y [p. 11]lluvias torrenciales por robustos contrafuertes y paredones; y allá en la cumbre, como defendiendo la aldea del riguroso cierzo, cierran el horizonte y surgen imponentes colosales peñas a modo de tajantes hoces, especie de murallas ciclópeas surgidas allí a impulso de algún cataclismo geológico. Al amparo de esta defensa natural, reforzada todavía por castillo feudal actualmente en ruinas, se levantan las humildes y pobres casas del lugar, en número de 40 a 60, cimentadas sobre rocas y separadas por calles irregulares cuyo tránsito dificultan grietas, escalones y regueros abiertos en la peña por el violento rodar de las aguas torrenciales. Al contemplar tan mezquinas casuchas, siéntese impresión de honda tristeza. Ni una maceta en las ventanas, ni el más ligero adorno en las fachadas, nada, en fin, que denote algún sentido del arte, alguna aspiración a la comodidad y al confort. Bien se echa de ver, cuando se traspasa el umbral de tan mezquinas viviendas, que los campesinos que las habitan gimen condenados a una existencia dura, sin otra preocupación que la de procurarse, a costa de rudas fatigas, el cuotidiano y frugalísimo sustento.

Desgraciadamente, no es mi pueblo una excepción de la regla; así viven también, con leves diferencias, la inmensa mayoría de nuestros aldeanos. Su ignorancia es fruto de su pobreza. Para ellos no existen los placeres intelectuales que tan agradable hacen la vida y cuya brevedad compensan.

Por un contraste chocante, en una aldea en donde la escuela está reducida a cuartucho destartalado y angosto, y en que hasta la iglesia es pobre y menguada, álzase orgullosa cierta casa nueva, mansión cómoda, holgada y hasta espléndida, a la cual encuadra y adorna, por el lado del campo, frondoso huerto y ameno y vistoso jardín: tal es la[p. 12] abadía o casa del cura, construcción donada al pueblo por cierta persona tan piadosa como opulenta, a fin de que sirviera de albergue decoroso al humilde pastor de almas.

En otra situación de ánimo, tan punzante contraste hubiese dado a mis meditaciones un giro amargo. Hubiera pensado acaso que en nuestra pobre y abatida España, no hay sino una pasión grande, absorbente, suprema manifestación del egoísmo individual, a saber: el ansia de alcanzar a todo trance el cielo prometido por la religión a los buenos, y una sola generosidad (si cabe considerar como tal lo que se da en vista de personales provechos), los legados al clero y a las fundaciones piadosas. La caridad generosa y de buena ley, ese sublime calor de humanidad del filántropo, que, depurado de bajos egoísmos, da sin esperanza de remuneración, sin desear más recompensa que la gratitud de los buenos, es un sentimiento rarísimo entre nuestros opulentos. Exclusiva preocupación de éstos parece ser realizar lo que podríamos llamar el copo de la felicidad, es decir, alcanzar los dones de la fortuna en esta vida y gozar la beatitud eterna en la otra.

Pero yo, que sólo me siento socialista muy de vez en cuando, no estaba entonces para semejantes consideraciones. Impresionado por la miseria y el abandono de aquel lugar; por la esquivez de una naturaleza tirana e insensible; por las fatigas y trabajos a costa de los cuales aquellos infortunados aldeanos debían ocurrir a su mezquino sustento; por la ausencia, en fin, de toda comodidad y regalo, capaces de hacer amable o tolerable la vida, me pregunté: Si el sacerdote no tenía allí alta y piadosa misión que cumplir; si aquella casa, relativamente suntuosa, destinada a asegurar la residencia de un ecónomo, que de otra suerte viviría en alguna aldea próxima más populosa, no satisfacía vital necesidad, ¿qué sería —decíame[p. 13] para mis adentros— de estas existencias duras, si la religión no acariciase y elevase sus almas abatidas por la fatiga y el dolor? ¿Cómo soportar la desconsoladora monotonía de una vida sin otros contrastes que los creados por la sucesión de las estaciones y los inevitables estragos del tiempo? ¿Cómo adherirse, formal y profundamente, a la infecunda tierra donde nacimos, sin ese confortador optimismo de la religión, que nos promete, calmando impaciencias y desalientos del presente, en pos de una vida de prueba y de expiación, la resurrección luminosa, la ansiada repatriación a las doradas tierras del cielo, cuna de nuestras almas y mansión donde nos esperan los muertos queridos y llorados?

Gran escuela de espiritualidad y virtud es un suelo gris y un cielo perennemente azul. Donde la naturaleza es próvida y paganamente deleitosa, declina a menudo el sentimiento religioso.

¡Oh, los heroicos labriegos de nuestras mesetas esteparias!... Amémosles cordialmente. Ellos han hecho el milagro de poblar regiones estériles, de las cuales el orondo francés o el rubicundo y linfático alemán huirían como de peste. Y, de pasada, rechacemos indignados la brutal injusticia con que ciertos escritores franceses, catalanes y vascos (no todos por fortuna) y en general los felices habitantes de los países de yerba, desprecian o desdeñan a los amojamados, cenceños, tostados, pero enérgicos pobladores de las austeras mesetas castellanas y aragonesa, como si tan humildes cultivadores del terruño nacional tuvieran la culpa de haber visto la luz bajo un cielo inclemente...

Pero arrastrado por mis pensamientos, olvido hablar de la visita a mi pueblo. Diré, pues, que a mi llegada fuí recibido con grandes agasajos por el ecónomo, a quien el[p. 14] párroco, residente en otro lugar y sabedor de mi visita, habíame recomendado. Fina y generosa hospitalidad dispensáronme también diversas personas, particularmente algunos ancianos que se acordaban de mi padre, con quien me encontraban sorprendente parecido. Complacíanse todos en mostrarme su buena voluntad y en colmarme de halagos que yo agradecí de todo corazón. Y para hacer agradable mi breve estancia allí, concertáronse algunas giras campestres. Recuerdo entre ellas: la exploración de las ruinas del vetusto castillo; la gira a los seculares bosques de la vecina sierra, y la visita a modesta ermita, situada a corta distancia del pueblo, tenida en gran devoción, y en cuyas inmediaciones se extiende florido y deleitoso oasis, donde hubimos de reconfortarnos con suculenta y bien servida merienda. Mostráronme, también, la humilde casa en que nací, fábrica ruinosa casi abandonada, albergue hoy de gente pordiosera y trashumante. Algunas ancianas del lugar, que se ufanaban bondadosamente de haberme tenido en sus brazos, recordáronme la lozana belleza de mi madre, la robustez de mis primeros meses y las hazañas quirúrgicas y cinegéticas de mi padre, cuya fama de Nemrod dura todavía.

Al despedirme de los rudos pero honrados montañeses, mis paisanos, oprimióseme el corazón: había satisfecho un anhelo de mi alma, pero llevábame una gran tristeza. Cierta voz secreta me decía que no volvería más por aquellos lugares; que aquella decoración romántica que acarició mis ojos y mi cerebro al abrirse por primera vez al espectáculo del mundo no impresionaría nuevamente mi retina; que aquellas manos de ancianos, selladas con los honrosos callos del trabajo, no volverían a ser estrechadas con efusión entre las mías.

Apesadumbrado por estos melancólicos sentimientos y[p. 15] cavilaciones bajé la áspera cuesta del pueblo, tendí una última mirada sobre el agreste y desolado paisaje, cuya imagen intenté fijar en mi retina con esa tenacidad con que procura retener el que sueña la fugitiva visión que le mintió sabrosas felicidades, y alejéme tristemente, tomando la vuelta de Tiermas y de Jaca. Una voz interior me decía que no lo vería más; y, en efecto, hasta hoy no lo he visto. Los lazos del afecto son harto flojos para llevarme a él, porque la atracción y el amor nacen del hábito y se miden por la amplitud del espacio que las representaciones de los hombres y de las cosas ocupan en la memoria. Y en la mía los recuerdos juveniles de gran vivacidad y difusión se enlazan con otros lugares, con aquellos donde transcurrieron mi niñez y adolescencia y en donde anudé las primeras amistades.

Ni sería razonable conceder excesiva importancia al hecho de haber casualmente nacido en una aldea de la montaña navarra; pues el hombre no es como la planta, que sabe a la tierra que le crió. El alma humana toma su sabor, digamos mejor su timbre sentimental, antes que de la tierra y del aire inorgánicos, del medio vivo, de la estratificación humana que alimentó las raíces de su razón y fué ocasión de las primeras imborrables emociones. Bajo este aspecto, mi verdadera patria es Ayerbe, villa de la provincia de Huesca, donde pasé el período más crítico y a la vez más plástico y creador de la juventud, es decir, los años que median entre los ocho y los diecisiete de mi edad, o sea desde el 60 al 69, fecha esta última de la famosa revolución española.


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Friso ornamental

CAPÍTULO III

Mi primera infancia. — Vocación docente de mi padre. — Mi carácter y tendencias. — Admiración por la naturaleza y pasión por los pájaros.

L

Los primeros años de mi niñez, salvo los dos pasados en Petilla y uno en Larrés, transcurrieron, parte en Luna, villa populosa de la provincia de Zaragoza, edificada no lejos del Monlora, empinado cerro coronado por antiguo y ruinoso monasterio, y parte en Valpalmas, pueblo más modesto de la misma provincia y distante tres leguas no más del precedente. En este último habitó mi familia cuatro años, desde 1856 a 1860; en él nacieron mis dos hermanas Pabla y Jorja.

Mi educación e instrucción comenzaron en Valpalmas, cuando yo tenía cuatro años de edad. Fué en la modesta escuela del lugar donde aprendí los primeros rudimentos de las letras; pero en realidad mi verdadero maestro fué mi padre, que tomó sobre sí la tarea de enseñarme a leer y a escribir, y de inculcarme nociones elementales de geografía, física, aritmética y gramática. Tan enojoso ministerio constituía para él, más que obligación inexcusable del padre de familia, necesidad irresistible de su espíritu, inclinado, por natural vocación, a la enseñanza. Despertar la curiosidad, acelerar la evolución intelec[p. 18]tual, tan perezosa a veces en ciertos niños, le resultaba deleite incomparable. De mi progenitor puede decirse justamente lo que Sócrates blasonaba de sí, que era excelente comadrón de inteligencias.

Hay, realmente, en la función docente algo de la satisfacción altiva del domador de potros; pero entra también la grata curiosidad del jardinero, que espera ansioso la primavera para reconocer el matiz de la flor sembrada y comprobar la bondad de los métodos de cultivo.

Tengo para mí, que desenvolver un entendimiento embrionario, gozándose en sus adelantos e individualizándolo progresivamente, es alcanzar la paternidad más alta y más noble, es como corregir y perfeccionar la obra de la Naturaleza, lanzando al mundo, poblado de seres vulgares y repetidos, una especie original, un temperamento sui generis, capaz de formar del mundo visión personal e inconfundible. Fabricar cerebros nuevos: he aquí el gran triunfo del pedagogo.

Esta función docente ejercitábala mi padre no solamente con sus hijos, sino con cualquier niño con quien topaba; porque para él la ignorancia era la mayor de las desgracias, y el enseñar el más noble de los deberes.

Recuerdo bien el tesón que puso, no obstante mi corta edad, en enseñarme el francés. Por cierto que el estudio de este idioma tuvo lugar en cierta renegrida cueva de pastores, no lejana del pueblo (Valpalmas), donde solíamos aislarnos para concentrarnos en la labor y evitar visitas e interrupciones. Por tan curiosa circunstancia, en cuanto tropiezo con un ejemplar del Telémaco surge en mi memoria la imagen de la citada caverna, cuyos socavones y recovecos veo ahora, transcurridos cerca de cincuenta y ocho años, como si los tuviera presentes.

En resumen: gracias a los cuidados de mi padre, ade[p. 19]lanté tanto y tan rápidamente, que a los seis años escribía corrientemente y con alguna ortografía, y estaba adornado de bastantes nociones de geografía, francés y aritmética.

A causa de esta relativa precocidad vine a ser el amanuense y el secretario de la casa; y así, cuando un año después mi padre se trasladó a Madrid para completar su carrera y graduarse de doctor en Medicina y Cirugía, fuí yo el encargado de la correspondencia familiar y de enterarle de los sucesos del partido médico, regentado a la sazón por facultativo suplente. Mis progresos dieron ocasión a que mis padres, llenos de ese optimismo tan natural en todos, auguraran para su hijo, un poco a la ligera, como luego veremos, lisonjero porvenir.

En el orden de los afectos y tendencias del espíritu, era yo, como la mayoría de los chicos que se crían en los pueblos pequeños, entusiasta de la vida de aire libre, incansable cultivador de los juegos atléticos y de agilidad, en los cuales sobresalía ya entre mis iguales. Entre mis inclinaciones naturales había dos que predominaban sobre las demás y prestaban a mi fisonomía moral aspecto un tanto extraño. Eran, el curioseo y contemplación de los fenómenos naturales, y cierta antipatía incomprensible por el trato social.

Tales eran la vergüenza y cortedad que experimentaba al verme entre personas extrañas, que cuando debía comer fuera de casa o había en la nuestra convidados, se veían y se deseaban mis padres para hacerme sentar a la mesa y alternar con los forasteros. Tan extremado encogimiento costóme no pocos castigos y reprimendas, pues mi progenitor juzgaba, con harta razón, que semejante repugnancia hacia el trato de gentes, no podía menos de retardar mi evolución mental, originando además rudeza de modales[p. 20] y esquivez y extravagancia de carácter. De que mi padre fué profeta, da testimonio toda mi historia. Tengo por indudable que ese deseo de vivir a mis anchas, entregado a mis caprichos, sustraído constantemente a la coacción moral de las personas mayores, dióme fama de reservado y huraño, me privó de amistades valiosas en momentos de apuro, y retrasó notablemente mi carrera.

Para decirlo de una vez: durante mi niñez fuí criatura díscola, excesivamente misteriosa y retraída y deplorablemente antipática. Aun hoy, consciente de mis defectos, y después de haber trabajado heroicamente por corregirlos, perdura en mí algo de esa arisca insociabilidad tan censurada por mis padres y amigos.

Preciso es reconocer que hay un egoísmo refinado en rumiar las propias ideas y en huir cobardemente del comercio intelectual de las gentes. Ello aporta cierto deleite morboso, sólo disculpable en caracteres celosos de conservar su individualidad. Lejos de los hombres, nos hacemos la ilusión de ser completamente libres. Sólo la soledad nos pone en plena posesión de nosotros mismos. En cuanto un diálogo se entabla, nuestras palabras responden al ajeno pensamiento. Piérdese la iniciativa mental; las asociaciones de ideas sucédense en el orden marcado por el interlocutor, que viene a ser en cierto modo dueño de nuestro cerebro y de nuestras emociones. No podremos evitar ya en adelante que evoque con su cháchara indiscreta o impertinente recuerdos dolorosos, que ponga en acción registros de ideas que quisiéramos enterrar en las negruras del inconsciente. Y esa sensación de esclavitud perdura horas y horas. Pero lo más grave de esta vibración parásita del cerebro es que turba las polarizaciones ideales útiles y nos distrae del trabajo.

¡Qué de veces acudimos en busca de distracción al[p. 21] café o a la tertulia, y salimos con un abatimiento de ánimo, con una sedación de voluntad, que esteriliza o imposibilita, y a veces por mucho tiempo, la cuotidiana labor!

Síguese de aquí que solamente al hombre aislado y entregado a sus pensamientos le es dado gozar de calma inalterable y de un humor sensiblemente uniforme: no sentirá ciertamente en su rincón grandes alegrías, mas no sufrirá tampoco grandes tristezas. Pero atajemos reflexiones impertinentes y reanudemos la narración.

La admiración de la Naturaleza constituía también, según llevo dicho, una de las tendencias irrefrenables de mi espíritu. No me saciaba de contemplar los esplendores del sol, la magia de los crepúsculos, las alternativas de la vida vegetal con sus fastuosas fiestas primaverales, el misterio de la resurrección de los insectos y la decoración variada y pintoresca de las montañas. Y así, me pasaba todas las horas de asueto que mis estudios me dejaban, haciendo correrías por los alrededores del pueblo, explorando barrancos, ramblas, fuentes, peñascos y colinas, con gran angustia de mi madre, que temía siempre, durante mis largas ausencias, que me habría ocurrido algún accidente. Como derivación de estos gustos, sobrevino luego en mí la pasión por los animales, singularmente por los pájaros, de que tenía siempre gran colección. Complacíame en criarlos de pequeñuelos, en construirles jaulas de mimbre o de cañas, y en prodigarles toda clase de mimos y cuidados.

Mi pasión por los pájaros y por los nidos se extremó tanto, que hubo primavera que llegué a saber más de 20 de éstos, pertenecientes a diversas especies de aves. Esta instintiva inclinación ornitológica aumentó todavía ulteriormente[2].[p. 22] Recuerdo que frisaba ya en los trece años, cuando dí en coleccionar huevos de toda casta de pájaros, cuidadosamente clasificados. Para facilitar la colecta (que mi padre veía con buenos ojos), ofrecí a los muchachos y gañanes una cuaderna por cada nido que me enseñasen. De este modo, la colección se enriqueció rápidamente, llegando a contar 30 ejemplares diferentes. Mostrábala yo orgullosamente a mis camaradas del pueblo como si fuera tesoro inapreciable. Desgraciadamente, mi colección —que guardaba cuidadosamente en una caja especial de cartón dividida en compartimientos minuciosamente rotulados— no pudo conservarse: los ardores del mes de Agosto dieron al traste con mi tesoro, provocando la putrefacción de las yemas y la rotura de las cáscaras. ¡Grande fué mi pena cuando me dí cuenta del percance y comprendí toda la extensión del irreparable daño! Estaba inconsolable al ver que los huevos de engaña-pastor (chotacabras), tordo, gorrión, pardillo, pinzón, cogullada (cogujada), cudiblanca, mirlo, picaraza (garza), cardelina (jilguero), cuco, ruiseñor, codorniz, etc., mostraban las cáscaras abiertas y rezumando líquido corrompido y mal oliente.

Tales aficiones fomentaron mis sentimientos de clemencia hacia los animales. Gustaba de criarlos para gozar de sus graciosos movimientos y sorprender sus curiosos instintos; pero jamás los torturé haciéndoles servir de juguetes, como hacen otros muchos niños. Para cazarlos prefería los procedimientos que permitían cogerlos vivos (besque o liga, lienas[3] con hoyos hondos, la red, etc.). Cuan[p. 23]do había reunido muchos y no podía atenderlos y cuidarlos esmeradamente, los soltaba o los devolvía, si eran todavía pequeñuelos e implumes, a sus nidos y a las caricias maternales. En estos caprichos no entraba para nada el interés gastronómico ni la vanidad del cazador, sino el instinto del naturalista. Bastaba para mi satisfacción asistir al maravilloso proceso de la incubación y a la eclosión de los polluelos; seguir paso a paso las metamorfosis del recién nacido, sorprendiendo primeramente la aparición de las plumas sobre la piel de los frioleros pequeñuelos; luego, los tímidos aleteos del pájaro que ensaya sus fuerzas y despereza las alas, y finalmente, el raudo vuelo con que toma posesión de las anchuras del espacio.

Los instintos admirablemente previsores de los animales, llenábanme de ingenua admiración; pero no menos me chocaban las inarmonías que, de vez en cuando, nos ofrece la vida, como acreditando en el Creador extrañas distracciones y complacencias. Recuerdo que, cuando me contaron las tretas de que el cuco se vale para criar su prole (tretas que pude comprobar personalmente), sentí penosa impresión. Fué ésta la primera incongruencia del orden natural que llegó a mi noticia; luego conocí otras todavía más graves con relación a los insectos y crustáceos. Y fué triste cosa pensar que el mal que yo suponía producción puramente humana, tenía ya sus raíces en la más baja animalidad...


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Friso ornamental

CAPÍTULO IV

Mi estancia en Valpalmas. — Los tres acontecimientos decisivos de mi niñez: los festejos destinados a celebrar nuestras victorias de África, la caída de un rayo en la escuela y el eclipse de sol del año 60.

D

Durante los últimos años pasados en Valpalmas (pueblo de la provincia de Zaragoza, no lejos de Egea), ocurrieron tres sucesos que tuvieron decisiva influencia en mis ideas y sentimientos ulteriores. Fueron éstos: la conmemoración de las gloriosas victorias de África; la caída de un rayo en la escuela y en la iglesia del pueblo, y el famoso eclipse de sol del año 60. Tendría yo por entonces siete u ocho años.

Los festejos acordados por el Ayuntamiento de Valpalmas para celebrar los triunfos de nuestros bravos soldados en África, fueron rumbosos y proporcionados al entusiasmo patriótico que reinaba entonces en toda España. «Por fin —oía yo decir—, las lanzas y espadas a menudo esgrimidas contra nosotros mismos, se han vuelto contra los odiados enemigos de la raza.» ¡Hacía tanto tiempo que la gloriosa bandera española no había flameado sobre los muros de extranjera ciudad! No cabía duda; la raza hispana había vuelto en sí, readquiriendo conciencia de su propio valer. Aquellos eran los mismos esforzados infantes de Pavía y San Quintín.

[p. 26]¡Con qué cordial e ingenuo entusiasmo vitoreábamos a los bravos soldados de África, y singularmente a los generales Prim y O’Donnell! ¡Cuán orgullosos estábamos de la derrota de Muley-el-Abbas y de la sangrienta toma de Tetuán, y cuán indignados también contra la diplomacia inglesa —la pérfida Albión, como se decía entonces, con olvido de los inestimables servicios que nos prestara en nuestra guerra contra los franceses— por haber detenido con un gesto de altivez y de mal humor el avance triunfal de nuestras tropas!... No tenía yo entonces representación muy clara del carácter de las ofensas recibidas, de la legitimidad y necesidad de la venganza, ni de las ventajas morales y materiales que la guerra podía traernos; pero, al ver alegría y entusiasmo en todo el mundo, me entusiasmé y alborocé también, aceptando mi parte en los obsequios y finezas con que nuestros rudos, pero patrióticos ediles de Valpalmas, quisieron exteriorizar la gran satisfacción y noble orgullo que rebosaba en todos los corazones.

Entre los festejos preparados para celebrar la entrada de nuestras tropas en Tetuán, recuerdo las marchas, pasos-dobles y jotas, ejecutadas con más fervor que afinación por cierta murga traída de no sé dónde; y una hoguera formidable encendida en la plaza pública, y en cuyas brasas se asaron y cocieron, a semejanza de lo contado por Cervantes en las bodas de Camacho, muchos carneros y gallinas. Al compás de la ruidosa orquesta, circulaban de mano en mano, y sin darse punto de reposo, botas rebosantes de excelente vino de la tierra, así como sabrosas tajadas, a las cuales, como se comprenderá bien, no hicimos asco los chicos; antes bien, jubilosos por la fiesta y el jolgorio, y alborotados con esta especie de comunión patriótica, nos pusimos ahítos de carne y medio calamocanos de mosto.

[p. 27]Fué ésta la primera vez que surgieron en mi mente, con plena conciencia, la idea y el sentimiento de la patria. Representa, por lo común, el patriotismo pasión tardía; acaricia el espíritu durante la adolescencia, cuando penetran en sensorio las primeras nociones precisas acerca de la historia y geografía nacionales. Estas nociones exceden y dilatan el mezquino concepto de familia y, empequeñeciendo el amor al campanario, nos enseñan que más allá de los términos de la región viven millones de hermanos nuestros que aman, esperan, luchan y odian al unísono con nosotros; que, en suma, hablan la misma lengua y tienen iguales origen y destino. Tamaño sentimiento de solidaridad se exalta todavía en el niño cuando lee el relato de las hazañas de sus mayores: tales lecturas despiertan en él la admiración y el culto hacia los héroes de la raza, defensores del territorio nacional contra las agresiones de los extraños, y sugiérenle, además, el noble deseo de emular a las grandes figuras de la historia y de sacrificarse, si preciso fuera, en el altar sagrado de la patria.

Pero en mí, por virtud quizá del acontecimiento aludido, acaso por el concurso de otras causas, el sentimiento de patria fué muy precoz. Pobres e incompletas eran las nociones históricas aprendidas en la escuela o de labios de mi padre; pero bastáronme para formar alta idea de mi nación como entidad guerrera, descubridora y artística, y para que me considerase orgulloso de haber nacido en España.

Harto sabido es que el sentimiento de patria es doble; entran en él afectos y aversiones. De una parte, el amor al terruño y el culto a la raza; y, de otra, el odio a los extranjeros, con quienes la nación hubo de contender en defensa de la independencia. Por entonces reinaban en Aragón, como en la mayor parte de España, estas dos formas[p. 28] del patriotismo, y singularmente la negativa. No me daba yo cuenta entonces de cuán instintivo y natural era en nosotros el aborrecimiento al feroz marroquí, enemigo legendario del cristiano, y cuán excusable el odio al francés, cuyos incontrastables poder y riquezas habían atajado nuestro movimiento de expansión en Europa. En ello, sin embargo, latía una injusticia que más adelante corregí.

Andando el tiempo y creciendo en luces y reflexión, eché de ver que, en punto a agresiones injustas y desapoderadas, allá se van todos los pueblos. Todos hemos hecho guerras justas e injustas. Y, al fin, han prevalecido, no los más valerosos, sino los más ricos e inteligentes. No es, pues, de extrañar que, andando el tiempo, repudiara progresivamente la inquina y antipatía al extranjero, para no cultivar sino la faz positiva del patriotismo, es decir: el amor desinteresado de la casta y el ferviente anhelo de que mi país desempeñara en la historia del mundo y en las empresas de la civilización europea brillante papel[4].

De todos modos, y sin desconocer que en mi exaltación patriótica han entrado muchos y muy diversos factores, parece incuestionable que tuvo positiva influencia el suce[p. 29]so de referencia, suceso muy propio para inflamar las almas juveniles, y sembrar gérmenes de entusiasmo que vegetan y florecen vigorosamente en la madurez.

El segundo acontecimiento a que hice referencia, es decir, el rayo caído en la escuela, con circunstancias y efectos singularmente dramáticos, dejó también ancha estela en mi memoria. Por la primera vez aparecióse ante mí, con toda su imponente majestad, esa fuerza ciega e incontrastable imperante en el Cosmos, fuerza burladora de los designios humanos, indiferente, al parecer, a nuestras cuitas y dolores, que no distingue de probos y de réprobos, de inocentes o de malvados.

He aquí el horripilante suceso: Estábamos los niños reunidos una tarde en la escuela y entregados, bajo la dirección de la maestra, a la oración (el maestro guardaba cama aquel día). Ocupados en tan piadoso ejercicio, según costumbre de todos los sábados, y corridas ya las primeras horas de la tarde, encapotóse rápidamente el cielo y retumbaron violentamente algunos truenos, que no nos inmutaron; cuando de repente, en medio del íntimo recogimiento de la plegaria, vibrantes aún en nuestros labios aquellas suplicantes palabras: «Señor, líbranos de todo mal», sonó formidable y horrísono estampido, que sacudió de raíz el edificio, heló la sangre en nuestras venas y cortó brutalmente la comenzada oración. Polvo espesísimo mezclado con cascotes y pedazos de yeso, desprendidos del techo, anubló nuestros ojos, y acre olor de azufre quemado se esparció por la estancia, en la cual, espantados, corriendo como locos, medio ciegos por el polvo densísimo, y cayendo unos sobre otros bajo aquel chaparrón de proyectiles, buscábamos ansiosamente, sin atinar en mucho rato, la salida. Más afortunado o menos paralizado por el terror, uno de los chicos acertó con la puerta, y en pos de él nos pre[p. 30]cipitamos despavoridos los demás, pálidos, sudorosos, desencajados, y huyendo de aquella atmósfera irrespirable.

La viva emoción que sentíamos no nos permitió darnos cuenta de lo ocurrido: creíamos que había estallado una mina, que se había hundido la casa, que la iglesia se había derrumbado sobre la escuela..., todo se nos ocurrió, menos la caída de un rayo.

Algunas buenas mujeres que nos vieron correr desatinados socorriéronnos inmediatamente; diéronnos agua; limpiáronnos el sudor polvoriento, que nos daba aspecto de fantasmas, y vendaron provisionalmente a los que íbamos heridos. Una voz salida de entre el gentío nos llamó la atención acerca de cierta figura extraña, negruzca, colgante en el pretil del campanario. En efecto, allí, bajo la campana, envuelto en denso humo, la cabeza suspendida por fuera del muro, yacía exánime el pobre sacerdote, que creyó inocente poder conjurar la formidable borrasca con el imprudente doblar de la campana. Algunos hombres subieron a socorrerle y halláronle las ropas ardiendo y una terrible herida en el cuello, de que murió pocos días después. El rayo había pasado por él, mutilándole horriblemente. En la escuela, la maestra yacía sin sentido sobre el pupitre, herida también por la exhalación, que respetó, sin embargo, al maestro.

Poco a poco nos dimos cuenta de lo ocurrido: un rayo o centella había caído en la torre, fundiendo parcialmente la campana y casi electrocutando al párroco; continuando después sus giros caprichosos, penetró en la escuela por una ventana, horadó y rompió el techo del piso bajo, donde los chicos estábamos, y deshizo buena parte de la techumbre; pasó por detrás de la maestra, a la que sacudió violentamente, privándola de sentido, y, después de destrozar un cuadro del Salvador, colgante del muro, desapa[p. 31]reció en el suelo por ancho boquete, especie de galería ratonil, labrada junto a la pared.

Ocioso fuera encarecer el estupor que me causara el trágico suceso.

Por primera vez cruzó por mi espíritu, profundamente conmovido, la idea del desorden y de la inarmonía. Sabido es que para el niño, la naturaleza constituye perpetuo milagro. La noción científica de ley, penetra en el cerebro infantil muy tardíamente, con las revolucionarias enseñanzas de la física y de la geografía astronómica. No inquieta, sin embargo, al niño ese caprichoso fluir de los fenómenos. Se lo estorba el profundo optimismo de toda vida que empieza, y sobre todo la certeza, adquirida por las enseñanzas del catecismo, de que existe en las alturas un Dios bueno que vigila piadosamente la marcha del gran artilugio cósmico e impone y sostiene la concordia entre los elementos. Padres y maestros le han revelado también que el Principio psicológico del Universo es, además, tiernísimo padre y excelso artista. En su infinito poder, adapta ingeniosamente las vicisitudes de las estaciones a las necesidades de la vida, y descendiendo de su austeridad, se digna componer y conservar, para edificación y regalo de la sensibilidad humana, cuadros soberbios: el cielo y sus celajes arrebolados; los prados y campos vernales, sembrados de amapolas y cernidos de mariposas; la negra noche, tachonada de estrellas; los árboles y vides cuajados de frutos...

Mas he aquí que de improviso tan hermosa concepción, que yo, como todos los niños, había formado, se tambalea. La riente paleta del sublime Artista se entenebrece; inopinadamente, el idilio se trueca en tragedia.

Muchas interrogaciones, a cual más formidables, me asaltaron. ¿Será cierto —pensaba— que el Dios de la Doctri[p. 32]na cristiana y de la Historia sagrada sienta infinita piedad por los hombres? ¿En su fervor religioso, los teólogos no habrán exagerado algo el interés que inspiramos a la Divinidad? ¿Y si resultara que nos mide con el mismo rasero que a las más humildes bestezuelas? Si realmente lo puede todo y es infinitamente bueno, según aseguran formalmente el cura y el maestro, ¿cómo esta vez no ha interpuesto una mano piadosa en el furioso engranaje de los elementos, evitando la muerte de un santo varón, el destrozo de un templo y el terror de tantos inocentes? Y mi fantasía, sobreexcitada por la emoción, forjó no sé cuantas absurdas conjeturas.

Tales dudas y cavilaciones pasaron luego, cediendo el campo a más vulgares preocupaciones; pero dejaron en mí el amargo germen del pesimismo. Doy por seguro que el libro, todavía inédito, pero redactado desde hace muchos años, acerca de las inarmonías del mundo y de la vida (libro que no he publicado porque, a la luz de la crítica moderna, carece de toda novedad esencial), tuvo su germen en el luctuoso acontecimiento referido.

Afortunadamente, la edad de los ocho años no es propicia a la filosofía, ni consiente largas abstracciones. En la aurora de la vida es harto fugaz el sentimiento para que ningún suceso pueda perturbar, de modo duradero, la hermosa serenidad del niño, entregado, por irresistible instinto, a modelar y robustecer el cuerpo con el juego y la gimnasia espontáneos, y a enriquecer y vigorizar el espíritu con ese continuo curioseo y exploración del espectáculo de la Naturaleza.

El tercer acontecimiento que me produjo también efecto moral importante, fué el eclipse de sol del año 60. Anunciado por los periódicos, esperábase ansiosamente en el pueblo, en el cual muchas personas, protegidos los ojos con[p. 33] cristales ahumados, acudieron a cierta colina próxima, desde la cual esperaban observar cómodamente el sorprendente fenómeno. Mi padre me había explicado la teoría de los eclipses, y yo la había comprendido bastante bien. Quedábame, empero, un resto de desconfianza. ¿No se distraerá la luna de la ruta señalada por el cálculo? ¿Se equivocará la ciencia? La inteligencia humana, que no pudo prever la caída de un rayo en mi escuela, ¿será capaz, sin embargo, de predecir fenómenos ocurridos más allá de la tierra, a millones de kilómetros? En una palabra; el saber humano, incapaz de explicar muchas cosas próximas, tan íntimas como nuestra vida y nuestro pensamiento, ¿gozará del singular privilegio de comprender y vaticinar lo lejano, aquello que menos puede interesarnos desde el punto de vista de la utilidad material? Claro que estas interrogaciones no fueron pensadas de esta forma; pero ellas traducen bien, creo yo, mis sentimientos de entonces.

Es justo reconocer que la casta Diana no faltó a la cita, cumpliendo a conciencia y con exquisita exactitud su programa. Parecía como que los astrónomos, además de profetas, habían sido un poco cómplices, empujando la luna con las palancas de sus enormes telescopios hasta el lugar del cielo donde habían acordado ensayar el fenómeno. Durante el eclipse, hízome notar mi padre esa especie de asombro y de indefinible inquietud que se apodera de la naturaleza entera, acostumbrada a ser regulada en todos sus actos por el acompasado ritmo de luz y de obscuridad, de calor y de frío, resultante del eterno girar de la tierra. Para los animales y para las plantas, el eclipse parece constituir un contrasentido, algo así como imprevista equivocación de las fuerzas naturales, como olvidadas de los perennes intereses de la vida.

Se comprenderá fácilmente que el eclipse del 60 fuera[p. 34] para mi tierna inteligencia luminosa revelación. Caí en la cuenta, al fin, de que el hombre, desvalido y desarmado enfrente del incontrastable poder de las fuerzas cósmicas, tiene en la ciencia redentor heroico y poderoso y universal instrumento de previsión y de dominio.

—¿Pero la ciencia lo sabe todo, lo puede todo? «No —me contestaba mi padre—; la ciencia es poderoso gigante en unas cosas, débil e impotente infante en muchas otras. Cuando el problema es esencialmente geométrico, como en el caso de los movimientos de los astros, y los datos de las ecuaciones contienen solamente masas, pesos y velocidades, la ciencia acierta y prevé; pero cuando los términos se complican, y las incógnitas crecen y los símbolos son insustituíbles por valores cuantitativos, la mente humana se ofusca y sufre las tristes consecuencias de su ignorancia; porque la naturaleza procede muchas veces como aquella famosa esfinge de Tebas, tan citada por literatos y filósofos, la cual decía al caminante: “Adivíname o te devoro”.

»El hombre de ciencia, que con tan maravillosa precisión ha sabido calcular la fecha y duración de un eclipse; que conoce la distancia de los astros a la tierra y ha logrado fijar la velocidad de la luz, no podrá averiguar si este año se perderá o no la cosecha de trigo, o si durante el otoño furiosa tormenta arrasará nuestras vides. En el arduo fenómeno de la vida es, sobre todo, donde la ciencia humana debe confesar humildemente su impotencia. El científico que tan penetrantemente ha sabido explorar los arcanos del mundo geométrico, sólo muy lenta y presurosamente sabe explorarse a sí mismo; de donde resulta el paradójico contraste de que la ciencia capaz de pesar los astros y fijar su composición, sea impotente para determinar y esclarecer la estructura y la función de esas células[p. 35] cerebrales, con ayuda de las cuales pesamos, medimos y calculamos.»

No fueron éstas ciertamente las frases de mi padre; pero ellas envuelven, sin duda, el sentido general de sus explicaciones.

El eclipse de sol del año 1860 contribuyó poderosamente a mi afición por los estudios astronómicos. Mi cariño a la cosmografía llegó más adelante hasta leer no sólo todas las obras de popularización escritas por Flammarion y Fabre, sino hasta las abstrusas y esencialmente matemáticas de Laplace; aunque mi rudimentaria preparación en el alto cálculo me obligara a saltar sobre las inaccesibles integrales para fijarme exclusivamente en las leyes y en los hechos de observación.


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Friso ornamental

CAPÍTULO V

Ayerbe. — Juegos y travesuras de la infancia. — Instintos guerreros y artísticos. — Mis primeras nociones experimentales sobre óptica, balística y el arte de la guerra.

C

Cumplidos mis ocho años, mi padre solicitó y obtuvo el partido médico de Ayerbe, villa cuya riqueza y población prometíanle mayores ventajas profesionales y más amplio escenario para sus proezas quirúrgicas que Valpalmas, amén de superiores facilidades para la educación de sus hijos.

Es Ayerbe villa importante de la provincia de Huesca, y famosa por sus vinos en todo el Somontano. Está situada en la carretera de dicha ciudad a Jaca y Panticosa, no lejos de la Sierra de Gratal, primera estribación del Pirineo aragonés. Sus pintorescas casas extiéndense al pie de un monte elevado de doble cima, una de las cuales aparece coronada por las ruinas, aún imponentes, de venerable castillo feudal. En el centro del pueblo, dos grandes y regulares plazas dan amplio espacio a sus mercados y ferias, famosas en toda la comarca. Entre ambas plazas sirve de lindero, al par que de adorno, cierta opulenta mansión señorial, que antaño perteneciera a los Marqueses de Ayerbe.

Mi aparición en la plaza pública de Ayerbe fué saludada[p. 38] por una rechifla general de los chicos. De las burlas pasaron a las veras. En cuanto se reunían algunos de ellos y estaban seguros de maltratarme a mansalva, me insultaban, me golpeaban a puñetazos o me hostilizaban a pedrada limpia.

¿Por qué esta imbécil aversión al chico forastero? Lo ignoraba y aún hoy no me lo explico bien. Creo, empero, ver en ella un efecto de esa sorda inquina, no siempre traducida en actos, que el labrador pobre siente contra el burgués y el hombre de carrera: contenida en los hombres por la prudencia, estalla violentamente en los chicos, en quienes las artes del disimulo no han enfrenado aún los más groseros impulsos naturales. En semejante malquerencia colaboran, sin duda, la rusticidad y la ignorancia.

Mi facha, sin embargo, no podía inspirar recelos a los hijos del pueblo. Vestido humildemente —porque la estricta economía que reinaba en mi casa no consentía lujos—, de cara trigueña y aspecto amojamado, que a la legua denunciaba larga permanencia al sol y al aire, nadie me hubiera tomado como hijo de burgués acomodado. Pero yo no gastaba calzones ni alpargatas, ni adornaba con pañuelo mi cabeza, y esto bastó para que entre aquellos zafios pasara por señorito.

Contribuyó, también, algo a la citada antipatía, la extrañeza causada por mi lenguaje. Por entonces se hablaba en Ayerbe un dialecto extraño, verdadero mosaico de palabras y giros franceses, castellanos, catalanes y aragoneses antiguos. Allí se decía: forato por agujero, no pas por no, tiengo y en tiengo por tengo o tengo de eso, aivan por adelante, muller por mujer, fierro y ferrero por hierro y herrero, chiqué y mocete por chico y mocito, abríos por caballerías, dámene por dame de eso, en ta allá por hacia allá, m’en voy por me voy de aquí, y otras muchas voces [p. 39]y locuciones de este jaez, borradas hoy de mi memoria.

Ilustración

Lám. IV, Fig. 5.—Vista desde Ayerbe de las faldas del monte del Castillo.

Ilustración

Lám. IV, Fig. 6.—La plaza baja de Ayerbe con la torre del reloj y el palacio de los Marqueses, hoy convertido en casa de vecindad.

En boca de los ayerbenses hasta los artículos habían sufrido inverosímiles elipsis, toda vez que el, la, lo, se habían convertido en o, a y o, respectivamente. Diríase que estábamos en Portugal.

A los rapaces de Ayerbe parecióles, en cambio, el castellano relativamente castizo que yo usaba, es decir, el hablado en Valpalmas y Cinco Villas, insufrible algarabía, y hacían burla de mí llamándome el forano (forastero).

Poco a poco fuimos, sin embargo, entendiéndonos. Y como no era cosa de que ellos, que eran muchos, aprendieran la lengua de uno, sino al revés, acabé por acomodarme a su estrafalaria jerigonza, atiborrando mi memoria de vocablos bárbaros y de solecismos atroces.

He dicho más de una vez que sentía particular inclinación a los parajes solitarios y a las excursiones por los alrededores de los pueblos; pero en Ayerbe, una vez satisfecha la curiosidad inspirada por sus montañas, por su humilde río, cortado por alto azud y flanqueado de frondosos huertos, y sobre todo, por su ruinoso y romántico castillo, que desde lo alto del monte parecía contarnos heroicas leyendas y lejanas grandezas, sentí la necesidad de sumergirme en la vida social, tomando parte en los juegos colectivos, en las carreras y luchas de cuadrilla a cuadrilla, y en toda clase de maleantes entretenimientos con que los chicos de pueblo gustan solemnizar las horas de asueto.

Tienen los juegos de la niñez, y particularmente los juegos sociales, en los que se combinan, en justa proporción, los ejercicios físicos con las actividades mentales, gran virtud educadora. En esos certámenes de la agilidad y de la fuerza, en esos torneos donde se hace gala del valor, de la osadía y de la astucia, se avaloran y contrastan las aptitudes, se templa y robustece el cuerpo y se prepara el[p. 40] espíritu para la ruda concurrencia vital de la edad viril. No es, pues, extraño que muchos educadores hayan dicho que todo el porvenir de un hombre está en su infancia, y que Rod, Froebel, Gros, France y otros, y en nuestra patria Giner y Letamendi, hayan concedido al juego de los niños gran importancia para el desarrollo fisiológico y para la exploración de la realidad objetiva.

«Jugar, ha dicho Thomas, es aplicar los propios órganos, sentirse vivir y procurarse la ocasión de conocer los objetos que rodean al niño, objetos que son para él un perpetuo milagro.» Por mi parte, siempre he creído que los juegos de los niños son preparación absolutamente necesaria para la vida de acción y de conocimiento; merced a ellos el cerebro infantil apresura su evolución, recibiendo, según los temas preferidos y las diversiones ejercitadas, cierto sello específico moral e intelectual, de que dependerá en gran parte el porvenir.

Esperamos que estas consideraciones excusen a los ojos del lector el que consagremos al examen de los juegos y travesuras de nuestra niñez mayor espacio del que se suele conceder a estos asuntos en todas las biografías. Lo exige así el plan de este libro, cuyo fin es demostrar cómo las condiciones del medio en la puericia imprimieron determinada dirección a mi vida de hombre, y crearon ventajas y defectos de grandes consecuencias en la lucha por la existencia.

En cuanto amainó la mala voluntad de los muchachos para conmigo, concurrí, pues, a sus diversiones y zalagardas; tomé parte en los juegos del peón, del tejo, de la espandiella, del marro, sin olvidar las carreras, luchas y saltos en competencia; hallando en todas estas diversiones la sana alegría asociada a la actividad moderada de todos nuestros órganos y a la impresión personal del[p. 41] acrecentamiento de la energía muscular y de la flexibilidad de las articulaciones. Ya lo dijo Aristóteles y lo han repetido muchos pedagogos, singularmente Bouillier: «hay placer, dice este autor, cuantas veces la actividad del alma se ejerce de acuerdo con su naturaleza y según el sentido de la conservación y desenvolvimiento del ser». ¿Quién ignora que la inactividad constituye para el niño la mayor de las torturas? El dolor mismo es preferido al reposo. Además, hay positivo goce en adquirir conciencia de nuestra evolución, en sentir cómo nuestros músculos se vigorizan y nuestros pulmones se amplían, y advertir cómo, en fin, en esa pugna diaria de ardides, ordinarios recursos de toda pelea entre muchachos, se afina la atención vigilante y se fortalece la aptitud para la agresión inopinada.

Pero los chicos de Ayerbe no se entregaban solamente a juegos inocentes: el tejo y el marro alternaban con diversiones harto más arriesgadas y pecaminosas. Las pedreas, el merodeo y la rapiña, sin consideración a nada ni a nadie, constituían el estado natural de mis traviesos camaradas. Descalabrarse mutuamente a pedrada limpia, romper faroles y cristales, asaltar huertos y, en la época de la vendimia, hurtar uvas, higos y melocotones; tales eran las ocupaciones favoritas de los zagalones del pueblo, entre los cuales tuve pronto la honra de contarme.

Muchas veces he procurado darme cuenta de esa tendencia al merodeo, a que con tanta fruición se entregan los chicos, sin acertar a explicármela de modo satisfactorio. A tan peligrosa conducta debe contribuir, sin duda, el ansia de las golosinas impuesta al niño por la naturaleza, la cual exige el consumo diario de gran cantidad de substancias azucaradas, indispensables para reparar el continuo derroche de energía muscular (el azúcar oxidado produce calor y energía motriz); pero esto no parece bas[p. 42]tante. Precisamente casi todos los chicos que tomábamos parte en las depredaciones de huertos y viñas, teníamos en nuestras casas la fruta a canastas. Además, y por lo que a mí se refiere, mi familia poseía frondoso huerto y, durante el estío y otoño, raro era el día en el que los clientes, agradecidos a los buenos servicios médicos de mi padre, no nos ofrecieran algún presente de frutas o verduras. Sin embargo, leyendo los libros que tratan del gran problema de la educación y de la psicología de los juegos, he creído hallar la clave principal del enigma: el ansia de emoción, la atracción del peligro.

Con razón hacen notar los educadores que el niño, en sus juegos y empresas, gusta bordear constantemente el peligro; y así como, cuando pasea, prefiere al camino llano gatear por tapias y peñas, cuando juega prefiere aquellas diversiones en las que sólo a costa de agilidad, de sangre fría o de vigor, logra sortear un accidente.

Desde otro punto de vista, puede considerarse el niño como el representante de aquella hermosa edad de oro, en la cual, al decir de Cervantes, se desconocía el significado de las palabras tuyo y mío. En el fondo de cada cabeza juvenil hay un perfecto anarquista y comunista. Hasta por la forma de sus facciones y desproporción de sus miembros se parece el niño, como nota Herbert Spencer, al salvaje. A semejanza del indio bravo, el niño es todo voluntad. Ejecuta antes que piensa, sin dársele un ardite de las consecuencias. Ante su violento querer, ante su absorbente individualismo, que se afirma constantemente con actos de pillaje y de vandalismo, las leyes son papeles mojados: obligan solamente en cuanto la fuerza las sanciona, es decir, cuando el padre, el amo y el guardia rural, armados respectivamente de bastón, garrote y escopeta, se constituyen en sus defensores y custodios.

A los instintos anarquistas del niño deben añadirse[p. 43] estos otros dos: la crueldad y la inclinación al dominio. Muy a menudo, a despecho de las reglas de la moral y de la buena crianza, complácese la infancia en abusar de sus fuerzas, maltratando a los débiles y sujetándolos a su autocrática soberanía, que ejerce sin más límites que los trazados por el alcance de sus fuerzas y osadía.

No diré yo con Rousseau «que el corazón del niño no siente nada, que es inaccesible a la piedad y que sólo comprende la justicia»; pero fuerza es confesar que los sentimientos de humanidad, caridad y compasión, hállanse en él muy poco desarrollados.

Yo opuse al principio algunas resistencias a los juegos brutales, así como a las poco recomendables hazañas del escalo de huertos y rebatiña de frutos. Pero el espíritu de imitación pudo más en mí que los sabios consejos de mis padres y los mandamientos del Decálogo. Algo hubo, con todo eso, en que mi caballerosidad nativa no transigió jamás: fué el abuso de la fuerza con el débil, así como la agresión injusta y cruel. El culto a la justicia, que ha sido siempre una de mis virtudes, o digamos debilidades, afirmábase ya por entonces vigorosamente, en un medio moral en que la tiranía de los músculos, la crueldad y la insensibilidad eran regla corriente entre los chicos.

Decía a Pablos su tío el verdugo de Segovia: «Mira, hijo, con lo que sabes de latín y retórica, serás singular en el arte de verdugo». Esta frase graciosa de Quevedo, que parece una chuscada, encierra un fondo de verdad. Los rápidos progresos que yo hice en la vida airada de pedreas y asaltos, de ataques a la propiedad pública y privada, prueban, sin duda, que la geografía, la gramática, la cosmografía y los rudimentos de física con que mi padre había espabilado mis entendederas, entraron por algo en mis hazañas de mozalbete. Tengo para mí que di[p. 44]chos conocimientos, tempranamente adquiridos, produjeron cierto hábito de pensamiento y de imaginación, que me permitieron sobresalir rápidamente entre los ignorantes pilluelos que me rodeaban, superando a muchos de ellos, así en la maquinación de ardides, picardías y diabluras, como en el dominio de los juegos y luchas a que consagrábamos nuestras horas de asueto.

Pronto tuve camaradas entusiastas, compañeros de glorias y fatigas que emulaban mis flores y habilidades; recuerdo entre ellos a Tolosana, Pena, Fenollo, Sanclemente, Caputillo y otros, a los que vino a juntarse más adelante mi hermano Pedro, dos años más joven que yo. Merced a gimnasia incesante, mis músculos adquirieron vigor, mis articulaciones agilidad y mi vista perspicacia. Saltaba como un saltamonte; trepaba como un mono; corría como un gamo; escalaba una tapia con la soltura de una lagartija, sin sentir jamás el vértigo de las alturas, aun en los aleros de los tejados y en la copa de los nogales, y, en fin, manejaba el palo, la flecha, y sobre todo la honda, con singular tino y maestría.

Tantas y tan provechosas aptitudes no podían estar ociosas, y, en efecto, no lo estuvieron. Mi habilidad en asaltar tapias y en trepar a los árboles, diéronme pronto triste celebridad. Como el buscón de Quevedo, cobraba censos, diezmos y primicias sobre habares, huertos, viñas y olivares. Para la cuadrilla capitaneada por mí, criábanse los más sabrosos albérchigos, las más dulces brevas y los más suculentos melocotones. De nuestras reivindicaciones comunistas, informadas en espíritu de niveladora equidad, no se libraban ni el huerto del cura, ni el cercado del alcalde. Ambas potestades, la eclesiástica y la civil, nos tenían completamente sin cuidado.

En fin, yo me dí tanta traza en asimilarme las bellaque[p. 45]rías, mañas y picardías de los chicos de Ayerbe, que llegué a ser uno de los muchachos a quienes los padres ponen en el Índice de las malas compañías. Con mostrarme tan diligente y dispuesto en todo género de travesuras y algaradas, había algunas, singularmente aquellas en que entraba por algo la mecánica, en las cuales todos reconocían mi superioridad. Mi concurso, pues, era solicitado por muchos y no para cosa buena.

¿Había que armar una cencerrada contra viejo o viuda casada en segundas o terceras nupcias? Pues allí estaba yo disponiendo los tambores y cencerros y fabricando las flautas y chifletes, que hacía de caña, con sus correspondientes agujeros, lengüetas y hasta llaves. Una observación cuidadosa, fecundada por larga práctica, me había revelado las distancias a que debían hacerse los agujeros para que resultasen los tonos y semitonos, así como la forma y dimensiones de las lengüetas. Recuerdo que algunas de mis flautas, que abarcaban cerca de dos octavas, sonaban con el timbre e intensidad del clarinete; y así me ocurrió más de una vez, ejecutando de oído algunas melodías populares, ser tomado por músico ambulante.

¿Disponíase una pedrea en las eras cercanas o camino de la fuente? Pues yo era el honrado con el delicado cometido de fabricar las hondas, que hacía de cáñamo y de trozos de cordobán que los chicos me traían. Más de una vez ocurrió que, faltando el becerro viejo, tuvimos que echar mano del material de los borceguíes, cuya altura, claro es, disminuía progresivamente. ¡Quién podrá contar la indignación de nuestros padres al comprobar aquella evolución retrógrada del calzado, en cuya virtud la que fué flamante botina venía a parar en raquítica zapatilla!

¿Jugábase a guerreros antiguos? Pues a mi industria se recurría para los yelmos y corazas, que fabricaba de[p. 46] cartón o de latas viejas, y sobre todo para labrar las flechas, en cuya elaboración adquirí gran pericia. En efecto, mis flechas no sólo tenían gran alcance, sino que marchaban sin cabecear ni volverse del revés. Cierto espíritu de observación desarrollado con ocasión de estos juegos, hízome notar pronto que el asta o varilla de la flecha debe pesar menos que el hierro, y ser perfectamente lisa y recta, a fin de que el proyectil no oscile y se tuerza en su trayectoria inicial. En consonancia con esta regla práctica, fabricaba el asta de caña y sustituía los clavos o alfileres que otros usaban a guisa de punta, con el cuento de las leznas rotas de zapatero. Este cuento o espiga afecta forma de lanza, pesa bastante, y convenientemente aguzado y bien amarrado al asta de caña mediante bramante embreado, constituye excelente dardo. A guisa de arco, me valía de largo y robusto palo de boj verde, trabajosamente encorvado, y de cuya excelencia en punto a fuerza y elasticidad me aseguré, estudiando comparativamente arcos fabricados con casi todas las maderas conocidas en el país. Excusado es decir que para procurarme la primera materia (las leznas rotas) entablé relaciones comerciales con todos los aprendices de obra prima de la población. Ellos me proporcionaban también, a veces, corambre para las hondas, a cambio del regalo de una de ellas.

Comprenderá el lector que tamañas flechas, que en mis luchas con camaradas solía embolar, a fin de no herir gravemente, no se empleaban exclusivamente en vanos simulacros de guerra antigua; servían también para menesteres más utilitarios. Cazábamos con ellas pájaros y gallinas, sin desdeñar los perros, gatos y conejos, si a tiro se presentaban.

Ocioso será advertir que estas empresas cinegéticas cos[p. 47]táronme soberbias palizas, disgustos y persecuciones sin cuento. Pues aunque mi cuadrilla entera participaba en las citadas fechorías, no se mataba perdiz o reclamo en jaula, ni conejo o gallina en corral, cuya responsabilidad no se me imputara, bien en concepto de autor material, bien a título de fabricante del cuerpo del delito o bien, en fin, como instigador a su comisión.

Merecida o exagerada, mi fama de pícaro y de travieso crecía de día en día, con harto dolor de mis padres, que estallaban en santa indignación cada vez que recibían quejas de los vecinos perjudicados. Las tundas domésticas vinieron frecuentemente a reforzar las sufridas de las manos, harto más inclementes, de los querellosos. Vine de esta suerte a pagar, con las propias, culpas de muchos, con gran contentamiento de mis cómplices, que huían bonitamente el bulto, abandonándome constantemente en la estacada.


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CAPÍTULO VI

Desarrollo de mis instintos artísticos. — Dictamen de un revocador sobre mis aptitudes. — ¡Adiós mis ensueños de artista! — Utilitarismo e idealismo. — Decide mi padre hacerme estudiar para médico y enviarme a Jaca.

P

Por entonces, si mi memoria no me es infiel, comenzaron, o al menos cobraron gran incremento, mis instintos artísticos. Tendría yo como ocho o nueve años, cuando era ya en mí manía irrefrenable manchar papeles, trazar garambainas en los libros y embadurnar las tapias, puertas y fachadas recién revocadas del pueblo, con toda clase de garabatos, escenas guerreras y lances del toreo. En cuanto afanaba una cuaderna, ya estaba comprando papel o lapiceros; pero como no podía dibujar en casa porque mis padres miraban la pintura cual distracción nefanda, salíame al campo, y sentado en un ribazo junto a la carretera, copiaba carretas, caballos, aldeanos y cuantos accidentes del paisaje me parecían interesantes. De todo ello hacía gran colección, que guardaba como oro en paño. Holgábame también en embadurnar mis diseños con colores, que me proporcionaba raspando las pinturas de las paredes o poniendo a remojo el forro, carmesí o azul obscuro, de los librillos de fumar (entonces las cubiertas estaban pintadas con colores solubles). Re[p. 50]cuerdo que adquirí gran habilidad en la extracción del color de los papeles pintados, los cuales empleaba también a guisa de pinceles, humedecidos y arrollados en forma de difumino; industria a que me obligaba la falta de caja de colores y la carencia de dinero para comprarlos.

Mis gustos artísticos, de cada vez más definidos y absorbentes, crearon en mí hábitos de soledad y contribuyeron no poco al carácter huraño que tanto disgustaba a mis padres. En realidad mi sistemático arrinconamiento no nacía de aversión al trato social, toda vez que, según dejamos dicho, el de los niños me contentaba y satisfacía; nació de la necesidad de sustraerme, durante mis ensayos artísticos y fabricaciones clandestinas de instrumentos músicos y guerreros, a la severa vigilancia de las personas mayores.

Mi padre, trabajador y estudioso como pocos, dotado de gran voluntad y de talento científico nada vulgar, adolecía de una laguna mental: carecía casi totalmente de sentido artístico y repudiaba o menospreciaba toda cultura literaria y de pura ornamentación y regalo. Se había formado de la vida ideal extremadamente severo y positivo. Era lo que los educadores llaman un puro intelectualista.

En su concepto, en el problema de la educación, lo importante consistía en la adquisición de conocimientos positivos y en el desarrollo del entendimiento, a fin de preparar ventajosamente al adolescente para el ejercicio de una profesión honrosa y lucrativa. La educación del corazón, que tanta importancia tiene para la felicidad, no entró nunca en sus miras. Consideraba al hombre cual mero instrumento de producción que había que adiestrar muy tempranamente para prevenir contingencias y percances. Sin duda amaba el saber por el saber; pero rendíale tributo sobre todo por la capacidad financiera que a la sabiduría va uni[p. 51]da. «El hombre, solía decir, cuanto más sabe más gana, y cuanto más gana más útil es a sí y a su familia.»

Tengo para mí que esta tendencia de mi padre no fué originaria, sino adquirida; constituía adaptación harto positivista o equilibración excesiva impuesta por el ambiente moral riguroso que rodeó su juventud. Ese sagrado temor a la pobreza, representa a menudo el poso amargo que deja en el corazón la áspera lucha contra la miseria, la injusticia y el abandono.

En la esfera familiar, la citada concepción utilitaria y un tanto pesimista del mundo que mi padre había formado produjo dos consecuencias: el sobretrabajo y la economía más austera. Mi pobre madre, ya muy económica y hacendosa de suyo, hacía increíbles sacrificios para descartar todo gasto superfluo y adaptarse a aquel régimen de exagerada previsión.

Lejos de mí la idea de censurar una conducta que permitió a mis padres adquirir el peculio necesario para trasladarse a Zaragoza, dar carrera a los hijos y crearse una posición, si no brillante y fastuosa, desahogada y libre de cuidados; pero es preciso reconocer que el espíritu de economía tiene límites trazados por la prudencia, límites que es harto arriesgado traspasar. El ahorro excesivo declina rápidamente hacia la tacañería, cayendo en la exageración de reputar superfluo hasta lo necesario; destierra del hogar la alegría que brota comúnmente de la satisfacción de mil inocentes bagatelas y poco onerosos caprichos; impide las gratas expansiones de la novela, del teatro, de la pintura o de la música, que no son vicios, sino necesidades instintivas del joven, a que debe atender toda discreta y perfecta educación; y en fin, relaja en la familia los lazos del amor, porque los hijos se acostumbran a mirar a sus padres como los perennes detentadores de la fe[p. 52]licidad del presente. Añadamos aún que nadie puede vivir teniendo constantemente delante de los ojos el espectro terrorífico de la muerte: el hombre vive porque olvida que debe morir. Buena y santa es la previsión que se anticipa a los tristes sucesos y ampara a la prole de los posibles y aciagos reveses de la fortuna; mas debe tenerse presente que la vida sólo es tolerable en cuanto vale la pena de ser vivida. Ni es lícito olvidar tampoco que cada edad tiene sus deleites como tiene su cruz, y que es triste regla de conducta sacrificar enteramente la dicha de la edad juvenil a los mustios y anodinos placeres de la ancianidad.

Confío en que el lector hallará natural que yo reaccionase obstinadamente contra un ideal tan triste de la vida, ideal que mataba en flor todas mis ilusiones de mozuelo y cortaba bruscamente los arranques de mi naciente fantasía. Ciertamente, sin el misterioso atractivo del fruto prohibido, las alas de la imaginación hubieran crecido, pero no hubieran llegado quizás a adquirir el desarrollo hipertrófico que alcanzaron. Descontento del mundo que me rodeaba, refugiéme dentro de mí. En el teatro de mi calenturienta fantasía, sustituí los seres vulgares que trabajan y economizan por hombres ideales, sin otra ocupación que la serena contemplación de la verdad y de la belleza. Y traduciendo mis ensueños al papel, teniendo por varita mágica mi lápiz, forjé un mundo a mi antojo, poblado de todas aquellas cosas que alimentaban mis ensueños. Paisajes dantescos, valles amenos y rientes, guerras asoladoras, héroes griegos y romanos, los grandes acontecimientos de la historia... todo desfilaba por mi lápiz inquieto, que se detenía poco en las escenas de costumbres, en la copia del natural vulgar y en los tráfagos de la vida común. Eran mi especialidad los terribles episodios bélicos; y así, en un santiamén cubría una pared de barcos[p. 53] echados a pique, de náufragos salvados en una tabla, de héroes antiguos cubiertos de brillantes arneses y coronados de empenachado yelmo, de catapultas, muros, fosos, caballos y jinetes.

Pocas veces dibujaba soldados modernos: hallábalos insignificantes, prosaicos, cargados con su mochila y manta que les presta aire de faquines, con su feo ros, triste parodia del antiguo y majestuoso casco, y con la corta y casi inofensiva bayoneta, especie de asador sin mango, caricatura ridícula de la elegante, artística y tajante espada.

Además, la guerra moderna, a tiro limpio, considerábala antiartística y cobarde. Pensaba yo que en ella no puede vencer ya el guerrero más gallardo, corajoso y arrogante, sino acaso el más pusilánime y ruin que disparó su fusil desde un reparo y a mansalva. Antojábaseme semejante manera de combatir, más propia para degradar la raza humana que para mejorarla: una verdadera selección al revés. Sin duda que las guerras antiguas eran mortíferas, pero eran al menos siempre elegantes y estaban conformes con el principio de la evolución, ya que en ellas ceñían casi siempre el lauro los exquisitos artistas de la energía, de la forma y del ritmo. Hoy el plomo enemigo diezma preferentemente a los corpulentos, valerosos y arrojados, y respeta a los pequeños, flojos y pusilánimes. «En adelante —decía para mis adentros— no triunfarán los griegos, sino los persas; el heroísmo desarmado será arrollado por la riqueza y el frío cálculo; el zorro desarmará al león, y aquellos hermosos atletas, lustre y prez de la especie humana, los Milones de Crotona, cuyos esforzados brazos, endurecidos en mil combates gloriosos, fueron el escudo y el antemural de la patria, quedarán relegados a la triste y baja condición de Hércules de feria.»

De los asuntos guerreros pasaba al santoral. Pero cuan[p. 54]do pintaba santos, prefería los de acción a los contemplativos, y sobre todo los de caballería, entre los cuales, según adivinará fácilmente el lector, gozaba de todas mis simpatías el mío, es decir, Santiago apóstol, patrón de las Españas y terror de la morisma. Complacíame en representarlo tal como lo había contemplado en las estampas, o sea galopando intrépido sobre una parva de cadáveres de moros, la espada sangrienta en la diestra y el formidable escudo en la siniestra. ¡Con qué piadoso esmero iluminaba yo el yelmo con un poco de gutagamba y pasaba una raya azul por la espada, y me detenía en las negras barbas de mi santo, las cuales me salían largas, borrascosas, cual suponía yo que debía ser la pelambrera de los apóstoles!

Una de las copias del apóstol Santiago, hecha en papel e iluminada con ciertos colores que pude añascar en la iglesia, fué causa de mi perdición, y de que mis aficiones artísticas tuvieran en mi padre, ya de suyo mal avenido con toda clase de inclinaciones estéticas, enemigo declarado. Aburrido ya, sin duda, de quitarme lápices y dibujos, y viendo la ardiente vocación demostrada hacia la pintura, decidió mi padre averiguar si aquellos monos tenían algún mérito y prometían para su autor las glorias de un Velázquez o los fracasos de un Orbaneja. Y como no hubiese nadie en el pueblo suficientemente competente en achaques de dibujo, recurrió el autor de mis días a cierto revocador forastero, llegado por aquellos tiempos a Ayerbe, cuyo cabildo le había contratado para enjalbegar y pintar las paredes de la iglesia, terriblemente averiadas y chamuscadas por reciente incendio.

Ilustración Ilustración

Lám. V, Figs. 7 y 8.—Para quienes gusten de estas bagatelas, reproducimos aquí dos acuarelas encontradas rebuscando entre mis viejos papeles. Fueron ejecutadas de memoria, cuando yo tenía nueve o diez años, poco después de la época del desahucio del revocador. Ambas, sobre todo la primera, ofrecen ostensibles defectos de dibujo y proporciones. Una de ellas representa cierto labriego de Ayerbe bebiendo en la taberna; la otra reproduce la ermita de la Virgen de Casbas, en los Anguiles, cerca de la citada villa.

Llegados a presencia del Aristarco, desplegué tímidamente mi estampa; miróla y remiróla el pintor de brocha gorda, quien, después de mover significativamente la ca[p. 55]beza y de adoptar actitud digna y solemne, exclamó:

—¡Vaya un mamarracho! ¡Ni esto es apóstol, ni la figura tiene proporciones, ni los paños son propios... ni el chico será jamás un artista!...

Aterrado quedé ante el categórico veredicto. —¿Pero de veras no tiene el chico aptitudes para el arte? —osó mi padre replicar. —Ninguna, amigo mío —contestó implacable el rascaparedes—. Y dirigiéndose a mí, añadió: —Venga acá, señor pintamonas, y repare usted en las manazas del apóstol, que parecen muestras de guantero; en la cortedad del cuerpo, donde las ocho cabezas prescritas por los cánones han menguado a siete escasas, y, en fin, fíjese en el caballo, que parece arrancado de un tiovivo.

Yo no entendía jota de cánones; pero veía disiparse como humo mis más caras ilusiones, y me atreví a contestar tímidamente «que una figura copiada o arreglada de malas estampas no podía juzgarse con la severidad de un estudio del natural, pues ni yo había contemplado apóstoles, ni visto los arneses ni vestimentas de antiguos guerreros. Añadí que algunos de los defectos denunciados no me lo parecían del todo; así, un guerrero a caballo no podía ser tan largo como puesto de pie. Y en cuanto a las manos, ¿quería usted que las de un apóstol, acostumbrado a pegar recio y a empuñar formidable y pesada lanza, las tuviera tan pequeñas y relamidas como una señorita? Por lo que atañe al colorido, tiene usted razón; pero no habiendo yo podido proporcionarme otros colores que el bermellón, el ocre y ultramar que usted gasta en la iglesia, lo que usted debía hacer, antes que censurar mi paleta, es emplear otra mejor surtida. En resolución, dudo mucho que usted sea verdadero artista, ni siquiera persona medianamente discreta y razonable; pues de serlo, sabría[p. 56] usted excusar las incorrecciones en que forzosamente ha de caer un aficionado de nueve años, que pinta sin maestros, cuya falta de habilidad podría ser corregida con el estudio y el trabajo.» Claro está que no fueron tales mis palabras, pero sí mis razones.

Pero el cultivador del almazarrón y del albayalde hablaba ex cathedra y me desahució definitivamente. El silencio harto significativo de mi padre dióme a entender que todo estaba perdido. En efecto, la opinión del manchaparedes cayó en mi familia como el dictamen de una Academia de Bellas Artes. Decidióse, por tanto, que yo renunciara a los devaneos del dibujo y me preparara para seguir la carrera médica. En consecuencia, arreció la persecución contra mis pobres lápices, carbones y papeles; lo que me obligó a emplear todas las artes del disimulo para ocultarlos y ocultarme cuando, arrastrado por mi pasión favorita, holgábame en la copia de toros, caballos, guerreros y paisajes. Todavía conservo algunos de aquellos infantiles ensayos tan execrados por el famoso revocador. Como muestra de mis dibujos de entonces reproduzco cierta acuarela donde saltan a la vista graves defectos de proporción. Presenta harto grotescamente a un baturro en la taberna, empuñando el clásico porrón. ¿Pero quién pinta mejor, sin estudios, a los ocho años de edad?

Así comenzó entre mis progenitores y yo guerra sorda entre el deber y el querer; así surgió en mi padre la oposición obstinadísima contra una vocación tan claramente afirmada y definida; oposición que había de prolongarse aún diez o doce años, y en la cual, si no naufragaron del todo mis tendencias artísticas, murieron definitivamente mis aspiraciones a ser pintor.

¡Adiós ambiciosos ensueños de gloria, ilusiones de futuras grandezas! ¡Era menester trocar la mágica paleta del[p. 57] pintor por la roñosa y prosaica bolsa de operaciones! ¡Era forzoso cambiar el mágico pincel, creador de la vida, por el cruel bisturí, que sortea la muerte; el tiento del pintor, que parece cetro de rey, por el nudoso bastón de médico de aldea!

Tenía yo entonces un concepto demasiado lisonjero del arte y de los artistas. A mis ojos, el pintor genial aparecía como un ser superior, de estirpe de dioses, destinado a depurar la naturaleza de escorias y prosaísmos, de incongruencias y fealdades, y susceptible de crear un mundo ideal, superior al real y más digno de su Creador. Pensaba, además, que el augusto ministro de la belleza estaba llamado a desempeñar misión social de gran transcendencia: reconfortar las almas abatidas en sus conflictos con la realidad; conmover y edificar los corazones mostrándoles sublimes arquetipos de belleza moral y de alto patriotismo; y, en fin, difundir un poco de luz y alegría en el tenebroso camino por donde marcha la humanidad, fatigada por el trabajo y afligida por el dolor. Hoy, sin dejar de admirar a los buenos artistas, no hablaría de ellos con tanto entusiasmo. Y en este momento pienso[5], sobre todo, en esos modernísimos pintores que, ansiosos de renombre improvisado y no sabiendo cómo destacar y amplificar la minúscula personalidad, hacen gala de menospreciar el dibujo, el color, la perspectiva, las proporciones, el ambiente, todo lo que constituyó siempre la característica de los grandes maestros —de los cultivadores de la pintura perenne—, para sustituirlos con miserables engendros que se dirían visiones de beodos o pesadillas de enajena[p. 58]dos[6]. Pero no divaguemos y continuemos nuestro relato.

Mis conocimientos literarios hacían, entretanto, débiles progresos. Asistía a la escuela; pero atendía poco y aprendía menos. En realidad, mi instrucción elemental era bastante buena gracias a las lecciones de mi padre, que me enviaba al aula municipal, antes con la mira de sujetarme, que con la de que me ilustrara. Este prudente freno a mi libertad lo imponía mi carácter díscolo y mi afición a la vagancia. Cuanto más que mi progenitor no podía vigilarme: se lo impedía la numerosa clientela del pueblo y, sobre todo, sus salidas frecuentes a los anejos de Linás, Riglos, Los Anguiles y Fontellas. El seguimiento de mis pasos y la reprensión de mis desmanes corría, pues, a cargo del maestro y de mi madre, la cual, harto atareada con la crianza de los pequeños y el gobierno del hogar, no podía consagrar a su primogénito toda la atención deseada.

No obstante las precauciones tomadas, el diablo me tentaba a menudo. En cuanto la ocasión se presentaba, los revoltosos de clase hacíamos pimienta, celebrándola unas veces con peleas que armábamos en las afueras; otras explorando y escalando las ruinas del histórico castillo, en[p. 59] donde nos complacíamos en remedar las batallas de los tiempos feudales; y, en fin, engolfándonos en la vecina sarda, bosque secular de encinas, en donde pasábamos largas horas disparando flechazos a los pájaros y buscando nidos de picaraza (garza).

Por cierto que en este último entretenimiento ocurrióme cierta vez, dolorosa sorpresa: encaramado en la copa de una encina, afanábame en explorar un nido de garza, cuando, después de tocar cierta cosa peluda y blanduja, saqué súbitamente la diestra ensangrentada y dolorida a puros mordiscos: una familia de ratas, que había hecho presa del nido y devorado los huevos, revolvióse furiosamente contra el intruso que venía a molestarles en la pacífica posesión de su rapiña.

En otra ocasión, mi pasión por los nidos púsome en apretadísimo lance. Deseoso de explorar un nido de águilas, descendí como pude la gradería de imponente escarpa (Sierra de Linás); contemplé de cerca los aguiluchos todavía implumes, que me miraban espantados; pero no pude llegar hasta ellos. Temiendo la acometida de las águilas, cuyos chillidos creía oir, traté de escapar de la cornisa en que me había metido; pero al intentar la ascensión tropecé con dificultades insuperables. La especie de repisa en que mediante temerario salto había caído mostraba las paredes altas y casi lisas; quedé cogido como en trampa, pasando horas de terrible ansiedad bajo un sol abrasador y con el riesgo de morir de hambre y sed, pues nadie podía socorrerme por aquellas soledades. Mi industria y la navaja de que iba siempre acompañado salváronme al fin. Gracias a la herramienta y a la relativa blandura de la roca logré ensanchar algunas angostas grietas que, sirviéndome de peldaños y de agarradero para las manos, pusiéronme en franquía. ¡Qué de temeridades como éstas po[p. 60]dría contar si no temiera abusar de la paciencia del lector!

A su regreso de los pueblos, mi padre se enteraba de las demasías y algaradas de sus hijos y, montando en cólera, nos aplicaba azotaina monumental, amén de increpar a mi pobre madre (cosa que sentíamos mucho), por lo que él llamaba sus descuidos y excesivas blanduras para con nosotros.

El anuncio de estas palizas paternas, las cuales, por lógica progresión y por adaptación adecuada al acorchamiento de nuestra piel, se iniciaron con vergajos y terminaron con trancas y tenazas, infundíanos verdadero terror; y así aconteció en alguna ocasión, que por evitar la harto expresiva caricia paternal huíamos de casa, causando con ello honda pena a nuestra madre, que, angustiada y atribulada, nos buscaba por todo el pueblo.

Recuerdo que habiendo hecho mi hermano y yo novillos cierta tarde, y noticiosos de que alguien había llevado el soplo al severo autor de nuestros días, decidimos escaparnos a los montes, en donde permanecimos media semana o más, merodeando por los campos y alimentándonos de frutas y raíces; hasta que una noche, y cuando ya íbamos tomando gusto a la vida salvaje, mi padre, que nos buscaba por todos los escondrijos del vecino monte, hallónos durmiendo tranquilamente en un horno de cal. Sacudiónos de lo lindo, atónos codo con codo, y en tan afrentosa disposición nos condujo al pueblo, en cuyas calles tuvimos que soportar la chacota de chicos y mujeres.

Eran las somantas o tundas, según habrá colegido el lector, ordinario término de nuestras hazañas; pero, en virtud del proceso adaptativo susodicho los palos nos escocían, pero no nos escarmentaban. Mientras los cardenales estaban frescos guardábamonos muy bien de reincidir; pero una vez borrados, olvidábamos el propósito de la en[p. 61]mienda. Y es que los impulsos naturales, cuando son muy imperiosos, se deforman algo, se disimulan siempre, mas no se anulan jamás. Contrariados en nuestros gustos, privados del placer de campar por breñas y barrancos, a fin de ejercitar el lápiz del dibujante, la flecha del guerrero o la red del naturalista, asistíamos rezongando a la escuela, sin corregirnos ni formalizarnos. Todo se reducía a variar el teatro de nuestras diabluras: los diseños del paisaje se convertían en caricaturas del maestro; las pedreas al aire libre se transformaban en escaramuzas de banco a banco, en las cuales servían de proyectiles papelitos, tronchos, acerolas, garbanzos y judías; y en fin, a falta de papel de dibujo servíame de las anchas márgenes del Fleury, que se poblaban de garambainas, fantasías y muñecos; alusivos unos al piadoso texto, otros harto irreverentes y profanos.

En la escuela, mis caricaturas, que corrían de mano en mano, y mi cháchara irrestañable con los camaradas, indignaban al maestro, que más de una vez recurrió, para intimidarme, a la pena del calabozo, es decir, al clásico cuarto obscuro; habitación casi subterránea plagada de ratones, hacia la que sentían los chicos supersticioso temor y yo miraba como ocasión de esparcimiento, pues me procuraba la calma y recogimiento necesarios para meditar mis travesuras del día siguiente.

Allí, en las negruras de la cárcel escolar, sin más luz que la penosamente cernida a través de las grietas de ventano desvencijado, tuve la suerte de hacer un descubrimiento físico estupendo, que en mi supina ignorancia creía completamente nuevo. Aludo a la cámara obscura, mal llamada de Porta, toda vez que su verdadero descubridor fué Leonardo de Vinci.

He aquí mi curiosa observación: El ventanillo cerrado de[p. 62] mi prisión daba a la plaza, bañada en sol y llena de gente. No sabiendo qué hacer, me ocurrió mirar al techo, y advertí con sorpresa que tenue filete de luz proyectaba, cabeza abajo y con sus naturales colores, las personas y caballerías que discurrían por el exterior. Ensanché el agujero y reparé que las figuras se hacían vagas y nebulosas; achiqué la brecha del ventano sirviéndome de papeles pegados con saliva, y observé, lleno de satisfacción, que, conforme aquella menguaba, crecía el vigor y detalle de las figuras. Por donde caí en la cuenta de que los rayos luminosos, gracias a su dirección rigurosamente rectilínea siempre que se les obliga a pasar por angostísimo orificio, pintan la imagen del punto de que provienen. Naturalmente mi teoría carecía de precisión, ignorante como estaba de los rudimentos de la óptica. En todo caso, aquel sencillo y vulgar experimento dióme altísima idea de la física, que diputé desde luego como la ciencia de las maravillas. Claro es que tenía en cuenta el portento del ferrocarril, de la fotografía (recientemente inventada por entonces), la aerostación, etc. Y mis entusiasmos, algo instintivos, no me engañaban. Porque a la física somos deudores de la gloriosa civilización europea. Si fuera posible restar del patrimonio del humano saber las leyes y fenómenos de dicha ciencia, el hombre retrocedería bruscamente al estado cavernícola.

Por entonces, muy ajeno a las grandiosas perspectivas que abre al espíritu el estudio de las fuerzas naturales, propúseme sacar partido de mi impensado descubrimiento. Y montando sobre una silla entreteníame en calcar sobre papel aquellas vivas y brillantes imágenes que parecían consolar, como una caricia, las soledades de mi cárcel.

«¿Qué me importa —pensaba yo— carecer de libertad? Se me prohibe corretear por la plaza, pero en compensación[p. 63] la plaza viene a visitarme. Todos estos fantasmas luminosos son fiel trasunto de la realidad y mejores que ella, porque son inofensivos. Desde mi calabozo asisto a los juegos de los chicos, sigo sus pendencias, sorprendo sus gestos, y gozo, en fin, lo mismo que si tomara parte en sus diversiones.»

Muchas veces he pensado que la dicha está en la contemplación y que toda acción es más o menos dolorosa. ¡Qué hermoso fuera observar a los hombres como el astrónomo observa los astros, sin intervenir para nada en el conflicto de las voluntades! ¡Así debe contemplar Dios a los hombres desde el alto Empíreo! El autor de la Creación dispone quizás también de colosal cámara obscura, tendida allá en las negruras del espacio, en cuyo fondo discierne las imágenes de todos los fenómenos del Cosmos, desde el girar de los mundos hasta el palpitar de los átomos. Si no fuera irreverencia hablar en sentido directo del ojo de Dios, diríamos que posee retina tan vasta, que puede recibir la imagen total del Cosmos; acuidad diferencial tan exquisita, que alcanza a distinguir hasta el electron y las partículas del éter (caso de que no sean la misma cosa); tan poderosa capacidad para la apreciación de la tercera dimensión, que ve por transparencia, con su tamaño natural y con su relieve propio, desde los mundos más próximos hasta las más remotas nebulosas. Pero no recaigamos en enfadosas divagaciones.

Ufano con mi descubrimiento, tomaba cada día más apego al reino de las sombras. Pero tuve la simplicidad de comunicar mi hallazgo a los camaradas de encierro, los cuales, después de reirse de mi bobería, aseguraron que dicho fenómeno carecía de importancia, por ser cosa natural y como juego que hace la luz al entrar en los cuartos obscuros. ¡Cuántos hechos interesantes dejaron de convertirse[p. 64] en descubrimientos fecundos, por haber creído sus primeros observadores que eran cosas naturales y corrientes, indignas de análisis y meditación! ¡Oh, la nefasta inercia mental, la inadmirabilidad de los ignorantes! ¡Qué de retrasos ha causado en el conocimiento del Universo!

Es curioso notar cómo el vulgo que alimenta su fantasía con narraciones de brujas o de santos, sucesos misteriosos y lances extraordinarios, desdeña, por vulgar, monótono y prosaico, el mundo que le rodea, sin sospechar que en el fondo de él todo es arcano, misterio y maravilla. Todos podemos convertir el sainetón, gris, fastidioso y casero, en comedia de alta magia, por cuyo escenario desfilen hadas y gnomos, gigantes y monstruos, ángeles y diablos, Princesas que descienden a Cenicientas y Cenicientas que suben a Reinas. Para operar tan prodigiosa metamorfosis, la ciencia posee una varilla mágica y cierto talismán infalibles: llámanse respectivamente atención y reflexión.

Por lo demás, dejo consignado que mi flamante descubrimiento físico no podía granjearme los honores de la prioridad. Dos siglos antes había sido hecho por el gran Leonardo, que fué no sólo insigne pintor, sino físico ilustre; de presumir es también que, en tiempos más remotos, otros muchos sorprendieran, aunque no publicaran, el sorprendente fenómeno.

Ilustración Ilustración

Lám. VI, Figs. 9 y 10.—Dos vistas del Castillo de Loarre, objetivo de mis correrías y curioseos arqueológicos durante mi adolescencia. La primera muestra la fortaleza-palacio de Sancho Ramírez, vista desde el Este. La segunda enfoca el mismo tema pero desde más lejos, y fué tomada por mí allá por los años de 1883.


[p. 65]

Friso ornamental

CAPÍTULO VII

Mi traslación a Jaca. — Las pintorescas orillas del Gállego. — Mi tío Juan y el régimen vegetariano. — El latín y los dómines. — Empeño vano de los frailes en domarme. — Retorno a los devaneos artísticos.

C

Corría el año 61. Hallándome próximo a cumplir los diez de mi edad, decidió mi padre llevarme a estudiar el bachillerato a Jaca, donde había un Colegio de padres Escolapios, que gozaba fama de enseñar muy bien el latín y de educar y domar a maravilla a los chicos díscolos y revoltosos. Tratada la cuestión en familia, opuse algunos tímidos reparos: dije a mi padre que, sintiendo decidida vocación por la pintura, prefería cursar la segunda enseñanza en Huesca o en Zaragoza, ciudades donde había Escuela de dibujo e Instituto provincial. Añadí que no me agradaba la medicina, ni esperaba, dados mis gustos e inclinaciones, cobrar afición al latín; de que se seguiría perder tiempo y dinero.

Pero mi padre no se avino a razones. Mostróse escéptico acerca de mi vocación, que tomó acaso por capricho de muchacho voluntarioso y antojadizo.

Dejo ya consignado más atrás que mi padre, intelectualista y practicista a ultranza, estaba muy lejos de ser un sentimental. Se lo estorbaba cierto concepto equivocado[p. 66] del arte, considerado como profesión social. En su sentir, la pintura, la escultura, la música, hasta la literatura, no constituían modos formales de vivir, sino ocupaciones azarosas, irregulares, propias de gandules y de gente voltaria y trashumante, y cuyo término fatal e inevitable no podía ser otro que la pobreza y la desconsideración social. En su concepto, la obsesión artística de algunos jóvenes representa algo así como enfermedad de crecimiento, cuyos síntomas característicos son: tendencia a la holganza y al regalo, aversión a la ciencia y al trabajo metódico y, en fin, indisciplina de la voluntad.

Para persuadirme y traerme a lo que él consideraba el mejor camino, contábame historias de conocidos suyos, artistas fracasados, pintores de historia con demasiada historia y poco dinero; de literatos que se criaban para genios y cayeron en miserables gacetilleros o en famélicos secretarios de Ayuntamiento de pueblo; de músicos resueltos a emular a Beethoven y Mozart que pararon en derrotados y mugrientos organistas de villorrio. Como última razón, y a guisa de consuelo, prometíame que, cuando fuera médico, es decir, a los veintiún años de edad, asegurada mi situación económica, podría divagar cuanto quisiese por las regiones quiméricas del arte; pero entretanto su deber era proporcionarme modo de vivir honesto y tranquilo, capaz de preservarme de la miseria.

No era mi progenitor de los que, tomada una resolución firme, vuelven sobre ella, y menos por las observaciones aducidas por sus hijos. Debí, por tanto, someterme y prepararme al estudio del antipático latín y a trabar conocimiento con los frailes.

En los días siguientes, que eran los postreros de Septiembre, escribió mi padre a Jaca, anunciando a unos parientes, tan honrados como laboriosos, la decisión tomada[p. 67] y su deseo de que recibiesen a su hijo, en concepto de pupilo, durante el tiempo que durasen los estudios. La contestación fué afirmativa, según era de suponer dado el parentesco de mi tío Juan, y los motivos de gratitud que le ligaban a mi familia.

El excelente tío Juan, hermano de mi madre, era un hábil tejedor de Jaca, en donde gozaba bien cimentada fama de laborioso y de hombre cabal. Pero su situación económica, años antes desahogada, había sufrido recientes reveses, a los que vinieron todavía a añadirse la muerte de su mujer y la escapatoria del hijo mayor, brazo derecho del taller y amparo del anciano. Estas desgracias de familia obligáronle a contraer algunas deudas, siendo mi padre el principal, aunque desinteresado acreedor.

Cuento estos detalles para que se comprenda mejor mi especial situación en casa de mi tío. Deseoso mi padre de reintegrarse lo prestado, convino con mi pariente en pagarle un pequeño estipendio mensual por el hospedaje, destinando otra parte del importe de éste a enjugar la deuda.

Con tan singular procedimiento de cobro, cometióse grave error; porque si bien la calidad del parentesco y la bondad de mis patrones, alejaba toda sospecha de malos tratos, era imposible que mi tío, escaso de recursos, y no muy bien de salud para trabajar, se sacrificara para procurar a su sobrino, sin compensaciones pecuniarias suficientes, alimentación y regalo que para sí deseara.

Dispuesto todo para la partida, despedíme con sentimiento de mis amigos, compañeros de tantas travesuras y desmanes; dije adiós al maestro, a quien tanto había hecho rabiar, y cierta hermosa mañana de Septiembre púseme en camino para la ciudad fronteriza, en compañía de mi padre, que deseaba recomendarme eficazmente a los frailes.

[p. 68]Sirviónos de vehículo el carro del ordinario, en el cual y cubriendo el equipaje, habíase extendido mullido colchón. Yo me instalé junto a las lanzas del carro a fin de explorar cómodamente el paisaje.

Las dos primeras horas del viaje transcurrieron lentas y tristes. Era la primera vez que abandonaba el hogar y una impresión de vaga melancolía embargaba mi ánimo. Pensaba en los sollozos de mi madre al desgarrarse de su hijo y en los consejos con que trató de inculcarme el cariño y obediencia a mis tíos y el respeto y veneración a mis futuros maestros.

Poco a poco fué cediendo mi tristeza. El instinto y la curiosidad de lo pintoresco se sobrepusieron a mi languidez.

El camino, algo monótono desde Ayerbe a Murillo, se hace muy interesante desde esta población hasta Jaca. Durante gran parte del trayecto, la carretera serpentea por las orillas del Gállego, cuyas rápidas corrientes marchan, en unos puntos, someras y desparramadas, mientras que en otros se concentran y precipitan tumultuosamente por entre acantilados gigantes, medio ocultas en angostas gargantas.

No me cansaba de admirar los mil detalles pintorescos que los recodos del camino y cada altura, penosamente ganada, permitía describir. Entre otros accidentes del panorama, quedaron profundamente grabados en mi retina: los gigantes mallos de Riglos, que semejan columnatas de un palacio de titanes; el bloque rocoso de Lapeña, que amenaza desplomarse sobre el pueblo, al pie del cual corre, embutido en profundísimo canal, el rumoroso Gállego; el elevado y sombrío monte Pano, cuya formidable cima asoma por Occidente, no lejos de Anzánigo; y por último, el sombrío y fantástico Uruel, de roja cimera, que domina [p. 69]el valle de Jaca, y semeja colosal esfinge, que guarda la entrada del valle del Aragón.

Ilustración

Lám. VII, Fig. 11.—El monte Uruel (Jaca), visto por el Poniente. La proximidad del punto de vista impide reconocer la forma y apreciar la grandiosidad de esta montaña, que sólo aparece bien desde el llano de Jaca, es decir, contemplada por el Norte.

Mi curiosidad complacíase sobremanera en presencia de tan hermosas perspectivas; y así no cesaba de pedir a mi padre, que conocía a palmos el terreno, noticias detalladas sobre los ríos, aldeas y montañas, cerca de las cuales pasábamos. No sólo satisfizo mi curiosidad, sino que me contó multitud de anécdotas y episodios de su juventud transcurridos en aquellos lugares, y algunos sucesos históricos de que las orillas del Gállego fueron teatro en la funesta primera guerra civil.

Llegados a Jaca e instalados en casa de mi tío, fué la primera providencia de mi padre presentarme a los reverendos Escolapios, a quienes me recomendó encarecidamente. Encargóles que vigilaran severamente mi conducta y me castigaran sin contemplaciones en cuanto diera para ello el menor motivo.

El Director del Colegio dió plena seguridad a mi padre acerca de este punto, y para tranquilizarle nos presentó al padre Jacinto, profesor de primero de Latín, que era por entonces el terrible desbravador de la Comunidad y a quien, según fama, no se había resistido ningún rebelde. A la verdad, yo me alarmé algo, sólo un poco, al contemplar la estatura ciclópea, los anchísimos hombros y macizos puños del dómine, que parecía construído expresamente para la doma de potros bravíos. Y me limité a decir para mi capote: «Allá veremos».

Días después sufrí el examen de ingreso, que satisfizo plenamente a los frailes; fué tan lisonjero el éxito, que me consideraron como el alumno mejor preparado para la segunda enseñanza.

Tranquilo mi padre por el buen giro que tomaban las cosas, y esperanzado de que yo pagaría con una aplica[p. 70]ción nunca desmentida los afanes y sacrificios que se imponía, regresó a Ayerbe y yo quedé entregado a mi santa voluntad, que era como quedar entregado al diablo mismo.

Dejo apuntado ya que mi tío era muy anciano y estaba achacoso; vivía casi solitario, pues de sus dos hijos sólo el pequeño, mi primo Timoteo, a la sazón aprendiz en una fábrica de chocolate, le acompañaba. Absorbido en su telar, cuidaba poco de la casa, que abandonaba al manejo de vieja criada. Los conocimientos culinarios de esta buena mujer no podían ser más sumarios ni mejor encaminados a evitar el despilfarro y la indigestión.

Las coles, nabos y patatas constituían los platos fundamentales y de resistencia; de vez en cuando, comíamos carne; pero en justa compensación abundaban las gachas de maíz, llamadas allí farinetas, que era una bendición. Días hubo que nos sirvió tres veces gachas y, a fin de evitar la monotonía, nuestra patrona, que no carecía de imaginativa, dió en la flor de asar las farinetas sobrantes del almuerzo; con cuyo ingenioso arbitrio convirtióse el engrudo de maíz en un plato nuevo, tan original como vistoso, que podía pasar, con algo de buena voluntad, por aristocrático pudding. Nuestro postre habitual eran manzanas, fruta de que se cultivan en Jaca variedades excelentes.

Los días de fiesta nos reservaba la patrona grata sorpresa: añadía a las plebeyas gachas suculentos chicharrones. ¡Eran de ver los gestos de contrariedad que hacíamos mi primo y yo cuando la ciega lotería del cucharón nos agraciaba con sólo un premio, reservando la mayoría de los sabrosos tropezones para otros comensales!

Hambre, sin embargo, no pasábamos. Cuando nuestro estómago insatisfecho exigía algún suplemento, hallába[p. 71]mosle en los montones de las sabrosas manzanas del granero y en la improvisación de un plato de patatas al natural, que preparábamos asando estos tubérculos sobre el rescoldo y adobando la amarilla y jugosa miga con algunos granos de sal y gotas de vinagre.

Merced al régimen de las farinetas y a los ayunos de castigo de que más adelante hablaré, quedé hecho un espárrago. Creo que hasta mis facultades mentales declinaron bastante. Dijérase que el engrudo de maíz se me embebió en la cabeza y ocupó el lugar de los sesos; pues, según veremos luego, los buenos de los frailes se vieron y se desearon para imprimir en ellos algunos pocos latines.

Debo añadir que al final de aquel año el trato de mis patrones mejoró muchísimo. Uno de mis primos, Victoriano Cajal, regresado de sus correrías, se estableció en el hogar de sus padres, contrayendo poco después matrimonio con doncella sumamente bondadosa e inteligente. Con aquel inesperado refuerzo, el gobierno de la casa entró en orden y el menú se hizo más variado y suculento.

No sabría decir yo si el vacío de afecciones y la excesiva sequedad de mis maestros exacerbaron mis rebeldías nativas y dieron al traste con promesas formales. Algo debieron influir quizá; imagino, sin embargo, que no fueron condición única de mis extravíos. La loca de la casa con que mi padre no había contado y que de día en día iba exaltándose, a pesar del régimen enervante de las gachas y de los diarios castigos, contribuyó mucho a mi creciente desaplicación.

Retoñaron, pues, vigorosamente mis delirios artísticos. Cobré odio a la Gramática latina, en donde no veía sino un chaparrón abrumador de reglas desautorizadas por infinitas excepciones, que había que meter en la cabeza, quieras que no, a porrazo limpio, como clavo en pared. Desa[p. 72]zonábame también esa aridez desconsoladora del estilo didáctico, seco y enjuto, cual carretera polvorienta en verano.

Con la citada antipatía hacia la Gramática, inauguróse en mí esa lucha sorda y tenaz, física y moral entre el cerebro y el libro, en la cual lleva éste siempre la peor parte; porque de los sabios preceptos del texto pocos o ninguno penetran en el alma; pero, en cambio, las divagaciones y ensueños de la fantasía entran a saco, sin compasión, en las hojas del texto, cuyas márgenes se cubren de una vegetación parásita de versos, paisajes, episodios guerreros y regocijadas caricaturas.

Mis textos latinos —el Cornelio Nepote, el Arte poética de Horacio, etc.— vencidos en esta batalla, transformáronse rápidamente en álbums donde mi desbordante imaginación depositaba diariamente sus estrafalarios engendros. Y como las márgenes de los libros resultaban harto angostas para contener holgadamente todas mis alegres «escapadas al ideal», más de una vez me decía: «¡Lástima de Gramática que no fuera todo márgenes!»

Pero si mi Nebrija no me enseñaba nada, aprovechaba, en cambio, para divertir a mis camaradas. En cuanto llegaba yo a clase, rodeábanme los golosos de las ilustraciones del texto, que corría de mano en mano y era más zarandeado y sobado que rueda de barquillero.


[p. 73]

Friso ornamental

CAPÍTULO VIII

El padre Jacinto, mi dómine de latín. — Cartagineses y romanos. — El régimen del terror. — Mi aversión al estudio. — Exaltación de mi fiebre artística y romántica. — El río Aragón, símbolo de un pueblo.

N

No trato de disculpar mis yerros. Confieso paladinamente que del mal éxito de mis estudios soy el único responsable. Mi cuerpo ocupaba un lugar en las aulas, pero mi alma vagaba continuamente por los espacios imaginarios. En vano los enérgicos apóstrofes del profesor, acompañados de algún furibundo correazo, me llamaban a la realidad y pugnaban por arrancarme a mis distracciones; los golpes sonaban en mi cabeza como aldabonazo en casa desierta. Todos los bríos del padre Jacinto, que hizo mi caso cuestión de amor propio, fracasaron lastimosamente.

Hecha esta confesión, séame lícito declarar también que en mi desdén por el estudio entró por algo el desacertado sistema de enseñanza y el régimen de premios y castigos usados por los padres Escolapios.

Como único método pedagógico, reinaba allí el memorismo puro. Preocupábanse de crear cabezas almacenes en lugar de cabezas pensantes. Forjar una individualidad mental; consentir que el alumno, sacrificando la letra al[p. 74] espíritu, se permitiera cambiar la forma de los enunciados... eso, ni por pienso. Allí, según ocurre todavía hoy en muchas aulas, sabía solamente la lección quien la recitaba fonográficamente, es decir, disparándola en chorro continuo y con gran viveza y fidelidad; no la sabía, y era, por ende, severamente castigado aquel a quien se le paraba momentáneamente el chorro, o titubeaba en la expresión, o cambiaba el orden de los enunciados.

A guisa de infalibles estimulantes de los tardos empleábanse, en lugar de los inocentes palitos de pasa aconsejados para aliviar la memoria, el puntero, la correa, las disciplinas, los encierros, los reyes de gallos y otros medios coercitivos y afrentosos.

Como se ve, el viejo adagio la letra con sangre entra, reinaba entre aquellos buenos padres sin oposición; y lo singular del caso era que la sangre corría, pero la letra no entraba por ninguna parte. En cambio penetraba en nosotros aversión decidida a la literatura latina y odio inextinguible a los maestros. Así se perdía del todo esa intimidad cordial, mezcla de amistad y de respeto, entre maestro y discípulos, sin la cual la labor educadora constituye el mayor de los martirios.

Cometería grave injusticia si dijera que todos los frailes aplicaban, con igual rigor, los citados principios pedagógicos; teníamos dómines humanos y hasta cariñosos y simpáticos. Pero yo no tuve la dicha de alcanzarlos, porque regentaban asignaturas de los últimos cursos y vime forzado, por causas de que luego hablaré, a abandonar la escuela calasancia en el segundo. Entre estos maestros simpáticos recuerdo al padre Juan, profesor de Geografía y excelente pedagogo. Éste no pegaba, pero en cambio sabía excitar y retener nuestra curiosidad.

Obedeciendo, sin duda, a la regla del perfecto amolador,[p. 75] que consiste en hacer la primera afiladura del cuchillo con la piedra de asperón más basta, para acabar de repasarlo con las más finas y suaves, el claustro de Jaca encargó muy sabiamente el desbaste de los alumnos del primer año al más áspero desbravador de inteligencias.

Tocónos, en efecto, a los pobretes del primer curso de latín el más severo de todos los frailes, el padre Jacinto, de quien hablé ya en el anterior capítulo. Era natural de Egea y estaba en posesión de los bríos y acometividad característicos de los matones de las Cinco Villas. Su voz corpulenta y estentórea atronaba la clase y sonaba en nuestros oídos cual rugido de león. Bajo el poder de este Herodes, caímos unos 40 infelices muchachos, llegados de distintos pueblos de la montaña, y nostálgicos aún de las caricias maternales.

Ya desde la primera conferencia, en que planteó clara y expresivamente su sistema de enseñanza, y nos anunció las virtudes del gato de siete colas, comprendimos que las tiernas y suaves reconvenciones maternas no iban a tener en el padre Jacinto un continuador.

Dividiónos en dos bandos o grupos, llamados de cartagineses y romanos, según rezaban unos letreros puestos en alto en cada lado del aula. Tocóme en suerte ser cartaginés, y acredité bien pronto el nombre según lo que me zurraba Scipión, quiero decir, el terrible dómine, capaz él sólo de acabar con todos los cartagineses y romanos. Para mí, pues, todos los días se tomaba Cartago, sin que llegasen nunca los triunfos de Aníbal y menos las delicias de Capua.

Acobardados por aquel régimen de terror, entrábamos en clase temblando, y en cuanto comenzaban las conferencias, sentíamos pavor tal, que no dábamos pie con bolo. ¡Pobre del que se trabucaba en la conjugación de un ver[p. 76]bo o del que balbuceaba en la declinación del quinam quaenam, quodnam o del no menos estrafalario quicumque! Los correazos caían sobre él a modo de aguacero, aturdiéndole cada vez más y paralizando su retentiva.

¡Cuántas veces, caído a los pies de mi verdugo, que blandía amenazadora su potente correa, maldije de los bárbaros del Norte, que no supieron acabar con el latín, como acabaron con los latinos!

Al abandonar el aula, nuestras caras irradiaban júbilo inmenso, la alegría bulliciosa de la liberación; sin considerar ¡pobretes! que al día siguiente debía renovarse la tortura, entregando nuestras muñecas, no bien deshinchadas aún de los bergantes del día anterior, a la terrible correa del dómine.

El educador que comienza demasiado pronto a castigar corre el riesgo de no acabar jamás de castigar. El empleo exclusivo de la violencia, sin las prudentes alternativas de la bondad, de la indulgencia y aun del halago, embota rápidamente la sensibilidad física y moral y mata en el niño todo resto de pundonor y de dignidad personal. A fuerza de oirse llamar torpe, acaba por creer que lo es, e imagina que su torpeza carece de remedio. Tal me ocurrió a mí y a muchos de mis camaradas. Insultados, azotados y vejados desde los primeros días, y viendo que era casi imposible evitar aquella furiosa racha de malos tratos, puesto que se renovaba por la más pequeña falta, hubimos de aceptar filosóficamente nuestro papel de pigres y de víctimas, buscando nuestro remedio en la consabida acomodación fisiológica al castigo. En nuestra ingenuidad, creíamos que la mejor manera de vengarnos del verdugo era hacer lo contrario de lo que aconsejaba y quería.

Aparte mis distracciones, adolecía de un defecto fatal: mi retentiva verbal era algo infiel; faltóme siempre[p. 77] —y de ello hablaré más adelante— esa viveza y limpidez de palabra característica de los temperamentos oratorios. Y para colmo de desgracia, dicha premiosidad exagerábase enormemente con la emoción. En cambio, mi memoria de ideas, sin ser notable, era bastante aceptable y regular mi comprensión. Mi padre había ya reparado en ello. Por lo cual solía prevenir a mis preceptores, diciéndoles: —Tengan ustedes cuidado con el chico. De concepto lo aprenderá todo; pero no le exijan ustedes las lecciones al pie de la letra, porque es corto y encogido de expresión. Discúlpenle ustedes si en las definiciones cambia palabras, empleando voces poco propias. Déjenle explicarse, que él se explicará—. Desgraciadamente, pocos profesores tuvieron en cuenta tan prudentes avisos; ¡jamás aguardaron, para juzgarme, a que me explicara!...

El mal nace —según nota muy bien Herbert Spencer— de que el maestro debiera ser un buen psicólogo, cuando, por desgracia, no es otra cosa, por punto general, que recitador torpe y rutinario. Mero portavoz de la tradición y simple receptáculo de ideas y de frases hechas, propende, por ley de herencia, a ejecutar en sus discípulos la mala obra que sus maestros le hicieron. Y al hablar así, aludimos no sólo a mis maestros de Jaca, sino a la mayoría de nuestros Institutos docentes. Pero de este grave defecto hablaré más adelante.

Corolario de esta doctrina pedagógica es cierta equivocada apreciación de las aptitudes: estimar como cualidades positivas y dignas de loa la sugestibilidad y el automatismo nervioso; y como atributos negativos que piden corrección y vituperio, la espontaneidad del pensamiento y el espíritu crítico. Es común en estos maestros rutinarios tomar la viveza por despejo, la retentiva por recto juicio y la docilidad por virtud.

[p. 78]No he de negar yo, ciertamente, que la agilidad de la palabra y la retentiva tenaz y pronta asócianse, a veces, a un entendimiento privilegiado; es más, estimo que no hay talento superior que no nutra sus raíces en el terreno de excelente memoria; pero, conforme la experiencia acredita, es también frecuente hallar divorciadas ambas facultades, y aun desenvueltas en proporción inversa; circunstancia que no se escapó a nuestro Huarte, el cual, en su Examen de ingenios, hace notar ya que los jóvenes dotados de gran retentiva y que aprenden fácilmente los idiomas, suelen gozar de mediano entendimiento para las ciencias y la filosofía. Fácil sería recordar otros testimonios, el de Locke, por ejemplo.

He consignado varias veces el pavor que nos infundía el padre Jacinto. Aunque sea insistiendo una vez más en el tema, recordaré cierto suceso que acredita cuánta era la fuerza de aquel patagón con sotana. A un infeliz, llamado Barba, que, amedrentado y aturdido, había contestado no sé qué desatino, descargóle el dómine tan formidable trompada, que lanzó al cuitado, a guisa de proyectil, contra una pizarra, distante lo menos tres metros; la violencia del choque derribó el encerado, rompió el caballete que lo sostenía, y del rebote de aquél y del volar de las astillas, quedaron mal parados dos pobres muchachos más.

Todos los días había contusiones y equimosis. Hasta se contaba que años antes, de resultas de formidable paliza, había fallecido un estudiante. Ignoro si esto fué cierto: lo que me consta es que muchos padres se quejaban del mal trato recibido por sus hijos, y amenazaban con recurrir a la autoridad judicial.

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Lám. VIII, Figs. 12 y 13.—Vistas de Jaca. La primera muestra la muralla de Jaca por el lado del Este, con una de las puertas principales. La segunda presenta el paseo que rodea la muralla, punto habitual de las correrías de los chicos.

Ocioso es decir que semejante régimen de intimidación y de castigos rigurosos daba resultados contraproducentes. Nuestra conducta empeoraba de día en día. Se nos [p. 79]acostumbraba demasiado al bochorno y se embotaba el pundonor. Caíamos tan bajo que perdíamos la esperanza y hasta el deseo de elevarnos. Para aquellos educandos, el educador no era ya el guía paternal que conoce el buen camino, sino el adversario que abusaba de sus fuerzas y de cuya superioridad física sólo podíamos vengarnos con la impasibilidad y la desobediencia. Digan lo que quieran los partidarios de la ortopedia moral, el llamamiento amistoso a la conciencia del discípulo, el empleo discreto y preferente del halago y de la persuasión, con alegación de los motivos racionales de cada mandato y, sobre todo, la confianza fingida o real en el talento potencial del niño, talento que sólo espera ocasión propicia para manifestarse, constituyen recursos pedagógicos muy superiores a los castigos corporales.

Afortunadamente, yo tenía en el cultivo del arte y en la contemplación de la naturaleza grandes consuelos. En presencia de aquella decoración de ingentes montañas que rodean la histórica ciudad del Aragón, olvidaba mis bochornos, desalientos y tristezas.

Porque el panorama del valle de Jaca es uno de los más bellos y variados que nos ofrece la cordillera pirenaica. Al Norte cierra el horizonte, elevándose majestuosamente el Pirineo, coronado de perpetuas nieves; al Oeste, apartado de la ciudad por fértil y amena llanura, asoma su robusta cabeza el monte Pano, en cuya ladera occidental, regada más de una vez con agarena sangre, se abre la cueva sagrada que fué antaño cuna y altar de la independencia aragonesa; del lado oriental se columbran las montañas de Biescas, por cima de las cuales emergen, cubiertos de blanco sudario, los Picos de Panticosa y Sallent; y hacia el Mediodía, cerrando el paso de las tibias auras de la[p. 80] tierra llana, yérguese hasta las nubes el fantástico Uruel, mudo testigo de las legendarias hazañas de la raza, y cuya roja cabeza parece mirar obstinadamente al Sur, como señalando al duro almogávar el camino de las gloriosas empresas.

La ciudad misma tenía para mí inefables encantos. Gustábame saborear las bellezas de su vieja catedral, discurrir por lo alto de las murallas y explorar torreones y almenas. ¡Cuántas veces, subido en lo alto de un baluarte, y avizorando la llanura, a guisa de vigía medioeval, por las angostas ballesteras, daba rienda suelta a mis ensueños, y me consolaba de mi soledad sentimental!... De cuando en cuando, la aparición de una friolera lagartija o el vuelo del milano sacábame del ensimismamiento, despertando mis aficiones de naturalista. Para estas correrías de tejas arriba, dábame grandes facultades la casa de mi patrón, cuyo huerto lindaba con un torreón de la muralla, medio derruido y fácil de escalar.

Como es natural, en Jaca hallé también amigos y camaradas con quienes compartir juegos y travesuras. País extremadamente frío el jaquense, nuestra diversión favorita consistía, durante el invierno, en arrojarnos a la cabeza bolas de nieve, en cuya diversión tomaban parte hasta las señoritas, que disparaban sus proyectiles a mansalva desde ventanas y balcones. Cuando los glaciales cierzos del Enero amontonaban grandes taludes de nieve junto a las murallas, nuestro predilecto deporte consistía en socavar en el espesor de aquélla corredores y aposentos. Otras veces, con nieve apretada, construíamos casas, roqueros castillos y cavernas de trogloditas y esquimales. El hábito de bregar diariamente con nieves y carámbanos, bien pronto me hizo insensible al frío, endureciendo mi [p. 81]piel y adaptándome perfectamente al riguroso clima montañés.

Ilustración Ilustración

Lám. IX, Figs. 14 y 15.—La primera copia la calle principal de Jaca, con el edificio de la alcaldía. La segunda presenta el río Aragón, bordeado de huertas; allá en el fondo asoma un pico del Pirineo, el Coll de Ladrones, desgraciadamente muy achicado por el objetivo fotográfico, que tiene, según es sabido, el defecto de empequeñecer notablemente los últimos planos.

Sin embargo, los juegos en cuadrilla no me interesaban tanto como los paseos y excursiones solitarias. Una de mis jiras predilectas era bajar al río Aragón, corretear por los bordes de su profundo y peñascoso cauce, remontando la corriente hasta que me rendía el cansancio. Sentado en la orilla, embelesábame contemplando los cristalinos raudales y atisbando a través del inquieto oleaje los plateados pececillos y los pintados guijarros del álveo. Más de una vez, enfrente de algún peñasco desprendido de la montaña, intenté, aunque en vano, copiar fielmente en mi álbum los cambiantes fugitivos de las olas y las pintadas piedras que emergían a trechos, cubiertas de verdes musgos.

A menudo, tras largas horas de contemplación, caía en dulce sopor: el suave rumor del oleaje y el tintineo de las gotas al resbalar sobre los guijarros, paralizaban mi lápiz, anublaban insensiblemente mis ojos y creaban en mi cerebro un estado de subconciencia propicio a las fantásticas evocaciones. El murmullo de la corriente adquiría poco a poco el timbre de trompa guerrera; y el susurro del viento parecía traer de las azules playas del pasado la voz de la tradición, henchida de heroicas gestas y de doradas leyendas...

—Éste es —exclamaba— el río sagrado del solar aragonés; el que fecundó las tierras conquistadas por nuestros antepasados; el que dió nombre a un gran pueblo y hoy simboliza aún toda su historia. Nacido en los valles del Pirineo por la fusión de neveras y la afluencia de fríos veneros, crece caudaloso por el valle de Jaca y desagua generosamente en el Ebro. Así la raza montañesa, que vegetó humilde, pero valerosa y libre, en los angostos valles pirenaicos, corrió en el ancho cauce de la patria arago[p. 82]nesa, a su vez desembocada también, a impulsos de altos móviles políticos, en el dilatado mar de la patria española. Sus frías corrientes templaron el acero de los héroes de la reconquista: ellas son acaso las que, circulando por nuestras venas, templan el resorte de la voluntad obstinada de la raza...

Mi aspiración suprema era remontar el río sagrado, descubrir sus fuentes e ibones y escalar las cimas del Pirineo, tentación perenne a mi codicia de panoramas nuevos y de horizontes infinitos. «¿Qué habrá allí —me preguntaba a menudo— tras esos picos gigantes, blancos, silenciosos e inmutables? ¿Se verá Francia quizá, con sus verdes montañas, sus fértiles valles y sus bellísimas ciudades? ¡Quién sabe si desde la ingente cumbre del Coll de Ladrones o de la cresta divisoria del Sumport no aparecerán lagos cristalinos y serenos bordeados por altísimos cantiles de pintada roca, por cuyos escalones se despeñen irisadas cascadas! ¡Qué asuntos más cautivadores para un lápiz romántico!»... Por desgracia, ni tenía dinero ni libertad para emprender tan largas excursiones.

Aquella curiosidad insana me atormentaba cual una obsesión. Y tan resuelto estaba a saciar mi frenética pasión por la montaña, que en una ocasión me aventuré por la carretera de Canfranc y llegué por encima de Villanua, al pie del célebre Coll de Ladrones. Pero, cercana la noche e informado por un pastor de que faltaban aún cuatro horas lo menos para ganar la cima, tuve el disgusto de renunciar a la empresa, regresando mustio y cariacontecido.

Otra vez me propuse trepar hasta la cresta del Uruel; mas sólo pude ganar, falto de tiempo, las primeras estribaciones cubiertas de selvas seculares. En mi ansia de locas aventuras, hubiera dado cualquier cosa por topar con al[p. 83]gún oso o jabalí descomunales, o siquiera con inofensivo corzo; por desgracia, defraudado en mis esperanzas, volvíme a casa despeado, sudoroso, hambriento, derrotado de ropa y zapatos, y lo que más me desconsolaba, sin poder contar a los amigos ningún lance extraordinario.

De alguna otra excursión harto más larga y cómoda, como por ejemplo, la hecha a San Juan de la Peña, trataremos en más oportuna ocasión.


[p. 85]

Friso ornamental

CAPÍTULO IX

Continúan mis distracciones. — Los encierros y ayunos. — Expedientes usados para escaparme. — Mis exámenes. — Retorno a Ayerbe y vuelta a las andadas.

D

Dejo apuntado ya en otra parte, que no sentía la menor afición por los estudios llamados clásicos, y singularmente por el latín, la filología y la gramática. Vivía aún en esa dichosa edad en que el niño siente más admiración por las obras de la Naturaleza que por las del hombre; época feliz cuya única preocupación es explorar y asimilarse el mundo exterior. Mucho tiempo debía transcurrir aún antes de que esta fase contemplativa de mi evolución mental cediera su lugar a la reflexiva, y pudiera el intelecto, maduro para la comprensión de lo abstracto, gustar de las excelencias y primores de la literatura clásica, las matemáticas y la filosofía. Esta sazón llegó también; pero muy tardíamente, como veremos más adelante.

Por entonces, pues, más que el insufrible martilleo de las conjugaciones y las enrevesadas reglas de la construcción latina, atraíanme, según dejo consignado, los pintorescos alrededores de la ciudad, cuya topografía general, (carreteras, caminos, senderos, ríos, ramblas, fuentes, regatos y regajos) y flora y fauna, llegué a saber al dedillo.

Hombre de tesón el padre Jacinto, había dado palabra[p. 86] solemne de domar el potro y se propuso cumplirla a todo trance. Se imponía, empero, un cambio de plan. Vista la inutilidad de los castigos, contra los cuales hallábame perfectamente vacunado, acordaron los dómines ensayar conmigo la pena del ayuno. Todas mis faltas constaban en un libro especial llevado por uno de los alumnos mimados, el primero del bando de los cartagineses. Desgraciadamente, mis débitos crecían de continuo, y, no pudiendo ser liquidados sino a razón de ayuno por día, temióse fundadamente que el curso entero sería insuficiente para enjugar el déficit. Al objeto, pues, de aligerar la deuda, conmutáronse algunos ayunos por sendas tandas de correazos y aun por exhibiciones afrentosas; mas todos los arbitrios fueron vanos. Estábamos en Abril y mi deuda apenas había disminuído, no obstante lo macizo de mis espaldas y las torturas de mi estómago.

Cada día, como dejo dicho, debía cumplir una condena. Al acabar la clase se me encerraba en el aula, quedándome sin comer hasta la noche. Poco a poco me transformé en comensal veinticuatreno, con harto contento de la cocinera, que se despachaba conmigo con sólo la cena. Al principio, mi estómago protestó algo; mas, siguiendo el ejemplo de mi piel, acabó por acomodarse. De enmienda, Dios la dé.

¡Qué digo! Ocurrió todo lo contrario. Discurriendo con la lógica del pigre, consideré que, llegado al límite de la pena, igual daba pecar por uno que por ciento. Y puesto que el resultado irremediable —el temible suspenso— teníalo ya descontado, acabé por echarme la vergüenza a la espalda, y díme con furia a enredar y hablar en clase, a distraer a mis camaradas con caricaturas grotescas, y a tramar, en fin, todo género de burlas y desafueros.

Con todo eso, transcurridos algunos meses del citado régimen dietético, reflexioné si no sería posible retornar al[p. 87]guna vez al ritmo alimenticio natural, comiendo a medio día como todo el mundo, y evitando así la dilatación estomacal, obligada consecuencia de concentrar en un solo envase y en un solo plato, más o menos recalentado, las materias de dos yantares y de dos digestiones: la cosa merecía ensayarse y se ensayó.

En efecto, aprovechando un día la falta de vigilancia de los claustros, motivada por suculento banquete y copiosas libaciones con que los padres celebraban no sé qué fiesta, probé mover el muelle de la cerraja de mi cárcel con diversos objetos. Cierto lapicero sirvióme de palanca; cedió el muelle, corrí prestamente el pestillo y salíme de rondón, cuidando de entornar la puerta. Había descubierto el secreto de comer diariamente. Al presentarme en casa sorprendí mucho a mi patrona, que se había acostumbrado ya a suprimir mi parte de la común refacción.

Mas la alegría dura poco en casa de los pobres. A pesar de mi cautela, averiguáronse mis escapadas, y castigóseme cruelmente, haciéndome pasar, además, por la afrenta de vestirme de rey de gallos.

Se me atavió con grotesca hopalanda y se me tocó con mitra descomunal, ornada de plumas multicoloras. Parecía un indio bravo. Mi cínica tranquilidad al ser paseado por entre los camaradas exasperó al padre Jacinto, que me añadió de propina algunos cachetes y pescozones. Yo le miraba frío, iracundo, sin pestañear. Mi rencor, o si se quiere, mi dignidad ultrajada, no me consintió llorar y no lloré. ¿Qué venganza mejor podía tomar contra mis verdugos?

En los días siguientes cambióse la cerraja, y arreció la vigilancia de tal manera, que todos mis arbitrios quedaron frustrados.

Recuerdo que un jueves, los buenos de los frailes se ol[p. 88]vidaron de libertarme al anochecer, y así hube de pasar la noche en el aula, acostado en un banco, tiritando de frío, sin comer ni beber en treinta y dos horas. Al día siguiente, acabada la clase, dejáronme ir a comer, excusando el olvido. Ocioso es decir cuánto me irritó la negligencia y la insensibilidad de mis guardianes.

Yo juré que no me volvería a ocurrir trance semejante; y así, durante las horas del próximo encierro, díme a imaginar el modo de librarme de una vez de mis cuotidianas gazuzas. El aula donde se me encerraba estaba en el piso primero y tenía ancho ventanal, que daba al jardín del colegio. Subido al estrado, saqué la cabeza por la ventana y exploré la topografía del jardín, la altura de las tapias y la posición de los árboles. Este rápido examen sugirióme un plan osado y peligroso, pero factible, que debía poner en práctica al siguiente día: consistía en convertir la pared, por debajo de la ventana, en una especie de escalera de estacas y de grietas, que permitiera descender desde aquélla hasta lo alto de un emparrado arrimado al muro. Para realizar mi empresa, cierta noche de luna escalé desde la calle las tapias del cercado, crucé las calles del huerto y llegué al pie del edificio enfrente de mi habitual prisión; luego trepé hasta lo alto del emparrado, y encaramado en un sólido madero, descarné en dos o tres parajes las junturas de los ladrillos, fijando, para mayor seguridad, dos cortas estacas a diversas alturas. Mi plan salió perfectamente.

Al siguiente día, y cuando los frailes estaban en el refectorio, escabullíme apoyando los pies en las grietas y estacas del muro, gané el jardín, metíme en cierto patio comunicante con éste, y pude, en fin, reanudar triunfante la salutífera costumbre de comer en casa, con gran sorpresa de mi tío, que, teniendo pésimos informes de mí, extra[p. 89]ñóse de tan pronto y sincero arrepentimiento. Para evitar sospechas, una vez saboreado el condumio y antes de que los orondos padres terminaran las pláticas de sobremesa, me restituía a mi encierro, donde a la tarde me encontraban con aire tranquilo y resignado.

Transcurrieron así bastantes días sin tropiezo. Estaba orgulloso de mi invención, en cuya virtud había regularizado el régimen digestivo. Pero el diablo, que todo lo enreda, hizo que algunos de mis camaradas, a quienes se condenaba de vez en cuando a la pena de encierro, averiguasen mi procedimiento de evasión, y se propusieran aprovecharlo, sin estudiar a fondo el problema. Anticiparon, contra mis consejos, la hora de la escapatoria, se enredaron en el juego de estacas de la pared, y cogidos in fraganti, precisamente en el momento de ganar el patio, fueron severamente castigados, confesando su delito y el plan de ejecución. Y los ingratos delataron al inventor de la traza.

La indignación de los frailes contra mí fué enorme; hablaban de expulsarme y de formarme consejo de disciplina. Consternado estaba al barruntar la tempestad que se cernía sobre mi cabeza. Al fin dejé de asistir a clase y escribí a mi padre lo que pasaba, dándole cuenta del lastimoso estado a que la forzada abstinencia de cinco meses me habían reducido, sin ocultarle la necesidad en que me había visto de proveer a mi alimentación por un medio, pecaminoso ciertamente, pero disculpable como todo caso de fuerza mayor.

No hay que decir el disgusto de mi padre al conocer mi desaplicación y el triste concepto en que mis preceptores me tenían. Tentado estuvo por abandonarme a la indignación de los dómines, caso de que éstos consintiesen en admitirme en el colegio. Sin embargo, sus sentimientos de[p. 90] padre se sobrepusieron a todo, y escribió a los escolapios rogándoles que cediesen algo en sus rigores para conmigo, en consideración a mi salud gravemente quebrantada por el régimen de los diarios ayunos y de las correcciones harto contundentes.

Al efecto moral de la carta se juntó también la recomendación verbal de mi tío, que tenía alguna amistad con los dómines. Los citados ruegos produjeron alguna impresión; en todo caso cesaron mis encierros. Tuve, pues, los últimos días del curso, la dicha de alimentarme como todo el mundo, aunque este nuevo régimen extrañara un tanto al desfallecido estómago, acostumbrado ya a funcionar por acumulación y a grandes intervalos, cual molleja de buitre.

Descontado estaba, después de lo dicho, el fatal desenlace de los exámenes. El suspenso era irremisible. Pero a fin de parar el golpe, si ello era posible, mi progenitor buscó recomendaciones para los catedráticos del Instituto de Huesca, a quienes incumbía la tarea de examinar en Jaca. Precisamente uno de ellos era D. Vicente Ventura, gran amigo suyo. Éste, por entonces redentor mío, estaba agradecido y obligado a las habilidades quirúrgicas de don Justo, por haber sanado a su mujer de gravísima dolencia que exigió peligrosa intervención.

Llegado el examen, propusieron los frailes, según era de prever, mi suspensión; pero los profesores de Huesca, apoyados en un criterio equitativo, y recordando que habían sido aprobados alumnos tan pigres o más que yo, lograron mi indulto, no sin que el padre Jacinto protestara de que se concediera piedad al alumno más peligroso, díscolo e inepto de la clase.


[p. 91]

Friso ornamental

CAPÍTULO X

Mi regreso a Ayerbe. — Nuevas hazañas bélicas. — El cañón de madera. — Tres días de cárcel. — El mosquete simbólico.

C

Cuando regresé a Ayerbe en las próximas vacaciones, mi pobre madre apenas me reconoció; tal me pusieron las caricias de los dómines y el régimen de la síntesis alimenticia. De mí podía contarse con verdad cuanto Quevedo dice en su Gran Tacaño de los pupilos del dómine Cabra. Seco, filamentoso, poliédrica la cara y hundidos los ojos, largas y juanetudas las zancas, afilados la nariz y el mentón, semejaba tísico en tercer grado. Gracias a los mimos de mi madre, a la vida de aire libre y a suculenta alimentación gradualmente intensificada, recobré luego las fuerzas. Y, viéndome otra vez lustroso y macizo, volví a tomar parte en las peleas y zalagardas de los chicuelos de Ayerbe.

En aquel verano mis juegos favoritos fueron los guerreros, y muy especialmente las luchas de honda, de flecha y de boxeo.

La flecha y la honda parecíanme cosas de chicos; yo aspiraba al cañón y a la escopeta. Y me propuse fabricarlos fuese como fuese. Para dar cima a la ardua empresa, tomé un trozo de viga remanente de cierta obra de albañilería hecha en mi casa, y con ayuda de gruesa barrena de car[p. 92]pintero, y a fuerza de trabajo y de paciencia, labré en el eje del tronco un tubo, que alisé después todo lo posible a favor de una especie de sacatrapos envuelto en lija. Para aumentar la resistencia del cañón, lo reforcé exteriormente con alambre y cuerda embreada; y a fin de evitar que, al cebar la pólvora, se ensanchase el oído y saliese el tiro por encima, guarnecí aquél mediante ajustado canuto de hoja de lata procedente de alcuza vieja.

Ufano y satisfecho estaba con mi cañón, que alabaron extraordinariamente los amigos; todos ardíamos en deseos de ensayarlo. Fué mi intención añadirle ruedas antes de la prueba oficial; pero mis camaradas no lo consintieron; tan viva era la impaciencia que sentían por cargarlo y admirar sus formidables efectos.

Después de madura deliberación, decidimos izar el cañón por encima de las tapias de mi huerto y ensayarlo sobre la flamante puerta de vecino cercado, puerta que daba a cierto callejón angosto, bordeado de altas tapias y apenas frecuentado.

Cargóse a conciencia la improvisada pieza de artillería, metiendo primero buen puñado de pólvora, embutiendo después recio taco y atiborrando, en fin, el tubo de tachuelas y guijarros. En el oído, relleno también de pólvora, fué encajada larga mecha de yesca.

Los momentos eran solemnes y la expectación ansiosa. A favor de un fósforo puesto en un alambre prendí fuego al cebo, hecho lo cual nos retiramos todos, con el corazón sobresaltado, a esperar, a prudente distancia, la terrible explosión.

El estampido resultó horrísono y ensordecedor; pero contra los vaticinios de los pesimistas, el cañón no reventó; antes bien, desempeñó austera y dócilmente su contundente función. Un ancho boquete abierto en la puerta[p. 93] nueva, por el cual, airada y amenazadora, asomó poco después la cabeza del hortelano, nos reveló los efectos materiales y morales del disparo, que, según presumirá el lector, no fué repetido aquel día. Excusado es decir que echamos a correr vertiginosamente, abandonando en la refriega el cuerpo del delito. Gran suerte fué que la puerta, descompuesta y entorpecida por la lluvia de astillas, no acertase a girar en seguida, no obstante las furiosas sacudidas del colérico huertano; gracias a esta circunstancia, le tomamos gran ventaja en la carrera, aunque no tanta que dejaran de trompicarnos en las piernas algunas piedras lanzadas por el energúmeno.

Mi travesura tuvo para mí, de todos modos, consecuencias desagradables. El bueno del labrador querellóse amargamente al alcalde, a quien mostró la pieza de convicción, o sea el pesado madero con que fué ejecutada la hazaña.

El monterilla, que tenía también noticias de otras algaradas mías, asió gustosamente la ocasión que se le ofrecía para escarmentarme; y así, viniendo a mi casa en compañía del alguacil, dió con mis huesos en la cárcel del lugar. Esto ocurrió con beneplácito de mi padre, que vió en mi prisión excelente y enérgico recurso para corregirme; llegó hasta ordenar se me privase de alimento durante toda la duración del encierro.

Yo protesté durante el camino contra rumores calumniosos que corrían sobre mí. Casi todos los delitos que se me imputaban habíanlos cometido otros granujas. No negué el disparo hecho sobre la puerta; pero me excusé diciendo que no creí jamás producir tamaño destrozo; y en fin, alegué la falta de equidad que resultaba del hecho de purgar solamente yo faltas cometidas entre varios camaradas.

Pero no me valieron excusas, e incontinenti dióse cumplimiento a la sentencia municipal. Al oir el rechinamien[p. 94]to del cerrojo, que me recluía quién sabe hasta cuándo; al sentir el rumor, cada vez más lejano, de las pisadas de mi carcelero, quebró mi serenidad. Comprendí al fin que mi encierro constituía formal condena que era forzoso cumplir. De mi estupor sacáronme luego los pasos de gente que se acercaba a la cárcel; pronto una caterva de chicos y mujeres se agolpó al pie de las rejas para contemplar y escarnecer al preso. Esto no lo pude sufrir y, saliendo de mi apatía, agarré un pedrusco y amenacé con descalabrar a cuantos se encaramaran en la reja.

Supe entonces, y en bien temprana edad (once años), cuán exactas son aquellas tan repetidas expresiones con que Cervantes encarece las molestias que amargan la existencia del prisionero; allí, en efecto, «toda incomodidad tenía su asiento, y todo triste ruido su natural habitación».

Libre ya de la rechifla de los curiosos, parecióme tiempo de explorar el hediondo recinto. Después de asegurarme de la solidez de la puerta y de la imposibilidad de forzar los cerrojos (exploración instintiva en todo preso), noté con disgusto que mi lecho se reducía a jergón de paja mohosa, donde crecían y medraban flora y fauna desbordantes. Aquel hervor de vida hambrienta puso pavor en mi ánimo. Porque allí extendía sus oscuros tapices el aspergillus niger, y campaban por sus respetos la pulga brincadora, la noctámbula chinche, el piojo vil, y hasta la friolera blata orientalis, plaga de cocinas y tahonas. Todos estos comensales, que esperaban hacía meses el siempre aplazado festín, parecieron estremecerse de gusto al olfatear la nueva presa.

Parecióme simpleza alimentar con mi pellejo a tanto buscón hambriento; y así, llegada la noche, me tendí sobre las duras losas, en paraje relativamente limpio. Y aunque[p. 95] asombre mi tranquilidad, confesaré que dormí algo, a despecho del cosquilleo sentido en el vacío estómago y de las tristes ideas que cruzaban por mi cabeza.

Así transcurrieron tres o cuatro días. Lo del ayuno, sin embargo, fué pura amenaza; y no porque mi padre se arrepintiese de la dura sentencia fulminada, sino por la conmiseración de cierta buenísima señora conocida nuestra, doña Bernardina de Normante, la cual, de acuerdo sin duda con mi madre, forzó la severa consigna, enviándome, desde el siguiente día del encierro, excelentes guisados y apetitosas frutas. El bochorno de mi situación no fué parte a desairar la cariñosa solicitud de doña Bernardina; quiero decir que a gloria me supieron las chuletas, tortas, sequillos y coscaranas. Con ser muy sincero el remordimiento que sentía, bien sabe Dios que no me privó del apetito.

De seguro presumirá el paciente lector que el pasado percance me haría aborrecer las armas de fuego; antes bien, sobreexcitó mi inclinación a la balística. El solo fruto logrado fué ser más cauteloso en ulteriores fechorías. Se fabricó otro cañón que disparamos contra una terrera; pero esta vez, cargada el arma hasta la boca, reventó como un barreno, sembrando el aire de astillas.

En fin, si no temiera aburrir soberanamente al lector, contaría detalladamente un lance de que nos salvamos milagrosamente. Para este nuevo experimento empleóse larga espita de bronce cargada hasta la boca. Mas en vez de salir el tiro por la boca, estalló el cañón en mil fragmentos; y, a pesar de las precauciones tomadas, ambos hermanos fuimos heridos levemente. Ignoro cómo no perdí la vista, pues una partícula metálica penetró en un ojo, produjo seria inflamación y dejó en el iris señal indeleble.

Pero nuestro gozo mayor era salir al campo armados de[p. 96] escopeta, que disparábamos contra los pájaros, y cuando no los había, sobre piedras y troncos de árboles. Claro es que mi padre tenía encerrada su magnífica escopeta de caza, amén de las municiones; pero nuestra industria lo suplía todo. He aquí cómo nos procuramos el arma codiciada.

Corrían tiempos de represión política. Un Gobierno suspicaz y receloso, que veía conspiradores por todas partes, perseguía y encarcelaba a cuantos tenían fama de liberales o eran sospechosos de mantener inteligencias con los generales desterrados. Era operación frecuente la recogida de armas y la requisa de caballos.

Escarmentado mi padre por la incautación abusiva de cierta magnífica escopeta, cándidamente entregada a la Guardia civil, se proporcionó un escopetón enorme, roñoso, que debió de ser de chispa, pero desprovisto de porta-pedernal y por consiguiente inútil. Tal era el arma que mi padre conservaba para las requisas. No hay que decir cuán fielmente le era siempre devuelto el inofensivo mosquete, pasadas las jaranas.

Tal era el fusil que me propuse utilizar en excursiones y cacerías. Púsele una especie de llave de latón, portadora de yesca encendida; arreglé la cazoleta, limpié el cañón y el oído, fabriqué la pólvora necesaria, hice balines y perdigones con trozos de plomo; y, una vez listos todos los preparativos, nos lanzamos, mi hermano y yo, al cobro de pájaros, perdices y conejos.

Orgullosos estábamos con nuestra arcaica carabina, que no hubiéramos cambiado por la mejor escopeta del mundo; imaginábamos, además, en nuestro infantil candor, que aquella arma formidable nos daba aspecto terrible. Recuerdo que una vez, en las afueras, cierto grandullón me amenazó con una tercerola; pero yo, lejos de intimidarme,[p. 97] le encañoné con mi imponente trabuco. El efecto fué instantáneo; a la vista de la anchurosa boca del arma, que amenazaba vomitar una nube de metralla, nuestro bravo se escurrió prudentemente. Si mi contrario dispara, apurado me hubiera visto para contestar. Mi impresionante mosquete se asemejaba a ciertos caudillos que desde la tribuna parecen cañones arrolladores y resultan luego en la acción menos que cachorrillos. El mío no pasaba de inofensivo cohete, como vamos a ver.

Nada más cómico que nuestro talante, cuando nos descolgábamos por las bardas del huerto uncidos a nuestro pesadísimo escopetón y emprendíamos la caminata en busca de aventuras.

En cuanto columbrábamos un pájaro, hacíamos alto; encendía yo la mecha; enfilaba el armatoste hacia el ave; bajaba gravemente el gatillo, es decir, la porción inferior del porta-mechas: comenzaba entonces en la cazoleta cierto chisporroteo de pólvora mojada, y, finalmente, transcurrido medio minuto o más, y cuando ya el pájaro había volado, producíase la espantable detonación, que nos llenaba de admiración y de orgullo.

¡Hermosa candidez de la infancia! ¡Qué felices nos sentíamos con aquel escopetón inofensivo! Jamás matamos nada, y, sin embargo, habíamos puesto en él las más lisonjeras esperanzas y el más ferviente entusiasmo. Verdad es que, en la edad adulta, ocurre casi lo mismo. Como declara cierta filosofía barata y vulgar, muchas cosas atraen por su brillo y apariencia, y al lograrlas vemos que no son sino bambolla y embeleco.

En el fondo de mi afición a las armas de fuego latía, aparte el ansia de emoción, admiración sincera por la ciencia y curiosidad insaciable por el conocimiento de las fuerzas naturales. La energía misteriosa de la pólvora[p. 98] causábame indefinible sorpresa. Cada estallido de un cohete, cada disparo de un arma de fuego, eran para mí estupendos milagros.

Falto de dinero para comprar pólvora, procuré averiguar cómo se fabricaba. Y, al fin, a fuerza de probaturas, salí con mi empeño. Proporcionábame el azufre en la tienda, el nitro en la cueva de la casa y el carbón en las maderas ligeras chamuscadas. Obtenida la mezcla, graneábala con exquisito cuidado y la secaba al sol; menos una vez que, impacientándome la excesiva humedad de la atmósfera, puse el cacharro con los ingredientes en baño maría; y quiso el diablo que una chispa prendiera en la mezcla, encendiendo grande llamarada. Fué suerte que todas estas operaciones de alquimia las hiciera yo en el tejado de la casa, a fin de evitar indiscreciones; de ser ejecutadas en las habitaciones, ¡Dios sabe lo que hubiera podido ocurrir!


[p. 99]

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CAPÍTULO XI

Dispone mi padre llevarme a Huesca a continuar mis estudios. — Exploración de la ciudad. — La catedral, San Pedro, San Jorge y Monte-Aragón. — Nuestros profesores.

F

Fué por Enero o Febrero de 1864 cuando mi padre, desengañado del método de enseñanza de los frailes, resolvió, por fin, trasladar mi matrícula al Instituto de Huesca, contrariando así íntimos anhelos míos, ya que el autor de mis días creía —y acaso con razón— que su hijo, alejado de los Escolapios, no dominaría jamás el latín.

Muy acertadamente nota Goethe que todo padre desea para sus hijos aquello que no le fué dado alcanzar a él. El mío, que no tuvo ocasión durante su adolescencia de estudiar la lengua del Lacio, deseaba vivamente que su primogénito saliera gran latino y consumado humanista. Tales aspiraciones sólo aparentemente contradecían sus principios severamente utilitarios. Larga experiencia de la vida le había enseñado que la autoridad y prestigio social del doctor proceden, antes que de su ciencia, de su trato social, de sus modales y, sobre todo, de su cultura general. La frecuente razón inversa de la aptitud clínica y del buen carácter, del sólido saber y de la vacua pedantería, del juicio reflexivo y de la insubstancial verbosidad, pasa[p. 100] inadvertida del vulgo, que se atiene siempre en sus apreciaciones a la primera impresión. Seamos, empero, indulgentes con la clientela. ¡Qué va a hacer el gran público sino juzgar a los hombres de ciencia por el único lado accesible a su comprensión!...

Yo debía resultar, conforme demostrará patentemente mi vida de hombre, la contraposición ideal o, mejor dicho, el complemento psicológico del autor de mis días. Y no ciertamente en el terreno de las humanidades, y menos aún en el de la gramática parda y arte de vivir, sino en lo atinente al cultivo del arte por el arte, en la afición a la ciencia teórica, precisamente por ser teórica, y en la pasión decidida por la filosofía, la más superflua, cuando no la más perjudicial, de las disciplinas humanas.

Pero de ello tendremos ocasión de hablar a su tiempo; y entonces verá el lector cómo, en ocasiones, las aficiones más radicalmente antifinancieras dan de vivir, y hasta con holgura, contra todos los desanimadores vaticinios de los hombres prácticos.

Cediendo, pues, según dejo apuntado, a mis deseos, el autor de mis días, gestionó la traslación de la matrícula al Instituto de Huesca. Poco después me acompañó a la antigua capital del reino de Aragón, donde me instaló en modesta casa de huéspedes, sosegada y quieta, albergue y paradero habitual de sacerdotes y seminaristas. Estaba situada cerca de la catedral, en el llamado arco del Obispo; y su gobierno corría a cargo de patrona viuda muy religiosa y de excelentes sentimientos.

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Lám. X, Fig. 16.—Fachada del Instituto de Huesca.

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Lám. X, Fig. 17.—Puerta principal de la catedral de Huesca. Fotografías del autor.

Pronto intimé con los compañeros de pupilaje, entre los cuales hallé amigos afectuosos. Lo fueron, sobre todo, el hijo del ama de casa, excelente muchacho que seguía con provecho la carrera eclesiástica, y D. Leandro Castro, natural de Ayerbe, rebotado de cura, pero listo y consumado [p. 101]latinista. A este último, muy amigo nuestro, confió mi padre el delicado cometido de tomarme diariamente las lecciones y de no dejarme de la mano hasta dominar todas las dificultades de la hermosa lengua de Horacio y de Virgilio.

No hay que decir con cuánta alegría y satisfacción hice mi entrada en la famosa y antiquísima Osca, ilustrada por las hazañas de Sertorio. Contribuyó poderosamente a mi alborozo la descripción encomiástica que unos estudiantes de Ayerbe me hicieron del Instituto y de la ciudad. Por ellos supe que los profesores de latín no se ocupaban en pegar a sus discípulos, así soltasen las mayores enormidades, y que los alrededores de la ciudad eran sumamente pintorescos y a propósito para alegres correrías. Mucho me complació comprobar personalmente las encomiásticas narraciones de mis camaradas. Dados mis gustos, mis primeras visitas fueron, naturalmente, para las famosas eras de Cáscaro, ejido de la ciudad, y habitual palenque de juegos, luchas y algaradas estudiantiles; las frondosas alamedas y sotos del Isuela, poblados por muchedumbre de pájaros, entre los cuales brillaba la elegante oropéndola, y las vetustas y carcomidas murallas, teatro habitual de las expansiones guerreras de granujas y estudiantes de la ciudad.

En cuanto regresó mi padre y quedé dueño absoluto de mi voluntad y de unos cuantos reales, fué mi primera providencia comprar papel y caja de colores, a fin de traducir mis novísimas impresiones artísticas.

A los doce años, la brusca inmersión en la vida ciudadana constituye revolucionaria lección de cosas y fermento generador de nuevos sentimientos. Todo es diferente, cualitativa y cuantitativamente, entre la aldea y la urbe: las calles se alargan y asean; las casas se elevan y adornan;[p. 102] el comercio se especializa, tentando con mil deliciosas chucherías al candoroso lugareño; las sobrias iglesias románicas se transforman en suntuosas catedrales; en fin, por primera vez, las librerías aparecen: con ellas se abre una ventana hacia el Universo ignorado y prohibido.

Ante el nuevo y variado espectáculo, enriquécense, a la par, la sensibilidad y el entendimiento. A los tipos vulgares del campesino, del cura y del maestro —las solas formas posibles de humanidad en la aldea—, añádense ahora infinidad de especies y variedades profesionales, antes ignoradas. En suma, el horizonte intelectual del niño se dilata en el espacio como en el tiempo: en el espacio, porque reclama su atención muchedumbre de novísimas realidades; en el tiempo, porque toda ciudad constituye, según es notorio, archivo de recuerdos históricos. Que si el pueblo es la concha donde vegeta el protoplasma de la raza, sólo en la ciudad anida el espíritu.

Ante el torrente abrumador de las nuevas impresiones necesita el jovenzuelo habilitar territorios cerebrales poco antes en barbecho. Signo revelador de la gran crisis mental, de esta lucha funcional librada en la mente entre las viejas y las nuevas adquisiciones, es el aturdimiento que nos embarga en los primeros días de la exploración de una ciudad. Pero, al fin, el orden se establece. Acabada la acomodación plástica, la organización cerebral se refina; se sabe más y se juzga mejor. Por donde se ve que se acercan mucho a la verdad quienes relacionan la capacidad intelectual de un hombre con la dimensión de la ciudad donde transcurrieron su niñez y mocedad.

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Lám. XII, Fig. 20.—Huesca. Retablo de mármol de la Catedral.

Si la aldea aparece como fijada en el presente y estrictamente atenida a las duras necesidades de la vida, la ciudad —lo hemos dicho ya— sintetiza el presente y el pasado. Allí moran las cabezas directoras de la comunidad; es [p. 103]decir, los hombres selectos que piensan y recuerdan; los que mal o bien encarnan el espíritu de la raza. Desconocedor de su propia historia, el pobre aldeano vive condenado a marchar siempre a remolque de la ciudad, de donde, si recibe el beneficio del maestro, del médico y del cura, recibe también las plagas del cacique, del reclutador y del comisionado de apremios.

Muy lejos estaba yo entonces de hacerme las precedentes reflexiones. Mi sensibilidad sobreexcitada me arrastraba irresistiblemente a curiosear las cosas más que los hombres. Y guiado por mi nativa inclinación romántica, comencé mis exploraciones por los monumentos de la vieja ciudad, para cuyo estudio sirvióme de mucho la hermosa obra de Quadrado, Recuerdos y bellezas de España, infolio que figuraba en la biblioteca del Instituto, y cuyas preciosas descripciones y artísticas litografías me tenían cautivado.

Difícil fuera hoy reproducir puntualmente los estados de alma causados por la contemplación de las antigüedades de la histórica ciudad del Isuela. Recuerdo bien, sin embargo, que de cuantos monumentos visité ninguno me emocionó más profundamente que la catedral, el primer ejemplar grandioso de arquitectura gótica que se ofrecía a mis ojos.

Sin llegar a la soberana majestad de los templos góticos de Burgos, Salamanca, León y Toledo, la catedral oscense es admirable creación del arte ojival, digna de atraer la mirada del artista. La elevada torre del reloj, que franquea la hermosa fachada labrada en el siglo XIV por el vizcaíno Juan de Olótzaga; la majestuosa puerta gótica, guarnecida por siete ojivas de amplitud decreciente y decoradas con esculturas de apóstoles, profetas y mártires, separadas por floridos doseles y pedestales; el frontón triangular,[p. 104] adornado por colosal rosetón que semeja filigrana de piedra; la elevación inusitada de la nave central y del crucero; lo esbelto y atrevido de las columnas, cuyos capiteles se descomponen hacia la bóveda en nerviaduras caprichosamente entrelazadas; los arabescos y calados primorosos de los capiteles y rosetones; y, sobre todo, la insuperable creación del escultor Forment, o sea el maravilloso retablo de alabastro, que se diría encaje sutil fabricado por hadas, llenóme de ingenua y profunda admiración.

Impresión bien diferente prodújome la visita a la iglesia de San Pedro el viejo, la más antigua quizá de todas las oscenses. Es tradición que sirvió de capilla a los mozárabes durante los luctuosos tiempos de la conquista musulmana. Trátase de antiquísima fábrica bizantina, sobria de adornos y baja de bóvedas; pero firme y robusta cual la fe de sus fundadores.

No sin cierto religioso recogimiento me aventuré por sus lóbregos y misteriosos claustros, carcomidos por la humedad y medio enterrados por los escombros. A la mortecina luz de una lámpara contemplé los sarcófagos donde duermen su sueño eterno algunos reyes e infantes de Aragón, entre ellos el rey monje, sombrío protagonista de la leyenda de la famosa campana.

Allí, en medio de aquellas ruinas emocionantes, al reparar en lo borroso de las inscripciones, en el desgaste y desmoronamiento de las marmóreas lápidas, hirió, quizá por primera vez, mi espíritu el pensamiento desconsolador de lo efímero y vacío de toda pompa y grandeza. Allí sorprendí de cerca ese perpetuo combate entre el espíritu que aspira a la eternidad y los impulsos ciegos y destructores de los agentes naturales.

Ilustración Ilustración

Lám. XI, Figs. 18 y 19.—La primera, presenta, según fotografía reciente, la escalera de descenso a la célebre Campana de Huesca; mientras que la segunda copia el precioso claustro románico de San Pedro el viejo.

En pos del examen de los monumentos importantes, vino la exploración de otros edificios henchidos de re[p. 105]cuerdos históricos: las antiguas murallas, carcomidas por la humedad y engalanadas de céspedes, ortigas e higueras salvajes, y desde cuyos baluartes, conservados en parte, es tradición que partió la agarena flecha que hirió mortalmente a Sancho Ramírez durante el asedio de la ciudad; el alcázar de los antiguos reyes aragoneses, convertido en Universidad por Pedro IV y hoy transformado en Instituto provincial, y en cuyos lóbregos sótanos se conserva todavía la famosa campana, donde, según la leyenda, ordenó el rey monje el sacrificio de la levantisca nobleza aragonesa; las Casas Consistoriales, coronadas de altos torreones, y en cuyas estancias dictaba antaño sus fallos el Justicia de la ciudad; la románica iglesia de San Miguel, que se levanta en la margen derecha del Isuela, y en cuyo soportal administraban justicia, en no muy alejados tiempos, los jurados; la histórica ermita de San Jorge, emplazada en el campo de batalla de Alcaraz, conmemorativa del triunfo logrado por los cristianos sobre los agarenos; la barroca y grandiosa iglesia de San Lorenzo, erigida en honor de los santos mártires; el modesto santuario de Cillas, situado no lejos de la fuente de la Salud, preferente lugar de esparcimiento de los oscenses; y, en fin, el imponente castillo de Monte-Aragón, frontera y baluarte avanzado contra la morisma en los primeros años de la reconquista, y cuyos rojizos y arruinados muros, rasgados por grandes ventanales, parecen conservar todavía el calor del terrible incendio que dió en tierra con la grandiosa fábrica.

Pero dado de mano a estas vulgares noticias y recuerdos históricos, es ya ocasión de que hable algo de mis profesores y camaradas.

D. Antonio Aquilué, maestro profesor de latín, era todo lo contrario del terrible padre Jacinto. Celoso, pero muy anciano, bondadoso y casi ciego, carecía de la indispensa[p. 106]ble entereza para luchar con aquellos diablillos de doce años. Allí se alborotaba, se hacían monos, se leían novelas y aleluyas, se fumaba, se disparaban papelitos, se jugaba a la baraja... en fin, se hacía todo menos prestar atención a la docta y pausada disertación del maestro, que se desgañitaba para dejarse oir en medio de aquella algarabía. Alentados con la impunidad, pues la ceguera y sordera de aquel santo varón le impedían reconocer y castigar a los autores de tantas insolencias, oíamos sus severas reprimendas con la misma edificación con que debe oir una tribu de salvajes al heroico misionero a quien esperan merendarse.

Referir menudamente las diabluras que allí se ejecutaban sería cuento de nunca acabar, y repetir además cosas harto sabidas y vulgares. Como muestra, referiré la pesada broma de cierto alumno, que soltó en clase una caja llena de ratones, cuyas corridas desesperadas sembraron el desorden en el aula. Llegado el buen tiempo, surcaban el aire, arrojados por manos invisibles, pájaros y hasta murciélagos. Otras veces, la emprendíamos con las antiparras o la chistera del dómine, las cuales, prendidas al hilo que sostenía un pillete, abandonaban suavemente la plataforma, pareciendo asentir, según el capricho de maese Pedro que tiraba de la cuerda, a las razones del profesor. Impelidas por arcos de goma volaban hacia la plataforma bolitas de papel, que rebotaban a menudo, ya en el birrete, ya en la calva del venerable anciano, quien más de una vez, indignado y furioso por tanta osadía y desconsideración, echábanos con cajas destempladas a la calle...

Distaba yo mucho de ser impecable, pero no figuraba entre los más audaces e insolentes. Cierta compasión hidalga hacia aquel santo varón, todo bondad y candidez, enfrenaban mis maleantes iniciativas. Con todo eso, debí[p. 107] purgar más de una vez, en unión de camaradas más desvergonzados, faltas colectivas en cierta cárcel escolar, especie de cuadra aislada, habilitada desde hacía tiempo para encerrar durante veinticuatro horas a los revoltosos más contumaces. Cuando esto ocurría, lejos de aburrirme servíame el encierro para dar rienda suelta a mis delirios pictóricos, dibujando con tiza y carbón en las paredes batallas campales entre bedeles y alumnos, en las cuales llevaban los primeros, según es de presumir, la peor parte.

Por notable e instructivo contraste, en la cátedra del profesor de Geografía no chistaba nadie. Era este un señor rubio, joven, de complexión recia, vivo y perspicaz de sentidos, austero y grave en sus palabras y severísimo y justiciero en los exámenes. Inspirábanos respeto y temor. El alumno que enredaba o se distraía cuchicheando con sus camaradas, era arrojado inmediatamente del aula. Sabíamos además que las faltas de atención eran registradas cuidadosamente y que, a menudo, costaban un suspenso. Explicaba con llaneza, claridad y método, y sus lecciones acabaron por interesarnos.

Aunque llegaba yo preparado por las enseñanzas paternas, saqué mucho partido de las explicaciones del geógrafo; para lo cual favorecióme sobremanera mi afición al dibujo, pues el profesor, excelente pedagogo, nos hacía copiar del Atlas señalado de texto, islas y continentes, ríos, lagos y cordilleras. De este modo se avivaba nuestra atención y se fortalecía la representación mental de los objetos. Tan de mi gusto resultó este método de enseñanza y tales progresos hice, que en un santiamén cubría un papel con el mapa de Europa, trazando de memoria el contorno de todas las naciones con sus provincias, sin atascarme siquiera en la complicada geografía de la confederación germánica ni en la enrevesada de las Repúblicas hispanoamericanas.

[p. 108]El diverso comportamiento de los escolares en las dos citadas asignaturas me reveló dos hechos, que posteriores observaciones han confirmado plenamente: Es el primero, que el instructor de alumnos de diez a catorce años debe ser forzosamente joven, enérgico y expedito de sentidos; los ancianos, por sabios que sean, resultan lastimosas víctimas de la desconsideración e insolencia de mozalbetes, para quienes la quietud y la compostura constituyen verdadero suplicio. Es el segundo, que los educandos demasiado jóvenes muéstranse incapaces, salvo honrosas excepciones, de gustar del estudio de las lenguas y de comprender la utilidad de las matemáticas. Sólo el temor al castigo puede obligar a galopines que están todavía en la época muscular y sensorial de la existencia a soportar a pie firme largas tiradas de verbos latinos irregulares y sartas inacabables de binomios y polinomios. Todo esto interesará, al fin, pero más adelante, desde los catorce o quince años.

Acredita la experiencia que, salvo precocidades excepcionales, el muchacho recién entrado en la segunda enseñanza estudia con placer solamente aquellas ciencias capaces de ampliar la rudimentaria exploración objetiva del mundo, iniciada en el hogar, tales como: la Cosmografía, la Geografía y algunos rudimentos de Aritmética, Física y de Historia natural.

Las Lenguas muertas, la Gramática, la Psicología, la Lógica, el Álgebra, la Trigonometría y la Física con fórmulas, debieran reservarse para los últimos cursos, es decir, para la época mediante entre los catorce y los diecisiete años, que es cuando comienza verdaderamente la fase reflexiva de la evolución mental.

Pero a este error pedagógico sancionado por la ley, añádense todavía los inconvenientes gravísimos de la forma, por lo común seca y excesivamente abstracta en que se ex[p. 109]pone la ciencia. Preocupado con el rigor lógico de las definiciones y corolarios, el maestro olvida a menudo una cosa importantísima: excitar la curiosidad de las tiernas inteligencias, ganando para la obra docente, el corazón y el intelecto del alumno; pero de este punto, de capital transcendencia para la función educadora, diré algo más adelante.


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CAPÍTULO XII

Mis nuevos compañeros de algaradas. — Reyertas estudiantiles. — Graves consecuencias de llevar gabán largo. — Accidente en un estanque. — La religión del color y diccionario cromático. — No hay rosas sin espinas.

A

A pesar de los mejores propósitos, mis aficiones artísticas, así como el afán de acción incesante y de emociones dramáticas, siguieron en crescendo, pues hallé en Huesca muchos camaradas que compartían mis gustos y me secundaban en las más descabelladas travesuras. El sentimentalismo soñador, cierto carácter puntilloso, que no toleraba fácilmente agravios ni humillaciones, fueron causa de varios percances y aun de verdaderos peligros, de que sólo mi robusta naturaleza pudo librarme.

Omito referir los más de los episodios lastimosos de aquel año; si tal hiciera, mi relato resultaría interminable. Para no poner demasiado a prueba la paciencia del lector y permanecer fiel al plan adoptado, me limitaré a contar algunos de los lances y peripecias que dejaron más honda huella en mi memoria.

Por suerte, en el Instituto de Huesca no se estilaban novatadas; pero en cambio había algo tan deplorable: el abuso irritante del fuerte contra el débil, y el matonismo[p. 112] a todo ruedo, regulando los juegos y relaciones entre mozalbetes.

Todo recién llegado que, por su facha, indumentaria o carácter, desagradaba a los gallitos de los últimos cursos, se veía obligado, para librar con bien, o a recogerse prudentemente en casita durante las horas de asueto o a implorar el amparo de algún otro grandullón capaz de hacer frente a los insolentes perdonavidas.

Yo tuve la desdicha de resultar antipático a los susodichos caciques, puesto que sin causa justificada, y desde mi aparición en los patios del Instituto, me maltrataron de palabra y obra, obligándome a meterme en trapatiestas y jollines, de que salía casi siempre mal librado. Entre los que más abusaban de sus fuerzas para conmigo, recuerdo a un tal Azcón, natural de Alcalá de Gállego, pigre crónico que había interrumpido varias veces sus estudios. Frisaría en los dieciocho o diecinueve años; su torso cuadrado y fornido, su recio y tostado pescuezo, y sus morenos y vigorosos brazos, denunciaban a la legua al gañán que ha endurecido sus músculos guiando el arado y empuñando la azada.

Este salvaje conoció bien pronto el flaco de mi carácter, y dispuesto siempre a armar camorra y divertirse a mi costa, cuantas veces topaba conmigo en los alrededores del Instituto, llenábame de improperios.

Entre otros motes que yo, en mi candidez, estimaba mortificantes, púsome los de italiano y carne de cabra. (Este último remoquete dábase entonces por burla a todos los ayerbenses).

En cuanto al apodo de italiano, exige una explicación. Mi buena madre, extraordinariamente hacendosa y económica, me hizo con el paño de cierto antiguo sobretodo del autor de mis días amplio gabán de abrigo. Lo malo fué[p. 113] que, preocupada con mi rápido crecimiento y anticipándose un tanto a los sucesos, dejó los faldones del gambeto algo más largos de lo prescrito por la moda de entonces. ¡Forzoso es reconocerlo!... Mi facha recordaba bastante a la de esos errabundos saboyanos que por aquellos tiempos recorrían la Península tañendo el arpa o haciendo bailar al son del tambor osos y monas.

Entre aquellos señoritos vestidos à la dernière, la súbita aparición de mi extraño gabán produjo regocijada sorpresa. Y una voz recia y dominante —la del referido Azcón— tradujo de repente la idea imprecisa que bullía en aquel coro de zumbones.

—¡Mirad al italiano, al saboyano!...

—Es verdad —repitieron sus alegres compinches.

—Sólo le falta el arpa —decía uno.

—¿Dónde has dejado el mico? —exclamaba otro.

Y en crescendo siguieran pullas y chirigotas, si la cólera y el despecho, a duras penas reprimidos hasta entonces, no me hubieran obligado a volver por los fueros de la que yo creía dignidad ultrajada. Y, sin replicar palabra, lancéme como un tigre sobre Azcón y sus insolentes amigos, repartiendo a diestro y siniestro puñetazos y puntapiés.

Otro muchacho más prudente y cuerdo habría adoptado la discreta actitud propia de estos casos: callarse o tomar las cosas a broma. De este modo el mote habría sido pronto olvidado; pero yo, que ignoraba el conocido consejo: «para que no se burlen de tus defectos, sé el primero en burlarte de ellos», tomé el asunto por lo trágico. Y el resultado fué que, repuestos de su sorpresa, los agredidos devolviéronme con creces la agresión, propinándome monumental paliza. ¡Bien se cobraron los indinos!..., porque, además de molerme a patadas, me arrojaron al suelo y culebrearon buen rato sobre mis espaldas, con riesgo de as[p. 114]fixiarme. Cuando se cansaron de golpearme, levantéme como pude; recogí los restos de mis libros; limpiéme el sudor y el polvo y, desencuadernado y cojeando, retiréme a casa jurando vengarme del atropello.

Creerá acaso el lector que, tras escarmiento tan contundente, mi bilis quedaría apaciguada, adoptando para lo sucesivo temperamentos de tolerancia y mansedumbre. Todo lo contrario. Pocos días después, al salir de clase, enfronté con el mismo corro de zumbones, que, prevalidos de la presencia de Azcón, lanzáronme cobardemente al rostro el consabido apodo. Presa de ciego furor, acometí temerariamente a los insolentes, que cerraron sobre mí con las mismas deplorables consecuencias de la pasada vez... Y así sucesivamente, durante dos o tres meses... Mis camaradas no sabían qué admirar más, si la crueldad de Azcón y sus acólitos o la impasibilidad y constancia con que yo provocaba sus atropellos.

Cuántas veces, al recogerme en casa mohino y cabizbajo, abollado el sombrero, anhelante el pecho por la emoción y rojos y húmedos los ojos de corajina y despecho, me decía filosóficamente: «¡Y pensar que todo esto me pasa por cuatro dedos de tela que pudieron cortarse a tiempo!»

Al hacerme tan triste reflexión me equivocaba de medio a medio. Lo que a mí me sucedía les pasaba también, aunque en menor escala —gracias a su prudencia—, a otros pipiolos de los primeros años, no obstante vestir a la última moda. El pretexto no faltaba nunca. Precisamente concurrían en mí dos circunstancias que, más temprano o más tarde, me habrían señalado a la animadversión de aquellos salvajes: la bien ganada fama de audaz y arriscado traída de Ayerbe, patria de calaveras y solar fecundo de guapos y matones; y la indignación que me han producido siempre la injusticia y el abuso.

[p. 115]Todos estos conflictos infantiles, que a muchos parecerán puras chiquilladas, tienen decisiva importancia, no sólo para la formación del carácter, sino hasta para la conducta ulterior durante la edad viril. El estudiante más formal y pacífico, obligado a sufrir agresiones inicuas, acaba por adoptar, según su temperamento, una de estas tres actitudes: el halago y la lisonja hacia los atropelladores, la invocación a la autoridad de los superiores o, en fin, el ejercicio supraintensivo de los músculos, combinado con la astucia.

Éste fué el partido escogido por mí. Los dos primeros teníalos por deshonrosos. «Para tener a raya a los fuertes —pensaba— es preciso sobrepujarles o, por lo menos, igualarles en fortaleza.»

Pero ¿cómo alcanzar esa superioridad, y sobre todo alcanzarla luego? Mis insolentes adversarios se permitían tener más años que yo. Y además ellos eran muchos y yo estaba solo. «¡Bah! —me decía—, si yo logro triunfar de Azcón, todos serán aliados míos.» Y esto ocurrió, precisamente.

Afortunadamente, conocía yo bien los efectos eminentemente tónicos de la gimnasia y del trabajo forzado. Había observado cuánta ventaja llevan siempre en las riñas, pedreas, saltos y carreras los muchachos recios y trigueños recién llegados de la aldea y acostumbrados al peso de la azada, a los señoritos altos y pálidos, de tórax angosto, zancas largas y delgadas, criados en las angostas calles de la ciudad y al suave calor del halda maternal.

En consecuencia, resolví entregarme sistemáticamente a los ejercicios físicos, a cuyo fin me pasaba solitario horas y horas en los sotos y arboledas del Isuela, ocupado en trepar a los árboles, saltar acequias, levantar a pulso pe[p. 116]sados guijarros, ejecutando, en fin, cuantos actos creía conducentes a precipitar mi desarrollo muscular, elevándolo a la máxima potencia, compatible con mis pocos años. Esperaba yo que, al cabo de algunos meses, lo más largo en el próximo curso, las cosas cambiarían radicalmente, y que hasta los perdonavidas más soberbios me habrían de mirar con respeto.

Esta consoladora esperanza —a primera vista tan ilusoria— se realizó en gran parte en los cursos próximos.

Según verá el lector más adelante, la gimnasia forzada y mi pundonor exasperado hicieron milagros. Porque en medio de mis graves defectos, fuí siempre dócil a las enseñanzas de la experiencia, la cual, con relación a éste y a otros semejantes casos, se encierra en una máxima tan vulgar como poco practicada. «Si quieres triunfar en las arduas empresas acomételas con toda tu voluntad, preparándote de antemano con más tiempo y trabajo de los manifiestamente necesarios». Que, al fin y al cabo, el sobrante de esfuerzo jamás daña, antes bien, halla adecuado empleo en otra ocasión; mientras la insuficiencia, aún exigua, expone a lamentables fracasos.

El fruto de mi entrenamiento, como ahora se dice, fué soberbio. Desde el tercer curso, mis puños y mi habilidad en el manejo de la honda y del palo infundieron respeto a los matones de los últimos años, y hasta el atlético Azcón tuvo que capitular, acabando por hacerse amigo mío. Verdad es que habíale anunciado que, en cuanto se insolentase conmigo, le incrustaría en la cabeza una peladilla de arroyo. Y mi amenaza no le sonó a necia baladronada; porque al presenciar diariamente mis proezas de hondero, quedó persuadido de que podría ser cumplida la oferta. Huelga decir que el alias humillante cayó en olvido.

[p. 117]Un suceso de muy distinto género de los referidos me proporcionó amarga enseñanza acerca del egoísmo de los niños y del miedo, como innato, que en España se siente a la justicia.

Cierto día del mes de Enero nos divertíamos varios amigos retozando y patinando en la balsa de un molino. El frío era glacial y la capa de hielo del estanque tan espesa, que soportaba perfectamente nuestros cuerpos. A poca distancia de la orilla, unos galopines se divertían arrojando grandes piedras al hielo, con que abrieron anchuroso agujero, por donde rezumaba el agua, denunciadora por su matiz verde obscuro de la gran profundidad del fondo. Fiado en mi agilidad, y tentado por el diablo, propuse a mis camaradas brincar por encima del amplio boquete, y para animarlos salté yo primeramente. Dispuso mi mala estrella que, en uno de mis brincos, resbalase en un témpano movedizo y, cayendo de espaldas, me hundiese en el agua. Mi angustia fué grande, pues aunque sabía nadar, hallábame bajo recia costra de hielo y no podía atinar con el boquete ni, por tanto, respirar. Forcejeando ansiosamente, acerté con la brecha; agarréme a los quebrantados carámbanos de los bordes, que cedían en parte a la presión de mis manos, y, en fin, en virtud de supremo esfuerzo conseguí sacar la cabeza y resollar. Vi entonces con estupor que mis camaradas, creyéndome, sin duda, ahogado, habían huído. En aquella incómoda postura, aterido y como paralizado por el frío, no podía incorporarme; para ello hubiera sido necesario ejecutar lo que en el argot de los gimnastas se llama la dominación doble; además, el suelo estaba demasiado hondo para afianzar los pies. Por fortuna, pataleando y tanteando en todas direcciones, topé con una estaca que me prestó el ansiado apoyo y, sacando, por fin, el tronco del agujero, libréme de una muerte cierta.

[p. 118]Calado hasta los huesos y sintiendo frío glacial, púseme en marcha; pero advertí que el agua del pantalón comenzó a congelarse, impidiéndome andar. Temeroso de helarme, desnudéme enteramente; escurrí lo posible el agua de la ropa, que tendí a secar en la margen de un campo resguardado del cierzo. Mientras tanto, cobijéme encogido y tiritando en cierto pajar, bañado por los rayos del sol poniente, que apenas tuvieron calor suficiente para enjugar mi aterida piel. Para entrar en calor, eché a correr vertiginosamente por el vecino barbecho durante cerca de una hora, que fué el tiempo que tardó en secarse algo la camisa. Poco después (serían las cinco de la tarde) acabé de vestirme; fuíme corriendo a casa; sustituí la ropa, todavía húmeda, por otra, y reaccioné franca y saludablemente.

El lector que haya seguido el relato precedente, imaginará, sin duda, que la citada aventura polar tuvo graves consecuencias para mi salud, provocando alguna de las muchas inflamaciones a frigore catalogadas y descritas minuciosamente en los libros de Patología. ¡Pues ni siquiera me constipé!...

No hay torpeza de la cual no quepa extraer alguna útil enseñanza; y yo, del tremendo remojón, saqué dos apotegmas, uno fisiológico y otro moral: 1.º Digan lo que quieran los patólogos, el frío, obrando como condición exclusiva, no constipa ni causa pulmonías. 2.º Los sentimientos de filantropía y compasión en los jóvenes son tan frágiles, que no resisten al riesgo de mojarse un poco los puños de la camisa ni a la molestia de tener que declarar ante el juez, en caso de desgracia.

La necesidad de fortalecerme para repeler las continuas agresiones de los chicos, no fué poderosa a hacerme olvi[p. 119]dar el culto de lo bello; antes bien, mis inclinaciones pictóricas hallaron pábulo e incentivo en el nuevo género de vida. Antes de la que podríamos llamar era muscular de mi existencia, mis ensueños artísticos tenían por tema el hombre en acción. Pero ahora, con ocasión de mis paseos solitarios por los sotos y verjeles del Isuela, comencé a admirar la soberana hermosura del reino de las plantas y de los insectos y a atender los sordos rumores de la vida animal en perpetua renovación.

Verdad vulgar es que el hombre copia lo que ama. Y en el mundo de la vida, como en el del espíritu, amar es reproducir. Carece de fervor quien, por un acto de abstracción, no descarta o empalidece en su mente las imágenes vulgares o indiferentes, para hacer destacar vigorosamente la representación favorita; quien no anhela a todas horas detenerse morosamente en la contemplación de la misma, donde además se nos ofrece la realidad interpretada, simplificada y embellecida. Como que es algo nuestro, puesto que le hemos comunicado lo mejor de nuestra sensibilidad y de nuestra fantasía constructiva.

Fiel a la citada ley psicológica, pinté yo cuanto embelesaba mis ojos. Las páginas del álbum llenáronse de diseños de rocas y árboles, de ramilletes de flores silvestres, de mariposas de vistosas libreas, de arroyos deslizados entre juncos y nenúfares.

Mis dibujos, empero, distaban mucho de satisfacerme desde el punto de vista técnico. La forma y el claro-obscuro dejábanse captar con relativa facilidad, pero el color se me resistía. La crudeza cromática de mis copias corría parejas con la falta de perspectiva aérea.

Agobiábame, sobre todo, la riqueza inagotable de los matices de tierras, follajes, flores y encarnaciones humanas. Al modo de la mayoría de los aficionados neófitos,[p. 120] discernía bien la nota fundamental; pero desconocía el difícil manejo del gris e ignoraba que la naturaleza apenas ofrece un color absolutamente simple. Sabido es que en la sensación cromática del paisaje, como en la acústica, sólo hay acordes variados; al color se mezcla siempre, en varias proporciones, el blanco y el negro, que son algo así como el silencio y el ruido de la percepción sonora.

En el niño, tales deficiencias de apreciación son inevitables. Sin apercibirse de ello, simplifica y esquematiza el color. A la manera del músico de oído, que sólo traduce la melodía, desentendiéndose de la armonía, el pintor en cierne copia exclusivamente la tonalidad dominante. ¿Quién no recuerda las coloraciones rabiosas de los dibujantes de plazuela? Y en presencia de una exposición de cuadros, ¿quién no descubre a la primera ojeada, por lo chillón del colorido, la obra infeliz del chapucero o del pretencioso modernista, que por snobismo rinde culto al género criard, regresando inconscientemente a la fase infantil del arte?

Yo incurría, pues, por inexperiencia, en todos los citados deplorables defectos. Algo me corregí, sin embargo, en el curso de mis ensayos, y acabé por discriminar, en parte, los tonos armónicos. Por ejemplo: en la escala de los verdes, que yo primitivamente reducía al verde franco del césped, conseguí al fin diferenciar el verde azul del olivo, el verde amarillo del boj, el verde gris de la encina y del pino y el verde negro del ciprés. Estos modestos progresos condujéronme a refinar la observación de los objetos naturales y a desconfiar de la memoria, que tiende, indefectiblemente, a simplificar formas y tonalidades.

Por cierto que, con ocasión de los referidos estudios de color, concebí un proyecto pueril, en que trabajé ahincadamente algún tiempo. Para ejercitarme, me propuse reproducir en grueso álbum todos los matices variadísimos[p. 121] ofrecidos por los objetos naturales, ejecutando una especie de diccionario pictórico, donde, a falta de nombre, cada color complejo, figuraba con número de orden. A guisa de ejemplo añadíale la imagen del objeto correspondiente. Era algo así como la conocida gama cromática de Chevreuil (que yo ignoraba entonces), pero más completa, puesto que contenía, aparte los tonos simples más o menos saturados, el producto de la mezcla de todos los colores, incluyendo naturalmente el blanco y negro.

La ejecución del citado álbum salió a pedir de boca, mientras escogí para la reproducción rocas, insectos y flores silvestres; mas en cuanto abordé las flores cultivadas, choqué con imprevistos inconvenientes. Los claveles, rosas, jacintos, pensamientos, alhelíes, etc., no eran libres; tenían dueño, y a falta de dinero, había que arrancarlos a viva fuerza de macetas y pensiles.

Y, según era de esperar, ocurriéronme algunos lances desagradables. Citaré sólo dos, asociados, por ironía de la suerte, a la redacción del capítulo de las rosas.

Cierto camarada, confidente de mis gustos y empresas, como me viese contrariado por carecer de ejemplares de una hermosa rosa llamada en Huesca de Alejandría, flor tan notable por su color como por su fragancia, propúsome el asalto de cierto jardín donde abundaban esa y otras flores admirables. Acepté gustoso la proposición, que tenía para mí además el atractivo de peligrosa aventura y acordamos dar el golpe a las nueve de la noche del siguiente día. Llegada la hora, acudió puntualmente mi amigo, con dos compañeros seducidos igualmente por la codicia del inocente botín; nos aproximamos cautelosamente a las tapias del huerto, por encima de las cuales descollaba alto emparrado y brillaban a trechos guirnaldas de magníficos rosales trepadores. Preciso era, antes de lanzarnos al escalo, averiguar si los dueños, o acaso el hortelano, habi[p. 122]taban la casa de campo. Para salir de dudas, recurrimos al candoroso ardid de disparar dos o tres piedras al tejado. Nadie reaccionó al estrépito: ni una voz, ni un rumor. Animados por el silencio, nos acercamos a un punto accesible de la pared, trepamos a lo alto, salvamos las varillas del emparrado y saltamos, no sin emoción, sobre el paseo que circundaba el jardín.

Apenas habíamos cogido algunas de las codiciadas rosas, cuando salieron de la casa dos gañanes que, armados de sendas trancas, vinieron furiosos hacia nosotros. Repuestos de la desagradable sorpresa, emprendimos vertiginosa carrera por las calles del jardín. Mas ¿cómo escapar? Cerradas las puertas y altísimas las bardas del cercado, resultaba imposible encaramarse antes de que los coléricos hortelanos nos alcanzaran con sus amenazadoras estacas. En tan angustioso trance, el instinto nos impuso la estrategia de correr desalentados alrededor del huerto, a fin de cansar a los gañanes, o al menos de ganarles en la carrera tal ventaja que nos fuera dable disponer de los pocos segundos indispensables al asalto de la pared. Pero ¡ay, todo esto eran cuentas galanas!... A decir verdad, durante el primer cuarto de hora las cosas no marcharon mal del todo: la costumbre de correr y el acicate del miedo nos permitieron conservar sobre nuestros enemigos una ventaja de más de 20 metros. Pero transcurridos veinte minutos la distancia disminuía progresivamente; a los veinticinco minutos, poco más o menos, era de 15; y a la media hora de menos de 10. La angustia nos devoraba. No desmayábamos, sin embargo, en aquella suprema lucha por el espacio y por el tiempo. En tan supremo trance el alma entera se había pasado a los músculos, y el corazón, otro músculo también, trabajaba a toda presión, prefiriendo estallar a rendirse...

Pero, ¡oh dolor!, la recia musculatura de nuestros rudos[p. 123] persecutores no se fatigaba todavía; y, en cambio, nuestras piernas comenzaban a flaquear; el corazón palpitaba vertiginosamente; las fauces secas por el potente resoplido pulmonar demandaban refrigerio imposible; en fin, sudores de angustia invadían nuestro ser. ¡Y a todo esto la distancia disminuía terriblemente! Las trancas de nuestros enemigos volaban por el aire y golpeaban furiosamente nuestras piernas, anunciándonos la proximidad del temido desenlace. Oíase cercano el vibrar de los puños y el resuello de los pulmones. Paralizado por el cansancio, cae uno de los camaradas; sus ayes y alaridos llegan a nosotros, sirviéndonos de supremo acicate. La rendición del compañero sirviónos de tregua, permitiéndonos respirar y cobrar alguna ventaja. Renació la esperanza; pero, ¡ah!, para desvanecerse pronto, porque nuestros enemigos, indignados por tanta obstinación y deseosos de atraparnos a ultranza, dividieron sus fuerzas: uno de ellos continuó corriendo en línea recta; el otro marchó en dirección contraria. ¡Íbamos a ser cogidos entre dos fuegos!...

No había tiempo que perder. Tenía yo mi plan, madurado en los cortos instantes en que, al doblar las esquinas, perdía de vista a los persecutores y podía explorar a mi sabor las tapias y árboles del paseo. Aprovechando, pues, una de esas pausas, en un supremo esfuerzo, salté a las ramas de un manzano, desde el cual gané la tapia y me puse en franquía. Gran oportunidad, porque segundos después sonaban gemidos desgarradores. Eran mis pobres compañeros de infortunio que, agarrados por los feroces guardianes, mordían el polvo bajo lluvia de golpes. Indignado por el abuso de que juzgaba víctimas a mis amigos, tuve todavía la desfachatez de encaramarme en la tapia y de disparar cuatro o cinco gruesos guijarros sobre los sañudos vapuleadores, en los cuales debí hacer blanco, porque se[p. 124] volvieron airados hacia mí. Tuve, naturalmente, la prudencia de no esperarlos.

Así acabó aquella famosa aventura de las rosas de Alejandría. El molimiento fué tal, que mis compañeros faltaron a clase varios días: una de las víctimas, si mal no recuerdo, cayó enferma de cuidado. A la verdad, la paliza fué formidable, y aun yo, que salí relativamente bien librado del lance, me resentí por mucho tiempo de las contusiones causadas en mis espaldas por las estacas volantes.

Más sabor cómico que dramático tuvo otro episodio desarrollado en los jardines de la estación del ferrocarril. Cultivábanse allí unas preciosas rosas de té, cuyas elegantes formas y suavísima fragancia excitaban diariamente mi codicia. No pudiendo resistir la tentación de completar mi colección de dibujos con la reproducción de tan exquisitos ejemplares, cierta tarde, aprovechando la ausencia del guarda, salté el vallado y apoderéme de las rosas. Quiso mi mala estrella que, traspasada ya la empalizada, me sorprendiese el guardafreno, quien, escopeta en mano y en actitud resuelta, echó a correr en pos de mí. En vano dióme el alto, ordenándome me rindiera a discreción para evitar una perdigonada. No le hice caso y continué mi carrera a campo traviesa, sin cuidarme de mirar atrás.

Pocos minutos después me creía salvado, cuando quiso mi mala estrella que, al saltar una ancha acequia bordeada por bancos de cieno, cuya desecación superficial fingía a la vista sólida margen, cayese en la opuesta orilla y me hundiese en el légamo hasta medio cuerpo. Forcejeé ansiosamente por salir del atasco; mas cada contorsión contribuía a clavarme más en el barro, donde quedé cogido como pájaro en liga. Por fortuna, unas pobres mujeres que lavaban no lejos de allí, acudieron en mi ayuda. Sacáron[p. 125]me del lodazal hecho una lástima. Estaba absolutamente impresentable. Desnudeme, pues, para lavarme la ropa; mas no lo consintieron mis caritativas salvadoras, que, apoderándose de mis prendas, limpiáronlas cuidadosamente. Durante esta operación tuve que permanecer escondido, acurrucado y en camisa bajo una mata de mimbres. Se me olvidaba decir que antes de esto llegó el furioso guarda, quien, al verme de aquel talante y no sabiendo por donde asirme sin detrimento de su limpio uniforme, acabó por soltar el trapo. En realidad, mi coraza de pestilente légamo hacíame invulnerable.

Los citados episodios, y otros que no cuento por no ser demasiado difuso, parecerán inverosímiles en los actuales tiempos. ¿Qué mozalbete o señorito expondría hoy el pellejo por el placer de contemplar una rosa y de enriquecer un álbum?


[p. 127]

Friso ornamental

CAPÍTULO XIII

Las vacaciones. — Pinturas fúnebres. — Descubrimiento de una biblioteca de novelas. — Se recrudece mi furor romántico. — El Robinsón y el Quijote.

S

Se ha dicho hartas veces que la felicidad y la monotonía son cosas incompatibles; la dicha, aun relativa, exige cierto ritmo de percepciones y emociones antagonistas o al menos ligeramente diferentes. La ley del contraste o de los colores complementarios, que tanto contribuye al deleite artístico, impera igualmente en la esfera intelectual. Porque el reposo (que es el cero en la escala de la sensibilidad) no constituye verdadero placer. Gozar es sentir correr libremente nuestros impulsos y ejercitar sin cortapisas nuestras capacidades psicológicas y fisiológicas dominantes; y del mismo modo que el horizonte limitado del valle nos hace desear las amplitudes del llano o del mar, la tensión excesiva del estudio, invita a expandir sin trabas las actividades del espíritu.

Esta conocida ley de los contrastes da cuenta del placer delirante de las vacaciones estudiantiles, tras la tiranía del horario escolar.

Ocúrrenseme las precedentes reflexiones, al recordar el jovial y bullicioso entusiasmo con que solemnicé el verano de 1864, después de los exámenes de Junio en los que, si[p. 128] no merecí honrosos diplomas, tampoco tropecé con las temidas calabazas.

A mi llegada a Ayerbe, mi primer cuidado fué ponerme al habla con mis viejos camaradas, a quienes referí con vanagloria mis aventuras y mostré mis dibujos y monigotes.

Calmada mi sed de efusiones cordiales y de alocadas correrías por el lugar, llamóme mi padre a capítulo y me comunicó su resolución de que, dejándome de fútiles pasatiempos y de ridículos desvaríos artísticos, consagrase toda la canícula al estudio, repasando desde luego las asignaturas recientemente aprobadas, pero medianamente aprendidas, para acometer en seguida los textos del futuro curso. En su concepto, este anticipado ejercicio facilitaría notablemente las tareas del año siguiente. Semejante decisión fué un jarro de agua fría arrojado sobre mi cabeza, enardecida por el ansia de dar rienda suelta a mis instintos.

No tuve más remedio que allanarme al consejo paterno y aun creo que me propuse sinceramente cumplirlo; pero, el demonio nunca domado de la indisciplina y mis tenaces y empalagosas inclinaciones artísticas, dieron al traste con tan razonables propósitos.

Ocurre muy a menudo a los muchachos desobedientes, aunque buenos en el fondo que, deseosos de ahorrar disgustos a los padres, transfórmanse en redomados hipócritas. A pretexto de que mis asíduas lecturas exigían silencio y recogimiento absolutos, imposibles en el gabinete de estudio, solicité y obtuve del autor de mis días el permiso de habilitar como cuarto de trabajo el palomar, habitación situada junto al granero, una de cuyas ventanas daba al tejado de vecina casa, y desde cuya puerta podía yo atisbar cómodamente a las personas que preten[p. 129]diesen vigilar mi conducta. El ardid salió a pedir de boca conforme vamos a ver.

Así y todo no me consideraba completamente seguro. Por refinamiento de cautela, sobre el tejado vecino, junto a una chimenea al abrigo de las miradas indiscretas, fabriqué con tablazón, palitroques y broza, una especie de confesionario u hornacina bajo cuyo asiento escondía el contrabando de papel, lápices, colores y novelas. De vez en cuando y con el fin de disimular, retornaba al palomar (sobre todo cuando oía ruido de pasos) y poníame muy seriamente a traducir el Cornelio Nepote o a estudiar la psicología de Monlau y el álgebra de Vallín y Bustillo.

Fuera de estos breves instantes, mi retiro era la jaula del tejado, donde me entregaba al dibujo, mi distracción favorita. No recuerdo detalladamente los temas profanados por mi pincel durante aquel verano; sólo sé que por aquellos tiempos cultivé de preferencia el registro lúgubre y melancólico.

Notorio es que, en las volubles aficiones de los chicos, desempeñan papel importante la sugestión y la imitación. No sé quién (creo que fué en Huesca) habíame prestado cierto cuaderno de composiciones funerarias y elegiacas, entre las cuales recuerdo los manoseados y chabacanos versos atribuídos gratuitamente a Espronceda, titulados La desesperación, y las famosas Noches lúgubres, de Cadalso.

Inducido por tan desesperadas lecturas, creí inexcusable deber mío ponerme a tono con el sombrío humor de los protagonistas, afectando en mis palabras y en mis dibujos la más negra melancolía. Y así, mi pincel, que marcaba las oscilaciones de mi enfermiza sensibilidad como la aguja del galvanómetro señala la dirección de las corrientes eléctricas, se complacía morosamente en los paisajes gri[p. 130]ses, en los desiertos desolados, en las angustias de los náufragos y en las macabras escenas de cementerio.

Acude a mi memoria, entre otros diseños de menos pretensiones, una acuarela donde aparecía valle rocoso cercado de abruptas y peladas montañas, semejantes a bordes de cráteres lunares; sus cimas pardas, como calcinadas por la erupción de un volcán, destacaban por claro en el fondo cárdeno del cielo, al cual prestaba carácter acentuadamente melancólico, enorme luna verdosa, medio velada por densos nubarrones; sobre las rocas del primer término, veíanse algunos buhos y lechuzas, que juzgué inexcusables para extremar el tinte lúgubre de la estrafalaria composición.

Si mi memoria no me traiciona, al final de aquel verano ocurrió un suceso que tuvo decisiva influencia en la orientación de mis futuros gustos literarios y artísticos.

Dejo consignado ya que en mi casa no se consentían libros de recreo. Ciertamente mi padre poseía algunas obras de entretenimiento; pero recatábalas, como mortal veneno, de nuestra insana curiosidad; pues en su sentir, durante el período educativo, no debían los jóvenes distraer la imaginación con lecturas frívolas. A pesar de la prohibición, mi madre, a hurtadillas de la autoridad del jefe del hogar, y a guisa de premio de nuestra aplicación y docilidad, nos consentía leer alguna novelilla romántica que guardaba en el fondo del baúl desde sus tiempos de soltera. Eran, lo recuerdo bien: El solitario del monte salvaje, La extranjera, La caña de Balzac, Catalina Howard, Genoveva de Brabante y algunas otras, cuyos títulos y autores se han borrado de mi memoria. Ocioso es decir que tanto mis hermanos como yo, las leíamos entusiasmados, de un tirón, a hurtadillas de la vigilancia paterna.

[p. 131]Fuera de las citadas novelas, mis lecturas recreativas habíanse reducido hasta entonces a algunas poesías de Espronceda, de quien era yo ardiente admirador, y a cierta colección de romances clásicos e historias de caballería andante, que por aquellos tiempos vendían a cuatro cuartos los ciegos y los tenderos de estampas, aleluyas y objetos de escritorio.

Tan mezquino pasto intelectual no bastaba a mi ansia de lances arriesgados y narraciones maravillosas. Imaginaba, además, que debía haber algo más artístico y primoroso; porque, oyendo a las personas mayores, advertí que celebraban las amenas y entretenidas novelas de Dumas (padre), de Eugenio Sué (entonces en predicamento), de Víctor Hugo y de nuestro romántico Fernández y González. Naturalmente, ardía en deseos de saborear estos prodigios de la imaginación humana; por desgracia, las personas graves del pueblo, dueñas de tan valiosos tesoros, se hubieran guardado bien de prestarlos a un travieso rapazuelo. Veíame, pues, condenado a ignorar, quién sabe hasta cuándo, las más altas y sublimes creaciones de la fantasía novelesca.

Mas el azar se hace muchas veces cómplice de nuestros malos deseos. Un día, explorando a la ventura mis resbaladizos dominios de tejas arriba, me asomé a la ventana de cierto desván perteneciente al vecino confitero[7] y contemplé ¡oh gratísima sorpresa! al lado de trastos viejos y de algunos cañizos cubiertos con dulces y frutas secas, copiosa y variadísima colección de novelas, versos,[p. 132] historias, poesías y libros de viajes. Allí se mostraban, tentando mi ardiente curiosidad, el tan celebrado Conde de Montecristo y Los tres Mosqueteros, de Dumas (padre); María o la hija de un jornalero, de E. Sué; Men Rodríguez de Sanabria, de Fernández y González; Los mártires, Atala y Chactas y el René de Chateaubriand; Graziella, de Lamartine; Nuestra Señora de París y Noventa y tres, de Víctor Hugo; Gil Blas de Santillana, de Le Sage; Historia de España, por Mariana; Las comedias de Calderón, varios libros y poesías de Quevedo, Los viajes del capitán Cook, el Robinsón Crusoe, el Quijote e infinidad de libros de menor cuantía de que no guardo recuerdo puntual. Bien se echaba de ver que el confitero era hombre de gusto y que no cifraba solamente su ventura en fabricar caramelos y pasteles.

Ante tan fausto acontecimiento, la emoción me embargó durante algunos minutos. Repuesto de la sorpresa y decidido a aprovecharme de la buena fortuna, me dí a imaginar el proyecto más adecuado de explotación de aquel inestimable tesoro, evitando al mismo tiempo las sospechas del dueño y las huellas de mis pasos por el desván. La más elemental prudencia me obligó a respetar, por el momento, los exquisitos y apetecibles dulces del cañizo, persuadido de que, si el pastelero echaba de menos sus peras y ciruelas confitadas, cerraría o enrejaría la ventana, dejándome a la luna de Valencia. Tras madura reflexión, decidí dar el primer golpe por la mañana temprano, durante el sueño de los inquilinos, y coger los libros codiciados de uno en uno, reponiendo cada volumen en el mismo lugar de la anaquelería.

Gracias a tales precauciones, a mi serenidad y buena estrella, saboreé, libre de sobresaltos, las obras más interesantes de la biblioteca, sin que el bueno del repostero se[p. 133] percatara del abuso, y sin que mis padres sorprendieran mis ausencias del palomar.

¡Quién sería capaz de encarecer lo que yo me deleité con aquellas sabrosísimas lecturas! Tan grandes fueron mi entusiasmo y alegría que me olvidaba de todos los vulgares menesteres de la vida material.

¡Cuántas exquisitas sensaciones de arte me trajeron aquellas admirables novelas! ¡Qué de interesantes y novísimos tipos humanos me revelaron! Las descripciones brillantes de los bosques vírgenes de América, donde la vida vegetal desbordante, parece ahogar la insignificancia del hombre, en Atala; los tiernísimos y castos amores de Cimodocea, en Los Mártires; la gentil y angelical figura de Graziella; la pasión exaltada y casi monstruosa de Cuasimodo en Nuestra Señora de París; la nobleza, magnanimidad y valor puntilloso de los incomensurables Artagnan, Porthos y Aramis, en Los tres Mosqueteros, y en fin, la fría, inexorable y meditada venganza del protagonista del Conde de Montecristo, cautiváronme y conmoviéronme de modo extraordinario.

Al fin, aunque por medios incorrectos, trabé conocimiento con los épicos entes de la fantasía; seres soberbios y magníficos, todo voluntad y energía, de corazón hipertrófico sacudido por pasiones más que humanas. Verdad es que casi todas las novelas devoradas por entonces pertenecían a la escuela romántica, a la sazón en boga, cuyos héroes parecen forjados expresamente para subyugar a la juventud, siempre sedienta de lances extraordinarios y de aventuras maravillosas.

Y llevando mi atención a otro aspecto de la inspiración artística, me asombré del poder casi divino del poeta y del novelista, que desdeñando toda representación plástica de los personajes y del ambiente físico en que se agitan,[p. 134] sin más recursos que la palabra escrita, evocan en la mente del lector representaciones de tal modo vivas, coloreadas y conmovedoras, que en su comparación la realidad misma parece pálida y borrosa imagen, indigna casi de nuestra atención.

Difícil me sería señalar hoy, pasados tantos años, cuáles fueron los libros que me impresionaron más hondamente. Creo, empero, no apartarme mucho de la verdad declarando que hirieron con más viveza mi imaginación que ningunas otras las amenísimas y caballerescas creaciones de Dumas (padre) y las ultra-románticas de Víctor Hugo, que diputé entonces superiores al Fausto, al Gil Blas de Santillana y hasta —rubor me da confesarlo— al asombroso Don Quijote.

Hay cierta psicología de la niñez y mocedad, acaso insuficientemente estudiada por los especialistas[8]. Si se conociera bien, nos extrañarían menos ciertas aberraciones del gusto de la gente joven, de la cual se ha dicho con razón que es extremosa en todo. El adolescente adora lo hipérbole; cuando pinta, exagera el color; si narra, amplifica y diluye; admira en los escritores el estilo enfático, vehemente y declamatorio, y en los políticos las tesis audaces y radicales. Prefiere lo particular a lo general, lo ideal a lo real, la acción a la palabra. Sedúcenle las cadencias y sonoridades del verso, la pompa de las imágenes y el ruido de los epítetos explosivos y altisonantes. Y del mismo modo que en el orden científico antepone las ciencias objetivas a las llamadas disciplinas abstractas, en la esfera del[p. 135] arte abomina de reflexiones y moralejas y déjanle frío los análisis sentimentales del psicologismo. Como si contemplara el mundo al través de una lente de aumento, todo lo ve amplificado y nimbado de irisaciones; al revés de la vejez, que parece ver las cosas al través de una lente divergente que todo lo achica y envilece.

Pero, antes de terminar este capítulo, quisiera decir algo de la impresión que me causaran el Robinsón y Don Quijote.

El Robinsón Crusoe (que volví a leer más adelante con verdadera delectación) revelóme el soberano poder del hombre enfrente de la naturaleza. Pero lo que me impresionó en grado máximo fué el noble orgullo de quien, en virtud del propio esfuerzo, descubre una isla salvaje llena de asechanzas y peligros, susceptible de transformarse, gracias a los milagros de la voluntad y del trabajo inteligente, en deleitoso paraíso. «¡Qué soberano triunfo debe ser —pensaba— explorar una tierra virgen, contemplar paisajes inéditos adornados de fauna y flora originales, que parecen creados expresamente para el descubridor como preciado galardón de su heroísmo!»

En mi entusiasmo infantil por el bárbaro individualismo, casi sentía que mi héroe hubiera logrado evadirse del islote para retornar a su amada patria. Hubiera preferido que la muerte le hubiera sorprendido en su misterioso retiro. «¡Ahí es nada tener por sepulcro isla perdida en las brumas del Océano; por epitafio, un nombre repetido eternamente por los vocingleros papagayos; por panegírico, la obra del espíritu patente en la transformación de plantas y animales, y en la destrucción de fieras y alimañas!» ¡Qué desvaríos!...

Aunque no estaba todavía preparado para apreciar en todo su altísimo valor la inestimable joya de Cervantes,[p. 136] mucho me solacé también con las épicas aventuras de Don Quijote y con los sabrosos coloquios de caballero y escudero. Mas, a fuer de ingenuo, debo declarar que me desagradó la filosofía que se desprende de la genial novela. ¡Cómo había de gustarme su sentido hondamente realista si venía a contrariar mi incorregible idealismo! Yo tomaba por lo serio el papel de Don Quijote; y, así, llegábame al alma lo malparado que el esforzado caballero quedaba en casi todos sus lances y aventuras.

Además —¿por qué no decirlo?— aquella melancólica derrota de Barcelona a manos del prosaico y ramplón Sansón Carrasco prodújome viva decepción. «¡Eso no!... —exclamaba en mis arrebatos románticos—; el héroe manchego no mereció ser vencido. Bueno que en el mundo real triunfen los vulgares campeones del sentido común; pero en la obra de arte destinada a levantar el corazón y sublimar la virtud, el protagonista debe flotar sobre las ruindades del ambiente moral y alcanzar gloriosa apoteosis.»

Pero mi desconsuelo llegaba al paroxismo al ver cómo el loco sublime terminaba en cuerdo. A mis ojos aquel trivial arrepentimiento le degradaba, desautorizando lastimosamente su obra casi divina de paladín de la virtud. ¡Qué desencanto!...

Claro está que, a mi escasa sindéresis, escapaba la idea central de la grandiosa concepción cervantina: desterrar las locuras y disparates de las novelas caballerescas para fundar la obra artística sobre los sólidos cimientos de la experiencia; que, al fin y al cabo, sólo las narraciones de sucesos verosímiles, ingeniosamente tejidas con elementos de la vida real, alcanzan la suprema virtud de enseñar, edificar y deleitar.

Por las antecedentes frases, que traducen harto libre[p. 137]mente mis emociones de la adolescencia y juventud, comprenderá el lector que el sano y fuerte realismo del Quijote no me hizo gracia. Sólo más tarde, curado o por lo menos aliviado (porque restablecido no creo haber estado nunca) del empalagoso romanticismo que padecía, aprendí a gustar del espíritu del libro, a recrearme con la riqueza, donosura y elegancia del estilo, y a apreciar en su valor exacto la maravillosa armonía resultante del contraste entre los soberbios tipos de Don Quijote y Sancho; personajes que —según se ha dicho muchas veces— con ser altamente ideales, vienen a ser los más reales y universales concebibles, porque simbolizan y encarnan los dos modos antípodas del sentir y del pensar humano.

Pero dejemos de reflexiones ociosas y reanudemos el hilo de la narración.


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Friso ornamental

CAPÍTULO XIV

En crescendo mis distracciones y calaveradas, mi padre me acomoda de aprendiz en una barbería. — Mi hermano Pedro. — El Sr. Acisclo. — Majos y conspiradores. — Las pedreas. — Escaramuza con la fuerza pública. — El placer de los dioses. — Alarma del público con ocasión de las pedreas.

H

Hay en el cinematógrafo de la memoria imágenes borrosas, y aun verdaderas lagunas, correspondientes a épocas durante las cuales la atención, como la fotografía instantánea en día nublado, no dispuso de energía bastante para impresionar la película cerebral. Y si, mediante enérgica evocación, surge algún suceso en el negro fondo del inconsciente, muéstrase aislado, a modo de estrella que brilla solitaria en cielo encapotado: el hecho emergido suele situarse bien en el espacio, pero difícilmente en el tiempo; cabe referirlo más o menos vagamente a una época, mas no a página determinada del almanaque.

A esta categoría de remembranzas discontinuas y borrosas pertenecen mis recuerdos de los años 65 y 66. Tengo, empero, seguridad de que el 65 interrumpí los estudios por estimar el autor de mis días que su hijo carecía de madurez para el cultivo de la ciencia; y estimo probable que los principales, si no todos los sucesos de que va[p. 140]mos a ocuparnos en este capítulo, acaecieron el año 66, o sea durante mi tercer curso de bachillerato, que abrazaba entonces la historia general y particular de España, el álgebra, la trigonometría y el griego, que se introdujo en la segunda enseñanza en virtud de una disposición transitoria.

De lo que tengo más seguridad es de que el referido tercer curso marcó el período más agitado y azaroso de mi vida estudiantil. Recuerdo también que por entonces acompañóme al Instituto oscense mi hermano, que debía comenzar sus estudios. Era Pedro muchacho tan dócil y atento como aplicado y pundonoroso. Poseía, sin duda, inclinaciones artísticas y pasión por los juegos guerreros; pero estos gustos no fueron poderosos a extraviarle del buen camino ni a apartarle seriamente del estudio.

Mi padre, que cifraba grandes esperanzas en su formalidad y obediencia, temió sin duda el contagio de mi rebeldía, y, obrando con previsión, separó a los hermanos, instalándonos aparte: Pedro fué alojado decorosamente en apacible casa de huéspedes; yo, por castigo de mis distracciones, debí acomodarme de mancebo en una barbería. Al adoptar respecto de mí tan enérgica decisión, perseguía mi padre dos fines: desde luego atarme corto, privándome el vagar necesario para correrías y algaradas, y además enseñarme un oficio con que pudiera algún día ganarme el sustento, en caso de ineptitud irremediable o de orfandad prematura.

No me pesa hoy de la resolución de mi padre, que reiteró después en Zaragoza, según se verá en el curso de esta historia. Ella me puso en contacto con el alma del pueblo, a quien aprendí a conocer y a estimar; y domando el nativo orgullo, desenvolvió en mí ese sentimiento de digna modestia anejo a la pobreza laboriosa.

[p. 141]Pero entonces sentí mi esclavitud como un castigo excesivo. ¡Y en qué ocasión!... ¡Precisamente cuando vibraba todavía mi alma con la honda sacudida del choque romántico!... ¡Yo que soñaba entonces con los excelsos protagonistas de Dumas, Chateaubriand y Víctor Hugo...; que, persuadido de mis talentos artísticos, creíame capaz de emular las glorias del Ticiano, de Rafael o de Velázquez..., verme forzado a empuñar la sucia y jabonosa brocha barberil!... ¡Era para morirse de vergüenza!

Pero ¿qué remedio? Tuve, pues, que devorar en silencio lo que en mi necia vanidad consideraba humillación y rebajamiento intolerables. Afortunadamente, a los catorce años la máquina humana es tan plástica, que a todo se acomoda prontamente.

No era, sin embargo, un ogro el Sr. Acisclo[9] —que así se llamaba el amo— a pesar de su fama de gruñón y de la severidad y acritud que prometían sus facciones duras y su color bilioso; antes bien, estuvo conmigo considerado y afable. Condolido al ver mi cara de cuaresma, trató de consolarme con estas o semejantes palabras: «¡Ánimo muchacho! Duros son todos los principios, pero te irás haciendo. Déjate de orgullos y aplícate a remojar barbas, que si, como presumo, te vas haciendo al oficio, dentro de poco ascenderás a oficial y gozarás el momio de tres duros al mes, amén de las propinas».

¡Bonito porvenir!

Sobrábale razón al Sr. Acisclo. Acabé por acomodarme a aquel nuevo género de vida, y llegué hasta encontrar simpáticos a los amos y tolerable mi sujeción. Además,[p. 142] pocas semanas después intimé con el oficial, mozo sanguíneo y bonachón, gran tocador de guitarra y alegre requebrador de criadas y modistas, el cual, en ausencia del amo, me dispensaba de las prosaicas obligaciones anejas a mi cargo, consintiéndome garrapatear papeles y dibujar monigotes. Cobróme afición porque le servía de amanuense, escribiendo en su nombre a cierta maritornes esquelas almibaradas y versos cursis. Y correspondiendo a mis finezas, quiso enseñarme a tocar la guitarra; mas yo, que jamás tuve pasión por la música, no pasé de tañer medianamente la jota y de pespuntear sin gracia un par de polkas elementales.

Harto conocida es la psicología del barbero para que yo caiga en la tentación de descubrirla a mis lectores. Nadie ignora que los legítimos rapabarbas son parlanchines, entrometidos, aficionados a toros, tañedores de guitarra o de bandurria; pero no es tan notorio que en su mayoría profesan ideas republicanas y aun socialistas. Sin embargo, en mi amo quebraba la regla, pues ni tocaba la guitarra ni era dicharachero; en cambio, entraba en la grey común por sus radicalismos políticos y sus alardes revolucionarios. Adornábale otra flor, no frecuente entre la gente del oficio; profesaba la religión de la guapeza. Cuando acudían a afeitarse sus camaradas de juergas y de rondas, no se hablaba en la tienda sino de riñas, broncas, punzadas, jabeques y madrugones. Más de uno de aquellos parroquianos había visitado la cárcel y ostentaba en el pecho honrosas cicatrices de cuchilladas recibidas cara a cara. Sin ser mi amo jactancioso ni hablador, cuando venía a cuento y estaba en vena de confidencias, refería grave y complacientemente las trifulcas y jaranas de que había sido protagonista, y en las cuales, obrando en defensa propia y siempre en buena lid, había dado buena cuenta de[p. 143] sí. Lo que él decía: «O ponerse o no ponerse; no soy pendenciero, pero el que me busca me encuentra siempre».

Sus compadres aprobaban sus máximas y confirmaban sus bravatas. Por las muestras de veneración y respeto que le rendían, vine a conocer que el Sr. Acisclo tenía malas pulgas. Era además entre aquellas gentes autorizado definidor de agravios y juez inapelable en asuntos de honra y caballerosidad callejera.

La conversación entre maestro y parroquianos giraba a menudo sobre política. En ocasiones, hablaban quedo, comunicándose no se qué noticiones. Nuestra curiosidad, empero, atajaba todo disimulo. Así tuvimos noticia de las conspiraciones de Prim, Moriones y Pierrad, generales desterrados que, al decir de nuestros contertulios, estaban a punto de cruzar la frontera al frente de nutrida tropa de carabineros y de bravos montañeses de Jaca, Hecho y Ansó, a fin de proclamar la revolución y derrocar las en aquellos tiempos llamadas ominosas Instituciones.

Aquellos inofensivos ojalateros frotábanse las manos de gusto, saboreando de antemano el triunfo irremisible de la soberanía nacional y la vergonzosa derrota de serviles y moderados.

Mientras tanto, la infeliz esposa del barbero, que no compartía las esperanzas de los conspiradores, antes bien, recelaba alguna vil delación, vivía en perpetua alarma; temía que cualquiera noche, según ocurría a menudo en aquellos tiempos, registrara la policía la casa y se llevaran al marido desterrado a Fernando Póo.

A la verdad, yo no entendía jota de política, pero me seducían zaragatas, jaranas y marimorenas. Diera entonces cualquier cosa por presenciar un motín o asistir a la construcción y defensa de una barricada. Además, por instinto atraíame el llamado credo democrático, que ca[p. 144]saba admirablemente con mi exagerado individualismo y mi ingénita antipatía hacia el principio de autoridad. Como en el cuento del fraile, me cargaba el prior sólo por ser prior.

Para halagar a mi patrón y demostrarle al mismo tiempo mis sentimientos liberales, dí en copiar el busto de los caudillos militares de las revueltas de entonces, singularmente los de Prim y de Pierrad. Por cierto que, aparte mi ingenua devoción hacia el guerrero, lo que más me sedujo en este último héroe fueron sus líneas de busto clásico y la hermosa barba patriarcal.

Con ser las citadas estampas harto chapuceras e infieles, merecí calurosos elogios, a que contribuyó también tal cual décima chavacana dedicada a la libertad, escrita al pie de los dibujos. En todo ello había por mi parte algo de cálculo. Porque mi patrón, encantado de los sentimientos precozmente revolucionarios y de los primores pictóricos de su aprendiz, dióle de cada día mejor trato. Hízole merced, no sólo de las horas reglamentarias de clase, sino de casi todas las tardes de poco trabajo. Por donde vino a frustrarse enteramente el plan del autor de mis días.

El encuentro casual de un pequeño tesoro, hecho por ambos hermanos, agravó todavía mis aficiones guerreras. Paseando un día por las inmediaciones de la Ermita de los Mártires, mi hermano Pedro divisó en un basurero cierta cosa brillante; nos aproximamos a ella, la cogimos y, después de frotarla para quitarle la suciedad, resultó ser, ¡oh felicísima sorpresa!, una moneda de oro de 5 duros. Entonces corrían, por fortuna, todavía las onzas, aquellas famosas peluconas, convertidas hoy, desgraciadamente, en raras medallas de museo. Para asegurarnos de la buena ley del doblón lo cambiamos en cierta tienda, y en posesión de tan respetable suma, para nosotros inverosímil, acorda[p. 145]mos por unanimidad invertirla en la compra de cierto pistolón imponente, que desde hacía tiempo tentaba diariamente nuestra codicia en el escaparate de vieja armería. Hecha provisión de pólvora, balas y perdigones, comenzamos a ejercitarnos en el manejo del arma, que resultó bastante caprichosa. A fuerza de práctica, llegamos, sin embargo, a afinar algo la puntería y hacer algunos blancos.

Al proveernos de armamento tan impropio de muchachos, era nuestra intención, además de darnos aire de terribles revolucionarios, fomentar antiguas e irresistibles aficiones cinegéticas, saliendo a caza de tordos, perdices y conejos. Mas conforme ocurrió con el formidable mosquete de marras, nunca cobramos pieza importante; sólo algún gorrión, recién salido del nido e inexperto en el vuelo, cayó en nuestras manos.

Creo que fué por aquel año de 1866 cuando me hice temible entre los condiscípulos por mis progresos en el manejo de la honda. Recuerdo que, entre otras pruebas de mi habilidad, podía atravesar a 20 pasos de distancia un sombrero arrojado al aire. No me contenté sólo con el tino; cultivé también el alcance, y señaladamente la celeridad del disparo, en la cual aventajé notablemente a mis rivales: mientras éstos disparaban una piedra, lanzaba yo cuatro o cinco. Fué ésta la época de la sumisión del insolente Azcón y del general reconocimiento de mi supremacía en los juegos guerreros. Como es natural, fuéme espontáneamente ofrecida la jefatura de los bandos en pugna. Yo acepté, según era de presumir, la dirección del bando democrático, pues ya entonces los muchachos jugábamos a reaccionarios y liberales.

Mi prestigio no se fundaba en la mera habilidad y en el ciego arrojo de quien desconoce el peligro y se enardece en el fragor del combate. Séame lícito confesar, aunque[p. 146] padezca mi fama de bravucón, que en mi denuedo había mucho de teatral y algo de cálculo y observación de la psicología infantil.

Durante mi larga experiencia de las trapatiestas estudiantiles, había reparado que la audacia y el furor guerreros, cuando se fingen a la perfección, provocan casi indefectiblemente el pánico del enemigo.

No es cosa de analizar aquí el mecanismo sugestivo en cuya virtud el gesto leonino y la osadía temeraria, hábilmente fingidos, provocan el pavor en nuestros adversarios. Hay algo atávico en esta fanfarronería histriónica, por lo demás ya practicada, según es sabido, por los salvajes y hasta por los héroes de la Iliada. Sobre ello discurren muy doctamente los psicólogos modernos[10], los cuales advierten cuánto importa para comprender y reproducir en lo posible un estado afectivo, la imitación fidelísima de los gestos y actitudes características de su expresión natural. Ignoro si la reproducción fingida y como instintiva de los ademanes del valor temerario creaban en mí, por una suerte de autosugestión, el estado pasional correspondiente; declaro solamente que, en cuanto ponía cara feroche y avanzaba impertérrito hacia los adversarios, éstos solían emprender la fuga.

Corro riesgo de hacerme pesado, deteniéndome excesivamente en estas frívolas riñas de muchachos. En ellas hay, sin embargo, prescindiendo de su significación antropológica, sobre la cual tan buenas cosas han dicho los psicólogos ingleses, lecciones útiles para los hombres. La ingenuidad del alma infantil transparenta admirablemen[p. 147]te los resortes y fines, a menudo inaccesibles, de las luchas de los hombres y de los pueblos. Aparte su carácter instintivo, que parece reproducir estados ancestrales, las contiendas de los muchachos implican un sentimiento loable: el amor a la gloria, es decir, el anhelo de la aprobación y admiración de los iguales; nunca —y esto sólo bastaría para hacer simpáticos a los niños— el sórdido interés.

Otra enseñanza arrojan las luchas infantiles. Revélase asimismo en ellas, mejor aún que en las competiciones de los hombres, cuán principal y decisiva parte tienen en el éxito lisonjero la voluntad enérgica y decisión inquebrantable de vencer. El que toma las cosas a broma es siempre superado por quien las toma en serio; el mero aficionado cede al profesional; quien no lleva al palenque sino fútiles satisfacciones de vanidad, se ve constantemente arrollado por el que pone el alma entera en la empresa y de antemano se preparó vigorizando sus brazos y templando sus armas.

Gracias a mi formalidad, yo acabé por ser técnico refinadísimo en el manejo de la honda. Mis observaciones me llevaron a perfeccionarla; fabriqué sus cuerdas de seda y de cordobán la navécula, y escogí como proyectiles guijarros esféricos y pesados. Hasta llegué a redactar, para uso de mis amigos, cierto cuaderno con estampas, pretenciosamente titulado Estrategia lapidaria, donde se contenían reglas prácticas para hurtar metódicamente el cuerpo cuando era amenazado por varios proyectiles.

Sin esfuerzo imaginará el lector que, antes de alcanzar tanta maestría, habríanme descalabrado muchas veces; y así era la verdad, tanto que mi cabeza está sembrada de viejas cicatrices. Alguna vez, al salir de clase y encasquetarme el sombrero, me encontraba con que éste no encajaba bien, porque el chichón, casi imperceptible antes[p. 148] de entrar en el aula, había crecido durante la lección, libre del freno de la montera.

Pero no insistamos demasiado sobre un tema varias veces tratado. Rindamos, en lo posible, culto al consabido non bis in idem de los latinos. Permítasenos solamente, antes de abandonar definitivamente la pesada narración de pedreas, contar dos episodios relativamente interesantes.

Del primer lance, más cómico que dramático, fué el héroe mi hermano. Peleábamos tranquilamente en cierto callejón próximo al Instituto, ordinario palenque de nuestras trifulcas, cuando, apenas cruzados los primeros proyectiles, noté con extrañeza que los adversarios habían levantado precipitadamente el campo. Recelando una celada, acaso el temido ataque por retaguardia, destaqué dos números, para que, dando un rodeo, explorasen el terreno y me informaran de lo ocurrido. Mas antes de regresar los emisarios, aclaróse súbitamente el misterio: en el otro extremo de la calleja, momentos antes ocupado por los adversarios, aparecieron cuatro municipales sable en mano, y al grito de «¡esperad, canallas!», avanzaron amenazadores. Presumí entonces lo acontecido: la hueste enemiga, sorprendida por la fuerza pública, había huído a la desbandada, y perseguida quizá por los guindillas, había sufrido de manos de éstos los consabidos cintarazos.

La situación era crítica. Harto sabíamos que nuestro destino era apelar a la fuga; mas, al objeto de ganar tiempo y detener un poco a los guardias, dí el alto a mi gente y ordené que, antes de tocar retirada, se hiciese una descarga general. La osadía sirviónos una vez más. Los guindillas, que venían desalados sobre nosotros, pararon en firme y uno de ellos cayó en tierra, lanzándonos soeces insultos.

[p. 149]¿Qué había pasado? Mi piedra, extraída del zurrón de las infalibles, dió violentamente en el muslo de uno de los persecutores, quien, transido de dolor, dobló la rodilla en tierra; otro guijarro hizo blanco en el hombro del segundo municipal; mientras que el proyectil de mi hermano, lanzado con gran impulso, acertó, por peregrina casualidad, en la hoja del sable del tercer guardia, rompiendo el acero al ras del puño. El buen hombre quedó en la facha más grotesca imaginable; es decir, esgrimiendo amenazador un mango de latón mondo y lirondo. Sólo un adversario se libró de los proyectiles. Siguióse, como decíamos, un instante de estupor, del cual nos aprovechamos hábilmente para poner pies en polvorosa. Cuando los coléricos guindillas invadieron nuestros reales, era ya tarde para el alcance; habíamos ganado las eras de Cáscaro, salvado el viejo muro, descendido por entre sus sillares y traspuesto, finalmente, el río y la alameda.

Cara pudo costarnos la aventura. Uno de los guardias guardó cama varios días, según contaron; se nos buscó insistentemente por todas partes; afortunadamente ningún compañero nos delató. Y aunque la Policía quiso hacer un escarmiento ejemplar en las presumibles cabezas del atentado contra la autoridad, no lo consiguió, al menos en lo que a mí respecta; porque mi amo, sabedor del lance y acérrimo enemigo de los guindillas, con quienes tenía alguna cuenta pendiente, me ocultó por unos días en casa de un correligionario.

La otra peripecia dramática ha quedado rotulada en mi memoria con el nombre de paliza del montañés. Batíame solo, desde un campo próximo a la carretera, contra ocho o diez estudiantes parapetados en lo alto de la muralla, posición ventajosa a que les obligaba, para igualar las condiciones, mi maravillosa puntería con la honda. En lo más[p. 150] recio del zafarrancho, y cuando acababa de hacer blanco en un sombrero enemigo, veo avanzar hacia mí, con aire nada tranquilizador y enarbolando formidable garrote, a un arriero montañés, que momentos antes cruzaba pacíficamente la carretera al frente de su recua. Esperábale yo entre confiado y escamón, sin saber qué partido tomar, hasta que por sus primeras palabras adiviné lo sucedido: era que de lo alto de la muralla le habían arrojado un cantazo, y oyendo el restallido de mi honda y sorprendiendo mi actitud ofensiva, creyóme autor de la agresión. En vano alegué mi inocencia señalándole la posición de mis adversarios, eclipsados por mi mala ventura en aquellos graves momentos. Sin atender a razones, agarróme del cuello y me sacudió monumental paliza. Desahogado su rencor, incorporóse a la recua y quedé molido y maltrecho.

Pero yo hervía en ira y juré vengarme del atropello, para lo cual la disposición del terreno otorgábame inestimables ventajas. Renqueando por el dolor escalé, como Dios me dió a entender, el cercano muro; me remonté a las eras de Cáscaro y me deslicé a lo largo de las derruídas almenas hasta ponerme enfrente del rencoroso montañés, que caminaba tranquilamente por la carretera, bien ajeno a la borrasca que le esperaba. En un santiamén reuní diez o doce gruesos guijarros y los arrojé sobre el ansotano con vertiginosa rapidez. Espantóse la recua, corriendo a la desbandada. ¡Quién podría contar la corajina del atlético gañán al verse alcanzado por tres o cuatro proyectiles de grueso calibre! El infeliz, que ni podía escalar la muralla, ni abandonar las caballerías, ni esquivar el cuerpo tras de ningún obstáculo, juraba y pateaba como un condenado.

En cuanto llegó a la posada, denunció el hecho al Alcalde; pero las Autoridades no lograron averiguar el nombre del agresor y el lance no tuvo las desagradables consecuencias que eran de temer.

[p. 151]Mi mala fama había cundido de tal modo en el barrio, que hasta las niñas, cuando salían del Colegio, se escondían al verme, temerosas de alguna furtiva pedrada. Por cierto que, entre las muchachas que me cobraron más horror, recuerdo a cierta rubita grácil, de grandes ojos verde-mar, mejillas y labios de geranio, y largas trenzas color de miel. Su tío y padre, a quienes nuestros diarios alborotos impedían dormir la siesta, habíanle dicho pestes de Santiagué, el chico del médico de Ayerbe, y la pobrecilla, en cuanto topaba conmigo, echaba a correr desalada, hasta meterse en su casa de la calle del Hospital.

¡Caprichos del azar!... ¡Aquella niña asustadiza, en que apenas reparé por entonces, resultó, andando el tiempo, la madre de mis hijos!...


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Friso ornamental

CAPÍTULO XV

Inquina de mi catedrático de griego. — Decide mi padre escarmentarme convirtiéndome en aprendiz de zapatero. — Mis proezas en obra prima. — El ataque de Linás. — Consideraciones en torno de la muerte.

D

Después de lo expuesto, huelga decir que mi instrucción científica y literaria progresó muy poco durante el curso de 1886. El latín y griego me aburrieron soberanamente, y la Historia universal y de España, que consistían en retahila insoportable de fechas y abrumadora letanía de nombres de reyes y de batallas ganadas o perdidas, según el favor o el enojo de la Providencia, no tuvo para mí ningún atractivo[11].

[p. 154]

Con todo eso, el curso habríase salvado sin contratiempo, si el catedrático de griego, un buen señor tan desabrido como suspicaz, no me hubiera convertido en desfogadero de su mal humor. Cierto que no extremaba mi celo y puntualidad ni me entusiasmaban grandemente sus lecciones pronunciadas con acento crudamente catalán y premiosa y sibilitante palabra; mas de su ojeriza no fueron mis distracciones la causa principal, sino cierto defecto fisiológico de que nunca he logrado corregirme.

A la manera de los salvajes y de las mujeres, he adolecido siempre de lamentable facilidad para soltar la risa: una observación chocante, un gesto inesperado, cualquiera chirigota, bastaban para excitar mi ruidosa hilaridad, sin que fueran parte a refrenarme lo grave del lugar y lo solemne de la ocasión. En mi huesoso y movedizo sem[p. 155]blante estallaba la carcajada como el oleaje en el mar azotado por la brisa. Y era lo malo que, en virtud de cierto aspecto mefistofélico del rostro, mi espontánea sonrisa de bobalicón asombrado adquiría, a los ojos de algunos, un no se qué de sarcástico, irritante y provocativo. En vano me esforzaba para dominar mis nervios y evitar que mi inocente alegría sacara de quicio al profesor: el aparato inhibidor de mis risores no fué jamás poderoso a imponerles el reposado continente, ni a mis ojos el aire grave y formal adecuados a la contemplación serena de la ciencia.

Pero el bueno del maestro, que ignoraba el dicho de Dumas «sólo los bribones no se ríen», montaba en cólera cada vez que sorprendía mi jovialidad, en la que veía, por exceso de suspicacia, intención satírica y aviesa. Ni me valió para desarmar su enojo asegurarle que no me reía de él, a quien sinceramente respetaba, sino de las bromas y salidas de algunos compañeros parlanchines. Y creciendo progresivamente su irritación, dió en la manía de mortificarme diariamente con vulgares comparaciones zoológicas y comentarios burlescos. Complacíase también en citarme como caso representativo de torpeza y de pigricia. Cuando alguno enredaba en clase solía decir: «usted es casi tan pigre como Ramón»; «de no enmendarse, parará usted sin remedio en lo que Ramón»; y otras frases molestas de este jaez.

Dicho sea entre paréntesis, al proceder de esta suerte mis maestros erraban de medio a medio la terapéutica. En el fondo era yo un infeliz, de buenos sentimientos, aunque víctima de tendencias intelectuales y sensitivas irrefrenables. Tanto mi padre como mis profesores hubieran sacado mejor partido de mí usando los métodos del halago y de la bondad, en lugar de infligirme correcciones acaso excesivas y siempre exasperantes.

[p. 156]Pero volviendo a mi adusto profesor de griego, diré que aquel régimen de pullas y alfilerazos, que yo estimaba injusto, agotó mi paciencia. Y considerándome perdido, resolví tomar represalias. Decidí, pues, atormentar al pobre señor con toda suerte de pesadas bromas, y con ellas traspasé los límites de la insolencia. Para herirle en lo más vivo, que eran sus profundas convicciones ultramontanas, hacía pasar de mano en mano grotescas caricaturas en que aparecía, ya con traje de miliciano nacional, colgante de sus labios letrero que decía: «¡Viva la Constitución!», ya andando en cuatro patas, tocada la testa con boína descomunal —y ésta era la más negra— y cabalgado por Espartero, que parecía cantarle el trágala al oído. Tan grotescos monigotes regocijaban y desasosegaban a los chicos, que oían al iracundo pedagogo como quien oye llover.

Con estas y otras pesadas payasadas fué tal el odio que me cobró, que, a punto de trasladarse a Cataluña, de donde era natural, aprovechó la ocasión de la plática de despedida para deplorar amargamente el ausentarse sin haber tenido el gusto de castigar mis insolencias. «A bien que mis rectos comprofesores sabrán vengarme», añadió. Yo estuve por contestarle «¡buen viaje!», pero me contuve por no empeorar mi ya desesperada situación.

Graves fueron de todos modos las consecuencias de mis imprudencias. Desalentado por la citada conminación, recibida precisamente en el mes de Mayo, dí por seguro el fracaso, y no me atreví a presentarme a examen.

Con lo cual, y con haber obtenido solamente notas de mediano en las demás asignaturas, púsose furioso mi padre, amenazándome con ejemplar y radical escarmiento. Resuelto a arrancar de cuajo mis chifladuras artísticas, meditó y puso por obra cierto plan terapéutico no exento[p. 157] de ingenio y eficacia, que consistía en la aplicación del sabido principio médico: Contraria contrariis. «¿Qué es —debió preguntarse mi progenitor— lo más diametralmente opuesto, en el orden profesional y sentimental, a la dulce poesía y a las emociones y bellezas del arte pictórico? Pues los bajos oficios de soguero, deshollinador o zapatero remendón.» Esta última profesión, sobre todo, parecióle pintiparada para abatir mis pujos románticos y corregir definitivamente mis rebeldías.

Pensé al principio que todo pararía en amenazas, pero me engañé de medio a medio. Antes de terminar el mes de Junio —habitábamos entonces en Gurrea de Gállego—[12] puso por obra su proyecto, asentándome de aprendiz con cierto zapatero, hombre de pocas palabras, rústico y mal encarado, el cual, en connivencia con mi padre, hízome pasar las de Caín. Obligóme a comer un mal cocido, a dormir en obscuro y destartalado desván lleno de ratones y telarañas, y encargóme además de los más bajos y sucios menesteres de la tienda. Quitáronme lápices y papel, y se me prohibió hasta emborronar con carbón las paredes del granero. Privada la fantasía de todo instrumento expresivo, vivió de sí misma y alzó en la mente las más brillantes y risueñas construcciones. Jamás viví vida más prosaica ni soñé cosas más bellas, altas y consoladoras. En cuanto acababa de cenar, asaltaba ansiosamente mi cuchitril, y antes de que el sueño me rindiera, ocupábame en dar forma y vida al caos de manchas de la pared y a las telara[p. 158]ñas del techo, que se transformaban, a impulsos del pensamiento, en los bastidores de mágico escenario por donde desfilaba la excelsa cabalgata de mis quimeras.

Aquel régimen de aislamiento moral y de austera alimentación hubiera acabado por convertirme en místico exaltado —como a un amante del yermo— si mi madre, temerosa de los efectos depauperantes de las berzas y del cocido incoloro, no me hubiera mandado furtivamente sabrosas tortas y suculentas tajadas. Al final de aquel verano, conseguí también lápiz y papel, comprados gracias a la generosa propina recibida de la hija de los condes de Parcent, gentil señorita de catorce abriles que se dignó un día visitar la tienda y confiar al zafio aprendiz el arreglo de elegante y diminuta botina, descosida durante el trajín de reciente cacería[13].

Trasladada nuevamente mi familia a Ayerbe, cambié de dueño, entrando a servir a un tal Pedrín, de la familia de los Coarasas de Loarre, zapatero campechano y chistoso, pero severo y duro con los aprendices. Tenía yo entonces rarezas alimenticias extremadas (tales como repugnancia invencible hacia el cocido, la calabaza, el tomate, la cebolla, etc.), que desazonaban sobremanera a mis padres. Y así, el autor de mis días puso empeño en que Pe[p. 159]drín curara radicalmente tan enfadosos antojos, amén de tratarme en lo demás sin ningún miramiento y a cara de perro, según el dicho vulgar. Lo mismo que en Gurrea, debían correr a mi cargo las más antiestéticas faenas. Y, en efecto, se me adjudicaron las poco pulcras ocupaciones de limpiar herramientas, fabricar cabos untados de pez, coser remiendos (que por cierto me llenaban las manos de callos y costurones), echar medias suelas y preparar el engrudo.

Encantado estaba el Sr. Pedrín (quien no obstante la fama de mal genio, era excelente persona y buen amigo de mi familia) de mis progresos, así como de la paciente humildad con que soportaba lo mismo las vilezas y prosaísmos del oficio que las deliberadas modificaciones del menú.

Un día díjole a mi padre:

—D. Justo, su chico de usted es una alhaja; es mañoso, todo lo hace bien. De seguir así, voy a ponerle pronto a coser botinas nuevas.

—Y ¿qué tal la comida?

—Traga hasta las piedras: calabaza, tomate, nabos, cocido... Todo lo devora sin hacer un visaje.

—Lo dudo...; fíjese bien, no sea que el chico, que es muy marrullero, se la pegue a usted.

Algo escamado el maestro, observóme disimuladamente durante la cena, y no tardó en sorprender mis trazas y ardides. Cuando el plato no era de mi gusto, solapadamente escondía yo las tajadas, ya en el bolsillo del pantalón, encerado a este propósito, ya sobre un pañuelo oculto entre mis rodillas. Afeóme ásperamente la desobediencia y consideró cuestión personal democratizarme el estómago y empapuzarme (empapujar) hasta de las más viles bazofias; no lo consiguió sin embargo. Sus bien intencionadas porfías sólo sirvieron para enflaquecerme y conver[p. 160]tirme por inevitable compensación alimenticia, en famélico comedor de pan[14].

Extendidas por el pueblo nuevas de mis rápidos avances zapateriles, un tal Fenollo, maestro de obra prima y dueño de la mejor tienda de la población, propuso contratarme por cierto número de años, a condición de que si antes de la primera añada abandonaba el oficio, debía mi padre indemnizarle a posteriori con dos reales diarios. Cerrado el trato e instalado en el nuevo obrador (más alegre y capaz que el de Pedrín, y emplazado en la hermosa Plaza Baja), puse a mal tiempo buena cara.

Poco tardé en intimar con el hijo del patrón, simpático muchacho de mi edad y gustos, y díme tal garbo en el manejo de la lezna, que a los pocos meses cosía a todo ruedo, haciendo zapatos nuevos de los llamados entonces abotinados, recortando coquetones tacones y dominando los calados y demás arrequives de las punteras y todas las sublimes filigranas del oficio. Mis progresos fueron muy alabados por el nuevo amo, que me prometió, de continuar en la misma tesitura, abonarme un jornal de dos reales diarios, amén de la ropa y comida. Entretanto, para honrar y enaltecer mi habilidad, confiábame las botinas de las señoritas más remilgadas y presumidas; botinas en cuyos altos y esbeltos tacones labraba primores de ornamentación. ¡Qué diablos! ¡De algo habían de servirme el Arte poética de Horacio y mis aficiones artísticas!

[p. 161]Por aquel año (1867) acaeció la famosa intentona revolucionaria de Moriones y Pierrad, que tuvo sangriento epílogo en el choque de Linás de Marcuello. General era el descontento contra el Gobierno. El odio a los moderados, a causa de las deportaciones y fusilamientos de liberales, había ganado hasta las aldeas más apartadas. Todo hacía presagiar próxima tormenta, de la cual el citado choque de Linás fué el primer relámpago amenazador.

Con júbilo casi general fué en Ayerbe sabida la sublevación de los generales, cuyo triunfo creíase inminente. Muchos se aprestaban a alistarse en las filas rebeldes; sólo en nuestro pueblo y Bolea había —al decir de la gente— sobre 500 hombres comprometidos, que esperaban no más, para incorporarse a las filas revolucionarias, recibir armas y equipos. Cundió, por fin, la noticia de que las huestes liberales, formadas por carabineros y montañeses del Alto Aragón, habían pernoctado en Murillo, Lapeña y Riglos, desde cuyos pueblos movilizábanse hacia Linás de Marcuello, aldea situada al pie de la vecina sierra de Gratal. Intensa emoción reinaba en Ayerbe; muchos juzgaban inevitable la entrada triunfal de los insurrectos.

De improviso apareció en la Plaza baja la columna del general Manso de Zúñiga, compuesta de algunas fuerzas de infantería y de 50 soberbios y vistosos coraceros que entusiasmaron a los muchachos con su aire marcial y brillantes armaduras. No me saciaba de admirar las bruñidas corazas y empenachados yelmos, defensas evocadoras del recio arnés de los antiguos guerreros y de las épicas luchas de la reconquista. Subyugóme, sobre todo, el admirable golpe de vista ofrecido por los escuadrones en correcta formación. Al moverse los caballos, toda aquella masa de metal pulido rielaba al sol como oleaje de un mar rizado por la brisa: de las desnudas espadas brotaban des[p. 162]lumbrantes relámpagos, y el polvo alzado por el piafar de los alazanes parecía como dibujar en torno de cada guerrero glorioso nimbo de luz.

Impaciente por combatir, el general ordenó al alcalde la inmediata traída de bagajes, y sin detenerse más que lo estrictamente necesario para racionar a los soldados, partió en dirección de Linás, adonde debió llegar en las primeras horas de la tarde. No transcurrió mucho tiempo sin que oyéramos el lejano y sordo estampido de las descargas, repercutido por las vecinas montañas.

Formáronse corrillos en las plazas, a los que nos agregábamos los chicos, presa de viva curiosidad. Y entre los hombres cambiábanse en voz baja comentarios acerca de la batalla librada en aquellos angustiosos momentos entre la libertad y la reacción. Entretanto, buen golpe de vecinos comprometidos en la asonada habían huído hacia la sierra, para esperar el desenlace y evitar posibles represalias. Ardíamos todos en curiosidad e impaciencia por conocer lo ocurrido. Nuestra comezón por saber algo fué tan grande, que varios chicos nos escapamos al campo de batalla, caminando a campo traviesa; y llegados a la cúspide de una colina, que por el Sur domina la aldea de Linás, presenciamos escena lastimosa y conmovedora. Las fuerzas leales replegábanse en aquel instante, con visibles muestras de desaliento, hacia Ayerbe; mientras los insurrectos, que conservaban excelentes posiciones en las casas del pueblo y cercados inmediatos, comenzaban a correrse por el pie de la sierra, desdeñando perseguir al enemigo, acaso por no derramar estérilmente sangre española.

Nos desviamos entonces a cierto alcor próximo al camino por donde la tropa caminaba. Grande fué nuestra sorpresa al advertir que aquellos coraceros, horas antes[p. 163] tan gallardos e imponentes, marchaban ahora desordenados y silenciosos, abollados los cascos y sangrientos los uniformes. Algunos, perdido el caballo en la refriega, caminaban a pie, macilentos y tristes. Montados, o mas bien sujetos, en caballerías y escoltados por bagajeros y soldados, venían numerosos heridos, cuyos lastimeros ayes, arrancados a cada trompicón del áspero camino, desgarraban el alma. Y en medio de aquel melancólico desfile surgió cual trágica aparición la pálida figura del general Manso de Zúñiga, agonizante o muerto, mantenido a caballo gracias a los piadosos brazos de un ayudante. Profunda impresión sentí al contemplar el uniforme manchado de polvo y sangre, los abatidos y pálidos rostros de la fúnebre comitiva, y, sobre todo, la faz intensamente blanca del infortunado caudillo, horas antes rebosante de energía y altiva resolución.

Confieso que aquella imagen brutalmente realista de la guerra enfrió bastante mis bélicos entusiasmos. En ningún libro había leído que las heridas de fusil fueran tan acerbamente dolorosas, ni que los lisiados se quejaran con acentos tan lastimeros. Está visto que, o los historiadores no han presenciado batallas, u omiten deliberadamente cosa tan grave y seria como la tortura física y moral de las víctimas.

Al llegar al pueblo, contaron los soldados pormenores del encuentro. Noticiosos los insurrectos (en número de 1.600 hombres) de la escasez de las fuerzas del general Manso, aguardáronle apostados en excelentes posiciones que se extendían por las colinas inmediatas a Linás. En cuanto avistaron al enemigo, las fuerzas leales hiciéronse fuertes en los altozanos linderos con la aldea y cruzáronse los primeros disparos. Impaciente el caudillo isabelino por la inesperada resistencia de fuerzas, que supuso indisci[p. 164]plinadas, ordenó el avance de sus tropas, que fueron recibidas con nutridas descargas. Debió ocurrir un movimiento de vacilación motivado quizá por el desorden de la caballería, incapaz de maniobrar dado lo angosto y quebrado del terreno; y entonces el jefe, dando ejemplo a los suyos y arrastrado por su bravura, espoleó reciamente el caballo y se adelantó gran trecho hacia el enemigo. Cobraron ánimo los leales, corriendo a paso de carga para alcanzar al bizarro general; pero, desgraciadamente, antes que llegaran a socorrerle, una descarga derribóle mortalmente herido. Cuentan que, en aquel momento trágico, cierto colosal ansotano, mozo de 7 pies de estatura y de diecinueve años apenas, abalanzóse temerariamente hacia el caído, al objeto de desarmarlo y hacerlo prisionero; pero frustróse su intento, porque certera bala le hirió en el corazón, desplomándolo junto al caudillo. Perdido el general e insuficientes las fuerzas isabelinas para proseguir el ataque, retiráronse al cabo, después de recoger los numerosos heridos, que fueron asistidos y curados en el hospital de Ayerbe[15].

Según era de presumir, tocóle a mi padre aquellos días no poco que hacer con la diaria curación de los soldados heridos en la refriega, así como con el cuidado de otros pertenecientes a las fuerzas insurrectas, los cuales se habían ocultado en diversas aldeas, hasta en lo más fragoso de la vecina sierra de Gratal.

La contemplación al siguiente día, en los campos de Linás, de los infelices que cayeron con ocasión del san[p. 165]griento combate, y el examen poco tiempo después de las víctimas de otra acción inesperada librada cerca de Ayerbe[16] entre carabineros y contrabandistas, trajeron por primera vez a mi espíritu la terrible enseñanza de la muerte, la más profunda, filosófica y revolucionaria de todas las realidades de la vida. Ciertamente, antes de los citados sucesos, había visto muertos y presenciado el desgarrador espectáculo de la agonía; pero mi emoción harto débil, habíase disipado como espuma en la onda.

En la aurora de la vida, tan inverosímil resulta la idea de la muerte, que apenas suscita alguna pasajera cavilación. ¡Quién piensa en morir cuando siente en su corazón juvenil batir con furia la sangre, y contempla delante de sí, en la azul lejanía del tiempo, serie inacabable de lustros de espléndida existencia!

[p. 166]La melancólica convicción del no ser, con todo su cortejo de pavorosos y formidables enigmas, se apodera de nosotros en la edad madura, en presencia de la muerte de padres y amigos, y sobre todo cuando penosas sensaciones internas, inequívocos signos del creciente desgaste de la máquina vital, nos anuncian, para un plazo más o menos dilatado, el ineluctable desenlace.

Este temor, tan profundamente humano (más felices que nosotros, los animales parecen ignorarlo), acreciéntase todavía para el médico o el biólogo. La ciencia es tan impasible como indiscreta. Por ella sabemos que nuestra organización es tan sutil y quebradiza, que un invisible microbio, inesperada ráfaga de viento, débil oscilación térmica, choque moral violento, pueden en pocos días arruinar la obra maestra de la creación, que se asemeja, por lo deleznable y compleja, a esos ingeniosísimos e intrincados relojes que marcan las horas, señalan los días de la semana, anuncian los meses, las estaciones, los años, las salidas del sol y de la luna, pero que ¡ay! adolecen tan sólo de un pequeño defecto: pararse definitivamente a la primera sacudida que reciben.

Añadamos que la muerte violenta, en plena culminación de la curva vital, es algo absurdo que desconcierta el candoroso optimismo juvenil. El joven sólo comprende la caída del fruto maduro. Para preparar el trágico desenlace y evitar dolorosas sorpresas, la naturaleza procede en el anciano por suaves gradaciones, que van creando en el ambiente familiar, y a veces hasta en el enfermo agotado por el sufrimiento, la convicción de la horrenda tragedia. La muerte misma en su representación vulgar parece anunciarse discretamente en el esqueleto, que asoma progresivamente al través de brazos y mejillas. Mas estos súbitos desplomes en el cenit de la existencia sacuden profunda[p. 167]mente nuestra sensibilidad y turban todas nuestras ideas sobre la armonía del mundo y de la vida.

Otra de las cosas que más profunda impresión me produjo fué la expresión de calma beatífica del cadáver, en contradicción flagrante con los espasmos, luchas y terrores de la agonía. Acostumbrados a asociar el gesto con un modo particular de sentimiento, nos cuesta trabajo referir al reposo muscular la expresión plácida del difunto; antes bien propendemos a enlazar dicha inmutable serenidad con un equivalente estado de conciencia.

¡Cuán soberanamente trágico aparece ese reposo absoluto, la dócil entrega de nuestros órganos a todas las disolventes injurias de las fuerzas cósmicas! ¡Y qué desconsoladora indiferencia la de la naturaleza al abandonar la obra maestra de la creación, el sublime espejo cerebral donde se diría que la materia y la fuerza adquieren conciencia de sí mismas!


[p. 169]

Friso ornamental

CAPÍTULO XVI

Vuelta al estudio. — Matricúlome en dibujo. — Mis profesores de Retórica y Psicología. — Impresión causada por las enseñanzas filosóficas. — Una travesura desdichada. — En busca de aventuras.

H

Había transcurrido un año de mi vida zapateril cuando mi padre, satisfecho del experimento educativo, y considerándome curado de mis delirios idealistas, dispuso mi vuelta a los estudios. Ofrecíle sinceramente aplicarme, a condición de que me consintiese matricularme en dibujo, asignatura perfectamente compatible con la cultura clásica, y sobre todo con el estudio de las ciencias físicas y naturales. Accedió, por fin, no sin escrúpulo, a mi ruego, y para garantizar mi quietud y formalidad en lo futuro, asentóme de mancebo en la barbería de un tal Borruel, situada en la plaza de Santo Domingo. Si mis recuerdos no mienten, tocóme cursar aquel año Psicología, Historia sagrada, Latín y Retórica y Poética.

Según adivinará el lector, en cuanto empezaron las clases me entregué con ardor infatigable al dibujo. Pronto pasé de la pepitoria fisionómica (ojos, narices, bocas) a las cabezas completas y a las figuras enteras. Trabajé con tan furiosa actividad, que antes de los tres meses agoté la[p. 170] colección oficial de modelos litográficos. Mi profesor, don León Abadías, sorprendido de tan extraño caso de afición pictórica, puso galantemente a mi disposición sus colecciones privadas de dibujos, que me consentía llevar por turno a casa para trabajar durante las veladas invernales. Embeleso y deleite de mis sentidos resultaba la citada labor, en la cual me pasaba, infatigable, los días de turbio en turbio, ocupado en copiar fervorosamente las nobles líneas de los héroes griegos y la expresión beatífica de las espirituales madonas de Rafael y de Murillo. Aquella embriaguez era la satisfacción del ciego instinto pictórico, que aspiraba a ser arte verdadero; la felicidad suprema del amador de lo bello, que sacia por fin su sed de ideal en las puras corrientes de la belleza clásica.

Con nada se saciaba mi lápiz infatigable. Habiendo don León agotado sus cartapacios, ascendióme a copiar del yeso y del natural, y por último, tanteó mis fuerzas en la acuarela. Quedó satisfechísimo de mis trabajos, considerándome —según declaró más de una vez— como el discípulo más brillante de cuantos habían pasado por su Academia. Tan lisonjero juicio llenóme de noble orgullo. Según era de esperar, llegados los exámenes, galardonó mi laboriosidad con la nota de sobresaliente y premio. Pero llevado de su altruísmo, mi excelente maestro hizo más: se tomó la molestia de visitar a mi padre en Ayerbe, a quien instó encarecidamente para que, sin vacilar un momento, me consagrara al hermoso arte de Apeles, en el cual me esperaban, en su sentir, triunfos resonantes. Arrastrado por su fervor, extremó los elogios al catecúmeno...; pero todo fué en vano. Imposible fué persuadir al autor de mis días de que en las inclinaciones artísticas de su retoño había algo más que pasajero dilettantismo.

No obstante mi manía pictórica, estudié también con al[p. 171]gún provecho la Retórica y Poética, asignatura que armonizaba bien con mis gustos y tendencias. El retórico don Cosme Blasco (hermano del ilustre escritor D. Eusebio), joven maestro de palabra suave y atildada, bajo la cual ocultaba carácter enérgico y entero, poseía el arte exquisito de hacer agradable el estudio, y el no menos recomendable de estimular la aplicación de sus discípulos. Preguntábanos la lección a todos; tomaba nota diaria de las contestaciones, y con arreglo a ellas nos ordenaba en los bancos. Yo salía casi siempre airoso de las conferencias; sin embargo, a despecho de mis buenos deseos, no conseguí pasar nunca del segundo o del tercer lugar. El puesto de honor era alcanzado siempre por alguno de esos estudiantes que, a la aplicación y despejo de los mejores, juntan obstinada retentiva verbal y saben recitar de coro largos pasajes latinos y castellanos[17]. Ese don exquisito que los psicólogos modernos llaman memoria espontánea u orgánica; esa capacidad de retener sartas inacabables de voces inconexas; ese precioso capital orgánico, archivo de la razón, descanso de la atención y del juicio, es precisamente la cualidad en que la naturaleza se ha mostrado conmigo más avara. Mi facultad de retener corresponde casi exclusivamente a la memoria lógica o sistemática, que se nutre con la atención y asociación, y opera solamente a condición de establecer concatenación natural y lógica entre las nuevas y las antiguas adquisiciones. Tan desgraciado he sido bajo este respecto, que jamás pude recitar de coro la plana de un texto científico o literario. Consigo, es cierto, retener con relativa facilidad[p. 172] las ideas y hasta el orden lógico de exposición; pero al evocarlas en la mente, el ropaje verbal se desarregla, cambiando de forma y de matiz. Compruébase en mí, de exagerada manera, una nota o propiedad de la reviviscencia de las ideas, bien estudiada por Wundt, James y otros psicólogos, a saber: que el recuerdo o imagen no es mera copia de la percepción, sino nuevo acontecimiento mental, resultado de síntesis especial que entraña elementos preexistentes añadidos. La conciencia de tan desdichada imperfección no dejó de contribuir a desanimarme del estudio, y, tiempos adelante, fué causa también de que me apartara sistemáticamente de las ocasiones de hablar en público, renunciando a toda pretensión oratoria. ¿Ha sido esto un bien o un mal para mi carrera?

Por mal, y gravísimo, lo reputé siempre; pero hoy, mirando las cosas de más alto, considero mi deficiencia mnemónica verbal como una fortuna. El talento oratorio —que se nutre, como es sabido, en el terreno de una gran retentiva de voces y giros retóricos— como la hermosura, representan para sus posesores invitación perpetua a la tiranía y a la holganza. Decía Cánovas, no sin gracejo, que la clásica definición de orador «vir bonus dicenti peritus» debía ser sustituída por esta otra: «el que es capaz de hablar bien de lo que no entiende». Y pudo añadir que muchas de nuestras celebridades oratorias, al verse aplaudidas gracias a su desgaire y desahogo, acaban por encontrar superfluo el estudio. Por el contrario, cuando no se puede ser baratamente elocuente, hay mucho camino andado para resultar laborioso.

Con harto menos provecho, por falta de adecuada disposición del ánimo y por mi repugnancia invencible contra toda clase de dogmatismos, estudié la Psicología, Lógica y Ética. El profesor de esta asignatura, D. Vicente Ven[p. 173]tura, era maestro docto y celoso, cuya voz ronca y nasal deslucía un tanto la brillantez de su oratoria. Penetrado de profundo sentimiento religioso (que le impulsaba a postrarse horas enteras en la catedral con los brazos en cruz y el alma en éxtasis), sus palabras traducían la robusta fe del creyente más que la crítica razonada del filósofo. Era, ante todo, panegirista de la religión y orador pomposo, de vibrantes apóstrofes rugientes de apostólica indignación contra el error materialista y la impiedad protestante. Ferviente admirador de la escolástica, para él no habían existido sino dos grandes genios filosóficos: Aristóteles y Santo Tomás. De vez en cuando, arrastrado por su fogosidad tribunicia, se exaltaba, poniendo como chupa de dómine a Locke, a Condillac, y sobre todo a Rousseau y a Voltaire. Ignorante yo de la vida y milagros de dichos filósofos, me dije más de una vez: ¿Qué le habrán hecho estos señores a D. Ventura para que les censure tan duramente? Y fué lo peor que, a fuerza de execrar de los racionalistas, casi nos resultaban simpáticos.

Arma dificilísima de esgrimir es la indignación retórica. A poco que se extremen los adjetivos denigrantes, la verosimilitud abandona al orador; el crítico se convierte en sectario y el criticado en víctima. Los vehementes panegiristas de la ortodoxia harían bien en recordar el trop de zèle del diplomático francés y la ley psicológica de la inversión de los efectos, comparable a la fisiológica de la producción de las imágenes consecutivas negativas. Al oir tan sañudas diatribas, acababa uno por preguntarse: «¿Qué diablos de doctrinas habrán propalado esos herejes y con qué argumentos las habrán apoyado? Me gustaría saberlo». ¡Y en efecto... se llegan a saber!

Fuera largo e impertinente analizar aquí los estados de conciencia, no siempre suficientemente precisos y lumino[p. 174]sos, producidos por aquella iniciación en la psicología dogmática y metafísica elemental. Sólo diré que me extrañaron muchas cosas: primera, que mientras en Geometría, Álgebra y Física toda verdad se apoyaba firmemente sobre el razonamiento o la experiencia, en Metafísica y Psicología se mirara con recelo o se concediera secundaria importancia a los referidos métodos, adoptando con ciega confianza el principio de autoridad y las alegaciones del sentimiento; segunda, que verdades tan transcendentales y decisivas como la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, que debieran constituir, al modo de los axiomas matemáticos, indiscutibles postulados de la razón, tuvieran que ser sutilmente defendidos con argucias y recursos de abogado; tercera, que el mismo profesor de Lógica, que tanto encarecía aplicáramos a los problemas de la vida común los criterios de la certeza, al tratar después de los problemas de la Metafísica, se amparase sin recelo en los dictados, no siempre infalibles, y a veces contradictorios, de la tradición, y en las afirmaciones dogmáticas de la fe religiosa; finalmente, sorprendióme sobremanera la pluralidad de las escuelas filosóficas, pluralidad reveladora, o de que las cabezas humanas funcionan diversamente, estimando las unas por error lo que las otras diputan por verdad, o que la esfera de la religión y de la filosofía se substrae casi enteramente a la aprehensión del entendimiento humano.

Pero dejemos estas digresiones[18], impropias de una autobiografía, y reanudemos el hilo de la narración.

[p. 175]

Avanzaba el curso del 68 y aproximábanse los exámenes, en los cuales esperaba salir medianamente airoso, cuando un suceso inesperado malogró mis esperanzas.

Paseábame cierta tarde por la carretera inmediata a la muralla, no lejos de la plaza de Santo Domingo. De improviso divisé una tapia recién revocada y perfectamente blanca. En aquellos heroicos tiempos de mi grafomanía, una superficie limpia, lisa y virginal, constituía tentación pictórica irresistible, atrayéndome como atrae la luz a las mariposas nocturnas. Ver, pues, la pared y mancharla con tiza y carboncillo, fué cosa de breves instantes. Pero aquel día quiso el diablo que me propasara a retratar, en tamaño natural, a algunos de mis profesores, y señaladamente a mi maestro de Psicología y Lógica, D. Vicente Ventura, cuyos rasgos fisonómicos, sumamente acentuados, prestábanse admirablemente a la caricatura. Con lápiz nada adulador —lo confieso— hice resaltar su ojo tuerto, su nariz algo roma, y sus anchurosas y rapadas mejillas eclesiásticas, que denunciaban a la legua, en virtud de esa íntima correlación entre la idea y la forma, la devoción al tomismo y la lealtad a D. Carlos. Acabado el diseño, apartéme de la pared para juzgar del efecto. Acertaron a pasar varios chicuelos y tal cual estudiante, quienes contemplando los monigotes y reparando en seguida el parecido, prorrumpieron a coro: «¡Mirad el tuerto Ventura!» Y sin poder evitarlo, apedrearon la caricatura, acompañando el acto con toda suerte de dicterios.

Dispuso mi mala estrella que precisamente en aquellos momentos llegara el original del dibujo y sorprendiera la ridícula escena del fusilamiento en estampa. Sobrecogido de miedo al advertir la endiablada coincidencia, me escabullí, ocultándome detrás de un árbol.

Acérrimo partidario del principio de autoridad, D. Ven[p. 176]tura, al verse escarnecido en efigie, estalló en santa indignación, enderezó a los chicos acre reprimenda y les amenazó con denunciarlos a la autoridad si no delataban al autor de la burla. Supo con pena que el autor de la caricatura era el chico del médico de Ayerbe, es decir, ¡el hijo de uno de sus amigos más estimados!...

¡Quién podría contar la exasperación de D. Ventura cuando al siguiente día, enfrontó conmigo en clase! Perdió su calma habitual y se desató en un chaparrón de calificativos denigrantes. ¡Jamás vi hombre más fuera de sí!

Anonadado quedé al escuchar la formidable filípica. Balbuciente de emoción, no acerté a formular excusa satisfactoria; intenté, empero, con frase tímida expresarle que no había sido mi ánimo molestarle en lo más mínimo con aquel desdichado monigote, forjado sin intención y por mero pasatiempo; y, sobre todo, que no tuve arte ni parte en la descomunal pedrea. Todo en vano. D. Ventura se mantuvo implacable. La indignación le ahogaba, y sin paciencia para escuchar mis disculpas, arrojóme violentamente del aula... Era preciso —según decía— que la oveja contumaz no contaminase al resto del rebaño.

Supo mi padre lo ocurrido y escribió a D. Ventura tratando de aplacarle; mas no logró su intento. A duras penas consiguió se me admitiese nuevamente en clase, en donde se me relegó, no obstante mi sincero arrepentimiento, al pelotón de los irredimibles y de los suspensos por derecho propio.

No me desanimé a pesar de todo. Durante el mes de Mayo entreguéme al estudio con ahinco, y las eras de Cáscaro, y mis buenos amigos —el hoy ilustre Salillas, entre otros— fueron testigos de las largas horas pasadas hojeando la Psicología de Monlau, y ocupado en extraer el[p. 177] jugo oculto en los conceptos enrevesados de substancia y accidente, esencia y existencia, transcendencia e inmanencia.

Muchas eran las nociones que escapaban a mi débil penetración; pero me propuse aprenderlas de memoria, según costumbre general, a fin de salir airoso del examen. Logré, de este modo, en los últimos días de Mayo, tener prontas y a punto de ser quemadas unas cuantas carretillas de fuegos artificiales, es decir, de castillos de palabras enlazadas como los cohetes de traca valenciana. Todo consistía en que el examinador pusiese el cebo en el principio del artificio pirotécnico, y en que la emoción no me mojase la pólvora... Desgraciadamente, la pólvora se mojó.

Acababa de sentarme en el banquillo de los reos, cuando D. Ventura, presidente del Tribunal, cuyo enojo no fué mitigado por mi compostura y aplicación de los últimos meses, irguióse olímpicamente en el estrado y dirigió al público y compañeros jueces estas o parecidas expresiones:

«Señores: Cediendo a inexcusable deber de conciencia, me abstengo de examinar al Sr. Ramón. Deseo que en la hora de la justicia nadie pueda acusarme de apasionado. Entrego, pues, el examinando a la probada rectitud de mis compañeros, para que, libres de toda sugestión, califiquen como se merezca al alumno más execrable del curso, al que en su furor insano no reparó en mofarse pública e insolentemente de su maestro, exponiendo la honrosa toga del profesorado al escarnio de truhanes y a la befa del populacho.»

Aterrado quedé al oir tan severas palabras. Quise retirarme del examen, y así lo signifiqué humildemente al Tribunal, alegando: «He estudiado atentamente el texto, pero en el estado en que me hallo, ha de faltarme la sere[p. 178]nidad indispensable para contestar. Me abstengo, pues, a mi vez, siguiendo el ejemplo de D. Ventura, y me retiro. —Hace usted muy mal —me respondió con agrio gesto uno de los jueces— desconfiando de la rectitud del Tribunal, cuya imparcialidad e hidalguía están muy por encima de sus malévolas insinuaciones. Siéntese usted, y si positivamente sabe, será usted aprobado, a pesar de todo.»

Tuve la ingenuidad de morder el anzuelo. A todo contesté algo, según el texto, y a mi ver, bastante más de lo exigido a mis condiscípulos para obtener el aprobado, sobre todo teniendo en cuenta la intensa emoción que me embargaba; pero los jueces, como obedeciendo a una consigna, metiéronme en honduras y tiquis miquis metafísicos. Y transcurrida más de media hora de mortal angustia, acabaron por desconcertarme. Entonces me despidieron satisfechos.

A qué seguir... Quisieron darme una lección, y en efecto la recibí, la agradecí y no la olvidé nunca.

¡Mi situación moral era terrible!... ¿Qué decir al llegar a mi casa? ¿Cómo soportar la justa indignación de mis padres? Cediendo al fin a un sentimiento de vergüenza y desaliento, resolví hacer una calaverada gorda: marcharme lejos, muy lejos, huyendo de mi familia y de mis maestros... Deseaba ardientemente vegetar desconocido entre gentes desconocidas, ser juzgado por mis obras y no por mi historia...

Comuniqué mi designio a varios compañeros de infortunio, y agradóles el proyecto. Y reunidos por todo capital unos cuantos reales, nos lanzamos en busca de aventuras. Ya en marcha, varios fueron los proyectos formados: quiénes pretendían que, arribados a Zaragoza, sentáramos plaza de soldados; quiénes proponían que nos asentáramos de aprendices en algún obrador o comercio; cuáles, en fin, aconsejaban imprudentemente que nos entregára[p. 179]mos, en tanto la casualidad o la providencia proveían a nuestro sustento, al pillaje y merodeo...

En estas pláticas y disputas llegamos a Vicien. Anochecía, y como el hambre comenzase a dejarse sentir, cierto compañero llamado Javierre tuvo la salvadora idea de visitar al maestro del pueblo, tío suyo, hombre campechano y a carta cabal. Aprobado el plan, entramos solemnemente en la aldea, que encontramos ardiendo en fiestas, con baile y algazara en la plaza y mayos en las calles. Satisfecho de ver a su sobrino, así como a la honrada compañía, el buenísimo del maestro nos dió franca y generosa hospitalidad. Comimos de lo lindo y dormimos diez horas de un tirón.

Al siguiente día, sosegados los ánimos y las piernas, nuestras ideas tomaron otro rumbo; y entre los compañeros dominó el prudente propósito de retornar al abandonado redil. El profundo sueño había disipado los románticos ensueños; y la excelente digestión de la cena, después del baile (a que algunos camaradas se entregaron la víspera), había creado en la cuadrilla sano optimismo propicio al arrepentimiento.

Nada pudieron contra aquellas tornadizas voluntades mis especiosos sofismas. Como quien oye llover escucharon mis supremos llamamientos al honor de la palabra empeñada, y la evocación calurosa de las hermosas perspectivas que una existencia libre, fértil en aventuras, abría ante nosotros. Todos prefirieron la azotaina cierta a la fortuna quimérica, el sombrío pasado al glorioso porvenir...

Al fin hube de ceder. Y en el crepúsculo de un día aciago, que debió de ser el primero de éxodo épico y triunfante, regresé a Huesca, con la negra melancolía de Don Quijote vencido, con la decepción dolorosa de Calicrates herido antes de comenzar la gloriosa batalla.


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Friso ornamental

CAPÍTULO XVII

Dos inventos que me causaron indecible asombro: el ferrocarril y la fotografía. — Mi iniciación en los estudios anatómicos. — Saqueo macabro. — La memoria de las cosas y la de los libros. — La aurora del amor.

N

No deja de ser instructivo conocer la actitud del niño en presencia de las grandes invenciones de la ciencia. Este choque moral, sobre revelar tendencias intelectuales congénitas, pone de manifiesto la verdadera vocación.

Fué el ferrocarril, entonces novísimo en España, el primero de mis asombros. Allá por los años de 1865 a 1866, debía yo trasladarme a Huesca, desde el pueblo de Sierra de Luna, donde habitaba mi familia. Acompañábame el abuelo paterno, un montañés rubio, casi gigante, de setenta y cinco años, admirable por su agilidad y su fuerza, quien, después de visitar a sus nietos, regresaba a Larrés para incorporarse al abandonado pegujal. Hasta la primera estación (la de Almudevar) el trayecto fué recorrido a caballo. (Dicho sea entre paréntesis, yo era entonces consumado jinete).

Mas para comprender lo que sigue importa exponer un antecedente. Meses antes ocurrió en la estación de Tardienta, según creo, horrible descarrilamiento, de que re[p. 182]sultaron muchos muertos y heridos[19]. Excusado es decir que el recuerdo de la catástrofe no se apartaba de mi ánimo, preocupándome seriamente. Y así, cuando apareció el tren, experimenté sensación de sorpresa mezclada de pavor. De buena gana hubiera retrocedido al pueblo. A la verdad, el aspecto del formidable artilugio era poco tranquilizador. Delante de mí avanzaba, imponente y amenazadora, cierta mole negra, disforme, compuesta de bielas, palancas, engranajes, ruedas y cilindros. Semejaba a un animal apocalíptico, especie de ballena colosal forjada con metal y carbón. Sus pulmones de titán despedían fuego; sus costados proyectaban chorros de agua hirviente; en su estómago pantagruélico ardían montañas de hulla; en fin, los poderosos resoplidos y estridores del monstruo sacudían mis nervios y aturdían mi oído. Al colmo llegó mi penosa impresión cuando reparé sobre el ténder dos fogoneros, sudorosos, negros y feos como demonios, ocupados en arrojar combustible al anchuroso hogar. Miré entonces a la vía y creció todavía mi alarma al reparar la desproporción entre la masa de la locomotora y los endebles, roñosos y discontinuos rieles, debilitados además por remaches y rebabas. Cuando el tren los pisaba parecían gemir dolorosamente, doblegándose al peso de la mole metálica. El valor me abandonó por completo...

Paralizado por el terror, dije a mi abuelo: «¡Yo no me embarco!... Prefiero marchar a pie...» Sin hacerme caso, mi colosal antepasado, quieras que no, me embutió en un vagón. Entráronme sudores de angustia. Un vaho de carne desaseada y mal oliente ofendió mis narices. Encontré[p. 183]me, barajado y como bloqueado, entre maletas, cestas, gallinas, conejos y zafios labriegos y aldeanas.

Por fortuna, a poco de arrancar el tren, fué disipándose el susto: la imagen del paisaje sirvió como derivativo a la emoción. Colgado a la ventanilla, contemplé embebecido la cabalgata interminable de aldeas grises, de chopos raquíticos, palos del telégrafo, trajinantes polvorientos y amarillos rastrojos. Y al fin, al ver cómo avanzábamos, me dí cuenta cabal de las ventajas de aquel singular modo de viajar. Llegados a Vicien, mi tranquilidad era completa.

En el referido terror al tren, que parecerá acaso un poco extraño, entraron dos elementos: de una parte, el enervador recuerdo del trágico descarrilamiento ocurrido meses antes; y de otra, ese miedo instintivo e irrefrenable hacia lo desconocido, cuando se presenta con aspecto imponente, característico de niños y salvajes. Trátase, según dicen los psicólogos, de un instinto humano primario, modificable, sin embargo, a impulsos de la razón y de la experiencia.

Más adelante, libre de emociones deprimentes, admiré la admirable creación de Watt y Stephenson, y percibí toda su enorme transcendencia social. Repitamos una idea, convertida actualmente en vulgarísimo lugar común, a saber: que éstas y otras ingeniosas creaciones de la ciencia (el telégrafo, el teléfono, la telegrafía sin hilos, la aviación, etc.), encierran la peregrina virtud de concentrar la experiencia, suprimiendo el espacio y el tiempo, rémoras de nuestra insaciable curiosidad, y de enriquecer la sensibilidad con series casi infinitas de nuevas y gratísimas sensaciones. Claro es que entonces no tenía sino el presentimiento, bastante obscuro, de tan grandiosas perspectivas.

Ante los crecientes milagros de la industria moderna,[p. 184] se me ocurre hoy esta duda: El pequeño cerebro humano, organizado en vista de una vida primitiva, sencilla y patriarcal, y adaptado para encerrar escaso número de imágenes y representaciones, ¿podrá soportar impunemente la sobreactividad febril a que le fuerzan tantas y tan variadas maneras de sentir, gozar y conocer?

La impresión producida por la fotografía ocurrió más tarde, creo que en 1868, en la ciudad de Huesca. Ciertamente, años antes había topado con tal cual fotógrafo ambulante, de esos que, provistos de tienda de campaña o barraca de feria, cámara de cajón y objetivo colosal, practicaban, un poco a la ventura, el primitivo proceder de Daguerre. Según es sabido, las copias se obtenían sobre láminas de plaqué, y eran necesarios varios minutos de exposición.

Pero el daguerreotipo se transformó rápidamente en la invención admirable de la fotografía al colodión húmedo. En este nuevo método, las materias fotogénicas empleadas eran el yoduro y bromuro de plata, extendidos sobre cristal, en delgadísima cutícula. Bastaban veinte o treinta segundos a la luz difusa brillante, para lograr un buen clisé. El retrato era ya fácilmente abordable. Además, habíase conseguido la inestimable ventaja de la multiplicación de las pruebas, ya que de una negativa se sacaban en papel cuantas positivas se desearan.

Gracias a un amigo que trataba íntimamente a los fotógrafos, pude penetrar en el augusto misterio del cuarto obscuro. Ello fué en Huesca. Los operadores habían habilitado como galería las bóvedas de la ruinosa iglesia de Santa Teresa, situada cerca de la Estación. Huelga decir con cuán viva curiosidad seguiría yo las manipulaciones indispensables a la obtención de la capa fotogénica y la[p. 185] sensibilización del papel albuminado, destinado a la imagen positiva.

Todas estas operaciones produjéronme indecible asombro. Pero una de ellas, la revelación de la imagen latente, mediante el ácido pirogálico, causóme verdadera estupefacción. La cosa me parecía sencillamente absurda. No me explicaba cómo pudo sospecharse que en la amarilla película de bromuro argéntico, recién impresionada en la cámara obscura, residiera el germen de maravilloso dibujo, pronto a aparecer bajo la acción de un reductor. ¡Y luego la exactitud prodigiosa, la riqueza de detalles del clisé y ese como alarde analítico con que el sol se complace en reproducir las cosas más difíciles y complicadas, desde la maraña inextricable del bosque hasta las más sencillas formas geométricas, sin olvidar hoja, brizna, guijarro o cabello!...

Y, no obstante, aquellos modestos fotógrafos obraban tamaños milagros sin la menor emoción, horros y limpios de toda curiosidad intelectual. De la contestación a mis ansiosas interrogaciones deduje que a ellos les tenía completamente sin cuidado la teoría de la imagen latente. Lo importante consistía en retratar mucho y cobrar más. Dijéronme solamente que el prodigio de la revelación advino por casualidad, y que esta felicísima casualidad sonrió por primera vez al célebre Daguerre.

¡El azar!... ¡Todavía el azar como fuente de conocimiento científico en pleno siglo XIX!... ¡Pero entonces el mundo está lleno de enigmas, de cualidades ocultas, de fuerzas desconocidas!... Por consiguiente, la ciencia, lejos de estar agotada, brinda a todos con filones inagotables. Puesto que vivimos, por fortuna, en la aurora del conocimiento de la naturaleza; puesto que nos rodea aún nube tenebrosa, sólo a trechos rasgada por la humana[p. 186] curiosidad; si, en fin, el descubrimiento científico se debe tanto al genio como al azar..., entonces todos podemos ser inventores. Para ello bastará jugar obstinada e insistentemente a un sólo número de esta lotería... Todo es cuestión de paciencia y perseverancia...

Al fantasear aquí sobre la fotografía, no puedo menos de estampar una reflexión melancólica. ¡Lástima grande que hayamos nacido demasiado temprano! Los que somos ya viejos y añoramos los dorados días de la niñez y adolescencia, ¿cuánto daríamos hoy por poseer fotografías de nuestra edad pueril y, sobre todo, las de nuestros queridos progenitores en plena florescencia de energía y juventud? ¡Qué dicha sería contemplar ahora la lozana belleza de nuestras madres, de quienes cuantos pasamos de los sesenta recordamos tan sólo la efigie desfigurada y marchita por el sublime sacrificio de la maternidad en complicidad con las injurias del tiempo!...

De cualquier modo, el conocimiento rudimentario adquirido en Huesca del mecanismo fotográfico fué el primum movens, andando el tiempo, de una pasión, apenas mitigada hoy, cumplidos los sesenta y cinco. Conforme notaremos más adelante, el cultivo de la cámara obscura, además de servir de sucedáneo a vehementes y nunca satisfechas apetencias artísticas, fué en todo tiempo el descanso de mis fatigas, el olvido de pretericiones e injusticias y, en fin, el remedio soberano de dolencias físicas y morales.

El verano de 1868 está asociado en mi memoria con mi iniciación en los estudios anatómicos.

Dejo ya consignado en otro capítulo que mi padre había sido, durante su carrera, hábil disector y fervoroso cultivador de la anatomía humana. Solía decir que los éxitos[p. 187] quirúrgicos debíanse, más que a la lectura de los libros, a la exploración de los cadáveres.

Importa recordar, para comprender lo que sigue, que aquellos tiempos eran la edad de oro de la cirugía artística, de precisión y escamoteo. Frescos aún los laureles conquistados en Francia por Velpeau y Nélaton, y en España, por Argumosa y Toca, los médicos noveles, expertos en achaques de disección, salían del aula resueltos a emular, con nuevas audacias operatorias, la gloria de tan altos maestros. Y fuerza es confesar que la empresa era entonces más ardua que hoy. Antaño los héroes del bisturí triunfaban solamente cuando se habían tomado el trabajo de escudriñar el organismo hasta en sus más recónditos repliegues. Pero hogaño, gracias a las conquistas de la asepsia y de la anestesia, el cirujano se atreve a todo; porque sabe que si logra impedir la agresión de los microbios del pus, de la erisipela, el tétanos y la septicemia, la piadosa naturaleza perdonará los pecados artísticos y distracciones anatómicas cometidos.

Ocioso es advertir que en aquella época no había nacido la microbiología. Ni Pasteur ni Koch habían dado a luz sus descubrimientos inmortales, de que tan bien ha sabido aprovecharse el arte operatoria. La garantía del éxito dependía, pues, casi enteramente de la pulcritud y rapidez de la intervención y, sobre todo, del grado de diafanidad con que en la mente del cirujano aparecía, en el solemne momento de desflorar la virginidad de los órganos, la complicada máquina viviente. El operador de buena cepa, educado en el anfiteatro, podía prever la marcha del bisturí a través del dédalo de músculos, nervios y vasos, con la misma precisión con que prevé el artillero, al desarrollar sus ecuaciones, la trayectoria de un proyectil.

Después de lo dicho, hallará natural el lector que mi[p. 188] padre resolviera aficionarme a la anatomía harto tempranamente. Fundándose, sin duda, en el aforismo vulgar «quien da primero da dos veces», decidió inculcar a su hijo, inmediata y vigorosamente, las nociones eminentemente intuitivas de la osteología humana.

«Pesado y árido te parecerá el estudio de los huesos —me decía—; pero hallarás en él, por compensación, introducción luminosa al conocimiento de la medicina. Casi todos los médicos adocenados lo son por haber flaqueado en los comienzos. El estudiante que aprende concienzudamente los huesos, toma gusto al estudio de músculos, vasos y nervios; quien domina la anatomía halla fáciles y llanas la fisiología y patología; en fin, el que ha profundizado la máquina sana y enferma, resulta en definitiva médico óptimo y prestigioso cirujano. Y sabe de cierto que la anatomía es más necesaria al cirujano que al médico. La patología interna tiene no poco de ciencia contemplativa; al modo de la astronomía, prevé eclipses que no sabe evitar; mientras que la patología externa, como ciencia de acción y de dominio, a todo se arroja, mudando y suspendiendo a capricho el curso de los procesos orgánicos. Y quisiera persuadirte eficazmente de que tu provecho y conveniencia se cifran en ser cirujano y no médico; porque has de notar que las gentes agradecen el trabajo, no en razón del mérito intrínseco, sino de la evidencia del servicio y de lo cruento y audaz de la intervención. Para los efectos del premio existirá siempre entre el cirujano y el médico la misma relación que entre el diplomático y el caudillo. Quien persuadiendo triunfa, granjea opinión, no libre de envidia; quien triunfa combatiendo, tiraniza hasta la envidia misma. Tras éste corre desalada la gloria; aquél suele perseguirla sin alcanzarla. ¡Triste verdad es que el hombre sólo se humilla ante la gloria roja! Un poco de[p. 189] sangre realza el esplendor del éxito, marcándolo con el cuño de la popularidad.»

Por estas razones, que traduzco naturalmente con amplia libertad, fué demostrada la supremacía científica y social de la cirugía sobre la medicina, y quedó justificado el empeño de iniciar lo antes posible mi educación anatómica, comenzando por la osteología, base y fundamento de todo el edificio médico. Tengo para mí que el futuro disector de Zaragoza, el catedrático de Anatomía de Valencia y el investigador modesto, pero tenaz y activo que vine a ser andando el tiempo, fueron el fruto de aquellas primeras lecciones de osteología explicadas en un granero. A casi todos los hombres les sucede lo mismo. La jerarquía social, así como la función peculiar desempeñada en la vida colectiva, dependen, a menudo, de una viva y persistente sugestión producida en la adolescencia; acción inductora, baladí en sí misma, pero que a la manera de la aguja del guardafreno, tuvo la virtud de encarrilar definitivamente nuestra actividad y de marcar rumbo definitivo a la obra del porvenir. Lo que no logró mi padre, según veremos más adelante, es que su hijo resultara renombrado cirujano ni siquiera clínico mediocre.

Quizás interese algo al lector el saber cómo nos procuramos el material científico de la nueva enseñanza. A riesgo de hacerme pesado, entraré aquí en algunos pormenores.

Estudiar los huesos en el papel, es decir, teóricamente, hubiera sido crimen didáctico, de que mi maestro era incapaz. Sabía harto que la naturaleza sólo se deja comprender por la contemplación directa, sin velos humanos, y que los libros no son por lo general otra cosa que índices de nombres y clasificaciones de hechos.

Mas ¿cómo adquirir el precioso material anatómico? Cier[p. 190]ta noche de luna, maestro y discípulo abandonaron sigilosamente el hogar y asaltaron las tapias del solitario camposanto. En una hondonada del terreno vieron asomar, en confusión revuelta, medio enterradas en la hierba, varias osamentas procedentes sin duda de esas exhumaciones o desahucios en masa que, de vez en cuando, so pretexto de escasez de espacio, imponen los vivos a los muertos.

¡Grande fué la impresión que me causó el hallazgo y contemplación de aquellos restos humanos! A la mortecina claror del luminar de la noche, aquellas calaveras medio envueltas en la grava, y sobre las cuales trepaban irreverentes cardos y ortigas, me parecieron algo así como el armazón de un buque náufrago encallado en la playa. Enfrenando la emoción, y temerosos de ser sorprendidos en la fúnebre tarea, dimos comienzo a la colecta, escogiendo en aquel banco de humanas conchas los cráneos, las costillas, las pelvis y fémures más enteros, nacarados y rozagantes. Preferíamos las calaveras blancas y jóvenes, cuyos huesos, como las ideas, se habían mantenido elásticos y movibles, a las cabezas duras y seniles, de coyunturas rígidas y soldadas.

Al escalar, de retorno, la tapia del fosal con la fúnebre carga a la espalda, el pavor me hizo apretar el paso. Parecíame percibir, en el entrechocar de las osamentas, protestas e imprecaciones de los difuntos: a cada momento temía que algún duende o alma en pena nos atajara el paso, castigando a los audaces profanadores de la muerte.

Pero no pasó nada. La emoción de lo maravilloso, tan grata a mi enfermiza sensibilidad de poeta, faltó por completo en aquel episodio macabro, durante el cual, para que todo fuera vulgar, ni siquiera apareció el cárdeno fulgor de los fuegos fatuos. Pronto comenzó el inventario y estudio de aquellos fúnebres despojos.

[p. 191]En este éxodo, a través del rocalloso desierto humano, nuestro Moisés fué el libro monumental de Lacaba, a que se añadió más adelante el Cruveilhier; pero quien verdaderamente me condujo a la tierra de promisión fué mi padre. Llevado de celo docente insuperable, consagró todos sus ocios a hacerme notar los más insignificantes accidentes de la conformación de los huesos, desarrollando en mí de pasada una cualidad escasamente cultivada por los maestros, es decir, la sensibilidad analítica, o sea la aptitud de percibir lo diferenciado y nuevo en lo al parecer corriente y uniforme. Nada esencial quedó por reparar en la morfología interior y exterior de cada pieza del esqueleto. Complacíase mi lápiz en animar las inertes conchas del organismo, dibujando esquemáticamente los músculos que las agitaron y las venas y arterias que las nutrieron. Adornado del vistoso velamen, el armazón del barco humano ofrecíase más bello y comprensible. La carne sobreañadida explicaba el esqueleto, y éste explicaba la carne.

Bien miradas las cosas, mi fervor anatómico constituía una de tantas manifestaciones de mis sentimientos artísticos; para mi sensibilidad, la osteología constituía un tema pictórico más. Sediento de cosas objetivas y concretas, acogía con ansia el pedazo de maciza realidad que se me entregaba. Áridos y todo, aquellos datos me resultaban más positivos y patentes que la dialéctica de D. Ventura y las lucubraciones de la metafísica. Sentía, además, especial delectación en ir desmontando y rehaciendo, pieza a pieza, el reloj orgánico, y esperaba entender algún día algo de su intrincado mecanismo.

Gran satisfacción recibió mi padre al reconocer mi aplicación. Vió, al fin, que su hijo, tan desacreditado por sus maleantes andanzas del Instituto oscense, era menos gandul y frívolo de lo que le habían contado. Y en los opti[p. 192]mistas vaticinios que todo padre gusta hacer sobre el porvenir de sus hijos, pensó que su retoño no se vería reducido a vegetar tristemente en una aldea. ¡Por qué no había de vestir, andando el tiempo, la honrosa toga del maestro!

Recuerdo todavía cuán grandes eran su placer y orgullo —harto excusables dada su doble naturaleza de padre y de maestro— cuando, en presencia de algún facultativo amigo, invitábame a lucir mis conocimientos osteológicos, formulando preguntas del tenor siguiente: ¿Qué órganos pasan por la hendidura esfenoidal y el agujero rasgado posterior? ¿Con qué huesos se articula la apófisis orbitaria del palatino? ¿En qué punto de la cara es dable, mediante punta de alfiler, tocar cinco huesos? ¿Cuántos músculos se insertan en la cresta del ilíaco y en la línea áspera del fémur? Y otras mil cuestiones de este jaez, que yo despachaba de carretilla, embobando a los circunstantes.

Sorprendió, sin duda, al autor de mis días, que un muchacho que pasaba plaza —y así era la verdad— de poco memorioso, hubiese logrado retener, en solos dos meses de trabajo, tantos cientos de nombres enrevesados y muchísimos detalles descriptivos tocantes a conexiones de arterias, músculos y nervios. «¡Bah! —solía exclamar con acento entre severo y acariciador— tu falta de memoria es la excusa con que pretendes disculpar tu gandulería.»

En puridad de verdad, ambos teníamos razón. Según dejo apuntado ya, mi retentiva era mediocre para los nombres sueltos, para el polvo de los conceptos aislados; empero tal flaqueza mnemotécnica se atenuaba mucho en cuanto la palabra y la idea quedaban estrechamente vinculadas con alguna percepción visual clara y vigorosa. Por lo demás, notoria y muy bien estudiada por los psicólogos y pedagogos es la tenacidad con que se asocian símbolos verbales y conceptos científicos al recuerdo de un[p. 193] objeto reiterada y atentamente percibido. Dudosa parece la existencia de excepciones; y pienso que cuantos se quejan de retentiva infiel equivocaron el método de aprender. Leyeron en los libros en vez de leer en las cosas; pretendieron retener sin procurar asimilar y discurrir.

Todavía no he olvidado, después de cerca de cincuenta años, la anatomía aprendida en Ayerbe. Al escribir estas líneas, las imágenes del etmoides, del esfenoides, del coronal, etc., danzan en mi caletre con el colorido y vivacidad de una obsesión. Nada sería más fácil para mí que trazar un diseño fiel de los referidos objetos. Cuéntase que Temístocles pedía un arte de olvidar, para descartar recuerdos importunos y dolorosos. Por motivos diferentes celebraría yo que se descubriese un narcótico capaz de adormecer y borrar esos recuerdos cuya utilidad pasó o perdió casi del todo su primitiva importancia. Tales representaciones álzanse en la mente con la firmeza y perennidad de construcciones ciclópeas, ocupando en el cerebro un terreno que desearíamos conservar vacío para registrar y organizar nuevas adquisiciones. Porque el conocido adagio «el saber no ocupa lugar» es uno de los mayores desatinos que han podido decirse.

Para que no sea todo referir monótonas aventuras de chicuelo o discurrir sobre áridos problemas pedagógicos, vamos a decir algo, a guisa de intermezzo sentimental, de lo que, con frase espiritual, designó el tiernísimo escritor d’Amicis, la aurora del amor, es decir, esa suave e indefinible atracción surgida durante los primeros años de la mocedad entre jóvenes de sexo diferente.

Tendría yo entonces unos dieciséis años y vivía en Ayerbe. Mis hermanas Pabla y Jorja tenían la costumbre de coser y bordar durante las largas noches invernales,[p. 194] junto al hogar, en unión de algunas amigas íntimas. Una de las más asíduas a nuestra tertulia casera llamábase María. Frisaba en los catorce años, poseía ojos negros, grandes y soñadores, mejillas encendidas, cabello castaño claro, y esas suaves ondulaciones del cuerpo, acaso demasiado acusadas para su edad y prometedoras para breve plazo de espléndida floración de mujer.

Fué una progresión insensible desde la curiosidad al afecto, pasando por todos los grados de la amistad. Pronto advertí que su trato me era necesario; que su conversación me complacía; que sus ausencias me contrariaban; en fin, que me enojaba seriamente si la veía acompañada de algún mozo del pueblo. Sus ojos negros, sobre todo, tenían sobre mí irresistible ascendiente. Érame grato prodigarla mil atenciones y menudos servicios. Dibujaba para ella letras y adornos, destinados a ser bordados; regalábala dulces y estampas; prestábala, cuando podía, algún libro de poesías o novela sentimental, y alababa sus gustos, defendiendo calurosamente su parecer en las pequeñas diferencias con sus amigas. Concluída la velada, tenía a gala y orgullo acompañarla hasta su casa.

Mi estado afectivo, en suma, era un dulce embeleso, cierta beatitud tranquila e inefable, absolutamente limpia de todo apetito sensual. Jamás cruzó por mi mente un pensamiento pecaminoso. Verdad es que, no obstante los dieciséis años, mi sensibilidad sexual hallábase bastante atrasada, según suele suceder a la mayoría de los jóvenes fervorosamente entregados a los ejercicios físicos.

Excusado es decir que no llegué jamás a formular una declaración explícita. Tampoco supe bien si logré interesarla. Miedo y vergüenza me daba averiguarlo. Sabido es que estas afecciones nacientes, esencialmente platónicas, se asustan de las palabras. ¡Es cosa tan fuerte y seria for[p. 195]mular un «Te amo»!... Por nada de este mundo hubiera arriesgado yo tan grave confidencia. La declaración envuelve además todos los riesgos del brusco desenlace; acaso guarda cruel desengaño. ¡Preferible es la reserva y la indecisión alimentadoras de la esperanza!... De este modo la fantasía desatada puede forjar las más gratas ilusiones.

Pocas veces la aurora del amor se trueca en pleno día pasional, y menos en pasión satisfecha. Desde la pubertad a la juventud la mujer no es perturbada por ningún grave acontecimiento; tranquila en su hogar, su constancia afectiva apenas implica sacrificio; la vida femenil puede, por tanto, proseguir la misma plácida trayectoria. Bien al contrario en el joven: el tiempo transcurrido desde los dieciséis a los veintiún años señálase por honda crisis intelectual y moral. Debe cambiar radicalmente de ambiente, trasladarse a la ciudad para seguir carrera y labrarse un porvenir; por consiguiente, ve asediada su sensibilidad por toda clase de incentivos. ¡Cómo extrañar que distracciones y olvidos malogren encariñamientos tempranamente comenzados!...

Tal me ocurrió a mí. Y no porque forasteros amores me asaltaran, sino más bien por los efectos apagadores de la ausencia. Así, pues, la imagen de la hermosa muchacha fué desvaneciéndose en mi memoria. Además, volví después pocas veces a Ayerbe. Gustábame siempre verla y hablarla; pero notaba que se había hecho demasiado mujer. Al fin, cierto mocetón del pueblo, menos tímido y reservado que yo, habló a sus padres y se casó con ella. Hoy es madre feliz de muchos hijos y abuela de muchos nietos.

La ausencia fué, repito, quien heló aquel amor en cierne. Séame permitido añadir que fué también un poco cómplice mi morboso romanticismo.

[p. 196]Cuentan los naturalistas que la hembra de la efémera, llegada la fase de mariposa, renuncia a alimentarse (carece de órganos digestivos o los tiene notablemente atrofiados), entregándose exclusiva y fervorosamente al amor. Grácil, elegante, aérea, despliega solamente sus poderosas alas a los efectos del vuelo nupcial; sus ojos grandes y de admirable arquitectura sírvenle no más para descubrir y contemplar al codiciado amante. Y ante la sublime empresa de la perpetuación de la especie, el insecto alado se olvida hasta de la conservación de la propia existencia.

Algo así pensaba yo en mi empalagoso romanticismo, que debía ser la mujer ideal: un ser esbeltísimo, vaporoso, alado, sin más preocupación que el amor, de color quebrada por la inapetencia y el histerismo, con ojos amoratados por el insomnio y la pasión y, a ser posible, con algo de anemia y de tuberculosis. ¡Quién lo creyera!... ¡La color sana, las mejillas turgentes, las formas ligeramente opulentas, el genio alegre, la perfecta ecuanimidad sentimental de María la perjudicaron a mis ojos!...


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Friso ornamental

CAPÍTULO XVIII

Revolución de Septiembre en Ayerbe. — Ruptura de las campanas. — El odio del pueblo a los guardas rurales. — Mis profesores de Física, Matemáticas, etc. — Ulteriormente, me reconcilio con la Geometría y el Álgebra, aunque algo tarde. — Concluyo el bachillerato.

A

Al final de aquel verano nos sorprendió la famosa revolución de Septiembre, suceso que tanta importancia había de tener en la vida moral y política de España. Ayerbe, villa de 600 vecinos y conocida en todo el Alto Aragón por el liberalismo de sus hijos, no podía permanecer indiferente ante el alzamiento nacional. Y así, en cuanto el telégrafo trajo la nueva de la batalla de Alcolea, mis paisanos se sublevaron también, proclamando el credo progresista y creando, a imitación de las capitales, la indispensable Junta revolucionaria.

Recuerdo que fué cierta hermosa mañana de otoño. Desde las primeras horas del día la población perdió su aspecto pacífico: una inquietud extraña pareció apoderarse de los vecinos, que, formando corros en la plaza, comentaban calurosamente las noticias llegadas de Huesca y Zaragoza. Leíanse públicamente ardientes proclamas revolucionarias y se oían vítores entusiastas a Serrano, Topete, y sobre todo a Prim.

Sin comprender la significación de los sucesos, llamóme[p. 198] la atención el que, contra la costumbre, la Guardia civil permaneciese encuartelada, sin meterse con los alborotadores, y que la Guardia rural, terror de los campesinos, hubiera desaparecido, abandonando, según dijeron, equipos y uniformes. Por escotillón y como si obedecieran a una consigna, surgieron por todas partes labriegos armados con todo linaje de arreos militares y hasta con hoces y puñales. Ciertos sujetos, que parecían estar en el secreto de lo ocurrido, improvisaron con dicho personal un batallón de voluntarios, de cuya fuerza fué segregado un retén o guardia permanente, que se instaló en el palacio de los marqueses de Ayerbe. En la ventana del cuerpo de guardia flameaba roja bandera, sin emblemas ni escudos. Pelotones del pueblo, a los que nos sumamos los zagalones y muchachos, recorrían la población, marchando a los acordes de la banda municipal y desahogándonos con los gritos de «¡Viva la libertad! ¡Abajo los Borbones! ¡Mueran los moderados!» Con las calientes notas del himno de Riego, incansablemente ejecutado por la citada banda, alternaban entusiastas aclamaciones a los caudillos de la revolución. Un grupo de sublevados arrancó de las escuelas el retrato de Isabel II, quemándolo en la plaza, entre las rechiflas y denuestos de plebe alborotada.

Luego ocurrió un hecho que jamás he podido comprender. En cumplimiento de cierto desdichado bando de la Junta revolucionaria provincial, que ordenaba «que todas las campanas, menos las de los relojes, fueran descolgadas y enviadas a la Casa Nacional de la Moneda», el Comité revolucionario de Ayerbe desmontó las hermosas campanas de la iglesia y las redujo a añicos.

Confieso que, no obstante simpatizar con el movimiento liberal y complacerme como el que más en aquellas patrióticas bullangas, ese acto de inútil vandalismo me trajo[p. 199] como una sombra de remordimiento. ¿Qué positivo beneficio recibía el pueblo con enviar a Madrid sus campanas para acuñar unos puñados de cuadernas? Ninguno.

Me apenaba, sobre todo, la falta de sentido artístico del pueblo. Los destructores de aquellas campanas, ¿cómo no sintieron que rompían también algo vivo y muy íntimo, que renunciaban a recuerdos queridos... que renegaban de fechas inolvidables?...

Ignoro si los pedazos de bronce llegaron a Madrid; pero recuerdo bien que al poco tiempo hubo que comprar otras campanas.

Algunos días después de los sucesos mentados, el batallón de milicianos organizóse más seriamente, aprovechando al efecto los pertrechos de la Guardia rural y bastantes fusiles proporcionados por ardientes patriotas. Alma de aquella milicia popular fueron Pueyo, Fontana, Nivela y otros consecuentes y antiguos progresistas, cuyos sentimientos democráticos les habían valido, en los ominosos tiempos de González Brabo, deportaciones y persecuciones sin cuento. A estos beneméritos patricios, tan prudentes como desinteresados, se debió el que durante la efervescencia y desorden de los primeros días no ocurriera un solo desmán: los milicianos improvisados desahogaron sus odios a la reacción, entregándose a vistosos escarceos militares y efectuando guardias, retenes, revistas y ejercicios.

Naturalmente, a los chicos nos entusiasmaban aquellas paradas y ejercicios, y muy señaladamente las maniobras de la escuadra de gastadores, en la cual destacaba, por su marcialidad y gallardía, cierto carpintero, radical exaltado, apodado Carretillas. Antiguo miliciano nacional, conservaba inmaculados, para lucirlos en las formaciones, flamante casaca y descomunal morrión. Su aspecto de ve[p. 200]terano y lo flamante del uniforme eran objeto de general admiración y envidia. Como era de esperar, el morrión de Carretillas sugestionó a los chicos, que decidieron encasquetarse también el venerable símbolo progresista; y así, al poco tiempo (e ignoro por la iniciativa de quién) la mayoría de los mozalbetes aparecimos encaperuzados con una especie de ros alto, sin visera, copa de paño rojo, escarapela lateral con los colores nacionales y cintas colgantes en las que campeaba el mote: ¡Viva la libertad!

En Ayerbe, como en todas las poblaciones de España, las escasas personas ilustradas que dirigieron el movimiento revolucionario conocían quizás el sentido de éste; pero el pueblo, y singularmente los proletarios, no se enteraron ni poco ni mucho de su tendencia y alcance. Casi todos esperaban de la libertad algo que pudiera traducirse en aumento y mejora de las condiciones materiales de la vida. Fácil sería recordar sucesos y frases que prueban la existencia de este anhelo socialista, latente siempre en el corazón de los desheredados.

Allá va un cantar muy popular entonces en Ayerbe, y cuyos chabacanos versos son harto significativos:

Ya pensaban los rurales

que nunca s’acabaría

el cobrar los ocho riales

sin saber d’onde salían.

El siguiente dicho que me comunica un amigo de Ayerbe[20] es también muy elocuente. A uno de los más exaltados patriotas, ronco a fuerza de gritar: «¡Abajo los Bor[p. 201]bones!», le preguntaron:

—Pero, ¿sabes tú quiénes son los Borbones?

Y el interrogado contestó con aire de profunda convicción:

—¡Otra que diez!... Pues, ¿quiénes han de ser sino... los rurales?

¿Por qué esta aversión de los campesinos a los custodios de la propiedad? Fácil es presumirlo. Se aborrecía a la Guardia rural por el exagerado celo con que amparaba los intereses de la burguesía territorial. Por la cosa más insignificante los citados guardias molestaban y vejaban a los pobres aldeanos, a quienes metían en la cárcel o castigaban con fuertes multas, sin pararse a distinguir el ladrón formal del infeliz, que, aguijado por la miseria, cogía en el monte esparto para hacer un vencejo, o arrancaba menguada carga de aliagas y romeros, o apacentaba una vaca en las dudosas lindes de una propiedad: pequeños abusos consuetudinarios tolerados recíprocamente por todos, como venerable resto de comunismo patriarcal. Hasta los chicos sentíamos esta inquina hacia los pardos uniformes. En cuanto nos sorprendían haciendo ademán de escalar una tapia o de trepar a un árbol, aunque fuera en invierno, los rurales nos propinaban monumental paliza o formulaban una denuncia en regla, seguida de la multa correspondiente.

Pese a los entusiastas de las llamadas libertades modernas y a los empigorotados y orondos paladines del individualismo, empeñados en no ver el abismo psicológico que separa las clases intelectuales de los infelices esclavos del trabajo manual, éstos creerán siempre que libertad es sinónima de bienestar. En vano se le dirá al jornalero que estas dos palabras significan cosas distintas; que la libertad sólo es un medio para la conquista de la dicha material, la cual no es patrimonio exclusivo de los poderosos; que si, a pesar del libre ejercicio de sus facultades,[p. 202] vienen el paro forzoso y la miseria, debe resignarse a su suerte, fiándolo todo a la Providencia y a la esperanza en una vida mejor. Todas estas razones son para el pobre puros tiquis miquis, cuando no burlas sangrientas.

Del desdén del proletariado por las conquistas democráticas y el ejercicio de los deberes políticos no debemos extrañarnos. La libertad de conciencia, la de la Prensa, el sufragio universal, etc., sólo interesan a los que tienen la cotidiana digestión asegurada y gozan del ocio indispensable para leer y pensar. Primero es vivir, después vivir bien y luego cooperar moral y materialmente a la seguridad y engrandecimiento de la patria. El primum vivere deinde philosophare se aplica mejor al pobre que al sabio. ¿Qué le importa la vida de la colonia a quien no tiene garantizada la propia? Medicinas, no libertades, pide el doliente.

Seamos sinceros y no nos duela consignar, pese a nuestro egoísmo, que el individualismo, principio cardinal de la democracia, es esencialmente anticristiano y representa en la lucha social la tiranía de los fuertes. En la fiera batalla económica librada en el campo de la libre concurrencia, el pobre, el débil y el ineducado serán siempre las víctimas. El liberalismo puro, no mitigado en sus crudezas por instituciones de tendencia socialista, se traducirá indefectiblemente para el obrero en la menguada libertad de escoger el amo y la clase de fatiga que le resulten más llevaderas y menos dolorosas.

Tendiendo la mirada por los extensos dominios de la zoología y antropología primitiva, se buscará en vano un solo ejemplo de libertad completa que no esté indisolublemente asociada a una existencia rudimentaria, difícil y azarosa. El ocioso sin riesgo, rodeado de respetos y amparado y mimado de la comunidad, es creación exclusiva[p. 203] de la civilización humana. Baste recordar aquí las industriosas repúblicas de hormigas, abejas y termites. En aras de la regularidad alimenticia y de la paz social, estos ingeniosos insectos han sacrificado el parasitismo y la libertad. En cambio, seres tan autónomos como el microbio y el amibo arrastran una existencia tan ruin y precaria como breve.

Réstame, para dar término a la narración de mis estudios del bachillerato, decir algo de mi actitud enfrente de ciencias tan importantes como la Física, las Matemáticas (Geometría, Trigonometría y Álgebra) y la Historia natural.

Sea que fatigado de distracciones e informalidades comenzara a sentar la cabeza, sea que las últimas asignaturas de la segunda enseñanza casaran algo mejor que el griego y el latín con mis tendencias y gustos, ello es que les presté alguna más atención, sobre todo a la Física, la Química y la Historia natural.

Explicaba el curso de Física y Química elementales don Serafín Casas, amigo y condiscípulo de mi padre. Gustábanos su manera sencilla y clara de exponer. Y recuerdo que, por adaptación a nuestra inopia matemática, deshuesaba las lecciones de ecuaciones e integrales. En cambio, cada ley o propiedad esencial era comprobada mediante experimentos concluyentes, que venían a ser para nuestra ingenua curiosidad juegos de manos de sublime taumaturgo. Por día de fiesta diputábamos aquel en que al comenzar la clase veíamos sobre la mesa imponentes y extraños aparatos de latón, muy especialmente las formidables máquinas eléctricas de tensión entonces a la moda.

Dejo apuntado ya cuán interesante encontré la Física, la ciencia de los milagros. La óptica, la electricidad y el[p. 204] magnetismo (que entonces caían bajo el epígrafe general de fluidos imponderables), con sus maravillosos fenómenos, teníanme embobado. Claro es que las nociones adquiridas entonces fueron harto elementales.

Arrastrado por mis crecientes aficiones, más adelante y ya terminada la carrera (1875 a 1877), emprendí la lectura de la admirable Física médica de Wundt y de la Óptica fisiológica del genial Helmholtz. Tales estudios, aparte satisfacer inclinaciones imperativas de mi espíritu, éranme necesarios para dominar las teorías de la visión y del microscopio. Con excepcional interés estudié en el Wundt la doctrina de las ondulaciones del éter, sólido fundamento de la física moderna. Por cierto que con tal motivo eché muy de menos conocimientos matemáticos, que debí aprender oportunamente en el Instituto oscense.

Se me impuso entonces lo que a todos los estudiantes descuidados en vías de regeneración y conscientes de su ignorancia. Lo no asimilado en sazón y despaciosamente, debió ser adquirido después autodidácticamente y con todos los inconvenientes de la precipitación y de la ausencia de guía. En mis febriles y porfiadas acometidas a la ciencia de la cantidad llegué hasta engolfarme en el Cálculo diferencial e integral. Y algo humillado, debí consolidar los cimientos de mi saber, volviendo sobre aquellos modestos y resobados manuales de Geometría y Trigonometría, tan distraídamente leídos en Huesca.

Abordando tales estudios episódicamente, durante las horas libres que me dejaban urgentes ocupaciones, mi tesón heroico aprovechó para comprender, pero no para retener y dominar el alto cálculo. Notorio es que quien desee forjarse un buen cerebro matemático, esto es, susceptible de orientarse airosa y ágilmente en el dédalo de ecuaciones e integrales que erizan las páginas de los tra[p. 205]tados modernos de física, ha de consagrar a este orden de estadios la totalidad de sus esfuerzos mentales, aprovechando, a ser posible, la época admirablemente plástica de la mocedad, entre los dieciséis y los veintiún años, amén de rendir después a dichas tareas asiduo culto.

Por desgracia, el médico, a excepción de algunos problemas de oculística y de hidráulica (estudio físico de la circulación de la sangre, determinación de las aberraciones de refracción del ojo, etc.), tiene poquísimas ocasiones de emplear el cálculo. Esencialmente descriptivas, las ciencias biológicas trabajan casi exclusivamente sobre la cualidad, que escapa a toda determinación cuantitativa.

Mucho he deplorado después el tiempo neciamente perdido en el bachillerato y durante el año del preparatorio. No culpo de mi desaplicación a mis beneméritos profesores del Instituto oscense y de la Facultad de Ciencias de Zaragoza. De mi penuria matemática —que después he tratado de reparar— fueron, ante todo, responsables mis irresistibles tendencias objetivas, aparte maleantes distracciones. Séame, empero, lícito expresar que en mi desdén por la ciencia de Viète, Descartes y Lagrange y Euler, colaboró también el desdichado método de enseñanza seguido en los Institutos. Rindiendo culto al hábito general, y por sumisión al método de los textos, que entonces —si no recuerdo mal— se imponían de Real orden, nuestros profesores de Matemáticas se dirigían casi exclusivamente a la memoria de sus discípulos. La forma de exposición, excesivamente austera y abstracta, desdeñaba todo antecedente histórico y todo ornamento anecdótico, susceptibles de promover el gusto y atraer el interés del oyente. No es de extrañar, pues, que la mayoría de los alumnos oyéramos las reglas, teoremas y corolarios con absoluta indiferencia, a veces con tedio mortal. Nuestros rutinarios profeso[p. 206]res parecían empeñados en hacernos creer que las nociones geométricas y algébricas representan inútiles cavilaciones de hombres ociosos, sin más interés práctico que algunas vulgares aplicaciones a la contabilidad mercantil, a la agrimensura y a la arquitectura.

Realmente, hasta los veintitrés o veinticuatro años no tuve yo idea de la enorme transcendencia de la ciencia del cálculo. Recuerdo bien cómo fué ello. Disponíame a leer las celebradas obras de Laplace (que figuraban en la biblioteca de la Universidad de Zaragoza), y deseoso de prepararme para comprenderlas, decidí, con buen acuerdo, consultar algunos libros de vulgarización astronómica, entre otros, los tan conocidos y populares de Flammarion y algunos de J. Fabre, el genial observador de los insectos.

Los libros de Flammarion me deleitaron mucho, pero no saciaron plenamente mi afán de comprender. Encuéntranse en ellos lirismo desbordante, emoción comunicativa, descripciones pomposas, pero pocas demostraciones. En cambio, el pequeño Manual de Fabre, titulado Le ciel, fué para mí luminosa revelación. Aquí campea también la retórica, usada con discreción y mesura (sabido es que el «príncipe de los insectos» fué excelso poeta); pero las frases no ahogan las ideas. Y en todas las páginas del libro late la preocupación de iniciar al principiante en el mecanismo esencial de los métodos geométricos, con ayuda de los cuales fueron descubiertas las estupendas verdades de la cosmografía y astronomía[21].

Allí, en aquel librito, que principia con la definición de[p. 207] un triángulo y acaba con la demostración de las más sublimes conquistas astronómicas, me reconcilié al fin con la desdeñada Geometría y con la execrada Trigonometría. Allí advertí con asombro que la ciencia del espacio, sin más instrumentos que un grafómetro, algún jalón y unas cuantas líneas trazadas sobre el papel, había dado cima a proezas del tenor siguiente: medir la dimensión y determinar la forma real de la tierra; fijar la distancia y el tamaño de la luna; averiguar el volumen y lejanía del sol; determinar la forma de las órbitas planetarias, etc. Y, descendiendo a más modestas empresas: conocer la elevación y anchura de una torre o de una montaña sin remontarlas; averiguar la amplitud de un río sin vadearlo, fijar la posición de un barco perdido en el mar, etc., etc.

Y todas estas estupendas hazañas habíalas realizado —repito— la maga Geometría, con métodos tan sencillos como elegantes; plantando un jalón, midiendo una base, trazando en el papel los ángulos formados por la visual del objeto y la dirección de aquélla (cuando se trata de la determinación de la distancia de la luna, la base, naturalmente, debe ser enorme, casi un meridiano completo). En conclusión; todo consistía en recomponer figuras ideales a medio trazar, en completar hábilmente triángulos mutilados, ofrecidos pródigamente por la naturaleza, como otros tantos llamamientos a nuestra curiosidad. En especial, la ingeniosísima demostración geométrica de la distancia del sol, dada hace más de dos mil años por Hiparco de Samos, me llenó de ingenua admiración. Ciertamente, la trigonometría nos proporciona hoy métodos mucho más exactos y hacederos para la resolución de éste y de otros magnos problemas; justo es reconocer, sin embargo, que el astrónomo griego, al revelarnos el sublime poder de la geometría, fué de los primeros que abrieron el camino.

[p. 208]Y entrando en otro orden de aplicaciones, supe también, con igual asombro, que aquellas curvas, cuyas propiedades y ecuaciones tanto nos aburrieron en el Instituto (la elipse, la parábola, la hipérbola), coinciden casual y milagrosamente con las órbitas de los astros y las trayectorias de los móviles; que los triviales cuadritos de coordenadas y abscisas, tan menospreciados a los catorce años, sirven para presentar, gráfica y clarísimamente, la trayectoria de un móvil, y en general, la marcha de un fenómeno en función de espacio y tiempo; en fin, que aquellas enrevesadas y, al parecer, inútiles ecuaciones del álgebra, expresan también, por otra estupenda casualidad, las relaciones cuantitativas de muchas leyes físicas y hasta biológicas.

En conclusión: caí un poco tarde en la cuenta de que las verdades matemáticas, que rutinarios y secos pedagogos consideran, no sin cierta aristocrática infatuación, cual construcción deductiva (cadena de verdades cuyo primer eslabón se hunde en la esencia del espíritu), surgida a priori, a espaldas y hasta con menosprecio de la experiencia, representan, por el contrario, imposición ineluctable del mundo objetivo, algo así como la quinta esencia de los conceptos derivados de la percepción y escrupulosamente depurados de contingencias, a fin de que la lógica racional pueda manipularlos ágil y cómodamente. Y, sabido esto, no me sorprendió ya que los axiomas y fórmulas de la geometría y del álgebra se acoplen tan estrechamente a la realidad exterior, puesto que, en último análisis, de la realidad proceden.

Pero tan luminosas verdades penetraron —insisto— harto tardíamente en mi espíritu, cuando el fruto no podía ser ya copioso ni brillante.

[p. 209]La Historia natural me gustó casi tanto como la Física; pero no sació, sino muy imperfectamente, mis apetitos intelectuales. Con tedio consideraba aquellas bárbaras nomenclaturas y complicadas clasificaciones, tan abrumadoras para la memoria como refractarias a la lógica; la fatigosa enumeración de los caracteres externos de plantas y animales, y los criterios harto arbitrarios de la determinación de las especies. Verdad es que entonces no había nacido o no se había divulgado entre nosotros el evolucionismo, única doctrina susceptible de introducir algún orden, claridad y comprensión en el caos de los fenómenos biológicos.

Bastante más tarde, allá por los años 74 o 75, llegaron a mi noticia las obras fundamentales de Lamarck, Spencer y Darwin, y pude saborear las jugosas y elegantes, aunque frecuentemente exageradas hipótesis biogénicas de Haeckel, el brioso profesor de Jena. ¡Por cierto que la primera refutación del famoso libro del Origen de las especies de Darwin, llegada a mis manos, fué escrita por Cánovas del Castillo!... Tratábase de cierto discurso de Ateneo, tan briosamente escrito como flojamente documentado. Me lo proporcionó en Madrid uno de los fervientes admiradores del insigne estadista.

Para cerrar definitivamente el azaroso período del bachillerato, séame lícito trascribir aquí algunos párrafos de cierto artículo del Dr. R. Salillas, escrito con ocasión de uno de mis modestos triunfos académicos. Dejo dicho ya que el primer antropólogo criminalista de España fué uno de mis amigos y condiscípulos. Con Arizón, Ricardo Monreal, Tobeñas y otros, formaba la grey de los muchachos formales y aplicados; empero, de vez en cuando, su natural inquieto y un tanto aventurero le arrastraba a tomar parte en nuestras zalagardas. En las siguientes consideracio[p. 210]nes, publicadas en El Liberal hace ya muchos años, apunta, además, algún recuerdo no consignado en el presente libro:

«La isla de Cajal.—El anuncio de la publicación de la autobiografía del insigne histólogo, me hace recordar vivamente la época en que lo conocí.

Y la recuerdo por un detalle singular.

El muchacho de entonces, de la época en que cursábamos el segundo año de Humanidades (como antiguamente se decía) en el Instituto de Huesca, no era un innominado, un desconocido, una figura del montón.

Tenía una personalidad que, bien considerada, coincide con la que ya puede llamarse su personalidad histórica.

Los panegiristas de Cajal, todos ellos ilustres, reconocen que no ha tenido maestro; que se ha formado solo; que lo que es constituye una manifestación de su propia potencia, de su firme voluntad, de su esclarecido intelecto.

No ha tenido maestros... Ni los quiso tener, añadiría yo.

Aquel muchacho de apariencia arisca, no muy sociable, que se aislaba siempre que podía y que por su actitud de reconcentración reflexiva siempre estaba aislado, era clasificable entre los caracteres que, según Juan Huarte —otro escolar de la Universidad de Huesca—, llaman los toscanos caprichosos por su semejanza con las cabras, que viven aisladas en los cerros.

Cajal, en la época en que lo conocí, no fué discípulo de ningún catedrático... ¡Y así lo trataron ellos más de una vez!

El Instituto no lo atraía con ningún género de curiosidad ni estímulo.

Iba, cuando iba, a la cátedra, venciéndose a sí propio.

Su inclinación era muy otra.

Al dejarse llevar de su tendencia, salía al campo libre, solo generalmente, alguna vez con muy pocos amigos, que lo secundaban más bien que lo comprendían, y en largas o en pequeñas expediciones sentía siempre la contrariedad de tener que volver...

La primera vez que merecí una confidencia de Cajal, fué leyéndome una novela que escribía e ilustraba.

No sé cómo lo admiré más, si como novelista o como dibujante.

Aquella novela, que entonces no la podía comparar, la clasifica[p. 211]ría ahora entre las robinsonianas. Un naufragio, la salvación en un leño, el arribo a una isla desierta y la continuación de la aventura en aquel territorio, descubriendo la flora, la fauna y los salvajes pobladores.

Todo esto no tendría nada de particular en la historia del autobiografiante, si se considera que el hacer versos o el hacer literatura, el fantasear y también el hacer monos, aunque se hagan mucho mejor de lo generalmente acostumbrado, es, como el mismo Cajal ha dicho, un sarampión, una fiebre eruptiva.

Lo importante es que la novela coincida con la acción personal, y que esa acción, constantemente manifestada, conduzca a un resultado efectivo.

Cajal era un novelista de acción. Nos leía su novela y la representamos juntos más de una vez.

Una avenida de un modesto río, más modesto que el Manzanares, caracterizó la escena del naufragio.

En los sotillos del Isuela, que es el río de que se trata, se vieron a la hora del baño algunos salvajes, pintados con el lodo de la orilla, saltando y trepando muy bizarramente, y manejando con cierta habilidad sus arcos al disparar las flechas.

No fué un juego, fué una representación.

Cajal creía, y nos hizo creer, en la posibilidad de que la novela se realizara.

Poco a poco la novela, infiltrándose en nuestro espíritu y avasallándolo, fué tomando proporciones realizables, y entonces, conociendo con minuciosidad los peligros que habíamos de correr, las luchas con los elementos, con las fieras y con los hombres, decidimos emprender la aventura, pero con una condición motivadora: la de salir suspensos, la de perder curso.

Éramos tres[22]. Yo fuí el único a quien la condición no le comprometía; pero asistí lleno de inquietudes a los preparativos de la expedición, los acompañé hasta la salida, los seguí con los ojos y regresé a mi casa con tal pena, que no recuerdo una pena semejante.

Sin poderlo disimular rompí en llanto de desesperación, y alar[p. 212]mados mis padres les tuve que decir entre sollozos lo que les ocurría a mis amigos, riéndose entonces cuantos me escuchaban.

Volvieron, y su vuelta contribuyó mucho a que la novela en acción empezara a no tener éxito.

Pero después, tras muchos años en que no supe nada de mi compañero escolar, cuando supe lo que hacía, cuando lo ensalzaron sus descubrimientos, volví a creer, y a creer firmemente, que entre aquella novela de corte robinsoniano y la realidad de los descubrimientos científicos, no había ni siquiera variación de asunto.

Ganivet ha dicho que lo que importa es tener la fragua encendida, y Cajal ha dicho que lo que importa es tener una hipótesis directriz.

¡Lo que importa es creer y poder!

Así fueron los conquistadores y descubridores en la epopeya del descubrimiento de América.

Así son los investigadores científicos.

En el insigne histólogo revivió, siendo niño, la idea semilegendaria de las aventuras náuticas.

Siguió creyendo en su isla. Navegó, se orientó y llegó victoriosamente.

¡La isla existía!

En los centros nerviosos, en la médula y en el cerebro se encuentra efectivamente la Isla de Cajal


[p. 213]

Friso ornamental

CAPÍTULO XIX

Comienzo en Zaragoza la carrera médica. — El Ebro y sus alamedas. — Mis profesores del preparatorio: Ballarín, Guallart y Solano. — Cobro afición a la disección bajo la dirección docente de mi padre.

A

Aprobadas las asignaturas del bachillerato y hechos los ejercicios del grado, mi padre, decidido más que nunca a hacer de su hijo un Galeno, me acompañó a Zaragoza, matriculándome en las asignaturas del año preparatorio. Y para que no me distrajeran devaneos y malas compañías, me acomodó de mancebo en casa de D. Mariano Bailo, paisano, amigo y condiscípulo suyo, que gozaba de excelente reputación como cirujano y como hombre a carta cabal.

La alegría de verme en una ciudad nueva, populosa y ennoblecida por grandes recuerdos históricos, cedió bien pronto a triste decepción. Mis amigos de Huesca, los regocijados camaradas de glorias y fatigas, recibiéronme con la mayor indiferencia. Adelantados uno o dos años en su carrera, habían contraído nuevas amistades entre sus condiscípulos, y a mis deseos de renovar el viejo trato, mostraron un desdén que me llegó al alma. Fué el primer desengaño de la amistad. De tan merecida frialdad, empero, sólo era yo responsable. No se alejaron ellos de mí; fuí yo quien se alejó de ellos al retrasarme en la carrera.

[p. 214]Consoléme entonces, no sin devorar algunas humillaciones, conforme suelo consolarme siempre, según tengo repetidas veces expuesto, bañando el alma en plena naturaleza. El Ebro caudaloso y sus frondosas y umbrías alamedas estaban allí, brindando un lenitivo a mi desilusión y prometiéndome reemplazar, con suaves distracciones, las vanas e inconstantes efusiones de la amistad.

Para los hombres capaces de saborear sus bellezas, es el campo soberano apagador de emociones, irreemplazable conmutador de pensamientos. ¿Qué añade a nuestra alma —se ha dicho por alguien— un cielo azul y una vegetación espléndida? Nada, en efecto, para el hombre altivo, que, alimentado con sus propias ideas, vive siempre dentro de sí mismo; pero mucho, muchísimo para quienes saben abrir sus sentidos a los esplendores del cielo y a las armonías del mundo.

Con todo eso, en los tiempos a que aludo, llevábanme también a las pintorescas orillas del Ebro mis inclinaciones artísticas y mi sentido de naturalista. Entre mis tendencias irrefrenables, cuéntase cierta afición estrafalaria a averiguar el curso de los ríos y a sorprender sus afluentes y manantiales. Y la circunstancia de ser éste el primer río caudaloso que veía, excitaba al sumo la citada curiosidad hidrológica.

«¿De dónde proviene —pensaba— este formidable raudal de agua cuyas ondas, después de lamer mansa y suavemente los muros del Pilar, parecen modular, al estallar fragorosas en el puente de piedra, himnos heroicos?»

Arrastrado por la curiosidad, remonté más de una vez sus corrientes hasta llegar a Alagón; otras veces descendí, río abajo, hasta cerca de Pina. Estimulábame, además, en mis excursiones ribereñas el deseo romántico de hallar paisajes idílicos no profanados por planta humana.

[p. 215]Por cierto que este antojo infantil por conocer los manantiales del Ebro, fué satisfecho al fin hace algunos años, con ocasión de un veraneo en Reinosa. Imaginábame, en mi candor, que la famosa fuente del Ganges aragonés estaría adornada por algún emblema, columna, arco o estatua destinados a consagrar el poético y apacible lugar donde emergen las aguas de la corriente simbólica que mereció por su grandeza dar nombre a la tierra y a la raza. Pero, ¡oh decepción!, en vez del monumento conmemorativo a la vieja Iberia, algo semejante a la majestuosa estatua del Nilo conservada en la galería capitolina de Roma, mostráronme cerca del poético manantial montones de piedras, cascos de botella, latas y cacharros rotos, por entre los cuales asomaban trabajosamente las cristalinas linfas para ser inmediatamente profanadas por zahareñas lavanderas y alegres juerguistas.

Pero no divaguemos. Juzgo al lector harto de enfadosas digresiones y es hora de que digamos algo de mis profesores. Eran éstos el veterano D. Florencio Ballarín, catedrático de Historia Natural; D. Marcelo Guallart, que explicaba Física, y D. Bruno Solano, auxiliar por entonces encargado de la ampliación de Química.

Poco recuerdo de D. Marcelo Guallart. Únicamente puedo decir que sus lecciones, sabias y modestas, pecaban de monótonas, y que su clase, no muy frecuentada (no hay que olvidar que estaba reciente la gloriosa), sólo se llenaba de bote en bote los días de experimentos aparatosos y teatrales.

Mayor relieve y colorido tienen mis remembranzas de Ballarín y Solano, maestros dignos por mil conceptos de ser recordados con fervor.

El anciano D. Florencio Ballarín, contemporáneo de[p. 216] Fernando VII, de quien fué perseguido por liberal y, además, por irrespetuoso con la augusta persona del monarca, era un profesor ilustrado, dotado de imaginación plástica y de verbo cálido. Fué el primero a quien oí defender con leal convicción la necesidad de la enseñanza objetiva y experimental, hoy tan cacareada como poco practicada. Predicaba con el ejemplo; y así sus lecciones de zoología y mineralogía nos resultaban altamente instructivas, ya que se daban respectivamente en el Museo y en el Jardín Botánico.

¡Lástima grande que no hubiéramos alcanzado más joven a D. Florencio, cuando sus facultades culminaban! En los tiempos a que aludimos era ya setentón y adolecía de esa irritabilidad y desigualdad de humor, triste y casi inevitable defecto de la senectud. Recuerdo que en sus reprensiones y castigos faltaba casi siempre la debida proporcionalidad entre la acción y la reacción. Incorrecciones de lenguaje, sonrisas furtivas, distracciones momentáneas bastaban a sacarlo de sus casillas y a que nos llenara de improperios.

Cierto día me preguntó las arterias de los miembros superiores. En un lenguaje deslabazado y tímido contestéle, entre otras cosas, «que la arteria humeral se extiende a lo largo del brazo... —Pero hombre —me interrumpió indignado— ¡a lo largo! ¡Cualquiera diría que es usted sastre y está tomando medida de mangas!...»

Una de sus buenas costumbres docentes —hoy casi enteramente abandonada— consistía en señalar periódicamente cierto tema de discusión, de cuya defensa se encargaba un alumno, a quien sus camaradas debían dirigir observaciones. Tocóme el turno de objetante: dominábame miedo cerval. Tratábase del mecanismo de la hematosis. El disertante, mi buen amigo el Dr. Senac, hoy ilus[p. 217]trado médico militar[23] y uno de tantos talentos obscurecidos por falta de ambición, hizo un bonito discurso, pronunciado con facilidad y desembarazo. Defendió la tesis, entonces muy en boga, de que la sangre venosa era nociva al organismo a causa del ácido carbónico en ella acumulado y del cual debía desprenderse en el pulmón. Yo, que había bebido en las mismas fuentes (la Fisiología de Beclard), le dije o intenté decirle «que el daño no estaba en el exceso de ácido carbónico, gas enteramente inofensivo, sino en la ausencia de oxígeno, ya consumido en los capilares con ocasión de la respiración de los tejidos».

Mas tan sencillo reparo fué expuesto con frase tan desmañada y sinuosa y con voz tan entrecortada y balbuciente, que Ballarín, no pudiendo sufrirme, ordenóme callar con cajas destempladas, añadiendo «que conservaba todavía el pelo de la dehesa». Mi inocencia era tal, que no entendí la frase ni, por tanto, la intención mortificante.

De este estreno oratorio saqué en limpio una enseñanza: que el hijo de mi madre no había venido al mundo para ser diputado, ni siquiera charlatán. ¡Cuánto he envidiado después, al presenciar escarceos oratorios, la enorme ventaja que llevan en la lucha por la vida esos hombres privilegiados que no necesitan tener razón para ser oídos y hasta aplaudidos!

Pero aparte las citadas rarezas, Ballarín era benemérito maestro a quien respetábamos y venerábamos. Le estábamos además agradecidos porque, de vez en cuando, nos concedía graciosamente un día de asueto, y ciertamente por un motivo que el lector adivinará difícilmente.

¡Ya se sabía!, en cuanto llegaba a cátedra malhumora[p. 218]do, la cara cuadrada, sumidas las quijadas, el aire de contrariedad... y daba comienzo a la tarea mascullando gangosa e ininteligiblemente la palabra «Seño... res...», todos, como movidos de un resorte, requeríamos el sombrero, nos poníamos en pie y tomábamos tranquilamente la puerta..., con beneplácito del profesor, que se limitaba a deplorar la flaqueza de su memoria. ¡Era que el bueno de D. Florencio se había dejado en casa la dentadura! Este cómodo olvido, tratándose de tan averiada senectud, ¿era voluntario o involuntario? He aquí un problema que nunca pudimos resolver.

Cosa sabida es que los profesores, aun los más refractarios a la rutina, repiten fonográficamente todos los cursos ciertas frases y ejemplos que los alumnos conocen y anuncian a plazo fijo. Tal le ocurría a Ballarín. Entre los ejemplos estereotipados no hay condiscípulo que haya olvidado uno famoso, expuesto invariablemente al tratar de la escala de dureza de los minerales.

«Señores —decía—: el diamante ocupa el núm. 7 de la escala de la dureza; resulta, pues, el cuerpo más duro que se conoce; pero entendámonos: la resistencia al rayado no implica oposición a la fractura. Precisamente el diamante es deplorablemente quebradizo. Ahí tienen ustedes —añadía— el testimonio irrecusable de esta lamentable propiedad.» Y en aquel momento alargaba la mano por encima de la mesa, mostrando flamante solitario, afeado en su centro por fractura estrellada. Y a seguida refería que, durante cierta disputa, no sé si científica o política, no pudiendo persuadir al adversario, descargóle en la cabeza formidable puñetazo. Por desgracia del agresor, el cráneo del adversario era de los que merecían figurar con un núm. 8 en la consabida escala de la dureza, toda vez que rompió en mil trozos el precioso diamante... Al llegar[p. 219] aquí era de ritual soltar carcajada general, que no impacientaba en lo más mínimo al bueno de Ballarín.

Muy diferente era el temperamento intelectual y docente de D. Bruno Solano. Elocuente, fogoso, afable, no exento de severidad en ocasiones, su cátedra era templo donde oíamos embelesados la pintoresca e interesante narración de los amores y odios de los cuerpos: las aventuras del oxígeno, especie de D. Juan, rijoso e irresistible conquistador de la virginidad de los simples; las crueles venganzas del hidrógeno, celoso amante responsable de tanta viudez molecular, y las intrigas y tercerías del calor y electricidad, dueñas quintañonas capaces de perturbar y de divorciar hasta los matrimonios más unidos y estables...

¡Qué dicción más agradable y seráfica la suya! ¡Qué suprema habilidad para hacer comprensivos y amenos, mediante comparaciones luminosas, los puntos más difíciles o las nociones más áridas, enjutas y estropajosas! Bajo este aspecto se parecía mucho al célebre físico inglés Tyndall, y más aún al incomparable divulgador A. Fabre.

Acude a mi memoria una exclamación feliz de D. Bruno, con ocasión de cierta conferencia pública. Tratábase en ella de los productos de destilación de la hulla, del tan celebrado pan de la industria, y el conferenciante, para hacer más objetiva su lección, instaló en cátedra los aparatos correspondientes, y procedió a destilar un trozo de carbón mineral. Apenas se difundieron por la sala las primeras oleadas del poco agradable gas, cierto burguesillo petimetre exclamó, tapándose las narices: «¡Qué mal huele! —No tal —rugió D. Bruno—, ¡huele a progreso!»

Pues ¿y el hombre moral? ¿Quién no recuerda aquel heroico rasgo tenido con motivo de sus oposiciones a la cátedra de Historia Natural del Instituto de Zaragoza?[p. 220] Tocaban a su fin los ejercicios, y D. Bruno, con asombro del tribunal que iba a votarle catedrático, no compareció en el último acto de las oposiciones. En consecuencia, se suspendieron los ejercicios y se envió un emisario a casa de Solano. Halláronle tranquilamente en su despacho y trajeron una respuesta digna de Arístides: «Me retiro porque me he persuadido de que uno de los opositores sabe más que yo, y no quiero dar ocasión a una injusticia».

Al tomar tan grave decisión, Solano era modesto auxiliar de Universidad. Con el exiguo sueldo del cargo y los escasos gajes de sus lecciones en colegios particulares, mantenía a su madre idolatrada. Llena está la vida del sabio profesor de hermosos rasgos, reveladores de que el amor a la justicia era tan grande en él como su desdén hacia el vil metal. Tiempos después, alcanzó, en honrosa oposición, la propiedad de su cátedra.

Confieso que cuando visito Zaragoza, una de las cosas que más me entristece es la ausencia del malogrado compañero[24]. Sus pláticas diarias en el Café Suizo, donde se congregaban sus íntimos y admiradores, eran un regalo del espíritu. Su popularidad era tan grande como merecida. Eso que después se ha llamado extensión universitaria, fué una de tantas iniciativas suyas. No reservó nunca su ciencia para los privilegiados de la matrícula oficial, sino que la propagó al gran público, creando lazos intelectuales y afectivos entre la cátedra y el taller, el laboratorio y la fábrica. Estaba persuadido de que la ciencia debe asociarse a la vida, para inspirarla y dirigirla. Su exquisita sensibilidad de artista y de pensador le permi[p. 221]tían descubrir, hasta en las cosas más vulgares, puntos de vista superiores.

Pero Solano era además un soberbio temperamento de escritor. ¡Un escritor que no quiso nunca escribir!... De sus brillantes dotes literarias dan testimonio esos preciosos, y por desgracia escasísimos artículos científicos y de vulgarización, insertos en los diarios zaragozanos, y singularmente, el bellísimo discurso de apertura universitaria acerca de las orientaciones de la química moderna.

Pero volviendo a mis estudios, debo decir que, gracias a tan buenos maestros, aproveché bastante, es decir, todo lo que mi juicio, todavía en agraz, y mis continuas escapadas artísticas consentían. Sólo una vez regresé a mis viejas aventuras de tronera.

Cierto camarada de Huesca llamado Herrera, mozo despejado y algo camorrista (tuerto de resultas de una travesura), gran admirador de mi honda, rogóme encarecidamente que, olvidando por un día la Historia natural, le prestase mi concurso en cierto encuentro que debía efectuarse en las eras del barrio de la Magdalena, entre estudiantes y femateros, o entre pijaitos y matracos. Tuve la debilidad de caer en la tentación.

Mi honda hizo de las suyas. Descalabré unos cuantos enemigos y contribuí al triunfo de los señoritos, a pesar del refuerzo que a última hora recibieron los femateros de sus congéneres de la parroquia de San Pablo. Sin engreirme con la victoria, y ahíto de chiquilladas, tuve la fortaleza de no reincidir. Cada cosa a su tiempo. Y el de la informalidad había pasado. Frisaba yo entonces en los diez y siete años. Mi relativa aplicación me permitió aprobar sin percances el preparatorio, y matricularme en el primer curso de Medicina.

[p. 222]Por aquella época (creo que fué en 1870) trasladóse mi familia a Zaragoza. Deseoso mi padre de dar carrera a sus hijos, vigilarlos de cerca y sustraerse definitivamente a los sinsabores de la práctica médica rural, hizo ciertas oposiciones a médicos de la Beneficencia provincial, y, conseguida una plaza, establecióse en la capital aragonesa, en donde, a poco de su arribo, el sabio clínico y condiscípulo suyo D. Genaro Casas, a la sazón Decano de la Facultad de Medicina, le confirió el cargo de profesor interino de disección.

Conocido el entusiasmo de mi padre por la anatomía, y su vocación decidida por la enseñanza, adivinará fácilmente el lector el celo y ardor puestos en el desempeño de su cometido y el empeño en convertir a su hijo en hábil disector.

Hétenos, pues, a los dos metidos en harina, como suele decirse. ¡Y con maestro tal, cualquiera escurría el bulto! Tres años nos pasamos en aquella humilde sala de disección, perdida en la huerta del viejo Hospital de Santa Engracia, desmontando pieza a pieza la enrevesada maquinaria de músculos, nervios y vasos, y comprobando las lindas cosas que nos contaban los anatómicos. Ante la imponente losa anatómica, protestaron al principio cerebro y estómago; pronto vino, empero, la adaptación. En adelante vi en el cadáver, no la muerte, con su cortejo de tristes sugestiones, sino el admirable artificio de la vida.

A medida que adelantaba en el estudio objetivo del cuerpo humano, crecía mi curiosidad. «Voy a admirar por fin —me decía— el maravilloso microcosmo de los filósofos, el compendio y síntesis de la creación.» Mi fantasía de aventurero romántico despachábase a su gusto. Parecíame aquello un África tenebrosa, de la cual sólo había hasta entonces contemplado el desierto, es decir, el árido[p. 223] esqueleto. ¡Quizás se encontraba allí la isla ideal con que sueña todo investigador, ese mundo virgen, prometedor de inacabables sorpresas!...

Conforme pide el método, para no extraviarnos en la selva inextricable de vasos y nervios, trabajábamos en presencia de los libros, guiados por el Cruveilhier y el Sappey. Crecía el ardor al compás de las dificultades, y, pródigos de tiempo (mi padre por entonces tenía pocos enfermos), consagrábamos a la tarea todo el vagar que nos dejaban, a mi progenitor la clientela y a mí los estudios de otras asignaturas. Incansable él, no consentía fatiga en torno suyo.

¡Pobres Sappey y Cruveilhier cuando marraban en una minucia; cuando, por ejemplo, estimaban constante disposición contingente o anómala, o no acertaban a describir un órgano con suficiente claridad! «¡Ah farsantes! —exclamábamos—. Vosotros os copiáis rutinariamente, describís sin observar». Pero nuestro enojo, un poco irónico, pasaba pronto, convirtiéndose en admiración en cuanto los venerados textos acertaban en puntos difíciles. Fuerza es confesar que los descuidos de aquellos clásicos tratadistas eran excepcionalísimos. El encuentro de algunos fué, sin embargo, altamente tónico, pues nos trajo la persuasión alentadora de que la ciencia dista mucho de ser perfecta y definitiva. Juez supremo e inapelable en nuestras dudas fué el cadáver. Sólo en sus hojas de carne, mimosamente desplegadas por el escalpelo, residía la verdad.

Gran provecho saqué de tal maestro y de semejante método de aprender; que no hay profesor más celoso que el que aprende para enseñar. Mi lápiz, antaño responsable de tantos enojos, halló por fin gracia a los ojos de mi padre, que se complacía ahora en hacerme copiar cuanto mostraban las piezas anatómicas. ¡Qué satisfacción[p. 224] cuando, a fuerza de paciencia, conseguíamos desprender de su ganga de grasa el diminuto ganglio oftálmico con sus tenues radículas nerviosas o atisbar en su escondrijo el enrevesado foco ganglionar esfeno-palatino, o, en fin, perseguir triunfantes, a través de los túneles del peñasco, los sutiles nervios petrosos! Con todo ello enriquecía mis apuntes y daba carácter objetivo a mis conocimientos.

Poco a poco mis acuarelas anatómicas formaron formidable cartapacio, del que se mostraba orgulloso el autor de mis días. Su entusiasmo llegó al punto de proyectar seriamente la publicación de cierto Atlas anatómico iluminado, destinado a dejar, según él, tamañitos a los famosísimos de Bourgery y de Bonami. Y habría acometido resueltamente la empresa si la rudimentaria cromolitografía zaragozana lo hubiera consentido. Por desgracia, la primera prueba ejecutada en casa de cierto litógrafo conocido mío resultó abominable estampa. Ni fueron mejores otras copias que años después (allá por los 76 o 77), ya vuelto de Cuba, publicó nuestro generoso amigo Molina Mergeliza, un millonario que cursaba la carrera por deporte[25].

Desde entonces ¡cuántas veces he deplorado el bochornoso atraso de las artes gráficas en España! A despecho del más sincero patriotismo, el hombre de ciencia se ve en el apuro de recurrir al extranjero, en cuanto necesita reproducir pulcramente alguna lámina anatómica o histológica.

[p. 225]Para cerrar este capítulo añadiré que, en vista de mi laboriosidad y relativa pericia en el arte de disecar, al final del primer año se me otorgó una plaza de ayudante de disección. Este cargo oficial, halagando mi amor propio, fomentó todavía más mis aficiones anatómicas. Y me consintió, además, agenciarme algunos gajes, dando lecciones particulares de anatomía práctica.


[p. 227]

Friso ornamental

CAPÍTULO XX

Mis catedráticos de Medicina. — D. Manuel Daina y el premio de Anatomía topográfica. — Un singular procedimiento de examen. — Nuestro decano, D. Genaro Casas. — Mis petulancias polémicas. — Notas breves acerca de algunos profesores y ciertos incidentes ocurridos en sus clases.

A

A despecho de mis escapadas artísticas, continué la carrera sin tropiezos, aunque sin permitirme el lujo de sobresalir demasiado. A decir verdad, sólo estudié con esmero la Anatomía y la Fisiología; a las demás asignaturas —las Patologías médica y quirúrgica, la Terapéutica, la Higiene, etc.—, consagré la atención estrictamente precisa para obtener el aprobado. A lo que debió quizás contribuir algo cierto Ministro de la Gloriosa, quien, por devoción al igualitarismo democrático, redujo las calificaciones de exámenes a dos: aprobado y suspenso. Confieso que jamás he logrado percibir la ventaja educativa de la supresión de las notas. En una edad en que la pereza y las distracciones hallan tantas ocasiones de asaltar la voluntad, ¿qué mal hay en fomentar la emulación y hasta la vanidad misma? Hágase el milagro, y hágalo el diablo. Si en el corazón del estudiante queda un residuo de pasión malsana, pronto se encargará la vida de disiparlo. Lo esencial es acrecentar el patrimonio científico adquirido y mantener el hábito del trabajo.

[p. 228]Se dirá que para los alumnos aficionados a las distinciones académicas quedaba el recurso de los premios. Pero no todos los jóvenes aplicados poseen la pretensión y audacia necesarias para tales competiciones. Recuerdo que el temor de parecer presumidos u orgullosos fué causa de que la mayoría de los premios de la Facultad quedaran desiertos. Y no ciertamente por ausencia de jóvenes aventajados. Excluyéndome yo, que sólo podía aspirar al diploma en las asignaturas anatómicas, figuraban entre mis condiscípulos mozos sobresalientes. Recuerdo ahora a Pablo Salinas, Victorino Sierra, Severo Cenarro, Simeón Pastor, Joaquín Gimeno, Pascual Senac, Andrés Martínez, José Rebullida y otros. Por mi parte, sólo tenté fortuna en la Anatomía topográfica y operaciones, asignatura de que era titular D. Manuel Daina. Y aunque favorable el resultado, quitóme las ganas de reincidir. Mas el suceso merece contarse, para que se vea que en eso del estudio, como en otras muchas cosas, lo mismo cabe pecar por carta de más que por carta de menos.

Tenía D. Manuel Daina verdadera debilidad por mí. En su bondad me consideraba el mejor de sus alumnos, y yo correspondía a tan lisonjero concepto esmerándome en la ejecución de las preparaciones anatómicas, de que, como Ayudante disector, estaba oficialmente encargado. Se comprenderá, pues, que terminado el curso, me instara encarecidamente el profesor la solicitud del premio y que yo deseara complacerle, preparándome concienzudamente para el certamen.

Sabido es que en todo programa, además de las lecciones corrientes, figuran ciertas materias fundamentales o simplemente difíciles, donde el alumno puede lucir su aplicación y memoria. Mis lectores médicos recordarán que en los dominios de la Anatomía topográfica estos temas de[p. 229] prueba son: la región del cuello, la inguinal, la crural, la perineal y el hueco poplíteo. Por arduas y complicadas las había disecado con cariño y reproducido más de una vez en mis láminas anatómicas.

Llegó el concurso; estuve solo; tocóme el anillo inguinal; escribí largo y tendido; decoré la descripción con varios esquemas y llevé mi preocupación del detalle hasta precisar las dimensiones en milímetros. Ufano durante la lectura, esperé después largo rato el fallo del tribunal. Desde el vestíbulo oía a los jueces discutir acaloradamente. «¿Qué pasará?», me decía un tanto escamado. Al fin, supe que el jurado me había adjudicado el premio. Al salir Daina y su compañero me abrazaron, felicitándome. Pero D. Nicolás Montells (profesor de Patología quirúrgica) se me acercó, diciéndome en tono desabrido: «Conste que a mí no me la pega usted. ¡Eso está copiado!»...

En vano intenté respetuosamente sacarle de su error. Para el bueno de Montells, era imposible que un alumno recordara en milímetros los diámetros del conducto inguinal. Afortunadamente, mi maestro Daina, que me conocía bien, defendióme briosamente. Con su exquisita prudencia previno, además, el estallido de mi cólera, pasión a la que entonces era yo extraordinariamente propenso. Todo se arregló, pero el incidente contribuyó decisivamente a que, en lo sucesivo, desistiese de semejantes concursos.

Merece D. Manuel Daina un recuerdo afectuoso. De simpática figura y carácter afable, gozaba de la reputación y estima que proporcionan el talento y la ecuanimidad, asistidos de espléndida posición social. La misma sencillez y elegancia con que vestía, resplandecían en su palabra, que era correcta, tranquila, persuasiva y matizada, a veces con rasgos de elegante escepticismo. Era, acaso, don Manuel el más europeo de nuestros profesores, quizá el[p. 230] único que había ampliado en el extranjero su educación profesional y científica. Había sido discípulo de las grandes figuras quirúrgicas de París. Nos embelesaba cuando refería las hazañas operatorias de Nélaton y Velpeau, así como los errores imperdonables a que conducen la superficialidad del reconocimiento y el criminal afán de sumar estadísticas de intervenciones temerarias. Mucho valía como operador, pero valía todavía más como cirujano.

Por cierto que D. Manuel Daina ensayó en aquel curso cierto sistema muy original de calificar. La víspera de los exámenes, sorprendiónos a Cenarro y a mí con el siguiente curioso encargo: «Persuadido estoy —nos dijo— de que no hay profesor, por atento que sea, que conozca tan bien a sus discípulos como ellos se conocen entre sí. En consecuencia, he resuelto que ustedes, en representación de sus camaradas, formulen las calificaciones. Ahí va la lista. Como fío mucho de la rectitud y formalidad de ustedes, de antemano apruebo lo que hagan».

Expusimos algunas tímidas excusas, pero acabamos por aceptar el delicado honor, prometiendo —según era de rigor— guardar el secreto. Aquella noche Cenarro y yo cambiamos impresiones acerca de los méritos de nuestros condiscípulos, aquilatamos el talento, grado de aplicación y asistencia a clase de cada uno, y resolvimos, de perfecto acuerdo, las notas. Entre los indultados —hubo, naturalmente, bastante manga ancha— recuerdo a un tal Pueyo, mozo aplicado y pobre, que apenas asistía a clase por enfermo y a quien el profesor contaba entre los irredimibles. Naturalmente, Cenarro y yo comenzamos por adjudicarnos sendos sobresalientes[26]. Al repasar la lista y notar la [p. 231]racha de indultos y rectificaciones, experimentó D. Manuel alguna sorpresa; pero sonrió bondadosamente y aprobó la propuesta. Claro es que después de tal acuerdo los exámenes fueron pura fórmula.

Ilustración

Lám. XIII, Fig. 21.—Don Genaro Casas, decano de la Facultad de Medicina de Zaragoza y buen amigo de mi padre.

Otro de los buenos maestros de la Escuela de Medicina aragonesa fué D. Genaro Casas, amigo y condiscípulo de mi padre (ambos cursaron la carrera en Barcelona). Exiguo de estatura, y afeado por lupia voluminosa implantada en la frente, tenía aspecto enfermizo y deforme, que se desvanecía en cuanto comenzaba a hablar. Porque D. Genaro, Decano y casi creador de la Escuela de Medicina aragonesa, además de ser clínico eminente y modelo de profesores celosos, poseía talento oratorio de primera fuerza. Pertenecía a la selecta grey de los médicos latinos y humanistas, hoy perdida casi enteramente.

Imperaba entonces en las escuelas médicas el vitalismo de Barthez, inspirado en el hipocratismo, doctrina de que fué también ardiente partidario el Dr. Santero, a la sazón catedrático de Clínica médica de Madrid. Natural era que los profesores de aquel tiempo —que podíamos llamar era prebacteriana— reaccionaran con alguna viveza contra las tendencias materialistas u organicistas de la química, histología y más tarde de la bacteriología. Pero D. Genaro, vitalista convencido, supo siempre hacer justicia a las conquistas positivas de estas ciencias, cuyos datos interpretaba muy hábilmente en el sentido de su espiritualismo orgánico. Aún recuerdo la exposición magistral que nos hizo de la Patología celular, de Virchow, libro esencialmente revolucionario, aparecido por entonces. Naturalmente, D. Genaro aceptaba los hechos, pero repudiaba su espíritu. Claro está que los distingos del sabio maestro no hacían siempre gracia a sus discípulos; pero aun los que pasábamos por más avanzados y noveleros, seguíamosle[p. 232] con respeto en sus loables esfuerzos de conciliación entre lo viejo y lo nuevo. Todos le venerábamos y queríamos, porque su celo por la enseñanza era tan grande como su talento y su bondad.

Por cierto que mi petulancia puso un día a prueba la inagotable benevolencia del maestro. Referiré el incidente —que hoy recuerdo con pena—, para que se vea hasta qué punto llegaba la rebeldía de mi carácter y la paternal tolerancia de D. Genaro. Había yo leído la citada Patología celular de Virchow y algunos otros libros anatomo-patológicos a la moda, donde, a vueltas de un análisis objetivo insuficiente, se hacía la apología de la célula, presentándola como un ser vivo, autónomo, protagonista exclusivo de los episodios patológicos. Quedaba de esta suerte rota la unidad orgánica, tan cara a vitalistas y animistas. Por consiguiente, la enfermedad venía a ser algo así como modesto incidente de fronteras o a modo de motín de ciudad, que debían reprimir de modo automático las fuerzas locales, con poca o ninguna intervención de la autoridad central, representada por el sistema nervioso.

Infatuado y ufano con lecturas bastante mal digeridas, contrariábame ver cómo D. Genaro interpretaba en sentido vitalista todos los procesos celulares. Y, no obstante mi timidez y cortedad, el choque llegó al fin. Cierto día de conferencia preguntóme el maestro acerca de las lesiones de la inflamación, y después de exponer los hechos descriptivos corrientes, tuve, al interpretarlos, la audacia de oponerme a su doctrina vitalista. Con un arrojo, de que yo mismo estaba asustado, manifesté que: «La hiperemia y la exudación no constituían actos defensivos del principio vital, sino meros efectos de la irritación y multiplicación de las células. En mi concepto —añadía—, las fuerzas centrales, caso de ser algo real, no intervienen para nada[p. 233] en el proceso, como lo prueba el alegato de Virchow, de existir inflamación en tejidos desprovistos de vasos y nervios, etc.»[27]. Ante mis arrogancias, los condiscípulos mirábanse estupefactos.

No se enojó D. Genaro por mi falta de respeto; antes mostró alegrarse de contender con un discípulo. Y con formas suaves trató de persuadirme de «que el acto inflamatorio representa siempre una reacción defensiva contra los agentes vulnerantes; hizo notar que, aun en los tejidos exangües citados por mí (córnea y cartílago) desarrollábase la hiperemia, puesto que hacia el punto lesionado afluían jugos y glóbulos de pus, y, en fin, añadió que la indiscutible finalidad de las citadas reacciones, en orden a la eliminación de las causas y reparación de sus estragos, implicaba lógicamente un principio superior de unidad y coordinación».

Pero yo mantuve tercamente mi punto de vista, y asiéndome, algo deslealmente, al sentido literal de las palabras del maestro, manifesté «que no se me alcanzaba cómo donde no había vasos ni sangre (el cartílago y la córnea), podía hablarse de hiperemia». En fin, que dí en clase un espectáculo deplorable, y causé grave disgusto al buenísimo de D. Genaro. El cual, al encontrarse con mi padre al siguiente día, le dijo estas palabras, que recuerdo muy bien: «Tienes un hijo tan díscolo y obstinado, que como él crea tener razón no callará, aunque de su silencio dependiera la vida de sus padres».

Lo más grave de aquella impertinencia mía fué que, en el fondo, D. Genaro tenía razón. Por fortuna, arrepentido[p. 234] después de mi irreverencia, no volvió a repetirse el espectáculo. Y aquella salida de chiquillo petulante fué olvidada por el paternal maestro. Y cuando años después, al transformarse nuestra Facultad de provincial en oficial, nuestro veterano profesor ganó en honrosa lid su cátedra de Clínica médica, nadie se alegró más sinceramente que yo.

Con algo menos relieve surgen en mi memoria las figuras prestigiosas de otros maestros. Destaca entre ellas D. Pedro Cerrada, catedrático de Patología general, concienzudo clínico y reflexivo docente, abierto a todas las novedades de la ciencia, y de quien recuerdo esta frase tan modesta como profética: «Siento no saber bastante química; soy viejo para aprenderla, pero ustedes deben estudiarla, porque ahí está el secreto de muchos procesos patológicos». Merecen también un recuerdo afectuoso: el Dr. Comín, profesor de Terapéutica, cabeza sólida y admirablemente cultivada, orador facilísimo y elegante; D. Manuel Fornés, ya muy anciano entonces, dotado de criterio clínico admirable y maestro venerado de Patología médica; D. Jacinto Corralé, catedrático de Anatomía, algo rudo y candoroso, pero puntual en el cumplimiento de su deber y bondadoso con sus discípulos; Eduardo Fornés, catedrático de Medicina legal (hijo de D. Manuel), estudioso, simpático y tan caballeroso como su padre, de quien heredó el decoro y la gravedad de dicción y pensamiento; a Ferrer, profesor de Obstetricia, algo arrebatado y confuso al exponer, pero estimable clínico y excelente persona; en fin, a Valero, encargado de la cátedra de Fisiología, dotado de gran vivacidad de palabra y de notables condiciones de pedagogo. Todos sembraron algo útil en mi espíritu y a todos estoy cordialmente reconocido. ¡Lástima que la ausencia de Laboratorios y el insuficiente material clínico esterilizaran, en parte, sus desvelos!

[p. 235]Para completar estos rasgos descriptivos de mis profesores, paso a referir algunas anécdotas tocantes a las cátedras de Valero y de Ferrer.

Valero, nuestro profesor de Fisiología, poseía el difícil arte de estimular a sus discípulos. Se empeñó en encasquetarnos a ultranza el libro de texto y se salió con la suya. A tal propósito nos preguntaba diariamente a todos, escogiendo de preferencia los puntos más difíciles. Y cuando la cuestión se le atragantaba a un alumno, hacíala correr por toda la clase hasta topar con alguien capaz de declarar la dificultad. Entonces prorrumpía en alabanzas del afortunado, que se sentía halagado y feliz. En estos escarceos y honrosas competiciones brillaban Cenarro, Pastor, Senac, Sierra, Rebullida, y particularmente Pablo Salinas, el más aplicado y brillante de nuestros condiscípulos[28]. Y es que el pundonor bien administrado hace milagros. Véase cómo un profesor que no era un águila en su especialidad (por lo menos, en la fisiología experimental), nos hizo amar la asignatura. Preocupados con evitar una plancha, aprendíamos hasta las notas del texto. Y no era flojo volumen éste: nada menos que la Fisiología experimental de Beclard, en 4.º mayor, con más de 800 páginas de letra diminuta. Naturalmente, en aquella clase, como en las demás, jamás se efectuó un experimento. Y así nuestra aplicación vino a ser casi infecunda.

De Ferrer, nuestro profesor de Obstetricia, guardo un recuerdo regocijado. Cierto día reprendíame, con razón, mi escasa asistencia a clase, rechazando, indignado, la[p. 236] excusa alegada por mí, de que los trabajos de la sala de disección me privaban del gusto de escucharle todos los días. «Sin embargo —añadí jactancioso—, estudio diariamente las lecciones del programa y creo estar regularmente preparado.»

—Eso vamos a verlo ahora mismo —replicó, irritado, el profesor. Y, creyendo ponerme en grave aprieto, preguntóme acerca de la génesis de las membranas del embrión, tema que él había desarrollado con amor. Yo entonces, cogiendo la ocasión por los cabellos, me aproximé solemnemente al encerado y, sin azorarme en lo más mínimo, me pasé más de media hora dibujando esquemas en color tocantes a las fases evolutivas del blastodermo, vesícula umbilical, alantoides, etc., y explicando, al mismo tiempo, lo que aquellas figuras representaban. ¡Estuve verdaderamente épico!...

El bueno de Ferrer me seguía embobado. Creyó aplastarme, y me proporcionó triunfo resonante. La clase entera aplaudió al compañero. Mi seguridad y aplomo al disertar sobre cuestiones embriológicas, que la mayoría de los alumnos de Obstetricia suelen aprender bastante mal, dióle tan alta idea de mi aplicación, que, después de aceptar mis anteriores excusas, declaró que «podía contar para los exámenes con la nota de sobresaliente, aunque no asistiese más a clase». «La conferencia que acaba usted de darnos vale esta nota y compensa sus negligencias.» Yo abusé cuanto pude del permiso. Sólo de vez en cuando me permitía presentarme en clase, como quien concede un favor.

Habrá adivinado el lector que mi ruidoso triunfo fué simple golpe de fortuna. A causa de mis aficiones a la anatomía había yo estudiado escrupulosamente el desarrollo de los órganos, y, por tanto, la formación del embrión. Si[p. 237] mi candoroso profesor me hubiera explorado en otras lecciones del programa, habría comprobado mi supina ignorancia.

Los compañeros, que me conocían bien, sonreían de la credulidad del maestro y me hicieron la gracia de guardar el secreto. Por lo demás, por seguro doy que, a la postre, todos vendríamos a quedar iguales, porque en aquellos tiempos la Facultad carecía de clínica de partos. Y estudiar posiciones y presentaciones sin haber asistido a un parto, es como aprender el manejo del fusil sin fusil.


[p. 239]

Friso ornamental

CAPÍTULO XXI

Continúo mis estudios sin grandes mortificaciones. — Mis manías literaria, gimnástica y filosófica. — Proezas musculares. — La Venus de Milo. — Un desafío a trompada limpia. — Amores quijotescos.

M

Mis tareas de disector, y la mediana atención consagrada a las últimas asignaturas de la carrera, dejábanme horas de asueto, que yo empleaba en satisfacer mis aficiones pictóricas y otros entretenimientos. Precisamente por aquellos años (1871 a 73) surgieron en mí tres nuevas manías: la literaria, la gimnástica y la filosófica.

Digamos algo de estas enfermedades de crecimiento.

Grafomanía.—Fué un ejemplo típico de contagio. Reinaba en España, durante la época revolucionaria, cierta peste lírica, agravada con la persistente inoculación del romanticismo francés. Con ocasión de cualquier acontecimiento político, brotaban en los diarios himnos y odas a granel. Los prosistas escribían párrafos nobles y entonados, que parecían poesía (recuérdese al pobre Bécquer, a Donoso Cortés, Quadrado y Castelar) y los poetas componían estrofas que semejaban música. En la novela, nuestro ídolo era Víctor Hugo; en el género lírico, Espronceda y Zorrilla, y en la oratoria, Castelar. Débiles ante la avasalladora[p. 240] sugestión del medio, muchos jóvenes fuimos gravemente atacados de la enfermedad a la moda. Según era de temer, los temperamentos sentimentales como el mío sufrieron mayor estrago que las cabezas frías y utilitarias. Caí, pues, en la tentación de hacer versos, componer leyendas y hasta novelas. Transcurridos algunos años, sobrevino al fin la convalecencia, y con ella el amargo desengaño. Si no estoy trascordado, de entre mis condiscípulos poetas, sólo Joaquín Jimeno continuó escribiendo hasta convertirse en director de un diario político[29]. Pero Jimeno, que llegó a ser después profesor de la Facultad de Medicina y político hábil y prestigioso (pertenecía al partido posibilista), disponía de preparación excelente en gramática y humanidades y de un paladar literario de que yo, por desgracia, carecía.

¿Para qué hablar de mis versos? Eran imitación servil de Lista, Arriaza, Bécquer, Zorrilla y Espronceda, sobre todo de este último, cuyos cantos al Pirata, a Teresa, al Cosaco, etc., considerábamos los jóvenes como el supremo esfuerzo de la lírica. Aparte la música cautivadora del verso y la pompa y riqueza del lenguaje, lo que más nos seducía en la poesía del vate extremeño, era su espíritu de audaz rebeldía, tan semejante al de Lord Byron, conforme hizo notar con sangrienta ironía el Conde de Toreno. Gracias a los buenos oficios del amigo Jimeno, ciertos periódicos locales publicaron bondadosamente algunos de mis versos, plagados, según advertí después, de ripios y lugares comunes. Recuerdo que de todos mis en[p. 241]sayos, el que más éxito alcanzó entre mis condiscípulos, fué cierta oda humorística escrita con ocasión de ruidosa huelga estudiantil[30].

Mayor influencia todavía ejercieron en mis gustos las novelas científicas de Julio Verne, muy en boga por entonces. Fué tanta, que, a imitación de las obras De la tierra a la luna, Cinco semanas en globo, La vuelta al mundo en ochenta días, etc., escribí voluminosa novela biológica, de carácter didáctico, en que se narraban las dramáticas peripecias de cierto viajero que, arribado, no se sabe cómo, al planeta Júpiter, topaba con animales monstruosos, diez mil veces mayores que el hombre, aunque de estructura esencialmente idéntica. Con relación a aquellos colosos de la vida, nuestro explorador medía la talla de un microbio: era, por tanto, invisible. Armado de toda suerte de aparatos científicos, el intrépido protagonista inauguraba su exploración colándose por una glándula cutánea; invadía después la sangre; navegaba sobre un glóbulo rojo; presenciaba las épicas luchas entre leucocitos y parásitos; asistía a las admirables funciones visual, acústica, muscular, etc., y, en fin, arribado al cerebro, sorprendía el secreto de la vibración del pensamiento y del impulso voluntario. Numerosos dibujos en color, tomados y arreglados —claro es— de las obras histológicas de la época (Henle, van Kempen, Kölliker, Frey, etc.), ilustraban el[p. 242] texto y mostraban al vivo las conmovedoras peripecias del protagonista, el cual, amenazado más de una vez por los viscosos tentáculos de un leucocito o de un corpúsculo vibrátil, librábase del peligro merced a ingeniosos ardides. Siento haber perdido este librito, porque acaso hubiese podido convertirse, a la luz de las nuevas revelaciones de la histología y bacteriología, en obra de amena vulgarización científica[31].

Manía gimnástica.—Criado en los pueblos y endurecido al sol y al aire libre, era yo a los dieciocho años un muchacho sólido, ágil y harto más fuerte que los señoritos de ciudad. Ufanábame de ser el más forzudo de la clase, en lo cual me engañaba completamente. Harto, sin duda, de mis bravatas, cierto condiscípulo[32] de porte distinguido, poco hablador, de mediana estatura y rostro enjuto, invitóme a luchar al pulso, ejercicio muy a la moda entre los jóvenes de entonces. Y, con gran sorpresa, advertí que mi contrincante me dominó fácilmente. Mi amor propio sufrió profunda humillación. Quise averiguar cómo había adquirido mi rival aquella fortísima musculatura, y me confesó ser ferviente cultivador de la gimnasia y de la esgrima. «Si en hacer gimnasia consiste el tener fuerza —contesté con arrogancia—, continúa preparándote, porque antes de cuatro meses habrás sido vencido.» Una sonrisa escéptica acogió mi baladronada. Pero yo poseía un[p. 243] amor propio exasperado, y el bueno de Moriones no sabía con quién trataba.

Al día siguiente, y sin decir nada a mi padre, presentéme en el gimnasio de Poblador, situado entonces en la Plaza del Pilar. Después de algunos regateos, convinimos en cambiar lecciones de fisiología muscular (que él deseaba recibir para dar a su enseñanza cierto tono científico), por lecciones de desarrollo físico. Gracias a este concierto, mi padre, que no debía desembolsar un cuarto, ignoró que su hijo se había agenciado una distracción más.

Comencé la labor con ardor extraordinario, trabajando en el gimnasio dos horas diarias. Además de los ejercicios oficiales, me impuse cierto programa progresivo, ora añadiendo cada día peso a las bolas, ora exagerando el número de las contracciones en la barra o en las paralelas. Y sostenido por una fuerza de voluntad que nadie hubiera sospechado en mí, no sólo cumplí mi promesa de triunfar del amigo Moriones, sino que antes de finar el año vine a ser el joven más fuerte del gimnasio. Poblador estaba orgulloso de su discípulo, y yo entusiasmado al reconocer cuán fácilmente habían respondido mis músculos al estímulo del sobretrabajo.

Mi aspecto físico tenía poco del de Adonis. Ancho de espaldas, con pectorales monstruosos, mi circunferencia torácica excedía de 112 centímetros. Al andar, mostraba esa inelegancia y contoneo rítmico característicos del Hércules de feria. A modo de zarpas, mis manos estrujaban inconscientemente las de los amigos. El bastón, transformado en paja a causa de mi sensibilidad embotada, debió ser sustituído por desaforada barra de hierro (pesaba 16 libras), que pinté al óleo, imitando un estuche de paraguas. En suma, vivía orgulloso y hasta insolente con mi ruda[p. 244] arquitectura de faquín, y ardía en deseos de probar mis puños en cualquiera.

De aquella época de necio y exagerado culto al biceps guardo dos enseñanzas provechosas: Es la primera la persuasión de que el excesivo desarrollo muscular conduce casi indefectiblemente a la insolencia y al matonismo. Hace falta ser un ángel para enfrenar de continuo fibras musculares hipertróficas inactivas, ansiosas, digámoslo así, de empleo y justificación. Y como no es cosa de servirse de ellas cargando fardos, se experimenta singular inclinación en utilizarlas sobre las espaldas del prójimo. Con las energías corporales ocurre lo que con los ejércitos permanentes: la nación que ha forjado el mejor instrumento guerrero acaba siempre por ensayarlo sobre las naciones más débiles o harto descuidadas.

La segunda enseñanza fué averiguar un poco tarde que el ejercicio físico en los hombres consagrados al estudio debe de ser moderado y breve, sin traspasar jamás la fase del cansancio. Fenómeno vulgar, pero algo olvidado por los educadores a la inglesa, es que los deportes violentos disminuyen rápidamente la aptitud para el trabajo intelectual. Llegada la noche, el cerebro, fatigado por el exceso de las descargas motrices —que parecen absorber energías de todo el encéfalo—, cae sobre los libros con la inercia de un pisapapeles. En tales condiciones, parece suspenderse o retardarse la diferenciación estructural del sistema nervioso central; diríase que las regiones más nobles de la substancia gris (las esferas de asociación) son comprimidas y como ahogadas por las regiones motrices (centros de proyección). Tales procesos compensadores explican por qué la mayoría de los jóvenes sobresalientes en los deportes y demás ejercicios físicos (hay excepciones) son poco habladores y poseen pobre y rudo intelecto.

[p. 245]Yo estuve a punto de ser víctima irremediable del embrutecimiento atlético. Y aun creo que ciertos defectos mentales tardíos, de que nunca he logrado corregirme, representan el fruto de aquella funesta manía acrobática. Por fortuna, las enfermedades adquiridas más tarde en Cuba, debilitando mi sangre y eliminando sobrantes musculares, trajéronme a una apreciación más noble y cuerda del valor de la vida.

El prurito de lucir el esfuerzo de mi brazo me arrastró más de una vez, contra mi temperamento nativamente bonachón, a parecer camorrista y hasta agresivo. Deseo referir una aventura típica, que retrata bien, aparte los efectos de mi energía física, el estado de espíritu de aquella generación candorosamente romántica y quijotesca.

Vivía en la calle del Cinco de Marzo cierta bellísima señorita de rostro primaveral, realzado por grandes ojos azules. A causa del clasicismo impecable de sus líneas y de la pompa discreta de sus formas, llamábamosla la Venus de Milo. Varios estudiantes rondábamos su calle y mirábamos su balcón, sin que la candorosa niña se percatara, al parecer, del culto platónico de que era objeto.

Más que amor verdadero, sentía yo hacia ella admiración y entusiasmo. Era el arquetipo, la hermosura ideal, el excelso modelo de diosa que, de ser posible, hubiera trasladado al lienzo, con veneración y recogimiento casi religiosos. Mis sentimientos fueron tan respetuosos y platónicos, que jamás osé escribirla. Mi pasión —si tal puede llamarse aquel singular estado sentimental—, se satisfacía plenamente mirándola en el balcón o en la calle, o contemplando cierta fotografía que, mediante soborno, me procuró un aprendiz del establecimiento fotográfico de Júdez. Sólo una vez la hablé, y no a cara descubierta, sino disfrazado por Carnaval, y aprovechando cierta fiesta celebrada en[p. 246] la plaza de toros. Parecióme joven discreta y de bastante instrucción. Habiéndola oído celebrar las bellezas del Monasterio de Piedra, le remití por correo un precioso álbum de fotografías de aquel admirable lugar, álbum que yo guardaba cual tesoro inestimable. Ni siquiera tuve el valor de dedicarle el obsequio.

Cierta noche paseaba yo, como de costumbre, por la referida calle del Cinco de Marzo, haciendo sonar aparatosamente en las aceras mi formidable garrote, cuando vino a mi encuentro un joven de mi edad, macizo, cuadrado y robusto. Sin andarse con presentaciones ni andróminas, el tal sujeto prohibióme terminantemente pasear la calle donde vivía la señora de nuestros coincidentes pensamientos, so pena de propinarme monumental paliza. Ante tanta audacia, mi dignidad de perdonavidas quedó asombrada. No conocía a mi rival; pero al notar sus arrestos, caí en la cuenta de que debía ser un tal M., alumno de la carrera de Ingenieros, el cual, a fuerza de repartir garrotazos, había llegado a ser dueño casi exclusivo del cotarro.

Naturalmente, habríame creído deshonrado accediendo a tan descortés invitación; de ello hubieran protestado, además de la negra honrilla, los millones de fibras musculares inactivas que deseaban lucirse a poca costa. Quedó, pues, concertado un lance a estacazo limpio, que se había de efectuar aquella misma noche en los sotos del Huerva. Por cierto que las frases altivas cambiadas entre ambos campeones mientras caminaban río arriba, en dirección del campo del honor, fueron tan fanfarronas como risibles.

—¿Qué carrera cursa usted? —interrogó mi adversario.

—Estudio la de Medicina y pienso graduarme el próximo año.

—¡Lástima que esté usted tan adelantado!...

—¿Y usted? —pregunté yo a mi vez un tanto escamado.

[p. 247]—Me preparo para la de Ingenieros de caminos, y pienso ingresar este mismo curso.

—Menos mal —repliqué yo, devolviéndole la zumba.

En estas y otras arrogancias, llegamos al terreno. Nos despojamos de los abrigos. En vista de la desigualdad de los garrotes (he dicho que el mío era una barra), convinimos en acometernos a puñetazo limpio, debiendo considerarse vencido quien primeramente fuera derribado. Era una especie de lucha greco-romana, según se estila ahora, aunque sin tantos miramientos. Nos cuadramos, y acordándome yo sin duda de los ingleses al comenzar la batalla de Fontenoy, exclamé: «Pegad primero, caballero M.».

Ni corto ni perezoso, mi contrincante me asestó en la cabeza tres o cuatro puñetazos estupefacientes que levantaron ronchas y me impidieron después encasquetarme el sombrero. Por dicha, disfrutaba yo entonces de un cráneo a prueba de bombas y soporté impertérrito la formidable embestida. Llegado mi turno, tras algún envión de castigo, cerré sobre mi rival, levantéle en vilo y, rodeándole con mis brazos de oso iracundo, esperé unos instantes los efectos quirúrgicos del abrazo. No se hicieron esperar: la faz de mi adversario tornóse lívida, crujieron sus huesos y, perdido el sentido, cayó al suelo cual masa inerte. Al contemplar los efectos de mi barbarie, sufrí susto terrible, pues sospeché que lo había asfixiado o que, por lo menos, le había producido alguna grave fractura.

No fué así, afortunadísimamente. Movido a compasión y arrepentido de mi brutalidad, socorríle solícito y tuve la alegría de verle salir de su aturdimiento y recobrar el resuello. Ayudéle a levantar y vestir; limpié su ropa, manchada con la arena húmeda del Huerva, y sus labios, enrojecidos por la sangre; y en vista de que caminaba difícilmente, ofrecíle mi brazo y le acompañé hasta su casa.

[p. 248]Antes de entrar en ella, mi rival balbuceó con acento de triste resignación: «Puesto que me ha vencido usted, renuncio a mis pretensiones y queda usted dueño del campo». «No hay tal», repliqué, haciendo alarde de generosidad y nobleza. «Disputamos sobre la posesión de algo que carece de realidad. Ni usted ni yo nos hemos declarado al objeto de nuestras ansias. Escribámosle sendas cartas. Que ella decida entre los dos, si desea decidirse.» Al verme tan razonable y desinteresado, excusó anteriores arrogancias, confesándome que aquella mujer le tenía sorbido el seso. Estaba decidido a casarse con ella en cuanto acabara la carrera.

Días después M., repuesto ya del lance, volvió a la calle, saludóme afectuoso y me dijo con aire de profunda amargura:

—He sabido una cosa tremenda, que me ha contrariado extraordinariamente: la señorita X, a quien creíamos pobre, posee una dote de 50.000 duros. Desisto, pues, con hondísima pena, de mis pretensiones. Si la escribo y acepta mi pretensión, ¿no pensarán todos que le hago la corte por codicia?

—Tiene usted razón —respondí, consternado—. Abandonemos una empresa imposible.

Y, en efecto, no volvimos a pensar en la famosa Venus de Milo[33].

¡Así éramos entonces!... Entre los jóvenes de hoy,[p. 249] ¿habrá alguno que no encuentre ridículo o imbécil nuestro candor?

M. y yo acabamos por ser excelentes camaradas. Gran celebrador de mis músculos, quiso conocer el secreto de su fuerza. Y cuando le señalé el gimnasio de Poblador, acudió a él lleno de entusiasmo. Mi rival de un día transformóse a su vez en formidable atleta. Algo taciturno, sumamente formal y discreto, ferviente cultivador de las matemáticas, M. acabó brillantemente su carrera de ingeniero[34].

A riesgo de incurrir en pesadez, paso a referir brevemente otros dos pequeños éxitos de vanidad muscular. Sírvame de disculpa la devoción, hoy muy a la moda, hacia la llamada cultura física.

Ocurrió el primer lance en el pueblo de Valpalmas, que visité a los veinte años, encargado por mi padre de cobrar algunos créditos atrasados. Alojéme en casa de antiguo amigo de mi familia, el Sr. Choliz, comerciante rumboso que me colmó de atenciones y agasajos. Cumplida en parte la comisión, fuí invitado a presenciar las fiestas, que se inauguraban dos días después. Conforme a usanza general en Aragón, los festejos proyectados consistían en carreras a pie y en sacos, cucañas, funciones de piculines (saltimbanquis), juegos de la barra y de pelota, etc.

Mi afición a los deportes me llevó cierta mañana a presenciar el airoso y viril juego de la barra, celebrado al socaire del alto muro de la iglesia; y cuando más embebido estaba en el espectáculo, uno de mis acompañantes me dijo con sorna:

[p. 250]—Éstos no son juegos pa señoritos... Pa ustedes el dominó, el billar, ¡y gracias!...

—Está usted equivocado —le respondí—. Hay señoritos aficionados a los ejercicios de fuerza, y que podrían, con algo de práctica, luchar dignamente con ustedes.

—¡Bah! —continuó el socarrón—. Pa manejar la barra son menester manos menos finas que las de su mercé. La juerza se tiene manejando la azada y dándole a la dalla.

Y cogiendo el pesado trozo de hierro, me lo puso en las manos, diciendo: ¡Amos a ver qué tal se porta el pijaito!...

Picado en lo más vivo del amor propio, empuñé enérgicamente la poderosa barra, me puse en postura, y haciendo formidable esfuerzo, lancé el proyectil al espacio. ¡Sorpresa general de los matracos!: contra lo que se esperaba, mi tiro sobrepujó a los más largos.

—¡Caray con el señorito y qué nervios tiene!... —exclamó un mirón.

Pero mi guasón, mozo fornido y cuadrado, no dió su brazo a torcer; antes bien, haciendo una mueca desdeñosa, añadió:

—¡Bah!... Esto es custión d’habilidá... Probemos algo que se pegue al riñón. ¿A que no se carga usted tan siquiera una talega de trigo? (cuatro fanegas).

Al llegar a este punto, mi orgullo de atleta, contenido hasta entonces por consideración al huésped y a los acompañantes, se sublevó del todo. Y a mi vez osé interrogarle:

—Y usted que presume de bríos, ¿cuánto peso carga usted?

Pus estando descansao no me afligen siete fanegas. Pero los más forzudos del pueblo pueden con el cahiz (ocho fanegas).

—Venga, pues, ese cahiz de trigo y veamos quién de los dos puede con él.

[p. 251]Formóse corro, acudió el alcalde, y de común acuerdo, nos trasladamos a casa de cierto tratante, en cuyo patio (portal) yacían muchos sacos de trigo. Buscóse una saca de grandes dimensiones; se midieron a conciencia las ocho fanegas, aferré con ambos brazos la imponente mole, y merced a poderoso impulso, el señorito de cara pálida y huesosa cargó con el cahiz. ¡Me porté, pues, como un hombre!... En cambio, mi zumbón no pasó de las siete consabidas fanegas.

El asombro de los matracos llegó al colmo. A los ojos de aquellos labriegos, adoradores de la fuerza bruta, adquirí de repente enorme prestigio. Y el triunfo sobre mi contrincante se celebró alegremente con baile y lifara (alifara) al aire libre. Por cierto que en la clásica jota tomaron parte mozas arrogantes con quienes de niño había yo correteado y jugado a los pitos. Algunas de ellas me dirigían miradas que parecían caricias.

La otra hazaña gimnástica tuvo carácter acrobático. Cierta noche en que toda mi familia regresaba tarde del teatro, se encontró con que, por extravío de la llave del portal, no podía entrar en casa. Era domingo, la una de la madrugada y desesperábamos de encontrar cerrajero. En un santiamén trepé a los balcones del primer piso, afianzándome en las rejas del entresuelo; me deslicé temerario por las cornisas de la fachada; abrí después un balcón; penetré en la habitación, y en fin, abrí la puerta por dentro. Mi arrojo y serenidad hallaron aquella noche gracia a los ojos de mis padres, que veían recelosamente mi creciente ardor por la gimnasia.

Manía filosófica.—Después de la chifladura gimnástica caí, por reacción compensadora, en la locura filosófica. Diríase que las pobres células cerebrales de asociación, postergadas por el cultivo excesivo de las motrices, invo[p. 252]caban a gritos su derecho a la vida. Amainé, pues, poco a poco en mi necia vanidad atlética, echando de ver, al fin, que había cosas harto más respetables y apetecibles que el alarde de la fuerza bruta. Aun en el terreno de la competición personal, acabé por encontrar más meritorio reducir a un adversario con razones que con trompadas. Volví, pues, a mis abandonados libros de filosofía. A los volteos acrobáticos sucedieron las piruetas dialécticas. En mi afán de saber cuanto acerca de Dios, el alma, la substancia, el conocimiento, el mundo y la vida habían averiguado los pensadores más preclaros, leí casi todas las obras metafísicas existentes en la biblioteca de la Universidad y algunas más proporcionadas por los amigos. A decir verdad, esta manía razonadora no era nueva en mí, según consta en capítulos anteriores: asomó ya durante mis estudios del Instituto; pero después de la Revolución (años de 1871 a 75) tuvo peligroso recrudecimiento.

Paréceme que por aquel tiempo esta afición no era del todo sincera; lo fué, sin duda, más adelante. Pero entonces, antes que meditar honradamente sobre tan altos asuntos, deseaba apropiarme los ardides de la sofística para asombrar a los amigos. Con este espíritu de frívola curiosidad fueron leídas, y no siempre entendidas, las obras de Berkeley, Hume, Fichte, Kant y Balmes. Por fortuna, las obras de Hegel, Krause y Sanz del Río no figuraban en la biblioteca universitaria. Yo me perecía por las tesis radicales y categóricas. Adopté, por consiguiente, el idealismo absoluto. A la verdad, el gallardo idealismo de Berkeley y Fichte teníanme cautivado. Ni se ha de olvidar que, por aquella época, era yo ferviente y exagerado espiritualista.

Con un ardor, digno de mejor causa, pretendía refutar, ante mis camaradas un poco desconcertados, la existencia del mundo exterior, el noumenon misterioso de Kant, afir[p. 253]mando resueltamente que el yo, o por mejor decir, mi propio yo, era la única realidad absoluta y positiva. Como es natural, los amigos Cenarro, Pastor, Senac, Sierra y otros, a quienes mortificaba a diario con mis latas, se resistían a ser considerados como meros fenómenos o creaciones de mi autocrático yo, y protestaban enérgicamente contra mis sofismas de guardarropía. En el fondo, estaba tan seguro como ellos de la objetividad del mundo; pero me seducían las paradojas y los malabarismos dialécticos.

Excusado será advertir que tan pueril juglarismo de leguleyo contribuyó muy poco a mi formación espiritual, a menos que se consideren como ganancias positivas cierta agilidad de pensamiento y algo de sano escepticismo. Sin embargo, la citada afición a los estudios filosóficos, que adquirió años después caracteres de mayor seriedad, sin transformarme precisamente en pensador, contribuyó a producir en mí cierto estado de espíritu bastante propicio a la investigación científica. De ello trataremos oportunamente.


[p. 255]

Friso ornamental

CAPÍTULO XXII

Recién Licenciado en Medicina, ingreso en el Cuerpo de Sanidad Militar. — Mi incorporación al ejército de operaciones contra los carlistas. — El españolismo de los catalanes. — Mi traslación al ejército expedicionario de Cuba. — Coloquio entre dos camaradas ávidos de aventuras exóticas. — Mi embarque en Cádiz con rumbo a la Habana.

E

En Junio de 1873, y a la edad de veintiún años, obtuve el título de Licenciado en Medicina. Creía mi padre conservarme algún tiempo a su lado, estudiando a conciencia la Anatomía descriptiva y general, con el objeto de tomar parte en las primeras oposiciones a cátedras de esta asignatura; pero la llamada quinta de Castelar, es decir, el servicio militar obligatorio ordenado por el célebre tribuno para hacer frente a la gravedad de las circunstancias políticas, malogró el programa paterno. Como todos los mozos útiles de aquel reemplazo fuí, pues, declarado soldado. Víme obligado a dormir en el cuartel, a comer rancho y hacer el ejercicio.

No duró mucho mi vida de recluta. Anunciáronse por entonces oposiciones a médicos segundos de Sanidad Militar, y decidí acudir a ellas. Si tenía la suerte de conseguir plaza, en vez de servir a la República de soldado raso, la serviría de oficial, con graduación de teniente.

[p. 256]Con estas esperanzas solicité, y obtuve de mis jefes, permiso para trasladarme a Madrid y tomar parte en el certamen. Estudié de firme un par de meses, y tuve la satisfacción de ganar plaza, dando con ello grata sorpresa a la familia. En los ejercicios de oposición, sin rayar a gran altura, no debí portarme del todo mal, ya que entre 100 candidatos (para 32 plazas) se me adjudicó el núm. 6. A decir verdad, lo que me prestó cierto lucimiento fué el acto de la operación, con ocasión de la cual describí minuciosa y metódicamente la anatomía de la pierna (tratábase de una amputación). En cambio, en los demás ejercicios estuve perfectamente vulgar.

Por cierto que mi falta de método en la preparación del ejercicio escrito estuvo a punto de costarme la eliminación. A causa del exceso de lectura, se me pegaron las sábanas el día de actuar, y llegué al Hospital Militar (situado entonces en la calle de la Princesa) a las ocho de la mañana, es decir, una hora después de comenzado el acto. Entretanto, el tribunal me había excluído. Gran triunfo fué conseguir la entrada en el local. A fuerza de ruegos logré al fin enternecer al bondadoso Dr. Losada, jurado del tribunal. Ya en él salón, transcurrieron más de quince minutos sin que nadie me atendiese, ni lograra que los opositores, absortos en su trabajo, me hicieran lugar para escribir. Lleno de impaciencia, y resuelto a todo, gané un trozo de mesa a fuerza de apretujones, arrebaté al más próximo unas cuartillas, y comencé a disertar sobre la Etiología del cólera morbo, tema que nos había tocado.

Llevaba apenas escrita una plana cuando, agotado el tiempo, dióse por concluso el ejercicio. Naturalmente, mi pobre disertación debió alcanzar pocos, o acaso ningún punto.

Ilustración

Lám. XIV, Fig. 22.—Esta fotografía, efectuada por mí por el proceder del colodión (1873), poco antes de ingresar en el ejército, presenta algunos de mis condiscípulos y amigos, casi todos fallecidos ya.—1, C. Senac; 2, Simeón Pastor (que fué catedrático de Terapéutica); 3, Visié (que fué médico militar); 4, H. Gimeno Vizarra; 5, Félix Cerrada (actualmente catedrático de Patología general); 6, Hilarión Villuendas (ayudante del Museo); 7, Joaquín Benedicto (profesor que fué de la Escuela de Comercio); 8, Joaquín Vela (después médico militar y compañero en Cuba).

Incidentes de este género me han ocurrido más de una [p. 257]vez en oposiciones, porque entre mis defectos, acaso el más grave, fué siempre la falta absoluta de método y de mesura en el trabajo.

Después de pavonearme en Zaragoza con mi nombramiento de médico segundo de Sanidad Militar, y de lucir ante los camaradas envidiosos el flamante uniforme, recibí orden de incorporarme al regimiento de Burgos, de operaciones en la provincia de Lérida[35]. Esta fuerza, en unión de un batallón de cazadores, un escuadrón de coraceros y algunas baterías de artillería de campaña, componían 1.400 o 1.600 hombres, a las órdenes del simpático y caballeroso coronel Tomasetti.

Los lectores contemporáneos de aquellos amenos tiempos de la Revolución, donde la historia se fabricaba al minuto, recordarán que, tras la abdicación de D. Amadeo de Saboya y del desenfreno y anarquía de la República radical, subió Castelar al Poder. Con un sentido gubernamental de que carecieron sus predecesores, restableció severamente la disciplina militar, nutrió las filas del desorganizado ejército con su célebre leva, y restauró, en fin, el extinguido Cuerpo de Artillería.

Todo auguraba el comienzo de una nueva era de orden y de relativa tranquilidad, precursora de paz duradera. Pero antes había que vencer la insurrección cubana y reducir al carlismo, cada día más pujante y amenazador en las provincias del Norte.

A decir verdad, a mi llegada a Cataluña algo habían mejorado las cosas. Ya no se oía el vergonzoso «que baile» con que los soldados indisciplinados insultaban al oficial; ahora los jefes eran obedecidos, y reinaba en las[p. 258] tropas el mejor espíritu. Las partidas de Savalls, de Tristany y de otros cabecillas, meses atrás entregadas a toda suerte de desafueros, batíanse en retirada o evitaban cuidadosamente el contacto con nuestras columnas.

Muchas poblaciones liberales secundaban la acción de las tropas, organizando milicias locales y escarmentando más de una vez, como ocurrió en Vimbodí, a las huestes carlistas. Precisamente nuestra brigada tenía por principal misión evitar el saqueo de las ricas villas del llano de Urgel y regiones fronterizas de la provincia de Tarragona. Por donde se justificaban las continuas marchas y contramarchas desde Lérida, nuestro cuartel general, a Balaguer y Tremp; de Lérida a Tárrega; de Tárrega a Cervera; de Cervera a Verdú o a Igualada; de Tárrega a Borjas y Vimbodí, etc.

En estas idas y venidas nos pasamos cerca de ocho meses sin sorprender una sola vez al enemigo, no obstante perseguirle incesantemente. Extrañábame la exactitud cronométrica con que nuestra vanguardia llegaba a las aldeas ocupadas por los facciosos doce horas justas después de haberse éstos retirado. Parecía aquello el juego de la gallina ciega. Claro que, como médico y soldado, no podía quejarme. En siete meses de guerra —vamos al decir— no tuve ocasión de oir el silbido de las balas ni de curar un herido. Los efectos de alguna caída de caballo, tal cual indigestión y algún regalo de la Venus atropellada y barata... y pare usted de contar[36].

IlustraciónIlustración

Lám. XV, Figs. 23 y 24.—Dos retratos del autor. El primero cuando contaba veinte años y estaba a punto de terminar la carrera; el segundo cuando, sorteado para Ultramar, se disponía a trasladarse a Cuba con el empleo de médico primero.

[p. 259]Dejo a los técnicos el juicio de aquella campaña. Tengo por indudable que, evitando las depredaciones carlistas en las prósperas ciudades catalanas, satisfacíamos primordial necesidad. Pero mi espíritu, ávido de emociones fuertes y de peripecias bélicas, deploraba la placidez parsimoniosa de la campaña.

Hoy esta parsimonia, mil veces reproducida en nuestras guerras civiles, cáusame menos sorpresa. Constituye síntoma de una enfermedad constitucional irremediable y característica de la raza hispana. Por algo la reconquista se prolongó siete siglos, y nuestras guerras civiles duraron siempre seis o siete años. ¡Felices los países en que la diligencia es una de las formas de la honradez patriótica! Para cada general dinámico, a lo Espartero, Córdova o Martínez Campos, hemos contado por docenas los tardígrados con fajín. ¡Oh santa pereza, musa de nuestros políticos y soldados!... ¡Si al menos hubiéramos logrado[p. 260] propagar nuestra enfermedad del sueño a los extranjeros!... Pero volvamos al asunto.

Nada interesante puedo referir de lo ocurrido durante mi estancia en Cataluña. Aquellos paseos militares completaron admirablemente mi educación física, y me permitieron estudiar a fondo el alma del honrado payés catalán.

Aunque el médico militar era entonces plaza montada, con derecho, por tanto, a bagaje —de no poseer caballo propio—, yo prefería hacer las etapas a pie, conversando con los oficiales. En los grandes trayectos, aprovechábamos la acémila para conducir el equipaje y las provisiones de boca del asistente y practicante; los cuales, dicho sea de pasada, ejercían sobre mí irresistible tiranía: me administraban la paga y me guiaban paternalmente en los mil incidentes y tropiezos de la vida militar. El asistente, simpático muchacho alicantino, era un zahorí para husmear provisiones. Hasta en aldeas recién saqueadas por los facciosos, sabía afanar un pollo oculto o sonsacar algún trozo de butifarra. Y como en casi todos los pueblos tenían novia, participaba a menudo de los finos agasajos (tortas, dulces, pañuelos, calcetines, etc.) con que las pobres muchachas creían asegurarse la volandera afición de mis acólitos. ¡Oh juventud, y cómo hermoseas a los ojos del viejo hasta el recuerdo de los más triviales sucesos!...

En cierta ocasión, creí firmemente satisfacer mis ansias dramáticas, presenciando, al fin, un hecho de guerra formal. Pero se malogró al cabo, aunque la operación emprendida resultó singularmente penosa aun para mis excepcionales facultades de peatón.

Pernoctábamos plácidamente en Tárrega, deleitosa Capua del regimiento de Burgos, cuando cierto día, antes[p. 261] del alba, sonó la diana. Pusímonos en pie, creyendo que, según costumbre, tomaríamos la vuelta de Agramunt o de Verdú; pero la jornada fué de prueba, como que se prolongó más de 14 leguas. Parece que nuestro coronel había recibido, durante la noche, un parte del capitán general de Cataluña, ordenándole que, lo más diligentemente posible, se pusiese en marcha para el Bruch, donde debía escoltar cierto convoy salido de Barcelona con dirección a Berga, a la sazón asediada por los carlistas. Caminamos, pues, de Tárrega a Cervera, de Cervera a Calaf, de Calaf a Igualada, y de Igualada al Bruch. Tras breves horas de descanso en esta última población, y reunidos al convoy, pernoctamos, llegada la media noche, en Manresa. Los soldados hallábanse atrozmente fatigados; nuestra impedimenta de enfermos y rezagados era imponente.

En cuanto a mí, no obstante la fatiga y los efectos de unas malditas botas recién estrenadas, tuve aún humor para admirar desde el Bruch las ingentes y rojizas moles del Montserrat, y de fantasear con los oficiales acerca de la famosa derrota de los franceses en la heroica villa. En fin, al siguiente día juntáronsenos nuevas fuerzas, y continuamos la marcha por Sallent, donde pernoctamos, hasta las inmediaciones de Berga, donde plantamos nuestras tiendas. En cada etapa tomáronse muchas precauciones, pues temíamos que los carlistas prepararan una emboscada o nos acometieran en las gargantas del Llobregat. Pero defraudando mis esperanzas, los facciosos, sabedores quizás de las respetables fuerzas que escoltaban el convoy, levantaron el sitio de la plaza. No experimenté, pues, más sensación guerrera que la impresión agridulce de una noche de campamento en las montañas que rodean Berga, sin contar un fuerte catarro producido por el relente.

[p. 262]De los catalanes de entonces conservo grato e imborrable recuerdo. En Tárrega, en Cervera, en Balaguer, etc., se nos recibía con agrado; más aún, con muestras de cordial simpatía.

Innecesario resultaba a nuestra llegada el reparto de boletas de alojamiento: cada cual entraba en la casa donde le habían albergado otras veces, porque sabía que el huésped le acogería cordialmente. Aún tengo presente a mi buenísimo patrón de Tárrega, honrado comerciante de paños, padre de varios excelentes y laboriosos hijos, el cual me cobró tal afición, que me convidaba a su mesa, me regalaba caza y golosinas y me adelantaba dinero cuando las pagas se retrasaban. Caído una vez enfermo y no pudiendo seguir a la columna, cuidóme solícitamente, y llegada la convalecencia, tuvo conmigo la complacencia de facilitarme numerario y un traje de paisano para hacer rápida jira a Zaragoza[37] y visitar la familia, en tanto regresaba mi regimiento.

En las casas donde se celebraban reuniones, y hasta en las familias más modestas, las señoritas tenían a gala hablar castellano, y se desvivían por hacer agradable nuestra estancia. Consideraban el catalán cual dialecto casero, adecuado no más a la expresión de los afectos y emociones del hogar. Y este sentimiento de adhesión al ejército y a España no latía solamente en las modestas villas del llano de Urgel y del Priorato, agradecidas a nuestra protección; alentaba en todas las provincias catalanas.

Siempre recuerdo con gratitud la acogida generosa de mi patrón de Sallent, cierto médico veterano, padre de[p. 263] numerosa prole. Al verme calado por la lluvia, fatigado por varias horas de marcha y aterido de frío, la familia del huésped me recibió afablemente, colmándome de delicadas atenciones. Encendieron lumbre, no obstante lo avanzado de la noche; prepararon suculenta cena y abrigáronme con ropa enjuta mientras se secaba a la llama el uniforme. Por cierto, que una de las hijas del médico, esbelta y rubia como una Gretchen, causóme viva impresión. En suma, la amable señora e hijas de mi patrón diéronme, con sus cariñosas solicitudes, la impresión que debe sentir el hijo aventurero reintegrado al hogar y acogido en el cálido regazo maternal.

¡Entonces los laboriosos catalanes amaban a España y a sus soldados!... Después... no quiero saber por culpa de quiénes, las cosas parecen haber variado.

En Abril del año 1874 recibí la orden de trasladarme al ejército expedicionario de Cuba. Por aquel tiempo recrudecióse la guerra separatista en la Gran Antilla, motivando en la Sanidad Militar de la Península nuevos sorteos de personal para cubrir las bajas de Ultramar. Yo fuí uno de los designados por la suerte. El paso a Cuba implicaba el ascenso al empleo inmediato, es decir, la graduación de capitán (primer ayudante médico).

Me despedí, pues, con pena de mis paternales patrones de Tárrega y Cervera, a quienes ya no debía volver a ver, así como del regimiento de Burgos, en que dejaba inolvidables amigos, entre los cuales incluyo a mis practicante y asistente. Después, satisfaciendo deseos largamente incubados, hice una escapada de turista a Barcelona para admirar el mar, que no conocía (y en el cual iba a navegar dieciocho días seguidos), curiosear los barcos del puerto y subir al Castillo de Monjuich. Desde allí contemplé embelesado el soberbio panorama de la ciudad;[p. 264] la llanura salpicada de fábricas y casas de campo, y el famoso Tibidabo, coronado de pinos. En fin, satisfecha mi curiosidad, regresé a Zaragoza.

Mi afán de ver tierras y abandonar la Península contrarió mucho a mi padre. Trató, pues, de disuadirme del viaje, aconsejándome la petición de la licencia absoluta. Pintóme con los más negros colores la insalubridad de la isla y el peligro de una campaña en la cual me exponía a perecer obscuramente; me recordó que mi porvenir se cifraba en el profesorado y no en la milicia; apuntó, en fin, el temor de que, a mi regreso de Cuba, naufragaran mis conocimientos anatómicos, tan laboriosamente adquiridos, dando además al olvido ambiciones generosas.

Mas yo, tenaz siempre en mis propósitos, atajé sus razones, diciendo que consideraba vergonzoso desertar de mi deber, solicitando la licencia. «Cuando termine la campaña será ocasión de seguir sus consejos; por ahora, mi dignidad me ordena compartir la suerte de mis compañeros de carrera y satisfacer mi deuda de sangre con la patria.»

A fuer de sincero declaro hoy que, además del austero sentimiento del deber, arrastráronme a Ultramar las visiones luminosas de las novelas leídas, el morboso prurito de aventuras peregrinas, el ansia de contemplar, en fin, costumbres y tipos exóticos...

En este afán novelesco —muy viejo en mí como sabe el lector— acompañábanme también algunos condiscípulos y, por de contado, mi hermano Pedro, dos años más joven que yo; el cual, dicho sea entre paréntesis, cometió calaverada verdaderamente épica. Mostrando resolución increíble en un muchacho de trece a catorce años, ahorcó sus hábitos de estudiante, fugándose de casa en compañía de cierto aventurero seductor. Después de embarcarse en Burdeos, dió con sus huesos en el Uruguay, donde le[p. 265] ocurrieron las más sorprendentes peripecias[38]. ¡Contra todas las previsiones de mi padre, el hijo formal, el impecablemente sumiso y obediente, superó de una vez todas las decantadas audacias del primogénito!... Yo quedé como humillado de no haber sabido hacer otro tanto.

Entre mis condiscípulos y amigos, el que con más entusiasmo compartía mis ensueños románticos, era Cenarro. Recuerdo que, recién acabada la carrera, discurríamos ambos cierto día por el Paseo de los Ruiseñores; hablábamos del porvenir, y, en vena de confidencias, nos comunicamos nuestros más íntimos anhelos. He aquí la esencia, si no la forma de nuestros coloquios:

—A mí me entusiasma extraordinariamente —decíame Cenarro— el Ejército, y sobre todo la Sanidad Militar. Sólo esta carrera es capaz de satisfacer el ansia más viva de mi alma, que consiste en cambiar diariamente de escenario y presenciar espectáculos emocionantes y pintorescos. Un destino en Puerto Rico, Cuba, África o Filipinas, me haría el más dichoso de los hombres...

—Coincido —contesté— en absoluto con tus opiniones. También yo estoy asqueado de la monotonía y acompasamiento de la vida vulgar. Siento sed insaciable de libertad y de emociones novísimas. Mi ideal es América, y sin[p. 266]gularmente la América tropical, ¡esa tierra de maravillas, tan celebrada por novelistas y poetas!... Sólo allí alcanza la vida su plena e ideal expansión. En nuestros climas hasta las plantas parecen raquíticas y como temerosas del inevitable letargo invernal. Orgía loca de formas y colores, la fauna de los trópicos parece como imaginada por artista genial, preocupado en superarse a sí mismo. ¡Cuánto daría yo por salir de este desierto y sumergirme en la manigua inextricable!...

Los dos amigos satisficimos al fin nuestra ardiente curiosidad. Pocos años después del precedente diálogo, Cenarro, convertido en médico militar, vivía en Tánger, agregado a la Embajada española. Allí pudo estudiar a su sabor costumbres exóticas y razas diversas. En cuanto a mí, transcurridos menos de dos años, encontrábame sumergido en aquella tan admirada manigua antillana; en aquellas selvas sombrías, tan tristes y dolorosas en la realidad como seductoras e idílicas en las teatrales y afectadas descripciones de Bernardino de Saint Pierre. Los encomiadores de la naturaleza tropical sólo habían olvidado un pequeño detalle: que aquel paraíso del reino de las plantas es sencillamente inhabitable para el hombre...

Pero volvamos al asunto. Persuadido mi padre de que la resolución de su primogénito era inquebrantable, trató de dulcificar en lo posible mi futura suerte en las Antillas. Al efecto, procuróme cartas de recomendación para el Capitán general y otros personajes de la isla de Cuba. Confiaba en que, merced a ellas, se me destinaría a un puesto relativamente salubre, por ejemplo, a una guarnición en Puerto Príncipe, Santiago o la Habana.

Provisto, pues, de mis cartas y recibida la paga de embarque, me trasladé a Cádiz, donde debía zarpar el vapor España con rumbo a Puerto Rico y Cuba. Allí nos junta[p. 267]mos varios compañeros, entre ellos A. Sánchez Herrero[39], a quien acompañaba su señora, y Joaquín Vela, simpático paisano y casi condiscípulo mío, pues había terminado la carrera un año antes que yo.

La impresión que me produjo la tacita de plata, con sus casas blancas, sus calles aseadas, rectas, cruzadas en ángulo recto y oreadas por la brisa del mar, fué excelente. No fué tan grata la causada por los gaditanos. Acaso por mi aire de doctrino, que invitaba a la burla, o por el hábito consuetudinario de explotar sin conciencia al forastero, ello es que, en los dos o tres días pasados en la ciudad andaluza, sólo tuve reyertas y desazones.

Ya, al salir de la estación, topé con una caterva de faquines y granujas que, sin hacer caso de mis protestas, repartióse instantáneamente mis efectos; y al llegar al hotel (recuerdo que era el Hotel del Telégrafo), se armó formidable trapatiesta sobre si éste llevó un paraguas, esotro una maleta, aquél un bastón y el de más allá creyó recibir la orden de cargar con el baúl, adelantándosele un compañero... Poco menos que a trompadas tuve que sosegar a aquella chusma, amén de repartir buen puñado de pesetas; y eso ante las barbas de los representantes de la autoridad, que lo tomaban todo a chacota.

Llegado el siguiente día, visité algunos comercios. Sorprendióme el escandaloso precio de las prendas de uso común: por un sombrero que en Madrid costaba veinticuatro reales, pedíanme en todas las tiendas cincuenta. Un compañero más avisado que yo me aclaró el enigma,[p. 268] informándome que los marchantes gaditanos estaban confabulados para saquear metódica y despiadadamente al forastero, singularmente al indiano, encareciendo hasta el doble el costo de las ropas, sombreros y artículos de viaje[40]. En las calles, resultaba vejatorio preguntar a un mirón o a un mozo de cuerda, porque a seguida alargaba la mano para cobrarse el servicio. Tan en las entrañas de aquella gente estaba la explotación inconsiderada del extraño, que hasta los mozos del hotel cobraban un tanto por ciento por cada viajero conducido a tiendas, cafés o casas de recreo.

Para terminar con estas enfadosas sacaliñas, referiré lo que me ocurrió al embarcarme. Ajusté un bote en el puerto para abordar el vapor, y hacia el comedio de la travesía, se me plantó el patrón. Y dejando los remos, me advierte «que por reinar furioso levante debía yo, según tarifa, abonarle el doble y por adelantado». A todo esto faltaba media hora escasa para la salida del trasatlántico. Exasperado por el cinismo del patrón y harto de sonsacas y burlas, fuíme derecho al truchimán, y agarrándole por el cuello le grité con voz colérica: «¡O rema usted con toda su alma, o le rompo ahora mismo el bautismo!...» Por fortuna, al sentir las rudas caricias de mis puños, amansóse el granuja, tornando con ardor a la faena y murmurando «que todo había sido pura broma». El terrible levante se había desvanecido en un santiamén.

Supongo que, desde tan remota fecha, las cosas habrán cambiado mucho, y que las autoridades locales, celosas del buen nombre de la ciudad y atentas a la salvaguarda[p. 269] de sagrados intereses económicos, se habrán dado maña para desterrar tamaños excesos. Porque estas cosas, que parecen pequeñas, tienen suma trascendencia para la prosperidad de un emporio comercial. En cuanto a mí, quedé tan escarmentado, que jamás, ni aun habiendo pasado después varias veces en mis jiras andaluzas cerca de la patria de Columela, he sentido tentación de visitarla. Hay abusos que no se olvidan jamás.

Y cuando me dijeron después que toda la actividad comercial y marítima de Cádiz había sido absorbida por Barcelona, siendo poquísimos los barcos nacionales y extranjeros que hacían escala en aquella ciudad, encontré semejante resultado la cosa más natural del mundo.


[p. 271]

Friso ornamental

CAPÍTULO XXIII

Llegada a la Habana. — Soy destinado al hospital de campaña de «Vista Hermosa». — Enfermo, al poco tiempo, de paludismo. — Aprovecho mi forzada quietud para aprender el inglés. — Mi dolencia se agrava y se me concede licencia para convalecer en Puerto Príncipe. — Iniciada mi mejoría, soy destinado a la enfermería de San Isidro en la «Trocha del Este». — La vida en la Trocha. — Música a la luz de la luna. — Mis cándidos quijotismos me impulsan a corregir abusos administrativos, y sólo consigo que me empapele el jefe de la fuerza.

L

La travesía hasta Puerto Rico y Cuba hízose con mar bella y excelente humor. Por entonces la Compañía Trasatlántica de Comillas daba buen trato, y no faltaban a bordo distracciones, sin contar la murmuración, socorrido recurso de todos los pasajes. Pero a mí me han interesado siempre muy poco las chinchorrerías y comadreos. De día concentraba mi atención en el magnífico espectáculo del mar: el vuelo de las gaviotas, la persecución de los tiburones, el salto de los peces voladores y esas como flores flotantes, de aspecto gelatinoso y sutil, que se llaman medusas, sifonóforos, etc., etc. Llegada la noche, me abismaba en la contemplación de aquel cielo, cuyas constelaciones se renovaban conforme nos aproximábamos al ecuador. Hasta en el negro oleaje en[p. 272]contraba sorpresas cautivadoras. En noches de calma no se limitaba a copiar pasivamente las luces del firmamento, sino que irradiaba profundos y misteriosos fulgores. Y mi curiosidad infantil se embelesaba persiguiendo la estela fosforescente dejada por enjambres de noctilucos, excitados por la formidable sacudida de la hélice. Como se ve, mi afán de nuevas impresiones íbase satisfaciendo.

Hacia el día décimosexto de la navegación surgió muy de mañana la ciudad de San Juan de Puerto Rico, con su imponente fortaleza militar y su blanco caserío, dispuesto en pintorescas graderías. Impaciente por pisar la tierra descubierta por Colón, aproveché el alto del vapor para corretear la ciudad y la campiña inmediata, donde observé sorprendido algunas muestras de la flora tropical. En fin, reanudado el viaje, dos días después arribamos a la Habana.

Maravilloso e inolvidable es el panorama de la populosa capital cubana vista desde lejos. A la izquierda, conforme se entra en la bahía, se impone, con su mole formidable, el castillo del Morro, erizado de cañones y comparable por su figura y posición al de Monjuich; y, a la derecha, dilátanse, en serie interminable, casas, palacios y quintas entrecortados por bellísimos jardines donde descuellan elegantes palmeras. En fin, ya dentro de la bahía, especie de hoz recortada por innumerables calas y promontorios, se descubre el puerto, frontero del barrio comercial; mientras que hacia el fondo álzanse varias colinas verdes cuyas faldas salpican pintorescos arrabales.

Fuera inoportuno detenerme a describir las harto conocidas bellezas de la Habana y de su fértil campiña. Tampoco entra en mis cálculos referir menudamente mis impresiones de viajero. Me concretaré solamente a declarar que la primera gran ciudad americana visitada por mí pa[p. 273]recióme mera continuación de Andalucía. En efecto, andaluza es el habla, dulzona y matizada con graciosos ceceos; andaluzas las casas (formadas de planta baja y principal), con sus encantadores patios y jardines, y andaluz el espíritu fino y soñador, pero lánguido y perezoso, del criollo.

Quizás fué grave mal para la prosperidad económica de la América española el no haber, desde el principio, aprovechado preferentemente para la empresa colonizadora nuestras fuertes razas del Norte, laboriosas, económicas y desbordantes de natalidad, en lugar de recurrir predilectamente a la gente andaluza y extremeña, inteligente, generosa y capaz de todos los heroísmos, según acredita la historia, pero de inferior aptitud para las fecundas luchas del comercio y de la industria.

Acerca de mis emociones de turista en la capital de las Antillas, concretaréme a decir que todo atraía mi curiosidad y en todo hallaba ocasión de asombro y enseñanza. La extraña mezcla de razas circulantes por las calles; la suntuosidad de los parques, donde además de flores peregrinas y de pitas gigantescas, crecía la altísima palmera real; los sabrosos frutos del país, como el plátano, el coco, el mango y la piña; los árboles frondosísimos de hoja perenne, entretejidos de bejucos o lianas trepadoras; un cielo tan pronto azul como gris, pronto a desatarse en furiosas tormentas; y por encima de aquella naturaleza desbordante, que parecía entonar un cántico a la vida, el padre sol cayendo a plomo, y como plomo derretido, sobre nuestras cabezas...

Cuando se codicia ardientemente algo, la realidad suele burlar la esperanza. Pero a mí no me defraudó el deseo: ante la realidad palpitante, las imágenes de los libros conservaron sus prestigios. Por donde vivía como soñando o como sumergido en una especie de encantamiento.

[p. 274]En algunas cosas, no obstante, sufrí decepción; por ejemplo: en las famosas selvas vírgenes, tan celebradas por los poetas románticos. Ante mis interrogaciones reiteradas, las gentes del país me señalaron la manigua. Pero la impresión causada por ésta fué insignificante. En vez del bosque milenario, no profanado por planta humana, me encontré con vulgar matorral sembrado de arbustos y pequeños cedros y caobos creciendo en desorden. Consoléme hasta cierto punto, considerando que las necesidades de la colonización habían impuesto el descuaje de la primitiva selva. Ni era cosa de establecer cercados de bosque, a guisa de vedados de caza, para deleite de los futuros amantes de la naturaleza. ¡Lástima no haber arribado cuatro siglos antes, cuando los compañeros de Colón hollaron tantas excelsas virginidades!...

De la fauna quedé también mediocremente satisfecho. Escaseaban los animales indígenas, y los que veía resultaban poco imponentes. Ni un jaguar, ¡ni siquiera una triste serpiente de cascabel!... En mis correrías por los alrededores de la ciudad, sólo pude sorprender el vulgarísimo gorrión cosmopolita, pájaro importado de España; algunos cuervos y tordos, y cierta avecilla menuda y nada vistosa, llamada por los guajiros vigirita. (Aludiendo sin duda a la flojedad y delicadeza de este pajarillo, nuestros soldados designaban vigiritas a los criollos, y particularmente a los mambises o insurrectos; en cambio, los peninsulares éramos llamados gorriones y patones). Solamente enjaulados, admiré al polícromo papagayo de las Antillas y algunos preciosos ejemplares de colibrís del Perú.

Contrarióme asimismo la total extinción de la raza indígena. En su lugar, y entregada a las más rudas faenas, se mostraba la raza negra y sus variados mestizajes, de que los cargadores del muelle constituían arrogantes[p. 275] ejemplares. En cuanto al criollo, me hizo la impresión de pálida planta de estufa, vegetando muelle y parásitamente a expensas de la savia del africano o del mulato. Alguna vez, sin embargo, encontré entre los criollos tipos activos y robustos; mas por lo común, y salvadas algunas excepcionales complexiones, la raza blanca parecióme incapaz de resistir los ardores y peligros del clima tropical. El blanco degenera allí rápidamente. Aludo, naturalmente, al europeo ocupado en las faenas agrícolas y expuesto, por tanto, a muchedumbre de parásitos, de que son, a menudo, portadores los mosquitos (paludismo, fiebre amarilla, etc.). Claro es que el cubano, confinado en las urbes, entregado al comercio o a profesiones ajenas al esfuerzo muscular y al rigor del aire libre, resiste mucho mejor los efectos enervadores del clima; así y todo, su vigor sólo se mantiene a costa de reiteradas inoculaciones de sangre europea.

En virtud de esta exquisita acomodación a la vida sedentaria, la mujer cubana no sólo ha conservado mejor que el hombre el tipo de la raza, sino que ha afinado su delicada feminidad, adquiriendo, así en lo espiritual como en lo físico, dulzuras y suavidades excepcionales o desconocidas en las bellezas de Europa. Esto explica por qué la mayoría de nuestros jefes y generales ultramarinos cayeron en las redes de aquellas lánguidas e irresistibles hermosuras.

En estas exploraciones y novelerías transcurrió cerca de un mes. Terminado el período de aclimatación, hízose necesario distribuir el personal médico recién venido de la Península. A tal propósito, fuimos cierto día convocados los candidatos en la Inspección de Sanidad; allí se nos informó de las plazas vacantes. Las había de médicos de regimiento en las columnas de operaciones; de profesores de[p. 276] guardia en los hospitales urbanos y, en fin, de directores de enfermerías de campaña.

Si el lector tiene presente el carácter sandiamente quijotesco del autor de este libro, deducirá fácilmente que me sería adjudicado uno de los peores destinos. Y así fué, en efecto. Inspirado en sentimientos de equidad y abnegación, por nadie agradecidos, me abstuve de presentar las cartas de recomendación. Quise correr mi suerte o, mejor dicho, la suerte que no quisieran correr mis compañeros; los cuales, harto más prácticos y ajenos a mis escrúpulos, removieron cielo y tierra para asegurarse las plazas de hospital, verdaderas sinecuras, o, en su defecto, las de médico de batallón. Para los tontos o desvalidos quedaron reservadas las enfermerías de la manigua y de las trochas, estaciones aisladas, de difícil aprovisionamiento, y extraordinariamente insalubres.

Claro es que también el médico de batallón en campaña corría serios peligros; pero tenía al menos la ventaja de cobrar puntualmente. Sabía, además, que, tras algunos días de excursión por la manigua, podría regresar a la capital del distrito para restaurar fuerzas, remendar alifafes y participar de las satisfacciones de la vida social.

Por cierto que la enfermería que yo debía regentar era de las más peligrosas e incomunicadas: la de Vista Hermosa, perdida en plena manigua, dentro del distrito de Puerto Príncipe, en medio de un país asolado y despoblado por la guerra.

Días después del reparto de plazas, zarpó el vapor que debía conducirnos a Nuevitas; en él nos embarcamos algunos médicos destinados al Departamento central, con buen golpe de tropas de refresco para cubrir bajas. Un tren blindado nos trasladó en pocas horas desde Nuevitas, al través del manigual desierto, a la capital del Cama[p. 277]güey. Alojéme en la famosa Fonda del Caballo Blanco, donde se hospedaron también mis camaradas Vela y Sánchez Herrero. En fin, transcurridos algunos días de descanso, incorporéme a mi destino, aprovechando la marcha de una columna volante, encargada de racionar la citada enfermería de Vista Hermosa.

Por cierto que ya en marcha, durante un alto de la columna, y bajo el techo de estancia abandonada, tuve por primera vez noticia del próximo advenimiento de la restauración monárquica. Invitado a tomar café con algunos jefes y oficiales, cierto comandante aragonés sorprendióme con esta pregunta, disparada a quemarropa:

—Usted, que acaba de llegar de España, ¿qué me cuenta de la conspiración que debe proclamar a D. Alfonso?

—Creo —murmuré— que la República conservadora merece la confianza del Ejército.

—Bien veo, paisano, que vive usted en el limbo. ¡Cómo!... ¿Ignora usted que todo el Ejército, sin excepción, es alfonsino, y que cualquier día, pese a la resistencia de los politiquillos, caerá la República?...

Lleno de estupor, dirijo una mirada interrogativa al coronel, jefe de la fuerza, para leer en sus gestos alguna señal de reprobación, o al menos de contrariedad... Todo lo contrario. Pronto comprendí que lo expresado por mi paisano era diaria comidilla de la oficialidad, y que el Ejército de Cuba, como el de la Península, se había pasado en masa al campo alfonsino.

En vano Castelar, con su prudencia política y espíritu oportunamente conservador, trabajaba por consolidar definitivamente la República, ideal de la Revolución: el recuerdo de la indisciplina militar y de las vergonzosas escenas de Cartagena, la habían matado definitivamente en[p. 278] el corazón del Ejército y en el pensamiento de las clases directoras del país. El golpe de Estado de Pavía era indeclinable.

Entonces acudieron a mi memoria ciertos hechos presenciados en Cataluña, acerca de cuya significación no había parado mientes. Cuando nuestra columna pernoctaba en alguna villa importante, los oficiales tertulianos del café o del casino se escindían en dos grupos: la masa principal, con el coronel a la cabeza, agrupábase en una o varias mesas próximas, cuchicheando de política; mientras que cierto pequeño contingente, constituído por oficiales o jefes de procedencia republicana, formaba rancho aparte. Dábase, pues, el caso singular de que, en plena República, los oficiales republicanos (cuyo número disminuía incesantemente) vivían como avergonzados de su origen, y eran tratados desconfiadamente y casi con hostilidad por sus camaradas monárquicos.

Los sucesos hicieron pronto buenas las profecías del comandante. Sabido es que poco después (29 de Diciembre de 1874) sobrevino la sublevación de Sagunto y la proclamación de D. Alfonso XII.

El pueblo de Vista Hermosa constituía un pequeño poblado extendido por las faldas de suave altozano, rodeado de extensos maniguales. En la eminencia más culminante alzábase sólido fortín cuadrado, construído con gruesos troncos de árbol y surcado de aspilleras. En él se alojaba una compañía (harto mermada por las enfermedades) a las órdenes de un capitán. A corta distancia estaba emplazado el hospital, enorme barracón de madera, con techo de palma y capaz para unas 300 camas. En los ángulos periféricos orientados hacia la manigua, destacábanse dos robustos torreones, reforzados por parapeto de troncos. Al abrigo del fuerte y de la enfermería, únicos edificios de[p. 279] alguna importancia, extendíanse los almacenes y algunas pobres rancherías de chinos y negros. En los alrededores veíase un descampado, limpio de bosque, cuya maleza exuberante había que segar con frecuencia, para que no invadiera los barracones con su pujante crecimiento, ni facilitara, por tanto, las sorpresas del vigilante enemigo.

Cada mes nos enviaban desde Puerto Príncipe las raciones necesarias para el hospital y guarnición, aprovechando al efecto el tránsito de columnas de operaciones. En el intervalo, quedábamos absolutamente incomunicados con el mundo, siendo peligrosísimo aventurarse en la manigua más de un kilómetro, pues los mambises nos espiaban; casi todos los días había tiroteo entre ellos y los centinelas.

Por aquella época, la enfermería puesta a mi cuidado albergaba más de 200 enfermos, casi todos palúdicos o disentéricos, procedentes de las columnas volantes de operaciones en el Camagüey.

Dormía yo junto a mis pacientes, dentro de la gran barraca, en un cuartito separado del resto por tabique de tablas. Además de cama y mesa, contenía mi departamento, en pintoresca mescolanza, fusiles de los soldados muertos, cartucheras y fornituras de todas clases, cajas de galletas y azúcar, botes de medicamentos, singularmente del sulfato de quinina, la providencia del palúdico en los países tropicales. Con cajones y latas vacías, dispuse en un rinconcito un laboratorio fotográfico y construí el estante destinado a mi exigua biblioteca.

Al principio, no obstante la fatiga y las emociones inherentes al cuidado de tantos enfermos, lo pasé bastante bien, amenizando mis ocios con la lectura, el dibujo y la fotografía. Por fortuna, como ya sabe el lector, la ausencia de vida social la he soportado siempre bien, gracias al[p. 280] noble vicio pictórico y a mi incansable afición por la lectura.

Pero contra los microbios nada valen las seducciones del arte ni las expansiones de la imaginación. El espíritu se mantenía bien, pero entretanto el cuerpo decaía. Ni la ración alimenticia, compuesta de pan, galletas, arroz y café, era la más adecuada para criar buena sangre. En vano pretendía entonar el organismo agregando al menú, de tarde en tarde, tal cual plátano o coco, arrebatados eventualmente por algún negro merodeador de ingenios abandonados.

Al fin flaqueó mi resistencia y caí enfermo de paludismo. Nubes de mosquitos nos rodeaban: además del Anopheles claviger, ordinario portador del protozoario de la malaria, nos mortificaban el casi invisible gegén, amén de ejército innumerable de pulgas, cucarachas y hormigas. La ola de la vida parásita nos envolvía por todas partes.

¡Qué cosa más triste es la ignorancia! Si, por aquella época, hubiéramos sabido que el vehículo exclusivo del paludismo es el mosquito, España habría salvado miles de infelices soldados, arrebatados por la caquexia palúdica en Cuba o en la Península... Para evitar o limitar notablemente la hecatombe, habría bastado proteger nuestros lechos con simples mosquiteros o limpiar de larvas de Anopheles las vecinas charcas.

Nada remediaba el tomar dosis heroicas de sulfato de quinina. Por de pronto se mejoraba; mas, transcurridos algunos días, volvía la accesión. Ésta vino a ser en mí diaria, a causa, sin duda, de reinoculaciones muy próximas del plasmodium. Entretanto, había perdido el apetito y las fuerzas; el bazo se hipertrofiaba; la color hízose terrosa; andaba premiosamente, y la anemia, ¡la terrible anemia palúdica!, se iniciaba con todo su cortejo de síntomas[p. 281] alarmantes. Al fin quedé postrado, siéndome imposible atender a los enfermos. Un practicante estulto me suplía; todo iba manga por hombro. Para colmo de desdicha, ¡al paludismo se agregó la disentería!...

¡Oh el admirable optimismo de la juventud!... Mi vida estaba tan seriamente amenazada como la de los infelices soldados disentéricos, tuberculosos y palúdicos que morían en torno mío; y, con todo eso, abrigaba tal confianza en la fortaleza de mi constitución, que, en cuanto abonanzaban los síntomas, aprovechaba mi forzoso reposo en aprender el inglés, a cuyo efecto habíame procurado en la Habana buen golpe de libros e ilustraciones yanquis, amén del indispensable Ollendorff. Creía firmemente que, en cuanto pudiera sustraerme a la influencia de aquellos miasmas (entonces se creía en los miasmas de los pantanos como causa de paludismo), recobraría rápidamente la salud. Tengo por seguro que mi profunda confianza en la vis medicatrix me salvó.

Por aquellos meses hubo en Vista Hermosa cierta alarma que nos reveló la entereza y decisión de mis enfermos. Sería la del alba cuando nos sorprendió tumulto de voces y descargas. Arrojéme de la cama, vestíme sumariamente, y me informaron de que cierta partida enemiga, emboscada en la vecina manigua, trataba de sorprendernos. En efecto, vislumbrábase entre los árboles agitación de jinetes y peones, la mayoría negros y mulatos. Apercibido a tiempo el jefe de nuestro poblado, tomó rápidamente medidas defensivas, y, lleno de interés hacia mí, me ofreció amparo en la fortaleza.

—No tenga usted cuidado —le dije—. Si los mambises atacan el hospital, sabremos defendernos; en todo caso, mi deber es permanecer al lado de los enfermos.

Todo esto ocurrió en un santiamén. Habíame acometido[p. 282] la accesión febril, y hallábame en un estado de exaltación casi delirante. No obstante, empuñé un fusil, me proveí de cartuchos y recorrí las camas, invitando a los enfermos menos graves a la común defensa. La mayoría de ellos, aun los postrados por la calentura, incorporáronse en el lecho y descolgaron el Remington. Los que podían tenerse de pie se concentraron en los bastiones del barracón; los imposibilitados arrodilláronse en la cama, y desde ella y sacando el fusil por las ventanas, apuntaban al enemigo. Una descarga respondió al tiroteo de los mambises.

Mas los insurrectos, al encontrarnos tan apercibidos, retiráronse sin intentar repetir la hazaña de Cascorro, otro poblado como el nuestro, donde semanas antes habían sorprendido y macheteado a la guarnición y a los enfermos.

Una vez más se frustraba, por fortuna, mi loco anhelo de bélicas contiendas. En mi entusiasmo olvidaba a menudo que mi cometido no era batirme, sino curar enfermos. Como se ve, el ansia de notoriedad, de vanagloria, me perseguía hasta en el lecho del dolor...

Mi enfermedad, como dejo apuntado, marchaba de mal en peor. En vista de lo cual, solicité del inspector de Sanidad de Puerto Príncipe un mes de licencia. Aunque con dificultades y regateos de tiempo (faltaba personal para reemplazarme), se me otorgó al fin. Arribado a la capital del Camagüey, un tratamiento racional, y más que nada la cesación de nuevas infecciones, me aliviaron mucho. La fotografía aquí reproducida no da suficiente idea del aspecto chupado y anguloso de mi rostro, aun en la época de máxima reparación. En realidad, había caído en ese estado de decadencia orgánica conocido con el nombre de caquexia palúdica, que debía prolongarse muchos años, y de cuyas lejanas repercusiones morbosas soy todavía víctima.

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Lám. XVI, Fig. 25.—Fotografía hecha en Puerto Príncipe, después de convalecer del paludismo contraído en Vista Hermosa.

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Lám. XVI, Fig. 26.—Otra fotografía donde aparecen dos amigos hospedados en la fonda El Caballo Blanco. (Puerto Príncipe).

[p. 283]

En vista de mi relativa convalecencia, el jefe de Sanidad, Dr. Grau, agregóme al Cuerpo de médicos de guardia del Hospital Militar de Puerto Príncipe, donde alterné con algunos amigos de la Península, y tuve el gusto de conocer al Dr. Ledesma[41], que sobresalía ya como operador habilísimo.

Mes y medio permanecí en la ciudad. Fué la época más agradable de mi estancia en Cuba. Todas las tardes concurrían al Café del Caballo Blanco, entre otros camaradas, Joaquín Vela y Martín Visié, excelente amigo y condiscípulo. No obstante mis andanzas por cafés, casinos y tertulias caseras, tuve la entereza de resistir a los tres grandes vicios de nuestra oficialidad: el tabaco, la ginebra y el juego. Verdad que no estaba yo para trotes.

El alcoholismo, sobre todo, hacía estragos en el ejército. Del coñac y de la ginebra, mejor aún que del vómito, podía decirse que eran los mejores aliados del mambís. Fumando de lo más caro, y bebiendo ginebra y ron a todo pasto, no era extraño que muchos jefes y oficiales decayeran física y moralmente. Además, retenidas las pagas, pasaban apuros económicos.

También yo luché con dificultades de este género, aunque por causas independientes de mi voluntad. Durante mis cuatro meses de permanencia en la isla no había recibido sino la primera paga de capitán (125 pesos oro). En vano remitía mensualmente a la Habana los justificantes de haberes. La penuria económica de los médicos de enfermerías no obedecía sólo al clásico desbarajuste de la administración española; debióse también al desfalco de[p. 284] un tal Villaluenga, farmacéutico del Hospital Militar de la Habana y habilitado general del Cuerpo de Sanidad, el cual se fugó a los Estados Unidos en compañía de 90.000 pesos y de una pelandusca.

En esto del cobro de las pagas reinaba desigualdad irritante. Los médicos militares de servicio en las capitales percibían puntualmente sus haberes; para los médicos de batallón solían retrasarse algo, si bien disponían del recurso de percibir anticipos de la caja del regimiento o de empeñar pagas devengadas en casas de comercio; pero los pobretes que prestábamos servicios en trochas o en enfermerías de campaña, dependíamos en lo económico de la Habilitación general de la Habana, y, sin relaciones de amistad con el comercio de las ciudades, quedábamos frecuentemente desamparados.

Tal me ocurrió a mí. Habiendo expuesto al Dr. Grau mi precaria situación, tuvo la bondad de gestionar entre los compañeros un préstamo (125 pesos) a reintegrar, como era justo, de mis haberes atrasados. En aquellas azarosas circunstancias, mi demanda era inexcusable. Supe, sin embargo, con sorpresa, gracias al amigo Visié, que aquel guante en favor de un compañero había desagradado profundamente. «¿Qué hombre es éste —decían— que, a poco de estar en la isla, demanda una limosna para vivir?... Apele, como los demás, al crédito; que se espabile y sacuda su cortedad de genio»[42].

[p. 285]

En efecto; yo fuí siempre poco espabilado; pero en aquella ocasión mis compañeros deslucieron una buena acción con una injusticia. ¡No se hacían cargo de que había pasado cuatro meses en un desierto, y de ellos tres gravemente enfermo!... ¡Mi crédito!... ¿Pero qué mercader de Puerto Príncipe se hubiera arriesgado a prestar su dinero a un pobre diablo desconocido, de figura espectral, y condenado, verosímilmente, a extinguirse en breve plazo en cualquier rincón de las trochas?

El fallecimiento del médico director de la enfermería de San Isidro en la Trocha del Este, puso fin a mi situación provisional de profesor de guardia en Puerto Príncipe. Sin considerar que había en disponibilidad otros ayudantes médicos más modernos que yo, ni fijarse en que mi salud distaba mucho de estar consolidada, el Dr. Grau designóme para reemplazar al compañero fallecido, quien, por cierto, había sustituído a su vez a otro médico caído también en el cumplimiento del deber. Acepté dócilmente el nuevo cargo, aunque, a la verdad, hízome poca gracia entrar en fila macabra con mis desdichados antecesores.

La enfermería de San Isidro era uno de los varios hospitales de campaña anejos a la trocha militar del Este, la cual comenzaba en Bagá, pequeña población de la amplia bahía de Nuevitas. Emplazada en terreno bajo y pantanoso, ofrecía, si cabe, mayor insalubridad que Vista Hermosa, a la que llevaba solamente la ventaja de superior facili[p. 286]dad en comunicaciones y aprovisionamientos. Porque entre San Isidro y San Miguel de Nuevitas, la principal ciudad de la trocha, no lejos de Bagá, circulaba diariamente cierto tren militar o plataforma, como nosotros lo llamábamos. Para proteger el hospital de campaña, vasto cobertizo capaz para 300 enfermos, alzábase recio fortín, cuadrado, destinado a la guarnición. Algunos pobres bohíos, habitados por lavanderas y obreros negros de la trocha, completaban el exiguo poblado, que dependía en absoluto de San Miguel, para los suministros de víveres y demás operaciones comerciales.

Mala suerte tuve al adjudicárseme aquel destino. De las deficiencias higiénicas de San Isidro certificaban, de una parte, la guarnición, casi siempre enferma en sus dos tercios; y, de otra, el hecho singular de haber sido escogido dicho paraje —vasta sabana cruzada por ciénagas— como lugar de corrección de oficiales borrachos y calaveras. Uno o dos meses de destierro en San Isidro considerábase como recurso heroico capaz de domar las más enconadas rebeldías. Se decía, y no a humo de pajas, que, acabada la suave condena, los oficiales levantiscos mostraban la más dulce de las tranquilidades: los unos, por la sencilla razón de haberse muerto; los otros, por yacer impotentes en el lecho del dolor...

A poco de mi llegada pude ya comprobar las excelencias de aquel lugar de expiación. Acababa precisamente de fallecer cierto capitán borracho y pendenciero, y se preparaban a embarcar en la plataforma liberadora, con paso débil y mirada desfalleciente, dos oficiales recién cumplidos. Para reemplazarlos, llegaron, a los pocos días, cierto capitán de Administración Militar medio loco, pero muy listo, y con quien por cierto mantuve ruidosas polémicas filosóficas, y tres oficiales de diversas Armas, acu[p. 287]sados de promover escándalos y cometer muchos excesos en los cafés y demás centros de recreo. Eran gente alegre y dicharachera. Oyendo sus proezas, pasaba muy buenos ratos. ¡Qué de novelescas conquistas amorosas!... ¡Cuántos ingeniosos recursos para burlar la antipática vigilancia de maridos y papás! ¡Qué de infalibles ardides contra la bolsa de los usureros!...

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Lám. XVII, Fig. 23.—Un fortín de la enfermería de San Isidro, en la Trocha del Este. La fotografía, tomada por mí al colodión, presenta en primer término la locomotora de tipo americano, con enorme chimenea de embudo.

Lo malo fué que tan amenas pláticas se acabaron pronto. Una o dos semanas después casi todos aquellos arrogantes Lovelaces cayeron en cama con calentura. Y cuando sonó la hora de la ansiada emancipación, arrojáronse del lecho, resueltos a no permanecer en San Isidro ni un minuto más. Dos de ellos fueron transportados al tren en camilla. Recuerdo que, al decirme adiós, miráronme con esa conmiseración con que el rescatado de Argel debía contemplar al cautivo sin esperanza.

Tal fué el idílico y apacible retiro con que me obsequió el Dr. Grau, en cumplimiento de atribuciones y deberes indiscutibles. No me quejé y no me quejo hoy. Al fin y al cabo, alguno había de cargar con el mochuelo.

No estará demás informar brevemente al lector de la significación del sistema defensivo de las Trochas militares.

Las trochas de Cuba eran caminos bordeados por fuerte empalizada, con o sin alambradas de refuerzo, y amparados cada 500 metros por blockhaus, donde vigilaban pequeños destacamentos de soldados. Cada 1.000 o más metros alzábase un fortín de madera, guarnecido por una compañía o fracción de ella. De distancia en distancia, levantábanse algunos poblados; en ellos la línea militar era defendida mediante puestos militares de cierta importancia, a cuya sombra protectora se amparaban enfermerías y almacenes.

[p. 288]La llamada Trocha del Este o del Bagá, aunque no terminada, extendíase de Norte a Sur unos 52 kilómetros, comprendía tres o cuatro hospitales de campaña, y secuestraba, en una inmovilidad enervante, varios miles de soldados. La trocha de Júcaro a Morón, mucho más larga, inmovilizaba ocho o diez mil, que había que renovar cada tres o cuatro meses. Épocas hubo en San Isidro, durante las cuales las tres cuartas partes de las guarniciones de la línea militar eran baja en las enfermerías; por donde quedaban blockhaus y fortines casi abandonados y a merced del enemigo.

En teoría, el plan —un tanto pueril— parecía bien pergeñado. Nuestros técnicos militares debieron quizá discurrir así: Afecta la gran Antilla figura de salchicha, con dos estrangulaciones centrales divisoras del territorio en tres principales departamentos: el de las Villas y Occidental, rico y floreciente, y cuya tranquilidad importaba mucho asegurar; el Central o del Camagüey, donde la insurrección tuvo siempre tenaces partidarios, y, en fin, el oriental (Bayamo, Holguín, Santiago, etc.), donde la rebelión alcanzaba todo su auge. «Si cortamos la isla de Norte a Sur —debieron pensar nuestros estrategas— por las susodichas escotaduras, mediante empalizadas y series de fortines, quedarán convertidas aquellas regiones en perfectos compartimentos estancos. Y una vez acabadas, las trochas serán eficaces desde luego para preservar del contagio revolucionario al próspero departamento de las Villas, fuente de valiosos recursos; y además para que un ejército relativamente pequeño vaya limpiando, sucesiva y metódicamente, de insurrectos cada compartimento estanco.»

Los repetidos reveses de la campaña probaron, sin embargo, que las trochas constituyeron grave error militar. Acaso la de Júcaro a Morón prestó al principio, cuando las[p. 289] partidas revolucionarias alcanzaban exiguos contingentes o constaban de soldados poco aguerridos, servicios positivos; pero ulteriormente, los inconvenientes superaron con mucho a los harto discutibles beneficios. Todo el mundo pudo ver, y ello consta en las manifestaciones del general Portillo y en las representaciones al Gobierno del Capitán general Concha, que aquellas inexpugnables murallas de la China eran tácticamente ineficaces. Atravesábanlas impunemente los insurrectos (recuérdese, entre otros cruces célebres, el de la trocha del Júcaro realizado por Máximo Gómez en 1874, para propagar el fuego de la rebelión a las Villas); inmovilizaban sin fruto copioso ejército que habría sido eficacísimo en operaciones de persecución activa; aumentaban en grado indecible, particularmente durante la época de las lluvias, las bajas por enfermedad (¡muchos fortines se alzaban en marismas y pantanos!...); y, en fin, consumieron en trabajos de explanación, fortalezas, construcción de estacadas, entretenimiento de hospitales y depósitos de víveres y medicamentos, sumas fabulosas. Y esto precisamente cuando los apuros económicos de la metrópoli, casi huérfana de crédito y desangrada por dos tremendas guerras peninsulares, eran abrumadores.

Cuando más tarde, aleccionados por dolorosa experiencia, abandonamos las trochas, éstas habían causado más de 20.000 víctimas[43].

[p. 290]

¡Asombra e indigna reconocer la ofuscación y terquedad de nuestros generales y gobernantes, y la increíble insensibilidad con que en todas épocas se ha derrochado la sangre del pueblo!

Al referir aquellos sucesos, después de ocurrida la catástrofe colonial, es difícil resistir a la tentación de indagar las causas de tantos reveses y de recordar los grandes desaciertos de nuestra política ultramarina. Es triste reconocer que la característica de los estadistas españoles consistió siempre en rechazar obstinadamente las lecciones de la historia. Nuestros políticos vivieron siempre al día, atentos al conflicto presente, sin preocuparse lo más mínimo del porvenir. Ni los episodios desdichados de la emancipación de América, ni dos agotadoras campañas en Cuba, ni el consejo de los pocos políticos clarividentes que hemos tenido, como Aranda, Prim y Pí y Margall, hicieron mella en el cerril egoísmo de nuestras oligarquías turnantes.

Con una falta de cordura incomprensible en preclaros talentos, hombres como Castelar y Cánovas pensaban que Cuba —esa Cuba que nos aborrecía y cuya independencia, deseada por América entera, era inevitable— valía la pena de sacrificarle España. La frase efectista del célebre estadista conservador «hasta el último hombre y la última peseta», ha pasado a la historia cual testimonio elocuente de cómo en España puede llegarse al pináculo del Poder sin la prudencia y previsión necesarias para salvaguardar los primordiales intereses de una raza. Harto más hábiles fueron, en conflictos semejantes, otras naciones. Recuérdese a Portugal y Holanda conservando sus colonias, no obstante las codicias de las naciones más poderosas. ¡Qué pena pensar que la rectificación a tiempo de nuestro criterio político, en orden al régimen de las posesiones de[p. 291] Asia y América, hubiera conservado sin mermas el glorioso patrimonio de nuestros mayores!...

Al rectificar nuestra conducta, nada teníamos que inventar. Bastaba con imitar a Inglaterra, la maestra insuperable en las artes de la política, siempre atenta a las enseñanzas de la realidad. De la guerra separatista de los Estados Unidos sacó el gran principio de la autonomía, gracias a cuya leal y generosa aplicación cesó el movimiento emancipador de sus colonias, que, diversificadas en lo político, vemos hoy de cada vez más compenetradas en espíritu y sentimiento con la metrópoli[44]. Mientras tanto, nuestra evolución política en punto al gobierno colonial, consistió en pasar del régimen tutorial al régimen asimilista. Y cuando, apremiados por las circunstancias, pensamos en dictar reformas para Cuba, sólo se nos ocurrió planear incoloro simulacro de autonomía administrativa y política, es decir, una de esas medias medidas, exentas de generosidad, por igual aborrecibles a criollos y peninsulares, y que los temperamentos resueltos, en su odio a la metrópoli, rechazan siempre como burlas intolerables.

Si al menos, al terminar la primera guerra de Cuba, —que, como todas las contiendas civiles, acabó necesariamente en pacto— hubiéramos cumplido lealmente solemnes compromisos; si en vez de llevar a las Cortes fórmulas hábiles hubieran nuestros Gobiernos convertido en ley, como ofreció Martínez Campos, las condiciones de la[p. 292] paz del Zanjón, habríamos quizás evitado la segunda guerra separatista, y con ella el desastroso choque con los Estados Unidos... Hemos caído porque no supimos nunca ser generosos ni justos.

Pero con estas dolorosas digresiones pierdo de vista el asunto y falto además a formales promesas. Volvamos, pues, a San Isidro.

Mi labor médica en San Isidro era abrumadora, pues pasaban de 300 los enfermos. Por suerte, la patología resultaba poco variada y difícil: viruela (que hacía estragos en los negros), úlceras crónicas, disentería y paludismo. A cada una de tales dolencias aplicábase un tratamiento ritual.

Pero si el servicio profesional, aunque pesado, no ocasionaba graves quebraderos de cabeza, en cambio los daba, y grandes, el saneamiento administrativo del hospital. En San Isidro[45] buena parte de los empleados estafaban al Estado, desde el jefe de la guarnición hasta los practicantes y cocineros. Conforme era de presumir, el Quijote que yo llevaba en el cuerpo se me alborotó al tener noticia de tan innobles abusos, y me lancé resuelto a la pelea, precisamente cuando mi salud volvió a quebrantarse seriamente.

He aquí la técnica empleada por los defraudadores para vivir parásitamente a expensas de la administración.

En dos o tres ocasiones habíanseme quejado los enfermos sujetos a ración de gallina de la insipidez y aspecto estropajoso de las raciones servidas. Extrañado de la queja, me propuse averiguar a todo trance por qué las aves de corral habían perdido de pronto su exquisito sabor. El[p. 293] azar llevóme cierto día a pasear por los alrededores del poblado, donde sorprendí un bien repuesto gallinero, perteneciente al cocinero del hospital. Fué tal encuentro para mí rayo de luz en las tinieblas. Y enlazando los hechos y olfateando las pistas, vine a resolver al fin el problema, amén de averiguar otros muchos abusos cometidos, con la complicidad del cocinero y practicantes, a beneficio del jefe y oficiales de la guarnición.

El escamoteo de las gallinas verificábase de dos maneras: 1.ª De acuerdo con el cocinero, recibían los enfermos como buenas raciones de gallina trozos de ésta de que se había extraído precisamente el caldo, y exentos, por tanto, de substancia. 2.ª Los practicantes cargaban en la libreta de prescripciones y régimen, firmada diariamente por mí, cierto número suplementario de raciones. Merced a tan ingeniosa invención, practicantes y oficiales comían pollo a todo pasto y aún quedaba algo para poblar el corral del cocinero, un negrazo tan bellaco como insolente.

La confrontación, hecha de memoria para no inspirar recelos, de las libretas del régimen, antes y después de ser enviadas a San Miguel por el practicante, me confirmó la realidad del abuso y me reveló, además, que, apelando al socorrido procedimiento de las adiciones, casi toda la carne, huevos, Jerez y cerveza consumidos por los oficiales y practicantes, salía del presupuesto del hospital.

Al encararme, indignado, con el cocinero y practicantes, autores materiales de la defraudación, se desarrolló la escena consiguiente, que ellos afrontaron con sorprendente cinismo, como quien tiene bien guardadas las espaldas. Ante mis interrogaciones apremiantes, declararon que el chanchullo, si así podía llamarse tan venial irregularidad, constituía régimen consuetudinario de la enfermería; que, gracias a su prudente tolerancia, consiguió mi antecesor[p. 294] vivir en paz con los oficiales, amén de economizar casi enteramente su sueldo; y, en fin, que yo debía dejarme de chismes y tonterías y allanarme a las clásicas prácticas administrativas. ¡Y esto sucedía cuando yo, atacado nuevamente de paludismo, para no acudir a la cocina del hospital, gastaba parsimoniosamente mis últimos centavos y entablaba tratos con cierto almacenista de San Miguel para pignorar una paga atrasada!

Todavía si la mencionada distracción hubiera obedecido a la necesidad, habría acallado mis escrúpulos; mas constábame, al contrario, que jefes y oficiales cobraban puntualmente sus haberes. En cuanto al cocinero y practicantes, hacían con lo defraudado tráfico vituperable.

De este modo resultó inevitable el choque con el comandante. En conferencia reservada censuré su proceder incorrecto; le expresé la imposibilidad moral en que me veía de tolerar tales irregularidades, ya que pesaba sobre mí la responsabilidad administrativa del hospital; añadí, en fin, que estaba dispuesto a corregir radicalmente los abusos.

Mi interlocutor se enojó mucho, reprochándome y hasta burlándose de lo que él llamaba chinchorrerías; pero no echó las cosas a barato. Acaso me creyera incapaz de sanear administrativamente el hospital. Sin embargo, cuando días después se encontraron jefes y oficiales sin víveres de guagua y advirtieron que las libretas de pedidos para la enfermería se comprobaban a diario, reaccionaron vivamente. Comenzó entonces contra mí una guerra de alfilerazos y de pequeñas insidias; se me condenó al aislamiento; se hizo lo posible, en suma, para agotar las fuerzas morales de un enfermo... Excusado es decir que cocinero y practicantes veían, no sin regocijo, cómo la enfermedad minaba rápidamente mi organismo. Otra persona más cavilosa que yo habría temido un envenena[p. 295]miento. Afortunadamente, conservaba incurable optimismo.

Entre las malevolencias con que el comandante trató de molestarme, hubo una que estuvo a punto de provocar grave cuestión personal. En las noches de alarma (no raras en San Isidro), el comandante pretendía encerrar dos caballos suyos en el hospital, al lado de los enfermos, a fin de protegerlos contra los merodeadores; en justificación del capricho, alegaba que no cabían en el fortín de su residencia y que la enfermería era el sitio más seguro para guardarlos. Yo me opuse siempre a tan antihigiénica pretensión, varias veces renovada, y el jefe, aunque refunfuñando, acababa por desistir. Perdida ahora la cordialidad, pensó, sin duda, que no debía respetar mis escrúpulos. Y cierta noche, en que yo me hallaba acostado con fiebre alta, oí que traían los caballos a la sala, percibiéndose olor de cuadra insoportable. Vestíme de prisa y salí casi tambaleándome al encuentro de los palafreneros, a quienes rechacé a empellones, obligándoles a retirar el ganado. Noticioso, entretanto, el jefe de lo ocurrido, vino furioso hacia mí, exclamando con voz alterada por la cólera:

—¿Quién es usted para desobedecerme? ¡Aquí represento la suprema autoridad y usted tiene el deber de acatar ciegamente mis órdenes!...

—Dispense usted —repliqué—; dentro de este recinto no hay más autoridad que la mía. Pesa sobre mí la responsabilidad del cuidado de los enfermos, y en conciencia, no puedo consentir que por capricho de usted se convierta la sala en cuadra inmunda...

Ciego por la ira, y sin reparar en que estaba delante de un enfermo, se abalanzó en ademán de agredirme. Yo me puse a la defensiva, dispuesto a devolver golpe por golpe. La fiebre abrasaba mi cabeza, y hubo un momento en que[p. 296] todo lo vi rojo. Afortunadamente, los oficiales, harto más discretos que el comandante, comprendieron lo absurdo de la situación y nos separaron y apaciguaron.

Conforme era de esperar, el jefe me instruyó sumaria por insubordinación y amenazas a la autoridad. Comenzaron, pues, las actuaciones. La causa crecía como la espuma. Mi superior jerárquico propagó la especie de que no había de parar hasta mandarme a presidio. Para hacer buenas sus amenazas, confiaba mucho en cierto tío suyo, el brigadier X., habitante a la sazón en Santiago y personaje muy influyente en la Capitanía general. Mas al fin ocurrió lo que era de esperar. En cuanto, por mis declaraciones y denuncias, conocieron las autoridades de Puerto Príncipe las escandalosas filtraciones y los abusos de autoridad consentidos o cometidos por el jefe militar de San Isidro, todos, incluso el famoso general de quien tanto fiaba su sobrino, apresuráronse a echar tierra al asunto. De mi proceso, pues, nadie volvió a acordarse. Y un oportuno relevo del comandante, fundado en motivos de salud —allí todos estábamos más o menos enfermos—, restableció definitivamente la paz en San Isidro.


[p. 297]

Friso ornamental

CAPÍTULO XXIV

Mis distracciones en San Isidro. — La danza de negros y el arpa del saboyano. — Se agrava mi enfermedad y se deniega mi solicitud de abandonar temporalmente la Trocha. — Pido mi licencia absoluta. — Gracias a la supresión de la Trocha, logro abandonar mi destino. — Un mes en el hospital de San Miguel.

L

La temporada transcurrida en San Isidro, aparéceseme hoy borrosa y gris como mirada al través de espesa niebla. Mi situación era por cada día más lastimosa. La mayoría de mis horas consumíanse en el lecho, sin más consuelo y asistencia —vamos al decir— que los prodigados por un practicante (el de los chanchullos) que me detestaba cordialmente. No obstante la quinina, el tanino y opio (para la disentería), mis alivios eran fugaces, episódicos; la ansiada mejoría parecía alejarse indefinidamente, burlando mis esperanzas. Por primera vez comencé a dudar de los recursos defensivos de mi organismo. En las horas melancólicas en que, arrastrándome del lecho, podía respirar el aire libre y presenciar el ajetreo de las gentes, ¡con cuánta envidia miraba la robusta salud de los negros, los inconscientes obreros de la Trocha!... A ratos, aquella ola de vida y alegría desbordantes parecíame algo así como una insolencia...

[p. 298]Aquellos africanos traídos a Cuba por buques negreros, nos daban lección de paciencia y resignación. Lejos de sentir nostalgias por la patria lejana, celebraban regocijadamente sus fiestas, entregándose a zambras alegres y cánticos salvajes.

Era la danza de las negradas espectáculo singular y atrayente. Mientras ciertas parejas, medio desnudas, bailaban incesantemente bajo un sol de fuego, otros cimarrones marcaban el compás, golpeando sobre largos tambores labrados en troncos de árbol. De vez en cuando, una voz chillona y selvática entonaba sencillo estribillo, traducción acaso de algún viejo canto aprendido en los bosques africanos. Por su repetición, grabóse indeleblemente en mi memoria el siguiente:

«Yo fuí quien maté el caimán,

Caimán...

Caimán...

Yo fuí quien maté el caimán.»

Y así sucesivamente durante ocho o diez horas. Un coro de gritos salvajes saludaban al cantante al terminar cada estrofa.

Aquellos danzantes bárbaros poseían músculos de acero. El sudor corría a raudales por su piel de ébano y el sol arrancaba a sus relieves musculares reflejos metálicos. Lejos de amansar su fogosidad, tan formidable ajetreo parecía estimularles. En algunas parejas, el crescendo de piruetas, contorsiones y gestos eróticos llegaba al frenesí. De seguro que ningún europeo habría resistido la mitad de aquel violentísimo ejercicio.

Entre nuestras distracciones de San Isidro figuraban también conciertos de arpa. Mas esto exige volver atrás, consignando un antecedente.

[p. 299]Por aquella época, la Isla de Cuba era sima de soldados. Y como la recluta voluntaria para Ultramar resultaba de cada vez más premiosa, apelaron los banderines de enganche de la Península a todo linaje de ardides, aun los más abusivos y vituperables. A tal propósito, agentes reclutadores sin escrúpulos frecuentaban garitos y tabernas, y comprometían, previa la correspondiente borrachera, a cuantos extranjeros jóvenes caían en sus redes. Así fueron a Cuba muchos mozos saboyanos, infelices artistas, que por la citada época recorrían España cantando, al son del arpa, el himno de Garibaldi.

Uno de estos desventurados italianos dió con sus huesos en la enfermería de San Isidro. Padecía de hepatitis e hidropesía, y en su rostro ictérico mostrábase además el sello del paludismo crónico. Ignoro cómo, durante su azarosa peregrinación al través de la Isla, había logrado conservar el precioso instrumento musical, junto al cual solía dormir en la enfermería, receloso de que se lo arrebataran. Este soldado músico era mozo servicial y amable, y cuando le dejaba la fiebre, nos obsequiaba con conciertos al aire libre. Al complacernos, además de nuestra gratitud granjeaba algunos pesos que economizaba para el ansiado día de la repatriación.

Aún parece que le veo a la luz de la luna, amarilla la faz, abatida y triste la mirada, con el vientre hidrópico, rasgo morboso que le daba aspecto trágicamente grotesco. Puesto en el centro del corro, y apoyando su debilidad en el tronco de un árbol, lanzaba al aire con gusto y sentimiento, que nuestra hambre musical convertía en exquisitos, romanzas de Rossini y Donizetti, canciones napolitanas y aires saboyanos impregnados de penetrante melancolía. Más de una vez, gracias al humilde aventurero, olvidaba yo las tristezas de mi situación y confortaba el ánimo con las gratas emociones del arte.

[p. 300]Dejo apuntado más atrás, que mi dolencia tendía a empeorar. En los seis o siete meses pasados en San Isidro gocé solamente fugacísimos alivios. El hígado y el bazo mostraban tumefacción alarmante, y la temible hidropesía se iniciaba. En vano suplicaba a mi jefe técnico el doctor Grau una licencia temporal. «Carezco de personal, contestaba siempre. Resista usted cuanto pueda; cuando disponga de gente de refresco, haré un esfuerzo por reemplazarle.»

Mis esperanzas empezaban a nublarse ante aquella actitud de resistencia que tenía todo el aspecto de abandono despiadado. Y acabé por pensar que para salvarme era de todo punto preciso sustraerme lo antes posible a los efectos de aquella atmósfera deletérea.

Pero ¿cómo?... En mi situación desesperada, sólo percibí un remedio: pedir la licencia absoluta por enfermo, es decir, renunciar a la carrera militar y reintegrarme a la Península. Elevé, pues, una instancia al Capitán general, por conducto de las autoridades sanitarias de Puerto Príncipe; y cuando esperaba ansiosamente el resultado, informóme un amigo de que en la capital del Camagüey se negaban a tramitar mi solicitud. Mi piadoso jefe el doctor Grau creyó, sin duda, que mi decaído organismo podría tirar unos meses más...

Debo la vida a cierto caballeroso brigadier, de cuyo nombre, ¡oh ingratitud!, no puedo hacer memoria. Dejo expuesto ya que las trochas como recurso defensivo habían caído en descrédito, si bien nadie quería cargar con la responsabilidad de suprimirlas. Por iniciativa del Capitán general, efectuóse al fin una jira de inspección a dichas líneas militares. Y el citado brigadier, a quien tocó visitar la del Bagá o del Este, donde yo me encontraba, impresionóse tan vivamente al reconocer el mal estado de los soldados y la muchedumbre de enfermos inútiles, que or[p. 301]denó destruir inmediatamente los fortines y retirar las guarniciones. Compadecido de mi estado, y noticioso de que mi solicitud de licencia habíase atascado, quizás intencionadamente, en la capital del distrito, tomó sobre sí el encargo de cursarla personalmente, prometiéndome además acelerar todo lo posible la resolución del Capitán general.

Disuelta la trocha del Bagá, fueron los enfermos concentrados en diversos hospitales, singularmente en el de San Miguel, adonde fuí yo a parar, esta vez no como médico director, sino como modesto caso clínico.

Allí, en un destartalado pabellón destinado a los oficiales enfermos, pude una vez más reconocer la irremediable ineficacia de la caridad oficial. Aun en los establecimientos benéficos mejor organizados, el doliente siéntese siempre algo abandonado material y espiritualmente; fáltale siempre esa tierna y vigilante solicitud de que sólo la madre o la esposa poseen el secreto. Por imperio del hábito, hermanas de la caridad, enfermeros y practicantes adquieren pronto cierta insensibilidad ante el dolor ajeno, amén del acompasamiento rutinario que el egoísmo del enfermo atribuye a la indiferencia o al despego. Además, el paciente ansía privilegios; quisiera ser foco de la general preocupación; hallar, en fin, en torno suyo el suave afecto de sensibilidades vírgenes, no embotadas aún por la diaria batalla contra el dolor. Pero ello es casi imposible, como lo es también que las angustiosas peripecias de la enfermedad se ajusten a los horarios administrativos.

Por mi parte, acostumbrado a ser bastante mal atendido en San Isidro, soportaba con relativa resignación mi soledad sentimental. No así mis vecinos inmediatos, entre ellos cierto teniente coronel, de carácter violento, el cual juraba y se exasperaba cuando las hijas de la caridad no[p. 302] acudían inmediatamente a sus apuros. En su irritación, dicho jefe —enfermo de tuberculosis grave— dió en la manía de llamar a tiros de revólver... Por cierto que al oir la primera vez el estampido, creímos todos que se había suicidado o que había herido a algún enfermero demasiado gandul. Yo procuraba calmarle y, en la medida de mis posibilidades físicas, acudía a sus llamadas para apagar su sed devoradora y administrarle medicinas.

Transcurridas algunas semanas, mejoré lo bastante para abandonar el Hospital y trasladarme a Puerto Príncipe. Gracias a mi brigadier bienhechor, la nueva instancia había surtido efecto. Mas para obtener la licencia absoluta a título de inutilizado en campaña, era requisito inexcusable sufrir reconocimiento facultativo. Efectuóse, pues, en Puerto Príncipe, dando por resultado el diagnóstico de caquexia palúdica grave, incompatible con todo servicio.

Cumplida tal formalidad, y noticioso de que el Capitán general accedía al adelanto de la licencia[46], tomé la vuelta de la Habana, donde debía cobrar mis atrasos, obtener el pasaporte y esperar el vapor.

Como inutilizado en campaña tenía derecho a pasaje gratuito. Pero mis apuros económicos eran grandes. Se me debían ocho o nueve pagas. A causa de la orgía administrativa reinante, corría riesgo de pasar en la Habana un par de meses, ocupado en la liquidación de mis haberes, cuando precisamente mi estado exigía la más rápida repatriación.

[p. 303]A fin de prevenir tan grave contratiempo, un mes antes tuve la previsión de escribir a mi padre. En la carta pintábale sinceramente mi aflictiva situación y le rogaba el envío de dinero. Llegada la letra, y ya más tranquilo, consagréme a gestionar del Habilitado el cobro de mis atrasos. Al pronto rehusó pagarme, a pretexto de que la consignación del último trimestre no había sido hecha efectiva; pero, a fuerza de súplicas y porfías, conseguí liquidar mis haberes, no sin dejar en las garras del aprovechado funcionario un 40 y hasta un 50 por 100 del importe de aquéllos. Así y todo junté cerca de 600 pesos, con que enjugué pequeñas deudas, y adquirí lo necesario para el viaje de retorno.


[p. 305]

Friso ornamental

CAPÍTULO XXV

Me traslado a la Habana, donde recaigo de mi dolencia. — Mi regreso en el vapor España. — Cadáveres de soldados arrojados al mar. — Tahures trasatlánticos. — El amor y el paludismo. — Vuelta al estudio de la Anatomía.

D

Días antes de zarpar el vapor, y cuando obraban en mi poder el pasaporte y el billete para el viaje, sufrí un ataque de disentería aguda. ¡Un naufragio a la vista del puerto!... ¡Qué angustias devoré al verme nuevamente postrado en el lecho, sin amigos que me atendieran, y precisamente en el ansiado momento de la liberación!...

Por fin, la Providencia apiadóse de mí. Y aprovechando, impaciente, cierta débil mejoría, embarquéme precipitadamente en el vapor España con rumbo a Santander. Conmigo abandonaron la Isla también muchos soldados inutilizados en campaña. Los infelices estaban enfermos como yo; pero, más desventurados, viajaban en tercera, hacinados en montón y sometidos a régimen alimenticio insuficiente o poco reparador. Yo me complacía en cuidarlos, procurándoles medicamentos y alentando sus esperanzas. Algunos de aquellos desgraciados hijos del pueblo fallecieron durante la travesía. ¡Qué desgarrador espectáculo contemplar con el alba el lanzamiento de los cadáveres al[p. 306] mar!... Por fortuna, otros enfermos mejoraban a ojos vistas. Al alivio cooperaban la pureza del aire y la ausencia de nuevas infecciones; pero obraban con superior eficacia estos dos supremos tónicos espirituales: la esperanza de ver pronto el sol de la patria, y la alegría de incorporarse al seno de la familia.

Yo fuí uno de los rápidamente aliviados por el ambiente puro del mar. A mi arribo a Santander era otro hombre: comía con apetito, estaba sin fiebre y podía corretear por la ciudad montañesa. ¡Me había salvado!... Quedábame sólo cierta demacración alarmante y la palidez pajiza de la anemia.

Después de ofrecer semejante cuadro de tristeza, bien será dar una nota amena. Fué nuestro país siempre el fecundo solar del hampa y de la picaresca. Quevedo podría escribir hoy, si resucitara, sus más graciosas jácaras. En esto no hemos degenerado todavía. Por consiguiente, en un trasatlántico español, donde se dan cita todas las clases sociales, no podían faltar, además de hembras de vida alegre y ejemplares típicos de petardistas de oficio y empleados concusionarios, algunos genuinos representantes de aquella castiza fullería tan perfectamente retratada por nuestros escritores del siglo de oro. Tocóme precisamente ser compañero de camarote de uno de estos jugadores de ventaja, el cual no tenía más ocupación ni granjería que ir y venir continuamente de España a Cuba, a fin de limpiar, en unión de otros compinches y con los mejores modos posibles, la bolsa de los indianos opulentos, de los comerciantes con ahorros y de los jefes y generales con pacotilla.

Nuestro elegante tahúr viajaba siempre en primera, lucía en sus dedos enormes solitarios, colgaba el reloj de aparatosa leontina y vestía con esa fastuosidad presuntuo[p. 307]sa y cursi característica del plebeyo enriquecido. Desde el primer día fingió compadecerse de mi desgracia; y deseando protegerme y proporcionarme distracciones adecuadas a mi estado, invitóme amablemente a una partida de banca, en la cual, gracias a las habilidades de mi generoso mentor, debía yo ganar infaliblemente.

—Yo no tallo nunca —decíame con ademán modesto—; limitóme no más a apuntar a una carta pequeñas cantidades. Sólo cuando a las cuatro o cinco manos conozco, por las señales del dorso, unos cuantos naipes —y éste es mi secreto—, hago puestas de importancia, ganando siempre.

Y, como yo moviera la cabeza en señal de incredulidad, añadió:

—¡No sea usted criatura!... En cuanto me vea usted cargar de firme a una carta, acompáñeme con lo que tenga. De seguro que en una sesión se gana usted tres o cuatro mil pesos.

Excusado es decir que mi ladino consejero perdía lastimosamente el tiempo. Aparte el recelo que siempre he sentido hacia las personas deseosas de protegerme, sin saber a punto fijo si merezco su protección, jamás he tenido la superstición de la suerte. Ni sentí nunca eso que Virgilio calificaba con la tan sobada expresión: auri sacra fames. En mi sentir, los negocios de la vida marchan y se desenlazan con arreglo a una lógica inexorable y absolutamente limpia de toda influencia mística.

Pensaba, y pienso además, que sólo existe una fuente racional y segura de prosperidad económica: el trabajo intenso, fecundado por la cultura intelectual. Lejos de compadecer al perdidoso en el juego, le considero como estafador frustrado, o cual gandul codicioso, a quien todos deberíamos desear, con la ruina fulminante, el definitivo ingreso en la categoría profesional de faquín, mandadero[p. 308] o chulo, categoría de que le apartaron el azar de un apellido ilustre o ventajas sociales inmerecidas.

Pronto me felicité de mi desconfianza. Varios comerciantes ricos, invitados como yo a coincidir en las puestas con el citado gancho, quedaron perfectamente desplumados. Los infelices habían liquidado en pocas sesiones de timba veinte años de trabajo honrado y de austeras economías. A uno de ellos tuvimos que costearle hasta el bote que le condujo al muelle. El pobrete perdió 15 o 20.000 duros, caudal con que pensaba establecerse en su pueblo y hacer la felicidad de la familia.

Mi llegada a Santander debió ocurrir hacia el 16 de Junio de 1875. Una nube de mujeres nos rodeó, disputándose nuestros equipajes. Impresionóme muy agradablemente el paisaje de la Montaña, cuya frondosa vegetación sólo hallé comparable con la de Cuba. Por referencias de varias personas supe con disgusto que España sólo poseía una estrecha faja de clima francamente europeo: desde el litoral cantábrico hasta la cordillera limitante de las altas mesetas castellanas. El resto deja no poco que desear, desde el punto de vista del régimen pluvial[47].

[p. 309]

De paso para Madrid, visité Burgos, admirando su maravillosa catedral y sus interesantes monasterios de las Huelgas y de la Cartuja. Y después de descansar un par de días en la Corte, tuve al fin la indecible felicidad de regresar a Zaragoza y de abrazar a mis padres y hermanos. Halláronme amarillo, demacrado, con un aspecto doliente que daba pena. ¿Qué hubieran dicho si me contemplan dos meses antes?...

Aunque no recobré la antigua pujanza ni logré sacudir enteramente la anemia palúdica, repusiéronme mucho el aire de la tierra, alimentación suculenta y los irreemplazables cuidados maternales. De tarde en tarde, recidivaba la fiebre; pero ahora la quinina mostrábase más eficaz.

Mejorado, pues, en lo posible, había que pensar en el porvenir. Debía rehacer mi vida, derivándola otra vez hacia el viejo cauce. Mi padre, enérgico siempre conmigo, continuaba señalándome el rumbo del profesorado como el ideal más conforme con mis estudios y aficiones, ya que mis disposiciones para la clínica dejaban harto que desear. Ni mi salud, bastante achacosa, consentía el esfuerzo físico que supone el servicio de la clientela urbana, donde el joven doctor debe estrenarse precisamente con clientes de cuarto piso o de guardilla.

A propósito de mi aspecto enfermizo y a guisa de entreacto agridulce, voy a contar el primero de mis desengaños amorosos.

[p. 310]Poco antes de ingresar en el Ejército, entablé relaciones con cierta señorita huérfana, agradable y bien educada. Sus cartas recibidas durante las campañas de Cataluña y Cuba constituían para mí dulce consuelo.

Regresado a España, visité inmediatamente a mi novia, que vivía al lado de su tía, único pariente que la quedaba. Recibióme bien, pero sin la efusión y alborozo esperados por mí después de cerca de tres años de relaciones y de tan prolongada ausencia. Y, en las sucesivas entrevistas, su reserva y frialdad se acentuaron de modo inquietante.

Naturalmente, dada mi situación de enfermo y licenciado distaba yo bastante de ser lo que se llama un buen partido. Con mi malhadado viaje a Ultramar había perdido la salud y mi carrera. Érame, pues, forzoso abrirme de nuevo camino en la vida. Y el asunto iba para largo.

Asaltáronme, por consiguiente, dudas atormentadoras acerca del verdadero estado sentimental de mi novia. ¿Era aversión, indiferencia o afecto real, aunque contenido por los mandatos de la buena educación? ¿Tendría acaso otro pretendiente?

Para disipar de una vez mi incertidumbre, resolví hacer un experimento decisivo. Las palabras fingen; pero los gestos, como instintivos que son, dicen siempre la verdad. Mi plan era tan sencillo como irreverente. Consistía en averiguar cómo reaccionaría mi prometida ante la impresión de un ósculo furtivo. Habida cuenta de su excesiva pudibundez, la prueba revestía caracteres de extrema gravedad.

Reconozco que el beso deja bastante que desear como reactivo del amor. Y más tratándose de ósculos improvisados, superficiales y puramente epidérmicos. A propósito de lo cual recuerdo ahora la ingeniosa clasificación de base estrictamente anatómica dada por cierto médico francés, que apreciaba el valor sentimental del beso conforme a la[p. 311] siguiente gradación: besos cutáneo-cutáneos, besos mucoso-cutáneos y besos mucoso-mucosos. Yo no juzgué prudente comenzar por el núm. 3.º de la escala, sino por el 1.º Así y todo, practiqué la prueba con indecible pavor. ¡Como que era el primer beso dado por mí a una mujer, no obstante mis veintitrés años cumplidos!...

Cierto día, tras largo rato de coloquio lánguido y anodino, llegó el trágico momento. Al despedirme, reuní todo mi valor; me acerqué irrespetuosamente a mi novia y estampé bruscamente en su faz el ósculo consabido...

Mi prometida palideció súbitamente; lanzó un grito de indignación y retiró rápidamente el rostro. El pudor ofendido coloreó sus mejillas, y lo que fué para mí altamente significativo, hizo gestos de instintiva repugnancia, casi de asco. Y con voz alterada exclamó: «Me ofende usted gravemente con sus audaces incorrecciones. Sepa usted que mi educación y mis creencias me impiden tolerar estas cosas; y aunque no me lo prohibieran, me lo prohibiría la prudencia, porque hay hombres tan mal caballeros que son capaces de contar en los corrillos del café las debilidades y complacencias de sus novias...»

Anonadado quedé al escuchar tan crueles palabras. Formulé algunas balbucientes excusas; le dí automáticamente la mano; dirigí melancólica mirada a aquella estancia donde habían transcurrido tantas horas felices; tomé la puerta y no volví más. ¡Para qué!...

La prueba resultó concluyente. Para aquella mujer yo era un pobre enfermo y, además, ¡quién lo pensara!, un felón. Hallaba justificado y loable que señorita virtuosa y austera repudiara manifestaciones harto expresivas de amante atolondrado; excusaba, por instintiva y profundamente humana, la repugnancia hacia el enfermo; pero al alma me llegó el que una dama me creyera tan mal[p. 312] caballero. Ciertas villanías sólo pueden pensarse cuando la imagen del amante apenas ocupa lugar en el corazón femenino. Además, una doncella discreta y enamorada hubiera encontrado razones más suaves e indulgentes para corregir las demasías —llamémoslas así— de un novio de sobra impetuoso.

Más adelante supe por tercera persona que mi novia estaba completamente desilusionada. La compasión más que el amor la ligaban a su prometido. Disgustábale mi carácter, que le parecía excesivamente brusco y violento (y en ello exageraba), y desconfiaba de mi salud, harto quebrantada. Convengamos en que la perspectiva de viudez prematura en plena pobreza tiene poco de agradable. Como diría Schopenhauer, hablaba en ella el genio de la especie, que tiene siempre razón.

Véase, pues, cómo el protozoario del paludismo contraído en servicio de la patria me dejó, primero, sin sangre, y, después, sin novia. Afortunadamente, no todas las mujeres son tan cuerdas y fríamente calculadoras. Hay también criaturas angelicales con vocación de Hermanas de la Caridad, que, antes de rechazar un rostro pálido y unos ojos hundidos, se preguntan si no sería posible y hasta éticamente bello restaurar a fuerza de ternura y maternales cuidados una salud quebrantada y devolver un hombre a la sociedad. Y frecuentemente lo consiguen.

El desengaño fué grande, pero no incurable, por fortuna. Caí pronto en la cuenta de que no estaba yo para noviazgos. Mi problema, como el problema de España, según Costa, era de escuela y despensa. Y de botica, agregaría yo. Importaba, ante todo, restaurar energías físicas perdidas; estudiar de firme y labrarme un porvenir. Y esto sólo podría conseguirse siguiendo el camino trazado por mi padre. Lo demás se me daría por añadidura.

IlustraciónIlustración

Lám. XVIII, Figs. 24 y 25.—Retratos del autor hechos en Zaragoza, repuesto ya del paludismo. El primero corresponde a la época de mi auxiliaría en la Facultad; el segundo es uno o dos años posterior (1876) y fué tomado por mi amigo H. Villuendas cuando me preparaba para oposiciones a cátedras.

[p. 313]Frecuenté, pues, nuevamente el anfiteatro; reconciliéme con los abandonados libros de Anatomía e Histología y comencé mi preparación para oposiciones a cátedras.

Mientras tanto, y gracias a la buena amistad del doctor D. Jenaro Casas, se me nombró por la Comisión mixta de estudios médicos Ayudante interino de Anatomía, con 1.000 pesetas de haber anual[48]. Dos años después (28 de Abril de 1877), cuando la Facultad de Medicina de Zaragoza adquirió carácter oficial, recibí el nombramiento de Profesor auxiliar interino, cargo que durante aquellos tiempos (la Facultad hallábase en vías de renovación) daba mucho que hacer por las numerosas cátedras vacantes. Ocasiones hubo en que tuve que explicar tres lecciones diarias. Con esos cargos y el producto de algunos repasos privados de Anatomía ganaba lo bastante para no ser enteramente gravoso a la familia.

Tenía yo nobles ambiciones. Aunque luchando con un carácter excesivamente apocado y retraído, aspiraba a ser algo, a emerger briosamente del plano de la mediocridad, a vindicar (si ello era posible) a mi patria y, dentro de mi modesta esfera, del juicio severo, tantas veces repetido por nacionales y extranjeros, de no haber colaborado en la obra magna del conocimiento científico. Y firme en este anhelo patriótico —que todos mis compañeros estimaban pura locura, cuando no pretensión petulante—, trabajé por alcanzar el modesto pasar y el ocio tranquilo indispensables para mis ambiciosos proyectos. Esta aurea [p. 314]mediocritas cifrábase entonces para mí en la honrosa toga del maestro.

En el próximo volumen referiremos las batallas que mi candor e inexperiencia hubieron de librar hasta alcanzar el ansiado sillón de catedrático; y cómo, logrados al fin el vagar y sosiego necesarios a las tareas del Laboratorio, un pobre médico valetudinario, nada simpático y de carácter huraño y brusco, sin maestros ni protectores, vino a ser, andando el tiempo, investigador laborioso y estimado de los sabios extranjeros.

FIN DEL TOMO PRIMERO


[p. 315]

Friso ornamental

ÍNDICE


Págs.
Advertencia al lector. III
Capítulo I.— Mis padres, el lugar de mi nacimiento y mi primera infancia. 1
Capítulo II.— Excursión tardía a mi pueblo natal. — La pobreza de mis paisanos. — Un pueblo pobre y aislado que parece símbolo de España. 7
Capítulo III.— Mi primera infancia. — Vocación docente de mi padre. — Mi carácter y tendencias. — Admiración por la naturaleza y pasión por los pájaros. 17
Capítulo IV.— Mi estancia en Valpalmas. — Los tres acontecimientos decisivos de mi niñez: los festejos destinados a celebrar nuestras victorias de África, la caída de un rayo en la escuela y el eclipse de sol del año 60. 25
Capítulo V.— Ayerbe. — Juegos y travesuras de la infancia. — Instintos guerreros y artísticos. — Mis primeras nociones experimentales sobre óptica, balística y el arte de la guerra. 37
Capítulo VI.— Desarrollo de mis instintos artísticos. — Dictamen de un revocador sobre mis aptitudes. — ¡Adiós mis ensueños de artista! — Utilitarismo e idealismo. — Decide mi padre hacerme estudiar para médico y enviarme a Jaca. 49
Capítulo VII.— Mi traslación a Jaca. — Las pintorescas orillas del Gállego. — Mi tío Juan y el régimen vegetariano. — El latín y los dómines. — Empeño vano de los frailes en domarme. — Retorno a los devaneos artísticos. 65
[p. 316]Capítulo VIII.— El padre Jacinto, mi dómine de latín. — Cartagineses y romanos. — El régimen del terror. — Mi aversión al estudio. — Exaltación de mi fiebre artística y romántica. — El río Aragón, símbolo de un pueblo. 73
Capítulo IX.— Continúan mis distracciones. — Los encierros y ayunos. — Expedientes usados para escaparme. — Mis exámenes. — Retorno a Ayerbe y vuelta a las andadas. 85
Capítulo X.— Mi regreso a Ayerbe. — Nuevas hazañas bélicas. — El cañón de madera. — Tres días de cárcel. — El mosquete simbólico. 91
Capítulo XI.— Dispone mi padre llevarme a Huesca a continuar mis estudios. — Exploración de la ciudad. — La catedral, San Pedro, San Jorge y Monte-Aragón. — Nuestros profesores. 99
Capítulo XII.— Mis nuevos compañeros de algaradas. — Reyertas estudiantiles. — Graves consecuencias de llevar gabán largo. — Accidente en un estanque. — La religión del color y diccionario cromático. — No hay rosas sin espinas. 111
Capítulo XIII.— Las vacaciones. — Pinturas fúnebres. — Descubrimiento de una biblioteca de novelas. — Se recrudece mi furor romántico. — El Robinsón y el Quijote. 127
Capítulo XIV.— En crescendo mis distracciones y calaveradas, mi padre me acomoda de aprendiz en una barbería. — Mi hermano Pedro. — El Sr. Acisclo. — Majos y conspiradores. — Las pedreas. — Escaramuza con la fuerza pública. — El placer de los dioses. — Alarma del público con ocasión de las pedreas. 139
Capítulo XV.— Inquina de mi catedrático de griego. — Decide mi padre escarmentarme convirtiéndome en aprendiz de zapatero. — Mis proezas en obra prima. — El ataque de Linás. — Consideraciones en torno de la muerte. 153
Capítulo XVI.— Vuelta al estudio. — Matricúlome en dibujo. — Mis profesores de Retórica y Psicología. — Impresión causada por las enseñanzas filosóficas. — Una travesura desdichada. — En busca de aventuras. 169
Capítulo XVII.— Dos inventos que me causaron indecible asombro: el ferrocarril y la fotografía. — Mi iniciación en[p. 317] los estudios anatómicos. — Saqueo macabro. — La memoria de las cosas y la de los libros. — La aurora del amor. 181
Capítulo XVIII.— Revolución de Septiembre en Ayerbe. — Ruptura de las campanas. — El odio del pueblo a los guardas rurales. — Mis profesores de Física, Matemáticas, etc. — Ulteriormente me reconcilio con la Geometría y el Álgebra, aunque algo tarde. — Concluyo el bachillerato. 197
Capítulo XIX.— Comienzo en Zaragoza la carrera médica. — El Ebro y sus alamedas. — Mis profesores del preparatorio: Ballarín, Guallart y Solano. — Cobro afición a la disección bajo la dirección docente de mi padre. 213
Capítulo XX.— Mis catedráticos de Medicina. — D. Manuel Daina y el premio de Anatomía topográfica. — Un singular procedimiento de examen. — Nuestro decano, D. Genaro Casas. — Mis petulancias polémicas. — Notas breves acerca de algunos profesores y ciertos incidentes ocurridos en sus clases. 227
Capítulo XXI.— Continúo mis estudios sin grandes mortificaciones. — Mis manías literaria, gimnástica y filosófica. — Proezas musculares. — La Venus de Milo. — Un desafío a trompada limpia. — Amores quijotescos. 239
Capítulo XXII.— Recién Licenciado en Medicina, ingreso en el Cuerpo de Sanidad Militar. — Mi incorporación al ejército de operaciones contra los carlistas. — El españolismo de los catalanes. — Mi traslación al ejército expedicionario de Cuba. — Coloquio entre dos camaradas ávidos de aventuras exóticas. — Mi embarque en Cádiz con rumbo a la Habana. 255
Capítulo XXIII.— Llegada a la Habana. — Soy destinado al hospital de campaña de «Vista Hermosa». — Enfermo, al poco tiempo, de paludismo. — Aprovecho mi forzada quietud para aprender el inglés. — Mi dolencia se agrava y se me concede licencia para convalecer en Puerto Príncipe. — Iniciada mi mejoría, soy destinado a la enfermería de San Isidro en la «Trocha del Este». — La vida en la Trocha. — Música a la luz de la luna. — Mis cándidos quijotismos me impulsan a corregir abusos administrativos, y sólo consigo que me empapele el jefe de la fuerza. 271
[p. 318]Capítulo XXIV.— Mis distracciones en San Isidro. — La danza de negros y el arpa del saboyano. — Se agrava mi enfermedad y se deniega mi solicitud de abandonar temporalmente la Trocha. — Pido mi licencia absoluta. — Gracias a la supresión de la Trocha, logro abandonar mi destino. — Un mes en el hospital de San Miguel. 297
Capítulo XXV.— Me traslado a la Habana, donde recaigo de mi dolencia. — Mi regreso en el vapor España. — Cadáveres de soldados arrojados al mar. — Tahures trasatlánticos. — El amor y el paludismo. — Vuelta al estudio de la Anatomía. 305

ÍNDICE DE FIGURAS


Págs.
Lám. I: Retrato de mis padres. Estas fotografías están hechas cuando mis progenitores pasaban de los setenta años. 2
Lám. II, Fig. 1.— Larrés tomado a vista de pájaro. En la fotografía no aparece el Pirineo nevado, que hacia el Norte cierra el horizonte. 4
Lám. II, Fig. 2.— La casa alta, destartalada y situada en el centro de la calle, fué donde nací. (Petilla). 4
Lám. III, Figs. 3 y 4.— Dos vistas de Petilla: la primera tomada del lado Sur y la segunda del lado Norte. 10
Lám. IV, Fig. 5.— Vista desde Ayerbe de las faldas del monte del Castillo. 39
Lám. IV, Fig. 6.— La plaza baja de Ayerbe con la torre del reloj y el palacio de los Marqueses, hoy convertido en casa de vecindad. 39
Lám. V, Figs. 7 y 8.— Para quienes gusten de estas bagatelas, reproducimos aquí dos acuarelas encontradas rebuscando entre mis viejos papeles. Fueron ejecutadas de memoria, cuando yo tenía nueve o diez años, poco después de la época del desahucio del revocador. Ambas, sobre todo la primera, ofrecen ostensibles defectos de dibujo y proporciones. Una de ellas representa cierto labriego de Ayerbe bebiendo en la taberna; la otra reproduce la ermita de la Virgen de Casbas, en los Anguiles, cerca de la citada villa. 54
Lám. VI, Figs. 9 y 10.— Dos vistas del Castillo de Loarre, objetivo de mis correrías y curioseos arqueológicos durante mi adolescencia. La primera muestra la fortaleza-palacio de Sancho Ramírez, vista desde el Este. La segunda enfoca el mismo tema pero desde más lejos, y fué tomada por mí allá por los años de 1883. 64
Lám. VII, Fig. 11.— El monte Uruel (Jaca), visto por el Poniente. La proximidad del punto de vista impide reconocer la forma y apreciar la grandiosidad de esta montaña, que sólo aparece bien desde el llano de Jaca, es decir, contemplada por el Norte. 69
Lám. VIII, Figs. 12 y 13.— Vistas de Jaca. La primera muestra la muralla de Jaca por el lado del Este, con una de las puertas principales. La segunda presenta el paseo que rodea la muralla, punto habitual de las correrías de los chicos. 78
Lám. IX, Figs. 14 y 15.— La primera copia la calle principal de Jaca, con el edificio de la alcaldía. La segunda presenta el río Aragón, bordeado de huertas; allá en el fondo asoma un pico del Pirineo, el Coll de Ladrones, desgraciadamente muy achicado por el objetivo fotográfico, que tiene, según es sabido, el defecto de empequeñecer notablemente los últimos planos. 81
Lám. X, Fig. 16.— Fachada del Instituto de Huesca. 100
Lám. X, Fig. 17.— Puerta principal de la catedral de Huesca. Fotografías del autor. 100
Lám. XII, Fig. 20.— Huesca. Retablo de mármol de la Catedral. 102
Lám. XI, Figs. 18 y 19.— La primera, presenta, según fotografía reciente, la escalera de descenso a la célebre Campana de Huesca; mientras que la segunda copia el precioso claustro románico de San Pedro el viejo. 104
Lám. XIII, Fig. 21.— Don Genaro Casas, decano de la Facultad de Medicina de Zaragoza y buen amigo de mi padre. 231
Lám. XIV, Fig. 22.— Esta fotografía, efectuada por mí por el proceder del colodión (1873), poco antes de ingresar en el ejército, presenta algunos de mis condiscípulos y amigos, casi todos fallecidos ya.—1, C. Senac; 2, Simeón Pastor (que fué catedrático de Terapéutica); 3, Visié (que fué médico militar); 4, H. Gimeno Vizarra; 5, Félix Cerrada (actualmente catedrático de Patología general); 6, Hilarión Villuendas (ayudante del Museo); 7, Joaquín Benedicto (profesor que fué de la Escuela de Comercio); 8, Joaquín Vela (después médico militar y compañero en Cuba). 256
Lám. XV, Figs. 23 y 24.— Dos retratos del autor. El primero cuando contaba veinte años y estaba a punto de terminar la carrera; el segundo cuando, sorteado para Ultramar, se disponía a trasladarse a Cuba con el empleo de médico primero. 258
Lám. XVI, Fig. 25.— Fotografía hecha en Puerto Príncipe, después de convalecer del paludismo contraído en Vista Hermosa. 282
Lám. XVI, Fig. 26.— Otra fotografía donde aparecen dos amigos hospedados en la fonda El Caballo Blanco. (Puerto Príncipe). 282
Lám. XVII, Fig. 23.— Un fortín de la enfermería de San Isidro, en la Trocha del Este. La fotografía, tomada por mí al colodión, presenta en primer término la locomotora de tipo americano, con enorme chimenea de embudo. 287
Lám. XVIII, Figs. 24 y 25.— Retratos del autor hechos en Zaragoza, repuesto ya del paludismo. El primero corresponde a la época de mi auxiliaría en la Facultad; el segundo es uno o dos años posterior (1876) y fué tomado por mi amigo H. Villuendas cuando me preparaba para oposiciones a cátedras. 312

[p. 319]

FE DE ERRATAS


PÁGINA LÍNEA DICE DEBE DECIR
4 13 nemotécnicas mnemotécnicas
120 16 sediciente pretencioso
136 30 ingenuamente ingeniosamente
154 35 Magalanes Magallanes
192 28 memotécnica mnemotécnica
205 24 los de textos los textos

NOTAS

[1] Apareció allá por los años de 1900 a 1903 en Nuestro Tiempo y en la Revista de Aragón.

[2] Aludo a mi estancia, varios años después, en Sierra de Luna, pueblo de la provincia de Zaragoza.

[3] Trampas hechas con una losa y ciertos palillos fácilmente desbaratables por el pájaro al picar el cebo. Perdone el lector las voces aragonesas que empleo; algunas de ellas no figuran en el Diccionario.

[4] De la faz negativa del patriotismo, de que hablaba yo en 1900, tenemos actualmente en España dolorosos ejemplos. Con ocasión de la horrenda catástrofe europea, los españoles que leen —afortunadamente son los menos— aparecen divididos en dos bandos, encarnizadamente enemigos: los neutrófilos, en realidad germanófilos, y los anglófilos o aliadófilos. Pero no nos engañemos. Con razón se ha dicho que aquí nadie ama a nadie; todos aborrecen. Los unos odian a Alemania, a causa de sus ínfulas de raza superior y su concepción autocrática del Estado. Los otros a Francia e Inglaterra, por haber sido cuna y constituir vivo ejemplo de la tolerancia religiosa y de las libertades civiles. Lo que por ninguna parte asoma es el amor sincero a España y el convencimiento de que sólo por el esfuerzo enérgico y consciente de sus hijos podrá venir su engrandecimiento político y elevación cultural.

[5] Añado este párrafo en 1917, en plena decadencia del gusto pictórico.

[6] Aludo a los desdichados cubistas, prerrafaelistas, impresionistas, a los que lo pintan todo negro, o todo azul, o todo verde, en fin, a la cáfila de extravagantes que han deshonrado el arte de Rafael y de Velázquez. ¡Ah! ¡Con cuánto gusto, si el divino papel que represento no me lo estorbara, saltaría cada primavera a la arena crítica, y probaría, como tres y dos son cinco, con la competencia que me da el ser catedrático de Anatomía patológica y Teratología, y aficionado, además, a la óptica aplicada, las extrañas deformidades anatómicas y las horribles incongruencias de color, de perspectiva y de composición, para las cuales tienen nuestros críticos de arte, ¡quién lo dijera!, increíbles suavidades e indulgencias, cuando no alabanzas fervorosas!

[7] Llamábase R. Cuiduras y era persona culta, que educó perfectamente a sus hijos, con quienes mantuve siempre excelentes relaciones.

[8] Cuando se escribía esto, mi cultura psicológica era bastante deficiente. Datos valiosos, aunque no siempre coherentes acerca de este interesante punto, se encuentran en los estudios de Stanley Hall, Ribot, Ferrier, Dewey, James, Hutchinson, etc.

[9] Fallecido mi patrón hace muchos años, no tengo por qué disfrazar su nombre. Su establecimiento, desaparecido hoy, estaba en la calle de la Correría, no lejos de la Plaza de la Catedral.

[10] Recuérdese el ejemplo clásico de Campanella, citado por James, «para conocer el estado mental de alguno, remedaba sus gestos».

[11] Sin embargo, las obras históricas ojeadas en la biblioteca del confitero y algunos libros que pude proporcionarme después, despertaron mi afición a este orden de estudios, que sólo interesan a los jóvenes a condición de introducir en la narración pormenores descriptivos de batallas y elementos dramáticos y anecdóticos. Yo era entonces —lo he dicho ya— fervoroso patriota; por tanto, no extrañará que ciertos episodios de nuestra historia me pusieran de mal humor. Iniciativas que hoy disculparía teniendo en cuenta el ambiente moral de la época, el concepto patriarcal de la realeza y la pobre mentalidad de políticos y generales, causáronme entonces graves enojos.

Cierto que yo me entusiasmé con la epopeya —un poco lenta— de la Reconquista, la patriótica unión de los reinos peninsulares y el estupendo descubrimiento y conquista de América, donde tanto brillaron las épicas hazañas de Cortés, Pizarro, Almagro y Vasco Núñez de Balboa; pero me sacaban de quicio, exasperándome hasta lo indecible, las alteraciones y rebeldías constantes de prelados, nobles y municipios, y sobre todo la lenta y sistemática despañolización de la política de España con el advenimiento de los Austrias y su séquito de flamencos y alemanes. Yo, que no pude perdonar al habilísimo Fernando el Católico, tan alabado por Maquiavelo, su incomprensible desconfianza hacia el Gran Capitán (el único caudillo genial que tuvo España por entonces), menos había de perdonar al sombrío burócrata Felipe II, su manía de regir el mundo desde su butaca (en una época en que todos los reyes batían el cobre en el campo de batalla) y su imprevisión y ligereza al encargar el mando de la Invencible a un general de salón, sabiendo que tenía que habérselas con ingleses y holandeses, los mejores marinos del mundo. Mi fibra patriótica vibraba de indignación al advertir cómo nuestros reyes, haciendo gala de menosprecio o desconfianza hacia el talento hispano, confiaban casi siempre el mando de ejércitos y escuadras a caudillos extranjeros (marqués de Pescara, Alejandro Farnesio y Filiberto de Saboya), y nombraban al portugués Magallanes jefe de la gloriosa expedición que dió la vuelta al mundo.

¡Qué de glorias perdidas —pensaba yo— a consecuencia de esta incomprensible conducta!...

[12] Allá a fines de 1865, por disgustos habidos con el Ayuntamiento, dejó mi padre el partido de Ayerbe, trasladándose primero a Sierra de Luna y luego a Gurrea de Gállego. Transcurridos dos años, y hechas al fin las paces con el cabildo ayerbense, retornó al antiguo partido, al cual le ligaban un crédito profesional bien cimentado y hasta algunos bienes raíces.

[13] Los condes de Parcent solían pasar entonces los veranos en Gurrea, centro de sus vastas posesiones señoriales, donde tenían magnífico palacio. Recuerdo todavía con placer las soberbias cacerías (con acompañamiento de bocinas, tiendas de campaña, lujosos trajes de caza, etc.) efectuadas en los bosques próximos, y a las cuales era mi padre graciosamente invitado a título de primera escopeta de la comarca. Por cierto que el hermano del conde pintaba al óleo bastante bien. Aún debe conservarse en mi casa cierto retrato de mi padre, con robusto y bien entonado colorido, regalo del aristócrata aficionado.

[14] El Sr. Pedrín vive aún, y dirige un acreditado taller de zapatería en Huesca, donde es muy estimado. Hace algunos años, y poco después de haberse hecho público cierto afortunado triunfo mío, salióme a recibir a la estación oscense, y sin poder contener las lágrimas, abrazóme emocionado, exclamando: «¡Y yo que pensaba que tenías aptitudes excepcionales para el oficio!»

[15] No respondemos de la fidelidad absoluta del precedente relato. Trasladamos aquí exclusivamente nuestros recuerdos personales, así como la versión, descartada de anécdotas y de suposiciones inverosímiles, que por aquellos tiempos corría en Ayerbe.

[16] Ocurrió este choque cerca de Plasencia, carretera de Ayerbe a Huesca. Cierta cuadrilla de contrabandistas, a quienes, al cruzar el Pirineo, había sido arrebatado, con muerte de algún paquetero prestigioso, valiosísimo contrabando, deseando vengarse y recobrar el botín, siguió a corta distancia a los carros portadores del apresado cargamento, recatándose en lo posible de la escolta de carabineros y fuerzas de infantería que lo custodiaban. Llegados más allá de Ayerbe, aprovecharon un momento durante el cual, demasiado adelantada la escolta de infantería, no quedaba junto a los carros sino una docena de carabineros; entonces sorprendieron a éstos, que marchaban descuidados; mataron seis o siete infelices; dispersaron los demás, y cargaron rápidamente el contrabando en sus recuas. Cuando la compañía de infantería, que iba a la cabeza del convoy, tuvo noticia de la audaz y sangrienta acometida, fué ya imposible alcanzar a los contrabandistas, que tomaron, por veredas de ellos solamente conocidas, la vuelta de Zaragoza. A cargo de mi padre corrió la autopsia de los cadáveres, y yo, llevado de mi curiosidad, le acompañé ayudándole en la fúnebre tarea. Según supe más adelante (en 1910) precisamente por el jefe de la partida (en Ansó), los ansotanos tuvieron también algunos heridos, que escondieron en corrales y aldeas.

[17] Nuestro modelo de estudiantes aplicados era Arizón, que llegó y no pasó de médico militar. Jamás pudimos arrancarle el número primero de la clase.

[18] Omito en la presente edición, por inoportunas, ciertas reflexiones tocantes a cuestiones psicológicas y metafísicas (problema crítico, criterios de certeza, fronteras entre el yo y el no yo, tipos intelectuales, etc.), que figuraban en la primera.

[19] Este siniestro acaeció precisamente el día que se inauguró la línea de Tardienta a Huesca.

[20] Muchos de estos datos los debo a la amabilidad de mi estimado amigo y condiscípulo Dr. Ricardo Monreal, ilustrado médico de Ayerbe, que ha querido reforzar mis borrosas reminiscencias con el rico caudal de sus recuerdos.

[21] A causa de la maravillosa aptitud de Fabre para iniciar a la juventud en el estudio de las ciencias, el ministro Duruy, que le conocía bien, quiso nombrarlo preceptor del príncipe imperial; pero no lo consiguió porque el Solitario de Sérignan no tenía madera de cortesano.

[22] Alude a la escapatoria camino de Zaragoza. En realidad, los expedicionarios fuimos cuatro y, naturalmente, de lo peorcito del curso.

[23] Murió hace algunos años de una afección cardíaca.

[24] Solano murió joven a consecuencia de una operación quirúrgica.

[25] En el momento mismo en que corrijo estas cuartillas (10 de Junio de 1917) me entero por los periódicos del entierro del viejo amigo. Como veremos más adelante, yo le soy deudor de algunos importantes servicios.

[26] Por aquel año (1872), otro ministro de la Revolución restableció las calificaciones de examen.

[27] Comprenderá el lector que, después del tiempo transcurrido, no puedo precisar los términos de la polémica, pero sí los argumentos y el espíritu que los animaba.

[28] D. Pablo Salinas vive aún y es actualmente un jefe prestigioso del Cuerpo de Sanidad Militar. ¡Lástima que contrariedades de la suerte le hicieran desistir de la carrera del profesorado, para la cual poseía vocación y talento singulares!

[29] A decir verdad, hubo otro compañero, Fernández Brizuela, que siguió cultivando las musas con estimable éxito. Este excelente amigo, coleccionista infatigable (coleccionaba hasta los dibujos y ensayos poéticos de sus condiscípulos), murió joven, después de haber ejercido la Medicina muchos años en Zaragoza.

[30] Recientemente, uno de los pocos condiscípulos supervivientes, el Dr. Irañeta, me ha mostrado la citada oda humorística, escrita para celebrar la entereza con que los alumnos de Fisiología del Dr. Valero persistimos en nuestra huelga hasta recibir plena satisfacción de ciertas frases molestas proferidas por el profesor en momentos de acaloramiento. Titulábase La Commune estudiantil, y está escrita con tal inocencia, que no merece los honores de la impresión.

[31] Poco después publicó el brillante escritor D. Amalio Gimeno, futuro catedrático de San Carlos, cierta novela de asunto bastante semejante, titulada, si mal no recuerdo, Aventuras de un glóbulo rojo.

[32] Mi contrincante fué José Moriones, sobrino del general de este nombre, temperamento caballeresco y excelente camarada. Ingresó, como yo, en Sanidad Militar, donde hizo brillante carrera.

[33] A mi vuelta de América, supe con sorpresa que la Venus de Milo, tan admirada y solicitada por su milagrosa hermosura, no llegó a casarse, aunque tuvo ventajosísimos pretendientes. Una tisis galopante la arrebató en la flor de la edad. ¡Ella, que era un modelo de sana belleza y de salud moral!... ¡Convengamos en que los microbios saben escoger!

[34] Mi amigo M. vive todavía, y figura hoy entre los jefes más prestigiosos del Cuerpo de Ingenieros de Caminos. Si lee estas líneas, ¡cuánto se reirá de aquellas chiquilladas!

[35] Mi pasaporte para incorporarme al ejército de Cataluña, data del 3 de Septiembre de 1873.

[36] Y a propósito de Venus, vaya un caso clínico que pudo costarme un disgusto:

Cierto capitán, casado y con familia en Lérida, presentóseme un día al reconocimiento con síntomas inequívocos de enfermedad venérea recientemente adquirida. Como el hecho era bastante corriente en aquella azarosa vida de campaña, no me pareció indiscreto designar las cosas por sus nombres.

Pero, con asombro mío, el oficial inmutóse súbitamente y rojo de cólera exclamó: ¡Cuidado, doctor!... Vengo de Lérida, y ni ahora ni desde hace muchos años he faltado a la lealtad conyugal... ¡Si fuera verdad!... ¡La infame!...

Comprendí al momento lo sucedido. Y buscando la manera de reparar o de atenuar la plancha, contesté: «Entonces debe ser otra cosa». Veamos; ¿abusa usted de la cerveza?

—Muchísimo; es mi bebida favorita.

—Entonces el diagnóstico está claro. Trátase de simple catarro uretral provocado por la eliminación del lúpulo, en combinación por la acción del frío. La cosa carece de importancia...

Y cuando le dejé tranquilo y dispuesto a seguir un tratamiento enérgico, respiré a pleno pulmón. Con mi estratagema (entonces corría como válido el efecto irritante de la cerveza) había evitado quizás drama sangriento; porque el tal capitán poseía carácter violentísimo y estaba celoso de su mujer, que, dicho sea de pasada, tenía equívoca reputación.

[37] El disfraz de paisano era necesario, porque los carlistas registraban a menudo el tren que hacía el recorrido de Barcelona a Zaragoza.

[38] Allí desempeñó los más variados oficios: fué soldado; héroe de la pampa; le hirieron en diversas escaramuzas, y llegó a secretario particular de cierto cabecilla indio que no sabía escribir, pero que acometía bravamente en las batallas lanza en ristre. El hijo pródigo regresó ocho o diez años después al hogar, y, arrepentido de su conducta, se formalizó en el trabajo y acabó honrosamente los estudios médicos. Convertido hoy en clínico reputado, figura entre los profesores de la Facultad de Medicina de Zaragoza. A su tiempo haremos mención de sus interesantes y fecundas investigaciones sobre la Histología comparada del sistema nervioso.

[39] D. Abdón Sánchez Herrero abandonó en Cuba la carrera militar y llegó, por su aplicación y talento, a catedrático de Patología médica en la Universidad de Valladolid. Después regentó esta misma cátedra en Madrid, donde murió prematuramente.

[40] Si no recuerdo mal, en la jerga de la ciudad llamaban a los comerciantes confabulados la sociedad de los guiris. Excusado es decir que de sus redes escapaban los vecinos de la ciudad.

[41] El Dr. Ledesma, hoy jefe prestigioso del Cuerpo de Sanidad Militar, llegó, como es sabido, por sus méritos profesionales, a médico de la Real Cámara.

[42] Los había tan largos y vivos que cobraban tres o cuatro veces una misma paga en diversos comercios. Pero más vale no hablar de ciertas combinaciones financieras... Justo es recordar, en disculpa de los hábiles, que el desorden de la administración llegó por entonces al colmo, justificando en cierto modo incorrecciones que en época normal habrían parecido intolerables.

Para que se forme idea de cómo se generalizaba la corrupción administrativa, transcribimos estas palabras del informe del general Jovellar al Ministro de Ultramar (13 de Enero de 1874): «La inmoralidad en todos los ramos de la Administración, sin exceptuar la de Justicia, es la más corrompida del mundo... Sería necesario separar las tres cuartas partes, por lo menos, de los magistrados, jueces y empleados de la Administración civil y militar concusionarios».

[43] De las estadísticas, harto incompletas, publicadas acerca de aquella campaña, se deduce que sólo por enfermedad murieron cerca de 58.000 soldados y oficiales. Juntando a esta cifra la de 16.000, a que ascendieron los soldados devueltos a la Península por inutilizados en campaña (y de los cuales buena parte sucumbió en sus pueblos o en los hospitales de la Península), se obtiene la suma de 74.000 bajas por enfermedad, muertos casi todos. Y no contamos aquí los caídos en el campo de batalla ni los prisioneros y extraviados.

[44] Mientras escribimos estas líneas, el Canadá, la India, la Australia, el África del Sur, etc., sienten como suya la guerra entre Inglaterra y Alemania, y, alardeando de un admirable patriotismo de raza, envían contingentes militares al teatro de la lucha. ¡He aquí el fruto de la generosidad política, que no es, en suma, sino altísima y clarividente habilidad!...

[45] Tengo motivos para pensar que ocurría lo mismo en otros muchos hospitales, y que a ello no se daba ninguna importancia.

[46] La orden de anticipo de la licencia absoluta se expidió con fecha de 15 de Mayo de 1875. El pasaporte es de 21 de Mayo de 1875; en él se hace constar que, hallándome enfermo, mi traslado a la Península corre a cargo de la Administración militar.

[47] Más adelante (creo que en 1876) hice breve excursión al Mediodía de Francia en compañía de antiguo camarada (hijo del Sr. Choliz, de Valpalmas), que se educaba en Oloron para el comercio. Penetramos en el territorio galo por Sumport y visitamos Pierrefitte, Oloron y Pau. La sorpresa recibida al contemplar la excepcional riqueza del suelo francés fué indescriptible. Al observar aquellos frondosos trigales, donde podía ocultarse un hombre puesto de pie; las praderas, verdes y mojadas hasta en Agosto; los frutales y hortalizas prosperando sin riego; la holgura y bienestar del campesino, cuyas aseadas y cómodas viviendas tanto contrastan con la ruindad y pobreza de las habitadas por nuestros labriegos; la proximidad y riqueza de villas y ciudades populosas, etc., tuve por primera vez la melancólica visión de las causas físicas de la secular debilidad de España. Sólo entonces empecé a comprender su accidentada historia y a explicarme, no su decadencia (porque esto constituye mero tópico gratuito de neos y progresistas), sino su radical impotencia para luchar, tanto en el terreno de las armas como en el de la concurrencia científica, industrial y comercial, con la próspera y poderosa Francia y demás naciones europeas, que gozan de geografía y meteorología más afortunadas.

[48] Por entonces la Facultad de Medicina de Zaragoza no era todavía oficial, estando sostenida conjuntamente por la Diputación y el Ayuntamiento. Una Comisión de concejales y diputados provinciales regía los estudios y expedía las credenciales. Mi nombramiento lleva la fecha de 10 de Noviembre de 1875.


Nota de transcripción