The Project Gutenberg eBook of El Doctor Centeno (Tomo II)

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Title: El Doctor Centeno (Tomo II)

Author: Benito Pérez Galdós

Release date: June 3, 2018 [eBook #57264]

Language: Spanish

Credits: Produced by Josep Cols Canals, Ramon Pajares Box and the
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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL DOCTOR CENTENO (TOMO II) ***


Nota de transcripción

Índice


Cubierta del libro

[p. 1]

EL DOCTOR CENTENO



[p. 3]

B. PÉREZ GALDÓS

NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS



EL

DOCTOR CENTENO

TOMO II


14.000

Logotipo del editor

MADRID

OBRAS DE PÉREZ GALDÓS

132, Hortaleza

1905


[p. 4]

EST. TIP. DE LA VIUDA É HIJOS DE TELLO

IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.

Carrera de San Francisco, 4.


[p. 5]

EL DOCTOR CENTENO

IV

EN AQUELLA CASA

I

Acuérdate, lectorcillo, de cuando tú y yo y otras personas de cuenta vivíamos en casa de doña Virginia, y considera cómo el rodar de los tiempos, dando la vuelta de veinte años, ha cambiado cosas y personas. La casa ya no existe; doña Virginia y su marido, ó lo que fuera, Dios sabe dónde andan. Ni he vuelto á verles, ni tengo ganas de encontrármeles por ahí. Aquellos guapos chicos, aquellos otros señores de diversa condición, que allí vimos entrar, permanecer y salir, en un período de dos años, ¿qué se hicieron? ¿Qué fué de tanto bullicioso estudiante, qué de tan variada gente?

En la marejada de estos veinte años, muchos se han ido al fondo, ahogados en el olvi[p. 6]do ó muertos de veras. Los pocos que sobrenadan son: Zalamero, que ha llegado á ser ministro, cosa que entonces nos habría parecido inconcebible; Poleró, que estudiaba para Caminos y después pasó á la Armada, en la que ocupa excelente puesto; Arias Ortiz, que es hoy Ingeniero jefe de una gran empresa minera, y tiene canas y cuatro hijos, de los cuales uno es nada menos que bachiller; Cienfuegos, que es médico de un pueblo... En cambio, el pobre Sánchez de Guevara, que estudiaba Estado Mayor, pereció, siendo comandante del Cuerpo, en las calles de Valencia, combatiendo una sublevación. Pues y el bendito Miquis, ¿qué se hizo?... ¿y el Señor de los prismas, de misteriosa condición y oficio no comprendido? ¿y el infelicísimo eautepistológrafos?... ¿y el sesudo don Basilio Andrés de la Caña, á quien nunca humanos ojos vieron en otro estado que en el de la formalidad y seriedad más imponentes?... Estos y otros que no nombro, ¿do están? ¿viven? ¿se salvaron, ó se sumergieron para siempre?

Detente, memoria; deja á un lado las tristezas, y prueba á referir lo pasado y pintar el teatro de tan grandes sucesos y notables personas, sin interrumpir tu narración con ayes lastimeros. Procura reproducir, si para ello tienes poder bastante, aquel largo pasillo, con tres vueltas, parecido á una conciencia llena[p. 7] de malicias y traiciones; aquella estera rota, tan peligrosa para el que andaba un poco de prisa; aquellos cuartos que al angosto pasillo se abrían; aquella sala y gabinete donde se aposentaban los huéspedes de campanillas; aquel olor de fritanga que desde la cocina se esparcía por toda la casa, saliendo hasta la escalera para dar el quién vive á todo el que entraba.

Repite, memoria, la persona y hermosura de la gallarda Virginia, ama de tal cotarro; ayúdate, si es posible, de algún histórico papel para que puedas decir ahora qué casta de pájaro era la tal, de dónde había venido, por qué andaba en aquellos trotes hospederiles, y, en fin, cuál era su verdadero estado... No olvides al buen señor, marido suyo, ó cosa así, pintor de heráldica, holgazán de profesión todos los días, y los más de ellos consumado borracho, á quien llamábamos Alberique, sin más nombre de pila; ten presente aquel perro humilde que nunca ladraba, y que á la hora de comer iba de cuarto en cuarto avisando á los huéspedes; animal comedido, modesto y meditabundo, á quien llamaban, no sé por qué, Julián de Capadocia.

De los antecedentes de Virginia, nada debemos decir. Todo es obscuridad en esta parte de la historia patria, y las distintas versiones que corrían en lenguas de los estudiantes no tienen[p. 8] la suficiente autoridad para ser estampadas como verdades inconcusas. Algún atrevido sostenía haberla visto, años atrás, en tratos peores que los de Argel; pero ¿con qué pruebas corrobora esta declaración impertinente? Con ninguna. Mucho cuidado con las indiscreciones en lo que atañe á la buena fama de las personas; y antes se ha de romper la pluma que usarla para llevar al papel versiones maliciosas, no depuradas por una crítica severísima. Sobre que era guapetona, no cabe vacilación. Y más lo fuera si el constante trabajar y lo mal que vestía no disimularan un tanto su belleza. Representaba más de treinta años, y tenía el cutis blanquísimo, los dientes perfectos, el seno alto, el pelo negro, el genio irascible y pronto, las manos perdidas del trabajo, el habla dulce y castellana fina, el corazón ya duro, ya fundente, según las circunstancias; la voluntad fuerte y activa. No se explicaba su unión con aquel tagarote de Alberique que se pasaba la vida en el comedor, delante de una chica ó grande de Baviera, leyendo papeles políticos, y que las rarísimas veces que trabajaba, más era tormento que alivio de su mujer, porque no se le podía sufrir, y estaba todo el día riñendo con la criada, con Julián de Capadocia, con los huéspedes. Y todo, ¿por qué? Porque le echaban á perder sus trabajos, porque le ensuciaban las vitelas,[p. 9] porque le habían perdido el rojo, porque le habían quitado la tinta china. Hombre más inaguantable no ha existido en el mundo. Siempre con su gorro turco ó fez, la negra pipa en la boca, pictórico, harto y un poco asmático, parecía la imagen del sensualismo y de la brutalidad. Se pasaba el día enredando, haciendo y deshaciendo, echando pestes y pintando aquellas monerías insubstanciales y desabridas de la heráldica. Por aquí cuartelillos, animalejos por allá. Sus trabajos no se acababan nunca. Su taller era la mesa del comedor, y cuando, llegada la noche, había necesidad de quitar los chismes pictóricos para poner los manteles, tenía que oír... Todo era echar maldiciones y decir á cada instante su interjección favorita: ¡Verbo!... Allí, ¡Verbo! no entendían trabajos tan delicados. El señor de Alberique, ¡Verbo! se marcharía de la casa, y se iría á donde supieran apreciar el mérito de los artistas. Era de tierras de Levante: un morazo, un cartaginés ó sabe Dios qué, resultado de la mezcolanza de razas africanas, ó de la degeneración arábiga. Tenía facha berberisca, y no le faltaba más que el alquicel para estar con toda propiedad. Eran sus facciones bastas, su color retinto, su fuerza muscular cual de un caballo, su ánimo cobarde, como no fuera para echar maldiciones. Y, sin embargo, las manos de aquel bárbaro tenían delicadeza y pulso pa[p. 10]ra hacer miniaturas y pequeñeces que se debían mirar con microscopio. El oso es un animal hábil.

II

Puesta la mesa y llegada la hora, iban entrando los huéspedes y cada cual ocupaba su sitio. Temporada hubo en que se reunieron veinte, la mayor parte jóvenes. Siempre había tres ó cuatro señores graves que daban respetabilidad á la mesa y á la casa. Entre los jóvenes distinguíanse los estudiantes, y no faltaba algún empleado ó pretendiente. De los señores que se denominaban fijos, merece principal mención uno que habitaba la casa desde que la estableciera doña Virginia. Su fijeza era ya proverbial, su persona y circunstancias dignas de estudio. Había, sin duda, misterio en aquel señor tan circunspecto y prudente, que nunca decía esta boca es mía, sequito, canoso, correcto y urbano. No molestaba á nadie, y se pasaba la vida en su cuarto escribiendo y leyendo cartas; no salía jamás como no fuera para ir al correo, ni recibía más visitas que la de un cierto sujeto, apoderado de la familia, que venía una vez al mes á pagar el hospedaje y á enterarse de sus necesidades. Se llamaba don Je[p. 11]sús Delgado, y cuando decían «á comer,» era el primero que franqueaba la puerta del comedor, y se paseaba un rato esperando á que vinieran los demás. Rara vez se le oía el metal de voz, y cuando éste sonaba era para preguntar á la criada ó á Virginia si había venido el cartero.

Contrastaba con este señor, en lenguaje y modales, un don Leopoldo Montes, andaluz, medio empleado y medio pretendiente, medio literato, medio propietario, medio agradable y medio antipático, hombre que de todo hacía un poco y de todo nada, que á veces parecía acomodado, á veces más pobre que las ratas, fachendoso, verboso, ampuloso, y que, por contera de su huero carácter, tenía la flaqueza de suponerse amigo de cuantos personajes crió Dios. También observábamos en la vida de don Leopoldo algo de misterio, pues no se le conocía empleo. Sin embargo, solía decir: «hoy, al salir de la oficina...» y otras cosas que ponían en grande confusión á los que le escuchábamos. Á éste le llamaban el Señor de los prismas, porque en su lenguaje petulante, hablando de cuanto hay que hablar, usaba de continuo la frase: «mirando tal ó cual cosa bajo el prisma...» En toda discusión política de las que un día y otro se trataban en la mesa, salían á relucir tantos prismas, que á poco más se vuelven prismáticos la mesa y los huéspedes.

[p. 12]Merece otro lugar aquí don Basilio Andrés de la Caña, persona mayor, de suma importancia, de un peso tal que se podría creer que á todos les hacía favor en estar allí, y que, por descuido de la fortuna, no se sentaba en la poltrona de un ministerio. Lo que decía en las disputas de la mesa, considerábalo él mismo como la cifra y resumen de la sabiduría, y no debía ser puesto en duda. Era hombre de edad y sin familia ó apartado de ella, redactor de un periódico en la parte más difícil y áspera de cuanto contiene la Prensa, que es el ramo de Hacienda. Para atar cabos, conviene decir que este señor era el mismo á quien Felipe Centeno había visto por la ventana de la redacción, admirándole como á un ser superior, comprensivo de toda la humana ciencia. Era el mismo que en la memorable noche de Febrero, cuando Alejandro Miquis trajo á Felipe á su casa y le dió ropas y comida, había pronunciado las palabras aquéllas sentenciosas y solemnísimas, que no sé si recordarán los que esto han leído: «Concluirá en San Bernardino.»

Había otros de fisonomía moral y física menos caracterizada, y que además no tenían residencia constante en la casa. Cierto sujeto, que estuvo bastantes años en Filipinas, ocupaba un gabinete sólo por temporadas, pues su residencia habitual era Illescas. Había dos propietarios de la Alcarria que venían alternati[p. 13]vamente á negocios y se alojaban en la sala; y además otros que se han desvanecido en la memoria, y si quisiéramos traerlos aquí, ocuparían término muy lejano en esta galería de verdad, presidida por la excelsa doña Virginia, teniendo á sus pies la modesta imagen canina de Julián de Capadocia.

Vamos ahora con la juventud que daba carácter, ruido, alegría y sér y espíritu á la casa. Entre éstos descollaba Zalamero, ofreciendo la singularidad de ser un estudiante ordenadísimo, puntual en todo, lo mismo en asistir á clase que en pagar su hospedaje. Estudiaba Leyes, y sólo con su asistencia se ganaba las notas de sobresaliente que era un primor. Su cuarto era el más arreglado de la casa. Tenía la ropa muy bien cepillada, distribuída en perchas ó cajones de cómoda; no conocía deudas, iba á misa los domingos, no alborotaba, no entraba tarde, ni se estaba las mañanas durmiendo, como tantos gandules. Observad ahora las pasmosas armonías que hay en la Naturaleza humana. Era Zalamero un buen mozo, de facciones bonitas y correctas, rubio, el pelo ensortijado, dividido en dos desde el occipucio á la frente por una raya que parecía pintada. Tenía barbita dorada, rubia, muy mona. En su hablar era el mismo comedimiento.

Sánchez de Guevara, el de Estado Mayor, era bastante parecido á Miquis en el carácter[p. 14] pronto y resuelto, pero más desordenado aún que el joven manchego. El cuarto del cadete tenía que ver. Por el suelo yacía el uniforme abrazado con la toalla. Se acostaba á dormir, en las noches de invierno, con el ros puesto, y después de leer un rato en la cama, apagaba la luz con la espada. Era guapo chico, pundonoroso; se pasaba las noches en vela, engolfado en las matemáticas, haciendo funcionar á muy alta presión esa energía intelectual y volitiva que los alumnos de estas carreras difíciles han llamado potencia empollatriz.

Poleró, catalán tan castellanizado que apenas se le traslucía el acento, era también bravo joven, estudiante de Caminos, con poca afición á la carrera; de buena figura, atlético, estudioso por pundonor más que por gusto. Á menudo se distraía del estudio, pasándose las horas muertas en los cuartos de sus compañeros charlando de teatros, chicas, política y música. En la mesa se divertía buscando camorra al de los prismas, y tomándole las vueltas para que se enredase en sus propios embustes. Se burlaba con frecuencia de don Basilio Andrés de la Caña, haciéndole creer que todos respetaban su opinión y que le conceptuaban hombre de gran seso, cuando en realidad le tenían por el mayor majadero del mundo. Era agresivo, pendenciero; gustaba de llevar la contraria, y si, por ejemplo, se hacía en la[p. 15] mesa política progresista, que era lo más común, salía él, como un rehilete, defendiendo el espadón de Narváez. Si, por el contrario, alguien abominaba de la revolución, ya le teníamos sacando á relucir las famosas llagas y el padre Claret ó Clarinete, que eran la comidilla más salada y gustosa de aquellos días. Espíritu activo, indagador, controversista, Poleró estaba destinado á ser hombre de provecho, como en efecto lo ha sido.

Arias Ortiz, alumno de Minas, era un andaluz serio (ave rara), apasionado de su carrera y de la metalurgia; mas con cierto desorden y falta de método, que felizmente han ido desapareciendo más tarde. Le faltaba una rueda, como suele decirse; pero el tiempo y el estudio han completado la máquina de su cerebro, y hoy no tiene más desvarío que el inocente de cultivar la música en sus ratos perdidos, que son pocos. Por las noches compone polkas y toca el piano, como recurso contra la soledad en que vive. Era en aquellos tiempos tan enfermizo, que se retrasaba en sus estudios más de lo que él quisiera; ahora, con los aires de Barruelo, con el polvo, el humo y las polkas se ha fortalecido tanto, que da gusto verle.

Á Cienfuegos ya le conocemos. Era hijo de viuda, y seguía la carrera de médico con grandes escaseces y humillaciones. Lo que el infeliz padecía y la hiel que tragaba por esta ne[p. 16]fanda ley de relación entre las necesidades y el dinero, no se puede contar brevemente. Á veces desmayaba, y hacía propósito de ahorcar los libros y ponerse á cavar en Barajas de Melo, su patria; pero secreta energía le aguijaba, y al remo del estudio volvía, despreciando obstáculos y arrostrando los vejámenes de la pobreza con ánimo estóico. Llegó á adquirir con esto cierta rudeza glacial que algunos tomaban por cinismo. Su sereno desdén de ciertas conveniencias era más bien como una actitud de defensa contra la desgracia, ó bien el egoísmo del combatiente que en nada repara para evitar un golpe. No condenemos á este gladiador de la vida sin admirar antes su fortaleza y sufrimiento, y aquella calma solapada tras la cual se escondía pasmosa agilidad de espíritu.

III

Sentados á la mesa, cual hemos dicho, los quince ó más huéspedes, y servida la sopa de arroz, siempre tan igual á sí propia que la de hoy parecía la misma de ayer, empezaba el alboroto. Tal como se ponía aquel comedor algunas noches, la torre de Babel resultaría, en parangón suyo, lugar de recogimiento y devoción. En pocas épocas históricas se ha hablado[p. 17] tanto de política como en aquélla, y en ninguna con tanta pasión. Jamás tuvieron parte tan principal en las conversaciones populares los chismes palaciegos y las anécdotas domésticas de altas personas. No gozando de libertad la prensa para la controversia, se la tomaba el pueblo para la difamación. No se ponen puertas al campo, ni mordazas á la malicia humana. La opinión tiene muchas bocas á cual más fieras. Cuando se le tapa la del lenguaje impreso, abre la de las hablillas. Si con la primera hiere, con la segunda asesina. Estaba muy en la infancia la política española para conocer que nada adelantaba con suprimir las cortadoras espadas del periodismo, cuyos filos se embotan pronto cuando se les permite el constante uso. En tanto los cuentecillos envenenaban la atmósfera haciéndola irrespirable, y lo que se quería conservar y defender se moría más pronto. De fuertes y seculares imperios se cuenta que, habiendo podido defenderse de terribles discursos y escritos fogosos, han caído destrozados por los cuchicheos.

¿Quién podrá repetir la algarabía de aquel comedor virgiñesco? ¡Ay, Miquis, quién tuviera tu retentiva para intentarlo! Pero si tal lograra, el lector se volvería loco; con que más vale que se quede inédita esta parte tan principal de la historia de Centeno. Tan sólo retazos y frases sueltas que el héroe conservó en su[p. 18] memoria saldrán al descaro de las letras de molde. Él recordaba perfectamente haber oído á su amo una frase provocativa.

—Ó la Señora los llama, ó esto se lo lleva el Demonio... Yo lo digo muy alto: esto repugna, esto abochorna. ¿Qué gente le queda? Veamos: O’Donnell...

—O’Donnell es un pillo.

—¿Pues y Narváez? ¡Hombre de Dios...!

—Señores, calma, calma. Es porque aquí se han de mirar siempre todas las cosas bajo el prisma democrático... No, no es eso.

—¿Á mí qué me viene usted con historias...?

—Permítanme ustedes, señores...

—Dejemos á un lado la vida privada. Yo sostengo que...

—Permítame usted... pero permítanme ustedes...

El que esto decía, sin poder hacer silencio en la mesa para dejar oír su campanuda opinión, era don Basilio Andrés de la Caña, la voz más autorizada de la casa. Se ponía furioso cuando no le dejaban hablar...

—Silencio, que quiere hablar don Basilio.

—Permítanme, señores...

—Lo sé, lo sé de buena tinta por uno que va á Palacio. Á O’Donnell le desprecian allá, y sólo se aguarda una ocasión...

—Historias... ¿Á mí qué me viene usted con cuentos...? Esas son pamplinas.

[p. 19]

—Verdad. ¡Pero si se cae de su peso!

—Permítanme...

—¡Silencio!

—Yo, francamente, no lo veo así... Qué quiere usted... Seré torpe. Siempre miro las cosas bajo el prisma de la lógica.

—Ya esto no tiene soldadura. Ya el partido ha declarado que va á la revolución.

—Al pesebre.

—Al presupuesto... Pero óigame usted... Así no se puede discutir.

—Permítanme ustedes, señores...

—Si tergiversamos las cuestiones...

—Permítanme...

Por fin tanto trabajó, tanto sudó, tantas manotadas repartió á un lado y otro en ademán neptuniano de aplacar tempestades; tanto hizo aquel bendito don Basilio para que emergiera su personalidad en el proceloso mar de las disputas, que al fin se callaron. Silencio imponente.

—Están ustedes fuera de la cuestión—dijo con reposado lenguaje.—Se ocupan aquí de si la situación tiene ésta ó la otra herida, cuando está comida por un cáncer interior que la devorará antes de que la maten las armas y la política. ¿Y cuál es este cáncer?

Pasmo expectante. Sólo se oye el ruido de los tenedores picando garbanzos.

—Ese cáncer es la Hacienda, ese cáncer es la[p. 20] cuestión económica, ese cáncer es el estado del Tesoro, ese cáncer es el déficit... Porque, señores, lo he dicho y no me cansaré de repetirlo, con los números no se juega. Para los conflictos de números no tienen solución la espada ni la oratoria. El país, entregado por una parte á los chismes y por otra á las conspiraciones, no se ocupa de esto. Los que estudiamos día y noche estas áridas cuestiones sabemos que el mal es grave, y lo que es peor, señores, que el mal no tiene remedio.

Terror. Doña Virginia oculta la cabeza detrás del hombro de su marido para poder reir á sus anchas. Cáusale más risa que el discurso de don Basilio la seriedad con que le oye Poleró.

—El déficit, señores, sube ya á la aterradora cifra de ochenta y cinco millones, y no hay que fiarse de lo que diga el ministro, presentando las cosas...

—Bajo un falso prisma...

—Permítanme ustedes... Á esto hay que añadir la deuda del Tesoro... los compromisos que traerá la última operación con la casa Laffitte, las resultas del empréstito Mirés...

—La verdad, señor de la Caña, nosotros no entendemos de eso...—dijo Arias interpretando el cansancio de algunos.—En lo que usted cuenta habrá, sin duda, mucho de fantasmagórico...

[p. 21]—Permítame usted...

—Tiene razón don Basilio—gritó Poleró saliendo á su defensa y enredando la cuestión á ver si se sulfuraba el hacendista, que era el paso más cómico que podían desear.—Así no se puede discutir. Los que no conocen bien la Hacienda...

—Eso es música.

—Por Dios, Caña, no nos hable usted de jeroglíficos.

—Para ustedes, lo que no sea traer y llevar á Sor Patrocinio y á... Que les aproveche.

—No es eso, no es eso.

—Cállate, Poleró.

—Cállate tú, Cienfuegos.

—Dejar hablar, hombre, dejar hablar. Cuando vuelva Narváez...

—Si no ha de volver...

—Lo dijiste tú... Nada: estos señores, después que han planteado su fórmula de todo ó nada...

—No se les puede sufrir.

—Permítanme ustedes...

—Y sobre todo, ¿de qué se trata?

—Á mí no me embaucan esos señores con tanto discurso, con su retraimiento estúpido...

—Más estúpido es quien no ve venir la tormenta y se empeña en...

—¿Qué dices tú? Eso es comulgar con ruedas de molino.

[p. 22]—Poleró, que le va á hacer á usted daño la comida...

Para mofarse de don Basilio, Poleró le decía cualquier día con énfasis y misterio: «¿No sabe usted, amigo Caña? Ya se habla de otro empréstito...» Oyendo lo cual, el eximio Necker se llevaba las manos á la cabeza y murmuraba: «Perdición, ruína... ¡Pobre país!... Yo lo digo un día y otro; no me canso de predicar... Pero no hacen caso... Al freir será el reir.»

Y al de los prismas le decían siempre: «¿Á ver, don Leopoldo, á que no cuenta dónde ha estado usted hoy?... ¿Cuántas conquistas lleva esta semana? Porque usted las mata callando. ¿Ha sido marquesa ó qué ha sido?»

El tal Montes se reía, dando por ciertas, con su silencio, las indicaciones de Cienfuegos y Poleró. Luego contaba historias de mujeres, en las que, á ser verdaderas, se dejaba atrás á don Juan, á Lovelace y á cuantos conquistadores de este linaje ha tenido el mundo. Una vez en Sevilla... aquél sí que fué lance. Otra vez en Valencia... ¡oh... cosa más dramática! Lo extraño era que él no las buscaba, y se le venían á las manos las aventuras ya bien amasadas y cocidas. Pues cuando estuvo en París, á negocios de la casa... (por cierto que nunca se pudo averiguar qué casa era aquélla). En fin, si lo iba á contar todo, no acabaría nunca. Precisamente aquella mañana, cuando salía de la ofici[p. 23]na... (nadie sabía nunca cuál oficina era), vió una moza de buen trapío que pasó á la acera de enfrente y le miró... ¿Para qué seguir? Era la historia de siempre. Después había estado en el café con Milans del Bosch, y al poco rato entró Sagasta, el cual le dijo... Pero ¿á qué referirlo? ¡Qué máquina de embustes! Él no se ocupaba más que de sus negocios, y cuando volviera á Sevilla, lo haría sin que se enterase nadie, porque con sigilo es como se llevan adelante las grandes empresas. Bien querían los progresistas conquistarle; pero él no les hacía caso, porque veía las cosas bajo el prisma de la serena razón, y... á buena parte iban...

Concluído el comer, la única persona que no había desplegado sus labios en toda la noche, el taciturno y comedido don Jesús Delgado, era quien primero se levantaba, y dando tímidamente las buenas noches, íbase tranquilo á su cuarto, donde le aguardaba la interrumpida obra de sus cartas. Los demás salían en tropel ó separadamente. Unos corrían presurosos al café; los más aplicados se encerraban á empollar las lecciones del día siguiente, y en el comedor sólo quedaban al fin Virginia y su berberisco esposo, el cual, á tal hora, siempre había de tener reyerta con ella, unas veces en bárbaro tono, otras humorísticamente, siendo el motivo y término de tales disputas que Vir[p. 24]ginia le diera algún dinero para irse al café y al billar. Cuando ella sacaba, generosa, un portamonedas más mugriento que su conciencia; paz y risotadas; cuando no, mugidos y un soliloquio de verbos y amenazas que duraba hasta media noche... Comparada con él, era Virginia una hembra superior, heroína de virtud, abnegación y trabajo. La explicación de que una mujer de mérito (relativo) estuviese unida á un bárbaro semejante y que trabajase para mantenerle, no se encuentra, no, en la superficie de la humana naturaleza; hay que ir á buscarla á los senos más hondos y secretos de ella. Pero Virginia se vengaba de su gigante aborreciéndole y despreciándole en gran parte de las ocasiones de su vida, de tal manera, que le ponía en el postrer lugar de sus afectos y le consideraba menos que al último de los huéspedes, menos que á la criada, menos que á Julián de Capadocia.

IV

Á vivir en esta sociedad y entre tales personas quiso la Providencia llevar á Felipe, después de pasarle por la escuela y familia de don Pedro Polo. Ella se sabrá por qué lo hacía. Hubo dimes y diretes entre Virginia y el manchego Alejandro sobre la admisión de Felipe[p. 25] en la casa. Era muy desusado, en verdad, que los huéspedes tuvieran sirvientes, y un estudiante con escudero no lo había visto Virginia en todos los días de su vida. Pero á Miquis no había quien le quitara de la cabeza el proteger á su querido Doctor y facilitarle medios de aprender alguna cosa. Tocado de una como demencia filantrópica, estaba decidido á pagarle hospedaje, como lo hizo, celebrando formal convenio con su patrona... No faltaba en la buhardilla un huequecito, ni en la mesa de la cocina un plato más ó menos lleno. Convenido y realizado. Siempre que aprontase un diario de seis reales por cabeza de criado, don Alejandro podría llevar á la casa todos los Doctores que quisiera.

Por de pronto, Centeno estaba contentísimo, y no se habría cambiado por los mortales más dichosos, ni por los que se hartan de honores y ganancias en elevados puestos, ni por los que vuelven de América cargados de caudales. ¡Verse entre tanto señorito listo, entre estudiantes que hablaban y contendían á todas horas sobre cosas de sabiduría, y además de esto comer bien, no recibir porrazos, no ver á doña Claudia...! Esto era como vivir en la gloria y ver colmadas las ambiciones más atrevidas.

Fuera de Cienfuegos, ninguno de los compañeros de Miquis sabía el origen del repenti[p. 26]no engrandecimiento de éste. Quién lo atribuía á inesperada herencia, quién á lotería ó hallazgo. Y que la cosa era gorda no podía ponerse en duda, porque las liberalidades del manchego casi rayaban en sardanapalescas. Por mañana y tarde no cesaba de convidar á los amigos en el café; había saldado las cuentas con el mozo y con cierto usurero á quien Arias llamaba Gobseck, y se puso en paz con otros británicos de menor cuantía. Entre los del cotarro que se formaba en un rincón del café, se hizo corriente y como proverbial, siempre que se proyectaba teatro, diversión ó merienda, la locución: «Miquis paga.»

Y para no ser el último en gozar del provecho de su opulencia, el manchego se lanzaba ¡oh sibaritismo! á la vida de gran señor, proporcionándose unos lujos, señores; unas tan grandes pompas mundanas... ¿Qué hizo nuestro hombre? Pues tomar para su vivienda exclusiva el gabinete de la esquina, que no se daba sino á dos ó tres que vivieran juntos y pagaran el máximum de pupilaje. ¡Qué gusto vivir él solo en aquella habitación regia, donde había una cama semidorada, alfombra mosaico hecha de distintos pedazos de fieltro y moqueta, consola de caoba, cajas que fueron de dulces, un espejo de los de ver visiones, y dos grandes láminas compuestas de retratitos fotográficos de todos los alumnos de un curso final[p. 27] de Medicina ó Derecho! Para rematar dignamente su señorío, conveníale tener un servidor, ayuda de cámara, ó si se quiere secretario particular y del despacho, y para todos estos menesteres le venía de molde el insigne Felipe, que era listo, activo, obediente y le manifestaba un afecto rayano en la idolatría.

Con esto cumplía Alejandro dos fines: el egoísta de ser amo de alguien, y el nobilísimo y cristiano de amparar al chico y ponerle al estudio. Convinieron en que le daría libros y le matricularía en un Instituto. ¡Qué gustazo tener un paje á quien mandar, á quien dar gritos, á quien decir á toda hora: «Felipe, tráeme esto... ven acá, corre allá... muévete...!» Lo peor del caso era que, pasados dos días de la entrada de Felipe en la casa, éste resultó ser criado de todos, y todos eran sus amos, porque sin cesar le mandaban á la calle con éste ó el otro recadillo. No era la última en aprovecharle Virginia, que vió en el chico una buena ayuda de su negocio. Cuando no le ponía á limpiar cubiertos, me le mandaba por carbón; ya le llevaba consigo á la compra, ya, en fin, le hacía barrer la casa. No tenía, en verdad, Felipe un momento de sosiego. Era, pues, muy común que Alejandro llamaba á su criado, y que éste no respondiese. El impetuoso amo sé ponía furioso, y sus gritos y aspavientos casi se oían desde la calle: «Le voy á[p. 28] matar... esto no se puede sufrir.» Pero todo concluía cuando entraba don Basilio Andrés de la Caña, diciendo:

—Permítame usted, señor de Miquis. Me tomé la libertad de mandar á Felipe por una cajetilla.

Ó bien era Alberique, que decía:

—¡Si fué á traerme tinta china y cerveza...!

Á esta comunidad de los servicios de Felipe correspondía la comunidad del lujoso gabinete de Miquis, pues los huéspedes amigos le tomaron por suyo. Era el casino de la casa, el disputadero, Ateneo, Bolsa, club, salón de conferencias, el Prado y el Conservatorio, porque allí se charlaba, se fumaba, se discutían cosas hondas, se leían los autores sublimes, se contaban aventuras, se escribían versos, se leían cartas de novias, se tiraba al sable, se hacían contratos y se cantaban óperas. Contentísimo estuvo Alejandro algún tiempo en medio de aquel bullicio; pero, al fin, tan larga y fastidiosa era la invasión en su cuarto, que llegó á cansarse. Algunos días se encerraba con llave y se estaba solo largas horas. Poleró y Zalamero, acercándose á la puerta, tocaban suavemente. «¿Cómo va esa escena?» le decían... Desde fuera le oían recitar versos, y daban palmadas, gritando: «¡Bien, bravo; que salga el autor!»

No está de más decir que tanto Poleró como[p. 29] Arias y Sánchez de Guevara se permitían bromas, á veces pesadas, con Felipe; pero éste lo llevaba todo con paciencia. Lo que no parecía era el estudio, ni las prometidas matrículas.

—Tiempo tienes todavía—le decía el bueno de Arias viéndole impaciente.—Á tu edad yo no sabía ni leer. Estás aventajadísimo, y casi, casi eres un pozo de ciencia.

Hacíanle preguntas de Historia Sagrada y profana, de Aritmética y Gramática, para reirse con lo que contestaba. Era, en efecto, divertidísimo oirle.

—Tiene tinturas de todo este Doctor—indicaba Zalamero riendo.—Á poco más estará en disposición de hacer oposiciones á alguna plaza de tintorero.

—Lo que es éste—decía Arias,—va á ser algo.

—Donde ustedes lo ven, éste hará dinero... Formal.

Pero Octubre corría y se pasaba la mejor sazón para sentar plaza de soldado raso en los ejércitos del bachillerato. Cienfuegos y Arias fueron los que un día decidieron á Miquis á matricular á su escudero... Gracias á Dios, ya tenemos á mi señor don Felipe en el Noviciado, metiéndole el diente al latín. La enseñanza primaria era en él tan incompleta como se ha visto; ¿pero qué importaba? Mejor.

Para lo que allí había de aprender, más va[p. 30]lía que entrara limpito de toda ciencia, pues que limpito había de salir. Vedle cómo apechuga con su latín y con la abominable Gramática, de la cual maldijéralo Dios si entendía una sola palabra. Al dichoso latín debiera llamársele griego por lo obscuro. Ni él se explicaba para qué servía, ni á qué cuento venía en el problema de su educación. Y confuso, lleno de dudas, osaba, en su rudeza, protestar contra la mal enseñada y peor aprendida jerga, diciendo:

—Yo quiero que me enseñen cosas, no esto.

¡Cómo se reían sus amos con estos disparates! Pero él se esforzaría en cumplir sus deberes académicos, aprendiéndose de memoria el traqueteo de sílabas que componen la declinación, y pensaba así:

—Vamos á ver en qué para esto.

Apenas le dejaba Virginia el vagar necesario para ir diariamente tres horas al Instituto. Estudiaba un poco por las noches, pero de muy mala gana, porque francamente... Vamos, que se le indigestaba el latín... Era un narcótico... Le bastaba coger el libro para caerse de sueño.

Como Alejandro, desde que era rico, entraba á hora avanzadísima de la noche, Felipe pasaba el tiempo durmiéndose en una silla, ó visitando y acompañando á los amigos de su amo en sus respectivos aposentos. Cuando estaban en el café, gozaba el Doctor lo indecible yendo[p. 31] de cuarto en cuarto y examinando y registrando libros y apuntes de clase. Los libros de Sánchez de Guevara le producían pasmo, mareo, vértigo. Ver sus páginas era como asomarse á insondable y misterioso abismo. ¡Re... contra! ¿qué querían decir aquellas letras separadas por palitos, comas y tanto rabillo por acá y por allá? Luego había unos números montados sobre otros números, y letritas chicas por arriba, encima de palitroques que parecían grúas. Él miraba, miraba, volvía páginas, y luego observaba los apuntes que el cadete hacía con lápiz, en los cuales había los mismos signos, la propia mezcolanza de guarismos y letras. A, palito, B; y todo por el estilo. ¿Y aquello era la matemática? ¿Y para qué servía la matemática? Felipe alargaba el hocico husmeando el aire... ¡Vaya con Dios! ¿para qué ha de servir, recontra-córcholis, sino para saber todo lo que se sabe?

Pasaba luego al cuarto de Cienfuegos, y de todos los libros que sobre la mesa había, se iba derecho á uno lleno de láminas; ¡pero qué láminas! Inspiraban á Felipe una especie de horror sagrado y curiosidad febril. ¡Ave María Purísima! Allí había vientres abiertos, tripas sanguinolentas, cráneos levantados como se levanta la tapa de una fosforera. Era algo como lo que cuelga en los ganchos de las carnecerías... Con el alma en los ojos, Felipe leía los letreritos...[p. 32] Páncreas... estómago... Más adelante: bronquios. «Sopla, pues esto es los gofes.» Músculo ciático. Y se tentaba el cuerpo diciendo: «Aquí está. Estas figuras son lo propio de nuestro cuerpo.» Se pasaba allí las horas muertas, absorto, hasta que entraba Cienfuegos y le sorprendía: se enfadaba un poco; pero desenojándose pronto, decíale:

—Ve á ver si Guevara tiene cigarrillos.

Los libros de don Basilio no ofrecían maldito interés, y Felipe les habría arrojado al fuego si le dejaran. La Deuda del Tesoro y el déficit. Este folletito estaba encima de un voluminoso libro. ¿Á ver? Presupuestos de 1862-63... ¡Vaya unas papas! El señor de los prismas no tenía en su cuarto más que un Calendario del Zaragozano y una novela de á peseta, cuya mugrienta cubierta estaba llena de redondeles de sebo, señal de que Montes apagaba la luz con el libro. Muchos volúmenes y apuntes tenía Zalamero; pero ¡qué cosas tan insulsas! Nunca pudo Felipe sacar substancia de aquello. La Cuarta Falcidia... Los Testamentos. ¿Qué le importaban á él los testamentos?... La mesa de su amo contenía revuelta colección de obras diferentes; pero había sin fin de libracos en francés... ¿Á ver? Balzac, Scribe... ¿De qué trataría aquello? Le pe... re Gori... Gori... Memo... moires, memorias de Deux jeunes... de Diógenes querría decir... El demonio que lo enten[p. 33]diera. Centeno no acertaba á comprender para qué leía su amo aquellas tonterías... Don Víctor Hugo... Ruy Blas... esto sí era claro. Schiller... Don Carlos... también clarito. Seguían muchas comedias ó dramas en verso castellano. Aquello ya era más claro. Leía mi Doctor las primeras escenas; pero luego se cansaba, porque, á su parecer, todas decían lo mismo.

Poleró, que le tenía cariño, le llamaba:

—Ponte á estudiar, Felipe. No le revuelvas los papeles á tu amo. Ven á mi cuarto... Siéntate aquí, á mi lado. Coge tu libro.

Y él se ponía á estudiar Analítica y Mecánica. El Doctor leía también un poco; pero aburrido muy pronto, salía y entraba para matar el fastidio.

—Estate quieto. Me estás distrayendo. Mira que te pego... ¿Quién anda ahora por el pasillo?

—El señor de Zalamero.

—¿Pero estaba en casa Zalamero?

—Sí, señor. Ahora salía del cuarto de la patrona.

Poleró rompió á reir. Endeble tabique separaba su cuarto del de Zalamero, y en él daba algunos golpes el maligno catalán diciendo:

—Zalamerín, ¿estabas en casa?

No respondía el otro. Mas Poleró, saliendo al pasillo, se ponía á toser fuerte.

—Ejem, ejem.

[p. 34]Y Sánchez de Guevara respondía desde su cuarto con iguales toses. Arias aparecía también tosiendo.

—Vete al comedor—decían á Felipe,—y mira á ver si está Alberique.

—¿Qué ha de estar? La señora le dió dinero para que se fuera al café...

Cuchicheos, risas, reunión de los tres en el cuarto de Poleró, y redobles en el tabique, sin lograr que Zalamero responda. Felipe, mensajero de Cienfuegos, entra de súbito:

—Dice don Juan que si alguno de ustedes tiene cigarrillos.

—Toma dos... ¿Ha entrado don Leopoldo?

—Sí, señor. Está en su cuarto remendando la levita y pegándose botones.

—¿Y don Basilio?

—Ahora entra.

Oíase el resoplido de aquel señor, que hasta en el respirar revelaba autoridad. Salía Poleró al pasillo, para trastearlo un poco:

—¿Qué ha habido hoy, don Basilio?

—Nada. Siguen con el delirium tremens. De Santo Domingo hay muy malas noticias. Esto no tiene atadero. Á todos lo digo y no me hacen caso. Con su pan se lo coman. Yo no sé lo que va á venir aquí... no sé. Me asusto, créalo usted... Ahora tengo entre manos un trabajo, que me parece ha de meter ruido. Pruebo con números... porque todo lo que no sea núme[p. 35]ros es música... Pase usted á mi cuarto y le enseñaré...

—Otra noche... Estamos aquí con mucho cuidado. ¿Sabe usted que Zalamero se nos ha puesto malo?

—¿Sí? ¿Y qué es?

—No sabemos. Entre usted en su cuarto... Á nosotros no nos quiere decir lo que tiene.

Entra don Basilio en el cuarto de Zalamero, y al poco rato sale y hace este diagnóstico:

—Está delirando... Me ha despedido á cajas destempladas... ¿No llaman ustedes un médico?

—Cienfuegos dirá.

—Porque... Buenas noches, jóvenes. Con permiso de ustedes, me voy á mis habitaciones.

Las habitaciones de don Basilio eran el cuarto más obscuro y estrecho de la casa. No era mejor el de don Leopoldo Montes, que, al decir de Felipe, estaba disimulando los deterioros de su ropa para poder salir bien compuestito y reluciente al otro día. Poleró y Cienfuegos le visitaban á tal hora para sorprenderle y avergonzarle; pero él, siempre en su papel, escondía rápidamente los chismes de costura y afectaba ocuparse de ordenar papeles.

—¿Cuándo es ese viaje á París?

Aquel viaje era la muletilla de todos los días, porque Montes lo estaba anunciando siempre.

[p. 36]—Creo que no pasará del jueves. Aquí tengo dos partes que he recibido esta mañana... El jueves ó viernes á más tardar.

Después que le mareaban un rato, se iban á la puerta del cuarto de don Jesús Delgado, anhelosos de descubrir el misterio de sus ocupaciones epistolares. El huésped taciturno trabajaba aún: se oía el rasguear de su pluma y los suspiros que daba.

De pronto salía Guevara al pasillo:

—Á ver si dejan estudiar. ¡Qué ruido!

Reuníanse los tres en el cuarto de Arias, que se estaba acostando, y hablaban de Zalamero:

—Vaya con el moderadito. Un hombre que defiende á los Paúles...

—El año pasado había aquí un huésped... ¿Le alcanzaste tú, Guevara? Aquel Romero, andaluz. Daba de palos á Virginia y á Alberique... ¡qué escenas!... ¡Felipe!

—Señor.

—¿Ha entrado Alberique?

—Ahora llega. Voy á abrirle la puerta.

Oíanse pasos de elefante.

—Hola, amigo Alberique... ¿no sabe usted lo que hemos tenido aquí?

—¿Qué... ¡verbo! qué?

—Fuego. Por poco nos quemamos todos.

—¿En dónde, verbo?

—Ya está apagado...

—Váyanse ustedes á... ¿En dónde está mi[p. 37] cuarto? ¡Felipe, condenado, verbo!... trae luz: no se ve.

—¡Arre!—murmuraba Felipe empujándole hacia el gabinete matrimonial.

Abrían la puerta, le empujaban dentro y... buenas noches.

—¿Pero ese Miquis no viene todavía? Es la una.

—¡Pobre Alejandro! Ya sé dónde está. Nada, nada: se lo beben, se lo sorben...

—Acabará mal.

Y quebrando el diálogo, subdividiéndolo hasta llegar á frases y palabras sueltas pronunciadas en éste ó el otro cuarto, se iban retirando, cada cual al suyo. Uno se acostaba y seguía leyendo; otro, después de cumplir con las matemáticas, hacía rezos de Balzac y se encomendaba á Víctor Hugo; todos tenían aficiones literarias. Por último, reinaba el silencio del sueño en la casa, y muy tarde, sobre las dos ó las tres, entraba Alejandro. Sus primeras palabras eran siempre: «Felipe, acuéstate.»

Y él permanecía en vela, leyendo ó escribiendo. Se acostaba de día, y casi nunca se levantaba antes de las cuatro. La hora de sus trabajos era la madrugada, hora febril, hora de caldeamiento cerebral y de emancipación del espíritu. Dormíase Felipe en el sofá, y á lo mejor despertaba asustado oyendo á su amo declamar...

[p. 38]Vive Dios, que es tal hazaña

digna de un Téllez Girón...

Como ecos, repercutían en su cerebro las rimas de la redondilla: galardón... España. Y volvía á dormirse para despertar de nuevo alarmado con estos gritos:

¡Hola!... ¡prendedle!... ¡traición!

¡Necio, atrás!... ¡Italia es mía!

V

Porque Alejandro era autor dramático. Tenía tres dramas, ya desechados por su propio criterio, y uno flamante, nuevecito, que era su sueño, su gloria, su ambición, sus amores. Tan cierto estaba él de que se había de representar como de su propia existencia, y tan seguro y patente consideraba el éxito, cual si lo estuviera viendo con los ojos de la cara... Ideas para otros dramas, planes brillantísimos, ¡oh! teníalos por docenas y se le ocurrían á cada momento: al levantarse, al salir, al tomar café; mas érale forzoso apartarlos de sí para que no le atormentaran, apoderándose antes de tiempo de los ricos moldes de su cerebro. Convenía que tanto verbo fecundo aguardase la oportunidad de su encarnación, y que tanta vida nueva tuviera calor interno antes de ser sometida al trabajo de forja. Después que[p. 39] se representara El Grande Osuna, vendrían otras obras y éxitos más colosales, ¡Misión altísima la suya! Iba á reformar el Teatro; á resucitar, con el estro de Calderón, las energías poderosas del arte nacional. Como los más puros místicos ó los mártires más exaltados creen en Dios, así creía él en sí mismo y en su ingenio, con fe ardientísima, sin mezcla de duda alguna, y mayor dicha suya, sin pizca de vanidad.

¿Y por qué no había de tener razón? Entre sus compañeros y amigos no eran unánimes los pareceres respecto al superior ingenio de Miquis. Unos le tenían en mucho; otros en poco; quién por un visionario; quién por tonto ó algo menos. Los compañeros de casa le amaban por sus prendas morales, entre las cuales descollaba el corazón más generoso, más expansivo, más copioso de afectos que puede imaginarse; pero en lo tocante al numen, también variaban las opiniones. Poleró, sin conocer el drama, sostenía que era un hatajo de inocentadas, y que el mayor favor que se podía hacer al joven manchego era quitarle de la cabeza sus pretensiones de autor dramático. Cienfuegos no pensaba lo mismo, y veía en Alejandro, mejor dicho, columbraba en aquel espíritu algo misterioso y grande que no existía en los demás.

Físicamente era raquítico y de constitución[p. 40] muy pobre, con la fatalidad de ser dado á derrochar sus escasas fuerzas vitales. Sus nervios se hallaban siempre en grado muy alto de tensión, y todo él vibraba constantemente, como cuerda de templado metal, sin cesar herida por el divino plectro de las ideas. La fiebre era en él fisiológica, y el organismo del cerebro constitucional y normal. Era un enfermo sin dolor, quizás loco, quizás poeta. En otro tiempo se habría dicho que tenía los demonios en el cuerpo. Hoy sería una víctima de la neurosis.

Desde la infancia se había distinguido por su precocidad. Era un niño de éstos que son la admiración del pueblo en que nacieron, del cura, del médico y del boticario. Á los cuatro años sabía leer, á los seis hacía prosa, á los siete versos, á los diez entendía de Calderón, Balzac, Víctor Hugo, Schiller, y conocía los nombres de infinitas celebridades. Á los doce había leído más que muchos que á los cincuenta pasan por eruditos. Su feliz retentiva le había familiarizado con la historia de los libros de texto. Á los catorce Abriles, varones graves del país le consultaban sobre materias de Historia, Mitología y Lenguaje. Era general allí la creencia de que el Toboso, ya tan célebre en el mundo por imaginario personaje, lo iba á ser por uno de carne y hueso. Destináronle á estudiar Leyes. Los amigos de su papá decían:

[p. 41]—Éste que empieza por literato y poeta, acabará, como todos, por orador político y ministro de cuenta. El Toboso tendrá al fin su prohombre.

Le hemos conocido cuando llevaba tres años en Madrid y veintiuno de existencia... ¡Pobre Miquis, trabajador incansable de lo ideal, aprendiz de creador! Merecería ingresar en las familias mitológicas y que le representaran en figura de un forjador maravilloso, alumno de Vulcano, ó ladrón de sagrado fuego como Prometeo. ¡Desgraciado Miquis, siempre devorado del afán del arte; perseguidor con fiebre y congoja de la forma fugaz, y rara vez aprehensible; atormentado por feroces apetitos mentales; ávido del goce estético, de esa inmaterial cópula con la cual verdad y belleza se reproducen y hacen familias, generaciones, razas! También las ideas son una especie inmortal que habla con briosos instintos en las entrañas del artista, diciéndole: «Propágame, auméntame.»

Hombre dado á los demonios, ó en otros términos, consagrado al peligrosísimo ejercicio de la imaginación, odiaba el Derecho. Para él, la humanidad inteligente no había echado de sí cosa más antipática que aquel jus, idea suspicaz, prosáica y reglamentadora de la vida; idea enemiga de la pasión, de lo ideal, destructora de la personalidad libre y de la poesía.[p. 42] El jus no era otra cosa que el eterno Sancho Panza... Iba Alejandro á clase lo menos posible, y siempre de mala gana. Pero había sabido ganar sus cursos y aun obtener con poco trabajo regulares notas. Nunca fuiste tirano, amigo Sancho.

En los primeros años de la vida de este jovenzuelo en Madrid, era su carácter jovial, exaltado, bullicioso. Amenizaba el círculo del café con su peregrino ingenio. Las metáforas símiles y paradojas brotaban de sus labios como de un manantial inagotable. Cuando él no iba, faltaba el espíritu de la tertulia, el sentido cómico y transcendente de todo lo que allí se hablaba... Pero al tercer año empezó á determinarse en Miquis una transformación que había de ser pronto mudanza profundísima ó paso orgánico, precursor de otro paso moral. Su humor festivo se trocó en melancólico; cada día le eran menos simpáticos el bullicio y la gárrula palabrería del café, y si bien quería con leal cariño á todos sus amigos, muchos de éstos le molestaban. La gran batahola que se hacía en su cuarto érale ya insoportable. No teniendo carácter para expulsar á los intrusos, pues era incapaz de ofender á sus compañeros, esperaba las horas silenciosas para aislarse. De día paseaba por lugares solitarios, buscando la dulce impresión que traen al alma los objetos extraños y no vistos constantemente. De noche[p. 43] y á la hora en que nadie podía turbarle, leía y escribía, protegido del silencio y paz de la madrugada.

El drama, aquel pedazo de Cielo caído sobre la frente de un hombre, estaba ya terminado. ¡Feliz suceso que dejaba una marca indeleble en el tiempo! Él solo bastaba á hacer rosadas las auroras, suaves y poéticas las noches y las tardes, hermosas las horas todas. Alejandro lo había leído á un autor mediano, pero muy corrido en la escena, hombre de éstos que llaman prácticos en el arte, el cual, callándose su opinión sobre el mérito real de la obra, hizo observaciones que dejaron helado al pobre Miquis. La división en cinco actos era inadmisible. Habían de ser tres solamente, porque nuestro público no aguanta más. Pues, y aquella lista de treinta personajes, ¿cómo podía ajustarse al exiguo personal de nuestras compañías? El Schiller hispano había explanado sus ideas, como el tudesco, en un escenario inmenso, lleno de diversas figuras, con pueblo y todo. ¡Qué inocencia! Forzoso era cortar por lo sano, no dejando más que el cogollo de la obra. ¡Fuera aquel cardenal Borja, el gonfalonier, los cuatro capitanes ó arraeces de galeras, los dos lazzaronis, el príncipe Colonna! ¡Fuera también el jefe de los uscoques, los dos frailes camaldulenses y otras figuras que más eran decorativas que esenciales! Resumen: hacer de cinco actos[p. 44] tres, sin que ninguno subiera de 1.000 ó 1.100 versos; quitar quince personajes lo menos; simplificar mucho, y hacer decoraciones fáciles, pues la que decía Ribera de Chiaja, con varias galeras atracadas á la derecha, el palacio vicerreal á la izquierda y al fondo el Vesubio, era para hacer morir de espanto al pintor y maquinista.

Con grandísimo dolor emprendió el manchego la refundición de su obra. Á cada miembro cortado, echaba sangre su corazón de padre; pero no había remedio, ¡zas! Más que trabajo de reducción, debía serlo de compresión. Era necesario coger al gigante y comprimirlo hasta poder encerrarlo en un frasco de alcohol, como los fetos. Mucho padeció el poeta; pero al fin triunfó de sí mismo. Sólo que no pudo reducir los cinco actos á tres, y la obra quedó en cuatro. Había quitado trece personajes, y entresacado casi la mitad de los versos.

¡Gracias á Dios! El director de un teatro leyó la obra y la encontró excepcional. Estaba el hombre entusiasmado; pero al expresar su regocijo á Miquis y al felicitarle, indicóle la necesidad de nuevas modificaciones. Todavía era forzoso comprimir más. La obra cabía ya en un frasco: era menester que cupiera dentro de un dedal. ¡Nuevo trabajo, nuevos afanes! En esto se ocupaba Alejandro en aquellas madrugadas, viviendo solo en el gabinete de la esqui[p. 45]na, después de su cambio de fortuna. Á tales horas, excitado por su labor, sentía febril entusiasmo; había algo de convulsivo y epiléptico en la onda de vibraciones nerviosas que de su cerebro salía, viniendo á morir en su epidermis. Su sangre era lumbre; el pulso se aceleraba, corría, como viajero impaciente. Su fantasía poderosa encendíase á la acción magnética de aquel estilo ampuloso y calderoniano. Los personajes del drama tomaban á sus ojos figura y realidad teatral; vivían, si no la vida del mundo, la oropelesca y convencional del teatro, cubierta de vistosos remedos vitales. Veía, tan claramente cual si lo tuviese delante, á don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, virrey de Nápoles, insigne caudillo de mar y tierra, político, diplomático y muy galán, figura que el poeta soñaba como la más gallarda muestra del ánimo español, de la ambición sublime y del desorden caballeresco; veía también al solapado veneciano Ángelo Barbarigo, figura sombría y trágica con olor y color de sangre; al aventurero normando Jacques Pierres; al sarcástico y honradísimo Quevedo, secretario del Duque, y, por último, á la enamorada Catalina Paoli, la Carniola, robada á los uscoques por Jacques Pierres, como verían bien los que la obra conocieran. El lugar de la escena igualmente revivía en la fantasía del poeta, y poco le faltaba para ver con los ojos[p. 46] mortales al propio Nápoles con su Vesubio ardiente, su pintoresco mercado, su mar y su cielo más azules que lo azul, la delirante alegría de su pueblo, su naturaleza á la vez florida y plutónica, llena de hierbas y lavas, prodigio de la Naturaleza, arca del paganismo, compendio de toda la hermosura terrestre.

Sentir este entusiasmo vidente y no poder comunicarlo á otro sér, era el mayor de los tormentos. Sus amigotes no le comprendían, y algunos de sus compañeros de casa se burlaban de él. Ya el maligno Poleró, hablando del drama, lo había llamado El gran Cerco de Viena, y Cienfuegos, el mejor amigo de Alejandro, no le mostraba un afecto muy vivo sino cuando necesitaba de él para salir de sus apuros. No podía comunicarse más que con Felipe, él cual era un inocente y no entendía palotada de teatro, ni de arte, ni de historia; pero tenía un alma cariñosa y entusiasta, que respondía siempre con dulces vibraciones de amor á toda acción ó ideas procedentes del alma idolatrada de su amo.

Dormíase Felipe algunas noches en el sofá del gabinete. Su sueño era profundo; pero bastaba que Alejandro le llamase para que se despertara, como él excitado, como él dispuesto á las alucinaciones. Sin duda, por la simpatía y parentesco de ambas almas, la pasión artística de la una se comunicaba á la otra, venciendo su rudeza.

[p. 47]Entre serio y burlón, Alejandro le decía:

—El célebre Molière le leía sus comedias á la criada. Yo te voy á leer á tí algunos pasajes...

Felipe no había visto nunca una verdadera función de teatro. El origen de sus conocimientos en el arte dramático no podía ser más humilde. Una tarde de Navidad se había colado con Juanito del Socorro en un teatrucho donde representaban el Nacimiento con figuras, no con actores; y aún no habían tenido tiempo de reir las gracias del pastor Bato y de la tía Gila, cuando les echaron á la calle. Esto y los cosmoramas ó tutilimundis instalados en la vía pública, diéronle la noción primera del arte de fingir sucesos y personas... Desde que su amo empezó á leer, comprendió Centeno que aquello pertenecía á un orden más elevado, al teatro grande que él no había visto, aunque lo soñaba y como que lo presentía. Así, el efecto de la lectura en su atento espíritu era extraordinario, colosal. Sin entender la mayor parte de las cosas, parecía como que se las apropiaba por el sentimiento, extrayendo del seno de un lenguaje no bien comprendido, el espíritu y esencia de ellas. La armonía de versos, ahora floridos, ahora graves; la música de las rimas, el relumbrar de las imágenes, el énfasis de los apóstrofes, producían en él efectos de vértigo y desmayo. Era como el influjo, en los sentidos, de multiplicadas luces giratorias ó de[p. 48] aromas muy fuertes. Se aturdía y se mareaba... En cuanto á la acción, la realidad misma no tuviera poder más grande que aquella mentira para cautivar el espíritu del buen Centeno. Cuando llegaba Alejandro á una escena dramática en que había choque de espadas, uno que se cae, otro que grita, ó cosa así, ya estaba Felipe con los pelos de punta, lo mismo que si presenciara el lance entre personas de carne y hueso. Pues digo... si el poeta leía una escena de amor, con ternezas y sentimientos expresados á lo vivo, ya estaba Felipe soltando de sus ojos lagrimones como garbanzos.

La aurora les sorprendía en esta exaltación, ambos gozando lo increíble: el uno por lo sabio, el otro por lo ignorante. Siendo tan diferentes, algo les era común: el entusiasmo, quizás la inocencia. La excitación cerebral de Miquis concluía en enfermizo marasmo. Se acostaba rendido de fatiga, y le entraba delirio, con escalofríos muy penosos. Felipe le arropaba, echándole encima hasta el tapete de la mesa y parte de la ropa, pues el abrigo de la cama no era suficiente, y apagaba la luz, á quien hacía lúgubre la claridad del día. Cerraba las maderas para fingir la noche, y acostábase vestido en el sofá. Por un rato, oía el canto de los machos de perdiz, colgados en el balcón del vecino, y los pasos de los madrugadores, que sonaban secos en la calle aún casi desierta; al fin se[p. 49] dormía profundamente para soñar con magnates, con príncipes vestidos de tela como la de las casullas, con venecianos forrados de hierro, con las galeras del Duque, que él creía eran carromatos; con el Vesubio, que es un monte encendido, y con aquellas frases tan bonitas, tan finas y amorosas que la Carniola decía siempre que hablaba.

Levantábase Alejandro muy tarde, cada día más tarde; sentía, al despertar, un embrutecimiento invencible. La pereza le dominaba y no podía vencerla. Su cuerpo era de plomo... Felipe iba á clase, si había tiempo, generalmente sin saber palotada de la lección, y á su regreso, ya doña Virginia le tenía preparadas diversas faenas. Como pudiera no hacía nada, y se metía en el cuarto de su amo á arreglar la desordenada mesa y limpiar un poco. Andaba de puntillas, por no despertar á Miquis, y movía con mucho cuidado los muebles. Si el drama había quedado en la mesa, cogía uno á uno los cuadernos y les quitaba el polvo con su mano con un respeto tal, que no lo empleara mayor el cura para coger la Hostia consagrada. Á veces aventurábase á leer un poquito, con cuidado, se entiende, por ver en qué paraba tal ó cual lance que su amo en la lectura había dejado á la mitad. Después ponía los cuadernos uno sobre otro, á un lado, muy bien colocaditos por orden de actos; los libros á otra parte,[p. 50] el tintero en medio, las plumas en su sitio; en fin, todo como Dios mandaba.

Los malignos huéspedes, que se enteraron de que leía Miquis al criado sus composiciones, hicieron la burla que puede imaginarse. Uno de ellos dijo á Felipe con mucha sorna:

—¿Y qué opina del drama el Doctor Centeno, hombre inteligente?

El muchacho se ruborizaba y no respondía nada. Pero en su fuero interno, decía con rabia: «¡Valiente ganso estás tú!... Mejor te pusieras á estudiar...»

Para Felipe, las obras más perfectas, las creaciones más sublimes del humano entendimiento, en lo antiguo y en lo moderno, eran las de su amo.

VI

El hidalguete manchego, cuya primera hazaña fué arrancar á la historia la figura de El Grande Osuna para vaciarla en un molde dramático, estaba cada día más triste, por motivos que no eran de arte. Á medida que iba gastando lo que le diera su tía, más se aplanaba su ánimo, y no por la idea de que el tesoro se acabase, sino por los remordimientos que el gastarlo tan sin substancia le causaba.[p. 51] Pasado algún tiempo desde la famosa noche de la calle del Almendro, parecía que se enfriaba su caldeado cerebro, permitiéndole ver la verdad de aquel caso peregrino. Su tiíta estaba loca, y él, recibidos los dineros, debió ponerlos á disposición de su padre. No lo había hecho, por afán de satisfacer gustos y deseos irresistibles de la niñez y de la juventud... Había dispuesto de lo que casi no era suyo, de un caudal venido á sus manos por caminos torcidos... Pero el hervor de su sangre y el iluminismo de su mente habían podido más que su conciencia. Poseer dinero era para él como la razón del vivir, como la florescencia, el fruto y flor de la vida. Carecer de ello se asemejaba á un árbol que tiene raíces, leña y hojas; pero nunca se viste de flores ni se engalana de fruto alguno. ¡Disponer, pues, de aquella savia social y no nutrirse de ella, no cubrirse de la hermosa gala de la vida, pudiendo hacerlo; no dar á los labios el auténtico sabor de humanidad, teniéndolo tan á la mano...! ¡Oh! esto era superior á su conciencia de hombre, á su respeto de hijo. En el estado actual del mundo, la vida sin moneda es una vida teórica, un mecanismo fisiológico, que hace de los hombres muñecos para divertir á los verdaderos hombres, á los que están provistos de aquel Jugo vital. Hemos de remontarnos á la época del pastoreo para imaginar al hombre[p. 52] indiferente á las ideas de tuyo y mío, y considerarlo como tal hombre á pesar de la mutilación de esa víscera que se llama bolsillo. Esto pensaba Miquis, y añadía Cienfuegos que no era mutilación la voz propia, sino que aquella entraña estuvo mucho tiempo en forma rudimentaria, y así siguió hasta que el uso hizo de un elemento orgánico un verdadero órgano.

¡Pobre Miquis, qué cosas pensaba para disculparse á sí mismo y atenuar la falta que le atormentaba! Y derretía de lo lindo el dinero más en el prójimo que en sí mismo. Era en esto secuaz ardiente del Evangelio. Desde que un amigo se veía en apuro, lo que pasaba un día sí y otro no, ya le faltaba tiempo á Miquis para volar á socorrerle. Muchos ¡tales traiciones tiene la amistad! fingían penurias para sacarle dinero y gastarlo en francachelas. En la cómoda tenía los billetes, y conforme iba necesitando jugo, iba sacando de aquel depósito, sin enterarse de lo que salía ni de lo que daba.

Porque Miquis, dirémoslo claro, era refractario á la cantidad. Así como el aceite sobrenada en el agua sin penetrar jamás en ella, así la idea de cantidad flotaba sobre el espíritu de Alejandro, saturado de poesía, de ideales. Si teóricamente distinguía bien la idea de 100 de la de 10, en el tráfago del vivir, cuando[p. 53] aquellas cifras eran cosa monetaria, venían á resultar indistintas, cual los tamaños y forma de las nubes. ¡Ay, cómo resbalan en vuestras rosadas manos, ¡oh Musas locas! estos pedazos de papel, hechura de los modernos Bancos, y que llevan impresos, como signo de andar á prisa, los alados borceguíes de vuestro hermanito Mercurio!

Porque habíais de ver al célebre manchego entrando en una y otra tienda para comprar cosas que, á su parecer, necesitaba, y metiéndose en las librerías para adquirir todo lo nuevo y bonito, obras de lujo que maldita falta le hacían, y que vistas una vez no servían para nada. En los puestos de libros dejó también puñados de dinero, porque no había autor clásico ó romántico, español ó extranjero, que él no quisiera poseer. Para enterarse bien de todo lo que compraba, necesitaría la vida eterna.

Pero la mayor parte de sus caudales no tomaban el camino de las librerías. Iban presurosos hacia otra parte, llevados por magnética ó nerviosa corriente... ¡Pobre Alejandro! Sus compañeros de casa conocían bien el género de vida que llevaba, y los unos con interés y lástima, los otros con desdén y mofa, hacían comentarios mil y tristísimos augurios.

—Es un perdido. ¡Lástima de talento!... Corazón demasiado grande y jamás harto de sen[p. 54]saciones... ¡Pobre Alejandro! Se consume en su propio fuego.

—Es un tontaina... Cualquiera le engaña... Pero de ésta las pagará todas juntas, porque me parece que se lo sorben.

El bondadoso Zalamero le disculpaba diciendo: «Se detendrá á tiempo.» Poleró le zahería, Arias y Guevara le desollaban. El informal Cienfuegos afectaba un interés fraternal por Alejandro, y lo expresaba así: «Le voy á coger de una oreja y á sujetarle... ¡Vicioso! Yo le quiero mucho: impediré que corra al abismo... Verán, verán ustedes...» Pero con tanto hablar no hacía nada, y era el primero que, á solas con él, disculpaba sus errores.

Por su parte, Miquis se mostraba cada vez más esquivo con sus compañeros. No iba de tertulia al cuarto de ninguno de ellos; había cerrado el suyo á las reuniones tumultuosas de las tardes, y muchos días faltaba á comer, lo que ponía en gran confusión y sobresalto al ama de la casa.

—Este don Dulcineo del Toboso arruinará á su padre—decía.—No estudia, y gasta el dinero que es un primor. ¡Pobre padre!

Más de una vez, cuando le pillaba solo y en buena ocasión, se permitía sermonearle cariñosa. Era buena Virginia y gustaba de hacer de madre con los huéspedes.

—Pero don Alejandro... está usted muy echa[p. 55]dito á perder. Su papá haciendo tanto sacrificio, y usted aquí gastándole el dinero, y lo que, es peor, sin estudiar... Porque dicen que no coge un libro de los de clase, y es lástima... Dice don Basilio que usted es el de más talento que hay en la casa. ¿Y de qué le sirve? Porque eso de las comedias... desengáñese usted, niño: eso no da de comer... Y, sobre todo, no sea usted perdido, no gaste su salud. En Madrid hay mucha perdición. ¡Pobres chicos, y cómo caen en las trampas que les arman por ahí! ¡Qué bribonadas! Crea usted que me pongo furiosa. ¡Cuándo habrá un Gobierno, Señor, un Gobierno que haga una buena limpia de gentuza, echando una red en que ningún pájaro se escape...! Los padres lo agradecerían. Anoche estábamos hablando de esto, y el señor Caña dijo que tengo razón... Con que, don Dulcineo, no sea malo. ¿Se va usted á enmendar? ¿Me lo promete usted?... Dice que sí, y después como si tal cosa... Á ver, sea usted franco conmigo: ¿qué gusto encuentra en ser malo? ¿No se cansa, no se aburre?... Porque á otros engañará usted, haciéndose pasar por un santito; pero á mí no. Á ver, dígame, confiese, tenga conmigo franqueza... yo no lo he de decir á nadie. ¿En dónde se pasa las noches? ¿Por qué viene á casa á las tantas de la mañana? ¡Ah! Si fuera usted hijo mío, á bofetones de cuello vuelto le enderezaba.

[p. 56]Atendía sonriendo el estudiante á estas razones, y parecía conforme con ellas. Sin duda había en su alma propósitos de enmienda... Y en prueba de ello, viósele algunos días bastante corregido: entraba temprano, iba á clase; pero lentamente á las andadas volvía y á su vida miserable.

Su capital mermaba rápidamente, creciendo en igual grado sus remordimientos. Cuando pensaba en la ira de su padre, entrábanle congojas. Era don Pedro Miquis de carácter violento, y como llegara á entender el uso que había hecho su hijo del dinero recibido de una loca, bueno se pondría. Falta grave, delito más bien, había cometido Alejandro. Con ninguna argucia podía disculparse ni acallar su conciencia; y cuando el dinero se acababa, cuando anunciadas por síntomas lúgubres volvían las escaseces, iba faltando ya el atenuador de los remordimientos, que era el dinero mismo y los goces que proporcionaba.

Una carta de su padre le puso en gran zozobra. «Me han asegurado—le decía,—que te estás dando vida de príncipe. Haz el favor de explicarme esto.» Cobarde para afrontar la verdad, negó, y á poco le escribía su padre: «Trata de averiguar con buenos modos si la tiíta ha realizado una cierta cantidad de juros, etc.. Es lástima que intereses de cuantía estén en manos de una demente...»

[p. 57]Para ahogar la pena que esto le causaba, érale preciso engolfarse en el arte, sumergirse en sus ondas purísimas y engañar la imaginación con soñados triunfos y delicias. Como otros lo están de vanidad, estaba él hinchado de optimismo. El Grande Osuna se representaría en aquella temporada. Dudar esto era como no ver la luz del sol. Teníalo Alejandro por tan seguro como si viera la obra en los carteles. ¿Y qué más? Siempre que leía un periódico, se asombraba de que las gacetillas no anunciaran ya el estreno, y deploraba lo mal montado que está el servicio de noticias teatrales. Siempre que sonaba la campanilla de la casa salía presuroso, creyendo que venía recado del empresario llamándole. El curso de uno y otro día sin cartas, sin gacetilla, sin recado, no le quitaba su dulce ilusión... Sentía lástima de los que no eran autores de El Grande Osuna, y de Madrid por lo mucho que tardaba en gozarlo.

Pues bien: representada la obra, había de tener éxito colosal. Esto era como el Evangelio. Le daría mucho, muchísimo dinero... Con este capital tendría lo bastante para reintegrar á su padre el dinero de la loca... ¡Hermoso plan! y podría hacerlo sin que su padre se enterase de nada. ¡Vaya una cartita que le pondría! «Mi querido papá: ayer me entregó la tiíta diez y seis mil doscientos doce reales...[p. 58] etc. Usted me dirá cómo se los envío, ó si los entrego á...» Lo más bonito era que después de este rasgo de honradez y respeto filial, aún le había de quedar abundante moneda para seguir divirtiéndose... ¡Y luego...! Tenía ya pensada otra obra que al teatro llevaría en cuanto se representara El Grande Osuna... ¡Vaya una obrita! Se había de llamar El condenado por confiado, y era cosa sublime: un señor de horca y cuchillo que se hacía fraile, y después de hecho fraile se enamoraba de una monja... En fin, había tela, y honda materia dramática, religiosa y hasta filosófica... Con los inefables placeres mentales de la gestación se consolaba el infeliz de sus dolores morales y físicos.

Físicos, sí, porque empezaba á padecer cruelmente de una como debilidad general con desvanecimientos de cabeza. La tos penosísima le quitaba el sueño; no apetecía más que golosinas, y se alimentaba con caramelos, café y fruta. Para que la depravación de su paladar fuera completa, hasta llegó á aceptar invitaciones de su tía, y se hartaba de gachas, cañamones, y bebía tazones de salvia. Por grandes que fueran sus sufrimientos, nunca tuvo aprensión ni miedo á la muerte. Su optimismo le llevaba hasta creerse poco menos que exento del fuero de la Parca; y el hábito de mirar cara á cara la inmortalidad, inspirábale confianza en su exis[p. 59]tencia carnal, y con la confianza el deseo de comprometerla á cada instante. Por esto dijo tantas veces: «La pulmonía que á mí me ha de matar no se ha fundido aún.»

VII

La tertulia que se había formado en el gabinete de Alejandro, pasó, á causa de los desvíos de éste, al cuarto de Arias Ortiz. Este era muy devoto de Balzac, lo tenía casi completo, y á los personajes de la Comedia humana conocía como si los hubiera tratado. Rastignac, el barón Nucingen, Ronquerolles, Vautrin, Adjuda Pinto, Grandet, Gobseck, Chabert, el primo Pons y los demás, éranle tan familiares como sus amigos. Locamente aficionado á la música, era el más inteligente de todos en este arte. Como la reunión era en su cuarto, decía que daba té y que se quedaba en casa. Era un salón literario y artístico. La parte de concierto corría á cargo del mismo Arias, que tenía prodigiosa memoria musical.

Formóse, pues, una sociedad comanditaria para tomar café mañana y tarde. Poleró había trazado un plan, ¡oh grandeza de los principios económicos! y resultaba que haciendo el café en una maquinilla, salía á cuatro cuartos por barba y taza. Además, era mejor que el del ca[p. 60]fé. Por las noches, á primera hora, aquello era una Babel. Poca gracia le hacían á doña Virginia los planes económicos de Poleró, por el gran estrépito que de ellos resultaba; y Alberique, que en casos tales la echaba muy de bravo, decía que les iba á tirar á todos por el balcón. Una noche que daba gritos en el comedor, salió Poleró del cuarto y con serenidad burlona le dijo:

—Señor Alberique... Parece que está usted incomodado, y que me ha nombrado usted... Repítalo delante de mí, porque quiero enterarme.

Amedrentado el berberisco, respondió con gruñido de lisonja:

—Nada, señor Poleró... sostenía que tiene usted mucho talento.

Pero el catalán, por seguir la camorra, decía:

—¿Y usted qué sabe si yo tengo talento ó no?...

Virginia, deseando paz, daba algún dinero á su fornido esposo para que se fuese á correrla al café ó al billar. Ya se sabía que el morazo no había de volver hasta la madrugada.

Volvió Poleró al cuarto-casino á referir la escena. Felipe no descansaba un momento en la noble tarea de hacer el café. Salía y entraba con éste ó el otro recado del comedor al cuarto, del cuarto á la cocina.

—Doña Virginia, que si quiere usted café.

—No, hijo: que les aproveche.

—Doña Virginia, que me dé usted otra taza.

[p. 61]—Que manden por ella á la cacharrería.

En el cuarto crecía el barullo y se espesaba la atmósfera.

—No eches todavía el agua caliente.

—¡Pero si esta taza está sucia!... ¡Felipe!...

—Falta una cucharilla... ¡Doctor!

—¡Alguien se ha comido el azúcar!... ¡Centeno!

—Si ya hierve.

—No hacerlo muy fuerte, que quita el sueño.

—¡Eh!... cuidado, que se come un terrón Julián de Capadocia...

—¡Felipe!... ¿Pero dónde se mete éste?

—Si ha ido por cigarros.

—El de los prismas está aún en su cuarto, de punta en blanco, con el mondadientes de plata en la boca. Está haciendo tiempo á ver si le convidamos.

—No convidarle.

—Dárselo sin azúcar... ¡Eh!... ¡Felipe...!

—¿Y Zalamero, dónde está?

—Ahora viene.

El señor de los prismas, antes de partir para la calle, llegábase á la puerta y saludaba cortésmente á todos.

—¿Usted gusta?

—Gracias...

—¿Y cuándo...?

—Si quieren ustedes algo para París...

Risas generales y sofocadas.

[p. 62]

—Aguarde usted y le daremos una taza de café.

—Son ustedes muy amables...

—¿Y don Basilio ha salido?... Felipe, llama á don Basilio.

—Permítanme ustedes, señores—decía el redactor de Hacienda, asomándose ala puerta.—Hace tiempo que he renunciado al café, porque me quita el sueño. Si me hicieran el favor de un poco de azúcar para un vaso de agua...

—Oro molido que fuera...

—Pues muchas gracias... Permítanme ustedes que me retire. Me toca hacer artículo esta noche.

—Don Leopoldo, nos va usted á traer de París una buena maquinilla de café... ¡Felipe!

—No tienen más que darme una notita... No: lo apuntaré en mi cartera.

—Apunte usted... maquinilla de hacer café, para... doce tazas.

—Bien, bien: no se me olvida ya...

—Tome usted... vea si tiene poco azúcar...

—Si no tiene ninguno...

—¡Felipe... condenado... el azúcar!...

—¡Un terrón!

—¿Pero dónde está el azúcar?...

—Se lo ha comido Julián de Capadocia.

—Todos están concluyendo su ración, y no ha sobrado nada de azúcar... ¡Qué descuido!

—Señores, si esto es veneno...

[p. 63]—Perdone usted, don Leopoldo...

—Abajo con él... Aunque sea amargo...

—Así es más estomacal.

—Muchas gracias, señores...

—Que usted se divierta mucho, y haga muchas conquistas esta noche.

Sale Montes. Jaleo, risas, música... Óyese aquello de: Don Basilio, giungete á tempo... ¿La calunnia cos’è, voi non sapete?... Se don Basilio venessi á ricercarmi, ditelli ch’aspetti, y otras frases en que sonaba el venerable nombre de aquel buen sujeto que estaba no lejos de allí, sacando de su seco caletre el tremendo artículo sobre el déficit, todo números y cálculos; artículo que si alguien lo leyera se quedaría yerto de patriótico espanto.

Lo mismo Poleró que Arias y el propio Miquis tenían, de tiempo atrás, vivísimos deseos de entablar conversación con el taciturno huésped don Jesús Delgado, para del coloquio pasar á la confianza y poder con ella penetrar el misterio de aquel hombre y sus inexplicables quehaceres epistolares. Todo era inútil. Sucesivas noches le enviaron con Felipe un recado invitándole á tomar café. Pero respondía siempre con mucha finura, dando las gracias y declinando el honor que se le hacía.

Poleró, con ardiente curiosidad, no perdía ocasión de hablarle. Si le encontraba por acaso en el pasillo, le detenía:

[p. 64]—Muy ocupado, ¿eh...?

—¡Ah!... eso siempre, figúrese usted, ¡oh!...—respondía el otro haciendo visajes, pues los nervios de su cara estaban siempre tan alborotados que ninguna facción quería estar en su sitio.

Otra vez le decía el catalán:

—¿Estuvo usted malo anoche? Me parece que le sentí levantarse...

—No, señor... ¡oh! Trabajando hasta la madrugada... Figúrese usted... á lo mejor recibo trece, catorce, quince cartas, y á todas, ¡ah! he de contestar. Buenas noches.

Poleró vivía en el cuarto próximo al de don Jesús Delgado, y algunas noches, subiéndose en una silla, se asomaba á un tragaluz abierto en lo alto del tabique. Había observado que el bendito señor, cuando no se paseaba de largo á largo por la habitación, escribía cartas en su pupitre.

Conforme iba despachando epístolas, les ponía los sobres; luego los sellos, de que tenía buen acopio, y las agrupaba á un lado, y con las contestadas hacía gruesos paquetes que guardaba en un arcón. Como nunca salía á la calle sino para ir al Correo, y al salir echaba la llave á su cuarto, no había medio de penetrar en la misteriosa oficina. Receloso hasta lo sumo y atento siempre á su secreto, si secreto había, don Jesús no evacuaba la plaza ni en el[p. 65] acto de la limpieza, y se tragaba todo el polvo del barrido antes que dejar expuestos sus papeles á un ataque de los huéspedes.

Arias sostenía que Delgado, hombre ya próximo á los cincuenta, tenía una novia perpetua, relaciones de esas que no terminan ni en el matrimonio ni en el olvido; pero este caso de platonismo de toda la vida, verosímil en el melancólico personaje, no explicaba las catorce cartas, á no ser que tuviera don Jesús catorce novias platónicas, todas poseídas de epistolaria demencia.

Aportó Zalamero algunos antecedentes del señor Delgado. Pertenecía éste á una familia bastante acomodada; era soltero, y había servido veinte años en la Dirección de Instrucción pública, desempeñando uno de los mejores destinos. Le apoyaban eminencias del partido moderado. Zalamero no recordaba bien qué clase de disgustos, qué contrariedades oficinescas obligaron á tan apreciable sujeto á dejar su destino. Tiempo hacía que estaba cesante, y la familia le trataba como á loco pacífico, sin tener con él relaciones directas.

Una noche, aguijoneados por su ardiente curiosidad, hicieron propósito los huéspedes de sacarle del cuarto, valiéndose de cualquier ardid, aunque no fuese prudente ni delicado. Invitáronle á tomar café, y como contestara negativamente dando las gracias, imaginaron[p. 66] atacarle con una burla de gran aparato. Miquis redactó al instante un mensaje, y se encargaron de llevarlo Poleró y Sánchez de Guevara, para cuyo acto solemne, el primero se puso un frac viejo de don Basilio y el segundo su uniforme. Entraron con toda ceremonia en el aposento, y sin preámbulo alguno, sacó Poleró su papel y empezó á leer con enfática entonación lo que sigue:

«Excelentísimo señor don Jesús Delgado: Los que suscriben, hospedados en ésta su casa, se atreven á interrumpir las graves ocupaciones de usted para rogarle se digne aceptar una modesta taza de negro café en el humilde albergue en que la amistad los reúne. Aunque la fraternidad que informa los actos de personas aposentadas bajo un mismo techo, justifica por sí este acto, los que suscriben, Excelentísimo Señor, quieren dar á la presente manifestación un móvil y origen superiores á los que tendría si fuese un simple arranque de urbanidad: quieren ¡oh! derivarla de los sentimientos de admiración y respeto hacia la augusta persona que ha prestado tan eminentes servicios al país y al mundo entero en el importante y florido ramo de la Instrucción pública.

Siendo los que suscriben, señor Delgado, escolares que aspiran á la posesión del saber en diferentes artes y ciencias, no pueden menos[p. 67] de sentirse orgullosísimos de vivir junto al insigne estadista que en doctas y previsoras leyes ha sabido trazar el camino por donde la juventud marcha á la conquista del Vellocino de Hierro de los modernos tiempos, señor don Jesús, que es la Instrucción.

Los que suscriben, Excelentísimo Señor, esperan que usted, con la modestia del verdadero mérito, aceptará esta humildísima prueba del respeto, de la consideración, del entusiasmo de sus compañeros de casa; y si tal honra merecen, tendrán por feliz y gloriosa entre todas las noches, la noche del 4 de Noviembre de 1863...»

Seguían las firmas.

La seriedad del acto, el tono grave y ampuloso de Poleró, pusieron á don Jesús Delgado como quien ve visiones. No supo qué contestar: todo se le volvía inclinarse y balbucir; gratitudes... Cuando dijo Poleró lo de los servicios á la Instrucción pública y del florido ramo, medio se enterneció el hombre y estuvo á punto de llorar.

Fué, mejor dicho, le llevaron casi á rastras; y cuando entró en el cuarto, precedido de la comisión, recibiéronle todos con ruidosos aplausos. El bienaventurado don Jesús estaba perplejo, conmovido, y tan creído de la verdad de lo que pasaba, que no se daba cuenta de la burla. Mientras tomaba café, los otros le abrumaron á cumplidos, lisonjas y felicitaciones[p. 68] de celebérrimos trabajos. Poleró era el único que faltaba, porque se había encargado de examinar las cartas y descubrir el secreto; acción que no consideraron villana, tratándose de un loco.

Diríase que á don Jesús le quemaba el asiento. Apenas apuró la taza, ya quería irse. Su turbación y cortedad eran grandes.

—Un momento más,—le decían, deteniéndole casi á la fuerza.

—Si ustedes, ¡oh! me permitieran retirarme...—respondía él con timidez.—Apenas he empezado mi tarea...

Por fin le soltaron. Una comisión había de acompañarle hasta su domicilio. Todo se hizo con aparato y cortesana pompa. Cuando el infeliz se encerró de nuevo, viérais á Poleró entrar en el cuarto tapándose la boca para contener la risa. Se tiró en una cama, porque su hilarilad y los esfuerzos que hacía para sofocarla y no meter ruido, le daban convulsiones...

—¿Pero qué, pero qué es...?

—No podéis figuraros.

—¿Qué cartas son esas?

—La locura más graciosa que se puede hallar.

—¿Quién le escribe? ¿Á quién escribe?

—¡Si no lo hubiera visto...!

—¿Á la Reina?

[p. 69]—No.

—¿Al Papa?

—No... Asombraos todos. Se escribe las cartas á sí mismo...

—¿Y las recibe?

—De sí mismo. Todas las cartas están encabezadas: «Señor don Jesús Delgado: Muy señor mío...» y todas concluyen así: «su seguro y atento servidor, Jesús Delgado.»

¡Qué risas, qué algazaras!

—¿Se le da un bromazo, sí ó no?

—Hombre, ¿mayor que el de esta noche?...

—Mayor, sí, mayor.

Poleró contó en breves términos lo que decían algunas cartas. Todo era referente á extraños planes de Instrucción pública. En algunas despachaba consultas sobre delicadísimos puntos de la misma materia. No estaban mal escritas, pero sí salpimentadas con las exclamaciones «¡ah! ¡oh!» que usaba también hablando.

—Sí: de la Dirección le echaron por loco—indicó Zalamero.—Ahora recuerdo: empezaron á notar rarezas en sus informes, y extrañísimas teorías traducidas del alemán. Por tales ideas estrambóticas, tuvo el Director un gran disgusto con el Arzobispo de Toledo.

—¿Con que se le da el bromazo?

—¿Cómo? ¡Ah! ya... escribiéndole una carta firmada por él mismo.

[p. 70]—Eso, eso...—clamó Poleró.—Á ver quién imita su letra. Le he quitado una carta.

—Venga—manifestó Cienfuegos, que se creía con aptitud para el caso.—Yo la imitaré.

—Que ponga Miquis el borrador. Entérate, Alejandro, de las tonterías que dice, y no omitas las interjecciones.

—Mañana... Es preciso sustraerle un poco de esta hermosa tinta violada que usa... Felipe, mañana, cuando limpie la chica el cuarto, entras á ayudar, y...

—Convenido: ¡qué lance!...

—Señores, las diez...—gritó Sánchez de Guevara, blandiendo el espadín.—Es hora de estudiar. Se levanta la broma.

—Hasta mañana.

VIII

El sábado por la noche, casi todos los huéspedes fueron al paraíso del Teatro Real. Miquis llevó á Felipe, que no había estado nunca, y se quedó medio atontado ante lo que veía y oía, cual si estuviera en un mundo distinto del que habitamos. Cosas y personas se le representaban engrandecidas y sublimadas por ignorado poder de magia. Aquello no era natural: era sueño, ocio de los sentidos y mentira del alma. Tanta señora guapa en los palcos; el deslum[p. 71]brador abismo de rojo y oro, de hermosura y luces, que desde arriba presenta la cavidad del teatro; la escena grandísima, con aquellos señores que salían á cantar, ahora solos, ahora en bandadas; la muchedumbre de músicos que en aquel andén tocaban tanto instrumento; los deformes contrabajos, las doradas arpas, los aplausos, el canto, el silencio, el ruido, la atmósfera espesa... todo causaba al Doctor suspensión del ánimo y cierto embarazo de la palabra. Se reían los demás de verle con la boca abierta, atento, lelo, y sin responder cuando le decían: «¿Qué tal, Doctor; qué te parece esto?» El miedo de decir alguna barbaridad le tenía mudo.

Zalamero y Virginia estaban en una de las filas más altas; abajito, junto á la escalera de la derecha, en apretada falange, todos los demás huéspedes, alborotando más de lo regular y dando broma á don Leopoldo Montes, que acompañaba, no lejos de allí, á unas cursis de mal pelaje. Aplaudían furiosamente á Mario, que aquella noche cantaba. En los entreactos. Montes, por darse los humos de una opinión musical, mostrábase partidario de lo pasado, y alzando la voz en su defensa, decía:

—¡Si hubieran oído ustedes al célebre Moriani, el tenor de la bella morte! Yo le oí en París... Aquél sí reunía todo: voz y canto; no era como este ídolo de ustedes, á quien sólo[p. 72] se puede admirar bajo el prisma del estilo.

En pie, para dejarse ver y oír, el tal Montes, tieso y bigotudo, con la ropa muy ceñida para lucir las formas, llamaba la atención de medio paraíso por su arrogancia cursilona, su cabeza llena de bandolina, sus aires pedantescos y sus ridículas pretensiones de hombre de mundo... Poleró estimulaba la fatuidad de Montes con chanceras lisonjas, y todos se divertían atrozmente con la buena música, los bandos musicales, las cursis, las apreturas y las bromas y agudezas propias de aquella caldeada región.

En la casa de huéspedes reinaba silencio gratísimo, en cuyo seno, como pez en el agua, la mente prolífica de don Basilio Andrés de la Caña escribía su centésimo artículo sobre el eterno tema, y era de ver cómo aquella máquina de guerra salía, erizada de explosivas sumas y de cortantes guarismos. Cada vez que el redactor se pasaba la mano izquierda por la cabeza, brotaba de la pluma, rápidamente meneada por la derecha, una chorretada de números que... ¡Pues si aquello lo leyera alguien, Dios poderoso!

Dos personas más había en la casa, igualmente silenciosas: la Bernardina, que se había puesto á coser junto á la mesa del comedor, y dormitaba más que cosía, y don Jesús Delgado, que trabajaba en su cuarto con la constancia y[p. 73] fe de todas las noches. Antes de ponerse á escribir, leyó cuidadosamente el bendito señor en diversos libritos ingleses y alemanes; paseó un rato por la habitación como discurriendo lo que iba á contestar; y haciendo visajes y contorsiones, tomó luego la pluma, que no porque fuera de éstas de acero que ahora se usan, dejaremos de llamar bien cortada. Le acompañaba un discreto y grave amigo, Julián de Capadocia, dormitando no lejos de la mesa, y á ratos levantaba la cabeza y le dirigía miradas cariñosas. Expresivo era el rostro del apacible can, y si hubiera tenido palabra le habría dicho: «¿Cómo va eso, señor Delgado?» Pero se lo decía con los ojos, y con los ojos también respondíale don Jesús: «Difícil tema es éste, ¡oh! amigo Capadocia: allá veremos lo que sale.»

¿Era verdad lo que Poleró había dicho? Sí: toda la correspondencia que Delgado contestaba habíala escrito él mismo un día antes. El desgraciado huésped, cuya vida se nos presenta en tan raro misterio, así como los orígenes de su pacífico desorden mental, merecía bien el mote que le puso Arias Ortiz, ramplón helenista: le llamaba el eautepistológrafos, ó sea el que se escribe cartas á sí propio.

De las doce ó catorce que había recibido aquella tarde, tomaba don Jesús una, la leía con atención cuidadosa, meditaba un rato so[p. 74]bre ella y luego la contestaba. Sucesivamente hacía lo mismo con las otras, alternando el leer y el escribir, hasta despachar la mitad del trabajo, quedándose la otra mitad para la mañana siguiente. He aquí una, tomada al azar del repleto archivo del arcón:

«Señor don Jesús Delgado.—Muy señor mío de mi consideración más distinguida: Recibí su atenta, fecha 28 de Octubre, y me apresuro á contestarle que su admirable plan de la Educación Completa no es ni será comprendido por esta caterva rutinaria de la Dirección, incapaz de salir ¡oh! de los antiguos moldes. Pasarán años; será preciso que todo el régimen del Estado varíe; que la sociedad se conmueva para sacudir su modorra; que pensamientos nuevos y nueva luz entren en el cerebro narcotizado y tenebroso de la Nación; y aun así, ¡oh! la reforma que usted quiere implantar no será un hecho si no dedica usted un siglo más al ensayo y tanteo de su difícil aplicación. Vino usted al mundo ¡oh! antes de tiempo, amigo mío. Lo mejor que puede hacer ahora, para no aburrirse aquí con tan larga espera, es darse una vuelta por la eternidad y volver dentro de siglo y medio, año menos, año más.

Entonces el Gobierno pensará de otra manera, y habrá caído en total descrédito la educación de adorno que ahora prevalece, compuesta de conocimientos necios, baldíos y de relum[p. 75]brón, como las pinturas ridículas con que se engalanan los salvajes.

Cuando usted vuelva, la sociedad habrá comprendido que, en todo el curso de la vida, lo importante ¡ah! no es parecer, sino ser, y que á este principio debe sujetarse la educación.

Deseo que usted explane sus ideas sobre esto, demostrando que el fin educativo es prepararnos á vivir con vida completa. Espero en su próxima carta una clasificación de las principales direcciones de la actividad que constituyen la vida humana, para deducir ¡oh! cuál es la educación que debe preferirse, según la condición y fines de aquellas direcciones de la actividad.

Entre tanto llega su deseada carta, se repite de usted ¡oh! atento servidor q. b. s. m.—Jesús Delgado.»

Este tono grave no lo empleaba en todas sus cartas; las escribía también familiares, como la muestra:

«Querido Jesús: Por la tuya del 7 veo lo atareado que estás en esa oficina de la Educación Completa, establecida en el séptimo cielo, círculo tercero á mano derecha. ¡Pobrecito, tener que contestar tanta carta, venida de remotos países...! Veo que los amigos Frœbel y Pestalozzi no te ayudan nada. ¡Qué pícaros!

La familia buena. Estamos ensayando en los niños tu sistema de educación recreativa,[p. 76] ¡oh! que forma parte de la completa. Esto de enseñarles jugando es invención, como tuya, donosísima. Hemos tirado á la basura todos los librotes indigestos que los chicos tenían, y en su lugar les hemos dado herramientas de fácil manejo, lápices y colores, cartón para hacer casitas, y otras menudencias dispuestas conforme á lo que mandas.

Sofía está otra vez en estado interesante y muy avanzada... ¡Cómo ha de ser!... Mi sabiduría me da un hijo cada año. Venga, y le educaremos jugando. Nos harán falta pronto tus ideas sobre la lactancia. Escríbenos sin dilación, que quizás mañana empecemos á necesitar tus teorías lactatorias, ¿qué digo, mañana? ahora mismo... me avisan que Sofía... ¡ah! ¡oh! no puedo seguir; adiós.—Jesús.»

Aquella noche, como dije, despachaba tranquilamente Delgado su correspondencia, cuando de pronto, al abrir una de las cartas y leerla, se quedó turbado, frío, y empezó á hacer tales visajes y contorsiones, que la cara se le desbarataba, cual si quisiera protestar de las leyes anatómicas; á leer volvía, no dando crédito á sus ojos, y saltaba en el duro asiento. Sin duda le acometió el mal de San Vito. Levantóse, dió varios paseos, leyó de nuevo... ¿Qué carta era aquélla que tanto le trastornaba? ¡Su letra! ¡su tinta! ¡Eran el encabezamiento y firma como los de todas las suyas!

[p. 77]Leída por séptima vez, vió que decía:

«Señor don Jesús Delgado.

Mi distinguido amigo: El contenido de su gratísima del 2 de Noviembre, en que se manifiesta desesperanzado del éxito de su grandioso plan de Educación Completa, me ha producido ¡oh! dolorosa impresión. Pues qué, varón insigne, filósofo eximio, genio sin segundo, ¿será posible que desmaye usted cuando llega el momento de dar cima á su alta empresa y coronar con triunfo y galardón admirables sus gloriosísimos, sus inmortales estudios? No, amigo: hemos llegado á la cima, hemos escrito el omega, y la frente del santo reformador, del Jesús, del Cristo de la Educación, aparecerá coronada de las estrellas de la práctica en el trono refulgente de la realidad.

Usted, mi sabio amigo, engolfado en el tumultuoso piélago de las cartas que de apartadas regiones, playas y continentes le dirigen, no ha apreciado el veloz paso del tiempo. ¡Han transcurrido veinte años sin que usted se dé cuenta de ello! Ya no existen aquellos rutinarios moldes que se oponían á la Educación Completa. Todo ha variado, egregio hierofante: la sociedad ha vencido su letal modorra, y despabiladísima aguarda las ideas del legislador de la enseñanza. En este lapso de tiempo, ¿no sabe usted que ha sido derrocado el trono secular, y con él han desaparecido las prácticas[p. 78] añosas y las ideas rancias? Cual generosa espada cubierta de orín, que en un momento es limpiada y recobra su hermosura, temple y brillo, así la nación se ha limpiado su mugre. Nuevas instituciones tenemos ya, ¡oh! y nuevos caracteres y principios. La hora de que el gran reformador salga de su escondite y manifieste al mundo atónito sus planes, ha llegado, señor don Jesús. ¡Viva el Mesías de la Educación Completa, base de la Completa Vida!

Con ferviente entusiasmo le saluda y abraza su afectísimo—Jesús Delgado.»

Mientras más el infeliz leía, mayor era su desasosiego. Estaba el pobre como fuera de sí, con grandísima zozobra en su alma. Pero mucho más se alteró cuando, al fijarse en la fecha de la carta, vió que claramente decía: «8 de Noviembre de 1883...» Se le erizaba el cabello mirando estos guarismos. Tal efecto le hicieron, que sus nervios se desataron en vibración loca, y empezando por dar vueltas en la habitación, luego salió disparado al pasillo.

Julián, ¡cosa extraña y rara vez acontecida! ladraba tras él... ¡Pero cómo ladraba el bueno de Capadocia! Era el canino lenguaje un aullar lastimero que más tenía de exhortación de amigo que de amenazas de guardián. Asustado del ruido salió don Basilio, y con cariño puso la mano en el hombro del eautepistoló[p. 79]grafos, y le dijo:

—¿Qué le pasa al buen amigo? El tiempo Sur es malo, ¿eh?

Pero Delgado se metió bruscamente en su cuarto, sin responder nada al de la Caña, lo que sorprendió mucho á éste, por ser don Jesús la misma cortesía. Bernardina salió también, y entre los dos hicieron callar á Julián.

—¡Este maldito tiempo Sur...!—repetía don Basilio, acompañando á la Bernardina hasta el comedor; sentándose á su lado.

—Esta noche le da fuerte, ¿dice que es el viento? Hasta Julián se encalabrina...—observó la moza; y don Basilio, recreándose en contemplar los torneados brazos de ella, repetía:

—Este maldito viento Sur no sé lo que tiene. También á mí me pone la cabeza... y los nervios... no sé cómo.

IX

Al siguiente día, doña Virginia, malhumorada con los huéspedes, les hablaba así:

—¡Alguna picardía me le han hecho ustedes á ese bendito don Jesús! Como yo lo descubra, van todos á la calle. Cuidado con echármele á perder, que él con nadie se mete, y es el hombre más calladito, más respetuoso que se puede ver... ¡Ay de aquél que me le trastorne con bromas pesadas!... Me parece que[p. 80] voy á dar azotes... Porque si yo tuviera muchos huéspedes como don Jesús, no quería más. Él no dice esta boca es mía; jamás me ha roto un plato; no alborota, ni es tragón... Todos los meses viene un señor de la familia y me pregunta: «¿cómo está? ¿sigue pacífico?» y yo le digo: «está como un ángel, y de buen color...» El encargado abre una miajita de la puerta para verle... Siempre en su faena de las cartas, ¡pobre ángel!... Después me paga el hospedaje en bonitos napoleones, y hasta otro mes...

Estas exhortaciones de la hermosa Virginia no hacían efecto. Los muy tunos idearon otra broma aquella misma noche (que fué la del lunes), y al punto la pusieron por obra. Escribieron al eautepistológrafos una carta con su imitada letra y tinta; pero para confundirle más, la firmaron así:

Su afectísimo amigo y capellán,—Julián de Capadocia.

Y dando las señas de la casa, rogaban al señor don Jesús pronta contestación á un difícil punto que el firmante se permitía someter al elevado criterio de nuestro reformador pacífico. Pasaron dos días, y la contestación no llegaba. Pero una tarde, hallándose todos en casa en expectativa de la anhelada respuesta, llamó el cartero del interior, el cual, después de entregar la diaria remesa de don Jesús, enseñó[p. 81] otra carta, diciendo:

—¿Don Julián de Capadocia?

—¡Aquí es, aquí es...!

Con febril alegría y curiosidad se reunieron á leer, y puestos todos en rueda, leyó Alejandro en voz baja lo siguiente:

«Señor don Julián de Capadocia.—Muy respetable señor mío y capellán: Por su atenta del 4 me he enterado del delicadísimo problema que se sirve someter á mi humilde criterio, esto es, cuáles serían los medios más adecuados para que usted pudiera reintegrarse á su sér total, y si los procedimientos de la Educación Completa, que tengo el honor de defender y propalar, serían eficaces para aquel alto fin.

¡Ah!... señor de Capadocia, diga usted á los mal educados jóvenes que le han dirigido á mí, que no es de corazones nobles hacer escarnio de principios que no se comprenden; dígales que mis planes no son para perros ni para gandules que padecen, entre otros males, la mutilación del rudimento cristiano del respeto á los semejantes. Excluídos están ¡ah! todos ellos, por su grosería, por su falta de sentimiento social y caritativo, de los beneficios de la Educación Completa. Y pues el señor don Julián ha de tener sobre ellos alguna influencia, siquiera por el parentesco patológico ó la comunidad de dolencia, convénzales de su triste situación, y hágales ver que están lle[p. 82]nos de vicios físicos, morales é intelectuales. Á los que heredaron de sus padres y maestros, reúnen los que ellos adquieren todos los días con su vida disipada y antihigiénica, así como en el estudiar vicioso. ¡Oh! son enfermos que me dan lástima, porque veo mejor que nadie sus llagas horrorosas. Esos pobres tontos no comprenden que la adquisición de todo conocimiento tiene dos valores: uno como saber, y otro como disciplina. Este último ¡ah! lo desconocen, como el ciego de nacimiento desconoce la luz, estando rodeado de ella.

Repítales usted estas palabras á todos, y particularmente á ese caballerito, autor de dramas, que le ha escrito á usted la carta. Ese es el más enfermo y el que más necesita de mejores aires. Es el más lisiado, ¡ah! el más leproso, el más cojo, manco y ciego de la cuadrilla. Desconoce la moralidad física; el culto de la salud, tan respetable como el de la conciencia, como el de la inteligencia. Es un triple suicida; se está matando por tres partes á la vez, ¡pobre niño! Á éste es al que más compadezco, por lo cual debe usted decirle, de mi parte, que lo mejor que puede hacer es morirse, para que resucite purificado.

Esto dirá usted á sus amigos y consejeros. Y usted, señor capellán, reciba una puntera de su afectísimo

Jesús Delgado.»

[p. 83]Pasmados quedaron los muchachos del contenido de la epístola, en la cual, junto á los despropósitos, se veían razones y frases que demostraban agudo entendimiento. Por de pronto, don Jesús había comprendido la mofa que se le hacía, lo que probaba cierta limitación en su locura. Los burladores no sabían qué juicio formar de aquel hecho, y hubo pareceres distintos. Quién le tuvo por hombre superior, extraviado; quién por un humano alambique de frases extraídas de doctos libros extranjeros, entonces desconocidos en España. Unos sentían lástima y aun algo de respeto, por lo cual no querían llevar adelante la jarana; otros, más audaces y atentos sólo á divertirse, sostuvieron que la carta era un hatajo de desatinos, y proponían escribirle más. Contra todos se desató en dicterios Virginia, porque le alborotaban su huésped más querido. Estaba furiosa y con ganas de poner á alguno en la calle. No lo hubiera hecho, sin embargo, si no le apretaran á ello otros sucesos peregrinos que contaremos sin pérdida de tiempo.

Alberique, moro de Cocentaina, tenía el genio repentino, irascible, fanfarrón, siempre que fuera pequeño el motivo que lo provocaba. Contar los improperios que le decía á una pobre mosca que cometiera la irreverencia de posarse sobre sus dibujos, sin saber lo que hacía, fuera reunir aquí lo más atrabiliario y soez del[p. 84] idioma. Su mujer y Bernardina eran torpes, idiotas, bestias y acémilas con faldas. Él solo tenía las manos delicadas; él solo sabía poner cada cosa en su sitio, sin manchar nada... La casa era el puerto de arrebata-capas. Allí no se podía tener nada. Tan pronto le cogían un lápiz para apuntar la ropa; tan pronto le quitaban el cazuelillo del agua para hacer guisotes. No se podía trabajar, no se podía vivir allí.

—¡Verbo! ¿dónde están mis pinceles?... ¡Verbísimo! ya me han cogido la lámina con los dedos manchados de petróleo.

Esta era la música de todo el día, cuando Alberique trabajaba. Á la sazón traía entre manos una hermosa ejecutoria en vitela para cierto sujeto que había sido hecho marqués. El trabajo no carecía de mérito artístico ni de limpieza y minuciosidad benedictinas. Todo se volvía escudos tajados y tronchados, con sínople, rojo, blea, y mucha banda, lambeles, losanges, mallas y rustros.

Serían las once de aquel infausto día, cuando en toda la casa se oyó la terrorífica voz del berberisco que así gritaba:

—¡Verbo! ¿quién me echó esta gota de tinta encima del dragón de gules? Me recopilo en la re-espantadísima madre de Reus...

—Habrás sido tú mismo, sin pensar...—murmuró Virginia, que al estruendo de los após[p. 85]trofes salió de la cocina con una sartén en la mano.

—¡Verbo!... esto es un presidio... Si supiera quién fué el re-indecentísimo que me hizo esta cochinada, ahora mismo, ahora mismo le hacía una tortilla contra la pared.

Felipe entraba. Verle el morazo y lanzarse sobre él, como tigre hambriento sobre la espantada res, fué todo uno.

—¡Tú fuiste, perro, tú!

Sin darle tiempo á disculparse, le tendió de una bofetada en el suelo. Doña Virginia dudaba si salir ó no á la defensa del chico. No lo hizo, porque le tenía cierta ojeriza á causa de los modos un tanto desenvueltos que había adquirido el Doctor, alentado por su amo y por los demás huéspedes, que le tenían cariño. La verdad en su lugar: Felipe había echado ciertas ínfulas que desdecían de su humilde condición. Á la señora patrona respondía con malos modos, y no respetaba á los mayores. Para nombrar á Montes, solía decir el tío prisma, y al señor de Alberique le mostraba antipatía y menosprecio.

Á los gritos que el muchacho daba acudieron Poleró y don Basilio. En el mismo instante, Felipe, revolviéndose iracundo, como cachorrillo herido, se levantó y buscó con sus trémulas manos un objeto sobre la mesa. No hubo de encontrar más que el cacharro con agua ne[p. 86]gruzca y dos ó tres pinceles, y cogiéndolo todo con prontitud, lo disparó contra la cabeza del moro. Este fué hacia él con ánimo de espachurrarle. Dios sabe lo que habría hecho si no se hubiera interpuesto Poleró.

—No sea usted bárbaro... No trate usted así á un pobre chico.

—Permítame usted, señor Alberique... ¿Está usted seguro de que ha sido él?...

—¿Y ustedes qué tienen que ver aquí?—gritó el bárbaro...—Métanse en sus cosas, que yo me recopilo en la espantadísima...

—¡Eh! no sea usted animal... No le aguanto á usted sus coces...

—¡Si cojo á uno...!—gruñía el moro acobardado.

—Le digo á usted—gritó Poleró con repentina cólera,—que no tiene usted que tocar á Felipe. Vaya usted noramala.

Corrió Centeno al cuarto de su amo. Alberique balbucía con estropajosa lengua excusas, blasfemias y amenazas. En esto, Virginia, que quería poner paz y evitar un escándalo, se llegó á él diciéndole:

—No seas bestia... ¿Á qué tanto grito para nada, por una gota...? ¡Qué hombre! No sé cómo...

El berberisco de Cocentaina, manso con los fuertes, tremendo con los humildes, halló en la oposición de su mujer buena coyuntura[p. 87] para mostrarse valeroso. Aquel león no era tal león si no tenía un cordero en que cebarse. Le habían quitado á Felipe; pues echaba la zarpa á su mujer. Como arma de fuego que se dispara, así soltó estas palabras:

—¿Y tú?... Mejor te callaras, grandísima...

¡Ay, Dios mío, lo que salió de aquella boca! Abochornada la buena mujer de oirse calificar tan indignamente por su propio marido, estuvo un momento vacilante entre el llanto y el furor. Su espíritu enérgico decidióse al fin por lo último, y se fué derecha á él gritando:

—La culpa tengo yo que mantengo animales...

Palabrita tras palabrita, pronto vinieron los hechos. Ven, Homero, y canta esta colosal pelea. Virginia descargó de plano la sartén sobre la nefanda cabeza del moro, y éste agarró con su mano hercúlea el moño de ella... Gracias que los huéspedes acudieron todos á la defensa de la señora, que si no... En aquel punto entró Zalamero, y, sin decir nada, acometió furioso al berberisco, agarrándole por el pescuezo... Momento trágico con sus vislumbres humorísticos. Don Ramón de la Cruz, ¿en dónde estabas, que no fuiste á verlo? Cayóse el fez de Alberique, y á Zalamero se le abrió la camisa por el cuello...

—Señores... ¿qué es esto?

—Atrás...

[p. 88]—No faltaba más...

Don Basilio, que se empeñaba en sujetar á Alberique, sufrió la extirpación violenta de un callo, y todo se le volvía renegar de la pendencia y de los contendientes. Arias entró también. Poleró, pasado el peligro, reía de ver al relamido y moderadísimo Zalamero tan descompuesto y fuera de sí. Llorando, cual Magdalena, Virginia decía:

—¡Si no fuera por...! ¡Y que yo tenga en mi casa á semejante...!

—¿Qué escándalo es éste?—gritaba Arias.

Y Montes se presentaba también con aspavientos de dignidad, diciendo:

—Será preciso llamar una pareja de la veterana... Francamente, yo creí que en una casa como ésta...

Hasta el pacífico don Jesús Delgado compareció lleno de susto y alarma, pálido, en el lugar de la escena, mas no para aplacar á los combatientes.

—¿Qué es esto? ¡oh!... Hace una hora que están llamando á la puerta, ¡ah! y nadie va á abrir. Debe ser el cartero.

Risas... Aún faltaba lo mejor. Entró Alejandro de improviso, y, sin más ni más, fuese derecho á Alberique y le cogió de la solapa. Atención:

—Oiga usted, cafre: me han dicho que ha pegado usted á mi criado...

[p. 89]—¡Verbo!... yo... diré...

—¿Y todo, por qué? Por estos mamarrachos—gritó Alejandro echando una ojeada á las pinturas heráldicas.—Mejor se ocupara usted en cavar, holgazán, y no en hacer estos adefesios.

Diciéndolo, cogió las láminas, hizo con ellas una pelota, vertió la tinta, esparció los pinceles. Furor, nuevo alboroto, risas, protestas.

—Me recopilo en el reputadísimo verbo y en la reputadísima madre...

—¡Eh! poco á poco.

—Cállese usted...

—Váyase usted á hacer gárgaras...

—¡Le cojo y le...!

—Cuidado, don Alejandro.

—¡Perdido!...

—¡Si esta casa es un...!

—Permítanme ustedes, señores...

—¡Silencio!

—Nada: yo llamo á la pareja, porque, francamente, aunque la cosa no merece la pena, si se mira bajo el prisma de la decencia...

—Don Alejandro, usted es un acá y un allá.

—Señores...

—Bruto...

—Paz, paz... No es para tanto...

—¡Mis láminas... las tiene que pagar!

—Vaya usted á donde fué el padre Padilla.

Basta... Aquella tarde, cuando ya los áni[p. 90]mos se aplacaron, Virginia entró con altiva arrogancia patronil en el cuarto de Miquis. Considerando que la permanencia del manchego en la casa renovaría la escena lamentable de aquella mañana; considerando, además, que Alejandro había escrito las cartas que soliviantaron el pacífico ánimo de don Jesús Delgado, venía en sentenciar y sentenciaba que el don Alejandro no podía seguir más tiempo en tan ilustre casa. La notificación fué breve y expresiva:

—Don Alejandro, vengo á decir que hoy mismo me hará usted el favor de marcharse con su criado, sus dramas y sus literaturas.


[p. 91]

V

PRINCIPIO DEL FIN

I

Oída la sentencia, se quedó el manchego un tanto perplejo y triste. Después de larga pausa, abrió meditabundo el cajón de la cómoda, donde guardaba su tesoro; sacó los restos de él, contó... ¡Tristísimo caso! Del pingüe caudal que le diera su tía no le quedaba ya cantidad suficiente para liquidar cuentas con Virginia. ¡Qué trágicas sorpresas ofrece el destino á los hombres ricos!... ¿Pero por qué había de acobardarse? ¿Por ventura el crédito no equivale á dinero? Alejandro tenía crédito, y al punto, en caso tan apurado, iba á hacer uso de él. Salió con prisa, volvió más tarde con dos mil realejos en cuatro billetes muy lindos de á quinientos. No necesitaba tanto; pero bueno era estar preparado para las contingencias de un cambio de domicilio.

Hay días terribles, hay horas que debían ser[p. 92] borradas de la tabla del tiempo. ¡Por dónde se le antojó aquella tarde al bueno de Cienfuegos entrar en la casa con cara de ajusticiado, ponerse delante de su amigo, y endilgarle palabras que, por lo cavernosas y lúgubres, bien podrían salir del frío hueco de una tumba!

Nada, nada: el sinventura Cienfuegos había formado propósito nada menos que de pegarse un tiro aquella misma tarde. Que sí, que se lo pegaba. No tenía más remedio; era cuestión de honra. Él era muy pundonoroso, y no podía sobrevivir á su deshonra... Porque como su familia no le mandaba nunca un cuarto, había hecho uso de cierta suma que le confiaran... del dinerillo perteneciente á unos huérfanos... En fin, llegaba el momento de entregar aquella cantidad. ¡Eran las cinco... las cinco! y desde las cuatro le esperaban en el café. ¿Quién? Los papás de los huérfanos; los papás no, los tíos... Total: él se pegaba un tiro, tan fresco, y... Nada, que se lo pegaba. ¡Cosa muy triste, en verdad, renunciar á la vida por cuarenta y ocho duros, tres onzas!... Pero como ningún amigo quería darle nada, por lo mucho que á todos debía... ¡Y qué casualidad y qué desconsuelo! el mes próximo tendría tres mil reales... pero seguros, seguros como si los llevara en la mano. Su tío, el boticario de Barajas, le había comprado su tanto de hijuela... Lo malo era que como se iba á pegar[p. 93] aquel tirito, no podría disfrutar de los tres mil reales...

Alejandro.—(Con hidalgo movimiento del ánimo y de la mano.) Toma.

Cienfuegos.—(Balbuciente, pálido y tocando con las puntas de los dedos lo que le daban.) Puedes estar seguro de que el mes que entra... ¿Qué mes es? ¡Ah! Diciembre... Sí, sí, seguro. No será en los primeros días, ¿sabes? sino allá del 10 al 12...

Eran las cinco y media. Arregladas las cuentas con Virginia, salió Miquis de la casa. Trajo Felipe al mozo que había de cargar el baúl, y él mismo llevó á la espalda su petate, que á la verdad le pesaba poco. La casa á donde fueron á parar era conocida de Alejandro, por haber visitado muchas veces en ella á un estudiante manchego, su amigo. No quiso la nueva patrona admitir á Felipe, porque allí, dijo, no se necesitaban criados, ni habían visto nunca que ningún huésped los tuviese. Sólo en calidad de tal, y pagando como su señorito, podía el Doctor ser admitido. Pero ni él tenía un solo real, ni su amo, ya caído de la cumbre de la prosperidad á la sima de la escasez, podía atender al pago de dos hospedajes. Con todo, el generoso tobosino, en la breve conferencia que amo y criado tuvieron á solas, dijo: «Sí, yo te pago: creo que tendré dinero.» Prudente y previsor Centeno, adivinó con su ins[p. 94]tintiva perspicacia las dificultades de lo porvenir.

—No—dijo,—yo me voy á vivir á una posada que conozco en la calle de las Velas... Es donde van los mieleros de la Alcarria.

La casa en que se hospedó Miquis era barata y detestable. Vivían allí estudiantes pobrísimos de Medicina, Farmacia y Veterinaria. Las habitaciones parecían madrigueras, y la comida rancho.

—Me estaré aquí unos pocos días—pensó el joven,—hasta encontrar cosa mejor.

Tan mal le supo la comida el primer día, que determinó pagar sólo el cuarto y comer fuera. Esta vida libre, nómada, irregular, le enamoraba. Según estuviese el bolsillo, así comían él y Felipe, regalada ó miserablemente: un día en la fonda, otro en un ventorrillo de las afueras, á veces en inmunda taberna de la calle del Grafal ó en alguna pastelería de Puerta Cerrada. No había mayor delicia para uno y otro que ver caras distintas, gustar distintos sabores y aliños de comida. ¡Libertad, variedad, sorpresa! Este era el principal goce de aquella errante vida.

Inseparables de la vagancia fueron ¡ay! los apuros. Alejandro vivía del crédito y de combinaciones. Cuando se le acabó el crédito, cada vez que necesitaba dinero, empeñaba una pieza de ropa, y las tenía muy buenas. Felipe[p. 95] era el encargado de estas comisiones, y las hacía con diligencia y hasta con inocente alegría. Llegó á tener conocimiento con todos los prestamistas de Madrid, y ya sabía dónde daban más.

Desde que adoptó la vida libre, no volvió Alejandro á poner los pies en la Universidad. Agotadas las ropas, empezó á malvender, en los puestos de libros, todos los que había comprado. La grande y la pequeña literatura, Víctor Hugo y Paul de Kock, Balzac y Pigault Lebrun, Manzoni... todos, en suma, fueron saliendo en lúgubre procesión, marchando á los desvencijados estantes de los baratillos, donde los recibían por la tercera parte de lo que allí mismo costaran. Tras esta familia simpática fueron displicentes los libros de Derecho, rotos y sucios, con los pliegos revueltos, liándose á bofetadas unos con otros. Últimamente, no le quedaban á Alejandro más que un par de volúmenes de que no quería separarse, y la ropa que tenía puesta.

Levantábase siempre muy tarde; iba al café, donde estaba charlando hasta cerca de la noche. Esperábale Felipe en la Puerta del Sol, y se iban juntos á buscar dónde habían de comer. Separábanse luego, porque Alejandro iba solo á sus visitas nocturnas. En la casa, ya muy tarde, le aguardaba Centeno; hablaban del drama que se iba á representar, y luego, el amo se[p. 96] dormía. Á veces Centeno se iba á su domicilio, á veces se quedaba en el de su amo, durmiendo en el suelo sobre una veterana alfombra.

Por la mañana, lo primero que hacía Miquis, antes de pensar en levantarse, era deplorar su falta de fondos. La pobreza aumentaba de un modo alarmante, acompañada de terribles compromisos y sofocos. Felipe consideraba con espanto aquella penuria, y no comprendía cómo habiendo Miquis recibido de su casa algún dinero, estaba ya tan esquilmado. ¿En qué gastaba los duros?... Hacía tímidas preguntas sin obtener respuesta... Miquis, sin decidirse á abandonar el lecho, se devanaba los sesos discurriendo á qué amigo pediría, y qué argumentos eran más fuertes para apoyar su petición. Por último, daba en el quid y escribía su esquela, que Felipe se encargaba de llevar. ¡Cuánto desengaño! ¡qué horripilantes negativas! Alguna vez, entre cien, se daban casos de resultado satisfactorio. Entonces volvía Felipe lleno de gozo, que se le traslucía en el semblante.

Llegó por fin un tiempo en que Alejandro tenía que esquivar la presencia de sus amigos, que empezaban á mirarle de mal modo. El infeliz no se presentaba en parte alguna donde no viera cara de ingleses. Los que no lo eran le tenían en poco por su desordenada vida, y el aspecto de miseria y abandono que iba[p. 97] tomando en su vestido. El estado rentístico empeoraba rápidamente; sus deudas eran tantas, y tan perentorios los vencimientos y compromisos, que el dinero que le enviaba su padre se le desvanecía en las manos, apenas cobrado, como cosa de encantamiento.

Tuvo Alejandro que guardar cama ocho días de Diciembre, porque un fuerte catarro de pecho que le acometía todos los meses le atacó en aquél con tanta fuerza, que á poco más degenera en pulmonía. Felipe le acompañaba día y noche, procurando distraerle y apartar su ánimo de toda tristeza. Para Alejandro, verse sepultado en una cama, sin poder vagar por las calles, ir á los cafés ó á otros lugares que de noche frecuentaba, era grandísimo tormento. Hasta su exaltado optimismo se enfriaba entonces; casi, casi tenía dudas de la próxima representación del drama, y se le reproducían con dolorosas punzadas los remordimientos por haber gastado el dinero de los juros.

Impaciente por curar, echóse á la calle antes de tiempo, cuando apenas podía tenerse en pie. No quiso presentarse en ningún círculo de amigos, por vergüenza de que le vieran en lastimoso estado de ropa y con las botas descosidas. Al ver de lejos á cualquiera de sus antiguos compañeros, se apartaba para no encontrarle, ó retrocedía, ó se metía en un portal.

[p. 98]

II

Felipe era su único amigo, y el más leal y condescendiente de todos. Era un chiquillo, es verdad, incapaz de sostener conversación seria sobre cosa alguna; pero tenía tal entusiasmo por su amo, que no hacía diferencia en ninguna acción ni palabra de éste, y todas las tenía por acertadas, hermosas y sublimes. Era el adulador sempiterno, si esto puede decirse de una adhesión inflexible, fundada en el agradecimiento, y en un vivísimo afecto que á la vez era fraternal, filial y amistoso.

Cuando salían á sus excursiones diurnas y nocturnas, había que verles. Como tuvieran abundante dinero, se hartaban en un bodegón; si no, compraban alguna vianda ligera y se la comían al campo raso. Daban grandes paseos por las afueras, observando la diversidad de tipos y asuntos que se encuentran á cada momento; estudiaban en el gran libro de la humanidad transeunte, cuyas páginas, llámense sorpresas, encuentros ó casualidades, ofrecen pasto riquísimo á la fantasía y á la inteligencia. Ávidos, sin darse de ello cuenta, de los goces mentales que proporcionan los panoramas populares con paisaje y figuras, bajaban al río y entraban en vivos altercados con[p. 99] las lavanderas; daban la vuelta luego por las Injurias y las Yeserías; subían fatigados á Madrid después de cuestionar con los gitanos en la Ronda de Embajadores, y, por último, algo tenían aún que hacer á las puertas de los cuarteles, oyendo conversaciones picantes entre mujeres y soldados.

Se metían también en las iglesias á oír sermones, á ver las beatas, y oír cantorrios y salmodias. En la puerta no faltaba un poco de palique con los mendigos. Hasta se atrevieron á colarse una tarde en la sacristía, de donde les echaron poco menos que á puntapiés.

Por el centro de Madrid y paseos principales andaban poco; mas cuando lo hacían, eran sus excursiones muy instructivas. Felipe se detenía con vivo anhelo en los escaparates de libreros ó fotógrafos, allí donde hubiese retratos de personajes célebres. Gozoso Alejandro de verlos también, informaba al otro de los nombres, diciéndole: «Ese de la cara menuda, nariz en punta y antiparras, es Hartzenbusch; aquel joven de rostro triste, es Eguílaz; el de anteojos y bigote cano, García Gutiérrez; el que está al lado, Aguilera, y el otro de cara risueña y maliciosa. Mesonero Romanos.»

Cuando con alguno de éstos se topaban, no en retrato, sino de carne y hueso, en la calle, no se hartaban de mirarle, y aun le seguían largo trecho. De sus contemporáneos, el que[p. 100] mayor entusiasmo despertaba en Alejandro era Ayala, poeta insigne, recién laureado por su célebre obra El Tanto por ciento, de la cual decía nuestro manchego: «La primera vez que la ví representar me hizo tal efecto, que estuve en cama tres días.» Y en su Grande Osuna había querido hacer gala de remedar la dicción admirable, limpia y sonora de El hombre de Estado. No ya cariño, sino veneración idolátrica era lo que á Miquis inspiraba el poeta extremeño, por la perfección escultórica de sus obras, por la energía de sus versos, y aun por su hermosa figura calderoniana.

Cuando le veían de lejos, Miquis, sin poderse contener, gritaba: «¡Ayala, Ayala!» y le seguían por toda la calle, adelantándose á él, á trechos, para mirarle de frente.

Al Museo fueron alguna vez. Contemplaba Felipe, con la boca abierta, aquellas figuras tan guapas, y tenía como una sospecha del gran mérito de todas ellas. En presencia de la perfección artística, no hay persona, por ruda, por ineducada que sea, que no sienta, ya que no otra cosa el secreto orgullo de su afinidad con la esencia divina que inspiró aquella belleza, y de su parentesco corpóreo con las manos que la ejecutaron.

—¿Esto lo hizo un hombre?...—preguntaba Felipe en el colmo del candor.

—Sí: Murillo.

[p. 101]—¿Y aquellos ángeles, los sacó de su cabeza?

—Ahí verás tú.

Un domingo, en la puerta ya muy entusiasmados, no les fué permitido entrar por el malísimo pelaje que tenían. Avergonzado Alejandro, estuvo todo el día mudo, atento sólo á sus botas usadísimas, á su raída levita y al sombrero, que parecía comprado en los bazares del Rastro. En cuanto á Felipe, más nos valdría no describirle ni aun mirarle. Su calzado era un par de chanclas viejas, rotas y deformes, que había adquirido no se sabe dónde, con más barro que cuero. La chaqueta que le cubría el cuerpo no era ya de color conocido, y por mil bocas pedía que la llevaran á una tina de trapos viejos para convertirse en papel. También los pantalones querían ser papel, aunque fuera de estraza. No se sabe cómo fué á parar á la cabeza del insigne Doctor aquella boína encarnada con un agujero por donde le salían erizados mechones de pelo.

Del balance de caja más que del estado del tiempo, dependía el empleo que daban á las horas de la noche. Si Alejandro tenía dinero, ya procediese de su mesada, ya de la incauta generosidad de un amigo, se iba solo á sus correrías. «Mira, Felipe—le decía después de comer,—ahora te vas á casa; te pones á estudiar... Aunque no puedes ir al Instituto, por[p. 102] tu mala ropa, conviene que aprendas las lecciones. Yo tengo que hacer. Abur.»

Cierta noche siguióle Centeno, y vió que entró en una casa... pero nada más supo ni averiguó. Casa era de apariencia vulgar, y la ruín fachada no decía qué clase de amistades allí solicitaban al asendereado manchego. Felipe aprovechaba las noches en que su amo le dejara solo, para trabajar pro domo sua. Tenía instintos prácticos, vocación latente de buscarse la vida, y aunque no era maestro en las artes del pedigüeño, se dió tales mañas, que á las pocas noches de haber visitado á Zalamero y á doña Virginia, consiguió una levita vieja, que á él le venía de perlas si encontraba quien se la arreglase; un hongo, y botas magníficas con caña de tela. Bien, bien.

Cuando Alejandro estaba limpio de dinero; cuando entre los dos no reunían más que la peseta ó los cinco reales con que atracarse de judías ó de una mala sopa, no se separaban por las noches. Miquis suspiraba, desconsolado y tristísimo; pero en cuanto empezaban á recorrer calles, como que se distraía y se olvidaba de su penuria. Gustaban de recorrer los barrios bajos, viendo riñas, escenas y extravagancias populares; ó bien, hastiados del bullicio, se metían por el solitario arrabal de la Mancebía, calles de la Redondilla y del Toro, plazuelas del Alamillo y de la Paja. Miquis ne[p. 103]cesitaba poco para transportarse con el vuelo de su imaginación al siglo XVII, y excitado por lo extraño de la escena, contaba á su amigo aventuras, episodios históricos, y le describía sucesos y caracteres.

También gustaban de recorrer la calle del Almendro, y se detenían ante la cerrada casa de la tiíta. Una noche de limpio cielo y clarísima luna, se sentaron á descansar en el pretil de Santisteban. Aquel sitio era perfecto escenario de aventuras de antaño. El caserón de Santisteban, el desnivelado suelo, el pretil, la casa de los Vargas con la barroca puerta de la capilla, la torre mudéjar de San Pedro, la soledad, la escasa luz, el silencio, todo era propiamente decorativo y romántico. No faltaba más que la humanidad con golilla y tizona. Miquis, inspirado, se terció su capa, dió varias vueltas, ocultóse en el hueco de una puerta, y salió de improviso gritando:

«¡Teneos... atrás! ¡traidor!

Ponte tú en medio de la calle y responde con brío:

¡Qué escucho! ¡cielos, valedme!

Y yo te doy la estocada:

¡Válgate el infierno!

[p. 104]Tú dices entonces con angustia:

Aguarda.

Oye una palabra... advierte...

Y yo te remato así:

¿Palabras yo? toma hierro.

Y caes bañado en sangre gritando:

¡Yo muero... Jesús mil veces!

Sofocado de su mímica tumultuosa, se sentó en el pretil.

—¡Qué gigantesca figura la de ese Duque!—exclamó con profundo desconsuelo.—¡Y que esto no se haya representado todavía...!

Cual si hablara con quien pudiera apreciar su erudición, dijo así:

—Yo presento al Duque como la figura más genuinamente española del siglo XVII. Su época está retratada en él, con todo lo que contiene de grande y viciado. Es un insigne caballero aquel don Pedro Téllez Girón, libertino, justiciero, cruel con los malos, generoso con los buenos; gobernando el reino de Nápoles, más que con juicios reposados, con ímpetus repentinos que casi siempre le salían bien; perseguidor de los usureros, de los curiales y de todos los que oprimen al pueblo; frenético por las mujeres y enamorado de todas las que veía;[p. 105] ambicioso de gloria, de popularidad; liberalísimo, manirroto, lleno de deudas; en diplomacias agudo, en moral indulgente...

Tantas vueltas había dado en su espíritu al famoso y noble Virrey, que concluyó por identificarse con él y hacerlo suyo, fundiendo el carácter soñado en el real. En sus soliloquios decía: «Soy lo mismito que el Grande Osuna.» ¡Oh! pues si Alejandro tuviera medios de manifestar lo que en sí llevaba; si los tiempos y las circunstancias le permitieran exteriorizarse, sin duda admiraríamos en él al gallardo tipo del prócer dadivoso, caballeresco, justiciero, duro con los malos, blando con los buenos, enamorado hasta el frenesí de toda mujer guapa...

Dando en el hombro de Centeno una palmada tan fuerte, que á poco más le hace caer del pretil, díjole estas enfáticas palabras:

—Tú eres mi secretario, el gran don Francisco de Quevedo.

Verse comparado con el hombre más gracioso que ha existido en el mundo, hacía reir á Felipe de gozo y orgullo.

Si pasaba un transeunte, Miquis decía al oído de su secretario:

—Ese es Jacques Pierres que acude á la conjuración de los uscoques. Uscoques son unos bandidos que habitan en las playas del Adriático. Ya sabes que el Adriático es...

[p. 106]—Un mar,—replicaba Felipe, hinchado de erudición.

—Pues supón que aquélla es la casa donde se reúnen misteriosamente los uscoques... ¿Ves aquel cura que pasa? Es Fra Domenico Caracciolo, camaldulense, que ha jurado acabar con el Duque por ciertas cuestiones... ¿Recuerdas el acto primero...?

—Sí... Fué porque los camaldulenses querían oprimir á los pobres, y el Duque cogió un día en Palacio á uno de los tales frailucos, cuando fueron á pedirle dinero... y le tiró de las orejas...

—Era un hombre terrible... En la casa donde están reunidos los uscoques se mete disfrazado don Francisco de Quevedo...

—Yo...

—Y lo descubres todito. Gracias que la Carniola, amante del Duque, previno á éste; que si no... Querían nada menos que asesinarle...

—¡Pillos!...

—La Carniola es también hermosa figura—afirmó el poeta, desvanecido de entusiasmo.—Yo veo aquellos dientes de perlas; aquellos ojos lánguidos, perezosos, traicioneros; aquel perfil de helénica estatua, la tez pálida, el arrogante talle... No concibe la imaginación mujer que la supere ni aun que la iguale. Respira amores; su mirada acaricia quemando...

Diciendo esto, rompió á toser con tanta fuer[p. 107]za, que parecía que se le desgarraba el pecho y que se le salían las entrañas por la boca. Calmado aquel violento espasmo, quedóse como desmayado y sin fuerzas. Su resuello era un áspero silbido; su frente estaba empapada en tibio sudor.

—Vámonos—dijo Felipe asustadísimo.—Hace aquí mucho frío.

Bien cubierto con su capa, mas tiritando, andaba el manchego, apoyado en su fiel secretario. Al llegar á la casa se acostó. La fiebre era intensísima... Deliraba.

III

El mal comenzado, ó más bien recrudecido aquella noche, tenía trazas de no concluir fácilmente. Con modorra y pesadez durante el día, con desasosiego por las noches, pasó Alejandro más de una semana, sin adelantar en su restablecimiento, antes bien decayendo y debilitándose por grados. Una mañana le encontró Felipe despierto á la hora en que por lo general dormía. Palidez mortal cubría su rostro, y sus ojos, engrandecidos enormemente, expresaban estupefacción y terror. ¡Qué noche había pasado!... Después de largas horas de inquietud y ardor tan grandes, que creyó revolcarse en un lecho de púas y brasas, había sentido do[p. 108]lorosísima obstrucción en el pecho... No se le quitó hasta que hubo arrojado enorme cantidad de sangre por la boca. Felipe no sabía qué hacer. Su amo, cerrando los ojos, cual si no tuviera fuerzas ni para soportar el peso de los párpados, le dijo:

—Corre, Felipe, y llámate á Cienfuegos...

Cienfuegos, asustadísimo, disimulaba su disgusto. Tenía ya diplomacia médica, antes de tener la ciencia y el título.

—Esto no es nada...—manifestó con énfasis doctoral.—Te voy á dar el percloruro de hierro líquido. Tendrás un poco de paciencia... y sobre todo mucha tranquilidad. No te ocupes de nada... Cualquier cosa que necesites, ya sabes dónde estamos... Volveré esta tarde y mañana y todos los días.

Los ofrecimientos de Cienfuegos no tenían término. Cuando Alejandro movió sus labios para murmurar: «hablaremos...» el novel médico creyó que iba á recordarle ciertas cuentas atrasadas, y presuroso, en tono de cariño, le dijo:

—¡Eh... eh! Calladito. En esta enfermedad el uso de la voz puede serte funesto. Con que punto en boca. Á la noche veremos. Que vaya Felipe al momento por la medicina. Me voy á clase.

Durante el curso de la dolencia, asistía Cienfuegos con irregularidad, conforme al espíritu de desarreglo que informaba su natura[p. 109]leza. Algunos días iba cuatro ó cinco veces, y se estaba allí largas horas; otros no se le veía el pelo. Cuando era más necesaria su presencia; cuando había dicho: «descuida, que vendré sin falta,» no parecía. En cambio, se presentaba inesperadamente á horas desusadas. Y no perdía ocasión de proponer á su paciente el préstamo de un napoleón ó dos, animándole á ello con lisonjeros augurios de un pronto restablecimiento.

Pero el mal era hondo y la herida grande. Un mes estuvo Alejandro postrado en la cama y devorado al mismo tiempo de tristezas roedoras. En mitad de su enfermedad, adquirió el convencimiento de que su Grande Osuna no se representaría ya en aquella temporada. Á pesar de que ésta avanzaba bastante, él no perdía la esperanza; pero se la quitó una carta del director del teatro, diciéndole en resumen: «La obra es tan buena que necesita mucho estudio, y como nos falta tiempo, la dejamos para la temporada próxima.»

El abatimiento que esto causó al poeta prolongó el tormentoso trabajo de su naturaleza que luchaba por reparar la pérdida sufrida. Sobrevino otra hemorragia, aunque mucho más débil que la primera; pasó el infeliz toda la Semana Santa, la Pascua y muchos días más sin ver cercano el término de su esclavitud y postración. Agravaban su tristeza los airados[p. 110] sermones que por escrito le echaba su padre, sabedor de que no estudiaba y de su vida vagabunda. ¡Y aún ignoraba el buen señor la travesura del dinero de la Godoy!... ¡Pues el día que lo supiese, bueno se iba á poner! Cuando Alejandro pensaba en esto, sentía que se le recargaba la fiebre y aun que se le abrían huecos dolorosísimos en la región toráxica. Persuadido estaba de que su padre conocía ya el delito, porque ciertas frases displicentes y amenazadoras de sus cartas no podían tener otra explicación.

El iluminado manchego se pasaba las lentas y cansadas horas de su enfermedad pensando en la ira de don Pedro y en el grandioso cuanto infortunado drama. Este era la causa de sus males todos; pero también de aquellas resurrecciones súbitas y vigorosas de su espíritu, que compensaban las molestias físicas. Porque el arte, dominando con imperio en su alma, era la fuerza que le alentaba, el resorte de la vida, y el secreto germen de ideas salvadoras. ¡La antiquísima fábula del Ave Fénix qué verdad tan profunda encierra, qué hermoso símbolo es de las formidables fuerzas restauradoras que el alma humana lleva en sí misma, y con las cuales ella propia es su remedio, y de su mal saca su bien, de su caída su elevación, de su dolor su alegría!...

Poco tiempo pasó desde el abatimiento traí[p. 111]do por las cuitas teatrales hasta una grande y alborozada transfiguración del ánimo, esclarecido de proyectos hermosos, alumbrado por ideas y visiones optimistas. No importaba que el drama no se hubiese representado. Mejor, mucho mejor era dejarlo para la temporada próxima, porque así podía el autor restablecerlo en el esplendor y grandeza con que fué primeramente escrito. Sí, sí: se representaría íntegro, con sus cinco actos, sus treinta personajes y su ancho horizonte histórico y teatral. Honda alegría de su alma, resurgiendo del seno obscuro de la tristeza de Alejandro, como el día de la noche, le anunciaba los triunfos de la temporada próxima. No podía dudarlo, porque la divinidad lo secreteaba en su espíritu con profética voz. La excitación cerebral, produciendo aquella vez estímulos provechosos en todo el organismo, dióle fuerzas y aun apariencias de restablecimiento. No hay tónico como la felicidad. Levantóse del lecho, y aunque se caía, los bríos del espíritu dábanle alientos para poder exclamar:

—Si estoy bien... Gracias á Dios que me levanto de este maldito potro. Dentro de tres días, á la calle.

Hizo traer del teatro la copia limpia del drama, y empezó á leerlo despacio, cotejándolo con la versión primitiva para ver dónde se amplificaba y dónde no. Quería hacer un trabajo admirable y nunca visto. Por las noches, al[p. 112] acostarse, ponía el manuscrito debajo de la almohada, durmiendo así en familiaridad espiritual con el Duque, Jacques Pierres y la Carniola.

Aumentaron los motivos de su alegría, bienhechora del cuerpo y del alma, ciertos dineros que le mandó su madre. Aunque Alejandro, en sus cartas, disimulaba la enfermedad para no causar alarma en la familia, ésta supo la importancia del mal. Felizmente ya estaba bueno y sano. Así lo decía él, y así se lo creyeron. ¡Pobrecito, había gastado en médicos y medicinas tantísimo dinero...! Su madre, pródiga siempre en estos casos, le envió una bonita libranza. ¡Qué bien venía! Jamás escritura comercial fué tan grata á humanos ojos como aquélla que decía en caracteres de letra inglesa: Por esta primera de cambio, etc..

—Lo primero es pagar—dijo Miquis con honradez candorosa.—Habrá para todo.

¡Cielos! Si no se detiene á tiempo en aquella virtud del pagar, pronto se queda sin un maravedí. La mitad se lo llevó un tal Torquemada, hombre feroz y frío, con facha de sacristán, que prestaba á los estudiantes. Sólo por réditos le comió al manchego la mejor parte de lo que éste había recibido de su mamá... Después vino Cienfuegos... ¡Pobre mártir! ¿Cómo no ayudarle á salir de aquel nuevo apuro?... Socorrido el médico, se fué tan agradecido que casi[p. 113] lloraba al despedirse. Y véase cómo ampara Dios á los caritativos. Aquel mismo día fué Arias Ortiz á ver á Miquis, y le pagó seiscientos reales que le debía. Gozoso éste, determinó desempeñar alguna ropa, de la que estaba tan necesitado... Al fin, al fin podía salir otra vez á la calle con decencia.

Su gran debilidad no le permitía trabajar en el drama; pero con el despierto pensamiento, aguzado como cincel de acero, sin cesar acariciaba su obra. ¡Goces puros los de modelar mentalmente la creación artística, ablandándola y conformándola como la cera entre los dedos!

—Voy á restablecer la figura de la Carniola—decía una noche, ya metido en el lecho, á Felipe que le acompañaba;—voy á restablecerla tal como la concebí y como está en el manuscrito primero; figura grande y compleja... (tú eres un pobre bruto y no entiendes de esto)... figura que... Ya verás, ya verás el furor que ha de hacer en el público. Dirán que es cosa muy buena, y todos los críticos me aplaudirán. Catalina es una mujer del pueblo, sí, créelo; mujer vigorosamente poética, criada sin melindres, hija directa de la Naturaleza. Nacida en las inmediaciones de Ragusa, pertenece á la raza de los uscoques, de origen helénico, los implacables enemigos del turco, los guerrilleros del Adriático, medio piratas, medio comer[p. 114]ciantes, pescadores y cazadores, veloces peces, pájaros dotados de agilidad portentosa... ¿Entiendes lo que voy diciendo?

Todo ojos y oídos, Felipe no apartaba un ápice su espíritu de esta febril elocuencia.

—Pues Catalina es robada de la casa paterna por un uscoque. Este muere en una reyerta con los venecianos. Pasa á ser presa y querida de un corsario, hasta que en un combate que éstos tienen con las galeras del Duque, la coge Jacques Pierres... ¿De qué te ríes? ¿De los muchos maridos que va teniendo esta señora?... Llámanla entre ellos la Carniola, porque la aprisionaron en el golfo así nombrado. Jacques Pierres la viste de riquísimas galas y joyas de Oriente, cogidas á los turcos, y la lleva á Nápoles, donde la tiene oculta, porque... ¡figúrate si será celoso, siendo ella tan guapa, y...! Para abreviar, te diré que la Carniola no puede ver á Jacques Pierres: le detesta, chico, y diera por librarse de él... no sé yo lo que diera... Pues verás ahora: en uno de aquellos paseos nocturnos que daba el Duque por la ciudad, acompañado de Quevedo, vió á la tal mujer...

—¡Y que era tonto mi señor Duque para enamorarse!—dijo Centeno.—Eso es en aquel pasaje que cuenta:

Ví en Posilipo una mujer tan bella,

no digo bien mujer; yo ví una diosa...

[p. 115]—Justamente. Pero aunque recuerdes la letra y situación, no comprendes el espíritu; no penetras tú el carácter de la Carniola. Esta hermosa mujer se enamora también del Duque, fascinada de su generosidad, de su hidalguía, de su gallarda presencia. Y tomando en mayor aborrecimiento á los corsarios rudos, con quienes había andado en tan malos tratos, le entran ambiciones de ser señora y de merecer el amor del Virrey, más que por la hermosura por la principalidad. Aquí es donde dice:

Subiendo á la cumbre voy

del monte de mi fortuna.

Á su extremo soberano

sólo falta un escalón:

dame la mano, ambición;

lisonja, dame la mano[1].

En el Duque... para que lo comprendas mejor... no sólo ama al amante, sino al caballero, al gran señor, al futuro soberano de la Italia toda... ¡Y qué figura la de Catalina! ¡No habrá actriz que me la interprete, no la habrá! Yo la estoy viendo como te veo á tí: es alta, esbeltísima, morena, de tez descolorida, con unos ojos negros en los cuales centellea una dulzura incandescente y derretida, que te embelesa abra[p. 116]sándote... En fin, no hay actriz que me la represente... Yo me duermo, tengo mucho sueño. Me parece que estoy bueno ya... ¿no crees...?

[1] Estos versos y los precedentes son de Calderón.

IV

¡Y qué bien durmió aquella noche! Las doce del día serían cuando Felipe se aventuró á despertarle. Toda la tarde estuvo charla que charla, y habría salido á la calle si Cienfuegos no se lo prohibiera por estar el tiempo frío y amenazando lluvia. Como no carecía de dineros, mandó traer comida de la fonda. ¡Lástima grande que el apetito le faltara! Era muy extraño que apeteciera éste y el otro plato, y que en el momento de verlos delante, le entraran invencibles repugnancias. Esto le ponía triste, y decía:

—¿Sabes tú, Felipe, una cosa que yo creo que comería con gana? Pues cañamones. Si mi tía me los mandara... Creo que con esto me volverían las ganas de comer y me pondría bueno.

Benditos platos traídos de la fonda, no os podríais quejar del desaire que el amo os hacía, porque, en cambio, el criado os trataba con extremados miramientos. Así estaba él de nutrido y saludable, y así echaba aquellos colores, pregoneros de su naturaleza vigorosa[p. 117] y de un organismo admirablemente regularizado.

Al anochecer quejóse Alejandro de frío, y se acostó. No había acabado de hacerlo, cuando alguien llegó á la casa preguntando por él. Felipe salió á enterarse. Era una mujer...

—¡Ya, ya sé!—dijo Miquis turbadísimo cuando Felipe le dió cuenta de la visita.—Enciende luz, dí á esa persona que entre, y vete en seguida.

Felipe vió el demacrado rostro de su amo encenderse con llamarada de rubor, cual hoja seca que arde. Los ojos del enfermo chisporrotearon gozosos.

Al punto entró la mujer, señora ó lo que fuese. Pero la puerta quedó entreabierta, y Centeno atisbó desde el pasillo... ¡Vaya, que era arrogante y hermosa! No se la debía diputar por señora, porque ninguna que tal nombre merezca se presentaría en visita con aquel mantón pardo, de un color como café con leche, y con un pañuelo de seda negro y rojo por la cabeza, puesto con donaire, haciendo como un cucurucho prolongado sobre la frente. Á la sombra de este pañuelo brillaban con expresión de acecho los ojos de aquella ninfa, amorosos y traicioneros, como en verso decía Miquis, hablando del mirar de la Carniola. Lo de las flechas que tanto usan los poetas, venían bien allí; mas eran flechas untadas de[p. 118] caramelo envenenado. ¡Bonito aire el de la Tal, y qué bien calzada!

Todo esto lo observó Felipe en un instante, asombrado, primero de la hermosura, luego de la voz de aquella mujer. ¿Qué lenguaje hablaba? Ya... se comía la mitad de las palabras, y las otras las remataba con un dejo... ¡ay! Era andaluza... El metal de voz sonaba un poquito ronco; pero la dicción no por eso resultaba menos lánguida y suspirante.

¡Felipe, oído! La Tal se acercaba al lecho de Miquis y le tomaba la mano. Él, turbado, sin duda, de la alegría de verla, le decía que se sentara, lo que ella hizo de muy buena gana, porque estaba harto cansina. Hablando, hablando, ella le llamaba niño, cosa que á Felipe le pareció muy razonable, porque su amo estaba física y moralmente en situación de ser llevado en brazos, y aun de que le dieran biberón.

¡Oído, Felipe!... La Tal charlaba, charlaba en su graciosa lengua andaluza... ¡Tanto tiempo sin verle! No hacía más que pensar en él... ¡pobrecito! Era menester que se pusiera pronto bueno... Ella estaba muy disgustada. ¡Le pasaban unas cosas... pero unas cosas...! No podía vivir. Aún creyó entender Felipe que lloriqueaba algo. Lo que su amo decía no llegó á los sutiles oídos de Centeno, porque la voz de Alejandro, á consecuencia del mal que[p. 119] padecía, era como un soplo fugaz, imperceptible para todo el que no estuviera á su lado.

Media hora larga duró la conferencia. La Tal se fué. La patrona, el marido de la patrona y algunos huéspedes salieron al pasillo, y la despidieron con cuchicheos. Felipe, al volver junto á su amo, viole un tanto caviloso; pero no triste. De repente le entró una gran locuacidad, y como si hablara con persona que tuviese antecedentes del asunto en que él pensaba, dijo á Centeno:

—La pobre sigue en poder de aquel bárbaro, que la atormenta y la tiene pereciendo.

—Hay que traer azúcar,—dijo Felipe, atento al cuidado del enfermo.

—Es verdad.

—¿Cuartos...?

—Busca por ahí. ¿No habrá en mis bolsillos?

Felipe, sabedor de que en la mesa de noche tenía su amo un gran paquete de duros y pesetas, fué á buscar allí lo que necesitaba; pero Alejandro le detuvo con estas palabras:

—No, si ya no hay nada. Busca en los bolsillos del pantalón.

El Doctor, sin dejar de pensar en la vuelta que había tomado la plata depositada en la mesa de noche, empezó á buscar en todos los huecos de la ropa.

—No hay ni un sacramento.

[p. 120]

—Pídelo á doña Pepa. Tráete también caramelos... Oye, y cigarros. Por más que diga Cienfuegos, no puedo dejar de fumar.

Al poco rato volvió Felipe con lo pedido, y además La Correspondencia. Su amo dormitaba; luego se despabiló y estuvo despierto casi toda la noche. Hablaba, entre tos y tos, del drama, de las cosas atrevidas y justicieras que hacía el Duque, y de las atroces llamaradas que echaba el Vesubio. Entre el follaje de esta verbosidad, puso Felipe la flor de una observación que hizo sonreír á Alejandro:

—Esa que ha estado aquí esta tarde—dijo,—es la Carniola.

—¡Y que está padeciendo las mayores amarguras bajo el poder de un Jacques Pierres...!

—¡Qué pillo! Y puede que le pegue...

—Es un salvaje... ¡Si yo no estuviera clavado en esta maldita cama...!

No dijo más sobre el particular... Como el tiempo seguía malo, continuó prisionero algunos días. La Tal volvió á visitarle, y en aquella segunda entrevista, que fué también de noche, el enfermo estaba levantado. Hablaron larguísimo rato con animación y mutuas expresiones de afecto. Ella contaba suplicios, sofocos y privaciones horribles. Él la consolaba y anunciaba mejores días... ¡Oh! pues si él no estuviera enfermo, todo iría bien. La Tal echó de sus bonitos ojos un par de lágrimas, y dijo[p. 121] mil pestes de Jacques Pierres. Al manchego se le partía el corazón. Lo peor de todo era que la Tal no podría venir más á verle... Para salir á la calle necesitaba decir mil mentiras... ¡Y luego venía con un miedo...! Pues si el bárbaro llegaba á descubrir que ella... De seguro que le cortaría la cara, y era lástima que una cara tan linda... ¡Lástima también ¡ay, Dios mío! que Alejandro no tuviera salud y mucha guita para poner eficaz y pronto remedio á tamaños males!... En fin, adiós, adiós...

Aún hubo una tercera visita, corta y de pocas palabras. Después de ella, Miquis escribió una carta á Torquemada pidiéndole dinero. El maldito prestamista no se lo mandó. ¡Paciencia! Cuando pudiera salir á la calle, Alejandro se lo pediría de palabra con razones persuasivas que no podía expresar la pluma de un poeta.

Á Felipe, justo es decirlo, no le eran indiferentes las gracias y gentileza de la desconocida amiga de su amo, á la cual daba, por no saber otro, el nombre de la Carniola. Ésta, al salir, le echaba siempre un par de miradas, y al entrar casi tres. Grabáronse en la memoria del muchacho las facciones de ella, su andar arrogante y la expresión indefinible que se asociaba, por mágico contacto de las ideas, á los poéticos lances del drama de Miquis.

Cierto que Felipe no era hombre todavía;[p. 122] pero lo sería pronto, y él con su imaginación se anticipaba á la edad. Estaba, pues, como poseído de cierta idealidad contemplativa y platónica, que se recrudecía al ver á la Tal. Una noche, mientras su amo dormía, estaba él desvelado y pensando en ella, viéndola claramente con todas sus gracias y perfecciones. Encendida su fantasía, y lleno su corazón de un gozoso entusiasmo, se le ocurrió á mi hombre la cosa más extraña... Pero no, no califiquemos así lo que es producto natural de infantiles caletres, y confesemos que lo que discurrió Centeno era muy adecuado á su edad de transición y á su escogido espíritu.

Veamos. ¿Por qué no había de ser él también poeta? ¿Por qué no había de componer también sus versos, como todos los chicos en llegando á su edad? ¡Y quién sabía si estaba destinado á ser autor notable como su señor, y aun á escribir un drama tan hermoso como El Grande Osuna, que sería el asombro del mundo! Era menester probarlo. Notaba como una llamarada dentro de su cabeza, y siempre que se acordaba de la hechicera y arrogante Carniola, oía susurro de rimas en sus orejas, y sentía dentro algo como ganas de llorar, ganas de reir... Manos á la obra. Estaba inspiradillo, y muy tonto había de ser si no conseguía enjaretar dos docenas de versos y cantar en ellos la preciosidad de aquella mujer. Ya, ya[p. 123] sabía él que todo estaba reducido á barajar unas cuantas palabras bonitas, y á ponerlas bien puestas aquí y allá, haciéndolas sonar como cascabeles.

Su amo dormía; sentóse Felipe, cogió la pluma y ¡zas!... allá te van renglones. ¡Quiá! esto no suena. Otra vez; borra y vuelve á escribir. No sale... Ahora... Gentil señora, de beldad bella y hechicera... ¡Oh! esto no sonaba. Á ver ahora. Cuando las auras... Esto de las auras era de lo más majo que usan los poetas. Cuando las auras gimen ¡ay! y gimen... ¡Magnífico! Lo malo era que no podía seguir adelante, hasta ver qué salía de tanto gemido. Otro esfuerzo: Al mirar esos ojos cual luceros... Bien, bien: ¡qué bien sonaba el cual!... Echando rayos hechiceros... Que me queman cual encendidos... ¿Qué pondría para rimar? ¿Carniceros? No: esto no parecía palabra de poesía. Además, debía ser cosa que quemara, que ardiera, como, por ejemplo, braseros, y mejor pebeteros, cosa de lumbre y de buen olor á un tiempo.

Á las doce quedó terminada la composición. Felipe se reía á cada verso escrito ó borrado. Á veces juzgábase hábil poeta, á veces absolutamente inepto para el áspero arte de la versificación. Por último, la idea de que su amo pudiera ver al día siguiente aquellos disparates, llevóle á considerar sus versos como los[p. 124] más chabacanos que se podían imaginar, y avergonzado los hizo pedazos, dejando para más adelante, y cuando supiera algo de retórica, el hacer nuevo ensayo de sus facultades imaginativas.

Al día siguiente de esto repitióse la visita de la que inspiraba secretamente al Doctor sus ardientes pruritos de emular á Petrarca.

¡Oído, Felipe! que aquel día la conferencia fué más acalorada que nunca. El manchego sin ventura deploraba la vaciedad de sus cajas, que le ponían en el desairado trance de no poder atender á las cuitas pecuniarias de la hermosa Carniola, y librarla de la feroz tiranía de aquel Jacques Pierres á quien los turcos debían hacer picadillo... Mostrábase ella muy alarmada de que el aventurero descubriese las visitas recatadas al Duque, y recelaba que no pudieran verse más... Para remediar esto, se le había ocurrido un plan. ¡Qué acertado pensamiento! Bien para él y bien para ella. ¡Oído, Felipe! que va á decir el plan. La Tal tenía una hermana, casada con el mayoral de una ganadería. Vivía este matrimonio en casa humilde, pero aseada, y le vendría bien tener un huésped para ayudarse. ¿Por qué no se iba Alejandro á vivir con aquella feliz pareja? Estaría solito y mejor asistido que en aquella casa, que parecía escuela de danzantes; en aquella leonera, donde le robaban y no le cuidaban[p. 125] bien. No sería huésped, sería el amo, y la bendita hermana de la Carniola no sería su patrona, sino su ama de llaves. ¡Qué comodidad y qué proporción! El mejor resultado de esto sería que la Tal podría siempre que quisiera visitar á su hermana, sin oposición del caribe, y ver á Alejandro diariamente y aun cuidarle en su enfermedad...

Oído, Felipe, que tu amo se arrebata, y aprueba el plan, y reniega de doña Pepa, y hace depender el mejoramiento de su salud de un cambio de domicilio. ¡Si en aquel cuarto no hay aire que respirar! Sí, sí; y la Tal se entusiasma también, y dice que la casa de su hermana cae á unos jardines que parecen los cármenes de su tierra, llenos de pajarillos. ¡Y cómo entra el sol por aquellas ventanas! El piso es altito, eso sí, ciento diez escalones; pero una vez arriba...

Quiso la suerte ó la desdicha de nuestro héroe tobosino que á sus proyectos se anticipara la llamada doña Pepa, hembra de mal genio y peor catadura. Tiempo hacía que estaba disgustada de tener en su casa un huésped herido, según ella, de enfermedad funesta y pegadiza. La casa perdía mucho con esto, en su opinión de saludable, y ya algunos señores alumnos de Veterinaria habían lanzado la peligrosa especie de marcharse. Teniendo ciertos puntos y ribetes de humanitaria la doña Pepa, no quería de[p. 126]cir á Miquis, desabrida y secamente: «Le echo á usted por enfermo.» Discurría un hábil pretexto, y vinieron á dárselo las visitas de aquella Tal, á quien lo mismo ella que su marido diputaron por una cualquiera, ¡Vaya unas amistades que tenía el don Alejandro! No, en casa tan honrada no se querían visitas de tal naturaleza, ni la opinión de la escogida pléyade de huéspedes podía ser expuesta á las calumnias y dicharachos de la vecindad. En éstos ó parecidos términos manifestó á Miquis doña Pepa sus propósitos, corteses, pero claritos.

—Yo pensaba marcharme—dijo él.—En esta casa no hay aire respirable.

Y sin pérdida de tiempo empezó á disponer todo para la mudanza, apretándole á ello el deseo de gozar pronto de la vista de aquellos jardines, de la alegría de tanta luz y aires tan puros. ¡Qué suerte tenía y qué motivos de alabar á la Providencia!

V

Habiendo mejorado el tiempo, pudo al fin salir á la calle. La primera vez, apenas anduvo cien pasos, tuvo que volverse á casa; pero su fuerza de voluntad y el anhelo de callejear pudieron más que su quebranto, y en los días si[p. 127]guientes tornó á salir y estuvo en el café. Era su aspecto como el de un difunto. Cuantos le veían, ó manifestaban el mayor asombro, ó tenían que hacer disimulos muy violentos de la mala impresión que les causaba el rostro amarillo, la afilada nariz, la fatigosa voz del pobre estudiante. Y él, siempre optimista, y engañándose á sí mismo, se anticipaba á las observaciones de los que le compadecían, diciéndoles:

—No estoy ya tan malo como crees... Es porque me ves el primer día que salgo á la calle, y la verdad... me he quedado en los huesos. Pero me voy reponiendo... siento que mejoro rápidamente...

—¿Y dónde vives ahora?

—Te diré... No vayas á verme, porque estoy como de paso en una casa que no es de huéspedes... casa con jardines; quiero decir, que tiene vistas á un jardín... Pero no vayas por allí: hay mucha escalera, y lo probable es que no me encuentres.

El verdadero motivo de que Alejandro alejara á sus amigos del nuevo domicilio, era cierto disgusto ó vergüenza de que le vieran allí, pues en verdad (¡desvaneceos, ilusiones locas!) no pudo el enfermo haber ido á peor sitio, aunque lo rebuscara entre todo lo malo que hay en Madrid. Estaba la tal casa en la calle de Cervantes; mas no bastaban las leyendas[p. 128] gloriosas del barrio á hacerla simpática. Á dicha vivienda se subía por una escalera interior, casi tan larga como la del Cielo. Aquello no acababa nunca, y nuestro poeta tenía que sentarse dos ó tres veces en los peldaños para poder seguir. Cerca ya de los sotabancos, muchedumbre de sucios chiquillos á todas horas invadía la escalera, estorbando el paso, haciendo infernal ruido que ni un momento se interrumpía de la mañana á la noche. En los descansos altos, había un tufo que viciaba el aire y lo hacía irrespirable, porque las vecinas sacaban sus anafres y braseros para encenderlos y pasarlos en la escalera. Abiertas casi todas las puertas, sentíase allí hormigueo de gente que, por no tener espacio bastante, rebosaba de sus domicilios, y el murmullo mareaba tanto como el tufo del carbón. Las paredes, de abajo arriba, y donde quiera que no faltaba el yeso, aparecían llenas de letreros, mamarrachos y de mil suciedades diferentes.

La primera impresión de Alejandro, al estrenar su domicilio, fué penosísima... Creyó que entraba en una carbonería, porque paredes más negras que las de aquel pasillo no las había visto él en toda su vida. Por el suelo de polvorosos ladrillos rojos se arrastraban chicos entecos y miserables, otros gateaban, aquéllos corrían como en una plaza, éstos hacían pro[p. 129]cesiones y paradas militares. En las puertas numeradas, no había cordón de campanilla, y las más estaban abiertas. Para llamar en las cerradas, se hacía uso de los nudillos. Una vez dentro de su cuarto, que era el número 7, enseñáronle una salita, lo mejor, casi lo único de la casa, de regular tamaño, paredes sin papel, aplanado techo y buenas luces. Eso sí, en vistas, no le ganara ni la torre de Santa Cruz.

Por la cuadrada ventana se veía grandioso país de nubes y tejados; se dominaba toda la parte oriental de Madrid, que es la más hermosa: el Retiro, la aguja del Dos de Mayo, el techo plomizo del Congreso, la mole de Buenavista, las chimeneas de la flamante Casa de la Moneda, y detrás el árido campo donde pronto se había de levantar el barrio de Salamanca. En cúpulas y tejados veíanse las formas más extrañas y las variedades más caprichosas. Ofrecía el conjunto una crestería chabacana, de recortados picos, aleros, palomares y sin fin de chimeneas, como negro ejército en desorden, las unas empenachadas de humo, las otras no, muchas torcidas y con el capacete ladeado. Era preciso mirar verticalmente, como se mira al fondo de un pozo, para alcanzar á ver aquellos jardines de que hablaba la Tal. Pertenecían á lujosas casas de la calle del Prado, y estaban tan hondos, que las más altas ramas de las acacias apenas llegaban al segundo piso.[p. 130] Con esmero y mimo cultivados, aquellos profundos verjeles se componían de afeitado césped, setos tijereteados, de algunas coníferas y acacias, todo raquítico y achacoso. Era como un hospital de árboles. Los había variolosos, todos llenos de verrugas; los había reumáticos, mancos de ramas; habíalos atacados de alopecia, por lo cual tenían calvicie de hojas, y todos calenturientos, revelaban en su amarillez el paludismo en que vivían. No faltaba tampoco una marmórea fuente que á ciertas horas se emperifollaba con un juego de agua para recreo de los pececillos rojos, prisioneros en el pilón.

No disgustó á Alejandro la estancia aquélla desde la cual se veía tanta nube, tanta chimenea, y, con buena voluntad, el sepultado jardín. Los muebles habían sido muy buenos; pero estaban estropeadísimos y pidiendo á gritos plumero, agua y estropajo. No había silla que no estuviera coja, ni pieza en que no faltara algo. Todo revelaba la adquisición de lance, en el desplome de una fugaz fortuna, de esas que nacen y se liquidan en una semana. Todo era de acarreo, de baratillo; todo procedía de esa industria prendera que sirve para poner casas provisionales ó para la improvisación de los ajuares domésticos.

La gente aquélla, marido y mujer, no parecía mala. Ella habría sido hermosa, si no es[p. 131]tuviera picoteada por las viruelas; él, atravesado y de semblante duro, revelaba conexiones con gente torera. La estudiada afabilidad de ambos cautivó al manchego, que no veía más que el aspecto bueno de las cosas. Todo quedó convenido, y se instaló en la sala. Allí estaría como en su casa. Para mayor comodidad del ínclito joven, no se fijaría un diario, al uso de las casas de huéspedes, sino que él diría por las mañanas á Cirila: «Cirila, quiero comer esto, quiero lo otro;» y Cirila le diría: «Pues, señor don Alejandro, déme usted tanto más cuanto...» ¿Que el señorito no quería aquel día comer...? «Pues, Cirila, hoy no como en casa.» ¿Que quería un extraordinario...? «Cirila, mañana comeremos aquí cuatro amigos.» Y ella entonces haría las cuentas, y le diría: «Porque mire usted, señorito: la ternera está á tanto, la merluza á cuánto...»

Todo iba bien. Los primeros días estuvo Alejandro bastante mejorado, y claro es que pasaba en la calle la mayor parte del tiempo. Felizmente no carecía de dinero, juntando lo que pudo arrancar á Torquemada con lo poco que le envió su padre. Iba viviendo; su pensamiento, ávido de las cumbres, no sabía descender á los llanos de la vida material, ni enterarse de lo mucho que habían encarecido los artículos de comer desde que él hiciera sus convenios con Cirila; ni advertía que le esta[p. 132]ban costando un ojo de la cara su frugal almuerzo y su nada abundante comida.

Había dicho á Felipe que abandonara la posada de los mieleros y se viniese á habitar con él, lo que llevaron á mal Cirila y su marido, porque era Felipe, según ellos, fisgón, entrometido y amigo de curiosear lo que no le importaba. Todo lo había de intervenir, y sabía el precio de los comestibles, del carbón y de los artículos más usuales... ¡Oh, á él no se la daban! ¿Quién había visto que cuatro huevos costaran una peseta? Sólo aquel visionario de don Alejandro, con su cabeza llena de dramas, Carniolas, ideales y filosofías, podía ver impasible tan grande atrocidad económica.

En un momento de mal humor había dicho Cirila: «Ya sabía yo que el señorito era muy aficionado á mantener vagos,» frase que al Doctor se le atravesó y no pudo digerirla en mucho tiempo. Pero mientras más le crecían las uñas á ella, más se esmeraba él en fiscalizar y discutir todo.

Desgraciadamente para el soñador del Toboso, pronto faltaron ocasiones de regatear sobre el precio de las comidas. El 1.º de Mayo, á consecuencia de haberse mojado con una llovizna, al anochecer, recayó con síntomas muy desconsoladores. Francamente, en la noche del 2, creyó que se moría. Vino Cienfuegos, y no fiándose de su ciencia para un mal tan grave, trajo con[p. 133]sigo á un médico amigo, joven y afectuoso. La debilidad de Alejandro era tan grande como su inapetencia. Hubo que recurrir á la carne cruda, al extracto de Liebig, y con ninguna de estas cosas se atajaba el rápido desmoronamiento de aquella naturaleza, ávida de pulverizarse y perderse en lo inorgánico. La combustión crecía; las pérdidas eran enormes; el espíritu se iba quedando cada vez más solo, tan solo, que los desmayos eran simulacros de muerte. Peor estaba el infeliz que en casa de doña Pepa, y más hundido, más clavado y sepultado en aquella odiosa cama de tormento. Para que éste fuera mayor, su ánimo abatido negábase á buscar en sí mismo, en su propia arrogancia y fecundidad, las fuerzas reparatrices. Callaban los estímulos mentales del arte, y enmudecían los pruritos íntimos del ideal y el amor. Todo dormía en él, menos el enfermo; todo, menos la fatiga, el calor, el frío, la cefalalgia, el negro cansancio y la pesadez de sus huesos de plomo... ¡Inexplicable desvío el de la Tal, que no había ido á verle más que dos veces desde que allí estaba, y estas dos veces con mucha prisa, porque tenía que hacer, porque sólo disponía de un par de ratitos!... No vienen nunca solos los males. Á los referidos, juntóse uno que era en todas circunstancias dolorosísimo para el pobre estudiante, y en aquella terrible casa el mayor de los infortu[p. 134]nios. ¡Se le había concluido esa cosa tonta y divina, esa farándula indispensable, esa nonada omnipotente que llaman dinero!... ¡Qué afanes, qué fatigas para procurarse algunas cantidades! Felipe no cesaba de salir con cartitas y recados. Volvía casi siempre con las manos vacías. «Es que ya abusamos—pensaba él.—Razón tienen en no darnos nada.»

VI

Tuvo Cirila no se sabe qué cuestiones con su marido, y éste desapareció. Se fué derecho á la ganadería, de donde no debió nunca salir. Ella no se había ido también, según dijo, por estar cerca de su hermana y cuidar al señorito; pero si el señorito no aprontaba lo necesario para el diario, no podía ella darle ni una miga de pan, porque... mostraba las palmas de las manos vacías... no tenía nada. Para dar al señorito la última tajada de carne, le fué menester empeñar su mantón y las sábanas de la cama... Por manera que si el señorito quería una chuleta, una taza de caldo, huevo pasado, rebanada de pan, ya podía ir pensando de dónde lo sacaba, porque ella...

En tal extremidad, y hallándose como ejército famélico en plaza estrechamente sitiada, discurrió Alejandro pedir socorro á su tía, que[p. 135] era la última palabra del credo en casos tales. Acudió volando Felipe con la esquelita, y á la hora volvió desconcertado y afligidísimo. La señora le había recibido con risas muy extrañas y llevádole á la sala, donde tenía (espanto y confusión de Felipe) una mesa con tapete encarnado, y encima dos velas verdes y sin fin de cartas de baraja revueltas... Á Centeno se le comprimió el corazón viendo cómo la señora, después de espantar un zángano invisible, se puso á revolver cartas sin hacer caso de él para nada... La criada entraba y salía, viendo todo como la cosa más natural del mundo... Por fuerza la mujerona sirviente estaba también tocada. ¿Y qué hizo la señora con la carta de su sobrino? Pues la colocó abierta sobre la mesa, y empezó á correr naipes, á correr naipes, diciendo unos latines ó romances que el demonio que los entendiera. Después trajo un puñado de cañamones, y haciendo un cucurucho se lo dió á Felipe para que lo llevara al sobrino sin ventura... Que Felipe salió escapado de la casa, no hay para qué decirlo. Felizmente, encontró en la calle de Toledo á su paisano y amigo Mateo del Olmo, de quien obtuvo, no sin esfuerzos de elocuencia, el anticipo de una peseta. Con ella compró pan, dos huevos y una chuleta, y guardó el resto para lo que ocurriese. Todavía había Providencia.

La misma noche tuvo un feliz encuentro en[p. 136] el pasillo de la casa, que era el Foro ó Parlamento en que se ventilaban las cuestiones de aquella federación de familias. Habiendo dejado á su amo dormido, salió á ver si podía hacer callar á unos chiquillos que alborotaban. Vió pasar á un hombre, que miraba al suelo, rozando su cuerpo contra la pared, al mismo tiempo que andaba vacilante. Reconocióle al punto, y tirando del faldón de una especie de levita, que del cuerpo de aquel fantasma pendía, le dijo:

—¡Don José!... ¿Ya no me conoce?

El otro se detuvo y le miró. Sus ojos, cual si acabaran de verter copiosísimo llanto, estaban húmedos. Sus erizados pelos bermejos se querían echar fuera sediciosamente del abollado sombrero que los oprimía y avasallaba. De su rostro emanaba una tristeza sepulcral, como de los anafres de las vecinas el pesado tufo, y así como en éstos, por los agujerillos, se ven las brasas quemadoras, así en el entenebrecido rostro de Ido se veían brillar ascuas de un mirar famélico. Más con el alma atenta que con el oído, enteróse Felipe de los conceptos de aquella voz, que dijo:

—¡Ah!... tú eres aquel Doctorcillo Centeno, el que estaba en casa de don Pedro... ¿Vives aquí?

Hubo mutuas explicaciones, y ofrecimiento de domicilio. Ido, tomando á Felipe por un[p. 137] brazo, retrocedió á la escalera, y se sentó en el último peldaño de ella.

—Siéntate aquí y hablaremos—dijo con voz desvanecida y vagorosa, cual si las palabras medrosas del aire en que vibraban, quisieran retroceder para volverse á la boca.—Sabrás, Felipe, cómo estoy sin colocación desde hace tres meses. Y por más que busco, y aro la tierra para encontrarla, no puedo conseguirlo. He visitado á todos los maestros, y nada. He ido á todos los colegios, y en ninguno hay vacante. Lecciones particulares, ¡Dios las dé!... De modo que estoy, hijo, á la cuarta pregunta... con mi señora enferma y cuatro hijos, cada uno con su boca correspondiente.

Preguntóle discretamente Felipe los motivos de su salida de la casa de Polo, á lo que el pendolista contestó de este modo:

—¡Ay! hijo, tú te marchaste antes de que en el bueno de don Pedro se iniciaran las grandes locuras que hemos visto... Ya conoces su genio de Barrabás y sabes cómo nos trataba... El genio se le podía llevar, anda con Dios; pero hay cosas, amigo Felipe, que ofenden á un hombre digno. Yo á nadie falto. ¿Por qué no se me ha de tratar con miramiento y buena crianza? Ya, cuando tú estabas, el maestro me decía palabras malsonantes; pero como él mismo se reía, pasaban por bromas. «Es usted más tonto que el cerato simple.» Esto era á cada momento.[p. 138] Bien: pase como un desahogo... Pero cuando un concepto se repite y se repite... Yo paso una broma; pero que me pongan motes no me gusta. Don Pedro, últimamente, ya no me llamaba por mi nombre, sino que decía: «Cerato simple, haga usted esto ó lo otro. Calamidad, esto ó aquello...» Los chicos se reían y no me respetaban nada. También entre ellos no faltaba quien dijera: «Cerato, vete al acá ó al allá.» Francamente, naturalmente, amigo Felipe, esto ya es por demás. Porque si un chico me falta una vez, se lo paso; pero que me tomen como cuento de risa... Si á uno le mandaba una cosa, me respondía: «Dido, no me da la gana...» «Dido, vete á donde quieras...» Francamente, naturalmente... yo estaba ya trinando en mi interior, y con un aquél que me revolvía las tripas. Don Pedro no hacía más que disparatar cuando tomaba las lecciones: todo lo decía al revés, y echaba la culpa á los chicos y á mí. Un día se puso como un león, echando lumbre por aquellos ojazos, con espuma en la boca; y empezó á tirarnos los libros, los tinteros, plumas, pizarras. Nos apedreaba. Á algunos alumnos les hizo heridas... Todos estábamos aterrados. Cogió al chico de Pasarón y le tiró al aire. Á todas éstas, renegaba de la escuela y decía maldiciones impropias de un sacerdote... Francamente, naturalmente, esto no se podía aguantar. Aquel día se retiraron de la escuela[p. 139] no pocos niños, y el padre de Nicomedes vino hecho una fiera, se trabó de palabras con don Pedro, y por poco se pegan. Otro día el maestro estaba como un idiota: no decía palabra; tenía una especie de modorra, y hasta parece que se le caía la baba... No te rías; sí: al tal don Pedro le pasa algo... Enfermo está no sé de qué... Pues como te decía, sin más ni más, salió con la pitada de que yo le quitaba los discípulos, y que soy un acá y un allá. Yo le dije: «Francamente, naturalmente, señor don Pedro...» Y él me contestó: «Porque usted, bajo esa capita de santo, es capaz de asesinar á su padre...» Francamente, naturalmente, yo... ¿qué había de hacer?... Total, que me marché. Aquí me tienes, pues, sin colocación, pasando las de Caín para mantener á tanta familia. ¿Vives tú con un señor que parece está enfermo, y que, según dijo doña Cirila, es algo poeta?

—¿Qué es eso de algo?—replicó Felipe, ofendido de que se escatimaran así las facultades literarias de su señor.—Mi amo es de lo que no hay en eso del drama y la poesía.

—Pues, hijo—manifestó don José alzando un poco la abatida voz por los bríos que le daba la esperanza,—á ver si me proporcionas algún trabajo. Quizás tenga tu amo borradores que copiar...

—Por ahora, señor don José, no sé si habrá[p. 140] algo; pero no está mi amo muy en fondos para encargar ese trabajo... Más adelante puede... porque tenemos unos dramas que el señorito va á poner en limpio.

—¡Dramas! Pues venga. Que me dé lo que pueda á cuenta... Yo también hice un drama en mi juventud; y en esta miseria de ahora se me ha ocurrido retocarlo, á ver si alguna compañía me lo quiere representar. Es cosa del conde Fernán González, y todo, todito, me lo hice en sonetos... Francamente, naturalmente, creo que no sirve para nada.

—Me voy, no sea que se despierte,—dijo Centeno, cansado de las confidencias de Ido.

Este le detuvo, y con voz más alentada, que declaraba el esfuerzo de su cobarde espíritu, le dijo estas palabras:

—Felipe, tú no sabes lo triste que es volver á casa á estas horas con las manos vacías, y cuando á uno le están esperando desde media tarde, creyendo que lleva los imposibles... Si algún día eres padre de familia, sabrás lo que esto es. Francamente, hijo, yo no sé si me habrás comprendido; si no, te diré que me hagas el favor de prestarme dos reales, si los tienes, y dispensa mi atrevimiento... que francamente, naturalmente, nunca creí que un hombre como yo, dedicado á la enseñanza...

Aquel apóstol de las gentes, aquel faro de las sociedades, aquel portero de la inmortali[p. 141]dad, el santo, el evangelista de la civilización, el pescador de hombres, sacó de su bolsillo una cosa que, por las trazas, debía de ser pañuelo, y lo aproximó á las fuentes de ternura que tenía por ojos. Felipe, hasta lo más hondo de sus entrañas conmovido, se registró bien los bolsillos, y todo lo que había en ellos se lo dió.

Miquis y su criado hablaron un rato de aquel infeliz vecino y de su triste situación.

—Coge todo lo que haya—dijo el manchego,—y llévaselo. ¿Qué nos importa el día de mañana? De alguna parte ha de venir. Nuestra miseria es contingente, accidental y temporal la suya es intrínseca y permanente. ¿No hay allí sobre la mesa dos huevos? Pues ofréceselos. Y las tres onzas de chocolate y el pan... Dale todos los cuartos que tengas en el bolsillo. ¡Pobre hombre! En cuanto me ponga bueno, he de buscarle una colocación.

Siempre el mismo Alejandro. Ansioso de dinero cuando no lo tenía, y capaz, por adquirirlo, hasta de olvidar los buenos principios, como sucedió en el caso de la tiíta, desde que tenía algo, fuese poco ó mucho, ya le faltaba tiempo para desprenderse de ello y acudir á cuantas necesidades, verdaderas ó falsas, se manifestaran á su lado. Su generosidad era tan incorregible como su ambición. Y no escarmentaba nunca. Repetidas veces se había visto en grandes aprietos por haber acudido[p. 142] con demasiada prisa al socorro de los ajenos. Ejemplo de ello, que pocas horas después de su liberalidad con el pobre Ido, al amanecer del siguiente día, la Naturaleza le pidió cuentas de su falta de caridad consigo mismo. ¡De qué buena gana se habría tomado una taza de té con leche, ó leche sola caliente!... Pero no había leche ni azúcar, ni dinero con qué comprarla. Como Felipe se quejara del pernicioso desprendimiento de su amo, éste le dijo:

—Qué quieres... yo soy así, y no puedo ser de otro modo. Por más que me empeñe en ello, no consigo ser egoísta. Mi yo es un yo ajeno.

Y ambos permanecieron silenciosos, mirándose á ratos; y cuando no se miraban, el uno fijaba sus ojos en el techo y el otro en el suelo. ¡Peregrina divergencia, que en cierto modo venía como á simbolizar la contraria organización de cada uno! ¿Y qué descubría Miquis en el techo? Nada. ¿Qué sacaba Felipe del suelo? Nada. Ni arriba ni abajo había para ellos socorro alguno.

Daba dolor ver al infeliz joven postrado en aquel lecho, y considerarle favorecido por Dios, si no de una constitución robusta, de bríos morales y mentales que debieran tener virtud suficiente para compensar, en cierto modo, la pobreza física. ¿Pero no podría creerse que la misma tensión y crecimiento del contenido habían roto el frágil vaso, que ya, ¡fatalidad!, no[p. 143] tenía soldadura? ¿Quién que le viera no le compadecería? ¿Quién que observara la expresión de aquel rostro, en que se pintaban con magistral sello el martirio y la exaltación de las ideas, no había de extender la mano y decir con arrebato de piedad: «Detente, muerte, y no le toques?»

Era la perfecta imagen de un Nazareno, á quien se le quitaran diez años. Su barba mosáica le había crecido algo después de la enfermedad; pero aún no pasaba de la condición de vello largo, fino y sedoso. Era más bien como una sombra dibujada con blando carboncillo: se creería que iba á desaparecer si la soplaban con fuerza. Su perfecta nariz afilada tenía transparencias de ópalo, y las tintas gelatinosas de sus mejillas y sienes hacían que éstas parecieran más deprimidas de lo que estaban. El tinte cárdeno de las cuencas de sus ojos agrandaba éstos, haciéndolos más negros, luminosos y profundos. Cuando eran intérpretes de la esperanza ó del entusiasmo, el espíritu como que no cabía en ellos y se derramaba en borbotones de luz. Tristes, parecían la propia mirada de la muerte; alegres, traían resurrección á apariencias de salud á todo el descompuesto organismo.

Día y noche se le veía en aquella postura de paciencia, incorporado en el lecho, porque no podía respirar de otra manera; rodeado de al[p. 144]mohadas, mal cubierto, de frente á la luz, con la mirada perdida en el techo, ó en el cuadrado trozo de cielo que por la ventana se veía.

VII

Sacóles de la perplejidad en que ambos estaban una voz, precedida de discretos golpes en la puerta. La voz dijo: «¿dan su permiso?» y la persona que entró fué don José Ido, que á preguntar venía por el enfermo y á dar las gracias por los auxilios de la noche anterior. Alejandro, como de costumbre, dijo que se sentía mucho mejor, y entabló un ameno coloquio con aquel excelente sujeto, mártir de la instrucción, fanal de las generaciones, accidentalmente apagado por falta de aceite. Los tiempos estaban malos, y francamente, naturalmente, el bueno de Ido no había de coger una espuerta de tierra en las obras del Ayuntamiento... ¡Y pensar que había en España diez millones de seres, con ojos y manos, que no sabían escribir!... ¡Y que él, hombre capaz de enseñar á escribir al pilón de la Puerta del Sol, no tuviese que comer...! ¡Qué anomalías, y qué absurdos, y qué contrasentido tan desconsolador! ¿Pero esto era una nación ó una horda? Ido se inclinaba á creer que fuera una gavilla de empleados, una manada de cesantes[p. 145] y una piara de pretendientes... Por todas partes no se oían más que anuncios de revolución, y don José... francamente... le pedía á Dios que se armara la gorda lo más pronto posible, que todo se volviese patas arriba, y que viéramos á los generales y ministros yendo á esperar á los Reyes, y á los aguadores sentados en las poltronas... ¡ajajá! Porque la vuelta tenía que ser grande para que el país se desasnara.

Felipe, mientras hablaba su amigo, había encendido la cocinilla económica, y calentaba agua. Las retorcidas hojas del té estaban allí, en un papelejo; pero faltaba el azúcar.

—Si tuviera usted un poco de azúcar, don José...

—Precisamente—replicó el pendolista con generoso arranque,—ese es un artículo de que no carecemos nunca. Mi mujer tiene un primo confitero, que nos da el caramelo de desecho, el almíbar que se quema y toda la confitería que se pasa de punto... Al momento.

Fuése, y volvió con un gran paquete de aquellas materias sacarinas que había dicho. De los pedazos de caramelo llenó Alejandro un cucurucho para ponerlo debajo de la almohada, y al instante empezó á chupar. Aunque algo quemados, estaban buenos, y á él le sabían á gloria.

—Pues si tuviera usted un poco de leche, don José...

[p. 146]

—Voy á ver... Puede...

Al poco rato, volvió mi hombre con un vasito que contenía un dedo de leche.

—Si se pudiera arreglar el señor con esto...

—Basta: muchas gracias.

Despidióse don José para ir á sus quehaceres, que eran recorrer todo Madrid en busca de colocación, y afanar al mismo tiempo, por los medios que la Providencia le sugiriera, el sustento para el día; tarea cruel, áspera y abrumadora que al pobre hombre le consumía y le resecaba hasta dejarle en los puros huesos. Bien copiando algún escrito, bien apelando á los sentimientos caritativos de los amigos, ó ya felicitando á cualquier prócer con un mensaje ornado de rasgos y primores caligráficos, lograba reunir miserable suma. ¡Pero las necesidades eran tantas...! ¡luego la enfermedad de su señora, el médico, las medicinas...! Francamente, naturalmente, don José Ido del Sagrario dudaba de la Divina Providencia.

Cuando Alejandro se tomó su té, que le supo muy bien, dijo á Felipe:

—Así no podemos estar... Esto es horrible. ¡Vaya un día! Hijito, es preciso que busques algo. Vete á ver á Cienfuegos. Que te dé siquiera dos duros. Si no los tiene, habla con Arias y con Zalamero, y píntale la situación.

Á media tarde volvía Felipe de su caminata. En aquel largo espacio de tiempo, no había[p. 147] estado Miquis en completo abandono. Cirila, que no era un ángel ni mucho menos, pero sí un sér humano, había entrado á las once y le había dicho esto:

—He puesto un pucherito. Le traeré á usted una taza de caldo, ó unas sopas claras si las quiere. Ya me debe usted seis duros, y si me da algo á cuenta, no le faltará nada.

No volvió Felipe con las manos vacías. Oigámosle:

—Cienfuegos no tiene un ochavo. Arias dice que si usted le da cinco duros, le hará un gran favor. Sí: para dar estamos. Poleró dice que vendrá á verle á usted esta noche, y Sánchez de Guevara me dió esta peseta para mí... ¡para mí! Bueno. El tío prisma salió muy tieso del comedor, con el mondadientes de plata en la boca; el señor Completo salió á echar sus cartas, y me preguntó si estaba usted mejor. Le dije que sí, y echó un suspiro. Prisma dijo que... memorias... y que si se ofrece algo para París. ¡Ah!... Zalamero que vendrá también por acá... Bueno... ¡Ah! memorias de Julián, que salió conmigo á la calle, y ha venido acompañándome hasta la puerta. No quiso entrar... Bueno... Ahora viene lo gordo... (metiendo la mano en el bolsillo y sacando un objeto). ¿Á que no sabe usted quién me ha dado este duro? Si lo acierta... ¿á que no acierta? Pues me lo ha dado doña Virginia. Dice que[p. 148] le va á mandar á usted chuletas... que eso que usted tiene no es más que hambre, y que se cura con carne y jamón.

—¡Pobre Virginia! Es una buena mujer... Mira, dale el duro enterito á Cirila. Hay que tener presente que se le debe más. Hoy me ha dado sopas.

—¡Ah!... don Basilio me dió este real... ¡para mí!... y que expresiones, y que no se acoquine usted.

Por la noche tuvieron de visita á Zalamero, Poleró y Arias. Hablaron tanto, que Alejandro se aturdió con el ruido; pero disimulaba su malestar por no privarse del gusto que tenía en la conversación. Lo único que dijo fué que hicieran el favor de no fumar mucho.

Poleró, con su vehemencia de costumbre, le decía:

—Anímate, hombre. Sal de esa cama. Hace ahora un tiempo hermosísimo. Si no fuera porque están cerca los exámenes y hay que empollar, te acompañaríamos más. ¿Y el drama? ¿Se representará la temporada que viene?

—Eso, seguro.

—Creo que esta semana se pone en escena la comedia de Federico Ruiz. Me han dicho que es mala adrede.

Y Arias, fuerte en literatura, hablaba de Los Miserables, obra que por tales días cautivaba y embelesaba á tantos lectores. ¡Aquella[p. 149] Cosette!... ¡aquella Fantina!... ¡aquel Juan Valjean!... ¡aquel capítulo la tempestad bajo un cráneo!... ¡aquel polizonte Javert!... ¡aquel capítulo de las cloacas!... ¡aquel Fauchelevant!... ¡aquellas monjas del pequeño Picpus!... ¡aquella frase no hay que confundir las estrellas del cielo con las que imprimen en el fango las patas de los gansos!... ¡aquel Gavroche!... En fin, todo, todo...

Con estas conversaciones, poníase Alejandro excitadísimo y le entraba ardorosa fiebre. ¡Qué mala noche iba á pasar! Más valía que se fueran. Los muchachos, compadecidos de la horrible situación de su amigo, convinieron en hacerle un anticipo. No eran ricos; pero entre todos echaron un guante, dejando sobre la mesa de noche tres duros y dos pesetas.

—Adiós, adiós: á ver si te sacudes.

—Adiós, y gracias. Ya os lo mandaré con Felipe, cuando reciba lo que me enviará mi padre.

Por la escalera abajo, los tres jóvenes hacían comentarios sobre lo que acababan de ver.

—Yo le tengo lástima; pero hay que confesar que es un suicida. Él se ha matado.

—¡Pobre chico!... y lo que es ese no se levanta más. Yo se lo decía: «Mira, que te estás matando.»

—La casa es una perrera. ¿Qué idea le dió de venirse aquí?

[p. 150]—¿Pero tú has visto á Miquis hacer alguna vez cosa derecha y con sentido común?

—Si no hay quien le entienda...

—Es un desgraciado, un loco... Bien merecido le está.

Poco después entró Cienfuegos. Ver el dinero que sobre la mesa de noche estaba y hacia él írsele con avidez los ojos, fué todo uno.

—Chico, me debes dos pesetas del percloruro de hierro. ¿Á ver ese pulso? Algo excitado. ¿Han estado aquí esos? ¿Ha habido conversación? Se conoce. ¿Y qué tal? ¿Has comido? Doña Virginia te mandará mañana unas chuletitas.

Terminado el interrogatorio médico, se le escaparon estas palabras sacramentales:

—Veo que estás en fondos... No, lo que es este duro me lo llevo. Recuerda que me debes... Es decir, yo te debo más; pero me refiero á lo accidental. Chico, la lucha por la existencia es la más cruel de las leyes. ¡Eh!... tú, Felipe, trae esta noche cloral. ¿Has perdido la receta? Si á las diez no duerme, se lo das. Avisa á cualquier hora de la noche si hay novedad.

Incomodó á Felipe la franqueza con que el médico espoliaba el tesoro del enfermo; pero no se atrevió á decir nada. Cuando se fué Juan Antonio, hablaron un ratito amo y criado de la necesidad de llamar otro médico, el mismo que había venido al principio... Días pasaron sin ninguna novedad. Ido les acompañaba no[p. 151] pocos ratos, y ambas familias se favorecían mutuamente en sus tribulaciones. Á lo mejor tocaban á la puerta, y se veía asomar por ella el rostro agraciado de una niña de diez años, bonita, rubia, con la cara sucia y el vestir andrajoso:

—Don Felipe...

¿Qué quieres, muchacha?—preguntaba él asustado del don.

—Dice mi mamá que si por casualidad tiene usted una libreta.

—Sí, sí—respondía Miquis al punto.—Felipe, dásela.

—Don Felipe, que si hace usted el favor de darme una peseta, que cuando venga papá á la noche se la dará.

—Toma.

—Don Felipe, que si hace el favor de un huevo...

—Toma.

Gran regocijo y distracción tenía el enfermo cuando los dos chicos mayores de Ido y otros de la vecindad entraban en su cuarto, con gorros de papel y cañas al hombro, haciendo maniobras y juegos militares. Si no fuera por el ruido que metían, no les dejaría salir del cuarto en toda la tarde; pero á veces era menester darles algo para que callaran ó para que hicieran sus evoluciones en el pasillo con el menor estrépito posible. Rosa Ido, la que á pedir ve[p. 152]nía de parte de su mamá, era muy juiciosa, y á ratos les acompañaba contándoles cosas de la vecindad y diabluras que hizo el gato. Su papá había ido á casa del ministro para ver si lo quería colocar; ¡pero quiá! el ministro era un pillo... Decía su papá que iba á venir la gorda, y que él se alegraba, porque eso de que unos coman y otros no, francamente... Algunas tardes iba con su muñeca, que tenía toda la cara comida, y se ocupaba en vestirla y desnudarla con trapos y cintajos, para que Alejandro se riera. La sentaba en una silla, diciéndole con fe: «ahora te quedas aquí, acompañando á este caballero.» Lo mismo hacía con el gato; pero éste no era tan obediente como la muñeca, y se marchaba detrás de su ama. Por Felipe tenía verdadera pasión, y no se separaba de él como pudiese. Á veces atormentábale con preguntas y largas charlatanerías sobre cualquier insulso tema.

—¿Por qué te llaman Doctor?—le dijo un día.—¿Es que eres médico? Pues cúrame el gato, que está malito.


[p. 153]

VI

FIN

I

Todo el mes de Mayo se pasó en alternativas de engañosa mejoría y de recrudecimiento del mal, resultando un alza y baja sintomatológica, con oscilaciones no menos bruscas que las de los fondos del enfermo. Días hubo en que, cubiertas con esplendidez las principales atenciones, aún sobró lo bastante para poner un duro en la mano fría y flaca del apóstol de la escritura; pero otros, teñidos en todas sus horas de un lúgubre color de tristeza, no traían consigo más que necesidades, disgustos con Cirila, apuros y carencias de lo más preciso. Fué por San Isidro cuando recibió Alejandro carta de su padre, en la cual se manifestaba ya el buen señor enterado de la vuelta que habían tomado los dineros de la tiíta. Vivísimo enojo resaltaba en cada renglón de la epístola. El iracundo padre, pidiendo cuentas del uso de aquel capital, declaraba al niño su resolución de no mandarle un cuarto más en[p. 154] todo el año. Al Toboso habían llegado noticias de la desaplicación del estudiante dramaturgo, de su vida errática, de sus costumbres equívocas é indecorosas, por todo lo cual estaba el buen don Pedro echando chispas. Concluía la tremebunda carta diciendo al rebelde hijo que en vista de que no estudiaba, de que era un perdido, no se gastaría más dinero en su carrera; que después de los exámenes de Junio, si es que se examinaba, tomara el camino del Toboso, donde se le tenía preparada una hoz para segar, una azada para romper tierra, y un bielgo para aventar, únicos instrumentos adecuados á la corrección de su holgazanería.

Consternado leyó el joven la filípica, siendo cada palabra de ella puñal que le abría las entrañas, agravando su profunda dolencia. ¿Qué contestaría? Optó aquella vez por el mejor partido, que era confesar su falta y pedir perdón. Se disculpó diciendo que había tenido una larga enfermedad; pero á renglón seguido incurrió en la torpeza, ya muchas veces cometida, de ocultar su verdadero estado por no disgustar á su madre. Anunció que se había restablecido, que ya iba á clase, y que esperaba examinarse y salir bien. Así lo creyó el pobrecito, que antes perdería la vida que la esperanza. Era tan ciego, que hacía proyectos para la semana próxima, contando con restablecer[p. 155]se; prepararse en cuatro días, como lo había hecho otros años; examinarse, y después irse tan alegre á su pueblo... á acabar de ponerse bueno.

Para mayor tormento suyo, presentóse un día Torquemada, el prestamista á quien Arias llamaba Gobseck, y con buenos modos, mas con perversa intención, le exigió el pago de cierta suma. Alejandro sintió un dogal que le estrangulaba. No supo qué contestar, y á cada momento se contradecía. «La semana que entra... Precisamente estaba esperando... No tuviera cuidado el señor Torquemada...» Este embozaba con taimadas razones su exigencia. Aquel dinero no era suyo, sino de un señor que se lo había confiado, para emplearlo, y el señor lo necesitaba para ir á tomar baños de ola. Volvería al día siguiente; volvería todos los días, mañana y tarde... ¡Poder de Dios, qué hombre! Si no se le pagaba, pondría dos letritas al señor don Pedro Miquis, á ver qué determinaba... Al buen Alejandro se le congeló el sudor sobre la frente, y se le apretó el lazo corredizo que en el cuello sentía.

—Felipe, chiquillo—dijo á su criado cuando el buitre les dejó solos.—Es preciso hacer un esfuerzo. Abre la cómoda, saca toda mi ropa, empéñala, que por ahora no la necesito, y para cuando pueda levantarme ya tendré con qué sacarla... Á ver si te dan aunque no sea más[p. 156] que lo bastante para pagarle á Torquemada los intereses.

Centeno obedeció en silencio; pero al pasar revista á la ropa, observaba que faltaban muchas piezas; preguntaba por ellas á Cirila; pero ésta se hacía de nuevas, y hasta se sorprendía de ser interrogada sobre cosas con las cuales nada tenía que ver. «Allá tú,» dijo á Felipe con lacónica malicia. La ropa blanca estaba reducida á la mitad. Felipe hacía recuentos y comentarios; pero Miquis, impaciente por terminar, cortaba las cuestiones, diciendo:

—No me marees. Me duele horriblemente la cabeza. Lleva lo que haya y saca todo lo que puedas.

Y cargaba Felipe el lío, y salía y tornaba, y sin dar tiempo á que Alejandro dispusiese del dinero allegado por tan fatal medio, se presentaba Torquemada para llevárselo todo, lamentándose de que la cantidad no fuera mayor, y anunciando su grata visita para dentro de cuatro días. ¡Dios grande, qué hombre!

Apartado este peligro, se presentaban amenazadores otros muchos, y entre ellos el de no tener para las medicinas, ni para lo poco que allí se comía. Cirila, impasible, dijo una mañana:

—Como no me vuelva yo dinero... Hoy sí que no puedo hacer nada, señorito de mis pecados. Ni la lumbre puedo encender. ¡Bonito genio tiene el carbonero! ¿Oyó usted el es[p. 157]cándalo que armó esta mañana por lo mucho que se le debe?...

—Felipe...

—Señor.

—Hijito, por Dios... haz un esfuerzo. Échate á la calle... Hoy tendrás suerte: me lo dice el corazón.

Salió Felipe desalentado y triste aquel día. Sentía un cansancio moral que le abrumaba. Aquella escuela de iniciativa y de voluntad era superior á sus años, y de vez en cuando la naturaleza juguetona y pueril se rebelaba contra los quehaceres graves, y contra la pesada carga de deberes más propios de hombre que de niño. Salió á mediodía, y vagando estuvo por las calles más de una hora, discurriendo qué camino tomaría y á qué amigos embestir en tal ocasión con la cortante arma de sus peticiones: no se le ocurría nada; se reconocía torpísimo, con desmayo muy grande en sus alientos; pasaba revista mental de personas, sin hallar en ninguna probabilidades de un feliz resultado... ¡Si tuviera la suerte de encontrarse en la calle un bolsillo de dinero...! Miraba á las baldosas; pero no vió en ellas ningún bolsillo ni cartera con billetes. ¡Si encontrara quien le diera trabajo, pagándole sus servicios...!

Pensó en Mateo del Olmo; pero éste le había dicho que si volvía otra vez á su casa hacién[p. 158]dose el tonto para pedir cuartos, le tiraría por la ventana á la calle. ¡Doña Virginia...! ¡Sí, buena estaba la señora!... Cuando fué ella misma á llevar las chuletas á don Alejandro, había encontrado en el cuarto de éste á una... ¡á la Tal!... y se retiró escandalizada. Tenía que oír doña Virginia... El don Alejandro era un perdido y no había que acordarse más de él. Estaba rodeado de gente de mal vivir, y lo que se le daba era para mantener... cállate, boca.

Á pesar de esta mala disposición de la excelsa patrona, Centeno fué allá. Podría ser que alguno de los señoritos... ¡María Santísima, cómo se puso Virginia cuando le vió entrar! No le echó por la escalera abajo porque no dijeran... Día más desgraciado que aquél no lo había visto Felipe en su vida. ¡Vaya unas caras que ponían los huéspedes! Verdaderamente estaban cansados de tanta y tanta postulancia. Cienfuegos, desde que Miquis había llamado á otro médico, no iba por allá, y además estaba, como siempre, en malísima situación. Los demás no tenían voluntad de dar ó carecían de dinero.

—Esto ya es vicio—dijo Poleró.—Si su padre no le mandara, vamos... pero él tiene sus mesadas... Aunque le diéramos millones, lo mismo que nada. Aquello es un tonel sin fondo. Felipe, vete á la Casa de la Moneda, única que puede surtir á tu amo. En la tuya hay por fuerza muchas bocas de chupópteros...[p. 159] ¡Pobre Alejandro! ¡pobre chico! Al fin ha de ir al hospital, y será lo mejor para él.

Casi lo mismo dijeron los demás. De la mano de ninguno de ellos se desprendió ¡ay! el rocío de un solo cuarto.

Fuése á la calle muy descorazonado, y dió, durante media hora, vueltas y más vueltas por el barrio, pensando, discurriendo, cavilando... ¿Sobre quién dejaría caer el filo de su tajante sable?... ¡Ah! ¡qué idea! si se atreviera... Si se atreviera á dar un ataque á don Pedro Polo... Pero ¡quiá! con el genio tremebundo de este señor... Á buena parte iba... Con todo, ¿por qué no había de probar? Si don Pedro le decía que no, bueno; si, por el contrario, se hallaba en situación favorable, en uno de aquellos momentos en que parecía que se ablandaba y se derretía la masa durísima de su genio...-¡Nada, á él! Quien no se atreve no pasa la mar. ¡Á don Pedro, y salga lo que saliere! Dirigióse á la calle de la Libertad; pero tan poca confianza tenía y tanto miedo de presentarse á su antiguo amo y maestro, que moderaba el paso, y ya en la puerta, volvió atrás y se entretuvo dando tiempo al tiempo, asustado del momento que anhelaba... ¡Cobarde! Sintiendo al fin arranques de energía, afrontó la terrible situación. ¡Adentro! ¡Cómo le temblaban las manos, cómo le palpitaba el corazón! Subió y llamó. Era la hora en que don Pedro, ya bien comido[p. 160] y bebido, acostumbraba entretenerse un rato en su cuarto, fumando y hojeando algún libro de clase... Desde que la criada abrió la puerta, sintió Felipe la voz de Marcelina, y esto le fué de tan mal augurio, que se habría vuelto á la calle si al mismo tiempo no oyera la del maestro, diciendo:

—¿Quién es?

El mismo Polo salió al recibimiento. ¡Sorpresa! Felipe como un muerto... ¡Con qué ganas se precipitaría por la escalera abajo!

—¡Felipe!... ¿tú por aquí? Pasa, hombre... ¡Jesús! derrotadillo estás...

Estas palabras, dichas con benevolencia, le volvieron el alma al cuerpo.

—Que entres, hombre. Parece que me tienes miedo. ¿Qué es de tu vida?

Don Pedro le llevó á su cuarto. Felipe le miraba, regocijándose de haberle encontrado de buen temple. Daba gracias á Dios de que no estuvieran delante, mientras él hacía su petición, ni la madre ni la hermana del Cura, pues de ambas temía desfavorables informes... ¡Vaya, que estaba aquel día de buenas el león! Para que todo fuera lisonjero, don Pedro le facilitaba la penosa exposición de su cuita, saliéndole al encuentro con esta hidalga y familiar frase:

—Ya, tú estás mal y vienes á que te socorra.

Felipe dió un gran suspiro. Bien comprendía que ninguna palabra sería más elocuente.[p. 161] En pie, la roja boína en la mano, no apartaba los ojos del suelo. El rubor le quemaba el rostro.

—No me coge de nuevas que estés tan mal. Desde que saliste de mi casa no habrás hecho más que vagabundear. Eres un perdido, un pillete de esas calles, y no teniendo ya quien te dé, no encontrando ya en dónde merodear, vienes á que yo te ampare...

Felipe sintió que materialmente se le desprendía la cara y al suelo se le caía. Hizo con ambas manos un movimiento encaminado á evitar esta catástrofe anatómica. Comprendió que era preciso decir algo. El silencio le acusaba.

—No, señor...—murmuró;—yo no soy vago... Estoy sirviendo á un caballero...

—¿Y ese caballero no te da salario, no te da ni siquiera de comer?

—Sí, Señor... pero...—balbució Felipe, aturdidísimo y sin saber cómo explicar el extraño y nunca visto caso de su miseria.

—Á ver, explícame eso.

—Es que mi amo no tiene nada... está pobre...

—¿Quién es?

—Un estudiante.

—Nunca he visto estudiantes que tengan sirvientes. ¿Es, por ventura, hijo de reyes?

Felipe se cortó. Su garganta oprimida no[p. 162] daba paso á la voz ni al resuello. Las ideas se le escapaban por un gran boquete abierto en su cráneo. Empezó á hacer pucheros.

—No, con llantico no me convences... Mientras no me expliques bien qué amo es ese, y por qué está tan miserable... ¿Y tú para quién pides, para tí ó para él?

—Para él.

Don Pedro rompió en franca risa. Haciendo juego con él, en contrario, Felipe lloraba como una Magdalena.

—Si usted no quiere creerme...—decía entre sollozo y sollozo...

—Pero si no me has explicado nada...

Y seguía llorando, llorando. Cada ojo era un río inagotable. Don Pedro, mejor dicho, el caimán de la escuela, le miraba sonriendo con cierta ferocidad escudriñadora, detrás de la cual quién sabe si se escondía la compasión.

Limpiándose las lágrimas con ambas manos, á puñados, Felipe suspiró estas palabras: «adiós, señor don Pedro,» y dió media vuelta y salió del cuarto, encaminándose á buen paso hacia la puerta de la escalera. Por el recibimiento iba, cuando la voz del maestro, iracunda, gritó:

—¡Doctorcillo!

Éste retrocedió.

—Demuéstrame tu necesidad—le indicó entre ceñudo y compasivo;—hazme ver que no[p. 163] pides para vicios y para entretener tu vagancia, y entonces te daré...

Felipe no respondía nada. Ya no lloraba.

—Pruébame...

¿Y cómo lo había de probar el desventurado? Pensó decir á Polo que se diera una vuelta por la malhadada casa de la calle de Cervantes, para que se convenciera, por el testimonio de sus ojos, de la verdad del lastimoso cuadro; pero esto le pareció ineficaz. Don Pedro no había de ir allá.

—Á ver, habla...

—Adiós, señor don Pedro,—volvió á decir el Doctor, dando otra vez la media vuelta para retirarse.

—Haz lo que quieras... Bueno, hombre, abur. ¿Y á dónde vas con tu cantinela?

Felipe se detuvo y le miró bien.

—Voy á ver si me quiere socorrer—dijo—una persona que ya otra vez me socorrió.

—¿Quién?

—La señorita doña Amparo.

Don Pedro, súbitamente, se volvió para la pared. Así no pudo ver Felipe su palidez, que era como la del bronce que quiere ser plata.

Haciendo que miraba un mapa. Polo exhaló estas palabras:

—¿Cómo fué eso?... ¿cuándo?

—El día que me marché de aquí, la señorita doña Amparo, que tiene tan buen corazón,[p. 164] me dió seis pesetas que se había sacado á la lotería.

Don Pedro empezó á revolver papeles sobre la mesa, quitando cosas de su sitio para llevarlas á otro. Se hacía el distraído, refunfuñando:

—¿Es eso verdad?... ¡Qué cosas te pasan, hombre! ¿Con qué seis pesetas...?

No miraba á Felipe, ni éste podía advertir en el rostro de su maestro señales de interior borrasca. El caimán se metió la mano en el bolsillo. Sonó dinero. Era como el roce y frotamiento de metálicas escamas. Felipe fué todo ojos. Una de las manos de don Pedro contaba sobre la otra, pasando y repasando monedas.

—Toma siete,—le dijo la domada fiera, poniendo un montoncillo sobre la mesa.

—Dios se lo pague, don Pedro, y le dé mucha salud á usted y á toda su familia.

II

La satisfacción, la ufanía que llenaban el alma del buen Doctor al salir de la casa de don Pedro, no son para descritas. Se asombraba de que un hombre tan atroz, que había tenido la crueldad de dejar sin pan al infeliz Ido, se ablandase hasta el punto de darle á él un auxilio mayor de lo supuesto. No alcanzando la[p. 165] rudimentaria agudeza de Felipe á penetrar el motivo del brusco enternecimiento del monstruo, forjaba en su mente una pueril explicación del caso. «Es que el señor don Pedro, decía, tiene dentro una lucecita que se enciende en cuanto le tocan un botón, como el de las campanillas eléctricas que se usan ahora. El que acierta con el botón y enciende la luz, hace de él lo que quiere. El que no, se amuela

Tan grande éxito le envalentonó, despertando su codicia: Preciso era trabajar más aquel día, para obtener una colecta considerable con que sorprender á Alejandro y alegrar su espíritu. ¿Á quién más acudiría?... ¡Ah! ¡Don Federico Ruiz debía de estar rico!... ¡á él! De paso, ¿por qué no tocar los registros á don Florencio Morales por si quería dar alguna cosa? ¡Al Observatorio como un rayo!... Recordó, no obstante, que su amo había dicho alguna vez á propósito de la liberalidad del astrónomo: «Antes dará aceite un ladrillo.» Pero no importaba... ¡adelante! Podría ser que también Ruiz tuviera botón, y que él, sin saber cómo, por inspiración del Cielo, lo tocara. En cuanto á don Florencio, bien presentes tenía los ofrecimientos que le hizo una tarde que le encontró en el Prado, tomándose con gran deleite un vaso de clarísima agua de Cibeles. ¡Á ellos! ¿Quién dijo miedo?

¡Qué contrariedad! Don Federico no estaba[p. 166] en la casa. Había ido á los ensayos de su comedia, que á la noche siguiente se estrenaría. El que sí estaba era el gran Morales; mas no fueron sus primeras palabras muy lisonjeras.

—Sí, te veo... te veo venir... Me traes la monserga de la otra tarde. Sí: que tu amo está malo, que ni tú ni él tenéis que comer. Yo he visto mucho mundo, amiguito. Si fuéramos á dar á todo el que tiene necesidad, andaríamos desnudos y abriríamos la boca al viento.

Felipe, desconcertado, se esforzó en la réplica, diciendo con quejumbroso y dolorido estilo que si no se fiaba de él, fuera pronto á la calle de Cervantes para ver con sus ojos la verdad de tan terribles apuros; á lo que don Florencio contestó lleno de entereza:

—Sí, justo: no tengo yo más que hacer que subir escaleras... Y entre paréntesis, lo que á tu amo le pasa le está bien merecido, porque es un libertino, un mala cabeza. Lo sé por Ruiz, que está al tanto de todo... No me vengas con cuentos. Yo no soy de piedra. Si tienes hambre, vente á la hora de comer, y no faltará con qué la mates. Pero lo que es metálico, no lo esperes. Está la patria oprimida, hijo, y hay mucho pobre y mucha boca que tapar. Pasa, entra, siéntate un rato, y veremos si Saturna tiene algo que darte. Creo que se le han echado á perder unos hojaldres... ¡Saturna! ¡Saturna!

[p. 167]Empezó á dar gritos, y luego, encarándose otra vez con Felipe que había ya perdido toda esperanza de recoger algo sonante, le dijo:

—Tienes suerte, chiquillo. Parece que lo hueles. Y entre paréntesis, ¿quieres que te diga en qué consiste el mal de tu amo, y por qué está tan miserable?

Centeno era todo oídos y no quitaba sus ojos de don Florencio, mientras éste, que acababa de subir la rampa, se limpiaba el sudor de la frente y cráneo, natural desahogo y salida de tan gran hervidero de ideas.

—Pues te diré, para que tú también vayas aprendiendo. Tu amo es un loco, es uno de estos jovenzuelos que se han emponzoñado con las ideas extranjeras. ¿Qué nos traen las ideas extranjeras? El ateísmo, la demagogia y todos los males que padecen los países que no quieren ó no saben hermanar la libertad con la religión. ¿Qué dicen por allá? Pues dicen: «Fuera Papa, fuera catolicismo y venga república; hacer cada uno lo que le dé la gana.» ¿Es esto prudente? No, señor; y lo que es en Francia, hijo, lo que es en Francia, te digo que Napoleón Tres les sentará las costuras. ¿Tengo ó no tengo razón?

Compenetrado Felipe de tan sabias ideas, mostraba su asentimiento con grandes cabezadas afirmativas.

—Pues esas ideas, ese ateísmo, ese desbara[p. 168]juste es lo que nos quieren meter aquí—prosiguió el insigne conserje, haciendo el orador y paseándose en un espacio como de tres varas.—Hay unos cuantos... todos muchachos, chiquillos, estudiantejos que leen libros franchutes y no saben palotada de nada... hay unas cuantas cabezas ligeras, y tu amo es de ellos... que nos quieren traer aquí todas esas andróminas forasteras. ¿Sabes lo que están diciendo?

Espanto de Felipe, que no sabía nada, pero sospechaba que era cosa gorda y coruscante.

—Pues ahora se salen mis amigos con eso de todo ó nada. En resumidas cuentas, que quieren nada menos que destronar á Su Majestad la Reina. Ya les he dicho que no les sigo por ese camino, y me he borrado de la Tertulia... Porque Dios sabe lo que va á venir aquí. Tú, figúrate... Se van á desbordar las masas...

Felipe creyó por un momento que aquellas masas eran los hojaldres que le habían prometido, y tembló por ellos.

—Á tí, vamos á ver, ¿no se te ponen los pelos de punta al pensar...?

—Sí señor, sí señor que se me ponen.

—Ese empeño de que todo ha de ser extranjero... Yo soy español por los cuatro costados. ¡Señor, si aquí nos entendemos muy bien, si aquí sabemos hacer las cosas...! Póngannos la Milicia, la Constitución del 12, y basta. El clero en su puesto, la Milicia para defender el or[p. 169]den, el Ejército para caso de guerra, Cortes todo el año, buenos seminarios, mucha discusión, mucha libertad, mucha religión y venga paz. ¡Si esto es claro y sencillo...! Pues no ha de ser así, sino ateísmo, demagogia y filosofía alemana... Yo les veo venir, y me callo... Ya veremos la que se arma. Aquí me estoy achantadito, esperando á ver por dónde salen. Una tarde discutimos aquí tu amo y yo... Se quedó turulato... Sí, pregúntale. Callado le dejé, y pegado á la pared. Él, defendiendo lo extranjero, me sacó poetas y descubrimientos... qué sé yo... ¡La ciencia y la industria! Á mí no me vengan con solfas. Yo he viajado, yo sé lo que hay... Concedo, sí señor, concedo que la Inglaterra nos aventaje en ciertas cosillas; pero en otras estamos por encima de todos. Fíjate tú en los productos de nuestro suelo, y dime si hay algo que les iguale. Aquí tenemos para todo lo que nos hace falta, y nos sobra para mantener á tanto hambriento de extranjis... Castilla es el granero del Orbe terráqueo. Nuestros vinos van por todo el mapa. Pues el día que queramos poner en un apuro á los inglesotes, no hay más que decirles: «caballeros, ya no hay más Jerez.» Y en cada localidad tenemos un producto excelente, sin rival en el mundo. Y si no, dime dónde hay otra Málaga para pasas, otra Astorga para mantecadas, otra Jijona para turrón, otra Soria para mantequi[p. 170]lla y otro Madrid para un buen vaso de agua. En industria, ahí están Cataluña con sus hilados, y Toledo con sus armas. En buques no te digo nada. Cada marino nuestro vale por ocho extranjeros, y con un cachucho cualquiera nos ponemos delante de la mejor escuadra. Nuestro ejército ya se sabe que es el primero del mundo. Yo querría ver correr á ingleses, franchutes y austriacos en una batalla en que se dijera: «¡Cazadores de Madrid, adelante!...» Y todo, hombre, todo. Si aquí no necesitamos de lo forastero para nada. En generales, ¿qué nación tiene un Espartero y un O’Donnell? En abogados... habías tú de ver un escrito puesto por don Manuel Cortina ó don Joaquín Francisco Pacheco... ¿Y aquella palabra de Olózaga en el Congreso? Atrás la Europa toda. Hasta en cómicos estamos por encima. Pues á donde llega la Matilde, ¿quién llegó? ¿Tú la has visto? Aquel modo de llorar es cosa que parte el corazón. Pues te digo que en papeles de gracia vale tanto como en los de ahogo y sentimiento... Poetas los tenemos por fanegas, mejores que todos los extranjeros; y si vamos á pintores, ya quisieran ellos... Nada, nada, no le des vueltas: aquí no necesitamos para nada esos países. Díselo así á tu amo, y que se vaya curando de sus manías, y se haga rancio español y católico á macha-martillo, y se deje de patrañas ateas y de locuras demagógicas... Sa[p. 171]turna, los hojaldres... ¿No los ibas á tirar? Aquí está Felipe que los aprovechará.

Cuando don Florencio puso punto final en su recitado, que á Felipe le pareció discurso por lo elocuente, sermón por lo largo, el muchacho, admirando tan soberano talento y facundia, no comprendía la oportunidad de la lección que con tales alegatos daba el conserje á Miquis, ni el provecho que éste había de sacar de ella para remediar su desdicha. Hizo propósito de retener en su fiel memoria lo más que pudiese de aquel discurso, para repetírselo á su amo, cláusula por cláusula, seguro de que éste se había de reir. Tomando sus hojaldres, que envolvió cuidadosamente en un número de Las Novedades, despidióse del matrimonio y echó á correr hacia su casa.

III

Frente al Botánico detúvole una voz conocida, una voz amistosa, que durante algún tiempo no había regalado sus oídos. Era Juanito del Socorro, que le llamaba desde la verja del Botánico, en cuyo escalón estaba sentado con otro amigo.

—Hola... Redator...

Míale... el Iscuelero.

Entablóse franco y alegre coloquio. Juanito[p. 172] y su amigo habían salido del taller, porque aquel día estaban allá de obra y no se trabajaba... El insigne Socorro era aprendiz de dorador. ¿Qué ganaba? Un sentido. El principal le quería mucho y le iba á poner en el estofado. «Vente á este oficio, hombre, y ganarás lo que quieras.» El tal Juanito entró en aquel arte por gusto de su madre, y de allí pasaría á Ingeniero. Iba por las noches á la escuela gratuita de dibujo, y pintaba hojas de coluna, narices y toda la pirámide de la Geometría. Le iban á poner en el adorno y á pintar una comotora. Ya sabía las cuatro órdenes de la arquitectura, y á poco más, si le dejaban, hacía otra como el Escorial. La corintia era de este modo, y la jónica de aquel otro... En su taller, era él capaz de dorar el gallo de la Pasión, y en aquellos días estaban refrescando un altar. Su principal doraba también con galvana, en un pilón con agua muy agria, que quema... Como que él tenía la blusa agujereada porque le cayeron gotas. Era el oficio más bonito que se podía ver. ¡Nada, que coges una cosa de palo ó de hierro, y en un momento la pones dorada...! En fin, hijí, si te descuidas se te doran los dedos, y hasta el resuello es oro. ¡Ganar! Lo que quieras. Todos los días encargos, y «que vaya á sacarle lustre al Padre Eterno de la Iglesia...» En medio día se despachaba él cuatro espejos. Primero hacía la pasta, luego iba pe[p. 173]gando molduras... Ahora venga barniz, brocha de pelos de león y panes de oro... Un momento, un suspiro. Da gusto ver que todo se va poniendo como un sol... Con los panes que sobraban hacía maravillas en su casa, y hasta los vasares de la cocina y la espuerta de la basura los había dorado.

Felipe, rebajando gran parte de lo que oía, conceptuaba feliz á su amigo con aquel oficio regio. ¡Dorar! Poner en todas las cosas la risa del sol, vestir de luz los objetos, endiosar la ruín madera, fingiéndole la facha del más fino y valioso metal... ¡Dichoso el que en tal industria se ocupaba! Daría él cualquier cosa por poder disponer de los elementos de aquel arte, y dorar la cama, los libros y hasta las botas de su amo. Subió de punto su admiración cuando Juanito le enseñó sus uñas doradas.

—¿Qué es eso que llevas ahí?... Pastelitos.

—Me los han regalado. No sirven...

Mia éste... ¡que no sirven! Nos los comeremos.

—Es que... son para...

—Te los compraremos, hombre... Si creerás tú... Te vamos á convidar á café... Fúmate un cigarro.

Sacó Juanito una cajetilla y repartió. El otro amigo encendió tres cerillas.

—¿Onde vamos? Á Diana, que dan mucho azúcar...—Café y copas, Felipe...

[p. 174]

Ya era de noche, y Centeno no quería detenerse; pero la obsequiosa finura de aquellos dos caballeros le cautivaba, y también, dígase con franqueza, no dejaba de sentir en su ánimo cierto apetito de libertad, instintivo afán de hacer algo que rompiese la triste y tediosa vida que llevaba. ¿Su esclavitud no tendría algún descanso, y su trabajo el alivio de un ratito de café?... ¡Adelante!

—¡Mozo... café y copas... y un periódico!...

Centeno se recreaba en el fácil uso de su albedrío, en aquel desembarazo que le hacía hombre; y cuando se acordaba de la soledad de su amo, sintiendo, con el recuerdo, asomos de pena, se consolaba mirando el mucho azúcar que sobraba y haciendo propósito de guardarlo todo para el enfermo. Tomaban el café despacio, porque estaba muy caliente, y entre sorbo y sorbo, corría de la boca de Juanito, como del caño de abundosa fuente, un chorro de hipérboles. No tenía Felipe su espíritu muy gozoso; pero desde el malaventurado instante en que llevó á sus labios la copa de ron, sintió que se transformaba y se volvía muy otro de lo que era. El maldito licor picaba como un demonio, producíale llamaradas en todo el cuerpo, y en la cabeza un levantamiento, un tumulto, una insurrección de todas las energías, un motín de ideas, bullanga y trapatiesta extraordinarias... Pero él, impávido, seguía[p. 175] bebiendo para que no le dijeran memo, y, por fin, no quedó nada en la copa.

¿Qué alegría era aquélla que le entraba, qué prurito de moverse, de reir, de alzar la voz, de hacer ruido y dar saltos sobre el asiento cual muñeco que tuviera en cada nalga un bien templado resorte? Juanito y su amigo se reían de verle en tal estado, y le incitaban á seguir bebiendo; pero él, con seguro instinto, se negó á dar un paso más por camino tan peligroso.

Era el tal café de los que llaman cantantes. Á cierta hora un melenudo artista sentóse en la banqueta próxima al piano, y aporreó las teclas de éste. Á su lado, un hombre flaco y pequeño cogió el violín, y rasca que te rasca, se estuvo media hora tocando. El efecto que la música hacía en Felipe era como si se le levantara dentro del alma un remolino de júbilo, el cual corriera haciendo giros, con delicioso vértigo, desde lo más bajo del pecho á lo más alto de la cabeza. Pues digo... cuando cesó el del violín y subió á la tarima una tarasca que cantaba romanzas de zarzuela y jotas y fandangos... Felipe, entusiasmado, no cesaba de dar palmadas, y á la conclusión de cada estrofa le faltaban pies y manos para hacer sobre la mesa y en el suelo toda la bulla que podía. Juanito, con más calma, tenía fijos sus ojos en la cantatriz, y admiraba sus dejos, sus gorjeos, sus ayes picantes y todo lo demás que salía[p. 176] por aquella salada boca. Él no decía más sino ¡qué boca, qué boca!... ¡Y con qué entusiasmo la contemplaba!... Se la doraría.

Otros efectos, á más de la inquietud y el gozo, produjeron en el alma de Felipe aquellos dos agentes: alcohol y música. Fueron la pérdida de toda noción del tiempo transcurrido y unos arranques de generosidad que habían de serle muy nocivos. Viendo que Juanito se registraba sus bolsillos sin lograr sacar de ellos cosa de provecho, Felipe se llenó de punto y de vanidad caballeresca, sacó sus siete pesetas y las desparramó sobre la mesa con gallardo movimiento.

—Yo pago, yo pago...—gritó con cierto frenesí.

Parte del dinero cayó al suelo. Mientras el amigo de Juanito lo recogía, Felipe, atento sólo á batir palmas en celebración de la cantatriz, llegó á perder hasta el verdadero conocimiento del sitio en que estaba. Veía diferentes personas á su lado y delante; mas no se hizo cargo de nada. Por un momento creyó distinguir en una de las mesas próximas un semblante conocido, mujer hermosa, rodeada de hombres: asaltóle sobre esto un pensamiento, hizo una observación; pero imagen, ideas, apreciaciones, todo se desvaneció en su mente, dejándole otra vez en su aturdimiento deleitoso. No vió al mozo que cobraba y devolvía[p. 177] cuartos, ni supo él lo que de sus propios bolsillos había salido, ni lo que á ellos restituyera.

Tampoco supo cómo y cuándo salió del café, ni dónde se separaron de él sus amigos... Oyó la campana del reloj de la Puerta del Sol. Atento y como volviendo en sí, con la facultad de apreciar el tiempo, contó las once... ¡las once! Llevóse la mano con ardiente ansiedad al bolsillo... Nada: bolsillo más limpio no se había visto nunca. En rápido giro pasaron por su mente todos los sucesos de aquel día... ¡Don Pedro, las siete pesetas; don Florencio, los hojaldres!... ¿Y dónde estaban los hojaldres? Como se recuerda una pesadilla, con indistintos contornos y matices, recordó Centeno la descomunal boca del amigo de Juanito abriéndose de par en par para comerse los hojaldres... Y el dinero, ¿qué vuelta había tomado?... Y su amo, ¿qué pensaría de la tardanza? ¿Qué le habría pasado en aquel largo día de soledad y escasez?...

Recobró Felipe sus facultades instantáneamente. Entraron como de golpe y con tumultuosa sorpresa, cuál guerreros que acometen airados el puesto de que les expulsó la perfidia. De todo lo que entró en el cerebro del hijo de Socartes, lo primero y lo que más ruido hizo fué la vergüenza... Esta era tan fuerte y le dominaba tanto, que no sabía si apresurar[p. 178] ó detener su vuelta á la casa. ¿Qué le diría don Alejandro? ¿Qué diría él para disculparse?

Llegó, al fin, temblando. Le horrorizaba el pensar que encontraría muerto á su señor. Si muerto no, de fijo le hallaría muy enojado. Seguramente habría carecido de alimento, de asistencia, de compañía... Y lo peor de todo era que al volver á la casa después de doce horas de ausencia, no llevaba ni un real, ni siquiera un par de cuartos. Ganas le daban á Felipe de estrellarse la cabeza contra la pared de la espalera... Bribón mayor que él no había nacido de madre. ¿Qué cara pondría su amo al verle, qué le diría?

Entró por el pasillo adelante más muerto que vivo; y cuando á la puerta se acercaba, diéronle ganas de retroceder y volverse á la calle. Cirila le abrió diciendo: «Me gustan las horas de venir.» Vió Felipe luz en el cuarto de su amo, y oyó una voz que le parecía ser el propio órgano parlante de don José Ido. Esto como que le dió ánimos para empujar la puerta...

Grandísimo consuelo tuvo al ver que su amo conversaba tranquilamente con el calígrafo. Hablaban de política, y don José decía con soberana perspicacia:

—Lo que es Narváez, señor don Alejandro, lo que es Narváez...

Apartó su atención Miquis de aquella importante declaración para increpar á su criado:

[p. 179]

—Perdido, ¿ya estás aquí? Más valía que no hubieras vuelto más.

Centeno no supo qué responder. En medio de la vergüenza y pena que sentía, observaba que su amo no estaba colérico. Reñía sonriendo.

—Á ver, cuenta... ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho en tanto tiempo?

—Vaya... pues con el permiso de usted...—indicó don José, dispuesto á retirarse.—Ya tiene el señor compañía...

Quedáronse solos... ¡Con qué arte se disculpaba Felipe, y qué vueltas y revueltas tomaba su pensamiento para evadir la dialéctica de su amo, que implacable le perseguía! ¡Qué de mentiras dijo, y cuántas combinaciones de lugares y horas hizo para encontrar atenuación cumplida de su tardanza!

—Para que veas cómo no te valen conmigo tus embrollos—le dijo Miquis riendo,—te voy á probar que soy adivino. Sin moverme de mi cama sé dónde has estado: te he visto, Felipe, te he visto, aunque no nací en Jueves Santo, como mi señora tía. Has estado en el café de Diana tomando copas; te has emborrachado... No hacías más que aplaudir á la tiple y decir barbaridades. Y seguramente eres un hombre rico, porque allí sacaste muchas pesetas... Á ver, hombre, enseña esos tesoros... abre esos bolsillos...

[p. 180]Desconcertado se quedó Felipe al oír esto. Su amo se reía, y él no sabía si enfurruñarse ó reir también. ¡Otro caso extraño, muy extraño! En la mesa de noche había dinero, pesetas... ¡Fenómeno más extraño aún y verdaderamente maravilloso!... Las pesetas eran siete.

No pudo Alejandro obtener de él una confidencia explícita, y al fin se durmió... Felipe cayó también sobre el sofá rendido de sueño y cansancio.

IV

El médico que á Miquis asistía era un joven simpático, aplicadísimo, y que se encariñaba con los enfermos, mirándolos como amigos y como libros, cual materia de afecto y de enseñanza. Y al decirle por las mañanas: «¿Qué tal, cómo va ese valor?» leía en su cara, en su lengua, en su pulso renglones de dolor. Hombre compasivo y afanoso de aprender, Moreno Rubio sentía en su corazón pena y lástima de cristiano; pero este dolor lo atenuaba con las caricias de sus dedos de rosa, con el goce científico, ó sea el estudio de aquel hermoso caso. Observar la marcha metódica de la enfermedad, conforme en cada uno de sus terribles pasos con el diagnóstico que él había hecho; ver y oír cada síntoma; examinar las turgencias, las morbideces, los ruidos toráxicos, las[p. 181] eliminaciones... ¡qué cosa tan entretenida! Esto y los cantos de un bello poema venían á ser cosas muy semejantes. Principalmente la auscultación, en la cual Moreno Rubio empleara todos los días un largo rato, enamoraba su espíritu. Las cosas que dice el aire en los pulmones son en verdad estupendas. Esta música no es igualmente seductora para todos; pero su expresión sublime nadie la negará. La resonancia sibilante, la cavernosa, los ecos, los golpes, los trémolos, las sonoridades indistintas y apianadas, que ya no parecen voces del cuerpo, sino soliloquios del alma, constituyen una gama interesantísima. ¡Lástima que la letra de esta música sea casi siempre una endecha de muerte! Los oídos del médico se regalan con los suspiros del moribundo.

Aquella mañana (no sabemos bien qué día era) el médico y Cienfuegos conferenciaron en la escalera, por no poder hacerlo en la casa. Cara triste tenía Moreno Rubio cuando dijo:

—Se va por la posta... ¡pobre chico! Los tubérculos han destruido casi todo el parénquima. Han empezado de una manera alarmante el reblandecimiento y expulsión de tubérculos. Va esto con una rapidez que me sorprende, porque al principio noté cierta lentitud en el desarrollo de los tubérculos, y creí que nuestro dramaturgo tiraría hasta el otoño.

—La voz—dijo Cienfuegos, no menos triste,[p. 182]—se le transformó desde ayer por la mañana. Me espanté cuando le oí.

—La broncofonía nos indica la formación súbita de grandes cavernas... Mañana auscultaremos, y observará usted el curioso fenómeno de la pectoriloquia... En fin, seguir con la digital, y de noche los calmantes.

Oyó Felipe esta conferencia, y su terror fué grande. Quedóse como quien se cae de muy alto, atontado. No creía él que la enfermedad de su amo fuera tan grave, ni temía una tan próxima catástrofe; pero, pues aquel señor lo dijo, cierto debía de ser. Lo primero que hizo fué echarse á llorar; mas pronto comprendió la necesidad de contenerse y envalentonarse para que su amo no se acobardara viéndole tan afligido. Compuso su semblante lo mejor que pudo, y entró en el cuarto. Felizmente estaba el enfermo tan aferrado al bello engaño de su pronta curación, que no era preciso fingir alegría para darle ánimos. Desde el día anterior no cesaba de hacer proyectos, los unos de arte y de trabajos para el año próximo, los otros bucólicos y de vida regalona.

—¡Qué buenos días voy á pasar en la Mancha este verano!—decía,—pues yo creo que allá para el 15 ó 20 de Junio podré marcharme. Esto no es más que una fuerte irritación que ya va cediendo, á mi parecer... Porque yo[p. 183] me siento mejor, sí, señor; y aunque no tengo fuerzas, ellas vendrán. En todo el verano no haré más que pasear, comer y dormir. Estaré allá para la siega y me divertiré mucho. Para que veas si soy bueno, Flip, te voy á llevar. Verás cómo te diviertes. Iremos de caza. ¿Tú tiras?... Si no tiras, yo te enseñaré... Es un gusto ir á codornices... Mi padre tiene un monte... Ya se me hace la boca agua, pensando en el apetito que allí se me abrirá de par en par... me comeré hasta los platos... Mira tú: nos salimos de madrugada y nos llevamos el almuerzo en una cesta... creo que hasta la cesta nos la tragaremos... Á las diez ya no podremos tenernos de hambre.

Felipe, al oír esto, hacía disimulos muy penosos de su congoja, y tan bien fingía, que el otro se entusiasmaba más. Necesitaba poco para ponerse en aquel estado, por ser su alma genuinamente arrebatada y soñadora. Pero Centeno, sin olvidar sus papeles, estaba muy inquieto con ciertas ideas referentes á lo que en la escalera había oído. Entrando y saliendo á sus quehaceres, ni por un momento se apartaba de su alma aquella pena, y á la pena se unía un prurito de rebelión contra el dictamen de Moreno Rubio. No: su amo no podía estar tan malo como el médico decía; su amo no se moriría... ¡pues no faltaba más! Sin duda Moreno Rubio era un bruto que no entendía el ofi[p. 184]cio, y soltaba tales paparruchas para darse importancia. ¡Morirse tan joven, morirse habiendo hecho El Grande Osuna! Esto no podía ser. Si Felipe fuera ya médico, si él supiera ya todo lo que trataban los libros de Cienfuegos, de fijo pondría á su amo más sano que una manzana.

«Los médicos de ahora no sirven—pensó.—Para médicos los de mañana, los que van á venir.»

Cienfuegos pasaba otra vez allí largas horas, y como era tiempo de exámenes, allí tenía sus libros para darse alguno que otro atracón tarde y noche. Cuando salía, Felipe hojeaba aquellas obras tan sabias, ávido de encontrar en ellas noticias de la enfermedad de Alejandro. ¡Inútil y desesperante trabajo! No entendía ni jota, y como todo era terminachos obscuros, más se desesperaba cuanto más leía. Por último, encontró una palabra que Moreno Rubio había pronunciado en la escalera. Parénquima decía el libro. Allí estaba el busilis... ¡Oh! si él hubiera aprendido siquiera alguna cosita; pero no, no sabía nada: era más bruto que Moreno Rubio y que el mismo Cienfuegos... Se golpeaba Felipe su respetable cráneo, esperando que por este medio brotara en él alguna chispa de sabiduría médica; pero nada, nada... todo era cerrazón, dureza, ignorancia... Después buscaba las láminas de los libros, con es[p. 185]peranza de encontrar en ellas alguna idea. Las láminas tampoco le decían lo que él anhelaba saber. Ninguna halló que dijera: «Estado de los pulmones del señorito Alejandro.»

Su avidez le quitó el sueño aquella noche: nada le distraía, nada le consolaba. Ocupado en distintos menesteres, su pensamiento seguía embebido en las mismas ideas y devorado por el mismo afán, ¡ay! afán de amor y curiosidad. ¿Cuál era su antojo? Nada menos que averiguar cómo era su amo por dentro; meter sus miradas en aquel dichoso parénquima, en aquellas cavernas y tubérculos, para ver en qué consistía el daño, y por qué se había de morir su amo. Mentalmente le abría en canal con un grande y cortante instrumento que no causaba daño, y luego introducía con sutileza sus manos para extraer el mal... Lo dicho, dicho: Moreno Rubio era un pobre hombre que no sabía el oficio.

Aquellos días tenía Miquis, á ratos, la compañía de Ruiz, y por las noches la de don José Ido. Felipe se había hecho muy amigo de la familia de éste. Eran los cuatro niños de Ido una generación lucidísima, propia para dar lustre y perpetuidad á la raza de maestros de escuela. El uno de ellos cojeaba, el otro tenía las piernas torcidas en forma de paréntesis, el tercero ostentaba labio leporino, y la mayor y primogénita era algo cargada de espaldas, por no de[p. 186]cir otra cosa. Además, estaban pálidos, cacoquimios, llenos de manifestaciones escrofulosas. ¡Pluguiera á Dios que no representara tal familia el porvenir de la enseñanza en España! Era, sí, dechado tristísimo de la caquexia popular, mal grande de nuestra raza, mal terrible en Madrid, que de mil modos reclama higiene, escuelas, gimnasia, aire, urbanización.

Rosa Ido, con ser raquítica, no carecía de belleza y gracia. Era sumamente redicha, y en un certamen de hablar mucho se habría ganado todos los premios. Tenía los ojos azules; el pelo de color de esponja y enmarañado; la boca grande, sin duda de tanto charlar; los modales desenvueltos. Andaba á saltos, comía devorando. Era el tipo de los salvajes de buhardilla, que se extienden por la línea de tejados de Madrid, cerniéndose sobre la población como bandada famélica. Devoran los desperdicios que llegan hasta ellos, y piden sin cesar. Descienden rara vez, porque no tienen ropa con qué presentarse. Viven en aquella altísima capa urbana, situada entre el cielo y los ricos.

Grandes y cordiales amistades se entablaron entre ella y Felipe. Mañana y tarde oíase la argentina voz de Rosa Ido en la puerta: ¿Dan ustedes su primiso? Y sin esperar respuesta se metía dentro. Charlaba un rato con Alejandro, contándole chismes de la vecindad. Cuando Felipe iba á un recado le acompañaba hasta[p. 187] media escalera, y cuando volvía se la encontraba en el mismo sitio con su harapienta muñeca en brazos. Centeno, á su vez, si su amo tenía visita, íbase á la casa de Ido, cuya esposa, algo mejorada de sus acerbos males, le hacía los honores con regaños.

El lugar de tertulia de Rosa y Felipe era una escalerilla conducente á los tejados y á la pequeña azotea donde las vecinas tendían la ropa. En los escalones ponían los chicos sus juguetes, que eran pedazos de pucheros rotos, palitroques y carretes sin hilo, con los cuales hacían trenes de artillería. Allí instalaba Rosa su boudoir, consistente en un espejo roto, dos flores de trapo, acerico, medio peine, varios frascos vacíos, y allí desnudaba y vestía á la muñeca, asistida de su amigo, que para estas cosas no carecía de habilidad. Cuando estaban solos eran las grandes confianzas. Vaya de muestra.

Rosa Ido.—Felipe, la otra noche, cuando estuviste fuera todo el día y volviste bebido, vino la Tal... ¡Qué enfado me dió!... Me la hubiera comido. Mamá dice que es una mujer mala, y que señá Cirila es otra mala mujer. Dice que si la hermana parece tan guapa es porque se da pintura. Mamá y papá no se tratan con esta gente, porque ellos, aunque pobres, son de buena familia... El papá de mi mamá era lo que llaman cabrerizo de Palacio,[p. 188] de esos señores que van montados al lado de la Reina.

Felipe.—(Con autoridad.) Se dice caballerizo y no cabrerizo.

Rosa.—Qué más da... Bien dice papá que tú tienes talento... Pues sí, vino la Tal. Entró hecha una farotona, y me dijo: «chiquilla, vete.» ¿Habráse visto...? Yo me salí; pero me quedé en la puerta para pescar algo... Á don Alejandro, cuando la vió, se le pusieron los ojos más relumbrones... ¡Ella no se acercó á la cama; se puso alejos... ¿te enteras?... y le miraba con una lástima...! ¿Cómo le dijo? No me acuerdo. Ello fué una cosa mu tierna, mu tierna. ¿Sabes lo que dice mamá? Que esa mujerona es quien ha matado á tu amo... Dimpués que hablaron dale que te pego, contó ella que te había visto con una gran turca en el café...

Felipe.—(Avergonzado.) Es mentira... Si la cojo...

Rosa.—Aguarda. Los dos se rieron, y aluego hablaron de otra cosa. ¡Qué ojos tiene tan rebonitos! Don Alejandro la miraba como un bobo, y parecía que se ponía bueno. Se sentó en la cama. Ella se prosimó entonces y le dió la mano. Dimpués sacó ella pesetas y las puso en la mesa de noche. Dice mamá que esa mujer le ha sacado mucho dinero á tu amo, y que ahora es un bochorno para él que ella le dé limosna.

[p. 189]Felipe.—¡Quita allá!... ¿qué le ha de dar...? Será casualidad...

Rosa.—(Bajando la voz.) ¿Sabes lo que dice mamá? Que Cirila es una ladrona, y que está vendiendo la ropa de tu amo. Yo estoy volada. Me dan ganas de decirle: «so tía...» Es que tengo yo un genio... ¡Conmigo no jugaba esa tiburona! Si yo fuera tú, la ponía en la calle... así... clarito, y le decía: «señora, ¿usted qué se ha llegado á figurar?» Dice papá que tu amo es un santo y que sabe hacer funciones del teatro, y que ganará mucho dinero; pero que antes se ha de morir... que no llega al mes que viene...

Felipe.—(Dando un suspiro.) Cállate, mujer.

V

Otra vez la conversación recaía sobre el gato. Estaba enfermo, y doña Rosa Ido inconsolable. Felipe se brindó con gravedad facultativa á asistirle; le tomó el pulso, le auscultó, le examinó, pronunciando hinchadas frases de hipocrático sentido, como: «Este señor es muy aprensivo... ¿ha comido este señor algo más de lo que tiene por costumbre?... Hay fiebre... Esperaremos la remisión de la mañana... Debe de ser cosa del parénquima... ¿sabes tú lo que es[p. 190] el parénquima?... Pues es donde están los tubérculos, unas cosas muy malas, muy malas.»

—¿Y qué le damos para esos tabernáculos?—preguntó Rosa consternada, teniendo sobre su regazo al animal paciente, tieso y al parecer espirante.

—En vista de que las funciones tal y cual—dijo Centeno, ni serio ni festivo—no van como es debido; y en vista de que la inflamación de la pulmonía de la clavícula interesa al hueso palomo del infarto de la glándula estomacal mocosa...

—Tú estás de broma... y el pobre animalilo se muere... ¿Ha venido el señor de Moreno Rubio? Cuando llegue ha de ver al michito bonito... Verás tú cómo con algo de la botica se pone bueno.

—Yo pondré la receta. Oído... Del extracto de chuleta: tres grados centígrados. Del jarabe de cordilla oficinal: cuatro cuartos. Mézclese, agítese, platéese y dórese...

—¡Qué gracioso!...

—Veamos ese pulso. Está durillo... Un sopicaldo de ratón; después un poco de merluza.

—¿Merluza? Dios la dé... ¿Te parece que le demos unas friegas?...

—No está mal, no está mal. Esa medicina sí que es baratita. Frótale hasta mañana. ¿Qué edad tiene el enfermo? ¿Es anciano?

[p. 191]

—Quita... si es un jovencito... si nació el año pasado.

—¡Ah!... abusos de la juventud... Le conviene el cambio de aires... Panticosa.

—¡Qué chusco...!

Alejandro llamó á su criado, y la señorita de Ido quedóse sola con su enfermo, á quien administraba cariño, suaves y amorosas friegas y pases de lomo. Poco después, amo y criado oyeron el dan ustedes su primiso, y he aquí que aparece Rosita hecha un mar de lágrimas. El gato había concluido su existencia. ¡Cosa tremenda! Estaba ella dándole una miguita de pan mojada en leche, cuando el pobre animal estiró una pata, luego otra, quedándose yerto, con los ojos vidriados y el hocico entreabierto... No pudiendo soportar el espectáculo tristísimo del cadáver de Michín, Rosita lo había puesto en la azotea, entre dos tiestos de flores que allí vió, y se había bajado á su casa y al pasillo para llorar más á sus anchas. Alejandro la consolaba prometiéndole comprarle en la plaza de Santa Ana uno de Angora, bonitísimo, con el rabo como una pluma, y el pelo largo y fino, como seda.

Desde que tuvo un rato libre, corrió Felipe al tejado, donde estaba el frío cuerpo del animal difunto. Rosita le seguía, sin atreverse á rebasar la escalerilla, y desde el último peldaño observaba lo que el otro hacía. Vióle acer[p. 192]carse al gato, cogerlo, llevarlo á un ángulo protegido de los rayos del sol por los tejados, sentarse allí...

—¿Qué haces, Felipe?

—Lárgate de aquí... Tu madre te está llamando: desde aquí oigo sus gritos. Te va á pegar. Corre, vete.

Desde donde estaba pudo, torciendo el cuerpo, arrojarle una piedrecilla que le dió en la cabeza.

—¡Qué bruto eres!

—Pues vete. Si no bajas, te pego.

—¡Qué bromas tienes!

—No es broma.

Rosa se fué. Felipe estaba serio, tan serio que parecía un señor mayor. Hasta entonces no se vieron en sus rasgos infantiles los firmes lineamentos del hombre. Detrás de su travesura asomaban los cuarenta años, con máscara grave de paciencia. Hallábase tan poseído de un ardiente anhelo y de curiosidad tan abrasadora, que ni la voz de su amo le habría distraído en aquel momento. Sentado en la azotea, con el tieso animal entre las rodillas, sacó una navaja del bolsillo, y ¡zas!... Ambrosio Paré, Servet, Andrés Vesale, ¿qué decís á esto? El cuchillo estaba bien afilado. Empezó Felipe con tacto y maestría: su ardiente afán no le alteraba el pulso, y supo desprender con serenidad la piel. Había en su espíritu miste[p. 193]riosas intuiciones de cómo había de proceder; antojábasele que ya lo había hecho otra vez... No, no eran enteramente nuevos para él los goces de aquel sangriento juego... Si jamás lo hizo, sin duda lo había soñado.

Corta por aquí y por allí. Antes de profundizar, quiere reconocer la boca. ¡Treinta dientes! Y ¡qué extraña la inserción de la lengua, y qué áspera y picona toda ella! Como que está erizada de púas... Ahora veamos ese dichoso parénquima. Ábrete, cuello. Por aquí será... Ve el Doctor la cavidad laríngea y dice: «aquí es donde tienen los mayidos.» Con la punta de su navaja reconoce durezas, discierne el cartílago del hueso, aparta tegumentos y músculos. Pone especial cuidado en no mancharse de sangre, y sabe respetar las arterias.

—Hola, hola, aquí tenemos los pulmones: son estas esponjas, estas cosas llenas de huequecillos... Me parece que este caballero y mi amo tienen la misma enfermedad. Pero no veo nada.. ¿Y el parénquima? Será esto que está detrás. ¿Pues y esta canal? Por aquí va lo que comemos. Me parece que el corazón está por aquí. Por estos caños entra y sale la sangre... Sigamos la canal abajo. ¡El estómago! Ábrete, perro, ábrete. ¡Zas!... ¿De qué has muerto, gato? La sangre no corre: apelmazada aquí, en el corazón, y el estómago lo tienes negro... Tú no has comido en muchos días... ¿Y el solomi[p. 194]llo, dónde está? ¡Zas!... Ahora con finura, para sacar el buche entero. ¿Qué es esto? Las asaúras serán. ¿Y para qué sirven?... Por estas cuerdas que aquí veo, tirabas y aflojabas para correr... ¿Pero ese condenado parénquima, dónde anda? Los bofes son éstos. Esto es el respirar y el toser y el soplar. Por aquí arriba va la voz, el canto, el enfadarse... Corazón, échate á un lado: tú eres el querer, el llorar, el arrepentirse...

La voz de Rosita sonó en lo bajo de la escalera.

—Felipe, tu amo te llama. ¿Qué haces?

—Aguarda, mujer... no subas. Dí al señorito que espere.

—Felipe.

—Dale.

—Felipe, que no seas majadero, que bajes.

Y él, sin hacer caso de nada, seguía su investigación ardiente, con curiosidad que le abrasaba el cerebro... ¡Si tuviera tiempo de abrir la cabeza para ver la crisma, donde está todo el intríngulis del pensar...!

—¡Felipe!

—¡Que allá voy!

—Tú estás haciendo alguna cosa mala.

Apresuradamente trataba Centeno de arreglar el deshecho cuerpo del animal, poniendo cada cosa en su sitio y tapándolo con la piel. Si allí tuviera hilo y una aguja, de seguro, ¡re[p. 195]contra! lo dejaría en tal estado, que no se conociera la carnicería que había hecho... Tantas veces le llamó su amo, que al fin echó á correr...

—Dame agua para lavarme las manos,—dijo precipitadamente á Rosa.

—¡Ah, pillo!... ¿qué has hecho? Has descuartizado al pobre animalito.

—Agua.

—¡Verdugo!... Vaya una gracia...

—Mujer... para saber lo que tenía... Agua.

—Le has hecho la utosia.

—No se dice utosia, sino utopia... Agua.

—Ven acá. Tu amo está furioso.

—¡Allá voy!

—¿Y de qué se ha muerto?

—Lo que te dije... del parénquima... Todo está allí clarito. El estómago se le había subido á la nuez.

—¡Pobrecito!

—Y tenía las jieles metidas en la cabeza.

—¡Ay!

—Y la sangre cuajada, con cada tubérculo que daba miedo... ¡Allá voy!

¡Vaya un réspice que le echó su amo por la tardanza! Era un holgazán, que no hacía más que jugar, olvidado de sus obligaciones. ¡Oh, si él no se viera amarrado en aquella cama! En cuanto se levantara le iba á despedir, sí, señor; porque ya estaba cansado de sus tor[p. 196]pezas, de sus travesuras y de su charlatanería.

Felizmente, estos accesos de ira eran pasajeros. Felipe callaba, dejando correr el nublado. Bien sabía él que pasaría, y que lo normal del genio de Miquis era la condescendencia y bondad apacible. Y si no, ya tenía él recursos habilísimos para desenojarle, arbitrios de grandísima eficacia, aunque su amo estuviera en una de las grandes crisis metálicas que le ponían de tan mal talante. Por la tarde, al volver de un recado, le dijo Centeno:

—¡Cuánta gente por esas calles! ¡Oh! ahora que me acuerdo: he visto al señor de Ayala, aquel poeta de los bigotes largos...

—¿Sí?

—Y me dió memorias para usted.

—¿Qué dices, hombre?

—No... no... Me equivocaba: no me dió memorias, ni me dijo nada. Es que me miró de un modo particular, y á mí me pareció que me daba expresiones para mi amo.

Con estas cosas se reía el enfermo, y se disipaba su mal humor. Tras del enojo con Felipe, venía siempre entrañable amistad. El gozo de verle y tenerle á su lado era en tal manera vivo, que cuando el Doctor estaba ausente, creíase Miquis privado de algo necesario á su existencia. Hacía elogios de su destreza, de su puntualidad, de su adhesión, y los vituperios de[p. 197] por la mañana eran á la tarde alabanzas sin término.

—Bien, bien, Felipe: te portas. Todo lo haces bien. Así me gusta. Si me muriera, te nombraría mi heredero; pero no me moriré... Eres un sabio y debías llamarte Aristóteles.

Y desde esta ocasión no le nombraba de otro modo. Á cada momento se oía: «Aristóteles, dame agua con azúcar... Aristóteles, frótame un poquito aquí, á ver si se me pasa este dolor de la espalda.»

VI

—Aristóteles...

—Señor...

—¿Tienes dinero?

—¿Yo?... Como no me vuelva moneda...

—¿Pero de veras no hay nada? Busca bien. ¿No habrá algún duro trasconejado por ahí en cualquier rincón?

—¡Duros trasconejados!... Este hombre está viendo visiones... Nada, señor: no tiene más remedio que cambiar un billete.

Alejandro se calló y se puso á mirar al techo, con expresión de duda y pesadumbre. También Felipe miraba al cielo raso, creyendo por un momento que había en él nubarrones de billetes de Banco. Después de larga y tris[p. 198]tísima pausa, dejó oír Alejandro, con lo más cavernoso de su voz broncófona, estas fúnebres palabras:

—No hay billetes.

Lo que, oído por Aristóteles, púsole en gran confusión, pues el día anterior había recibido su amo, en letra del Giro Mutuo que le cobró un su amigo empleado en el Ministerio, treinta duros cabales. ¿Á dónde habían ido á parar? El filósofo, movido de un prurito indagatorio y correccional que apuntaba en su alma, adiestrada en aquella vida de iniciativa, se aventuró á preguntar á su amo por el paradero de los billetes. Alejandro, con expansiva y noble confianza, estuvo á punto de satisfacer la curiosidad de su secretario peripatético... Pero no tenía ganas de conversación; estaba sombrío, abatidísimo, y sólo pudo murmurar:

—Anoche...

Felipe echó sus miradas al suelo, y parecía que las pisoteaba. «Anoche... ya...» Era una desesperación vivir en tan gran desarreglo y no poder contar con nada, por la liberalidad furibunda de aquel pobre loco. Allí no estaba seguro ni el triste pedazo de pan de cada día, porque á lo mejor arramblaba por él el primer advenedizo. ¿Y qué iban á comer aquel día? No había nada, ni un ochavo en metálico ni en especie. Era preciso traer azúcar, chocolate, leche, carne, medicinas, limón y otras[p. 199] menudencias. ¿Á quién pedir? ¡Si por milagro de Dios Omnipotente, don José Ido tuviese algo...!

Un rato después de aquel «anoche» que dijo Miquis, éste, tomando fuerzas, pudo expresarse así:

—Me quedaba un billete de cinco duros. Esta mañana, cuando fuiste á casa de la tiíta á llevarle la carta que mamá mandó dentro de la mía, sentí un gran alboroto... ¿Qué crees que era? Pues ese señor que vive en el cuarto número 6, ese que tiene prendería y ropa vieja... chico... no sabes qué escándalo le armó al pobre Ido. ¡Qué gritos! Las mujeres de ambos salieron al pasillo, y hubo lloros y desmayos. Todo porque Ido no le puede pagar á ese... creo que le llaman don Francisco Resplandor... unos dineros que le debe. Se pusieron como ropa de pascuas. De repente me veo entrar á don José. Los ojos se le saltaban de las órbitas; tenía el pescuezo un palmo más largo. Créelo, me causó miedo. Se me puso de rodillas y cruzó las manos; yo saqué mi billete...

Felipe no quiso oír más. Comprendía bien, demasiado bien lo que había pasado. Se representaba la luctuosa escena, cual si la hubiera visto. En esto estaban, cuando se oyó en la puerta la voz argentina y dulce:

—¿Dan ustedes su primiso?

—Adelante.

[p. 200]—Dice mi mamá que si le hacen el favor de prestarle un huevo...

—Lo que es hoy, hija, ni siquiera medio.

Al poco rato volvió:

—Dice mi mamá que si por casualidad tienen un pedazo de pan, ó bien cuatro cuartos.

—¡Ay! ¡pan, cuartos! los quisiéramos para nosotros.

Salió Felipe en busca de Cirila. En el pasillo vió un fantasma siniestro paseando de largo á largo. Era don José Ido del Sagrario, que vagaba, cual ánima del otro mundo. Creeríase que su cuerpo impalpable era llevado y traído por el viento, sin ruido, en la longitud obscura de aquel túnel, y que sus pantuflas de orillo resbalaban sobre el piso, silenciosas, como patines de lana sobre hielo de algodón... Felipe nada le dijo, y entró en la cocina buscando á Cirila... Estaba apagado el hogar, todo en desorden. Cirila, sentada en el suelo, entre revueltos montones de ropa vieja, descosía algunas prendas para aprovechar los pedazos buenos.

—Estoy con media onza de chocolate crudo que me dió doña Ángela Resplandor. Si tú no traes hoy carbón, tu amo lo pasará mal. Él tiene la culpa.

Felipe le preguntó si tenía por casualidad algunos ochavitos morunos, ó bien algo que empeñar.

—¿Yo? Á buena parte vienes. Si no fuera por[p. 201]que doña Ángela me ha dado esta tarea, ofreciendo pagarme con la comida, en su casa, no sé qué sería de mí. En otra como ésta no me he visto. Yo sé bien quién me ha traído á estos andares... esa, esa...

Soltó Cirila, una tras otra, varias palabras no bien sonantes; y como Centeno le pidiera explicaciones, no se mordió ella la lengua para decir:

—Me tiene ya hasta los pelos. Anoche vino, y en un dos por tres limpió á tu amo. Ya se ve... nada le basta. El otro no le da nada: vive á su costa... Estoy quemada, Felipe; estoy requemada, frita, estofada y vuelta á freir... Vete por ahí y pide, pide hasta que encuentres. No tengo costumbre, no, de verme tan montada al aire. ¡Y todo por esa serpentona!...

Felipe no perdía el tiempo en comentarios. Las necesidades apretaban, y era menester tomar determinaciones, buscar, revolver el mundo, y allegar dinero. Su amo le dijo: «Échate á la calle, corre... pide. ¿Á quién? Tú sabrás, Aristóteles. Arréglatelas como puedas... ¡Ay, Dios mío!... Así no se puede vivir... Me muero, Flip, me muero si no veo esta noche duros y pesetas... Es cosa tremenda esto del dinero... Á mí, créelo, me resucita... Vete por ahí, chico, y no vuelvas con las manos vacías. Yo me quedo aquí solo: no me importa, solito, pensando una escena, ¡qué escena! Luego te la[p. 202] contaré. Es tan hermosa, que yo mismo me admiro de que se me haya ocurrido... Adiós: buena suerte. Ven pronto.»

En la escalera encontró Centeno á Rosa que subía fatigadísima. Sus mejillas pálidas, sus ojos tristes decían: «hoy no ha entrado nada por esta boca de donde salen tantas palabras;» pero su apetito de charla podía más que la necesidad, y si Felipe no llevara prisa, allí me le tendría media hora, dándole matraca.

—Vengo de casa de unas amigas de mamá... Han ido de campo... ¿Y tú á dónde vas?... Papá está como los locos, dando vueltas. ¡Ay, cómo se quedará cuando me vea entrar con las manos vacías!... ¡Pobrecito! dice que si cae el Ministerio le colocarán... Lo que es yo no subo. Aquí me estoy, á ver si pasa un alma caritativa... ¡Ah!... se me olvidaba. Anoche, cuando tú saliste, estuvo la chubasca... ¡Qué guapetona venía! ¿Tú no la has visto llorar? Yo sí... Don Alejandro la consoló con un papel verde. Después ella y la señá Cirila regañaron por el papel verde. Se dijeron cosas puercas y de más eres tú. Mamá salió á la puerta, y se persignaba oyéndolas. Dice que las dos son un buen par de chubascas... Si no las aparta la mujer de Resplandor, se arrancan los pelos... ¡Ay, qué comedia! ¡Lo que te perdiste!...

En la calle, corrió Felipe largo trecho sin dirección determinada. No sabía á dónde iba, ni[p. 203] á qué parte del Universo encaminar su actividad buscadora y pedigüeña. En los señoritos de la casa de doña Virginia no había que pensar, porque dos días antes, cansados ya de tanta socaliña, le habían dicho que no volviera á parecer por allí... ¿Don Pedro Polo? Esta era la única esperanza. Felipe, recordando la buena suerte de aquel famoso día, confiaba en la repetición de ella. ¡Qué error! Recibióle el capellán con malísimos modos. Notó Centeno en él mudanza y desfiguración muy grandes. Parecía enfermo, desalentado y con cierto extravío en sus ideas. Su color era ya de puro bronce oxidado, verde, como el de un busto romano que ha estado siglos debajo de tierra. Lo blanco de sus ojos amarilleaba. Temblábale la voz, pulverizando saliva al hablar. La ola de su cólera, estrellándose en los morados labios, salpicaba al oyente. Al desorden de la persona del extremeño, añadió la observación de Felipe un singular desbarajuste en toda la casa. Doña Claudia estaba en la cama; su hija en la iglesia aunque no era hora ni de dormir ni de rezar. En todos los aposentos, el abandono y el desaseo indicaban que allí había causas hondas de malestar y perturbación. Entró de súbito Marcelina, y don Pedro y ella empezaron á disputar. ¡Jesús, qué cosas le dijo el bendito capellán! ¿Se había vuelto carretero? Marcelina, iracunda y biliosa, no demostraba gran humil[p. 204]dad. Después... ¡oh! después, don Pedro dijo al insigne Aristóteles que se pusiera inmediatamente en la calle, si no quería ir rodando por la escalera ó volar por un balcón.

Salió más ligero que el viento. ¿Á dónde iría, Santo Dios, con su dolorosísima cuita? ¿Recurriría á don Florencio Morales?... Imposible. Morales le había echado los tiempos la semana anterior. ¿Y Ruiz? ¡nombre sin sentido en las páginas de la generosidad!... Además, estaba muy soplado con el éxito de su comedia y no hacía caso de nadie.

Divagó Centeno por las calles, pensando y repensando en lo que hacer debía. ¡Pedir! ¿á quién? Todas las puertas, todas, estaban cerradas, y la Providencia se había tapado los oídos. Dios, ceñudo, volvía la espalda infinita mirando á otra parte de las tribulaciones humanas.

En un momento de desesperación, hostigado Aristóteles por el malestar de su amo, por sus propias necesidades y por el devorador apetito que sentía, pues no era cuerpo de santo el suyo, ni mucho menos, fué asaltado de una idea terrible... Iba sin sosiego de una acera á otra de la calle, mirando con ojos de codicia y recelo á una tienda que en su puerta misma ostentaba panecillos, y debajo una cesta de huevos. Él se atrevía, sí... atreveríase á pasar corriendo y coger, como al vuelo, un panecillo y llevárselo sin que le vieran... se atrevía también á volver[p. 205] y arrebatar dos huevos con ejemplar ligereza. La mujer de la tienda estaba dentro entretenida en conversación con diversas personas, y los que pasaban por la calle iban distraídos, ó pensando en sus propias cuitas. Sólo un zapatero, situado en el portal de enfrente, podía ser testigo... Pero el zapatero no vería nada... ¡Ánimo!

Pasó Felipe con rápida carrera, en la cual la velocidad constituía el disimulo; pero sus dedos, que casi tocaron el pan, no se atrevieron á cogerlo. «No sirvo, no sirvo para esto,» pensaba, y sudor muy frío corría por su frente. Después pensó de esta manera:

«No cogeré el pan, que es para mí... Pero los huevos, que son para dar de comer á mi amo, sí los cogeré.»

Pasó decidido; pero tampoco en aquella segunda prueba pudo hacerlo... Nada: cuando iba á tocar el codiciado objeto, lo dejaba en su sitio.

Desesperado de sí propio y con la mente trastornada, echó á correr por aquellas calles sin saber á dónde iba. Su amo no se le apartaba del pensamiento. Se lo imaginaba dando las boqueadas, no por la fuerza de la enfermedad, sino por falta de alimento... Deteníase Felipe, resuelto á volver á la tienda de huevos y panecillos; pero á los pocos pasos se alejaba otra vez, corriendo en dirección contraria.

De este modo llegó á la calle de Alcalá, que[p. 206] por ser tarde de Toros estaba animadísima. Era la hora del regreso: el cielo se obscurecía; la multitud se apiñaba; rodaban miles de coches de diferentes formas, y se veían ya algunos faroles encendidos. ¡Bullicio de fiesta y alegría, vértigo de infinitas ruedas laminando el lodo, y de infinitos pies pulverizando el granito de las baldosas! Cortaba Felipe la masa de gente, andando en dirección contraria. Sus codos funcionaban como las aletas de un pez... Allí fué donde se le ocurrió esta otra idea que podía salvarle: si todas las personas que por la calle subían le dieran la centésima parte de un ochavo, tendría lo que necesitaba. Infundióle este descubrimiento grandísima alegría, y siguió bajando hasta llegar á la Cibeles.

La noche avanzaba, seria y cariñosa, y cada vez se veían más faroles con luz. El farolero corría de candelabro en candelabro, y metiendo su palo largo en cada farol, iba estrellando el suelo de Madrid. En Recoletos, las luces reverdeaban entre los árboles, y de los macizos emanaba tibieza húmeda y fragancia de minutisas. Por la acera venía mucha gente elegante, pollas y galanes, señores con gabán, damas de sombrero. «Esta es la mía,» pensó Felipe, y echó una mirada á su propio traje para cerciorarse de que era adecuado al papel que iba á desempeñar. ¡Á maravilla! Otro más derrotado no había por aquellos contornos. Empezó Feli[p. 207]pe su postulación con plañideras exclamaciones. ¡María Santísima, qué cosas decía! Tenía á su madre baldada en cama, y á su padre le había cogido un carro y le había partido por la mitad. Ochavos y cuartos caían en sus manos, y él, animado por el éxito, más plañía cada vez, y más pegajoso y molesto á las personas seguía, sin darles respiro, y machacando, machacando, hasta que soltaban la limosna. Era implacable.

Recoletos y la calle de Alcalá se despejaban. Era ya de noche, y pasaban menos coches y menos señores.

Frente á la Inspección de Milicias vió Felipe un espectro que iba como llevado por el viento, de árbol en árbol. La cabeza caíale sobre el pecho, cual si estuviera colgada de un gancho, que tal parecía el cuello, y llevaba las manos sepultadas en los bolsillos. Cuando Felipe dijo: «Don José, señor don José», detúvose, y empleó un mediano rato en enderezar la cabeza. Daba miedo verle; pero Felipe, no lo podía remediar, se echó á reir.

—¡Qué vergüenza, qué bochorno!—murmuró Ido, cual si confiara un secreto.—Felipe, nunca habría creído llegar á lo que he llegado esta tarde. No verás lágrimas en mi cara, aunque he derramado muchas, porque el ardor de la vergüenza las ha secado... ¡Ay! hijo, ¿qué dirás si te lo cuento?... Pero no dirás sino que[p. 208] soy un mártir, y que iré derechito al Cielo cuando me muera... Salí de casa desesperado, loco; no sabía á dónde volver los ojos. Todas las puertas cerradas... Me vine por estos paseos. ¡Oh! si no tuviera familia, el estanque chinesco del Retiro me hubiera visto esta tarde en sus profundidades... Pero francamente, naturalmente, tengo hijos, ¡ay!... Y que me digan á mí que esto es un país, que esto es un pueblo civilizado. Felipe, ¿sabes lo que he visto?... Si te lo digo, te horrorizarás, y te temblarán las carnes.

—¿Qué?

—Pues he visto en esa Castellana pasar por delante de mí, en sus soberbios coches, á muchos personajes, á dos ó tres ministros, á más de cincuenta diputados...

Don José no pudo seguir. Espiró en su reseca garganta la voz, convertida en un sollozo inmenso, trágico. Aristóteles, sobrecogido de pavor, no sabía qué pensar.

—¿Y qué?

—¡Que á todos esos les enseñé yo á escribir!—exclamó Ido prorrumpiendo en lágrimas que se apresuró á recoger en su pañuelo.

Felipe callaba. El otro seguía sollozando.

—Sí, hijo. Yo enseñé á escribir... Yo estuve seis años en el colegio de Masarnau, y allí, todos esos fueron mis discípulos, y otros muchos á quienes no he visto esta tarde... ¡Por mí sa[p. 209]ben coger la pluma en la mano, y de aquellos palotes míos salieron estas firmas, y este poder, y estos coches, y toda la grandeza de la Nación! ¡Oh, Dios, Dios, Dios!... Pero Dios lo quiere así, suframos y aguantemos; que en la otra vida, hijo, tendré mi premio. Esa es mi confianza, ese mi consuelo. Yo lo digo á Nicanora, y Nicanora, que es una pólvora, se impacienta y me dice: «si tan largo me lo fías...» Pues bien: volviendo á mi vergüenza, te diré en confianza que esta tarde... ¡Qué barbaridad, chico! No lo creerás, pero es cierto: la necesidad me ha obligado á ello. ¡He pedido limosna!

—¡Jesús!

—Aún estoy espantado de mí mismo... ¿Pero qué había de hacer? Yo dije: «¡que el Señor me lo tome en cuenta!...» Habías de oirme. En estos casos, hijo, es preciso exagerar algo. Yo decía que tengo diez hijos... Y mucho de la Virgen del Carmen le acompañe, etc.. ¡Que no me vea en otra, Señor! Y no he dejado de tener suerte, Felipe... Sólo me faltan cuatro cuartos para los seis reales.

—Tómelos,—dijo Felipe, espléndido, haciendo sonar su bolsillo lleno de calderilla.

—Gracias... ¿Estás rico?

—Tal cual... He cobrado un pico que me debían.

—Tú tienes suerte. En mi vida he podido cobrar nada de lo que me deben.

[p. 210]—Porque no tiene usted carácter, don José. Vámonos á casa, que por esta noche...

—Sí, por esta noche nos hemos remediado. No te des por entendido con Nicanora, que es muy apersonada, y siempre se acuerda de que su abuelo fué caballerizo de la Reina. Le diré también que he cobrado un piquillo...

VII

Cuando volvieron á la casa, ambos estaban satisfechos de sí mismos. Cada cual en su vivienda atendió á sus urgentes necesidades. Á Miquis le habían acompañado por la tarde Rosita y su muñeca. Cirila entraba de vez en cuando para preguntar al enfermo si se le ofrecía algo; y como los sentimientos caritativos no están excluidos en absoluto de ninguna persona humana, la que respondía al nombre de Cirila tuvo, en aquel día de escasez, decaimientos de su rigor característico; quiero decir, que se desmintió á sí propia, descolgándose, como suele decirse en modo vulgar, con una taza de caldo y otras frioleras, traídas de la bien provista cocina de Resplandor. Véase por dónde no hay maldad completa, ni seres homogéneos y redondeados como piezas que acaban de salir de manos del tornero. Aquel Miquis, optimista furibundo que á todos apli[p. 211]caba la medida de sus propios sentimientos, tuvo arranques de gratitud tales, que de ellos á la apoteosis no había más que un paso. «¡Qué buena es esta mujer!—decía.—Ese maldito Aristóteles, que de todo piensa mal, no comprende su mérito.»

Por la noche le dió una fuerte congoja. Iniciado aquel síntoma algunos días antes, no se había presentado aún de manera tan grave. Era realmente como un simulacro de agonía... El aliento le faltaba. ¿No había aire en el cuarto? Las doloridas cavidades de su pecho se contraían con ansioso esfuerzo, anhelando funcionar, sin conseguirlo. La atmósfera se detenía en su boca, y dentro del tronco, fugaces sensaciones de cuerpos extraños atravesados le producían malestar dolorosísimo. No podía hablar: sólo podía quejarse; y cuando su breve aliento le concedía el goce de un par de palabras, era para extraer alguna idea del inagotable depósito de su bendito optimismo, que en él hacía las veces de vida, las veces también de la salud ausente.

—La suerte es...—murmuraba como quien espira,—la suerte es que esto no vale nada, según dice Moreno. Es la resolución de un fuerte catarro... También consiste mi ahogo en que no hay aire en la habitación. Aristo... dame aire, hijo, aire.

Á tan penosos trances seguía un estado co[p. 212]mático, en el cual, si sus sentidos estaban desacordes, descansaban sus pulmones, funcionando con relativa facilidad. Faltábale en absoluto la palabra; disfrutaba de la vista y oído; sus percepciones eran vivaces, aunque falsas; sus ideas, las ideas de todos los momentos de su vida, pero engrandecidas por un sentido hiperbólico, deformadas por la amplificación romántica; sus imágenes las reales, pero coloridas de vigorosas tintas, todo metafórico y trasladado á los patrones del ensueño, conservando, no obstante, sus originales elementos de verdad. Sus entreabiertos párpados daban paso á un mirar vago, soñoliento; veía claramente la habitación, grande, riquísima, llena de luz y alegría, con gallardas columnas de pórfido, techo á lo pompeyano, pavimento de lustrosos mármoles de colores. Por la gran ventana del fondo, que daba á una desahogada logia, se veían techumbres, cúpulas, miradores y campanarios; en el fondo, el Vesubio con su cima humeante y sus laderas de negra lava. Pebetero del cielo exhalaba aromas de poesía, perfumando el espacio y la mar, desde las costas Mauritanas hasta las de Provenza. El Tirreno y el Adriático se llenaban también de aquella emanación hermosa, y á lo lejos humareda semejante á una nube anunciaba el Mongibelo. ¡Qué cielo azul, y qué mar, más propio de tritones que de barcos! Blancas ve[p. 213]las brillaban en su inmensidad cerúlea, renovando en su elegante ligereza los ramilletes con alas, los pájaros nadantes y los peces emplumados de la fantasía calderoniana. Eran las galeras del Buque que volvían cargadas de despojos de venecianos y de orientales riquezas...

La lujosa estancia estuvo desierta hasta que entró una mujer. ¡Qué guapa!... Morena, de gentil presencia, ojos garzos. Sus miradas eran lenguaje obscuro para el que no entendiese de amor apasionado y febricitante; no tenían sentido sino para quien supiera mirar del mismo modo, y tener algo de inmortalidad que llevar del alma á los ojos; eran miradas en que centelleaba ese fulgor divino, que dejaría de serlo si pudieran verlo los topos... Iba vestida la tal señora, no al uso napolitano ni al oriental, ni con la abigarrada pompa croata ó albanesa, sino á la moda de Madrid de 1864, y con afectada elegancia... ¡Qué bien la vió Alejandro, y qué claramente comprendía su situación!... Era la Escena Undécima del acto cuarto. El Virrey acababa de ser preso por los emisarios secretos del Duque de Uceda. Aquel excelso ambicioso que había tenido el sueño sublime de alzarse con el reino de Nápoles, de domar á Venecia, de conquistar y unificar todas las tierras de la hermosa Italia, anticipándose en dos siglos y medio á los planes de Cavour, había[p. 214] sido vendido por los mismos que le ayudaron. Bedmar, su cómplice en Venecia, retrocedía espantado; don Pedro de Toledo, Gobernador de Milán, le denunciaba á la corte de España; ésta enviaba al Cardenal Borja para hacerse cargo del mando, y exoneraba al Grande Osuna, cargándole de cadenas para llevarle á España como reo de lesa Majestad. Sólo era fiel el bromista Quevedo. Piel era también la Carniola.

En la Escena Undécima, Catalina entra en requerimiento del Duque; ha oído ruido de voces y armas, viene aterrada y pavorida, presagiando desdichas... Dice con admirable calor los versos:

¿Dónde iré de esta suerte,

tropezando en la sombra de mi muerte?

Va de un lado á otro de la escena, combatida de contrarios pensamientos. Quiere matarse, quiere seguir al Duque... También ella sueña locamente despierta, y por momentos se ha creído próxima á ser Reina y señora de la Italia toda. Guarda interesantes papeles del Virrey, en los cuales está toda la máquina de la conjuración. Rara vez hay trama teatral sin un paquete de documentos en que está la clave del enredo, y de estos papelitos, si son ó no descubiertos, depende que los personajes se[p. 215] salven ó se pierdan. El nudo de toda combinación dramática está en salvar á alguien. Este sistema ya interesa poco y ha pasado á las óperas.

Alejandro ve á la Tal indecisa, expresando su perplejidad en resonantes versos. Lo particular es que ella le mira á él; le mira, sí, con lástima profunda, y sus ojos parece que arrojan toda la compasión necesaria al consuelo del género humano, por siglos de siglos. Se acerca á su lecho, le mira más de cerca. Él no puede moverse, ni decir nada. ¡Oh! si pudiera, le diría dos ó tres endecasílabos de poética elocuencia. Por el fondo de la habitación, ve Alejandro discurrir inquieto á su secretario el gran Quevedo, que también se llama Aristóteles, Centeno, Flip. El secretario no chista, y prepara en silencio una cocinilla de latón... En tanto la Carniola, después de mirar al poeta con dulcísima piedad, tira del cajón de la mesa que está junto á la cama, y examina con atento estudio lo que hay dentro. No hay nada: recetas, algún botecillo, dos ó tres piezas de cobre. Ciérralo, y vuelve á mirar á su Duque. Éste la ve alejarse. Es el ideal, que le ha visitado en mortal carne un momento, y después se desvanece, dejándole consolado. Desde la puerta le mira otra vez con la misma lástima, con el mismo sentimiento de amor inefable... ¡Adiós!

[p. 216]Quevedo sale con ella al pasillo, y secretean las siguientes palabras:

—Dice el médico que en una de éstas se quedará. Si le dan tres ó cuatro congojas más, no las resiste.

Por las mejillas del gracioso Quevedo corrían lágrimas, y la Carniola, la hermosura ideal, dió un gran suspiro. Cirila hubo de llegar en el mismo instante, y ambas entraron en la cocina, donde la ideal buscó y halló al fin una silla rota en qué sentarse. Estaba cansada: ¡qué escalera!

—¡Pobrecito!—murmuró.—¡Parte el corazón verle!

—Si tira una semana, será mucho tirar.

—Lástima de chico... ¡es tan bueno!... es un alma de Dios...

—Hija, qué le vamos á hacer... La voluntad de Dios....

—Tanto pillo con salud, y este pobrecito ángel...

—¡Qué guapa estás!...—exclamó de improviso Cirila, ávida de hablar de otra cosa.—¿Vas á los Campos?

La Tal hizo un mohín de disgusto...

Luego empezaron á disputar sobre cuál de las dos debía, dar á la otra ciertas cantidades. Felipe oyó desde el pasillo estas cláusulas: «Tú me prometiste para hoy... Esto no se puede aguantar... Tú á mí... ¿Pero ese hombre?...[p. 217] ¿Has visto al Duque?... Está tronado... Todo me lo juega... Es un perdido... Estoy abochornada.»

En tanto el enfermo, pasado un rato de turbación, se daba cuenta de la salida de su gallarda heroína. Ya sabía él dónde estaba. Había ido á recoger los famosos papeles de la conjuración... pero ¡qué terrible lance! se los había sustraído bonitamente el traidor veneciano, Barbarigo... El Duque estaba perdido, más que perdido. Puesto ya en este trabajo de rumiar su obra, repitió Miquis clara y distintamente todo el trágico final de ella.

La Carniola halla medio de introducirse en el calabozo, donde aquellos enemigos, los secuaces del Cardenal, han encerrado al Grande Osuna. Éste, por una serie de coincidencias que en el curso de la obra están muy bien justificadas, cree que la Carniola le ha vendido, entregando al Duque de Uceda su secreto de soberanía italiana, y cuando la ve entrar en la prisión, la increpa y le dice mil herejías. Ella se defiende. Todo lo que dice contribuye á condenarla más en el ánimo de Téllez Girón, que acusa con la misma rabia á Jacques Pierres, primitivo amante de Catalina. Furiosa como leona, la guapa hembra pone por testigos de su inocencia á Dios y á San Jenaro, patrono de Nápoles... Preséntase Jacques Pierres, que está preso en otro calabozo, dispuesto ya para la[p. 218] horca. Este caballerete se la tiene jurada á la Carniola, por la trastada que le hizo abandonándole por el Duque, y ve en aquel momento la más bonita coyuntura de su venganza. Á él le ahorcan. ¿Qué le importa un pecado más? Dice mil mentiras al Virrey, y le presenta una carta que en cierta ocasión (allá en el primer acto) escribió la buena moza á Barbarigo. La carta es un testimonio de culpabilidad aparente... Pasa aquí algo semejante al pañuelo de Otelo y á la carta de Desdémona á Casio. El Duque se ciega, saca su daga y la mata... Ella muere gozosa, bendiciéndole, declarando que le adora, y que en la otra vida reconocerá él su error y se unirán en indisoluble lazo, con otras cosas dulces, tiernas y poéticas, que hacían estremecer de estético goce las entrañas del poeta. El tal Jacques dice lo que viene tan á pelo en casos semejantes, y es: «¡estoy vengado!...» Cuando aparecen los que han de llevarle al patíbulo, el Duque les dice que lo maten pronto; después se inclina sobre el cadáver de la Tal para darle besos y decir que la mató para que no pueda ser de otro, y añade que le harían también un favor en quitarle á él de encima el peso de la vida, y el agonioso fardo de su itálico sueño.

Cuando Miquis volvió en sí de aquel estado, dijo con toda su alma:

—¡Qué terceto de ópera! Me parece que lo es[p. 219]toy oyendo, con música de Verdi... ¡Y se hará; tarde ó temprano se hará!... Habrá Il Magno Ossuna, como hay Il Trovattore y Simone Boccanegra.

VIII

El sotabanco en que Miquis vivía (si era aquello vivir), merecía de tal modo en verano los honores de estufa, que allí se podrían criar plantas tropicales. Admirable sitio para observaciones meteorológicas y para estudiar lo irregular de nuestro delicioso clima, pues las temperaturas oscilaban á principios de Junio entre los 30 grados y una mínima de 8. Más tarde se observarían allí las de 40, y algo más, que nos trae Julio para que tengamos una idea de Zanzíbar y otros amenos lugares del África. Cuando el sol tomaba por su cuenta la delgada pared de la sala, dorándola por fuera con sus rayos, caldeándola por dentro, resecando el yeso, derritiendo la resina del pino, la respiración se hacía difícil, aun para aquéllos que tuvieran sanos sus pulmones. Poníase la tal salita como un horno. Su ventana, que era puerta del Cielo, á ciertas horas parecía serlo del Infierno. No sólo sofocaba el calor, sino el espectáculo de aquel panorama supra-urbano estival, porque verlo era añadir la opresión del espíritu á los sofocos del cuerpo.

[p. 220]Según cuenta el bueno de Aristóteles, cuando se asomaba á la ventana, quemábale el rostro el inflamado aire. El polvo de un cercano derribo traía sobre la asfixia la ceguera, y ofendía los ojos aquella bóveda azul sin el regalo de nubes, la cual con la vivísima luz resultaba de un celeste clarucho y caliginoso. También parecía calor el silencio mismo de aquellas techumbres, apenas turbado por los lejanos ruidos que de los patios subían. La renovación de las capas atmosféricas sobre las caldeadas tejas, las unas viejas y negruzcas, las otras pardas y terrosas, producía ese temblor del aire que tanto molesta. Pocas chimeneas, de las infinitas que se veían, echaban humo. Rarísimos pájaros pasaban, cual merodeadores vagabundos, en dirección del Retiro. Gatos no parecían por ninguna parte, y sólo en tal cual rincón de sombra se distinguía uno que otro, pensativo y amodorrado. Los ventanuchos por donde respiran las altas viviendas de los pobres, estaban cerrados. Esteras que hacían de cortinas y lonas sucias, defendían de los rayos del sol los humildes hogares. Alguna planta medio marchita se defendía en su tiesto, atado á los hierros de un buhardillón, y abajo, en el jardín hondo, los cuatro árboles que lo componían, como que se agachaban para estar más hondos todavía. La fuente dormía la siesta, y apenas exteriorizaba un ligero chorrillo, más bien ron[p. 221]cando que corriendo. Desde su observatorio, veía Felipe movibles ráfagas rojas en el verdoso pilón de la fuente. Eran los pececillos, ciertamente dignos de envidia, porque no necesitaban ir á baños.

—Quítate de esa ventana, Aristóteles—le decía su amo.—Me sofoco de verte.

—Es que estoy viendo el calor y mirando cómo tiembla el aire. ¡Vaya un día!... Señor, es preciso que busquemos otra casa.

—¿Ya para qué? En cuanto me ponga bien, que será dentro de unos días, nos iremos á la Mancha. Es preciso, Flip, ver cómo se desempeña toda la ropa de verano. Encárgate tú de esto. Allá para el 10 ó el 15 de este mes (Junio) tomo el tren para Quero, á donde irá mi padre á esperarnos con el coche. Nada, nada: te llevo... Quisiera antes despabilar las primeras escenas de ese nuevo drama. El Condenado por confiado. ¡Vaya una obra! Es mejor, mucho mejor que El Grande Osuna. No te digo más.

Inquieto, exaltado, abandonaba la actitud indolente que tenía en el sillón (pues ya no pasaba el día en el lecho por la gran molestia del calor y el decúbito), y gesticulaba, hostigado de ardiente comezón declamatoria. Felipe se afligía de verle así, porque los períodos de excitación, de optimismo y de proyectos, eran seguidos generalmente del desmayo y de los[p. 222] violentísimos ataques de tos que le ponían á morir. Su demacración era ya espantosa; su cuello un haz de cuerdas revestidas de verdosa cera; los huesos salían con deforme y repulsivo aspecto; sus mejillas, cubiertas de granulaciones, se teñían á veces del vinoso color de las rosas marchitas. ¡Pero qué luz echaba de sus ojos en momentos de fiebre y locuacidad! Aquel destello era la cifra de sus proyectos locos, y de su parentesco con doña Isabel de Godoy. Miquis echaba de sus pupilas el mismo fulgor de plata y verde que tan extraños efectos hacía en el mirar de aquella insigne señora, dada á la cartomancia.

De buena gana le mandaría Felipe que se callara, porque sabía el daño que le causaba tanta charla; ¿pero por qué privarle de aquel gusto, si el silencio no le había de dar la vida? Centeno le oía con gusto, y aun le daba cuerda para que desahogase su alma, llena de tantísima idea y atestada de riquezas morales.

—Porque en ese drama—decía el enfermo acentuando con brioso gesto la palabra,—voy á presentar una idea nueva, una idea que no se ha llevado nunca al teatro: la idea religiosa... Mira, Aristóteles, si supiera que no había de poder escribir esa obra, créelo, del disgusto me moriría...

—Este verano—dijo Centeno,—cuando vayamos á la Mancha, yo me dedicaré á la caza y[p. 223] usted á escribir su obra. Me parece que ya estoy... ¡pim!... matando conejos, y usted, ¡pim!... echando escenas y más escenas...

—Poco á poco... yo también necesito de saludable ejercicio... Podemos cazar todo lo que queramos durante el día, y andar por el campo. Siempre me queda libre la noche. Yo lo mismo trabajo de noche que de día: me es igual. De aquí llevaré compuestas algunas escenas, las de la exposición... Mañana, lo primero que has de hacer es traerme papel, que no tengo, y tinta, pues la que hay aquí es como agua. No te olvides.

—No me olvidaré... La semana que entra puede ponerse á trabajar. Ganitas tengo ya de ver ese drama... ¡Pero quiá! No será mejor que el Osuna. ¡Otro como ese!...

Siguió el manchego perorando hasta muy tarde. Acometióle por fin la tos y luego la congoja con tanta fuerza, que hubieron de administrarle calmantes muy enérgicos para hacerle descansar. Pero con tanto padecer no se abatía su ánimo; antes bien, salía de aquella crisis más vanaglorioso y atrevido. Generalmente hablaba más, echando á volar por las alturas su imaginación, cuando estaba solo con Felipe.

—Aristóteles.

—¿Qué?

—Dí algo, hombre. ¿Qué haces?

[p. 224]

—Buscando estas condenadas papeletas de empeños, que no sé qué vuelta han llevado. Verdad que como no tenemos dinero para sacar tanta cosa...

—¡Dinero...! ya vendrá, hombre. No hay que apurarse. Mamá me mandará otra letra. La espero todos los días... El dinero viene siempre; á veces tarde: es un viajante que no se queda nunca á mitad del camino. Cuando no se le espera, es mucho más grata su aparición. Ahora estamos pobres; pero tenemos lo preciso... Afanarse por dinero es tontería, y guardarlo, tontería mayor. Yo creo que el dinero se ha hecho para esperarlo. La posesión, cópula breve del esperarlo y el ofrecerlo, es un momento de placer fugaz, que vale mucho menos que las delicias prolongadas de la esperanza y la generosidad... ¡Dinero!... Cuando lo tengo, me considero administrador de los que lo necesitan. El placer de los placeres es dar, y varío pedestremente los versos de Quevedo, diciendo:

Sólo á un dar yo me acomodo,

Que es el dar de darlo todo.

Felipe.—Pues en eso de dar, creo que hay sus más y sus menos, porque es cosa mala no tener qué comer, mientras otros se hartan con nuestro dinero.

[p. 225]Alejandro.—(Con iluminismo.) Yo miro al tiempo y á la inmortalidad, como dijo el otro. Esos comineros que están siempre haciendo cuentas y contando los pasos que dan, no gozan de la vida. Son inquilinos del mundo y no dueños de él. Un solo bien positivo hay en la tierra: el amor... ¿En dónde está? Hay que buscarlo. Decir buscarlo es lo mismo que proclamar su existencia. Es parte principal del destino humano, si no es el destino todo entero... Te encuentras en mitad de la vida. Por un lado, te ves rodeado de conveniencias y trabas sociales; por otro, te ves solicitado del amor. ¿Qué haces? Yo lo dejo todo y me voy tras el ideal. Es verdad que no lo encuentro nunca completo y tal como lo he soñado; pero voy en pos de él sin cansarme nunca, para entretener, con el dulce afán de poseerlo, la tristeza que resulta de no gozarlo jamás por entero y con dominio de su total belleza. ¿Oíste lo que hablábamos anoche Arias y yo?

Aristóteles.—(Con malicia.) Sí, señor. El señorito Arias le decía que usted se ha hecho mucho daño con eso de querer tan fuerte á las señoras... Todos dicen lo mismo. Á usted le da muy fuerte, y no repara...

Alejandro.—Tonterías, hijo, tonterías. Si he de confesarte la verdad, tiene el alma necesidades tan imperiosas como las tiene el cuerpo. Negarle la satisfacción de ellas, es algo se[p. 226]mejante al suicidio; es como el no comer. Y que no me venga Arias con músicas, tratando de persuadirme de que no debo querer á persona indigna de mí por éstos ó los otros defectos. (Con creciente exaltación.) No: los defectos no existen en la Naturaleza; son hechura convencional de las costumbres, y errores de estos instrumentos de óptica que llamamos ojos. El que ve las cosas como aparecen, tiene más de cristal azogado que de hombre, y es el propagandista natural de todo lo ruín, pedestre y brutal que hay en las sombras de la vida... Yo me enamoro de lo que yo veo, no de lo que ven los demás; yo purifico con mi entendimiento lo que aparece tachado de impureza. Cada cual arroja las proyecciones de su espíritu sobre el mundo exterior. (Disparatando.) Hay quien empequeñece lo que mira, yo lo agrando; hay quien ensucia lo que toca, yo lo limpio. Otros buscan siempre la imperfección, yo lo perfecto y lo acabado; para otros todo es malo, para mí todo es bueno, y mis esfuerzos tienden á pulir, engalanar y purificar lo que se aleja un tanto del excelso y bien concertado organismo de las ideas. Yo voy siempre tras de lo absoluto. Los seres, las acciones, las formas todas, las cojo y á la fuerza las llevo hacia aquella meta gloriosa donde está la idea, y las acomodo al canon de la idea misma... Acostúmbrate á hacer esto, y serás[p. 227] feliz. Si no, serás siempre un vulgarote, un practicón, un espejo con sentidos, un hombre pasivo, y te llevará de aquí para allí el impulso de las ideas y de las pasiones de los demás... ¡Oh, Dios!... ¡qué tos!... ¡me ahogo!

Á su locuacidad, que era como un síntoma morboso, sucedieron las manifestaciones propias de su grave mal. Pasó la noche en malísimo estado, y Felipe creyó que se moría. Á la mañana siguiente, Alejandro no hacía más que preguntar:

—¿No ha venido?

Ya sabía Centeno por quién preguntaba, aunque á nadie nombrara, y por consolarle le decía:

—De esta tarde no pasa. Verá usted cómo viene.

El perseguidor de lo ideal estaba tristísimo con aquel desvío, pues cuatro días pasaron sin que la Tal dejase ver su lindo rostro. Aventuróse Felipe á preguntar á Cirila, la cual, con mucho misterio, le manifestó su parecer de este modo:

—No me la nombres, Arestótilis... Ahora no vendrá en muchos días. Está en grande... Aquí donde me ves, ni yo misma sé dónde para. ¿Está con el Duque ó con ese condenado?... No lo sé, hijo... Averígualo tú si puedes.

—¿Yo?... que carguen los demonios con ella.

[p. 228]Aquella misma noche, al volver de la calle, dijo el filósofo griego á la sin par Cirila:

—La he visto, señá Cirila. ¡Iba más guapa...! ¡Qué mujer! Le digo á usted que me quedé como un poste. Llevaba un traje todo de seda muy hueco, y un sombrero con largas plumas. La gente se paraba á mirarla. ¿Lo creerá usted?

—¿Pues no lo he de creer?... ¡Anda, anda, si cuando se pone de gala, hay que alquilar balcones!... Y no creas... es de buena pasta; sólo que tiene la cabeza del revés. ¡Si vieras cómo llora cuando habla de tu amo y de lo que tu amo ha hecho por ella! Parte el corazón. Si pudiera ser formal, lo sería, ¿pues qué duda tiene? Sólo que uno la quiere llevar por aquí, otro por allá, y ella no sabe qué hacer... Cuantos la ven, hijo, se enamoran de ella...

—Es una diosa,—murmuró con éxtasis Felipe, acordándose de un verso de El Grande Osuna.


[p. 229]

VII

FIN DEL FIN

I

Algunos de los amigos de Miquis se habían examinado hacia el 10 de Junio, y le acompañaban y asistían algunos ratos. Otros iban poco por allí. Cuando supo que los días de Alejandro estaban contados, acudió Ruiz quejándose de que no se le hubiera avisado antes, y haciendo oficiosos extremos de pena. Entre él y Poleró, después de oído el lúgubre dictamen de Moreno Rubio, acordaron escribir á la familia y avisar al único pariente que en Madrid tenía el manchego, la tiíta Isabel. Desempeñaron esta comisión Arias y Poleró, yendo á la casa de la calle del Almendro, llenos de curiosidad, porque habían oído contar á Miquis las rarezas de su tía. Ésta les recibió con urbanidad; pero súbitamente cambió de tono y de modales, y rompiendo en denuestos contra la juventud del día, les llamó gandules y les dijo que se pusieran en la calle. Acentuando ellos su cortesía, hablaron del triste asunto[p. 230] que les llevara allí; pero la señora les interrumpió de este modo:

—No es Miquis, es Herrera; no es sobrino, es segunda vez nieto mío. ¿Y á ustedes quién les mete en esto? ¿Vienen de parte de algún Micifuf á extraviar mi buena razón, y á trastornarme el clarísimo juicio de que, á Dios gracias, gozo?

Poco le faltó á Poleró para soltar la carcajada; pero él y Arias se contuvieron.

—Bien, bien—manifestó la señora, señalándoles la puerta.—Yo me enteraré de la verdad. Sin salir de mi casa, puedo yo saber el estado de aquel ángel... porque yo lo sé todo; yo nací en Jueves Santo. Y si quieren una prueba de ello, diréles lo que ha hecho Alejandro en el tiempo en que no le he visto con estos ojos.

Los dos amigos, que ya salían, retrocedieron.

—Á mí nada se me oculta; para mí nada hay secreto, ni aun lo que se esconde en las entrañas de la tierra. Ustedes, que son compañeros de Alejandro y le han ayudado á gastar mi dinero, verán si me equivoco... ¡Ah! el muy pícaro no ha cumplido su palabra; no supo ó no quiso emplear aquel dinero en instruirse y afinarse; gastólo en francachelas con damas y galanes de la embajada de Austria... Se entregó á los desvaríos y excesos de la pasión amoro[p. 231]sa... Una princesa garrida le arrastró á las mayores locuras, llevándole á vivir consigo y gastándole bonitamente los millones que le dí. Hoy, él y la bella princesa viven en arruinado palacio, pasando mil molestias y privaciones... ¿Es ó no cierto? Desmiéntanme si se atreven.

Los ojos de la tiíta despedían fulgores de fósforo. Arias la miraba con lástima y cierto terror supersticioso. Ambos se esmeraron en ser corteses, manifestándose pasmados de la adivinación de la señora y de lo bien que sabía todo cuanto en el mundo pasaba. Era, por lo mismo, conveniente que la dama zahorí visitase á su sobrino, que estaba en peligro de muerte, y ellos se brindaron á llevarla en coche al arruinado palacio. Á lo que contestó doña Isabel que ella sabía ir sola, y que no necesitaba de tal compañía... Después, mirando al suelo, se lamentó de la suciedad que ambos jóvenes habían traído en sus botas.

—¡Buena, buena me han puesto la estera con el barro de las calles!... Váyanse de una vez, que vamos á empezar la limpieza... ¡Á la calle, á la calle!...

Lo que ellos rieron en todo el camino desde aquel barrio á la calle de Cervantes, no es para contado. Nunca habían visto tipo que al de doña Isabel se asemejara. Debía ser puesta dentro de un fanal en cualquier Museo para que[p. 232] todo el mundo fuera á verla y admirarla. Dijéronle á Miquis:

—Chico, si quieres hacer negocio, no tienes más que enseñar á tu tía á tanto la entrada.

Él se reía, no sin esfuerzo, porque ya la risa, como esos servidores que toman siempre la delantera, se había anticipado á su señor, la vida. Los preparativos del viaje de ésta seguían con actividad. Sensaciones había ya inactivas, y partes desalojadas. Por momentos creeríase que el señor, con todo su séquito de funciones, se echaba fuera desordenada y furiosamente. Por las ventanas de los ojos, las fuerzas vitales parecían medir el salto que habían de dar para emprender la fuga. En algunos aposentos, como el cerebro, tumulto y bulla; en otros, marasmo, silencio... El pulso á veces se dormía, á veces saltaba alborotado tropezando en sí mismo. La sangre, ardiente y espesa, corría por sus angostos cauces buscando salida, deseosa de inundar regiones que por el fuero fisiológico le están vedadas. Su ardor, aumentado por la carrera, difundía el espanto aquí y acullá. Era mal recibida en todas partes, porque no traía nada nutritivo, sino descomposición. Los órganos, desmayados, no querían funcionar más. Unos decían: «¡que me rompo!» Otros: «¡bastante hemos trabajado!» Pero la anarquía, el desbarajuste principal estaban en la parte de los nervios, que ya no recono[p. 233]cían ley, ni se dejaban gobernar de ningún centro, ni hacían caso de nada. Cual desmoralizado ejército, que al saber el abandono de la plaza se niega á combatir y á la crápula y al desorden se entrega, aquellos condenados discurrían ebrios, haciendo como un carnaval de sensaciones. Ya fingían el dolor de cabeza, ya remedaban el traqueteo epiléptico, ya jugaban al histerismo, á la litiasis, á la difteria, á la artritis. Para que su escarnio fuera mayor, hacían hipocresías de salud, difundiendo por toda la casa un bienestar engañoso. Todo era allí jácara, diversión, horrible huelga. Si entraba algún alimento, lo recibían á golpes, con alboroto de dolores y escándalo de náuseas. Siempre que la sangre traía alguna substancia medicamentosa, si era tónica, la arrojaban con desprecio; si era calmante, la cogían y hacían burla y chacota de ella. Todos se confabulaban contra el sueño, que quería entrar. Apenas éste se presentaba, tales empujones recibía, y tales picotazos y pellizcos le daban, que el pobre salía más que de prisa... En el cerebro, las funciones más notables, desoyendo aquel tumulto soez de la sangre y los nervios, se despedían del aposento en una larga y solemne sesión. Quién hacía discursos, quién explanaba proyectos luminosos y vastos. La forma artística se ataviaba de galas vistosísimas; la crítica pedanteaba, y hablando todas de un[p. 234] glorioso más allá, parecían, no en vías de concluir, sino de empezar. La comunicación de esta importante bóveda, llena de armonías y de celestiales ecos, con la oficina laríngea era perfecta, porque el señor había querido que hasta el último instante estuviese expedita, y corrientes los nunca gastados hilos de la palabra...

—Hola, chico.. ¿qué tal? Venga un abrazo.

—Ruiz... ¡cuánto me alegro de verte!

—¿Y qué tal estás hoy?

—Pues así, así. No me encuentro muy mal. La noche fué horrible. Pero hoy parece que esta gran irritación va cesando. Si sigo así, la semana que viene podré marcharme.

—Pero hace aquí un calor horroroso. Esto es un horno. No sé cómo no te ahogas.

El astrónomo, hombre indolentísimo, de temperamento desmedrado, ensayó diversas posturas para sentarse. Era problema más difícil de lo que parecía. Al fin se acomodó en una silla echada hacia atrás, el brazo derecho montado en el respaldo de otra, la pierna izquierda sobre la mesa, formando una tan recortada y angulosa caricatura, que bien se le podría retratar si estuviera quieto y no variase á cada instante, buscando una comodidad que no lograba nunca.

Poco después se puso en mangas de camisa. Se le conocía que acababa de cortarse el pelo,[p. 235] porque tenía el pescuezo y las orejas llenas de trocitos de cabello, y en la cabeza un olor de peluquería barata que daba el quién vive.

—No hemos tenido tiempo de hablar de tu comedia—le dijo Alejandro.—El otro día no hiciste más que entrar y salir... Es magnífica. Me la leí de un tirón. ¡Qué escenas tan bonitas! Tienes gran talento para ese género, y debes emprender otra obra para el año que viene.

Con este lisonjero juicio, flor natural de la frondosísima indulgencia de Alejandro, demostraba éste, más que un criterio recto, el apasionado entusiasmo que sentía por los méritos de sus amigos. Incapaz de envidia, su boca se deleitaba en las alabanzas. En todo lo que hacían sus amigos veía grandes bellezas, y á Ruiz le diputaba por uno de los mayores talentos. La comedia era sosa, y á él le pareció salada; era roma, y le pareció aguda. Pertenecía al género moral papaveráceo, y sus efectos serían admirables si al teatro fuéramos á dormir. Era un alegato en favor del matrimonio, y Ruiz hacía ver allí lo desgraciados que son los solteros, y las felicidades sin fin que cosechan en la vida los que se casan. Para esto, los personajes, cuidándose bien de no hacer nada, hablaban, quién en favor del matrimonio, quién en contra. Al final quedaba la virtud triunfante y el vicio rudamente casti[p. 236]gado. El éxito fué regular, y los amigos llamaron al autor al final de cada acto. Los periódicos dijeron que aquel Ruiz astrónomo, era un genio, un tal y un cual... Pero á los ocho días la obra desapareció de los carteles, y cayó en la sima del olvido.

Ruiz no se forjaba ilusiones vanas. El Teatro ofrecía poco estímulo. ¿Qué le habían dado por derechos de representación? Una miseria. Si él hubiera nacido en otro país, se dedicaría seguramente al Teatro; ¡pero aquí...! En Francia habría ganado diez ó doce mil duros con una sola obra. En España todo es miseria. Y de que su obra gustó al público, ninguna duda podía tener. ¡Lástima grande que se hubiera representado al fin de temporada! Toda la prensa había puesto en el mismo cuerno de la luna la excelente versificación, y copiado algunas redondillas de las más resonantes. Pero lo que el autor estimaba más en su obra; era el pensamiento. ¡Ah! ¡qué cosa tan moral y edificante!...

Á pesar de su éxito, Ruiz no escribiría más para el Teatro. Este empezaba á fastidiarle, como le habían fastidiado antes la Astronomía y la Música... Y siendo su pensamiento refractario á la holganza, de las cenizas de su amor al Teatro nació, polluelo de ave Fénix, un amor nuevo, una vehemente afición á otro linaje de estudios: á la Filosofía... Burla burlando, ya[p. 237] tenía escrito un estudio sobre Hegel, y había empezado á estudiar varios sistemas desconocidos en España, á saber: los de Spencer, Hartmann. Aquí no salían del Krausismo, que en pocas partes tiene adeptos, como no sea en Bélgica. Se comprende que él estudiaba todo esto para combatirlo, porque le daba el naipe por Santo Tomás. Aquí no hay filósofos. Él acometía con tanto afán la empresa de probarlo, que en el curso próximo había de hablar en el Ateneo. No: ninguna ocupación de la mente era más bonita que aquélla. Recomendaba á su amigo Miquis que tan pronto como entrara en la convalecencia, se diese un buen atracón de filósofos y se dejara de dramas... Tanto, tanto habló sobre esto, acompañando su perorata de extravagantes cambios de postura, que al fin Cienfuegos creyó prudente poner un dique al raudal de la filosófica oratoria, y le dijo:

—Vete callando ya. Mira que éste se marea. No te lo dice porque éste es así. Antes se dejará desollar que ofender á un amigo... Con tu filosofía y el calor que hace aquí, este cuarto parece, no el Infierno, sino el manicomio del Infierno, el lugar donde ponen á los condenados que se vuelven locos.

[p. 238]

II

Vino la noche. El enfermo la veía con espanto llegar, y sentía el avanzar frío de las primeras obscuridades, como angustiosa niebla cayendo sobre su alma. Traía por compañero el horrible insomnio, con sus ojos como ascuas, su aliento embargante, fantasma siniestro que no escondía en toda la noche su amarilla faz... ¡Si fuera posible ahogarlo entre las almohadas! Pero cuando el fatigado sentido parecía aletargarse un tanto; cuando una modorra de tres minutos atenuaba el sufrimiento, el fantasma pinchaba por ésta ó la otra parte, y decía: «mírame.»

Poleró y Ruiz se quedaron aquella noche velando á Miquis; no así Cienfuegos, que tenía que acompañar á un tío suyo, recién venido del pueblo. Estaba comprometidísimo por falta de dinero, y se veía en las de Caín para obsequiar al egregio pariente. Aquella tarde se rieron todos oyéndole contar los apuros que pasó en el café, y las mentiras que había endilgado al buen señor para hacerle ver los grandes peligros que resultan de ir á un teatro. Pudo convencerle de que lo más higiénico y elegante es pasear por el Prado hasta media noche, regalándose con un buen vaso de agua[p. 239] de Cibeles. En un puesto de agua habían encontrado á don Florencio Morales, y Cienfuegos se apresuró á presentarle á su tío, que simpatizó mucho con él, por ser ambos progresistas templados, hidrófagos y españoles rancios.

Moreno Rubio, al retirarse ya de noche, hizo muy malos augurios. No prescribía más que calmantes, en dosis heróicas, para hacer descansar al enfermo. Encargó á Poleró la regularidad y puntualidad de las tomas, manifestándole que si, como amigo del enfermo, quería proponer á éste que cumpliera con su conciencia y con la Religión, lo hiciese cuanto antes, porque pronto sería tarde. Cuando se fué Moreno, Poleró consultó con Ruiz el delicado punto, y no pudieron ponerse de acuerdo, porque mientras Poleró se negaba resueltamente á hablar al enfermo de semejante cosa, el otro, exponiéndole razones de fe y decoro, decía:

—Pues no habrá más remedio que indicárselo. Creo que estamos en el deber...

Felipe no se daba punto de reposo. Sin fin de veces hubo de bajar á la botica, y arriba no faltaba trabajo. El paciente pedía sin cesar ésta ó la otra cosa, buscando en la variedad distracción, ensayando contra la violentísima tos extraños remedios é increíbles posturas. Cirila ayudaba poco. Á cada instante iba Felipe á la cocina en busca de agua tibia ó fría, de un limón, leche, azúcar, té... Cuando no encontra[p. 240]ba á mano lo que necesitaba, iba á pedirlo á cualquier vecino. Al entrar en casa de Ido, halló á éste sentado en mitad de su humilde salita, junto á una mesilla con luz. Rodeábanle su familia y dos vecinas que solían ir allí de tertulia. Parecía que el buen Cerato simple estaba enternecido, y que de sus ojos manaba mayor caudal lacrimatorio que de ordinario. Un sobado cuaderno tenía en su mano, y desde que vió á Centeno, corrió á darle un abrazo.

—Supongo que no te enfadarás por lo que he hecho—le dijo.—Tenía tantas ganas de conocer el drama de tu amo, que no pude vencer la tentación esta mañana... Lo ví sobre la mesa, y cogí un acto para leerlo aquí, en familia... Francamente, naturalmente, yo no creía que fuera tan bueno. Te digo que estamos entusiasmados... ¡Qué versos! ¡qué pensamientos! Á mí se me saltan las lágrimas y se me corta el resuello. Nicanora, que es inteligente, dice que otra obra como ésta no se ha hecho desde el tiempo de Gil y Zárate... Si esto se representa... acuérdate de lo que te digo... se vendrá el teatro abajo.

Agradecido á este lenguaje, Felipe no podía entretenerse en comentarios sobre la soberana obra. Necesitaba un huevo que á su amo se le había antojado comer.

—¡Ay, hijo!—exclamó doña Nicanora afligidísima.—Cuánto siento no poder dártelo.

[p. 241]Una mujer vieja, arrugada, vivaracha, que estaba en el ruedo de la tertulia y que había oído leer el drama con delectación, se levantó prontamente, diciendo:

—Yo te daré, no uno, sino tres huevos, para que se los coma ese caballerito que ha escrito cosas tan buenas... Hemos llorado á moco y baba. Al oír ese verso que dice que el pueblo español es el más valiente de la tierra, me entraron ganas de salir gritando al pasillo, y meterme en el cuarto del enfermo para darle un abrazo. Bien, bien, requetebién... Ven á mi casa, y te daré los huevos.

—Si el señor don José me quisiera dejar el drama—dijo otra de las presentes cuando Felipe salía,—para que lo lea mi marido... Él lo entiende; es oficial de pintor de decoraciones, y todo lo tocante á teatro lo sabe al dedillo.

Muy mal pasó la noche Miquis; pero tuvo en ella un gusto no flojo. Su mamá le había anunciado el envío de cierta cantidad, á escondidas de su padre. No venía en letra, sino en oro, y la traía el ordinario de Quintanar. Durante dos días fué Centeno repetidas veces á la Cava Baja, en busca del precioso encargo; mas el ordinario no parecía. Las diez eran de aquella noche, cuando se presentó en la casa un hombre de malas trazas que entregó á Alejandro el lacrado paquetito. Venía como rocío del cielo, porque la patria estaba sumamente[p. 242] oprimida, y otra vez, para que no se desmintiera el destino del gran manchego, carecía de lo más necesario. Rompiendo impaciente la envoltura del regalo, dijo á Poleró:

—Creo que te debo algo. ¿Son ocho duros?

—Ocho, sí; pero déjalo. Ya me lo darás otra vez.

—No, ahora. Lo primero es pagar. Yo soy así. Y á tí, Federico, ¿te debo algo?

—¿Á mí? Nada, hijo.

Era verdad que no le debía nada, porque Ruiz, hombre previsor y hormiguita, no había jamás abierto la bolsa para su desordenado y rumboso amigo. Era hombre aquel Ruiz que, cuando se le pedía algo, respondía invariablemente: «Chico, estoy á cero. Acabo de pagar una cuenta que me ha baldado.»

Después de un breve descanso, al amanecer, Miquis llamó á Felipe:

—Aristóteles... me vas á hacer un favor... En toda la noche he podido apartar de mi pensamiento al pobre Cienfuegos. ¡Qué tormentos habrá pasado con su forastero, á quien no puede obsequiar ni con un triste vaso de agua clara!... Ve corriendo á llevarle tres duros... Tómalos del cajón.

Cuando Felipe salió á la calle para desempeñar este caritativo encargo, pensaba, con admirable madurez de juicio, que mucho más cuerdo era emplear aquel dinero en unas bo[p. 243]tas, de que tenía muchísima falta, que en socorrer al aprendiz de médico. Sanguijuela insaciable, mientras más le daban, más pedía, sin hartarse nunca. ¡Al diablo Cienfuegos y su forastero! Si no podía convidarle, que le diera morcilla. ¿No era un desorden que el otro se gastara en pitos y flautas aquellos tres duros tan bonitos, mientras él, Aristóteles, que tanto trabajaba, salía á la calle casi descalzo?

Después de mil vacilaciones, el valiente Doctor se dirigió á una zapatería. Cuando su amo le preguntó, una hora después, si había hecho el encargo, Aristóteles, fiado en la gran familiaridad que con él tenía, adelantó un pie, y riendo le dijo:

—¿Los duros para Cienfuegos? En ellos andamos.

—¡Ah! ¡pillo!...—replicó Alejandro, riendo también.—Bien es verdad que tenías falta, y no se me ocurrió.. Pero á Dios gracias, hay para todo... Coge otros tres duros y ve á socorrer al pobre Cienfuegos.

III

Aquel día no tuvo Alejandro un instante de sosiego. Tan pronto le acometía el prurito de verbosidad, tan pronto el desmayo. Si doloro[p. 244]sa era la crisis, no lo era menos la sedación de ella. Por la tarde, Moreno anunció que la noche sería funesta. Grandísimo, cortante y brusco fué el dolor de Felipe, cuando Poleró y Arias, que estaban en la cocina, le dijeron, cerca ya del anochecer:

—¿Á ver, Doctor, qué vas á hacer ahora? Porque esta noche, hijo, nos quedamos sin tu amo.

La garganta se le apretó y no pudo dar contestación. Ni llorar tampoco podía, porque, á su juicio, la obligación de trabajar y atender á todo en aquellas tremendas horas, le cerraba la salida de las lágrimas.

Tenía la casa dos aposentos grandes: la sala en que estaba Miquis, y la cocina, donde se reunían los amigos cuando no acompañaban al enfermo. En esta sala, ornamentada de fogón y fregadero, con espejos de hollín y tapicerías de mugre, eran recibidos los visitantes, y allí se hablaba del paciente, de su probable muerte y de todo lo que es propio en tales circunstancias. Había dos habitaciones pequeñas y obscuras, en una de las cuales sólo entraba Cirila, y la otra estaba llena de baúles y trastos.

Ruiz fué de los más asiduos en acompañar y atender al manchego. Estuvo todo aquel día, y después de una breve ausencia para comer, volvió decidido á quedarse toda la noche.

[p. 245]—Me parece que hago falta—decía con petulancia,—porque esta casa es un pandemonium. Aquí no hay quien tenga iniciativa. Los momentos son preciosos, y alguien ha de representar á la familia. Nuestro amigo Poleró y usted, Arias, no se atreven á nada, y es urgente tomar ciertas determinaciones. Grave es la cosa, y por mi parte no quiero responsabilidades. Se diría mañana que por nuestra culpa no murió este buen amigo como católico cristiano; y si ustedes insisten en que no se le hable sobre el particular, yo me lavo las manos, yo me retiro...

Aquel hombre indolente se crecía y transformaba desde que le atacaba la oficiosidad, y la oficiosidad aparecía infaliblemente con las ocasiones de hacer un papel de hombre serio y atareado. Así, era de ver cómo su pereza se trocaba en actividad, cómo entraba y salía, dando proporciones gigantescas á su trabajo, buscando dificultades, haciéndose el hombre necesario, el hombre de acción y de recursos. Á cada momento se le veía entrar en la cocina, y encarándose con Poleró ó con Arias, les espetaba una proposición como ésta:

—Á ver qué se determina. Yo me admiro de verles á ustedes tan tranquilos... señores. En estas circunstancias se conocen los amigos. ¡Hay tanto á que atender...! Sin ir más lejos, creo que será preciso hacer suscripción para el[p. 246] entierro. Á ver, ¿qué se decide, qué se resuelve? Están ustedes ahí con las manos cruzadas...

Y en otra ocasión vino con este mensaje:

—Lo primero que hay que hacer aquí es restablecer el imperio de la moralidad. ¿Qué casa es ésta? Nuestro pobre amigo no supo dónde se metía. Es necesario que alguien represente á la familia: yo la representaré si ustedes no quieren ó no saben hacerlo. Por de pronto, estoy decidido á impedir que entre aquí esa mujer, esa cuyo nombre no sé, ni quiero saberlo... ¡Porque sería un escándalo, una profanación, un sacrilegio...! Como tenga la osadía de venir, yo seré quien salga á la defensa de los principios morales; sí, señores, yo seré quien la ponga en la puerta...

Arias disimulaba el enojo que las ínfulas de este señor y sus oficiosas pretensiones de mando le causaban. Poleró decía:

—No hay que precipitarse. Calma, amigo Ruiz. Le vamos á poner á usted Don Urgente, si sigue atosigándonos de ese modo... Quizás Alejandro salga de esta noche. Ahora parece que está mejor.

—Sí, buena mejoría nos dé Dios... Eso es: esténse ustedes con esa calma. ¿Y qué se hace en la cuestión de Sacramentos?... Señores, yo tengo creencias y no puedo consentir que un amigo se muera como los animales. Y también[p. 247] Alejandro tiene creencias. Es poeta, y basta. No quiero que la familia me pida cuentas mañana... Con que decidamos ahora mismo quién le dice al infeliz el estado en que se halla y la urgencia de atender á su alma.

—Yo no se lo digo.

—Ni yo...

—Pues yo se lo diré—afirmó Ruiz con énfasis.—No son ustedes hombres para casos de seriedad. Siempre con bromitas... No, señores: hay que hacer frente á las circunstancias, y saber colocarse á la altura de las circunstancias, y acometer las circunstancias... Voy á hablar con Miquis.

Éste permanecía en el sillón. Don José Ido le daba aire con un grande abanico, y Felipe, sentado cerca, le miraba y hacía por distraerle. Las facultades mentales de Alejandro subsistían perfectamente claras, y aun si se quiere sutilizadas, recibiendo su fuerza final del recogimiento de toda la vida en el cerebro.

—¿Qué tal te encuentras?—le dijo Federico acariciándole la barba.

—Ahora, bien—replicó el tobosino con cierta facilidad de respiración y palabra que antes no había tenido.—¿Qué hora es?

—Las ocho.

—¡Qué días tan largos! Encended luz. Ya es de noche. ¡Qué obscuro está el cuarto! Felipe, abre toda la ventana. Mira, Ruiz: ya em[p. 248]piezan á verse tus estrellas. El cielo católico enciende las luces de su santoral nocturno. Lámparas infinitas alumbran á la piedad y á la ciencia. ¿Qué santos son aquéllos, según tu sistema?

—Por allí veo el Escorpión. Aquella hermosa estrella es la llamada Antarés, que para mí es Santo Domingo de Guzmán. La constelación correspondiente á este mes es el Toro, San Marcos, porque el sol entra en sus dominios, y en ellos está Aldebarán, San Juan Bautista, que se celebra el 24 de este mes...

—¿Y estamos á...?

—Á 18... Te encuentro muy bien esta noche.

—Sí—dijo el paciente con animación.—Respiro sin trabajo. Se me figura que de esta vez la mejoría va de veras. Ya es tiempo. Hay conciencia física, como decía el bendito don Jesús Delgado, y la mía me está dando avisos de salud... Esta noche me dijo Moreno que ya la semana que entra podré marcharme. El ordinario me ha dicho que está hermosísimo el campo en la Mancha, por lo mucho que ha llovido... ¡Qué ganas tengo de verlo!...

—Estás mejor; pero por lo mismo que estás mejor, ¿me entiendes? debes ocuparte, debes pensar... No quiere esto decir que haya peligro... Los hombres deben hallarse siempre preparados para todo lo que pueda venir. Tú eres persona seria y de creencias; así es que...

[p. 249]Poleró, que desde la puerta oía esto, adelantóse prontamente, diciendo:

—Ruiz, que le llaman á usted...

Don Urgente salió.

—Este pobre Ruiz—observó Miquis con penetración admirable,—porque me ve un poco malo, me quiere poner en paz con Dios... ¡Ya se ve... él es tan religioso!... Respeto sus ideas y sus temores, nacidos de una conciencia recta y noble. En ello prueba lo mucho que me quiere... ¡Y qué talento tiene! ¿No es verdad, Arias? ¿Viste su comedia? Es preciosísima... Lástima que no se dedique al Teatro. Ahora le da por la filosofía de Santo Tomás... Querido don José, estará usted cansado. Dé usted el abanico á Felipe. La verdad es que cada vez parece que hay menos aire, y más calor.

En la cocina, Poleró y Ruiz sostenían agria contienda, á la que también aportó sus razones Cienfuegos, que acababa de llegar, poniéndose de parte del catalán.

—No te metas en eso—le dijo el aprendiz de médico.—El pobrecito está tranquilo y lleno de ilusiones. ¡Si él se ha de ir al Limbo, allá con los Santos Inocentes!...

—Se me está usted pareciendo á Montes, que todo lo ve bajo un prisma,—decía Poleró.

—Ante esa singular manera de juzgar los asuntos de conciencia—manifestó el astróno[p. 250]mo con cierta pompa,—yo me lavo las manos. La responsabilidad, la gravísima responsabilidad, es de usted, no mía.

Y un tanto atufado salió al pasillo, volvió á meterse en la cocina y se puso á leer. ¿Qué leía? El cuaderno del tercer acto, que había tomado de la mesa de Alejandro. Á ratos iba por allí don José Ido, á ratos Arias, conforme se relevaban de la guarda y compañía del moribundo.

—¿Qué tal está ahora, amigo Arias?

—Lo mismo... Se ha desvanecido un momento, y parece que duerme.

—Yo no pienso acostarme en toda la noche, porque sabe Dios lo que se podrá ofrecer.

—¿Qué lee usted?

—Un acto de El Grande Osuna. Ya lo conocía; pero veo que hay modificaciones.

—Yo intentaré descabezar un sueño—murmuró Arias, tendiéndose en un catre de tijera que Cirila había puesto en aquel estrambótico departamento.—¡Hace un calor!...

—Indudablemente este pobre Miquis valía—declaró Ruiz, dejando la lectura con aires de indulgencia crítica.—No lo digo por este drama, que, á la verdad, me gusta poco. Es un ensayo infantil, una inocentada. Esto no pasa; esto no tiene atadero. Figúrese usted que la verdad histórica anda aquí á la greña con el plan dramático. El pobre Alejandro se qui[p. 251]tó de cuentos, y haciendo de su capa un sayo, permitióse levantar testimonios á la verdad. Sin ir más lejos, el pensamiento ambicioso que se atribuye al Duque de Osuna de levantarse con el reino de Italia, no es hecho histórico probado. Se cree que fué más bien conjeturas y recelos del Gobierno de Madrid; envidiosa trama del Duque de Uceda para hundir al Virrey. En cambio, de lo que es un hecho positivo, la terrible conjuración contra Venecia, urdida por el Marqués de Bedmar, con ayuda de Osuna y de don Pedro de Toledo, Gobernador de Milán, no saca ningún partido Miquis. Verdad que la cosa no es dramática, y que los misteriosos proyectos de Osuna lo son. Pero, lo repito, no hay pruebas, y el drama histórico no debe ser una calumnia en verso. Además, ¿de dónde saca este niño que Osuna quisiera unificar la Italia y hacer un grande reino, como el que mucho después soñó Cavour, contra los fueros de las dinastías reinantes y de la Iglesia? Osuna, si alguna idea tuvo de ser Rey, fué contando sólo con la soberanía de Nápoles y Sicilia. Pero este pobre soñador le supone propósitos de derrocar á Venecia y hacerla suya, de someter á Florencia, de barrer los Estados pequeños, y, por último (y esto es ridículo), de quitar al Papa su reino. ¿Qué le parece á usted? El Duque, para este niño, es un precursor de Víctor Manuel y un émulo de Ga[p. 252]ribaldi. Resulta de todo un dramón progresista y populachero que no hay quien lo aguante. Y si esto se representara, que no se representará, el público tiraría las butacas al escenario... La versificación tiene algunos trozos bonitos; pero hay hinchazón, culteranismo. El plan y desarrollo son abominables: no creo que hay un adefesio mayor. Sin ir más lejos, fíjese usted en la catástrofe, que es un hatajo de absurdos. El teatro parece una carnicería, y el apuntador se salva por milagro. Luego, no resulta de aquí la menor idea de moralidad... Aquí los buenos reciben el palo, y los malos triunfan y se quedan tan frescos... en fin, horrores, disparates, cosas de chiquillos...

Don José Ido, que presente estaba, sentía violentas ganas de alzar la voz protestando contra tal crítica; pero no se atrevió á hacerlo, por ser hombre en quien la timidez podía más que todas las fuerzas del alma. En su interior se dijo y se repitió, con verdadero fervor, que aquel Aristarco no estaba en lo cierto, y que el drama era magnífico, sorprendente, excepcional. Prueba de ello eran las lágrimas que, oyéndolo leer, habían vertido Nicanora y las vecinas, y la emoción grandísima que él había sentido.

[p. 253]

IV

Iba á salir don José, cuando una figura singular interceptó la puerta. Él y los dos muchachos se asustaron, porque la persona que entraba, si no era alma del otro mundo, lo parecía. Iluminada de frente por la luz de la cocina, brillaba su rostro de barnizada muñeca; eran sus ojos como cuentas de vidrio, y su delgado cuerpo rígido, con la blanca falda y el negro mantón, tenía fúnebres apariencias.

—¿En dónde está mi sobrino?—preguntó sin dirigirse á ninguno.—Me llevaron un recado diciendo que está gravísimo. ¿Se le puede ver?...

Y sin esperar respuesta, dando algunos pasos hacia dentro, prosiguió así:

—¿Y la dueña de este palacio, dónde está? ¿No hay escobas aquí? Está esa escalera que da asco. Pues las paredes de la sala, también tienen que ver.

—Señora—le dijo Arias, ofreciéndole una de las dos sillas,—tenga usted la bondad de sentarse...

—Gracias... Estoy horripilada... No puedo ver tanta suciedad.

Entró Cirila en aquel momento.

—¿Es usted, señora—le dijo doña Isabel pa[p. 254]sando sus vidriosas miradas por las cenefas de papel que adornaban los vasares,—la dueña de este palacio?...

—¿Palacio?... Señora, por fuerza está usted tocada.

—Y dígame usted... ¿no hay por aquí escoba, ni estropajo, ni jabón?... Diga usted, grandísima puerca, ¿no le da vergüenza de que la gente entre aquí, y vea esta falta de pulcritud?

Atónita un momento Cirila, no sabía qué contestar... Las circunstancias no eran propicias á una discusión sobre el uso del estropajo. Venía del cuarto del enfermo, que estaba muy malito... Quizá faltaban pocos minutos para la conclusión de sus padecimientos...

—Señora—balbució Cirila,—ocúpese usted de su sobrino... que está... ¡pobrecito! en las últimas...

—Tengo mucho horror á esta enfermedad. ¿En dónde está mi ángel?... Le veré un momento... ¡Infeliz niño!... Estoy furiosa con el desaseo de esta casa. ¡Qué inmundicia! Esto es el alcázar de la grosería. Vean ustedes cómo me figuro yo que ha de ser el Infierno: un lugar infinitamente privado de agua.

Poleró entró muy alarmado, diciendo:

—No conviene que la señora pase en este momento...

Ruiz entró en el cuarto. El pobre Miquis,[p. 255] acometido de un fuerte paroxismo, parecía que agonizaba. Felipe no se movía de su lado.

—No hay nada que hacer—observó Cienfuegos sollozando.—¿Á qué martirizarle, si no se ha de conseguir nada?

Entre tanto, Poleró y Cirila entretenían á la señora. La criada de ésta, que la acompañaba, había entrado también en la cocina; mas tampoco quería sentarse...

—Grande horror tengo de esa enfermedad—volvió á decir la Godoy;—pero yo quiero verle... ¡Oh! si asearan la casa, si lavaran esto, si limpiaran tanto polvo, y tanta mugre, y tanta basura, el pobre angelito sanaría.

Querían detenerla; pero salió al pasillo y acercóse á la puerta de la sala. Allí se detuvo aterrada, vacilante entre el deseo de entrar y el temor ó escrúpulo que sentía del contacto del enfermo. Poleró acudió junto á ella, temiendo que se desmayara... Desde la puerta miró la tiíta el lastimoso cuadro, y todo su amor no fué bastante á vencer su repugnancia. En la mano derecha tenía un finísimo pañuelo que se llevaba á los ojos para secar sus lágrimas.

—Hace años y años que no lloro—dijo á Poleró.—Esto que ahora veo me desmenuza el corazón... y no es mi corazón de carne, es de hierro que late. Los desengaños me lo endurecieron; pero el dolor se quedó dentro...

[p. 256]Y en la mano izquierda tenía otro pañuelo mojado en vinagre que acercaba á la nariz...

—Si no fuera por esta precaución, me infestaría, ¿no es verdad, caballero?... No puedo ver lo que veo... ¡Pobre Alejandro, pobre niño mío, pobre ángel de mis entrañas!...

Lágrimas y vinagre se confundían en su rostro.

—Retírese usted, señora,—indicó Arias.

—Pase usted aquí... al salón de embajadores,—dijo Poleró, no queriendo destruir la idea de palacio que tan encajada estaba en la mente de la Godoy.

—¡Oh!, sí... me retiro... Que Dios le sane pronto y le vuelva la robustez y la alegría. Ya sabía yo que pasaría esto. Lo supe hace tiempo. Yo lo sé todo.

Ruiz, cuando volvió á la cocina, se acercó á ella y con gravedad insufrible le dijo:

—Señora, en ausencia de la familia, yo me atreví á disponer que nuestro pobre amigo recibiera los consuelos de la Fe... Mi opinión, no obstante, no tuvo apoyo en los demás señores aquí presentes, y yo, no queriendo tampoco insistir en ello, por no ser de la familia, me lavé las manos...

—¿Se lavó usted las manos?—dijo la tiíta reparando en las extremidades del astrónomo.—Pues no se conoce. Las tiene usted que parecen manos de gañán. ¡Jesús! ¿no le da vergüenza[p. 257] de enseñar esas uñas?... ¡Ay! ¡qué horror! Se me revuelve el estómago. ¿Y se atreverá usted á dar esa mano á una señora?... Quiten para allá. Todos son unos bigardos... ¡Qué chicos los de hoy! No se les puede mirar, ni sentir, ni tocar... ¡Qué manazas, qué greñas sin peinar, qué barbas de chivo! Quiten para allá...

Á cada frase aplicaba á su nariz el pañuelo de vinagre... El de las lágrimas se lo había metido en el bolsillo.

—¿Por qué no se sienta usted, señora?

—Estoy bien...—replicó recogiéndose el vestido para no rozarse con ningún mueble ni objeto de los que en la pieza había.—No me siento, no. Sabe Dios lo que habrá en esas sillas... Habrá aquí poblaciones...

—Si la señora quiere pasar á mi casa—manifestó don José Ido con urbanidad,—allí encontrará un asiento más cómodo. Tenemos una butaca...

—Buena estará también... ¡Ay, qué palacios éstos!... Hay salones que parecen cocinas inmundas... Prefiero mi choza... ¿Es usted el médico que asiste á mi sobrino?

—No, señora—replicó Ido del Sagrario con un registro de voz que parecía el aleteo de una mosca.—Soy profesor de Instrucción primaria, con título y...

—Porque si fuera usted el médico, le diría que puede estar tranquilo. Alejandrito no se[p. 258] morirá: yo lo sé, yo lo he visto... Alejandrito no tiene más que un fuerte mal de amores: así lo dicen las acepciones de amor, desvío, mudanza, mujer morena... Con que no se aflijan, señores: lo digo yo, que he nacido en Jueves Santo.

Mirábanse Poleró y Arias aguantando la risa, y á pesar del dolor que les embargaba, casi no podían contenerla.

—Pero siéntese usted, señora...

—Que no me siento... Y si pudiera no tocar el suelo con mis pies... Es muy tarde: Teresa y yo no tenemos costumbre de andar de noche por esas calles. Nos retiramos.

—Uno de nosotros la acompañará á usted.

—¡Oh!... no... gracias. No se molesten... Cuiden bien al pobrecito enfermo, y denme aviso mañana de su mejoría... Aseo, aseo, agua y jabón es lo que hace aquí falta.

En aquel mismo momento, cuando ya la Godoy estaba casi en la puerta de la cocina para marcharse, oyóse en el pasillo rumor de agitado coloquio. Dos mujeres disputaban en voz baja: la una era Cirila, la otra su hermana. La primera, que había salido con una luz para buscar algo en uno de los cuartos obscuros, decía: «No entres: está muy mal. Estos señores no permiten... Más vale que te vayas.» Federico Ruiz, desde que oyera estos cuchicheos, vió llegada la coyuntura más bonita[p. 259] para el acto de ejemplaridad que anhelaba realizar. Por fin, gracias á él, los buenos principios iban á tener cumplida satisfacción en aquella casa; por fin, la malicia y la impureza sufrirían rudo escarmiento en la más solemne de las ocasiones. Salió prontamente, y encarándose con la Tal, echóle de buenas á primeras esta indirecta:

—Óigame, señora: haga usted el favor de salir de aquí. En nombre de la familia, yo...

—¡Eh!—dijo Poleró,—no hacer ruido. Ruiz, no se acalore usted: le tengo más miedo á su celo que á un cañón Krupp.

Del estrecho pasillo de la casa salieron todos al larguísimo y no muy ancho que era ingreso común de los diversos cuartos. Allí la claridad competía con las tinieblas; pero Cirila, que también salió, ganosa de aplacar á don Federico, llevaba la luz y alumbraba las figuras movibles y agitadas, cuyas sombras se extendían á lo largo de las paredes y salían hasta la escalera.

—No se puede tolerar—dijo Ruiz, con acento de calorosa honradez,—que en estos momentos críticos, en este trance aflictivo, venga usted á escarnecer con su presencia...

—Señor de Ruiz—observó Cirila incomodándose, pero sin atreverse á alzar la voz,—es mi hermana; y esta casa...

—No hay casa que valga, no hay hermana[p. 260] que valga...—clamó el astrónomo poniéndose furioso, ó simulando el enojo por el gusto que tenía de darse importancia.—Si usted me levanta el gallo, ahora mismo llamo una pareja. Y esta señora se va á la calle. Pronto... ¿Pues qué? ¿después que ha sido la causa de la perdición de nuestro desgraciado amigo, ha de venir á turbar la paz de sus últimos momentos, y á insultarnos á todos...?

—No alborotar, no hacer ruido—volvió á decir Poleró, creyendo que la expulsión se debía verificar con menos bambolla...—Está con la moralidad como chiquillo con zapatos nuevos.

Pero Ruiz, que se pirraba por el aparato escénico, siguió perorando de esta suerte:

—¡Representamos á la familia... y en nombre de la familia... en nombre de lo más sagrado...!

¡Con qué énfasis señalaba su dedo la escalera! La Tal no dijo una palabra. Dirigióle una mirada que lo mismo era de enojo que de burla. Pero no se movía; no parecía dispuesta á obedecer.

—Para evitar cuestiones—gruñó Cirila, empujando suavemente á su hermana,—más vale que...

En esto llegó doña Isabel. Su sombra pasó por encima de las sombras de los demás. Paróse, miró á todos uno por uno, después á la Tal... La admiración túvola suspensa un instante, y[p. 261] sus ojos de muñeca de porcelana y vidrio no se hartaban de contemplar la otra muñeca, de carne y hermosura, torneada con gallardía, y barnizada de expresión melancólica.

—Esta señora—dijo Ruiz,—es la perdición de nuestro amigo... ¡Preséntase aquí en estos críticos momentos! Ó ella, ó nosotros...

Con espontaneidad, que resultaba muy donosa, se escaparon de los labios de la Godoy estas palabras:

—María Santísima, ¡qué mujer tan guapa!

Tomando la luz de manos de Cirila, acercóla al hermoso rostro de la mujer de vida libre, el cual, iluminado, resplandeció como sol de belleza dentro de aquel círculo de semblantes vulgares. Desdén y burla, contenida pena y amargura echaba de sus fulmíneos ojos la Tal. De sus labios, ni una sola sílaba... Dejando la luz, doña Isabel lanzó un gran suspiro. Siguió observando.

—¡Gracias á Dios que veo aquí una persona limpia...! Y eso que las manos no están muy lavadas que digamos... Usted es de las que no cuidan más que el palmito...

Bruscamente tomó un tono como de alborozo infantil para exclamar:

—Princesa... no me le dejes morir.

Absortos los presentes, no observaron que sus ojos brillaban como esmeraldas sobre rieles de plata. La Tal seguía muda; mas la expre[p. 262]sión de su cara variaba... Casi, casi sonreía.

—La señora es de la familia—dijo Cirila señalando á la Godoy y mirando á Ruiz,—y ya ve usted cómo no hace esos aspavientos.

—Pero la señora—objetó Ruiz,—se ha escapado de un manicomio.

Doña Isabel, perdido ya hasta el último asomo de claro discurso, dió tres vueltas sobre sí misma, y en cada una tocaba el brazo de la Tal, repitiendo:

—No le dejes morir, no le dejes morir.

Aterrado de aquella escena, Arias tomó la mano de la señora para encaminarla á la escalera. La criada quiso también llevársela... Adiós, Isabel Godoy; adiós, pitonisa, burladora del tiempo, émula de la eternidad, cuyos senos mides, cuyos secretos exploras; virgen madre de todos los desatinos; maga, sibila, vestal, momia llena de gracia, archivo de la superstición y sacerdotisa del estropajo. Llévante unos demonios inocentes, infantiles, muy limpios, parecidos á los ángeles, como te pareces tú á una pura ninfa de los tiempos que no volverán.

Al poner el primer pie en el peldaño de la angosta escalera, acompañada de Arias, le dijo al oído, en el tono vulgar de una observación corriente:

—Al pobrecito enfermo le sentará bien la presencia de tan hermosa medicina. Los ojos[p. 263] matan, ¡ay! los ojos también curan... y resucitan. Que la vea... Se pondrá bueno al instante: lo sé, lo leo bien claro en las acepciones de reconciliación, cariño mutuo, castidad.

Bajaba precedida de su sombra, que iba reconociendo los escalones, por si no estaban seguros... Desapareció en la espiral tenebrosa como si se la tragara la tierra.

En el pasillo largo continuaba la escena, cuyos actores eran: Ruiz en el foro de los principios morales; la Tal en el de la pasiva resistencia á los dichos principios; Poleró en segundo término, murmurando:

—No hay cosa más cargante que un moralista que no sabe dónde pone el púlpito.

—Ya, ya se está usted marchando de aquí—decía Ruiz.—No tengo que añadir una palabra más.

Y ella no hacía más que retorcer las puntas de su pañuelo, y estirarlo luego y volverlo á torcer. Cuando el moralista alzaba mucho la voz, los ojos de ella fulguraban desprecio y cólera. Después, cansada de enredar con el pañuelo, se puso una punta de él en la boca, y tirando fuerte se aplastaba el labio inferior, mostrando sus blancos dientes y sus encías rojas.

—Más vale que te vayas—le dijo Cirila.—Así no tendremos cuestiones.

—¡Que traigo una pareja!

—Sosiéguese usted, hombre de Dios.

[p. 264]—¡Que la traigo!...

La Tal tiraba tan fuerte de su pañuelo, que sacó de él una tira con los dientes. Sólo con mirar á Ruiz, sin proferir una palabra, sabe Dios las perrerías que le dijo:

—Vaya, vaya—dijo Poleró empujándola con suavidad y llevándola consigo.—Ahora no puede usted verle... Acábese esto de una vez.

Cirila se retiró, dejando la luz á Ruiz. Cienfuegos alejóse también. La inflexible figura del astrónomo permaneció en medio del pasillo, con la luz en una mano, señalando con la otra la salida y término de aquel luengo conducto. Era la estatua de la moral pública alumbrando el mundo, y expulsando al vicio del cenáculo de las buenas costumbres. La consabida le echó unas tan atroces rociadas de desprecio, todo con el mirar, nada con la palabra, que casi, casi hicieron conmover en su firme asiento á la iracunda estatua, y se fué despacio, con irrisorios alardes de dignidad. Daba pataditas, y en la escalera marcaba los peldaños con cadencia insolente... Abur, espanto de las edades, viruela de los corazones, epidemia social, brújula del Infierno, carril de perdición, vaso de deshonra, rosa mustia, torre de vanidades, hijastra de Eva, tempestad de males, hidra corruptorísima. Carguen contigo los diablos feos y llévente, con tu séquito y corte de pecados, á donde no te volvamos á ver.

[p. 265]

V

Á las diez, Alejandro, dando un suspiro, pareció que salía de aquel espasmo congojoso. Cienfuegos y Felipe no se movían de su lado. Poleró y Arias, que entraban y salían de puntillas, en la sala callaban atentos, en la cocina se comunicaban sus tristes impresiones; y Ruiz, satisfecho de sus rasgos de carácter, sintiendo la gloriosa fatiga del que ha trabajado enormemente por la Humanidad, se echó á dormir en el camastro situado en uno de los cuartos obscuros. Cirila había ido á buscar cháchara á la puerta de la casa de Resplandor. Don José Ido, instalado en la cocina, esperaba las órdenes que se le quisieran dar, como salir en busca de los Santos Óleos ó de algún heróico remedio. Rosita se dejaba ver por allí alguna vez, soñolienta, deseando que la mandaran traer algo, ó prestar cualquier servicio. «Hija, ¿por qué no te acuestas?» le decía su padre. La infeliz no perdía ocasión de entrar en el cuarto del moribundo y coger con disimulo cortezas de pan, de las que había sobre la mesa, para comérselas y llevar algo á sus hermanos, acostados ya, pero despiertos, los tres juntos en un desvencijado catre.

Al despertar Alejandro de su pesado sopor, asombróse de ver á Felipe, y le dijo:

[p. 266]—¡Oh!... Flip... Ahora que te veo, comprendo que todo ha sido sueño... Creía estar en mi casa... Me pareció que ví entrar aquí á mi madre, y que me cuidaba... ¿De veras no ha estado aquí mi madre?

—¡Qué cosas se le ocurren! ¿Y para qué ha de venir su mamá si nosotros nos vamos á ir para allá la semana que entra?

—Dices bien... Pero yo, aun despierto, juraría que la ví entrar con su vestido de rayas blancas y negras. También juraría que andaba por aquí mi hermanillo Augusto enredando con un palo largo y un carretoncillo.

—Era Rosita Ido, que entra, como los pájaros, á buscar migas de pan.

—Dale todo lo que haya. Dinero no nos hace falta. Mi madre ha mandado mucho. ¿Sabes que me encuentro ahora muy bien? ¡Respiro con facilidad y me dan ganas de conversación!... Puede que podamos largarnos dentro de dos ó tres días. Á ver, probaré á levantarme. Cógeme por aquí... Y tú, Cienfuegos, por este otro lado. ¡Arriba, guapo!

Entre los dos le levantaron, dió dos pasos, y al instante volvió á caer en el sillón.

—Perfectamente. Aunque no puedo moverme, reconozco que estoy ágil, relativamente... Y no me duelen las piernas cuando las estiro, ni los brazos... Esta tarde he padecido horriblemente. Deseaba morirme, ¡qué disparate! y[p. 267] decía para mí que siendo la vida un suplicio, la muerte es la convalecencia de la vida, y que morir es sanar. ¿Qué te parece, Cienfuegos?

—Que no pienses en eso. Pronto estarás hecho un roble. Duérmete ahora.

—¡Si no tengo sueño, hombre de Dios!—replicó el enfermo, respirando con cierto desahogo, y pronunciando claramente las palabras una á una.—¿Sabes lo que haría yo ahora de buena gana? Pues me pondría á escribir. Siento cierta frescura en el entendimiento. Esta tarde, en aquel padecer horrible, estaba viendo clarita, verso por verso, toda una escena de El Condenado por confiado.

—La escribirás en la Mancha. ¿Tienes sed?

—Ni pizca... ¡Ah! sí. Felipe, dame agua... ¿Con que lo he soñado, ó es cierto que viene mi madre á buscarme?

—Es cierto que viene—manifestó Cienfuegos.—Ya te dije que la espero mañana.

Cienfuegos y Poleró habían puesto un parte á la familia, y esperaban que alguien viniese. Pero al enfermo no habían dicho nada de esto por no alarmarle.

—¿Pusísteis telegrama?

—No, hombre. ¿Á qué venía eso, si tú no tienes gravedad?

Los amigos habían recibido el día anterior una carta de don Pedro Miquis, en la cual decía que él ó su señora irían á Madrid, en caso[p. 268] de recibir aviso telegráfico de la importancia del mal.

—¿De modo que tú crees que vendrá mi madre?...

—Mañana la tendrás aquí.

El gozo que esto le produjo le animó extraordinariamente.

—Ó me engaño mucho, ó sólo con verla entrar creo que me restableceré por completo.

—Como si lo viera... Procura serenarte ahora, y duerme. Voy á ver si se han dormido esos chavales y á echar un cigarro con ellos si están despiertos. (Sale Cienfuegos.)

—Aristóteles.

—Señor...

—¿Estás aquí? No te veo bien.

—Si estoy aquí...—dijo Centeno, acariciándole las manos, que tenía entre las suyas.

—¿Hay luz en el cuarto?

—Sí.

—Me pareció que estaba esto muy obscuro. Pues lo que es mis ojos bien claro ven. Á tí te distingo como un bulto. ¿Sabes una cosa...?

—¿Qué?—preguntó Centeno con ansiedad, notando en la voz de su amo y en su manera de decir un sentimiento y dulzura inexplicables.

—Que me han entrado fuertes deseos de...

—¿De qué?

—Te vas á reir,—murmuró Alejandro rien[p. 269]do á su vez; pero su jovialidad era triste como flor nacida en grietas de sepulcro.

—No, no me río.

—Pues me han entrado ganas de darte un apretado abrazo... Yo no puedo, porque tengo los brazos como si fueran de algodón. ¡Cosa más particular!... Dámelo tú á mí.

Tan aturdido estaba Felipe, que no acertó á satisfacer el deseo de su amo. Fué preciso que éste repitiera su mandato para que el Doctor se pusiese en pie, y acercándose á Miquis todo lo más que podía, le estrechara en sus brazos.

—No, no aprietes tanto, que me ahogas... así. Ya ves qué antojos me entran. ¿Qué dices á esto?

Aristóteles no podía decir nada. Invisible mano le estrangulaba. Retiróse un instante para disimular su pena y sofocarla.

—¿Qué haces, Felipe? ¿Lloras?

—No, señor—replicó el otro con risa convulsiva:—es que me he dado un golpe en este codo.

—Ven acá; no te separes de mí...

—Aquí estoy.

—Pero te pones á diez leguas... Más cerca... ¡Qué alegría me da cuando pienso que vamos á estar juntos en el Toboso!... Mañana llega mi madre, y cuando te conozca, me dirá que de dónde he sacado esta alhaja... Toda tu vida[p. 270] me la tienes que consagrar y estar siempre conmigo, hasta que los dos nos caigamos de viejos.

—Eso sí.

—Otras veces, cuando he estado tan malo, he pensado qué sería de tí si yo muriera; ahora que estoy mejorando á pasos de gigante, pienso que los dos hemos de llegar á viejos... Con todo, me parece que hace tiempo que no te he visto, ó que voy á estar mucho tiempo sin verte... no sé por qué. Se me antoja ahora... mira tú qué tontería... se me antoja que vamos á separarnos.

—¡Vaya un desatino!... ¡qué bro...mitas!

—Chico, es que esta noche estoy lleno de manías. ¿Sabes la que me ha entrado ahora? Pues verás. Como mi madre llega mañana y trae dinero, no necesito del que tengo ahora. Se me ha ocurrido darle una parte á Cienfuegos, otra á don José Ido, y lo demás á esa pobre Cirila... ¿Qué opinas?

El reparto de capitales no le parecía bien á Felipe; mas en la situación de congoja en que estaba no quiso contradecir á su amo.

—Me parece muy bien.

—Llámate á Cienfuegos. ¡El pobre...! Quiero darle una sorpresa. Verás qué alegre se pone.

Felipe salió. Deseaba estar un momento fuera para dar expansión á la pena que le ahogaba. Cuando se presentó en la cocina con un[p. 271] puño en cada ojo, los amigos, alarmadísimos, sospecharon un mal suceso.

—Que vaya usted, señor de Cienfuegos,—fué lo único que dijo Felipe.

Y él se quedó allí, llorando con gran desconsuelo. Don José Ido no estaba presente; pero sí Rosita, la cual creyó muy del caso consolar á su amigo con las frases propias de la ocasión, entremezcladas de suspiritos:

—Hijo, es preciso conformarnos con la voluntad de Dios. ¡Ay, Jesús, qué mundo éste!... No hay más que penas.

El Doctor se limpió las lágrimas, y serenándose un tanto habló así con su amiga:

—Chiquilla, ¿por qué no vas á acostarte? ¿Qué haces tú por aquí á esta hora?

—Puede ofrecerse algo... ya ves... Hasta que papá no se acueste... Vaya un escándalo que hubo esta noche, ¿lo oíste? cuando vino la señora aquélla, loca... Dicen que esa señora lava la sal antes de echarla en el puchero... ¿Pues y la chubasca?... ¡Lo que te perdiste! Ella no se quería marchar; pero tanto le dijo el señor de Ruiz... ¡Ay! hijo, el señor Ruiz es como un predicador. Dice mamá que para obispo no tiene precio. Ahora está durmiendo. ¿No oyes sus ronquidos?... Pues la Tal salió hecha un veneno. Yo subía la escalera cuando ella iba para abajo. En cada descanso se paraba y volvía los ojos para arriba. Daba miedo verla. El se[p. 272]ñorito Poleró bajó con ella, y el señorito Arias también. Los dos se reían y le decían cosas... «Mujer, no te enfades... no hagas caso de ese farsante de Ruiz...» El señorito Poleró la pellizcaba. ¡Qué pillos!... ¿eh? y ella tan seriota...

—Rosa—dijo don José, presentándose de improviso en la puerta de la cocina,—acuéstate al momento. Es muy tarde.

Notó Felipe en su amigo una exaltación, un extraño júbilo, que hacía, sobre su apenado semblante, efecto parecido al de los fuegos fatuos. Sus mechones bermejos parece que tendían á engalanarle el rostro como guirnalda de triunfo.

—¿No sabes lo que ocurre?—dijo á Felipe mostrando en la palma de la mano dos monedas de oro.—Pues verás: me llama ese bendito don Alejandro... Entro, hijo, y me da estos doblones... Dice que no le hacen falta; que tiene el mayor gusto en atender á mis necesidades. Francamente, naturalmente, yo lo agradezco mucho, yo estoy conmovido... ese joven es un santo... pero si mañana hiciera falta este dinero para el entierro...

Diciendo esto, guardaba las monedas.

—Si quieres completar el rasgo de generosidad de tu noble amo—añadió retrocediendo,—amigo Felipe, liberal joven, digno Panza de aquel bravo don Quijote, ¿por qué no me das uno de los dos panecillos que tienes allí? Creo[p. 273] que no te harán falta. Tu amo está rico. Estos pobres niños no quieren dormirse por la gran necesidad que tienen...

Centeno le dió sin vacilar lo que deseaba. Partió el pendolista un pedazo para darlo á su hija, y el resto destinólo á los chicos, no sin coger para sí un bocado que se comió con muchísima gana.

—Yo no me acuesto esta noche. Pienso que he de hacer falta. Y además, ¿para qué dormir? ¿para soñar que soy director de un colegio y luego despertar lleno de desconsuelo y amarguras? Mejor es velar, velar...

Poleró entró en la cocina diciendo:

—Parece mentira... Está despejadísimo; pero cree Cienfuegos que durará pocas horas... Felipe, te llama.

Cuando Centeno entró, su amo callaba. De pronto murmuró estas palabras:

—Que me dejen solo con Felipe.

Arias salió; pero Cienfuegos quedóse oculto tras el sillón.

—Aristóteles...

—Aquí estoy.

—Ponte más cerca.

Felipe hizo reclinatorio de las rodillas de su amo.

—Así... Ahora siento una languidez, un sueño... No me duele nada. Parece que me voy á dormir, y que estaré durmiendo días y días.[p. 274] Ya es tiempo, porque estoy fatigadísimo con tanta mala noche como he pasado. Un encargo te voy á hacer. ¿Lo cumplirás?

—Pues ya...

—Cuidado, Felipe, cómo te descuidas... Si me duermo esta noche, y mañana sigo durmiendo con ese sueño pesado, con ese sueño profundísimo que siento venir, ¿entiendes?... en cuanto llegue mi madre, me despiertas. Me llamas, y si no te respondo, me sacudes el cuerpo bien sacudido...

—Descuide usted,—dijo Felipe con el corazón traspasado.

—En tí confío, Aristóteles... y así podré dormirme tranquilo... Aunque si mi madre llega, creo que el corazón, saltando, me despertará por muy dormido que esté.

Dejó caer los párpados... Murmullo lento y hondo salía de sus entreabiertos labios. Cienfuegos se adelantó para observarle de cerca. Como el desmemoriado que retrocede, se agitó Alejandro, abrió los ojos...

—Aristo...

—Señor.

—Hace tiempo que pensaba preguntarte una cosa, y esta maldita memoria mía... Se me escapan las ideas... Dime si en estos últimos días ha venido á verme...

Felipe, comprendiendo al instante, creyó oportuno consolarle en aquella ocasión...

[p. 275]—Ya lo creo que ha venido, sí, señor... Sólo que no hemos querido dejar entrar á nadie... Como estaba usted durmiendo...

—Ha venido...—balbució Miquis, y en aquel mismo instante apareció tan descompuesto su rostro, que Cienfuegos y Felipe se espantaron. Era otro, era un muerto.

—Sí, señor—dijo Felipe, hablando junto al oído de su amo;—ha venido... siempre tan... cariñosa... Llorando por no poder verle, y diciendo que...

—Cállate,—dijo bruscamente Cienfuegos.

Pasó un rato. De repente oyóse otra vez:

—Aristo...

—Señor...

—Duermo... ¡qué sueño!... Despiértame mañana, que quiero hacer una cosa...

—¿Qué?

—Quemar El Grande Osuna...—murmuró Alejandro con visible esfuerzo, que parecía un tanto doloroso.—Es detestable... Es feo y repugnante como mi enfermedad. Todo lo que contiene resulta vulgar al lado de la excelsa hermosura artística que ahora veo, al lado de esta creación de las creaciones, que titulo El Condenado por confiado... Es la salud, es el vivir sin dolor... Aquí veo otra figura, otra belleza suprema... Á su lado aquélla es fealdad, impureza... podredumbre... consunción...

[p. 276]—¡Quemar El Osuna!... no, señor... ¡qué dirá la señorita Carniola..!

Miquis, ya con los ojos cerrados, hizo contracciones de disgusto. Creeríase que tragaba una cosa muy amarga, muy amarga... Más que habladas, fueron estertorizadas estas palabras:

—La aborrezco...

Felipe le observaba... Cienfuegos le puso la mano en la frente... Momento de terror... Inmenso sueño aquél.

—Se ha dormido,—murmuró Felipe atónito.

—¡Qué muerte tan dulce!—dijo Cienfuegos.

VI

La escena representa el interior de un coche de alquiler. En el fondo, Aristóteles y don José Ido ocupan el asiento principal; á izquierda y derecha, cerradas portezuelas con ventanillas, cuyas cortinas verdes agita el aire. Veterano corcel tira con trabajo de la escena, á la cual preceden otros cinco vehículos de igual aspecto mísero, con sus cortinillas, su dormilón cochero y su caballo claudicante. La fila marcha perezosa, por calles y caminos, siguiendo á otro armatoste poco agradable de ver, cosa negra y desapacible, sobrecargada de tristeza y duelo.

Ido.—(Acariciando él hombro de su amigo.) Pues esto no tiene ya remedio, amigo Felipe, bueno es que te vayas conformando con la vo[p. 277]luntad de Dios, y pongas ya término á tus lágrimas, ayes y suspiros. Empiezas á vivir; tienes mucho mundo por delante; estás en edad en que los duelos pasan pronto, sin dejar huella. No quieras hacerte superior á tus años prolongando tu dolor más de lo que corresponde, y desmintiendo tu niñez florida. Ánimo, hijo, y considera que estos trances aflictivos son los mejores maestros que podrías desear para instruirte en el gobierno de tí mismo y en todo el saber de la vida. (Sintiéndose inspirado.) Considera que esto es para tí ventajoso, pues entras en los combates del vivir, no desnudo y sin armas, cual entran los más, sino ya vestido con cota de dolor y resguardado tras el durísimo broquel de la experiencia; y francamente, naturalmente... yo, en tu lugar, me alegraría de haber visto lo que has visto, de haber pasado lo que pasaste... No seas tonto: encontrarás ahora colocación mejor y amos generosos que te protejan...

Aristóteles.—(Dando un gran suspiro.) No encontraré otro amo como el que se me ha muerto, señor don José... Hombre de mejores entrañas no creo haya nacido. Era tan bueno, tan bueno, que no hacía más que disparates. Yo no sé qué pensar... Si los buenos son así...

Ido.—(Con agudeza filosófica.) Es que, según dice un libro que leí anoche, no debemos ser buenos, buenos, buenos, sino buenos á secas,[p. 278] con algo que tire á lo mediano, y cierto ten con ten de bondad y picardía.

Aristo.—Yo creo que si mi amo no hubiera sido tan... tan... Poleró le llamaba el goloso de las damas, y Arias decía que había hecho voto de... de lo contrario de castidad... Pues creo que si mi amo no hubiera tenido esta falta, habría sido santo... ¿No lo cree usted...?

Ido.—(Con penetración, que es forzoso atribuir á que algún espíritu le sopla lo que dice, ó á que se ha encarnado en él, por milagroso modo, la misma sabiduría.) Todos, todos los humanos, si no fuéramos lo que somos, seríamos santos; es decir, que si no tuviéramos esta maldita carne mortal, por la cual somos hombres, seríamos ángeles... Estamos encarnados en nuestras flaquezas, y de ellas recibimos nuestro ser visible. Por esto se dice: «somos fragilidad y podredumbre.» De ellas se derivan todos nuestros males, y ellas mismas son penitencia á la par que son pecados.

Aristo.—Bien lo ha pagado él, ¡pobrecito! La suerte que se consolaba con sus dramas y con las cosas bonitas que estaba siempre sacando de su cabeza. Decía Sánchez de Guevara que mi amo era un hombre en verso, y yo creo lo mismo. Todo en él era verso, todo música. Mi amo sonaba, sí, sonaba como las panderetas.

Ido.—(Grave, solemne, emulando á Confucio y á los profetas.) Mal terrible es ser hombre[p. 279]-poema en esta edad prosáica. El mundo elimina y echa de sí á los que no le sirven. Nada es tan funesto como la vocación de ruiseñor en una familia de castores.

Aristo.—Ya, ya pagó bien mi amo su falta. El verso no le valió de nada más que de consuelo y distracción. No tuvo un solo día de tranquilidad... siempre pobre... Perdió la salud y la vida. ¡Maldita tisis! Yo me consumía la sangre, viendo que todo el dinero que tenía se lo arrebataban... Entre las dos Tales le pelaron: la una se llevaba todo el dinero; la otra toda la ropa...

Ido.—(Enternecido.) Sí, sí: triste cosa es que á un joven de tales prendas, hijo de padres ricos, hubiera que amortajarle con ropa de los amigos. Y no lo digo por vanagloriarme de la parte que tuve en esta obra de caridad, pues sólo dí la corbata negra, que no vale un ochavo, y aún me quedó esta otra cinta obscura y algo deshilachada que me puse, para venir dignamente al entierro.

Aristo.—(Afligidísimo.) ¡Ay! usted no sabe, don José, lo que pasó. Si se lo cuento, se horrorizará, porque ello es tan infame que parece mentira. Pero es verdad, es verdad, como Dios que nos está mirando.

Ido.—(Desperezándose.) Cuenta, hombre, cuenta esos horrores, que francamente, naturalmente, este viaje es harto pesado, y con el[p. 280] fuerte calor no sabe uno cómo ponerse, ni á dónde echar piernas y brazos, ni de qué modo entretener el tiempo.

Aristo.—Pues ya sabe usted que le pusimos el pantalón negro del señorito Cienfuegos, las botas de Alberique, que me dió doña Virginia y que le venían tan grandes, el chaleco de Arias y la levita de Cienfuegos. Esta prenda era la única decente; las demás no valían nada... Pues oiga usted. Anoche me estuve toda la noche velándole, y nada pasó; pero esta mañana, cuando salí á llevar los recados á los amigos para que vinieran al entierro... esa sinvergüenza, esa Cirila de mil demonios, más mala que la langosta, y más ladrona que el robar, esa Iscariota, esa judía, esa loba con cara de mujer...

Ido.—(Aterrado.) ¿Qué hizo? Me parece que lo adivino. ¡Esa hembra sin entrañas, esa mujer sin hijos, esa madre del robo, ese monstruo rapaz, profanó el cuerpo de tu amo, desnudándole de alguna prenda valiosa...!

Aristo.—(Llorando con rabia.) Le quitó la levita. Cuando entré y lo ví, me dió una cosa, señor don José, me corrió un fuego por todo el cuerpo... Volé á la cocina; allí estaba fingiendo sentimiento... Me fuí derecho á ella, y le dije todo lo que había callado en tanto tiempo... yo estaba como un león. No sentía más que no ser hombre para dejarla seca allí mismo. Me[p. 281] la hubiera comido á bocados... Ella agarró una escoba y las tenazas de la cocina. Si no me coge Resplandor por la cintura y me sujeta, hay allí la del Dos de Mayo. Todavía me dura el sofoco... Me la ha de pagar... No se la perdono, no se la perdono.

Ido.—(Con apacible serenidad y con unción que no parece suya, sino de los espíritus de santos ó filósofos que andan por dentro de su cuerpo.) Modérate, ¡oh, Felipe! y templa tus excesivos arrebatos, impropios de estas fúnebres circunstancias. Elévate por cima de las miserias humanas, y considera que esa indigna mujer tendrá el castigo en su propia conciencia. Dios se encargará de ella. Déjala tú... El hombre no es buen justiciero del hombre. Además, nunca menos que en esta ocasión ha necesitado tu bendito amo del abrigo y confortamiento de una levita. ¿No nos dice la Religión que el cuerpo es polvo y ceniza? El polvo, digo yo, ¿para qué necesita del auxilio de los sastres? Cierto que el acto... llamémosle acto... de esa mujer, es una horrible profanación; pero esto que acompañamos no es más que un despojo miserable que vamos á entregar con solemnidad convencional á la tierra. No le quitará Cirila á tu amo su glorioso vestido de inmortalidad, ni el espíritu excelso de Miquis padecerá de frío en las regiones invisibles, intangibles é inmensurables. Y sin tras[p. 282]pasar con el pensamiento las fronteras que de tu amo nos separan, podrás hallar consuelo considerando que la rapacidad de una vil patrona no despojará á tu amo de la gloria mundana que envolverá su nombre, cuando sea conocido ese portento literario, ese drama de los dramas...

Aristo.—(Con hondísima pena.) Esa es otra... ¡señor don José de mi alma!... ¡Usted no sabe!...

Ido.—¿Qué?... No cuentas hoy más que desdichas... Apenas abres la boca, ya tiemblo.

Aristo.—Pues tiemble usted todo lo que quiera... pero sepa que el drama ya no existe. Esta mañana, cuando fuí á casa de Resplandor en busca de un poco de agua para lavarme, ví que doña Ángela (¡mal demonio se la chupe!) tenía el acto primero, y le estaba arrancando las hojas para hacer papillotes con que sujetar los rizos de las niñas... Al ver esto me volé. Ella dijo: «pues tonto, ¿para qué sirve esto? Los chicos lo han traído. Yo no sabía lo que era...» Recogí algunas hojas. Después ví que Ruiz se llevaba otro acto. El tercero le sirvió á Cirila para encender la lumbre. Con el quinto hacían pajaritas los muchachos. El cuarto lo pude salvar y lo guardaré toda mi vida...

Ido.—(Meditando.) ¡Gran desastre es que obra tan supina haya caído en manos de gente in[p. 283]docta! Yo que tú, procuraría restaurar toda la obra, recordando algunos pasajes y añadiendo de mi cosecha lo que se me hubiera ido de la memoria.

Aristo.—(Prontamente.) Usted es bobo... por fuerza... ¡Qué cosas se le ocurren!

Ido.—Siento de veras la pérdida de ese precioso manuscrito... ¡Obra más hermosa...! Si se representara, daría mucho dinero... Y no me has dicho una cosa que deseaba saber. ¿Cómo se han arreglado para los gastos del entierro?

Aristo.—Como saben que don Pedro Miquis ha de mandar lo necesario, echaron un guante entre todos para anticipar la cantidad. Poleró dió ocho duros, Arias cinco, Cienfuegos devolvió la cantidad que mi amo le había dado, menos treinta y dos reales. Doña Virginia también dió algo, y Ruiz ni una mota, porque dice que tuvo que pagar una cuenta. Ese es de lo más farsante que hay. No sirve más que para dar órdenes, meterse en todo y hacer pamemas. Estaba durmiendo cuando el señorito espiró. Al entrar en el cuarto, no hacía más que lamentarse de que no se le hubiera avisado. Echó una voz muy hueca y dijo: «Señores, el romanticismo ha muerto.» Y luego: «¿Qué hacemos, pero qué hacemos?...» Yo no sabía lo que me pasaba. No quería creer que don Alejandro estaba muerto, porque un momento an[p. 284]tes me había dicho cosas... Se murió en mitad de un suspiro, con medio sollozo dentro y medio fuera. El alma se le salió sin darle ni una chispa de padecer... Se quedó tan sereno, que parecía que estaba durmiendo y soñando las cosas bonitas que él sabía soñar... Cienfuegos, que no tiene más falta que ser tramposo, lloraba como un chiquillo; le abrazaba y le besaba la mano... Yo también...

Ido.—Sosiégate... no llores, repitiendo la escena luctuosa. Tu edad juvenil es propicia al olvido, y la energía reparatriz derramará pronto en tu ánimo su bálsamo consolador.

Aristo.—(Cortando la relación con suspiros.) Poleró también lloraba, porque es buen chico, y Arias, pálido y muy triste, decía: «Yo no sirvo para esto.» Se quitaba y se ponía los lentes sin parar. Mirando á mi amo, echaba suspiros. Ruiz era el que no dejaba de hablar, y siempre á gritos. Salía al pasillo, diciendo á todo el que pasaba: «Ya espiró, ¡pobre amigo!» Y luego entraba otra vez, y cruzándose de brazos decía: «Pero ¿qué hacemos? ¿Están ustedes lelos ó qué...? Hay que determinar algo.» ¡Cansado hombre, qué ruido hacía para nada!... Después se quejó de que don Alejandro se hubiera muerto sin religión, y dale otra vez con aquello de «yo me lavo las manos, yo no tuve la culpa...» Un rato larguísimo estuvieron tratando del parte que habían de poner á la fami[p. 285]lia... si lo pondrían así ó asado. Por fin salió el parte y yo fuí al telégrafo. Ruiz bajó por la mañana á la estación por si llegaba doña Piedad... pues... para prepararla, y enterarla poquito á poquito de la defunción del hijo. Pero doña Piedad no vino. Como al Toboso no va telégrafo, creen que el parte puesto ayer al Quintanar no se habrá recibido hasta hoy... Después que se arregló lo del telégrafo, empezaron á ocuparse de cómo le vestían. Yo buscaba ropa... nada; revuelvo todo y... nada. ¡Aquella ladrona, aquella Caifasa...! ¡Ay! don José, yo tengo envenenada la sangre... Por fin le vestimos, como usted sabe mejor que nadie, porque me ayudó en ello... Los señoritos, reunidos en la cocina, hicieron cuentas de lo que costaba el entierro, y luego echaron un guante... y con el dinero que sobró, compró Cienfuegos una corbata negra. Los coches los pagan ellos también á escote, para lo cual pidieron á todos los amigos, y éste una peseta, aquél dos, se juntó la cantidad. En el primer coche va Ruiz con un señor manchego que conoce á la familia. Don Federico preside, porque si le quitan el presidir y el ponerse delante de todos, creo que le da un soponcio... Á mí no me querían llevar... Yo hubiera ido á pie... pero el señorito Arias fué el primero que dijo: «Felipe no puede faltar.» Total: seis coches y catorce personas.

Ido.—(Patéticamente.) ¡Tales desengaños en[p. 286]cierran los designios de los hombres! El que estaba designado á ser fanal de gloria, muere obscuro; el que parecía llamado á conmover y entusiasmar á las muchedumbres, es conducido á su última morada en pobre convoy sin más compañía que la de unos cuantos amigos. (Mostrándose tan inspirado que sin duda no es él, sino Salomón, el que habla.) ¿De qué valen las glorias humanas? ¡Ay! humo son y polvo de los caminos. Para combatir la aflicción, seamos buenos y echemos de nuestros corazones la vanidad. La memoria del justo será bendita; mas el nombre de los impíos se pudrirá... Ten confianza en Dios, Felipe, que si con tu amo ha sido justiciero, lo será también contigo, dándote alientos para seguir por el derrotero de la vida. Y no te aflijas porque estés algunos días sin colocación. En mi casa, hijo, ya sabes que no reina la abundancia; pero lo poco que hay será partido alegremente contigo, mientras no halles acomodo... No, no tienes que agradecernos nada. (Con iluminismo.) Bien dijo el otro: «Bienaventurado quien piensa en el pobre; en el día malo lo librará Jehová...» Y ahora que me acuerdo, voy á proponerte una colocación decorosa. Es más de lo que podías soñar.

Aristo.—(Con vivo interés.) Dígamelo pronto.

Ido.—Pues un amigo tengo, persona respetabilísima... no vayas á creer que es un cualquiera... que se dedica á especulaciones mer[p. 287]cantiles y al comercio ambulante de petróleo, quiero decir, que es de esos que van por las calles con un caballo cargado de cántaras de aquel inflamable líquido. Á un chico, de tu edad poco más ó menos, que era su dependiente, le despidió hace pocos días por ciertas desazones, y ayer me dijo: «Señor de Ido, búsqueme usted un buen muchacho de estas y estas circunstancias para que me ayude en mi trajín.» Al pronto no me acordé de tí; pero ahora caigo en la cuenta de que te ha venido Dios á ver con esta proporción... Todo se reduce á conducir el caballo; el trabajo no es grande; paseas de lo lindo, y hasta es un gusto ir por esas calles tocando la corneta para que bajen las criadas. Parecerás el ángel del Juicio Final. ¿Te conviene? Dí sí ó no.

Aristo.—Lo pensaré, señor Ido, y la cosa está en saber lo que su amigo ha de darme por ese trajín de estar todo el santo día en la calle dando trompetazos.

Ido.—Creo que los emolumentos no serán flojos. Y en todo caso, más vale siempre algo que nada. (Repítese el fenómeno de que la sabiduría se le pasea por el cuerpo y sale á sus labios.) El hombre, en toda ocasión, debe aprovechar lo que encuentra, y sin perjuicio de sus aspiraciones á lo mejor, coger lo bueno y lo posible que á su lado vea. Sí: cuando no tienes nada y te ofrecen medio, no te impida tomarlo[p. 288] la idea de poseer uno entero. Y sobre todo, hijo, lo mejor es contentarse con poco, para esperar siempre más, pues si alimentaras aspiraciones desmedidas, al satisfacerlas creerías tener menos de lo deseado. El que es humilde es rico, y bien dijo quien dijo: «¿Hallaste la miel? Come lo que te baste, no sea que te hartes de ella y la revieses.»

Aristo.—(Mirando con malicia á don José, pues no comprendiendo que Salomón es el que habla, sospecha que el pobre maestro está algo bebido.) Don José, usted está hoy muy sabio.

Ido.—Cosas son éstas, amigo Felipe, que leí anoche y se me han quedado fijas en la memoria. Yo me animo con la lectura, y una frase feliz, un pensamiento agudo parece que me regeneran y dan nuevo ser á mi espíritu. No olvides aquello de: «el cuidado congojoso en el corazón, lo abate; mas la buena palabra lo alegra...» Yo, además, tengo motivos para no estar tan triste como otras veces. Sabrás, caro Felipe, que me han salido dos discípulos.

Aristo.—¿De veras? Ese sí que es favor de Dios.

Ido.—Sí, dos discípulos. ¡Y qué buenos chicos! Estaban en casa de don Pedro, y como allí no aprendían jota, los han sacado sus padres, y desde mañana voy á la casa á darles lección privada... Hijo, son cinco duros al mes que me caen como el maná... Y ahora que nombro á[p. 289] don Pedro, diréte que ya ese hombre no es hombre, es una bestia. La familia está desorganizada; cada cual tira por su lado; la madre parece que ha caído poquito á poco en la mala costumbre de echar unas siestas muy largas después de comer... Ya en mis tiempos gustaba de lo añejo. Marcelina, entregada á la embriaguez del fanatismo, pasa todo el día en la iglesia, borracha de rezos, y don Pedro... ¡Oh! ese merece capítulo aparte, y si tenemos un rato libre, te he de contar los horrores que sé, y hacerte ver los pasos del incierto camino por donde marcha nuestro maestro sin ventura... ¡Oh, aquí de tu amo! Con aquella imaginación suya y aquel arte, bien hubiera podido coger la pluma y endilgar un drama que sería el non plus por lo terrible y lo verdadero... Ya hablaremos de esto más despacio. Yo, no sintiéndome con fuerzas para tan alto asunto, puede que agarre la de ganso y enjarete una media resma para echar también mi cuarto á espadas en literatura, porque francamente, naturalmente, los tiempos son malos; todos servimos para todo, quién más, quién menos, y como se trate de ganar un real, no hay cosa que me espante ni escrúpulos que me arredren (con exaltación). José Ido del Sagrario es hombre para todo; José Ido del Sagrario tiene alientos de poeta, bríos de inventor y un correr de pluma que ya...

Aristo.—(Asustado, y sospechando otra vez,[p. 290] viendo la animación y el brillo de los ojos de su amigo, que ha tenido alguna debilidad anacreóntica.) Don José, ¿pero va usted á volverse literato?

Ido.—(Con marrullería.) No te diré que sí ni que no... Puede ser, puede no ser. Ello es que hace días se me ha clavado aquí una idea, y no puedo echarla de mí... (con cierto misterio). Ya sabes que hay ahora una literatura harto fácil de componer y más fácil de colocar: hablo de las novelas que se publican por entregas á cuartillo de real, y que gozan del favor de miles de miles de lectores. Editorcillo hay que da una onza por cada reparto al forjador de tales composiciones; otros dan diez duros, otros siete, según la correa de invención que saca de su cabeza cada autor. Pues bien: un amigo mío que trabaja en estas cosas, y que ha ganado mucho dinero, me aconsejó no há mucho que me meta yo también á novelador... Francamente, naturalmente, al pronto me pareció absurdo; después lo he pensado, hijo... Es cosa facilísima idear, componer y emborronar una de esas máquinas de atropellados sucesos que no tienen término, y salen enredados unos en otros, como los hilos de una madeja... Yo he de probarlo, Felipe; yo he de hacer un ensayo en esta cosa bonita y cómoda del novelar. Ya tengo pensado un principio, que es lo que importa; y cuando menos lo pienses, verás mi nom[p. 291]bre por esas esquinas de Dios, y te echarán por debajo de la puerta un cuaderno con láminas muy majas y un poquito de texto para que caigas en la tentación de suscribirte.

Aristo.—(Con inocencia.) Pues, hombre de Dios, si quiere componer libros para entretener á la gente y hacerla reir y llorar, no tiene más que llamarme; yo le cuento todo lo que nos ha pasado á mi amo y á mí, y conforme yo se lo vaya contando, usted lo va poniendo en escritura.

Ido.—(Con suficiencia.) ¡Cómo se conoce que eres un chiquillo y no estás fuerte en letras! Las cosas comunes y que están pasando todos los días no tienen el gustoso saborete que es propio de las inventadas, extraídas de la imaginación. La pluma del poeta se ha de mojar en la ambrosía de la mentira hermosa, y no en el caldo de la horrible verdad.

Aristo.—Pues ponga todo eso de don Pedro Polo que, según dice, es tan bueno...

Ido.—No, hombre, no: yo no voy á escribir para que se duerman los lectores... Pienso desarrollar un estupendo plan moral: enaltecer la virtud y condenar el vicio... ¡Buena zurra les daré á los pícaros...! pondré como ropa de pascuas á los perdularios y jugadores, y á las mujeres levantadas de cascos que faltan á sus maridos, y á todas esas bribonazas que corrompen á la sociedad... Algo, naturalmente, fran[p. 292]camente, he de tomar del mundo visible; y, por ejemplo, al pintar un empedernido avaro, me acordaré de Resplandor; si pongo hembras malas, tendré presentes á Cirila y su hermana; al ocuparme de los hombres oprimidos del peso de su condición social, sacaré á relucir á nuestro don Pedro Polo, si bien cuidaré de presentarles á todos en fantasía y de hacerles hablar un lenguaje escogido, sutil y que no sea como el lenguaje que hablamos en el mundo. Ya he principiado á revolver mis libros leyendo ésta ó la otra página, para que se me vayan pegando las frases bonitas y voces refinadas que debo usar. Tipos no han de faltarme: para el de la mujer virtuosa, tengo á Nicanora, á quien veo como ángel de fidelidad, dulzura y belleza; y para modelo de muchachos leales, tú... Pero ya llegamos. El vehículo mortuorio se detiene ya en la puerta del descanso eterno; los convidados bajan, y vamos todos á cumplir este deber triste con los fríos despojos que nuestro desventurado amigo nos dejó al partir para la Gloria Eterna.

Madrid, Mayo de 1883.

FIN DE EL DOCTOR CENTENO


[p. 293]

ÍNDICE DEL TOMO SEGUNDO

Páginas.
IV.— En aquella casa. 5
V.— Principio del fin. 91
VI.— Fin. 153
VII.— Fin del fin. 229

Nota de transcripción