The Project Gutenberg eBook of El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) Author: Mariano José de Larra Release date: November 25, 2016 [eBook #53587] Most recently updated: June 13, 2020 Language: Spanish *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE, TOMO I (DE 4) *** E-text prepared by Josep Cols Canals, Ramon Pajares Box, and the Online Distributed Proofreading Team (http://www.pgdp.net) from page images generously made available by Internet Archive (https://archive.org) Note: Images of the original pages are available through Internet Archive. See https://archive.org/details/eldonceldedonenr01larr Project Gutenberg has the other three volumes of this work. Volume II: see https://www.gutenberg.org/ebooks/53588 Volume III: see https://www.gutenberg.org/ebooks/53589 Volume IV: see https://www.gutenberg.org/ebooks/53590 NOTA DE TRANSCRIPCIÓN En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE: HISTORIA CABALLERESCA DEL SIGLO QUINCE por D. MARIANO JOSÉ DE LARRA. SEGUNDA EDICION. TOMO I. Madrid. Imprenta de Don José María Repullés. 1838. EL DONCEL DE _Don Enrique el Doliente_. CAPITULO I. Mis arreos son las armas, mi descanso es pelear, mi cama las duras peñas, mi dormir siempre velar. _Cancionero general._ Antes de enseñar el primer cabo de nuestra narracion fidedigna, no nos parece inútil advertir á aquellas personas en demasía bondadosas que nos quieran prestar su atencion, que si han de seguirnos en el laberinto de sucesos que vamos á enlazar unos con otros en obsequio de su solaz, han menester trasladarse con nosotros á épocas distantes y á siglos remotos, para vivir, digámoslo asi, en otro orden de sociedad en nada semejante á este que en el siglo XIX marca la adelantada civilizacion de la culta Europa. Tiempos felices, ó infelices, en que ni la hermosura de las poblaciones, ni la facil comunicacion entre los hombres de apartados paises, ni la seguridad individual que en el dia casi nos garantizan nuestras ilustradas legislaciones, ni una multitud, en fin, de refinadas y esquisitas necesidades ficticias satisfechas podian apartar de la imaginacion del cristiano la idea, que procura inculcarnos nuestro sagrado dogma de que hacemos en esta vida transitoria una breve y molesta peregrinacion, que nos conduce á término mas estable y bienaventurado. Mis arreos son las armas, mi descanso es pelear podian repetir con sobrada razon nuestros antepasados de cuatro ó cinco siglos: nuestra nacion, como las demas de Europa, no presentaba á la perspicacia del observador sino un caos confuso, un choque no interrumpido de elementos heterogéneos que tendian á equilibrarse, pero que la ausencia prolongada de un poder superior que los amalgamase y ordenase, completando el gran milagro de la civilizacion, se encontraban con estraña violencia en un vasto campo de disensiones civiles, de guerras esteriores, de rencillas, de desafios, y á veces de crímenes, que con nuestras estremadas instituciones mal en la actualidad se conformarian. Una incomprensible mezcla de religion y de pasiones, de vicios y virtudes, de saber y de ignorancia, era el carácter distintivo de nuestros siglos medios. Aquel mismo príncipe que perdia demasiado tiempo en devociones minuciosas, y que espendia sus tesoros en piadosas fundaciones, se mostraba con frecuencia inconsecuente en su devocion, ó descubria de una manera bien perentoria lo frívolo de su piedad, pues en vez de arreglar por ésta su conducta, se le veía no pocas veces salir de los templos del Altísimo para ir á descansar de las fatigas del gobierno en los brazos de una seductora concubina, que usurpaba la mitad del lecho regio de su consorte despreciada. El caballero que volvia de reconquistar el santo sepulcro del Salvador, y que llevaba ricamente bordado en el pecho el signo augusto de la redencion, aquel mismo cruzado que al entrar en el gremio de la iglesia habia depuesto en las fuentes bautismales el vano deseo de venganza, adoptando y jurando, á imitacion del hombre Dios, el perdon de las injurias, sin el menor escrúpulo de conciencia declaraba las muestras de su organizacion irascible, que á gala tenia; á la menor sombra de pretendida ofensa corria lanza en ristre á partir el sol del palenque, y á abrir una ancha fuente de sangre humana en el pecho de su adversario, invocando á un tiempo por una inesplicable contradiccion el nombre santo de Dios, y el nombre profano de la dama por quien moria. En vano la religion se esforzaba en dulcificar las costumbres de los hijos de los godos, exaltados por la prolongada guerra con los sarracenos. Es verdad que ganaba terreno, pero era con lentitud; entretanto se criaba el caballero para hacer la guerra y matar. Verdad es que los primeros enemigos contra quien debia dirigirse eran los moros; pero muchas veces lo eran tambien los cristianos, y habia quien matando dos de aquellos por cada uno de estos últimos, creía lavado el pecado de su espantoso error. Matar infieles era la grande obra meritoria del siglo, á la cual, como al agua bendecida por el sacerdote, daban engañados algunos la rara virtud de lavar toda clase de pecados. Para los hombres el ejercicio de las fuerzas corporales, el facil manejo de la pesada lanza, el arte de domeñar el espumoso bridon, la resistencia en el encuentro, y el pundonor falsamente entendido y llevado á un estremo peligroso; y para las mugeres el arte de conquistar con las gracias naturales y de artificio al campeon mas esforzado, y ceñirle al brazo la venda del color favorito, recompensa del brutal denuedo del vencedor del torneo, y el recato solo para con el caballero no amado, eran la educacion del siglo. Dios y mi dama, decia el caballero; Dios y mi caballero, decia la dama. En medio del furor de guerrear que debia animar á todos en aquella época, algunos ministros del Altísimo no dudaban acompañar las huestes, armados á la vez como los guerreros, y aun cuando no desenvainasen en las lides la ponderosa espada de Damasco y de Toledo para herir con ella al enemigo, esta costumbre arrastraba á algunos á autorizar trances de rebelion del soberbio rico-hombre contra la magestad de su rey y señor natural. Un corto número de espíritus mas pusilánimes, ó acaso mas calculadores que sus contemporáneos, poseía la corta riqueza literaria griega y romana que de las ruinas del Partenion y del Capitolio, habian podido salvar en medio de la devastacion desoladora de la irrupcion de los bárbaros, algunas primitivas comunidades monásticas. El estudio todo que se hacia en los claustros estaba reducido, y debia estarlo, á la ciencia eclesiástica, la única que podia y debia salvar, como efectivamente salvó á la Europa de su total ruina. Las bellezas gentílicas de los Homeros y Virgilios debian reservarse para otros tiempos, y los monasterios, conservando estos monumentos clásicos de la antigüedad, hacian á la literatura todo el servicio que podian hacerla. Otros espíritus no obstante se dedicaban fuera de aquellas escuelas al estudio, y la ciencia que adquirian era solo el medio criminal de grangearse una consideracion y una fortuna aun mas criminales todavía. Afectando la ciencia de los astros ó una misteriosa comunicacion con el mundo de los espíritus, sabian abusar de la insensata credulidad de los reyes y de los pueblos, y convertir en propio y particular provecho suyo las luces que no trataban de difundir, sino antes de conservar entre sí clandestina y masónicamente, como un pérfido talisman que ejerciendo al cabo su irresistible influencia sobre los espíritus débiles é ignorantes, libraba en las manos de unos pocos empíricos solapados, la palanca poderosa con que movian y removian á su placer cuantos obstáculos á sus dañadas intenciones se pudieran presentar. A esta época, pues, y al trato belicoso de los nietos de las hordas del Norte, al centro de aquella informe sociedad, hija de padres tan contrarios como los bárbaros de la fria Noruega y las cultas ruinas de la capital del mundo, á esta época, á ese trato y á esta sociedad vamos á trasladar á nuestros lectores. No se crea tampoco por el cuadro que rápidamente acabamos de bosquejar, que sea preciso entrar con horror á desentrañar las costumbres de tan inesplicable época; lejos de nosotros esta idea; tambien se ofrecen en ella virtudes colosales que no son por cierto de nuestros dias. El amor, el rendimiento á las damas, el pundonor caballeresco, la irritabilidad contra las injurias, el valor contra el enemigo, el celo ardiente de la religion y de la patria, llevado el primero alguna vez hasta la supersticion, y el segundo hasta la odiosidad contra el que nació en suelo apartado; si no son prendas todas las mas adecuadas al cristianismo, no dejan por eso de tener su lado hermoso por donde contemplarlas, y aun su utilidad manifiesta, dado sobre todo el dato del orden de cosas entonces establecido, las hacia tan necesarias como deslumbradoras. El carácter empero mas verdaderamente distintivo de la época, era la lucha establecida y siempre pendiente entre el príncipe y sus primeros súbditos; una escala descendiente y ascendiente que constituía á los pecheros vasallos de vasallos, y á los reyes señores de señores, era el principal obstáculo que impedia al poder ejercer á la vez su influencia igual y equitativa por toda la estension de sus dominios, el pechero doblemente súbdito tenia dobles obligaciones (mas bien que contraidas impuestas) para con su dueño inmediato, y para con el señor natural de todos. Por otra parte era de notar el poder no reprimido de los orgullosos magnates, sin cuya cooperacion voluntaria hubiera sido una vana fantasma la autoridad del monarca. Éste en todo trance de guerra se veía poco menos que precisado á mendigar los hombres de armas, que solo podian proporcionarle para las jornadas los ricos-homes que los sostenian á sus espensas, y por consiguiente á su devocion, y que desigualaban á placer la fuerza recíproca de los partidos con la mas leve inclinacion de su parte; el señorío absoluto (si no de derecho, de hecho) de vidas y haciendas en sus inmensos dominios; sus bien defendidos castillos feudales, de donde mal pudiera desalojarlos la sencilla arcabucería y manera de guerrear de la época; su orgullo, nacido de los grandes favores que en la contínua reconquista contra moros les debia el rey y la patria; y la remision sobre todo de los agravios al duelo particular, al paso que inutilizaban toda la energía de un rey y sus buenas intenciones, eran las causas, por entonces irremediables, de la impunidad de los delitos; causas que perpetuaban la injusticia y el abuso de la fuerza de los primeros hombres de la nacion, que no habia especie de ambicion ni pasion frenética de que no se dejasen torpemente arrastrar. Este era el estado de las costumbres de la Europa, y por consiguiente de nuestra España, en la época á que nos referimos. En el año en que pasaba lo que vamos á contar, hacia ya trece que don Enrique III, dicho el Doliente, y nieto del famoso don Enrique el Bastardo, habia subido á ocupar el trono, vacante por la desastrosa muerte de su padre don Juan I, ocurrida en Alcalá de Henares de caida de caballo. Y apenas habian bastado estos trece años para reparar los daños que su menor edad habia acarreado á Castilla desvalida. El cisma duraba en la Iglesia desde la eleccion tumultuosa del arzobispo de Bari, llamado Urbano VI, ocurrida el año 1378, despues de la muerte de Gregorio onceno. Habíanse reunido los cardenales en cónclave; pero sabedores acaso los romanos de que la corte de Francia trataba de influir en la eleccion del cardenal de Génova, ligado por parte de padre con los condes de Génova de la casa de Oliveros, y por parte de madre con los condes de Boloña, parientes de la casa real de Francia, se amotinaron, y precipitándose en el lugar del cónclave, despues de forzar las cerraduras, segun en nuestras leyendas se refiere, clamaron: “Papa romano queremos, ó á lo menos italiano,” de cuya infraccion notable y sacrílega resultó la eleccion del arzobispo, que se coronó el dia de Pascua de Resurreccion. Varios cardenales empero refugiándose en el lugar de Anania, y despues en Fundí, proclamaron la invalidez de la eleccion forzada, y amparados de la corte de Francia eligieron al cardenal de Génova, que tomó nombre de Clemente VII, y estableció la silla de su iglesia en Aviñon. Urbano y Clemente habian enviado entrambos al rey de Castilla, á la sazon Enrique II, sus mensageros, asi como los habia enviado en apoyo del último Cárlos V, rey de Francia; la corte de Castilla permaneció por entonces indecisa hasta consultar en materia tan delicada á sus varones mas famosos. Posteriormente, en el año 1381, el sucesor de don Enrique II, don Juan I, hallándose en Medina del Campo, y despues de haber reunido y consultado á sus prelados, ricos-hombres y doctores, se decidió por Roberto de Génova, negando la obediencia al _intruso apostático Bartolomé_, como le llama en la carta que con fecha de Salamanca le escribió á Clemente VII, prestándole homenage como á único papa verdadero. Mas adelante murió en su palacio de Aviñon el papa Clemente VII, á 26 de Setiembre de 1394, reinando en Castilla don Enrique III; y sus cardenales, deseosos de la union de la Iglesia, se propusieron elegirle un sucesor, jurando todos antes sobre los santos evangelios renunciar el papazgo inmediatamente despues de nombrados, si asi fuese necesario, y en el caso de que se ciñese á hacer otro tanto Urbano, para proceder unidos de nuevo todos los cardenales en Roma á la eleccion válida y conforme de uno solo. Fue elegido, pues, en Aviñon el cardenal don Pedro de Luna, aragonés de nacion, y rico-hombre de los de Luna; negóse al principio á admitir la triple corona, pero una vez sentado en la silla apostólica, se resistió enteramente á las solicitudes de sus cardenales y del rey de Francia, que le envió á Juan duque de Berry y á Felipe duque de Borgoña sus tios, para que renunciase conforme habia jurado. Esto dió lugar á contínuos debates, que se hallaban en pie todavía en el tiempo á que nos referimos, habiéndose declarado en favor de Benedicto Francia, Castilla, Navarra y Aragon y por el papa romano el emperador, la Inglaterra y la Italia. Con respecto á Portugal, Castilla seguia defendiendo, aunque débilmente, sus derechos: verdad es que desde la infausta jornada de Aljubarrota, perdida por la impericia estratégica de los jóvenes y acalorados caballeros del ejército de don Juan I, este mismo habia casi abandonado las esperanzas de recobrar aquel reino que indisputablemente le perteneciera por su boda con doña Beatriz, hija y única heredera del muerto rey don Fernando. El odio entre portugueses y castellanos, y el empeño sobre todo de aquellos en no ver nuevamente fundido en la corona de Castilla su suelo independiente, habia dado una popularidad estraordinaria al maestre de Avís; ayudado de ella se propasó á quitar la vida al conde de Oren en el mismo palacio de la regenta, y permitió á sus partidarios la muerte del infeliz obispo de Lisboa, despeñado de la torre: erigióse rey en Coimbra con el dictado de Juan I despues de la resignacion de regenta de la viuda Leonor, y reclusion de esta por nuestro rey en el monasterio de Otordesillas, como le llaman nuestras crónicas contemporáneas. Ya don Juan I de Castilla, en su testamento otorgado en Celórico de la Vera, poco antes de la jornada de Aljubarrota, vacilando él mismo sobre la legitimidad de sus derechos, al legárselos á su hijo y sucesor Enrique III, le habia legado tambien las dudas que acerca de tan delicada contienda en su propio corazon albergaba. En la época de nuestra narracion era tan débil ya la guerra que se sostenia contra Portugal, que mas parecia efectos de una obstinacion irrealizable, que una verdadera lucha que presentase síntomas de un término definitivo. Ni apenas se hubiera dicho que semejante guerra existia entre las dos naciones, si no lo hubiesen atestiguado las contínuas treguas y largos armisticios, que continuamente por una parte y otra se ratificaban. Enrique III, al subir al trono á los catorce años para dar fin á la anarquía que en el Estado alimentaran sus poderosos tutores, habia ratificado las ligas hechas por su padre con Cárlos VI de Francia y con los reyes de Aragon y de Navarra; y solo con el rey moro de Granada sostenia una guerra muy semejante en su lentitud y en sus largas treguas á la de Portugal. Tal era tambien el estado político de Castilla en la época de nuestra historia caballeresca, á que daremos principio desde luego sin detenernos mas tiempo en digresiones preparatorias, de poco interes acaso para el lector, si bien hasta cierto punto necesarias para la particular inteligencia de los hechos que á su vista tratamos de esponer sencilla y brevemente. Con respecto á la veracidad de nuestro relato, debemos confesar que no hay crónica ni leyenda antigua de donde le hayamos trabajosamente desenterrado; asi que, el lector perdiera su tiempo si tratase de irle á buscar comprobantes en ningun libro antiguo ni moderno: respondemos sin embargo de que si no hubiese sucedido, pudo suceder cuanto vamos á contar, y esta reflexion debe bastar tanto mas para el simple novelista, cuanto que historias verdaderas de varones doctos andan por esos mundos impresas y acreditadas, de cuyo contenido no nos atreveriamos á sacar tantas líneas de verdad, ó por lo menos de verosimilitud, como las que encontrará quien nos lea en nuestras páginas, tan fidedignas como útiles y agradables. [Ilustración] CAPITULO II. De Mántua salió el marqués Danes Urgél el leale, allá va á buscar la caza, á las orillas del mare. Con él van sus cazadores con aves para volare, con él van los sus monteros con perros para cazare. _Cancionero de romances._ A fines del siglo XIV estaba la hoy coronada y heróica villa de Madrid, muy lejos de pretender al lugar preeminente que en la actualidad ocupa en la lista de los pueblos de la Península. Toda su importancia estaba reducida á la fama de que gozaban sus espesos montes, los mas abundantes de Castilla en caza mayor y menor: el javalí, la corza, el ciervo, hasta el oso feroz hallaban vivienda y alimento entre sus altos jarales, sus malezas enredadas, y sus silvestres madroñeros, que han desparecido despues ante la destructora civilizacion de los siglos posteriores. El implacable leñador ha derrocado por el suelo con el hacha en la mano la erguida copa de los pinos y robles corpulentos para satisfacer á las necesidades de la poblacion, considerablemente acrecentada; y el hombre ha venido á hollar la magnífica alfombra que la naturaleza habia tendido sobre su suelo privilegiado: ha tenido fuerzas para destruir, pero no para reedificar: la naturaleza ha desaparecido sin que el arte se haya presentado á ocupar su lugar. Inmensos arenales, oprobio de los siglos cultos, ofrecen hoy su desnuda superficie al pie del caminante; al servir los árboles de pasto al fuego insaciable del hogar, los manantiales mismos han torcido su corriente cristalina ó la han hundido en las entrañas de la madre tierra, conociendo ya, si se nos permite tan atrevida metáfora, la inutilidad de su influjo vivificador. Madrit, el antiguo castillo moro, la pobre y despreciada villa, ciñó mientras fue olvidada de los hombres la suntuosa guirnalda de verdura con que la naturaleza quiso engalanarla, y Madrid, la opulenta corte de reyes poderosos, término de la concurrencia de una nacion estendida, y tumba de sus caudales inmensos y de los de un mundo nuevo, levanta su frente orgullosa, coronada de quiméricos laureles, en medio de un yermo espantoso y semejante al avaro que henchidas de oro las faltriqueras, no ve en torno de sí do quiera que vuelve los ojos sino miseria y esterilidad. Al famoso soto de Segovia, que se estendia hasta el Pardo y mas acá, concurrian los reyes y los grandes de Castilla de todas partes para lograr el solaz de la cetrería y de la montería, placer privilegiado y peculiar de los feudales señores de la época. El sol, rojo como la lumbre, despidiendo sus rayos horizontales por entre las altas copas de los árboles, marcaba el fin próximo de uno de los mas hermosos dias del mes de mayo: como á cosa de dos leguas de Madrid, una hermosa compañía de cazadores ricamente engalanados y vestidos turbaba todavía la tranquilidad del monte y de la selva; varias magníficas tiendas levantadas á orillas del Manzanares, eran indicio de haber durado aquel placer algunos dias: acababa de practicarse el último ojeo, y puestos los monteros en acecho esperaban en las encrucijadas á que asomase por alguna parte el animal para precipitarse sobre él con el venablo aguzado, y rendirle en tierra del primer golpe. Infinidad de reses de todas especies, suspendidas fuera y dentro de las tiendas, daban claras muestras de la destreza de los monteros y de la bienandanza del dia. En una de ellas preparaban varios manjares y daban vueltas á un largo asador dos hombres, que asi revolvian con sus brazos arremangados el asador, como atizaban la brasa, que iba dorando ya el engrasado lomo de la víctima. Miraban tan interesante operacion otros dos personages; el uno representaba tener á lo menos treinta años; su aire no comun, su rostro afable, aunque grave, sus maneras francas y su trage, sobre todo, daban á entender que podia pertenecer, sino al primer rango de la sociedad de aquel tiempo, á una buena familia por lo menos; y de todas suertes se echaba bien de ver á la primera ojeada en todo su esterior cierta libertad que solo dan la satisfaccion, la holgura, y la costumbre de frecuentar grandes personages, ya que no se atreviera el observador á asegurar que él lo fuese. Enfrente de él se hallaba otro que podria tener veinte y cinco años; su personal era bueno, y sin embargo no sé qué espresion particular de siniestra osadía tenia su rostro; una sonrisa asomada de contínuo á sus labios le daba cierto aire de complacencia obligada, que suponia en él el hábito de vivir al lado de personas de categoría superior á la suya: una voz verdaderamente seductora, sobre todo en sus modulaciones, probaba que no descuidaba medio alguno para captarse la voluntad: sus ojos, entre pardos y verdes, tenian no sé qué de talento y de misterio, y su pelo, crespo y de un rojo muy subido, prestaba á la cara que debiera adornar cierta aspereza y aun ferocidad rechazadora. Vestia un corto sayo pardo de montero, sujeto en el talle por un cinturon de baqueta verde, prendido con un gran broche de laton; llevaba unos botines altos de paño del mismo color del sayo y atacados hasta la rodilla, un capacete adornado de plumas blancas, y pendia de su cintura un largo cuchillo de monte. En el momento en que su conversacion empieza á interesar á nuestra historia, decia el primero al segundo: —¿Puedo yo saber, Ferrus, cómo habeis dejado un solo momento el lado del poderoso conde de Cangas y Tineo...? —Pardiez, señor Vadillo, me gusta mas ver al javalí en la brasa que entre la maleza: sobre todo, desde que uno de ellos me rompió el año pasado junto á Burgos un rico sayo de bellorí, que me habia regalado el conde mi amo. Desde que me convencí colgado de un roble de que no habia mediado entre su colmillo y mi persona mas espacio que el que separa mi ropa de mi cuerpo, juré á todos los santos del Paraiso no volver á ponerme en el camino de ningun animal de esa especie; son tan brutos, que asi respetan ellos á un rimador favorito del pariente del rey, como á un montero adocenado. ¿Y puedo yo hacer la misma pregunta al señor Fernan Perez de Vadillo, primer escudero de su señoría? —Os habeis hecho harto curioso y pregunton, Ferrus. Respondedme antes á otra pregunta, y despues veré de responderos á la vuestra, si me place. ¿Habeis visto un palafren que acaba de llegar de Madrid cubierto de polvo y devorando tierra, no hace medio cuarto de hora? ¿Habéisle conocido? —Es Hernando, criado del Doncel. —¿Y á qué vino? —No lo sé, aunque lo sospecho. Me parece que su amo estaba encargado por el conde de una comision particular... El maestre de Calatrava estaba en los últimos... —Cierto... acaso habrá terminado sus dias... —Tal vez... —¿Y qué podria tener eso de comun con la venida de Hernando? —Mucho; me temo que don Enrique de Villena anda hace tiempo acechando un maestrazgo. —¿Sabeis que es casado? —¿Puedo ignorarlo, señor Fernan Perez? Pero puedo asegurar á todo el que tenga interes en saberlo, que don Enrique de Villena y su esposa doña María de Albornoz no son dos amantes... —¡Chiton! Ferrus, no estamos solos; dijo alarmado el primer escudero echando una ojeada de desconfianza hácia el parage donde daba vueltas todavía sobre la brasa el ciervo, impelido del brazo del infatigable repostero. —Teneis razon, señor escudero. Nunca me acuerdo de que no es esa gente el mejor consonante para mis trovas. —¿Y qué quereis decir con la proposicion que habeis aventurado? dijo acercándose á él Vadillo, y con tono de voz apenas perceptible. —Solo sabré deciros, contestó Ferrus con igual misterio, que nuestros señores no duermen juntos... —Brava ocasion para chanzas, Ferrus. —¡Chanzas! ¿eh? Dígalo la señorita Elvira, vuestra misma esposa, que no se separa un punto de la condesa... —Coplero, ¿quereis hablar alguna vez con formalidad? ¿y dejará de ser casado porque no haga vida comun con ella...? —Decis bien, pero como allá van leyes... no os enojeis, haré por enfrenar mi lengua. ¿Sabeis la historia del rey don Pedro? —¿Y bien? —Casado estaba con doña Blanca de Borbon... y casó sin embargo con la Padilla... —¿Y quereis suponer...? ¿Don Enrique sería capaz de imitar al rey cruel...? —¿No habria un medio de compostura sin necesidad de que muriese mi señora doña María? ¿No hay casos en que el divorcio...? —Mucho sabeis... —¿Pensais que el rey Enrique III podrá negar muchas cosas á su tio don Enrique de Villena...? —No: el prestigio de que goza en la corte es demasiado grande. —¿Y pensais que el señor Clemente VII se espondria á perder la amistad y proteccion de Castilla y Aragon en su lucha con Urbano VI, por tener el gusto de negar una bula de divorcio al conde de Cangas y Tineo...? —Por san Pedro, Ferrus, que teneis cabeza de cortesano mas que de rimador. —Muchas gracias, señor Fernan. Algunos señores de la corte que me desprecian cuando pasan delante de mí en el estrado de su alteza, y que me dan una palmadita en la megilla, diciéndome “_á Dios, Ferrus; dinos una gracia_,” podrian dar testimonio de mi destreza si supieran ellos... —Entiendo: no estoy en ese caso. —Yo estimo demasiado al primer escudero de mi amo para confundirle con la caterva de cortesanos, cuyo brillo me ofende, y cuya insolencia provoca mi venganza. —¿Y en qué estamos de Hernando y de su comision? interrumpió Vadillo dándole la mano y apretándosela, como para dar á entender que aquel apreton de manos debia significar mas que todas las frases vulgares que en semejantes casos se dicen. —Ya he dicho que no sé, si no que sospecho que el conde quiere ser maestre; que Hernando puede traer noticias de la salud de don Gonzalo de Guzman, y que esta noche no se acostará don Enrique de Villena sin haber aligerado y repartido la carga de su secreto, si tiene alguno; tambien quiero ser franco, tal puede ser él que no me sea lícito confiarle ni á vos mismo. Pero atended. ¿No oís? —¿Qué es? repuso el escudero escuchando. —Es la señal de haber salido la pieza; ¿no oís los ladridos de los sabuesos y la gritería de los monteros? —En efecto, dijo Vadillo; salgamos, si es que no teneis miedo tambien de ver á esta distancia la caza. —Salgamos. Pasaba efectivamente como á tiro de ballesta un horrendo javalí, perseguido de una jauría de valientes canes: ya dos de estos habian probado sus agudas defensas, dando al viento su sangre y sus entrañas palpitantes: mas de un montero, á punto de dar el golpe que hubiera terminado la ansiedad en que á todos los tenia la fiera, se habia visto arrebatado fuera del sendero que ésta seguia por su caballo espantado. _Por el valle, por el valle se escapa_, gritaban los ojeadores: y mas de diez cuernos, resonando en medio del silencio de la selva, habian dado aviso á los impacientes cazadores que en el llano se hallaban guardando los pasos y salidas. Mucho menos tiempo del que hemos tardado en describir esta maniobra tardó en desaparecer á los ojos de nuestros pacíficos observadores por entre la espesura la encarnizada caterva, cuyos individuos apenas podian percibirse ya á tal distancia y á aquellas horas. Perdíanse en la lontananza los cazadores, y el ruido tambien de sus voces y sus bocinas, cuando salieron de la selva dos ginetes galopando á mas galopar hácia las tiendas donde se aderezaba el banquete para la noche, que empezaba ya á convidar al descanso con sus frescas auras y sus tinieblas, á los fatigados perseguidores de las inocentes reses del soto de Manzanares. —¿No os dije yo, gritó Ferrus estirando el cuello y abriendo los ojos para reconocer á los caballeros, que la venida de Hernando nos traería novedades de importancia? Mirad hácia la derecha por encima de ese ribazo, alli, ¿no veis? entre aquellos dos árboles, el uno mas alto y el otro mas pequeño... mas acá, seguid la indicacion de mi dedo... ahí... ahí... —Sí, alli vienen dos galopando... —¿No reconoceis el plumero encarnado del mas bajo...? —Sí, él es... —Hernando es el otro. —¿Qué apostais á que desde este momento se ha acabado ya la partida de caza? —Sin embargo, sabeis que veniamos para cuatro dias, y no llevamos sino tres. —En hora buena: pues no vuelva yo á hacer una estancia, ni á probar vino de Toro en la copa de mi señor, si dormimos esta noche aqui... y voto va que si tal supiera diera principio á una pierna de esa ánima en pena, que está purgando en la brasa las corridas inútiles que habrá hecho dar por el bosque á mas de cuatro cazadores inespertos. Y lanzó un suspiro clavando sus ojos en el asador, vuelto de espaldas al sitio de donde venian los cabalgantes. —¿Qué haceis, Ferrus, ahí distraido? Apartad, apartad, gritó Vadillo sacudiéndole por un brazo y desviándole del camino mal su agrado. En esto llegaban los ginetes á las tiendas; y mientras que el uno de ellos se adelantaba á apearse y tener de la brida el caballo del otro, Ferrus, ambicioso de servir el primero al recien llegado, ganó por la delantera al escudero, y tomando el estribo con una mano, mientras que con la otra descubria su cabeza roja y ensortijada, acogió con su acostumbrada sonrisa de deferencia una rápida inclinacion de cabeza y una ojeada de amistosa proteccion que le dispensó el caballero. —Ya veo, Ferrus, le dijo éste al apearse, que pudieras desempeñar este oficio perfectamente si muriesen de repente todos los dignos escuderos de mi casa; y arrojó al descuido una mirada sardónica hácia el negligente Vadillo, que con el tapacete en la mano é inclinando el cuerpo, esperaba sin duda á que le dejase algo que hacer el solícito poeta... —No hay duda, señor, contestó Vadillo apreciando en su justo valor el ligero sarcasmo del caballero, que la costumbre de correr tras el consonante presta á los poetas cierta agilidad de que nunca podrá gloriarse un escudero indigno, aunque hijodalgo. —Aunque hijodalgo, dijo entre dientes Ferrus, pero de modo que pudo oirlo el que era objeto de la consideracion y respeto de entrambos; cada uno es hijo de sus obras, y las mias pueden ser tan honradas como las del primer escudero de Castilla. —Paz, señores, paz, dijo el caballero; paz entre las musas y los hijosdalgo. En estos momentos he menester mas que nunca de la union de mis leales servidores: y quiso repartir un favor á cada uno para equilibrar el momentáneo desnivel de su constante amistad. Cubríos, Vadillo; la noche empieza á refrescar, y vuestra salud me es harto preciosa para sacrificarla á una etiqueta cortesana. Ferrus, toma ese pliego, y cuando estemos en Madrid me dirás tu opinion acerca de ese incidente que me anuncian; tú sabrás si es fausto ó desdichado para nuestros planes. Cogió Ferrus el pergamino y guardóle en el seno con aire de satisfaccion, echando una mirada de superioridad sobre el desairado escudero; superioridad que efectivamente le daba la confianza que en público acababa de hacer de él su distinguido señor. Pero éste, atento á la menor circunstancia que pudiera renovar el mal apagado fuego de la rivalidad de sus súbditos, se apoyó en el brazo de su escudero, y llevando á la izquierda al ambicioso juglar, y detras á Hernando con entrambos caballos de las bridas, penetró en una tienda, á cuya entrada quedó este respetuosamente, esperando las órdenes que no debian tardar mucho en comunicársele. La tienda en que entraron, inmediata á aquella donde hemos dicho que se aprestaban las viandas, se hallaba sencillamente alhajada; una alfombra que representaba la caza del ciervo, y alegórica por consiguiente á las circunstancias, ofrecia blando suelo á nuestros interlocutores; cuatro tapices de estraordinaria dimension decoraban sus paredes ó lienzos con las historias del sacrificio de Abraham; de la casta Susana sorprendida en el baño por los viejos; del arca de Noé; y de la muerte de Holofernes á manos de la valiente y hermosa Judit. Una mesa artificiosamente trabajada de modo que pudiera armarse y desarmarse cómodamente para esta clase de espediciones, y varias banquetas de tijera fáciles de plegar, completaban el ajuar de aquella vivienda campestre y provisional; una cámara interior, y reducida, estaba ocupada por un lecho con su cubierta de seda labrada de damasco. Algunos arcos y ballestas suspendidas aqui y alli, y varios venablos apoyados en los rincones, daban á entender á la primera ojeada el objeto de la espedicion que en el campo detenia por aquellos dias á su dueño. Una armadura completa que en el lugar preeminente se veía suspendida, manifestaba que la seguridad personal no era olvidada de los caballeros belicosos del siglo XIV, ni aun entonces mismo, que se entregaban á los placeres de una época pacífica y agena de temores de guerra. —Ferrus, partiremos inmediatamente, dijo el caballero á su confidente. —¿Sin cenar, señor? —¡Ferrus...! —Señor, interrumpió el juglar volviendo en sí de la distraccion y falta acaso de respeto á que habia dado ocasion la mucha familiaridad que su amo le consentía; si tus negocios han menester de mi ayuno, y si mi hambre puede en algo contribuir á su buen éxito, marchemos... —Naciste para comer, Ferrus: hago mal en creer que tengo un hombre en tí... —Pero gran señor, tú propio anduvieras acertado en restaurar tus fuerzas: el camino hasta Madrid es malo y largo, la noche oscura, y Dios sabe si malhechores ó enemigos tuyos esperarán á que pasemos para enviarnos en pos del maestre... si es que ha muerto, añadió acercándosele al oido, como presumo. ¡Qué mal puede haber en que nos pillen reforzados! —En buen hora, bachiller; deja de hablar. Fernan Perez, dispondreis que al rayar mañana el dia se recoja la batida, y marchareis á reuniros conmigo lo mas pronto que pudiereis. Ferrus, haz que nos den un breve refrigerio. Seguiré tu consejo. No oye el reo su indulto con mas placer que el que esperimentó Ferrus al escuchar la revocacion de la cruel sentencia, que á dos largas horas de hambre le condenaba. En pocos minutos se vió cubierta la mesa de un limpio mantel labrado, y un opíparo trozo de esquisito morcon curado al fuego se presentó ante los ávidos ojos de nuestros tres interlocutores. El hidalgo hizo plato á su señor, que no quiso acelerar para su servicio el fin de la caza, ni se curó de llamar á los dependientes, á quienes tales oficios de su casa estaban cometidos: la situacion de su ánimo, devorado al parecer de secretas ideas, y el deseo de permanecer en la compañía libre y desembarazada de aquellos en quienes depositaba su confianza, redujo á dos el número de sus servidores en tan crítica situacion. Luego que el hidalgo le hubo hecho plato y Ferrus servídole la copa:—Sentaos, dijo, y cenad, Fernan Perez, que bien podeis poner la mano en el plato en mi propia mesa. Sentóse respetuosamente al estremo de la mesa Vadillo, y el favorito permaneció en pie á la derecha de su señor, recibiendo de su propia mano los mejores bocados que éste por encima del hombro le alargaba, como pudiera con un perro querido que hubiera tenido su estatura. Reíase Ferrus empero muy bien de esta manera de recibir los trozos de la vianda, á tal de recibirlos; sabia él ademas que lo que hubiera podido parecer desprecio á los ojos de un observador imparcial, era una distincion cariñosísima que le colocaba sobre todos los súbditos del caballero. Sin mortificarle estas ideas dábase priesa á engullir morcon, sin mas interrupcion que la que exigieron las dos ó tres libaciones que con rico vino de Toro, entonces muy apreciado, hacia de vez en cuando el taciturno y distraido personage, cuyo nombre y circunstancias singulares no tardaremos en poner en claro para nuestros lectores. Acabóse la corta refaccion sin hablar palabra de una parte ni otra, sirviéronse las especias, y púsose aquel en pie. —Partamos. —Paréceme, gran señor, que harias bien en armarte mejor de lo que estás, porque ¡vive Dios que no quisiera que se quedara España sin tan gran trovador! y... —¡Chiton! Pónme en efecto esa armadura. Quitóse un capotillo propio de caza; púsose una lóriga ricamente recamada de oro sobre terciopelo verde; vistió una fuerte cota de menuda malla; ciñó una espada, y calzó las botas con la espuela de oro, insignia de caballeros de la mas alta gerarquía. Prevínose tambien contra la intemperie envolviéndose en un tabardo de belarte, y despues que Ferrus se hubo armado, aunque mas á la ligera, montaron en sus caballos y se despidieron de Fernan Perez, encargándole sobre todo que en manera alguna dejase de estar á la mañana siguiente en la cámara de su grandeza á la hora comun de levantarse; prometiólo Vadillo, besándole el estremo de la lóriga, y al son de las cornetas de los cazadores que daban ya la señal de recogida á los monteros desparcidos, picaron de espuela nuestros viajeros seguidos de Hernando. Ya era á la sazon cerrada y oscura la noche: no dicen nuestras leyendas que les acaeciese cosa particular que digna de contar sea. Ferrus trató varias veces de aventurar alguna frase truhanesca, de aquellas que solian provocar el humor festivo de su señor; pero el silencio absoluto de éste le probó otras tantas que no era ocasion de bufonadas, y que la cabeza del caballero, sumamente ocupada con las revueltas ideas á que habia dado lugar el pliego que tan intempestivamente habia venido á arrancarle del centro de sus placeres, estaba mas para resolver silenciosamente alguna enredada cuestion de propio interes, que para prestar atencion á sus gracias pasageras. Resignóse, pues, con su suerte, y era tanto el silencio y la igualdad de las pisadas de sus trotones, que en medio de las tinieblas nadie hubiera imaginado que podia provenir de tres distintas personas aquel uniforme y monótono compas de pies. Dos horas habrian transcurrido desde su salida de las tiendas, cuando dando en las puertas de Madrid llegaron á entrar por el cubo de la Almudena, y dirigiéndose al alcázar que á la sazon reedificaba el rey don Enrique III en esta humilde villa, llegó el principal de los viajeros á sus labios el cuerno, que á este fin no dejaba nunca de llevar un caballero, é hizo la señal de uso en aquellos tiempos; la cual oida y respondida en la forma acostumbrada, no tardaron mucho en resonar las pesadas cadenas, que inclinando el puente levadizo dieron facil entrada en el alcázar á nuestros personages: dirigiéronse inmediatamente á las habitaciones interiores sin interrumpir el silencio de su viaje, sino con el ruido de sus fuertes pisadas, cuyo eco resonaba por las galerías, donde los dejaremos, difiriendo para el capítulo siguiente la prosecucion del cuento de nuestra historia. [Ilustración] CAPITULO III. Ellos en aquesto estando su marido que llegó: —¿Qué haceis la blanca niña, hija de padre traidor? —Señor, peino mis cabellos: péinolos con gran dolor, que me dejais á mí sola y á los montes os vais vos. _Anónimo._ Hallábase concluida la parte principal del alcázar de Madrid, y habitábala ya el rey con gran parte de su comitiva siempre que el placer de la caza le obligaba á venir á esta villa, cosa que le aconteció algunas veces en su corto reinado. Entre las habitaciones inmediatas á la de su alteza se contaban algunas de las principales dignidades de su corte, pero distinguíase entre todas la de don Enrique de Aragon, llamado comunmente de Villena: este jóven señor, uno de los mas poderosos y espléndidos de la época, era tio del rey don Enrique III, y descendiente por línea recta de don Jaime de Aragon. Su padre don Pedro, casado con doña Juana, hija bastarda de don Enrique II, y reina despues de Portugal, habia muerto en la batalla de Aljubarrota. Correspondíale de derecho á don Enrique el marquesado de Villena, que su abuelo don Alfonso, primer marqués de ese título, á quien le dió don Enrique II, habia cedido á su hijo don Pedro, reservándose solo el usufructo por toda su vida. Pero habiendo el rey don Enrique III en su menor edad invitado al marqués don Alfonso á que viniese á ejercer su título de condestable de Castilla que le diera don Juan I, y habiéndose él negado con frívolos pretestos á tan justa exigencia, se aprovechó esta ocasion de volver á la corona aquellos ricos dominios, que como fronteros de Aragon no se creía prudente que estuviesen en poder de un príncipe de aquel reino. Dióse en compensacion á don Enrique el señorío de Cangas y Tineo con título de conde, y su muger doña María de Albornoz le habia traido ademas en dote las villas de Alcocer, Salmeron, Valdeolivas y otras; con todo lo cual podia justamente reputársele uno de los mas ricos señores de Castilla. No habia pensado él nunca en acrecentar sus estados por los medios comunes en aquel tiempo de conquistas hechas á los moros. Mas cortesano que guerrero, y mas ambicioso que cortesano, habia desdeñado las armas, para las cuales no era su carácter muy á propósito, y su aficion marcada á las letras le habia impedido adquirir aquella flexibilidad y pulso que requiere la vida de corte. Las lenguas, la poesía, la historia, las ciencias naturales habian ocupado desde muy pequeño toda su atencion. Habíase entregado tambien al estudio de las matemáticas, de la astronomía, y de la poca física y química que entonces se sabia. Una erudicion tan poco comun en aquel siglo, en que apenas empezaban á brillar las luces en este suelo, debia elevarle sobre el vulgo de los demas caballeros sus contemporáneos: pero fuese que la multitud ignorante propendiese á achacar á causas sobrenaturales cuanto no estaba á sus alcances, fuese que efectivamente él tratase de prevalerse y abusar de sus raros conocimientos para deslumbrar á los demas, el hecho es que corrian acerca de su persona rumores estraños, que ora podian en verdad servirle de mucho para sus fines, ora podian tambien perjudicarle en el concepto de las mas de las gentes, para quienes entonces como ahora es siempre una triste recomendacion la de ser estraordinario. No dejaba de ser notado en él á mas de su ambicion, cierto afecto decidido al bello sexo; y lo que era peor, notábase tambien que nunca se paró en los medios cuando se trataba de conseguir cualquiera de esos dos fines, que tenian igualmente dividida su alma ardiente, y que ocuparon esclusivamente todo el transcurso de su vida. Hallábase ricamente alhajada la parte que en el alcázar habitaba este señor; costosos tapices, ostentosas alfombras de Asia, almohadones de la misma procedencia, cuanto el lujo de la época podia permitir se hallaba alli reunido con el mayor gusto y primor; ardian lentamente en los cuatro ángulos del salon principal, pebeteros de oro que exhalaban aromas deliciosos del oriente, uso que habian introducido los árabes entre nosotros. A una parte del hogar se veía una muger jóven y asaz bien parecida, vestida con descuido á la moda del tiempo, y sentada en una pesada poltrona, notable por su madera y por el mucho trabajo de adornos y relieves con que se habia divertido el artista en sobrecargarla: descansaban sus pies en un lindo taburete, y se hallaba ocupada en una delicada labor de su sexo. Ayudábala enfrente de ella á su trabajo y á pasar las horas de la primera noche, otra muger todavía mas sencilla en su trage, y poco mas ó menos de su misma edad. Todo lo que la primera le llevaba de ventaja á la segunda en dignidad y riqueza, llevaba la segunda á la primera en gracia y en hermosura. Tez blanca y mas suave á la vista que la misma seda; estatura ni alta ni pequeña; pie proporcionado á sus dimensiones, garganta disculpa del atrevimiento, y fisonomía llena de alma y de espresion. Su cabello brillaba como el ébano; sus ojos sin ser negros tenian toda la espresion y fiereza de tales, sus demas facciones mas que por una estraordinaria pulidez se distinguian por su regularidad y sus proporciones marcadas, y eran las que un dibujante llamaria en el dia académicas, ó de estudio. Sus labios algo gruesos daban á su boca cierta espresion amorosa y de voluptuosidad, á que nunca pueden pretender los labios delgados y sutiles; y sus sonrisas frecuentes, llenas de encanto y de dulzura, manifestaban que no ignoraba cuánto valor tenian las dos filas de blancos y menudos dientes que en cada una de ellas francamente descubria. Cierta suave palidez, indicio de que su alma habia sentido ya los primeros tiros del pesar y de la tristeza, al paso que hacia resaltar sus vagas sonrisas, interesaba y rendia á todo el que tenia la desgracia de verla una vez para su eterno tormento. En el otro estremo del salon bordaban un tapiz varias dueñas y doncellas en silencio, muestra del respeto que á su señora tenian. Hablaba esta con su dama favorita, pero en un tono de voz tal, que hubiera sido muy dificil á las demas personas que al otro lado de la habitacion se hallaban enlazar y coordinar las pocas palabras sueltas que llegaban á sus oidos enteras de rato en rato, cuando la vehemencia en el decir ó alguna rápida esclamacion hacian subir de punto las entonaciones del diálogo entre las dos establecido. —Elvira, decia doña María de Albornoz á su camarera, Elvira, ¡cuánta envidia te tengo! —¿Envidia, señora? ¿A mí? contestó Elvira con curiosidad. —Sí: ¿qué puedes desear? Tienes un marido que te ama, y de quien te casaste enamorada; tu posicion en el mundo te mantiene á cubierto de los tiros de la ambicion y de las intrigas de corte... —¿Y es doña María de Albornoz, la rica heredera, y la esposa del ilustre don Enrique de Villena, quien tiene envidia á la muger de un hidalgo particular...? —¿De qué me sirve ser la esposa de ese ilustre don Enrique, si lo soy solo en el nombre? mira lo que en este momento está pasando; tres dias hace ya que partió á caza de montería; en esos tres dias Fernan Perez de Vadillo ha venido dos veces á ver á su muger, y el conde de Cangas y Tineo prefiere á la vista de la suya la de los javalíes y ciervos del soto. Elvira, si se hicieran las cosas de dos veces, doña María de Albornoz no volvería á dar su mano á un hombre cuyos sentimientos no le fuesen bien conocidos. ¡Maldita razon de estado! A un hombre de quien no supiese con seguridad que habia de ser el mismo con ella á los tres años que á los tres dias. —¿Dónde está, señora, ese caballero? preguntó con distraccion Elvira, lanzando un suspiro. ¿Dónde está? —¿Dónde está? repitió asombrada la de Albornoz. ¿Tan dificil crees encontrar un esposo que me ame mas que don Enrique? —Si me lo permitís, diré que no sería dificil; pero desde un esposo que os ame mas que don Enrique, hasta el hombre que buscábais hace poco, hay la misma distancia que hay desde la idea imaginaria que del matrimonio os habeis formado, hasta la realidad de lo que es este vínculo en sí verdaderamente. —No te entiendo, Elvira. —¿Y me entenderíais si os dijera que hace tres años que me casé enamorada con Fernan Perez de Vadillo, y que él no lo estaba menos segun todas las pruebas que de ello me tenia dadas, y si os añadiese que ni yo encuentro ya en mi escelente esposo al amante por mas que le busco, ni él acaso encontrará en mí á la Elvira de nuestros amores? —¿Qué dices? —Acaso no podreis concebirlo. Es la verdad sin embargo; estad segura empero de que en Castilla dificilmente pudierais encontrar matrimonio mejor avenido; él me estima, y yo no hallo en el mundo otro que merezca mas mi preferencia. ¡Ah! señora, no está el mal en él ni en mí: el mal ha de estar, ó en quien nos hizo de esta manera, ó en quien exige de la flaca humanidad mas de lo que ella puede dar de sí... Perdonadme, señora; no debiera acaso hablar en estos términos, pero solo á vos confiaria estos sentimientos, que quisiera mantener encerrados eternamente en mi corazon. La vida comun, en la cual cada nuevo sol ilumina en el consorte un nuevo defecto que la venda de la pasion no nos habia permitido ver la víspera en el amante, se opondrá siempre á la duracion del amor entre los esposos. En cambio una estimacion mas sólida y un cariño de otra especie se establecen entre los desposados, y si ambos tienen alternativamente la deferencia necesaria para vivir felices, podrá no pesarles de haberse enlazado para siempre. —¡Qué consuelo derraman tus palabras en mi corazon, Elvira! Si tú no te consideras completamente dichosa, creo tener menos motivos para quejarme; sin embargo, de buena gana te pediria un consejo que creo necesitar. Si tu esposo te insultase diariamente con su frialdad y su indiferencia nada menos que galantes, si tus virtudes no te bastasen á esclavizarle y contenerle en la carrera del deber... —Redoblaria, señora, esas virtudes mismas: no sé si el cielo me tiene reservada esa amarga prueba; pero si tal caso llegase, fuerzas le pediria solo para resistirla y para vencer en generosidad al mal caballero, que con tan negra ingratitud premiase mi cariño y mi conducta irreprensible. —Basta, Elvira, basta: seguiré tu consejo; está en armonía con mis propios sentimientos. Sí, la paciencia y la resignacion serán mis primeras virtudes. ¡Ah don Enrique, don Enrique! ¡y qué mal pagais mi afecto! ¡y qué poco sabeis apreciar la esposa que teneis! —¡Tened, señora! ¿no oís la señal del conde? ¿no habeis oido una corneta? —Imposible: llevan solo tres dias y fueron para cuatro. —No importa; no he podido equivocarme: no, no me he equivocado: ¿oís las pesadas cadenas del puente? —¡Cielos! No le esperaba. ¡Ah! estoy demasiado sencilla: Dios sabe si no será perdido el trabajo que emplee en adornarme. —¿Qué decís? —Sí, llama á mis dueñas. Acercáronse dos dueñas de las que en la estremidad de la sala bordaban, á la indicacion que Elvira les hizo levantándose, y prosiguió la condesa. —Arreglad mis cabellos, pasadme un vestido con el cual pueda recibir dignamente á mi esposo: probablemente nos dará lugar: nunca que viene de fuera deja de dirigirse primero á la cámara del rey para informarle de su llegada. Jamas me parecerá bastante todo el cuidado que puedo tener en engalanarme y aparecer á sus ojos armada de las únicas ventajas que nuestro sexo nos concede. Este mismo cuidado le probará el aprecio que hago de su amor: acaso vuelva en sí algun dia avergonzado de su conducta, y acaso no se frustren estas esperanzas que ahora te parecen infundadas. Llegaron dos doncellas que en el menor espacio de tiempo posible recogieron sus hermosos cabellos sobre su frente y los prendieron con una rica diadema de esmeraldas, sustituyendo asimismo al sencillo vestido que la cubria otro lujosamente recamado de plata. Llegad, Guiomar, dijo á una de sus sirvientes doña María de Albornoz, llegad hasta el alabardero de la cámara del rey, y ved de inquirir si es efectivamente don Enrique de Villena el caballero que acaba de entrar en el alcázar, como tengo sobrados motivos para sospecharlo. Inclinó Guiomar la cabeza y salió á obedecer la orden que se le acababa de dar. —¿Puedes comprender, Elvira, la causa que me vuelve á mi esposo un dia antes de lo que esperaba? ¿acaso habrá amenazado su vida algun riesgo inesperado? —No lo temas, señora. En el dia y en este punto de Castilla ningun miedo puede inspirarnos ni el moro granadino, ni el portugués: y por parte de los demas grandes, don Enrique está bien en la actualidad con todos. Acaso el rey le habrá enviado á buscar... algun asunto de Estado podrá reclamar su presencia. —Dices bien: me ocurre que la llegada del caballero que á todo correr entró esta mañana en el alcázar pudiera tener algo de comun con esta sorpresa... —¿Qué motivos... tienes, señora, para... presumir...? —Motivos... ningunos... pero mi corazon me engaña rara vez; y aun si he de creer á sus presentimientos, nada bueno me anuncia este suceso. —¿Pero sabes, señora, quién fuese el caballero? —Hanme dicho solo que venia con un su escudero de Calatrava. —¿De Calatrava? ¿y no sabes mas...? —Dicen que es un caballero que viene todo de negro... —¿De negro? —Quien me ha dado estos detalles ha dicho que no sabia mas del particular; pero paréceme, Elvira, que te ha suspendido esta escasa noticia que apenas basta para fijar mis ideas: ¿conoces algun caballero de esas señas...? —No señora... son tan pocas las que me dais... —Estás sin embargo inmutada... —Guiomar está aqui ya, interrumpió Elvira, como aprovechando esta ocasion que la libraba de tener que dar una esplicacion acerca de este reparo de la condesa... ella nos dará cuenta de... —Guiomar, dijo levantándose doña María de Albornoz al ver entrar á su mensagera de vuelta de su comision, Guiomar, ¿es mi esposo quien ha llegado? —Sí señora, es don Enrique de Villena... —Elvira, nuestros esposos. —No señora, viene solo con su juglar y con el escudero del caballero del negro penacho que llegó esta mañana al alcázar. —Mi corazon me decia que tenia algo de comun un suceso con el otro... ¿Y por qué tarda en llegar á los brazos de su esposa, Guiomar? —Señora, no puedo satisfacer á tu pregunta: ni yo he visto á tu señor, ni le han visto en la cámara del rey todavía... —¿No? —Parece que se ha dirigido en cuanto ha llegado á preguntar por la habitacion del caballero recien venido de Calatrava. —¡Qué confusion en mis ideas! Despejad vosotras: siento pasos de hombres; ellos son: Elvira, permanece tú sola á mi lado. Oíanse efectivamente las pisadas aceleradas de varias personas, y se podia inferir que trataban andando cosas de mas que mediana importancia, porque se paraban de trecho en trecho, volvian á andar y volvian á pararse, hasta que se les oyó en el dintel mismo del gran salon. Las dueñas y doncellas salieron á la indicacion de su ama, y solo la impaciente doña María y su distraida camarera quedaron dentro con los ojos clavados en la puerta que debia abrirse muy pronto para dar entrada al esperado esposo. —Podeis retiraros, dijo al entrar don Enrique de Villena á dos personas de tres que le acompañaban, y saludándose unos á otros cortesmente, el conde con su juglar se presentó dentro del salon á la vista de su consorte anhelante. —Esposo mio, esclamó doña María previniendo las frias caricias de su severo esposo: ¿tú en mis brazos tan presto...? —¿Os pesa, doña María? contestó con risa sardónica el desagradecido caballero. —Pesarme á mí de tu venida, yo, que no deseo otra dicha sino tu presencia, y que solo para tí existo... —¿Y que solo para tí me engalano, pudierais añadir, hoy que os encuentro tan prendida sabiendo que estoy en el monte? —Y si solo tu venida... —Me es indiferente, señora... —Indiferente... Ah... venis á insultar como de costumbre á mi dolor y á mí... —Acabad... —Sí, acabaré... á mi necedad... —Basta; no estamos solos, señora. —¡Elvira...! dijo la de Albornoz echando sobre su camarera una mirada de dolor. —Te entiendo, señora... te esperaré en tu cámara... Salió Elvira del salon por una puerta que daba á otra pieza inmediata, con rostro decaido, ora procediese su abatimiento de la prolongacion imprevista de la ausencia de su esposo, ó lo que es mas creible, de la esperanza chasqueada que de ver entrar al caballero de Calatrava habia alimentado inútilmente. —Ferrus, vos tambien podeis iros, dijo don Enrique á su juglar: esperadme en mi cámara, pero haced retirar á todo el mundo: que se acuesten mis donceles y mis pages: vos solo podeis quedaros... tenemos que tratar materias en que no habemos menester testigos. —Serás obedecido, dijo el juglar; y salióse dejando á la de Albornoz retorciendo sus manos en medio de su desesperacion, y con los ojos clavados en el conde con cierto asombro, nada de estrañar en quien estaba como ella muy poco acostumbrada á tener con su esposo escenas solitarias como la que al parecer de intento le preparaba. —Ya estamos solos, esclamó don Enrique levantándose. Estrañareis este paso sin duda, la de Albornoz... al llegar aqui calló como sino estuviera muy resuelto todavía á decir lo que traía pensado, y empezó á pasearse á lo largo con pasos tendidos y acelerados. —Perdonadme si no os he respondido mas pronto, contestó su esposa despues de una ligera pausa: creí que íbais á seguir hablando. ¿Deberé alegrarme de esta inesperada entrevista? ¿Por fin vuestro corazon, don Enrique, se ha rendido á mi amor? ¿habeis pensado ya decididamente volver la paz al pecho de vuestra esposa... y cortar de raiz las rencillas que han amargado hasta ahora nuestra desdichada union? —¿Desdichada? maldecida, debierais decir; murmuró entre dientes el conde, paseándose siempre sin volver los ojos una sola vez á mirar á su afligida mitad. —Si tal es vuestro intento, continuó sin oirle la de Albornoz, ¿qué tardais en venir á los brazos de la muger que mas os ama, y que no ha amado nunca sino á vos...? Desechad esa dura indiferencia... si algun rubor de vuestra pasada frialdad os impide darme ese contento, yo os lo perdono todo. —Perdon... gritó fuera de sí el conde al oir esta palabra que lo sacó de su letargo. Perdon... vos á mí... ¿Y sabeis antes si os perdono yo á vos? —¡Santo cielo! ¡qué palabras! ¿pues en qué pude yo ser culpable jamas? ¿en amaros demasiado, en sufriros...? ¡ah! perdonad, pero soy vuestra esposa y tengo derecho á vuestro amor, ó por lo menos á vuestra consideracion. —No se trata ya de amor. —¿Se ha tratado con vos alguna vez? —Lo ignoro: solo sé que ha llegado el caso de un rompimiento completo. —¿Un rompimiento? ¡Desgraciada María...! ¿Y qué causa podreis alegar para tan indigna conducta...? —¡María...! gritó don Enrique. —Sí, sacad el puñal todo: no os contenteis con apretarle en vuestra mano; aqui teneis el corazon criminal que os ha querido bien; acabad de una vez con el único estorbo de vuestros intentos... De otra manera, don Enrique, jamas conseguireis esa separacion; yo quiero antes saber el motivo que os conduce á... —Ya lo podeis haber conocido: el estudio que ocupa las horas de mi vida me impide que me entregue como debiera á la contemplacion de una belleza terrenal... los hondos arcanos de las ciencias, el objeto importante de mis tareas misteriosas... —¿Vos pretendeis embaucar como al vulgo de las gentes á vuestra misma esposa...? ¡Delirios! —Bien, señora; pues si no os satisface esa respuesta, os diré secamente: _mi voluntad_. —Para ese divorcio que pretendeis, necesitais de la mia... —Y esa es precisamente la que vengo á pediros... —¿Yo dar mi consentimiento...? —Vos... sí. —Jamas. —¡María! ¿conoces mi furor? Tú me le darás... —¡Ah! vos ocultais mal vuestra perfidia: vos amais á otra; no, no puede tener otro origen ese estraño interes que manifestais... —¿A otra muger? interrumpió rojo de cólera don Enrique... Cuando don Enrique de Villena pueda volver al estado de la estupidez y de la ignorancia de un ente que nace al mundo, entonces amará á una muger... —Mentís, don Enrique... —¿Mentís, María, habeis dicho? ¿mentís? —Nada temo ya: mentís como fementido caballero: yo os he visto mas de una vez, yo os he visto profanar con miradas de iniquidad la faz mas pura acaso y celestial que existe sobre la tierra: yo he leido en vuestros ojos el pecado: no me lo ocultareis... —¡Silencio! —Los ojos de una muger que quiere ven mas de lo que pensais los hombres insensatos é ignorantes en medio de vuestra sabiduría. —¡Silencio, repito! dijo en voz ronca don Enrique: oid: quiero conceder vuestras gratuitas suposiciones: ¿pretendeis, imaginais vencer mi repugnancia á fuerza de amor? si tanto sabeis, no podeis ignorar que vuestra solicitud sería inútil... —Lo sé; dad gracias, don Enrique, á que no de ahora lo sé, y á que he llorado muchas lágrimas que han desahogado mi corazon; que de no, con mis propias manos yo os hiciera pagar... —Teneos, María, y acabemos... si lo sabeis, y si ya de mucho tiempo habeis consentido en ello, de nada servirá vuestra tenacidad: dadme vuestro consentimiento y retiraos á un monasterio. Los estados de Salmeron, Alcocer y Valdeolivas que me tragísteis al matrimonio pagarán espléndidamente vuestra dote. —Nunca: lo sé, y sé que todos mis esfuerzos serán inútiles; cederé, sí, cederé á la fuerza de los sucesos; empero nunca pondré yo misma la primera piedra para el edificio de mi deshonra. Haced, don Enrique, lo que gusteis; pero puesto que quereis guerra, guerra os juro de muerte... —María, es en vano: desprecio tus baladronadas: mira este pergamino: tu firma hace falta al pie... —Dejadme... soltad... —No os ireis sin firmarle. —¿Cuál es su contenido? —Una demanda de divorcio que pedís vos misma. —¿Yo? Soltad. —No; esclamó don Enrique deteniéndola con una mano mientras la enseñaba el pergamino estendido sobre la mesa con la otra, en que relucia su agudo puñal. —¡Nunca! ¡socorro! ¡Elvira! ¡Elvira! gritó la desesperada condesa, huyendo hácia la cámara. —Callad, ó sois muerta, interrumpió con voz reconcentrada el conde fuera de sí arrojándose delante de ella para impedirle la salida: callad, ó temblad este puñal. Pero ya era tarde: la condesa habia llegado al colmo de su indignacion, que estallaba en aquella coyuntura con tanta mas fuerza cuanto mayor tiempo habia estado comprimida en el fondo de su corazon. En vano procuraba taparla la boca su iracundo esposo imponiéndole repetidas veces la mano sobre los labios: no bien la separaba, sonidos inarticulados se escapaban del pecho de la condesa, y resonaban por los ámbitos del salon: en valde trataba el conde de sujetarla á sus plantas; la condesa, de rodillas conforme habia caido al querer huir, hacia inconcebibles esfuerzos por desasirse de aquellos lazos crueles que la detenian. —¿No firmareis? repitió cuando la tuvo mas sujeta don Enrique: ¿no firmareis...? En este momento se oyó una puerta que, girando sobre goznes ruidosos, iba á dar entrada en el salon á Elvira, que asustada acudia á las voces de su señora. —Sí, gritó levantándose la de Albornoz animada con el ruido de la puerta, que hacia perder asimismo su posicion opresora al conde; sí, firmaré, firmaré; y añadiendo _pero de esta manera_; y precipitándose sobre el pergamino lo arrojó al fuego inmediato sin que pudiera evitarlo don Enrique estupefacto, á quien habia quitado la accion la inesperada vista de Elvira. —¿Qué teneis, señora, que dais tantos gritos? preguntó azorada Elvira echando una mirada esploradora de desconfianza hácia el conde, que con los brazos cruzados, pero sin pensar en esconder el puñal, parecia su propia estátua enclavada en medio de su casa. Arrojóse la condesa en brazos de Elvira sin tener aliento sino para exhalar tristísimos ayes y profundos suspiros, y regar con abundantes y ardientes lágrimas el pecho de su camarera, donde ocultó su rostro avergonzado. Volvió el conde al mismo tiempo las espaldas, sonriéndose con cierta espresion sardónica de desprecio y de indignacion, y sin proferir una sola palabra que pudiese dar á Elvira la clave de lo que entre sus señores habia pasado; anduvo varios pasos; escondió su puñal en la vaina, y al llegar á la pared apretó con su dedo un resorte oculto en la tapicería, el cual cedió y manifestó una puerta de la altura y ancho de una persona, secretamente practicada en aquella parte. Por ella desapareció como un espectro que se hunde en una pared, ó que se borra y desvanece al mirarle detenidamente; que no otra cosa hubiera parecido el conde al espectador que le hubiera mirado estando ignorante de la salida misteriosa, la cual no dejó despues de su desaparicion la menor señal de fractura, raya ó llave por donde pudiese conocerse que no era obra de magia ó de encantamiento. [Ilustración] CAPITULO IV. Este es aquel Albenzáyde que entre todos tiene fama. _Floresta de var. Rom._ La cámara de don Enrique de Villena, adonde vamos á trasladar á nuestro lector, era una verdadera rareza en el siglo XV. Una ancha y pesada mesa, que en valde intentariamos comparar con ninguna de las que entre nosotros se usan, era el mueble que mas llamaba la atencion al entrar por primera vez en el estudio del sabio. Varios voluminosos libros, de los cuales algunos abiertos presentaban á la vista del curioso gruesos caractéres góticos estampados, ó mejor diremos dibujados sobre pulidas hojas de pergamino; un reló de arena; un enorme tintero, cuyos algodones hubieran podido prestar zumo para varios tomos en folio; dos ó tres lunas redondas, de aquellas con que solía surtir la reina del Adriático entonces á las personas ricas; algun espejo metálico girando sobre un eje á la manera de los modernos tocadores de las damas; varios instrumentos groseros de matemáticas, que el vulgo creía talismanes mágicos, y no pocos alambiques y redomas aplicables á usos químicos, si asi podemos llamar á las confecciones misteriosas de los que en aquella época encanecian buscando la piedra filosofal ó la esencia del oro; crisoles y aparatos sencillos, si bien costosos, de física, eran los objetos que cubrian la mesa que hemos procurado describir: veíanse á otra parte de la habitacion armas ofensivas y defensivas, que segun la estima que en aquellos tiempos belígeros tenian, no dejaban nunca de verse en las cámaras de los caballeros: una lámpara de cuatro mecheros, suspendida del artístico arteson, y otra manual y mas pequeña colocada entre la confusion de objetos que llenaban la mesa, iluminaban el laboratorio del conde de Cangas y Tineo. Un enorme sillon de baqueta, donde hubieran podido sentarse cómodamente mas de dos personas, completaba el ajuar del misterioso personage de nuestros primeros capítulos. En la noche á que nos referimos, y á una hora medianamente avanzada consideradas las costumbres del siglo, se hallaba en aquella pieza un hombre solo, en quien el lector reconocerá al momento á Ferrus con solo notar su sonrisa maligna y el aire de importancia y franqueza con que paseaba á lo largo y á lo ancho en una habitacion, de que ciertamente no era él el dueño. Despues de un momento de pausa,—Rui Pero, dijo en voz baja Ferrus, Rui Pero. A esta interpelacion se manifestó otro hombre en la cámara. —¿Habeis llamado, señor Ferrus? —Sí: ¿se ha recogido todo el mundo? —Solo queda en pie el ballestero de la parte esterior de la puerta. —Bien. —Y yo, que como camarero de nuestro amo estoy aguardando su venida para prestarle los servicios de mi cargo. —Es inútil: yo le serviré. —Mirad que soy su camarero. —Le serviré, os he dicho; sé sus intenciones. —En ese caso me retiraré. —Es lo mejor que podeis hacer. —Buenas noches, señor Ferrus. —Esperad... decidme antes, ¿no habria algun page cerca, por si fuese necesario despues servirse de una tercera persona...? —Jaime ha quedado conmigo: está en la antecámara. —Llamadle. —Está bien. —Id con Dios. Ya se fue... no sé por qué razon, dijo para sí luego que estuvo solo el juglar mirando á todas partes, no sé por qué razon he de tener miedo, cuando estoy solo en esta cámara. Verdad es que nunca he podido comprender cómo hay hombres valientes; y eso que en mas de un encuentro me he hallado yo mismo con el enemigo; pero puedo jurar que me da mas miedo esta soledad que la compañía de diez moros y veinte portugueses en un dia de batalla. Estas voces que corren de que mi amo es nigromante y este aparato... ¡Dios me valga! no tocaria á una redoma de esas por mil cornados... ¿Quién sabe cuántas legiones de demonios podrán caber en cada una...? No será malo hacer la señal de la cruz y santiguarme... ¿Qué es esto...? ¡Ah! no es nada; es mi sobrecapote, lo estaba pisando: hubiera dicho que tiraban de mí... Disimulemos el miedo; ya está aqui el page: es preciso buscar un pretesto para estar acompañado. A esta sazon entraba ya un pagecito que podria tener catorce ó quince años todo lo mas. —El camarero dice... —Sí, el camarero dice bien, interrumpió Ferrus sin enterarse, y sin saber todavía qué pretesto suponer para justificar aquella intempestiva llamada. ¿Dormías, Jaime? —Pésiami alma si he podido en mi vida pegar los ojos en esta maldita cámara. El miedo me tiene mas despierto que una liebre. —¿El miedo...? —Pienso que puedo hablar francamente con el señor Ferrus, y que no irá á decir á su señoría... —Habla sin temor. Vamos, el muchacho es de los mios, dijo para sí el ingenioso juglar. —Si va á decir verdad, puedo jurar por el salto que dió el Cid sobre la puerta de Burgos estando un dia á caballo, segun nos cuentan... —Adelante. —Puedo jurar que no veo sino espíritus del otro mundo... y á cada paso se me antoja que me arrebatan por los aires... —¡Eh! interrumpió Ferrus echando una mirada á todas partes. ¡Ba! niñerías, Jaime, niñerías; yo te creí hombre de mas valor. ¡Qué valiente es uno, añadió para sí, cuando está con un cobarde! —¿Niñerías? ¿os parece, señor Ferrus, que cuando las gentes han dado en hablar de la magia blanca ó negra, que ni aun eso quiero saber, de nuestro amo, no se lo tendrán bien sabido? Si hubierais de dormir, como yo, algunas noches tabique por medio con nuestro señor conde, ya me dariais noticias de las niñerías; y sino decidme, ¿con quién habla mi amo cuando no habla con nadie...? —Claro está, con nadie. —Quiero decir, cuando está solo. —¿Y con quién puede hablar? —¿Con quién ha de ser? con el diablo que me lleve: ello es que habla, y que á él nadie le responde, y que se pasa las noches de claro en claro trabajando y afanando sobre esos cacharros que llama crisoles y rodeados de llamas, y que anda un olor tal que, Dios me perdone, si se me pasa por la imaginacion hacer conocimiento con el pomo de esencias de donde lo saca... Venid aqui, añadió el barbilampiño cogiendo de la mano inesperadamente á Ferrus, que se estremeció al sentirse tocado en tan crítica circunstancia; venid aqui, decidme qué significan esos garabatos que escribe sobre el papel, y sino son signos diabólicos... ¡Mal año para mí! si quiero permanecer mas tiempo al servicio del señor conde... no, sino estéme yo aqui y llévese el diablo mi alma una noche, sin tener arte ni parte en los productos que sin duda le dará á nuestro amo por precio de la suya. Os digo que no se pasarán tres dias sin que me torne al servicio de mi hermosa prima Elvira. A lo menos alli no hay mas hechizos que los de sus ojos. —¡Tate! señor page, ¿con que se os entiende tambien á vos de esotros hechizos? —Os aseguro que no estoy para aplaudir vuestras gracias. Mirad bien esos caractéres. —Bien, page, pero no hay necesidad de acercarse tanto: verdad es que son raros; imagino sin embargo, añadió el coplero afectando una indiferencia que estaba muy lejos de sentir, imagino que esos pueden ser versos, porque has de saber que el conde hace versos... y como ni tú ni yo sabemos leer ni escribir, acaso maliciemos... —¡Voto va! ¡no sabeis escribir! ¿Pues no haceis vos trovas tambien? —Cierto que hago trovas, y las canto, que es mas; empero no las escribo. —¿Eh? ¿no digo yo que esos serán encantos...? Mirad, Ferrus, os quiero porque nos soleis hacer reir en el hogar con vuestras sandeces, quiero decir, con vuestras sales... yo os aconsejaría que imitárais mi ejemplo, y os viniérais... —Eso no, señor page; paso, paso, que antes me dejaré llevar de todos los espíritus que tengan el menor interes en especular con mis huesos, que abandonar á mi amo. Verdad es que no las tengo todas conmigo; pero todos los caballeros de la tabla redonda, incluso el rey Artus, que se volvió cuervo, ni los doce de Francia no me convencerán de que don Enrique de Villena es tonto, y si él sabe mas que yo, quiero yo perderme cuando él se pierda... —A la buena de Dios, señor Ferrus; ¿mas no oís pasos? —¡Santo cielo! esclamó Ferrus. ¡Ah! sí, es don Enrique, sí, será don Enrique; vete retirando... poco á poco... ¡Jaime! mas despacio; pudiera ser que no fuese él... Miraba atento Ferrus á la parte de donde provenia el rumor á tiempo que el page, de suyo poco inclinado á esperar aventuras de ninguna especie, y menos de aquella á que él se figuraba pertenecer la que se presentaba, se habia puesto ya en salvamento en la antecámara, donde le parecia que no estaba tan al alcance de los perniciosos efectos de las maléficas redomas que tanto temor le infundian. Santiguábase alli á su placer, y dábase prisa á besar una santa reliquia que en el pecho para tales ocasiones llevaba con mas fervor que besaría un enamorado la blanca mano de su Filis dejada al descuido entre las suyas. Miraba atento Ferrus, y no esperaba nada menos que ver alguna desmesurada fantasma ó ridículo endriago que viniese á pedirle cuentas de su mal pasada vida. Abrióse por fin una puerta tan secreta como la que en nuestro capítulo anterior hablando del salon dejamos descrita, y se presentó á los ojos del espantado confidente la persona del mismo don Enrique, á la cual daba cierto aire nada tranquilizador la escena que acababa recientemente de pasar entre él y su desdichada esposa, la de Albornoz. —¡Maldita tenacidad! entró diciendo con voz iracunda el enojado conde sin reparar en su medroso confidente, ni menos acordarse de la orden que de esperarle en su cámara le tenia anteriormente conferida. Mal conoce á don Enrique el desdichado que pretende atravesarse en el camino de sus planes, añadió acercándose á la mesa; resiste, infeliz, resiste mañana todavía, y conocerás bien pronto quién es don Enrique de Villena. —Señor, perdonadme si os he ofendido, esclamó hincándose de hinojos el espantado Ferrus, é interpretando contra sí el sentido de las últimas palabras del conde, únicas que habia oido distintamente. Perdonadme... —¡Ah! ¿estás ahí? dijo don Enrique volviendo en sí: ¿qué haces en esa postura? ¿rezas? insensato. —Sí, gran señor, insensato, pero te juro que mi intencion es buena. —Alza: ¿has perdido el juicio? Bien que nunca le tuviste. Alza, miserable, ¿no sabrás distinguir jamas cuándo es ocasion de farsas, y cuándo no? —Dios me perdone, dijo levantándose Ferrus; Dios me perdone mis muchos pecados. Dame tus órdenes, y te probará tu esclavo si desconoce la oportunidad de servirte. —¿Estás solo? —Solo, con mi miedo, iba á decir el intempestivo juglar, pero el gesto mal encarado de su amo le recordó lo que acababa de decirle en aquel tono que tiene tanto prestigio sobre las almas débiles. Solo, señor, pronunció titubeando. Jaime es el único que vela en la antecámara. —Dale las señas de la habitacion del caballero que ha llegado esta mañana de Calatrava. Que llegue á ella, que dé tres golpes, y que pronuncie mi nombre en voz baja; nada mas. Es señal convenida. Salió Ferrus á obedecer la orden de su señor, y no tardó mucho en volver á entrar con la noticia de que quedaba desempeñada su comision con el mismo celo de que tantas pruebas tenia dadas. —En buen hora, Ferrus. Llégate mas cerca y habla bajo. Conozco tu celo, y tú conoces mi poder. Hasta la presente creo haberte recompensado mas allá de tus esperanzas, y aun mas allá de lo que tus méritos exigian. —Estoy harto pagado con el honor de servirte, dijo el astuto juglar. —Bien, dejemos lisonjas que tú no crees ni yo tampoco: toma esas monedas: cada cornado que aceptas debe pesar mas que plomo en tu bolsillo si piensas faltarme algun dia: del plomo sabria hacer oro si lo hubiese menester; pero tambien del oro sabré hacer fuego si tu conducta... —Ofendes á Ferrus, señor. —Quiero creerlo asi: escucha, dame el pergamino que te he confiado. Bien. El maestre de Calatrava ha muerto: esta es la nueva que aqui me dan. —Dios le haya perdonado, y tenga su alma... —Bien; esas no son cuentas nuestras. Atiende primero; luego le encomendarás; en el estado en que está, puede esperar mucho tiempo: lo mismo es hoy que mañana. Nadie sabe en la corte todavía este importante suceso. El doncel favorito de Enrique III ha llegado á darme este aviso, y no ha descansado desde Calatrava hasta Madrid. Es preciso ser gran maestre de Calatrava antes que nadie piense en pretenderlo. —Tendrás, señor, por enemigo á don Luis Guzman, sobrino del muerto. —Despreciable enemigo: otro tengo mas cerca, Ferrus, y mas temible. —¿Mas temible y mas cerca? —Sí, mas cerca y mas temible. Soy casado. —Cierto que es mal enemigo la muger propia... —El instituto de la orden exige voto de castidad. —Tambien es mal enemigo ese voto. —Tregua á las chanzas, Ferrus. No es el enemigo el voto, ni en eso pudiera yo pararme. ¿Pero cómo combinar ese voto con mi estado? —No serás el primero que se haya divorciado; yo te citaré ejemplos... —Ninguno ignoro, y el paso ya le he dado, pero inútilmente; he levantado la caza y he perdido el rastro. La de Albornoz ha dado en el mas raro desatino que se pudiera imaginar, ama á su marido y es constante. —Con todo, es muger. —Desgraciadamente, como hay pocas. —¿Es posible? —Y sin embargo es preciso buscar un medio. Quedóse un momento pensativo el conde como hombre que busca en su imaginacion agotada algun arbitrio, ó que espera en la inaccion que la casualidad le presente alguna idea luminosa que él se siente desesperado ya de encontrar. Ferrus discurria en tanto mas de prisa, y aun un buen fisonomista, al ver sus ojos inciertamente fijos en el conde y sus labios moverse por sí solos maquinalmente, hubiera conocido cuán importantes reflexiones ocupaban su cabeza, que era en realidad mejor y mas firme de lo que á él le convenia aparentar. Bajo el velo de una lealtad ciega y de una estupidez atolondrada, ocultaba vastos planes, que sin duda hubiera llegado á realizar si la educacion ignorante que habia recibido en la clase ínfima de la sociedad no le hubiera rodeado de preocupaciones y supersticiones vulgares, que continuamente se atravesaban como obstáculos insuperables en el camino de su ambicion. En una palabra, no era el malvado bastante impío para las exigencias de su ambicion. Ya hacia tiempo que varias conversaciones que habia tenido con el conde le habian iluminado acerca de sus miras de alcanzar un maestrazgo; porque es de advertir que Villena, acostumbrado á no ver en Ferrus sino un juglar grosero é incapaz de planes para sí, lo tenia á su lado y en su favor con preferencia á cualquier otro: contaba con que era bueno para ejecutar, y á la par incapaz de penetrar los motivos de sus acciones, las cuales no siempre los tenian tan buenos que pudiese él gustar de que por el conducto de algun incauto ó taimado confidente llegase nunca el público á saberlos. Hacíase el conde ademas la doble ilusion tan comun en los hombres, y especialmente en los de talento, de creer que era sumamente dificultoso escudriñar las causas de sus acciones y encontrar el hilo de sus intrigas. Asi que, en muchas ocasiones en que no esperaba nada de la inventiva de su confidente, contábale sin embargo sus cuitas y hablaba alto delante de él, depositando en el taimado Ferrus sus mas importantes secretos, con la misma tranquilidad con que deja un moro sus pecados en el agujero practicado para el descargo de su conciencia. Si queria Ferrus influir en las determinaciones de su señor, soltaba las ideas que á su entender habia de aprovechar; pero soltábalas como ideas ocurridas al acaso sin plan ni conocimiento, y riéndose el primero de su supuesto desatino: tenia de este modo la habilidad de hacer que creyese don Enrique que eran suyas propias las ideas que mas de una vez le hacia él solo adoptar. Las mas veces se contentaba con escuchar, afectando una completa inmovilidad é indiferencia en sus facciones, actitud que le favorecia mucho para no perder una sola palabra; y en estas ocasiones se hubiera creido que don Enrique y su juglar eran un solo ente compuesto de dos personas; la una sublime é inteligente que debia discurrir, hablar y proponer, y la otra material y bruta encargada de escuchar. En la circunstancia actual revolvia Ferrus aceleradamente en su imaginacion las ventajas que de lograr Villena el maestrazgo le podrian resultar, y cierto que no eran pocas. Don Enrique de Villena era rico por sí, es verdad, pero la pérdida de su marquesado de Villena le habia privado de un sin número de castillos y vasallos, y su condado de Cangas y Tineo estaba casi en su totalidad reducido á tener bajo su jurisdiccion dos ó tres de los mejores montes de oso de toda España. Las posesiones que su muger le habia traido en dote eran pingües, mas nunca habia querido contar con ellas como cosa suya, porque habiéndose llevado siempre mal con la de Albornoz, conocia que tarde ó temprano habia de llegar entre ellos el punto de una eterna separacion, y el caso por consiguiente de restituir lo que solo en calidad de dote habia recibido. Los maestres de las tres órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, eran entonces tres potentados á quienes solo la corona faltaba para poderse llamar reyes. Una infinidad de riquezas, castillos y vasallos no reconocian otro dueño, y su inclinacion á cualquier partido hacia un contrapeso casi imposible de vencer por el mismo rey con todo su poder. Todo esto sabia Ferrus, y bien se le alcanzaba que cuanto creciese en gloria su señor creceria él en poder, y aun ¿quién sabe si habria concebido entre sus miras ambiciosas la de ser armado algun dia caballero, y verse alcaide de alguna fortaleza ó clavero de la orden, ó aun algo mas si el viento le soplaba en popa como hasta la presente le habia felizmente acontecido? Resolvió, pues, en su corazon poner de su parte cuantos medios estuviesen á su alcance para derribar el obstáculo que la de Albornoz presentaba á su futura grandeza, sin hacer escrúpulo alguno hasta de perderla si fuese preciso recurrir á medios violentos, que al parecer no debia tener adoptados todavía su agitado esposo. Quiso sin embargo esplorar el campo, y soltar alguna espresion por donde pudiera conocer la firmeza del terreno en que iba á aventurar su pie mal seguro. —Es preciso buscar un medio, repitió don Enrique despues de otra pausa de inútil reflexion. —Si mi muger, gran señor, se empeñara en estar casada conmigo á la fuerza, ó me fingiria impotente... —¿Estás loco? ¿impotente? —¿Crees, señor, que ella resistiria á esa prueba...? ó... hallaria algun medio para que se quitase ese obstáculo por el mismo término que se nos ha quitado el obstáculo del maestre... —¿Qué quieres decir...? dijo espantado don Enrique. —¡Eh! dijo Ferrus, afectando una risa estúpida. Digo que si yo, hablo de mí no mas, si yo supiera hacer del plomo oro como ha un rato me han dicho, tambien sabria hacer de los vivos muertos: y clavó sus ojos en los del conde para esplorar el efecto que habia producido su espresion, bien como el muchacho despues de haber tirado la piedra anda buscando con los ojos en el espacio el punto que debe marcarle el alcance de su tiro. —Lejos de mí semejante idea; si la separacion es imposible, no seré maestre: pero recurrir á una violencia, nunca: todavía no he manchado con sangre mi diestra; si la intriga no basta no llamaré al puñal ni al veneno en mi socorro. —¿La intriga...? repitió vagamente el juglar, convencido de que habia aventurado demasiado: ¿sabes, señor, que si me das licencia yo he de encontrar de aqui á poco una intriga que te plazga? Tengo una idea, ya sabes que soy un necio, ó poco menos, pero acaso el espíritu que suele protegerte se valga de este medio grosero é indigno de tu grandeza para poner en tus manos el deseado maestrazgo. —¿Tú, Ferrus? —Yo, señor: repito que tengo una idea... —¿La impotencia de que me has hablado? Cierto que la impotencia es un pretesto escelente: en el último caso... dijo para sí don Enrique, ¿quién se atreveria á probarme lo contrario? ¿Es esa impotencia de que has hablado? ¿ese medio que me pondria en ridículo y...? —Mejor aun. —¿Mejor? Habla, Ferrus, habla: te lo mando: me debes tu existencia, tus ideas... —Y si me engañan mis esperanzas... si... —Habla de todos modos. —Si quieres que declare mi proyecto, necesito callar un momento y meditarlo. —¡Mentecato! ¡necio de mí en creer que de esa cabeza pueda salir una sola idea luminosa! —¡De esta cabeza! repitió por lo bajo Ferrus: ¡orgulloso conde! ¿quién sabe si de ella saldrá un dia tu ruina? Y añadió en voz alta: si me concedes el permiso de callar, ilustre conde, y el de retirarme en el acto, el maestrazgo es tuyo. —¿Mio? ¡imbécil! Y si estoy siendo juguete de una ilusion y de una quimérica esperanza, juglar, si me haces perder momentos preciosos, ¿qué castigo te sujetas á sufrir? —La caida de tu gracia, el sentimiento de no haberte podido servir; ¿te parece tan ligero? contestó Ferrus con serenidad. Este cumplimiento lisonjero del hipócrita desarmó enteramente al irritado conde. Bien, dijo; te doy permiso: una sola condicion quiero imponerte: supuesto que nada me ocurre á mí propio que pueda ser de provecho en tan crítica circunstancia, quiero probar tu entendimiento: ¿sabes empero lo que es la vida? ¿Sabes lo que es mi honor? Respeta la primera en la víctima, y el segundo en tu amo; ¿te acomoda esta condicion? Una inclinacion de cabeza manifestó el asentimiento del juglar. —En buen hora: á Dios, dijo el conde levantándose, Ferrus: _vida y honor_; si infringes los tratados, tu sangre me responderá de tu malicia ó de tu ignorancia, y pagarás cara tu loca presuncion: serás la primer víctima que podrá acusarme de haber borrado un ser de la lista de los vivientes. Otra inclinacion de cabeza, su elocuente silencio y la resolucion con que Ferrus salió de la cámara, tranquilizaron algun tanto al inquieto Villena, si bien poco ó nada esperaba de la inventiva del juglar. Volvióse á su sillon despues de la marcha del confidente, ora calculando qué esperanzas podia fundar en su jactancia y seguridad, ora queriendo adivinar los proyectos del loco, ora disponiéndose en fin á otra entrevista que debia tener aquella noche misma con un personage nuevo, que en el siguiente capítulo daremos á conocer á nuestros lectores; entrevista que él creía antes que todo, y antes que el descanso de sus miembros fatigados, necesaria al buen éxito de sus ambiciosas intrigas. [Ilustración] CAPITULO V. De un ardiente amor vencido, dice:—De cuatro elementos; el fuego tengo en mi pecho, el aire está en mis suspiros, toda el agua esta en mis ojos, autores de mi castigo. _Romance del rey Rodrigo._ Hácia otra parte del alcázar de Madrid, y en un aposento que á su llegada se habia secretamente aderezado por las gentes de Villena, descansaba reclinado en un modesto lecho un caballero á quien no permitia cerrar los ojos al sueño un amargo pesar, de que eran claros indicios los hondos y frecuentes suspiros que del pecho lanzaba. Algo apartado de él aderezaba una ballesta con aquel silencio de deferencia propio de un inferior, y á la luz de una mortecina lámpara que sobre una mesa ardia, aquel mismo Hernando que tan intempestivamente habia distraido de la caza al conde de Cangas y Tineo, segun en el primer capítulo de nuestra verídica historia dejamos referido. A los pies de entrambos dormia un soberbio can, de la familia de los alanos, y su inquietud y sus sordos é interrumpidos ronquidos, único rumor que en medio del profundo silencio variaba la monotonía de los suspiros de su amo, daban lugar á sospechar que soñaba acaso hallarse en persecucion de algun azorado javalí en medio del monte enmarañado. —Hernando, dijo por fin el angustiado caballero, mañana habremos de madrugar para partir con el alba; recógete y descansa. —¿Y tú, señor? ¿no tañerás de acogida? respondió Hernando. Debemos advertir para la mas facil inteligencia de nuestros diálogos sucesivos que Hernando, hijo de un montero de don Juan I, y montero él mismo, solo vivia en la caza y en el monte, y asi pensaba él en hablar otro lenguaje que el de la montería, como por los cerros de Úbeda. No conocia mas amistad que la que con los venados del monte hacia tantos años tenia establecida, ni mas amor que el de su fiel Brabonel; tal era el nombre del poderoso alano que á sus pies roncaba, al cual distinguía de todos los demas perros que á la sazon en la corte de don Enrique tenian nota de valientes no solo por su constancia en seguir y acosar dias y noches enteras á la res, sino tambien por el conocimiento estremado con que buscaba la osera y escatimaba el rastro y levantaba al oso donde quiera que estuviese escondido. Pagábale en verdad el leal Brabonel con usura su marcada aficion, y conocíase esto mas que en nada en no querer recibir el alimento sino de la propia mano del laborioso montero. Solo se le conocia á Hernando un flaco que contrapesaba casi siempre con ventaja el cariño que á su perro tenia; á saber, la fidelidad á su amo, único hombre á quien manifestaba respeto y deferencia, y para quien moderaba y suavizaba la condicion agreste que en los bosques se habia formado con no poco perjuicio de sus adelantos é intereses, pues solía responder á un cumplimiento con palabras tan duras y ofensivas como la ballesta que en la diestra llevaba las mas horas del dia, en muestra de su pasion montaraz. Con esta pequeña digresion, que en vista de su importancia nos perdonarán facilmente nuestros lectores, estarán estos mas dispuestos á interpretar la técnica gerigonza con que entreveraba los mas de sus discursos y conversaciones. La pregunta que acababa Hernando de dar por respuesta al taciturno caballero no tardó en obtener una contestacion aclaratoria de la situacion del espíritu de aquel á quien se dirigia. —Nunca, Hernando, nunca, repuso el atribulado señor, nunca encontrará el reposo entrada en mis párpados desvelados. Mañana al lucir el dia partiremos de nuevo para Calatrava, si esta noche, como lo espero, queda concluida la comision que á Madrid nos ha traido. Si tú supieras cuánto me pesa la atmósfera en la inmediacion de... Al llegar aqui detuvo la lengua el caballero como si hubiera temido haber dicho ya demasiado con respecto al secreto que tanto en su corazon pesaba. —¿Y hemos de seguir atados á la trahilla del conde? Por el soto de Manzanares le aseguro que no comprendo cómo un caballero que ha seguido siempre el sonido de la bocina del buen rey Enrique puede vivir contento andando al monte del nigromante de... —Silencio, Hernando; haces mal en ofender al conde de Cangas con esas voces que el vulgo ha adoptado, tal vez con sobrada ligereza. Verdad es que soy doncel de su alteza; empero aceptando el encargo del conde, aprovechaba el único medio que á la sazon tenia para desembarazarme de la confusion de la corte, que aborrezco. —Solo desde que levantaste la caza... porque antes la amabas como yo amo el monte. —Como quieras: no por eso dejará de ser verdad que en el dia la aborrezco. La muerte es la que me espera en la corte: una estrella fija que la acompaña siempre, y que luce en medio de ella como Venus entre los demas planetas, deslumbra mis débiles ojos... La aficion que desgraciadamente me ha tomado el rey no hubiera permitido que yo me separase con ningun pretesto de esa corte, donde he de encontrar mi perdicion, á no haberle alegado su mismo tio el de Villena, á quien nada puede negar, la falta que de mí tenia. Supe que el conde necesitaba un emisario en Calatrava, fingí adaptar mi carácter al suyo, y aceptó mis servicios. Y he pretendido que esta venida se mantuviese oculta á todo el mundo, y asi lo he exigido de don Enrique, porque si el rey supiera mi estancia en su propio palacio, no me sería tan facil volver al lugar apartado, donde la distancia de la causa de mis penas me pone á cubierto de los peligros que su inmediacion me prepara. —Confieso, señor, que no entiendo tu manera de cazar. ¡Voto va! cuando yo sé que hay venado en el monte, en vez de salirme de él, cada vez me interno mas en la maleza, y ó perezco en la demanda, ó salgo con la res. —Bien, Hernando; pero el venado de los montes donde cazas es tuyo y de todo el que tiene perros para levantarle. —¿Tiene, pues, dueño el venado que has visto? Te asiste entonces sobrada razon. Nunca he metido mis sabuesos en monte ageno ni vedado. A quien Dios se le dió, San Pedro se le bendiga. Pero en justa compensacion, ¡ay del que hiciera resonar una bocina en monte de mi señor! Mi fiel Brabonel, que duerme ahora descansadamente, y la punta de mi venablo le enseñarian la salida y le sabrian obligar á tañer de sencilla.[1] [1] Toque de los cazadores, cuando no encontraban venado y querian salir del monte. —Hernando, calla, calla por Dios y por Brabonel. No sabia el tosco montero, poco cortesano, cuán adentro habia entrado en el corazon de su señor su última alegoría mas despedazadora que el aguzado acero de su mismo venablo. —Callaré; pero antes he de decir que el montero que pasa por monte vedado, si el diablo le tienta para escatimar el rastro, ha de apretar los hijares al caballo é irse á monte suyo. ¡Voto va! que hay venados en el mundo y no se encierra en un monte solo toda la caza de Castilla. Yo quiero darte el ejemplo. ¿Te parece que no habrá sufrido Hernando cuando ha oido esta tarde en medio del monte las bocinas de sus amigos, y cuando en vez de aderezar la ballesta ha tenido que contentarse con sacar del bolsillo un inútil pergamino, y volverse como perro cobarde con las orejas agachadas y sin siquiera ladrar, por obedecer á su amo? —Seguiré tu consejo, Hernando, repuso el caballero lanzando un suspiro, le seguiré, y con la ayuda de Dios y de mi buen caballo estaremos al alba fuera de Madrid. Recógete, pues, Hernando, y descansa. No habia acabado aun de hablar el resuelto caballero, cuando levantándose Brabonel sobre sus cuatro patas abrió una boca disforme, lamióse los labios, agitó la cola, y sacudiendo las orejas acercóse á pasos lentos y mesurados á la puerta, como dando muestras de oir algun rumor que reclamaba su atencion y vigilancia. No tardó mucho en romper á ladrar despues de haber imitado un momento por lo bajo el sordo y lejano redoble de un tambor. —Brabonel, dijo Hernando acercándose y dándole una palmada en el lomo, vamos, ¿qué inquietud es esa? No estamos en el encinar. ¡Vamos, silencio! Lamió las manos de Hernando el animal, mas tranquilo ya con el tono seguro y reposado de su amo, y de alli á poco tres golpecitos iguales y misteriosos sonaron en la puerta, que Hernando se acercó á abrir, preguntando antes quién á semejante deshora venia á turbar el reposo de los caballeros que habitaban aquella parte del alcázar. _Don Enrique de Villena_, respondió en tono algo bajo una voz mal segura que delataba la corta edad del que la emitia. —Abre, Hernando; es la señal, dijo en oyéndola el caballero, y se levantó del lecho donde yacía vestido; abre y retírate. ¡Lléveme el diablo si no quiero reconocer esta voz, y si comprendo por qué es este el emisario de don Enrique! Abrió Hernando la puerta, y Jaime, el pagecillo á quien enviaba el conde de Cangas y Tineo, entró en el aposento, manifestando bien á las claras cuánto gusto tenia en poner término al miedo que se habia acrecentado en él al recorrer las escaleras oscuras y largos corredores poco alumbrados del espacioso alcázar de Madrid. Retiróse Hernando obediente á las indicaciones de su señor, y con él el terrible alano, á cuya vista se habia detenido algun tanto el azorado page en el dintel de la puerta. No bien hubieron desaparecido los dos importunos testigos, cuando alzando la cabeza el caballero y alzándola el page, entrambos á dos quedaron inmóviles dudando aun de la identidad de la persona que cada uno de ellos enfrente de sí veía. Revolvia el primero en su cabeza mil ideas encontradas: dudaba si sería aquel el emisario de don Enrique, y reflexionaba si podria haber dado la señal convenida, sin saberla, por una casualidad posible, si bien no probable. En este último caso pesábale de que aquel mas que otro supiese su repentina llegada. El page fue el primero que volvió del estupor en que su agradable sorpresa le habia puesto, y arrojándose casi en brazos de su interlocutor, ¿vos en Madrid? ¿sois vos, señor Macías? esclamó. —¡Silencio! page indiscreto, silencio, dijo el caballero, separándole con estraña frialdad, que cortó la manifestacion de su alborozo: hay mas gente que nosotros en el castillo y las paredes oyen, y oyen mas que las mugeres. —¡Ah! perdonad, señor... Señor Ma... no os sé llamar de otra manera; como me daba tanto gozo pronunciar vuestro nombre, no creí que podria ser malo... pero ya veo que habeis mudado de amigos, y no sois el que antes erais. Bien dice mi hermosa prima Elvira, que no hay afecto que dure, ni hombre constante... me voy, me voy. —Detente, page: has hablado demasiado para no hablar mas. ¿Dice eso tu prima Elvira? ¿cuándo? ¿á quién lo dice? habla: repuso el caballero, á quien llamaremos por su nombre de aqui en adelante, supuesto que ya nos le ha revelado el imprudente page: habla, repitió asiéndole fuertemente de un brazo, no pudiendo disimular la vibracion de la cuerda principal de su corazon, herida fuertemente por el muchacho. No sabia el page si su antiguo amigo, como le habia llamado, habia perdido el juicio; mirábale de alto abajo, y sonriéndose por fin le contestó: —Os preciais de invencibles los caballeros, y ved aqui que una sola palabra de un pobre page ha alterado toda la serenidad de un doncel tan cumplido como el trovador M... no tengais miedo; no lo volveré á pronunciar. Pero veo en el calor con que habeis oido mis palabras, añadió maliciosamente, que tomais todavía algun interes por vuestras antiguas conexiones. —¿Te complaces en atormentarme, page? ¿De parte de quién vienes? ¿qué te trae aqui? Si es quien tengo motivos para sospechar, dilo presto; nunca enviado alguno habrá logrado una recompensa mas brillante. —Os equivocais. Guardad la recompensa para mejor ocasion. —¡Cielos! esclamó Macías. Bien que... añadió para sí, ¿no ignora mi venida? ¿Y no es mi voluntad que la ignore? ¿Te envia el infierno para abrir mis heridas mal cicatrizadas? —Bien podeis decir que me envia el infierno, porque vengo de parte de su mayor amigo. —¿Estás loco? —Del nigromante. ¿No me entendeis? —¿Es posible que el conde no pueda destruir esa voz injuriosa que corre de él y crece de dia en dia...? —Buenas trazas lleva de querer destruirla, y ha alhajado su gabinete por el estilo del de el fisico de su alteza el judío Aben-Zarsal, y se andan á la magia de mancomun... —¡Silencio otra vez! dejemos la magia, y el judío y el nigromante. Respóndeme, page. ¿Y por qué te envia á tí don Enrique de Villena? No me habia dicho que serías tú su emisario. —Os lo diré, si me soltais este brazo, que me va doliendo mas de lo que es menester: no os acordais que tengo quince años. Si el brazo fuera de mi prima, no os distrajerais de esta manera. —Basta; habla, pues, la verdad; con esa condicion te suelto. —Apuesto que me habeis hecho un cardenal. —¿Quieres apurar mi paciencia, page? Habla, ó te hago otro en el otro brazo. —Piedad de mí, señor caballero. Pero no dudeis que me envia don Enrique. “Busca la habitacion donde pára el caballero que ha llegado esta mañana de Calatrava,” me dijo de su parte Ferrus, “llega á la puerta, da tres golpes, y pronuncia el nombre del señor de Villena.” —Bien, lo sé; era la señal convenida para anunciarme que le esperase. ¿Pero eres por ventura de su familia? —Sí soy: habeis de saber que don Enrique estando un dia con Fernan Perez de Vadillo... —¿Fernan Perez? —Sí, el marido de Elvira, á quien conoceis como á mí... —Prosigue, page, y no me irrites mas con tus digresiones. —Me vió en el cuarto de mi prima y hube de agradarle: díjome que si queria servirle en clase de page, y acepté á pesar de mi prima, que queria tenerme á su lado, porque como solo conmigo podia hablar de... ¿quereis que lo diga? —Acaba, page del infierno. —De vuestra señoría añadió el page malicioso quitándose una especie de berrete que en la cabeza traía y haciendo una profunda cortesía. —¿De mí? ¡ah! tiembla, Jaime, si te diviertes á mis espensas. —Os quiero demasiado para eso; como os digo, entré á servirle, pero os juro que desde mañana me vuelvo al lado de mi prima, porque he cobrado miedo á sus hechizos. Dicen que sabe alzar figura y... ¡Jesus...! yo me entiendo. —Page, óyeme: nadie en el mundo pudiera haberme hecho mas feliz con menos palabras; tú has renovado ideas que yo debiera haber abandonado hace mucho tiempo; pero nadie puede mas que su destino. Si en tu vida has sospechado alguna cosa del mal que padezco, calla como la tumba: si nada has sospechado, nada preguntes, nada inquieras. Sobre todo, vuelvas ó no al lado de Elvira, júrame no abrir tu boca para decir que me has visto en Madrid: toma, añadió quitándose un anillo que en el dedo pequeño traía, toma, y este te recordará la obligacion en que quedas conmigo, y que el doncel de Enrique III no olvida jamas á las personas que una vez quiso bien. Ahora parte y calla. Nada has oido, nada has visto. —Señor doncel, ignoro el valor de estos diamantes, pero aunque fuera este anillo de hierro, bastaba para lo que yo le quiero. Decidme solo que no quedais enojado conmigo. —¿Enojado, Jaime? ¿enojado, dichoso Jaime? A Dios; si algun dia necesitas del socorro de un caballero, acuérdate del doncel de Enrique III: á Dios; á esta hora no me convendria que te encontrase nadie en mi aposento: parte, Jaime, y si vuelves á don Enrique, di que tu comision ha quedado completamente desempeñada. Acomodó el page en el dedo en que mejor ajustó el anillo del doncel, y despidiéndose afectuosamente no tardaron en oirse sus pasos por los corredores; de alli á poco sus ecos fueron gradualmente perdiendo sonido hasta desvanecerse y perderse del todo en la distancia. La escena y el diálogo inesperado que acababa de sostener el desdichado doncel no eran los mas á propósito para tranquilizar su agitado espíritu. En cuanto dejó de oir los últimos ecos de los pasos del mancebo, que habia abierto casi inocentemente sus antiguas llagas, y habia echado leña seca en el fuego que ardia hacia poco al parecer amortiguado en su pecho, cerró su puerta y comenzó á pasear su pena por la pieza con pasos tan vagos como sus ideas. Largo espacio de tiempo duró en aquel estado de lucha consigo mismo, ora paseando aceleradamente, ora parándose de repente como si el movimiento de su cuerpo se opusiese al de sus pensamientos. “Dulce señora mia, esclamaba de cuando en cuando, duélete de tu caballero, y no quieras á rigores acabarle.”—“¡Jamas, decia otras veces, jamas le diré mi pensamiento; el fuego que me devora habrá entregado al viento la última pavesa de mis cenizas antes de que sepas, ó señora mia, que tus ojos le han prendido! ¿No habia, cielos, otras bellezas, añadia despues, de quien pudierais haberme hecho prendarme, que fue preciso que me entregaseis á discrecion de la única tal vez de quien un juramento sagrado y una union mil veces maldecida para siempre me separan? ¡Yo romperé esa ara, yo la destrozaré! ¡yo hollaré con mis propios pies ese altar funesto que nos divide!” concluía al cabo de un paseo mas agitado. Pero de alli á poco volvia la reflexion á ocupar el lugar de la pasion y se le oía entre dientes: “No, el infeliz Macías le probará el esceso de su amor en el mismo esceso de su silencio: él será eternamente desdichado, pero jamas tendrá valor para perturbar tu felicidad.” En estos y otros soliloquios á estos semejantes le encontró el momento de la visita que esperaba. El conde de Cangas y Tineo, envuelto en un sobrecapote de fino bellorí, y con una linterna sorda en la mano para alumbrar sus pasos, se presentó llamando á su puerta. Abrióle, y despues de un corto y silencioso saludo dieron principio al importante coloquio que nos vemos precisados á dejar para otro capítulo. [Ilustración] CAPITULO VI. Calledes, conde, calledes, conde, no digais vos tale. . . . . . . . . . . . . . El conde desque esto oyera presto tal respuesta hace: —Ruégote yo, caballero, que me quieras escuchare. _El conde Dirlos._ Cuando don Enrique de Villena entró en el aposento de Macías, este le arrimó un asiento, el cual ocupó sin hacerse de rogar, como hombre que se reconoce superior en gerarquía al que guarda con él una consideracion. Macías se sentó en otro, colocándose de suerte que quedaba la mesa con la lámpara que en ella ardia en medio de los dos; y lo hizo con el aire de un hombre que si bien se cree en el caso de tributar atenciones á aquel con quien está en sociedad, no se imagina de ninguna manera en posicion de sostener de pie con él, sentado, una larga conferencia. Colocados de esta manera, daba la luz de lleno en el rostro de entrambos, y como creemos no haber dado hasta ahora idea alguna de las fisonomías y esterior de estos dos principales personages de nuestra narracion, aprovecharemos esta coyuntura favorable para describir lo que en ellos hubiera visto ó al menos creido ver cualquier observador que los hubiera acechado, por pocos progresos que hubiese hecho en el arte Lavateriano, posteriormente reglamentado por el sabio abate, pero cuya existencia tiene tanta antigüedad como el dicho vulgar, en todos los paises y épocas conocido, de que los ojos son las ventanas del corazon, y la cara el traslado del alma. Don Enrique de Villena era de corta estatura; sus ojos hundidos y pequeños tenian una espresion particular de superioridad y predominio que avasallaba desde la primera vez á los mas de los que con él hablaban: su voz era hueca y sonora, calidades que no contribuían poco á aumentar en el vulgo la impresion mágica que en los ánimos débiles ejercía. Su nariz afilada y su boca muy pequeña le daban todo el aire de un hombre sagaz, penetrante, vivo, falso y aun temible. Sin embargo, como ha podido inferir el lector de su diálogo con Ferrus, no estaba tan corrompido su corazon que no respetase todavía en la sociedad en que vivia una porcion de consideraciones que su criado por el contrario atropellaba sin el mas mínimo escrúpulo de conciencia. De Ferrus dijimos que no era el malvado bastante impío para sus fines, y de don Enrique podemos por el contrario asegurar que no era el impío bastante malvado para los suyos. Naturalmente afeminado y dedicado al estudio, faltábanle el vigor y la energía de carácter que corona las empresas aventuradas. Dificil nos sería decir si era ó no religioso: nos contentaremos con esponer á la vista del lector varios rasgos que pueden caracterizarle cumplidamente bajo este dudoso punto de vista, y él mas que nadie podrá juzgar si era la religion para él un instrumento ó una preocupacion. El interlocutor que enfrente tenia era un mancebo que en caso de duda hubiera podido atestiguar con su propia persona la larga dominacion de los árabes en Castilla. Su color era moreno, sus cabellos negros como el azabache; sus ojos del mismo color, pero grandes, brillantes y guarnecidos de largas pestañas: una sola vez bastaba verlos para decidir que quien de aquella manera los manejaba era un hombre generoso, franco, valiente y en alto grado sensible. Un observador mas inteligente hubiera leido tambien en su lánguido amartelamiento que el amor era la primera pasion del jóven. Su frente ancha, elevada y espaciosa, y su nariz bien delineada, denunciaban su talento, su natural arrogancia y la elevacion de sus pensamientos. Ornábale el rostro en derredor una rizada barba que daba cierta severidad marcial á su fisonomía: su voz era varonil, si bien armoniosa y agradable; su estatura gallarda. —Macías, comenzó á decir don Enrique de Villena despues de un breve espacio en que pareció reunir todas sus fuerzas para determinarse á proponer sus ideas, vengo á daros la muestra que de gratitud os debo por la exactitud con que habeis cumplido la delicada comision que en vuestras manos confié. Decidme si es posible que tenga alguien en la corte noticia de la muerte del maestre. —Señor, respondió Macías, Hernando y yo no hemos cesado de correr desde Calatrava á Madrid, y á nuestra salida del monasterio éramos los únicos que en la villa sabiamos el infausto acontecimiento: en dos dias lo menos no se tendrá en Madrid mas noticia que la que nosotros queramos esparcir. —Ninguna. Dadme vuestra palabra. —De caballero os la doy. —Permitidme ahora que os pregunte si habeis sospechado ¿cuál puede ser mi objeto? —Lo ignoro, respondió Macías asombrado de la pregunta. —Sabedlo, pues: creo no haberme equivocado cuando he pensado en vos para la ejecucion de mis planes: el paso que conociendo ya mi carácter dísteis viniendo á ofrecerme vuestros servicios en Calatrava, me hace pensar que habeis formado planes para vos mismo análogos acaso á los mios. —Os juro que no tenia mas plan que el de serviros. —¡Doncel! dijo sonriéndose don Enrique, en vuestra edad es natural el rubor de confesar ciertas intenciones... —No os entiendo... —No importa: si nuestros intereses estan unidos, y si os sentís con audacia para poner los medios que he menester, guardad silencio; tanto mejor. Oidme, que acaso mi confesion facilitará la vuestra. Intento ser maestre de Calatrava, añadió bajando la voz. —¿Vos, señor? —¿No lo habiais sospechado nunca? Pues bien, si don Enrique de Aragon es algun dia maestre de Calatrava, el doncel Macías se llamará comendador. ¿Quereis ocupar otro puesto que os convenga mejor? —Ni tanto, príncipe generoso, respondió Macías inclinando respetuosamente la cabeza y mirando con asombro al maestre futuro. —Dejad esa inoportuna modestia: imagino que entrambos nos conocemos, dijo Villena apretando la mano del mancebo admirado. ¿Estais sorprendido? —Permitid que me confiese asombrado. Los vínculos sagrados del himeneo os unen á una muger, y no podeis ignorar que este es un obstáculo insuperable. —Obstáculo sí; insuperable ¿por qué? esclamó don Enrique apoyado en la seguridad del plan que acababa de inspirarle su juglar poco antes de venir á buscar al doncel, y que él habia abrazado con tanta mas confianza cuanto que su pérfido consejero habia empleado para hacérsele adoptar los acostumbrados recursos que arriba dejamos indicados. Verdad es que el plan era diabólico, y tanto habia admirado á don Enrique, que aquella habia sido la primera vez que habia llegado á dudar si efectivamente el espíritu enemigo del hombre tendria poder para sugerir ideas á sus fieles servidores. —¿Por qué? repitió Macías: esperad: solo un medio entreveo: ¿consiente vuestra esposa en un divorcio ruidoso y...? —Jamas consentirá. En valde la he querido reducir. —¿En ese caso...? —Oidme. Cuento con vos. —Disponed de mis pocas fuerzas si el honor y... —Oid y dejad á un lado esas fórmulas vacías de sentido, inútiles ya entre nosotros, para usarlas con el vulgo que se paga de ellas. Encendiéronse las megillas de Macías, y bien hubiera querido interrumpir á Villena para darle á conocer cuán lejos estaba de considerar el honor fórmula vana; pero el conde, que interpretó á su favor el rubor del mancebo, prosiguió sin darle lugar á hablar. —Doncel, mañana al caer del dia procuraré que doña María de Albornoz, mi respetable esposa, no interrumpa su costumbre diaria de pasear por el soto, camino del Pardo; acompáñala por lo regular en este paseo diurno y solitario su camarera Elvira: cuando se haya separado largo trecho de sus demas criados, un caballero convenientemente armado, y ayudado de los brazos que creyere necesarios, arrebatará á la condesa de la compañía de Elvira. ¿Qué teneis? —Nada; proseguid, repuso Macías pudiendo contener apenas su indignacion. —Observaránse las precauciones necesarias para que ella y el mundo entero ignoren eternamente su robador y su destino. Guardados en tanto por mis gentes los pasos de los que pudieran venir de Calatrava á dar la noticia de la muerte del maestre, sabré ganar tiempo para que de ninguna manera coincida un acontecimiento con otro. Permitidme acabar: me resta designaros el osado y valiente caballero que robando á la condesa ha de dar el paso mas dificil en tan importante empresa. Si una plaza de comendador de la orden no es suficiente recompensa para su ambicion, él será el verdadero maestre, y despues de don Enrique de Villena nadie brillará mas en la corte en poder y en riqueza que el doncel de don Enrique el Doliente. —¿El doncel de don Enrique el Doliente? interrumpió el impetuoso mancebo levantándose y echando mano al puño de su espada. ¿El doncel de don Enrique el Doliente habeis dicho, conde? ¡Santo cielo! bien merece ese desdichado doncel el injurioso concepto que de él habeis indignamente formado, si tantos años de honor no han bastado á impedir que los hipócritas le cuenten en su número despreciable. Bien lo merece, juro á Dios, pues que su espada permanece aun atada en la vaina por miserables respetos sin castigar al osado que mancilla su buen nombre y espera de él cobardes acciones. —¡Doncel! esclamó asombrado levantándose tambien á este punto el conde de Cangas y Tineo. No le permitió pronunciar mas palabra en un gran rato la cólera que de él se apoderó al ver defraudadas tan inopinadamente sus anteriores esperanzas. Deteníale sobre todo la vergüenza de haber descubierto sus planes al mancebo sin mas fruto que su amarga reconvencion y culpábase en su interior de no haber esplorado mas tiempo el terreno arenoso sobre que habia sentado el pie arriesgadamente. —¡Doncel! repitió ya en pie, ¡vive Dios que no comprendo vuestro loco arrebato, ni esperé nunca en vos tal pago de mi indiscreta confianza! —¿Y quién os indujo á presumir, respondió el doncel, que un caballero y que Macías habia de poner cobardemente la mano sobre una muger indefensa? ¿Qué vísteis en mí, señor, que os diese lugar á creer que tuviese tan olvidados los principios y los deberes de la orden de caballería que para acorrer á los débiles y á los desvalidos recibí del rey y profeso? ¿No me habeis visto vos mismo pelear con los moros y los portugueses? ¿En qué dia de batalla me vísteis huir? ¡oh rabia! ¡oh vergüenza! ¡oh buen rey Enrique III! Hé aqui el concepto que de tus mismos grandes merecen tus donceles. No veía don Enrique de Villena los objetos que le rodeaban; tal era la ira y el corage que crecian por momentos en su corazon. Algun tiempo dudó si echando mano á la espada vengaria con sangre los ultrajes á su persona que por primera vez oía, y si sepultaria para siempre en la tumba del impetuoso mancebo el secreto que imprudentemente habia descubierto, ó si hundiria en la suya propia su vergüenza y su afrentoso desaire. Mirábale atento á sus acciones todas, para obrar en consecuencia, el ofendido jóven, y bien se veía en su semblante la resolucion que tomada tenia de responder con la espada ó con la lengua á los desmanes del orgulloso magnate. Reflexionó empero don Enrique que un lance ruidoso de esta especie á aquellas horas, y en el alcázar mismo de su alteza, no podria tener en ningun caso buenas consecuencias para sus planes, y determinó encomendar á la prudencia los yerros que por falta de ella habia recientemente cometido. Revistióse, pues, con asombrosa rapidez la máscara hipócrita que en tantas ocasiones le habia sido de conocida utilidad, y envainando del todo con un solo golpe la espada, cuya hoja habia brillado ya en parte un corto instante á los ojos de su interlocutor: —Macías, le dijo con voz serena y aun afectuosa, vuestros pocos años han estado á punto de perdernos á entrambos. Confieso que he errado el golpe, y os devuelvo todo el honor que os habia quitado. No penseis sin embargo, añadió el astuto cortesano recogiendo velas, que era mi objeto llevar completamente á cabo el plan que os proponia; tal vez queria conocer á fondo vuestro carácter, y estoy completamente satisfecho de vuestra laudable conducta. Con respecto al objeto de mi visita, ignoro si despues de haber pensado mejor los medios que tengo á mi disposicion para llegar á ser maestre eligiré ese ú otro. De todas suertes no me sois útil; es concluido, pues, vuestro servicio en mi casa: escusais volver á Calatrava: mañana os devolveré á su alteza; pero como os supongo bastante talento para conocer el mundo y los hombres, á pesar de vuestros pocos años, espero que nos separaremos amigos, como dos caminantes que han pasado una mala noche en una misma posada, y que al dia siguiente, debiendo seguir cada uno un sendero opuesto, se despiden cortesmente. Si sois el caballero que decís, vuestro honor os dicta si debeis guardar el de otro caballero y los pactos en que estábamos hasta la presente convenidos; si creeis sin embargo de vuestro deber dar á la luz pública nuestro diálogo, sois dueño de hacerlo; pero... acordaos, añadió afirmándose en los talones con ademan de hombre resuelto y dando en la mesa una palmada que resonó en gran parte del alcázar, acordaos de que don Enrique de Aragon y Villena, conde de Cangas y Tineo, señor de las villas de Alcocer, Salmeron, Valdeolivas y otras, nieto del rey don Jaime, y tio del rey don Enrique, no ha menester ser maestre de Calatrava para hacer probar los tiros de su poderosa venganza á un doncel pobre y oscuro del rey Doliente, á quien una imprudencia ha puesto momentáneamente sobre él. —Deteneos, dijo Macías mas sosegado asiéndole de la ropa al ver que se preparaba á salir del teatro de su confusion. Deteneos; puesto que habeis creido necesaria una esplicacion antes de concluir nuestra entrevista, permítame vuestra grandeza que con el respeto que debo á su clase le esponga mis sentimientos sobre frases nuevamente ofensivas que acabais de proferir. Sé cuanto debo al rango que ocupa don Enrique de Villena en Castilla; sé que mi imprudente arrojo ha podido empañar sus resplandores; sé que debiera haberme limitado á responder _no_ sencillamente; pero si vuestra grandeza es caballero, conocerá cuánto cuesta sufrir cristianamente un ultraje á quien tiene sangre noble en las venas. Si exigís de ello una satisfaccion, en ello os la doy: si la quereis de otra especie, mi lanza y mi espada estan siempre prontas á abonar mis imprudencias. La amistad que pedís, ni la busco ni la otorgo: vuestra proteccion no la necesito. Como caballero observaré los pactos y guardaré los secretos que como caballero prometí guardar. Nadie sabrá por mí la muerte del maestre. Con respecto á vuestros planes, no me exigísteis palabra de ocultarlos... —¿Cómo? interrumpió don Enrique de Villena inmutado. —Permitidme, señor, que hable. No estoy obligado á guardarlos; os prometo sin embargo en consideracion al nombre ilustre que llevais, y cuyo brillo no quisiera ver empañado, que no haré mas uso de lo que acerca de vuestras intenciones me habeis dicho que el indispensable para salvar á la inocencia que quereis oprimir. Dadme licencia de que os asegure que fuera tan criminal en consentirlo con vergonzoso silencio como en cooperar al logro de la maldad. Mientras pueda salvar á la de Albornoz sin hablar callaré; mas si puede mi silencio contribuir á su ruina hablaré. A esto me obliga el ser caballero. —Hablad en buen hora, hablad, dijo don Enrique en el colmo del furor; pero ¡temblad...! —Permitid, señor, que os acompañe hasta que os deje en vuestra estancia, añadió Macías con respeto y mesura. —No, estaos aqui, yo lo exijo; á Dios quedad. —Ved, señor, que no es esa la salida; por alli saldreis mejor. —Ciego voy de cólera, dijo para sí al salir don Enrique de Villena, que en medio de su arrebato habia equivocado la puerta interior con la esterior. Abrióle Macías la que daba al corredor, y asiendo de la lámpara que sobre la mesa ardia alumbrólo hasta que comenzó á bajar los escalones, y cuando ya se alejó lo bastante para que él pudiese retirarse “A Dios, señor, y el cielo os prospere,” dijo en voz alta el comedido doncel. Un ligero murmullo que confusamente llegó á sus oidos dió indicios de que habia sido oido su saludo, y respondido entre dientes, acaso con alguna maldicion, por el irritado conde, que se alejaba premeditando los medios de venganza que á su arbitrio tenia, y sobre todo la manera que deberia observar para impedir los efectos de la terrible amenaza que al despedirse de él le habia hecho el magnánimo doncel. Volvióse éste á entrar en su aposento, revolviendo en su cabeza la notable mudanza que habia efectuado en su situacion la escena en que acababa de hacer un papel tan principal: determinóse en el fondo de su corazon á no dejar perecer la inocente y débil oveja á manos del tigre en cuya guarida se hallaba desgraciadamente presa. Despues de haber cerrado su puerta con cuidado, llegóse á la que daba á la cámara de Hernando, y llamólo en voz baja. ¿Quién _pregunta_? dijo entre sueños el feliz montero: _¿tañen de andar al monte?_ —Si algo oiste, Hernando, esta noche, dijo el doncel, haz como si nada hubieras oido. Mañana no partiremos al alba; duerme, pues, y descansa, y deja descansar á los caballos. —Se hará tu voluntad, respondió la voz gruesa del montero, y no tardó en oirse de nuevo el ronquido sordo de su tranquilo sueño. Bien quisiera imitarle el desdichado doncel, pero no le dejaba el recuerdo de su ingrata señora, ni el deseo de buscar trazas que á los proyectos que preparaba para el dia siguiente pudiesen ser de pronta utilidad. Don Enrique en tanto despechado se dirigió á su cámara, donde encontró á su Ferrus. Alli trataron los dos, no ya de llevar á cabo su proyecto tal cual primeramente le habian concebido, sino con aquellas alteraciones que exigia la nueva posicion en que los habia puesto la repulsa de Macías y de la venganza y precauciones que deberian usar contra el doncel antes de que pudiera perjudicar á sus pérfidas intenciones. Despues que hubieron conversado largo espacio, trató don Enrique de averiguar qué hora podria ser. Mas fue imposible saberlo jamas por su reloj de arena, pues con la agitacion de las escenas de la noche habíase descuidado el volver el reloj al concluírsele la arena; como buen astrónomo sin embargo pasó á la cámara inmediata que tenia vistas al soto, y reconoció que debia haber durado mucho su coloquio con Ferrus, decidiéndose en vista de la hora avanzada, que él se figuraba por las estrellas ser la de las cuatro, á entregarse al descanso de que tanto tiempo hacia ya que gozaban los demas pacíficos habitantes del alcázar de Madrid. Iba ya á cerrar la ventana para realizar su determinacion, cuando le detuvo de improviso un estraño rumor que oyó, el cual le pareció no poder provenir á aquellas horas de causa alguna natural; empero permítanos el lector que demos algun reposo á nuestro fatigado aliento. [Ilustración] CAPITULO VII. Ya se parte el pagecito, ya se parte, ya se va, llorando de los sus ojos que queria reventar. Topara con la princesa bien oireis lo que dirá. _Rom. del conde Claros._ Cuando don Enrique de Villena volviendo silenciosamente la espalda á su esposa á la aparicion de Elvira, que habia acudido con tanta oportunidad á atajar los efectos de su furor, la dejó toda llorosa en brazos de su camarera, ignorante de cuanto habia pasado, ésta empleó cuantos medios estaban á su alcance para hacerla volver en sí del estado de estupor y de profunda enagenacion en que la habia puesto la desdichada escena que con su injusto esposo acababa de tener. Sentóla en un sillon, donde no daba muestras de vida la infeliz condesa, enjugó las lágrimas que habian inundado en un principio su rostro, pero cuyo curso habia detenido ya el esceso del dolor; le aflojó el vestido con que tan inútilmente se habia engalanado pocos momentos antes en obsequio del caballero descortés, y refrescó la atmósfera que la rodeaba con un abanico. Al cabo de algun tiempo produjo la solicitud de Elvira todo el efecto que deseaba: comenzó la condesa á dar indicios de querer desahogar su pecho oprimido, y de alli á poco rompió de nuevo á llorar amargas y copiosas lágrimas, exhalando profundos gemidos acompañados de voces inarticuladas, las cuales producia á trechos y á pedazos en los huecos del llanto con un acento convulsivo y un tono de voz ora agudo, ora reconcentrado, que ninguna pluma de escritor ó de músico puede atreverse á representar en el papel. Poco á poco fue perdiendo fuerzas su acceso de cólera, como pierde impetuosidad el torrente si una vez roto el dique que le enfurecia halla anchas y fáciles salidas á sus ondas por la tendida campaña; mitigóse su dolor, pero por largo espacio conservó indicios del enojo anterior, como se echaba de ver en el movimiento de elevacion y depresion de su agitado seno, semejante al mar, cuyas ondas, mucho tiempo despues de pasada la borrasca, conservan aunque decreciente la inquietud que el huracan les imprimió. Luego que estuvo en estado de hablar con mas serenidad, refirió á Elvira cuanto con el conde le acababa de pasar, y fueron inútiles todos los consuelos que su fiel camarera trató de prodigarle. Revolvia en su cabeza mil ideas encontradas: ora queria salir inmediatamente de aquella parte del alcázar que le estaba destinada y refugiarse á sus villas, ora intentaba acogerse al amparo del mismo rey, esperando de su justicia que reprimiría los desórdenes de su esposo, y le impondría algun temor para lo sucesivo, pues pensar en que ella consintiese en la separacion que el conde manifestaba desear era sueño, puesto que se habia casado enamorada de Villena: verdad es que el trato y la mala vida que la daba hubieran sido bastantes á hacer odioso al mas perfecto de los hombres; pero todos sabemos que la frialdad y el despego suelen ser incentivos vivísimos del amor, y lo eran tanto mas en la condesa cuanto que habiendo vivido siempre don Enrique apartado de ella despues de su infausta boda, no habia dado jamas entrada al hastío que hubiera seguido á una larga y tranquila posesion. Aguijoneaba ademas á la infeliz condesa la saeta de los zelos: en varias ocasiones habia sorprendido al conde de Cangas en conquista ó persecucion de algunas bellezas, y aun una de las que habia considerado siempre como primer objeto de sus obsequios era aquella misma Elvira en quien tenia puesta toda su confianza; mas como tenia pruebas de que ésta se habia negado constantemente á dar oidos á toda proposicion amorosa del de Villena, y en la seguridad en que estaba de que cualquiera que á su lado viviese habia de escitar los deseos de su esposo, queria mas bien tener por camarera aquella de cuya lealtad y odio á la persona del conde no podia dudar en manera alguna. En esta ocasion se equivocaba la condesa en sus temores, porque no un amor adúltero, sino la ambicion era quien á tan descortés procedimiento á don Enrique obligaba. Empero esta era la verdad: por una parte el amor, que á pesar de los desdenes de Villena en su corazon duraba, y por otra la creencia en que estaba de que solo proponia aquel rompimiento para entregarse mas á su salvo á alguna nueva intriga amorosa, eran suficientes motivos para que nunca hubiese ella prestado su consentimiento al propuesto divorcio. Logró por fin persuadirla Elvira á que se recogiese y tratase de poner un paréntesis á su pesar en el sueño, dejando para el dia siguiente el resolver lo que deberia hacerse. Hízolo asi la condesa, y Elvira se retiró á la cámara inmediata, en donde se proponia esperar al lado del fuego á que su señora se hubiese entregado completamente al descanso para seguir su acertado ejemplo. Sentóse cerca de la lumbre despues de haber dado las oportunas disposiciones para que durante la noche no faltasen sus dueñas del lado de la condesa, y púsose á leer un manuscrito voluminoso, que entre otros muchos y muy raros tenia don Enrique de Villena, por ser libro que á la sazon corria con mucha fama, y ser lectura propia de mugeres. Era éste el Amadis de Gaula. Hacia pocos años que su autor, Vasco Lobeira, habia dado al mundo este distinguido parto de su ingenio fecundo, y don Enrique de Villena, por el rango que ocupaba en Castilla y por su decidida aficion á las letras y relaciones que con los demas sabios de su tiempo tenia, habia podido facilmente hacer sacar de él una de las primeras copias que en estos reinos corrieron. El carácter de Elvira simpatizaba no poco con las ideas de amor, constancia eterna y demas virtudes caballerescas que en aquel libro leía: hubiera dado la mitad de su existencia por hallarse en el caso de la bella Oriana, y aun no le faltaba á su imaginacion ardiente un retrato de Amadis cuya fé la hubiera lisongeado mas que nada en el mundo: era éste un mancebo generoso de la corte de Enrique III, á quien habia conocido desgraciadamente despues que á Fernan Perez de Vadillo. Habíase casado en verdad ciegamente apasionada del hidalgo; pero desde su boda hasta el punto en que la encuentra nuestra historia se habia ensanchado considerablemente el círculo de sus ideas; Fernan Perez por el contrario era siempre el mismo que en otro tiempo habia cautivado sin mucho trabajo el inocente corazon de la niña Elvira; pero ésta no era ya la amante que se habia prendado de Fernan Perez: su carácter se habia desarrollado de una manera prodigiosa, y un foco de sensibilidad y de fogosas pasiones creado nuevamente en su corazon habia producido en su existencia un vacío de que ella misma no se sabia dar cuenta. Se habia formado en su cabeza un bello ideal, no hijo del mundo real en que habitaba, sino de su exaltacion; y se complacia en personificar este bello ideal en tal ó cual jóven cortesano que sobre el vulgo de los caballeros de la corte de Enrique III se distinguian. Uno entre todos habia avasallado ya su albedrío bajo esta personificacion, y Elvira, juguete de la naturaleza, que puede mas que sus criaturas, no sabia ella misma que iba tomando sobre su corazon demasiado imperio un amor ilícito y peligroso. Por desgracia su virtud misma era su mayor enemigo: la confianza en que estaba de que nunca podrian faltarle fuerzas para resistir la hacia entregarse sin miedo con criminal complacencia á mil ideas vagas, que cada dia iban ganando mas terreno en su imaginacion. Encontrábase en fin en aquel estado en que se halla una muger cuando solo necesita una ocasion para conocer ella misma y dar á conocer acaso á su propio amante la ventaja que sobre ella ha adquirido. Como un incendio que ha crecido oculto é ignorado en la armazon de una casa vieja, que no ha menester mas sino que descubriéndose una pequeña parte de la techumbre que lo cubre tenga entrada la mas mínima porcion de aire, entonces estalla de repente como un vasto infierno improvisado, se lanzan las llamas en las nubes, crujen las maderas, y viene al suelo el edificio desplomado, sepultando en sus ruinas al incauto y desprevenido propietario. No era, pues, la lectura de Amadis la que á la triste Elvira mejor pudiera convenirle; pero era tanto mas disculpable, cuanto que en el siglo XIV no habia muchos libros en que escoger, y pudiera darse cualquiera por contento con divertir las horas ociosas por medio del primero que en las manos caía. Una tristeza vaga y sin causa positivamente determinada era el síntoma predominante de la hermosa camarera de la de Albornoz, y la soledad era el gran recurso de su imaginacion, deseosa de empaparse sin reserva ni testigos en la contemplacion de las seductoras ilusiones que se forjaba: esta disposicion de ánimo no era ciertamente la mas favorable para la virtud de Elvira en las escenas sobre todo en que aquella misma noche fecunda de acontecimientos debia colocarla. Poco tiempo podria hacer que con el primer libro de caballería en España conocido se entretenia la sensible Elvira, cuando sintió abrir la puerta del salon, y una persona, que seguramente no esperaba, se presentó á su lado dándola las buenas noches con rostro alegre y maliciosa sonrisa. —¿Qué buscas, Jaime, en estas habitaciones, y á estas horas? Ya deben ser cerca de las diez: vuelve á la cámara del conde, si es que no te envia, como su precursor, á anunciarnos nuevos pesares y desventuras. —Hermosa prima mia, contestó Jaime, depon el enojo; de aqui en adelante puedes volverme á llamar tu querido primo. —¿Qué novedad traes? —Ninguna; pero he tenido miedo de las cosas que se hablan de don Enrique, y esta noche misma le he suplicado que me permitiese volver al lado de mi amada prima: ¡me acordaba tanto de tí! Una lágrima de sensibilidad se asomó á los ojos de Elvira oyendo la ingénua manifestacion del cariño del medroso pagecillo. —¿Y don Enrique te lo ha concedido? —Por mas señas que no he escogido la mejor ocasion; estaba tan distraido y tan ocupado en sus... mira... se me figura que estaba en uno de aquellos ratos en que dicen que tienen los hechiceros el enemigo... ¡Jesus! —¡Jaime! ¿Quién te ha enseñado á hablar asi de tu señor? —Bien: no volveré á hablar; ahora ya no me importa. Ya estoy con mi Elvira, que me confiará sus penas, añadió el page tomando una de las manos de la hermosa camarera. —¿Qué anillo es ese? esclamó ésta dejando el voluminoso pergamino que hasta entonces habia leido, para examinar de cerca el hermoso brillante que relumbraba en un dedo del page. ¡Jaime! —¡Ah! este no se ve, gritó puerilmente Jaime retirando y escondiendo su mano. ¡Este no se ve! Es un regalito; á mí tambien me regalan, señora prima, no es á vos sola á quien... —Vamos, ven acá, Jaime, y dime quién te ha dado ese anillo, ó si por ventura tienes que acusarte de algun... —¡Chiton! señora prima, interrumpió el page con indignacion. —¡Ah! ya le tengo, gritó Elvira aprovechando para asirle la mano aquel momento en que la pundonorosa irritabilidad del page le habia estorbado la precaucion; ya le tengo. —No, no me lastimes y te le daré, dijo el page viendo que se disponia la interesante Elvira, tan niña como él, á valerse de la superioridad que le daban sus fuerzas para ver á su salvo el anillo: quitósele en efecto, pero echando á correr, en cuanto Elvira le hubo cogido, no me importa, añadió; ¿qué vereis, señora curiosa? Nada: un anillo; mas no por eso sabreis quién me lo ha dado. Equivocábase el inesperto page: la perspicaz Elvira, que al principio habia sido inducida solo por mera curiosidad al reconocimiento de la alhaja, cuya posesion no creía natural en el pagecillo, habia fijado notablemente en ella su atencion, y examinaba al parecer alguna señal ó particularidad por donde esperaba venir en conocimiento de su procedencia. —No hay duda, esclamó sonrojándose como grana, no hay duda: una letra pierdo; pero sería mucha casualidad... esmeralda... e; lapislázuli... l; brillante, b; rubí, r; amatista, a. Y luego... una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. No hay duda. El page, que habia alborotado la sala con sus risas y sus burlas al ver la perplejidad de su prima, no se asombró poco al oir la estraordinaria y no esperada esplicacion que daba á la sortija; y tanto mas confundido quedó cuanto que creyó no haber sido en esta ocasion sino el juguete del doncel, que se habia valido de él para manifestar á Elvira aquel su amor, de que el malicioso page tenia ya no pocas sospechas. Nada mas comun en aquel tiempo que estas combinaciones de piedras y ese lenguaje amoroso de geroglíficos en motes, colores, empresas y lazadas. Un platero de Burgos habia engarzado artísticamente á ruego de Macías en un mismo anillo aquellas seis piedras, cuya traduccion habia acertado tan singularmente Elvira por un presentimiento sin duda de su corazon. Habia perdido la significacion de una piedra, cosa nada estraña, no hallándose ella muy adelantada en el arte del lapidario; pero en cambio habia entendido la equivocacion del platero, que habia significado la _v_ con la _b_, inicial de brillante; ni el qui proquo del platero ni el acierto de Elvira tenian nada de particular en un tiempo en que no sabian ortografia ni los plateros ni los amantes. El número sin embargo de las piedras, y la colocacion de las conocidas, no dejaba la menor oscuridad acerca de la intencion del que habia mandado hacer la sortija. Quedábale todavía á Elvira un resto de duda, que á toda costa queria satisfacer: en primer lugar no era ella la única Elvira que en Castilla se encerraba; y en segundo la alusion, que la habia puesto en camino de sospechar, no le daba sin embargo noticia cierta de quién fuese el que usaba con ella semejante galantería. Deseaba por una parte saberlo; temia por otra oir un nombre indiferente. —¿Quieres cambiar este anillo, Jaime, por otro mejor que yo te dé? —¿Y qué diria, dijo el astuto page, el caballero que me le ha regalado? —¿Con que ha sido caballero...? interrumpió Elvira. —Y de los mejores y mas valientes de la corte de su alteza. —¡Santo cielo! decia Elvira impaciente: Jaime, yo te ruego que me des señas de él al menos, ya que no quieras decir su nombre. —¿Señas? —Espera; dime primero, esclamó reflexionando un momento, ¿cuándo te le ha dado, y dónde? Comprendió el page al momento la doble intencion de esta pregunta, y se sonrió malignamente viendo á Elvira cogida en su propio lazo, porque al punto recordó que no podia saber la llegada del doncel. —Hoy, y en el alcázar. —¿Hoy y en el alcázar? repitió Elvira queriendo leer la verdad en los ojos del page. ¡Entonces no puede ser! dijo entre dientes, satisfecha ya al parecer toda su curiosidad, dejando caer los brazos, inclinando la cabeza y saliendo, en fin, de la ansiedad y tirantez en que estaba, como arco que se afloja. Siguió mirando, pero mas vagamente, el anillo, haciendo con el labio inferior, que se adelantó al superior, un gesto particular entre distraida y resignada. —¡Ah! ¡ah! que no lo acierta, esclamó en su triunfo el page victorioso; escuchadme, señora adivina, es un caballero jóven. —Bien; déjame, repuso ella sin prestar apenas atencion á la voz chillona y triunfante del mozalvete. —No, que lo has de acertar. Cuando se trata de coger sortijas, ensarta con su lanza tantas como corazones con su hermosa presencia. Si monta á caballo, es el mas fogoso el suyo, y lo domeña como un cordero; si se trata de correr cañas, nadie le aventaja; y en un torneo solo don Pero Niño... —Jaime, ese no puede ser mas que uno, esclamó levantándose Elvira. —Cierto que no es mas que uno, repuso el taimado page, que se divertia con su prima como el gato con el raton. —¿Ha venido? ¡Ah! Ahora recuerdo que esta mañana un caballero... —¿Quién? contestó con cachaza el page fingiendo no entender. —Mira, Jaime, vete de aqui y no vuelvas, gritó furiosa Elvira; marcha, huye si temes mi... —Bien, primita, lo diré: ese es... —¿Quién? preguntó la atormentada belleza, ¿quién? acaba ó... —El doncel de... —Basta: ¿Estás cierto...? Acordóse de pronto el imprudente page del especial encargo que de guardar secreto le habia hecho el doncel, y no sabiendo las últimas mudanzas que en la situacion de su amigo se habian verificado, las cuales volvian infructuoso este cuidado, trató de reparar el olvido de que la escena bulliciosa que con su prima traía era causa y efecto. —No me habeis dejado acabar, señora camarera. El rey don Enrique III no tiene un solo doncel. Sabed que no os puedo decir mas. Ni una palabra mas. Al oir el tono resuelto del rapaz bien vió Elvira que no sacaría de él mas partido que una honrosa capitulacion: lo mas que pudo recabar de él fue que le dejase el anillo, hasta que ella adivinase como pudiese su procedencia; dejósele el pagecillo y se acabó la contienda entre los primos, determinando que por aquella noche Jaime dormiria vestido en una cámara inmediata á la alcoba donde casi vestida tambien trataba de reposar la infeliz Elvira, no atreviéndose á desnudarse del todo por miedo de que hubiese menester la de Albornoz sus consuelos en el discurso de la noche. Bajóse para esto á su habitacion, que debajo de la de la condesa caía, despues de haberse cerciorado de que ésta yacía profundamente dormida, y de haber dejado advertido á las dueñas que la avisasen á la menor novedad que sintiese su señora, ó que en aquella parte del alcázar ocurriera. Echóse despues en su lecho, habiéndose despedido del page, y en vano procuró imitar á éste en la prontitud con que concilió el sueño reparador de las fuerzas perdidas. Revolvia una y mil veces en su cabeza las ideas del dia, y procuraba atarlas y coordinarlas entre sí: empero agolpábanse todas á su imaginacion ferviente; la condesa, la violencia de Villena, sus solicitudes, la ausencia de su esposo, el Amadis, la indiscreta conversacion del page, las dudas que acerca del dueño del anillo habia dejado sin resolver despues de su inquieto diálogo, todo esto reunido y amasado junto de nuevo en su mente en medio del silencio y de la oscuridad de la noche, le representaba un cuadro fantástico, lleno de objetos incoherentes, muy semejante en la confusion á esos lienzos que entre nuestros abuelos tanto se apreciaban con el nombre de _mesas revueltas_. Pero á proporcion que el largo insomnio y el cansancio del dia fueron rindiendo sus fuerzas y entornando los párpados fatigados de Elvira, todas esas imágenes confusas tomaron en su cerebro contornos informes, y poblaron su sueño de escenas parecidas á las que habian pasado por ella en el dia, y de otras que, como combinaciones nuevas del choque de aquellas, suelen producirse por sí solas en la imaginacion cansada de un calenturiento que duerme, ó de una persona habitualmente agitada por sensaciones estraordinarias, y que pasa por una larga y fatigosa pesadilla. [Ilustración] CAPITULO VIII. Helo, helo por do viene el infante vengador, caballero á la gineta, en caballo corredor. . . . . . . . . . . . . iba á buscar á don Cuadros . . . . . . . . . . . . el venablo le arrojó. . . . . . . . . . . . . _Rom. del inf. vengador._ Muy avanzada estaba la noche, y muy en silencio todos los habitantes de Madrid y de su fuerte alcázar. No todos sin embargo disfrutaban del sueño y del descanso, como hubiera podido cualquiera figurarse. Podemos asegurar que don Enrique de Villena y Ferrus conversaban muy animadamente en el laboratorio del hermético, como arriba dejamos dicho. El enamorado doncel habia tratado inútilmente de conciliar el sueño, y se habia entregado, desesperado ya de conseguirlo, á la mas profunda meditacion, buscando en su cabeza un arbitrio por medio del cual pudiese descubrir á la de Albornoz el peligro inminente que la amenazaba. Bien conocia que el aviso urgía, pues si antes de haber descubierto Villena su plan lo tenia aplazado para el dia siguiente, era probable que tratase de atropellar la ejecucion de sus ideas desde el momento en que habia hecho partícipe de él al enemigo. El doncel estaba determinado á dar su amparo á la de Albornoz, en primer lugar por pertenecer á _la orden de caballería_, que _principalmente se daba_, como se lee en Amadis de Grecia, _para defender las dueñas y doncellas que tuerto reciben_; orden por la cual _el que la profesa debe ayudar á las dueñas y doncellas fijas dalgo_, como en el instituto de la de la Banda fundada por Alonso XI se contiene; orden, en fin, por la cual se advertia á los que la recibian, como en el Doctrinal de caballeros consta al lib. 1. tít. 3., que _al caballero ó dueña que viesen cuitados de pobreza ó por tuerto que hubiesen recebido, de que non pudiesen haber derecho, que pugnasen con todo su poder de ayudarlos_. Agregábase á esta principal razon otra, si bien menos generosa y obligatoria, mas fuerte acaso que todos los institutos y órdenes del mundo; á saber, cierta simpatía que con una persona ligada á la suerte de la de Albornoz alimentaba Macías en todas sus acciones. Pero si estaba decidido á favorecer á las débiles víctimas del poder del ambicioso conde, no por eso dejaba de conocer cuán dificultoso era, si no imposible, introducir á aquellas horas un saludable aviso en la habitacion de la condesa ó de su camarera. Despues de largo rato de discurrir, en que desechó unas ideas, adoptó otras, volvió á desechar éstas, y á adoptar y desechar otras ciento, fijóse por fin decididamente en una que debió de parecerle la mejor y la menos arriesgada de ejecutar si la fortuna le ayudaba. No quiso despertar á Hernando, que sordamente roncaba, para no ser conocido en la espedicion que premeditaba, si llegaba á sorprenderle fuera del alcázar la madrugada que á largos pasos andando se venia; endosóse un basto sayo de montero de su criado, su gorro de lo mismo, su tosco tabardo de pardo buriel, ciñó la espada, y tomando debajo del brazo un objeto que, como trovador siempre llevaba consigo, salióse pasito de su estancia, y sin ser sentido llegó hasta la puerta esterior del alcázar, evitando por corredores y patios conocidos de él las centinelas interiores que hubieran podido interrumpir su proyecto; pero llegado alli estuvo tentado varias veces de volver á su aposento y desistir de su empresa, cuando se oyó dar el _¿quién va?_ del ballestero encargado de la guarda de aquel punto. —Un caballero que desea salir. —Atras, ¡voto á Santiago! le respondió una voz, ronca del vino ó del frio de la noche: buena hora de salir á tomar el fresco, cuando está un cristiano deseando el relevo para calentarse. No habia meditado el doncel este inconveniente: no quedaba sin embargo mas remedio que desistir y abandonar á la condesa á su destino, ó descubrir su clase de doncel de su alteza, y como tal lograr que se le abriesen las puertas. Calculando que de todas suertes habria de saberse al dia siguiente su entrada en el alcázar, puesto que ya no podia por entonces pensar en volverse á Calatrava, decidióse al segundo partido prontamente; hizo llamar al gefe del pequeño destacamento, y no tardó en oir su voz, que denotaba el mal humor de un hombre á quien se ha sacado intempestivamente del sueño para cumplir con un deber. —Por la Vírgen de Atocha, vive Dios, esclamó observando y dejando ver su oblonga figura, que he de escarmentar al borracho que á estas horas... —Mirad lo que hablais, interrumpió Macías al oir hablar sobre sí, como quien está debajo de una campana, á aquel amalgama de gordura, de bestialidad y de sueño. —¿Quién sois, voto va, el que hablais tan gordo? ¡Aaa! prosiguió bostezando. —Por Santiago, ya os debia haber conocido en lo que teneis de comun con los javalíes del Pardo. ¿Sois vos Bernardo? —¿Quién es, repito, por las muelas de Santa Polonia, quién es el que me conoce tan á fondo? —Dejadme salir: soy un doncel de su alteza y voy á asuntos del servicio del rey... —¿Doncel? metedme el dedo en la boca: mas traza teneis que de doncel de don villano, repuso el ingenioso Bernardo á caza del equivoquillo... el vestido... —¡Voto va!, Bernardo, que os haga arrepentir de vuestra insolencia si insistis en faltar al respeto á... pero... oid, añadió acercándose á su oido, ¿conoceis á Macías? miradle aqui. —¡Ballesteros! echadme á ese aventurero en un cubo de agua fresca: dice que es un hombre que está en Calatrava. Voto va el santo patron del sueño, que ó ha trasegado de la botella á su estómago mucho del tinto, ó es hechicero. No pudo sufrir ya mas tiempo el doncel el impertinente responder del ballestero, y asiéndole con mano vigorosa del cuello, llevóle sin dejarle gañir, ni aun para pedir socorro á los suyos, hácia un farol que cerca de ellos ardía; y enseñándoles entonces su rostro descubierto, —¿Conocéisme, don Vellaco, portero de los infiernos y hablador que Dios no perdone? ¿conocéisme? ¿ó habeis menester todavía que os abra yo los ojos con el puño? Abria el ballestero unos ojos como tazas, y no acababa de comprender cómo podia salir del alcázar un hombre que no habia entrado en él, pues lo creía en Calatrava: hubo sin embargo de convencerse, y tendiendo entonces la pierna hácia atras y descubriendo su cabeza, pidió mil escusas al doncel y fue preciso que este pusiera treguas tambien á sus disculpas y cortesías como á sus impertinencias, sin lo cual nunca se hubiera visto donde por fin se vió; es decir, en medio del campo y recibiendo sobre sí una menuda lluvia que á la sazon comenzaba á caer, lo cual, añadido á la persecucion del cerbero del alcázar, no era del mejor agüero para nuestro osado doncel, que dejaremos rodeando los altos muros de la fortaleza para dar cumplimiento á sus caballerescos proyectos. Mientras que los acontecimientos paralelos de la conversacion de don Enrique con Ferrus y la salida del doncel se verificaban en el alcázar á una misma hora, dormia inquietamente y luchando con las fantasmas que su imaginacion le representaba la hermosa Elvira, que en su lecho medio desnuda dejamos. Habíase quedado con solo un vestido blanco; cubríale éste desde la garganta hasta los pies, que, desnudos, parecian dos carámbanos de apretada nieve: su cabello, tendido cuan largo era, velaba sus hombros, su seno, su talle, y por algunas partes su cuerpo entero; una mano pendia del lecho, y la opaca claridad de la luna que penetraba por entre las nubes no muy densas y sus ventanas, entreabiertas por el calor de la estacion, la hacia aparecer un verdadero ser fantástico, como lo hubiera soñado un amante deseoso de una ocasion. Su seno y su respiracion interrumpida denunciaban la inquietud de su descanso y el trabajo de su imaginacion aun en el sueño. Fuese casualidad, fuese porque era el que mas habia dormido, el page fue el primero que á un estraño rumor que en aquellas inmediaciones se oyó hubo de interrumpir el reposo en que yacía. Un laud suave y diestramente pulsado adquiria nueva dulzura del silencio de la noche; oyólo primero el page entre sueños, pero la realidad tomó en su fantasía la apariencia de una representacion ficticia y se creyó transportado á algun sábado de hechiceras, que era la especie de gentes que él mas temia. Habia templado algun rato el músico, para llamar la atencion, pero sin ser oido de nadie; y cuando el page echó de ver la aventura, y cuando don Enrique habia notado la música que le habia obligado á no cerrar su ventana, como arriba dejamos dicho, habia cantado ya con melodiosa voz, si bien varonil, las dos siguientes coplas, cuyos ecos se llevó el viento antes de que fuesen para nadie del provecho á que sin duda aspiraban: En el almenado alcázar duerme Zaida sin cuidado. Guarda, mora, que tus grillos te forja un conde cristiano. Alza y parte, desdichada, primero que veas relumbrar su espada. Vela tú, si Zaida duerme, ó dulce señora mia. ¡Guar del conde que la acecha! que un caballero te avisa. Alza y parte, desdichada, primero que veas relumbrar su espada. Al repetir estos dos últimos versos del estribillo fue cuando el page, elevando la voz llamó á la hermosa Elvira. —¿Oís, discreta prima? —¡Cielos! esclamó Elvira sentándose sobre el lecho. ¿A estas horas...? —No he podido entender la letra... —Oigamos, que prosigue. Volvia efectivamente á empezar de nuevo el músico despechado de no advertir ninguna señal de inteligencia en las bellas á quienes advertia su propio riesgo. Repitió, pues, la última copla, que hizo un efecto bien diferente en el page, en su alterada prima, que aun no habia vuelto enteramente en sí de su asombro, y en don Enrique y Ferrus, que prestando la mayor atencion desde su cámara escuchaban. —Ferrus, dijo don Enrique á la mitad de la copla, desde aqui no podemos ver quién es el músico que tan delicadamente se viene á regalarnos los oidos á deshoras de la noche: el ángulo saliente del alcázar nos impide reconocerle, y aun su voz llega aqui tan desfigurada que es imposible entenderle. —¿Qué quieres, pues, señor? contestó Ferrus. —Importa á mis fines confirmar ó desvanecer mis sospechas; ¡voto á Santiago que si fuese...! escucha Ferrus: baja al soto lo mas deprisa que pudieres... —¿Yo, señor? interrumpió Ferrus con algun sobresalto. —En el acto, Ferrus: ni una palabra mas, y quiero darte instrucciones acerca de lo que en todos casos deberás hacer. No habia medio de replicar á una orden tan positiva: oyó Ferrus las instrucciones que le daban, y se propuso no traspasar los límites del puente levadizo sin llevar consigo á cierta distancia alguno que otro ballestero del destacamento de la puerta para que le guardase las espaldas contra el músico, que podia no gustar de que saliesen á escucharle al claro de la luna. —¡Cielos! esclamó la agitada camarera saltando del lecho al oir las primeras palabras de la letra. Conozco la voz. ¿Es cierto, pues, que ha vuelto de Calatrava? ¿Sueño todavía? ¿Mas qué sentido encierran esas palabras? _¡El conde, un caballero te avisa!_ ¡Entiendo, entiendo! El músico, que oyó aquel rumor en la habitacion donde sabia que habitaba Elvira, clavó los ojos en la ventana, abierta ya de par en par, distinguió un leve contorno blanco, que parecia salirse del mismo fondo de las tinieblas, como nos dicen que salió el mundo del caos; olvidó la prudencia que debiera haber sido su norte, y no pudo resistir á la tentacion de poner en su carta una posdata para sí. Volviendo á preludiar en su instrumento, añadió á las dos ya cantadas la siguiente estrofa: ¡Pluguiera á Dios que pudiese librarse asi el caballero, que tienes, señora mia, entre tus cadenas preso...! Al llegar aqui no pudo Elvira contener mas tiempo el sobresalto y la agitacion que la ofuscaban: _basta_, oyó decir el caballero, _basta, trovador imprudente_, á una voz que resonó en su oido como la campana de la poblacion inmediata al caminante perdido, y oyó en pos cerrar con un ¡ay! doloroso la ventana. Mas no tardó mucho en volverse á abrir. Cesó de pronto el laud; el músico, cuyo bulto habia visto hasta entonces Elvira al pie de su ventana, habia mudado entre tanto de sitio, ó habia obedecido á la voz celestial: un ruido como de voces ofensivas y alteradas se oyó un breve instante: sucedió un confuso ruido de armas, el cual cesó de alli á poco: sacó Elvira la cabeza por entre los hierros de la reja, como saca el cuello del agua el infeliz, asido de una tabla, que se siente ahogar en medio del mar: un prolongado gemido se siguió al silencio, y retumbó el ruido hueco y resonante de un cuerpo armado que cae en tierra cuan largo es. Helóse la palabra en la garganta de la infeliz Elvira, que era toda oidos, pues nada alcanzaba á ver. Un momento despues se oyó el ruido de un hombre que monta á caballo y parte aceleradamente. ¡Infeliz! esclamó Elvira despues de un momento de pausa glacial; pero un nuevo rumor la obligó á prestar atencion. —¿Dónde está? dijo una voz de hombre que sobrevino de alli á poco. —¡Qué sé yo! voto á tal, ¿no le oiste por aqui? respondió otra. —Debió caer. —Y tambien debió levantarse. —O debieron levantarle; segun yo oí, no quedó muy bien parado. —Volvamos, y el diablo le lleve. —Llévele en buen hora. ¡Ah! —¿Qué es eso? ¿Os caeis? —Voto á tal que con el lodo está el piso que parece mármol. Héme caido. —¿Con el lodo, eh? á ver, volveos: poneos á la luz de la luna. Por el alma del cobarde, que es el diablo quien le ha llevado ó el hechicero, porque aqui ha dejado toda... su... vida. —¿Qué decís? —¿No veis cómo os habeis puesto? —¿De qué? —¡De sangre, voto á tal! ¡Y que esto pase por alguna desvanecida! El diálogo era en todas sus partes destrozador para la infeliz Elvira, que por los antecedentes que tenia no podia prescindir de ver claro en este desdichado asunto; cada palabra retumbaba en su alma como el golpe del martillo que hace entrar á trozos la cuña en la madera; asi entraba la horrible realidad en el alma de Elvira. Pero al oir la palabra _sangre_, un estremecimiento involuntario la sobrecogió; la atmósfera pesó como plomo sobre su cabeza al resonar en el aire el amargo reproche con que la frase concluyó; un ¡ay! penetrante se escapó de su pecho desgarrado, dió consigo en tierra privada de sentido la triste camarera, sonando su cabeza sobre el pavimento como piedra sobre piedra, y nada volvió á oir. Llegó el _ay_ dolorido á los oidos de los dos que hablaban, y era efectivamente tan penetrante é inesplicable, que no solo en aquel siglo de ignorancia, sino aun en este, mas de un valiente hubiera temblado al escucharle á aquellas horas, en aquel sitio, sin ver de donde saliese, y sobre el pedazo de tierra que acababa de ser teatro de una muerte, segun todas las apariencias. —¿Has oido? dijo uno al otro. ¡Cuerpo de Cristo! aqui ha quedado su alma para pedir venganza á todo el que pase: ese grito no es de persona; huyamos. —Huyamos, repuso el compañero: sonaron un momento sus pasos precipitados al rededor del muro. De alli á un momento nada se oía ni dentro ni fuera, ni en las inmediaciones del funesto alcázar. FIN DEL TOMO PRIMERO. [Ilustración] ÍNDICE DEL TOMO PRIMERO CAPITULO I 1 CAPITULO II 17 CAPITULO III 38 CAPITULO IV 62 CAPITULO V 84 CAPITULO VI 101 CAPITULO VII 119 CAPITULO VIII 137 * * * * * * NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Se ha respetado la ortografía original, que difiere de la utilizada actualmente. Las inconsistencias ortográficas se han normalizado a la grafía de mayor frecuencia. Se ha completado el emparejamiento de los puntos de admiración y de interrogación. * Los errores obvios de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Se han añadido ilustraciones de adorno al final de los capítulos que, en el original impreso, carecen de ellas. * Se ha añadido al final un índice de capítulos que no existe en el original impreso. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE, TOMO I (DE 4) *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. 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