The Project Gutenberg eBook of El libro rojo, 1520-1867, Tomo II

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Title: El libro rojo, 1520-1867, Tomo II

Author: Rafael Martinez de la Torre

Juan A. Mateos

Manuel Payno

Vicente Riva Palacio

Release date: October 30, 2016 [eBook #53405]
Most recently updated: January 24, 2021

Language: Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL LIBRO ROJO, 1520-1867, TOMO II ***


EL LIBRO ROJO

AL ÍNDICE.

DE VENTA
EL LIBRO ROJO
TOMO I

Historia de los grandes crímenes de la Conquista, el Gobierno Virreinal, la esclavitud y la Inquisición, por Vicente Riva Palacio, Manuel Payno, Juan A. Mateos y Lic. Rafael Martínez de la Torre, que fué defensor de Maximiliano. Este libro, fundado del todo en la Historia de México, produce intensa emoción su lectura.—Indice: Moctezuma II.Xicotencatl.Cuauhtimoc: I, Los tres reyes. II, El sitio y el asalto. III, El tesoro y el tormento. IV, Los tres ahorcados.—Rodrigo de Paz: I, En el que se refiere quién era Rodrigo de Paz y qué papel desea peñaba en México. II, De cómo las cosas del Gobierno de la Nueva España iban mal y de cómo Cortés las puso peores. III, De cómo cinco enemigos comulgaron con una sola hostia consagrada, dividiéndola en cinco partes. IV. De lo que hicieron Salazar y Chirino con Zuazo, Estrada, Albornoz y Paz. V, Refiérese cómo murió Rodrigo de Paz.—Los dos enjaulados: I. El emisario. II, El pregón. III, La arremetida. IV, Las fieras. V, Dos gotas en el mar.—La Sevillana: I, La tempestad. II, Doña Beatriz. III, El Visitador. IV, La audiencia. V, Los azotes y la loca.—Alonso de Avila: I, Prólogo: la confesión. II, El Marqués del Valle. III, Los hermanos. IV, El bautismo. V, La orgía y la conspiración. VI, Los oidores. VII, Los degollados.—Don Martín Cortés: I, La flota. II, De lo vivo á lo pintado. III, El Visitador Muñoz. IV, El tormento. V, La justicia del Rey.—Pedro de Alvarado: I, El Comendador. II, El capitán. III, Tonatiuh. IV, El Gobernador. Epílogo.—Caridad Evangélica.Fray Marcos de Mena.La Familia Carabajal: Christi Nomine Invocato. Contra. Abjuración. Declaración del Secretario Pedro de Mañosca. Auto de fe de 1601. Procesión. Amén: Laus Deo—Los Treinta y Tres Negros.El Tumulto de 1624.Don Juan Manuel. El Tapado.

Ejemplar, rústica$1 50

EL LIBRO ROJO

1520-1867

POR

VICENTE RIVA PALACIO, MANUEL PAYNO,
JUAN A. MATEOS
Y RAFAEL MARTÍNEZ DE LA TORRE

———

AMPLIFICACIONES
DE
ANGEL POLA

——
TOMO II
——

MEXICO
A. Pola, Editor, calle de Tacuba, Núm. 25

1906


Asegurada la propiedad de esta obra conforme á la ley


{1}

LA FAMILIA DONGO

Al conde Gálvez imitas,
Pues entiéndelo al revés,
Que el conde libertó á tres
Y tú á tres á la horca citas.
Pasquin del año de 1789.

Por renuncia de D. Manuel Flores fué nombrado virrey de México D. Juan Vicente Güemes Horcasitas y Aguayo, conde de Revillagigedo, segundo de este título, y muy conocido y popular hasta hoy entre los mexicanos, por las muchas y enérgicas medidas que tomó para el arreglo de la administración de la colonia, y por los excelentes reglamentos de policía que puso en planta, que subsisten actualmente, y que forman la base de las ordenanzas y de las disposiciones municipales.

Llegó este célebre gobernante á México el 8 de Octubre de 1789, y á poco se presentó un suceso en que acreditó su actividad y su energía.

Vivía en la casa núm. 13 de la calle de Cordobanes un rico español, comerciante y propietario, llamado D. Joaquín Dongo. El día 24, á las siete y tres cuartos de la mañana,{2} se dió parte por el alcalde D. Agustín Emparan de que la casa se hallaba abierta y tirado en el patio y nadando en su sangre el propietario de ella. Del reconocimiento judicial que se hizo, resultó que once personas que componían la familia y criados, habían sido asesinadas de la manera más cruel y más violenta, pues todos tenían numerosas heridas y los cráneos hechos pedazos, y que faltaban veintidós mil pesos que habían sido robados de las cajas.

El conde de Revillagigedo no durmió desde el momento que tuvo noticia del crimen cometido, y dictó toda clase de providencias, aun las que menos se pensaba que podrían dar un resultado satisfactorio. Un relojero de la calle de San Francisco observó en la calle de Santa Clara que de dos personas decentes que platicaban, una de ellas tenía una gota de sangre en la cinta del pelo; porque es menester recordar que entonces los hombres tenían un peinado con trenzas entretejidas con cinta. D. Felipe Aldama, que era el que tenía la mancha, fué reducido á prisión, y poco después dos de sus amigos íntimos, D. José Joaquín Blanco y D. Baltasar Quintero. Los tres eran personas decentes y aun nobles, como en esos tiempos se decía. El 7 de Noviembre, Blanco, Aldama y Quintero fueron ahorcados en un tablado tapizado de balleta negra, que se colocó entre la puerta principal del{3} palacio y la cárcel de corte. Los machetes y varas de la justicia de que usaron para cometer el crimen, fueron quebradas por la mano del verdugo.

En un documento que se publicó consta la narración de este horrible crimen; y como no podríamos añadirle ni quitarle nada sin alterar la verdad histórica, le copiamos á continuación:

*
* *

Entre cuantos ejemplares de excesos y delitos ha manifestado la experiencia desde la creación y fundación de esta imperial corte mexicana, no se ha experimentado otro más atroz, más alevoso ni más desproporcionado, así por sus cualidades y circunstancias, como por las extraordinarias disposiciones de la ejecución, que el que sucedió la noche del día 23 de Octubre de 1789, en esta ciudad, en la calle de los Cordobanes, en la casa de uno de los republicanos de mejor nota, vecino honrado de este comercio, prior que fué del real tribunal del consulado, D. Joaquín Dongo, por tres personas europeas, de noble y distinguido nacimiento, quienes en un proviso fueron la destrucción suya, y de toda su familia, sin reserva, limitación ni excepción alguna, robándoles su vida y hacienda con la mayor inhumanidad.

Es el caso, que el día subsecuente, sábado 24, como á las seis de la mañana, vió un dragón cerca de su cuartel, en el barrio de Tenexpa, un coche solo, sin quien lo dirigiese y cuidase; con el que dada cuenta á su jefe le{4} ordenó éste solicitase á su amo, y no faltando prontamente quien lo conociese, asegurando ser de Dongo, ni quien por grangear alguna dádiva ó gratificación le pasase noticia, fué un cochero cerca de las ocho á participárselo á Dongo; pero encontrando la puerta cerrada pasó á la de la cochera, y empujándola se le puso á la primera vista el horrendo espectáculo de Dongo y sus criados cocidos á puñaladas, sembrados todos por el patio, con lo que retirado inmediatamente llevó por gratificación aquel asombroso encuentro, que al instante comunicó al alcalde de barrio de aquel recinto, D. Ramón Lazcano, quien instruído de ello, pasó á participarlo al Sr. D. Agustín de Emparan, del consejo S. M., alcalde de corte de esta real audiencia, juez de provincia y del cuartel mayor número 4.º, comprensivo á dicha casa, quien con su notorio celo y eficacia, pasó inmediatamente, y por ante D. Rafael Luzero, secretario del oficio de cámara más antiguo de esta real sala, procedieron respectivamente al más prolijo reconocimiento de los cadáveres, á la fé de aquellas atroces heridas, y á la más exacta observación de cuantos indicios, fragmentos y resquicios podía ofrecer la contingencia para inferir luces al descubrimiento de los agresores.

Entrados en la casa por la cochera, se encontró á primera vista bajo la escalera del almacén un xacastle de varias vituallas y trastos de camino, que según se informó era del indio correo, de la hacienda de Doña Rosa, propia del difunto, que había de haber salido aquella mañana; á corta distancia un candelero de plata, á la derecha se reconoció el{5} zaguán, y la puerta principal que se hallaba cerrada con llave, y en el suelo unos cordeles delgados del mismo con que parecía estar atados los porteros. Más adelante, en la misma derecha, como á distancia de dos varas de la escalera principal, estaba D. Joaquín Dongo, tirado en el suelo, envuelto en su capa y sombrero, con varias y atroces heridas, así en la cabeza como en el pecho y manos, y de una de las cuales tenía separados dos dedos enteramente; la del pecho penetrante hasta la espalda, y la cabeza abierta de medio en medio, sin hebillas, charreteras y relox. A sus pies el lacayo, reclinado á la derecha, con fuertísimas heridas en la cabeza: dividido el cráneo. En la covacha que está bajo de dicha escalera, se vió en medio de ella tirado boca abajo, atadas las manos por detrás, al portero jubilado, que le llamaban el Inválido, revolcado en su sangre, con la cabeza igualmente destrozada. En la puerta de la bodega el cochero con iguales heridas. En el cuarto del portero actual, se halló dentro al indio correo, tirado en la misma forma, con la oreja derecha separada, y destrozada la cabeza. A los pies de éste, el portero actual, con las manos atadas por detrás, con igual número y clase de heridas.

Reconocido el segundo patio, sus cuartos y caballerizas, y demás piezas interiores, no se encontró novedad digna de reparo.

Pasado á reconocer el entresuelo, se encontró en la primera pieza un baúl descerrajado ó abierto, del que faltaron cincuenta pesos á D. Miguel Lanuza, cajero y sobrino de Dongo, según éste expresó últimamente. A la tercera se halló en su cama desnudo á D. Nicolás{6} Lanuza, padre de dicho cajero, con una fuerte herida, en la cabeza, la que igualmente le dividió el craneo; otra en la cara hacia el lado derecho, otra en la mano derecha que en el todo tenía separada, con otras varias de igual consideración; el que estaba boca arriba con las piernas encogidas, con una escopeta en la cabecera, inclinada hacia abajo, en acción de que había intentado usar de ella, y los calzones encima de la cama, como que los había querido tomar de su pretina.

Entrando en el almacén se encontraron de menos (según se reconoció por dicho D. Miguel Lanuza) varios papeles de medias, y como nueve mil pesos que estaban en plata bajo del mostrador. La siguiente pieza se encontró descerrajada, y aun quebrados los barrotes de la puerta; en medio de ella unos papeles quemados, los que según se reconoció, eran de marca, blancos, y una arca ó caja descerrajada, en que había catorce mil pesos efectivos en plata, y encima de la mesa una vela de cera, que demostraba haberles servido á los agresores en su empresa.

Habiendo subido á las piezas principales y tomado el camino á la derecha hacia el pasadizo de la cocina, se encontró á la puerta de ella á la galopina (que estaba recién entrada, como de quince á veinte años) tirada boca abajo, con la cabeza igualmente destrozada, en grado que los sesos se hallaban por el suelo y los cabellos esparcidos, tan bien cortados que parecía haber sido con tijeras.

En la cocina estaba la cocinera boca arriba, con la cara y cabeza destrozada. Entrando para las piezas principales, se halló en la anteasistencia á la lavandera, tirada en la misma{7} forma, con dos heridas penetrantes en la espalda, otra en el brazo derecho, quebrado y dividido el hueso, y varias en la cabeza. En la asistencia se encontró á la ama de llaves en la misma disposición, en el estrado, y con la misma especie de heridas en la cabeza y brazos. En la siguiente pieza, que es la recámara, se halló descerrajado el ropero y un baúl de carey y concha grande. En las salas de recibir no se encontró novedad en el ajuar, que era de plata, ni en la labrada que andaba suelta. En el gabinete del difunto se encontraron descerrajados dos cofres, y en el suelo algunos géneros y calcetas nuevas. Una escribanía abierta con una gaveta menos que se encontró encima del mostrador del almacén. Reconocida la azotea y demás interiores de los altos, no se encontró más novedad que unas gotas de sangre en la escalera que subía á ella, que se supone ser de los sables ensangrentados con que subirían á registrarla, recelosos de no haber sido vistos ó sentidos, y asegurarse más para su intento.

En este mismo acto procedieron de orden de su señoría los maestros profesores en cirugía D. José Vera y D. Manuel Revillas, á la inspección y reconocimiento práctico de los cadáveres con la mayor prolijidad y esmero.

Evacuada esta diligencia, mandó su señoría se pasasen los cadáveres de los criados á la real cárcel de corte, donde fueron conducidos en tablas y escaleras, por medio de los comisarios de su señoría, á lo que fué indecible el numeroso concurso que asistió quedando en la casa Dongo y D. Nicolás Lanuza, los que á la noche pasaron á la iglesia del convento de Santo Domingo, donde al día{8} siguiente por la tarde se sepultaron, con asistencia de dos de sus agresores (según se dice).

Inmediatamente se proveyó auto cabeza de proceso, dictándose las providencias más severas y rigurosas órdenes, expidiéndose en el acto las cordilleras correspondientes, hasta para caminos extraviados, previniéndose en ellas las reglas y método con que debían manejarse los respectivos justicias del Departamento á que se dirigían para su puntual observancia; oficio al capitán de la Acordada para la solicitud y aprehensión de los que pudiesen descubrirse culpados: órdenes á los capitanes de la sala, para que previniesen en todas las garitas lo conducente, por si pasase ó hubiese pasado alguno ó algunos fugitivos con carga ó sin ella, los que aprendiesen y dieran cuenta, como de cualesquiera ocurrencia ó indicio ó presunción que se advirtiese, con otras varías al caso conducentes. A los hospitales, por si ocurriese algún herido. A los mesones, para tomar razón individualmente de los que estaban posando, quiénes, de dónde, con qué fin y destino se hallaban en esta ciudad, si la noche del suceso habían salido, ó quedádose fuera alguno de ellos. Al cuartel de dragones, por los soldados que hubiesen faltado la misma noche. A los plateros con la muestra semejante á la de las hebillas que faltaban al difunto, por si ocurriesen á venderlas ó tasarlas. Al Baratillo y Parián por lo que pudiese importar. A las concurrencias públicas y demás diversiones, por las luces que pudieran producir. A los alcaldes de barrio y sus comisarios, para que por su parte practicasen las más vivas y exactas diligencias.{9} A los demás justicias del distrito, con otras muchas que no tienen número ni ponderación.

No cesando el infatigable celo de su señoría, con cuantos arbitrios le dictó la prudencia, procedió, á consecuencia de lo determinado, á la pesquisa, examinando á los que dieron cuenta del suceso, á los vecinos, y cuantos se consideraron útiles á la calificación y descubrimiento de los homicidas.

En este acto se proveyó auto para entregar las llaves á D. Miguel Lanuza y D. Francisco Quintero, de esta vecindad y comercio, á quien se nombró de depositario con las debidas formalidades: se sacó el testamento, que se entregó á la parte de la ilustre cofradía de Nuestra Señora del Rosario, para que procediese á poner en ejecución las disposiciones del testador, como su albacea y heredera, y que corriesen los inventarios por cuerda separada, como asunto civil é incompatible á esta pesquisa.

En el siguiente domingo 25 se examinaron á cuantos amoladores fueron habidos, por las armas que hubiesen amolado. A los cirujanos que se encontraron, por los heridos que hubiesen curado. A los vecinos de por Santa Ana y calle de Santa Catarina Mártir, sobre un coche que se decía haber pasado la misma noche y hora del suceso, con precipitación, y no consiguiéndose otra cosa que un mar de confusiones; sin embargo, se continuaron haciendo muchísimas extraordinarias en ronda, registrando accesorias sospechosas, cateando casas, vigilando concurrencias, vinaterías y demás parajes de esta clase, hasta que en este cúmulo de confusiones, en que el{10} público y su señoría se hallaban, dió Dios á luz, por un vehemente indicio, á uno de los agresores.

El lunes 26 del mismo ocurrió á su señoría cierta persona de distinción, denunciándole privadamente: Que el sábado anterior, yendo por el cementerio de Santa Clara, como á las tres y media de la tarde, se puso á parlar con un amigo, y que á corta distancia estaba igualmente parado en conversación D. Ramón Blasio, con una persona que no conoció, á quien le advirtió en la cinta del pelo una gota de sangre, que aún la conservaba fresca en aquel acto, y vacilando sobre esto, por si acaso pudiese ser alguno de los delincuentes, lo había consultado con personas de juicio y prudencia, con cuyo acuerdo lo participaba á su señoría.

En vista de esta noticia, que tuvo á las cinco y media de la tarde, mandó inmediatamente por el expresado D. Ramón, relojero de la calle de San Francisco, quien examinado sobre el particular, dijo: Que el sujeto con quien había conversado en el cementerio de Santa Clara el sábado anterior, era D. Felipe María Aldama y Bustamante, el que vivía en la Alcaicería; lo que oído por su señoría, dió inmediatamente orden para que lo fuesen á aprehender, y habiendo ido el capitán Elizalde, D. Ramón Blasio y los ministros de asistencia de su señoría, no encontrándolo en su casa, se mantuvieron ocultos en ella hasta como las ocho y media de la noche, que llegó con la ronda de la Acordada, diciendo era reo suyo, pues iba con él, sobre lo que se ofreció disputa y competencia entre ambos hasta el grado de haber pasado dicho capitán de la{11} Acordada á ver á su señoría, á cuyo tiempo llegó el señor juez originario, y lo mandó pasar á la real cárcel de corte, donde quedó á su disposición en una bartolina, y cuando volvió de ver á su señoría, dicho capitán se halló con él en la cárcel.

Algunos dicen que iba con Aldama para que entregara á Blanco por querella de su tía, y otros que iba á catearles la casa por algunos indicios que tenía sobre este particular.

El martes 27, á las siete y media de la mañana, pasó su señoría á la real cárcel, donde habiendo puesto entre otros reos decentes, en una pieza reservada al citado Aldama, hizo entrar al denunciante para identificar la persona, quien al punto lo conoció y entresacó de todos.

«Recibídole juramento á Aldama y preguntádole sus generales, expresó ser natural de San Juan Bautista Quesama, provincia de Alava, en el señorío de Vizcaya, soltero, sin ocupación en aquella actualidad, por estar siguiendo una incidencia en la causa criminal que se le siguió en la Acordada, acumulándole un homicidio de que había salido idemne dejándole su derecho á salvo, de que tenía documento, y que cerca de diez años ha que había venido al reino, de edad de treinta y dos años, ser noble notorio hijodalgo, cuya calidad justificaría, y para ello exhibía, un documento que se le devolvió con reserva de su derecho para que lo presentase en tiempo oportuno. Preguntado dónde había andado el viernes anterior, con quiénes y en qué forma, dijo: Que como á las tres y media de la tarde fué á la plaza de Gallos donde se mantuvo hasta cerca de la oración, que{12} regresado á su casa llegó á poco rato D. Joaquin Antonio Blanco, con quien fué á la casa de su tía á reconciliarlo con ella por cierta desavenencia; que no habiéndola encontrado, se restituyó á su posada, donde se quedó á dormir Blanco, hasta que á la mañana siguiente salió á buscar á su tía. Preguntado dónde y cuándo tuvo noticia del suceso de la casa de Dongo, dijo: Que estando el sábado como á las ocho de la mañana en la esquina del Refugio con D. Rafael Longo, llegó con la noticia un galleguito, y hablando con Longo, Aldama le dijo: hombre, dicen que han matado á Dongo y toda su familia, y que el comercio está alborotado; que asombrados del caso se separaron los tres, y Aldama se fué para la Acordada, á participarlo á su capitán. Preguntado con quién estuvo en la calle de Santa Clara aquella tarde, qué trataron, y adonde se dirigió después, respondió que con el relojero D. Ramón Blasio, con quien conversó sobre el suceso de que trata la causa; luego pasó á la calle del Aguila á la casa de Quintero, y no encontrándolo se pasó á los Gallos. Héchosele cargo sobre la mancha de sangre que tenía la cinta del pelo, que reconoció, dijo: Que como iba á los gallos donde los que mataban solían para sacarlos pasarlos por las cabezas de los concurrentes, no ponía duda en que le hubiese caído alguna gota. Preguntado de qué se mantenía con la decencia que se advertía, dijo: que de las libranzas que le mandaba de Querétaro su primo el marqués del Villar del Aguila, y otros sujetos que le prestaban; que desde el último Junio había recibido más de mil y seiscientos pesos por mano de D.{13} «Joaquín Antonio Yermo, á más de que de «los gallos solía adquirir algunos reales.»

Para la justificación de si había dormido el viernes en su casa con Blanco, hizo su señoría comparecer á la criada cocinera de Aldama y á su hermana María Guadalupe Aguiar, quienes preguntadas si conocían á Blanco dijeron que con motivo de visitar á su amo lo conocían; el que había dormido el sábado y domingo de la semana anterior en su casa. Que su amo Aldama estaba pronto á sus horas, en especial de noche; que la del viernes no salió, y á pedimento de ellas había estado tocando en flauta hasta muy tarde que se durmieron. Que el sábado se recogió temprano y que el domingo en la noche se había ido á la comedia.

«En virtud de la cita hecha á Blanco se libró oficio al juez de la Acordada, para su remisión, al que habían aprehendido la misma noche que á Aldama en una vinatería, por la dicha queja de su tía, el que habiendo comparecido se le tomó su declaración inquisitiva, en la que expresó llamarse Joaquín Antonio Blanco, natural de la villa de Segura, provincia de Guipuzcoa, soltero, de edad de veintitrés años, sin oficio; y examinado acerca de dicha cita discordó en ésto, diciendo que había dormido la noche del viernes á casa de su tía; en cuyo acto se careó con Aldama y las criadas de su casa, y al cabo de varias disputas hubieron de convenir todos en que ambos habían dormido aquella noche en la casa de Aldama, diciendo Blanco que había discordado falsamente, consternado de que no se le atribuyese algún delito por la falta de su tía, la que no se{14} «encontraba en su casa; en cuya virtud se restituyó á la Acordada.»

El día siguiente 28, se proveyó auto para el embargo de la hacienda de Doña Rosa, y comparecencia de su administrador en esta ciudad, cuyo despacho se expidió por la estafeta del día.

«El día 29, en prosecución de la pesquisa y con noticia de ser D. Baltasar Dávila y Quintero, uno de los amigos de Aldama, lo hizo comparecer por medio del sargento mayor de la plaza, quien expresó llamarse como dicho es, natural de la isla del Hierro en las de Canarias, capitán de mar y subteniente de milicias provinciales de dicha isla: quien preguntado por el conocimiento de Aldama, y si el viernes había estado con él, respondió conocerle, y que en efecto, el citado día fué á visitar al declarante que estaba enfermo en cama, entre cuatro y cinco de la tarde, de suerte que no salió de ella en todo aquel día, ni en la noche. Preguntado de qué se mantenía, respondió: que á expensas de la caridad de D. Jacinto Santiesteban y D. Manuel Pineda, quienes le habían hecho varios suplementos, como constaría de su libro. Preguntado si conocía á D. Joaquín Dongo, ó tenía noticia del suceso y de sus agresores, dijo: Que ignoraba enteramente la pregunta, y que aunque se hablaba con mucha variedad de los agresores, el declarante no podía dar razón por no concurrir á las mesas de trucos, ni juegos públicos, donde solían tratarse asuntos de esta naturaleza, recogiéndose como se recogía á su casa á las siete de la noche. Preguntado si el sábado por la mañana salió de su casa á comunicar á Aldama,{15} ó éste fué á visitarlo, ó practicó alguna diligencia que le hubiese encomendado, dijo que no hacía memoria, aunque una mañana que no tenía presente, lo encontró y le había dicho se llegase á la vinatería de la Alcaicería y dijera á su dueño que fuera á su casa de Aldama que quería hablarle.» En este estado habiéndose hecho comparecer á D. Ramón Garrido, administrador de la referida pulquería, se examinó sobre la cita y expresó «que el sábado 24 (día en que amaneció la desgracia) á las seis y media de la mañana, le llevó Quintero recado de Aldama, diciéndole le llevase una libranza que tenía en su poder para que le diese los cincuenta pesos en que la tenía empeñada, con una capa blanca con galón, que inmediatamente pasó y saliendo á recibirlo al medio de la sala, ya con los cincuenta pesos en la mano, se los dió, y lo despidió, observando estaba vistiéndose de limpio: preguntado dónde había vivido aquellos últimos días, y dónde al presente, respondió que en la calle de la Aguila, en un cuarto interior, y para componerlo se había pasado á la accesoria de la misma casa, y habría como quince días que volvió al referido cuarto (constando de la casera que aquella misma noche había vuelto al dicho cuarto), diciendo tenía miedo no lo mataran en la accesoria por robarlo.»

En vista de tan claras y manifiestas contradicciones, le tomó su señoría la espada, y lo mandó aprehender por medio de un piquete de soldados que tenía prevenidos, quienes habiéndolo atado le registraron las faldriqueras, y le encontraron veinte pesos en un pañuelo: con este hecho lo bajaron públicamente{16} como á las diez del día á la real cárcel de corte, y en seguida su señoría,

«Estando en dicha real cárcel, á efecto de continuar la declaración de Aldama, sobre los nuevos particulares que había ofrecido una mera contingencia, lo hizo parecer ante sí, quien sin embargo de las exquisitas y estudiosas preguntas que le hizo, para venir á dar al objeto del desempeño de la capa y libranza; contestó categóricamente Aldama con el mayor desenfado, concordando en lo declarado por el cajero: diciendo, que los cincuenta pesos había pagado de más de ochenta que había ganado en los gallos, como lo podrían declarar los encomenderos Villalba y Peredo, los que examinados aseguran haber ganado como diez y seis ó veinte onzas: pero que al fin salió perdido, y aunque en la ganancia de este dinero hubo algunas variaciones, con un genio tan astuto y vivo, al instante persuadía, y quería hacer ver lo contrario.

«En este estado trajeron la dicha capa blanca que estaba en su casa, y un sombrero negro salpicado de sangre, con una gota de cera en la orilla del casco; y puéstoselo de manifiesto, lo reconoció todo por suyo, y héchosele cargo de aquella sangre, dijo; que como había ido á la procesión de desagravios á San Francisco en que había habido azotados de sangre, lo habían salpicado, y aun en la cara le habían caído dos gotas que con la mano se limpió, sobre que se le hicieron fuertes cargos, y se mantuvo con su dicho. Igualmente se le hizo otro acerca de la gota de cera, por haberse alumbrado en la facción de los homicidios y robo con vela{17} de cera, dijo: que como había ido á alumbrar al Señor de la Misericordia el día de la ejecución de Paredes en la Acordada, y como era natural ir con el sombrero en la mano y la vela ardiendo, le cayó la que se le demostró, como otras muchas en la capa que se había quitado el mismo día, con una cuchara con una brasa, por no tener plancha. Reconvenido por su señoría por una mancha de sangre que le advirtió, como medio peso, en el terciopelo de la vuelta de la capa que tenía puesta, dijo que era de las narices, como lo acreditaba con el pañuelo que tenía en la bolsa, que igualmente estaba ensangrentado; y á mayor abundamiento, para mejor prueba, fuesen á ver debajo del petate de la bartolina donde estaba su colchón, la porción que había vertido de las narices el día anterior.»

En este estado se suspendió la diligencia.

Inmediatamente el señor juez, en vista de las contradicciones de Quintero, de las mutaciones que le advirtió en el semblante y la ambigüedad con que declaraba y se retractaba. En seguida mandó se reconociera la accesoria en que había vivido y el cuarto que en la actualidad tenía interior.

Pasado inmediatamente su señoría y el escribano actuario, acompañados del capitán Elizalde y los comisarios extraordinarios de su asistencia; se reconoció la puerta de la accesoria que estaba manchada de sangre, asegurando los reos no haber habido motivo para que la hubiese, pues ninguno salió herido ni llevaron cosa que la manchara, y abierta ésta, se encontró descombrada sin trasto alguno, y levantándose á mano derecha al pie{18} de la ventana la primera viga, se percibieron las talegas, y levantadas todas, se hallaron 21,634 pesos un real efectivos, inclusos ochenta que había con otra porción en un pañuelo. Un envoltorio en otro pañuelo con siete pares de medias de seda, cuatro pares de calcetas, cuatro camisas, una usada y tres nuevas, y una pieza de saya-saya carmesí; en una bolsita de mecate se hallaron las hebillas y charreteras del difunto, dos rosarios y un reloj de plata antiguo, lo que, sacado públicamente, se pasó á reconocer el cuarto interior y levantando sus vigas, no se encontró novedad alguna debajo de ellas; pero sí en la ropa, pues se encontró un chupín rociado de sangre, dos sombreros manchados de lo mismo, que después se verificó ser uno de Quintero y el otro de Blanco; tras de la puerta, á mano derecha, estaba una tranca gruesa con muchas señales de tajarrazos con machete ó sable amolado, como que en ella habían hecho experiencia y prueba de su corte ó fortaleza. Un belduque bajo un colchón. Todo lo cual se condujo en un carro al real palacio, custodiado de soldados, con más, unas medias de color gris ensangrentadas que estaban debajo de las vigas de la accesoria; y depositándose en cajas reales el dinero, lo demás se pasó á la sala de justicia para el reconocimiento y convencimiento de los reos, á quienes al instante se les puso un par de grillos más.

Como á las cuatro y media de la tarde del mismo jueves se procedió á tomar confesión á los reos, previo el auto correspondiente, que se proveyó, y nombramiento de curador á Blanco por ser menor, el que se hizo{19} en D. José Fernández de Córdoba, procurador del número de esta real audiencia.

Habiendo su señoría hecho comparecer á Quintero, le recibió el juramento de estilo y generales acostumbradas, y héchosele el fuertísimo cargo de lo que resultaba y ministraban los autos sobre ser el agresor principal de los homicidios de Dongo y su familia, contestó con gran resolución: que no sabía quiénes fuesen, y mucho menos que él tuviese el más mínimo participio ni complicidad en ellos: y puéstosele de manifiesto las alhajas y ropa robada, demostrándosele cosa por cosa, se le preguntó si las conocía: dijo que no conocía nada; se le reconvino que si conocía tantas talegas que se habían sacado de debajo del envigado de su accesoria, y quería verlas: dijo que no sabía ni conocía cosa alguna. Preguntándole que si conocía el chupín, el belduque, los sombreros, la tranca y demás que se encontró en un cuarto, dijo: que sólo eso conocía por suyo, pero que lo de la accesoria no sabía, y algún enemigo, por hacerle daño, lo introduciría en ella; héchosele cargo de la sangre que tenía el chupín, dijo: que eran polvos que tomaba y expelía por las narices. Héchole cargo sobre la tranca y sobre su negativa en caso tan físico y palpable, el que se le iba formando con la mayor severidad, dijo en este acto: «Señor, ya no tiene remedio; no quiero cansar más la atención de V. S., pues Dios lo determina y me han hallado el robo en mi casa: ¿qué tengo de decir sino que es cierto todo? Que me alivien las prisiones ya que he dicho la verdad: fuerza es pagar. Aliviándole éstas, le preguntó su señoría quiénes eran los cómplices,{20} cuántos, dónde vivían, y cuanto condujo al caso. Respondió que D. Felipe María Aldama y D. Joaquín Antonio Blanco, que estaba preso en la Acordada, quienes lo habían insistido á tal desastre, y como necesitado y frágil había accedido á tan horrendo delito; que aunque se recató, no lo pudo conseguir, pues lo vituperaron y trataron de un collón; que viéndose precisado, hubo de entrar en la casa en su compañía, á las ocho y media de la noche del viernes 23, haciendo Aldama de juez, con el bastón del confesante, el que le tomó al tocar la puerta; que habiéndole respondido, dijo: abre, y empuñando el bastón, se metió con Blanco, y el confesante se quedó cuidando la puerta: que no había hecho muerte alguna: que ellos podrían dar razón, pues no quiso ver aquella atrocidad, porque se le partía el corazón, y suplicaba que respecto á que sabía que había de morir presto, se le diese término para disponerse, dándole la muerte conforme á su ilustre nacimiento, lo que haría constar. Héchosele las demás preguntas conducentes, dijo que los otros lo declararían por extenso.

Habiéndose hecho inmediatamente comparecer á Aldama, puesto ante su señoría con un semblante modesto y compasivo, tiró la vista hacia todos, y con un tierno suspiro, dijo: señor; ya ha llegado el día de decir las verdades; y compungido con lágrimas del corazón, significó que la fragilidad y la miseria humana lo habían conducido á tan horrendo sacrificio, estimulado de su necesidad, ya violentado y estrechado de sus acreedores, ya de sus escaseces, tan extraordinarias, y ya de lo principal, que fué su triste y desgraciada{21} suerte; y pues para Dios no había cosa oculta, y era su voluntad pagase sus atroces delitos, estaba pronto á declarar cuanto ocurrió en el caso.

Recibídole juramento en forma de derecho, y héchole las preguntas acostumbradas acerca de sus generales, que reprodujo, se le formó el riguroso cargo que ministraban los autos, y el cuerpo del delito acerca de los homicidios, y robo de Dongo y su familia, á efecto de que expresase quién promovió el proyecto, entre cuántos, qué día, en qué disposición, con qué armas, y en qué lugar; con lo demás que se tuvo por conveniente para la aclaración de tantas dudas y confusiones, en cuya vista dijo: Que había un mes que estrechado Quintero de sus indigencias y necesidades, le propuso el pensamiento de que, siendo D. Juan Azcoiti hombre de conocido caudal, y sólo podían matarlo y quedar remediados; á lo que resistió bien por su honor, y por estar muy distante de este pensamiento, contestándole ásperamente sobre que pensase en otra cosa. Que al cabo de pocos días insistió con dicho pensamiento, y ya más sagaz le contestó que lo pensaría, con la intención de no hacer aprecio y prescindir de ello. Que vuelto tercera vez á insistirlo, le dijo: que no había de quién fiarse, pues él no se valía ni de su padre; y proponiéndole Quintero inmediatamente á un primo suyo, quedó de verlo para el efecto; y habiéndolo solicitado, y sabido que estaba ausente en destino, le propuso á Blanco, quien le dijo estaba recién venido de presidio, y como quiera que había servido á Azcoiti, era más á propósito para el caso, á lo que creía no se excusaría;{22} que le contestó lo viese en hora buena. Que habiendo caído malo el confesante, fué á visitarlo Quintero, llevando ya á Blanco, y al entrar le dijo: vé á quien te traigo acá: ahora le puedes decir lo tratado, á que le contestó Aldama: hazlo tú si quieres, que yo no estoy para eso; á poco rato se fueron: recuperado Aldama ya de su enfermedad pasó á ver á Quintero, donde halló á Blanco á quien había hablado ya Quintero, y tratando del asunto entre Aldama y Quintero, acabaron de seducir á Blanco; y habiendo determinado el pasar á verificar su intento, vieron ocupadas las piezas vacías con una familia que vino de fuera, con lo que se les frustraron sus proyectos. Y puesto inmediatamente el pensamiento en Dongo entre los tres, ofreció Aldama el instruirse de la casa, diciendo Blanco que tenía más de trescientos mil pesos en oro, con lo cual salían de penas: que al día siguiente fué Aldama á ver á Dongo con el pretexto de que le vendiese una poca de haba, con lo que observó la poca familia que le parecía tenía, y convenidos todos, quedaron de acuerdo para acecharlo en sus entradas y salidas de noche, á ver cómo y con quiénes salía, y cómo volvía: que el miércoles 21 del mismo Octubre dió Aldama cinco pesos á Quintero para que comprase y dispusiese las armas con que habían de ir; quien compró dos machetes de campo, uno de más de tres cuartas, que llevó Quintero; otro más mediano que llevó Aldama, y otro más chico que llevó Blanco, los que amolaron por la calle de Mesones: que á la noche fueron á observar la primera salida de Dongo, y no aguardaron á que volviese: que á la siguiente noche del jueves fueron{23} y estuvieron hasta que regresó á las nueve y media Dongo. Que instruídos ya en la forma que salía y entraba, determinaron asaltarlo á la siguiente noche del viernes: que en efecto fueron dicha noche como á las ocho y media, y tomando Aldama el bastón de Quintero, tocó la puerta, y respuéstole quién era, respondió: Abre; y habiendo abierto el portero jubilado ó inválido, le dijo: ¿tú eres el portero? le respondió éste: no, señor; está en el entresuelo dando de cenar á D. Nicolás: pues llámalo; y entrando para dentro, lo esperó que bajase, y estando presente, le dijo: Pícaro, ¿qué es de los dos mil pesos que has robado á vuestro amo? y sin aguardar respuesta, lo mandó atar por detrás, y meterlo en su mismo cuarto, donde puso á Blanco que lo guardase; y volviéndose al inválido, le dijo: Y tú, ¿qué razón das de este dinero? Ata á este también, y en la misma forma lo metieron en la covacha, donde puso á Quintero de guardia, y revolviendo al zaguán, tomó al indio correo del brazo, quien estaba en compañía del inválido, y lo pasó al cuarto del portero, donde estaba Blanco, y entre ambos mataron al indio y al portero, en tales términos y con tal prontitud, que no dieron una voz: de ahí pasaron á la covacha, donde estaba Quintero con el inválido, y examinando á éste sobre la demás gente que había arriba, entre Aldama y Quintero lo mataron en la misma forma: que luego pasaron al entresuelo Aldama y Quintero, dejando á Blanco cuidando la puerta, para que avisase de cualquiera contingencia, y entrando con la vela en la mano, saludando á D. Nicolás; ya que se vieron cerca, le habían acometido ambos á{24} un tiempo, y dejándolo muerto, pasaron al instante á las piezas superiores, y preguntando á las criadas: hijas, ¿cuántas son udes? con sencillez les respondieron ser cuatro, y entonces se volvió Aldama á Quintero, y le dijo: vd. meta á esas mujeres en la cocina, y custódielas, inter yo las voy examinando una por una. Que inmediatamente las metió Quintero en la cocina, y quedó en la puerta de ella custodiándolas: entonces tomó el confesante á la ama de llaves de la mano, y se la llevó á la asistencia, donde la mató: que inmediatamente volvió por la lavandera, y en la anteasistencia la mató; y habiendo vuelto, le dijo á Quintero: dos han quedado: una tú, y otra yo; y tomando el confesante á la galopina, y Quintero á la cocinera, las dejaron en el puesto con la mayor crueldad. Que acabada esta facción bajaron al zaguán á incorporarse con Blanco para aguardar á Dongo, donde se estuvieron sentados hasta después de las nueve y media que oyeron el coche que se acercaba á la puerta; que entonces se pusieron tras de ella y la abrieron cuando llegó, á semejanza del portero, y apeándose del coche, éste entró con su lacayo por detrás con una hacha en la mano, y se le apersonó el confesante, diciéndole con el sombrero en la mano: «Caballero, vd. tiene su lugar; dispense el atrevimiento que se ha tenido de perder los respetos á su casa.» Súbase vd. con estos caballeros, que yo tengo que hacer con los criados de vd., y echando mano al lacayo, le contestó el caballero urbanamente; pero al subir la escalera debió de recelar, por ver los cuartos cerrados donde estaban los difuntos, y haciendo que metía mano, lo mataron entre Quintero y{25} Blanco; y viendo el confesante que ya estaban matando á Dongo, mató él al lacayo que tenía de la mano: en este intermedio dió vuelta el coche, y el confesante fué á abrir la cochera para que entrase, y luego que entró cerró la puerta, y estando en esto, ya los otros habían bajado de las mulas al cochero, y entre todos tres lo mataron y fueron á esculcar al difunto; le sacaron las llaves de la bolsa, un rosario, el reloj, hebillas y charreteras de oro, de que no supo el confesante. Que habiendo subido arriba, habían tenido mil aflicciones para ver dónde venían; que encontrando en el gabinete una escribanía, le hizo una de ellas, de donde sacaron una gabeta con las del almacén; que descerrajaron un ropero y varios cofres, de donde sólo tomaron la ropa que se les encontró, lo que no había sido con su consentimiento. Que habiendo bajado al almacén, no encontrando el oro que buscaban, tomaron nueve talegas que estaban bajo del mostrador y unos cuantos papeles de medias nuevas. Que de ahí pasaron á descerrajar la pieza siguiente, en la que quemaron los papeles de las medias porque les abultaban, y comenzando á tomar el pulso á las cajas que había, viendo que entre todas una pesaba más, la descerrajaron y sacaron catorce mil pesos, sin tocar la de las alhajas de su mujer, ni una fortísima de hierro que no pudieron descerrajar. Que puesto el dinero sobre el mostrador, de allí lo bajaron al coche, y montando de cochero Aldama, con gran trabajo, por no poderlo retroceder ni sacar, por ser difícil aun á los de profesión, como por la gran carga que llevaba, el que cimbró de tal modo, (que expresó) que sueños{26} de bronce que hubieran tenido los vecinos, se hubieran alborotado sólo del estruendo que hizo al salir, y que de un viaje lo condujeron todo después de las once, por la calle de Santo Domingo, á torcer por la de los Medinas hasta la accesoria de Quintero, donde bajaron la carga dejando á Quintero con ella, y el confesante y Blanco fueron á dejar el coche por Tenexpa; y aunque el primero quería llevarlo por Santa Ana, no quiso Blanco, por decir que arriba había guardas y podían ser conocidos; que dejado el coche, arrojaron en el puente de Amaya dos de los machetes, y regresados en casa de Quintero, tomaron una talega que tenía cuatrocientos pesos, y distribuidos entre los tres, les cupo como á ciento y treinta pesos, que tomaron para sus prontas urgencias, y el demás dinero, alhajas y ropa, metieron debajo de las vigas; luego se retiró el confesante con Blanco, y al pasar por el puente de la Mariscala tiraron el otro sable que les había quedado, y de ahí pasó el confesante á dejar á Blanco á su casa, quien vivía por el Salto de la Agua, en casa de su tía, y no encontrándola en casa se fueron para la del confesante. En el camino le dijo Blanco que allí llevaba el reloj de oro del difunto, y habiéndolo corregido seriamente hizo lo echara en el caño de la agua de la esquina de la Dirección del Tabaco. Llegados á la casa del confesante se acostaron, diciendo en la casa que habían ido á un baile. Que al día siguiente mandó sacar sus prendas, como tiene dicho, y á las nueve llevó la noticia á la Acordada, y después se fué á los gallos. En este estado y respecto á que sabía breve había de morir, suplicaba rendidamente{27} á la justificación de su señoría se sirviese, con atención á la nobleza notoria de su estirpe, se le diera la muerte correspondiente, no por él, pues merecía morir tenaceado y sufrir cuantos martirios se imaginasen, sino por su pobre familia; y mandádose retirar por ser las nueve de la noche, suplicó se le llamasen unos padres del colegio de San Fernando, para que lo fuesen disponiendo á su muerte, lo que así se le ofreció y cumplió.

Inmediatamente mandó su señoría que los capitanes de esta real sala fuesen á sacar los machetes y reloj, que expresó Aldama haber echado Blanco en el caño referido.

En virtud de orden de su señoría se mandó por Blanco á la Acordada, quien hasta esta hora llegó, y estando presente ante su señoría, previo el mismo juramento, se le hizo cargo de sus delitos, quien sin embargo de haberle puesto todo el cuerpo del delito de manifiesto, negó, diciendo no saber de tal cosa ni haber incurrido en semejante atrocidad; que si lo creía su señoría de él; que si fuera cierto lo confesara, como había confesado en la Acordada cuando robó á su amo: en esto se mantuvo hasta cerca de las once de la noche que se mandó retirar, sin embargo de los foertísimos cargos y convencimientos que se le hicieron.

Al siguiente día viernes se hizo comparecer á Quintero, en virtud de la discordancia que hubo entre él y Aldama, sobre haber sugerido éste á aquél, y aquél á éste, y estando puestos rostro á rostro, previo su juramento, se les hizo cargo de las discordancias de sus deposiciones en esta materia, y de los homicidios; á que contestó Quintero: que era cierto{28} que él había sugerido y propuesto el pensamiento á Aldama: que era cierto cuanto decía, y que él también mató al igual de todos, y dudoso sobre si él había propuesto primero el pensamiento á Blanco y Aldama; que quería disponerse, para lo cual quería también padres de San Fernando, lo que se le cumplió.

A este acto se hizo comparecer á Blanco, y puesto (previo nuevo examen que se le hizo) rostro á rostro, se le hizo cargo de su negativa, quien ratificándose en ella, lo comenzaron á persuadir dijese la verdad, que perdía tiempo, el que era muy precioso: que qué tenía que negar á una cosa tan palpable como aquella: que no había de tener más resistencia que ambos, y viéndose convencidos declararon la verdad: que viera sus mismas medias ensangrentadas, con que le hacían cargo: que de todos modos había de ser lo mismo; con otras muchas expresiones de esta naturaleza, sin embargo de las cuales insistió en su negativa. Recibídole declaración á la tía de Blanco, sobre con qué medias había salido de su casa, expresó que con unas de color de gris, que son las mismas ensangrentadas; y habiéndose hecho comparecer á ésta, luego que se le puso delante, dijo: No es necesario, todo es cierto: yo los acompañé y cometí los mismos delitos, y me remito en todo á la declaración de Aldama. Que le trajeran padres, que quería confesarse y disponerse, lo que también se le cumplió; y todos unánimes y conformes reconocieron las armas que se les pusieron delante, y dijeron ser las mismas que fueron la destrucción de todos; con lo que se suspendió el acto de la diligencia.{29}

En la misma tarde, como á las cuatro, hubo acuerdo extraordinario, con asistencia de los señores regente y fiscal, que duró hasta después de las once de la noche, en el que se determinó se recibiese á prueba por tres días, en los cuales se ratificaron los reos y los testigos sumarios; se entregasen los autos dentro del oficio al Lic. D. Manuel Navamuel, á quien se nombró defensor por veinte horas, y concluidas se pasasen al relator.

En la misma hora se hicieron las citaciones correspondientes, y al día siguiente se comenzaron á ratificar los testigos, y como á las diez y media los reos respectivamente, en que añadió Blanco que Quintero lo había seducido, y Quintero se mantuvo en su duda anterior.

El lunes 2 de Noviembre produjeron los reos sus pruebas sobre la identificación de sus ejecutorias de nobleza, con tres testigos cada uno.

El mismo día se presentó escrito por el defensor, sobre que le permitiese ver los autos en su casa, á lo que habiéndose accedido, ratificados los cuarenta y seis testigos, se le pasaron los autos por el capellán Elizalde, el mismo lunes á las nueve y media de la noche en que se cumplieron los tres días, y le empezaban sus veinte horas. El martes á las siete y media, que se le cumplieron, pasó dicho Elizalde por ellos y los condujo al relator por sólo aquella noche.

En este estado declaró Aldama en descargo de su conciencia, que la muerte que se le acumulaba, y por la que había estado preso en la Acordada, de un mulato, criado de Samper, era cierta, y que él la había hecho por{30} robarle dos mil pesos de su amo, los que en efecto le quitó, al que arrastró y echó en una cueva de mina vieja, yendo él mismo al reconocimiento del cadáver cuando le dieron la denuncia, como teniente general que era de aquella jurisdicción de Cuautla de Amilpas.

Y Quintero expresó haber hecho una muerte en Campeche á un pasajero, á quien le robó seiscientos pesos, lo que también declaró en descargo de su conciencia.

A las ocho de la mañana del día miércoles se comenzó á relatar la causa y se siguió á la tarde, con asistencia del señor regente, el señor fiscal y los reos, cuya relación se concluyó después de la oración, finalizando el relator Echeverría con las causas de Aldama y Quintero, de que se le hizo cargo y vinieron de la Acordada.

Relatada la de Blanco, resultó que el año de 87 se procesó en aquel tribunal por cinco robos que ejecutó en compañía de D. Juan Aguirre su paisano y cajero que fué de la vinatería de D. Manuel Pineda, en la casa de Azcoitia, donde servía también de cajero dicho reo, extrayéndole más de tres mil pesos, y cinco que hizo en Guanajuato, en la tienda de su amo Alemán; el uno de varias ropas y los otros dos de reales hasta seiscientos pesos, lo que resultó justificado, por lo que fueron condenados á ocho años de presidio en Puerto Rico, y que de allí fuesen conducidos bajo partida de registro, á la casa de contratación de Cádiz, de donde se dirigieran á los lugares de su origen: que indultado éste por el Excmo. Sr. Flores, se vino á esta ciudad desde San Juan de Ulúa, donde desertó.

Por el expediente pasado, con oficio de 2{31} del corriente, por el Excmo. Sr. virrey, se advierte hallarse Quintero, por decreto de la misma fecha, declarado no gozar fuero alguno de guerra, cuya declaración fué expedida de resultas de la instancia que en el superior gobierno seguía sobre goce y restitución del fuero militar, de que se había antes despojado, por la causa que se le siguió en la Acordada, á querella de la viuda de su primo, quien le imputaba haberle extraído como cuatro mil pesos, en la que tuvo absolución de la instancia en 13 de Mayo último, y fué puesto en libertad con reserva de su derecho.

Después de dicha relación informó el abogado de los reos muy sucintamente, en que pidió que conociendo los graves delitos de los reos, ya que en el estado presente por lo mismo eran dignos de compasión, se mirasen con piedad y se les aplicase la muerte con atención á las circunstancias de su nacimiento, fundando la menos culpa y complicidad de Blanco, por lo que, y por su menor edad, era digno de más indulgencia.

Después siguió el señor fiscal, quien sin embargo de no haberle pasado los autos ni tener más instrucción de ellos que la relación que se hizo por el relator, hizo una oración de las más prolijas y exquisitas, en la que concluyó pidiendo, que respecto á los extraordinarios delitos de los reos, á su gravedad y circunstancias, merecían extraordinarias penas y un castigo ejemplar, por los cuales habían perdido el goce y fuero de sus privilegios; pero atendiendo á ciertas leyes y á la probanza que de su nobleza habían dado, condescendía «en que se les diese garrote saliendo de la cárcel, y el verdugo delante con{32} el bastón y armas con que cometieron los delitos, y siendo regular ser una de las calles acostumbradas la en que vivía Dongo, el pasar por ella, los entrasen por la puerta principal, y estando un rato en ella saliesen por la cochera, por donde salieron triunfantes con el robo, salieran á pagar con sus vidas; que llegados al patíbulo, puestas en alto las armas y bastón al tiempo de la ejecución, verificada ésta, se destruyeran en el mismo tablado y que se mantuviesen los cadáveres por tres días en el suplicio para escarmiento y desagravio de la vindicta pública.»

Por ser ya las ocho de la noche no se votó, y se reservó para el jueves siguiente, en el que se pronunció la sentencia, que relativamente es la siguiente: «Hecha la relación acostumbrada de los excesos y delitos de los reos, hallaron que eran de condenar, y condenaron, á que de la prisión en que se hallaban saliesen con ropa talar y gorros negros, en mulas enlutadas, á son de clarín y voz de pregonero que manifestase sus delitos, por las calles públicas y acostumbradas; y llegados al suplicio se les diese garrote poniendo el bastón y armas á la vista del público, y verificada la ejecución se destrozasen y rompiesen por mano del verdugo, separándoseles las manos derechas: que se fijasen dos en dos escarpias donde habían cometido los homicidios, y la otra donde se halló el robo, en la parte superior de la pared, todo con ejecución, sin embargo de suplicación y de la calidad; y que el dinero depositado y demás del robo se entregara á la parte de la archicofradía heredera, como se ejecutó, y esta sentencia fué dada, presente el señor fiscal.»{33} De la que dada parte á S. E. á las doce de este día, en su consecuencia pasó el escribano Lucero á la primera pieza del entresuelo de la cárcel, y haciéndolos traer á su presencia se las hizo saber y notificó: quienes postrados de rodillas la obedecieron conformes, y asistidos de los padres fernandinos y del rector de las cárceles Br. D. Agustín Montejano, pasaron á la capilla, quien les hizo las mayores exhortaciones de consuelo y conformidad, y postrados ante el altar hicieron una deprecación la más tierna y lastimosa, de donde tomaron sus respectivos lugares, que abrigaron con biombos.

En estos tres días se dispuso el cadalzo ó tablado, en medio de la plaza principal del real palacio y la de la cárcel, con el alto de más de tres varas, diez de largo y cinco de ancho, todo entapizado y guarnecido de bayetas negras, hasta el piso y palos.

El día sábado, 7 de Noviembre, entró el teniente de corte y demás ministros de justicia, y tras ellos los hermanos de la caridad, quien les dijo: Ya es, hermanos, la hora de ver á Dios; y levantándose se arrodillaron delante del altar, y auxiliados á gritos pidieron misericordia, haciendo muchos actos de cristiandad, y puéstoles los hermanos las ropas fueron acompañados de muchas personas eclesiásticas y condecoradas, y trepa, por las calles acostumbradas, hasta el suplicio: subiendo primero Quintero, como capitán de ellos, se colocó en el palo de en medio, Aldama en el derecho y Blanco al izquierdo. Se quebraron las armas y bastón, cuya ejecución se concluyó á la una de la tarde, durando á la vista por orden superior hasta las{34} cinco que se pasaron á la real cárcel, y separadas las manos derechas se fijaron como se mandó, las que se quitaron el jueves 17 del mismo año, y con los hábitos de San Fernando se amortajaron y depositaron en la capilla de los Talabarteros, hasta el siguiente domingo que los hermanos de la Santa Veracruz en su parroquia hicieron un decente entierro con misa de cuerpo presente, que cantaron los fernandinos, y costó doscientos veintisiete pesos.

Este fué todo el infeliz suceso de los desgraciados agresores de Dongo y su familia.

Per misericordiam Dei, requiescant in pace. Amén.

*
* *

Al concluir este artículo debemos llamar la atención de nuestros lectores. El crimen que se ha referido fué, como se vé, cometido por tres españoles, de una condición y clase no común. En ochenta años que van transcurridos no se ha vuelto á perpetrar en la capital otro atentado tan atroz de que sea víctima una familia entera. Esto da una idea del carácter de las gentes que habitan la capital, entre las que no podemos negar que haya algunas de costumbres bien depravadas; y demuestra también que la civilización, aunque lentamente, adelanta entre nosotros, y esto lo prueban bastante las narraciones históricas que llevamos publicadas.

Manuel Payno.

{35}

EL LICENCIADO VERDAD

..................¿Y enmudece
aquella lengua que en el ancho foro
defendió la verdad...........................
(Navarrete.—Elegía en honor
del Lic. Verdad.)

I

El aliento de fuego de la revolución francesa había hecho brotar á Napoleón.

Pero si las revoluciones son como Saturno, que devoran á sus propios hijos, también es cierto que aquellas madres encuentran siempre un hijo que los sofoque entre sus brazos.

Llegó un tiempo en que Napoleón hizo desaparecer las grandes conquistas de la revolución: la República se tornó en imperio, el pueblo volvió á gemir bajo el despotismo, una nobleza improvisada, la nobleza del sable, vino á substituir á la aristocracia de la raza, y de allí de donde los pueblos esperaban el rayo de luz que alumbrara su camino, salieron torrentes de bayonetas que llevaron hasta Egipto la conquista y la desolación; Bonaparte se constituyó árbitro de la suerte{36} de las naciones: sin llevar en sus banderas más que orgullo, sacrificó millones de hombres á su ambición, la Francia perdió á sus hijos más valientes, su tesoro quedó exhausto, y un cometa de sangre se elevó sobre el horizonte de la política europea.

Los reyes temblaban ante el enojo del nuevo César, y palidecían cuando volvía el rostro hacia sus dominios.

Llegó por fin su turno á la España. Débil y cobarde Fernando VII, conspiró contra su mismo padre, é imploró como un favor inmenso la protección de Bonaparte.

Los franceses invadieron completamente la España, y de debilidad en debilidad Fernando, acabó por abdicar el trono de sus abuelos, y Napoleón colocó sobre él á su hermano José Bonaparte.

Pero el pueblo español, abandonado por su rey, traicionado por muchos de sus principales magnates, sorprendido casi en su sueño por los ejércitos franceses que habían penetrado hasta el corazón del país, merced á la ineptitud ó á la cobardía de sus gobernantes, comprendió que le habían vendido; el león que dormía lanzó un rugido; se estremeció y oyó sonar sus cadenas; entonces vino la insurrección.

Los jefes se improvisaban, brotaron soldados de las montañas y de las llanuras, una chispa se convirtió en incendio, el viento del{37} patriotismo sopló la hoguera, y la nación toda fué un campo de batalla.

Santo, divino espectáculo el de un pueblo que lucha por su independencia: cada hombre es un héroe, cada corazón es un santuario, cada combate es una epopeya, cada patíbulo un apoteosis.

Aquella historia es un poema, necesita un Homero; todos los hombres de corazón pueden comprenderla, sólo los ángeles podrían cantarla.

La sangre de los mártires fecundiza la tierra; el que muere por su patria es un escogido de la humanidad, su memoria es un faro, perece como hombre y vive como ejemplo.

La grandeza de una causa se mide por el número de sus mártires; sólo las causas nobles, grandes, santas, tienen mártires; las demás sólo cuentan con sacrificios vulgares, sólo presentan uno de tantos modos de perder la existencia.

España luchaba, luchaba como lucha un pueblo que comprende sus derechos, como lucha un pueblo patriota.

Los hombres salían al combate, las mujeres y los ancianos y los niños fabricaban el parque y cultivaban los campos.

El ejército francés era numeroso, bien disciplinado, tenía magnífico armamento, soberbia artillería, abundantes trenes, y además brillantes tradiciones de gloria.{38}

Y sin embargo, las guerrillas españolas atacaban y vencían, porque el patriotismo hace milagros.

Entonces comenzó á organizarse la insurrección, y se formaron en España las juntas provinciales.

II

Las noticias de los acontecimientos de la metrópoli llegaron á la colonia, y los mexicanos, indignados, olvidaron por un momento su esclavitud para pensar en la suerte de España y en la injusta opresión de Bonaparte.

Hay momentos supremos para los pueblos generosos, en que el texto de su derecho internacional es el evangelio, y olvidando las reglas de la diplomacia y los sentimientos de conveniencia, sienten la gran confraternidad de las naciones, olvidan sus rencores, y brota colectivamente en las masas una especie de caridad, de pueblo á pueblo, de nación á nación.

El duque de Berg, Lugarteniente de Napoleón, comunicó sus órdenes al virrey de México que lo era entonces Don José de Iturrigaray, teniente general de los ejércitos españoles; pero el virrey no se atrevió á acatar aquellas órdenes ni á desobedecerlas abiertamente; quiso consultar, quiso saber si contaba{39} con algún apoyo, y citó á la audiencia para tratar sobre esto con los oidores.

Reunióse en efecto el acuerdo. El virrey les hizo presente el motivo con que los había citado, y aquellos hombres palidecieron como si vieran á la muerte sobre sus cabezas, y apenas se atrevieron á dar su opinión.

Entonces el virrey tomó la palabra, y con un acento conmovido, protestó que antes perdería la existencia que obedecer las órdenes de un gobierno usurpador; que aun podía ponerse á la cabeza de un ejército, y combatir por la independencia y el honor de su patria. Los oidores se retiraron avergonzados y cabizbajos.

La Audiencia aborrecía al virrey y le hacía una guerra sorda, y sin embargo, en aquél momento le había tenido que contemplar con respeto.

Ellos eran el vulgo delante del héroe; sólo el patriotismo pudo haber dado al indigno Fernando VII, vasallos y capitanes como los que pelearon en España y los que gobernaron sus colonias.

La noticia de estas ocurrencias se difundió bien pronto por la ciudad, y el Ayuntamiento quiso también tomar y tomó parte en la cuestión.

En el año de 1701 la monarquía española cambió de dueño; el fanático Carlos II legó los extensos dominios que conquistaran y gobernaran{40} sus abuelos á la casa de Anjou, y Felipe V se sentó sobre el trono del vencedor de Francisco I.

Aquél cambio de dinastía se verificó sin que las colonias españolas de la América hubieran dado la menor muestra de disgusto; un rey al morir dejaba á un extraño pueblos y naciones por herencia, como un particular lega un rebaño ó una heredad, porque sus súbditos eran cosas; pero esto acontecía en 1701.

La abdicación de Fernando VII y la usurpación de Bonaparte se sabían en México en 1808, es decir, entrado ya el siglo XIX.

Los nietos conocían mejor sus derechos que los abuelos; México protestó contra la usurpación: México era colonia, por eso aborrecía las conquistas; los mexicanos eran víctimas, por eso detestaban á los verdugos.

Una tarde, el Ayuntamiento de México, en cuerpo, presidido de las masas de la ciudad, se presentó en palacio, las guardias batían marcha, la muchedumbre se agrupaba en derredor de los regidores, el virrey salió al encuentro de la corporación, y el alcalde puso en manos de Iturrigaray una representación.

En aquella representación el Ayuntamiento, á nombre de la colonia, pedía la formación de un gobierno provisional; el virrey la leyó con agrado y la pasó en consulta á la Audiencia.{41}

El Ayuntamiento se retiró en medio de las ovaciones del pueblo, que tenía ya noticia de lo que acontecía.

Esto pasaba en el mes de Julio de 1808.

III

La Audiencia de México, compuesta en aquella época de hombres tímidos, intrigantes y que debían sin duda el puesto que ocupaban más al favoritismo que á sus propios méritos, no podía estar á la altura de su situación.

Los oidores, hombres vulgares que no pasaban de ser, cuando más, viejos abogados llenos de orgullo y obstinación, no pudieron comprender ni la lealtad del virrey, ni el arranque de generosidad del Ayuntamiento de México, ni el esfuerzo patriótico de los españoles.

La medida propuesta por los regidores pareció, pues, al acuerdo muy avanzada, y vista á la luz de ese miedo que las almas pequeñas llaman prudencia, mereció la desaprobación de todos los oidores.

En los momentos supremos de la crisis de un pueblo, fiar el consejo ó la ejecución de las grandes medidas á hombres de poco corazón ó de mediana inteligencia, es comprometer el éxito, buscar en la inercia el principio{42} de actividad, pedir arrojo al que sólo piensa en precaución.

El virrey Iturrigaray y el Ayuntamiento chocaron con la Audiencia; el virrey quiso renunciar el gobierno, y lo renunció en efecto, proponiéndose pasar á España á prestar sus servicios; pero este paso fué desaprobado por sus amigos y por el Ayuntamiento, y no insistió más.

El 26 de Julio la barca Esperanza trajo la noticia de que toda la España se había levantado contra la dominación francesa, proclamando la independencia, y esta noticia se recibió en México como el más plausible de los acontecimientos.

Salvas de artillería, músicas, cohetes, repiques, paseos, todo anunciaba el gozo de la colonia, porque en México se aplaudía instintivamente el esfuerzo de un pueblo que buscaba su salvación, porque toda tiranía tiene siempre, tarde ó temprano, una reacción de libertad, porque aquella lucha era ya la alborada del día de la independencia de los mexicanos.

El Ayuntamiento instaba por la formación de un gobierno provisional, y el virrey, mirando la resistencia de los oidores, citó una gran junta, á la que debían concurrir la Audiencia, el Ayuntamiento, los inquisidores, el arzobispo, y en fin, todas las personas notables de la ciudad.{43}

El 9 de Agosto se celebró por fin esta célebre sesión, á la que concurrió la Audiencia, no sin haber protestado antes secretamente, que sólo asistía para evitar disgustos con el virrey.

Iturrigaray presidía la reunión, y con tal carácter invitó al síndico del Ayuntamiento, Licenciado Don Francisco Primo Verdad y Ramos, para que usase de la palabra acerca del asunto para el que habían sido llamados.

Verdad era un abogado insigne en el foro mexicano, dotado de una gran elocuencia y de un extraordinario valor civil. Habló, habló, pero con todo el fuego de un republicano; habló de patria, de libertad, de independencia, y por último, proclamó allí mismo, delante del virrey y del arzobispo y de la Audiencia, y de los inquisidores, el dogma de la soberanía popular.

Aquella fué la primera vez que se escuchó, en reunión semejante, la voz de un mexicano llamando soberano al pueblo.

El escándalo que esto produjo fué espantoso, el inquisidor Don Bernardo del Prado y Ovejero no pudo contenerse, y se levantó anatematizando las ideas de Verdad; el arzobispo se declaró enfermo y pretendió retirarse.

El velo del templo se había roto, la luz había brotado por la primera vez en la colonia;{44} después de tres siglos de obscuridad, la estátua se animaba, pero el suplicio debía seguir al reto audaz del nuevo Prometeo; los tiranos no perdonan nunca.

IV

El único resultado aparente de la primera junta, fué jurar á Fernando VII como monarca legítimo de España é Indias.

Poco tiempo después, el 30 de Agosto, se presentaron en México el brigadier de marina Don Juan Jabat y el coronel Don Tomás de Jáuregui, hermano de la mujer del virrey, comisionados ambos por la junta de Sevilla, para exigir del virrey de México que reconociese la soberanía de esa junta y pusiese á su disposición el tesoro de la colonia.

Reunióse con este motivo una segunda junta, y allí los comisionados presentaron sus despachos y sus autorizaciones que se extendían hasta aprehender al virrey en caso de que se negase á obedecer.

Las discusiones fueron acaloradas, la sesión se prolongó por muchas horas, y por fin llegó á resolverse definitivamente que no se reconocía á la junta de Sevilla.

Llegaron pliegos de la junta de Oviedo, conteniendo la misma pretensión; volvió el virrey á citar otra junta, leyólos en ella y agregó, que España estaba en la más completa{45} anarquía, y que su opinión era no obedecer á ninguna de aquellas juntas.

Siguióse aún otra junta, tan acalorada como las anteriores, y el virrey insistía siempre en renunciar, á lo que se oponía con tenacidad el Ayuntamiento, y sobre todos el Lic. Verdad.

En fin, Iturrigaray se decidió á formar en México una junta y un gobierno provisional, á imitación de los de España; llegaron á expedirse las circulares á los ayuntamientos, y la villa de Jalapa nombró sus dos comisionados que se presentaron en la capital.

Los oidores no estaban conformes con esa resolución; pretendían indudablemente deshacerse del virrey con el objeto de que la Audiencia entrase á gobernar, y como en aquellos días el rey no podía nombrar otro virrey en lugar de Iturrigaray, y las juntas españolas no eran reconocidas en México, el poder quedaría durante largo tiempo en manos de la Audiencia.

Los oidores Aguirre y Batani eran el alma de esta conjuración; casi todas las noches se reunían á conspirar los de la Audiencia y sus amigos; el fiscal Borbón adulaba al virrey en su presencia, y conspiraba con tanto ardor como los demás; Iturrigaray estaba sobre un volcán.

El Ayuntamiento era partidario del virrey, porque el virrey sostenía la buena causa; pero{46} el Ayuntamiento de México no pudo ó no quiso apoyar á Iturrigaray, y se abandonó, sin conocer que en medio de las tinieblas conspiraba la Audiencia, y que el virrey debía arrastrar en su caída á los regidores.

Los comisionados de la junta de Sevilla trabajaban también contra el virrey; Jáuregui, á pesar de ser su cuñado, y Jabat porque era enemigo personal de Iturrigaray desde que éste vivía en España.

La suerte favoreció en su empresa á los conspiradores.

V

El odio de los oidores al virrey no conoció límites; habían jurado perderle, y lo cumplieron.

El 15 de Septiembre en la tarde salía Iturrigaray á paseo, y al bajar las escaleras de palacio, una mujer del pueblo se arrojó á sus pies.

—En nombre del cielo, lea V. E. ese papel—le dijo presentándole una carta.

—¿Qué pides, hija mía?—preguntóle bondadosamente el virrey.

—Nada para mí, sólo que V. E. lea con cuidado ese papel.

La mujer se levanto y se alejó precipitadamente. El virrey, pensativo, montó en su carroza.{47}

Tenía Iturrigaray la costumbre de ir todas las tardes á pescar con caña en las albercas de Chapultepec; así es que apenas entró en su carroza, los caballos partieron en aquella dirección y el cochero no esperó orden ninguna.

Durante el camino, Iturrigaray leyó la carta que la mujer le había entregado; era la denuncia de una conspiración que debía estallar aquella noche.

El virrey sonrió con desdén, guardó la carta y no volvió á pensar más en ella.

Sin embargo, no era porque no creyese que conspiraban contra él, sino porque esperaba los regimientos de Jalapa, de Celaya y de Nueva-Galicia, con los cuales contaba para sofocar cualquiera rebelión.

Pero la Audiencia se había adelantado. Don Gabriel Yermo, rico hacendado, se prestó á servir á los oidores en su complot, é hizo venir de sus haciendas un gran número de sirvientes armados.

Con este auxilio, y contando con el jefe de la artillería Don Luis Granados, que tenía su cuartel en San Pedro y San Pablo, determinaron dar el golpe.

El día 15 de Septiembre de 1808 los conjurados fueron al palacio del arzobispo, y allí el prelado los exhortó y los bendijo para que salieran airosos del lance.

Arrojáronse entonces los conjurados sobre{48} palacio, que tomaron sin dificultad de ninguna especie, porque además de que contaban ya con el oficial de la guardia, habían, por más precaución, hecho entrar allí desde la tarde á ochenta artilleros.

Llegaron, pues, hasta la alcoba de Iturrigaray, que dormía tranquilamente y que despertó rodeado de sus enemigos, que le intimaron darse á prisión.

El virrey no opuso resistencia; los sublevados se apoderaron de su persona, lo hicieron entrar en un coche, en el que iban el alcalde de corte Don Juan Collado y el canónigo Don Francisco Jaravo, y le condujeron á la Inquisición, á donde quedó preso en las habitaciones mismas del inquisidor Prado y Ovejero.

La virreyna, en compañía de sus dos hijos pequeños, fué conducida al convento de San Bernardo, y los oidores, presididos por el arzobispo, se reunieron al día siguiente muy temprano para comenzar su feliz gobierno.

Así se consumó aquella revolución, que dió por resultado la prisión de Don José de Iturrigaray y de su familia, y el secuestro de todos sus papeles y bienes.

Los individuos que formaban entonces la Audiencia y que fueron los directores de la conspiración, eran:

Regente: Catani.—Oidores: Carvajal, Aguirre, Calderón, Mesia, Bataller, Villafaña,{49} Mendieta.—Fiscales: Borbón, Zagarzurieta, Robledo.

VI

La caída del virrey debía producir indudablemente la del Ayuntamiento, y así sucedió.

Casi al mismo tiempo que aprehendieron á Iturrigaray, redujeron á prisión al Lic. Verdad, al Lic. Azcárate, al abad de Guadalupe Don Francisco Cisneros, al mercedario Fr. Melchor de Talamantes, al Lic. Cristo y al canónigo Beristain.

Fr. Melchor de Talamantes fué conducido á San Juan de Ulúa, y allí en un calabozo espiró, habiendo sido tratado con tanta crueldad que hasta después de muerto se le quitaron los grillos. Azcárate estuvo á punto de morir envenenado.

Pero entre todos los presos ninguno tenía sobre sí el odio de la Audiencia como el Lic. Verdad.

Verdad se había atrevido á hablar de la soberanía del pueblo delante de los oidores, de los inquisidores y del arzobispo, y este era un crimen imperdonable.

En efecto, si se consideran las circunstancias en que esto aconteció, no puede menos de confesarse que Verdad, con un valor del que hay pocos ejemplos, lanzó el más tremendo{50} reto á los partidarios del derecho divino, hablando por primera vez en México de la soberanía del pueblo: este sólo rasgo basta para inmortalizar á un hombre.

El Lic. Verdad fué encerrado en las cárceles del arzobispado, y una mañana, el día 4 de Octubre de 1808, se supo con espanto en México que había muerto.

¿Qué había pasado? nadie lo sabía; pero todos lo suponían, y Don Carlos María de Bustamante, en el suplemento que escribió á los «Tres siglos de México,» asegura que Verdad, amigo íntimo suyo, murió envenenado.

Bustamante refiere que él fué en la mañana del mismo día 4 y encontró á Verdad muerto en su lecho.

Pero indudablemente Bustamante se engañó: he aquí el fundamento que tengo para decir esto.

Cuando en virtud de las leves de Reforma el palacio del arzobispo pasó al dominio de la nación, de la parte del edificio que correspondía á las cárceles se hicieron casas particulares, una de las cuales es la que hoy habita como de su propiedad, uno de nuestros más distinguidos abogados, Don Joaquín María Alcalde.

El comedor de esta casa fué el calabozo en que murió Verdad, y cuando por primera vez se abrió al público, yo ví en uno de los muros el agujero de un gran clavo, y alderredor{51} de él, un letrero que decía sobre poco más ó menos:

Este es el agujero del clavo en que fué ahorcado el Lic. Verdad.

Y todavía en ese mismo muro se descubrían las señales que hizo con los pies y con las uñas de las manos el desgraciado mártir, que luchaba con las ansias de la agonía.

Allí pasó en medio de la obscuridad una escena horriblemente misteriosa—el crimen se perpetró entre las sombras y el silencio.

Los verdugos callaron el secreto: Dios hizo que el tiempo viniese á descubrirle.

La historia encontró la huella de la verdad en unos renglones mal trazados, y en un muro que guardó las señales de las últimas convulsiones de la víctima.

Vicente Riva Palacio.

{52}

HIDALGO

¿Quién era Hidalgo? ¿de dónde venía? ¿en dónde había nacido? ¿qué hizo hasta el año de 1810?

¿Qué nos importa? Quédese el estéril trabajo de averiguar todos esos pormenores al historiador ó al biógrafo que pretendan enlazar la vida de un heroe con ese vulgar tejido de las cosas comunes.

Hidalgo es una ráfaga de luz en nuestra historia, y la luz no tiene más origen que Dios.

El rayo, antes de estallar, es nada; pero de esa nada brotó también el mundo.

Hidalgo no tiene más que esta descripción: Hidalgo era Hidalgo.

Nació para el mundo y para la historia la noche del 15 de Septiembre de 1810.

Pero en esa noche nació también un pueblo.

El hombre y el pueblo fueron gemelos: no más que el hombre debía dar su sangre para conservar la vida del pueblo.{53}

Y entonces el pueblo no preguntó al anciano sacerdote: ¿Quién eres? ¿de dónde vienes? ¿cuál es tu raza?

—«Sígueme»—gritó Hidalgo.

—«Guía»—contestó el pueblo.

El porvenir era negro como las sombras de la noche en un abismo.

Encendióse la antorcha, y su rojiza luz reflejó sobre un mar de bayonetas, y sobre ese mar de bayonetas flotaban el pendón de España y el estandarte del Santo Oficio.

Del otro lado estaba la libertad.

El hombre anciano y el pueblo niño no vacilaron.

Para atravesar aquel océano de peligros, al pueblo le bastaba tener fe y constancia; tarde ó temprano su triunfo era seguro.

El hombre necesitaba ser un héroe, casi un dios, su sacrificio era inevitable.

Sólo podía iniciar el pensamiento. En aquella empresa, la esperanza sólo era una temeridad.

Acometerla era el sublime suicidio del patriota.

El hombre que tal hizo merece tener altares—los griegos le hubieran colocado entre las constelaciones.

Por eso entre nosotros Hidalgo simboliza la gloria y la virtud.

La virtud ciñó su frente con la corona de plata de la vejez.{54}

La gloria le rodeó con su aureola de oro.

Entonces la eternidad le recibió en sus brazos.

*
* *

Hay proyectos inmensos, que por más que el hombre los madure al fuego de la meditación, siempre brotan informes.

Porque una inteligencia, una voluntad, un sólo corazón, no pueden desarrollar ese pensamiento.

Porque el iniciador arroja nada más el germen que debe fecundarse y brotar y florecer en el cerebro y en el corazón de un pueblo entero.

Porque aquel germen debe convertirse en un árbol gigantesco que necesita para vivir de la savia que sólo una nación entera puede darle.

Estas son las revoluciones.

Germen que se desprende, con la palabra, de la inteligencia del escogido.

Arbol que cubre con sus ramas á cien generaciones, cuyas raíces están en el pasado, cuya fronda crece siempre con el porvenir.

*
* *

México había olvidado ya, que en un tiempo había sido nación independiente; los hijos oían á sus padres hablar del rey de España, como rey de los padres de sus padres.{55}

El hábito de la obediencia era perfecto.

Dios había ungido á los reyes; ellos representaban al Altísimo sobre la tierra; el derecho divino era la base de diamante del trono; para llegar á las puertas del cielo era preciso llevar el título de lealtad en el vasallaje; los reyes no eran hombres, eran el eslabón entre Dios y los pueblos; atentar contra los reyes, era atentar contra Dios, por eso la majestad era sagrada.

La obediencia era, pues, una parte de la religión.

Pero la religión no se circunscribía entonces al consejo y á la amenaza; no eran las penas de la vida futura ni los goces del cielo el premio ó el castigo del pecador, no; entonces la Iglesia dejaba que Dios juzgase y castigase más allá de la tumba, pero ella tenía sobre la tierra sus tribunales.

El Santo Oficio velaba por la religión, y la obediencia al rey era parte de la religión.

Leyes, costumbres, religión, todo estaba en favor de los reyes.

¿Cómo romper de un sólo golpe aquella muralla de acero?

*
* *

La historia de la Independencia de México puede representarse con tres grandes figuras.{56}

Hidalgo, el héroe del arrojo y del valor.

Morelos, el genio militar y político.

Guerrero, el modelo de la constancia y la abnegación.

Quizá ningún hombre haya acometido una empresa más grande con menos elementos que Hidalgo.

¡Ser el primero! ¡ser el primero y en una empresa de tanta magnitud y de tanto peligro!

Cuando un hombre se reconcentra en sí mismo, y cuando medita en todo lo que quiere decir «ser el primero,» entonces es cuando comprende la suma de valor y de abnegación que han necesitado poseer los grandes «iniciadores» de las grandes ideas.

Entonces, al sentir ese desconsolante calosfrío del pavor, que nace, no más, ante la idea del peligro, entonces puede calcularse cuál sería este peligro, entonces se mide la grandeza del espíritu de los héroes.

Colón al pretender la unión de un nuevo mundo á la corona de España, tenía la fe de la ciencia y el apoyo de dos monarcas.—Hidalgo al querer la libertad de México, no contaba más que con la fe del patriotismo.

Colón buscó la gloria, Hidalgo el patíbulo; el uno fió su ventura á las encrespadas ondas de un mar desconocido; el otro se entregó á merced del proceloso mar, de un pueblo para él también desconocido.{57}

Hidalgo comprendió que la religión fulminaría los rayos del anatema contra su empresa; que el rey lanzaría sobre él sus batallones; que los ricos y los nobles se unirían en su contra; que los plebeyos, espantados, escandalizados, ignorantes, huirían de él; que el confesonario se tornaría en oficina de policía; que el clero y la inquisición no dormirían un solo instante; que la calumnia tronaría contra él en las tribunas, en los púlpitos y en las cátedras; todo lo comprendió, y sin embargo, en un rincón de Guanajuato, en el pueblo de Dolores proclamó la independencia.

*
* *

Dolores es, en la geografía, una pequeña ciudad del Estado de Guanajuato.

Dolores, en la historia, es la cuna de un pueblo.

El pedernal de donde brotó la chispa que debía encender la hoguera.

La roca herida por la vara del justo, de donde nació el torrente que ahogó á la tiranía.

Al pisar por la primera vez un mexicano aquella tierra de santos recuerdos para la patria, siente latir con más violencia su corazón.

Al llegar frente á la modesta casa que ocupaba el patriarca de la independencia; al penetrar en aquellas habitaciones; al encontrarse{58} en la estancia, que en solitarios paseos midió tantas veces el respetable anciano, se siente casi la necesidad de arrodillarse.

Instintivamente los hombres se descubren allí con veneración, y alzan el rostro como buscando el cielo, y las miradas se fijan en aquel techo, en cuyas humildes vigas tuvo mil veces clavados sus ojos el virtuoso sacerdote, mientras la idea de la esclavitud de su patria calcinaba su cerebro.

¡Cuántos días de congoja! ¡cuántas noches de insomnio! ¡cuántas horas de tribulación!

Aquellos muros guardaron el secreto del héroe, ahogaron los suspiros del hombre, se estremecieron con el grito del caudillo.

Aquella pobre casa, tan pequeña, podía contener en su recinto todo el ejército de Hidalgo en la noche del 15 de Septiembre de 1810. Y sin embargo, con sólo eso se iba á derribar un trono, á libertar un pueblo, á fundar una nación.

Hernán Cortés fué un gran capitán, porque con un puñado de valientes conquistó el imperio de Moctezuma.

Hidalgo, con un puñado también de valientes, proclamó la libertad de ese mismo imperio, por eso fué un héroe.

La superstición y la superioridad de las armas aseguraron el triunfo de Cortés.

El fanatismo y la superioridad de las armas anunciaron la derrota de Hidalgo.{59}

Pero uno y otro triunfaron; Cortés plantó el pendón de Carlos V en el palacio de Moctezuma.

Hidalgo murió en la lucha, pero sus soldados arrancaron ese pendón, y México fué libre.

*
* *

Hidalgo pasó como un meteoro, y se hundió en la tumba, pero el fulgor que esparció en su rápida carrera, no se extinguió.—Unas cuantas fechas bastan para recordar esa historia cuyos pormenores viven en la memoria de todos.

Hidalgo proclamó la independencia el 15 de Septiembre, el 28 del mismo mes entró vencedor en Guanajuato. Triunfó en las Cruces el 29 de Octubre, y en Aculco el 7 de Noviembre.

El 30 de Julio de 1811 moría en Chihuahua en un patíbulo.

Para hablar de Hidalgo, para escribir su biografía, sería preciso escribir la historia de la independencia.

Débiles para tamaña carga, apenas podemos dedicarle un pequeño homenaje de admiración y gratitud, y creeríamos ofender su memoria, si para honrarle quisiéramos recordar, si fué buen rector de un colegio ó si introdujo el cultivo de la morera.{60}

*
* *

Hidalgo es grande porque concibió un gran proyecto, porque acometió una empresa gigantesca, porque luchó contra el fanatismo religioso que apoyaba el supuesto derecho del rey de España, contra los hábitos coloniales arraigados con el transcurso de tres siglos, contra el poder de la metrópoli que podía poner millares de hombres sobre las armas.

Hidalgo es héroe porque comprendió que su empresa se realizaría, pero que él no vería nunca la tierra de promisión.

Hidalgo será siempre en nuestra historia una de las más hermosas figuras, y á medida que el tiempo nos vaya separando más y más de él, se irá destacando más luminosa sobre el cielo de nuestra patria, y para nosotros llegará un día un que su nombre sea una religión.

Vicente Riva Palacio.

{61}

ALLENDE

I

Un día, hace ya algunos años, caminaba yo por las montañas. Era la estación de primavera; los campos habían vestido su verde ropaje, las florecillas asomaban tímidas sus corolas por las grietas de las rocas. Las unas eran rojas como el pudor de la mujer á los diez y seis años, las otras moradas como la tristeza que se apodera del corazón en cierta época fatal de la vida, las otras amarillas color de oro como la alegría de la juventud. ¿Habéis visto los pajarillos volar de una roca á otra, colgarse después de una rama, recoger, batiendo las alas, el alimento que Dios derrama en las praderas para sus lindas criaturas? ¿Habéis visto al insecto dorado besar amoroso á las flores y sacar su néctar y llevarse su pólen......? Todo era fiesta y regocijo en la naturaleza. El cielo azul, el campo con los ruidos misteriosos de la naturaleza, el viento arrojando la delicia y la voluptuosidad con sus frescas alas en medio de los rayos{62} del sol, las montañas unas tras otras, altas, azules, majestuosas, dejando ver en sus eternas cimas los pinos viejos y añosos y los cedros tiernos y verdes; grandes y solitarias alamedas plantadas por la mano de la naturaleza.........

Repentinamente cambió todo este paisaje, y el camino, por una angosta vereda, me condujo á una de esas mesas interminables de la Sierra Madre, donde la vegetación es mezquina, donde las rocas asoman sus calvas cabezas y donde las aves pasan rápidas en parvadas, porque su vista no descubre ni árboles ni flores. El calor era cada vez más fuerte, los rayos del sol de medio día reflejaban sobre las superficies blancas y producían una especie de vértigo que entraba por los ojos y se respiraba en la atmósfera abrasada. Ni un árbol, ni un animal, ni siquiera una choza en aquella inmensa soledad que se perdía en el horizonte tembloroso y lleno de vapores, que no alcanzaba á percibir la vista: era el verdadero desierto de la Syria.

II

¡Qué encanto! ¡qué sorpresa, qué sensación tan inesperada y tan agradable! El desierto desaparece repentinamente, se trasforma, se hunde á mis pies, y allá en una profundidad diviso una cosa maravillosa. Es un jardín, y{63} dentro de ese jardín una ciudad con altas cúpulas resplandecientes, con casas encarnadas y blancas, con sus almenas feudales y sus balconerías, con calles como si fueran sembradas entre las peñas, y luego diviso los arroyos cristalinos que corren como cintas plateadas, siento la deliciosa humedad, sube hasta mi rostro el perfume de las flores, y se llenan mis pulmones de ese aire embalsamado y vivificante que emana de los mejores amigos del hombre, de los hermosos árboles que crió y cultiva con tanto primor la maravillosa mano del Grande y Excelso Jardinero del mundo.

Unos cuantos minutos más, y estoy ya dentro de San Miguel el Grande, dentro de esa ciudad donde todo es amable, donde todo es bello, donde son simpáticas hasta las pobres muchachuelas que con sus zagalejos encarnados atraviesan las calles, cargadas con su verdura, con sus aves ó con sus manojos de flores.

San Miguel el Grande es en el interior lo que es Jalapa en la costa del Golfo y lo que es Tepic en el mar del Sur. Ciudades que son al mismo tiempo aldeas, pueblos, haciendas, jardines, todo á la vez, y participan en ciertas ocasiones del bullicio y de la animación de la ciudad grande, otras de la apacible quietud del pueblo pequeño, y siempre del aroma y de la belleza de los jardines.{64}

San Miguel, además de su posición, de su hermosura y de su clima, es todo él un libro abierto, un monumento histórico, un almanaque de los sucesos de la Independencia. En Querétaro, en San Miguel y en Dolores nació y se desarrolló todo el drama sangriento cuyo prólogo terminó en los patíbulos de Chihuahua.

III

Allende fué el mosquetero de la revolución. Comenzó batiéndose con la espada y la pistola, y pocos días antes de morir todavía arrojó sus balas á la frente de los jefes españoles. Los historiadores que lo conocieron lo describen como un hombre alto, bien hecho, hermoso, fuerte, ágil en el manejo de las armas, guapo y airoso disparándose en su caballo contra los enemigos, resuelto y pronto en sus ataques, excelente militar para su época y hombre de previsión. No siempre se siguieron sus consejos y sus inspiraciones, y quizá por esto la guerra de Independencia no terminó en el primer período en que hizo el mismo empuje terrible que la pólvora que se prende encerrada en una mina.

La idea de la Independencia y de la Libertad aparece depositada en el cerebro de Allende mucho antes del año de 1810. ¿Fué el verdadero autor de la idea, ó el colaborador{65} de Hidalgo? Parece que lo primero es más probable; pero la gloria reflejó de una manera más intensa en el anciano de Dolores, mientras la muerte y la tumba fueron igualmente negras é inexorables para los dos.

Allende era hijo de ese pintoresco pueblo de San Miguel, de que he hablado, y su familia y su posición social, tan distinguidas que llegó á ser Capitán de dragones de la Reina. Sirvió en San Luis á las órdenes de Calleja, y después en el célebre cantón de las Villas.

En principios del año de 1810 ya se registran diversas historias y tradiciones que comprueban que Allende, en unión de otros oficiales de su cuerpo, habían pensado en la Independencia, y que de todo esto tenía conocimiento Hidalgo. La conjuración se descubre, el intendente Riaño, de Guanajuato, manda prender á todos los que según la denuncia estaban comprometidos; pero Allende intercepta por una rara casualidad la orden, manda ensillar sus caballos, y en medio de las sombras y saltando peñascos y barrancas, corre veloz como el viento, llega á las doce de la noche á Dolores, despierta á Hidalgo, hablan los dos un momento, se deciden á arrojarse á lo desconocido de las aventuras, á lo lúgubre y sangriento de la guerra; en una palabra, allí abren su sepulcro, labran su ataúd, al saludar á la libertad dicen adiós{66} á la vida, se despiden de la bella naturaleza, y dan con cuatro ó cinco miserables del pueblo el tremendo é histórico grito de Dolores, el 16 de Septiembre de 1810. Hé aquí la Independencia, historia sencilla, rápida, magnífica, sorprendente, inesperada como todas las grandes cosas.

IV

Comenzaron esta obra terrible media docena de hombres. Los mexicanos nunca han medido los acontecimientos, y una vez decididos, no han conocido tampoco ni la magnitud de las dificultades, ni han podido ya comprender ese triste fenómeno nervioso que se llama miedo. Se lanzan, se arrojan á una aventura, sin temor de estrellar su frente contra ese obstáculo de fierro que se llama lo imposible.

De Dolores marcharon Hidalgo y Allende á San Miguel el Grande. Lo primero que hicieron fué entrar á una iglesia y sacar el lábaro alderredor del cual había de reunirse el pueblo oprimido y desheredado. De San Miguel, la marcha fué á Celaya. Ya no eran seis los personajes, sino sesenta mil. En momentos habían aumentado en una progresión decimal asombrosa y nunca vista.

Hidalgo era el generalísimo. Allende era su segundo; pero estas distinciones poco importaban{67} entre masas que no podían tener organización. Eran masas, instrumentos, fuerzas depositadas durante siglos, y empujadas por el huracán de la guerra. En vez de seguir á la capital esta avalancha humana, retrocedió y se dirigió á Guanajuato.

En el curso de este libro hemos referido historias bien trágicas; pero la primera cosa verdaderamente terrible que se vió en Nueva España, fué el choque del pueblo desbordado contra la autoridad secular. Es lo mismo en la naturaleza: el río rompe el dique, el mar traga á las playas, el huracán arrebata los árboles, el volcán hunde las ciudades bajo sus lavas. La revolución arrebata á la autoridad y la destroza. Las fuerzas todas de la naturaleza se parecen. El orden físico tiene una hermandad, una alianza con el orden moral.

Los seis hombres, multiplicados, centuplicados, fueron á romper con sus pedazos de miembros, con sus cabezas erizadas por la rabia, con su sangre derramada por mil heridas, las fuertes murallas del castillo de Granaditas, colocado como un gigante fabuloso, como un cancerbero, á la entrada de ese Guanajuato que encerraba tanta plata, tanto oro, tanta pedrería acumulada por la paz y arrancada á las entrañas de la tierra durante tres siglos.

En la peregrinación á que nos referimos al{68} escribir este artículo, nuestros pasos fueron por todos los lugares donde había algún recuerdo. Recogidos dentro de nosotros mismos, un árbol, la casa de una hacienda, la barranca, la vereda ó la loma nos daban materia para pensar en todos aquellos acontecimientos trágicos y extraños que precedieron á nuestra existencia como nación independiente. Así, de rancho en hacienda, y de hacienda en pueblo llegamos á Guanajuato, y no volviendo de pronto la vista ni á las tahonas que molían el metal, ni á las minas profundas ni á los tejos de plata que caminaban á la Casa de Moneda, nos detuvimos delante del sangriento castillo de Granaditas. Con la historia en la mano y con muchos testigos á nuestro lado que nos contaban las cosas como si acabaran de pasar, escribimos entonces algunas líneas. No las podemos hoy ni variar ni escribir de otra manera. Las trasladamos aqui para que formen parte de esta gran colección, donde hemos resumido las misteriosas lecciones y las tristes enseñanzas de la suerte de los hombres y de los pueblos.

No olvidemos que estamos el 28 de Septiembre de 1810, delante de Guanajuato, en compañía de Hidalgo, de Allende, de Abasolo, Camargo, y de la multitud que seguía este movimiento terrible de la Independencia.{69}

V

«Luego que cundió la noticia de la llegada del ejército insurgente, la conmoción fué grande; aquellas calles angostas y pendientes de Guanajuato se llenaron de gente que corría en todas direcciones, se atropellaban y preguntaban, temerosos cuál sería la suerte de la población. Muchos españoles que calcularon que las cosas no habían de pasar muy bien, tomaron su resolución definitiva, y recogiendo parte de sus intereses y poniendo en seguridad el resto, se marcharon de la ciudad por los caminos no ocupados por las tropas insurgentes. Esta emigración produjo una consternación difícil de pintar; pero fué forzoso que quedaran los que no tenían posibilidad de huir, ó los que demasiado entusiasmados por la causa del rey creían en la victoria.

Por entonces el conflicto hubiera sido mucho mayor, si un hombre, sobreponiéndose al peligro, y aun á sus opiniones privadas é íntimas, no hubiera, con su actividad y sangre fría, asegurado medianamente á la ciudad. Este era el intendente Riaño, y del cual es forzoso hablar dos palabras. Riaño era uno de esos tipos raros, donde por una feliz concurrencia de circunstancias están reunidas las cualidades más brillantes, tanto físicas como{70} morales. Hombre de instrucción, de experiencia y de buen juicio, comprendía perfectamente que los pueblos, como las familias, es forzoso que, trascurriendo un número dado de años más ó menos corto, se emancipen y formen otra sociedad. Esta reproducción continua, esta indispensable formación es la que ha creado las naciones y ha dividido el mundo en pequeñas porciones. Así, pues, en el fondo de su conciencia no sólo opinaba por la causa de la Independencia, sino que calculaba que una vez encendido el fuego, sólo se apagaría con los escombros y las ruinas del gobierno colonial; más español y caballero, y leal ante todo, como esos soldados casi fabulosos é increíbles que seguían á Gonzalo de Córdoba, en los momentos de peligro acalló la voz de su corazón, y no escuchando más que el grito del deber, que como primer funcionario público, le obligaba á defender al gobierno, se preparó á una obstinada resistencia, calculando que el resultado no podía ser otro sino sucumbir. Así sucedió: Riaño trazó el plan para fortificar el fuerte de Granaditas, sin pensar que erigía su sepulcro. Siempre es un dolor que el destino reserve un fin trágico á esos hombres que, cualquiera que sea su creencia política, son un modelo de honor y de virtudes. Mas volvamos á nuestra narración.

Riaño, con una actividad increíble, mandó{71} abrir fosos en las calles, construir trincheras, animó á los moradores ya decaídos y abatidos, y puso sobre las armas cuanta fuerza le fué posible. Ejecutadas estas medidas, en las que empleó tres días y tres noches, sin dedicar ni una sola al descanso, pasó revista á sus tropas y aguardó más tranquilo los acontecimientos. Una circunstancia vino á alarmar al jefe y á los propietarios. Pensaron, y racionalmente, que la fuerza era muy corta para defender la ciudad, y que en este concepto las tropas insurgentes se derramarían por algunas calles, entregándose á la matanza y al saqueo. La cosa era urgente; así es que, después de un largo debate entre los personajes de más categoría y Riaño, se decidió que los caudales del gobierno y los de los particulares que quisieran, se encerrarían en el fuerte de Granaditas, y allí la defensa se haría con éxito. La medida no hubiera sido del todo mala, si Granaditas no se hallara dominado por el cerro del Cuarto y otros edificios; pero como ya no era posible más dilación, se adoptó la medida que va referida. Inmediatamente comenzó á trasportarse dinero, plata y oro en pasta, baúles de efectos preciosos, alhajas, ropa, y, en una palabra, cuanto tenían de más valor y estima los riquísimos comerciantes, mineros y propietarios de la ciudad. En los días 25 y 26 una cadena no interrumpida de cargadores estuvo entrando al fuerte{72} y depositando los tesoros en las salas más cómodas y seguras del edificio. Esta tarea concluída, ya que no había más tesoros que encerrar, se introdujo maíz y otros víveres, y los dueños, con sus armas y municiones, entraron en el edificio, cerraron con dobles cerrojos y con fuertes trancas las puertas, y esperaron al enemigo.

Este no se hizo aguardar. En cuanto al pueblo, no era difícil pensar lo que haría, tanto más cuanto que también tenía un caudillo esforzado que lo guiara. Este era un muchachillo de poco más de 21 años, pelo rubio, ojos azules y fisonomía inteligente y picaresca. Había sido peón en las minas, y después barretero; poseía, como toda esta gente ocupada en recios y peligrosos trabajos, un grado de valor y de audacia casi prodigiosos. Luego que el cura Hidalgo se aproximó á Guanajuato, el atrevido muchacho salió á reconocer la clase y número de gente de que se componía el ejército invasor, y con aquel instinto natural que muchas veces excede á los cálculos de la ciencia y de la política, pensó que el negocio iba á ser funesto á los guanajuatenses. En consecuencia, el muchacho se dirigió á Mellado, allí tomó una tea, y descendiendo rápidamente por aquellas lóbregas cavernas, comenzó á gritar «afuera, muchachos; ya tenemos independencia y libertad». Los barreteros no comprendían absolutamente{73} el sentido de estas palabras; mas el muchacho les añadió: «que una vez entrado el cura Hidalgo, como de facto entraría vencedor en Guanajuato, los tesoros encerrados en Granaditas serían del pueblo.» Desde aquel momento no hubo más que una voz: afuera, muchachos: á Granaditas. Aquellos hombres, ya preparados á la furia y á la matanza abandonaron sus trabajos, desoyeron la voz de los capataces y salieron de las minas vociferando palabras de muerte y de exterminio. Algunas bandadas de hombres se dirigieron al cerro del Cuarto, al de San Miguel y á diversas alturas, y otros se desparramaron por las calles de Guanajuato y cercanías de Granaditas, formando grupos silenciosos y afectando una especie de indiferencia fría y terrible. Riaño, que había contado con el auxilio de la plebe, miró con pavor estas masas de gentes que lo amenazaban con su silencio, y se convenció que no tenía ya que esperar más auxilio que el de Dios.

El 28 se presentaron como comisionados de Hidalgo el coronel Camargo y el teniente coronel Abasolo. En la trinchera de la calle de Belén fueron detenidos, y habiendo manifestado el primero que deseaba entrar al fuerte y hablar verbalmente á Riaño, se le vendaron los ojos y en esta forma se le condujo hasta la sala, donde reunida una especie de junta de guerra, se discutía lo que sería conveniente{74} resolver. Abasolo no quiso aguardar, y se retiró al campo insurgente.

—¿Estáis en disposición de hablar, señor coronel? dijo Riaño á Camargo con voz afable y serena; decid el objeto de vuestra comisión.

Camargo sacó un pliego cerrado, y sin contestar palabra lo entregó á Riaño; éste lo abrió, lo recorrió rápidamente con la vista, y luego, volviéndose á los que componían la junta les dijo:

—El cura Hidalgo me manifiesta que habiéndose pronunciado por la libertad, un numeroso pueblo lo sigue......

Un rumor sordo circuló entre los circunstantes: Riaño, que lo advirtió, prosiguió con calma:

—Hidalgo quiere evitar la efusión de sangre, y nos amonesta para que nos rindamos; garantizando nuestras vidas y propiedades: leed:

El oficio se leyó en voz alta por un individuo; un silencio profundo sucedió; ni el aleteo de una mosca se escuchaba, y si acaso sólo se oía el ténue ruido que provenía del latido del corazón de aquellos hombres cuyos rostros lívidos y descompuestos, cuyas miradas tristes y descarriadas anunciaban que estaban poseídos de espanto y de pavor.

Riaño, que notó estos sentimientos, continuó con voz tan tranquila y dulce como si estuviera en una conversación familiar:{75}

—Mi deber como magistrado me ha obligado á tomar algunas medidas de defensa; pero esto no quiere decir que Udes. deban sacrificarse á mis ideas, á mis caprichos. El ejército de Hidalgo puede ser muy numeroso; traerá sin duda artillería, y en este caso la resistencia es inútil, y pereceremos......

—Es verdad, dijeron dos ó tres voces.

—En ese caso vale más rendirse que no hacer una necia resistencia......

Hubo un silencio de algunos instantes, durante los cuales Riaño y Camargo cambiaron una mirada de alegría, hasta que una voz ronca y firme gritó:

—No, nada de capitulación, nada: vencer ó morir.

—Sí, vencer ó morir, clamaron también los demás, animándose súbitamente......

—¿Conque estáis decididos? preguntó Riaño tristemente......

—Sí, enteramente......

—Entonces, como español y como jefe, veréis que sé cumplir con mi deber. Una vez que sé vuestra opinión, no tendréis que quejaros de mí. Al decir esto sentóse en una mesa y escribió la contestación negativa, y levantándose la dió al coronel Camargo, sin que una sola facción de su rastro se alterara; sin que su voz perdiera ni su firmeza ni su dulzura, sin que una sola de sus miradas pudiese revelar lo que pasaba dentro de aquel{76} hombre que veía ya el sacrificio muy cercano.

—¿No habrá ya medio de allanar estas cosas mejor? dijo Camargo.

—Ninguno: esta gente no vuelve atrás, y yo no puedo tampoco hacerles más instancias: dirían que soy un cobarde. Camargo fué llamado á almorzar en compañía de Iriarte y de algunos otros españoles; cuando hubo concluido se dirigió á Riaño:

—Conque por fin.........

—Está ya dada la respuesta, le dijo Riaño; pero añadid á Hidalgo, que á pesar de la desgraciada posición en que nos encontramos, por la diferencia de nuestras opiniones, le agradezco en mi corazón su amistad, y acaso aceptaré más tarde su protección y asilo.

Camargo y Riaño se estrecharon la mano; después vendaron los ojos al primero y lo condujeron así hasta afuera de la trinchera.

—Ahora, dijo Riaño con voz de trueno y mirando que todos permanecían en la inacción, es menester defenderse; y pues no hay otro remedio, morir como buenos españoles. Inmediatamente dió sus disposiciones y formó á toda la tropa disciplinada en la plazoleta de la Alhóndiga; á los que tenían mejores armas los colocó en las troneras del edificio, y otra porción la destinó á la noria y azotea de la hacienda de Dolores que se comunicaba{77} con Granaditas y dominaba la calzada.

En cuanto al ejército insurgente, luego que llegó Camargo con la contestación negativa, un solo grito se dejó oír, y fué el de «mueran los gachupines,» y aquella masa enorme de hombres armados con picas, palos y machetes comenzó á moverse. Era una larga serpiente la que retorciéndose por los cerros y por el camino se dirigía a Granaditas. A la una del día ya la multitud había ocupado todas las alturas que dominan á Guanajuato, y los sitiados podían oír los gritos de furor que de vez en cuando lanzaban los enemigos, y ver las banderolas azules, amarillas y encarnadas formadas con mascadas, y que eran los estandartes á cuyo rededor se agrupaba todo el populacho. Los españoles de la hacienda de Dolores dispararon algunos tiros y mataron á tres indios. Esta sangre fué como la chispa que necesitaba esta inmensa cantidad de combustible. Un clamor tremendo se escuchó, que fué reproduciéndose desde las cercanías del fuerte hasta la vanguardia de los insurgentes, y una lluvia de piedras cayó inmediatamente sobre los sitiados.

El ejército se dividió en dos trozos: uno de ellos se dirigió al cerro del Cuarto y á las azoteas y alturas vecinas, y otro al cerro de San Miguel. Los grupos de barreteros que habían aguardado inmóviles y silenciosos el principio{78} de este sangriento festín, se levantaron como impulsados por una máquina, y corrieron á reunirse con los insurgentes y á hacer altísimas trincheras de piedras. Un trozo de caballería, se dirigió a las prisiones, puso á los criminales en libertad, y recorriendo las calles, rompiendo puertas y arrollando cuanto encontraba á su paso, volvió finalmente, aumentado con mucha plebe, al lugar del combate. A las dos de la tarde todo el pueblo de Guanajuato se había hecho insurgente: los únicos realistas eran los que estaban en la Alhóndiga. En cuanto á las gentes temerosas y pacíficas, se habían encerrado en sus casas, asegurando las puertas con los colchones y trastos, y esperaban, con la agonía en el corazón, el desenlace de este horrible drama.

Puede asegurarse que desde la conquista hasta hoy, el único movimiento verdaderamente popular que ha habido en México, es el de Guanajuato. Quiero que por un momento el lector se figure colocado en un punto dominante de Guanajuato, y trasladándose con la imaginación al momento en que estos sucesos pasaban, contemple aquellas masas enormes de gente, gritando furiosas, conmoviéndose agitadas como las olas de un mar tempestuoso, cayendo en un profundo y momentáneo silencio, para tronar después de la explosión de las armas de fuego que disparaban{79} los enemigos, como las nubes que con el contacto eléctrico revientan lanzando mil rayos........................................

En efecto, aquellas montañas se movían, aquellos edificios tenían voz, de aquellas profundas grutas salían aullidos horribles, aquellas calzadas parecían agitarse, levantarse y estrellarse contra el punto defendido por los españoles. Eran los elementos, eran las materias inertes las que se animaban; eran los peñascos los que pretendían lanzarse solos en el aire y caer sobre los enemigos. Cualquiera que á sangre fría hubiera visto estas escenas, habríase creído presa de un vértigo, al contemplar una visión que tenía mucho de sobrenatural y de fantástico...... A las dos de la tarde el ataque estaba en toda su fuerza: las descargas de piedras no cesaban y contínuamente se veía en el aire una nube de pequeños peñascos que caía en la azotea de Granaditas, como si los cerros hubieran estado haciendo una erupción. En cuanto á los sitiados, no recibían mucho daño físico, por estar á cubierto en las troneras y bardas. De tiempo en tiempo se suspendía instantáneamente la lucha, y sitiados y sitiadores guardaban un silencio profundo: un casco de fierro de azogue hendía los aires y caía sobre la multitud, que se apartaba, se postraba en tierra; después, cuando el frasco relleno de pólvora reventaba y hacía un estrago espantoso,{80} rompiendo el cráneo y los brazos y piernas de los desgraciados que estaban cerca, aquella masa infinita se oprimía, se lanzaba hasta las trincheras, arrojando alaridos de venganza. En estos momentos, los españoles, aterrorizados, no tenían fuerza ni para mover el gatillo de sus fusiles. A poco, el ruidoso estruendo de la fusilería, los gritos y algazara se aumentaban de una manera tal, que se oía en todo Guanajuato. Riaño, entretanto, con la serenidad y sangre fría que le caracterizaban, recorría los puntos de mayor peligro, animaba á los defensores del fuerte, y hacía escuchar su voz de trueno para dar sus disposiciones: su valor llegó al grado que, habiendo visto que un centinela había abandonado el puesto y dejado el fusil, lo tomó y comenzó á hacer fuego. Allí terminó la existencia de este leal español: una bala certera le atravesó la frente, y cayó moribundo y cubierto de sangre.

El cuerpo de Riaño fué conducido al interior del fuerte, y retirándose también la tropa situada en la plazoleta, cerraron la puerta y la atrincheraron cuanto fué posible. El hijo de Riaño estaba en el fuerte. Luego que vió el cuerpo de su padre desfigurado y cubierto de sangre, se arrojó á abrazarlo, lo regó con sus lágrimas y exhaló las más dolorosas quejas, y luego, acometido de un furor{81} inaudito, quiso esprimirse una pistola en el cráneo.

—¿Qué hacéis? le dijo uno: vale más que antes de morir venguéis á vuestro padre. Cerca están los enemigos; id, la sangre y la matanza calmarán vuestro dolor.

—Decís bien, decís bien, contestó soltando la arma: necesito sangre, necesito venganza. Al acabar estas palabras se dirigió á la azotea, desde donde continuamente arrojaba frascos de azogue llenos de pólvora.

El generalísimo Hidalgo miraba pasmado esta conmoción horrible del pueblo, en que todas las pasiones hervían, ardientes é imponentes en los corazones, y conocía que no podían concluirse estas escenas sino con la toma del fuerte; así, dirigiéndose al leperillo vivaracho de que se ha hablado al principio, le dijo:

—Sería bueno quemar la puerta de la Alhóndiga, Pípila.

—Ya se vé que sí, contestó el muchacho, dejando asomar una sonrisa en sus labios.

—Pues la patria necesita de tu valor.......

Pípila, sin contestar una palabra, tomó una gran losa, y poniéndola en sus espaldas cogió una tea en las manos, y así se fué acercando á la puerta. Los espectadores contuvieron el resuello, y todos los ojos se fijaron en el atrevido muchacho. En cuanto á los del fuerte, hicieron caer una lluvia de balas sobre{82} Pípila; pero todas se estrellaban en la losa, de suerte que llegó á la puerta y arrimó la tea.

En este momento una bandera blanca flotó en lo alto de las almenas, y varias voces gritaron: «se han rendido; paz, paz»; pero algunos de los que guarnecían la hacienda de Dolores, ignorando esto hicieron fuego. Entonces un grito terrible de «traición» se hizo oír, y los insurgentes se agolparon á la puerta, que ya incendiada, no tardó en arder y caer á pedazos.

Por en medio de las llamas y de los escombros se precipitó el pueblo con puñales y hachas en la mano, y derramándose por patios, escaleras y salones, comenzó á ejecutar una horrible matanza. Unos se defendían obstinadamente; otros, abrazados de las rodillas de algunos sacerdotes, pedían á Dios misericordia y sucumbían traspasados á puñaladas. Los que guarnecían la hacienda de Dolores, viendo que los enemigos habían destruído un puente de madera de la puerta falsa, se replegaron á la noria, y allí se defendieron desesperadamente; pero acosados y oprimidos por la multitud, tuvieron que sucumbir, arrojándose muchos en el pozo.

A las cinco de la tarde un río de sangre corría por las escaleras y patios de Granaditas, y uno que otro había escapado ocultándose debajo de los cadáveres. En cuanto á las riquezas{83} que había encerradas, fácil es concebir lo que sucedería con ellas. En una hora desapareció el inmenso caudal aglomerado durante muchos años por los propietarios de Guanajuato.

En la noche, toda esta multitud frenética se desbandó por las calles que recorría con teas y puñales en la mano, saqueando las casas, sacando de las tiendas los barriles de licores y entregándose á todo género de excesos.

Hidalgo y Allende tuvieron mucho trabajo para contener estos desórdenes con que se anunció la Independencia de México. Como si el pueblo en aquella vez hubiera tenido presentes los tiempos primeros de la conquista, la matanza de Santiago y el asesinato de Guatimoc, se vengaba de una manera inaudita.»

VI

Hidalgo y Allende, después de permanecer en Guanajuato algunos días, salieron para Valladolid y se posesionaron de la ciudad sin dificultad ninguna. Allí aumentaron y organizaron su tropa tanto como fué posible, y en el mes de Octubre todo ese grande ejército independiente, que en su mayor parte se componía de indígenas mal armados, se dirigió á la capital tomando el rumbo de Maravatío, la Jordana. Ixtlahuaca y Toluca.{84}

En México reinaba no sólo la consternación sino el terror. El virrey Venegas creyó en su última hora; pero haciendo un esfuerzo, logró reunir una división de tres mil hombres que puso al mando de D. Torcuato Trujillo, el que salió al encuentro de los insurgentes; pero su número sólo le agobiaba, y á medida que Hidalgo avanzaba, el jefe español retrocedía, hasta que en el monte de las Cruces tomó posiciones que la naturaleza hacía inexpugnables, y se resolvió á esperar.

Fué en esta célebre batalla donde Allende mostró todo su valor personal. Comenzó la acción por el encuentro y tiroteo de las caballerías, y á poco fué ya haciéndose general en toda la montaña. Las masas desorganizadas de indios, formando una algazara terrible, que recordaba los días de la conquista, se arrojaban sobre las tropas españolas, y eran destrozadas por la fusilería y la metralla. Las tropas de Trujillo eran pocas, como hemos dicho, pero disciplinadas, resueltas y bien situadas en alturas, y cubiertas con la misma fragosidad del terreno y con los árboles y malezas del bosque. Sin embargo de esto, se repetían las cargas confusas, y la muerte y la sangre no hacía más efecto sino irritar y hacer más tenaz á la raza indígena. Era, á poco más ó menos, el mismo ataque que sufría Cortés en los cuarteles de la ciudad de México en 1521. Es un hecho bien averiguado que{85} los indios de Hidalgo llegaban hasta las baterías españolas y pretendían tapar con sus sombreros de palma las bocas de los cañones.

Allende, al recorrer los puntos de más peligro, tratando, aunque en vano, de organizar el ataque y de reducirlo á las reglas de la táctica española, observó que los enemigos habían enmascarado unas piezas de artillería con unas ramas, de manera que las columnas que atacaban llegaban hasta cierta distancia, y allí eran desbaratadas por la metralla.

En el instante, sin calcular el peligro ni los obstáculos, dice á los que le rodean:

—«Es menester quitar esas piezas, y la batalla será nuestra: seguidme:»

Desata el lazo que llevaba en la grupa, pone las espuelas á su caballo, y seguido de algunos rancheros corre sobre aquel horno de fuego que cubría la verdura de los árboles.

Se oye una detonación que reproducen los ecos de las montañas, y el intrépido caballero y los que le seguían quedan envueltos en una nube rojiza de humo. ¡Todo se ha perdido!{86}

......................................

VII

«¡Viva México!» grita Allende que había escapado de la metralla; y de un salto llega á donde están las piezas, les tira el lazo, y lo mismo hacen los rancheros; amarran á la cabeza de la silla, ponen la espuela á los caballos y se llevan la artillería, dejando á los soldados españoles atónitos, con la mecha, el estopín y las balas en la mano.

La batalla se gana completamente; todos los oficiales y soldados españoles quedan tendidos en el campo, y Trujillo, merced á su caballo, se escapa y se presenta como una fantasma sangrienta á anunciar la catástrofe al virrey.

Allende da la orden de marchar inmediatamente á la capital; Hidalgo se opone, los dos caudillos se disgustan, y el ejército victorioso se retira en desorden, en las mismas puertas de México. Era necesario nueva sangre y nuevas victorias para que se consumara la obra y el sacrificio de los caudillos, para que quedase santificada con su propia sangre. Las naciones necesitan su bautismo antes de recibir su nombre social.

El ejército se retiró y fué á estrellarse en una desgracia, Aculco, y á desbaratarse en una fatalidad, Calderón.{87}

Los dos caudillos disgustados, porque la desgracia hace á los hombres injustos y enemigos, lucharon algunos días más. Allende fué todavía favorecido por la victoria derrotando en el Puerto del Carnero al comandante español; pero la desorganización había ya destruido la fuerza de los independientes. El huracán que comenzó á soplar en Dolores y se desató terrible en Guanajuato y las Cruces, comenzaba á perder su fuerza.

Los jefes resolvieron, con los restos del ejército y el dinero que pudieron reunir, marchar á los Estados Unidos, y allí disciplinar sus tropas, disponer la campaña y volver de nuevo á recoger seguros laureles, terminando la obra difícil que habían comenzado.

Lo que llamamos suerte, y que no son más que los acontecimientos negros y desconocidos que vienen de un caos profundo, dispuso las cosas de otra manera.

VIII

Hemos comenzado nuestra historia en el pequeño verjel de San Miguel, que después tomó el nombre de Allende, y vamos á terminarla al cabo de seis meses en un lugar triste, solitario y desierto. En Acatita de Baján.

Los independientes caminaban lentamente en dirección á la frontera del Norte. Llevaban{88} cerca de medio millón de pesos en dinero y plata labrada, recuas de mulas con equipajes, catorce coches, veinticuatro cañones y cosa de ochocientos hombres repartidos en una grande extensión de terreno, escoltando las cargas y los carruajes. Ningún antecedente tenían de que serían atacados, y antes creían que serían escoltados por tropas insurgentes hasta Monclova.

El capitán español, Ignacio Elizondo, con 450 hombres formó una emboscada con tan buen cálculo, que fueron sucesivamente cayendo en su poder cuantos componían la comitiva.

Allende, su hijo, Arias y Jiménez, iban en un coche. Fatigados con el calor y con el camino, medio dormitaban cuando escucharon un grito: Ríndanse al Rey. Allende, bravo y denodado, abrió la portezuela, saltó á tierra, amartilló su pistola é hizo fuego al oficial español que estaba más cerca. Su hijo lo siguió, y tras él Jiménez. Elizondo disparó su pistola sobre Allende y gritó «fuego» á la tropa que lo seguía: una nube de balas vino á romper los vidrios y las maderas del carruaje. El hijo de Allende cayó herido entre las ruedas, y Arias, que asomaba la cabeza, quedó fusilado en el mismo respaldo del carruaje; la tropa se echó encima con espada en mano, y los que quedaron vivos fueron maniatados y entregados á la rigurosa custodia de un oficial.{89} Así que Elizondo terminó la captura de toda la comitiva, se encaminó con ella á Monclova.

De este lugar se condujeron los presos á Chihuahua, y allí fueron juzgados y fusilados. Se cortaron las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, y conducidas á Guanajuato fueron colocadas en unas jaulas de fierro en los ángulos del sangriento castillo de Granaditas.

Manuel Payno.

{90}

EL PADRE MATAMOROS

I

En el Sur del rico y hermoso Estado de Michoacán, y al pie de un anfiteatro irregular, formado por las montañas, está situada la hacienda de Puruarán.

Allí la vegetación es espléndida: anchos y dilatados valles cubiertos de caña; gigantescas parotas, zirandas que nacen y crecen al lado de las palmeras y que enlazan en ellas sus nudosos troncos semejantes á los nervudos brazos de un gladiador, y que terminan por ahogarlas y levantarlas, desarraigándolas de la tierra; copados tamarindos entre cuyas ramas habitan numerosas tribus de aves canoras; voluptuosos plátanos cuyas hojas de raso ondulan crugiendo con el aura de la tarde, y entretejiéndose por todas partes las lianas, que forman caprichosos columpios, cubiertos de flores y de verdura.

Allí los arroyos cruzan entre alfombras de verdura, ó se desprenden sobre peñascos tapizados{91} de musgo, y cuando soplan las brisas, todo tiene un murmullo, un suspiro, un rumor, árboles, lianas, llores, arroyos, cascadas.

Y sobre este paisaje encantador un cielo purísimo, con ese azul sereno que cantan los poetas, y que los pintores fingen en sus cuadros de gloria.

El sol ardiente de la zona tórrida arroja sobre aquella exuberante naturaleza torrentes de fuego y de luz, y todo germina y todo se vivifica, y cada hoja cubre un insecto, y cada peña oculta un reptil, y cada rama guarda un nido, y cada gruta guarece un ser animado.

De aquellos bosques, durante el día sale un concierto, y cuando la noche tiende sus negras sombras, reina por un instante el silencio, y luego los cantores del día desaparecen, el bosque se ilumina de nuevo, ya no con la luz del sol, sino con la fantástica de millones de insertos luminosos que suben y bajan, y cruzan y giran en continuo movimiento, y entonces en aquella misma selva, nuevos cantores con distintas armonías, dulces como las del día, pero más melancólicas y misteriosas, levantan un himno.

Allí la naturaleza canta á Dios eternamente.

En medio de este paisaje está Puruarán, rica hacienda de caña.{92}

La entrada de la casa habitación y de las oficinas de la hacienda mira hacia el Norte.

Por el frente de la hacienda pasa el agua sobre un elevado acueducto sostenido por garbosos arcos.

Al pie del acueducto y á los lados de la casa, se miran las habitaciones de los trabajadores y dependientes, casi todas formadas de adobe con humildes techos de paja.

II

Era el 5 de Enero de 1814.

El ejército independiente, derrotado en las inmediaciones de Valladolid, se había retirado al Sur y estaba en la hacienda de Puruarán.

Aquel ejército que había dado tantas pruebas de valor y de heroicidad, que había recorrido triunfante por casi toda la Nueva España, estaba en aquellos momentos desmoralizado, falto de armas, de parque y casi sin esperanzas de resistir el inevitable empuje de las tropas realistas.

El ilustre Morelos, jefe de aquel ejército, fué obligado por los demás generales á retirarse de Puruarán, según dicen algunos historiadores, y los independientes quedaron allí á las órdenes del padre Matamoros.—Las tropas realistas emprendieron, como era natural, su{93} movimiento sobre los insurgentes, y el día 5 de Enero llegaron á Puruarán y atacaron.

La victoria no se hizo esperar, y los jefes realistas Llano é Iturbide se apoderaron de la casa de la hacienda y de las oficinas á donde se habían hecho fuertes los independientes.

Después del combate, los soldados del rey comenzaron á explorar los alrededores con el objeto de aprehender á los insurgentes que habían logrado salvarse; y en una de las pequeñas habitaciones de los sirvientes de la hacienda, fué hallado el jefe de los insurgentes, el general Matamoros, que encontrándose solo, á pie y rodeado de enemigos, había buscado allí un refugio.

Según se dice fué entregado por un oficial de los mismos suyos y hecho prisionero por el soldado Eusebio Rodríguez, al cual se le dió como premio de este servicio la cantidad de doscientos pesos.

Matamoros fué conducido inmediatamente á Valladolid.

III

Don Mariano Matamoros, en el año de 1810, cuando Hidalgo proclamó la independencia de México, era cura de Jantetelco.

En 1811 se presentó al Sr. Morelos en Izúcar, y desde esa fecha militó á su lado hasta la desgraciada batalla de Puruarán.{94}

Matamoros es llamado por la mayor parte de los historiadores «el más valiente de los insurgentes.»

En el famoso sitio de Cuautla, Matamoros, por orden de Morelos, se puso al frente de una fuerza de caballería y logró romper las líneas enemigas.

Matamoros se inmortalizó con la célebre batalla de San Agustín del Palmar, en cuya acción no sólo dió muestras de su valor y genio militar, sino que además probó, como él mismo lo dice en su parte al Sr. Morelos, que los independientes no se habían lanzado á la guerra con el objeto de robar.

El convoy custodiado por las tropas españolas derrotadas en el Palmar, fué respetado, y todo el comercio de la Nueva-España pudo decir entonces que los «insurgentes» eran soldados disciplinados, y no hordas de bandidos, como les llamaba Calleja.

Al hablar Matamoros de esta acción, dice:

«La batalla fué dada á campo raso para desimpresionar al conde de Castro-Terreño, de que las armas americanas se sostienen, no sólo en los cerros y emboscadas, sino también en las llanuras y á campo descubierto.»

Constantemente estaba Matamoros organizando tropas, á la cabeza de las cuales tenía á cada paso que batirse, y sin duda, á no ser por la desastrosa expedición á Valladolid,{95} Matamoros hubiera libertado completamente todo el territorio que hoy comprenden los Estados de Puebla, Oaxaca y Veracruz.

Pero Dios lo había dispuesto de otro modo.

IV

El día 3 de Febrero de 1814, en la plaza de Valladolid, iba á ser fusilado un hombre.

Era éste de «pequeña estatura, delgado, rubio, de ojos azules,» y su rostro conservaba las huellas de las viruelas.

Marchando con ademán resuelto colocóse al frente de los soldados; se escuchó luego una descarga;—aquel hombre había dejado de existir.

Matamoros había muerto en el patíbulo; la causa de la Independencia perdía uno de sus más nobles caudillos.

El Sr. Morelos, según su propia expresión, «perdía su brazo derecho.»

México libre, declaró á Matamoros benemérito de la patria, y sus restos mortales se guardaron en la catedral de esta ciudad.

Vicente Riva Palacio.

{96}

MORELOS

I

EL VIAJERO

Era uno de los primeros días del mes de Octubre de 1810. El sol descendía lentamente en el horizonte, y sus rayos ardientes bañaban el bosque de ciruelos, entre el cual se levantan el humilde templo y las pobres y dispersas casitas que forman el pequeño pueblo de Nucupétaro.

Nucupétaro está situado en el Sur del Estado de Michoacán, en medio de esa inmensa cadena de montañas que no termina sino hasta las costas del Pacífico.

El pueblo está en medio de un bosque de árboles de ciruela; pero allí el calor excesivo hace á la tierra árida y triste, un sol abrasador seca las plantas, y apenas unos cuantos días, cuando las lluvias caen á torrentes, los campos se visten de verdura, y los árboles se cubren de hojas; después, los árboles no son{97} sino esqueletos, y las llanuras y los montes presentan un aspecto tristísimo.

En Octubre, pues, la naturaleza no se ostentaba allí con sus encantos, un viento abrasador levantaba en las cañadas nubecillas de polvo, y el cielo, sin una sola nube, parecía velarse con una gasa que daba á su fondo azulado un tinte melancólico.

Delante de una de las casitas del pueblo, y á la sombra de un cobertizo de palma, se mecía indolentemente un hombre sentado en una hamaca.

Aquel hombre parecía estar en todo el vigor de su juventud; era de una estatura menos que mediana, pero lleno de carnes; moreno, sus negras y pobladas cejas tenían un fruncimiento tenaz, como indicando que aquel hombre tenía profundas y continuas meditaciones, y en sus ojos obscuros brillaba el rayo de la inteligencia.

El vestido de aquel hombre, de lienzo blanco, era semejante al que usaban los labradores de aquellos rumbos: un ancho calzón y una campana, que es una especie de blusa.

Tenía entre las manos un libro, y sin embargo no leía, meditaba, porque su mirada vaga se perdía en el espacio.

De repente le sacó de su distracción el ruido de una cabalgadura; volvió el rostro; y casi al mismo tiempo se detuvo cerca de allí{98} un anciano que llegaba caballero en una magnífica mula prieta.

—Buenas tardes dé Dios á su merced, señor cura—dijo el recién llegado.

—Muy buenas tardes—contestó el de la hamaca levantándose y dirigiéndose al encuentro de su interlocutor.—¿Qué viento nos trae por aquí al señor Don Rafaél Guedea?

—Aquí vengo de dar una vuelta por Tacámbaro, y á ver si me da posada esta noche su merced.

—Con todo mi gusto—contestó el cura.—Mándese vd. apear.

—Vaya, Dios se lo pague al señor cura Morelos.

Don Rafael entregó su mula á los criados que le acompañaban, se quitó las espuelas y el paño de sol, y abrazando al cura con grande efusión, se entró á sentar con él debajo del cobertizo.

II

GRANDES NOTICIAS

—¿Y qué deja de nuevo mi señor Don Rafael por esos mundos?—preguntó el cura.

—¡Cómo!—exclamó el otro—¿pues aun no sabe su merced las novedades?

—No. ¿Hay algo de nuevo?

—Y mucho, y muy grave.{99}

—Cuénteme vd., cuénteme vd.

—Pues ¿recuerda su merced al señor bachiller D. Miguel Hidalgo, que estaba en Valladolid en el colegio de......

—Sí, sí, y mucho; ¿le ha sucedido algo?

—¡Pues no digo nada! está su merced para saber, que se ha levantado.

—¿Levantado?

—Levantado contra el virrey y contra los gachupines.

—Pero ¿es cierto? ¿es cosa de importancia?—preguntó Morelos pudiendo contener apenas su emoción.

—Tan cierto, que toda la gente de tierra fría anda ya revuelta; no se dice más, ni se habla de otra cosa, sino del señor Hidalgo, que quiere libertar á la América, y que tan grave es el negocio, que el 16 de Septiembre amaneció ya levantado el señor cura que era de Dolores, y el día 28 había tomado ya Guanajuato, que dicen que hubo mucha mortandad, y que estará ya muy cerca de Valladolid: cuentan, y es seguro, que trae muchísima tropa, y los gachupines están huyendo y cerrando los comercios y dejando sus haciendas; en fin, no sé cómo vuestra merced no sabe nada, porque la novedad es muy grande, y el señor Hidalgo tiene por todas partes muchos que lo aclaman y lo requieren.

Morelos había seguido la narración de su amigo sin perder una sola palabra; sus ojos{100} se abrían desmesuradamente, su rostro se coloreaba, el sudor inundaba su frente, y su pecho se agitaba como si estuviera fatigado por una lucha.

Por fin, cuando Guedea terminó su relación, Morelos no pudo ya contenerse; levantóse trémulo, dejó caer el libro que tenía en las manos, y alzando los brazos y los ojos al cielo, exclamó con un acento profundamente conmovido, mientras dos gruesas lágrimas rodaban por sus tostadas mejillas.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡bendito sea tu nombre!

Después, dejándose caer en la hamaca, apoyó su rostro sobre las palmas de las manos, y parecía que sollozaba en silencio.

Don Rafael Guedea, enternecido también, contemplaba respetuosamente á Morelos, sin atreverse á dirigirle una sola palabra.

Sin duda el viejo hacendado comprendía el choque terrible que debía haber sufrido aquel gran corazón al saber que ya tenía una patria por la que podía sacrificarse.

Morelos se había sentido mexicano por la primera vez; el paria, el esclavo, el colono, escuchaba el grito de Independencia.

Aquel placer era capaz de causar la muerte.{101}

III

EL GUERRILLERO

Pocos días después de esta conversación, Hidalgo con el ejército independiente, salía de Charo (inmediaciones de Valladolid) para dar la célebre batalla de las Cruces, y al mismo tiempo, aunque con opuesta dirección se desprendía de allí Don José María Morelos.

Morelos iba á emprender la campaña por el Sur, y por todo elemento para acometer tan aventurada empresa, el Sr. Hidalgo había dado al cura de Carácuaro un papel con la siguiente orden firmada también por Allende:

«Por el presente comisiono en toda forma á mi lugarteniente el bachiller Don José María Morelos, cura de Carácuaro, para que en las costas del Sur levante tropas, procediendo con arreglo á las instrucciones verbales que le he comunicado.»

En manos de un hombre vulgar aquella autorización quizá no hubiera servido ni para levantar una guerrilla; pero Morelos era un genio.

Sobre aquellas cuantas líneas trazadas en un papel, Morelos iba á fundar una reputación gigantesca; aquella orden era para él la{102} vara mágica con la que iba á levantar ejércitos, á fundir cañones, á dar batallas, á tomar plazas, á formidar por fin á los virreyes y al monarca español.

Durante el camino hasta llegar á su curato, Morelos marchó solo, pero su imaginación le presentaba por donde quiera divisiones en marcha, batallones en movimiento, cargas de caballería, asaltos, combates, escaramuzas, todo el cuadro, en fin, de la terrible campaña que iba á emprender.

Morelos llegó á Carácuaro, y allí reunió 25 hombres mal armados, y comenzó su carrera militar.

Conforme á las instrucciones del Sr. Hidalgo, se dirigió á las costas del Sur.

Saliendo de Carácuaro, llegó á Choromuco, pasó el gran río de Zacatula por las balsas, llegó á Coahuayutla, tomó el camino de Acapulco, siguiendo desde allí toda la costa.

Por último, dos meses después de haberse puesto en campaña con 25 hombres, Morelos contaba ya con 2,000 infantes, gran número de jinetes, cinco cañones y considerable cantidad de pertrechos de guerra.

Casi todo el armamento y todo el parque habían sido quitados al enemigo.{103}

IV

EL CAUDILLO

Desde esa época Morelos fué el caudillo prominente en la guerra de Independencia.

Vencedor unas veces, vencido otras, pero siempre constante, valeroso, inteligente, el humilde cura de Carácuaro era un héroe.

Por todas partes se hacía sentir su poderoso influjo; por todas partes, á su nombre, se levantaban partidas, y se organizaban tropas, y se daban combates.

Y no se contentaba sólo con defender su causa por medio de las armas, sino que sostenía constantemente difíciles polémicas con los curas y las principales personas del clero, que valiéndose de la religión, pretendían apartar al señor Morelos del camino que se había trazado.

La historia de las campañas del héroe, es la historia de todas las poblaciones, de todos los bosques, de todas las llanuras del Sur de nuestra patria, y sus recuerdos viven imperecederos en todos esos lugares.

Pero el apogeo de la gloria de aquel grande hombre está en el sitio de Cuautla.

Reducido Morelos á defenderse en esa ciudad, que hoy lleva con orgullo el nombre del{104} ilustre caudillo, dió pruebas de la grandeza de su genio.

Una ciudad pequeña en una llanura, abierta por todos lados, con unas fortificaciones hechas de prisa y sumamente ligeras: ésta era su posición.

Un ejército bisoño, casi desnudo, con malas armas, con pocas municiones, y constando de un reducido número: éstos eran sus elementos de defensa.

Félix María Calleja, el vencedor de Aculco, de Guanajuato y de Calderón, seguido de un numeroso ejército bien armado, perfectamente disciplinado, orgulloso con sus victorias, provisto de abundantes víveres y municiones, y constantemente reforzado: esto representaba el ataque.

Y sin embargo Morelos resistió sesenta y dos días y aquel sitio mereció con razón el renombre de famoso.

Viéronse allí episodios de valor inauditos para impedir que los sitiadores cortaran el agua; los sitiados hicieron prodigios, y vivieron los que custodiaban la toma, bajo una constante lluvia de proyectiles.

Por fin la situación se hizo desesperada; el hambre obligó á los insurgentes á tomar una resolución extrema, y la noche del 2 de Mayo de 1812, el señor Morelos salió de la plaza, atravesó con su pequeño ejército la línea de circunvalación, abriéndose paso á viva{105} fuerza, y aunque sufriendo grandes pérdidas, y libre ya de aquel peligro, volvió á ser el alma inteligente y guerrera de la lucha de Independencia.

V

EL MARTIR

La suerte abandonó por fin á Morelos, y en la acción de Tesmalaca (5 de Noviembre de 1815) cayó prisionero en manos del general español Concha.—El martirio debía coronar aquella vida llena de gloria, y Morelos marchó al patíbulo lleno de valor.

La inquisición, el clero, el virrey, la audiencia, todos quisieron tener parte en el sacrificio, todos quisieron herir á su víctima, todos hicieron gala de su crueldad con aquel hombre que los había hecho temblar, y á cuyo solo recuerdo palidecían.

Semejantes á una jauría hambrienta que se arroja ladrando y furiosa sobre un león herido, así aquellos hombres organizaron su justicia contra el pobre prisionero de Tesmalaca.

La inquisición le declaró hereje, el clero le degradó del carácter sacerdotal, la audiencia le condenó por traidor al rey, y el virrey se encargó de la ejecución.

Y el hereje, el traidor, el mal sacerdote, el ajusticiado, era sin embargo un héroe, un{106} caudillo en la más santa y más noble de las luchas; era, en fin, el hombre más extraordinario que produjo la guerra de independencia en México.

Morelos fué fusilado en San Cristóbal Ecatepec, el 22 de Diciembre de 1815.

Cuando la sangre de aquel noble mártir regó la tierra, cuando su cuerpo acribillado por las balas dejó escapar el grande espíritu que durante cincuenta años le había animado, entonces pasó una cosa extraña que la ciencia aún no explica satisfactoriamente.

Las aguas del lago, tan puras y tan serenas siempre, comenzaron á encresparse y á crecer, y sin que el huracán cruzase sobre ellas, y sin que la tormenta cubriera con sus pardas alas el cielo, aquellas aguas se levantaron y cubrieron las playas por el lado de San Cristóbal, y avanzaron y avanzaron hasta llegar al lugar del suplicio.

Lavaron la sangre del mártir y volvieron majestuosamente á su antiguo curso.

Ni antes ni después se ha observado semejante fenómeno. ¡Allí estaba la mano de Dios!

Vicente Riva Palacio.

{107}

ITURBIDE

El Apoteosis

I

Llegó por fin el día de la libertad de México. Once años de lucha, un mar de sangre, un océano de lágrimas.—Esto era lo que había tenido que atravesar el pueblo para llegar desde el 16 de Septiembre de 1810 hasta el 27 de Septiembre de 1821.—16 y 27 de Septiembre, 1810 y 1821. He aquí los dos broches de diamante que cierran ese libro de la historia en que se escribió la sublime epopeya de la independencia de México.

Y cuánto patriotismo, cuánto valor, cuánta abnegación habían necesitado los que dieron su sangre para que se inscribieran con ella sus nombres en ese gran libro!

Pero el día llegó; puro y transparente el cielo, radiante y esplendoroso el sol, dulce y perfumado el ambiente.

Aquel era el día que alumbraba después de una noche de trescientos años.{108}

Aquella era la redención de un pueblo que había dormido en el sepulcro tres siglos.

Por eso el pueblo se embriagaba con su alegría, por eso la ciudad de México estaba conmovida.

¿Quién no comprende lo que siente un pueblo en el supremo día en que recobra su independencia? Pero, ¿quién sería capaz de pintar ese goce purísimo, cuando se olvidan todas las penas del pasado y no se mira sino luz en el porvenir; cuando todos se sienten hermanos; cuando hasta la naturaleza misma parece tomar parte en la gran fiesta?

México se engalanó como la joven que espera á su amado.

Vistosas y magníficas colgaduras y cortinajes ondeaban al impulso del fresco viento de la mañana, en los balcones, en las ventanas, en las puertas, en las cornisas, en las torres. Cada uno había procurado ostentar en aquel día lo más rico, lo más bello que tenía en su casa.

Sus calles parecían inmensos salones de baile: flores, espejos, cuadros, vajillas, oro, plata, seda, cristal, todo estaba en la calle, todo lucía, todo brillaba, todo venía á dar testimonio del placer y de la ventura de los habitantes de México.

Y por todas partes, cintas, moños, lazos, cortinas con los colores de la bandera nacional, de esa bandera que enarbolada por Guerrero{109} y por Iturbide en el rincón de una montaña, debía en pocos meses pasearse triunfante por toda la nación, y flamear con orgullo sobre el palacio de los virreyes de Nueva España.

Aquellos tres colores simbolizaban: un pasado de gloria, el rojo; un presente de felicidad, el blanco, y un porvenir lleno de esperanzas, el verde; y en medio de ellos el águila triunfante hendiendo el aire.

Y entre aquella inmensa multitud que llenaba las calles y las plazas, que se apiñaba en los balcones y ventanas, que coronaba las azoteas, que escalaba las torres y las cúpulas de las iglesias, ansiosa de contemplar la entrada del ejército libertador, no había quizá una sola persona que no llevase con orgullo la escarapela tricolor.

II

El sol avanzaba lentamente; y llena de impaciencia esperaba la muchedumbre el momento de la entrada del ejército trigarante.

Por fin, un grito de alegría se escuchó en la garita de Belén, y aquel grito, repetido por más de cien mil voces, anunció hasta los barrios más lejanos que las huestes de la independencia pisaban ya la ciudad conquistada por Hernán Cortés el 13 de Agosto de 1521.{110}

1521, 1821. ¡Trescientos años de dominación y de esclavitud!

A la cabeza del ejército libertador marchaba un hombre, que era en aquellos momentos objeto de las más entusiastas y ardientes ovaciones.

Aquel hombre era el libertador D. Agustín Iturbide.

Iturbide tenía una arrogante figura, elevada talla, frente despejada, serena y espaciosa, ojos azules de mirar penetrante, regía con diestra mano un soberbio caballo prieto que se encabritaba con orgullo bajo el peso de su noble jinete, y que llevaba ricos jaeces y montura guarnecidos de oro y de diamantes.

El traje de Iturbide era por demás modesto: botas de montar, calzón de paño blanco, chaleco cerrado del mismo paño, una casaca redonda de color de avellana y un sombrero montado con tres bellas plumas con los colores de la bandera nacional.

Al descubrir al libertador, el pueblo sintió como una embriaguez de placer y de entusiasmo, los gritos de aquel pueblo atronaban el aire, y se mezclaban en gigantesco concierto con los ecos de las músicas, con los repiques de las campanas de los templos, con el estallido de los cohetes y con el ronco bramido de los cañones.

Iturbide atravesaba por el centro de la ciudad para llegar hasta el palacio; su caballo{111} pisaba sobre una espesa alfombra de rosas, y una verdadera lluvia de coronas, de ramos y de flores caía sobre su cabeza y sobre las de sus soldados.

Las señoras desde los balcones regaban el camino de aquel ejército con perfumes, y arrojaban hasta sus pañuelos y sus joyas, los padres y las madres levantaban en sus brazos á los niños y les mostraban al libertador, y lágrimas de placer y de entusiasmo corrían por todas las mejillas.

Las más elegantes damas, las jóvenes más bellas y más circunspectas se arrojaban á coronar á los soldados rasos y á abrazarlos; los hombres, aunque no se hubieran visto jamás, aunque fueran enemigos, se encontraban en la calle y se abrazaban y lloraban.

Aquella era una locura, pero una locura sublime, conmovedora; aquel era un vértigo, pero era el santo vértigo del patriotismo.

Por eso será eterno entre los mexicanos el recuerdo del 27 de Septiembre de 1821, y no habrá uno solo de los que tuvieron la dicha de presenciar esa memorable escena, que no sienta que se anuda su garganta y que sus ojos se llenan de lágrimas al escuchar esta pálida descripción, hija de las tradiciones de nuestros padres y nacida sólo al fuego del amor de la patria.

Aquel fué el apoteosis del libertador Iturbide.{112}

PADILLA

I

Era la tarde del 15 de Julio de 1824.

Frente á la barra de Santander (Estado de Tamaulipas), se balanceaba pesadamente el bergantín «Spring,» anclado allí desde la víspera.

La tarde estaba serena, apenas una ligera brisa pasaba susurrando entre la arboladura del buque, las olas se alejaban mansas hasta reventar á lo lejos en la playa, y los tumbos sordos de la mar llegaban casi perdiéndose hasta la embarcación.

Las gaviotas describían en el aire caprichosos círculos, anunciando con sus gritos destemplados la llegada de la noche, y se miraban de cuando en cuando bandadas de aves marinas que volaban hacia la tierra, buscando las rocas para refugiarse.

Melancólica es la hora del crepúsculo en el mar cuando el sol se oculta del lado de la tierra; tristísimo es contemplar esa hora desde un buque anclado.

Sobre la cubierta del bergantín había un hombre que tenía fija la mirada en la playa.

Mucho tiempo hacía que permanecía inmóvil en la misma postura. Esperaba y meditaba.{113}

Y esperaba con paciencia, porque no se contraía uno sólo de los músculos de su fisonomía, y meditaba profundamente, porque nada parecía distraerle.

La noche comenzó á tender su manto y aquel hombre no se movía.

Por fin, los contornos de la tierra desaparecieron entre la obscuridad, las estrellas brillaron en el negro fondo de los cielos, y asomaron sobre las inquietas olas esos relámpagos de luz fosfórica, que son como las fugitivas constelaciones de esa inmensidad que se llama el Océano.

El hombre del bergantín no veía pero escuchaba, y repentinamente se irguió.

Era que en medio del silencio de la noche había apercibido el acompasado golpeo de unos remos.

Aquel rumor era á cada momento más y más distinto; sin duda alguna se acercaba al bergantín una lancha.

—¿Jorge, eres tú?—dijo el hombre del bergantín á uno de los remeros cuando la pequeña embarcación llegó.

—Sí, señor—contestó una voz desde la lancha.

—¿Y Beneski?

—Espera aquí—contestó otra voz.

El hombre saltó resueltamente á la escala, y con una firmeza que hubiera envidiado un{114} marinero, descendió por ella y llegó á bordo de la lancha.

—¡A tierra!—exclamó sentándose en el banco de popa.

Los bogas no contestaron, sonó el golpe de los remos en la agua, y la lancha, obedeciendo á un vigoroso y repentino impulso, se deslizó sobre las aguas, ligera como una ave que hiende los aires.

II

Al día siguiente, cerca ya de Soto la Marina, caminaba una tropa de caballería, en medio de la cual podía distinguirse al mismo hombre que el día anterior había desembarcado del bergantín.

Al lado de aquel hombre marchaba otro que parecía ser el jefe de la fuerza.

Los dos caminaban en silencio, los dos parecían hondamente preocupados y poco dispuestos á emprender una conversación.

Por fin, el hombre del bergantín rompió el silencio, y acercando su caballo al de su acompañante, le dijo con una voz firme:

—Señor General Garza, supuesto que soy su prisionero de vd., ¿no podría decirme la suerte que se me espera?

Garza levantó los ojos, le miró por un momento, y con acento casi lúgubre contestó:

—La muerte.{115}

El prisionero no palideció siquiera, pero tampoco volvió á desplegar sus labios; poco después llegaron á Soto la Marina.

En la misma noche toda aquella población sabía que á la mañana siguiente sería pasado por las armas el destronado emperador de México D. Agustín Iturbide, hecho prisionero al desembarcar en la barra de Santander, por el general D. Felipe de la Garza.

Los historiadores no están conformes en el modo con que fué aprehendido D. Agustín de Iturbide.

Algunos de sus biógrafos, más apasionados de la memoria del desgraciado emperador que de la verdad, afirman que Iturbide llegó á las playas mexicanas ignorando el decreto de proscripción fulminado contra él en la República, y agregan que desembarcó disfrazado, fingiéndose colono, en compañía de Beneski; pero que fué reconocido por el modo expedito y airoso que tenía de montar á caballo.

Todas estas dudas se disipan y todas esas relaciones se desmienten con sólo trascribir el principio de una carta que en el momento casi de desembarcar escribía Iturbide á su corresponsal en Londres D. Mateo Flétcher, y que inserta D. Carlos Bustamante en su apéndice á los Tres siglos de México.{116}

“A bordo del bergantín “Spring”
frente á la barra de Santander, 15
de Julio de 1824.

«Mi apreciable amigo:

«Hoy voy á tierra, acompañado solo de Beneski, á tener una conferencia con el general que manda esta provincia, esperando que sus disposiciones sean favorables á mí, en virtud de que las tiene muy buenas en beneficio de mi patria...... Sin embargo, indican no estar la opinión en el punto en que me figuraba, y no será difícil que se presente grande oposición, y aún ocurran desgracias. Si entre estas ocurriere mi fallecimiento, mi mujer entrará con vd. en contestaciones sobre nuestras cuentas y negocios, etc.»

Y esta carta está firmada:—«Agustín de Iturbide.»

Toda la versión, pues, sobre el incógnito de Iturbide, no pasa de ser una novela.

III

Amaneció el día 17, y se notificó á Iturbide que dentro de pocas horas debía morir.

Su muerte estaba decretada por Garza, que se fundaba para dar esta determinación en la ley que proscribía á Iturbide para siempre de la República.{117}

Notificóse al preso la sentencia, y la escuchó sin inmutarse; pidió que viniera, para auxiliarle en el último trance, su capellán que había quedado en el buque, y envió á Garza un manifiesto que había escrito para la nación.

La serenidad de Iturbide y la lectura del manifiesto conmovieron sin duda al general, porque mandó suspender la ejecución y se puso en marcha para Padilla, en donde estaba reunido el congreso del Estado, llevando consigo al prisionero y tratándole con tantas consideraciones como si él fuera mandando en jefe.

Llegaron por fin á Padilla, y el congreso determinó que sin excusa ni pretexto fuese pasado por las armas. En vano Garza, que asistió á la sesión, procuró probar, convertido entonces en defensor de Iturbide, que el decreto de proscripción no alcanzaba á tanto, que Iturbide daba pruebas de sus intenciones pacíficas, trayendo consigo á su esposa y á sus pequeños hijos. El congreso se mantuvo inflexible, y Garza fué encargado de ejecutar la sentencia dentro de un breve término.

Volvió entonces á notificarse á Iturbide que podía contar con tres horas para arreglar sus negocios, después de los cuales debía morir.

Iturbide se preparó á morir como cristiano y se confesó con el presidente del congreso{118} que era un eclesiástico, y que había salvado su voto cuando se trató de la muerte del prisionero.

Las seis de la tarde del día 19 fué la hora señalada para ejecutar la sentencia.—Iturbide salió de la prisión sereno y firme, y deteniéndose al encontrarse en el campo exclamó:

—Daré al mundo la última vista.

Después pidió agua, que apenas tocó con los labios, y se vendó él mismo los ojos.

Se trató entonces de atarle los brazos; resistióse al principio, pero después se resignó con humildad.

Detúvose allí, caminó cosa de setenta ú ochenta pasos y llegó al lugar del suplicio, repartió el dinero que llevaba en los bolsillos entre los soldados, y entregó su reloj, un rosario y una carta para su familia al eclesiástico que le acompañaba.

En seguida, con firme acento habló á la tropa, rezó en voz alta algunas oraciones y besó fervorosamente un crucifijo.

En ese momento el jefe hizo la señal de fuego y se escuchó el ruido de la descarga.

Cuando se disipó el humo de la pólvora, D. Agustín de Iturbide no era ya más que un cadáver cubierto de sangre.{119}

IV

Iturbide libertador de México, Iturbide emperador, Iturbide ídolo y adoración un día de los mexicanos, expiró en un patíbulo, y en medio del más desconsolador abandono.

Los partidos políticos se han pretendido culpar mútuamente de su muerte. Ninguno de ellos ha querido hasta ahora reportar esa inmensa responsabilidad.

En todo caso, y cualquiera que haya sido el partido que sacrificó á D. Agustín de Iturbide, yo no vacilaré en repetir que esa sangre derramada en Padilla, ha sido y es quizá una de las manchas más vergonzosas de la historia de México.

Guerrero é Iturbide consumaron la independencia, y ambos, con el pretexto de que atacaban á un gobierno legítimo, espiraron á manos de sus mismos conciudadanos.

No seré yo quien pueda hablar de la muerte de Guerrero; pero en cuanto á la de Iturbide, exclamaré siempre que fué la prueba más tristemente célebre de ingratitud que pudo haber dado en aquella época la nación mexicana.—Iturbide reportaba, si se quiere, el peso de grandes delitos políticos, venía á conspirar á la República, bien; ¿pero no hubiera bastado con reembarcarle?{120}

El pueblo que pone las manos sobre la cabeza de su libertador, es tan culpable como el hijo que atenta contra la vida de su padre.—Hay sobre los intereses políticos en las naciones, una virtud que es superior á todas las virtudes, la gratitud.

El pueblo que es ingrato con sus grandes hombres, se expone á no tener por servidores, más que á los que buscan en la política un camino para enriquecer y sofocan todas las pasiones nobles y generosas.

Dios permita que las generaciones venideras perdonen á nuestros antepasados la muerte de Iturbide, ya que la historia no puede borrar de sus fastos esta sangrienta y negra página.

Vicente Riva Palacio.

{121}

MINA

I

En este libro hemos consignado el fin trágico que la suerte reservó á los primeros caudillos de la independencia mexicana. Sin experiencia en las armas, sin elementos para la guerra, y educados en la sedentaria y tranquila carrera de la iglesia, su mérito y su gloria han consistido más bien en su abnegación y en su amor á la libertad, que no en el éxito de sus expediciones militares.

Después del suplicio de Morelos, de ese hombre singular á quien sus mismos enemigos no pueden negar ni el talento natural para la guerra, ni la constancia ni el valor, comenzó la fortuna á mostrar su faz hosca y sañuda á la mayor parte de los caudillos mexicanos que habían conservado las armas en la mano, y que llenos de fe en la causa de la patria, habían visto con desdén los ofrecimientos de perdón y aun las más lisongeras promesas de parte del gobierno español. Todo{122} parecía concluído. Las partidas de insurgentes que habían quedado, siendo ya poco numerosas y escasas de elementos para la campaña, no inspiraban ya temor al gobierno, y el virrey creyó por un momento que había ya recobrado plenamente el dominio en la Antigua Colonia.

Repentinamente un suceso inesperado sacude en sus cimientos á la Nueva España, y el fuego de la independencia, que parecía completamente apagado, se encendió de nuevo para no extinguirse nunca, pues se encuentra aún vivo y ardiente en el pecho de los mexicanos.

Mina fué el relámpago que un momento iluminó el horizonte de la revolución, y desapareció en esa insondable eternidad que no podemos comprender.

Era labrador, pero labrador en la montaña, no en la llanura. Los montañeses tienen que habituarse á la vida aventurera y casi salvaje. Los fenómenos todos de la naturaleza parece que se desarrollan de una manera más imponente en la montaña, y esto, y el ejercicio de la caza, preparan á esa clase de hombres á la vida militar.

Napoleón I hizo del labrador montañés un guerrillero.

Mina peleó por la independencia de su patria y llegó á ser jefe de la Navarra, provincia donde vió la luz en fines del año de 1789,{123} Terminada la invasión, Mina se encontró con otro enemigo, el despotismo, y basta para personificarlo nombrar á Fernando VII, soberano tan repugnante que ni aun ha tenido la consideración para los españoles más sumisos y monarquistas. Mina, en unión de su tío Espoz y Mina, conspiró en Navarra para restablecer la Constitución. Desgraciado en esta tentativa, tuvo que huir para salvar la vida, y emigró á Francia y pasó poco tiempo después á Inglaterra.

Encontró allí un personaje al que no hemos dado todavía todo el honor v la celebridad que merece. Este personaje era el Dr. D. Servando Teresa de Mier. Este padre fué el primero en propagar las ideas de la desamortización eclesiástica y de la separación de la Iglesia y del Estado. Sus obras no las mejoraría en ciertas capitales el progresista más exaltado de 1870.

Un fraile y un proscrito sin un cuarto en la bolsa, el uno con su entusiasmo y el otro con su espada, intentan á más de dos mil leguas de distancia, derribar un gobierno que había triunfado de los más valientes y esforzados caudillos mexicanos. Desde este momento comienza una serie de aventuras propias más bien para un romance.

El mismo día que resolvió Mina hacer una expedición á México, alentado por los consejos y entusiasmo del padre Mier, se presentó{124} resueltamente en la casa de dos ó tres comerciantes ingleses.

Quizá una semana después, á las tres de la tarde (y hay sobre esto un canto popular), el guerrillero español abandonaba las costas inglesas, y surcaba los mares en un barco mercante que tomó á flete, y fué el principio de su escuadrilla. Le acompañaban el infatigable padre Mier y treinta hombres terribles y desalmados, que dieron prueba más adelante de una energía indomable. La primera idea de Mina fué poner directamente la proa á las costas de México; pero varió de resolución, y para proveerse de más gente y recursos, se dirigió á los Estados Unidos del Norte, donde reclutó, en efecto, más de doscientos soldados aventureros que indistintamente habían servido con los ingleses y con los franceses en las últimas guerras. Con estas fuerzas, y con otros buques, aunque pequeños, organizó su expedición y se dirigió á Puerto Príncipe, donde se encontró con que un terrible huracán le había destruído uno de los buques que mandó con anticipación, y con que muchos de los aventureros enganchados se habían desertado.

De Puerto Príncipe salió á la mar la expedición, con dirección á Tejas, con el fin de reunirse con el comodoro Aury, jefe de unos cuantos piratas que había reunido bajo sus órdenes. El vómito prieto se declaró á{125} bordo de la improvisada escuadrilla, y comenzaron á morir oficiales y marineros. En el estado más triste llegaron á la isla del Caimán. Las frescas brisas y una pesca abundante de tortugas, volvieron la vida y las fuerzas á los enfermos. Mina, resistiendo á las enfermedades y á todo género de contratiempos, llegó por fin á Gálveston, donde abrazó al pirata Aury, refrescó los víveres, estableció su campamento, se dedicó á formar sus regimientos, á preparar la expedición, y publicó un manifiesto que circuló poco tiempo después en México, y reanimó el entusiasmo por la Independencia.

II

Las aguas de la costa de Nuevo Santander (hoy Tamaulipas) estaban por lo común solitarias, y una que otra barca de pescador rompía aquellas olas cansadas de rodar en las calientes arenas de la playa.

El tiempo había estado borrascoso. Recios vientos habían soplado sin duda más lejos, pues venían las olas todavía gruesas y enojadas á azotarse contra la costa. Se observó el palo de una embarcación. Empujada por una fuerte brisa que hinchaba sus velas, en breve llegó al puerto, y se pudo reconocer que era un barco grande armado en guerra.{126} En efecto, era la «Cleopatra,» y á bordo venía el general Don Francisco Javier Mina.

El desembarco se hizo sin dificultad y sin experimentar resistencia ninguna el 15 de Abril de 1817.

El 22 salió Mina para Soto la Marina. Caminaba á pie, con su espada en la mano, al frente de la tropa. Tres días anduvo perdido en los bosques, pero al fin llegó á la población, donde fijó su cuartel general. Sus buques quedaron en la costa. Un marino español salió de Veracruz á atacarlos. La goleta «Elena,» que era muy velera, escapó á la vista del enemigo; las tripulaciones de la «Cleopatra» y del «Neptuno» vinieron á tierra, y en este estado, el marino español que montaba la fragata «Sabina,» se encaró fieramente con la escuadrilla silenciosa del aventurero capitán.

El marino español rompió un vivo fuego de cañón. La «Cleopatra» no contestaba, y esto irritaba al enemigo.

—Que redoblen el fuego, gritó con voz de trueno.

El cañoneo continuó más fuerte. La «Cleopatra,» siempre silenciosa, parecía resistir las balas sin que le hicieran un daño visible.

—¡Esta es una asechanza sin duda! exclamó el jefe español; se tratará de que nos acerquemos, para echarnos una andanada y sumergirnos en el agua. ¡Al abordaje! al abordaje!{127} y no hay que perdonar á nadie. Hombres, mujeres, niños, que todos sean pasados á cuchillo.

Los botes, tripulados con un buen número de gente provista de escalas, garfios, picas y demás instrumentos propios para el abordaje, se desprendió de la «Proserpina» y resueltamente se dirigió á la «Cleopatra.» El mismo silencio, la misma terrible inmovilidad.

—¡Animo, marinos! gritó el jefe que mandaba los botes; acordáos que sois españoles y que estais en la tierra de Cortés. Arriba! á ellos! y no haya misericordia.

Los marinos españoles se lanzaron como leones.

Un gato, único defensor que había quedado á bordo, corrió por la cubierta, y mirándose atacado por los marinos de la «Proserpina,» corrió sobre cubierta, se precipitó, sin saber dónde, cayó sobre la cara del comandante, se afianzó con las uñas de sus barbas y carrillos, y al grito de sorpresa y de dolor del bravo marino, el gato cayó en el agua y desapareció entre las ondas. Los asaltantes tuvieron que soltar una carcajada.

Sin embargo, el brigadier D. Francisco de Beranger, que mandaba esta expedición, dió á su regreso á Veracruz un parte en que describía una terrible batalla naval y un sangriento abordaje. El virrey los recomendó á España, y decretó que llevaran en el brazo{128} derecho un escudo con el siguiente epígrafe: Al importante servicio en Soto la Marina.

III

Mina no perdió su tiempo. Construyó un fuerte regular en Soto la Marina, y resolvió expedicionar en el interior del país.

La mañana del 24 de Mayo, Mina, ya con su espada ceñida, estaba en la plaza al frente de sus tropas, que eran las siguientes:

General y su Estado Mayor11
Guardia de honor al mando de Young31
Caballería124
Regimiento del Mayor Sterling56
Primero de línea64
Artillería5
Criados12
Ordenanzas5
Total308

Era ridícula esta expedición. Mejor dicho, era sublime. El comandante tenía en sus ojos la victoria.

Mina llamó al mayor Sardá.

—Te dejo cien hombres, mayor. Con esta fuerza te defenderás hasta el último extremo. Te han de sitiar, sin duda alguna; pero no haya cuidado, yo volveré y haré á balazos que te dejen quieto. Mina estrechó la mano del mayor, y espada en mano, salió de la plaza{129} de Soto la Marina, tambor batiente y bandera desplegada.

Después de tres días de marcha por aquellos desiertos faltos de víveres y de agua, la tropa comenzaba á fatigarse y á murmurar.

—No hay cuidado, mis amigos; antes de algunas horas tendremos víveres frescos, y habitación magnífica, y dinero.

En efecto, Mina, burlando con la rapidez de su marcha la vigilancia del jefe D. Felipe de la Garza, sorprendió una hacienda y se apoderó de una buena cantidad de efectos y provisiones que repartió entre sus soldados.

Ninguna de las muchas combinaciones militares que hizo el gobierno con una actividad sorprendente, pudo detener la marcha de Mina. Derrotó á Villaseñor en el Valle del Maíz, y el 14 se hallaba instalado en los magníficos edificios de la hacienda de Peotillos, que en esa época pertenecía á los Carmelitas. Los dependientes y mozos habían huído, llevándose todas las provisiones. La tropa, cansada y hambrienta, se acostó sin cenar. No habían cerrado los ojos, cuando el enemigo se presenta. Armiñan y Rafols, con fuerzas considerables, tocan, como quien dice, á las puertas de la hacienda.

Mina recibe el aviso de sus avanzadas, se ciñe la espada, sube á la azotea del edificio y observa entre el polvo y la ardiente reverberación{130} del campo, una fuerza de infantería como de 1,000 hombres, seguida á cierta distancia por una numerosa caballería.

—Amigos, dice á sus soldados, que habían salido en seguimiento de su jefe; vamos á ser atacados dentro de pocos momentos. Si nos encerramos en las casas, pereceremos, si no por las balas, sí de hambre. No hay más recurso que salir al campo y atacar al enemigo antes de que se acerque más.

La respuesta de esta tropa denonada fué un ¡hurra! estrepitoso, y cosa de 170 hombres formaron en momentos y se dirigieron á paso veloz al encuentro de la formidable columna española.

Mina, á los pocos momentos de comenzada la acción, se vió envuelto por la caballería, y sus escasas fuerzas diezmadas por las balas enemigas. En este trance supremo, con los pocos que le quedaban, formó un cuadro, hizo una descarga á quemaropa á la caballería que se le venía encima, mandó calar bayoneta y se lanzó con espada en mano, haciendo un agujero sangriento en la masa compacta de enemigos. El pánico se apoderó de ellos, comenzaron á vacilar y á desorganizarse, y concluyeron con abandonar el campo y echar á correr. El coronel Piedras, de las tropas realistas, no paró hasta Río Verde. Rafols se escapó en las ancas del caballo de su corneta de órdenes, y Armillan se retiró á San{131} José. Esta fué la célebre acción de Peotillos dada el 15 de Junio.

Mina con el puñado de hombres que le había quedado, resolvió seguir al interior del país, y al día siguiente se puso en camino, no deteniéndose sino delante del Real de Pinos, cuya plaza estaba fortificada y defendida por trescientos hombres y cinco cañones.

Para Mina no había dificultades, y á todo trance necesitaba apoderarse de este mineral. Mina intimó rendición á la plaza, y habiendo recibido una respuesta altanera, se decidió á obrar. Llamó á quince de sus más atrevidos soldados, les indicó una tapia, y con una escalera subieron sin ser sentidos á las azoteas de las casas. Descendieron á la plaza, sorprendieron la guardia y se apoderaron de la artillería. Mina entonces asaltó la ciudad, y no habiendo resistido ya los defensores, entró á ella, permitiendo el saqueo para castigarla de su resistencia. El 24 de Junio Mina se hallaba en el corazón del país, y posesionado del fuerte del Sombrero, que mandaba el jefe independiente D. Pedro Moreno.

A los cuatro días, y cuando apenas sus soldados comenzaban á descansar de una marcha de más de 250 leguas por un país desierto, se supo que el jefe español Ordoñez, con una fuerza de 700 á 800 hombres, se dirigía sobre el fuerte. Mina rápido en sus concepciones, resolvió atacarlo, y acompañado{132} de Moreno y del Pachón (Encarnación Ortiz), se puso en marcha, y á la media noche llegó á las ruinas de una hacienda, donde encontró 400 insurgentes armados con unos cuantos fusiles inútiles. Al día siguiente muy temprano continuó su marcha, y algunas horas después se hallaba frente del enemigo con dos columnas de cien hombres, y en menos de ocho minutos Mina derrotó á los españoles, y regresó al fuerte con los cañones, fusiles y dinero ganados en esta batalla donde murieron los jefes realistas Ordóñez y Castañón.

IV

En poco tiempo Mina llenó con su nombre toda la Nueva España. Las gentes, cuando pasaba por algún pueblo, salían á verle con admiración, y el virrey, al acostarse y al levantarse tenía en sus oídos este nombre fatal.

El gobierno colonial desplegó la mayor actividad, reuniendo en Querétaro un cuerpo de tropas escogidas que puso á las órdenes del Mariscal Liñán, y apeló, además, á los medios de costumbre, que fueron declarar al héroe de Peotillos traidor, sacrílego y malvado. Ya en fines de Julio, Mina tenía sobre sí en la provincia de Guanajuato á Liñán, Orrantia, Negrete, Villaseñor, Bustamante{133} (Don Anastasio), y cuantos otros jefes se consideraron capaces de afrontar el ataque rápido y terrible de los atrevidos aventureros que militaban bajo sus órdenes. Las fuerzas españolas se fueron colocando en puntos convenientes, hasta que al fin se acercaron y establecieron un sitio al fuerte del Sombrero. Este lugar dista de Guanajuato 18 leguas, y 6 de la ciudad de León, Mina, con cosa de mil hombres mal armados y unas viejas piezas de artillería, se resolvió á esperar y defenderse hasta el último extremo.

El 1.º de Agosto el enemigo rompió el fuego de cañón, que continuó sin interrupción durante cuatro días. Creyendo Liñán que los defensores estarían ya acobardados, dispuso un asalto por cuatro puntos, y por todos ellos fué rechazado. Entonces se hicieron á Mina proposiciones muy lisonjeras, que rehusó constantemente.

El fuego de cañón comenzó otra vez con más fuerza; la escasa agua que había en un algibe del fuerte se acabó, y las nubes derramaban en las cercanías frescas y abundantes lluvias; mientras los hombres del fuerte morían de sed. Mina, entonces, para contener la desesperación de sus soldados, hizo una salida sobre el campo de Negrete, le mató mucha gente y le tomó un reducto, pero tuvo que retirarse y volverse á encerrar en aquellas rocas secas y fatales.{134}

El 15, Liñán hizo un terrible empuje y arrojó todas sus columnas sobre el fuerte, pero fué rechazado, perdiendo más de 200 hombres que quedaron tirados en las barrancas.

Los independientes no podían, sin embargo, sostener la posición. La sed los hacía rabiosos, y la peste los diezmaba. Resolvieron en una noche obscura abandonar el fuerte, pero al atravesar la barranca fueron sentidos, y las tropas españolas cayeron sobre ellos, y hubo en la obscuridad una horrible matanza de que pocos escaparon. Liñán ocupó el fuerte el 20, y su primera disposición fué mandar fusilar á los enfermos y heridos que habían quedado abandonados en esa noche triste de la Independencia mexicana.

Mina, protegiendo la salida, animando á los débiles, recogiendo á los dispersos, sostuvo la posición hasta lo último; pero ya rodeado de tropas españolas, no le quedó más arbitrio que abrirse paso con cien caballos, logrando escapar de la fuerza enemiga y llegar al fuerte de los Remedios, en el cerro de San Gregorio.

El 27, Liñán con todas sus tropas se presentó delante del fuerte de los Remedios. Mina, dejando sus buenas tropas en esta posición, expedicionó por el Bajío con cerca de 900 insurgentes de caballería. Se posesionó á viva fuerza de la hacienda del Bizcocho y de San Luis de la Paz. Fué rechazado de la{135} Zanja y derrotado por Orrantia en la hacienda de la Caja. No pierde, sin embargo, el ánimo, y con veinte hombres que le quedaron, se dirige á Jaujilla á conferenciar con la Junta, y empeñado en auxiliar á los sitiados en el fuerte de los Remedios, vuelve otra vez á Guanajuato, reune á los insurgentes, toma la mina de la Luz, penetra en las calles, y allí desorganizadas las tropas que eran colecticias, bizoñas é insubordinadas, es completamente derrotado. Con 40 infantes y 20 caballos pasa la noche cerca de la mina de la Luz, y al día siguiente se dirige al rancho del Venadito, cuyo dueño era su amigo Don Mariano Herrera.

«Por las noticias que Orrantia adquirió en Guanajuato, supo el lugar donde Mina debería encontrarse, y á las diez de la noche salió con 500 caballos, dejando la infantería en Silao. Mina, á quien había venido á ver Moreno, en la confianza de estar seguro en un lugar tan oculto y con las precauciones que había tomado, se propuso descansar, y por primera vez después de muchas noches se quitó el uniforme y permitió que desensillasen sus caballos.»

Al amanecer del 17, Orrantia llegó al rancho y su avanzada de caballería rodeó la casa y sorprendió á los que todavía dormían tranquilos. Moreno murió defendiéndose, y Mina, hecho prisionero, y llevado delante de{136} Orrantia, fué insultado por éste y maltratado de una manera villana, hasta el extremo de darle de cintarazos.

El 11 de Noviembre, á las cuatro de la tarde, fué conducido Mina al Cerro del Bellaco, donde fué fusilado por la espalda á la vista de los campamentos español é insurgente, que suspendieron las hostilidades para presenciar la muerte del indomable aventurero, que aun no cumplía veintinueve años, y que hizo temblar al antiguo virreinato de la Nueva España.

Manuel Payno.

{137}

GUERRERO

I

Si Mina fué la tempestad y el rayo que hizo temblar al virrey en la silla dorada, Guerrero fué la luz de la independencia. Encendida siempre en las ásperas y ricas montañas del Sur, los mexicanos siempre tuvieron un punto adonde dirigirse, una esperanza que invocar y un representante que abogase siempre por la causa justa, pero al parecer perdida, por las victorias de las armas españolas. Si Guerrero hubiese sido uno de esos romanos que desde la obscuridad del campo se solían elevar hasta la gloria de la República, Tácito le habría consagrado un envidiable escrito como el que le dedicó á Julio Agrícola.

II

No vamos á escribir la biografía de Guerrero. Su vida fué un tejido de aventuras y una serie de rasgos heroicos, que están íntimamente unidos con nuestra guerra de once años.{138} Sería necesario escribir la historia entera, pues Guerrero tuvo la fortuna de sobrevivir á su obra, y la desgracia de ser jefe de la República y de morir á manos de sus mismos compatriotas.

Nació Guerrero por los años 1783, en Tixtla. Su familia era de pobres labradores, restos escapados de la conquista, y que desde esos tiempos quizá buscaron una poca de libertad en las montañas del Sur. Los años primeros de Guerrero se pasaron en la fatiga y en el trabajo. ¿Qué educación, qué literatura, qué ciencias podían penetrar en esas apartadas montañas y en la casa rústica del campesino? El hombre era natural, el árbol con la corteza, la flor con todo y las espinas, el oro con el cuarzo. Pero la alma era en efecto de oro, y la aptitud moral, la inspiración de lo bueno, bastó para conducirle por el camino de la gloria y de la honra hasta los grados superiores de la milicia y hasta el primer puesto de la República.

III

En 1810, como todo el mundo sabe, Hidalgo proclamó la Independencia en Dolores. En 1811 ya encontramos que Guerrero había seguido la inspiración patriótica, figuraba como capitán, y servía á las órdenes inmediatas de D. Hermenegildo Galeana.{139}

El hombre caminaba por una senda derecha, y con rapidez. En Febrero de 1812, Guerrero ya mandaba fuerzas no despreciables, ya se ponía frente á frente con los jefes españoles, ya alcanzaba en Izúcar una victoria sobre las tropas regulares que mandaba el brigadier Llano; ya, en fin, sin saber quizá entonces ni escribir en el papel, había, sin embargo, escrito su nombre en el libro misterioso de la posteridad. Esto es lo que se llama genio. Mientras menos son los elementos primitivos, mientras más inculta es la educación, mientras más obscura es la personalidad, más mérito y más gloria refleja en el que abre las puertas de la sociedad, y grita á los tiranos con la justicia en el corazón y con la espada en la mano: Aquí estoy.

En 1814, Guerrero había hecho una laboriosa campaña en el Sur de Puebla, había militado á las órdenes del gran Morelos, había pasado muchas aventuras y peligros, y era ya por fin uno de los jefes de la Independencia; pero se hallaba en una singular situación.—Los azares de la guerra y la envidia de sus enemigos, le habían dejado reducido á un soldado asistente, á un fusil sin llave y á dos escopetas. Con estas terribles fuerzas emprendió una tercera campaña. ¡Es singular! Todos esos hombres, es fuerza que tengan algo del Hidalgo de la Mancha en el cerebro. Un sabio, en vez de lo que hizo{140} Guerrero, entierra las escopetas, despide al soldado y se encierra en su casa.

Sin embargo, salió á los pocos días de su situación, de una manera inesperada.

Se presentó por el rumbo una fuerza española al mando de Don José de la Peña, de cosa de 700 á 800 hombres. En cuanto lo supo, imaginó que la Providencia le deparaba un armamento y un material de guerra, tal cual se lo había figurado.

En lo más silencioso y negro de la noche, recorrió el pueblo de Papalotla, despertó á los indígenas, los armó con palos; esas armas son fáciles de encontrar; y un puñado de hombres medio desnudos atravesó en silencio las humildes chozas del pueblecillo hasta la orilla del río. Allí, Guerrero dió el ejemplo, y todos se arrojaron al agua, y aquel cardumen de extraños peces dió en la orilla opuesta sin haber hecho el menor ruido. El campamento del enemigo estaba á poca distancia. Guerrero cae sobre él, y los soldados de España son despertados á garrotazos, quedando algunos muertos, otros atarantados, y los más, presas del pánico, pues no acertaban ni á concebir, como tan de repente tenían á los enemigos encima. Cuando amaneció el día, Guerrero, como lo había pensado, era dueño de 400 fusiles y de un abundante material de guerra.{141}

IV

En la larga campaña que hizo Guerrero en el Sur, habría necesidad de llenar un volumen si nos pusiéramos á referir todos los rasgos de su valor personal. Citaremos, sin embargo, otro, quizá más notable que el anterior.

Un día llegó con una corta fuerza al pueblo de Jacomatlán, y observando que un alto cerro dominaba la población, prefirió ocupar esa posición militar, como lo hizo en efecto, estableciendo su campamento. La tropa estaba cansada; en su larga marcha por las asperezas, se había mantenido con raíces y frutas silvestres, y además, tenían necesidad de bañarse, pues las enfermedades comenzaban á desarrollarse entre aquel puñado de valientes.

Guerrero no pudo desentenderse de estas necesidades, y así, accedió á las súplicas de la tropa, y les permitió que pasasen al pueblo á proveerse de algunos víveres para surtir el campamento, donde pensaba permanecer una ó dos semanas, y los que se hallaban enfermos, se bañasen en un arroyo que á la sazón tenía una hermosa corriente de agua. La tropa, pues, descendió del cerro, se diseminó entre las casas del pueblo, y otra parte de ella se dirigió al arroyuelo. Guerrero{142} quedó solo con el tambor de órdenes y el centinela que cuidaba el armamento.

Así, á las seis de la tarde y cuando Guerrero dormitaba en el recodo de una peña que le había proporcionado alguna sombra, un muchachuelo llegó casi sin aliento.

—Señor, el enemigo ha entrado al pueblo y está matando y haciendo prisioneros á los soldados y á todas las gentes.

Guerrero da un salto, monta en su caballo que tenía ensillado, deja al centinela con orden de dejarse matar antes de entregar las armas, monta á la grupa al tambor, armado de un fusil, y se lanza á todo escape por aquellos breñales.

Pero en vez de huír, como el tambor lo había pensado, Guerrero entra á las calles del pueblo. El tambor se apea y comienza á tirar de balazos sobre los enemigos. Guerrero, con espada en mano, se lanza sobre ellos, y asustados de la intrepidez de un hombre que se atreve solo y tan denodadamente á pelear, dejan el botín que estaban recogiendo, sueltan á los prisioneros y huyen. Guerrero reune entonces á los soldados, y con algunas armas que los españoles habían dejado tiradas, los persigue y los derrota completamente.

Guerrero había peleado contra 400 hombres mandados por un jefe valiente que se llamaba D. Félix Lamadrid.

En pocos días se encontraron dos veces{143} Guerrero y Lamadrid en el campo de batalla, y en Xonacatlán la lucha fué á la bayoneta y cuerpo á cuerpo, como en las guerras de la antigüedad. Guerrero, aunque con fuerzas inferiores, salió siempre vencedor.

Después de estas campañas, Guerrero había aumentado mucho sus tropas, porque su nombre, su fortuna y su trato amable le granjeaban amigos por todas partes. Tenía, pues, necesidad de vestuario, de municiones, de armamento y de multitud de otras cosas necesarias para tener en orden y en servicio á su gente. No tenía más arbitrio sino proveerse á costa de sus enemigos.

Sin dar cuenta á nadie de su designio, se dirigió con mucho sigilo al cerro del Alumbre, y allí, al parecer, permaneció ocioso y sin objeto durante muchos días. Una noche puso en movimiento su tropa y la situó convenientemente en la cañada del Naranjo. Una madrugada salió personalmente de Acatlán, á la cabeza de una fuerza, toda decidida y valiente, y antes de que amaneciera el día sorprendió un rico convoy que Don Saturnino Samaniego conducía de Oaxaca para Izúcar, haciendo huír al jefe y á los soldados, que escaparon.

Samaniego se reunió en Izúcar con Lamadrid, el eterno antagonista de Guerrero, y volvieron juntos á la carga, atacándole furiosamente en Chinantla. La acción duró{144} desde que rompió el día hasta muy entrada la noche; pero Guerrero quedó vencedor, y Lamadrid y Samaniego, llenos de rabia, huyeron, dejando en el campo cuantos pertrechos y equipajes tenían.

Guerrero, que al día siguiente examinó todo el botín, volviéndose á sus soldados, les dijo: «nuestros almacenes están ya bien provistos, y nuestros enemigos nos traen los efectos hasta la puerta de nuestra casa, y ni aun el flete tenemos que pagar.»

V

El amor propio de Lamadrid se hallaba excitado al más alto punto; así que buscó nuevos encuentros con Guerrero; pero en todas ocasiones salió derrotado, teniendo á veces que huír, á uña de caballo, como suele decirse.

Los últimos sucesos de esta especie de desafío á muerte entre el jefe español y el caudillo insurgente, fueron en los años de 1815 y 1816. Lamadrid estaba en la orilla izquierda del río Xiputla, y Guerrero llegó y ocupó la derecha. Desde las dos orillas, las tropas se estuvieron tiroteando y prodigando durante dos días toda clase de improperios. Guerrero, en una noche obscura pasó el río, dió furiosamente sobre el campo enemigo y destrozó á su rival. En Piaxtla y Huamuxtitlán,{145} corrió una suerte igualmente adversa Lamadrid, á mediados de 1816.

La prisión y muerte de Morelos, y el indulto á que se acogieron algunos jefes notables, arruinó por ese tiempo la causa de la Independencia. Guerrero era ya un hombre formado en la guerra y en las fatigas, atrevido para las sorpresas é impetuoso para el ataque. El gobierno español conoció su importancia, y llamó al padre de nuestro héroe, le puso un indulto amplio y completo en la mano, facultándole para que hiciese á su hijo todo género de promesas, ya de empleos, ya de dinero.

El anciano se encaminó hacia el rumbo donde creía encontrar á su belicoso hijo, hasta que al fin dió con él.

Abrazó Guerrero con efusión al autor de sus días; pero así que se enteró de su misión, tomó la mano del anciano, la besó respetuosamente, y acaso la humedeció con una lágrima; recibió el papel en que estaba escrito su perdón, quedó un rato pensativo, y después le dobló y le entregó tristemente á su padre.

—He jurado que mi vida sería de mi patria; y no sería el digno hijo de un hombre honrado, si no cumpliera mi palabra.

El viejo abrazó á su hijo, le bendijo y se retiró silencioso, tomando de nuevo el camino, para poner en conocimiento del virrey el mal éxito de su comisión.{146}

En el año de 1817 Mina desembarcó en Soto la Marina, y en pocos días hizo la brillante campaña de que hemos dado idea en nuestro anterior artículo; pero una vez fusilado este caudillo, el desaliento más completo se apoderó del ánimo de los mexicanos.

Un párrafo de la biografía del general Guerrero, que escribió el Sr. Lafragua, pinta perfectamente este período, y da una idea de cuánta era la energía moral del caudillo del Sur.

«La muerte de Morelos, Matamoros y Mina; la prisión de Bravo y Rayón, y el indulto de Terán y otros jefes, habían derramado el desaliento y el pavor en toda la Nueva España, que aunque más cercana que nunca á la libertad, gemía más que nunca atada á la metrópoli.

«Un hombre solo quedó en pie, en medio de tantas ruinas: una voz sola se oyó en medio de aquel silencio. Don Vicente Guerrero, abandonado de la fortuna muchas veces, traicionado por algunos de los suyos, sin dinero, sin armas, sin elementos de ninguna especie, se presenta en ese período de disolución, como el único mantenedor de la santa causa de la Independencia.

«Solo, sin rival en esa época de luto, Guerrero, manteniendo entre las montañas aquella chispa del casi apagado incendio de Dolores, trabajaba sin tregua al poder colonial, cuyos{147} sangrientos himnos de victoria eran frecuentemente interrumpidos por el eco amenazador de los cañones del Sur.

«Lindero de dos edades, Guerrero era el recuerdo de la generación que acababa, y la esperanza de la que iba á nacer.»

VI

En el año de 1820, Guerrero era ya un general habituado á la metralla, familiarizado con la sangre de las batallas, heredero legítimo del valor, de la constancia y del genio militar del gran Morelos. Triunfante, al fin, aunque lleno de cicatrices, levantaba la cabeza como los colosos de los Andes, para anunciar á las Américas la buena nueva de la Independencia.

Fué en ese año cuando pudo conocerse la grandeza de su alma y la elevación del carácter del hombre oscuro que vió la luz en un pobre pueblecillo de las montañas.

Nombrado D. Agustín Iturbide comandante del Sur, salió de México el 16 de Noviembre de 1820, resuelto á proclamar la Independencia. El general español Armijo atacaba á Guerrero; y éste, recobrando su buena estrella, salía siempre triunfante como años antes del desgraciado Lamadrid.

Iturbide creyó que era necesario contar de todas maneras con un hombre de tanta importancia,{148} y le dirigió una carta realmente diplomática. Guerrero le escribió otra llena de franqueza, que se resumía en estas palabras: «Libertad, Independencia ó Muerte.»

Esta correspondencia dió por resultado una entrevista de los dos caudillos en el pueblo de «Acatempan.» Se hablaron, se explicaron, se dieron un sincero y estrecho abrazo. A pocos meses la sangrienta lucha había cesado, la Independencia estaba consumada, México tenía un Gobierno Nacional.

Guerrero en la campaña había sido valiente. En Acatempan fué grande; se inscribió, por la generosa inspiración de su alma, en el catálogo de los hombres ilustres de Plutarco. Entregó el mando de las fuerzas á Iturbide, y puso el sello con este acto raro de confianza, de modestia y de abnegación, á la Independencia de su patria.

VII

El destino de algunos hombres ilustres, es como el de ciertos astros brillantes que recorren la bóveda del cielo, y parece que al amanecer el día se hunden y mueren en un horizonte sangriento.

Hemos sólo, á grandes rasgos, apuntado las cualidades militares de Guerrero. Los partidos trataron de manchar con mil calumnias y cuentos malévolos este gran carácter que{149} en lo familiar era sencillo como un niño, consecuente con sus amigos, humilde en la prosperidad, generoso con los enemigos, y grande y noble con la patria. Llegó feliz á los linderos de la independencia, y tuvo la fortuna de ver á la patria libre, pero no dichosa. Apenas terminó la lucha de independencia, cuando comenzó la guerra civil que todavía no cesa. Guerrero fué arrastrado en sus muchas y tenebrosas combinaciones. Herido y abandonado en una barranca, en Enero de 1823, por defender el principio republicano, vuelve á aparecer en la escena en 1828. La elección presidencial fué uno de los acontecimientos más notables de esa época, y en la cual los partidos trabajaron y combatieron terriblemente, divididos y perfectamente marcados por los ritos masónicos escoceses y yorkino.

Don Manuel Gómez Pedraza, que era el caudillo de los escoceses, salió electo legalmente presidente de la joven y turbulenta República. El partido yorkino no se dió por vencido ni por derrotado, apeló á las armas y colocó en la presidencia á su jefe, que era el general Guerrero, el cual entró á funcionar con este alto carácter en Abril de 1829.

En esa época los españoles invadieron á Tampico. Santa-Anna y Terán triunfaron, y la independencia se consolidó; pero la seguridad del país exigía un ejército cerca de la{150} costa, y se estableció un cantón en Jalapa, á las órdenes del general D. Anastasio Bustamante, que era vicepresidente.

Bustamante se pronunció contra Guerrero, con las tropas que mandaba. ¡Extrañas anomalías de la historia, y funestas inconsecuencias de las Repúblicas! Guerrero, que había sido capaz de hacer la independencia, fué declarado incapaz por el congreso; Bustamante entró á gobernar, y el caudillo del Sur volvió desengañado, triste, enfermo de sus heridas, á sus montañas del Sur, donde tuvo que tomar las armas para defenderse de la venganza y de la negra y ponzoñosa saña de sus enemigos.

VIII

Ninguna fuerza pudo vencer á Guerrero en las montañas, en tiempo de la colonia; ningunas fueron bastantes tampoco en tiempo de la República. Fué necesario apelar á la más negra y la más odiosa de las traiciones. «La historia de México tiene algunas páginas oscuras.» Esta es negra; y ni los años, ni el polvo del olvido, serán bastantes para borrarla.

A principios del año de 1831 se hallaba fondeado en la hermosa bahía de Acapulco el bergantín genovés «Colombo.» Era su capitán Francesco Picaluga, amigo íntimo de Guerrero{151} y quizá de toda su confianza. Un día apareció un magnífico banquete preparado á bordo del bergantín. Guerrero fué convidado, y sin recelo ni sombra de desconfianza pasó á bordo. La comida fué alegre y espléndida; y concluída, los convidados salieron sobrecubierta á respirar las brisas de la magnífica bahía. Picaluga, con una sangre fría que honraría á Judas, declaró á su huésped que estaba preso, levó las anclas y se dió á la vela, dirigiéndose al puerto de Huatulco, donde entregó á Guerrero por sesenta mil pesos que le había dado el traidor y feroz ministro de la Guerra, D. José Antonio Facio. Guerrero fué conducido por el capitán D. Miguel González á Oaxaca, y juzgado en consejo de guerra ordinario.

El caudillo de la Independencia, el mantenedor del fuego sagrado de la libertad, el hombre que tenía destrozado su cuerpo por las balas y las lanzas españolas, fué condenado á muerte por unos miserables oficiales subalternos, y fusilado en el pueblo de Cuilapa el 14 de Febrero de 1831.


Picaluga fué declarado enemigo de la patria, y condenado á muerte por el almirantazgo de Génova, en 28 de Julio de 1836; pero bergantín y capitán desaparecieron como si un monstruo del Océano los hubiera devorado.{152} La existencia de Picaluga es en efecto un misterio. Unos dicen que se le ha visto años después en las calles de México; otros que se hizo mahometano y vive en un serrallo de Turquía, y otros aseguran que varios mexicanos le han visto en un convento de la Tierra Santa, con una larga barba y un tosco sayal, haciendo una vida de penitencia para expiar en esta tierra el horrendo crimen que cometió, y que el Señor misericordioso pueda á la hora de su muerte abrirle las puertas del cielo.

Manuel Payno.

{153}

OCAMPO

I

Una noche, cerca de las once, Don Melchor Ocampo salía de la casa de una persona con quien tenía íntima y respetuosa amistad, y que entonces vivía en la calle de ***

Cuando cerró tras sí la pesada puerta del zaguán, un hombre, embozado hasta los ojos con un capotón negro, pasó rápidamente, y después otro. Ocampo no hizo caso, y siguió lenta y tranquilamente hasta la esquina. Atravesó la bocacalle, y entonces advirtió que los dos embozados se habían reunido y marchaban delante á pocos pasos, á la vez que otros dos venían detrás, á algunas varas de distancia. Comprendió, aunque tarde, que había caído en una emboscada. Si retrocedía á la casa de donde salió, ó seguía, á la suya, se hallaba siempre en el centro. Registró maquinalmente sus bolsas, y encontró que no tenía armas; pero sí un reloj de oro, unas cuantas monedas y un lapicero. Siguió su camino derecho,{154} pero muy despacio y sin dar muestras ningunas de que había observado á los que le seguían, y decidido á entregarles el reloj y el poco dinero que traía.

¡La rara casualidad! En todo el largo tránsito que la vista podía abarcar, no había ningún sereno, ni una alma se encontraba en la calle. En este orden, Ocampo y los embozados caminaron dos ó tres calles, y Ocampo se creyó en salvo cuando divisó ya á pocos pasos la luz de su habitación. Llegó por fin á la puerta, tocó, y con la prontitud que acostumbraba el portero le abrió; pero notó, con la poca luz que pudo entrar de la calle, que el portero estaba también embozado. Esto podía ser una casualidad. Ocampo vivía solo, y aunque preocupado y curioso, subió á su habitación sin miedo alguno. Al entrar en el pequeño salón encendió una luz y se encontró sentados en el sofá á otros dos embozados. Ocampo sonrió entre resignado y colérico.

—Señores, si es para broma, basta ya, les dijo. Yo no he gastado bromas con nadie; pero bien se puede permitir á los amigos que se diviertan alguna vez; y si es alguna otra cosa, acabemos también. La casa y todo está á disposición de los que no tienen valor para descubrirse la cara.

Al decir esto, echó á los pies de los embozados un manojo de llaves pequeñas, arrimó un sillón y se sentó.{155}

Uno de los embozados se inclinó, tomó las llaves, encendió otra vela y se dirigió á la alcoba y á las demás piezas de la casa. A este tiempo los embozados de la calle se presentaron en la puerta del salón.

—Lo había adivinado, dijo Ocampo con voz firme. Este es un golpe de mano, de acuerdo con el portero. Lo siento, porque le tenía yo por hombre honrado. Advertiré á vdes., continuó dirigiéndose á los embozados, que sin duda han recibido malos informes de mi portero, y se han pecado un buen chasco. Yo no soy hombre rico, y aunque lo fuera, aquí no tengo gran cosa. Encontrarán vds. cincuenta ó sesenta pesos, alguna ropa que no vale mucho, y libros que no han de servir á vdes. de nada, porque si tuviesen amor á la lectura, seguramente no tendrían afición al robo. Acaben, pues, no vale la pena de que pierdan así su tiempo ni me desvelen. Tengo sueño.

Los embozados contestaron con una respetuosa cortesía, y se sentaron; solo uno de ellos se dirigió á las otras piezas. Al cabo de algunos minutos, los dos hombres que habían entrado á registrar salieron con un baulito de viaje y un legajo de papeles.

Ocampo volvió á sonreír.

—Otra equivocación tal vez, les dijo. Creerán que yo tengo papeles reservados. ¡Qué error! Todo lo que vds. traen no contiene{156} más que apuntes sobre diversas plantas de Michoacán, y sentiré mucho que se extravíen.

Los embozados, al oír esto, descansaron el baul en el suelo, le abrieron y metieron cuidadosamente los papeles.

—Esto sí es singular, pensó Ocampo; y luego, dirigiéndose á ellos, les dijo: Como habrán vdes. observado, no soy hombre que tengo miedo, ni menos trato de armar escándalos ni de procurar que la policía intervenga. Esto sería lo más molesto para mí. Deseo únicamente que vdes. me digan lo que tengo yo que hacer, y que vdes. hagan breve lo que les convenga, y me dejen en paz. Les aseguro que en el acto que se marchen, me acuesto en mi cama y no vuelvo á ocuparme más de lo que ha pasado.

Uno de los embozados se descubrió. Era un hombre de una fisonomía dura, y se podía reconocer al momento, que lo que dijese lo llevaría á cabo irremediablemente. Ocampo le examinó de pies á cabeza con mucha sangre fría, y no pudo reconocer quién era, si bien recordaba haber visto quizá esa misma figura alguna otra ocasión.

—Supongo que no me he equivocado, y que vd. es el Sr. D. Melchor Ocampo, le dijo el hombre misterioso.

—Jamás he negado ni negaré mi nombre en ninguna circunstancia de mi vida; pero{157} ahora me permitiré saber por qué razón me veo asaltado por gentes que se cubren el rostro. ¿Se trata de algún atentado?

—Tiempo hemos tenido para cometerlo, le respondió el desconocido con alguna dureza.

—¿Pues entonces?

—Aquí están las llaves de los roperos. Hemos encontrado un baul á propósito y hemos únicamente acomodado en él la ropa necesaria. El dinero que estaba en una tabla del ropero, y todo lo demás, queda en el mismo estado y tendríamos mucho gusto si el Sr. Ocampo pasa á cerciorarse de que lo que digo es la verdad.

—Me doy por satisfecho.

—Entonces, dijo el hombre misterioso, el Sr. Ocampo tendrá la bondad de seguirme.

—Y si no es mi voluntad, ¿qué sucederá? preguntó Ocampo con calma.

—No quisiera yo que llegáramos á ningún extremo, y sentiría de veras hacer cualquiera cosa que pudiera ofender á vd.

Ocampo se puso un dedo en la boca, bajó la cabeza y se quedó pensando un rato, y luego dijo:

—Creo comprender perfectamente, y como un caballero protesto que sin oponer resistencia alguna estoy decidido á seguir con toda calma esta aventura. Vamos.............. ¿supongo que se me permitirá tomar un abrigo?{158}

—Había ya pensado en ello, pues que la noche está un poco fría, respondió el hombre presentándole una capa que tenía en el brazo.

Ocampo se embozó en ella, entró á sacar á su ropero el dinero que tenía, y tomando la delantera bajó el primero. En el patio estaban los otros hombres embozados, y el cuarto del portero oscuro y silencioso.

Echaron á andar por las calles solas y lúgubres, desperdigándose y colocándose á ciertas distancias los embozados, mientras el hombre con quien Ocampo había tenido el diálogo que acabamos de bosquejar, le tomó del brazo y marchaba unido con él, como si fuera su íntimo amigo. Así llegaron hasta el barrio escampado y triste de San Lázaro, sin haber atravesado una sola palabra en todo el camino. Cerca de la garita estaba un coche con un tiro de mulas. La portezuela se abrió, y Ocampo, el hombre misterioso, y dos más, subieron al carruaje. Contra las prevenciones usuales de la policía y de la aduana, las puertas de la garita se abrieron y el coche pasó, tomando el camino de Veracruz. En el tránsito Ocampo recibió todo género de atenciones de sus compañeros, que se descubrieron naturalmente, pero á los cuales no pudo reconocer. Los alimentos eran buenos, dormían en las mejores posadas; pero evitaron la entrada á Puebla y á Jalapa. Llegaron á las afueras de Veracruz una tarde á la hora del crepúsculo.{159} Se dirigieron á pie al muelle, é inmediatamente se transladaron á una barca que estaba ya con las velas henchidas y el piloto á bordo. Antes de anochecer sopló un viento favorable, y á la media noche apenas distinguían ya el faro de San Juan de Ulúa. A los sesenta y cinco días llegaron á Burdeos.

—Antes de que nos separemos, dijo el hombre misterioso á Ocampo, quiero pediros perdón. He tenido que cumplir un encargo difícil, y lo he hecho de la mejor manera posible. Ninguno de nosotros ha traspasado los límites de la buena educación, y me atrevo á creer que nuestra compañía no ha sido tan molesta como era de esperarse, atendida la situación rara en que nos hemos encontrado.

—Los viajes y los matrimonios deben hacerse repentinamente, dijo Ocampo con cierto acento irónico; pero en verdad, yo no estoy enfadado con ninguno de vds. Me resta preguntar qué es lo que me falta que hacer, y si la compañía de vds. debe aún continuar algún tiempo más.

—Aquí nos debemos separar, y solo espero que en cambio de nuestros cuidados nos prometa vd. no pasar á tierra sino hasta que haya salido aquel barco que cabalmente comienza á levantar sus anclas. Aquí está una cartera que suplico á vd. reciba y no abra ni examine hasta que se halle instalado en la posada que elija en Burdeos.{160}

—Prometí seguir lo que los mahometanos llaman el destino, y á nada me opongo, contestó.

Los hombres estrecharon cordialmente la mano de Ocampo, y con sus ligeros equipajes se trasladaron al barco que habían indicado, el cual antes de dos horas había ya salido del puerto y perdídose entre las ondas y el horizonte de la mar. Ocampo entonces desembarcó y se dirigió al hotel que le pareció más modesto y apartado del centro. Allí abrió la cartera y se encontró con una orden de una casa de comercio de México á otra de París, para que pudiese disponer de una mesada equivalente á 250 pesos. La cartera, además, tenía otro papel de una letra que quizá no fué desconocida para Ocampo, en que se le aconsejaba que viajase, que observase el mundo y que no volviese á México sino cuando personas que se interesaban sinceramente por él, se lo indicasen.

Esta aventura la refirió á mi padre una persona respetable y formal, y yo no he hecho más que evocar recuerdos que, aunque de época lejana, se conservan frescos y vivos en mi memoria. No salgo garante de la verdad, y de la cual tuve el mayor empeño en cerciorarme.

Muchos años después, y platicando yo familiarmente con Ocampo, hice rodar la conversación sobre los viajes, y me atreví á preguntarle{161} si era cierto lo que había oído referir respecto á su primer viaje á Europa. Ocampo sonrió de la manera triste y sarcástica que le era peculiar, y desvió la conversación preguntándome si conocía yo una flor que, aunque se la daban por nueva, era originaria de México y muy conocida de todo el mundo. Comprendí que no debía instarle más; pero sí me llamó la atención el que no me dijese que era una fábula lo que se contaba: así, ni negó ni confirmó la narración.

El hecho fué que Ocampo permaneció muchos meses en Francia, que probablemente no hizo uso de la carta de crédito, pues vivió no sólo con economía, sino hasta con miseria, y se dedicó á estudiar las ciencias naturales, y con especialidad la botánica, en lo que fué muy notable.

Otra anécdota ha llegado á mi noticia, y quien pudo conocer el carácter de Ocampo, no dudará de ella. Entró una noche en Burdeos á un café donde acostumbraba tomar un frugal alimento. Sabía ya y entendía perfectamente el francés, y habiendo oido decir algo de México, fijó la atención en un grupo que se hallaba á poca distancia. Entre otras cosas graves é injurias relativamente á México, uno de los tertulianos fijó esta proposición general: Los mexicanos todos son ladrones.

Ocampo se levantó de su asiento, y dirigiéndose al grupo, dijo en muy buen francés:{162}

«Señores, alguno de vds. ha dicho que todos los mexicanos son ladrones. Yo soy mexicano, y con mi conciencia les aseguro que no soy ladrón; en consecuencia, el que ha sentado tal proposición, ¡miente!»

Ocampo se retiró lenta y tranquilamente á su asiento y siguió tomando su café.

Entre los del grupo hubo un momento de silencio y de estupor, pero á poco comenzaron á discutir y á vociferar. Ocampo les volvió la espalda en señal del más soberano desprecio. Ya no pudieron sufrir, y uno se levantó, y dirigiéndose á Ocampo, le dijo:

—Espero que mañana, antes de las seis, os presentareis aquí con vuestros testigos.

—Ahora mismo es mucho mejor, y dos de los señores serán mis testigos.

Dos de los concurrentes se levantaron, estrecharon la mano á Ocampo y se pusieron á su disposición.

—¿Cuáles son vuestras instrucciones?

—Todo lo que queráis convenir lo acepto sin observación ninguna.

Al día siguiente, en un lugar aislado y apartado de Burdeos, tuvo lugar el duelo. Ocampo, que era menos diestro en la esgrima, salió herido y tuvo que estar en cama cerca de un mes. Su adversario le visitó y le satisfizo amplia y públicamente. Otros refieren que hubo un segundo encuentro, en que el adversario recibió una herida grave; pero de una{163} manera ó de otra, Ocampo dejó bien puesto su honor y el de la patria. No vaya á creerse que era espadachín, pero sí hombre muy pundonoroso y delicado, y cuando creía tener razón y obrar conforme á su conciencia y á su deber, no conocía el miedo.

II

Algo más hay que contar de la vida privada de Ocampo. Tocóle en herencia una grande y productiva hacienda de campo en el Estado de Michoacán, que se llamaba Pateo. Era aún muy joven, y de pronto no se le juzgó á propósito para la dirección de sus propios negocios. A los pocos días de haber recibido sus bienes dió pruebas evidentes de su aptitud, y más que todo de su rara probidad.

La finca era extensa y valiosa; pero reportaba muchos gravámenes, y había, además, una cantidad de deudas pequeñas que satisfacer. La primera providencia de Ocampo fué llamar á todos sus acreedores.

—Esta hacienda, les dijo, es más bien de ustedes que no mía. Examínenla á su gusto, y convengamos en la parte de ella que cada uno quiera tomar para pagarse su deuda.

La mayoría de sus acreedores consentían en renovar las escrituras. Ocampo rehusó y{164} quiso pagar. Los acreedores eligieron convencionalmente las fracciones que les pareció, y quedó á Ocampo un potrero sin casa ni oficinas. Sus acreedores se mostraron satisfechos y fueron pagados, y él comenzó materialmente la vida ruda y laboriosa del colono.

Fijó su residencia debajo de un grande y frondoso árbol que todavía existe, y ayudado personalmente de los sirvientes que le eran adictos, comenzó á levantar una casa pequeña, á cavar las zanjas, á formar las cercas, á establecer las tierras de labor, á formar, en una palabra, de una tierra salvaje una hermosa propiedad que literalmente regó con el sudor de su frente. En el discurso de pocos años había ya una casa modesta, pero cómoda; un jardín cubierto de las flores más exquisitas, y unas tierras de labor benditas por Dios, y abonadas con el sudor y el trabajo de un hombre honrado, y no sólamente admirador de la naturaleza, sino muy inteligente en la agricultura. A esta nueva propiedad le puso por nombre Pomoca, anagrama de su apellido.{165}

III

Vulgarmente se decía: «Ocampo es un hombre raro.» En efecto, no era común, y en este sentido había razón para calificarle así. Tenía un sistema de filosofía peculiar que no pertenecía realmente á ninguna de las escuelas antiguas ni modernas. Era el conjunto de todas ellas, modelado en su propio cerebro, con independencia de toda preocupación. Ocampo pensaba en la misión del hombre sobre la tierra, y para él, esta misión era la de hacer el bien y propagar la libertad en toda su mayor y más aceptable latitud; así, la política tenía necesariamente que formar parte de sus creencias íntimas. ¡Pueden hacer tanto bien los gobiernos! ¡Pueden proporcionar una suma de libertades tan apetecibles y preciosas! El constituir una parte de esa entidad que podía dispensar los más grandes beneficios á la sociedad, era para un ciudadano un grande honor y un motivo de legítima aspiración. He aquí el aspecto bajo el cual Ocampo miró siempre las cosas públicas; y no hacemos más sino recordar hoy muchas de las conversaciones que tuvimos con él.

Con unos precedentes tan sinceros y generosos, jamás pudo entrar, ni aun remotamente, en sus ideas, ni la consideración de un{166} sueldo, ni el deseo del mando, ni la necia vanidad de figurar. Desde el momento que se persuadía que no podía hacer el bien en un puesto público, lo dejaba positivamente, y omitía esas fórmulas y esas ceremonias propias de los que no obran con la firmeza de una conciencia ajena de todo interés.

Ocampo escribió para el público menos que Otero, que Rosa, que Morales y que otros muchos hombres distinguidos del partido liberal, y sin embargo, ejerció en su época mayor influjo que ellos en la marcha de las cosas políticas. Cuando se establecía en México el gobierno conservador y dictatorial, Ocampo, ó era perseguido y desterrado, ó desaparecía de la escena pública y se encerraba en su hacienda á leer ó estudiar, y á cuidar sus pocos intereses, que tenía en un perfecto estado de orden. Cuando triunfaba el partido liberal, inmediatamente era llamado á ocupar algún puesto distinguido. Se prestaba á servir los cargos populares ó políticos; jamás quiso recibir ningún empleo, aun cuando le instaron para que aceptara muchos y muy buenos, entre ellos el de director del Montepío.

Así, fué gobernador de Michoacán, cuyo Estado ha añadido el nombre de Ocampo á su antigua denominación Tarasca. Gobernó bien, estableció prácticamente sus doctrinas de libertad; fué, como en todos los actos de{167} su vida, nimiamente honrado y delicado, y se puede asegurar que jamás tomó un solo peso que no fuese adquirido con su personal trabajo.

Fué llamado al ministerio de Hacienda en Marzo de 1850, durante la administración del general Herrera.

En Octubre de 1855 entró á desempeñar el ministerio de Relaciones, siendo presidente el general Don Juan Alvarez.

En 1858 volvió á desempeñar el mismo ministerio, siendo presidente el Sr. Juárez, y en 1859 y 1860 estuvo encargado al mismo tiempo de los ministerios de Guerra y Hacienda. Fué en esta última época cuando desplegó Ocampo toda la energía de que era capaz, y participando de los inconvenientes y peligros de toda la época tormentosa de la guerra de la Reforma, firmó en Veracruz el célebre manifiesto del gobierno constitucional, y las leyes se expidieron una tras otra hasta completar la serie de providencias y circulares necesarias para consumar la obra que había costado tanta sangre y tantos trastornos en los últimos años.{168}

IV

Triunfante el gobierno del Sr. Juárez, volvió con él á México el Sr. Ocampo; pero á pocos días fué organizado otro Gabinete, y el infatigable Ministro de la Reforma, sin ninguna aspiración, sin llevar un solo peso, sin pretender, y antes bien rehusando todas las posiciones que se le brindaron, se retiró á su hacienda de Pomoca, donde se ocupaba de poner en orden sus negocios, y en cultivar sus hermosas flores, que fueron el encanto de su vida.

Llevó á su hogar sus manos limpias. Ni el dinero ni la sangre les habían impreso algunas de aquellas manchas que, como dice Shakespeare, no pueden borrar todas las aguas del Océano.

Los restos del ejército reaccionario, pasados los primeros momentos, volvieron á aparecer con las armas en la mano; y en la República, que por un momento pareció tranquila, volvió á aparecer la guerra civil.

En la hacienda de Arroyozarco había un español llamado Lindoro Cajiga. Por motivos más ó menos fundados, que no es del caso calificar, se separó del servicio de los Sres. Rosas, y reuniéndose con una colección de hombres desalmados, formó una de esas temibles{169} guerrillas que han sido el espanto de las poblaciones pequeñas y de las haciendas de campo.

Un día, el menos pensado, se presentó Cajiga en Pomoca y encontró á Ocampo desprevenido, inerme, confiado y tranquilo, en medio de sus hijas y de sus sirvientes. Bruscamente le intimó que se diera por preso; y á pie, y según se dijo con generalidad, tratándole de una manera indigna, le condujo hasta donde había una fuerza mandada inmediatamente por D. Leonardo Márquez, y que también estaba á las órdenes de D. Félix Zuloaga, que se decía Presidente de la República. Lindoro Cajiga obró de su propia cuenta, ó fué enviado expresamente por Márquez ó Zuloaga? El caso fué que, apenas este hombre respetable cayó en manos de estos jefes militares, cuando determinaron que fuese fusilado.

Ocampo no suplicó, no pidió gracia, ni aun algunas horas para disponer sus negocios; recibió con una completa calma la noticia de su próximo suplicio.

Pidió únicamente una pluma y una hoja de papel, y escribió, en pocas líneas, el testamento que ponemos á continuación, con una mano tan firme y un carácter de letra tan regular y tan correcta como si en medio de su vida tranquila del campo hubiese estado describiendo las maravillas de la naturaleza.{170}

Fué fusilado y colgado en un árbol el día 3 de Junio de 1861, frente á la hacienda de Caltengo.

TESTAMENTO

«Próximo á ser fusilado según se me acaba de notificar, declaro que reconozco por mis hijas naturales á Josefa, Petra, Julia, i Lucila, i que en consecuencia las nombro mis herederas de mis pocos bienes.

«Adopto como mi hija á Clara Campos, para que herede el quinto de mis bienes, á fin de recompensar de algún modo la singular fidelidad i distinguidos servicios de su padre.

«Nombro por mis albaceas á cada uno in solidum et in rectum á D. José María Manzo de Tajimaroa, á D. Estanislao Martínez, al Sr. Lic. D. Francisco Benítez, para que juntos arreglen mi testamentaría i cumplan esta mi voluntad.

«Me despido de todos mis buenos amigos i de todos los que me han favorecido en poco ó en mucho, i muero creyendo que he hecho por el servicio de mi país cuanto he creído en conciencia que era bueno.

«Tepeji del Río, Junio 3 de 1861.—M. Ocampo.

«Firman este, á mi ruego, cuatro testigos, i lo deposito en el Sr. General Taboada, á{171} quien ruego lo haga llegar á mis albaceas ó á D. Antonio Balbuena, de Maravatío.

«En el lugar mismo de la ejecución, hacienda de Jaltengo, como á las dos de la tarde, agrego, que el testamento de Dª Ana María Escobar está en un cuaderno en inglés, entre la mampara de la sala i la ventana de mi recámara.

«Lego mis libros al Colegio de San Nicolás de Morelia, después de que mis señores albaceas i Sabás Iturbide tomen de ellos los que les gusten.—M. Ocampo.J. I. Guerra.Miguel Negrete.Juan Calderón.Alejandro Reyes.»

Así terminó su carrera, á la edad de 54 á 56 años, uno de los hombres más distinguidos, más honrados y mejores de la República[1].

Manuel Payno.

{172}

LEANDRO VALLE

Amigo: te felicitamos por haber dado á tu fe republicana hasta el último aliento de tu vida, hasta el último latido de tu corazón. Te felicitamos por haber sufrido, por haber muerto.

V. Hugo.

I

Leandro Valle es una de las figuras más prominentes de la revolución progresista.

Esa figura, que yace alumbrada por la luz de la historia, dice á la actual generación que surge la juventud en la tormenta revolucionaria, como el rayo que va á incendiar los escombros del pasado, para echar los cimientos del porvenir.

Valle apareció en la revuelta arena de nuestro anfiteatro guerrero bajo los estandartes de la Reforma, cuando el clero era una potencia y parapetaba en sus ciudadelas á sus soldados para defender sus tesoros y prominencias.

Cuando para escándalo del siglo y vergüenza de la historia, nos encontrábamos como en la Edad Media, en pleno feudalismo,{173} las escuadras invasoras arrojaban sobre la ciudad heroica sus primeras bombas en 1847, y la capital se envolvía en las llamas de la guerra civil, á la voz de Religión.

Valle combatía por primera vez al lado de los reformistas, arrebatado por ese espíritu gigante, que no le abandonó ni en los últimos instantes de su existencia.

Aquel niño cuya frente serena se ostentó en esos días á la luz resplandeciente de los cañones, se dejó ver en el combate con el extranjero, en cuyo estadio se trazaban los preliminares de una carrera de gloria y de heroicidad.

La fortuna negó á nuestras armas la victoria, pero fué impotente para borrar las hazañas de nuestros héroes; se veneran aún en aquellos campos de recuerdos patrióticos las cenizas sagradas de nuestros mártires.

¡Gloria á vosotros, que llevasteis vuestra sangre como una ofrenda á los altares de la patria!

¡Gloria á vosotros, que rindiendo un homenaje al patriotismo, caísteis en la arena lanzando vuestro último grito como un saludo eterno á la libertad!

¡Gloria á vosotros, que sobrevivís á esos días de prueba y arrastrais una existencia de olvido; vosotros sois los templos vivos de nuestras memorias, la tradición palpitante de las batallas; cada vez que las descargas anuncian{174} que uno de vosotros baja al sepulcro, nos parece que se arranca una hoja de ese libro histórico de nuestras glorias!

II

Cuando una sociedad encalla, se necesitan los choques de la revolución para sacarla de los arrecifes.

El torrente irresistible del siglo destruye y crea al mismo tiempo; por eso vemos al mundo antiguo desaparecer con sus tradiciones, con sus hombres, con su filosofía y si invocamos como un derecho las creencias de nuestros padres, no recordamos las de nuestros mayores.

La independencia de las naciones no trae siempre consigo la idea de la libertad.

México, independiente, cayó bajo el poder del clero, y la sociedad yacía esclava de las prácticas religiosas en su orden político y su construcción administrativa.

Acabó la unción de los reyes; pero el presidente iba á consagrar su cabeza bajo el palio y á arrodillarse en los mármoles de la catedral, y á inclinar la frente agobiada, al resonar en las bóvedas el canto de los Salmos.

El poder civil desaparecía ante la potestad canónica, ante esa vara mágica que abre á su contacto las puertas del cielo y las del abismo.

Desde las aldeas hasta las ciudades, ostentaban,{175} templos y monasterios, sitios de tormento para las vírgenes, foco de pereza y de histérico para los cenobitas, rompiendo de continuo los votos esas cadenas que el ascetismo de los siglos medios ha querido imponer á la naturaleza.

Avasallada la sociedad por el sentimiento religioso, subyugada por el fanatismo y ultrajada por una soldadesca inmoral y desenfrenada, sintió la necesidad del sacudimiento; la prolongación del letargo podía llegar hasta la muerte.

Brotó la idea de la Reforma como una fosforescencia de su cerebro; la idea necesitaba armarse, combatir, triunfar.

Los que habían puesto el dogma de la intolerancia en las cartas políticas, no eran seguramente los hombres de la revolución.

Los que habían combatido al lado del estandarte de la fe, pertenecían al pasado. No quedaba sino la nueva generación para realizar el pensamiento reformador de la sociedad.

Pero la juventud necesitaba una guía en el terreno práctico de sus aspiraciones patrióticas.

Hidalgo había dado el grito de libertad cuando su cabeza estaba cubierta con el hielo de la vejez; era necesario buscar para la Reforma otra organización privilegiada que no cediera á los embates de la revolución, que se presentaría terrible como nunca.{176}

Un antiguo caudillo de la libertad daría con su voz autorizada el prestigio de la revolución. En el mapa de nuestros recuerdos se encuentra señalado con una estrella roja el pueblo de Ayutla, punto de la erupción cuya lava debía extenderse sobre los campos todos de la República.

No seguiremos en esta vez la marcha trabajosa de esa revolución hasta su triunfo definitivo, porque vamos en pos de la huella de un hombre, objeto de nuestro artículo.

El gobierno democrático quedó instalado, y la idea de la Reforma aceptada como una conquista del siglo y de la civilización.

El gigante se sintió herido; alzóse terrible en sus convulsiones; rota su armadura, aun podía empuñar la clava y provocar una reacción momentánea; pero qué diría de sus esfuerzos sobrehumanos antes de declararse vencido y humillado ante sus adversarios.

El motín, la conspiración tenebrosa, la tribuna eclesiástica, la cátedra, todo, todo se puso en juego para falsear los principios victoriosos.

El 11 de Enero de 1858, la reacción tornó á enseñorearse de la capital, comunicando su movimiento á los puntos más distantes de la República.

Juárez, después de una marcha trabajosa y de vicisitudes por el interior del país, se embarcó en el Manzanillo, y atravesando el{177} istmo de Panamá, entró sereno, como la barca que le conducía, á las aguas del Golfo, y estableció su gobierno en Veracruz hasta el triunfo definitivo de la idea progresista.

La revolución tronaba como la tempestad en el cielo de la República.

Se alzaron cien patíbulos, corrió la sangre, se consumaron venganzas inauditas, el clero se arrancó la máscara, y se entró en la lucha más terrible que registran nuestros anales.

Volvamos á nuestra individualidad. Leandro Valle quedó fiel á su bandera, quemó sus últimos cartuchos en las calles de la capital, y marchó después á unirse con el ejército al interior de la República.

La reacción había tenido un éxito inesperado, el ejército del clero ganaba batallas por doquiera, y cosechaba triunfos, de los cuales él mismo se sorprendía.

Estrechos son los márgenes de este artículo para narrar las vicisitudes de los demócratas y sus grandes sacrificios por la causa de la libertad.

Aparecía un hombre empujado por el huracán revolucionario, se hacía célebre por su heroicidad, y desaparecía después en una oleada de muerte y de exterminio.

De esa peregrinación de combates queda una estela de sangre, como una marca de fuego, sobre los campos y las montañas.{178}

III

El terrible sitio de Guadalajara y las jornadas de Silao y Calpulalpam anunciaron al mundo de la reacción, que había muerto para siempre, hundiéndose en el pasado con el anatema de los buenos.

Valle venía en ese ejército victorioso, de cuartel-maestre, distinguiéndose por su arrojo y pericia militar. El 25 de Diciembre de 1860 el ejército liberal ocupó la plaza de México, y los prohombres del partido clerical huyeron despavoridos, unos al extranjero y otros á las encrucijadas, donde se hicieron á poco de los restos desmoralizados de su ejército, entregándose al pillaje desenfrenado y á las escenas de sangre más repugnantes.

Juárez estaba de regreso en su palacio presidencial, como el pensamiento de la revolución triunfante.

Convocóse desde luego la Asamblea Nacional, y el nombre de Valle surgió en las candidaturas populares, y el joven caudillo tomó asiento en los escaños de la Cámara.

Arrebatado por su carácter fogoso, fué uno de los que propusieron la Convención, cuya idea no pudo llevarse hasta su término. Valle se había colocado entre los exaltados, y votaba los proyectos de reforma más avanzados en nuestra política.{179}

En aquellos días de efervescencia, cuando las pasiones estaban desbordadas, se supo en la capital que D. Melchor Ocampo, uno de los hombres más prominentes de nuestro país, había sido asesinado alevosa é impíamente por la reacción acaudillada por Márquez, ese miserable que está fuera de la compasión humana, entregado al desprecio y vilipendio del mundo entero.

El pueblo se sintió herido por aquel rudo golpe, y se lanzó á la cárcel de reos políticos, en busca de víctimas: entonces Leandro Valle se apresuró á contener el desórden, habló al pueblo en nombre de su honra sin mancha, de la gran conquista que acababa de alcanzar en su gran revolución de reforma, y de su porvenir.

La tempestad se calmó; pero de aquellas olas inquietas todavía se desprendió una voz fatídica como la de un agorero: Cuando el general Valle caiga en poder de los reaccionarios, no le perdonarán.

Hay palabras que las inspira la fatalidad y las realiza el destino.

El general D. Santos Degollado, de cuya biografía vamos á ocuparnos próximamente en la galería del Libro Rojo, pidió ir en busca de los asesinos de Ocampo. Desgraciadamente una mala combinación militar le hizo caer en poder de sus enemigos, que derramaron aquella sangre que dejó ungida la tierra.{180}

El Gobierno dispuso que Leandro Valle saliera en persecución de los asesinos.

IV

Hay detalles que recargan las sombras tenebrosas de un drama.

Valle estaba en la fuerza de la juventud, en esa alborada de la vida en que la luz de la fantasía extiende pabellones de fuego en nuestro cerebro y envuelve el corazón en una densa nube de aromas: cloroformo que nos hace soñar en el encanto engañador de la existencia, y horas de amor en que el ángel de la dicha llama á las puertas del corazón y trasporta el alma al mundo bellísimo de las esperanzas!......

Valle amaba por la primera vez; su corazón, que parecía encallecido entre el rumor de las batallas y los trabajos del campamento, rindió su homenaje á la hermosura, palpitó lleno de cariño, y evocó los genios de la felicidad y del porvenir!...... Sarcasmo ruin de la existencia!...... Aquella alma virgen y llena de ilusiones, estaba ya en los dinteles de otra vida!......

Valle debía salir á la mañana siguiente.... á los desfiladeros de las Cruces, donde el enemigo le esperaba.

Al joven general, que acababa de asistir á combates de primer orden, le parecía de poca{181} importancia aquella expedición; así es que se entregaba al esplendor de una fiesta en medio de sus ilusiones de amor y la efusión simpática de sus amistades.

Valle ofrecía á los pies de su prometida, traer un nuevo laurel de victoria, cosechar un nuevo triunfo, manifestarse héroe al influjo santo de aquella pasión.

Resonaba la música poblando de armonía aquella atmósfera de perfumes; las flores exhalaban su esencia, como el corazón sus suspiros y el hervidor champagne apagaba sus blanquísimas olas en los labios encendidos de la belleza!...... Ilusiones, amores, esperanzas; velas flotantes en la barca de la vida!

En medio de aquel mundo de ensueños, resonó una palabra que es de tristeza en todas circunstancias...... Adiós!

Frase misteriosa, exhalación pavorosa del alma, voz de agonía, acento desgarrador que anuncia la separación, parecido al choque de una ola que se aleja en el mar para no volver nunca!.......... Ay! ¡cuántas olas han desaparecido en ese mar siniestramente sereno de la existencia, dejándonos la huella imborrable de los recuerdos!

Valle partió emocionado al campo de batalla; oyóse el rumor de las cajas, el paso de los batallones, el rodar de la artillería......... después, todo quedó en silencio!{182}

V

Estamos en la mañana del 23 de Junio de 1861: las nubes se arrastran entre los pinares del Monte de las Cruces, y una lluvia menuda cae en el silencio misterioso de aquellos bosques.

Todo está desierto; por intervalos se escuchan los golpes del viento que agita las pesadas copas de los árboles y arrastra á gran distancia el grito de los pastores.

Ni un viajero cruza por aquellas soledades, reciente teatro de una catástrofe.

El huracán de la revolución tiene yermos aquellos campos.

Se ignora la altura del sol, porque las montañas están alumbradas por luz de crepúsculo.

Repentinamente aquel silencio se turba; grupos de guerrilleros comienzan á aparecer en todas direcciones, posesionándose de las montañas y desfiladeros, indicando el movimiento de una sorpresa.

Unos batallones se sitúan en la hondonada de un pequeño valle, en actitud de espera.

Pasan dos horas de espectativa, cuando se dejan ver las primeras avanzadas de una tropa regularizada; se oyen los primeros disparos, y comienza á empeñarse un combate parcial; los soldados de Valle se extienden por{183} las laderas, desalojando á los reaccionarios, y con el grueso de sus tropas hace un empuje sobre las del llano, que resisten á pie firme algunos minutos y comienzan después á desordenarse.

Los guerrilleros de la montaña pierden terreno y se replegan á su campo.

Valle debía obrar en combinación con las fuerzas del general Arteaga que se le reunirían en aquel campo; pero alentado con el éxito de su primer movimiento, cree alcanzar, sin auxilio, una fácil victoria, y se lanza con arrojo sobre el enemigo que huye en desórden.

Una coincidencia fatal viene á arrebatarle su conquista.

Márquez llega al campo enemigo accidentalmente, con fuerzas superiores á las de Valle, le sorprende en ese desórden que trae consigo la victoria, y alcanza á derrotarle completamente.

Valle hace esfuerzos inauditos de valor; sus oficiales le quieren arrancar del campo; pero él prefiere la muerte, á presentarse prófugo y derrotado en una ciudad que le aguardaba victorioso.

El joven general cae prisionero después de disparar el último tiro de su pistola.

El tigre de Tacubaya, la hiena insaciable de sangre, tiene una víctima más entre sus garras y no la dejará escapar.

Está en su poder el soldado á cuyo frente{184} había retrocedido tantas veces, el que le había humillado en los campos de batalla...... su sentencia era irremisible! Valle comprendió desde luego la suerte que se le reservaba, y escuchó con serenidad su sentencia de muerte.

Márquez quizo humillar en su horrible venganza al joven general, mandando que se le fusilase por la espalda como á traidor.

Entre aquella turba de miserables asesinos, no hubo una voz amiga que se alzara en favor del soldado que había perdonado cien veces la vida de los prisioneros, y evitado en la capital que la cólera del pueblo consumase una represalia en personajes de valía entre los reaccionarios.

El vaticinio popular se cumplía: «Caerá en poder de sus enemigos, y no le perdonarán.»

Cerraba la noche de aquel día aciago, cuando Valle fué conducido al lugar de la ejecución.

De pie, reclinó su frente sobre la tosca corteza de un árbol, se apoyó en sus brazos y esperó resuelto el golpe de la muerte.

Oyóse una descarga cuyos ecos repercutieron en el fondo de las montañas, y al disiparse el humo de la descarga, se vió en el suelo al general Valle tendido en un lago de su propia sangre, agitándose en las últimas convulsiones.

*
* *

{185}

El rencor de los hombres tiene por límite la muerte; pero hay seres que en mal hora han venido al mundo para deshonra de la humanidad. Aquel cadáver, mutilado por el plomo, provocaba aún las iras de su asesino; no le bastaba la sangre, no; aquello era poco á la venganza; le faltaba la ostentación del crimen, el alarde de la impiedad!

Aquel cadáver fué colgado á un árbol que han desgajado ya los huracanes, como el pregón, no del delito de Valle, sino de la infamia de sus verdugos.

Desde aquel leño ensangrentado pedía el cadáver justicia á Dios, cuya sombra se alza terrible delante de los malvados, como la amenaza del cielo en sus horas de inexorable justicia!

VI

El cadáver de Leandro Valle fué recibido en la capital con pompa fúnebre, y se le tributaron los honores de los héroes.

Sus restos mortales descansan en el panteón de San Fernando, al lado de las cenizas venerandas de los mártires de la Libertad y de la Reforma.

Juan A. Mateos.

{186}

DON SANTOS DEGOLLADO

I

Hay seres á quienes el destino manifiesto, lanza en el mundo pavoroso de la adversidad, como relámpagos desprendidos de una nube de tormenta, para alumbrar el caos y quedar perdidos en los pliegues gigantes de la tiniebla.

Seres revestidos de una alta misión, apóstoles de una idea sobre el ancho camino de los mártires, glorificadores del pensamiento, honra de un siglo y veneración de la humanidad.

Ante esos seres del privilegio histórico, es necesario descubrirse la frente, como á la vista de un monumento que señala una conquista civilizadora, ó la revindicación de un derecho hollado.

Hay una palabra que asume el destino entero de una época, ya se opere en la religión, en la política ó en la filosofía: se llama Reforma.{187}

Cuando esa idea grandiosa encarna en un hombre, hace de él un mártir, á veces un héroe.

El mundo oye decir: «ese hombre es un reformador,» y su mirada se posa en la tribuna, y después en ese gólgota donde ha caído gota á gota la sangre redentora de la sociedad humana!

¡El cadalso! trípode magnífica levantada sobre los gigantes círculos de la tierra, donde la voz, en sus últimas entonaciones, adquiere el poder de resonar en los ámbitos del globo.

Diez y nueve siglos vienen las palabras del ajusticiado de Jerusalem disputándose las lenguas, reapareciendo con los idiomas nuevos, incrustándose en los monumentos, porque esas palabras cayeron al pie de la cruz en los momentos supremos de la agonía.

Y es que al extinguirse el aliento del hombre, comunica á la idea ese soplo vivificante de la inmortalidad.

Delante de las cenizas de un reformador venimos á pronunciar las palabras del contemporáneo, para que sean recogidas en son de ofrenda por los historiadores del porvenir.

No vamos á buscar en la cuna del pontífice de la democracia mexicana la voz del augurio, ni la constelación dominante en la hora de su advenimiento al mundo; porque esos misterios los encerramos todos en la idea que opera transformaciones tan gigantes.{188}

La democracia no cree más que en una raza, en una sangre: la que corre al través de la humanidad entera.

Dios arrojó sobre el globo las inquietas aguas del Océano; en vano el orgullo de los hombros les ha impuesto un bautismo; son tan salobres las ondas del mar Indico, como las del estrecho de Bering.

Sabemos que viene el hombre del sexto día del Génesis, y eso nos basta.

Negamos la profecía sobre el sér que despierta al aliento de la vida, como negamos la infalibilidad; porque sabemos que cederá á la influencia de su época en las transformaciones sociales.

Vemos al gladiador sobre la arena del anfiteatro sin preguntar si mecieron su cuna los vientos emponzoñados del Ganges, ó las brisas del Nuevo Mundo.

La filosofía no abre las hojas del pasado, sino para estudiar el fenómeno.

Hay tanta obscuridad en derredor nuestro, que apenas podemos determinar algo sin auxilio de otro misterio. Ver salir á un hombre á la vida social, apoderarse de una idea, convertirse en campeón, luchar, sufrir, sacrificarse y vencer al fin, con sólo el esfuerzo de su voluntad indomable, con sólo el magnetismo de la palabra, es más de lo que puede hacer el resto de los hombres; esto se consigna, se palpa, pero no se comprende.{189}

Sale del humilde pueblo Nazaret un inspirado, se hace oír en la tribuna, desciende á las márgenes del Galilea, inquieta á la sociedad pagana, funda una doctrina, sube con serenidad las rocas del Calvario, acepta por completo su misión de mártir, y el mundo antiguo sobrevive apenas á la agonía del Crucificado. El catolicismo se apodera del mundo moderno y le encadena; ya no son los cristianos los que entran en el circo; de víctimas se tornan en verdugos que arrojan al fuego á sus enemigos. Entonces se levanta de la humilde celda de un convento de la Alemania la voz terrible de Martín Lutero, iniciando la reforma religiosa y la idea protestante; señala ya al siglo XIX como el crepúsculo del catolicismo.—Decididamente Martín Lutero vale tanto como Mahoma y Sakia-Muni.

Estos grandes movimientos religiosos coinciden con los cambios políticos, porque la idea civil y religiosa se tocan en la práctica de las sociedades.

No entraremos en esas apreciaciones históricas y filosóficas, porque es otro el objeto de nuestro artículo.

II

Don Santos Degollado fué el Moisés de la revolución progresista; murió señalando la tierra prometida, al pueblo á quien había guiado{190} en el desierto ensangrentado de los combates.

Salió de las obscuras sombras de una catedral, donde la curia eclesiástica le veneraba como á uno de los servidores más leales de la iglesia; seguramente aquella soledad despertó en su cerebro la idea de la reforma, vió al pueblo encadenado á los hierros de la tiranía, y pesando sobre la frente de la sociedad la mano inexorable del clero. Le pareció ese abatimiento la abyección deshonrosa de una nación, el envilecimiento del sér humano, y el síntoma precursor del desaparecimiento en la absorción conquistadora.

Sintióse humillado en su calidad de hombre y de ciudadano, operóse en su alma una metamórfosis heroica, arrojó de sí la pluma, empuñó la espada y sentenció en el alto juicio de su patriotismo las ideas condensadas durante medio siglo en el cielo de la sociedad.

La Iglesia le cerró sus puertas como á un relapso; entonó los salmos Penitenciales al condenado, le excomulgó á su vez, diciéndole anatemas y borrándole de los registros católicos.

Pero el pueblo formó valla á su paso, respondió á su voz que le llamaba al combate, y le aclamó el campeón de sus libertades.

Entonces se desarrolló á la vista del mundo entero un espectáculo magnífico. La juventud{191} se apoderó de aquellos estandartes que debían llegar al último reducto acribillados por la metralla. Hubo una sucesión de combates sangrientos en que los ejércitos de la Reforma desaparecían en medio de los desastres más sangrientos; pero el bravo campeón parecía llevar en sus labios el fiat de la creación, porque sus filas aparecían como por encanto sobre los mismos campos de la derrota.

Luchaba contra la fatalidad; pero hay algo que está sobre el fatalismo: la constancia y la abnegación.

Aquel ejército, impulsado por el aliento sobrehumano del patriotismo, recorrió los campos escarbados de la República en una sucesión de duelos y de batallas que registran las páginas más terribles de nuestra historia.

El 11 de Abril de 1859 las huestes se presentaron al frente de la capital después de sostener en su tránsito tres combates formidables. Don Santos Degollado creyó dar un golpe de mano tomando por asalto la ciudad; pero Dios no había señalado aún el término de aquella lucha.

Mientras una parte del ejército republicano conquistaba el laurel de la victoria á bordo de la «Saratoga» en las aguas de Antón Lizardo, y rechazaba á los reaccionarios desde los muros de la Ciudad Heroica, una nueva{192} catástrofe tuvo lugar en las lomas de Tacubaya.

El ejército de Degollado se retiraba después de un combate sangriento, dejando en poder de los soldados del clero un grupo de jóvenes que no quisieron separarse del campo, unos por asistir á la batalla hasta el último trance, y otros por estar en calidad de médicos, prestando auxilios á los desgraciados que yacían en la arena, víctimas del plomo.

Dice la sombría historia de aquella noche memorable, que los prisioneros fueron ejecutados en medio de una saturnal espantosa de sangre y de venganza.

El autor de la hecatombe yace proscripto y con la maldición de Dios vibrando sobre su frente, perseguido de los espectros de las víctimas que no le han abandonado desde entonces, ni en las apartadas regiones europeas, ni en su peregrinación á la Tierra Santa, ni en su ostracismo en los hielos del Norte[2].

Esas augustas sombras presenciarán la trabajosa agonía del malvado, tomarán asiento sobre la piedra de su sepultura, y permanecerán allí serenas, inmóviles, impasibles, hasta que el soplo de Dios pase sobre esos huesos maldecidos, y los mártires pidan justicia en la hora solemne de la resurrección!{193}

III

La época del obscurantismo entraba en agonía; su causa estaba sentenciada, pero le daba aliento la sangre, como si refrescase los labios de un moribundo. Las huestes de la Reforma sitiaban las ciudades, se apoderaban de los puertos en el Pacífico y el Atlántico, y atravesaban el centro del país reconquistando las plazas en son de guerra.

La revolución moral estaba efectuada. D. Santos Degollado era el héroe de aquel gran movimiento; tenía por soldado á Zaragoza.

El reducto inexpugnable de la reacción acababa de capitular ante las armas republicanas. Guadalajara estaba recuperada.

No queremos recordar la combinación política que motivó la separación del general Degollado de la dirección de un ejército levantado por él, y por él llevado á los campos de victoria. El insigne patriota rindió un homenaje á la autoridad constitucional, y bajó en silencio de su alto puesto, sin pronunciar una palabra, sometiéndose á las eventualidades de un proceso.

Le faltaba la última decepción para llenar la vida de un héroe. En cuanto á su muerte, el destino se ocuparía de realizarla.

Desde aquel momento su estrella se empañó en el cielo del oráculo, y comenzó á resbalar sobre la huella que termina en el desastre.{194}

Solo, pobre y abandonado, sin más compañía que aquella espada que le había acompañado durante tantos años de vicisitudes, partió del campo de la ingratitud con la faz serena, pero con el corazón hecho pedazos.

Aquel hombre extraordinario tenía un consuelo: la religión; era como Morelos: se persignaba y decía oraciones momentos antes de la batalla.

Se le vió atravesar por los pueblos que respetaban el grande infortunio, viendo aquella figura histórica como el paso del alma de la revolución, que iba peregrinante por el suelo de los combates.

Unióse á la división Berriozábal que venía de triunfo del Puente de Calderón, y tomó hospedaje en la ciudad de Toluca.

La reacción no se dejaría arrebatar el poder sino hasta el último momento; así es que haciendo un esfuerzo supremo, organizó sus fuerzas y cayó sobre aquella división avanzada, dándole una sorpresa.

El general Degollado fué hecho prisionero y conducido como un trofeo entre los estandartes de la reacción.

El pueblo se agolpó á su tránsito, deseaba conocer á aquel hombre que había llenado las páginas de cuatro años con sus milagros y sus hazañas.

El ilustre prisionero aceptó por completo su destino; sabía que el genio de la vicisitud batía{195} las alas sobre su existencia, y estaba resignado.

La victoria de Calpulálpan vino á decidir el triunfo completo de la idea reformista; sobre aquella arena quedó vencida para siempre la reacción. Un monumento sería en aquel lugar histórico el sarcófago de la sociedad antigua.

IV

El ejército de la reforma clavó sus estandartes vencedores en la capital de la República, el día 25 de Diciembre del año memorable de 1860.

Las puertas del calabozo que guardaban á Don Santos Degollado se abrieron, y aquel mártir de la fe republicana se refugió en un silencio heroico, sacando su barca del mar borrascoso de las agitaciones políticas.

Un golpe inesperado vino á herirle cuando yacía en el silencio de su hogar. Las hordas salvajes de la reacción, esos grupos de miserables asesinos, marea infecta en el lago obscuro de los motines, perpetraban el más cobarde de los asesinatos en la persona ilustre de Don Melchor Ocampo, en el hombre del pensamiento, en el salvador de la idea, en el cerebro de la revolución reformista.

Los restos ensangrentados del mártir de Tepeji, colgados á un árbol del camino, y{196} agitándose al soplo del viento, eran desde el suplicio el pregón de la infamia de sus verdugos, el ejemplo palpitante, la enseñanza heroica á las generaciones del porvenir.

La sociedad entera se estremeció ante ese drama pavoroso. La hiena de Tacubaya, ese miserable, hecho del barro de Troppman, y animado por el soplo del crimen, era el autor de ese atentado, que rechaza con indignación la severidad humana.

El pueblo se agolpó á las galerías de la Cámara, buscando un eco bajo aquellas bóvedas, y se encontró con un espectáculo que no esperaba, y que se registra en la sesión del 4 de Junio de 1861.

En medio de la terrible fermentación de los ánimos, cuando todas las voces se convertían en un alarido de venganza, se vió aparecer sobre la tribuna á un hombre de aspecto siniestramente sereno, dejando ver, no obstante, las señales marcadas del dolor sobre su rostro.

El aparecimiento repentino de aquella figura solemne aplacó la tempestad desencadenada; entonces se dejó oír el acento patriótico, que había resonado tantas veces en los campos de batalla y la tribuna revolucionaria: era la voz de Don Santos Degollado, que vibraba con una entonación lúgubre, demandando de sus jueces el permiso para vengar la sangre del patriarca de la democracia. Ave, Cæsar, moriture te salutant!{197}

V

El 15 de Junio, ese año histórico de 1861, el general Degollado presentaba batalla á la reacción en el monte de las Cruces.

El enemigo le tendió un lazo horrible, aparentó retroceder é hizo caer en una emboscada á los soldados republicanos. En medio del desórden que sigue siempre á una sorpresa, el general quiso reconquistar lo perdido y llamó con su voz de trueno á sus huestes, que se perdían entre los pinares y rocas de la montaña.

Aquella voz atrajo la atención del enemigo, que se precipitó sobre el general, á quien el caballo le faltó en los momentos supremos, rodando sobre las piedras.—Pocos momentos después, la reacción llevaba en triunfo el cadáver de Don Santos Degollado, horriblemente mutilado y como un despojo de la batalla.

..........................................

¡Descansa en paz, sublime mártir de la libertad republicana! Los pendones enlutados de la patria sombrearán tu sepulcro en son de duelo, y el libro de la historia guardará tu nombre en esa página reservada á los mártires y á los héroes!

Juan A. Mateos.

{198}

LOS MARTIRES DE TACUBAYA

I

El huracán sombrío de las revoluciones arrastra á su paso los despojos de las sociedades, desquiciándolas y hundiéndolas en un abismo, tumba abierta al extravío humano!

El libro ensangrentado de nuestra historia es uno de aquellos monumentos terribles donde se ve la expiación y el castigo que deja caer la mano vengadora de Dios, sobre los pueblos á quienes azota la guerra fratricida.

Medio siglo de combates, de duelos, de asesinatos, han sembrado de tumbas el territorio de la República, y es, que al descarrilarse nuestra sociedad de la vía tenebrosa de la conquista, ha llevado en su paso á dos generaciones con el tren inmenso de sus costumbres, de su superstición y de sus creencias.

La Reforma ha pasado, como en todos los pueblos, sobre un campo de muerte; porque{199} las sociedades antiguas se hunden en medio de la catástrofe.

Reaparece la sociedad moderna bajo la luz de la civilización y de la nueva idea, y sentada sobre los escombros ensangrentados, pasea su mirada en torno, y entonces la historia se escribe, y el gran libro de la experiencia llena sus páginas con el relato de los desastres.

Registramos hoy en las hojas del Libro Rojo la hecatombe más pavorosa que llenó de indignación al mundo civilizado, y determinó la caída de la usurpación armada.

He aquí el relato de ese hecho que pasa ya entre los romances populares con todas sus sombras é invencible horror.

La hora había sonado para las antiguas preocupaciones; el poder del clero se hundía al Dies iræ de la revolución en los avances del siglo, y los últimos soldados de la fe luchaban desesperados en nombre de una causa sentenciada en el tribunal augusto de la civilización.

El pueblo combatía bajo los pendones del progreso, y oponía su sangre como en los días primeros de su emancipación, á los golpes postreros de sus enemigos.

El patriarca de la Libertad que como el mito de la religión pagana convertía las piedras en hombres, levantando ejércitos con sólo el esfuerzo de su aliento y la fe de su{200} constancia, acercó atrevido sus trágicos estandartes á la capital de la República, clavando su bandera sobre ese cerro histórico de Chapultepec, como un cartel de desafío á sus adversarios.—Menguaba el astro de aquel hombre sublime, mientras ascendía en el cielo de la patria el sol de sus libertades. La historia señalaba el 11 de Abril de 1859 como una fecha siniestramente memorable para la República.

Libróse una batalla sangrienta en que las huestes del pueblo quedaron derrotadas sobre aquel campo. Hasta ahí, nada presentaba de particular el lance de guerra, sino la heroicidad de los vencidos.

Abrimos un paréntesis para dar lugar al relato escrito en la misma noche del 11 de Abril, y bajo las impresiones dolorosas de aquel suceso.

*
* *

El 11 de Abril de 1859 trabóse una batalla en las lomas de Tacubaya, y el general Degollado resolvió emprender una retirada, señalando una corta sección que resistiera el empuje de los soldados de la guarnición de México. Esta sección combatió con valor hasta agotar sus municiones; la villa fué invadida, el palacio arzobispal ocupado por los soldados de la reacción, que viendo vencidos á{201} sus enemigos les hicieron fuego y los lancearon en todas partes, sin hacer distinción entre los heridos.

Algunos jefes y oficiales quedaron prisioneros al terminar la acción del 11. Los heridos no pudieron seguir la retirada, y quedaron en hospitales improvisados en el Arzobispado y en algunas casas particulares. Con ellos quedó el jefe del cuerpo médico-militar del ejército federal y tres de sus compañeros que creyeron inhumano y desleal abandonar á hombres cuyas vidas podrían salvar, cuyas dolencias podrían mitigar.

Un día antes de la acción se supo en México que eran muy pocos los profesores que venían en el ejército federal, y que esta escasez podía hacer mucho más funestos los resultados de una batalla. Esta noticia hizo que algunos jóvenes estudiantes formaran y llevaran á cabo el noble proyecto de ir á Tacubaya á ayudar gratuitamente á los facultativos y á cuidar y operar á los heridos de los dos ejércitos.

Terminada la acción, varios vecinos recorrían el teatro de la batalla para informarse de lo ocurrido y auxiliar á los moribundos.

Otros jóvenes llegaban en aquel momento á la población, viniendo de tránsito para México á completar su educación.

La contienda había concluido; contienda entre compatriotas y hermanos, no quedaba{202} para el vencedor más que el triste y piadoso deber de curar á los heridos, de sepultar á los muertos y endulzar la suerte de los prisioneros: esto habría hecho cualquier caudillo que hubiera tenido de su parte el derecho y la legitimidad. Pero pocas horas antes había llegado á México D. Miguel Miramón como primer disperso del ejército que anunció iba á tomar Veracruz y retrocedió espantado de los muros de aquella heroica ciudad, sin haberse atrevido á atacarla. Humillado, caído en el ridículo, prófugo, quiere vengar los desastres que debe á su impericia, y vuela á Tacubaya. El genio del mal, el demonio del exterminio y del asesinato, cayó sobre aquella población!

Durante el desorden de la ocupación de la villa, se oían tiros por todas partes. Unos huían, otros se defendían vendiendo caras sus vidas, otros sucumbían; pero, aunque desigual, había lucha todavía.

Miramón reune en San Diego á Márquez y Mejía; sabe allí los nombres de algunos de los prisioneros, y estos tres hombres reunidos en un claustro decretan la muerte de los vencidos y de cuantos se encuentren en su compañía. Estos tres hombres pronuncian el vae victis! de los tiempos más bárbaros. Varios jefes palidecen al recibir las órdenes de los asesinos; pero hay cobardes que se encargan gustosos de la ejecución de la matanza.{203}

Los soldados caen sobre los heridos; penetran hasta los lechos que les ha preparado la caridad, y allí los acaban á lanzadas animados por la voz de Mejía.

Los médicos, pocas horas antes, habían dicho á un oficial que estaban prestando socorros urgentes á los heridos. El oficial les dijo que hacían muy bien en cumplir con su deber, y desde entonces los auxilios de la ciencia se impartieron por ellos, sin distinción, á liberales y reaccionarios.

Llegó la noche, y comenzó á cumplirse la orden de los jefes de asesinos.

En el jardín del Arzobispado sucumbió la primera víctima, el General D. Marcial Lazcano, antiguo militar, que acababa de batirse con un valor admirable, y que al ser conducido al suplicio fué insultado por oficiales que habían sido sus subalternos y á quienes había corregido faltas de subordinación y disciplina. El general les dijo: «Hay cobardía y bajeza en insultar á un muerto.»

Inmediatamente corrieron la misma suerte

El joven D. José M. Arteaga,
El capitán D. José López,
El teniente D. Ignacio Sierra.

Los cuatro murieron con valor y fueron fusilados por la espalda; los cuatro animaron á sus verdugos diciéndoles que no temblaran al hacerles fuego.{204}

*
* *

Los médicos oyeron los tiros, conocieron lo que pasaba y sin embargo seguían haciendo vendajes y practicando amputaciones. Hubo quien dijera á D. Manuel Sánchez que huyera, y él, mostrando un instrumento quirúrgico que tenía en la mano, y el enfermo á quien operaba, dijo: «No puedo abandonarlo.»

La soldadesca llega hasta las camas de los heridos, arranca á los médicos y á los estudiantes de las cabeceras de los pacientes, y un momento después caen acribillados de balas

D. Ildefonso Portugal,
D. Gabriel Rivero,
D. Manuel Sánchez,
D. Juan Duval (súbdito inglés),
D. Alberto Abad.

Portugal pertenecía á una de las familias más distinguidas de Morelia, era notable por su ciencia y por su filantropía, y era primo hermano de D. Severo Castillo, el llamado Ministro de Guerra de Miramón.

Rivero ejercía las funciones de jefe del cuerpo médico del ejército federal, y no quiso retirarse cuando salieron las tropas.

Sánchez fué el que permaneció al lado de{205} los enfermos, aunque se le advirtió el peligro que corría.

Duval era un hombre estimado por su caridad, por la conciencia con que ejercía su profesión, y que jamás se había afiliado en nuestros bandos políticos.

Con estos hombres eminentes que así terminaron una carrera consagrada á la ciencia y á la humanidad, perecen los dos estudiantes

D. Juan Díaz Covarrubias,
D. José M. Sánchez.

Díaz Covarrubias tenía diecinueve años; era hijo de Díaz el célebre poeta veracruzano, su aspecto era simpático, en su frente se veían las huellas prematuras del estudio y de la meditación. Estaba para concluir los cursos de la escuela, y consagraba sus ocios á cultivar las bellas letras. Es autor de varias novelas de costumbres y de poesías líricas, que revelan una alma pura, sensible y ansiosa de gloria. Todas sus ilusiones juveniles, todas sus esperanzas se extinguieron cuando le anunciaron que lo llevaban á la muerte. Este joven, este niño, pidió que se le permitiera despedirse de su hermano; los verdugos le dijeron que no había tiempo. Quiso escribir á su familia; los verdugos le dijeron que no había tiempo. Pidió un confesor; los verdugos le dijeron que no había{206} tiempo. Entonces el poeta regaló su reloj al oficial que mandaba la ejecución, distribuyó sus vestidos y el dinero que tenía en los bolsillos, entre los soldados; abrazó á su compañero Sánchez, y resignado y tranquilo se arrodilló á recibir la muerte. El oficial dió con acento ahogado la voz de fuego, y los soldados no obedecieron; la repitió dos y tres veces, y al fin sólo dos balas atravesaron el cuerpo del joven; sólo dos hombres dispararon sus armas. Los soldados lloraban; Díaz Covarrubias, agonizante, fué arrojado sobre un montón de cadáveres; algunas horas después, aún respiraba......... Entonces lo acabaron de matar, destrozándole el cráneo con las culatas de los fusiles!

El mundo calificará estos horrores, que jamás había presenciado ni en las guerras más encarnizadas. Se ha visto entrar á saco á los ejércitos en país enemigo; se ha visto el incendio de las ciudades; se han visto actos de crueles represalias; pero ni en los tiempos bárbaros, ni en la edad media, ni en las conquistas de los musulmanes, ni en la guerra de Rusia en Polonia, ni en la del Austria en Italia y en Hungría, ni en los desastres de los carlistas de España, ni en la actual sublevación de la India, se han encontrado bárbaros que arranquen de la cabecera del enfermo el médico para asesinarlo. A los ojos de ningún tirano ha sido delito curar al herido; el médico{207} de ejército no se considera como prisionero; jamás es permitido disparar contra la bandera blanca de los hospitales de sangre; en medio de la guerra, los hombres todos respetan ciertas reglas de humanidad, cuya observancia es la gloria del valor.

A nuestro siglo, á nuestro país estaba reservada la triste singularidad de ofrecer un espectáculo tan inhumano, tan cruel, tan salvaje, que hace retroceder la guerra á los tiempos de Atila y de los hunos.

Los médicos asesinados en Tacubaya son mártires de la ciencia y del deber. Sus verdugos, que defienden los fueros de clérigos y frailes, han atropellado los fueros de la humanidad, las leyes de la civilización, los preceptos del derecho de gentes sancionados por los pueblos cristianos.

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Quienes así trataron á los que estaban salvando á sus heridos, ¿de quién habrán de tener piedad?

El Lic. D. Agustin Jáuregui estaba tranquilo en su casa de Mixcoac, al lado de su esposa y de sus hijos, sin haber tenido la menor relación con los constitucionalistas. Era hombre que, si bien deploraba los males del país, estaba exclusivamente consagrado á su{208} familia. Un infame, cuyo nombre ignoramos, lo denuncia á Miramón como hombre de ideas liberales, y esto basta para que lo mande aprehender.

Jáuregui tiene aviso de esta denuncia; duda, nada teme, sus deudos le aconsejan la fuga; pero era ya tarde: una gavilla de soldados se apodera de él, y maniatado es conducido á Tacubaya. No se le pregunta siquiera su nombre; es llevado al matadero, y cae fusilado como los otros.

¿Cuál era su delito? ¿De qué se le acusaba?

Nadie lo sabe.

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Entre los prisioneros estaba D. Manuel Mateos, joven de veinticuatro años que hace un año se recibió de abogado, y tenía felicísimas disposiciones para el cultivo de las letras, habiéndose desde niño dado á conocer por sus poesías, que respiraban un entusiasta patriotismo, y en que cantaba las glorias de nuestros primeros héroes.

Este joven valeroso, instruído é inteligente, había combatido varias veces contra la reacción; hacía pocos días que, después de haber sufrido una larguísima prisión, se había incorporado al ejército federal.

Llevado al suplicio, camina sin temblar, indaga quienes han muerto antes que él:{209} cuando quieren fusilarlo como traidor, se irrita, forcejea para recibir las balas por delante, y arenga á sus verdugos, diciéndoles que los perdona porque no saben lo que hacen cuando consienten en asesinar á los que luchan por darles la libertad; hace votos porque su sangre no sea vengada; dice no lo aterra la muerte porque ha cumplido con sus deberes de mexicano y acepta gustoso el sacrificio de su vida...... Sus palabras son interrumpidas por las balas que le hieren el pecho; un oficial ha tenido miedo de que siga hablando, y manda hacerle fuego antes de tiempo. ¡Mateos cae, y espira victoreando la libertad!!!

Cuando este joven fué como voluntario á la campaña de Puebla y estuvo en la batalla de Ocotlán, en medio de la confusión de aquel día descubrió á su lado á unos oficiales reaccionarios que estaban perdidos. Mateos se acerca á ellos, les estrecha la mano, los viste con el uniforme de los rifleros, cede á uno su caballo, y así los salva, trayéndolos á México y ayudándoles á ocultarse mientras pueden obtener el indulto. Uno de los oficiales así salvados por Mateos, era ayudante de Haro y Tamariz.

¡Y hombre tan generoso perece en la flor de su edad, sin encontrar un corazón amigo!{210}

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Las víctimas completan hasta el número de CINCUENTA Y TRES.

Entre estas víctimas se oyen crueles despedidas, gritos de los que pedían un confesor, plegarias dirigidas á Dios y víctores á la libertad. Algunos habían sido prisioneros, otros no tenían más culpa que estar cerca del teatro de los sucesos: unos eran artesanos, otros labradores; muchos quedaron con los rostros tan desfigurados, que nadie ha podido reconocerlos. ¡Mártires sin nombre, pero cuya sangre no dejará por esto de caer sobre las cabezas de sus asesinos! Entre los testigos de esta tragedia, muchos lloraban, y á veces soldados y oficiales abrazaban á las víctimas.....

Los cincuenta y tres cadáveres quedaron amontonados unos sobre otros, insepultos y enteramente desnudos, porque los soldados los despojaron de cuanto tenían, y de paso saquearon algunas casas.

Las madres, las esposas, los hermanos, los hijos de las víctimas, acudieron al lugar del trágico acontecimiento, reclamaron á sus deudos para enterrarlos, y se les negó este último y tristísimo consuelo.

A los dos días, los cadáveres fueron echados en carretas que los condujeron á una barranca,{211} donde se les arrojó y donde permanecen insepultos.

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¡Víctimas de la ciencia, de la caridad y de la abnegación, dormid en paz! Vuestros verdugos os han abierto las puertas de la inmortalidad, y han coronado vuestras frentes con la aureola del martirio y de la gloria. Estais ya libres de la opresión; no sufrís el sonrojo del abatimiento de la patria; no veis triunfante el crimen, y estais ya en la mansión de la eterna justicia!

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Esta justicia ha condenado ya á los verdugos, que no podrán librarse del castigo de su culpa. Malditos serán sobre la tierra que empaparon con la sangre de sus hermanos, á quienes cobarde y alevosamente asesinaron: malditos sobre la tierra, sí, porque aunque huyan de la patria, en el destierro los perseguirán sus remordimientos, y todas las naciones cultas los recibirán con horror y con espanto. No hizo tanto el general Haynau en la guerra de Hungría, y al llegar á Londres el pueblo lo apedreó y lo escarneció en memoria de sus iniquidades.{212}

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* *

¡Dios Santo!! Tú que amparaste al pueblo mexicano en sus tribulaciones; Tú que diste fuerza á su brazo para filiarse entre las naciones soberanas; Tú que inspiraste á su primer caudillo la obra sublime de la abolición de la esclavitud, aliéntalo para que lave la tierra que le diste, y la purifique de las manchas sangrientas que le imprimen sus verdugos. ¡Dios de las naciones! Tú que eres misericordioso y justiciero, alienta, alienta á este pueblo para que recobre sus inalienables derechos para que asegure su porvenir, para que sea digno de contarse entre los pueblos cristianos que siguen la ley de gracia, traída al mundo por tu Hijo á costa de sangre!

*
* *

¡Dios de las naciones! Haz que el crimen tenga expiación; permite que este pueblo se lave del baldón de sus opresores, haciendo reinar la paz, la justicia y la virtud; y haz por fin, que este pueblo oprimido quebrante sus cadenas y sea el terrible instrumento de tu justicia inexorable.{213}

*
* *

¡Ay de los asesinos! ¡Ay de los verdugos! ¡Ay de los modernos fariseos! ¡Malditos serán sobre la tierra que regaron con sangre inocente, con sangre de sus hermanos que vertieron con crueldad y alevosía!!

II

Once años han pasado, y está aún abierto el libro de la historia y palpitante el recuerdo de la catástrofe.

La iglesia de San Pedro Mártir, en cuyo cementerio reposan las cenizas de los patriotas, no existe ya; los huracanes la derribaron por el suelo; y hasta sus cimientos han perecido.

Una aguja de mármol señala el lugar del sacrificio; sobre una de sus piedras se lee en letras negras: ACELDAMA (campo de sangre), palabra de la Biblia, que resume el misterio de aquel lugar que velan los pabellones de la muerte.{214}

III

Víctimas y verdugos duermen ya el sueño eterno; las primeras vestirán en el cielo la túnica de los mártires y empuñarán la palma del sacrificio; los verdugos, rojos con la sangre de sus hermanos, pedirán con labios trémulos misericordia; Dios, sobre la alta justicia de los hombres, pronunciará su inexorable fallo.

Uno solo, el principal autor de la hecatombe, vive expatriado de la sociedad humana, yace como un condenado entre los hombres, con la carga pesada de su existencia, maldito de los suyos, aborrecido de los extraños, y con la marca del asesino sobre su frente.

Huye del castigo humano. ¿Podrá esconderse á la mirada de Dios?

México, Octubre de 1870.

Juan A. Mateos.

{215}

COMONFORT

I

La sincera amistad que le profesamos en vida, y el pesar y respeto que nos causó su muerte trágica y prematura, harán quizá que no seamos enteramente imparciales al consagrarle unas líneas en esta publicación donde hemos consignado el funesto fin de hombres célebres y distinguidos en las edades de nuestra historia. No es una biografía la que vamos á escribir, sino el recuerdo familiar de algunos de los rasgos más marcados de un personaje que, de todas maneras, tendrá que figurar en nuestra historia contemporánea.

II

Puebla pasa por uno de los Estados donde ha penetrado con más trabajo la civilización.—No tengo esa creencia, y me parece simplemente que el apego religioso á sus antiguas costumbres y creencias, da motivo á una crítica{216} que tiene mucho de injusta y de apasionada. Los hombres distinguidos que ha producido, bastarían para destruir en parte esta preocupación. Comonfort era originario de un pueblo del Sur de ese Estado. Sus primeros años fueron, como es común, dedicados a la escuela y al colegio, donde fué condiscípulo de D. Antonio de Haro y Tamariz, que murió el año pasado en Roma con el hábito de jesuita.

Nada se encuentra en los años de la juventud de Comonfort que revelara el alto destino que debía ocupar en la República, y la marcada influencia que debía ejercer en los negocios públicos. Los empleos que desempeñó en los primeros momentos de su carrera política, fueron subalternos y de la esfera política. Después vivió algunos años reducido al círculo privado, y dedicado al cultivo de una propiedad que tenía en el campo, situada entre México y Puebla, y la cual enajenó en los últimos días de su gobierno.

III

Hubo una época en que una tertulia de hombres eminentes y distinguidos gobernó á México. Esta era la tertulia que se reunía en la casa de D. Mariano Otero.

Otero era redactor en jefe del Siglo XIX, senador, después ministro. Yáñez era diputado,{217} después fué ministro. Lafragua, diputado varias veces, después también ministro. No había persona de las que concurrían habitualmente, que no ejerciese un importante cargo público y un influjo más ó menos eficaz en los asuntos del gobierno. El alma de toda esta reunión era D. Manuel Gómez Pedraza, que jamás en su delicadeza y respeto por los demás, pretendió constituirse en director ó jefe; pero que se complacía en los últimos años, de ejercer su influjo y de tener íntima amistad con personas cuyos talentos él más que nadie sabía estimar. A esta reunión de liberales moderados pertenecía Comonfort, y fué verdaderamente la época en que se colocó en una esfera de acción y comenzó á tomar más ó menos parte en la política.

Antes había ya dado una prueba de patriotismo y de valor personal. Había sido militar, como muchos mexicanos, de milicias nacionales; pero no era su profesión: sin embargo, cuando las fuerzas americanas llegaron al Valle de México, y el general Santa-Anna se puso al frente del nuevo ejército que formó, Comonfort ofreció sus servicios y desempeñó el cargo de ayudante en toda la campaña del Valle, atravesando por entre las balas y la metralla, y dando pruebas de una serenidad y una calma, en medio del peligro, que le captó las simpatías de los antiguos{218} oficiales que servían en los cuerpos de las tropas de línea. Concluída la campaña, volvió Comonfort á su vida quieta y á sus ocupaciones privadas.

En la tertulia de Otero, Comonfort era verdaderamente querido de todos. De un carácter extremadamente complaciente y suave, de unas maneras insinuantes, de unos modales propios de una dama, como decía Pedraza, no había persona que le tratase, aunque fuese un cuarto de hora, que no quedase prendado de su amabilidad. Así sucedió constantemente durante su gobierno, y más de un enemigo que hubiese querido aniquilarle, se reconcilió con solo una media hora de conversación. Decían que Maximiliano era en su trato verdaderamente seductor. Yo no he conocido otro hombre más agradable, por sus maneras, que Comonfort. La finura y cortesía del gentilhombre francés de los buenos tiempos, estaba personificada en él.

IV

Comonfort se hallaba en 1854 de Administrador de la Aduana de Acapulco. Santa-Anna, que gobernaba entonces, le destituyó. He aquí el principio pequeño de una gran revolución social que se llamó de la Reforma, y que se ha enlazado posteriormente con sucesos{219} tan importantes como fueron los de la intervención, y hoy mismo la próxima destrucción de la dinastía de los Bonaparte.

Comonfort fué el verdadero promovedor y autor del Plan que proclamaron en Ayutla los generales Alvarez, Moreno y Villareal, que se reformó en Acapulco, el 11 de Marzo de 1854. Sosteniéndolo con las armas en la mano, se hizo notable Comonfort, no sólo como hombre de valor, sino como caudillo dotado de una gran constancia y de cierta capacidad militar. Fué realmente una aparición repentina en la escena de nuestro gran drama revolucionario, que recordaba aquellas figuras que se levantaban repentinamente de cualquiera parte, en los últimos años de la dominación española.

Santa-Anna, que por política ó por carácter había sido el amigo de todos los partidos y el favorecedor de todos los partidarios, en la última vez que gobernó el país fué perseguidor, vanidoso, vengativo, hasta cruel. Esta tiranía y el aparato monárquico con que revistió su gobierno, chocó generalmente á los mexicanos; así, que en los últimos días del año de 1853, tenía ya la opinión pública enteramente contraria, y su administración sin recursos pecuniarios no contaba con más apoyo que el de la fuerza armada. La revolución de Ayutla era la chispa, pero el reguero de pólvora estaba ya tendido de uno á{220} otro extremo del país. Los gobiernos personales han sido frecuentes en la República: como el gobierno personal ya cansaba al carácter movible de los mexicanos, un plan que prometiese una organización constitucional debía tener eco en toda la República; como en efecto lo tuvo el de Ayutla.

Santa-Anna despreció al principio este movimiento; pero pocos días bastaron para persuadirle que si no le sofocaba, prontamente podría acabar con su gobierno. Como todo gobierno que está para caer, multiplicó sus actos de opresión, y no confiando desde luego en ninguno de sus generales, ó creyendo conquistar fácilmente una gloria militar, se puso á la cabeza de una división de cinco mil hombres y marchó al Sur.

Venciendo las dificultades de un país desprovisto de recursos, y los ataques poco importantes de algunas guerrillas, Santa-Anna llegó frente al puerto de Acapulco el 19 de Abril de 1854.

La gloria de Santa-Anna se apagó para siempre en esta jornada, y Comonfort comenzó á ser el hombre de la revolución y el personaje distinguido de la época. Se encerró con un puñado de hombres en el castillo de San Diego, y de allí no le sacaron ni los cañonazos ni el oro. Santa-Anna llevaba y ofrecía pólvora y oro, y la influencia y dinero de{221} D. Manuel Escandón, no fueron del todo extraños en esta expedición.

Santa-Anna, que temió acabarse de estrellar y perecer con todo su ejército en las ásperas montañas del Sur, levantó el sitio de Acapulco y regresó á la Capital, teniendo que forzar varios pasos y que perder en cada uno un pedazo de su prestigio y algunos de sus soldados.

El dinero que recibió Santa-Anna por el tratado de la Mesilla, prolongó por unos días más su existencia; pero la revolución creció en el Sur y se propagó por Michoacán y Tamaulipas.

Entretanto, Comonfort salió de Acapulco para San Francisco de Californias, donde no pudo conseguir ningunos recursos. De San Francisco pasó á Nueva-York, y allí encontró á D. Gregorio Ajuria. Era hombre especulador y audaz, y jugó un verdadero albur. Prestó á Comonfort sesenta mil pesos, parte en dinero y parte en armas, estipulando que recibiría doscientos cincuenta mil pesos si la revolución triunfaba. La revolución triunfó, y Ajuria fué pagado, y más adelante arrendó, en compañía con otra persona, la Casa de Moneda de México.

El lance fué atrevido, y sea lo que se fuere, Comonfort regresó á Acapulco el 7 de Diciembre de 1854 con algunos recursos, y la revolución tomó un carácter más positivo y más{222} serio. Comonfort pasó al Estado de Michoacán con el carácter de General en Jefe de las tropas de aquel Estado, y Santa-Anna, por su parte, salió también de la capital con un ejército á combatir á su enemigo; pero regresó el 8 de Junio de 1855, sin haber podido obtener sino triunfos efímeros, y dejando en peor estado el resto del país donde cundía el incendio de la revolución.

V

El 13 de Agosto de 1855 fué día de holgorio y de fiesta revolucionaria para el pueblo de la capital. Los bustos de mármol del Ministro D. Manuel Diez de Bonilla, los libros de pastas blancas italianas, el piano, los retratos del personaje, los muebles, todo volaba de los balcones á la calle, donde la plebe furiosa se arrojaba sobre los destrozos del menaje del que representaba la aristocracia pocos días antes y lo entregaba á las llamas. Por otras calles conducía una multitud frenética los coches de Santa-Anna, untados de brea y ardiendo como unos hornos ó fraguas ambulantes. El aspecto de la ciudad, llena de gentes de los barrios dispuestas á la venganza y próximas al furor y al desbordamiento, hicieron que los habitantes cerraran sus casas y tiendas, y que los hombres que habían{223} hasta ese momento gobernado, se pusieran en salvo.

¿Qué cosa había ocasionado este movimiento?

Santa-Anna, cansado ya de luchar y persuadido de que no podía dominar la revolución, abandonó el gobierno, y á las tres de la mañana del 9 de Agosto salió para Veracruz, donde llegó pocos días después y se embarcó con dirección á la Habana.

Como los reyes, dejó en un pliego cerrado nombrados los gobernantes que debían de sucederle; pero la revolución avanzaba á grandes pasos al centro.

Comonfort continuaba sus hazañas militares, y se hacía á la vez temer y amar de los pueblos por donde pasaba.

Obraba ya con unas tropas medianamente regularizadas, y en un extenso Estado como el de Jalisco. Zapotlán era una plaza fuerte, guarnecida con fuerzas del Gobierno. Comonfort la atacó, asaltó personalmente una fortificación y llegó hasta la plaza, precediendo á mucha distancia á sus soldados. Este triunfo, puede decirse personal, le grangeó la admiración de todas esas poblaciones, y cuando se dirigió á Colima, la ciudad le abrió sus puertas, y en lugar de balas y pólvora hubo banquetes, bailes y regocijos.

En la capital se organizó una presidencia interina que ocupó el general Carrera; pero{224} no siendo reconocido por la revolución, las fuerzas que desde entonces podían llamarse liberales, se avanzaron á la capital, y cosa de cincuenta mil hombres de línea que había dejado Santa-Anna, ó se disolvieron ó fueron tomando parte en el movimiento.

VI

El general Alvarez, patriarca centenario del inexpugnable Sur, fué también el jefe de una revolución. Vino á Cuernavaca, y allí una junta, como era de esperarse, lo eligió Presidente. Alvarez eligió á Comonfort para su Ministro de la Guerra, y con este carácter vino á la capital, después de derrocado Santa-Anna. La revolución era en el sentido liberal, pero no progresista. El partido moderado, teniendo por principio no hacer peligrosas innovaciones, era en ese sentido antagonista del partido rojo. Comonfort, representante de esa revolución y de ese partido moderado, fué elegido Presidente substituto el 12 de Diciembre de 1855, no sin haber tratado de impedirlo el partido liberal exaltado.

A los pocos días y cuando apenas acababa la revolución llamada de Ayutla, brotó otra nueva en Zacapoaxtla. Todas las tropas de que podía disponer el gobierno, le abandonaron; mientras que los pronunciados, á{225} cuya cabeza estaba D. Antonio Haro, se posesionaron de Puebla con una gran fuerza, y amagaban la capital.

Fué necesario reclutar nuevas tropas, armarlas, vestirlas y enseñarles hasta los primeros rudimentos del arte militar; pero con la actividad y energía que desplegó la administración en esos momentos supremos, se vencieron todos los obstáculos, y en el mes de Marzo de 1856, Comonfort se hallaba frente de Puebla con cerca de 16 mil hombres.

Dotado Comonfort, como se dice vulgarmente, de un buen ojo militar y de un valor sereno é inalterable, arriesga una batalla en Ocotlán, contra los mejores jefes del ejército de línea, que mandaban las fuerzas contrarias, y triunfa completamente el 8 de Marzo; estrecha sus operaciones sobre Puebla, toma la plaza, y habiendo dominado la más formidable de todas las revoluciones que han estallado contra los gobiernos de México, regresa triunfante á la capital, donde es recibido con unas festividades y unos banquetes populares nunca vistos hasta entonces.

Aunque las fiestas que se hicieron se llamaron de la paz, la paz no duró sino unos cuantos días. En Puebla hubo otra sublevación y otro sitio, y en San Luis estalló otro pronunciamiento. De todos estos peligros salió Comonfort airoso, y logró vencer y tener en su poder á todos sus enemigos.{226}

Las tendencias progresistas se hicieron sentir forzosamente en la administración, y la reforma tenía que comenzar. D. Miguel Lerdo de Tejada ocupó el Ministerio de Hacienda con ese designio, y la ley de 25 de Junio continuó la reforma civil que se había ya comenzado sin éxito, hacía algunos años, por D. Valentín Gómez Farías, el Dr. Mora y el Lic. D. Juan José Espinosa de los Monteros.

Comonfort, no sólo por opinión sino por carácter, era moderado. Enemigo de la violencia, lleno de bondad no sólo con sus amigos sino con sus enemigos, nada de lo que se le pedía negaba, y pasaba por falso cuando no le era posible contentar todas las aspiraciones ni llenar todas las exigencias de los que siempre solicitan favores del hombre que gobierna. Con un fondo tal de carácter, los choques que debía producir en su espíritu y en la ejecución material todo lo que era necesario hacer para llevar á cabo lo que el partido progresista exigía, eran demasiado fuertes y superiores á su organización. Valiente por naturaleza, ni el temor de ser asesinado, ni las balas, ni los cañones le amedrentaban; pero vacilaba ante las observaciones de los hombres notables del partido conservador, á quienes siempre trató con una grande consideración. Lo que labraba en su ánimo en el día el partido progresista, lo destruía en la noche el partido conservador, y{227} venía á quedar en ese término moderado; quizá bueno en unas circunstancias normales y ordinarias, pero peligroso é inútil en las crisis políticas, que tienen forzosamente que sufrir á su vez y en determinado tiempo todas las naciones. Quería la reforma, pero gradual, filosófica, sin violencia y sin sangre. Esto era imposible; tanto más, cuanto que el clero, después de la ley de 25 de Junio, tenía ya que defender sus cuantiosos bienes materiales y su eterno principio de administración de esos bienes, sin ninguna ingerencia de la autoridad civil!

Así combatido, como la nave por las olas entre dos escollos, su vida era una verdadera tortura, y las medidas del gobierno parecían algunas veces enérgicas y decisivas, y otras débiles é ineficaces. El 5 de Febrero de 1857 se promulgó la Constitución.

La Constitución era una base que se trataba de hacer normal y permanente para el orden de la sociedad. La Reforma tenía que ir más adelante. ¿Cómo habían de conciliarse estas dos fuerzas morales que luchaban en el seno mismo del Congreso? La solución tenía que ser violenta y revolucionaria. Este fué el golpe de Estado, y sin él, la Reforma, tal cual se realizó, habría sido imposible, como habría sido también imposible, sin el golpe de Estado de Chihuahua, el completo y definitivo triunfo sobre la intervención europea.{228} El tiempo, la experiencia, y los hechos hacen que los hombres sean más indulgentes, y poco á poco la justicia se hace lugar en la historia de las debilidades y de las pasiones de la humanidad. Hoy se puede presentar el ejemplo patente, vivo é innegable. Si pudiéramos colocarnos en la época de Diciembre de 1857, tendríamos la constitución republicana, pero no tendríamos la Reforma. Hoy existen unidas estas dos cosas, contradictorias entre sí, y el golpe de Estado hizo sobrevivir la Constitución y realizó la Reforma. Que por los medios lentos que el mismo Código señala se hubiera hecho todo lo que hizo el Gobierno de Veracruz, y estaríamos en las primeras letras de este abecedario, que las naciones de Europa no han aprendido sino á costa de los mayores y más terribles desastres. No hay más que recordar los tiempos de Enrique VIII, de Lutero y de la Convención francesa. Clero y aristocracia, moderados y progresistas, comparad, y todos quedaréis contentos de cuán poco ha costado entre nosotros lo que en este momento todavía tiene que comenzar la Francia republicana.{229}

VII

Comonfort fué la víctima. Su carácter, su posición y los acontecimientos, de que él no era el dueño ni el regulador, le condujeron al destierro.

Salió tranquilamente de entre las bayonetas de sus enemigos, tomó el camino de Veracruz, y allí, la buena amistad del gobernador D. Manuel Gutiérrez Zamora proporcionó un asilo al proscrito. Embarcóse, y en breve se encontró en los Estados Unidos, en esa tierra única donde encuentran asilo y seguridad los desgraciados y los proscritos de todo el globo.

Todo el tiempo de la tenaz y larga guerra que se llamó de la Reforma, vivió Comonfort en el extranjero. Restaurada la República, Comonfort trató de volver á su país, de abrirse camino con nuevos servicios á la patria, y de borrar con la brava conducta el error personal que como Presidente había cometido, sin apercibirse acaso de que no había sido más que un medio, un instrumento necesario para el desarrollo de una revolución social. No es el ingeniero que comienza un camino de fierro, el que suele recorrer toda la linea concluída. Así, en la política, el que inició el movimiento progresista, no recogió más que los peligros, las amarguras y los desengaños,{230} y otros fueron los que recogieron la fama, los honores y el poder.

El Sr. Juárez, siempre amigo de Comonfort, le abrió completamente las puertas de la patria, por donde ya el infortunado Don Santiago Vidaurri le había dejado entrar. Comonfort con su familia residió en Monterrey algún tiempo, inspirando celos y temores al partido exaltado, que veía en su residencia en la Frontera, una nueva revolución y un amago á la constitución restaurada. Nada de eso era: Comonfort no quería más que una rehabilitación, y la guerra extranjera le abrió el camino de la Capital.

Comonfort llegó con una corta fuerza compuesta de esos hombres del desierto, fuertes y atrevidos, acostumbrados á luchar en la frontera con los filibusteros y con los indios salvajes. A estas buenas tropas se agregaron otras, y se formó un corto ejército que se llamó del centro, y se colocó en la línea de México á Puebla.

Cerca de dos meses de un sitio riguroso puesto por las tropas francesas á la Plaza, de Puebla, habían necesariamente agotado los víveres y municiones. Se necesitaba á toda costa introducir un convoy, y esta operación imposible se encargó al General Comonfort, y en verdad, de los que la sugirieron los unos obraron por patriotismo y otros por venganza. La muerte ó la derrota eran inevitables.{231} Comonfort no podía tener ni la más remota probabilidad de vencer á un número más que triple de las tropas regulares y bien armadas que mandaba el General Bazaine. Con efecto, el día 8 de Mayo de 1863, en poco más de dos horas, las columnas de zuavos y de feroces argelinos pusieron en desórden á nuestras tropas acabadas de reclutar y de organizar, y ni la muerte de Miguel López, ni la bravura de muchos de los jefes mexicanos, ni la intrepidez de Comonfort que se arrojó en lo más recio de la pelea y buscó desesperado la muerte, ni el sacrificio de muchos infelices soldados que fueron materialmente asesinados por los árabes, fueron bastantes para restablecer la acción que definitivamente fué ganada por el mismo Mariscal que hoy ha dado pruebas en Metz de no haber olvidado las lecciones de constancia, de tenacidad y de desesperada resistencia que aprendió en sus campañas de México. Comonfort había ya recibido un nuevo bautismo, y se presentó en la capital todavía con el polvo y la sangre de la batalla. Puebla, como consecuencia forzosa de la desgraciada batalla de San Lorenzo, fué ocupada por los franceses cuyo general era el memorable Forey, que permaneció todo el tiempo del sitio en el cerro de San Juan, y no se atrevió á entrar á Puebla sino cuando ya habían ocupado todas las calles y fortines las columnas de Bazaine. Forey, que{232} merecía ser destituído y condenado lo menos por diez años á un castillo, recibió sin embargo el bastón de Mariscal.

Cuando los franceses emprendieron la marcha para la capital, se pensó en una nueva defensa; pero, en verdad, pocos elementos existían para esto, y al fin, sin un ejército auxiliar competente para medirse con el enemigo, la suerte hubiera sido igual á la de Puebla, donde la historia no podrá negar que hubo una resistencia, que sin exageración se puede llamar heróica. El Gobierno, pues, salió de la capital, y Comonfort comenzó la larga peregrinación que no había de terminar sino el Sr. Juárez. El 16 de Octubre de 1863 fué nombrado Comonfort general en jefe del ejército que se trataba de reorganizar para resistir sin descanso á la intervención. Este honor, dispensado no sólo por la amistad que profesaban los Sres. Juárez, Lerdo y Núñez á Comonfort, sino porque reconocían en él valor, abnegación y las cualidades militares con que le había dotado la naturaleza, fué el origen conocido y visible de su fin trágico, y de que por uno de esos designios de la Providencia, que escapan á la indagación de la inteligencia humana, muriese obscuramente á manos de unos bandidos, en vez de acabar gloriosamente delante del enemigo extranjero, empuñando la bandera de la Independencia y de la Libertad.{233}

No pudiendo nosotros describir tan minuciosamente ni mejor, los últimos sucesos que acabaron con la existencia de este mexicano distinguido y valiente; copiamos lo que el General Rangel, que fué siempre su íntimo y fiel amigo, escribió con este motivo, haciéndole sólo una ligera variación.

*
* *

El general Comonfort fué nombrado general en jefe del ejército, como por el 16 de Octubre, y el 26 marchó para Querétaro, con tan amplias facultades como las que tenía el Presidente de la República, excepto las que se cifraban en ciertas restricciones, impuestas por este mismo magistrado. Establecidas las bases para el plan de operaciones, y las de regimentación de todo el ejército con que se contaba entonces, para su movilidad conforme á dichas bases, faltaban únicamente los caudales necesarios, que se estaban reuniendo en San Luis bajo la influencia del C. Presidente Juárez y por las agencias de su ministro el C. H. Núñez.

El día 8 salió de Querétaro para San Luis el General Comonfort, en compañía del Sr. Cañedo, que acababa de llegar allí de Guanajuato; de un oficial del Ministerio, el Teniente Coronel Vergara; de su ayudante de campo, que estaba ese día de guardia, el Coronel Cerda, y de un empleado de la secretaría particular del Sr. Comonfort, el Comandante Velázquez. El día 9 llegó á San Luis, alojándose en la casa del Sr. Lerdo, y el día 10 recibió{234} libranzas por valor de sesenta y tres mil pesos.

El día 11 salió por la diligencia para Querétaro, con todo el séquito que había traído, y además el C. Coronel Rul, ayudante del C. Presidente.

Poco antes de llegar á la Quemada, alcanzó á la diligencia un extraordinario, por medio del cual el C. Presidente mandaba decir al General Comonfort que se cuidara mucho, porque se decía que en el camino se hallaba una contraguerrilla que le quería salir al encuentro.

El día 12 llegaron á comer á San Miguel de Allende, siempre por la diligencia de Querétaro. Allí determinó el Sr. Comonfort tomar caballos, para continuar por el camino de Chamacuero para Celaya; éstos fueron proporcionados por la autoridad, y se tomaron tantos como eran necesarios para su séquito, que era el mismo con que salió de Querétaro para San Luis, y además un ayudante del C. Presidente, el C. Coronel Rul.

En San Miguel tuvo aviso el General Comonfort, de que los Troncosos, bandidos de profesión, merodeaban por cuenta de Mejía, desde las inmediaciones de Querétaro hasta las de Guanajuato, donde días antes habían asesinado en Burras á un oficial de policía.

El día 13, el General Comonfort salió de San Miguel como á las ocho de la mañana, por el camino de Chamacuero, con su repetido séquito y una escolta de menos de 80 caballos.

Entre San Miguel y Chamacuero encontraron un batallón que iba en marcha para el primer punto, cuyo jefe manifestó al Señor{235} Comonfort hallarse en el camino algunas fuerzas bandálicas, y le propuso escoltarlo, pero él lo rehusó, porque el informe que le habían dado de estas fuerzas, era considerándolas muy despreciables y mal armadas, y porque el mismo jefe le aseguró que había otro batallón situado en Chamacuero.

A esta población llegó como á las once del día, en ella almorzó y recibió detalles más minuciosos del enemigo.

Desde allí mandó un correo extraordinario al C. Ignacio Echagaray, avisándole de que esa misma tarde llegaría á Celaya.

Este extraordinario fué interceptado en el monte de San Juan de la Vega, por una de las contraguerrillas de Mejía, al mando de Aguirre, que se titulaba Comandante, quitándole la comunicación que llevaba y exigiéndole declarase si venía allí Comonfort, con qué fuerza y cuál era la calidad de ésta, á fin de sorprenderlo, dejando entretanto prisionero al correo.

Como á las dos de la tarde salió de Chamacuero el Sr. Comonfort en su carretela, que casualmente había encontrado en San Miguel, con dirección á Querétaro. El Coronel Cerda se ofreció á montar en el pescante, con el fin de dirigir mejor las mulas para el caso de que ocurriese algún ataque.

Los demás señores del séquito montaron á caballo, colocándose el Sr. Cañedo junto á la carretela al lado del Sr. Comonfort, del otro lado el Sr. Velázquez, y en seguida los señores Vergara y Rul. A poco andar llegaron al Molino de Soria, adonde sus dueños dieron la bienvenida al Sr. Comonfort, ofreciéndole su casa con el mayor afecto, pues creyeron{236} que era su ánimo pernoctar en ella; pero grande fué su sorpresa cuando les dijo que seguía para Celaya, porque les pareció poca la fuerza que le escoltaba. Con este motivo le hicieron presente que á poca distancia se encontraban en acecho fuerzas enemigas, que podrían verse desde la azotea. El general despreció estos avisos porque le parecieron temores infundados, pues las fuerzas que se le anunciaban eran de rancheros mal armados con lanzas y machetes, para las que creía por lo mismo suficiente su fuerza, para contenerlos ó para batirlos si era necesario.

Los dueños del molino, interesándose por la seguridad del General, le indicaron que había una vereda á la izquierda del camino, por donde se podía evitar una emboscada, saliendo al llano, á donde podría defenderse con éxito y cargar la caballería, por ser de esta arma la fuerza que escoltaba el General. Este aceptó el consejo, y emprendió la marcha con su comitiva y escolta en el mismo orden en que había llegado allí.

El Comandante de la escolta dispuso que el Alférez C. José María Lara, se adelantase con cuatro exploradores á formar la descubierta, á cien pasos del carruaje, para no ocasionar polvareda.

El Coronel Cerda, que empuñaba las riendas, se pasó algún trecho de la entrada de la vereda, la cual no era muy ancha; pero cuando lo advirtió, lo comunicó al General, proponiéndole volverse para entrar en ella, quien lo rehusó para no perder tiempo.

A poco andar, se oyeron unos tiros, y en seguida se advirtió que eran de los exploradores que se batían contra la emboscada. El{237} Coronel Cerda detuvo el carruaje; el General montó á caballo, mandó cargar á la escolta, y después de dar esta orden, mandó al general Cañedo que avanzasen los infantes que venían á retaguardia para que apoyados en los árboles, hiciesen fuego protegiendo el paso de la caballería. A este mismo tiempo, y habiendo deshecho la corta descubierta, cargaron los contraguerrilleros, que eran muchos, y envolvieron á los jefes y á la escolta, haciéndola sucumbir, á pesar de la superioridad de sus fuegos, cayendo muertos alderredor del General Comonfort, el Comandante Velázquez, el Teniente Coronel Vergara, y el Coronel Cerda, gravemente herido.

El General Comonfort, no obstante haber sido cubierto por su séquito y por su escolta, había recibido un machetazo en la cara, desde el ojo, que le había dividido el carrillo, y conservaba aún su pistola, ya descargada, para intimidar á los muchos cosacos que le acometían; cuando se le presentó delante el famoso capitancillo Sebastián Aguirre, en un brioso caballo tordillo que bailaba aún, alborotado por las detonaciones de las armas de los carabineros de la escolta, que casi habían cesado. El dicho capitancillo traía su lanza en ristre, arma común á toda su fuerza, y deteniéndose delante del General Comonfort, bien fuera por el respeto que éste infundía, ó por asestarle un golpe seguro, le dió lugar para dirigirle la palabra, y le dijo: «Amigo, no me mate vd., y le ofrezco hacerle una bonita fortuna.» Aguirre, lejos de aplacarse, le contestó: «Que no venía á robar sino á cumplir con las órdenes de su general,» dándole al mismo tiempo una lanzada que le dividió{238} el corazón, cayendo consiguientemente en tierra, inmóvil, el General Comonfort.

En seguida los bandidos de Aguirre no se ocuparon de otra cosa que de desvalijar el carruaje y aun á los muertos que habían quedado en el campo.

El General Cañedo se encontraba á alguna distancia queriendo someter á los llamados infantes para que fueran á batirse, conforme á las órdenes del General Comonfort, y que hasta allí habían venido custodiando las cargas de fusiles; éstos no quisieron obedecer, y corrieron para el monte.

Al día siguiente fué conducido á Chamacuero el cadáver del General Comonfort.

*
* *

Cualesquiera que hayan sido los errores que como gobernante cometió Comonfort, su memoria debe ser grata para los mexicanos, porque era valiente, honrado, sencillo, afectuoso, franco, generoso y bien intencionado; y representaba en conjunto la parte buena, amable y noble de la raza mexicana.

Manuel Payno.

{239}

NICOLAS ROMERO

I

Cuando encontramos en las hojas sagradas del Génesis que el Criador del Universo tomó un trozo de barro que sólo había recibido el peso de su augusta planta, forma al hombre, y con su aliento vivificador lo levanta á la altura de su destino, admiramos como hechuras del Omnipotente á esos séres que se levantan del seno obscuro de la humanidad y describen una elipse luminosa en el corto trayecto de su aparición á su muerte.

Dios ha impreso una marca sombría en la frente de los héroes; ellos ceden á la predestinación de su alto oráculo, y con la íntima convicción de su destino, aceptan el fuego del martirio, como la aureola de su glorificación histórica.

Dios marca el momento, y el hombre obedece, impulsado por el oleaje que lo lleva á las playas desconocidas de su porvenir; enciende en su cerebro la antorcha de la idea,{240} y lo coloca en esa vía que conduce á la inmortalidad; desencadena su espíritu, lo fortalece, y se opera esa transubstanciación de un sér mezquino á un gigante que arranca un lauro á su siglo y una estrofa de gloria á la humanidad!

Nicolás Romero era uno de esos hombres, y sus glorias pertenecen al pueblo mexicano.

He aquí las páginas del Calvario de la revolución, trazadas por uno de los caudillos que hoy recibe en el extranjero los homenajes rendidos al patriotismo:

II

La Libertad es como el sol.

Sus primeros rayos son para las montañas, sus últimos resplandores son también para ellas.

Ningún grito de libertad se ha dado en las llanuras, como en ningún paisaje se ha iluminado primero el valle.

Los últimos defensores de un pueblo libre han buscado siempre su asilo en las montañas.

Los últimos rayos del sol brillan sobre los montes, cuando el valle comienza á hundirse en la obscuridad.

Por no desmentir este axioma, la Convención Francesa en 93 tuvo su llanura y su montaña.{241}

Zitácuaro está situado en una fragosa serranía del Estado de Michoacán.

Era una graciosa ciudad de ocho mil habitantes.

Sus calles, rectas; sus casas, aunque no elegantes, limpias y bonitas.

Su comercio activo, y su agricultura floreciente.

Esta era Zitácuaro en 1863.

La República de México había sido invadida por los franceses.

Los malos mexicanos se habían unido con ellos.

El Gobierno legítimo abandonó la Capital después de esa gloriosa epopeya que se llamó el sitio de Puebla.

El ejército de Napoleón III ocupaba las ciudades y los pueblos sin resistencia.

Aquella era la marcha triunfal de la iniquidad.

El paseo militar de la fuerza que vence al derecho.

Pero el derecho debía tener sus representantes sobre la tierra, para protestar y combatir.—Debía tener sus mártires, y los tuvo.

Y los representantes del derecho y de la Libertad se refugiaron en las montañas para protestar y combatir.

Y los mártires encontraron en las montañas su Calvario.{242}

Al principio, es decir, antes de que comenzara esa larga serie de sangrientos combates que con fuerzas tan desiguales sostuvieron los defensores de aquel heróico pueblo, la hospitalidad no fué de lo más cordial.—Después que el fuego enemigo los encontró juntos, todos fueron unos.

En las primeras invasiones, la población emigraba en masa.

Así podía llegar la noticia de la venida del enemigo á la mitad del día como á la mitad de la noche; en una mañana serena ó en una tarde tempestuosa.

La alarma corría veloz como la electricidad, y todo el mundo se ponía en movimiento, y la población en masa emigraba á los bosques, llevando cada una de aquellas familias lo poco que podía de sus muebles y de sus animales.

Era un espectáculo tierno y sublime.

Las madres cargando á sus hijos, los hombres llevando á cuestas á los enfermos, las ancianas conduciendo con los niños y pesadamente los mansos bueyes y los corderos, las gallinas y los cerdos; todo en una inmensa confusión, pero sin gritos, sin sollozos, sin maldiciones; con la resignación de los mártires, pero con la energía de los héroes.

Y esa desgraciada muchedumbre se ponía en marcha muchas veces de noche, en medio del agua que caía á torrentes, y alumbrada{243} apenas por hachas de brea, que la tormenta y el aire apagaban á cada momento.

Y así caminaban entre aquellos precipicios, como una procesión fantástica, resbalando en las lodosas pendientes, cayendo á cada instante, pisados, maltratados, estrujados, llenos de fango, hasta la orilla del bosque, en donde cada familia buscaba, no un abrigo, sino un lugar en que esperar la salida del sol y los acontecimientos del otro día.

Pero las invasiones y los combates se hacían más y más frecuentes.

Las tropas fieles de Toluca buscaron un asilo en Zitácuaro.

Apenas se pasaba una semana sin que los ecos del orgulloso cerro del Cacique, en cuya falda se extendía la población, repitiesen los gritos de «viva el imperio,» y con las detonaciones de la fusilería.

Las familias comenzaban á cansarse, pero no transigían con el enemigo.

Poco á poco fueron dejando abandonada la ciudad y retirándose á los pueblos y ranchos de Tierra Caliente, adonde el enemigo no había logrado aún penetrar.

Nicolás Romero escogió el Estado de Michoacán para teatro de sus hazañas.

El león de la montaña, como le decían los franceses, era un hombre como de treinta y seis años, de una estatura regular, con una fisonomía completamente vulgar, sin ninguna{244} barba, el pelo cortado casi hasta la raíz, vestido de negro, sin llevar espuelas, ni espada, ni pistolas: con su andar mesurado, su cabeza inclinada siempre, y sus respuestas cortas y lentas, parecía más bien un pacífico tratante de azúcares ó de maíz, que el hombre que llenaba medio mundo con rasgos fabulosos de audacia, de valor y de sagacidad.

Y sin embargo, Nicolás Romero era para sus enemigos y para sus soldados un semidios, una especie de mito. Jamás preguntó de sus contrarios ¿cuántos son?; sino ¿dónde están?, y allí iba.

Romero tenía orden de escaramucear y retirarse después sin pérdida de tiempo para Tacámbaro.

Pero Romero era un valiente, y no se contentó con esto, sino que se batió un día entero con los franceses, y al otro emprendió su marcha.

III

Treinta leguas había caminado la división en cuatro días, y Romero determinó dar un día de descanso á la fuerza.

Estaban en una pequeña ranchería que se llama Papasindán.

El camino que había traído la fuerza, y que era el mismo que debía llevar el enemigo en caso de una persecución, era una vereda{245} incómoda y en donde no cabían dos hombres de frente, escabrosa, y costeando la montaña; un ejército podía haberse descubierto desde una legua de distancia, que tardaría lo menos tres horas en atravesar, y con cien hombres podía cerrarse el paso á tres mil.

Esta es una cañada en medio de montañas elevadas, pero montañas sin árboles, sin verdura, sin vegetación. El ardiente sol de los trópicos calcina los peñascos que las cubren; la yerba que se atreve á brotar, muere como tostada por sus rayos, y apenas se descubren algunos arbustos raquíticos y sin hojas, retorciéndose á la viveza del fuego que parece circular en la atmósfera: ni aves, ni cuadrúpedos, ni aun insectos.

Por eso la cañada de Papasindán forma un delicioso contraste: arroyos caudalosos, grandes y majestuosas zirandas y parotas, muchas aves, mucho ganado, y una grama verde y tupida. Es un oasis en aquel ardiente desierto.

Romero, pues, podía estar tranquilo.

Pero la suerte de los hombres y de las naciones depende de la Providencia.

Eran cerca de las diez de la mañana; la tropa descansaba bajo los árboles, los caballos desensillados pacían libremente, y los oficiales y los jefes departían alegres en grupos esparcidos acá y allá.

Se habían escuchado algunos tiros, luego{246} un rumor extraño, y repentinamente los zuavos, seguidos de una caballería de imperialistas, invadieron el campo republicano.

Nadie pensó en resistir; el pánico de la sorpresa se apoderó de todos, y el enemigo mataba y aprisionaba sin el menor embarazo.

La división de Nicolás Romero se deshizo como el humo, y el caudillo fué hecho prisionero á pocos momentos.

IV

En los primeros días de su dominación en México, los franceses eligieron por teatro de sus ejecuciones la plazuela de Santo Domingo, que está casi en el centro de la población, y que tiene por límites, al Sur, edificios particulares; al Norte, la antigua iglesia de los Dominicos, que da su nombre á la plazuela; por el Oriente, el edificio de la Aduana, y por el Poniente, una portalería que sirve de asilo á esos escribientes y poetas pobres que se llaman en México vulgarmente «Evangelistas,» y que, sentados en un pequeño taburete, delante de un miserable pupitre, ganan escasamente su vida escribiendo y redactando versos y cartas de todas clases para los criados domésticos, para los aguadores y para los amantes pobres que no saben escribir;{247} escritores que son la primera grada de esa inmensa escalera en cuyo último peldaño se disputan un lugar Milton y Shakespeare, Cervantes y Quintana, Víctor Hugo y Lamartine, el Dante y el Petrarca.

Aquella plazuela está verdaderamente empapada en sangre. Allí han sido sacrificadas tantas nobles víctimas, que si un laurel ó una palma brotara en memoria de cada martir, ese lugar sería el bosque más impenetrable de la tierra.

Pero hay modas hasta en el asesinato, y Santo Domingo cayó de la gracia de los civilizadores de México, y la plazuela de Mixcalco pasó á la categoría de favorita de los franceses.

Mixcalco está al Oriente de la ciudad, cerca de la garita de San Lázaro.

En otro tiempo había sido el lugar de la ejecución de los criminales; por eso tal vez causaba cierto pavor á los habitantes de la ciudad, y por eso casi siempre estaba desierta.

Absurdas consejas corrían sobre aquella plazuela: quién contaba que un hombre ahorcado allí por haberse robado unos vasos sagrados, paseaba de noche envuelto en un sudario; quién refería que la cabeza de un reo muerto impenitente, aparecía en las altas horas también de la noche, pidiendo «confesión;» quién decía haber oído un grito agudísimo{248} y desgarrador que lanzaba una mujer vestida de blanco y con el pelo suelto, y que era nada menos que una madre infanticida, muerta allí mismo por manos de la justicia.

Sea por esto, ó por lo que es más probable, por la escasez de agua de aquél barrio, las casas que forman la plazuela se fueron quedando vacías y arruinando; de modo que en la época en que los franceses ocuparon la capital, sólo vivían por allí pobres carboneros que durante el día salían á expender su mercancía.

En aquél lugar triste y apartado debía tener su desenlace ese drama que hemos visto comenzar en Papasindán.

Se oyó un rumor en la multitud; el movimiento uniforme y simultáneo de las armas de los franceses produjo, con la naciente luz del sol, un relámpago siniestro que cruzó por encima del agrupado pueblo, y Nicolás Romero, sereno y animoso, casi indiferente, penetró en el cuadro en unión de otros dos oficiales que iban á sufrir su misma suerte.

Infinitas precauciones había tomado la plaza para llevar á efecto la sentencia; la popularidad de Romero y la notoria injusticia del procedimiento hacían temer una sublevación popular. Se había adelantado la hora; la guarnición estaba sobre las armas, la artillería lista, las patrullas y la gendarmería en movimiento, y sobre todo, la policía secreta,{249} esa víbora que brota como la yerba venenosa de los pantanos, del seno de los gobiernos impopulares, en una actividad espantosa.

Romero fumaba desdeñosamente un puro. Los dos oficiales que le acompañaban, y que también debían morir, eran: un subteniente que había sido el mariscal de un escuadrón de la brigada de Romero, y el comandante Higinio Alvarez, jefe de los exploradores de la misma brigada. Romero iba envuelto en la misma capa que usaba en campaña, y Alvarez en un zarape tricolor, que imitaba la bandera de la República.

¿Para qué referir la ejecución? Los tres murieron con tanta sangre fría y con tan orgulloso desdén, como si no fueran á morir.

El sargento francés dió á Romero el golpe de gracia; y sin embargo, como si aquella lama de gigante no hubiera podido desprenderse del cuerpo, al conducir el cadáver de Romero á su última morada, hizo un movimiento tan fuerte, que rompió el miserable ataúd en que le conducían sus verdugos.

El pueblo se dispersó sombrío y cabizbajo.

A las diez de la mañana de ese día, la tierra había bebido ya la sangre de aquellos mártires; el sol había secado otra parte, y los vientos habían borrado con su polvo los últimos rastros.{250}

V

Un sol de gloria da de lleno sobre esas tumbas abandonadas, y la patria aun no señala con un monumento el lugar de tantas ejecuciones.

¿Compareceremos ante el juicio de la historia con la fea marca de la ingratitud? ¿No habrá quién coloque una piedra en ese Gólgota, para decir á nuestros hijos: aquí levantó la iniquidad su piedra de sacrificios para inmolar á los patriotas de la independencia mexicana?

Nosotros desde el fondo de nuestro corazón enviamos el más santo de nuestros recuerdos á los Mártires de la Libertad, y consagramos en las páginas del Libro Rojo la ofrenda de justicia á los héroes cuyos sublimes hechos servirán de grandes enseñanzas á las futuras generaciones.

Juan A. Mateos.

{251}

ARTEAGA Y SALAZAR

Quisiera no tener la necesidad de escribir este artículo; los recuerdos que para hacerlo tengo que evocar, punzan mi corazón, pues que á pesar de los años que han transcurrido desde la época en que acaeció el sangriento drama que voy á referir, hasta hoy siento aún aquella penosa angustia que era consiguiente al negro y tempestuoso porvenir que nos presentaba la lucha de independencia, y el doloroso vacío que dejaron en mi alma las terribles ejecuciones de Arteaga y Salazar, Villagómez y Díaz.

Lo que voy á contar no está apoyado en documentos oficiales, ni en citas históricas, ni en comentarios de sabios; es lo que yo mismo presencié, y lo que llegó á mi noticia por las sencillas relaciones de los jefes, de los oficiales y de los soldados que militaban á mis órdenes, y que fueron hechos prisioneros en unión de Arteaga y de Salazar.{252}

*
* *

Comenzaba el mes de Octubre de 1865, y la suerte no podía ser más contraria para los republicanos que componíamos el ejército que se llamaba del Centro.

Reducidos á un número escaso de combatientes, con malísimo armamento, con poco parque de fusil, y eso de mala calidad, faltos de recursos pecuniarios, y sobre todo sin esperanza de mejora, los esfuerzos combinados de todos los jefes, su fe ciega en el triunfo de la causa de la Independencia de México, podían apenas mantener encendida la chispa en las feraces montañas del heróico Estado de Michoacán.

Arteaga era el general en jefe de aquel ejército, y en los días en que pasaron los acontecimientos que voy á referir, el General Carlos Salazar era el Cuartel-Maestre.

El general D. José M. Arteaga era un hombre cuya edad difícilmente podría haberse conocido en su rostro, porque su cutis rosado y transparente como el de una dama, sus ojos negros, rasgados y brillantes, y el fino bigote que sombreaba su boca, le daban el aspecto de un joven que apenas contara veinticinco años; y sin embargo, Arteaga pasaba ya de cuarenta; y sólo su obesidad, y la torpeza de sus movimientos, provenida de las{253} heridas siempre abiertas que tenía en las piernas, podía desvanecer la idea que se formaba uno al ver su rostro constantemente risueño y alegre.

Salazar era casi de la misma edad que Arteaga; pero Salazar, por el contrario, representaba tener mayor número de años de los que en realidad contaba, y su aspecto era imponente, porque á las musculosas formas de un Hércules se unía la frente despejada y serena, y la mirada penetrante del hombre de gran inteligencia.

Durante algún tiempo, Salazar y Arteaga estuvieron desavenidos, lo cual fué causa de que el primero se separara temporalmente del servicio; pero pocos días antes de la ejecución de ambos, Arteaga llamó á Salazar, tuvieron una explicación en mi presencia, y sin dificultad volvieron á reanudar su antigua amistad, y Salazar fué nombrado Cuartel-Maestre del Ejército del Centro.

¡Tristes días eran aquéllos para nosotros! En el mes de Julio de ese mismo año habíamos sufrido un revés terrible en las inmediaciones de Tacámbaro, atacados por la legión belga y por las fuerza imperiales que mandaba Méndez, y de aquel desastre apenas habíamos salvado algunos elementos de guerra; todo parecía perdido, y sin embargo, la constancia y el entusiasmo de los jefes volvió á salvarnos del conflicto.{254}

Por todas partes se trabajaba con una actividad prodigiosa; los coroneles Villagómez, Vicente Villada y Francisco Espinosa por un rumbo, Eugenio Ronda y Rafael Garnica por otro, Méndez, Olivares, Valdés, Díaz, Alsate, etc., etc., todos levantaban é instruían batallones y escuadrones, y para el día 1.º de Octubre, es decir, tres meses después de la desgracia de Tacámbaro, pudimos pasar en Uruapan revista á una división, formada de esta manera, y que contaba, ya con muy cerca de cuatro mil hombres, y esto, fuera de los que habían quedado de guarnición en algunas plazas como Zitácuaro, Huetamo, Tacámbaro, etc.

Aquella revista se pasó en medio de la mayor alegría y del entusiasmo más santo. Y tal era la fe de nuestros soldados, que al verse así reunidos, se creían tan fuertes, que se hubieran atrevido á batirse contra un ejército diez veces superior en número.

Pero aquella alegría y aquel entusiasmo eran los precursores de nuevos días de duelo y de tribulación; aquellas esperanzas iban á desvanecerse como el humo, á disiparse como una nube de verano.{255}

*
* *

El día 10 de Octubre, desde las diez de la mañana, comenzamos á tener por diversos conductos, noticias de que Méndez, con una fuerte división, había salido de Morelia y se dirigía á Uruapam con el objeto de batirnos; y estas noticias, como era natural, nos tenían en alarma y dispuestos para emprender la retirada ó salir al encuentro del enemigo, según dispusiera el general en jefe.

Sería la una de la tarde, cuando llegó á mi alojamiento uno de los ayudantes del general Arteaga, á decirme que el General me esperaba en su casa; seguí al ayudante, y encontré á Salazar y á Arteaga que discutían sobre los movimientos del enemigo.

—General;—me dijo Arteaga—el enemigo debe estar aquí á las cuatro de la tarde; ¿qué opina vd. que debemos hacer?

—Mi opinión—le contesté—es que debemos dar una batalla.

Expliquéle en seguida mi plan, que no fué de su aprobación, y la cuestión comenzaba ya á acalorarse, cuando entró el coronel Trinidad Villagómez.

Villagómez era un joven de veinticinco á veintiséis años, valiente, pundonoroso, patriota de corazón, leal y muy dedicado al estudio; le había yo encargado el mando de{256} una pequeña brigada de infantería, que con jefes tan dignos como Villagómez, prometía dar al Ejército del Centro muchos días de gloria.

El general Arteaga hizo á Villagómez la misma pregunta que poco antes me había hecho á mí, y Villagómez fué de mi misma opinión.

Entonces insistí yo; Salazar apoyó la opinión de Arteaga, y éste ordenó la retirada.

Pero esta retirada no debía hacerla nuestra fuerza en un solo cuerpo, sino que debía dividirse en tres secciones: la primera con los generales Arteaga y Salazar, tomaría el rumbo del Sur, internándose por la Tierra Caliente; la segunda, á las órdenes del coronel (hoy general) Ignacio Zepeda, se dirigiría al Estado de Jalisco, á expedicionar por Zapotlán; y yo, con la tercera, debía ir hasta Morelia, si no á intentar la toma de la ciudad, porque estaba fortificada y la mayor parte de mi fuerza consistía en caballería, sí á poner en alarma á la guarnición.

Con esta resolución ya se dictaron las disposiciones necesarias, y á las cinco de la tarde, bajo una espantosa tempestad, comenzaron á desfilar las tropas, tomando cada una de las secciones el rumbo designado: Zepeda el camino de San Juan de las Colchas, Arteaga el de Tancítaro, y yo el de la Sierra de Paracho.{257}

En estos momentos, Méndez, con las tropas imperiales, estaba ya á muy poca distancia de nosotros.

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* *

Arteaga llevaba la brigada que mandaba Villagómez, una sección que estaba á las inmediatas órdenes del coronel Jesús Díaz, y algunos piquetes de infantería y caballería que no estaban incorporados en ninguna brigada.

A pesar de la tormenta y del mal estado de los caminos, Arteaga hizo caminar á la tropa que le acompañaba toda la noche del día en que se efectuó la retirada, y al siguiente día llegaron al pueblo de Tancítaro.

Aquella precipitación había sido una medida prudente, y que los acontecimientos posteriores confirmaron de necesaria, porque el día 12, en el momento en que los soldados iban á tomar «el rancho,» llegó la noticia de que el enemigo estaba tan cerca de Tancítaro, que sin permitirse tomar el primer bocado á los soldados, se emprendió violentamente la retirada rumbo á Santa Ana Amatlán.

Sin embargo, Méndez logró alcanzar la retaguardia de los republicanos; pero Villada, que la cubría con un batallón, sostuvo bizarramente la retirada, y por esta vez volvió á salvarse aquel pequeño ejército.{258}

Toda la tarde y parte de la noche caminó Arteaga, hasta llegar á una pequeña finca situada á siete leguas de Tancítaro, en donde acampó.

La distancia recorrida por las tropas republicanas en aquel tiempo, parecerá muy corta á los que no tienen conocimiento de los caminos por donde tenían que atravesar; pero cuando se miran aquellos desfiladeros, en que los infantes no pueden cruzar sino de uno en uno, en que los jinetes necesitan echar pie á tierra, en que cada paso es un peligro, y cada peligro es mortal, entonces es cuando se considera que aquellos senderos, en el tiempo de las lluvias, son casi intransitables de día, y la tropa los atravesaba de noche; entonces es cuando se comprende, por qué se caminaba durante tanto tiempo para avanzar sólo unas cuantas leguas de terreno.

Por fin, aquellos pobres soldados, que apenas habían podido dormir, hambrientos, fatigados y empapados por las constantes lluvias, llegaron á Santa Ana Amatlán á la mitad del día 13.

Arteaga y Salazar se creyeron en completa seguridad, fiados en la vigilancia del coronel Solano, á quien el primero de aquellos generales había ordenado que, con cincuenta caballos, permaneciese cerca de Tancítaro, en observación de los movimientos de Méndez.

Como para dar más seguridad á Arteaga,{259} pocos momentos después de que llegó á Santa Ana Amatlán, se le presentó un oficial de Solano, pidiéndole, de parte de su jefe, un cajón de parque, y confirmó lo mismo que habían dicho ya algunos exploradores: que el enemigo no había hecho movimiento alguno.

Arteaga, pues, sin temer nada, y seguro de que Méndez había dejado ya de perseguirle, mandó desensillar, dispuso que se preparase la comida de la tropa, y él mismo se retiró tranquilamente á su alojamiento, y quiso descansar también, aunque fuera por algunas horas.

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* *

Las armas estaban en pabellón, los calderos comenzaban á hervir con la pobre ración de carne, los soldados, abrumados por el ardiente sol de aquellos climas, se procuraban un abrigo bajo los árboles y los portales de la población, y los oficiales y los jefes buscaban en las modestas tiendas algún alimento para calmar su necesidad.

Repentinamente se escuchó un rumor extraño, carreras de caballos y de hombres, y gritos y disparos de fusil, y luego la confusión más terrible, más espantosa.

Los republicanos habían sido sorprendidos y era inútil pensar en la resistencia; un terror pánico se apoderó de los soldados, como{260} sucede siempre en estas ocasiones; y ya no escuchaban la voz de sus jefes, y no volvían siquiera el rostro para el lugar en donde estaban sus armas, y no pensaban más que en salvarse por medio de la fuga, que emprendieron ciegos y por todas direcciones.

Todos los jefes, incluso Arteaga, fueron sorprendidos en sus alojamientos y hechos allí prisioneros: Salazar, con sus ayudantes y algunos criados se hizo fuerte en su casa, y se batió durante algún tiempo; pero fué obligado á rendirse, y solo el coronel Francisco Espinosa, gracias á su sangre fría, logró escapar de las manos de los imperialistas.

Para consumarse aquella terrible desgracia, había bastado apenas una hora, es decir, dos horas después de haber llegado Arteaga á Santa Ana Amatlán, él y Salazar, y todos sus jefes y oficiales, y gran parte de sus soldados estaban prisioneros.

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* *

¿Quién fué culpable de aquella sorpresa? ¿cómo pudo Méndez haber llegado hasta Santa Ana Amatlán, sin ser sentido por las fuerzas del general Arteaga, sin ser detenido por el coronel Solano y por el comandante Tapia, que habían quedado con dos cuerpos de caballería cubriendo el camino y en observación de los movimientos de los imperialistas? Misterios{261} han sido y son éstos para mí, á pesar del empeño que tomé para saber la verdad.

Arteaga, Salazar y muchos de los que con ellos iban en aquella desgraciada expedición, creyeron que Solano y Tapia se habían puesto de acuerdo con Méndez; pero esto me parece imposible, porque Solano era un joven honrado y patriota, á quien se habían encargado comisiones peligrosas, y siempre había correspondido perfectamente á la confianza de sus jefes; y Tapia, por sí solo, nada hubiera podido hacer aún cuando hubiera querido traicionar.

A pesar de todo, algo habría podido averiguarse si en aquellos días no hubiera muerto Solano de fiebre en el pueblo de Tancítaro; y como sucede en las guerras de insurrección, la muerte de un jefe produce, necesariamente, la desorganización más completa, y luego la dispersión de las fuerzas que manda, sobre todo si son, como aconteció entonces, tropas levantadas y organizadas por el mismo jefe, y merced á sus esfuerzos y á sus simpatías personales.

A Tapia no lo volví á ver más.

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Treinta y cinco fueron los prisioneros hechos por Méndez en Amatlán, inclusos los dos generales, y todos ellos, aun algunos heridos,{262} pasaron el resto de la tarde y la noche del día de la sorpresa, encerrados en un cuarto, frente á cuyas ventanas las músicas de los vencedores tocaban alegres sonatas, celebrando aquella poco costosa victoria.

Al día siguiente se emprendió la marcha de regreso para Uruápam, y á los treinta y cinco prisioneros se les entregaron quince caballos para que pudieran caminar.

Muchos tenían que marchar á pie, pero todos convinieron en que, de preferencia, uno de los caballos debía servir al general Arteaga, y se le dió en efecto.

Arteaga era un hombre sumamente grueso y por consecuencia pesado y torpe en sus movimientos; necesitaba, pues, una montura especial y una cabalgadura fuerte y vigorosa, y ni una ni otra cosa se le daba; en vano pidió que se le entregase la mula que él montaba ordinariamente, y que con todo y arreos estaba en poder de los soldados de Méndez; nada consiguió, y se encontró en la necesidad de montar el caballo que le habían dado.

El camino estaba casi intransitable; el caballo era débil, la silla pequeña, y á cada paso el desgraciado general Arteaga caía con todo y caballo, causándose grave mal en sus abiertas y dolorosas heridas.

Salazar hacía casi todo el camino pie á tierra.

Seis días duró aquella terrible peregrinación,{263} durante la cual el cansancio y los sufrimientos físicos y morales de los prisioneros, no encontraron más compensación que las muestras de simpatía de los pueblos del tránsito, y sobre todo de Uruápam, á donde llegaron el día 20 de Octubre.

Según me han referido los jefes que estaban allí entre los prisioneros, ninguno, inclusos Arteaga y Salazar, creía que después de los días trascurridos, se les fuera á fusilar, y en esta confianza ya todos hablaban solo de las penalidades del camino, y del día en que probablemente debían llegar á la capital de Michoacán.

Descansaban todos reunidos en su prisión, adonde algunas buenas y nobles familias les habían enviado abundantes comidas, cuando á las tres de la tarde se presentó el coronel Pineda, y en alta voz llamó á los generales Arteaga y Salazar, á los coroneles Villagómez y Díaz y al capitán González, y los hizo pasar á una pieza inmediata.

Ninguno de los otros prisioneros sabía cuál era el objeto de aquella separación, pero todos los corazones lo adivinaron, todos comprendieron que iba á representarse allí una terrible y sangrienta escena, todos, sin vacilar, aseguraron que aquellos cinco separados iban á ser las primeras víctimas.

Entonces desapareció la tranquilidad, reinaron la incertidumbre y el temor, y una nube{264} de tristeza cubrió el rostro de aquellos desgraciados que ya no esperaban sino su turno para morir.

*
* *

En aquellos días se había promulgado en la ciudad de Morelia el tristemente célebre decreto llamado “del 3 de Octubre” por la fecha en que fué expedido, y conforme á ese decreto que recibió Méndez en Uruápam, iban á ser pasados por las armas los prisioneros.

Pero ese decreto no podía aplicarse á hombres á quienes no se había hecho conocer; ese decreto no podía autorizar al mismo Méndez cuando aun no se promulgaba en los lugares en que él estaba, ni aun lo conocían sus mismos oficiales.

Nunca Arteaga, Salazar, Villagómez ni ningún otro de sus compañeros de infortunio se habrían sometido al imperio, ni dejado de combatir por más que ese y otros decretos los amenazaran con la muerte; pero en estricto derecho, esa ley no pudo ni debió habérseles aplicado.

*
* *

Separados ya de los demás prisioneros, Arteaga, Salazar, Villagómez, Díaz y González, se les notificó que en la mañana del siguiente día debían morir, y se les exhortó á prepararse para aquel horrible trance.{265}

Todos ellos recibieron la noticia con noble serenidad, sin quejas, sin recriminaciones, con un valor heróico.

Pocos momentos después se presentó en la prisión el Sr. Ortiz, cura de Uruápam, eclesiástico lleno de virtudes, hombre de corazón recto y de sentimientos generosos; su palabra fué un bálsamo consolador para aquellos desgraciados que no miraban en derredor más que rostros amenazadores, y quizá risas sardónicas y de desprecio.

El cura Ortiz no abandonó un solo instante á Salazar y á sus compañeros que se sintieron ya menos abandonados, menos aislados en aquella última y suprema hora de su vida.

Toda la noche la pasaron escribiendo á sus familias y á sus amigos, y dando sus últimas disposiciones, de las cuales fué encargado el padre Ortiz, y en todas aquellas cartas se nota un pulso firme, un ánimo sereno, una conciencia tranquila, y sobre todo un patriotismo ardiente.

Consejos, recomendaciones, profesiones de fe política, todo con tanta calma como si no les faltaran tan pocas horas para morir.

Amaneció el día 21, y á las seis las tropas de Méndez salieron de sus cuarteles y formaron el cuadro frente á la prisión.

Eran ya los tres cuartos para las siete; había llegado el momento, y los sentenciados se presentaron. A pedimento suyo se les permitió{266} marchar al lugar del suplicio sin llevar los ojos vendados.

Con paso firme se adelantaron, Arteaga pálido pero sereno, Salazar fiero y amenazador, Villagómez frío y desdeñoso, Díaz con una resignación cristiana, González con un aire burlón y despreciativo.

Salazar arengó á la tropa, pero como de costumbre, los clarines y las cornetas, y las cajas de guerra resonaron ahogando su voz.

Arteaga quiso arrodillarse para recibir la muerte, pero Salazar se lo impidió; se oyó la voz de «fuego,» retumbó la descarga, y poco después la columna imperialista desfilaba al lado de cinco cadáveres que Méndez dejaba abandonados, sin cuidar siquiera de que se les diese sepultura.

Aquella sangrienta ejecución en las montañas de Michoacán preocupó apenas á los defensores de la intervención, y apenas se ocuparon de ella los periódicos de las capitales; pero la historia la recogió en sus fastos, y la justicia eterna la grabó en su libro, y quizá tuvo un grande influjo en el porvenir.

Dios es justo.

Vicente Riva Palacio.

{267}

MAXIMILIANO

6 de Julio de 1832.

19 de Junio de 1867.

Aquella fecha fué el día en que nació Fernando Maximiliano José, Archiduque de Austria. Esta, en la que murió.

La ciudad de Viena, Schònbrum, fué su cuna; la de Querétaro, Cerro de las Campanas, fué su tumba.

Su nacimiento tuvo el esplendor grandioso de un regio alumbramiento. A su muerte, un golpe eléctrico tocó todos los corazones, para no dejar esa memoria, en el reposo del olvido. La luz de la existencia no se extinguió en las tinieblas de su último día. Al morir acabó el hombre, para dejar al dominio de todo el mundo la vida del príncipe, la del político infortunado.

¡Insondable es el destino del hombre!

Al nacer, los plácemes se multiplican y se anuncia una esperanza de felicidad.

El que nace despierta toda la fe del porvenir.{268}

Un príncipe que viene al mundo, es la alegría de la familia, es la ilusión dorada de una dinastía; puede ser el genio benéfico de un pueblo, de una sociedad entera. El contento se generaliza, y las demostraciones de júbilo resuenan en el extenso ámbito de una monarquía. Los más lisonjeros ensueños de los padres encuentran la entusiasta predicción de los amigos, de los partidarios, de los adictos, y el horizonte de la vida, se dilata más allá de donde en el curso natural de la existencia se puede pasar.

El príncipe, al nacer, parece que lleva un destino que cumplir: inmortalizar con sus hechos un nombre que ya suena como gloriosa herencia que en la sucesión de los siglos han conquistado sus antepasados. Esperanza de gloria. Esperanza de inmortal nombre. Esperanza de los amigos y de la patria; ella y ellos hacen votos porque el príncipe esté predestinado para encumbrar los altos intereses de la nación; y así lo quieren; porque también quisieran que el que nace para gobernar, fuese un conjunto de las más grandes virtudes. El valor, la generosidad, el genio, la más elevada educación, la ciencia y el amor á la humanidad, debieran ser inseparables compañeros de los que se creen con título para mandar.

La pasión de mando en los príncipes, lo mismo que en los demás hombres públicos,{269} puede ser una virtud ó un vicio. El anhelo de hacer el bien, es una virtud, y ese anhelo tiene á menudo los caracteres de una pasión...... pasión inmensa, superior á todas las pasiones; porque ella lisonjea las más nobles aspiraciones que el hombre puede traer á la vida. Ser feliz por la felicidad pública, vivir para un pueblo, trabajar sin descanso para una nación, darle vida, esplendor, nombre, poder, independencia, respeto, bienestar, libertad, orden, paz, fraternidad y dicha, es sin duda la más grande y noble pasión, como también la virtud más digna del reconocimiento público.

¡Cuántos hombres, sin embargo, habrán tenido estos ensueños, esos delirios patrióticos, esas aspiraciones que embriagan, y qué distante habrán visto el resultado! ¡Cuántas veces los medios empleados conducen á las naciones al inverso fin de los pensamientos y proyectos concebidos!

Tomad vuestro libro, príncipes, recorred la historia, y al llegar á las páginas de Luis XVI, Iturbide, Murat, Carlos I y Maximiliano, meditad en ese destino.

Abrid el vuestro, hombres públicos; y cuando lleguéis á las páginas de Hidalgo, Morelos, Matamoros, Guerrero, Ocampo, Alberto Brum, César, Cicerón, Terault de Sahelles, Filipeaux, Danton, Robespierre, Russel, Riego, Camilo Desmoulin, y otros y otros, pensad{270} con detenimiento en el trágico fin de hombres que hoy suenan como gloria de las naciones que impasibles los vieran morir. Llegad con valor á las tumbas de esos príncipes y de esos hombres, removed su pasado entero, tocad uno á uno los puntos de su vida pública, y fijad, si podéis, con criterio indefectible, con la conciencia de juez severo, con la luz indeficiente de la razón, con la firmeza de la conciencia universal, el motivo determinado, seguro, fijo, que causó su muerte. Para ello, remontad vuestro estudio á la intención, que es la guía de la criminalidad.

No separéis vuestra atención de los propósitos. Detenéos un poco. Llamad á la filosofía en vuestro auxilio. Con el espíritu indagador del verdadero filósofo, buscad la criminalidad de los políticos en la violación de una ley clara como la luz del día, evidente como el sentimiento de nuestra existencia, universal como los preceptos de moral. ¿La encontraréis siempre? No.

¿Y la dañada intención de ejecutar una criminal voluntad?

¿Y el propósito de hacer mal?

¿Y la conciencia de sus faltas?

¿Y la depravación de sus miras?

¿Y el remordimiento de sus actos, y la agitación de su espíritu, y el terror de su fuero interno, y la inquietud de su alma, y la pasión ciega de sus deseos, y el abominable{271} arranque de un corazón vengativo? ¿Lo encontraréis? Decidlo. Decidlo con franqueza. La filosofía no permite disimulo; externad vuestro juicio con la severidad filosófica de Catón.

Pero ¿adónde vamos?

¿A condenar la pena de muerte por delitos políticos?

Esto ya lo hemos hecho. Derramar la sangre humana como medida represiva ó preventiva, podrá tener su resultado positivo para la paz que forma el vacío; pero hay en el fondo de nuestro corazón una profunda repugnancia, inconcebible para algunos, poderosa para nosotros.

En esa lucha de las necesidades públicas hay una verdad que respetamos con toda sinceridad: la extinción de la pena capital es un pensamiento que ha encontrado resistencias que han parecido invencibles. Políticos profundos han creído que sin la pena de muerte la sociedad perdería sus elementos de vida rompiendo el respeto que inspira la posibilidad de la muerte por la ley.

A través de diez y nueve siglos que tiene la era cristiana, no se han podido realizar todas las esperanzas que despertó su existencia; pero la lentitud del progreso asegura su triunfo sobre el desmoronamiento de los antiguos elementos de política. La filosofía de la libertad vendrá más tarde á purificar doctrinas que en{272} su desarrollo detienen el espíritu progresivo de la humanidad. El tiempo, armado de su poder irresistible, con la sucesión de algunos años en que la paz, condenando las malas pasiones, abra el alma á la luz de la enseñanza que entraña la fraternidad, será el mejor obrero de lo que hoy se llama utopia irrealizable.

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¡Sombra de Maximiliano, espíritu de ese príncipe en cuya defensa tuvimos un encargo de confianza; desde esa mansión donde todo es luz, arrojad alguna sobre este cuadro de vuestra vida, para pintar con caracteres de innegable verdad las causas de un gran drama político!

¿Qué causa determinó ese contraste de destino entre el nacer y el morir?

¿Quién guió esos pasos que conducían al patíbulo á un príncipe heredero de una gloria secular?

¿Por qué causa vino á morir á Querétaro, en el Cerro de las Campanas, quien pudo ser rey en Europa? ¿Qué había de común entre la dinástica nobleza de Austria y el pueblo de esta República?

México pasaba por una crisis cruel en su naturaleza misma; porque era trágica y suprema. Las instituciones eran todo y eran nada; porque ellas servían de bandera de libertad{273} y de apoyo del Gobierno. Eran nada, porque en la práctica no regían. Su vida perfecta era imposible en una nación de combatientes. Era ese período en que se rompe para siempre con las tradiciones del pasado. Las reformas religiosa y política habían sacudido de raíz aquel árbol secular á cuya sombra la sociedad se forma de una aristocracia de fueros y privilegios notables en el clero y en el ejército. La ley de la igualdad se había proclamado, incorporando á las clases privilegiadas dentro de una misma ley civil.

El antagonismo de clase, condenado por los principios políticos, era una nueva ocasión de guerra. La nacionalización de bienes eclesiásticos, secularización de regulares, extinción de la vida monacal y demás reformas religiosas, preparaban algunos espíritus para una lucha sangrienta, como guerra de religión, interminable por un avenimiento; porque alimentada por pasiones que tocaban los extremos, era terrible, asoladora. Sus efectos se hacían sentir ya poderosos, cuando estalló la revolución que proclamó en la patria de Washington la independencia de los pueblos del Sur.

Los gobiernos de Europa, que presentían las consecuencias de un triunfo glorioso de la democracia, pensaron en que México pudiera ser un punto de apoyo, un arsenal inmenso, un cuartel general para ulteriores operaciones;{274} y aprovechando las disensiones apasionadas de sus hijos, ofrecieron crear una monarquía en la tierra de promisión, que descubierta por el ilustre genovés Cristóbal Colón, fué la perla de la corona de España.

Esta colonia que llevó á su tesoro torrentes de plata y oro en cambio de una civilización cristiana, no era aún conocida el año de 1862 en su poder nacional.

Frágil la memoria de los hombres poderosos, olvidaron pronto los sacrificios de México, por su independencia, desconocieron su adelanto en medio de sus guerras intestinas, y creyeron obra de una visita militar la fundación de una monarquía que renovara las antiguas tradiciones, despertando el espíritu de orden y obediencia en que tan notable fué este virreinato por tres siglos.

En los años pasados después de la independencia, la educación ha cambiado las antiguas costumbres. México ha obtenido en medio siglo lo que pudiera ser obra para otros pueblos de centenares de años. De 1821 á 1863 recorrió desde la monarquía absoluta hasta la república más democrática, y la obediencia pasiva del antiguo sistema se ha cambiado por los fueros de la libertad.

Ese año de 1863 será siempre inolvidable en la historia de los sucesos que vamos á referir; porque éste fué el período en que el príncipe Maximiliano aceptó lo que, obra de los{275} hombres, parecía altamente glorioso en sus fines al archiduque de Austria.

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Inglaterra, Francia y España, unidas por la convención de Londres el 21 de Octubre de 1861, enviaron en Diciembre del mismo año al puerto de Veracruz algunos miles de soldados, representada la primera para los fines de la convención por Sir Charles Wyke. Ministro inglés residente en México; la segunda por el Almirante Jurien de Lagravière y por el Conde de Saligny, Ministro de Francia en México; y España por el Teniente general don Juan Prim, Conde de Reus.

El tratado que celebró en el pequeño pueblo de la Soledad, distante pocas leguas de Veracruz, el Ministro de Relaciones D. Manuel Doblado, permitió á las tropas de las tres naciones venir á Orizaba y Tehuacán, ajustando un armisticio para acordar, entretanto, los medios de llevar á un término prudente las diferencias que en lo ostensible tenían aquellas naciones con la República Mexicana. Ese tratado que con el Sr. Doblado firmaron los representantes de las tres naciones el 31 de Octubre de 1861, ha sido juzgado por muchos como el monumento más glorioso de la habilidad diplomática de nuestro Ministro. Aplazada la guerra, podía crear la división en{276} los invasores, y permitir, además, que se viese con claridad el fin á que se encaminaba y los medios de que disponían cada una de las partes que formaron la convención.

Había en lo íntimo, en lo secreto de las instrucciones reservadas que traían los tres representantes, algo contradictorio que no podía llevarlos á una inteligencia fácil, á un acuerdo seguro.

Los representantes de España é Inglaterra vacilaron, los de Francia traían una consigna que cumplir, Napoleón III quería un rey para este suelo virgen. El príncipe que debía ceñir la corona, sería acaso dudoso; pero la resolución estaba tomada. México sería una monarquía.

Aun es un misterio si la voluntad enérgica del Conde de Reus rompió la convención, llevando tras esta resuelta conducta el acuerdo del representante de Inglaterra; ó si instrucciones superiores prepararon el rompimiento que dejó al ejército francés solo en este suelo para llevar adelante las órdenes de su gobierno, que ejecutaba por su cuenta y riesgo, la más aventurada, peligrosa y estéril de cuantas intervenciones se registran en los siglos de la historia política del mundo.

La República supo con asombro que, rotas las estipulaciones del tratado de la Soledad, avanzaban en son de guerra los franceses al mando del general Laurencez, y ligeros encuentros{277} en las Cumbres de Aculcingo, obligaron á las tropas de la República, al mando en jefe del general Zaragoza, á resistir el choque del ejército francés en la ciudad de Puebla.

El 5 de Mayo de 1862, á las once, comenzó la acción sobre el Cerro de Guadalupe, y á las tres retrocedieron las fuerzas francesas, llevando ya en su retirada á Orizaba, la convicción profunda de que la misión que debían cumplir era algo más peligrosa que un paseo militar.

México ha recogido en la memoria de esa jornada, la de un día de gloria nacional que solemniza en su aniversario, como la de una segunda independencia. El recuerdo del 5 de Mayo fué la bandera de la República en sus días de prueba y de desgracia. Los nombres de los generales Zaragoza, Mejía, Díaz, Berriozábal, Negrete y otros, han tenido desde entonces un lugar de preferencia en el corazón de un pueblo que se apasiona por la superioridad del valor en el cumplimiento del deber.

Después de algunos meses, grandes refuerzos llegaron al ejército francés mandado ya por el general Forey, y se emprendió un nuevo golpe sobre la ciudad de Puebla, la que sucumbió el 17 de Mayo de 1863, obligada por un sitio de más de sesenta días. El hambre puso término á ese sitio, rindiéndose la{278} plaza, después de romper el ejército mexicano sus armas y clavado su artillería.

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Hoy que Francia sufre, y los peligros y el sufrimiento fanatizan el amor patrio, habrá comprendido Napoleón III, capitulando en Sedán, todo el inmenso placer que habría en la victoria, toda la inmensa pena de las derrotas, todas las inexplicables amarguras de una capitulación, y todas las desgracias de conflictos entre pueblos que derraman su sangre, gastan sus tesoros, aniquilan sus elementos de vida en luchas que excitan las malas pasiones, en cuyo desenfreno todo lo pervierten, á pesar de la buena índole de las masas. México, joven, nacida en este siglo á la vida nacional, ha sido mártir por los celos extraños de su propia infancia. Nacida y codiciada, independiente y dividida, su escuela ha sido la guerra interior y exterior. Francia en el apogeo de sus días, con su gobierno de veinte años, su rico tesoro, sus preparativos de guerra, y teniendo por capital la ciudad de París, centro del mundo, donde se encontraban bienestar y dicha, porque había algo de magia en aquella gran ciudad para que el viajero de todo el mundo, á pesar de la diversidad de sus hábitos y costumbres, encontrara allí la asimilación de lo que{279} era la patria, ha sido el objeto de todas las miradas; era el baluarte poderoso donde por el hambre podrían sucumbir hombres que, héroes en el combate, grandes en su patriótica desesperación, tenían la sentencia de su destino en una triste capitulación, después de ese sitio de titanes que será el asombro de los tiempos modernos. El siglo XIX en sus transformaciones políticas, en su marcha poderosa á los fines de la democracia, y en su grandeza universal, necesitaba para ser inolvidable, el gigantesco sitio que oprimió á la ciudad del orbe. Frente al poder del dinero, de la ciencia y del progreso, se presenta la guerra, la muerte, la destrucción, el sitio y el hambre.

Francia y Prusia en gigantesco duelo, es víctima la primera, en medio de su grandeza, y vencedora la segunda, provocada al duelo. París se enloquece en su desgracia y enarbola la bandera de guerra civil. París, antes resplandeciente de prosperidad y lustre, da muerte á su propia vida devorando á sus propios hijos, arrojando, á semejanza del suicida, elementos corrosivos á sus entrañas, para morir en el fuego, la destrucción, el aniquilamiento y la desesperación.

París, reina de las ciudades modernas, sociedad poderosa para imprimir movimiento á las ciencias y á las artes, centro privilegiado del orbe donde la historia ha grabado sus{280} fechas gloriosas con monumentos que recuerdan guerras, gobiernos, luchas, victorias, triunfo de la idea y del arte; ciudad que llora hoy los más grandes infortunios que la más negra imaginación no podía alcanzar; arrojad de vuestro seno los elementos de esa vida cenagosa á que la corrupción levantara altares, y Dios permitirá que de ese huracán espantoso de pasiones desencadenadas, de ese fuego que destruyó la materia y el espíritu, brote la libertad pura y santa, que haga á los pueblos hermanos en el progreso y émulos sólo en el trabajo.

¡Pobre Francia! ¡cuánto atormentan los terribles golpes de la adversidad sobre las masas de un pueblo! ¡Cuántas víctimas inocentes que no merecen el castigo de esas grandes desgracias!

México ha sufrido los males del incesante anhelo de otras naciones para intervenirla. Francia llora hoy la ardiente pasión del imperio, para imponer su intervención á otras naciones. México pobre, debil, joven y desheredada por sus propias y extrañas guerras, debe á la constancia de sus hijos y á su fe, la restauración de la República. Su ejemplo lo ha invocado Francia, no sólo como lección adversa de su política, sino como bandera de guerra por su nacionalidad. Reciba nuestros votos por una paz duradera que afiance en esa poderosa nación la libertad. Ella será fecunda{281} también para una gran parte del mundo que, por la lectura, por la tradición, por la costumbre de imitar y por los hábitos de educación, está dispuesta á aceptar la política de Francia, que tiene, por su grandeza nacional, un poder mágico, casi irresistible, de propaganda y de asimilación política.

¡Cómo cambia el poder de las naciones constituídas al abrigo de un poder personal! En 1863, Francia Imperial enviaba algo menos que el sobrante de sus legiones á esta tierra víctima de sus disensiones civiles; y hoy la República Mexicana envía los votos de muchos de sus hijos al pueblo francés, por su pronta y sólida libertad. ¡Ojalá y ellos se cumplan! ¡Ojalá y el año de 1871, Francia regenerada y libre, sea también la Francia de la paz y la prosperidad!

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La tarde del 31 de Mayo de 1863 salió de esta ciudad el Sr. Presidente D. Benito Juárez. Ese día tuvo lugar la clausura de la Cámara, y más bien que una solemnidad, fué una lúgubre ceremonia. Era el adiós de amigos que se dispersaban: fué la triste asistencia oficial de un día de duelo para la patria. Tras de ese día todo era desconocido. El único pensamiento de aquellas horas, era partir de la ciudad que debían ocupar las fuerzas{282} francesas como fruto de su triunfante expedición sobre Puebla.

La noche arrojaba sobre el alma de esta gran ciudad una melancolía abrumadora. La agonía de una época, el término de un orden de cosas, el misterio del día siguiente, daban un tinte sombrío á todas las fisonomías. ¡Toda la noche fué de movimiento de salida! ¡Cuántas lágrimas derramadas en ese día de luto! Una despedida sin saber el día del regreso, tiene algo de semejante á la muerte.

¿Cuándo volverán los que hoy salen?

Sólo Dios puede saberlo......

Esa pregunta del corazón y esta respuesta de la cabeza, daban á tan triste despedida una amargura que es fácil sentir y difícil explicar.

Los poderes de la federación se dispersaban, dándose una cita para el interior del país. El Presidente de la República, al partir, había renovado su inquebrantable juramento de vencer ó morir. La lucha era á muerte, porque no cabía capitulación. Así lo había dicho este supremo magistrado el 21 de Marzo, al recibir las felicitaciones como día de su cumpleaños.

Abiertas quedaron las puertas de la capital que no podía resistir, y tomaron vida por casi todo el país los elementos de un nuevo orden de cosas que generalizó el proyecto de la monarquía mexicana.

En la dispersión de los poderes públicos,{283} México quedaba sólo al abrigo de un ayuntamiento presidido por el Sr. D. Agustín del Río. Hombre de valor y de corazón generoso, inspirado por su ardiente amor á la patria, supo llenar cumplidamente sus deberes, lo mismo que la corporación que presidía. Merced á su actitud, la ciudad no sintió el enorme peso de la crisis. La historia consagrará algún día una honrosa página al Ayuntamiento de México y su digno Presidente.

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El 1.º de Junio, un repique en la Catedral anunciaba que se abría para la capital de la República Mexicana la primera página del libro de la intervención. ¡Pobres campanas! inanimados pregoneros que hablan al impulso del que los hiere, y lloran, gritan, pregonan y aplauden á nombre del pueblo. ¡Cuántas veces pregonan lo que debieran callar! ¡Cuántas veces aplauden lo que debieran condenar! El atronador repique con que se pretende á nombre del pueblo engañar al pueblo mismo, ha sido el medio más usual con que solemniza la alegría oficial lo que ha sido muchas veces el duelo de la Nación. Entonces, entre el ruido de la armonía del repique, hay siempre una voz que habla más alto: es la conciencia pública que condena el sacrificio de un pueblo.{284}

La historia del período de la intervención, en sus detalles, no es del momento. Pocos renglones debe ocupar la narración sencilla de la muerte del infortunado Archiduque de Austria.

Preparado el terreno por la invasión francesa, perdida para muchos la esperanza de una restauración nacional; mientras la guerra de escisión entre los Estados Unidos no llegara á un término, fatigado el espíritu por la serie de incesantes revoluciones, el establecimiento, aunque pasajero, de una monarquía, era un suceso que la más corta previsión alcanzaba. El Imperio, para la Nación, sería un hecho; para los que lo deseaban, una gloriosa conquista; y su duración un problema para muchos, envuelto en el misterio del tiempo en que debieran realizarse los grandes sucesos de América.

El príncipe solicitado era Fernando Maximiliano, que residía en su palacio de Miramar. Allí fué donde los enviados del Emperador Napoleón hicieron despertar en su corazón ese sentimiento de gloria, por lo grande y desconocido á que tenía irresistible inclinación. Allí fué donde los augures del porvenir espléndido de una gran monarquía en el mundo de Colón, fundaban con la riqueza de una imaginación fecunda el trono de México. Allí las vacilaciones de un espíritu, que dominado por la idea de la gran política, estaba sin{285} embargo preparado para todo lo que abría las puertas de ese futuro lleno de encantos por la pasión que se llama gloria. Allí ese consejo íntimo de familia, con su esposa la princesa María Carlota Amalia, que era su secretario, su amigo, su confidente, la compañera, sin duda, de proyectos, de pensamientos y de ensueños de un glorioso porvenir; y de allí partieron para esta tierra regada por muchos años con la sangre mexicana.

Más allá de la política, que glorifica á los hombres y apasiona á la multitud, hay algo en una minoría que, con la fe del que mira en lontananza los sucesos venideros, pronostica el porvenir como el apóstol de una idea; combate y lucha por ella hasta el heroísmo, y sostiene la verdad, desconocida para muchos, que parece el patriotismo especial de un círculo reducido de hombres.

Thiers y Julio Favre en Francia, Juárez, Zaragoza, Díaz y otros en México, vaticinaron el mal éxito de la aventura monárquica, y predijeron que la intervención sería para Napoleón III el camino seguro del abismo donde sepultara su trono.

Hasta donde se hayan realizado esas profecías, la historia contemporánea puede ya apreciarlo.{286}

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Maximiliano llegó á la capital de la República el 12 de Junio de 1864. Pasados los primeros días, llamó en lo privado á algunos hombres del partido liberal, y presentándoles un programa extenso sobre las bases de independencia nacional, libertad y consolidación de las conquistas de la Reforma, obtuvo de algunos su participio en la formación del gobierno.

El programa podía condensarse en estas palabras:

Difundir la enseñanza á costa de los más grandes sacrificios, promover toda mejora material, alentando la colonización en masas y la inmigración de ricos capitalistas, afianzar las conquistas obtenidas por la República en favor de la libertad, y encaminar ésta á su aceptación por todos los partidos.

Difícil era la reconciliación de las clases y de los corazones. Ese milagro político no podía ser el instantáneo fruto de un programa. Sólo el tiempo y la libertad práctica unen á los hombres divididos en política por opiniones encontradas.

Francia gastaba, entretanto, algunos millones en el apoyo de su aventura; pero el cansancio en una empresa toda de peligros, no tardó en expresar palabras de arrepentimiento{287} y de abandono. La versatilidad del Imperio francés en los actos que llamaba de alta política, era una presunción de que pondría término á sacrificios que no podían tener compensación.

El Príncipe Maximiliano luchaba con todo esfuerzo por nacionalizar su gobierno, y su programa democrático, á su juicio, en lo compatible con la forma monárquica, está consignado en seis tomos de decretos.

Por un corto período, la fortuna sonrió á la monarquía. Las fuerzas de la República habían perdido los grandes centros de las poblaciones, y el Sr. Presidente D. Benito Juárez, y su ministerio compuesto de los Sres. Lerdo, Iglesias y Mejía, se habían refugiado en Paso del Norte, pequeña aldea en los confines de la República, á orillas del Río Bravo. Su fe era su bandera, su constancia la base del porvenir.

Algunos jefes de inquebrantable energía sostuvieron siempre la guerra; entre ellos el ilustre general D. Vicente Riva Palacio, por cuyo encargo escribimos esta sencilla historia.

El país estuvo por un período sometido á la sorpresa de los grandes sucesos; pero la impresión fué pasajera, y las armas de la República acudieron á combates repetidos que despertaban en la Nación la fe del porvenir.

Cuernavaca era la residencia del Archiduque{288} el mes de Junio de 1866, cuando recibió las noticias definitivas sobre la conducta de Napoleón III. Había resuelto retirar sus tropas y los recursos pecuniarios con que apoyaba al imperio mexicano. Este dejaría de percibir los quinientos mil pesos de que todos los mesen disponía á cargo del tesoro francés.

Tan grave noticia tenía altamente preocupado al Príncipe, quien con su triste fisonomía reveló á la Princesa Carlota el pesar de alguna nueva desgracia. La mala posición á que se veía reducido el ensayo de monarquía en México, despertó en el espíritu de los dos príncipes la idea de enviar un comisionado, un embajador especial al Emperador Napoleón, para exigirle francas explicaciones, resoluciones firmes sobre sus compromisos para con el naciente y agitado imperio de México y muy particularmente para con el mismo Archiduque de Austria, antes de partir de Miramar. ¿Quién podrá desempeñar esta misión importante? decía Maximiliano. ¿A quién escuchará Napoleón? ¿Quién podrá hacerle oir todos los deberes que tiene que cumplir? ¿Quién podrá hacerle comprender las consecuencias de su falta, si niega hoy lo que antes tenía ofrecido?

Se trajeron á la memoria diversos nombres de personas á quienes el Emperador de Francia en otro tiempo recibía de buena voluntad;{289} pero que en la situación á que habían llegado las cosas, con probable seguridad, casi con evidencia, serían desairadas.

En un momento de ese silencio que impone la perplejidad de ciertas circunstancias, dijo la Princesa Carlota: «Yo tengo un embajador fiel á todos sus compromisos políticos, resuelto á todos los sacrificios, y que se hará escuchar de grado ó por fuerza. Ante su resolución no habrá obstáculos.»

«¿Quién puede reunir, dijo Maximiliano, todas esas virtudes de adhesión, y además las facilidades de llegar oportunamente cerca de Napoleón para contrariar resoluciones tomadas acaso de una manera irrevocable?»

«Yo, contestó la Princesa Carlota, y tal vez sólo yo pueda lograr que se modifique lo que respecto de México se tiene ya acordado.»

El Archiduque meditó sobre este pensamiento, lo encontró oportuno, y presentándole solo en oposición dificultades de viaje, recordó que estaba próximo el 6 de Junio, que era el día de su cumpleaños, y que según la tradicional costumbre de su casa, la Emperatriz recibía y hacía todos los honores en la solemnidad de ese día.

Los proyectos de conveniencia que se combaten con accidentes de fácil solución, están aceptados. Así sucedió con el viaje de la Emperatriz. El movimiento de la casa era luego el testimonio vivo de la resolución tomada.{290} El Emperador y la Emperatriz regresaron á México, y el seis de Junio, después de las solemnidades de la mañana, se hicieron los preparativos para el viaje á Europa.

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El día ocho salió para Veracruz la Princesa Carlota, emprendiendo, con el valor digno de un hombre, una empresa que era superior al empeño de las más grandes habilidades diplomáticas.

Francia, en la historia de su último imperio, y la del Vaticano en la de sus días de prueba, tendrán que consagrar algunas líneas á la infortunada y virtuosa Princesa Carlota Amalia visitando en 1866, víctima ya de un principio de enajenación mental, á Napoleón III y á Pío IX.

En su ciencia y brillante educación no alcanzó todos los peligros de la intervención en la República mexicana. La historia de todas las intervenciones es la del suplicio de los pueblos, la del peligro de la independencia, la del sacrificio de la autonomía, y muchas veces el de los actores mejor intencionados. Los años que corren de este siglo daban ya abundante materia para demostrarlo sin necesidad de las sangrientas peripecias del gran drama en que tan sentido se presenta el fin de Maximiliano, vencido, y la vida congojosa{291} de la Princesa Carlota, que es la personificación del pensamiento monárquico en la rectitud de su intención y en la gloria de la fundación; pero también en el extravío de su juicio, por confiar su suerte á una protección extraña, y en el sufrimiento de su pesar profundo. Figura histórica, pasajera en su vida real, transformada por su dolor en una existencia sombría y melancólica, que conservando en su memoria las negras páginas de su martirio, sin el orden que imprime el juicio, tiene grabado como en álbum fotográfico el período de su vida en México. La memoria, el corazón y el entendimiento funcionan en la demencia, siempre con el pasado á la vista; pero las páginas de ese gran libro se desencuadernan, se confunden y mezclan, para hacer de la vida un repertorio donde la memoria, sin orden y armonía, sin concierto ni exactitud, renueva del tiempo feliz de la razón lo que más hirió el conjunto de las facultades. La historia del viaje de la Princesa Carlota, si llega á escribirse, podrá dar alguna luz sobre la materia, y fijará también el verdadero período de su enajenación mental. Maximiliano aparece, según la tradición, vivo en la adoración de la Princesa su esposa; pero en el altar de sus rezos derrama lágrimas que como flores deposita en la tumba de una memoria. Tal vez junta en un solo punto, á semejanza de visión extraña, dos ideas de vida{292} y muerte como el que ve en medio de una tempestad lanzarse á pique una nave sin socorro posible.

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El mes de Noviembre de 1866 todo anunciaba la retirada del príncipe y la del ejército francés. El primero marchó á Orizaba, y la Novara, que lo trajo lleno de entusiasmo y de esperanzas, debía también conducirlo, atormentado por el mal éxito de su empresa, á su antigua residencia de Miramar. Lo esperaba en Veracruz para partir.

El príncipe estaba de choque con el ejército francés, que abandonaba su obra.

Aun las relaciones de cortesía se habían cortado. El mariscal Bazaine y el general Castelnau habían concertado la retirada del ejército francés; y el voto unánime y sincero de los mexicanos era que jamás otra intervención pisara este suelo privilegiado, que sólo necesitaba para su prosperidad la unión de sus hijos. El imperio francés recibía una lección severa. Los gobiernos que no miden las cuestiones exteriores más que por la fuerza física, sacrificando la justicia, se suicidan, porque preparan ellos su propio sacrificio. Francia, arrebatada por el poder militar, sintió todo el peso de sus desgracias en la condenación universal de su política, en el triunfo{293} de la oposición y en la aceptación tácita de la doctrina Monroe.

Libre Maximiliano de los compromisos de la intervención, llamó á Orizaba su Consejo, y sometió á su examen la resolución de su viaje. La duda atormentaba su vida, y necesitaba una resolución. Creía llegado el momento en que el hombre público debe pertenecer todo á su causa, á sus principios, á sus partidarios.

Muchos atribuyen á diversos miembros del Consejo, y muy particularmente á las inspiraciones del jóven general Miramón, el regreso á México. Nosotros no participamos por completo de esa opinión. Causas de otro género fueron las que ocasionaron esa resolución. A la llegada del paquete francés á Veracruz, en Noviembre, recibió el príncipe multitud de telegramas combinados en cifras. ¿Qué traían de Europa esos telegramas? No se ha sabido; pero el hecho es que al día siguiente se dieron las órdenes de regreso, y fué gratificado el jefe de la oficina del telégrafo con quinientos pesos, entregados en monedas de oro.

Desde ese momento cambió la fisonomía del príncipe. Su vida tomó la animación de quien tiene un gran propósito que cumplir. Aislado por su propia voluntad los días anteriores, incomunicado con los demás, vagando como un sonámbulo por los cercanos campos{294} de Orizaba, volvió á la vida cuando resolvió morir ó vencer, jugando la existencia hasta perecer en la demanda.

El 25 de Diciembre de 1866 salió para esta ciudad el Archiduque, con el propósito de dar vida al ministerio conservador que había formado antes de partir para Orizaba.

Reciente la historia del gobierno del Imperio, no es posible tocarla en el reducido espacio de que se puede disponer al ocuparse sólo de la muerte del príncipe que fué elevado al trono. La historia de esa sombra de gobierno monárquico no puede aún escribirse; porque las lecciones que de ella se derivan, se pierden cuando todavía están vivos los sentimientos de una lucha y de una restauración en un corto período de tristezas y alegrías, de esperanzas y decepciones, de tragedias políticas, de piedad y de rigor, de templanza y de exceso, de virtud y de vicio, de persecución y de amnistía, de gemidos y de bendiciones, de duelo y de vida.

Los siete años de 63 á 70, son el gran libro de una historia rápida y complexa, que á semejanza de la de los náufragos, estará llena de vida en la narración misma de la agonía. Ella entrañará lecciones saludables para un pueblo que, al sacudir el yugo de la fuerza extraña, ha proclamado la libertad de todos sus hermanos.

Esa historia la conocerán siempre aún los{295} niños y las mujeres; porque es la historia de los sentimientos populares y el fin de las disensiones religiosas en la política militante. Las pasiones todas tomaron parte, todas se mezclaron. El entusiasmo y el dolor se tocaban á cada paso como resultado de esos resortes del corazón, que apasionado en una lucha de hombres contendientes, son tan fieles y cumplidos como la personificación de un deber sagrado, tan resueltos como una virtud heroica, y tan firmes como ciegos por la fe, tan adictos á su causa como á la de su Dios, su religión y su patria. Por esto creían muchos pelear, y aun los seres inculpables en ese conflicto aterrador tributaban un culto á la exaltación de sus propias pasiones, como la expresión de la conciencia recta, como el eco de la conciencia nacional.

Los más grandes errores toman en política las proporciones de un deber, y á la pasión que se llama patriotismo, virtud facticia muchas veces por su origen, pero sincera por el tiempo, sólo se le puede desarmar con la frialdad de la razón, la luz de la justicia y la generosidad de los sentimientos.

Este período era el punto más grave en la escala de las disensiones de los partidos; pero también debía ser el término de las profundas divisiones.

La confirmación que el Príncipe Maximiliano imprimió á las conquistas de la libertad,{296} á los hechos consumados, y á los principios de la revolución por la reforma religiosa, puso el sello á cuestiones que antes fueron el abismo de odios y de sangre entre los partidos.

Los peligros de una existencia precaria para el porvenir de nuestra patria, amenazada siempre por los elementos intestinos y conflictos internacionales, ¿no abrirá el corazón mexicano á sentimientos de unión, único vínculo de poder nacional?

Estos eran los pensamientos de esa época, en que al través de un corto período, todos veían como indefectible la restauración de la República.

Entretanto, las fuerzas organizadas bajo la dirección de los Generales Díaz, Escobedo, Corona y Riva Palacio, marchaban sobre las ciudades de Puebla, México, Guadalajara, Toluca y Querétaro, donde los más caracterizados jefes del partido militar, ligado en sus últimos días á la suerte del archiduque de Austria, hacían grandes aprestos de resistencia. Ingrata la suerte al príncipe, los franceses se retiraron, dejando sin más apoyo á su protegido, que la fuerza mexicana y algunos escuadrones de alemanes al servicio del Archiduque, mandados por dos valientes jefes y el joven coronel Kevenüller.

Todos los prodigios de valor habrían sido estériles contra el país levantado en masa{297} proclamando la restauración de la República. Una á una fueron cayendo las ciudades en poder de las armas republicanas.

Querétaro era el lugar que absorbía la atención del gobierno, porque un fuerte ejército que mandaba en persona el archiduque Maximiliano era compuesto en su mayor parte de jefes de un valor á prueba, de una decisión enérgica. Bastaba que entre ese grupo estuviesen los generales Miramón y Mejía, para comprender que la lucha sería sangrienta, desesperada, heroica.

Dos meses de sitio en que hubo combates dignos de una memoria especial en la historia general del país, pusieron término á la lucha desigual entre sitiados y sitiadores. Estos tuvieron abundantes recursos que les enviaban de todo el país, abierto á su poder, mientras que en la ciudad faltaban los elementos necesarios para la vida.

Toda crisis política tiene su término, que es principio y fin de goces y sufrimientos. La ocupación de una plaza sitiada es una página de doble vista: para unos todo es vida, animación, alegría, gloria, poder, porvenir, lisonjas, plácemes, felicitación; para otros es un negro abismo.

La ciudad de Querétaro el 15 de Mayo de 1867, que fué ocupada por las fuerzas de la República al mando del general Escobedo, era para muchos un cementerio donde más{298} que por la muerte misma, tenía el alma de la población una tristeza aterradora, porque era la tumba de mil esperanzas, el sepulcro de una época. Pudiera ser la de personas queridas......... y el misterio del porvenir arrojaba sobre el corazón sus negras sombras, que sólo disipa el curso de los acontecimientos elocuentes en su lenguaje, mudo para vaticinar el futuro, y poderoso para abrir el horizonte.

Al derrumbarse el imperio y caer el monarca en manos de los sostenedores de la República, la vida se contaba por minutos, y todos los que se deslizaban en la sucesión de las primeras horas, depositaban una esperanza de salvación.

Prisionero Maximiliano en el cerro de las Campanas, después de salir del convento de la Cruz, fué conducido á Querétaro por el general D. Vicente Riva Palacio. Las altas consideraciones con que este jefe lo distinguió, quiso corresponderlas el archiduque con alguna demostración, y dirigiéndose al general Riva Palacio, le dijo: «Permitidme, señor general, que os ofrezca al entrar á mi prisión mi caballo ensillado: recibidlo como una memoria de este día.»{299}

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Una celda del convento de Capuchinas de Querétaro fué la prisión del príncipe Maximiliano. Humilde como todas las habitaciones de quienes hacen solemne voto de pobreza, aquella celda tenía que ser histórica. Edificada para recibir en su seno los suspiros religiosos de alguna alma que, rompiendo los vínculos de la tierra, sólo miraba en la eternidad la esperanza de su dicha, recogía hoy á un hombre que en su destino adverso tenía que mirar siempre al cielo como única fuente de donde podía venir al alma la luz, ó siquiera de ella un débil rayo sobre la obscuridad en que va la vida, que en todo su poder, en su pleno vigor, por todas partes tiene la imagen de la muerte, por todas partes la presencia de la agonía, que en todos los momentos oye la última hora que suena en el reloj de la conciencia.

Aquella celda, santificada tal vez años atrás por la vida pura de una mujer santa, iba á ser la capilla donde depositara sus últimas oraciones el descendiente de muchos reyes, el hermano del emperador de Austria, el hijo del archiduque Francisco Carlos José.

Querétaro era todo un cuartel militar. Vencedores y vencidos ocupaban la plaza. Unos como guardianes y otros como prisioneros.{300}

El Presidente de la República, desde San Luis Potosí, que era la residencia del Gobierno, dió orden el 21 de Mayo, por conducto del Ministerio de la Guerra, al general Escobedo, de abrir un proceso al archiduque de Austria y á los generales D. Miguel Miramón y D. Tomás Mejía. Seis días se tomó el Ministerio para dictar una resolución, que quiso fuera hija de una profunda meditación, para que no estuviese sujeta á los vaivenes de lo impensado.

El príncipe Maximiliano quiso que el Sr. D. Mariano Riva Palacio y nosotros fuésemos sus defensores, y así lo manifestó en el siguiente telegrama:

«Remitido de San Juan del Río, Mayo 25 de 1867.—Recibido en Guadalupe Hidalgo á las 9 y 12 minutos del día.

«El emperador Maximiliano al barón de Magnus, Ministro de Prusia en México.—Tenga vd. la bondad de venir á verme cuanto antes, con los abogados D. Mariano Riva Palacio y D. Rafael Martínez de la Torre, ú otro que vd. juzgue bueno para defender mi causa; pero deseo que sea inmediatamente, pues no hay tiempo que perder. No olviden vdes. los documentos necesarios.—Maximiliano.»

Para cumplir este encargo marchamos á Querétaro acompañados del ilustre abogado{301} D. Eulalio María Ortega, que por su ciencia y carácter independiente era á propósito para encargarse de seguir el proceso mientras íbamos á San Luis á pedir la vida de nuestro defendido. El indulto era la única esperanza.

En Querétaro había sido encargado también de la defensa un ilustre abogado, el Sr. D. Jesús María Vázquez. La noticia de la prisión del archiduque fué un rayo inesperado en esta ciudad, muy conmovida también á la presencia y con los sufrimientos de un sitio. La inquietud de aquellos días de angustia, sólo se calmaba con la confianza que inspiraba el general Díaz y demás jefes superiores que mandaban el ejército sitiador. El cuartel general era Tacubaya, por donde salimos el 1.º de Junio los defensores, acompañados en nuestro viaje á Querétaro del barón Magnus, ministro de Prusia, y del Sr. Hoorick, encargado de negocios de Bélgica.

La severa ley publicada en 25 de Enero de 1862 por el ministro Doblado, no permitía tener confianza en la absolución del consejo de guerra á que se debía sugetar el archiduque. Someterse á esa ley y morir, era consecuencia natural. Caer bajo la aplicación del decreto citado, era perder hasta la más remota esperanza de otra pena que no fuese la capital.

El único arbitrio era pedir el indulto; y cuanto se hizo para lograrlo, lo hemos publicado{302} en el año de 1867, en el Memorandum de los defensores.

«Tomad los decretos del período de mi gobierno, decía el Archiduque en las instrucciones verbales que nos dió; leedlos, y su lectura será mi defensa. Mi intención ha sido recta, y el mejor intérprete de mis actos todos, es el conjunto de mis diversas órdenes para no derramar la sangre mexicana. La ley de 3 de Octubre fué creada para otros fines que no se pudieron realizar. La consolidación de una paz que parecía casi obtenida, era el objeto de esa ley que, aterradora en su texto, llevaba en lo reservado instrucciones que detenían sus efectos. Dispuesto á sacrificarme por la libertad é independencia de México, no habrá en el examen de mi vida un solo acto que comprometa mi nombre. Decidle al Presidente Juárez que me otorgue una entrevista que creo provechosa para la paz de la República y para su porvenir.» Tales fueron las palabras que como despedida dió el archiduque el 6 de Junio, al salir para San Luis Potosí.

El Presidente creyó que ningún motivo debía detener el curso del proceso.

El consejo de guerra continuó sus procedimientos, y el 14 de Junio de 1867 se pronunció la sentencia, después de haber agotado los abogados Ortega y Vázquez, en Querétaro, cuanto recurso tiene un defensor.{303}

La sentencia, es esta:

«Vista la orden del C. General en Jefe, del día veinticuatro del pasado Mayo, para la instrucción de este proceso; la del veintiuno del mismo mes, del Ministerio de la Guerra, que se cita en la anterior, en virtud de las cuales han sido juzgados Fernando Maximiliano de Hapsburgo, que se tituló Emperador de México, y sus generales Miguel Miramón y Tomás Mejía, por delitos contra la Nación, el orden y la paz pública, el derecho de gentes y las garantías individuales: visto el proceso formado contra los expresados reos, con todas las diligencias y constancias que contiene, de todo lo cual ha hecho relación al Consejo de Guerra el fiscal, teniente coronel de Infantería C. Manuel Aspiroz: habiendo comparecido ante el Consejo de Guerra que presidió el teniente coronel de Infantería Permanente, ciudadano Rafael Platón Sánchez: todo bien examinado con la conclusión y dictamen de dicho fiscal, y defensas que por escrito y de palabra hicieron de dichos reos sus procuradores respectivos: el Consejo de Guerra ha juzgado convencidos suficientemente: de los delitos contra la Nación, el derecho de gentes, el orden y la paz pública, que especifican las fracciones primera, tercera, cuarta y quinta del artículo primero, quinta del artículo{304} segundo, y décima del artículo tercero de la ley de veinticinco de Enero de mil ochocientos sesenta y dos, á Fernando Maximiliano; y de los delitos contra la Nación y el derecho de gentes, que se expresan en las fracciones segunda, tercera, cuarta y quinta del artículo primero, y quinta del artículo segundo de la citada ley, á los reos Miguel Miramón y Tomás Mejía; con la circunstancia que en los tres concurre, de haber sido cogidos infraganti en acción de guerra, el día quince del próximo pasado Mayo, en esta plaza, cuyo caso es del artículo veintiocho de la referida ley; y por tanto condena con arreglo á ella á los expresados reos Fernando Maximiliano, Miguel Miramón y Tomás Mejía, á la pena capital, señalada por los delitos referidos.

«Querétaro, Junio catorce de mil ochocientos sesenta y siete.—Rafael Platón Sánchez.—Una rúbrica.—Ignacio Jurado.—Una rúbrica.—Emilio Lojero.—Una rúbrica.—José V. Ramírez.—Una rúbrica.—Juan Rueda y Auza.—Una rúbrica.—Lucas Villagrán.—Una rúbrica.—José C. Verástegui.—Una rúbrica.»

El fallo del Consejo fué confirmado en los términos siguientes:

«Ejército del Norte.—General en Jefe.—Conformándome con el dictamen que antecede{305} del ciudadano asesor, se confirma en todas sus partes la sentencia pronunciada el día catorce del presente por el Consejo de Guerra, que condenó á los reos Fernando Maximiliano de Hapsburgo, y á sus llamados generales D. Miguel Miramón y D. Tomás Mejía, á ser pasados por las armas.

«Devuélvase esta causa al Ciudadano Fiscal, para su ejecución.

«Querétaro, Junio diez y seis de mil ochocientos sesenta y siete.—Escobedo.—Una rúbrica.»

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El 16 de Junio de 1867, en la celda de su prisión, preocupado acaso por lo adverso de su destino, á las once de la mañana se notificó la sentencia al príncipe que había pretendido fundar una monarquía en la República Mexicana llamándose Maximiliano Emperador de México. No se inmutó, ni dió testimonio alguno de sorpresa ó indignación. Su respuesta fué lacónica, pero muy expresiva. Dijo: «Estoy pronto.» El valor le acompañaba siempre, y no le faltó en la hora suprema de la agonía, en medio de una vida llena de vigor. Sin duda había pensado mucho en aquel momento, y su raza y su sangre le habían dado en instantes tan críticos la frialdad alemana que parecían disimular en los buenos tiempos,{306} su fisonomía franca y expresiva en sus pasiones, su razón pronta y oportuna, su espontánea palabra, su locución de artista, su deseo de cautivar, su inquietud incesante en trabajos diversos, su entusiasmo ardiente por las ideas de su programa, y su amor á la popularidad. Dominaba en aquella naturaleza mucho de la susceptibilidad latina, que no es compañera de la inalterable tranquilidad sajona.

Había en aquel sentenciado á muerte una resignación que se asemejaba a una extraña, inexplicable y casi espontánea conformidad. Superiores los acontecimientos á las fuerzas y á la voluntad del hombre, Dios imprime el sello de sus altos decretos á los golpes rudos de la adversidad, ante la que se postra la naturaleza humana para pedir misericordia, no al mundo ni á sus pasiones, sino al único Juez infalible de la conciencia del hombre.

Católico el príncipe, tomó sus disposiciones espirituales. Arregló también su testamento bajo la impresión dolorosa de la muerte de la princesa Carlota Amalia. La lloró muerta por la Providencia, á la que bendijo en medio de su dolor.

Había muerto, en efecto, para la vida animada, para los placeres y la dicha. Su razón extraviada la colocaba en ese mundo siempre nuevo y siempre misterioso de la enajenación mental, en que la brújula del criterio se pierde{307} en los delirios incomprensibles de una enferma imaginación.

¡Pobre mujer que no ha tenido el consuelo de llorar á plena luz, con conciencia perfecta, y el corazón comprimido por todo el peso de su dolor! ¡Desdichada princesa, que acaso tiene un instinto superior á su extravío, y á medias percibe y mide, allá en el fondo de sus lúgubres y siniestros desvaríos, la gravedad de su infortunio!

Algunas lágrimas del príncipe á la memoria tierna de su esposa, le volvieron la serenidad, y su alma, llena de pensamientos y sin dudas sobre el destino del hombre más allá de la tumba, sintió la paz de quien está dispuesto á la muerte, como el paso para otra vida.

¿A dónde dirige el alma sus primeros pensamientos después de una sentencia de muerte? ¿Dios y la familia serán la primera impresión tan grande y dolorosa, como aterrador el paso que abre las puertas de la eternidad? ¿Habrá en el espíritu una maldición para los hombres y una bendición al Sér Supremo?

Morir en salud, perder la vida sin agonía, saber el momento preciso de un adiós eterno á los amigos, á la patria, á la familia, y no saber qué hay más allá de ese instante supremo en que el cuerpo, perdiendo sus resortes, cae en el abismo de una eterna noche para penetrar{308} el misterio de la eterna vida, tiene algo de dolor profundo y de resignación filosófica. La conciencia se abre toda para iluminarse como á la luz de un relámpago, y la revista en examen de la vida pasada, es tan súbita, que se dibujan, sin duda, como puntos de meditación, los grandes bienes y los grandes males de la conducta. Al tocar el término de la vida, cuando llegamos al terrible enigma que separa el tiempo de lo infinito, ¿será todo luz, todo evidencia, porque allí esté la presencia de Dios iluminando la conciencia del hombre?

Maximiliano, Miramón y Mejía, en sus tres celdas de Capuchinas, oyeron casi al mismo tienpo su sentencia de muerte. Al juzgar por su serenidad, la vieron como la transformación gloriosa de la vida. Compañeros de campaña, prisioneros del mismo día, juntos debían morir. Miramón realizaba un pensamiento de su vida. Al ver en Europa el sepulcro del mariscal Ney, había dicho: “Esta muerte es dulce porque es pronta. Gloria en la vida, honor en la historia y muerte rápida si el destino es adverso, es una carrera, que yo apetezco.”

En la resignación de la muerte hay un sello de grandeza que da á el alma el brillo de grandes pensamientos, y al corazón un manantial de sentimientos tiernos para la vida, y de esperanzas para la eternidad.{309}

Maximiliano, á la presencia de sus últimas horas, trajo á su corazón toda la fuerza de quien ha querido hacer de su vida por los peligros una existencia de gloria, y de su muerte por su valor, una historia toda de vida. Formó su testamento como soberano y como artista. Encargó que se escribiese la historia de su gobierno, y también que se acabasen trabajos de arte en Miramar; hizo obsequios como memoria de despedida, y puso cartas expresivas de gratitud á sus defensores. Habló de sus amigos, de sus adictos, y tributando un culto de adoración al porvenir que no le pertenecía, á ese futuro que no podía mirar, su conversación frecuente era la paz de la República, la unión de los mexicanos: bajo esta impresión escribió al Sr. Juárez la carta siguiente:

«Sr. D. Benito Juárez.—Querétaro, Junio 19 de 1867.—Próximo á recibir la muerte, á consecuencia de haber querido hacer la prueba de si nuevas instituciones políticas lograban poner término á la sangrienta guerra civil que ha destrozado desde hace tantos años este desgraciado país, perderé con gusto mi vida, si su sacrificio puede contribuir á la paz y prosperidad de mi nueva patria. Intimamente persuadido de que nada sólido puede fundarse sobre un terreno empapado de sangre y agitado por violentas conmociones,{310} yo conjuro á Ud. de la manera más solemne y con la sinceridad propia de los momentos en que me hallo, para que mi sangre sea la última que se derrame, y para que la misma perseverancia que me complacía en reconocer y estimar en medio de la prosperidad con que ha defendido Ud. la causa que acaba de triunfar, la consagre á la más noble tarea de reconciliar los ánimos, y de fundar de una manera estable y duradera la paz y tranquilidad de este país infortunado.»

«Maximiliano.»

No satisfecho aún con esa carta, encargó al Sr. Lic. Vázquez, que al llegar el Presidente Juárez á Querétaro le hiciese luego una visita á su nombre, y le dijera que al morir Maximiliano no llevaba á la tumba resentimiento alguno.

El Sr. Vázquez cumplió el encargo, y el Presidente contestó manifestando toda la pena que había tenido en aplicar inflexible la ley por la paz de la República.

Estas palabras eran el resumen de lo que los defensores habíamos oído en San Luis, cuando perdida toda esperanza pedíamos aún economía de sangre, como prenda de reconciliación; y el Sr. Juárez decía:

«Al cumplir Uds. el encargo de defensores, han padecido mucho por la inflexibilidad del{311} Gobierno. Hoy no pueden comprender la necesidad de ella, ni la justicia que la apoya. Al tiempo está reservado apreciarla. La ley y la sentencia son en el momento inexorables, porque así lo exije la salud pública. Ella también puede aconsejarnos la economía de sangre, y este será el mayor placer de mi vida.»

Estas fueron las últimas palabras que oímos en San Luis Potosí la noche del 18 de Junio, después de haber presentado tres exposiciones pidiendo el indulto, y de haber agotado en multitud de conferencias los recursos de nuestros sentimientos y de nuestro entendimiento.

En espera de algún incidente favorable á la vida de nuestro defendido, habíamos pedido una ampliación del término para la ejecución, que se difirió para el miércoles 19, y en ese período Maximiliano puso el siguiente despacho:

«Línea telegráfica del Centro.—Telegrama oficial.—Depositado en Querétaro.—Recibido en San Luis Potosí á la 1 hora 50 minutos de la tarde, el 18 de Junio de 1867.—C-. Benito Juárez.—Desearía se concediera conservar la vida á D. Miguel Miramón y D. Tomás Mejía, que anteayer sufrieron todas las torturas y amarguras de la muerte, y que como manifesté al ser hecho prisionero, yo fuera la única víctima.—Maximiliano.»

{312}

Nada se obtuvo, y cuando se cerró la puerta de toda esperanza, comprimido nuestro espíritu por el fin trágico que se presentaba á nuestra vista, pusimos este telegrama:

«Telegrama de San Luis Potosí para Querétaro.—Junio 18 de 1867.—Sres. Lics. D. Eulalio María Ortega y D. Jesús M. Vázquez.—Amigos: todo ha sido estéril. Lo sentimos en el alma, y suplicamos al Sr. Magnus presente á nuestro defendido este sentimiento de profunda pena.—Mariano Riva Palacio.Rafael Martínez de la Torre.»

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En la mañana del miércoles 19 de Junio, formadas las tropas en la ciudad de Querétaro, sonaban las seis cuando salían de su prisión Maximiliano, Mejía y Miramón. Antes de salir habían oído misa, que dijo el padre Soria. ¡Cuánta veneración hubo en aquel acto religioso! ¡Con qué respeto se asiste al solemne oficio de una religión que alumbra en el último momento de la vida el porvenir de la que no tiene fin!

Al salir Maximiliano de la prisión, abrazó á los Sres. Ortega y Vázquez. Marchó al suplicio con la calma de quien ve el fin de una jornada, como el principio de una gloriosa conquista.{313}

El Cerro de las Campanas era el lugar designado para el trágico fin del segundo imperio en México.

Poco antes de la hora de salida, comprendió que se acercaba el último momento de la vida. Después de dar un abrazo al joven militar que debía mandar la ejecución, salió del convento de Capuchinas, y como despedida tierna y expresiva de todo lo que le rodeaba, dijo:

«Voy á morir......»

Voy á morir.... Negro, horrible pensamiento, presencia de insondable abismo, lúgubre, aterrador sentimiento que sobrecoge al espíritu de miedo y pavor, que anonada y aterra al corazón que aun ama, que tiene gratas impresiones, que acaricia aún esperanza de la vida; pero Maximiliano, notificado de muerte; se había despedido del mundo para no verlo más...... ni una ilusión, ni una esperanza alimentaba. Extranjero en su patria adoptiva, sólo en el mundo nuevo de una prisión, su alma no tenía ya quejas que exhalar, ni memorias que evocar. Su dolor fué mudo y grande, muy grande su disimulo, ó grande, mucho más grande su resignación filosófica, su conformidad cristiana, la aceptación valerosa de su destino adverso.

En tres coches caminaban al cerro de las Campanas, acompañados cada uno de un sacerdote, Maximiliano, Mejía y Miramón.{314}

¿Qué pensamientos llevaba en su alma el infortunado príncipe Maximiliano? ¿Qué sentimientos se desbordaban de su corazón?

¿La luz purísima de ese cielo azul de Querétaro en la mañana del 19 de Junio, al caminar al lugar de la muerte, llevaría al alma de Maximiliano la amargura de la nada en la vida que se extingue, la verdad terrible del polvo en que se resuelve aún la más gloriosa existencia? ¿La razón fría y expedita, ó las pasiones nobles y generosas, serían sus compañeros al abrirse á sus pies la sepultura de su terrestre vida? ¿La noche eterna de la tumba embargaría antes con su impenetrable obscuridad todas las potencias? ¿Esa luz diáfana, brillante, sería la atmósfera en que se hacía sensible la presencia de Dios para el que en su infortunio lo invocaba como el único consuelo?

Ni un solo pensamiento de odio, ni un sentimiento de disgusto, ni una palabra de rencor se le oyó á Maximiliano; y su alma y su corazón, su memoria del pasado y su pensamiento del porvenir, formaban una corriente incesante de votos por la paz de la República y su libertad é independencia. Estas fueron sus últimas palabras:

«Voy á morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!»{315}

Maximiliano, sin ligas ni vínculos sagrados de parentesco, sin patria que recibiera sus restos inanimados en un monumento destinado á la memoria de los grandes de Austria, sin familia que llorase su muerte, hizo de México, de sus amigos, de sus defensores, de sus adversarios, de sus jueces, de sus vencedores, su propia familia; porque á todos consagró recuerdos, y para todos deseaba bien y felicidad. Sus conversaciones, sus votos todos y sus últimas cartas, son irrecusable testimonio de esta verdad.

Sus últimos momentos fueron sin duda de oración. El que cree, ora. Hablar con Dios cuando se tocan las puertas de la eternidad, es ley del pensamiento. Este forma la parte de nuestro sér divino; y cuando se rompe el velo de la vida para descubrir el misterio de la eternidad, Dios y el alma son inseparables. Entre la altura del Sér omnipotente y el camino que conducía al cerro de las Campanas, había una cadena impalpable: no estaba sugeta al dominio de los sentidos, porque la verdadera oración es mental; pero Maximiliano pensaba en Dios, en su omnipotencia, en su misericordia, y Dios recibía esta corriente de pensamientos como la expresión sincera y religiosa de quien cumple lleno de fe los deberes de un providencial destino.

Maximiliano, Mejía y Miramón, poetizaron con el valor su muerte. Antes de pronunciar{316} el primero las palabras que precedieron á la descarga que imprimió á su vida tan trágico fin, dió á cada uno de los soldados un maximiliano de oro, moneda valor de veinte pesos mexicanos. Momentos después, traspasado su cuerpo, cayó desprendido de los espíritus vitales. Una descarga arrancó su alma del cerro de las Campanas, para que fuera á ser juzgada por el único Juez infalible. Su cuerpo quedó á merced de los elementos que combaten la corrupción de la materia, y su nombre fué saludado como el del héroe mártir del gran drama de la intervención en México.

El 6 de Julio de 1832, una multitud saludaba llena de entusiasmo el nacimiento de un príncipe de la casa de Austria.

El 19 de Junio de 1867, una multitud lloraba la muerte del príncipe Maximiliano.

Nació en medio de los suyos, rodeado de una familia numerosa, en medio de un pueblo amigo.

Murió lejos de sus parientes, separado de toda su familia; pero la política es una liga superior á las de sangre, más poderosa que las de afinidad. El amor y el odio son el fruto de la política. Ella forma alianzas impalpables, vínculos sin pacto, simpatías de instinto, afectos profundos, adhesión inmensa, entusiasta hasta el delirio, resuelta hasta el martirio. Ella despierta sentimientos grandiosos{317} hasta el heroísmo, y la admiración sincera, y el entusiasmo ardiente, y la gratitud reconocida, dan siempre una familia numerosa al que muere por una causa política. Las lágrimas son más abundantes, y su sinceridad está en el luto que cubre el corazón que trunca su vida, colocando en el altar de sus esperanzas el negro sudario de la muerte.

La patria, la familia, los hijos, esa continuidad de la existencia, renueva sin embargo nuestro sér, abre el corazón á los sentimientos generosos, el entendimiento á la luz; y después de los sangrientos dramas de la política, sólo hay un deseo, la salvación de la patria, la unión de los mexicanos, la libertad práctica, la consolidación de la independencia.

La historia con el inexorable poder de su criterio, es la única que al través de los años que calman las pasiones, mide bien los acontecimientos públicos. ¡Ojalá y ella, al juzgar á esta generación de que formamos parte, pueda decir: El velo que la Nación arrojó con el decreto de amnistía en 1870 sobre el período de la intervención y los de las guerras civiles en la República, puede levantarse sin temor para el examen filosófico de sus causas; porque están asegurados los votos de Maximiliano al morir; los de Juárez como vencedor y juez, son ya una verdad: la paz, la libertad y la independencia de México.{318}

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El 6 de Julio de 1832, el corazón de la princesa Sofía se ensanchaba de gozo. Un nuevo hijo en una dinastía reinante, era un refuerzo, un apoyo, un elemento de poder que se ofrece en el alumbramiento de un niño que para la sociedad es la esperanza de la gloria, y para la madre la admiración de una preciosa existencia. El 19 de Junio de 1867, el corazón de la princesa Sofía ha de haber presentido toda su desdicha, y dirigiéndose al Sér Supremo, único consuelo de una madre que vé á un hijo en la desgracia, derramaría á torrentes el llanto del alma que, en sus penas y dolores, en su desvarío y en sus grandes amarguras, viste de luto la existencia que inquieta se desliza llena de sobresalto, en medio de la congojosa melancolía de un negro presentimiento.

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Poco tiempo después llegaba á México el almirante Tegetthoff á pedir los restos inanimados del príncipe Maximiliano, para conducirlos al sepulcro de sus antepasados.

El cadáver frío, yerto; pero conservado por la ciencia que momifica, permitía llevarlo al sepulcro de los grandes de Austria.{319}

El cuerpo sin el alma es la presencia aterradora que aviva todo el dolor por la existencia perdida. Donde el alma se evaporó, no hay luz ni brillo, no hay amor ni esperanza, no hay más que tristeza, sombra, horror, ausencia, amargura, negra atmósfera que oprime el corazón. La única luz es Dios. La única esperanza es la transparencia inexplicable pero firme en la conciencia, de ese infinito que está más allá del día de la muerte. En ella encontró su consuelo la Princesa Sofía, madre adorada por el Archiduque.

La Novara, en 1864, traía á México la vida de un imperio lleno de pensamientos, proyectos é ilusiones. Cubierta de luto volvía en 1867, conduciendo el cadáver de aquel príncipe que, jefe de la marina austriaca, renunció á la posesión tranquila de sus honores, por la gloria de fundar una monarquía en México. La Novara será un navío histórico de un período de que fué principio y fin. En 1864 traía á bordo toda la esperanza de lo misterioso, de lo desconocido, que engendra para algunos la vida y para otros la duda y el temor. En 1867 llevaba la muerte: era el transporte fúnebre de un rey ajusticiado, era un ataúd provisional. En 1864, la Novara fué saludada con ardiente entusiasmo por los creyentes en la eficacia de la monarquía: en 1867 la luz artificial de los cirios que rodeando el cadáver del príncipe, chispeaban al cruzar{320} el mar, era la más negra sombra que se proyectaba sobre el alma de la tripulación. La luz que oprime, la luz que hiere el alma, la luz que arroja sombras, luto y aflicción, es sólo la luz del sufragio; porque es el tributo á la nada en que se resuelve la vida que se extingue; pero hay aún en algunas naturalezas, para esa nada del espíritu, para esa nada de la vida, un amor inmenso, desgarrador, capaz de aniquilar nuestro propio sér, convertido al andar del tiempo en panteón ambulante de memorias queridas.

Una ceremonia fúnebre oficial, después del estremecedor y triste recibimiento de familia, tuvo lugar en el Convento de Capuchinas de Viena, donde se depositó el cadáver de Maximiliano. Una historia enseñaban aquellos restos, y la familia hizo gravar sobre el ataúd de aquellos despojos regios la siguiente inscripción:

FERDINANDUS. MAXIMILIANUS

ARCHIDUX. AUSTRIÆ

NATUS. IN. SCHOENBRUUN

QUI
IMPERATOR. MEXICANORUM. ANNO. M.DCCC.LXIV. ELECTUS

DIRA. ET. CRUENTA. NECE

QUERETARI. XIX. JUNNI. M.DCCC.LXVII

HEROICA
CUM
VIRTUTE. INTERUIT.

{321}

Nosotros quisiéramos también poner una inscripción que, á semejanza de un epitafio, reasumiera la vida de un período y de un orden de cosas que no tiene posible resurrección; pero esto sería pretender un imposible.

La mano del hombre más poderoso, el amor inmenso de los padres, la voluntad decidida, de los adictos, el entendimiento de más privilegiada fuerza, la historia inflexible en sus sentencias, son impotentes para reasumir en un epitafio toda una narración que abraza una época, que sólo puede juzgar hoy con imparcialidad el superior de todos los jueces. A ese juicio severo é impasible sólo se aproxima la inspiración tardía de los pueblos, que se erige, al desaparecer las pasiones, en criterio de la historia. Ella juzgará, y su sentencia, detallada en miles de páginas, no llegará tal vez á los oídos de los actores ni de la generación contemporánea; porque nuestra vida es corta, y el soplo de los años, poderoso para hundirnos en la nada de esta existencia, es un instante inapreciable en la vida de las naciones. Héroes ó mártires, vencedores ó vencidos, afortunados ó infortunados los actores del período á que consagramos estos renglones, tienen ya en sus manos el porvenir de la República: hay ya en el corazón mexicano un resorte de inmenso poder. Una ley de amnistía llama á todos á trabajar por el bien de la patria.{322}

Esta página de nuestra historia debe ser también la llave del porvenir. Si aun ciegos y obcecados los partidos no abren su corazón y su conciencia á las inspiraciones santas del patriotismo y de la unión, México sucumbirá; porque la anarquía será el preludio de catástrofes que hoy nos amenazan como negra y aterradora sombra...... Pero no...... la adversidad no puede, inexorable, perseguirnos: el destino de nuestra patria perderá lo sombrío de algunas profecías, y la transformación de su sér se explica ya en el deseo general, inmenso, evidente de la paz. La Providencia lleva muchas veces á los pueblos á sus grandes fines por medios imperceptibles, y ha llegado para México el período de su resurrección. La experiencia de nuestros errores, el instinto de nuestros peligros, la advertencia de las lecciones pasadas, los episodios sentidos de las vicisitudes políticas, forman el hilo, hoy invisible de la unión, que dará al país la fuerza y el poder de su propia salvación. Sacudimientos ligeros, convulsiones pasajeras, pueden aún herir el sentimiento nacional; pero éste, superior á las disensiones de partido, se levantará poderoso contra toda tendencia revolucionaria que amenace la paz de la República. México había significado antes anarquía, desórden, rebelión constante; pero la sangre á torrentes derramada, la fortuna perdida á impulso de las{323} revoluciones, la paz deseada y siempre perturbada, ha cambiado el carácter revolucionario y versátil del pasado que sucumbió para siempre, merced á los sacrificios de una generación que quiere para su patria orden, paz, progreso, independencia y libertad.

La regeneración de México ha comenzado, y esta regeneración se saluda como la vuelta de un joven lleno de esperanzas á la vida normal. Alimentemos todos esa preciosa existencia de la patria, con el inmenso amor del suelo en que nacimos, y unidos trabajemos por la paz, que es la más grande herencia que podemos legar á nuestros hijos.

Llamemos á nuestra mente la trágica historia nacional desde la Independencia; evoquemos recuerdos del sentimiento expresado por los hombres todos que han muerto por la patria, y como epílogo de esos solemnes y lúgubres momentos de la muerte, en que están presentes la patria, la familia, la conciencia, Dios y la eternidad, pudieran reasumirse esas palabras de agonía santificadas por la presencia del suplicio, en esta exclamación: «Patria, patria infortunada y querida: Si de los votos de estas víctimas dependiera tu felicidad, la unión de tus hijos te abriría el más brillante porvenir, y México sería grande y feliz con la unión de los mexicanos.»

Tales deben ser también los votos de los{324} que sobrevivimos, y á su realización debemos encaminar nuestra conducta. Hoy tales propósitos aparecerán como un error: antes de mucho tiempo tendrán la evidencia de un axioma, y más tarde serán el poderoso elemento de nuestra vida nacional.

¡Ojalá y la generación que ha asistido al drama sangriento de las disensiones por la patria, sea también la que abra por la fraternidad y conciliación, una nueva vida en el suelo privilegiado de la República! ¡Dios permita que el nombre de México, que al pronunciarse evocaba recuerdos de sus dolores y lúgubres peripecias, sea saludado en el porvenir como el pueblo digno de la libertad, tan grande por sus virtudes, como ha sido sufrido en su infortunio!

México, Julio de 1871.

Rafael Martínez de la Torre.

{325}

APÉNDICE

AMPLIFICACIONES

POR

ANGEL POLA

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EN PEREGRINACION,
DE POMOCA A TEPEJI DEL RIO

PATEO

Por la vía troncal del Ferrocarril Nacional Mexicano, que parte de la ciudad de México y en el kilómetro 205, llégase á la estación de Pateo, formada de un pequeño edificio de cal y canto, casi un cubo, con techumbre laminada en forma de caballete.

Un amplio y desnivelado camino arcilloso, de dos kilómetros une la estación con la hacienda del propio nombre, la cual destaca sobre una colina, entre los cerros de San Miguel el Alto y Paquizihuato, presentando, al primer golpe de vista, los altos muros blancos de su perímetro, coronados por los aleros de las casas, el campanario de la capilla y el follaje tupido de la arboleda.

Frente á la puerta principal aparece, tras pequeña verja, un jardincito limitado en uno de sus extremos por el departamento administrativo; en el otro, por un mirador y la sala, y en el fondo, por el ancho corredor que{328} sirve de atrio al pabellón del edificio central.

En uno de los ángulos del corredor hay una piececita de cinco metros de latitud por seis de longitud, que tiene paso en su fondo y uno de sus costados á dos recámaras. La puerta de entrada presenta en una de sus hojas y á la altura de un metro, un orificio circular de dos centímetros de diámetro, cubierto por un cristal, y por el que don Melchor Ocampo vigilaba la carretera, á fin de evitar á tiempo el peligro que lo amenazase, desapareciendo súbitamente por un escotillón abierto á corta distancia de sus plantas y que comunica por un subterráneo escalinado en su principio y cuyo término se ignora. El escotillón, construído debajo del lecho, quedaba oculto por la alfombra.

El edificio, hermoso de puro sencillo en su estilo, de arquería de medio punto y esbeltos pilares en sus corredores del interior, ha venido siendo ceñido desapiadadamente por construcciones modernas, entre las que resaltan la capilla y los graneros. Inmediato á la primera hay un jardín extenso de simétricas avenidas y desvanecidos camellones, sombreado eternamente por multitud de altos cedros, fresnos, eucaliptus y árboles frutales de variadas especies, todos plantados por las propias solícitas manos del señor Ocampo.

Existen como testimonios vivientes de nuestra{329} narración, los servidores José Dolores Gutiérrez, Benito Campos, Epigmenio Moreno y Tomasa X., empleados todavía en la hacienda. Refieren llenos de ternura, que el antiguo amo despertaba con el día, se entregaba invariable y pacientemente á las labores de campo, prefiriendo las de floricultura y plantación de árboles raros, alternando estos trabajos con empresas de mejoras, el estudio á que se dedicaba con afán y la inquebrantable vigilancia ejercida sobre la servidumbre, en cuyo bienestar estuvo siempre interesado, acudiendo cariñoso, ora con auxilios pecuniarios cerca de los pobres, ora con medicinas á la cabecera de los pacientes, haciéndose acompañar del doctor Patricio Balbuena, radicado en Maravatío, cuando el caso lo requería, y si era trivial, juzgaba suficiente su ciencia.

Campos, que raya en los setenta de edad, decíanos, al repreguntarle si había tratado mucho al señor Ocampo:

—Sí, señores: ¡pues si aquí comencé á ganar medio con él!

—¿Y es verdad que se portaba bien?

Y, en vez, de contestar él solo, á una voz nos respondieron los cuatro viejos y fieles sirvientes:

—Sí, como un santo; pero harto bueno, harto bueno.

Así es que, entrevistados sucesiva y juntamente,{330} y practicados entre éllos algunos careos en los puntos discordantes de sus relatos, siempre convinieron en que aquel amo fué un hombre de bien á carta cabal, asíduo en el trabajo, estudioso infatigable, con especialidad en la Historia Natural, la que procuraba llevar á la práctica en sus teorías más modernas y elevadas, introduciendo en su jardín botánico plantas exóticas de flores y frutos primorosos, como los pudimos apreciar, al designarnos estos testigos, cedros, matas de cramelias, arrayanes de corte caprichoso que señalan los lindes del terreno y bordan los prados, presentando un conjunto boscoso, perfumado é interesante, lo mismo en las rotondas, cerca de las fuentes, como en los rincones más apartados y umbríos, entre los cenadores de atavíos primaverales.

Se distingue en este jardín la principal avenida, que arranca de un gran enverjado y confina en el fondo obscuro de la vegetación que viste la tapia que cierra el perímetro, señalada esa avenida por árboles añosos de cedro, de que penden lama y heno, testimonios de su vetustez. Las semillas de tales plantas fueron depositadas en la tierra por las mismas manos del señor Ocampo, que veló por su germinación y desarrollo.{331}

POMOCA

(Hoy Hacienda Subterránea)

Pateo, de la propiedad de don Pedro Rosillo en 1743 y después de doña María Francisca Javier de Tapia, pasó á ser del señor Ocampo, su hijo, á la muerte de esta señora, hasta que, en la imposibilidad de proseguir conservando la hacienda, por razón de los muchos gravámenes contraídos en el ejercicio de la más pura caridad, calificada por él como derroche, vióse obligado á fraccionarla, reteniendo la parte designada Rincón de Tafolla, y enajenando la otra á don Claudio Ochoa, quien, posteriormente, la vendió á los señores Sotomayor y éstos á su vez á la viuda de don Angel Lerdo, que es la propietaria, en el presente.

Dueño el señor Ocampo de la fracción Rincón de Tafolla, fué á vivir bajo unas tiendas de campaña, que fijó en el punto donde dió principio con la erección de la hacienda, la cual él mismo bautizó con el nombre de Pomoca y que, como se sabe, es el anagrama de Ocampo.

Terminada, en parte, la obra material de la moderna Pomoca, estableció allí su residencia y puso en práctica sus tendencias, enriqueciendo el lugar con un parque de piñones, olivos, cedros y el arbusto rarísimo de la{332} cruz, idéntico al que existe en el convento del mismo nombre, en la ciudad de Querétaro. Aprovechando una quebrada del terreno, hizo un estanque para baños y otro para la procreación de peces, en forma circular, y con un jardín de aclimatación en su centro. Introdujo el agua, trayéndola de muy lejos, en una bien construída cañería.

Se ve aún, como islote, un prado ricamente provisto de plantas de valor científico. Se entraba en esta estancia por una avenida de cedros del Líbano; y comunicando de la casa á un baño, tupidamente cubierto de plantas trepadoras, veíase una callecita estrecha y ondulada, bajo palio de enredaderas de fragancia indecible, que bajaban á trechos sus ramas cuajadas de hojas, hasta ocultar los asientos de mampostería.

Si á tal cuadro se añade la riqueza del arbolado, que abraza y esmalta el lugar, se comprenderá el interés que despierta en el ánimo del viajero el examen de las variadas especies de árboles frutales, de los frondosos olivos, los piñones y los sauces.

De la obra material no quedan sino desolación y ruinas, hechas por la mano del hombre, que parecen protestar contra el olvido, la incuria y la irrespetuosidad de la ignorancia. Sólo se contemplan, abriéndose paso entre breñales, los muros carcomidos y agrietados de diez piezas, rodeadas de una superficie cascajosa{333} en los cuales crecen hierbas y arbustos, y se abrigan sabandijas.

El terreno es una ladera, cerca de San Miguel el Alto.

VENTA DE POMOCA

(Hoy Pomoca)

Allá abajo, en un erial, á poca distancia del punto de bifurcación del camino real de Toluca á Maravatío, está la venta llamada de Benito Tapia en época remota; después, de Pomoca, y ahora, Pomoca á secas: teatro del drama que terminó en tragedia en Tepeji del Río, y duró del 31 de Mayo al 3 de Junio de 1861: teatro de otra pasión como la del Redentor, que tuvo su via crucis y su calvario: esta es la primera estación.

Pomoca es una hostería de dos patios, grande el uno, con cuartos á sus costados y la parte posterior de su frente, y pequeño el otro, que es la caballeriza y el abrevadero. Fuera, el caserón tiene portal amplio y alto, y una llanurita hasta el camino real. En su lado izquierdo, pared por medio, edificó el Mártir su hogar, cuyo trazo es un paralelógramo estrecho y su fachada la continuación de la fachada de la hostería. Aquí hay dos ventanas bajas, sin barandales, pertenecientes á la sala, que hacen juego con otras tantas puertas, hacia el interior: una de las cuales{334} abre paso al dormitorio del señor Ocampo, siendo una de sus paredes la divisoria de la hostería, y la otra puerta da al corredor, cuya forma es la de una escuadra de ramas muy desiguales, abarcando la menor la mitad de la longitud de la sala, pues que la otra mitad, como prolongada por adentro, forma el dormitorio, en donde, sobre la mesa de noche, nunca faltaron libros junto á la vela. Este tiene una ventana por el corredor y una puerta por un pasillo, que conduce á lo que era biblioteca y laboratorio del sabio. Del patio grande de la hostería recibía luz y ventilación. En el departamento, además de los libros, muchos buenos y raros, había un herbario tan rico y costoso como la misma biblioteca, una selecta colección de conchas, recogidas unas durante el destierro en Nueva Orleans y otras en Veracruz; animales disecados, ejemplares teratológicos, esponjas; planos y mapas, algunos obra de su pulso; esferas terrestres, celestes y armilares; hornillas, redomas, sopletes y balanzas de precisión; microscopios, botiquines y estuches de matemáticas. Ahora el hollín tapiza las paredes y el techo, y tapiada la ventana, la luz ha huído del recinto.

Al dormitorio siguen en línea recta el aposento de las señoritas Josefa, Lucila, Petra y Julia, sus hijas adoradas, y de doña Ana María Escobar, respetada y obedecida; luego,{335} inmediato, el comedor; después, la cocina, que ocupa el otro lado pequeño del paralelógramo, con un costado libre, que es el paso del corralito denominado de «Las Gallinas,» en el que había un subterráneo para ocultar ropa, dinero, alhajas y hasta personas. Uno de los muros del corralito lo forma la espalda del comedor y la cocina, otro muro es el mismo del jardín; y tiene por éste, á flor de tierra, una puertecita secreta de escape.

El jardín era la delicia del señor Ocampo. Las cuatro paredes que lo cierran desaparecían bajo la cortina de verdura de unos membrillos enfilados, de duraznos, de perales, de capulines, de manzanos, de albaricoqueros, de higueras, de sauces. Había frutos de todos tamaños y sabores, y flores de todos colores y fragancias. Había hasta ochenta especies de claveles y muy variadas de alelíes, rosas y dalias; injertos admirables; árboles gigantescos que producían frutos diminutos y árboles enanos que daban frutos enormes. Aquel lugar parecía un paraíso: había de todos los frutos y las flores de la tierra, formando lindos bosquecillos y camellones de figuras caprichosas. ¡El sabio naturalista se burlaba con su genio de la uniformidad de la madre naturaleza! ¡Variaba los colores de las flores, cambiaba los sabores de los frutos, les daba forma, hacía los tamaños! Y el agua límpida, fresca y rumorosa, discurriendo en mil líneas{336} y vueltas por el jardín, transfundía la vida á aquel mundo vegetal. A este sitio delicioso, en cuyo centro había un cenador perpetuamente sombreado por plantas trepadoras, ocurría de diario el Reformador, y con el pantalón remangado, en chaleco y cubierta la cabeza con una cachucha, tomaba el azadón ó la pala, el rastrillo ó el zapapico, y abría y esponjaba la tierra, ora para distribuir el agua en hilos delgados, ora para depositar la simiente de plantas medicinales valiosísimas, cuyo secreto curativo se llevó consigo.

En tal tarea le acompañaba un mocito de nombre José María Hernández, hoy anciano, quien, al invocar el recuerdo del amo, nos ha dicho con la voz anudada y los ojos arrasados de lágrimas:

—Era un buen caballero y un buen señor; pues, como ninguno, auxiliaba á los pobres.

En la fachada, cerca de los marcos de las ventanas de la sala, hay señales hondas de balazos. Cuentan que una gavilla hizo una descarga en esa dirección, para aprehender á un hombre que huía. En las hojas se conservan todavía unas claraboyitas, por donde el señor Ocampo espiaba el camino.

La sala, desnuda, guarda unos utensilios arrinconados, cubiertos por una sábana suspendida de pared á pared á lo ancho. Aquí, los sábados, bajaban de San Miguel el Alto{337} los carboneritos, y luego que realizaban su mercancía en Maravatío y las haciendas comarcanas, entraban derecho, sin otro pase que el buenos días, así como iban: con ese descuido que mueve á risa y toca el corazón; y tomaban asiento cual si fuese aquella su casuca, y cogían un periódico de entre los muchos que había sobre la mesa del centro y muy serios se ponían á leer, como si estuvieran enterándose á pechos de la política. Y no: los pobrecillos deletreaban, repasaban la lección del otro sábado, dada con empeño paternal por el amo, que también leía ante ellos. Parécenos que estamos viéndole con aquel su semblante todo de bondad y amor, aquellos sus ojos hermosos de puro apacibles, aquellos sus labios que rebosaban energía y mansedumbre, su cabeza apolínea de cabellera suave y ondeada, sus maneras refinadamente nobles, su alta frente espaciosa, su voz clara y dulce. Terminada su clase de instrucción primaria, hablaba á sus discípulos humildes, como Jesús á su grupo de pescadores.

—No hagas á otro lo que no quieras que te hagan á tí. No juzgues y no serás juzgado. Dar es mejor que recibir. Perdona y serás perdonado. El que se humille será exaltado, el que se exalte será humillado. Ama á tus enemigos. Haz bien á los que te aborrezcan.

Y esto, predicado en aquella comarca desolada{338} y lúgubre, especie de Galilea hace tiempo, lo repiten al pie de la letra los iniciados supervivientes en los misterios de aquella sinagoga, como enseñanza del Evangelio. ¡Cómo no había de ser el Evangelio, si Ocampo fué el doctor de la ley! ¡A sí llamaba siempre á los humildes! ¡A él acudían en las aflicciones de la carne y del espíritu para hallar alivio!

Esa mañana que visitamos á Pomoca, nos causó indignación y tristeza ver salir de unas trancas el ganado del dueño actual. Uno tras otro pasaban indiferentes y perezosos los animales, con la cabeza recta, tambaleándola, los ojos soñolientos, rumiando todavía. Un toro, negro como el azabache, hizo alto en el desfile y se puso á oler fuertemente un trecho de tierra, en seguida mugió y comenzó anheloso á llorar. Retiróse á carrera, como para participar del dolor á sus compañeros, volvió luego, y olía rastreando el belfo, rascaba tierra, azotaba la cola en su trasero y, abriendo tamaños ojos, mugía y lloraba inconsolable. Otros animales acudieron en tropel y apenas olían ese pedazo de tierra, también mugían y lloraban, y venían otros, y otros más, hasta formar un círculo apretado de dolientes que sollozaban.

El sitio que abandonaba el ganado era el jardín del señor Ocampo, el gran jardín, que siempre causó delicia á su hacedor. De él sólo{339} quedan el trazo del cenador y los membrillos, un sauce y el árbol de la estricnina, que parecen arrastrar una vida de hastío desde la muerte de quien los velaba. Lo demás es tierra raza y estiércol apelmazado por las bestias.

UN SUCESO EXTRAÑO

En una hondonada, entre Pomoca y Pateo, corre el río de las Minas, que nace en Tlalpujahua, y atraviesa el camino real bajo un puente de cal y canto. De aquí á Pomoca el camino se hace pedregoso, pero orillado de fresnos frondosos. El puente es obra del señor Ocampo y sus manos plantaron los fresnos.

Aquí estuvo sentado en el borde del puente, pistola en mano, la noche del martes 28 de Mayo, en seguimiento de algo extraño, que trataba de alcanzar y ver y que se le perdía. Sucedió que, cenando en familia, á la hora del té, tocaron en la pared del lienzo correspondiente al corral de las gallinas. Doña Ana Guerrero, ama de llaves y encargada de la tienda, mandó á Marcelino Campos que viera qué acontecía. El sirviente entró en el corral, buscó y no vió nada. Apenas había vuelto al comedor é informaba de que nada era, oyéronse otros toques, tan fuertes como golpes.{340}

—Parecen de barreta—hizo observar el señor Ocampo.

Entonces doña Ana, en compañía de Marcelino y otras personas, fué á registrar todo el corral y examinó la pared en la parte en que salían los golpes. Convencida de que nada había, volvió y dijo al señor Ocampo, que permanecía de sobremesa con sus hijas Petra y Julia, y don Eutimio López, administrador de la hacienda:

—Compadre, no es nada.

—Pero, ¿han buscado bien?

—Sí, compadre, por todas partes y no hay nada.

—¡Qué raro!—prorrumpió el señor Ocampo.

En esto, oyéronse otra vez los golpes, más intensos y repetidos, precisamente á sus espaldas. Luego, molesto, dijo que la familia, inclusa Lucila que estaba enferma y la cuidaba á su cabecera doña Clara Campos, esperara en el zaguán chico, que era la salida de la casa á la troje y la era, y el paso para el jardín y la hostería; pero á ésta, volteando la fachada. Y, levantándose, mandó bajar del zaguán el quinqué y pasó á registrar el corral, el jardín y otros lugares. De regreso, no habiendo hallado nada, buscó, con igual resultado, entre las tupidas enredaderas que tapizaban los pilares y las paredes. Cuando se presentó donde esperaba su familia, oyeron{341} todos, como viniendo del puente á la hostería, ruido de cabalgaduras á galope, de armas que chocaban contra monturas y ecos confusos de voces. Se armó de pistola, dijo á doña Ana que, si era muy preciso, ocultase los objetos de valor y á sus hijas en el subterráneo del corral de las gallinas; que nadie le siguiera, y partió á cerciorarse de quiénes eran. Llegó al portal de la hostería y no encontró á nadie ni vió nada: el zaguán estaba cerrado. Se puso á escuchar si habían entrado: silencio sepulcral reinaba. Queriendo ver en el camino, allá, á cien metros, en medio de la obscuridad, para distinguir á álguien, y de nuevo oyó el ruido de las cabalgaduras, de las armas y el rumor de las voces; mas, ahora, como que se alejaban. Y resuelto, se dirigió en seguimiento de todo eso extraño, que le precedía, hasta el puente, en donde dejó de oir. Entonces descansó en el borde y, en tanto reflexionaba sobre el suceso, percibió que alguien iba detrás; habló y le contestó Campos:

—Yo soy, señor amo: me mandaron las niñas que le siga, para que nada le pase.

Transcurrida como una hora, á las diez, llegaba de una hacienda inmediata á Ixtlahuaca, don Juan Velásquez, con la noticia de que acababa de entrar en ella una tropa de reaccionarios. Hizo ver al señor Ocampo el peligro que corría, permaneciendo en Pomoca,{342} y la necesidad de que partiese pronto á lugar seguro porque parecía que venían por este rumbo.

—Si yo no he hecho nada, ni he ofendido á nadie. ¿Por qué he de huir?—manifestó el señor Ocampo.

Esa noche no pegó los ojos, sino hasta muy tarde. Sus hijas y doña Ana, con el sobresalto, durmieron mal.

Miércoles 29.—El señor Ocampo iba á Maravatío en compañía de sus hijas Petra, Lucila y Julia á pasar el Corpus. La presencia del señor Juan Velázquez fué la causa de que ya no las acompañase, sino éste, que partía para la población. La salida fué á las seis de la mañana. Estaba él muy taciturno, rebujado en su capa, cubierta la cabeza con una cachucha, de pie en el portal de la hostería, donde las cabalgaduras ensilladas esperaban al grupo de viajeros. Sus hijas, al despedirse, le besaron amorosamente la mano.

—Está bien, mis señoras;—les dijo emocionado—allá nos veremos el sábado, para que nos vengamos juntos.

Al partir la caravana, quedó él como clavado, mirándola y mirándola, hasta que la perdió de vista. Cuando volvió las espaldas al camino y entró ya solo en la casa, se llevó el pañuelo á los ojos é inclinó la cabeza.

Jueves 30.—Llegó á la hostería una persona sospechosa vestida de negro, cuyo caballo{343} tenía en una anca este hierro: R (Religión); acompañábale un guía, á quien encerró en un cuarto, sin dejarle salir, ni aun para el sustento, el cual él mismo le introducía. El mantillón de su montura era de paño azul, con angostas franjas rojas. Doña Ana y Esteban Campos le preguntaron por qué tenía ese hierro el caballo y ese mantillón la montura, y contestó:

—En el camino unos pronunciados me quitaron mi caballo, que era bueno, y me dieron éste, así como está.

Doña Ana, sospechando algo, rogó al señor Ocampo que se fuera, porque corría peligro; que probablemente era un espía el desconocido. Pareció ceder y mandó ensillar su caballo; pero la respuesta del desconocido, repetida por doña Ana, le hizo cambiar de resolución.

—Es posible que le hayan cambiado su cabalgadura—dijo el señor Ocampo.

Y en seguida, después de un momento de silencio, agregó:

—Ya no me voy. Que desensillen mi caballo.

Viernes 31.—A las cinco de la mañana el desconocido salió aparentemente para continuar su viaje. Le siguió Esteban Campos en observación del camino que tomaba. Fué el mismo que trajo la víspera: el del puente; noticia que comunicó al señor Ocampo.{344}

Desde aquel instante, parece que un grave presentimiento cayó sobre su ánimo: de comunicativo se tornó profundamente reservado; de sereno, en inquieto; de laborioso, en inerte; de triste, en enfermo.

Al sentarse á la mesa y tener á la vista una taza de caldo, exclamó, dirigiéndose á doña Ana:

—Comadre, me voy á tomar este caldo como una taza de agua de tabaco. ¡Extraño mucho á mis hijas!

—¿Por qué no se fué usted con éllas, compadre? ¿por qué cambió de parecer?—le preguntó doña Ana.

—El sábado voy por éllas—respondió, como si tratara de esquivar la contestación categórica.

Había probado el caldo, cuando se presentó Gregorio García, hospedero, á noticiarle que un grupo de jinetes, á galope, venía por el puente.

El señor Ocampo se levantó de su asiento y se dirigió á la sala para espiar por la claraboya de una de las ventanas: al aproximar el ojo, no vió más que á los últimos.

Entre tanto doña Ana, después de haber rogado apresuradamente al señor Ocampo que se ocultara, salió al encuentro de los desconocidos, atravesó el pasillo y, á su salida al patio de la hostería, tropezó con un hombre de elevada estatura, complexión delgada,{345} de tez blanca, cabello un poco rubio, tirando á cano, barba poblada, nariz recta y ojos claros, vistiendo de charro.

Sin dominar su impaciencia el desconocido, preguntó á doña Ana en dónde estaba el señor Ocampo; y como le contestase que no sabía, replicó, exaltándose:

—Cómo es posible que no sepa usted si está.

Y rehusando otra explicación, la condujo á fuerza al interior de la casa, sin dejar de inquirir en voz alta y con aspereza el paradero del señor Ocampo. Al pisar los umbrales de la sala el desconocido y doña Ana, escuchó don Melchor una frase dura, proferida por quien le buscaba, y se presentó tras de doña Ana, diciendo:

—¿Qué se le ofrecía? Estoy á sus órdenes.

El charro puso en sus manos un papel, y al terminar su lectura el señor Ocampo, dijo:

—Está bien; pero ¿tuviera usted la bondad de decirme con quién hablo?

—Con Lindoro Cajiga—contestó el portador.

Y haciendo uso de su serenidad habitual y su genial cortesía, dijo á Cajiga:

—Antes de ponernos en marcha para saber qué me quiere Márquez, tomaremos la sopa.{346}

A esa invitación se negó rotundamente Cajiga; y como manifestase precisión de ponerse luego en camino, doña Ana, dirigiéndose á don Melchor, le preguntó:

—Compadre, ¿por qué no se cambia usted de ropa?

—No sé si me lo permitirá el señor—contestó Ocampo, señalando á Lindoro.

—Sí, puede cambiársela—manifestó éste.

El señor Ocampo entró en su recámara y, poniéndose un traje sencillo, se despojó del reloj y las mancuernas de oro, dejándolos en su lecho, y volvió á presencia de su aprehensor. Al ir á montar en el caballo que le había preparado su servidumbre, se encontró con que le había sido substituído, de orden de Cajiga, por otro de pésimas condiciones, que á lo pequeño y maltratado reunía una montura ridícula. Tan luego como Cajiga hubo desaparecido con su presa rumbo á Pateo, ordenó doña Ana á Gregorio García que corriese á Maravatío á dar aviso á las niñas de la captura de su padre. Ya en la casa de la finada doña Ana María Escobar, donde estaban hospedadas, al llamar Gregorio á la puerta salió Lucila á su encuentro y leyéndole en el semblante lo que acontecía, le interrogó sobresaltada:

—¿Qué sucede con mi padre, Gregorio?

—Pues nada, niña—contestó, pugnando por disimular la gravedad del suceso.{347}

—Algo le pasa á mi padre, dímelo. Dime, ¿qué pasa?—insistió Lucila.

—Lo han tomado prisionero á la una del día—dijo con honda amargura Gregorio.

Como si tratara de substraerse al castigo de su crimen, Cajiga condujo á Ocampo á la hacienda de Pateo. Allí estaban de paso doña Teresa Balbuena de Urquiza y su hijo don Francisco, que se dirigían á Pomoca, para hacerle una visita. Viendo éste que su amigo carecía de abrigo, le ofreció unas chaparreras y, para sujetárselas al pantalón, unas correas. Aceptólas cariñosamente y, al ponérselas, Ocampo mostró sonriente su nueva prenda y prorrumpió, dirigiéndose al alma de sus perseguidores:

—Hijo, nadie creería que soy de Michoacán; pues ya ves que los padres, para dar el Viático, se ponen chaparreras.

PAQUIZIHUATO

En su marcha de fugitivos, se dirigieron á la hacienda de Paquizihuato, situada en la falda de un cerro, fertilizadas sus cercanías por el río Lerma, que á trechos corre caudaloso rompiendo sus aguas contra rocas y los sabinos seculares, que orlan sus márgenes, para esparcirse en seguida mansamente por la superficie arenosa y cubierta de guijas del antiguo{348} valle de Uripitío de los Pescadores, hoy de Maravatío.

La troje, local saliente de la finca, y que está como entonces, sirvió de primera cárcel al señor Ocampo. Cerca de la puerta le tuvieron sentado entre centinelas de vista; mientras la soldadesca discurría por las casuchas, alardeando de su negra hazaña y entregándose al pillaje. Testigos de estas depredaciones son Leandro Hernández y Pascual Molina, supervivientes, que nos narraron este suceso, despertando su indignación el recuerdo.

MARAVATIO

Cerca de las cuatro, Cajiga dió orden de marcha hacia Maravatío. A vista de algunas haciendas de las muchas que parecen salpicar el valle, entró en la de Guaracha, para aprehender á Gregorio, que esquivaba su encuentro, de regreso á Pomoca. Incorporado en la fuerza, continuó ésta su ruta.

A la caída de la tarde arribó á la población, la cual, con motivo de ser viernes, día siguiente al Corpus, estaba en movimiento inusitado. Al percibir á la tropa, huía desbandada la gente, temerosa de sufrir atropellos, y cerraba sus casas.

Aprovechando estos momentos de pánico, Gregorio logró confundirse entre la multitud,{349} yendo á ocultarse en la carbonera de la finca de don Antonio Balbuena.

Hizo alto Cajiga en el mesón de Santa Teresa, de la propiedad de don Atilano Moreno, ubicado en el ángulo de las calles de Iturbide y las Fuentes. Hállase este edificio horriblemente carcomido por la acción del tiempo; la entrada ha sido siempre por Iturbide; el patio estaba rodeado de cuartos de alquiler. En uno de los del fondo, pasó el señor Ocampo la primera noche de su via crucis. Hoy son ruinas y apenas señalan su perímetro las bases de sus muros.

En la esquina, arriba de la placa que nombra la calle de Iturbide, hay una lápida conmemorativa que reza:

En esta casa estuvo prisionero el ilustre C. Melchor Ocampo la noche del 1.º de Junio de 1861[3].

Al circular la noticia de la llegada del señor Ocampo, el personal más notable de la población se reunió en la casa de los Balbuena, á deliberar qué debía hacer para obtener la libertad de su benefactor, á quien debía no sólo su progreso material, sino su desenvolvimiento intelectual y moral. Tomado el{350} acuerdo de que el licenciado don Jerónimo Elizondo escribiese al general Leonardo Márquez, quien le debía la vida, en solicitud de la libertad del Señor Ocampo, partió Teodosio Espino con la misión al siguiente día, sábado, 1.º de Junio.

Momentos antes de verificarse la junta, preocupados sus amigos, Dionisio y Francisco Urquiza, lograron hablar al prisionero y proponerle la fuga, horadando la pared de su celda, que lindaba con la casa de don Agustín Paulín. El les contestó:

—Yo no me fugo, porque no soy criminal.

No satisfechos los señores Urquiza de la negativa, acudieron á don Antonio Balbuena, que ejercía gran ascendiente sobre Ocampo, para que nuevamente le propusiera la evasión.

—Yo no propongo semejante cosa á Melchor;—les dijo—pues conociendo, como conozco, su carácter y honradez, es seguro que me desairará.

Como á las nueve de la mañana, Cajiga, después de formar á su soldadesca en el Portal de la Aurora, donde estuvo á la expectación pública el prisionero, se puso en camino hacia la hacienda de Tepetongo.{351}

TEPETONGO

Como obedeciendo á extraño impulso, la fuerza de Cajiga fué á parar, tras larga fatiga, hasta la hacienda de Tepetongo, á las cinco de la tarde. Frente al extenso portal, hizo alto, y reconocido el prisionero por don Juan Cuevas, dueño de la finca, mandó decirle con el trojero Pascual Benavides, radicado actualmente en Toluca, qué se le ofrecía. El señor Ocampo contestó que nada, expresando su agradecimiento; pero, después de un momento de vacilación, pidió una taza de chocolate. Al recibir el aviso de que estaba servido, Benavides, en nombre del amo, suplicó á Lindoro que permitiese al señor Ocampo pasar al comedor. Habiendo sido la respuesta una negativa, se le llevó el chocolate y lo tomó sobre una gran caja de granos, que hizo veces de mesa.

Acto continuo el jefe ordenó la marcha rumbo á la Venta del Aire, la Jordana y Toshi.

TOSHI

Entrada la noche llegaron á Toshi. Ocampo habló en el despacho con don Antonio Rivero, administrador de la Hacienda, y en seguida le llevaron á la pieza de una vivienda, que ve al Poniente y guarda todavía las mismas{352} condiciones. Allí tomó un vaso de leche, por todo alimento, manifestándose triste é intranquilo. Durmió mal y, muy de madrugada, el domingo 2 de Junio, se desayunó sin apetito. Vestía traje negro y corbata café, y llevaba sombrero hongo de color oscuro. En el patio montó el mismo caballo colorado, de frente blanca.

Refieren este acontecimiento don Tomás Marín y una anciana, desde entonces cocinera de la finca, sobre quien, parece, no pasan los años.

ESTANCIA DE HUAPANGO

(Hoy Huapango)

Atravesando á galope sostenido los llanos de Acambay, encumbraron á San Juanico y entraron en la cañada de Endeje, para caer á la Estancia de Huapango, después de orillar sus lagunas. Su paso por San Juanico despertó la curiosidad de Antonia Peralta y José Martínez, que había merodeado en las filas de Cajiga. Esas dos personas viven aún en el lugar.

Huapango remeda un castillo medioeval: corona una eminencia, la defienden altos y fuertes muros, resguarda su entrada una grande y pesada puerta y en el centro se levanta imponente el edificio. Este era el refugio de Leonardo Márquez y Félix Zuloaga.{353}

A la hora en que los rayos del sol caían como hilos á plomo, el centinela del torreón dió el grito de alarma, al descubrir una polvareda que un grupo de jinetes levantaba tras sí, en su avance. Puestos en observación los jefes, reconocieron que no era fuerza enemiga la que se aproximaba.

La presentación de Lindoro Cajiga y su gente, muy conocidos en el lugar por ser un rincón del teatro de sus fechorías, despertó en la tropa la curiosidad de saber quién era el que traían entre filas. Luego resonó en los oídos de todos el nombre de Ocampo y se hizo el tema de las conversaciones: figura formidable en el partido liberal, se daba importancia desmedida á su captura.

Puesto en manos de Márquez y Zuloaga, corrieron las órdenes para que fuera rigurosa la custodia é inviolable la incomunicación.

VILLA DEL CARBÓN

Al atardecer de ese mismo día arribaron Márquez y Zuloaga al pueblo, por el camino real, en dirección de la Hacienda de Niginí. La tropa que custodiaba al preso ocupó el Mesón de los Fresnos, situado al Poniente de la vía y de la propiedad, en esa época, de don José Velázquez, y hoy, del señor Longinos Maldonado.

El edificio es del estilo arquitectónico rutinario{354} de los poblachos: patio amplio, alojamientos destartalados, tejado de caballete y portal corrido. Tres corpulentos fresnos sombrean su frente.

El señor Ocampo durmió en la pieza lateral al zaguán, que tiene salida por él. La única modificación que se le ha hecho, es la abertura de otra puerta con vista á la calle.

La noche de la estancia del preso, el señor Doroteo Alcántara, vecino del pueblo, que conocía á Ocampo y de quien era muy estimado, le proporcionó los alimentos y la cama.

Así lo refieren don Agapito Tinoco, la señora Manuela Marín y Pedro Gutiérrez, sirviente del mesón, entonces.

Esta jornada, casi toda de cerranías, fue la más penosa, á pesar de su hermoso horizonte, á cada paso renovado.

TEPEJI DEL RIO

Como si obedeciese al propósito de extremar la crueldad con el señor Ocampo, la soldadesca que le condujo, complaciéndose en forzar la marcha, llegó bien pronto á Tepeji del Río. Era lunes, día 3. La entrada fué triunfal por la ostentación que hacía de su preciada víctima y la comedia que representaban, jugando Zuloaga el papel de presidente y Márquez el de general en jefe de la República.{355}

Hospedadas las fuerzas en distintos mesones, Márquez dispuso que el de las Palomas, en la calle real, sirviera de capilla al señor Ocampo. Ocupó el cuarto número 8, hoy convertido en fábrica de jabón.

Casi contiguo al mesón, en la casa de doña Antonia Valladares, viuda de Sanabria, se alojaron Zuloaga, Márquez y su estado mayor. Esta casa tiene dos grandes ventanas bajas á la calle, correspondientes á la sala, donde de continuo estaban los jefes deliberando sobre asuntos importantes ó platicando regocijadamente.

A las diez de la mañana, al acercarse para curiosear don Ramón Alcántara, á la puerta de la pieza que ocupaba el preso y en la cual no había más que una silla de tule, una mesita y una tarima, suplicóle el señor Ocampo que le trajese un vaso de agua y tinta y papel. El prisionero se paseaba y veíasele triste y demacrado el semblante. Hizo su testamento.

A la sazón, era aprehendido León Ugalde, guerrillero liberal, al bajar de una diligencia, que conducía Pedro Saint Pierre. Apenas puesto en capilla para ser ejecutado, varias personas del pueblo se interesaron por su vida y acudieron violentamente á Zuloaga y Márquez en solicitud de indulto. Formado el cuadro y á punto de entrar en él, llegó el perdón y regresó á la cárcel.{356}

Las mismas personas, entre las que se hallaban los señores Piedad Trejo, Agustín Vigueras, José Ancelino Hidalgo y, haciendo cabeza, el cura don Domingo M. Morales, después de salvar á Ugalde, pasaron en comisión cerca de Márquez y Zuloaga, para impetrar el indulto del señor Ocampo. La negativa fué categórica, y hasta con indignación dada por Márquez.

Al preguntar el cura Morales á Ocampo si se confesaba, contestó:

—Padre, estoy bien con Dios y Él está bien conmigo.

A las dos de la tarde, hora santa, vióse salir al señor Ocampo, jinete en un caballo mapano, entre filas, en camino á la última estación de su calvario, con la serenidad del justo.

Los curiosos advirtieron que jugaba suavemente el fuete en las crines, el cuello y la cabeza de su cabalgadura. A su paso frente á la casa de Márquez y Zuloaga, las ventanas estaban abiertas de par en par.

Recorrido el largo trayecto, del Mesón de las Palomas á Caltengo, hizo alto la tropa á solicitud del mártir, para agregar una cláusula á su testamento.

Bajo la inquisitiva mirada de sus guardianes, satisfizo su deseo en el portal, en una mesita de tapete verde, sentado en un taburete.

Estas prendas y el tintero, la marmajera y la pluma se conservan con veneración en el{357} despacho y tienen la nota de pertenecientes á don Melchor Ocampo, en el inventario de la Hacienda.

No se oreaba aún la adición testamentaría, cuando emprendieron otra vez la marcha. A muy corta distancia, el comandante mandó hacer alto y dijo:

—Aquí.

Formó cuadro la tropa, y señaló á Ocampo su lugar. Firme é imperturbable lo ocupó, distribuyendo entre sus ejecutores algunas prendas. Al vendársele, habló:

—Puedo ver la muerte. Mi única recomendación es que no me tiren al rostro.

En seguida se oyó una descarga y entre el humo apareció el cuerpo, presa de las convulsiones de la agonía. El tiro de gracia consumó el crimen.

Presuroso el grupo de verdugos pasó por las axilas del cadáver las cuerdas que preparó de antemano, para suspenderlo del árbol de pirú, que se yergue sobre el montículo del ángulo de los dos caminos.

Tenía la cabeza tan caída que tocaba con la barba el pecho. Los cabellos, largos y suaves, cubrían la cara.

En este punto, la carretera es amplia y recta hasta el pueblo. Esa tarde había transeuntes como en día de plaza y muchos contemplaron aquel cuadro.

Márquez no cedió á ningún ruego para que{358} se descendiera el cuerpo. Después de la salida de las tropas, lo verificaron algunas de las personas que habían preguntado si podía hacerse el descenso.

El cadáver fué transportado á la casa municipal, para el arreglo de su entierro. Apolonio Ríos, panadero, le lavó la cara y lo peinó. Presentaba en la cabeza una herida en la cima, otra en el carrillo derecho y otra en la comisura labial; en el pecho: una en la tetilla izquierda y otra en la región dorsal. Tenía quemado parte del semblante.

Estuvieron expuestos los restos hasta el anochecer, en que colocados en caja tosca de madera blanca, los trasladaron por orden de la autoridad á la Capilla del Tercer Orden. Unas cuantas personas caritativas del pueblo los velaron.

Al siguiente día los condujeron á Cuautitlán, donde los recibió una comisión del Ministerio de Guerra.

En el lugar de la ejecución, hay un monumento que tiene esta inscripción:

A la memoria del gran reformador don Melchor Ocampo, sacrificado el 3 de Junio de 1861. 6. 3. 93.

El brazo del pirú que sostuvo el cadáver, ha desaparecido por efecto de la sequedad; pero el árbol ha echado renuevos y lo cuida la Hacienda, de la que es dueño don Felipe Iturbe. En carta de don José Manuel Vértiz,{359} apoderado general, al administrador don Mariano Gil, con fecha 11 de Noviembre de 1899, se lee esto: «Que no vayan á tirar el árbol de don Melchor.»[4]

Angel Pola.

Aurelio J. Venegas.

{360}

SANTOS DEGOLLADO

1810-1861

I

A fines del siglo XVIII desembarcó en el puerto de Veracruz un español que venía á la Nueva España en busca de mejor suerte que la que le deparaba la madre patria. Era probo, trabajador y de buena inteligencia.

Entonces Guanajuato tenía fama de ser una de las provincias en que se hacía fortuna en un abrir y cerrar de ojos.

¡La minería! ¿quién era pobre dedicándose al beneficio de metales? Y el extranjero partió á ese rumbo, con mucha esperanza y el firme propósito de que la voluntad no le abandonaría para trabajar.

A la vuelta de algunos años ya era propietario de la Hacienda de Robles, en la cañada de Marfil. La constancia y hombría de bien aumentaron su capital. Pasó á ser rico y todo el mundo le llamaba don Jesús Santos Degollado. Tuvo una compañera, la señora{361} Ana María Garrido, que parecía hacerle feliz. Dos niños llegaron pronto á alegrar el hogar: Nemesio Santos, el mayorcito, y Rafael.

Más tarde, el rico español veía caer sus negocios, antes prósperos, y descendía á la pobreza. Andaba por las calles de Guanajuato, socorrido por sus amigos, cuando le sorprendió la muerte en la miseria.

El cura de Tacámbaro, don Mariano Garrido, del Orden de San Agustín, antiguo capellán de un batallón y hermano del conocido fray Mucio, de Morelia, protegió á la señora Ana María Garrido de Degollado. Allí estaba con Nemesio y Rafael.

Rafael, flemático, silencioso y retraído.

Nemesio, nervioso, irascible y raquítico. Gracias á la bella forma de su letra, el cura le tenía metido lo más del día en la vicaría, levantando actas de matrimonio y escribiendo fes de bautismo. Don Mariano les daba un trato muy duro á los dos niños. Exigente para con éllos, cualquiera acción era pretexto para descargar su ira. Casi á fuerza hizo que se casara Nemesio con la joven Ignacia Castañeda Espinosa[5]. No contaban veinte años de edad.{362}

Don Santos solía decir á su hijo Mariano:

—Cuando me casé tenía yo dieciocho años.

La pareja vivió al lado del sacerdote, quien, á pesar del cambio de estado de Nemesio, no modificaba su tratamiento insufrible.

Un día, aburrido el joven de que no era posible hacer llevadera aquella vida, se echó al hombro su capita de barragán y con una peseta en el bolsillo se fugó del hogar, dejando en Tacámbaro á su madre, á su hermano y á su esposa. Y tomó el camino de Morelia.

Al otro día, al obscurecer, llegó á la ciudad sin conocer á nadie, ni tener razón de nada. En una fonda, frente á la cárcel, pidió medio real de cena; en seguida dijo á la dueña del establecimiento:

—Señora, ¿me puede usted hacer favor de darme un lugar para dormir? Acabo de llegar, no conozco á nadie, no sé nada: es primera vez que vengo aquí.

La extrema bondad se le salía á la cara.

La señora se lo concedió sin vacilar.

Al otro día, destinó una pequeñísima parte del resto de su capital para comprar papel.{363} Escribió, lo mejor que pudo, un pliego y se presentó en la notaría de don Manuel Baldovinos, situada en el portal de San José.

—Señor, esta es mi letra, ¿puede usted darme trabajo?

El notario vió de pies á cabeza al joven y luego paseó su mirada por el pliego, lleno de bonita, preciosa y clara letra.

—¿Esta es la letra de usted?

—Sí, señor, es mi letra—respondió humildemente Nemesio.

—Puede usted venir desde hoy mismo.

Y el fugitivo, muy pobre, sin más ropa que la que llevaba en el cuerpo, cubriéndose en la noche para dormir con la capita de barragán, comidas las mangas de la levita por el mucho apego á la mesa de la vicaría de Tacámbaro, y raídos los pantalones por el roce en la marcha, empezó á trabajar de escribiente en la notaría las mañanas, con el sueldo de cincuenta centavos diarios. Al poco tiempo, el doctor José María Medina, juez hacedor de diezmos y visitador del diezmatorio, que hacía préstamos de dinero bajo hipoteca, se presentó en la Notaría.

—¿Qué es de mi escritura, Baldovinos?

—Aquí está ya, curita.

El doctor apenas la vió, dijo al notario:

—¿Quién ha escrito esto?

—Ahora lo verá usted, curita.

El señor Baldovinos condujo al cura al interior{364} del despacho y al estar frente al escritorio de Nemesio, le indicó:

—Aquí le tiene usted.

—Cédame á esto joven, Baldovinos.

Convencido el notario de que el doctor le impartiría protección decidida, dejó que cargara con él para su casa.

Tendría treinta pesos al mes, habitación y alimentos. La nueva casa estaba cerca del Seminario. Fué su trabajo el ser escribiente y profesor del niño Nicolás Medina, con el cuidado especial de perfeccionarle en la forma de su letra. Siempre le llamó «Nicolacito,» «mi querido muchachito;» porque era bueno, cariñoso y honrado como él.

El sacerdote, satisfecho de la vida del joven, á los dos años le dió un empleo de escribiente en la sección de glosa de la Haceduría de las rentas decimales con la retribución anual de cuatrocientos pesos.

Allí se hizo idolatrar de los canónigos.

Entraba á las ocho de la mañana á la oficina y salía á las doce y media, y en vez de irse á paseo, se dedicaba al estudio: aprendía latín, griego, hebreo, francés, matemáticas, física, teología y se enseñoreaba de todo por su aptitud universal.

El general Medina, que es un retrato fiel de las virtudes de Nemesio, me decía á propósito de su genio:

—A mí me hizo creer en la ciencia infusa.{365}

Era contador de la Haceduría don Luis Gutiérrez Correa, furibundo liberal, á quien el clero quería por su intachable manejo y tener en la punta de los dedos los números[6].

Distinguía al escribiente y procuraba que subiera escalón por escalón, para cederle su distinguido puesto.

Nemesio llegó á ser contador y mandó traer á su esposa. Por las tardes, que le quedaban libres, proseguía dedicándose con ahinco á todo: hacía gimnasia para desarrollar su cuerpo; estableció un taller de carpintería en su casa y fabricaba bateas y gavetas; aprendió á tocar la flauta y la guitarra.

En el Colegio de San Nicolás dió un gran concierto, para ministrar recursos al organista de la catedral, un tal Elízaga, que se encontraba cesante y pobre.

Nemesio y Pedro Vergara ejecutaron á maravilla en la guitarra unas variaciones difíciles de Vivián.

Una vez, para que se vea de bulto su carácter, fué con Nicolás Medina, su íntimo é inolvidable amigo, á las fiestas de Tarímbaro.

Había corrida de toros.

Salió uno bravísimo, feroz, temible, que echó al suelo en un dos por tres al hombre que lo montaba.{366}

—A mí no me tira—dijo Nemesio.

Y dicho y hecho: bajó al redondel así como estaba elegante: camisa bien aplanchada, traje de color negro y sombrero alto. Montó á la fiera, teniéndose firme con la presión que ejercía con los miembros inferiores. El público parecía haberse vuelto loco al mirar al caballero bien montado y al animal hecho una furia, corcoveando, bramando, ya libre del lazo, sin poder echar al suelo al jinete que se sostenía, sin pretal: aplaudía, y gritaba desaforadamente. El joven alcanzó una ovación inusitada.

Era tal la fuerza de Nemesio, que domaba un caballo con la presión de los muslos.

Morelia tenía noticias de su talento y erudición. Una vez le invitó el Seminario para que fuese á replicar en los exámenes de fin de año. El Gobierno del Estado no tardó en convencerse de la sabiduría del joven.

A él se debe la organización del Colegio de San Nicolás.

Los señores Luis Gutiérrez Correa, como jefe del partido liberal, Juan González Urueña, Juan Bautista y Gregorio Ceballos y Melchor Ocampo celebraban juntas secretas para discutir los medios mejores de derrocar al gobierno retrógrado. A éllas asistía Nemesio.

El general Ugarte le redujo á prisión por andarse mezclando en la cosa pública.

Un día, indignado el gobierno santanista,{367} le puso en el cuartel, en compañía de un bandido muy valiente: Eustaquio Arias, que le adoraba.

Hubo vez en que estando preso el bandido, engrillado, á la vista de la guardia, hizo que se pronunciara el Cuerpo Activo de Morelia; echó abajo las rejas de la prisión, salió á la calle todavía con los grilletes puestos, que se los desclavaron los mismos soldados en el instante en que el general Ugarte intentaba, reducir al orden á la tropa sublevada.

Dió por muerto á Ugarte y con precipitación pasó sobre él, tomando el camino de Cuitzeo de la Laguna, para ir á defender las ideas liberales en Puruándiro.

Nemesio, en el torbellino de adversidades, no había olvidado el lugarcito aquel para dormir, que, á su llegada de Tacámbaro, le había dado de tan buena voluntad en su fonda la señora Josefa Saavedra, ó como la llamaba todo el mundo, doña Pepa la Moreliana, á quien regaló seis mil pesos, años más tarde[7].

Estrechado por las persecuciones de los santanistas, que no le daban punto de reposo, se alejó de la ciudad y de su familia, y estuvo distante de la que le dió el sér, de la señora Ana María Garrido, ó mejor dicho,{368} Ana María Arcaute, su primitivo y verdadero apellido, que era de Roma.

El padre Garrido trajo á México, á la señora Arcaute, para que se curara de una peligrosa enfermedad. En junta de médicos fué desahuciada, y falleció después de haber recibido los auxilios espirituales de propias manos de tres obispos.

II

Un día amaneció Morelia entera preguntándose por don Nemesio Santos Degollado, por su querido gobernante en 1848 y 1857, que apenas tuvo tiempo para hacer bien y que había sido diputado á la asamblea departamental en 45, consejero de gobierno en 46 y diputado por elección unánime al Congreso General, en 55.

Unos decían que había sido desterrado por Santa-Anna á la Villa de Armadillo, San Luis Potosí. Otros, que se encontraba en México en la casa de don Valentín Gómez Farías, 2.ª calle del Indio Triste, número 7, esquina á la de Montealegre. Otros, que se había lanzado á la revolución, á defender el plan de Ayutla.

Pero levantó cabeza y se le vió de cuerpo entero en Tunguitiro, hacienda de don Epitacio Huerta, en Michoacán, lugar de cita de los liberales, donde se encontraban los coroneles{369} Luis Ghilardi, Manuel García Pueblita y Epitacio Huerta, el comandante de batallón Régules y el comandante de escuadrón Refugio I. González.

De día estaban con el arma al brazo, ordenando tomas de plazas ocupadas por los santanistas y haciendo más posible el triunfo del plan de Ayutla.

De noche, teniendo en mucha cuenta la mala fe de las fuerzas de Pátzcuaro, se iban á dormir al cerro de Cirate, inaccesible por lo escarpado y perdedizo por lo nemoroso.

Haciendo expediciones de acá para allá, tomaron á Uruápam; por asalto, á Puruándiro; los santanistas de la Piedad se rindieron.

De vuelta encontraron que Tinguitiro era presa del fuego. El enemigo estaba al frente en expectativa. Los soldados de los dos bandos, bien formados, sin avanzar un punto, se avistaron; pero no se hicieron nada.

Una noche pasaron bajo las ruinas.

La plaza de Puruándiro fué tomada por cincuenta hombres, á la cabeza del comandante Calderón, sin que lo supieran los jefes del sitio. Vieron venirse abajo una trinchera y pretendieron ganar tiempo para dar el asalto; pero un soldado del general Juan Nepomuceno Rocha dijo:

—Señor, si ya están adentro.

—¿Quiénes?

—Pues nuestras tropas, jefe.{370}

En Penjamillo se recibió carta de que se habían pronunciado en Zamora los señores Trejo y Miguel Negrete, acabados de ascender á tenientes, y que pedían pronto auxilio.

Degollado ordenó que el comandante Refugio I. González fuera con cuatrocientos caballos. Allí se encontró con que ya eran coroneles los tenientes de ayer.

Vagando con muy buenas intenciones, don Santos Degollado vino á parar en Cocula. El enemigo le dió una sorpresa. Durante el tiroteo se acuerda de que no se había despedido de la familia que le dió hospedaje; entonces le dijo al general Huerta:

—Procure usted detener al enemigo, mientras regreso. Voy á despedirme de la familia y á darle las gracias.

—Señor, nos ataca con ímpetu.

—Sostenga usted el fuego. ¡Cómo va á ser que nos vayamos así, sin decirle adiós!

—Ya lo tenemos encima.

—Voy á despedirme. No vaya á decir que soy ingrato.

Cuando estuvo de regreso, el general Huerta había perdido un brazo.

Defendió el plan de Ayutla con una convicción apostólica, y llegó á ser gobernador de Jalisco en 1855.

Era su sueño dorado hacer la felicidad de su país y prácticas las leyes y la justicia, tales como debían ser en una forma de gobierno{371} representativo popular. Decretó la abolición de las alcabalas.

Hizo efectiva la libertad de conciencia. Un grupo de jóvenes, entre ellos Miguel Cruz Aedo, Urbano Gómez, Jesús González, Miguel Contreras Medellín y José María Vigil predicaban en la plaza de Escobedo las ideas liberales. La Revolución, que tenía por lema: «Ser ó no ser: he aquí la cuestión», era el órgano del partido puro. No les importaba gritar á la luz del día: ¡Muera el Papa! ¡Muera el Clero! Un 16 de Septiembre tanto fué lo que se dijo en la tribuna, presidiendo la celebración de la fiesta nacional el señor Degollado, que el obispo don Pedro Espinosa puso el grito en el cielo. Lanzó una carta pastoral furibunda el reverendo y La Revolución la burló. Hubo cambio de manifiestos entre los dos, Espinosa y Degollado, en que el uno pedía coacción del pensar y el otro la negaba dignamente en nombre de la ley. Por esto le llamaban purete al señor Degollado.

Y sin embargo de esta tirantez de relaciones entre el Gobernador y el Obispo, cuando unos jóvenes, sin permiso de la autoridad política, ni de la eclesiástica, repicaron en la Iglesia Catedral de Guadalajara, por la reapertura del Instituto, don Santos reprendió á los jóvenes y mandó una satisfacción al señor Espinosa, «manifestándole la ninguna culpa que tenía en el acontecimiento.»{372}

Su administración no tuvo más defecto que ser demasiado liberal, hasta para los conservadores. Se llegó á decir, á consecuencia de todo esto, que don Santos favorecía al partido contrario y lo inclinaba á la desobediencia del gobierno federal. Por esos días, en Diciembre, se pronunció un grupito de descontentos en Tepic. Reducidos al orden, fueron desterrados Eustaquio Barron, cónsul de Inglaterra, y Guillermo Forbes, cónsul de los Estados Unidos. Protestaron de la enérgica medida, fundada en el contrabando que hacían; pero ningún efecto surtió la protesta, porque el consejo aprobó, conforme al derecho de gentes y leyes del país, la resolución oficial.

El 10 de Febrero de 1856 expidió un decreto, según el cual no reconocería autoridad originada de movimientos reaccionarios y ofrecía el territorio para trasladar los supremos poderes; invitaba á los Estados para una coalición bajo bases de «unión, libertad, integridad del territorio nacional, inviolabilidad del principio democrático popular, independencia entre sí para el gobierno interior y cambio recíproco de auxilios y recursos.» A pesar de tanto bien que hacía, dejó el puesto y vino á México para ocupar su lugar en el Congreso Constituyente. Había como cuarenta jóvenes diputados que querían hacer entrar{373} las más avanzadas ideas liberales en la Constitución. Con ellos votó siempre Degollado.

Llegó vez en que de un voto pendía la existencia de la Constitución de 57. Muchos deseaban la del año 24 con algunas reformas. Después de tres días de sesión permanente, vencieron los puros y sin gozar de un solo centavo de dietas. Sin embargo, en ese mismo año de 57, llegó á tener algunos miles de pesos el señor Degollado. Un billetero de la Lotería de San Carlos se acercó, en la calle, á los señores Benito y Fermín Gómez Farías, rogándoles con insistencia que le compraran un número.

—Mira, ese no sirve. Tráenos un trece mil cualquiera—dijo don Benito al billetero.

Echó á correr y trajo un trece mil. Costó el entero diez pesos, que pagó don Benito. Luego que llegaron á la casa, una casita de la calle de Victoria del señor Cumplido, donde habitaban, Fermín tomó la pluma y escribió en el billete: «Billete de Benito Gómez Farías, Fermín Gómez Farías, Nemesio Santos Degollado y Joaquín Degollado.»

El billete fué colocado y olvidado tras un espejo de la sala. Un día, á la hora de comer, se presenta el billetero muy alegre.

—¡Vengo á decirles que se sacaron la lotería!

—¿Qué lotería?—preguntó Fermín.

—Pues ¿qué lotería ha de ser? ¡La de San Carlos!{374}

—¡Ah, sí, á este señor le compramos el billete que guardamos detrás del espejo!—exclamó don Benito.

El premio fué de sesenta mil pesos, que se repartieron fraternalmente entre los cuatro, pagando hasta entonces cada uno á don Benito los dos pesos cincuenta centavos que les correspondía.

Cuando el golpe de Estado, don Santos Degollado no amaneció en su casa del callejón de la Olla. Partió á Michoacán para hacer que el poder ejecutivo del Estado reconociera al gobierno constitucional. Luego se dirigió al Sur de Jalisco, en Marzo de 1858, después de haber estado en un hilo la vida de Juárez, y la de los personajes que le acompañaban, en Guadalajara, por el pronunciamiento del 13, del mismo mes, acaudillado por Antonio Landa, quien recibió cinco mil pesos.

La última disposición de Juárez, cerca de Colima, antes de embarcarse, fué que don Santos Degollado sería Ministro de Guerra y que tenía el mando del Ejército y facultades omnímodas en los Estados del Norte y Occidente.

La tropa se componía de setenta y cinco infantes y veinticinco dragones. Se pudieron conseguir mil quinientos fusiles, y volvió don Santos Degollado a Guadalajara; pero en Junio, ya que había sitiado la ciudad, supo que{375} Miramón se acercaba con tres mil hombres y catorce piezas de artillería, y cambió de propósito, regresando á sus posiciones del Sur. En Atenquique, el 2 de Julio, pudo verse que las fuerzas constitucionalistas de su mando estaban con alientos para obtener victoria, pues sostuvieron con el enemigo un combate del que pudieron salir completamente triunfantes.

Ese mismo mes se encontraba nuevamente don Santos Degollado en Colima, pertrechándose con esa fe y constancia que le caracterizaban para volver á la carga. Allí pareció descansar la tropa.

De los jóvenes jefes, ni uno solo perdió la alegría de la juventud. Cierta mañana se presentó á la casa de don Santos Degollado una celestina. En una mesa escribía el general Nicolás Medina y cerca de otra estaba de pié don Santos Degollado.

—Su excelentísima—habló la mujer al señor Medina.

—No soy yo—le dijo, haciéndole una indicación con el pulgar derecho encorvado.

Entonces, dirigiéndose á quien debía dirigirse:

—Su excelentísima, vengo á darle una queja.

—Diga usted, señora.

—Los jefes Rodríguez, Avila, Saviñón, Rosas Landa, Miravete, Salgado y Joaquín{376} Moreno han ido á molestar á mis niñas, que no son gente de mal vivir, y me rompieron un espejo y un pabellón. Yo no puedo perder eso, excelentísimo señor. Mis muchachas entienden con buenas palabras, pero no así como éllos quieren.

A don Santos se le subió la sangre al rostro.

—¿Cuánto importa lo que le rompieron á usted, señora?

—Nueve pesos, su excelentísima.

Don Santos se dirigió á su recámara y de una bolsita de manta sacó la suma.

—Aquí tiene usted, señora: pero no haga usted escándalo. Perdónelos usted: son jóvenes. No lo volverán á hacer, se lo prometo. Yo los reprimiré. Vaya usted sin cuidado. No lo volverán á hacer. Perdónelos usted, se lo suplico.

La celestina recibió la cantidad y se fué muy satisfecha.

—¿Qué dice usted, Nicolacito? Esta es cosa de los mochos que me quieren desacreditar. De otro lo podía creer, ¡pero de Moreno que es casado!

Pero no todo fué contratiempos: el día 21 de Septiembre hizo que en Cuevitas pusieran pies en polvorosa las tropas de Casanova.

El 28 de Octubre capituló Guadalajara, mediante un tratado digno para los liberales.{377} Se les garantizaba la vida á los jefes del enemigo.

Degollado y don Benito Gómez Farías, considerando la exaltación del pueblo, quisieron que el general José María Blancarte permaneciera en el palacio de gobierno.

—Quédese usted ahí, en esa pieza—dijo don Santos Degollado á Blancarte, ofreciéndole amablemente una pieza que seguía á la en que platicaban.

—Corre usted mucho riesgo—le manifestó Gómez Farías.

—Señores, mejor me lo llevo para mi casa—hizo observar el señor Antonio Alvarez del Castillo.

Y Blancarte se acogió á Castillo.

El coronel Antonio Rojas se presentó una mañana en la casa en que se hallaba Blancarte; hizo que sus soldados dispararan sus armas sobre él, y no satisfecho con haberlo matado, hubo uno que le machacó la cabeza á culatazos. El hecho llegó á oídos de don Santos Degollado. Primero no quiso creerlo; pero después que supo la realidad, le abandonó la calma, esa calma suya que hacía que no tuviese arrugas en la frente.

Quiso poner su renuncia de Ministro de Guerra y Marina y general en jefe del ejército federal. Los amigos le rodearon para convencerle de la inconveniencia del paso.

—No puedo permanecer en mi puesto, porque{378} los tratados son inviolables y la vida del hombre es sagrada. No puedo dejar sin castigo este crimen. ¡Qué dirán de nosotros cuando se sepa! Infame, villano..........

Hubo gran junta en la que discutieron mucho Vallarta y Ogazón, para que don Santos cambiara de parecer. Medio se calmó luego que Rojas fué puesto fuera de la ley:

El culpable, que respetaba y quería al señor Degollado, se puso á salvo; sin embargo, así y todo solía preguntar por su buen jefe.

—¿Qué tal va el amo?—le preguntó una vez, en retaguardia, al general Nicolás Medina.

—No se le acerque porque le manda fusilar.

—¡Si he matado la víbora que le había de picar!

—No le enseñe la cara porque le ha puesto fuera de la ley.

—¡Ah, qué don Santitos! ¿Conque estoy fuera de la ley? ¡Si yo nunca he estado adentro!

En San Joaquín, el 26 de Diciembre de 1858, después de hora y media de combate, Miramón derrotó á Degollado.

No se arredró ante la mala suerte; prosiguió resignado en la defensa de las ideas constitucionalistas, sufriendo derrotas y obteniendo una que otra victoria.

El 10 y el 11 de Abril de 1859 fué derrotado{379} por Márquez en Tacubaya. Allí olvidó en el campo una casaca y una banda que fueron puestas á la vista de la plebe en la Plaza de la Constitución, de esta Capital, para que las cubriera de lodo.

En el parte oficial, dirigido de Chapultepec, al general Antonio Corona, Márquez decía: «Las valientes tropas que me enorgullezco de mandar han obtenido esta victoria, disputando el terreno palmo á palmo, y en la lucha no sólo derrotaron al enemigo, sino que le tomaron por la fuerza toda su artillería, parque, carros, armamento y demás pertrechos de guerra, contándose entre su pérdida la casaca y la banda de general de división que tiene la desvergüenza de usar el infame Degollado, sin haber servido á la nobel carrera de las armas[8]

Don Santos Degollado fué á parar en Michoacán, para reorganizar fuerzas y seguir batiéndose por la causa constitucional. Ante jefes y soldados aparecía inmaculado; á pesar de esto, Vidaurri tuvo la ocurrencia de ponerle fuera de la ley, el 19 de Septiembre, por pugna con Zuazúa y los gobernadores de Aguascalientes y Zacatecas, la cual limitaba las ambiciones del gobernador de Nuevo León.

Nada le hacía dar un paso atrás, nada le{380} desalentaba, nada hizo desviar en un ápice su constancia. Derrotadas sus tropas en la Estancia de las Vacas, el 13 de Noviembre de 59, volvió á la carga más constante á San Luis, en seguida á Lagos, después al Bajío.

El 12 de Noviembre, víspera de la batalla en la Estancia de las Vacas, tuvo una conferencia con Miramón bajo un mezquite, entre la Calera y la hacienda del Rayo.

No pudieron llegar á ningún acuerdo.

Al despedirse, Miramón dijo á Degollado:

—Mañana le derroto á usted como tres y dos son cinco.

A lo que respondió don Santos:

—Mi deber no es vencer, sino combatir por principios que al fin tienen que triunfar porque son los de una revolución grandiosa que en el orden moral está verificándose en todo el país.

Y era la verdad: don Santos Degollado no tuvo otra mira en la revolución.

Siempre pobre, estaban primero sus soldados que él. Cuando había, los jefes sin distinción recibían un peso por cabeza; pero don Santos Degollado rara vez recibía sueldo. Lo poco que tenía, lo iba gastando con una economía proverbial.

Una botella de vino en la mesa, á la hora de comer, le inquietaba hasta la nimiedad.

Le decía al proveedor:

—No ponga usted vino en la mesa. Dirán{381} que si para esto queremos los préstamos. Basta una comida sencilla sin estos lujos. Es preciso cuidar de los recursos del soldado y no verse obligado á gravar con mas contribuciones á los pueblos, que son los que pagan todo esto.

No quería ni que los jefes, en las ciudades ocupadas, fueran al teatro para que no dieran que hablar. Cuando llegaba su tropa á algún pueblo, prefería hospedarse en la casa consistorial que en una de familia, para evitar molestias. Muchas ocasiones sucedía que tras de larga jornada, en que el cansancio y el hambre estaban por matar á la tropa, al Estado Mayor y á él, se negaba caballerosamente á aceptar las ofertas que familias enteras le hacían al llegar á un punto.

—Excelentísimo señor, pase usted á la mesa con su Estado Mayor.

Gracias, mil gracias. No se molesten ustedes, señoras. Si ya comimos.

El general Ghilardi, que á las espaldas del jefe escuchaba la oferta y el rehusamiento, débil de cansancio, hambre y sed, como en realidad se encontraban todos, perdía su paciencia y cachaza de italiano, y respondía.

—Sí, señoras, moléstense ustedes: tenemos mucha hambre.

Y luego, volviéndose á sus compañeros, decía;{382}

—Este don Santos no come, no bebe, no pasea, no nada.

La necesidad de sus fuerzas le obligó á dar su consentimiento para ocupar la conducta de Laguna Seca, de 1.100,000 pesos, y aun quiso que toda la responsabilidad cayera sobre él, en Septiembre de 1860.

Con este motivo decía en su manifiesto á la nación:

«Había reservado para mí y para los mios hasta la severidad mezquina, un nombre puro que legar á mi familia: pero un día la necesidad en nombre de mi causa llamó á mis puertas para pedirme ese nombre y entregarlo á la maledicencia, y yo consentí en entregarme como reo y sufrir ese suplicio peor que el martirio, porque en el martirio consuela la mano generosa de la gloria.»

Sólamente se le lanzó el anatema de todos los jefes, de Zaragoza, Huerta, Doblado, Valle, Ogazón y Aramberri, el 29 de Septiembre, al querer celebrar un proyecto de pacificación del país con el ministro inglés Mathew[9].{383}

Juárez le destituyó del mando del Ejército.

Todo su pecado fué ese conato de proyecto, cuya alma era el evitar más derramamiento de sangre, en bien de la patria, y no en el suyo, como lo saben quienes le sobreviven y entre quienes hay muchos que le vieron humilde y pobre, como la pobreza y la humildad mismas.

Más de una vez el general Miguel Blanco le llegó á decir:

—¡Cómo, señor! ¿Usted mismo arreglando su ropa?

Y no era don Santos Degollado á secas: era el Ministro de Guerra y Marina y el general en jefe del ejército federal.

III

Destituído don Santos Degollado del mando del Ejército, el 4 de Noviembre de 1860, salió de Quiroga para Toluca.

En Queréndaro, el día 25, se le unió don Benito Gómez Farías, su íntimo amigo.

A su llegada á Toluca, el 2 de Diciembre, se les «recibió con hospitalidad y grandes honores por el general Berriozábal,» que era Gobernador y general en jefe de la división del Estado de México.

Amaneció nublado el día 9; á corta distancia no podía distinguirse bien. Una avanzada de las fuerzas del general Berriozábal fué{384} sorprendida por los exploradores del general Miguel Negrete, cuyas blusas eran de igual color que las de aquella,.

Estaban hospedados don Santos Degollado y el señor Gómez Farías en la casa del gobernador. Allí el enemigo, los sorprendió á los tres[10].

El general Berriozábal supo por la cocinera que Negrete andaba en las calles. Montó violentamente á caballo para organizar la resistencia y estar á la cabeza de su tropa. Hubo fuego graneado, pero ya fué tarde: casi á todos los cogieron de improviso.

Don Santos tuvo que ceder á los ruegos de una familia para pretender su salvación por las azoteas de la manzana.

Herido en la cabeza, el general Berriozábal fué hecho prisionero. Tuvieron la misma suerte Degollado y Gómez Farías.{385}

En la cárcel se les formó cuadro para fusilarlos. No esperaban más que los disparos, cuando logró salvarlos el general José Joaquín de Ayestarán.

Miramón mandó llamar á Berriozábal al palacio de Gobierno.

—Han caído en mis manos—le dijo Miramón.

—Ya lo veo—respondió Berriozábal.

—Los voy á fusilar.

—¿Para eso me llama usted? Está bien.

Miramón varió de tono y ordenó que le curaran la herida al general Berriozábal.

Temprano, el día 10, los prisioneros en un coche salieron entre filas, bien escoltados, de Toluca para México. Miramón se encontraba en el balcón de Palacio en el momento que pasaban.

Por la ventanilla del coche asomó una cara desconocida.

—¿Quién es ése?—preguntó Miramón desde el balcón.

—Excelentísimo señor, es don Juan Govantes—dijo el oficial.

—Que eche pie á tierra y que camine así—ordenó Miramón.

Govantes había sido reaccionario neto.

En Lerma, el general Antonio de Ayestarán los vigiló durante la noche en la pieza que les servía de cárcel.

Más tarde, supieron la causa del excesivo{386} cuidado de Ayestarán, que no los dejó un instante solos en la travesía: Miramón, recelando mucho de Márquez, había puesto bajo la responsabilidad de Ayestarán la vida de Berriozábal, Degollado y Gómez Farías.

En un punto del camino, la vida de los tres fué severamente amenazada, la muerte puesta á la vista.

Márquez ordenó, al atravesar un bosque, que la escolta, disparara sobre los prisioneros, si las guerrillas de Aureliano Rivera hacían fuego entre la montaña.

Hubo instante en que Ayestarán se cambiara palabras duras con Márquez.

Sonaron disparos de las guerrillas de Aureliano Rivera y no les llegó la muerte á los prisioneros, que ya la esperaban por detrás.

En la Capital fueron alojados en el Palacio Nacional. Se les atendió y se les consideró. Ignoraban lo que acontecía.

El 24, á las siete de la noche, Miramón, de bota federica, puesto el sombrero y con un fuete en la mano, se presentó en la habitación de Berriozábal, Degollado y Gómez Farías. Les manifestó que abandonaba la Capital, encargándolos del orden, para lo cual les dejaba un piquete de soldados á discreción[11].{387}

Libres los tres prisioneros, habiendo rehusado tener el mando en la ciudad don Santos Degollado por estar procesado, el general Berriozábal dió toda clase de garantías á los habitantes.

El 1.º de Enero de 1861 entró el Ejército federal al mando del general González Ortega.

Nunca México ha visto mayor entusiasmo del pueblo, como esa vez.

La ciudad estaba engalanada; por las calles, donde pasaba el Ejército, llovían esencias y flores; no había espectador que no lo vitorease.

González Ortega, que traía el estandarte de la ciudad, frente al Hotel Iturbide, hizo que se le incorporasen, para participar de la gloria del triunfo, Berriozábal y Degollado, quienes se encontraban tras una vidriera viendo el desfile.

Ahí el general González Ortega manifestó públicamente, estrechando entre sus brazos á don Santos Degollado y vitoreándole, que á él le pertenecía la ovación, porque era el primero por su constancia y su fe.

Juárez, Ocampo y Emparan visitaron á don Santos Degollado, el día 13, en su casa, la número 2 de San Juan de Letrán.

El gran jurado no pronunciaba aún en la acusación el «ha lugar á proceso.»

Seguía siendo Magistrado de la Suprema Corte de Justicia.{388}

Más antes había mostrado un rasgo de desprendimiento de su personalidad, sacrificándola por el amor á la patria.

Dos veces se sujetó á juicio, del Congreso y de la Corte, por la cuestión Barron-Forbes, que costó dos millones de pesos de indemnización.

Ahora que se le formaba otra causa, le asistía también la justicia; pero los «hombres de la fortuna, del poder y de la fuerza estaban contra él.»

El Artesano Libre, de Morelia, y El Partido Puro, de esta Capital, le insultaban y vilipendiaban estando sub judice: le decían calumniador, loco, cuasi general, vergonzante, tinterillo y que había incurrido en escandalosa defección y colgado para ludibrio del viento la siempre virgen cuanto victoriosa espada.

Y él replicaba en Abril de 1861:

«Siempre se me ha visto bajo los fuegos del fusil en las acciones de guerra, retirarme el último en los campos de batalla y cuidar la retaguardia en todas las retiradas para reunir y reorganizar las fuerzas que estaban á mis órdenes.

«Bien ó mal, yo he servido á la causa nacional, y he probado, hasta en mis desaciertos, mi buena intención y anhelo por ser útil á mi país.

«Por despreciable y poco digno que yo{389} sea, al fin es un hecho que fuí uno de los caudillos del pueblo, y cuanto mal se diga ó se publique por mí, debe afectar á los demás caudillos y deshonrar al gran partido liberal en presencia de los reaccionarios.

«No busco ni la gratitud ni el aprecio público por mis servicios, porque ya sabía antes de ponerme al frente del Ejército constitucional que en todos los países y en todos los tiempos los servicios á la patria no han encontrado más que almas envidiosas y corazones desgraciados.

«Si antes me cogiere la muerte, tengo hijos y amigos que sabrán volver por mi honra.»

Su honra le preocupaba.

Lo primero que preguntó al general Ramón Iglesias, al irle á tomar declaración el 27 de Febrero, fué:

—Dígame usted los nombres de mis acusadores: ¿quiénes son?

El general José María Arteaga le escribía de Querétaro el 28 de Marzo, participándole que había salido electo presidente en aquella ciudad y San Juan del Rio.

Le ofrecían la cartera de Guerra y Marina el 8 de Abril.

En esto llegó á sus oídos la noticia del asesinato de Ocampo.

Gómez Farías se presentó á la casa número 2 de San Juan de Letrán, que habitaba don Santos Degollado, y le refirió el hecho.{390}

—Iremos á vengarlo—dijo don Santos.

—No podemos—respondió Gómez Farías.

—Pediremos licencia, y si nó, nos marcharemos.

Don Santos Degollado se apoyó del brazo de Gómez Farías y se dirigió á la Cámara á solicitar el permiso de ir á la guerra para vengar á Ocampo.

Al presentarse en el salón, todos los diputados se pusieron de pié; y luego que dijo el fin que allí lo llevaba, fué objeto de una ovación unánime.

«Mi deseo se limita á marchar á la guerra, no para sacar de sus hogares y asesinar á los enemigos indefensos, sino para batirme cuerpo á cuerpo con los asesinos.»[12]

{391}

Y partió á Toluca para cumplir su solemne promesa.

A la puerta de la casa del general Berriozábal, gobernador y jefe de la división del Estado de México, cuando los caballos piafaban de impaciencia por la tardanza de los jinetes que no acababan de despedirse adentro, sus muchos amigos quisieron disuadir á don Santos del propósito que tenía tomado: vigilar el convoy que debía salir de Tacubaya á su paso por el Monte de las Cruces, el día 15 de Junio de 1861.

El general Berriozábal le acompañó en el camino.

Hicieron alto en Las Cabezas.

Llegaba la diligencia de México y venía el ayudante Francisco Taboada.

—¿Qué sucede con el convoy?—le preguntó don Santos Degollado.

—Está en Tacubaya—contestó Taboada.{392}

—Retirémonos á Lerma,—dijo Berriozábal al señor Degollado.

—Ese no es mi negocio. El gobierno me dice que viene y debo estar aquí—respondió don Santos.

Sacó su reloj y dijo á Berriozábal:

—Usted debe volverse.

—Da usted dado en este monte tan peligroso.

—Tomaré mis precauciones.

—Entonces quedo á las ordenes de usted.

Y avanzaron: Berriozábal iría por todo el camino real hasta encontrarse con el convoy y el general Degollado por entre la montaña; pero antes, para emprender la marcha paralela, éste ganaría las cumbres del frente á la Pila y en señal de su llegada tocaría diana.

El general Berriozábal, en menos de un cuarto de hora de espera, oyó un tiroteo y en seguida la diana prometida; pero debemos advertir, según el dicho de testigos presenciales, que la diana únicamente la oyó el general Berriozábal.

Y siguió su marcha.

En Cuajimalpa, el teniente Perfecto Soto se le presentó á noticiarle la derrota del batallón rifleros de San Luis.

Berriozábal resistió creerlo; sin embargo, retrocedió para reconocer el campo.

Algunos disparos le hacían de entre la montaña, á la falda de las cumbres.{393}

Vió pendientes de los árboles muchos cadáveres de soldados.

Ya no le cabía duda: don Santos había sido derrotado.

En Huixquilucan supo que Degollado había muerto.

Allá arriba de las cumbres, después de haberse batido valientemente sus soldados, el enemigo hizo multitud de prisioneros y luego, afirma solo Berriozábal, “obligó á los mismos cornetas y tambores de San Luis que tocasen diana.”

Don Santos, pistola en mano, descendía la pendiente al paso de su caballo.

Se rompió la brida; se apeó á anudarla y fué hecho prisionero. El Chato Alejandro le dió una lanzada.

Conducido entre filas, un soldado indígena que se apellidaba Neri le disparó un tiro por detrás, en el cerebelo.

Fué enterrado por orden de Gálvez en Huixquilucan.

Una oración fúnebre le pronunció el señor Francisco Schafino, que andaba plagiado por Buitrón.

Corriendo el tiempo, el general Berriozábal derrotó á una tropa reaccionaria en Toluca, y entre los muertos encontró al indígena Neri.

Llevaba aún en el dedo una prenda de su ilustre víctima: un anillo que lucía un jaspe{394} y un gorro de la libertad con este letrero abajo:

«TODO POR TI.»

VI

El general Francisco Alcalde, de paso por Huixquilucan, el 5 de Julio de 1862, exhumó los restos de don Santos Degollado.

Yacían cerca de la puerta de la iglesia.

Un soldado del general Aureliano Rivera que había presenciado el entierro hecho por Gálvez, indicó el sitio.

El cadáver estaba bien conservado: en camiseta, calzoncillos, una herida en el cerebelo, otra en el cuello y otra en el pecho.

Se leía en el interior de la tapa del ataúd:

AQUI YACEN LOS RESTOS DEL DESGRACIADO C. SANTOS DEGOLLADO.—UN AMIGO SUYO.—SCHAFINO.

Los restos estuvieron expuestos en el Palacio Municipal.

El 21 se le hicieron suntuosas honras fúnebres en esta Capital.

La comitiva del entierro, en la que iba el Presidente de la República, recorrió el Portal de Mercaderes, Plateros y San Francisco.

En el centro de la Alameda, bajo una rotonda, se pronunciaron discursos.{395}

El cadáver quedaría depositado en el Panteón de San Fernando, según la invitación del Gobierno del Distrito, que se hizo representar por el señor Pascual Miranda.

Después, á petición de la familia, los restos fueron sepultados en el Cementerio Británico, como en sagrado, para que no fuesen profanados.

El 2 de Noviembre de 1889, el señor Francisco Alatorre, empleado en la garita de la Tlaxpana y antiguo soldado del general Santos Degollado, visitó el Cementerio Británico.

Una arboleda alta y frondosa, la tierra negra y húmeda de fertilidad; la gente iba y venía por las amplias y frescas calles; en los sepulcros, cargados de adornos, ardían cirios y los deudos parecían retraerse y estar en vela; el recogimiento del dolor reinaba.

De súbito, el soldado se detiene ante un contraste: entre el rico embellecimiento artificial había un sepulcro humilde; lo señalaba el césped y un valladito de arquillos de bejuco, y un ciprés con sus ramas secas y su sombra le lloraba. Al encuentro salía un frontón en que se leía este como recuerdo de la patria:

EL GENERAL SANTOS DEGOLLADO.
15 DE JUNIO DE 1861.

El soldado se decubrió y echó á volar su memoria: Morelia, Guanajuato, Jalisco, Colima, Toluca, el Monte de Las Cruces.{396}

Y luego olvidó todo y se puso á orar por su buen jefe.

Ahí reposaba su general, el COLMENERO como le llamaban, el valiente que no hizo mal á nadie, que tuvo más patriotismo que ninguno, que fué siempre justo y honrado y cariñoso.

Lo veía con la eterna dulzura en el rostro alentar á sus soldados en las batallas, infundirles la esperanza, hacer que amasen á la patria sacrificándose y ofreciéndole la vida.

—¿Por qué aquí? ¡Ah, eres humilde hasta en la muerte!—dijo el soldado.

Diecisiete años han transcurrido.

El tiempo ha hecho más humilde el sepulcro de don Santos Degollado.

Bien decía el Archiduque Maximiliano al general Nicolás Medina, en 1864:

—¡Pobre hombre! No lo comprendió su siglo, no lo conoció su país[13].

Angel Pola.

{397}

LEANDRO DEL VALLE

1833-1861

Me viene la conformidad, luego que recuerdo que murió por su patria—Ignacia Martinez, madre de Leandro del Valle.

I

En el primer año de la segunda década del siglo XIX, cuando Hidalgo desplegaba el estandarte de la independencia de México en el pueblo de Dolores, el coronel Rómulo del Valle vivía ya muy comprometido en la trama urdida para difundir la idea de nuestra emancipación de España y el derrocamiento del gobierno virreinal, que no le parecía en manera alguna digno: quería con el alma un régimen político propio y defendía su credo por todo Querétaro á la cabeza de un grupo de patriotas. Prestó servicios que debe grabar la Historia, desde 1811 hasta el triunfo de la Reforma, en que anduvo con el arma al brazo junto con don Juan Alvarez: ¡cuarenta{398} y cinco años de lucha por la autonomía nacional y la República, y en aquellos tormentosos días en que se jugaban vidas y haciendas por los principios, el todo por el todo!

Doña Ignacia Martínez, esposa de don Rómulo, con ser católica devotísima, jamás discutió, ni en el seno del hogar, los pensamientos liberales del valiente soldado y que andando la revolución heredarían sus hijos.

Leandro fué quien más llevó en la sangre estos bellos ardores de patriotismo y libertad. Venido al mundo en México y en la calle de San Agustín núm. 2, el 27 de Febrero de 1833, su padre le inculcó las ideas que tejen el indisoluble lazo entre el ciudadano y la tierra en que se nace. Recibió su instrucción primaria en una escuela de Jonacatepec, E. de Morelos, que dirigía don Francisco Saldaña, un santo profesor que cuidaba mucho de tener irreprochable conducta para no aparecer modesto con hipocresía. Muy joven, á los once años cumplidos, entraba en el Colegio Militar, carrera por la que sentía, más que curiosidad de niño, decidida vocación.

Era precisamente el año 1844, cuando Santa-Anna declaró su odio de muerte al Congreso porque le había negado facultades para imponer nuevas contribuciones y entraba de paso en la Presidencia el íntegro don José Joaquín de Herrera. Los ánimos estaban en{399} efervescencia y la dictadura hacía sentir su peso de plomo sobre todo el país. Empezó estudiando con gran provecho la táctica de infantería y obtuvo el premio en el examen de fin de año.

Al siguiente, era sargento segundo, conforme al reglamento del Colegio, y la aprobación del consejo de profesores. Aprendió concienzudamente la táctica de caballería, Matemáticas elementales y las otras materias anexas al curso. Ahí también obtuvo el primer premio.

Intima amistad le unía á Osollo y Miramón, implacables enemigos de los liberales. Cuentan que en el Colegio, Miramón y Valle solían saludarse así:

—Mi General—hablaba Miramón con la mano derecha llevada al kepí y cuadrándose marcialmente.

—Ordene Su Alteza—decía Valle.

Y la broma juvenil tuvo que ser realidad hasta cierto punto: Leandro llegó á ser general, y Miramón Presidente de la República, todavía muy jóvenes.

El 20 de Enero de 1847 ascendió á subteniente por especial empeño de don Valentín Gómez Farías. Este fué el paso que resolvió el porvenir de Valle.

Desde entonces demostró de continuo el valor y la serenidad tan peculiares en los trances más difíciles de su vida militar. El{400} 27 de Febrero, ese día que los 3,300 mentados Polkos se pronunciaron al grito de ¡muera Gómez Furias! y ¡mueran los puros! Valle defendía el punto de Santa Clarita y por sostener á don Valentín, se batía cuerpo á cuerpo con los rebeldes, teniendo presente que el Gobierno establecido cuidaba con sus cinco sentidos de hacer frente á los Estados Unidos. Agobiado México por los odios de política y de creencia y por la irrupción de los bárbaros del Norte, casi enseñoreados del país por estar á punto de ocupar las principales ciudades, Valle se puso á las órdenes del general don Juan Alvarez, templado más su denuedo por el peligro en que pasaba la patria; y transcurrido algún tiempo, á las de don Antonio Banuet. Cuando este su querido jefe fué herido por el invasor extranjero, le llevó solícitamente á su hogar y le puso con filial cariño en los brazos de sus ancianos padres, en tanto él seguía batiendo al enemigo en el Puente Colorado.

Las revueltas tan obstinadas por aquella luctuosa época le impelían en fuerza de la índole de su carrera á entrar y salir con frecuencia del Colegio.

En 1850, á la vez que estudiaba Física y Mecánica, consagraba sus ocios á la literatura sin dejar por esto de ser uno de los alumnos más aprovechados: obtuvo como en los anteriores exámenes, el primer premio. Tan{401} grandes esperanzas el Gobierno cifró en él, que tuvo el propósito de enviarle á París para que sellara su tan brillante carrera con mayores conocimientos teóricos en la ciencia de la guerra y más extensa práctica. La pobreza de sus padres causó en parte el fracaso de aquel viaje que fué para él un sueño dorado.

Dado su afecto por la poesía y su fama de inteligente, que resonaba entre sus condiscípulos y profesores, el 15 de Septiembre de 1851, en la celebración de la Independencia, recitó en el Teatro Nacional una composición que le valió estrepitosos aplausos por el ardor con que fué declamada y algunos atrevidos pensamientos que contenía. Por ejemplo, habla de los guerreros:

«Con denuedo marcharon á la guerra,
La paz de sus hogares despreciaron,
Sus cenizas cubrió sangrienta tierra,
Pero al sepulcro con honor bajaron.
¡Oh recuerdos de gloria! ¡Cómo late
Mi ardiente corazón! ¡cómo se agita!
Al recordar los triunfos, el combate,
El pecho militar siempre palpita.
—Hidalgo, Allende, valeroso Aldama,
¡Cómo os envidio vuestra eterna gloria!
Trocara mi existir por vuestra fama,
Por dejar una página en la historia.»

{402}

El mérito es intrínseco y está en que todo lo expresa sinceramente, y más, en que realizó la promesa al pie de la letra: siempre patriota, valiente y sin abrigar un solo pensamiento impuro.

Siendo teniente de Ingenieros, el 29 de Marzo de 1853, le nombraron ayudante del Batallón de Zapadores; entonces este Cuerpo del Ejército era de lo más escogido entre la milicia, porque los que le formaban no tenían tacha en su comportamiento, valor y disciplina. Nunca antes ni después Batallón alguno de la República, no olvidando el de Supremos Poderes que intentó ser su remedo, tuvo más instruída y decente oficialidad.

El dictador Santa-Anna, á quien caía en gracia el joven militar por su apostura, su saber en la ingeniería, su conducta y su valentía, le ascendió el 1.º de Junio del mismo año á Capitán 2.º de la cuarta compañía de Zapadores.

Apoyado por sus méritos, cada día más grandes, subía á pasos de gigante el escalafón, sin dar los saltos que ahora se acostumbra, y con el previo bautizo de sangre en el campo de batalla recibido de las balas enemigas por una causa justa y patriótica. Jamás movió una influencia, de las muchas que tenía, para ascender: los grados venían á sorprenderle y no iba á buscarlos en las antesalas de los omnipotentes en política.{403}

Un general, antes furibundo reaccionario y hoy republicano, le aconsejaba hablando de grados:

—Leandro, aproveche Ud. sus buenas amistades de arriba.

—Los medios para ascender los tenemos en nuestras manos—respondía.

Esto da la clave del por qué los conservadores eran después imperialistas y ahora casi todos estos fieles y abnegados se han hecho del partido liberal.

En Puebla apresaron á don Rómulo por haber aparecido en público como liberal exaltado y amigo exigente de la rectitud en los actos gubernativos. Leandro al llegar á la ciudad y tener conocimiento del suceso, pidió indignado su baja al Gobernador y Comandante Militar del Estado.

—No me es posible servir á un Gobierno que no respeta al autor de mis días—manifestaba dando por fundamento de su solicitud.

El general don Juan Alvarez, satisfecho de los grandes servicios de don Rómulo durante la revolución del Plan de Ayutla, quiso que Leandro fuese Agregado á la Legación de México en los Estados Unidos; pero don Ignacio Comonfort, por causas muy ajenas á su voluntad, no pudo llevar á efecto el buen deseo de su respetable antecesor; en cambio, á poco tiempo, le envió á París para compensarle{404} algún tanto la eficaz ayuda que como ingeniero prestó en el sitio de Puebla el año 56.

Tan enemigo era de los títulos de nobleza, que en circunstancias serias se burlaba de ellos. Asistió á un gran baile en las Tullerías con el Ministro de México don Francisco Modesto de Olaguíbel y se hizo anunciar de los heraldos como Conde del Nopalito.

El joven militar quedó satisfecho de tan deseado viaje, visitando algunas de las principales ciudades de Europa; la falta de recursos le cerró las puertas del colegio y ya no hizo más estudios, como fué su propósito. A fines de 1857 pisaba de nuevo el suelo patrio y obtenía del mismo Comonfort el grado de Capitán 1.º de la primera compañía del Batallón de Zapadores.

En la defección de Comonfort hizo esfuerzos por rebelar á los Zapadores en Santo Domingo y por ello tuvo un serio disgusto con el jefe de la reacción, al menos así aparecía, el general José de la Parra.

Perdida la capital de la República, el 24 de Enero de 1858, de la noche á la mañana, salieron en diligencia su padre y él rumbo á Salamanca, donde se encontraba Doblado.

La víspera de su partida, para tomar parte en la guerra de Reforma, comió y tuvo una larga entrevista con el general Miguel Miramón en el restaurant de La Estrella, en la calle{405} del Refugio, frente al portal de Agustinos, y trataron de sobornarse el uno al otro: Miramón ofrecía todo un porvenir á Valle, y éste, otro no menos lisonjero á aquél; pero ninguno cedió: cada quien tomó senda opuesta, sin perder nada esa fraternal amistad.

Miramón ya le debía la vida: se la había salvado en Puebla.

En Salamanca, á principios de Marzo, Iniestra y Leandro del Valle formaban parte del Estado Mayor de aquel general.

Cuenta el señor J. Martínez que la víspera de la batalla, en la que más que perdieron, se dispersaron sus tropas, aconteció una escena curiosa. Valle tuvo un disgusto con el español Bravo, y éste, inquieto por el juicio que aquél se había formado de su persona, le dijo:

—¿Usted ha dicho que desconfía de mí?

—Sí, señor, lo he dicho, respondió Valle.

—Podría pedir á usted una satisfacción; pero esto sería indigno entre dos jefes liberales; mañana, al frente del enemigo, el que menos avance merecerá la duda.

—Corriente.

—Convenido.

—Déme usted la mano.

Y la promesa quedó pactada.

La prueba fué decisiva, más que en Salamanca, en la carga de Calderón: Bravo hizo prodigios de valor. Leandro reunió á sus amigos y dijo á su rival:{406}

—Señor coronel, le pido á usted perdón; yo no había sabido juzgar á usted.

A Bravo se le ahogó la voz en la garganta y no pudo más que llorar.

Este fué el origen de la inquebrantable amistad de los dos jóvenes militares.

El premio de su bizarría al resistir las fuerzas de la legalidad al mando de Doblado, á los tacubayistas de Osollo, y de igual comportamiento al querer Landa en Santa Ana Acatlán aprehender á don Benito Juárez y su Gabinete, fué ser ascendido á teniente coronel de Ingenieros.

Cuando Juárez y su Gobierno, pasado el inminente peligro que corrieron en Guadalajara, partieron rumbo á Colima para embarcarse en Manzanillo, dar vuelta por el Istmo de Panamá y salir á Veracruz, Valle estaba á las órdenes de Santos Degollado; entonces don Rómulo, con el grado de general, era el comandante militar de Colima por nombramiento que hizo el popular Degollado.

Durante los cortos días de estancia ahí, mientras se rehacían y proveían de armamento y municiones las tropas liberales para volver á emprender la campaña en el centro de Jalisco, Leandro se dedicaba con ahinco, que parecía rayar en delirio, en ejercitar á los soldados que estaban bajo su inmediato mando. Su ideal era que reinase entre todos ellos la instrucción y la subordinación y que pudiesen{407} arrostrar en cualquier tiempo el peligro. Les predicaba siempre: «Ante el enemigo nunca contéis el número.»

La acción de Cuevitas le dió nombradía entre los que por envidia pretendían rivalizar con él. Su valentía y arrojo llegó á ser proverbial.

En el sitio que las fuerzas liberales pusieron á Guadalajara, en el mes de Octubre, él fué quien dió el primer paso para alcanzar la victoria. A iniciativa del general Refugio I. González y con asentimiento tácito de don Benito Gómez Farías, practicaron una mina de pólvora en el bastión de la calle de la Merced y se introdujeron por las casas de la manzana hasta el lugar elegido; estaban vacilantes porque creían arruinar las fincas contiguas y principalmente la en que iba á hacerse la mina, que pertenecía á la señora Ornelas de Díaz, quien profesaba hasta el fanatismo los principios liberales y tenía por santos de su devoción á Juárez, Degollado y Ocampo. Durante las perplejidades, para no perjudicarla en lo más mínimo, Leandro del Valle la hacía reflexionar:

—Señora, se va á caer su casa.

—No le hace; no importa.

—Pierde usted todo.

—Pero gana el partido puro.

La mina voló parte del bastión y cuarteó la casa de la patriota, pero no sin fruto. Una{408} tarde, aprovechando la lista de seis, Refugio I. González, el coronel Bravo y Valle con los Mosqueteros, entraron los primeros por la brecha y comenzaron en silencio, con audacia verdaderamente temeraria, á hacerse de las posiciones del enemigo. Bravo, compitiendo en arrojo con Valle, subió á la azotea del Palacio de Gobierno, quitó del asta la bandera de la reacción que flotaba é izó su blusa roja que llevaba puesta.

Entonces Valle habló así á sus soldados:

«Esta plaza inexpugnable para esos ejércitos asalariados que sirven de ciego instrumento al gobierno que los paga, ha caído ante vosotros, soldados de discernimiento y de convicción, para quienes la pérdida de la vida importa poco con tal que triunfe la causa á que habéis consagrado vuestros esfuerzos, y que no aspiráis á otra recompensa que al placer de haber hecho la felicidad de la patria y á un recuerdo honorífico de la posteridad. Hay entre vosotros algunos más admirables todavía, que sin esperar que la historia registre sus nombres, se inmolan sin embargo gustosos en el altar de esa divinidad misteriosa que ha hecho de los sacrificios humanos la condición indispensable de los mejoramientos sociales. ¡Mártires anónimos, que fecundáis con vuestra sangre el árbol de la libertad, para que otros recojan los frutos, sin pedir salario ni gloria especial para vosotros,{409} mi corazón se llena de ternura y de veneración al contemplar tanto patriotismo y tanta abnegación! Vosotros sois los verdaderamente grandes y los verdaderamente heroicos

Por esta acción, don Santos Degollado ascendió á Valle, sin perder su empleo de teniente coronel de ingenieros, á coronel efectivo de infantería.

Desde 1858 hasta el desconocimiento de don Santos Degollado, Leandro estuvo compartiendo con él los pocos triunfos y las muchas derrotas, acompañándole á Michoacán y siguiendo abnegado y perseverante la misma suerte que él, á quien debía su carrera y respetaba como á su padre.

Teniendo en cuenta los servicios que prestó en el valle de México, se le dió el grado de general de brigada.

En la Coronilla derrotó á Vélez y le quitó los pertrechos de guerra, y con la desventaja de que Leandro del Valle iba á la cabeza de restos de tropa mal organizada y sin instrucción.

Al ser herido el general Uraga en el ataque de Guadalajara, á mediados de 1860, la presencia de ánimo y el respeto que imponía Valle, hicieron que los soldados recuperasen la moral ante el gran peligro que los amenazaba.

El fué el que tuvo el mando de una de las brigadas que defendían el puente de Tololotlán,{410} cuando las fuerzas reaccionarias emprendieron la retirada, después de un fuego nutrido de cañón que rompieron sobre los liberales.

El 20 de Octubre de 1860, el coronel Toro le reemplazaba en el mando de la primera brigada de la división de Jalisco y era nombrado cuartel-maestre. Estaba en el sitio de Guadalajara. Días antes, el 29 de Septiembre, en junta de generales, había reprobado la conducta de don Santos Degollado, quien envió á González Ortega copia de la carta de Mathew y las proposiciones de pacificación que le hizo. Fué uno de los que firmaron la respuesta vehemente á la comunicación del general en jefe del ejército federal.

Conociendo Zaragoza su pericia militar, le ordenó, el 26 de Octubre, el desarrollo de un plan de ataque sobre la plaza. Llevado á la práctica, el 29, en uno de tantos combates, parte del enemigo hizo el simulacro de suspender el fuego graneado y pasarse: pero apenas estuvo á quemarropa de los soldados de Valle, rompió de nuevo el fuego y éste pudo salvar arrojándose á un foso. Se encontraba en el punto de más peligro con Zaragoza en los instantes en que las fuerzas de la legalidad se apoderaban á bayoneta calada del resto de Santo Domingo. Al pedir parlamento el general Severo del Castillo, fueron los representantes de Zaragoza, Doblado y Leandro{411} del Valle, quienes en la entrevista rechazaron indignados los puntos de política del país que les tocaron. Las bases acordadas, y que conservaron intacta la dignidad del ejército, fueron firmadas por Zaragoza, Doblado y Valle. No habiéndolas cumplido el enemigo, Valle dirigió desde Zapotlanejo, donde estaba con la división de Jalisco, y algún botín de guerra, un comunicado á Doblado en el que se leía: «Supuesto que Castillo ha roto los convenios, debe ser batido dentro de la plaza ú obligado por la fuerza á salir de ella, á menos que no se rinda con la fuerza que lo obedece.» Castillo huyó de Guadalajara rumbo á Tepic y Zaragoza dispuso que Valle le persiguiese. Este logró dispersarle buen número de sus soldados.

En marcha el ejército para la capital de la República, iba con el general en jefe y le acompañaba á Guanajuato, Celaya, San Juan del Río, la Soledad y Arroyozarco. Aquí reunidos los ejércitos del Norte, Centro y Oriente, aceptaron la batalla en las lomas de San Miguel de Calpulalpan, que Miramón y Márquez les presentaron el 22 de Diciembre. El general Jesús González Ortega, á la cabeza de las divisiones de Zacatecas y unido á Valle, cogieron á paso veloz la retaguardia al enemigo, que se batía ya con Zaragoza, Lamadrid, Antillón, Toro y Blanco, y obtuvieron el triunfo definitivo que hizo volver los Poderes{412} á la Capital. Antes de entrar el ejército en ésta, su amigo de infancia y compañero de colegio, Miramón, le escribía la siguiente carta: «Querido Leandro: No sería difícil que Concha necesitase de alguna persona de influjo del partido triunfante, y prefiero dirigirme á tí que á alguno de sus parientes, á fin de que hagas por ella, en nombre de nuestra antigua amistad, lo que en igual caso haría yo por tu familia. Disfruta de felicidades y manda á tu amigo.—Miguel Miramón, Diciembre 24 de 1860.—Señor general don Leandro del Valle.»

Repuesto el gobierno de la legalidad, tuvo el mando de las armas en el Distrito y seguidamente ocupó su asiento en el Congreso, como diputado por Jalisco. Las más de las sesiones tomaba parte en los debates. Fué de los de la iniciativa, á la muerte de Ocampo, para que se pusieran fuera de la ley á sus asesinos, desde Zuloaga y Márquez hasta Cobos. El 7 de Junio de 1861 pronunciaba estas textuales palabras en plena Cámara: «Hemos votado la suspensión de garantías los liberales rojos, á quienes no puede atribuirse odio á la libertad y á la Constitución, que hemos defendido con las armas en la mano.»

El día 1.º había dicho ya: «En nuestras masas hay poco espíritu público y pocas ideas.»

Y el día que México supo el asesinato de Ocampo, tuvo que ser un héroe para apaciguar{413} al pueblo amotinado á las puertas de la prisión, que pretendía matar á Isidro Díaz y Casanova.

II

Iniciando en el Congreso la supresión de los tratamientos oficiales, supo la muerte de Santos Degollado, y ciego de ira, dejó escapar una palabra dura contra aquél, que originó con el general Nicolás Medina, serio altercado, que debía terminar en duelo.

—Estas charreteras me las he puesto á cañonazos—dijo exaltado Valle palmeándose los hombros.

Y quiso ser el de la revancha.

Una mañana, ¿quién de aquella época preñada de odios, no la recuerda? Leandro Valle, montando en San Pedro (un brioso caballo alazán tostado), vestido de gris, luciendo la militar botonadura dorada, fieltro negro, botas federicas, el pelo al rape, barbirraro en la punta de la barba, radiante de gloria y muy joven aún, salía de la casa número 4 del Tercer Orden de San Agustín, para marchar á la cabeza de las fuerzas que el Gobierno creía suficientes para exterminar las reaccionarias de Márquez y Zuloaga, que, después de asesinar á Ocampo en Caltengo, invadían ahora el Estado de México. A la vez, el coronel Tomás O’Horán venía de{414} Toluca para operar de acuerdo sobre el enemigo, en el Monte de las Cruces. El general José María Arteaga iba por otro lado, al mismo punto.

Turbado por tristes presentimientos, Valle se había despedido de la que pronto sería su esposa, la señora Luisa Jáuregui de Cipriani, prometiéndole la victoria. De paso en la calle real de Tacubaya, dió también el adiós á doña Ignacia.

—Tal vez no nos veamos más. ¡Quién sabe si me ahorquen, madre mía!—exclamó, echándole los brazos, mientras ella, creyente fervorosa, le colgaba al cuello un relicario de la Virgen de los Remedios.

—No, no quiero; dirán que una cosa creo y otra predico.

—Mira, Leandro, hazlo por mí.

La noche del 22, Márquez y Zuloaga tuvieron noticia en Acapulco, de que O’Horán, de Toluca, y Valle, de México, salían á combatirles, y dispusieron marchar la madrugada del 23, para darles encuentro en el Monte de las Cruces. A las diez y media de la mañana, las avanzadas de caballería de los coroneles Almancia y Juan Silva tiroteaban á las de Valle en la Maroma. Luego Márquez ordenó la carga y se empeñó sangrienta batalla bajo fuego nutrido, hasta cerca de la una de la tarde, en que Valle, en una loma, ya sitiado, y á la desbandada y muerta parte de{415} su tropa, formó cuadro. Debilitado el flanco izquierdo de los Batallones de Moctezuma y segundo de Zacatecas, hizo en triángulo resistencia, y en zig-zag, para luchar á bayoneta calada. Al ver la irremediable, montó en San Pedro y rompió el sitio. Un piquete de la caballería le persiguió á escape y el hizo prisionero en Santa Fe. Desgarraba el cielo nublado uno que otro tiro de los dispersos en la espesura del monte, cuando Lindoro Cajiga y el coronel Jiménez Mendizábal aparecieron en el campo de la guerra, conduciendo en medio á Leandro Valle. Se aproximaba fumando un puro, con asombrosa tranquilidad, rodeado de una turba furiosa que le befaba, gritando: ¡Muera el pelón! ¡mátenlo! ¡mátenlo! Avisaron á Márquez, que se encontraba con su estado mayor y Zuloaga en una explanada, que habían cogido prisionero á Valle.

—Supongo que á éste sí lo fusilaremos—dijo Márquez á Zuloaga.

—A éste sí, porque lo hemos cogido con las armas en la mano—afirmó Zuloaga[14].{416}

He aquí la orden de fusilamiento:

«Ejercito Nacional.—General en Jefe.—Leonardo Márquez, General en Jefe de este Ejército, ordeno que el Capitán de Ingenieros que pertenece á mi Estado Mayor, Manuel Beltrán y Puga[15], se encargará de pasar por las armas al traidor á la Patria don Leandro del Valle, el cual será fusilado por las espaldas, para lo cual se le dejará media hora para que se disponga, y después de haberle fusilado, que se le ponga en un paraje público para escarmiento de los traidores, para lo cual pedirá en el escuadrón de Exploradores Valle, doce hombres, al Comandante de Escuadrón D. Francisco Aldama.

«Por lo tanto, mando que le comunique esta orden á dicho capitán. Dios y orden. Cuartel general de Salazar. Junio 23 de 1861.—L. Márquez.—Al capitán de Estado Mayor, Manuel Beltrán y Puga.»

Lindoro Cajiga y Jiménez Mendizábal cargaron á la derecha del camino con el prisionero, y en un claro de monte hicieron alto. Y empezaron los preparativos del fusilamiento.{417} Ordenaron á Valle que se apeara de San Pedro, porque lo iban á pasar por las armas. Permaneció de pie, cerca de un tronco de árbol. Una escolta de infantería esperaba la voz de mando. Al aparecer el capitán que debía ejecutarlo, Valle, desabrigándose, dijo al P. Bandera, capellán del ejército reaccionario:

—Padre, le regalo á usted mi capa.

Sus botas federicas se las dió al coronel Ismael Piña.

En este instante, Miguel Negrete se presentó á caballo.

—Señor general, yo soy el general Negrete, por cuya cabeza ha ofrecido usted mil pesos; hoy no quiero más que darle un abrazo.

—Con mucho gusto.

Se apeó Negrete y abrazó á Valle, y éste le regaló su reloj, diciéndole que como un recuerdo.

Otra voz salió del grupo, la del coronel Agustín Díaz.

—Un antiguo compañero de usted, de colegio, desea tener esa misma satisfacción.

Valle le abrió los brazos.

—Deseo escribir á mi familia—suplicó al capitán.

Y en un plieguito de papel, escribió con lápiz esta carta:

«En el Monte de las Cruces, Junio 23 de 1861.—Padre y madre queridos; hermanos{418} todos: Voy á morir, porque esta es la suerte de la guerra, y no se hace conmigo más que lo que yo hubiera hecho en igual caso; por manera, que nada de odios, pues no es sino en justa revancha. He cumplido siempre con mi deber; hermanos chicos, cumplan ustedes, y que nuestro nombre sea honrado, como el que yo he sabido conservar hasta ahora.

«Padre y madre: A...... esa carta, á mí, un eterno recuerdo. También de tí me acuerdo, Agus[16], tú has sido mi madre también.

«A mis hermanos y amigos, adiós.»

Reinaba el silencio del respeto que produce el heroísmo.

Así que terminó, el P. Bandera le dijo:

—Confiésese usted.

—No, no me confieso.

El capellán insistió, acercándosele, cubriéndole con su manteo (comenzaba á gotear) y hablándole al oído para convencerle.

—Estamos perdiendo el tiempo, padre; ustedes tienen que hacer.

Valle se descolgó un «bejuco» de oro y el relicario que su madre le había puesto, y dijo á uno de tantos:

—Le suplico que entregue usted á la señora Ignacia Martínez, este bejuco y este relicario, que no es muy milagroso.

Sacó de sus bolsillos el dinero que tenía y{419} lo puso en manos del capitán para que lo repartiera entre los soldados que lo iban á fusilar.

Como viera que le apuntaban por las espaldas, manifestó indignado:

—Por qué me han de fusilar por detrás, si no soy traidor.

Supo que la orden era terminante, y entonces dió las espaldas al pelotón, diciendo:

—Lo mismo da morir por delante que por detrás.

Le miraban los ojos de los fusiles, cuando volvió la cara y advirtió á uno de los soldados que se le había caído la cápsula, de su fusil.

Efectivamente, así había sucedido.

Terminada la ejecución, Márquez mandó colgar el cadáver en un árbol. Ratificaba la promesa hecha en Tacubaya, el inolvidable 11 de Abril: «Estos jóvenes de valor y de talento son los que necesitamos hacer desaparecer.»

Una bonita acción: Luis Alvarez, ayudante de Leandro Valle, se salvó porque á su padre, don Melchor Alvarez, debía toda su educación Márquez.

Sabidas las noticias del desastre en México, el general Felipe Berriozábal, dispuso en Toluca que el coronel Tomás O’Horán, al mando de un piquete de tropa, fuera á buscar el cadáver de Leandro Valle. Pendiente de un árbol del camino estaba con este letrero{420} á los pies: «JEFE DEL COMITÉ DE SALUD PÚBLICA,» y cerca, en la misma postura, el cadáver de su ayudante Aquiles Collín[17]. Bajo éste, un perrito que le acompañó siempre en campaña, rascaba la tierra y aullaba con la mirada fija en los restos de su amo. El perrito fué á parar en poder de la señora Isabel Ochoa, esposa del general Berriozábal, que vivía en Toluca. A los cinco días desapareció, y mandado buscar, lo hallaron en el Monte de las Cruces, debajo{421} del árbol en que suspendieron á Collín: aullaba, rascaba la tierra y miraba lastimosamente arriba. Llevado de nuevo á la familia, huyó á los pocos días; pero esta vez fué hallado muerto bajo el mismo árbol en que había estado pendiente el cadáver.

Collín ofrendó su vida á la lealtad: había escapado, pero al saber que Leandro Valle había caído prisionero, regresó al campo del combate.

—Quién es ése?—dicen que preguntó Márquez.

Collín, acercándose, contestó:

—Soy Aquiles Collín, ayudante del general Leandro Valle; supe que mi jefe había caído prisionero, y vengo á correr la misma suerte que él.

—Fusílenlo—dijo Márquez á los suyos.

El día 28 supo la señora Ignacia Martínez que el cadáver de su hijo llegaría á Mulitas, y salió á su encuentro.—«Yo estaba loca de dolor—me contaba. Lo ví venir en hombros de unos indios y escoltado por unos de á caballo. Subí á un coche y le seguí. En la{422} garita de Belem cedieron á mis ruegos Alcalde y el «Huero» Medina para que me dejaran verlo, diciéndome:—«Pero sólo lo va usted á ver, nada más á ver.» Destaparon la caja, ¡ah! estaba hasta en paños menores.»

Esta venerable anciana, que contaba de edad ochenta años y recibía del Gobierno cien pesos mensuales de pensión, me decía en 1893:

—«Ahí, en ese armario, tengo la camisa ensangrentada que traía Leandro; pero hace treinta y dos años que no la veo; no quiero verla. Y ya él presentía su fin. Me contaron que cuando llegó al Monte de las Cruces, dijo:—«Me huele aquí á muerte»[18].

Angel Pola.

{423}

JOSE MARIA ARTEAGA

1827-1865

Llena toda la época del Imperio con su recuerdo, y el de su fin trágico aun hincha de odio y venganza el corazón de los mexicanos.

Sus biógrafos no han hecho más que encabezar editoriales con su ilustre nombre, considerando muy á la ligera la Intervención y el Imperio, sin referir absolutamente nada de su nacimiento, su niñez, su educación y su entrada en el ejército. Los bien informados escriben que fué general, gobernador y que murió pasado por las armas, dándole Aguascalientes por pueblo natal, y nada más. Uno hay, para colmo es el que le da por tener autoridad de biógrafo, que ha desempolvado gacetillas y entrefilets, y todo esto así remendado lo intitula biografía del general José María Arteaga, en un libraco cuyo enorme volumen está en relación directa de la inexactitud y la carencia de datos.

El general José María Arteaga no nació en{424} Aguascalientes, como aseguran los historiadores, sino en México, el 7 de Agosto de 1827. Sus padres fueron don Manuel Arteaga, militar humilde, á quien le picaban mucho los puntos de honra, y doña Apolonia Magallanes, toda una señora entregada al trabajo y cuidado de sus hijos. Don Manuel se retiró á la ciudad de Aguascalientes y abrió una tienda de comercio al por menor, para poder pasar la vida. Hasta 1836, José María, que era el primogénito, no tuvo otro mundo que la tienda y la escuela del señor Ignacio Islas, «hombre sabio y honrado que le infundió buenas máximas y buena educación.» Entonces el gobierno dispuso que don Manuel partiese á San Luis Potosí á prestar sus servicios como militar. Al año falleció y la familia tuvo que regresar.

Desamparada y pobre, cifró sus esperanzas en José María, ya de edad de diez años, que quiso aprender el oficio de sastre en el taller de don Pedro Magallanes, hermano de su madre. Más tarde pasó á ser dependiente de la tienda de comercio del señor José Rangel. El año de 1848, al pronunciarse en Aguascalientes contra los tratados de Guadalupe el general Mariano Paredes, el licenciado Manuel Doblado y el presbítero Celedonio Domeco de Jarauta, Arteaga brincó el mostrador y formó en las filas de la Guardia Nacional, de ayudante abanderado. Su madre se{425} opuso, intentó volverle á la tienda, movió influencias para que desistiera: todo fué infructuoso; no pudo variar la determinación de su hijo. Las tropas marcharon á Guanajuato, tomaron la plaza y al cabo de mes y tres días fueron derrotadas por las del gobierno que mandaban los generales Anastasio Bustamante y Manuel María Lombardini. Los vencidos habían dado pruebas de valor y hasta de arrojo. Arteaga dejó la bandera depositada en una iglesia y regresó disperso al hogar, donde lloraba desesperada la autora de sus días.

Deseando una vida tranquila, abre su taller de sastre y se pone á trabajar como hombre formal á quien le inquieta el porvenir. Corridos pocos meses, se une en matrimonio con la señora Jesús Ortiz, y el hijo que tienen, que hacía la felicidad de los esposos, fallece al levantar la bandera santanista en Guadalajara, en 1852, el general José López Uraga. Arteaga cierra el taller, ceba á un lado la aguja, el dedal y las tijeras, y sin decir nada á su familia, vuelve á tomar las armas y se hace soldado del llamado ejército regenerador. Se porta tan bien y tal es su temeridad en una de tantas batallas, defendiendo un fortín, que, luego de suspendidos los fuegos, Uraga le dice:—«Usted es más digno de mi espada que yo.» Y la puso en sus manos, como un regalo por su valor. El sastre era capitán{426} y había pasado por los grados de subteniente y teniente. Se proclama el plan de Ayutla en el Estado de Guerrero, y Arteaga, hecho comandante el 14 de Marzo de 1854, forma parte de la brigada del general Félix Zuloaga, á quien manda hacia el Sur el Gobierno para volver al orden á los sublevados. Y Arteaga asiste á las jornadas de Ajuchitlán, Coyuca, Alto de la Tijera y al sitio de Nusco.

Verdaderamente profesaba las mismas ideas liberales avanzadas que los que proclamaban el plan de Ayutla; pero sus deberes militares, que era tan escrupuloso en cumplirlos, le retenían al lado de Santa-Anna, sin que por esto dejara de pensar en la ocasión propicia para tomar el lugar que le correspondía en el partido republicano. A los santanistas, después de treinta y siete días de sitio en Nusco, los rindió la desnudez, el hambre y la incuria del Gobierno, entregándose á las tropas del general Juan Alvarez, previo unánime asentimiento á la determinación tomada en consejo de guerra, de obedecer al gobierno que emanase del plan proclamado.

Don Ignacio Comonfort agobió de atenciones á Arteaga y le profesó cariño de hijo, porque era intachable su comportamiento militar. Arteaga anduvo con el coronel José G. Cosío, teniente coronel Luciano Valdespino y los comandantes Prisciliano Flores y Juan José de Aranda, todos defendiendo el plan de{427} Ayutla. En la expedición que á Michoacán hizo Comonfort, casi llevó de mentor al humilde Arteaga, en quien depositaba plena confianza, porque le constaba su fidelidad y valentía.

Luego que fué teniente coronel, en Mayo de 1855, se hizo cargo de la Mayoría General de la División de Operaciones, librando reñidas batallas en Jalisco y distinguiéndose en el asalto y toma de Zapotlán. En marcha para Colima las fuerzas de Comonfort, ascendió á coronel del 3er. Ligero y regresó á Guadalajara, avanzando hacia México con el general Juan Alvarez. Al sublevarse Puebla el año de 1856, unido al Presidente de la República, hizo la campaña y levantó más su renombre de valiente en la jornada de Ocotlán y los asaltos á la ciudad de los Angeles. Amigo de Ocampo, Lerdo de Tejada y Degollado, se carteaba con éllos para saber la situación que guardaba el resto del país, porque escribía que la vida de la República era su vida.

Su buen humor de muchacho de escuela no se le amenguaba con los sufrimientos en la derrota, ni en los peligros; y ardía de cólera cuando decaía su fe en el triunfo de las ideas liberales. Derrocado Santa-Anna, partió para Aguascalientes á visitar á la autora de sus días, y le manifestó:—Aquí me tienes, ya ves dije que confiaras, que triunfaríamos y que te estrecharía en mis{428} brazos,—¡Sí, hijo mío, sí! Dios ha querido que nos veamos; pero sólo Él sabe con cuántas lágrimas se lo he pedido. Mira: mejor te quiero ver de sastre, que no de soldado.

De vuelta de Puebla, habiendo capitulado la ciudad, lucía la banda de general de brigada. Y pasó á Comandante Militar de Querétaro, en 1857, siendo el primer Gobernador constitucional del Estado. Mil dificultades le salieron al encuentro para cubrir los egresos. Cierta ocasión, apremiado por la escasez de recursos, empeñó sus armas á fin de poder pagar á los empleados que carecían de lo más indispensable. Don Luis M. Rivera habla de su gobierno en estos términos: «Durante su permanencia en la Comandancia y en el Gobierno se distinguió multitud de ocasiones no sólo en el terreno de las armas, sino también dictando muchas medidas sabias y prudentes en bien del Estado: fundó varias escuelas públicas, arregló los archivos y estableció una biblioteca; todo lo cual fué totalmente destruído el memorable día 2 de Noviembre de 1857 en que las hordas semisalvajes de la Sierra, acaudilladas por don Tomás Mejía, asaltaron esta ciudad bizarramente defendida por el mismo señor Arteaga y el general don Longinos Rivera, quedando ambos heridos con la mayor parte de sus compañeros de armas.»

Fué tan firme en sus principios, que era capaz por éllos de sacrificar cualquiera amistad{429} y hasta su familia. Quería á don Ignacio Comonfort como á su padre y para con él tenía tales motivos de agradecimiento, que nada podía negarle sin cometer una ingratitud; pues bien: acaeció el golpe de Estado, y Arteaga, el predilecto del Presidente de la República, se indignó contra su autor; y aun se burlaba del mentado golpe, en carta particular á Comonfort, así: «¡Muy bien, muy bien! ¿Conque usted se ha pronunciado contra sí mismo? Ya me parece verlo revestido con su manto de Nuestra Señora de Guadalupe.» Y á su buena madre se anticipaba á manifestarle, para que no lo tachase de ingrato: «Todo se lo debo á don Nacho, hasta el dulce nombre de hijo; pero no retrocederé: soy liberal y defiendo la Constitución.» Entonces formó parte del ejército de la Coalición, organizado por los gobernadores de Guanajuato, Michoacán, Zacatecas, Jalisco y Veracruz. El 9 de Marzo de 1858 triunfaron Miramón y Osollo en Salamanca, y Arteaga vagó por Acapulco, á pesar de las ofertas repetidas de altos empleos y de fuertes sumas de dinero que le hizo Miramón. Incorporado á las tropas juaristas, fué defensor de la Constitución en Jalisco, Michoacán y Querétaro, y siempre el primero en las batallas.

Decidido el triunfo del partido liberal en Calpulalpan, tomó nuevamente las riendas del gobierno de Querétaro. Se adelantó ante el{430} enemigo extranjero á la cabeza de soldados que le seguían por el patriotismo que ardía en sus pechos. A la vez quería vengar los asesinatos de Ocampo, Degollado y Valle. Y marchó á Veracruz. Al general Ignacio Zaragoza había ofrecido un simulacro á orillas de Orizaba, antes de partir para Acultzingo. Satisfecho del resultado, comenzó su derrotero en defensa de la patria contra las fuerzas intervencionistas. Era un hermoso día de Abril de 1862, entre once y doce de la mañana, cuando el enemigo se presentó al pie del cerro, frente á las fuerzas republicanas que estaban en las primeras cumbres. Como pretendiera avanzar, le salió al encuentro Arteaga, á la cabeza de sus soldados. En medio del tiroteo, el enemigo simuló una retirada y los cazadores de Vincennes se dispersaron, ganando la cuesta.

Visto esto por las fuerzas mexicanas, el fuego continuó y con más ímpetu por los cazadores que consiguieron herir á Arteaga en la pierna izquierda, abajo de la choquezuela, horadando la bala el peroné y la tibia. Fué conducido en el caballo del capellán Miguel de los Dolores Tebles, que éste mismo tiraba del ronzal, á las primeras cumbres de Acultzingo, donde se hallaba un piquete de tropa. Allí le lavó la herida el doctor Serdio, vendándola con una bufanda y dos pañuelos. Con la puerta de una cabaña le improvisaron una{431} camilla y le trajeron á México escoltado por los oficiales Gregorio Ruiz, Miguel Medina, Julián Fonseca y Román Pérez. En la cañada de Ixtapa, Leon Ugalde, José Rojo, Juan Valencia y los generales Ignacio Zaragoza y Miguel Negrete vieron al ilustre enfermo. El acto fué conmovedor.—No me llores, no me llores; al cabo no me he de morir, dijo Arteaga á Negrete, que al verle lloraba como un niño.

Arteaga llegó á México el 9 de Mayo y Juárez con sus Ministros le visitaron diariamente, estando á su cabecera el célebre doctor Rafael Lucio. Restablecido, volvió á Querétaro el 10 de Octubre de 1862 á ocupar el puesto de gobernador, en el que como siempre observó la más absoluta independencia.

Había defendido á Santos Degollado cuando estaba en el banquillo del acusado y le veían con malos ojos algunos del poder; y no sólamente hizo su defensa, sino que aun llegó á postularle para presidente de la República.

Apenas estuvo en el Estado, ascendió á general de división y le declararon benemérito de la patria. Organizó fuerzas para resistir á los franceses que hermanados con los conservadores se dirigían á Puebla. Desocupado México por el gobierno de Juárez, á causa de la capitulación de Puebla, Arteaga y los otros jefes republicanos protegieron su retirada,{432} procurando defender á todo trance el terreno que iban invadiendo los extranjeros y los traidores, y ministrar á Juárez los recursos indispensables para el sostén y el funcionamiento regular de su administración, aunque fuese ambulante.

El 3 de Enero de 1864, habiendo Arteaga llegado á ser gobernador de Jalisco, hacía una retirada al Sur del Estado, y unas veces avanzaba y otras retrocedía hacia Michoacán y México, como general de división y en jefe del ejército del Centro, por nombramiento de don Benito hecho desde Paso del Norte. No obstante su alta posición, llevaba una vida de pobre. Su honradez fué tal siendo gobernador de Querétaro, que salió como había entrado, atenido á su sueldo de general, pagado con irregularidad. Una vez se le presentó el director de las escuelas manifestando que carecían de útiles y libros y que aquello no podía seguir así. El pagador Román Pérez, que tenía en caja doscientos veinte pesos, dió los doscientos por orden de Arteaga al director y los veinte sobrantes al correo que esperaba. Luego Arteaga, sacando un reloj de oro, dijo á su ayudante Jacinto Hernández:—Dile á Jiménez que me preste cincuenta pesos por este reloj.

Jiménez era un empeñero muy conocido de Arteaga por la frecuencia con que acudía á él, y la cantidad que ahora le pedía iba á servir para los gastos indispensables de su{433} casa. Otra vez, don Cenobio Díaz indujo á la señora Dolores Medina, que gozaba de influencia cerca de Arteaga, á que le pidiese un poder para denunciar y adjudicarse la casa de ejercicios, un edificio de la ciudad de Querétaro. Y contestó Arteaga:—Qué, ¿dar poder yo? qué, ¿el pueblo me ha puesto de gobernador para robar? Prefiero que mi familia muera en la miseria, y no que digan algún día, al verla con lujo: sí, está rica, porque su padre robó cuando fué gobernador del Estado.

Cuando fué herido en Acultzingo y estaba postrado en cama en la casa número 16 de la 1ª calle de la Merced, Juárez de visita le ofreció dieciseis mil pesos.—No, señor, contestó; no recibo nada: mi tropa sí los necesita; yo puedo vivir como quiera. En Michoacán, de jefe de las tropas republicanas, no se apartó de la misma línea de conducta. A mediados de 1855, huyendo del 4.º de caballería de Wenceslao Santa Cruz que los perseguía, los suyos le dieron por muerto al caer con caballo y todo en un barranco. Afortunadamente á medio declive la banda de general se le enredó en una orqueta y ahí permaneció toda la noche. Su tropa siguió hacia Tacámbaro; pero su ayudante Jacinto Hernández regresó al siguiente día, halló vivo á su general, le condujo á la Hacienda de Chopis y se agregó á la fuerza.{434}

Una desavenencia le tenía alejado de Salazar; pero hicieron las paces en la casa de don Antonio Gutiérrez, en Tacámbaro. Y empezaron la organización de la tropa con que debían hacer frente á Méndez. Arteaga era el general en jefe y Carlos Salazar el cuartel maestre. El calendario señalaba el 20 de Septiembre. El 4 de Octubre pasaron revista á las tropas republicanas en las llanuras de las Magdalenas, al Oriente de Uruapan. El 9 se aproximaba Méndez á atacar la ciudad con 1,500 hombres. Los republicanos la desocuparon á la una de la tarde y tomaron camino para Tancítaro. Arteaga iba con parte de la tropa; las otras habían partido á distintos rumbos con sus jefes respectivos. Los mil cuatrocientos soldados de Arteaga llegaron bien.

El 12, apenas tomaban rancho, se tuvo noticia de que llegaba el enemigo, y emprendieron la retirada á Santa Ana Amatlán, llegando el 13. Sin embargo de que Méndez les pisaba los talones, ahí descansaron muy confiados, porque Pedro Tapia, con un piquete, cubría la cuesta, único camino por donde tenía que pasar el enemigo para llegar á Amatlán, y Julián Solano exploraba la retaguardia. Eran las once y media de la mañana; la tropa de Arteaga descansaba y tenía en pabellón sus armas; de repente oyóse en la plaza el grito de ¡viva el Imperio! y unos tiros.{435} El teniente Amado Rangel[19], con cincuenta hombres, entrando por la cañada, había sorprendido á la fuerza republicana.

—¿Qué pasa, preguntó Arteaga al capitán Agapito Cruzado.—El enemigo, mi general.—¡Oh, traición infame! Solano, Pedro Tapia y sus exploradores!......—Que Dios salve á usted, mi general.

En efecto, Solano y Tapia habían sido comprados desde Uruápan en $3,000 por dos jefes imperialistas. Uno de los primeros que cogieron prisionero fué á Arteaga; dos soldados le conducían; Rangel le salió al encuentro, se apeó, clavó su lanza en tierra y sombrero en mano le dijo:—Mi general.—Rangelito, hijo, mira cómo me traen; qué figura: sin sombrero, en camisa.

Rangel dió órdenes para que trajeran lo que le faltaba al ilustre prisionero. Y le manifestó: Señor, yo mando; no se aflija usted, porque ante mí á nadie se mata; al contrario, usted dispone de todos mis elementos y de los suyos. El grueso de mis fuerzas viene muy lejos.—No, hijo; déjanos correr suerte; cumple con tu deber, que la honra no vuelve.

A las dos de la tarde entraba el resto de la tropa de Méndez, al grito de ¡viva el Imperio!{436}

Arteaga, demudado, dijo á Rangel: Ahí vienen los tuyos.—Ya usted ve; tiempo tuvimos.—Lo que siento es que este Capulín[20] me fusile.—Pues no, señor, no lo fusilará.

La verdad es que Amado Rangel quería pasarse á los liberales; pero éstos prefirieron conservar toda su dignidad de vencidos.

Rangel fué á encontrar á los suyos.—¡Alto! gritó á las tropas que avanzaban á escape.—¿Qué hay, Rangel? preguntó Méndez.—Que ya no corran: hemos tenido completo triunfo: Arteaga está prisionero.—¡Cómo, hombre?—Sí, señor.—¿Arteaga? ¿el general Arteaga?—Sí, señor.—Pero, ¿lo has visto?—Sí, señor.—¿Lo conoces?—Sí, señor.—Rangel, es usted capitán!, exclamó Méndez saliendo de su asombro.

Méndez, al redactar el parte oficial de la Victoria[21], prometió á Rangel, ante don{437} Gabriel Chicoy y el señor Juan Berna, que no fusilaría á ninguno de los prisioneros. El diálogo no deja de ser interesante: Señor, vengo á pedirle un favor.—¿Qué quieres, Rangel?—Nada, señor, que no fusile usted á ninguno de los prisioneros.—Lo que debes hacer es no meterte á defender á esos caballeros; lo que debías haber hecho era fusilarlos{438} en el momento que los cogiste prisioneros, no que todo se lo dejan á uno.—Como había de hacer eso si los cogí descuidados.

Rangel dió la vuelta, y cuando iba como á diez pasos, Méndez le llamó: Rangel.—Mande usted, señor.—Vaya usted sin cuidado: nada se les hará.

Al llegar á Uruapan, Méndez recibió cartas{439} del general Osmont, Bazaine y Maximiliano en que le ordenaban que fusilara á todos los prisioneros. Juan Berna se oponía, haciéndole palpar la monstruosidad á Méndez; y el español Wenceslao Santa Cruz lo tentaba á que cumpliera fielmente las órdenes superiores; después de mucho cavilar, Méndez sujetó á la Corte Marcial á cinco de los principales: Arteaga, Salazar, Villagómez, Díaz Paracho y Juan González. Arteaga, la víspera de la ejecución, envió á su madre la siguiente carta que expurgada de erratas se publica por{440} primera vez: «Uruapan, 20 de Octubre de 1865.—Señora doña Apolonia Magallanes de Arteaga.—Mi adorada madre:—El 13 de Septiembre he sido hecho prisionero por las tropas imperiales y mañana seré decapitado; ruego á usted, mamá, me perdone el largo tiempo que contra su voluntad he seguido la carrera de las armas. Por más que he procurado auxiliar á usted, no he tenido recursos con que hacerlo, si no fué lo que en Abril le mandé; pero queda Dios que no dejará perecer á vd. y á mi hermanita la yanquita Trinidad. Porque no fuera á morirse de dolor, no le había participado la muerte de mi hermano Luis, que acaeció en Túxpan en los primeros días de Enero del año pasado. Mamá, no dejo otra cosa que mi nombre sin mancha, respecto á que nada de lo ajeno me he tomado, y tengo fe en que Dios me perdonará mis pecados y me recibirá en su gloria. Muero como cristiano y me despido de vd., de Dolores y de toda la familia, como su más obediente hijo—Q. B. S. P.—José María Arteaga.»

El coronel Wenceslao Santa Cruz mandó el cuadro de la ejecución, el día 21, á la espalda del Parián[22]. Al ser formados para la{441} descarga los cinco patriotas, todos demostraron entereza. Arteaga dijo: «Muero defendiendo la integridad de mi patria, no como general, sino como ciudadano.» A los pocos días la señora Magallanes recibía un reloj, un real y otra carta del mártir, en la que le decía: «Es el único patrimonio que le dejo, defendiendo á mi patria.» El Supremo Gobierno Federal quiso honrar la memoria de Arteaga, trayendo sus restos á esta capital, para que reposaran en el Panteón de San Fernando; pero no son los verdaderos: esos reposan todavía en Uruapan; así lo asegura el único que les dió sepultura, Angel Frías, hijo natural del mártir.

Ningún fundamento parece tener esta afirmación tan rotunda, pues después del fusilamiento de Arteaga, Salazar, Villagómez y González (los indígenas de Paracho se llevaron á Díaz envuelto en una bandera), los señores Ramón Farías, Tomás Torres y Rafael Rodríguez, éste como presidente del Ayuntamiento, recogieron los cadáveres para velarlos en la capilla del Santo Sepulcro y darles sepultura en uno de los ángulos del cementerio del barrio de San Juan Evangelista. Al acordar{442} el Supremo Gobierno la traslación de los restos de Arteaga y Salazar al Panteón de San Fernando, dos personas de las que les dieron sepultura presenciaron la exhumación, acompañadas de los doctores Manuel Reyes, Braulio Moreno y Teodoro Wenceslao Herrera. Aún tenían intactas las ropas y éllas hacían palpable la identidad[23].

Angel Pola.

{443}

CARLOS SALAZAR

1832-1865

Harapienta, demacrada y muerta de hambre, la hermana que le sobrevivía vagaba calle arriba y calle abajo por el barrio de la Merced, de esta Capital, sin que ninguno la diera de caridad un rincón cualquiera para dormir. La infeliz, puestas en fuga sus esperanzas por la mala suerte que iba tras élla, había tocado un último recurso: que su marido mendigase un empleo de puerta en puerta, cerca de los que consideraba sus parientes. Un día, después de llamar mucho, le abrió sus puertas don Luis Salazar, tío del General; pero élla no volvió por segunda vez, á pesar de salirle al encuentro la promesa. La muerte, más compasiva que el pariente, al ver á los esposos extenuados de hambre y frío, quiso que descansaran y se apresuró á abrirles sus lóbregas fauces.

De su frondoso árbol genealógico, que la fatalidad ha ido podando con saña implacable,{444} no quedan sino ramas lejanas, casi ingertos, sin la savia del tronco. Hasta un renuevo, su hija Carlota, no vive ya. Ni recuerdos hay del capitán Benito Salazar, íntegro empleado de la Aduana de Matamoros, padre de Carlos.

Doña Tecla Preciado cuenta que nació el valiente republicano en Matamoros, Tamaulipas, por el año 1832, pues que de la misma edad era ella. El muchacho parecía el mismísimo demonio por sus peligrosas travesuras.—«Cree usted, me decía la señora, que de milagro vivía, porque una vez en el puerto le tiró de la cola al caballo del capitán y le dió tal coz en la frente que se la abrió. Toda la vida le duró la cicatriz.»

De ocho años vino á México y le pusieron en una escuela particular católica, porque sus padres, y más don Benito que su madre la señora Merced Ruiz de Castañeda, eran antes que todo católicos devotos. Primero que nada, Carlos debía aprender el Ripalda para que pudiese lograr la gracia, de rodillas en el confesionario; á renglón seguido, vendrían como muy secundarias una poquita de Gramática, las cuatro reglas de la Aritmética y otras unturas de materias que constituían la instrucción primaria en aquella época.

Realizado su sueño dorado (desde pequeño fué de su agrado la milicia), entró en el Colegio Militar. Miramón y Leandro Valle{445} estudiaron con él y fueron condiscípulos y buenos amigos. La identidad de ideas políticas y religiosas de Miramón y él, dejaban pronosticar que juntos andarían la misma senda al entrar en la vida pública. El pronóstico tenía fundamento: para Carlos, ya de edad en que los años dan ideas propias y fijas, era imposible que el domingo dejara de oir misa y tuviera cubierta la cabeza al tropezar en la calle con un sacerdote: era herejía y sobrado pecado para ir al infierno.

El año 1847, días antes de la batalla de Churubusco, de cadete en el Colegio Militar, pidió permiso para luchar contra los norteamericanos bajo las órdenes de don Leonardo Márquez, el célebre general conservador y famoso imperialista. Con tal arrojo peleó,—porque arrojo más que valor era y fué siempre el suyo, originado por su mucho patriotismo,—que fué herido en una pierna. Le levantaron del campo de batalla al día siguiente de librada. Esto le valió una medalla y el ascenso á subteniente.

Durante el belicoso y despótico gobierno de Santa-Anna, el gobierno honrado de Herrera y Arista y el efímero de don Juan Bautista Ceballos y de Lombardini, no mostró en sus actos de militar, si bien tenía un grado inferior, la menor señal de su republicanismo y liberalismo, que andando los sucesos le hicieron simpático y lo allegaron numerosos{446} partidarios, haciéndole figurar como jefe de una gran facción de Michoacán. En este tiempo pasaba por beato rematado, que arrastraba espada por deber de la carrera. Sabían sus parientes, quienes le llamaban el Chino y vivía con ellos en la casa número 4 de la calle de San Ramón, que no dejaba pasar viernes ni día primero de mes sin ir á ver á la Virgen de la Soledad y oir misa para sola ella. En medio de su religiosidad resaltaba su odio al despotismo, emanara de donde emanase. Tal vez esto fué causa de que yendo en fila cerrada al Sur para combatir el plan de Ayutla y siendo derrotado, hiciera suyas con entusiasmo, como segundo ayudante del primer batallón activo de Querétaro, todas las ideas imbíbitas en el plan y tuviese mayores bríos para sostenerlas sin ser presa del desaliento, no obstante las dificultades que parecían insuperables á sus sostenedores. Victorioso el plan de Ayutla, por el que peleó desde la toma de Nusco basta la llegada de Comonfort y Alvarez á Cuernavaca, fué por sus méritos militares comandante del Cuerpo de Tehuantepec.

Durante parte de la guerra de tres años, tuvo en México la comisión del partido republicano, unido á los señores Anastasio Zerecero, Julián Herrera, coronel Jesús Ocampo y doña Luciana Baz, de proveer de recursos á las tropas liberales que atacaban los principios reaccionarios.{447} La desempeñó con buen éxito á pesar de los peligros de que estaba rodeado. Un día le sorprendió el mismo Miramón en persona en junta secreta con otros liberales en una casa de por las calles del Reloj.—Conque conspiras? Ahora no me lo negarás, le dijo Miramón encarándosele.—Estamos en plática pacífica de amigos.—Conque en plática, eh?, y á puertas cerradas, y todos ustedes liberales. Estás preso por ahora.

Y mientras Miramón se interiorizaba de la casa, Salazar subió en un coche que aguardaba á la puerta; y andando calles largo tiempo sin rumbo, el cochero quiso al fin saber á dónde conducía al que se había subido precipitadamente y se encontró con que ya nadie iba adentro. Salazar, corriendo el vehículo, se había apeado, no pudiendo el policía Lagarde dar con él. Y fué á incorporarse en Tlalpam al coronel Ramón Reguera (padre). La ciudadana doña Luciana Baz quedó con las otras personas desempeñando la comisión aquella. La inquietaba el paradero de Salazar: si tendría mal fin; los retrógrados eran capaces de todo, aun de cazarlo en poblado. Admiraba su valor y su persona. Solía decir á la señora Tecla Preciado, al volver las espaldas Salazar:—«Tecla, qué cuerpo el de Carlos!» Para ella no existía otro mejor formado en el mundo: todo bien hecho, en admirables proporciones; era gordo, pero no{448} obeso, ni eran flojas las carnes; bien parado; limpia de arrugas la frente; rizado el cabello; la barba le cubría toda la mandíbula inferior; un bigotito negro que tiraba á bozo; las cejas de alita de golondrina; la mirada medio bizca y, por sobre todo, su marcialidad; ¡qué porte á la cabeza de sus soldados! Radiaba su alegría y no le importaban las circunstancias para manifestarla. Mas cuando se le despertaba el enojo, desconocía al mundo entero, olvidaba el tuteamiento de sus íntimos y al hablarles decíales con otra voz: señor, señora. Tenía el rostro encendido y era capaz de sacarle astillas á una mesa de un puñetazo. Hecho del poder el partido liberal, tuvo el grado de teniente coronel del Batallón Moctezuma, que al mando del coronel Jesús Díaz de León guarnecía la capital de la República. Después, el Moctezuma pasó á ser uno solo unido al Batallón Rifleros de San Luis. En sus filas, con el grado de teniente coronel, el 20 de Diciembre de 1861, concurrió á la batalla que tuvo lugar entre Pachuca y el Mineral del Monte. Allí se hizo acreedor á la condecoración especial que decretó el Supremo Gobierno. Al poco tiempo marchaba con el mismo cuerpo y los de Zapadores y Reforma, que formaban la descubierta del Ejército, á la Soledad, Estado de Veracruz, para resistir á las fuerzas de las tres potencias extranjeras{449} que empezaban á invadir el territorio nacional.

Verificados los tratados de la Soledad, partió con el Batallón Rifleros de San Luis al Monte de la Cruces para combatir á Buitrón y los otros reaccionarios que acababan de asesinar á Ocampo, Degollado y Leandro Valle. Al fin de esta campaña que terminó con buen éxito, se dirigió á Puebla y peleó heróicamente contra los franceses el 5 de Mayo de 1862; mereció y obtuvo por tan brillante hecho de armas el ascenso á coronel y jefe del cuerpo mencionado. Después tomó participio directo en la defensa de Puebla, que tenían sitiada los soldados de Napoleón III; por desgracia cayó en poder de los invasores, pero logró fugarse de la cárcel y se incorporó, pasados algunos días, al Gobierno legítimo que permanecía en México.

Cuando Juárez, como Presidente de la República, fué á San Luis Potosí, le acompañó, siendo Jefe militar de la zona que comprendía Río Verde, Valle de Valles, San Ciro y otros puntos de la Sierra, que había precisión de tener en extremo vigilados. Aprovechó todos los elementos que pudo encontrar, reorganizó su cuerpo, lo instruyó, equipó y le dió el ejemplo de acatar la Ordenanza. A varios jefes comisionó para que emprendieran formal campaña contra las guerrillas de traidores que merodeaban por pequeñas poblaciones{450} y haciendas cometiendo robos y asesinatos. Más tarde, por acuerdo del Supremo Gobierno, pasó con el Batallón Rifleros de San Luis, á las órdenes del general José López Uraga, al Estado de Michoacán. En Morelia, defendida por el general Leonardo Márquez, al dar el asalto el 18 de Diciembre de 1862, la fortuna le fué adversa, pero no perdió el valor, ni con una herida que le atravesó el pecho, ni ante los peligros de muerte sin cuento que le rodearon durante la batalla, al grado de matar uno tras otro sus caballos las balas enemigas. La retirada de sus tropas, la hizo él en camilla hasta Santa Clara del Cobre, donde, sin embargo de sus graves heridas, no cesó de seguir reorganizando las fuerzas que debían continuar combatiendo al ejército invasor. Rasgos semejantes de valor tuvo en otros días. El año 1859, estando el general Aureliano Rivera en Tlalpam, quince ó veinte de sus oficiales, Salazar á la cabeza de éllos como comandante de batallón, hicieron formal promesa de llegar á las garitas de Chapultepec, donde estaba el enemigo, y de hacerle fuego á quemarropa con pistola. Llegaron á Tacubaya, y en la cantina de la señora Mariquita Becerril, un tal Palomo y un tal Reguera, oficiales ambos que se guardaban profundo encono, hicieron en alta voz alarde de temeridad tomando la vanguardia. Cerca de las trincheras cayó herido Palomo,{451} y Salazar, que hacía de corneta, al ver el inminente peligro que corrían, tocó retirada; y una astilla que sacó de un árbol una bala le quitó de los labios y la mano la corneta; entonces volvió en medio del fuego graneado á recocer á Palomo, le montó en su caballo y puso á salvo. En estos trances, la amistad más que el deber le obligaban. Así en los Reyes, cuando fortuitamente, sin saberlo él, del pronto, el general Porfirio Balderrain mató al mayor Guerrero, de su Estado Mayor, loco de ira é indignación se trasladó al lugar del suceso, y asiendo de la cintura al homicida, le azotó contra la pared y quiso matarle á taconazos. Tal manera de ser no quiere decir que Salazar fuese de mala índole; muy por el contrario, buenos sentimientos le animaban y lo mostró siempre con palabras y hechos. ¡Qué soldado de la Reforma y la Intervención y el Imperio no recuerda el haber visto llorar á Pueblita en las peroraciones, de Salazar! No de su gran cabeza, sino de su corazón le salía, todo lo que hablaba.

Después de la honrosa retirada de Morelia, sin darle las espaldas al enemigo, sano ya de su herida, se dirigió á Uruapan y luego á Santa Clara, cuya plaza tomó á viva fuerza á los traidores.

En la Villa de los Reyes, Michoacán, rechazó á los franceses y traidores que le asaltaron, y los puso en precipitada fuga.{452}

En los primeros días de Abril de 1865, fueron reducidos á prisión, por orden del general Ramón Méndez, las familias de Salazar (era ya general), Arteaga, Pueblita y el coronel Jesús Ocampo. Estuvieron incomunicadas bajo la custodia de los franceses, hasta que unos comerciantes, dolidos del martirio á que las habían sujetado durante dos meses y un día, se constituyeron sus fiadores, y lograron por este medio se las dejase por cárcel la ciudad de Morelia. El único objeto de tal conducta inquisitorial era el hacer que los jefes de las dichas familias se sometieran sin peros al llamado Imperio; mas nada pudo lograr Méndez, porque en aumento el desinterés y la abnegación de aquellos meritísimos ciudadanos, trabajaron con inquebrantables esfuerzos en difundir el amor á la patria entre las tropas mexicanas, las cuales sabían todo el mal que les venía con un gobierno que no fuese propio ni de forma representativa popular.

Arteaga y Salazar aparecían en discordia ante los republicanos que los acompañaban, haciendo la campaña contra el Imperio en Michoacán; el origen de élla era el distinto punto de vista desde el cual apreciaban los sucesos políticos de las zonas que dominaban.

Pronto se borró esa discordia, sin dejar huella de su paso por esos dos grandes corazones henchidos de patriotismo. El 16 de Septiembre de 1865 vibraban acordes como si dieran{453} vida á un mismo cuerpo, sintiendo y pensando idénticamente. Esa fecha la celebraron en Tacámbaro de Codallos, especie de arsenal de la República en aquella triste época. El coronel Justo Mendoza, secretario del Cuartel General del Ejército Republicano del Centro, pronunció un soberbio discurso y lo escucharon el general en jefe Arteaga, el Cuartel Maestre Salazar, el Estado Mayor, los jefes y oficiales y un resto vagabundo y simpático de fieles empleados de diversos ramos de la administración pública. Fué aquella una fiesta oficial que reanimó á los espíritus que hacían vivir la República por Michoacán. De allí salieron las fuerzas en vías de organización. Los traidores y los republicanos tenían prisioneros; los primeros gestionaban con empeño canjes; lo cual no había podido efectuarse por las ventajas que querían. Los jefes de uno y otro partido se carteaban, partiendo la solicitud de los traidores y jefes extranjeros. El coronel Van der Smissen menudeaba su correspondencia con Salazar; exigía más de un soldado suyo por un mexicano, y Salazar le contestaba que en ninguna parte y en ningún tiempo podía ser más un extranjero que un mexicano. «Acepto el canje—dicen que escribía al coronel Van der Smissen—pero cabeza por cabeza, porque no puede ser un extranjero más que cualquier mexicano.»

El general en jefe José María Arteaga pasó{454} revista á las tropas en las llanuras de la Magdalena, el 4 de Octubre. Llegaban á tres mil quinientos hombres, sin contar los destacamentos de Zitácuaro, Huetamo y Tacámbaro. Había tres divisiones.

A la una de la tarde del 9, Arteaga, con las brigadas Díaz, Villagómez y Villada, cuyo Cuartel Maestre era Salazar, partió á Tacámbaro, porque hubo noticias de que Méndez llegaba con mil quinientos hombres. Ya el general Vicente Riva Palacio había salido hacia Morelia con mil hombres, y otras dos secciones por otros rumbos. En el camino, el coronel Trinidad Villagómez tiroteaba á la vanguardia del enemigo. La retaguardia la cubría el teniente coronel Julián Solano con cien hombres. El mal camino y la tormenta, la noche del 10, no fueron obstáculo para que llegasen á Tacámbaro. Iban á tomar el rancho, el 12, cuando corrió la voz de que se acercaba el enemigo y levantaron violentamente el campo y prosiguieron su marcha; pero hacia Santa Ana Amatlán, donde llegaron el 13. Arteaga ordenó descanso, confiado en que Solano, con treinta exploradores, estaba en observación de Méndez frente á Tancítaro, y que Pedro Tapia, con otros treinta, vigilaba sobre la colina de la entrada del pueblo la cuesta que tiene como siete leguas de camino y la cual debía necesariamente pasar el enemigo. Durante la travesía, Arteaga{455} había estado recibiendo partes de Solano en que noticiaba que Méndez no se movía de Tacámbaro. En esta seguridad, la infantería puso en pabellón sus armas y los treinta hombres de caballería desensillaron y fueron al río á dar agua á la caballada.

Ese mismo día en la mañana, de camino Méndez para Santa Ana Amatlán, vió las huellas de la tropa republicana y exclamó: «Adelante, muchachos; el que agarre á Arteaga y Salazar tiene una talega de pesos.»

Amado Rangel, con cien hombres, sorprendió dentro de la cañada, á las once del día, á la tropa republicana. Los únicos que hicieron resistencia fueron algunos soldados y jefes del Cuartel Maestre. El resto de la fuerza, con los otros jefes y Arteaga, se encontraban presos en un portalito de la plaza, desarmados y bien custodiados. Mientras, Salazar y su Estado Mayor se batían, sitiados en su alojamiento. Platicando Rangel con Arteaga, llegó un soldado de los imperialistas y dijo al primero:—Señor, no se quiere rendir el general Salazar.—Pues que le prendan fuego á la casa.

Luego Rangel desistió de su idea y fué personalmente, porque así lo exigían los sitiados, para suspender el fuego.—¿Quién es el general Salazar? preguntó Rangel al grupo de valientes que hacía resistencia. Y el más{456} simpático de entre ellos dió un paso al frente y contestó:—Yo; servidor de usted. Rangel puso sus tropas á las órdenes de Salazar, pero éste dijo:—Nada, nada, Rangel; á cumplir con su deber. El capitán Juan González hizo un guiño á Salazar para que aceptase.—Déjalo cumplir con su deber, dijo Salazar al sacerdote patriota.

A Rangel exigió Salazar, antes de rendirse, la seguridad de su vida, la de sus otros compañeros y atenciones para su compadre el coronel Jesús Ocampo, herido gravemente de dos balas, durante la refriega. Rangel se lo prometió bajo palabra de honor, que fué quebrantada el día 21.

A la salida de Amatlán, los exploradores de Tapia y Solano marchaban con los soldados imperialistas de Orozco. Vencedores y vencidos llegaron á Uruapan el 20. Allí recibió Méndez la ley del 3 de Octubre, y para aplicarla á los prisioneros principales, mandó constituir la Corte Marcial, la cual con festinación sentenció á muerte al general de división José María Arteaga, al general de brigada Carlos Salazar, al coronel Trinidad Villagómez, á Jesús Díaz Paracho y al capitán Juan González. El jefe traidor Pineda y un escribiente se presentaron á levantar el acta de identificación de las personas y á notificarles que serían pasados por las armas á la mañana{457} del siguiente día. Los cinco liberales oyeron impávidos su sentencia sin objetar nada[24].

Al salir de la prisión la mañana del 21, á las cinco, para ser fusilados, Arteaga flaqueó; entonces Salazar dándole el brazo, le dijo:—«Apóyese.» En el cuadro Salazar se desabrochó la camisa, enseñó á los ejecutantes de la sentencia dónde quedaba el corazón, porque siendo desleales les temblaría el pulso y le{458} harían padecer. «Me despido de todos mis amigos y les ruego que no se manchen con el crimen de traición. Voy á enseñar como muere un leal republicano asesinado por traidores.» Y quedaron sin vida los cinco valientes.

La toma de Amatlán fué una compra hecha desde Uruapan, cuando dos jefes se incorporaron á los liberales y andaban en secreteos con Solano y Tapia. Este recibió tres{459} mil pesos. El castigo no se hizo esperar: los dos que tramaron la venta fallecieron á los pocos días: uno de ellos de fiebre á los dos días de la sorpresa en Amatlán.

Aunque fuera de tiempo, al saberse en México la toma de la plaza, una comisión de personas honorables se acercó á Carlota para que influyera en que no fuesen fusilados los prisioneros. Contestó: «Hay que matar á los bandidos para que sirvan de ejemplo de moralidad.»

Méndez enseñó á los prisioneros el decreto de 3 de Octubre y dijo al general Pérez Milicua: «Debían haber sido fusilados todos; pero sólo he atacado el tronco y apartado las ramas: con eso es suficiente.» Además, le enseñó una carta de Maximiliano en que aprobaba su conducta y lo ascendía á general de brigada. Terminaba ordenando á Méndez que propusiera á Riva Palacio el canje de los prisioneros belgas, que lo habían sido en Tacámbaro el 11 de Abril. «Si no acepta Riva Palacio, fusile á todos.» Eran treinta y cinco[25].

Angel Pola.

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ÍNDICE

 Págs.
La familia Dongo1
El licenciado Verdad35
Hidalgo52
Allende61
El padre Matamoros90
Morelos.—I. El viajero96
   II. Grandes noticias98
   III. El guerrillero101
   IV. El caudillo103
   V. El mártir105
Iturbide.—El apoteosis107
   Padilla112
Mina121
Guerrero137
Ocampo153
   Testamento170
Leandro Valle172
Don Santos Degollado186
Los mártires de Tacubaya198
Comonfort215
Nicolás Romero239
Arteaga y Salazar251
Maximiliano {462} 267
Apéndice.—Amplificaciones325
En peregrinación, de Pomoca á Tepeji de Rio.—Pateo327
    Pomoca331
    Venta de Pomoca (Hoy Pomoca)333
    Un suceso extraño339
    Paquizihuato347
    Maravatío348
    Tepetongo351
    Toshi351
    Estancia de Huapango (Hoy Huapango)352
    Villa del Carbón353
    Tepeji del Rio354
Santos Degollado360
Leandro del Valle397
José María Arteaga423
Carlos Salazar443

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NOTAS:

[1] Como los datos de personas que trataron íntimamente al Sr. Ocampo no podríamos tenerlos antes de un mes, hemos tenido que reducir este artículo á meros apuntes, por no detener más la publicación del Libro Rojo.

[2] El general Leonardo Márquez volvió á México en mayo de 1895. Vive en el Hotel Washington y goza de buena salud.—Nota del Editor.

[3] La fecha está errada: debe ser 31 de Mayo. El mismo Márquez confirma la rectificación que hacemos. Véase su libro Manifiestos: el Imperio y los Imperiales, página 286.

[4] Al escribir este capítulo, queremos hacer constar nuestra gratitud, por haber solícitos contribuído cariñosamente al buen éxito de nuestras investigaciones, á los Sres. Manuel M. Aranzubia, Administrador de Pateo; Miguel Bolaños, dueño de Pomoca; Tirso Tinajero, vecino de Maravatío; Ramón Carmona, Administrador de Tepetongo; Antonio de Bassoco Pereda, de Toshi; Jerónimo Chaparro, Presidente Municipal de Temascaltcingo; Jesús Cano, Presidente Municipal de San Miguel Acambay; Leocadio Padilla, caporal de la estancia de San Francisco, entre Huapango y Arroyozarco; Tirso Meléndez y Jesús Farrera, Presidente Municipal de la Villa del Carbón; José de J. Garibay, Jefe Político de Jilotepec; Piedad Trejo y Nicolás Alcántara, Secretario del Ayuntamiento de Tepeji del Río; Rafael y Mariano Gil, Administrador de Caltengo; Rafael Herrera, que fué sirviente favorito de don Melchor Ocampo, quien nos acompañó en toda nuestra peregrinación.

[5] He aquí el acta de matrimonio de don Santos Degollado, sacada del archivo del curato de Quiroga, Michoacán: “En catorce de Octubre de 1828, yo, el Presbítero Don Mariano Garrido, Teniente de Cura de éste, casé y velé según el orden de Nuestra Santa Madre Iglesia, á Don Nemesio Santos Degollado, con Doña Ignacia Castañeda Espinosa, de este. Fueron sus padrinos, Don Rafael Degollado y Doña Rita Castañeda: Testigos, Don Antonio Torres y Don Paulino Mejía, y lo firmé.—Mariano Garrido, una rúbrica.—Al margen, Don Nemesio Santos Degollado con Doña Ignacia Castañeda Espinosa, de este.”

[6] Don Luis Gutiérrez Correa falleció en esta Capital, siendo empleado de la Administración de Correos.

[7] Al morir, no hace mucho, dejó de heredera á su hermana Rita, residente en Celaya, que pasó de pobre á rica, según dice ella, “por don Santitos, que Dios lo haya hecho un santo.”

[8] Véase Manifiestos: el Imperio y los Imperiales, por el general Leonardo Márquez, páginas 3 y 4.

[9] Don Benito Juárez decía en una carta fechada en Veracruz el 28 de Noviembre de 1860 y dirigida al señor Angel Albino Corzo, entonces gobernador de Chiapas:

“Como usted, sentí el paso en falso del señor Degollado, pues nunca podré olvidar sus buenos servicios anteriores.”

[10] Don Melchor Ocampo dice en carta fechada en Veracruz el 17 de diciembre de 1860 y dirigida al mismo señor Corzo, antes citado:

“Hemos tenido últimamente la desgracia, el día 9, de que el “señor Berriozábal se haya dejado sorprender en Toluca.” Esto nos ha hecho perder más de mil hombres y lo que es peor, ha hecho caer en manos de Miramón al señor Degollado, á Farias (Benito) y otras personas importantes, que yo creo servirán de obstáculo, como rehenes, para terminar netamente la cuestión. Supongo y deseo que tal golpe vuelva más cantos á nuestros demás jefes que ya están bastante cerca de México.”

[11] El 24 de Diciembre de 1861, don Benito Gómez Farías abrigó en su casa, calle de San Bernardo número 11, á la esposa y dos niños de Miramón, para resguardarlos de la ira popular.

[12] Al Ministro de Guerra envió este comunicado:

“Excmo. señor.—Habiéndome concedido permiso el soberano Congreso para salir en persecución de los asesinos del más distinguido de nuestros mártires C. Melchor Ocampo, tengo la honra de ponerme á las órdenes de V. E. para que me ocupe en el servicio de campaña, sin que le sirva de embarazo la alta gerarquía de mi empleo militar, que no conservo sino como título de estimación del Supremo Gobierno. De consiguiente, quede V. E. entendido que no desdeñaré ir á la cabeza de un cuerpo de caballería y aún de una compañía de dragones bien montados y armados, sujeto á las órdenes de cualquier jefe á quien el Excmo. señor Presidente tenga á bien encomendar la dirección de las operaciones.

“Asimismo, deseo que ese ministerio sepa que me considero libre, no obstante mi carácter de general de división, para disponer de mi persona y agregarme como guerrillero á cualquiera fuerza de las que se pongan en movimiento; pues quiero que no sea una quimera el permiso que tengo de salir á batirme como soldado del pueblo, y obro bajo la inteligencia de que sólo el soberano Congreso me puede retirar ó limitar su licencia y llamarme de nuevo á esta capital.

“Díguese V. E. dar cuenta con esta nota al Excmo. señor Presidente, y sírvase aceptar las protestas de mi consideración y respeto.

“Dios, libertad y reforma.—México, Junio 6 de 1861.—Santos Degollado.—Excmo. señor ministro de guerra y marina.”

[13] Esta biografía es el resultado de una serie de entrevistas con los generales Nicolás Medina, Felipe Berriozábal, Mariano Escobedo, Miguel Blanco, Refugio I. González y los señores Benito Gómez Farías, Mariano Degollado, hijo del héroe, y Julián de los Reyes; todas personas muy respetables que trataron en la intimidad á don Santos Degollado. Ahí están para que digan al que llegue á dudar de la exactitud de algún diálogo, ó anécdota, si digo la verdad. He procurado repetir lo más fielmente posible lo que me han platicado.

[14] Con este motivo, alegándome el general Félix Zuloaga que no había tenido ningún participio en la muerte de Ocampo, y sí en la de Leandro Valle, agregaba:—“Juzgue usted lo que era yo cuando Márquez: Estando en Ayutla, un señor Cortina, español, me cobraba por hacer estado en su casa y por asistencia: le pedí dinero á Ismael Piña, que era tesorero, y lo negó.—Pero, hombre, le dije, ¿me niega usted á mi que soy el Presidente?—Sí, me contestó, porque no tengo orden de Márquez.—Pero, ¡si soy el Presidente!......

“Y me quejé á Márquez.”

[15] He tenido en mis manos el autógrafo de esta orden, la cual me permitió copiar al pie de la letra, mi amiga, la señorita Emilia Beltrán y Puga, hermana de don Manuel, que pasé por las armas á Leandro del Valle.

[16] Agustina Valle, su hermana.

[17] Dice el general Miguel Negrete en sus “Memorias,” inéditas aún:

“De Cuautitlán nos dirigimos por Huisquilucan para el Monte de las Cruces, porque de México había salido una columna á atacarnos y otra de Toluca, al mando del señor general don Felipe Berriozábal: esta segunda columna fué batida y completamente derrotada, haciendo prisionero al señor general don Leandro Valle, quien fué fusilado á las cinco de la tarde, habiendo salvado ya un extranjero, Aquiles Collín, un ayudante suyo, de que lo hubieran fusilado también.”

Casi al terminar la guerra separatista, el general Miguel Negrete fué á San Antonio, Texas, y le picó la curiosidad las atenciones de que era objeto por parte de todo el personal del hotel en que se había hospedado. Su nombre estaba inscrito á secas en el pizarrón y nadie parecía conocerle. La víspera de su regreso á México compró dos caballos al dueño del establecimiento y quiso saldar sus cuentas. El administrador le manifestó:—No debe usted nada.—¿Cómo nada?—Pues si, señor, nada.—Pero si aquí me he hospedado y he subsistido y he comprado los dos caballos.—Nada debe usted, mi general, dijo el propietario descorriendo el velo del enigma y abrazando muy conmovido á Negrete.—¿Por qué no he de deber nada?—Porque á usted le debo mi vida: yo soy Aquiles Collín, á quien usted salvó en el Monte de las Cruces, cuando Leandro Valle fué fusilado.

El señor general Aureliano Rivera, que también estuvo en la Maroma á descolgar el cadáver de Valle, asegura que no vió el de Collín.

[18] Este artículo es el resultado de entrevistas que el autor ha tenido con la señora Ignacia Martínez y los generales Felipe Berriozábal, Refugio I. González, Aureliano Rivera, Nicolas Medina, Félix Zuloaga, Miguel Negrete y el coronel Agustín Díaz.

[19] Hoy es coronel.

[20] Así apodaban á Méndez los liberales.

[21] Ministerio de Guerra.—1.ª Dirección.—1.ª División.—México, Octubre 24 de 1865—Brigada Móvil.—Coronel en Jefe. Santa Ana Amatlán, Octubre 13 de 1865—Excmo. señor.—Con esta fecha digo al Excmo. señor mariscal comandante en jefe del ejército, lo que sigue:

“El día 6 hice salir de Morelia el batallón del Emperador con dos escuadrones del 4.º regimiento de caballería, á las órdenes del señor coronel don Wenceslao Santa Cruz, con dirección á Pátzcuaro, donde llegaron el día 7. En la noche de ese día me incorporé y organicé, en el resto de la noche, la brigada que es á mis órdenes y marché el 8 sobre Uruapan, adonde se encontraban reunidas todas las fuerzas enemigas, al mando de Arteaga. El día 9, á las tres de la tarde, estaba á las orillas de Uruapan; pero una terrible tempestad me privó de penetrar hasta ella, porque los riachuelos crecieron de tal manera, que los batallones quedaron cortados en medio de tres de ellos, y hasta las doce de la noche pudo hacer su paso. El enemigo se dividió en varias fracciones, tomando, una de 700 hombres al mando de Ronda y Riva Palacio por Paracho: Zepeda, con Martínez y Simón Gutiérrez, por los Reyes, con 600 hombres, y el titulado general en jefe del ejército del centro, Arteaga, con el llamado comandante general y gobernador de este departamento, Salazar, y el alborotador de los indígenas de Uruapan, Tancitaro, Paracho y otros pueblos, llamado coronel Díaz Paracho, con otra porción de jefes y oficiales que seguían su cuartel general con 1,000 á 1,200 hombres, la mayor parte de infantería, tomaron por Tancítaro. El día 10 dí descanso á mi tropa y tomé la resolución de seguir á Arteaga con tenacidad. Inútil me parece decir á V. E. que mis marchas nunca fueron de frente y sí de flanco, para inquietar á todas las partidas á la vez, y que Arteaga, que era mi punto de vista, por ser la persona moral de los republicanos, nunca comprendiera mi intención. El 12 salí de San Juan de las Colchas y llegué hasta Tancítaro, donde se encontraba el enemigo: dos horas antes de mi llegada había hecho movimiento, y lo perseguí con mis guerrillas tres leguas. Tuve el convencimiento de derrotarlo en el resto de la noche; pero era un hecho aislado que no ponía en mi poder el armamento, jefes y tropa, y mandé suspender el ataque y tomar cuarteles en Tancítaro. Hoy á las dos de la mañana, con una sección ligera de 400 infantes y 300 caballos marché sobre este punto, donde tuve la seguridad de darle alcance y derrotarlo; porque nunca debió creer el enemigo que atravesara doce leguas en la Tierra Caliente, en solo las horas de la mañana. Este movimiento me cuesta 14 soldados muertos de la fatiga, la caballada del 4.º de caballería muy estropeada, y más de 40 caballos asoleados: pero he logrado mi objeto: he derrotado al enemigo completamente.

“Son mis prisioneros el general en jefe Arteaga; el comandante general Salazar; los coroneles Díaz Paracho, Villa Gómez, Pérez Miliena{*} y Villada; 5 tenientes coroneles, 8 comandantes y otros muchos oficiales subalternos, de quienes en relación separada daré á V. E. cuenta. Todo el armamento, su inútil caballada y el parque están en mi poder. Lo son igualmente 400 prisioneros de la clase de tropa, de los cuales pondré en libertad á muchos, porque son cogidos de leva de las haciendas y pueblos de su tránsito.

{*} Debe decir Milicua.

“Este hecho de armas sólo al Supremo Gobierno y á V. E. toca darle el valor que merezca. Voy á hacer mención particular y honorífica del teniente Rangel del 4.º de caballería, á quien he ofrecido, á nombre de S. M., el ascenso á capitán, pidiéndole la cruz de caballero de la Orden de Guadalupe; porque este valiente, con 20 hombres de su cuerpo, ha penetrado hasta la plaza, y es el que, por decirlo así, ha dado este triunfo á las armas del imperio. El subteniente Navia del batallón del emperador, con 8 hombres, ha seguido su ejemplo: pero á este oficial no le he ofrecido nada por ser de mi batallón. Oportunamente daré á V. E. la relación de estos dos oficiales y de la tropa, para que si V. E. lo tiene á bien á estos valientes se les conceda lleven un distintivo sobre su pecho, para estímulo del ejército.

“Felicito altamente á V. E. y le suplico tenga á bien hacerlo á mi angusto soberano, por esta memorable jornada.

“Y lo transcribo á V. E. para su conocimiento.

“Dios guarde á V. E. muchos años.—El coronel Ramón Méndez.—Excmo. señor ministro de la guerra.—México.”

Es copia.—El subsecretario de guerra, J. M. Durán.

[22] Un militar afirma que el ejecutor de la sentencia de muerte fué el teniente Teodoro Quintana, cuyo pelotón de tiradores fué escogido entre la compañía de Zapadores que mandaba el entonces capitán Francisco Troncoso, quien era secretario particular del general Ramón Méndez y tuvo todo su cariño y toda su confianza.

El señor Quintana es hoy teniente coronel de caballería, y el señor Troncoso, general de brigada.

[23] Los datos de esta biografía han sido ministrados á su autor por la señora Trinidad A. de Gutiérrez, hermana de Arteaga, y los señores José María Pérez Milicua, Manuel García de León, Rafael Cano, Francisco de P. Troncoso, Amado Rangel, Jacinto Hernández y Juan Ruiz de Esparza, todos militares, á excepción del último, que figuraron en aquella época, unos como liberales y otros como imperialistas.

[24] He aquí las cartas de despedida de Salazar y Villagómez:

Uruapan, Octubre 20 de 1865.—Idolatrada madre: Son las siete de la noche y acabamos de ser sentenciados el general Arteaga, el coronel Villagómez, otros tres jefes y yo. Mi conciencia está tranquila; bajo á la tumba á los treinta y tres años, sin que haya una sola mancha en mi carrera militar, ni el menor borrón en mi nombre. No llores, mamá, ten conformidad, pues el único delito de tu hijo consiste en haber defendido una causa sagrada: la independencia de su patria. Por este motivo se me va á fusilar. No tengo dinero, porque nada he podido ahorrar. Te dejo sin recursos, pero Dios es grande y te socorrerá lo mismo que á mis hijos, quienes con orgullo llevan mi nombre......

Conduce, querida mamá, á mis hijos y hermanos por el sendero del honor, porque el patíbulo no puede manchar los nombres de los leales.

¡Adiós, madre querida! En la tumba recibiré tus bendiciones. Da un abrazo por mi á mi querido tío Luis, á Tecla, Lupe é Isabel: así como á mi tocayo, á Carmelita, Cholita y Manuelita; dales muchos besos y el adiós que les envío desde lo más profundo de mi alma. Dejo á la primera mi reloj dorado, y á Manuel cuatro trajes. Muchas memorias á mis tíos, tías, primos y á todos los amibos fieles, y tú, madre mía, recibe el último adiós de tu afectísimo y obediente hijo que tanto te ama.—Carlos Salazar.—Sra. Mercedes Ruiz de Castañeda.

Aumento.—Si cambia la situación, como creo que cambiará, deseo que descansen mis cenizas al lado de las de mis hijos en nuestro pueblo.

Uruapan, Octubre 20 de 1865.—Querido papá: Empleo mis últimos momentos para dirigir á Ud. estas cuantas líneas. Deseo legar á mi familia un nombre honroso; he procurado hacerlo, defendiendo la causa que abracé, pero no lo he logrado. ¡Paciencia! Pero no creo que se avergonzará Ud. de reconocer á un hijo que jamás se ha desviado de la senda que tan honradamente le trazara Ud. por medio de excelentes consejos y de buenos ejemplos. Siempre me he manejado con honradez y no tengo remordimiento de conciencia. Me he conducido como hombre de bien, y no me pesa; nadie puede quejarse de mi, porque á nadie he perjudicado. Confío en que esto formará algún consuelo para su pesar y que fundará algún orgullo en mi memoria, pura y sin mancha alguna. Muero conforme.

Sírvase Ud. dar mi último adiós á mi hermano y á todos mis amigos, reservando para Ud. el corazón de su hijo sacrificado en aras de su patria.—T. Villagómez.—Sr. D. Miguel Villagómez.

[25] Los datos de esta biografía han sido ministrados al autor por la señora Tecla Preciado, los generales José María Pérez Milicua y Francisco del Paso y Troncoso, los coroneles Manuel García de León, Jesús Ocampo, José Vicente Villada, Amado Rangel y Jacinto Hernández, Rafael Cano y José Felipe Cortés.