The Project Gutenberg eBook of El derecho internacional americano; estudio doctrinal y crítico

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Title: El derecho internacional americano; estudio doctrinal y crítico

Author: Felix Stoerk

Release date: April 13, 2012 [eBook #39446]

Language: Spanish

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EL
DERECHO INTERNACIONAL AMERICANO
ESTUDIO DOCTRINAL Y CRÍTICO

POR EL PROFESOR
FELIX STOERK

PUBLICADO POR LA

REVISTA DE LOS TRIBUNALES

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MADRID

CENTRO EDITORIAL DE GÓNGORA

CALLE DE SAN BERNARDO, 43

1898

Imprenta de J. Góngora Alvarez.—Calle de San Bernardo, 85.—Madrid.


EL DERECHO INTERNACIONAL AMERICANO

Hace ya un siglo que, en medio de las generosas aspiraciones del cosmopolitismo filosófico, tuvo lugar casi insensiblemente el paso de la manera de ser política de América á la gran confederación jurídica de las antiguas nacionalidades europeas. Este ingreso de los pueblos americanos en el concierto de los Estados se llevó á cabo casi sin advertirlo, de un modo orgánico, mientras muchos lustros después, sólo por medios artificiosos y de resultados aparentes pudo verificarse el ingreso de las naciones orientales. La unión intelectual y jurídica que desde entonces subsiste entre América y el principio regulador del comercio, que informa el Derecho internacional europeo, se mantuvo en lo fundamental, sin discutir ahora si las Repúblicas que se organizaron políticamente con independencia del mundo antiguo prosiguieron manteniendo en el remoto Occidente la unión constitucional con la madre patria, o si, inspirándose en la histórica «ingratitud de las colonias», llegaron á romper aquella unión con profundas revoluciones políticas.

La Europa, que estaba al frente de la civilización, aceptó en su totalidad aquella segregación de la América septentrional y meridional como un corolario ineludible del desarrollo político del nuevo mundo. Abstracción hecha de pequeños impedimentos pasajeros, las antiguas naciones reconocieron el derecho de soberanía á las nuevas entidades políticas, las cuales, con los crecientes puntos de contacto del tráfico internacional considerablemente aumentado, supieron utilizar en todo las ventajas del Derecho internacional europeo. Europa fué en todo el elemento comunicativo; América, el receptivo. Los conceptos jurídicos de las naciones europeas respecto á la guerra y á la paz, las instituciones para el amparo jurídico de la propiedad y para la justificada implantación del sistema de favorecer á los más en la concurrencia internacional, el derecho diplomático y consular, la protección á los extranjeros y el derecho de asilo en el más amplio [4]sentido de la palabra, las reglas que garantizan el derecho de guerra y la neutralidad;.... todas estas instituciones jurídicas, arraigadas en el campo del antiguo Derecho internacional europeo, se las ha asimilado América en cantidad considerable, y con ello ha realizado prácticamente la adhesión de su diplomacia á los principios jurídicos y comerciales del viejo mundo.

La deuda de gratitud de América para con Inglaterra quedó pagada con el Alabama; para con Francia quedó sin pagar, por los errores de Napoleón y del Archiduque austriaco en la fundación del trono imperial de México.

Hasta qué punto la América del Norte como la del Sur ha permanecido pasiva respecto á Alemania en el comercio jurídico, es cosa que se sustrae á cualquier sistema humano de pesas y medidas: respecto á los territorios de la América central y meridional, puede decirse lo mismo de España, la cual ha dado al Nuevo Mundo la plenitud de la energía y de la actividad de su juventud, hasta que ya no le han quedado más que los últimos restos para su vida política.

De esa manera, Europa, con la cooperación de todas sus partes integrantes, guiándose por el pensamiento de que la identidad de las necesidades del orden agrícola y económico reclama la comunidad del orden jurídico, ha hecho extensiva á América, sin reserva alguna, la recíproca comunidad de derecho, que existe entre las naciones de nuestro Continente.

Así como las ciencias naturales han logrado, con datos abundantísimos, fijar los caracteres similares que acusan la comunidad de origen físico en agrupaciones de pueblos que, geográficamente considerados, distan mucho en sus puntos de residencia, y de ese modo los ha unido con lazo corporal, así también las ciencias psicológicas no carecen de múltiples recursos para demostrar la homogeneidad intelectual y psíquica. Indudablemente la filosofía del derecho, á pesar de objeciones exclusivistas y de carácter superficial, va por camino recto cuando coloca en el fondo de la conciencia colectiva de la comunidad el génesis del verdadero derecho. El pequeño círculo original de esa conciencia se ensancha gradualmente hasta que, por efecto de una ley necesaria, inevitable, abarque todas las generaciones y todos los pueblos. Estos se van considerando como una unidad adherida á la ley común, no porque esta ley haya provenido de una autoridad coactiva, sino porque la comunidad de vida, asegurada por la ley, y junto con esto la garantía de la regularidad de la conducta, es para todos un gran bien jurídico cuyo valor está por encima de cualquier autoridad temporal.

De ese modo, pues, entre pueblos del antiguo y nuevo continente tan fundamentalmente diversos por su historia y por su raza, por su religión y por su estructura social, se ha ido formando una jurisprudencia internacional como resultado de la propaganda jurídica, y con ella la coexistencia de Estados libres sobre la base de la reciprocidad como principio regulador. Los publicistas de los Estados Unidos no han titubeado en reconocer todo su alcance á este hecho, tan significativo en la historia del derecho coma en la historia de la civilización. De aquí el que sea una proposición axiomática[5] en el sistema jurídico de la ley común: «la ley de las naciones es una parte de la ley del país».

Y en las obras más esclarecidas de Derecho internacional que han visto la luz allende el Océano, en el Digest of International Law, de Francisco Wharton, se insiste lógicamente en esta idea. «Siempre, desde que hemos sido nación independiente, hemos recurrido á la moderna ley de las naciones tal como se entiende en Europa, y conforme á esa ley hemos procedido. Varias resoluciones del Congreso..... decisiones de nuestros Tribunales del Almirantazgo, todas han reconocido ese modelo. Los actos ejecutivos y legislativos y los procedimientos de nuestros Tribunales hablan un lenguaje análogo». Aun es más decisivo, en el sentido de lo que llevamos dicho, lo siguiente: «Al proclamar el Presidente la neutralidad, se refiere expresamente á la moderna ley internacional, que debemos por necesidad comprender que es la dominante en Europa y aceptada por este país..... Es indudable que el derecho consuetudinario de Europa es una parte del derecho común, y, por adopción, el de los Estados Unidos» (Digest of International Law, por Francisco Wharton, Appendix.) Esta confesión, á la cual podían añadirse numerosos pasajes análogos, aunque no del mismo peso, concede á Europa aquella autoridad que en la organización medioeval de las ciudades alemanas se atribuía á la cabeza de distrito, al amparo de cuyo derecho municipal se fundaban otros nuevos Municipios. El Municipio así fundado, unido al más antiguo por el valioso y santo vínculo de la jurisdicción territorial, veía en el Municipio más antiguo un grado superior de jurisdicción. En los casos contenciosos la tramitación pasaba de las ciudades nuevas amparadas por el mismo derecho, al Tribunal superior de la ciudad antigua. Si continuamos el símil de este ejemplo de la historia del derecho, cuya aplicación, como se comprende, es ahora teóricamente limitada, en ese caso las nacionalidades europeas, la conciencia y el sentido jurídico de Europa, han dictado en los últimos días, con ocasión del conflicto hispano-americano, un veredicto casi unánime contra la infundada violación del derecho internacional, cometida por América en cuanto á la integridad territorial de España.

Por primera vez, en recientes días, se ha puesto en estado de guerra contra una Potencia europea la América del Norte..... Un acontecimiento de tal importancia y singularidad histórica está en condiciones para ser como la piedra de toque, como el crisol que permita formular juicio sobre el total proceder de una República de la magnitud y significación de la de los Estados Unidos. Al vivo fulgor de ese rompimiento de hostilidades, más clandestino que público, sin declaración de guerra, contra la leal costumbre de los países civilizados y con ofensivo menosprecio de todas las tentativas de mediación procedentes de las potencias de primer orden, se va poniendo en claro que Europa ha padecido una gran ilusión, estando dispuesta á otorgar á la adhesión de la diplomacia norteamericana una importancia[6] superior á la de puro formalismo. El ser y la apariencia distan mucho entre sí. Viene á revelarse que el Norte de América—una parte del mundo, más bien que confederación de Estados—se ha ido formando un conjunto de propias ideas políticas, un sistema propio para su relación internacional con los demás Estados. Siendo en su origen un mero acodo, un renuevo salido del tallo de Europa, progresivamente se ha ido convirtiendo el nuevo mundo, gloriosamente aislado, en una nacionalidad sui géneris, con un principio de relaciones fundamentalmente diverso del de la metrópoli, de tal suerte que no tengo escrúpulo alguno en sentar la siguiente tesis: «Que la América del Norte se halla en las mejores condiciones para formar y consolidar su derecho internacional propio, americano, muy diverso del europeo, por haberse emancipado de hecho del antiguo sistema de la comunidad jurídica con Europa.»

Los primeros pasos para este efecto se dieron naturalmente hace ya tiempo, y á duras penas se pueden en su marcha evolutiva separar, con exactitud cronológica, del movimiento que simultáneamente produjo la adhesión de América al sistema del derecho internacional europeo.

El retirarse Europa del continente americano dió naturalmente á la preponderante América septentrional el primer impulso para hallar el fundamento político é internacional de su definitiva emancipación. Apenas separadas de Europa la América del Norte y del Sur por la emancipación de las colonias españolas y por hacerse el Brasil independiente de Portugal, los Estados Unidos se sintieron llamados á la dirección del nuevo mundo en su calidad de Nación más poderosa del mismo, é inmediatamente formularon este sentimiento exagerado de sí mismos en el célebre manifiesto del Presidente Monroe. Este documento, expedido el 2 de Diciembre de 1823, sin duda tuvo por único objeto primordial recusar enérgicamente los deseos de intervención por parte de las potencias de la Santa Alianza respecto á los Estados de la América meridional. Allí se sienta como un principio en que van envueltos los derechos é intereses de los Estados Unidos, «que los continentes americanos, por la condición libre é independiente en que se han colocado y que mantienen, no han de ser considerados de aquí en adelante como terrenos de futura colonización por ningún Gobierno europeo». (Wharton, Digest of the International Law, I, párrafo 57).

Sin embargo, la política americana fué ampliando el sentido de semejante declaración de autonomía más allá de lo justo, hasta la inhibición de dominio comunicada á las potencias europeas. Pero esto repugna notoriamente tanto á la libertad de comunicación de todos los Estados civilizados, como al reconocimiento del derecho de soberanía de los demás Estados americanos, cada uno de los cuales son, en principio, tanto como los Estados Unidos, por ser entidades igualmente autorizadas del continente americano. Aunque las potencias extranjeras no han ignorado semejante doctrina de la «eterna inviolabilidad» del territorio americano, sin embargo, jamás le[7] han reconocido valor jurídico. La han dejado existir únicamente en el papel y en las afirmaciones que aquélla contiene; no han visto nada obligatorio. La cuestión por consiguiente es y será bien conocida: si los Estados extranjeros pueden ó no adquirir territorios mediante Tratados con los Gobiernos de la América central y meridional. Merced á la conducta excesivamente débil de Inglaterra en la cuestión de demarcación de límites entre la Guyana inglesa y Venezuela, se ha vuelto á recrudecer novísimamente y de una manera especial la inhibición de dominio. En la contienda sobre límites de ambos territorios—no se trata, pues, en el fondo, de una nueva adquisición de territorio, sino de la fijación de un estado de posesión—la Gran Bretaña negoció en última instancia, no con Venezuela, sino con el Ministerio de Negocios extranjeros de los Estados Unidos. El 27 de Febrero de 1896 telegrafió Salisbury á la embajada inglesa en Washington:

«He convenido con el Embajador de los Estados Unidos en que, en principio, el asunto (cuestión de límites de Venezuela) se discuta entre el Gobierno de los Estados Unidos (actuando como amigo de Venezuela) y Vuecencia». (Paol, Papers, July, 1896; Martens-Stoerk, Nouv. Recueil gén. de Traités, 2.a serie, 1898, tomo XXIII, S. 317).

La Gran Bretaña se sometió, por lo que se ve, á las consecuencias que el Presidente Cleveland dedujo en su mensaje á Venezuela, y que, en opinión de insignes juristas americanos, van mucho más allá que la antigua doctrina de Monroe. En dicho mensaje se interpreta esta doctrina en el sentido de que han de quedar excluidas para el porvenir las adquisiciones de territorio, aun pacíficas y por vía de Tratados, en todo el continente americano. Con ello, sin embargo, se ha declarado, no sólo la inhibición de dominio contra todos los Gobiernos extranjeros excluidos de las adquisiciones de territorio, sino también el derecho de soberanía de los Estados Unidos sobre todos los países no pertenecientes á la Unión, en virtud del cual se les priva del derecho de ceder territorio por medio de Tratados. En ninguna parte se encontrará un fundamento jurídico para semejante exigencia de los Estados Unidos, mientras se tome en cuenta el derecho de asociación de los Estados soberanos, y el mismo derecho político americano tampoco ofrece punto de apoyo alguno para fundamentar semejante pretensión, no habiendo reconocido hasta ahora los Estados de la América central y meridional el tal derecho de soberanía, el total protectorado de los Estados Unidos. A decir verdad, esos Estados del Centro y del Sur, muy precarios en su existencia, se consagran á un juego muy peligroso, cuando en casos dados, como en el reciente de Venezuela, reconocen tácita ó expresamente el tal derecho de superioridad, mientras para las exigencias de la política al día les parece semejante conducta más lucrativa que el libre gobierno nacional en armonía con sus propias leyes. El que conoce el valor del derecho consuetudinario respecto al derecho internacional en general y respecto á la ley común anglo-americana en particular, el que sabe que se hallan en estado de profundizar mucho las raíces de un precedente tan perjudicial, no[8] es posible que ignore que en todo esto hay elementos poderosos para la formación de un derecho especial de relaciones internacionales por parte de los Estados Unidos. Naturalmente el desarrollo se va verificando en forma gradual, y semejante idea se va apoderando paulatinamente del pensamiento jurídico de la nación. En el Senado de los Estados Unidos, al adherirse al mensaje de Cleveland, se hizo una tentativa aún más avanzada, la de querer consignar en la legislación nacional que se declare inadmisible todo convenio de paz entre los Gobiernos extranjeros y americanos que tenga por objeto el establecerse, de cualquier modo, los primeros en territorios americanos. La Comisión de Negocios extranjeros del Senado suavizó estas proposiciones, indicando que las adquisiciones fundadas en derecho solamente no pueden ser toleradas cuando los Estados Unidos las juzguen «peligrosas para su paz y su tranquilidad». Mediante esta fórmula se manifiesta clara y positivamente que puede haber casos de adquisiciones fundadas en derecho, contra las cuales los Estados Unidos, á falta de un peligro para su paz y para su tranquilidad, no podrían suscitar protesta razonada. Pero aun esa fórmula suavizada del pensamiento capital dice bien á las claras que los Estados Unidos son quienes reclaman el derecho de superioridad territorial respecto á todos los países americanos, y con esto niegan formal y materialmente el principio de la soberanía de todos los demás Estados americanos.

A consecuencia de este sistema de protectorado de formas agrias, avoca la República á la jurisdicción de su inmediata acción diplomática las contiendas territoriales de los demás Estados americanos, sin tener para nada en cuenta las reclamaciones de la autonomía nacional de los países de que se trata. Quien siga cuidadosamente el desarrollo de la historia diplomática de los Estados de América en semejante sentido, sacará la consecuencia de que el principio de la intervención, recusado demostrativamente por el derecho internacional europeo en atención á la independencia y á la igualdad de la vida política de los pueblos, ha sido reconocido y practicado por los Estados Unidos como regulador de su política exterior, cuando se ha tratado de Estados del continente americano.

Hasta qué punto puede ya darse por terminada la formación de un derecho internacional americano, no conforme con la conciencia jurídica de los Estados europeos, lo pone de manifiesto una ojeada sobre lo que han dicho del problema en que nos ocupamos estadistas conspícuos y reconocidas autoridades jurídicas de aquel país. Ya pocos años después de la proclamación del principio de Monroe, creyó el Secretario de Estado, Clay, que podía decir: «El Gobierno de los Estados Unidos se abstiene escrupulosamente de tomar parte en las discusiones internas de los Estados extranjeros, tanto del antiguo como del nuevo mundo». Del mismo modo escribía el Secretario de Estado, Webster, en Enero de 1842: «Las grandes colectividades del mundo son consideradas como enteramente independientes, con derecho cada una de ellas para mantener su propio sistema de ley y de gobierno,[9] mientras se vea que todas, en sus mutuas relaciones, se someten á las reglas y principios establecidos que regulan tales relaciones. Y la perfección de este sistema de comunicación entre las naciones requiere la más estricta aplicación de la doctrina de la no intervención de cualquiera de ellas en los negocios interiores de las demás.»

Sin embargo, cada vez se fué concretando más la idea de la no intervención en el sentido de que únicamente se entendiese por ella la usurpación de Europa respecto á la posesión territorial y de soberanía sobre los Estados americanos, y la participación de los Estados Unidos en los conflictos de carácter diplomático ó constitucional en la política europea. La de que la no intervención debe significar también un alejamiento de los Estados Unidos respecto á las cuestiones políticas é internacionales de los restantes Estados americanos, es idea que poco á poco ha ido por completo borrándose del repertorio del pensamiento político, tanto por parte de los gobernantes como de los ciudadanos de la Unión. El sistema de principados y protectorados que los Estados Unidos han sacado, por decirlo así, del círculo de sus hermanas las naciones del Nuevo Mundo, proclama y sanciona además una política que derechamente conduce á considerar á toda la América como un solo Estado bajo la dirección de la Casa Blanca de Washington, siempre que se trate, mediata ó inmediatamente, de los intereses de los Estados Unidos; pero estos mismos Estados no se creen en modo alguno obligados á salir fiadores del proceder político, financiero y económico de los Estados del Centro ó del Sur de América, cuando en éstos, por medidas ó actos de índole política, se vulneren los intereses extranjeros, quizá de las naciones europeas.

La historia externa é interna del Brasil, la Argentina, México, Chile, Haití, etc., demuestra qué género de peligros pueden resultar de semejante sistema de distribución desigual de derechos y de deberes, para todo el derecho internacional.

Apoyados en su soberanía según la entienden las naciones europeas, estos Estados del continente americano y de sus islas contraen obligaciones internacionales, celebran Tratados y levantan empréstitos nacionales, se dan á reclutar en Europa trabajadores inmigrantes, que abrumados por el dolor y la miseria roturen los terrenos de sus países y lleven al desierto la afición al trabajo y el beneficio de la paz, como peones de una civilización la más adelantada. Pero si aquellos Estados,—cuya cifra de mortalidad alcanza el más elevado tanto por ciento con relación á los Presidentes que con la categoría de Generales han sido fusilados,—se niegan á cumplir sus compromisos, y si los extranjeros que allí han inmigrado experimentan un trato que sin perder la estimación de sí misma no podría su madre patria aplicar á sus hijos extraviados, entonces desaparece súbitamente la soberanía, á la europea, de aquellos Estados, súbitamente se enarbola la estrellada bandera de la Unión y se proclama la doctrina de Monroe como elemento de salvación, con cuya cooperación poderosa se[10] puede continuar mediante nuevas energías el antiguo impulso de la civilización.

En la vida privada tal conducta de doble juego, la negativa de la fianza para asegurar el lucro, suele reputarse por cosa deshonrosa, por cosa indigna, especialmente cuando el ingenioso fraude se ha ensayado solamente en aquellos casos, en los cuales, mediante una actitud enérgica, se ha conjurado de antemano el doble juego: recuérdese el conflicto entre Alemania y Haití.

En un porvenir muy inmediato se repetirán necesariamente los casos. La Deuda pública de México, la Argentina, el Brasil, Chile, etc., dentro de un plazo no lejano, reclamará con apremiante urgencia un arreglo internacional á falta de arreglo nacional; entonces se llegará á ver si la bandera estrellada y la doctrina de Monroe tienen la suficiente consistencia para impedir que penetren en aquellos territorios las reclamaciones de una honrada confederación de las naciones.

Demostrado, en lo que precede, á dónde conduce el suprimir el principio de la libre autonomía de los Estados,—que es la piedra fundamental del edificio político,—y el sustituirla con una arbitraria y versátil razón utilitaria, así y todo, aún no queda suficientemente explicada la total manera de ser del Derecho internacional americano. Aún se manifiestan en otros puntos discrepancias esenciales respecto á las máximas fundamentales que hasta ahora han sido las reguladoras de la certeza jurídica en las naciones civilizadas. En materia de las cuestiones extremadamente delicadas de la representación diplomática, los Estados Unidos han hecho valer con tesón la tendencia á no medir con el patrón adoptado por el derecho consuetudinario de Europa los requisitos de la llamada persona grata, indispensables para la personal y oficial comunicación. Las tentativas para hacer que la vieja Europa se someta á las formas diplomáticas del nuevo Continente, desde luego han resultado inútiles siempre hasta el presente, pero también han hecho comprender el claro designio de estimar únicamente como cantidad despreciable la tradición histórica de la vida cortés de los Estados europeos.

De ninguna manera demos exagerado alcance á esta discrepancia. Por más que la sublevación del radicalismo, que confía sólo en la fuerza de sus puños, y con esto cuenta contra lo histórico, tenga aquí únicamente la importancia de un síntoma, ella encontrará ocasión propicia para manifestarse inmediatamente en otro punto.

Bajo el imperio inevitable de las masas y de la gravitación, los Estados Unidos tratarán en lo sucesivo de procurar un crédito grandemente amplio para su sistema de principados á costa de los derechos bien adquiridos y de la propiedad consolidada de las potencias europeas en América. Es la necesaria é inmediata consecuencia del principio del derecho internacional de la Unión: esa última exigencia en la continuación, no de la primitiva doctrina de Monroe, sino de la de los representantes novísimos de esa doctrina, alcanzará[11] éxito, ya por la compra, ya por la absorción de pequeños Estados de la América central y meridional, que están desorganizados hasta el desamparo; ya, finalmente, por el despojo de las posesiones coloniales que aún tienen los Estados europeos en el territorio del nuevo mundo. El menosprecio del derecho bien adquirido es la indispensable fuerza de palanca en la mecánica de tal sistema. La colonia que tiene en el Norte la Gran Bretaña está, en primer término, en la serie de los territorios que se han de anexionar, conforme á la célebre fórmula «crecimiento, no colonización». Hace ya tiempo que los Estados Unidos perseveran en la actitud de un boxeador que se apercibe para la lucha, y la tentativa de Chamberlain de agrupar estrechamente las colonias alrededor de la Metrópoli, uniéndolas á la Gran Bretaña, no impedirá el curso natural de las cosas, si oportunamente no se pone enérgica resistencia al desbordado sistema de principado de los Estados Unidos. Ya el Presidente Monroe, en su con repetición citado Mensaje de Diciembre de 1823, se expresa en estos términos: «No hemos intervenido ni intervendremos en las existentes colonias ó dependencias de cualquier Gobierno europeo; pero respecto á los Gobiernos que han declarado su independencia y la han mantenido, y cuya independencia hemos reconocido meditándolo mucho y por justas causas, no veríamos bajo otro aspecto que como la manifestación de un sentimiento hostil á los Estados Unidos la tentativa de cualquier Estado europeo para oprimirlos ó para influir de cualquiera otra manera sobre su modo de ser.» (Wharton, l. c., página 292, párrafo 57).

En el infundado ataque actual de los Estados Unidos contra España, los estadistas norteamericanos que están al frente de aquel Gobierno han olvidado la primera parte de esa declaración y han invertido sin criterio en la acción política la segunda parte. Eduardo J. Phelps, ex Ministro de los Estados Unidos en Inglaterra, califica de infame el ataque de los Estados Unidos contra la débil España, en su carta á Levi P. Morton, ex Vicepresidente de los Estados Unidos y ex Gobernador del Estado de Nueva York.—Véase la traducción alemana de Edmundo Carlos Preiss, en el opúsculo «Sobre intervención en Cuba».

Además, por ningún concepto puede mantenerse en serio acerca de esto la añagaza de que los Estados Unidos han venido reprimiendo desde 1845 sus apetitos de anexión con respecto á Cuba, únicamente por miedo á serios conflictos con Inglaterra, y que ahora están suficientemente enterados para estimar en su verdadero valor revolucionario las perturbaciones y las luchas de guerrillas de una parte de la población de color, como lo es en la reina de las Antillas la población hispano criolla.

La indignación, generalmente afectada, por lo que llaman atrocidades, ha sido utilizada varias veces tan infundadamente y de modo tan transparente como en este caso, con el fin de paliar una especulación política de baja estofa. A la pregunta que se ha formulado de quiénes son propiamente los insurrectos, cuya demanda de libertad han colocado los Estados[12] Unidos bajo la protección de su estrellada bandera, responde, con razón, Eduardo J. Phelps en estos términos: «Una aglomeración de gentes, cuyo número se ignora, que se hallan escondidos, que no poseen una ciudad de importancia ni ningún otro lugar fijo de residencia, y que tampoco han constituído Gobierno alguno organizado, á no ser que valga como tal la Junta de Nueva York. Guerrillas y bandidos, que denominan táctica á crímenes que en ningún pueblo civilizado tienen el valor de hechos de guerra, tales como la destrucción de los hogares y de las fuentes de la industria de ciudadanos pacíficos, hasta que la isla se convierta en un desierto, la voladura de los trenes ferroviarios llenos de viajeros inofensivos y el asesinato á sangre fría de un oficial español, que bajo bandera de paz ofrecía la autonomía política. Su fuerza para la lucha se compone de negros cubanos y de renegados y aventureros de todo género, procedentes de los Estados Unidos y de otros países. ¿Es eso lo que vamos á reconocer? ¿Puede constituir deber de humanidad el arrojar al único Gobierno que existe, al que domina en la isla, y entregar la población á la benevolencia de semejantes cuadrillas de malhechores?» (C. c. Preiss, l. c., pág. 14).

Este juicio, emitido por persona intachable é imparcial, viene á demostrar que el haber proclamado violentamente los Estados Unidos la libertad y la independencia de la Isla—la cual realmente está ya en posesión de la autonomía nacional desde el Real decreto de 25 de Noviembre de 1897—de ninguna manera ha sido por pensar en el derecho de libre soberanía del pueblo cubano, sino visiblemente con otro designio, en cuya ocultación hay que ver un síntoma de mucha transcendencia. Es el más reciente homenaje rendido á la pública moral política por una nación que, devorada en su interior por codiciosos partidos, cree que no tiene que reconocer ni temer en parte alguna en sus relaciones exteriores, obstáculos jurídicos para la manifestación de su egoísmo.

Todo acto político de los Estados Unidos, gracias al desventurado desarrollo de la lucha de los partidos por el mero poder, debe considerarse sencillamente como un medio de agitación para la elección popular; medio tanto más brutal, cuanto más eficaz, teniendo en cuenta las veleidades fortuitas y caprichosas del voto político de las masas populares. Sin que se lo estorbe la tradición histórica, la lucha por la riqueza se ha convertido tan descaradamente en los Estados Unidos en objeto de la vida política, como en ninguna otra parte del universo mundo.

La táctica política de las luchas de intereses ha alcanzado en esa nación una extensión y una eficacia, que únicamente puede ser sobrepujada por el tesón de los partidos de explotadores que apelan á medios desusados.

El mundo de la moral política y comercial se refleja dentro del cráneo de un yanqui de muy diverso modo que en las demás cabezas humanas, y el que con mirada atenta estudie las reformas de la tarifa de los Estados Unidos en los últimos decenios, el que examine los establecimientos de[13] crédito, multiplicados hasta lo infinito, y las actas de la Junta que el Senado de Washington ha nombrado para que informe acerca de la venalidad de los Senadores por el depósito de azúcar; el que en todos estos fenómenos perciba á las aves agoreras de la tormenta, que se ha remontado desde el suelo de una concurrencia sin límites, ese tal no podrá sustraerse á la formidable idea de que el indeclinable derecho de guerra y de paz está á disposición de una muchedumbre de especuladores bursátiles, que con egoísmo inconsiderado no se intimidan ante las últimas, ante las sangrientas consecuencias de una jugada atrevida.

Un Estado así constituído que con sus casi inagotables medios de poder ni aun se halla en condiciones de despojar de su autoridad violenta al Juez Lynch en las vastas comarcas del país, en donde las masas del pueblo invaden las cárceles con allanamiento y fractura; un Estado con males administrativos de la peor índole continuados desde Tammany hasta llegar á las regiones, en que un sistema administrativo sin entrañas mantiene á los pieles rojas en los terrenos reservados de los Indios, privándolos de los beneficios de la civilización, y trata de resolver este difícil problema por la esperanza en la desaparición de estas razas; por último, un Estado que con toda la plenitud del poder que se arroga en calidad de protector no se halla en condiciones de impedir en la América central y meridional las revueltas, guerras civiles y sangrientas revoluciones militares, que han venido á ser instituciones orgánicas, ni se halla en estado de elevar á esos sus pueblos vasallos á la participación de los beneficios de una vida política regularizada interior y exteriormente; un Estado, repito, de esa naturaleza, ha perdido el derecho de reclamar para sí en nombre de la moral pública un poder de la civilización para pacificar el territorio de otro Estado.

Siendo esto así, podrá tan extraña conducta aparecer prácticamente admisible en las mutuas relaciones de los Estados americanos y dentro de la supremacía de los Estados Unidos, que no conceden soberanía alguna á los demás pueblos de aquel Continente; pero dentro de la soberanía, como la entiende una nación europea, debe calificarse semejante proceder como pretencioso, contrario á la firme conciencia jurídica, y, por consiguiente, como opuesto al Derecho internacional.

Aun la más avanzada interpretación de la doctrina de Monroe, no dejará de comprender que la más elevada tasación de las plantaciones cubanas de azúcar por parte del Sindicato azucarero de los Estados Unidos, no puede ahogar la reclamación de que el territorio de los Estados europeos, aunque esté en las proximidades de América, no está expuesto á un libre despojo, toda vez que es propiedad bien adquirida.

Y cuando menos, semejante acto no será propio de un Estado que hace un año, con orgullosa alegría de su prensa, quería dar á Europa, mediante su proyecto de ingenuo convenio de arbitraje, un luminoso ejemplo de cómo debían arreglarse las contiendas internacionales por medio de métodos[14] más en armonía con la civilización que el valerse de belicosas sorpresas.

La aspereza, notoriamente ofensiva en las relaciones diplomáticas de las naciones civilizadas, con la cual se han rechazado en Casa Blanca las negociaciones pacíficas de las grandes potencias europeas y del Papa, revela el ningún valor de las declaraciones de paz, ruidosa y teatralmente representadas el año pasado. En el transcurso de las últimas semanas se manifiesta, sin embargo, una cosa con entera claridad. La antigua, la tantas veces interrumpida tradición del radicalismo—que á pesar de palmarias experiencias siempre reaparece—afirmando que los pueblos son por naturaleza mansos corderos, que pastarían juntos pacíficamente si no hubiese malos gobernantes, y señaladamente Jefes de los Estados monárquicos que incitasen al rencor y al odio de unos contra otros, esa tradición, digo, queda deshecha en añicos ante el rompimiento de hostilidades extremadamente celebrado por los Estados americanos á son de campana y con los silbatos de los vapores; y los representantes de esa tradición, chapados á la antigua, deberán renunciar definitivamente en lo sucesivo á ensalzar á la República modelo, como guardadora autonomista de la idea de la paz.

Como lo revela claramente la guerra del Imperio universal, que hace poco ha comenzado contra la débil y reducida España, fué sólo hacer de la necesidad virtud el que los Estados Unidos, con su sistema de milicias, lastimosamente defectuoso, y con su entonces pobre marina, se reservaran el papel de apóstoles de la paz, desde hace diez años, respecto á los Estados poderosos y preponderantes en la guerra.

Ante semejante inconsecuencia del Gobierno de la Unión disminuyen mucho de su peso otros notables ataques de los Estados Unidos contra el Derecho internacional de las naciones civilizadas, fundado desde antiguo en sólidas razones, en la reciente ruptura de las hostilidades. Con todo, habrá que estimar siempre como violación del derecho económico y comercial de todos los Estados el que América, como parte ofensora y bloqueadora, se ha propasado á actos de guerra y desde luego al apresamiento de buques mercantes enemigos y de mercancías enemigas, mientras duraban las negociaciones parlamentarias entre el Congreso y el Senado, entre los discursos del Senado y el Mensaje del Presidente.

Por más que, en términos generales, dispensen de la formal declaración de guerra los medios auxiliares de comunicación de noticias, hoy tan desarrollados y prontos, sin embargo, las situaciones jurídicas esencialmente diversas de los países neutrales y de las personas privadas, reclaman la determinación fija del momento preciso en que la guerra estalla. Y si esta necesidad existe ya en general, resulta inexcusable en la guerra marítima, en la cual todo el transporte de mercancías queda de una vez supeditado á reglas jurídicas fundamentalmente diversas. Añádase á esto que en el presente caso podían exigirse á ambas partes, y principalmente á la parte ofensora, declaraciones sinceras sobre si se adherían al sistema de guerra marítima[15] determinado por el derecho internacional europeo, ó si tenían el designio de atenerse á los preceptos reguladores de la guerra marítima anteriores al año 1856.

En lo que precede hemos tratado de manifestar, con auxilio de los hechos, que la Unión Norte Americana, como un ricacho en medio de los pobres parientes que le sirven, está en vías de formar para la vida política de América un sistema propio muy diverso del europeo. De ello surgen dificultades nuevas y nada fáciles de vencer para el total desarrollo y manifestación de un derecho internacional de las naciones civilizadas.

El derecho de gentes, como el derecho administrativo internacional, lo mismo en la guerra que en la paz, descansa, respecto á su modo de ser más íntimo, y práctico en el acuerdo omnilateral, expreso, ó presupuesto con certeza, que toma un conjunto de Estados homogéneos, para que cada uno de ellos, en igualdad de circunstancias, sienta los mismos impulsos de proceder de tal manera y no de otra y se deje influir también á su debido tiempo por los mismos ó por análogos puntos de vista jurídicos.

Si alguno de los Estados no marcha acorde con los demás; si con insistencia y sin rebozo se aparta del común sistema jurídico, en ese caso se va estrechando el círculo de los jurídicamente aliados. El objeto de la observación científica no puede ser el echar un velo sobre la realidad, porque ésta tenga en lo sucesivo sus inconvenientes; es preciso que mire más bien á los inconvenientes, que habrán de desarrollarse necesariamente si se establece una jurisprudencia especial.

Si en su política venidera los Estados Unidos van, como hasta ahora, separándose cada vez más del sistema internacional europeo; si tratan de seguir adelante en el camino de un particular derecho internacional para América, acentuando por modo egoísta el derecho exclusivo de su razón de Estado; si lo mismo en la guerra que en la paz insisten en convertir toda la vida económica y jurídica del restante mundo civilizado en objeto de ingeniosas especulaciones bursátiles de caprichosos agiotistas, en ese caso no les quedará al cabo á las naciones del mundo europeo otro recurso que, mediante la más estrecha unión tanto para el consumo como para la producción, formar la coalición de la civilización más antigua para defender á los que son política y económicamente más débiles contra un sistema de violenta heguemonía y de cínicas explotaciones.


Notas Transcriptor

El libro es una traducción de un texto alemán con una ortografía arcaica. El texto ha sido reproducido con un mínimo de correcciones. Inconsistencias en ortografía son del libro original.