The Project Gutenberg eBook of Carlos Broschi

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Title: Carlos Broschi

Author: Eugène Scribe

Translator: Guillermo Núñez de Prado

Release date: March 20, 2010 [eBook #31707]

Language: Spanish

Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK CARLOS BROSCHI ***


     BIBLIOTECA de LA NACIÓN      

EUGENIO SCRIBE

CARLOS BROSCHI

TRADUCCIÓN DE
 
G. NÚÑEZ DE PRADO

BUENOS AIRES
1912

Derechos reservados.

Imp. de La Nación.—Buenos Aires

Carlos Broschi: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV
El rey de oros
El precio de la vida
Judit o el palco de la ópera: I, II, III, IV, V, VI

CARLOS BROSCHI

——————

I

Entró en el salón una joven y detúvose ante el sofá, donde dormía Juanita con un sueño penoso y agitado. Hacía un calor asfixiante, y la joven abrió con precaución las ventanas del aposento. Desde éstas divisábase la ciudad de Granada y su incomparable vega. A la derecha, y sobre las ruinas de una mezquita, se elevaba la iglesia de santa Elena, frente a la cual un parque a la francesa extendía sus simétricas calles; magníficas fuentes octógonas dejaban oír el murmullo de sus aguas en los sitios donde se ostentaban en otros tiempos los bellos jardines del Generalife, y en cuyos alminares había flotado el estandarte de los Abencerrajes. A la sazón, el viejo palacio de los reyes moros servía de morada de retiro, y bien pronto, quizá, de tumba a una joven que dormía, pálida y fatigada, sobre su lecho de dolor.

Juanita, condesa de Pópoli, apenas contaba veinticinco años, y su belleza, célebre en las cortes de Nápoles y de España, hizo que los pintores de aquel tiempo le dieran el sobrenombre de la Venus napolitana. Nunca título alguno había sido tan merecido; porque, a una fisonomía encantadora, reunía una sonrisa tan graciosa, que nada podía resistir a ese encanto indefinible que procede del alma: celestial belleza que los sufrimientos no habían podido alterar ni el tiempo destruir.

En la época en que el pueblo de Nápoles hizo esfuerzos inútiles para sacudir el yugo de España, el conde y la condesa de Pópoli viéronse muy comprometidos, y esta joven, tan débil en apariencia, hízose admirar por su energía y su valor. Poco después quedó viuda, dueña de su mano y de una inmensa fortuna; rodeábanla los más solícitos homenajes, y sólo ella parecía ignorar las riquezas que poseía y la belleza que tanto la hacía brillar. Nadie, en efecto, habría podido pasar sin estos dones tan bien como ella, pues no los necesitaba para hacerse amar.

En el momento en que la conocemos, un ligero sudor cubría su frente tersa y pura como la de un ángel; su pecho oprimido se elevaba con pena; su boca murmuraba un nombre ininteligible, y de sus ojos, cerrados por el sueño, se escapaba una lágrima que rodaba por sus mejillas, pálidas y nacaradas.

La joven que hemos visto entrar en el salón dio un grito y se precipitó de rodillas junto al canapé donde reposaba Juanita. Esta despertó, y echando a su derredor una mirada llena de bondad, tendió la mano a su joven hermana diciéndole:

—¿Qué deseas?

—¡Ah!—exclamó Isabel.—¡Sufres, Juanita!

—Sí, siempre; pero, ¡qué importa! se trata de ti... ¿Qué quieres?

—No lo sé... quisiera hablarte... Después, cuando te he visto así... todo lo he olvidado... hasta a mi futuro, a Fernando; es por él por quién vengo... está aquí y quiere despedirse de ti.

—¡Se marcha!...—dijo Juanita incorporándose sobre su asiento.—Precisamente debía hoy mismo hablar con el duque de Carvajal, sobre el matrimonio de ustedes. ¿Por qué se va?

—¡Ah!—exclamó Isabel con un suspiro;—no se le puede vituperar su marcha, porque era el mejor partido que podía tomar.

—¡Cómo! ¿Le amas por ventura?

—Sí... es decir, poco hasta aquí, porque mi sola pasión eres tú, ¡hermana mía! bien lo sabes. Pero conozco, a pesar de todo, que Fernando es un noble joven, tiene un excelente corazón... y creo que le amo.

—¿Desde cuándo?

—Desde esta mañana... ¡después que ha rehusado mi mano!

Isabel dijo esto con un aire de satisfacción que asombró a Juanita, la cual no se podía dar cuenta de lo que pasaba.

Un momento después entró Fernando. Era un joven y hermoso caballero en la flor de su edad; sus cabellos estaban naturalmente rizados, y llevaba con mucha gracia una capa de paño azul y una espada con empuñadura de oro ricamente cincelada. En sus expresivos ojos reflejábase el valor español, templado por la gracia y el abandono de la juventud. El duque de Carvajal, su padre, era uno de los primeros señores de la provincia de Granada. Las intrigas de la corte y la privanza de Ensenada, ministro de Fernando VI, teníanle, hacía mucho tiempo, ausente de Madrid y postergado en su carrera política. No pudiendo ser hombre político, anhelaba ser rico, y la avaricia había sucedido a la ambición. Una pasión consuela a otra. El duque soñaba para su hijo único un matrimonio opulento, e Isabel parecía el mejor partido de Granada: a él, porque la joven era rica, y a Fernando, porque la amaba.

Isabel distaba mucho de ser tan bella como su hermana; las mujeres no querían concederle el que fuese linda, pero a una gracia encantadora, reunía una viva y ardiente imaginación, impresionable y fácil de exaltar; cualidades o defectos que su educación había desarrollado de una manera notable, porque casi toda su vida había transcurrido en un convento. Y en el silencio de la soledad nacen las ilusiones y las ideas fantásticas, que el mundo y la experiencia destruyen y disipan.

Como todas las jóvenes de aquel tiempo, pertenecientes a familias ilustres, Isabel salió del claustro para casarse, y había acogido con alegría los homenajes de Fernando, porque, habiéndole dicho éste que descendía por su madre del Cid, pensaba que con tal origen, la historia de su vida debía encerrar, forzosamente, algunas aventuras interesantes. Pero cuando vio que el descendiente del Cid se limitaba a adorarla con todo su corazón y a decírselo en alta voz, y a pedir su mano a su hermana con el consentimiento de su padre, sus pensamientos románticos disminuyeron considerablemente. Cuando el matrimonio estuvo convenido por ambas partes sin obstáculos, la joven se imaginó que todo esto no había pasado regularmente y que la historia de su vida no estaba completa, que le habían cercenado el primero y más interesante de sus volúmenes; y haciendo justicia a las buenas cualidades de Fernando, veía aproximarse tranquilamente una dicha que nada le había costado.

Pero no sucedía lo mismo por parte de Fernando. Parecíale que el día de su felicidad no llegaría tan pronto como deseaba, y la idea de una dilación le ponía fuera de sí; sin la enfermedad de Juanita y su estado casi desesperado, ya se hubiera verificado el matrimonio. Este mismo hombre, tan apasionado e impaciente, renunciaba a todas sus esperanzas y venía a despedirse de su prometida. En vano Juanita quiso conocer la causa de tan brusca marcha.

—Te ruego que calles—lo dijo Isabel;—te conservaré mi amor a este precio. Te amo, no amaré más que a ti; te seré fiel, te esperaré toda mi vida si es necesario, pero nada digas a mi hermana; éste es mi deseo.

—Y yo deseo que hable—dijo Juanita con dulce voz, reteniendo por la mano a su futuro hermano, que sufría al verse detenido.

Pálido y turbado, Fernando fijó en la enferma una mirada suplicante, oprimido como estaba por un tiránico amor a quien no quería ofender. Se disponía a marchar con su secreto, cuando este misterio fatal e impenetrable fue descifrado y descubierto, contrariando a Isabel, de la manera más natural.

De pronto, presentose en la puerta del salón, como no atreviéndose a entrar, un hombre vestido con una ropilla negra. Este hombre era el señor Manuel Perico, notario real de la ciudad de Granada, y apoderado del duque de Carvajal. Llevaba a la condesa de Pópoli el contrato de matrimonio.

Isabel se estremeció. Fernando se aproximó al notario y quiso arrebatarle los papeles que presentaba a la Condesa; pero ésta se había apoderado de ellos y se apresuró a ojearlos.

—¡Está bien!—dijo después de leerlos;—éstos son los artículos en que habíamos convenido con el señor Duque... El dote que yo aseguro a mi hermana... ¡Ah!—dijo la Condesa sorprendida, y un ligero carmín cubrió sus mejillas, ordinariamente tan pálidas.—¡He aquí unas condiciones que nunca se me habían impuesto! ¿Las conoce usted, Fernando?

—¡Sí, señora!—repuso el noble joven con voz balbuciente;—mi padre me había rogado que hablase a usted de ellas. He rehusado; y como ésta es la condición que pone a su consentimiento, he renunciado al matrimonio. Vengo, pues, a pedirle que dispense a mi padre, y a despedirme de usted.

Al acabar de decir estas palabras, extinguiose su voz; Isabel le tendió la mano con ternura, y Fernando se apresuró a enjugar las lágrimas que no había podido contener.

Entretanto, el señor Perico permanecía de pie con una pluma en la mano y sin atreverse a hablar. Juanita concluyó tranquilamente la lectura del contrato.

Era generalmente admitido en la ciudad el rumor de que la condesa de Pópoli estaba enferma del pecho desde hacía mucho tiempo. Sólo ella sin duda lo ignoraba, porque miraba con indiferencia todo lo que pudiese prolongar su existencia. Sin su consentimiento, y casi a pesar suyo, su joven hermana le prestaba los más asiduos cuidados sin que la Condesa sospechase la causa, queriendo aquélla al menos, si no podía salvarla, ocultarle hasta el último momento el golpe fatal que la amenazaba; porque los médicos de Granada, que pretendían no engañarse, habían anunciado que la Condesa no sobreviviría al otoño, y corría a la sazón el mes de septiembre. El duque de Carvajal, que era un hombre práctico, había añadido al contrato las dos cláusulas siguientes: primera, que la Condesa se obligaba a no volver a casarse; y segunda, que, en caso de muerte, todos sus bienes, tanto de España como del reino de Napóles, pasarían a ser propiedad de su hermana.

—No admitimos semejantes condiciones—dijeron a la vez los prometidos esposos.

—¡Tales condiciones son absurdas e imposibles!—continuó Isabel.—¿Por qué coartar tu libertad de ese modo? Eres joven; debes volver a casarte y dar al hombre que elijas largos años de ventura. En cuanto a tu sucesión—continuó haciendo un esfuerzo por sonreír,—tú eres la primogénita, y por poco que vivamos, espero que moriremos juntas.

Dicho esto, arrancó el contrato de las manos de su hermana, lo alargó a Fernando, el que lo hizo pedazos y los arrojó sobre el tapiz.

Juanita contempló a los jóvenes con una dulce sonrisa, tendió hacia ellos sus manos, y dijo al notario con acento melodioso:

—Señor Perico, tenga usted la bondad de rehacer el contrato como estaba, y tráigamelo mañana... Ahora, déjenos: quiero estar sola con ellos.

El notario salió, y los prometidos esposos cayeron de rodillas a los pies de Juanita.

—Escúchenme—les dijo, después de hacerles levantar;—el matrimonio de ustedes se llevará a cabo, y no me den las gracias—agregó vivamente.—Las condiciones que se me imponen, nada me cuestan. Hace mucho tiempo que me he prometido a mí misma y he jurado a Dios no volver a casarme; cumpliré este juramento. En cuanto a mis bienes, todos aquellos de que yo puedo disponer, los cedo como dote a mi hermana; pero los demás, que son los más considerables, no estoy segura de que me pertenezcan.

Los jóvenes hicieron un gesto de sorpresa, y Juanita continuó lentamente y con voz temblorosa, a causa de la emoción:

—Si se presentase una persona que busco y que no he podido volver a ver, y a quien pertenece toda esta fortuna, aun después de mi muerte, Fernando, será preciso devolverla... ¿Me lo jura? Fío en su honor. Pero si esa persona no apareciese, todos esos bienes serán suyos y de mi hermana.

—Háganos el favor de explicarnos eso—dijo Fernando.

—¡Ah! Es un grande y terrible secreto, que sólo ustedes conocerán... Pero sí, es necesario... es necesario que sea antes de mi muerte, ¡y ésta está muy próxima!... No me interrumpan, pues—dijo la Condesa notando la emoción de su hermana.—Es muy largo de contar, e ignoro si mis fuerzas bastarán. Pero cuando tenga necesidad de descanso, lo diré... e interrumpiré mi relato.

Y haciendo que los dos jóvenes se sentaran junto a ella, la Condesa comenzó en esta forma:

II

«Mi hermana y yo nacimos en el reino de Nápoles, que en aquel tiempo era una provincia de España. Siendo muy jóvenes aún, perdimos a nuestros padres y quedamos bajo la tutela de nuestro tío, el duque de Arcos, del que no pretendo hacer el retrato, porque fue muy conocido. En su juventud, había sido virrey de Nápoles, y su dureza e inflexible rigor causaron la desgracia del pueblo, a quien trataba como esclavo, conduciéndole de este modo a la desesperación, a la rebeldía. Bajo su gobierno ocurrió aquella famosa revolución de una semana, durante la cual el pescador Masaniello fue aclamado rey por el pueblo y asesinado después por el mismo pueblo que le había aclamado. El duque de Arcos, al volver al poder, no fue ni más hábil ni más clemente; redobló sus rigores, a los que él denominaba rigores saludables. Este era todo su sistema político; no conocía otro. El clamor público obligó, por último, al rey de España a darle un sucesor, retirándose el Duque murmurando de la debilidad de un soberano que no le dejaba concluir la gloriosa obra a que había dado principio. Y aunque le seguían las maldiciones del pueblo, no obstante conservaba en su tranquila conciencia la satisfacción interior y el convencimiento íntimo del bien que había realizado.

»En la época en que nos llevó consigo, nuestro tío tenía cerca de ochenta años, y era siempre el mismo. Sus opiniones y su carácter no habían cambiado en nada. No había perdonado aún a mi padre, que se había casado sin su consentimiento, y mi madre murió sin que consintiese en verla. En aquellos momentos estaba solo y sin familia, y lo que era más sensible, sin nadie en quien ejercer su tiranía; y no teniendo a quien dominar, por puro egoísmo se propuso educarnos. Al vernos, se obstinó en que Isabel, que contaba a la sazón tres o cuatro años, debía tener vocación religiosa, y la puso en el convento della Pietá. Yo tenía algunos años más que mi hermana, y me dejó en su casa con el propósito de establecerme un día a su capricho.

»Relataré brevemente cuanto sucedió durante mis primeros años. Separada de mi hermana, a quien no veía nunca, y encerrada en un lúgubre pero magnífico castillo cuyo circuito no podía traspasar, fui criada en el temor de Dios y de mi tío, cuyo aspecto y cuya voz me hacían temblar. El Duque veía siempre con una especie de satisfacción íntima el respeto que me inspiraba. El miedo era la única lisonja que le agradaba. Era el mejor medio de hacerle la corte, y sin quererlo, yo satisfacía su gusto.

»No tenía, por mi parte, otra satisfacción que la de ver a mi maestro de música, un hábil organista, un napolitano de unos cincuenta años de edad, cuyo entusiasmo, cuyos gestos, y sobre todo, cuya peluca me hacían reír; éstos eran los únicos momentos que tenía de distracción en tan sombría morada.

»Gerardo Broschi, que así se llamaba, era un verdadero artista que no carecía de talento, ni tampoco de amor propio. Pero el amor a su arte le había trastornado; nunca hablaba más que de música; siempre llegaba cantando, y a veces contestaba a mi tío con un recitado. Hablador incansable, tenía siempre en sus labios historias inverosímiles que contarnos sobre sus aventuras en las cortes de Europa, en las que figuraban grandes señoras a quienes enseñó su arte. Había descuidado su fortuna por dedicarse a sus galanteos, y después de una larga carrera, el pobre anciano no tenía otros bienes que su buen humor, sus cavatinas, su vestido negro y aquella prodigiosa peluca que me divertía extraordinariamente.

»Cierto día entró en su habitación, contra su costumbre, sin cantar. Yo le miré con inquietud.

—»¿Está usted malo, Gerardo?—le dije.

—»No, señora; pero me sucede una gran desgracia: me ofrecen un puesto distinguido, dignidades, honores... no podré sobrevivir a semejante suceso... y me es imposible rehusar.

—»¿Qué le acontece, pues? ¿Alguna gran señora que le protege?

—»¡Más que eso, un rey, un emperador!

»Entonces Gerardo me contó que el czar Pedro el Grande reclutaba artesanos en todos los países de Europa y artistas en Italia, con el propósito de formar una banda de música para sus regimientos y una orquesta para su capilla, y se le habían hecho a Gerardo, antes que a nadie, proposiciones ventajosas para ir a Rusia.

»Yo no podía calcular entonces de dónde procedían su tristeza y mal humor. Pensé que sería, sin duda, el disgusto de abandonarme; pero Gerardo era demasiado franco para dejarme en un error. Tenía un hijo que constituía su única pasión... después de la música... Un joven encantador que, luego de haber oído la relación de Gerardo, creí que sería el hijo de alguna gran señora o alguna princesa a quien él había dado sus lecciones de música.

»Lo único que en todas mis hipótesis había de cierto, es que Gerardo era un buen padre, que adoraba a su pequeño Carlos, a su hijo, y que se privaría de todo, hasta de su guitarra, por proporcionarle un juguete o un vestido nuevo. El pobre niño estaba enfermo, sufría mucho, y el sol de Nápoles era casi su existencia; a esto debíase la inquietud de Gerardo. Poner a Carlos bajo la influencia del helado cielo de la Rusia era matarle, y sin separarse de él, era imposible evitar lo que temía... ¿A quién había de confiarlo? ¿quién tendría cuidado de él? ¿qué sería de este niño?... Lloraba Gerardo, y yo también lloraba al ver las lágrimas en aquella fisonomía que ordinariamente causaba tanto regocijo.

»Ese día, por fortuna, era el santo del duque de Arcos; y aquella tarde, todavía me acuerdo, aunque apenas tenía doce años, mi tío me dijo con aquella voz terrible que me llenaba de espanto:

—»¡Vamos, Juanita! ¡diviérteme! ¡Canta una barcarola!

—»¡Sí, señora!—exclamó vivamente Gerardo, a quien la música le hacía olvidarlo todo.—Cante usted el aire de Pórpora: O pescator felice.

»Mi tío frunció su entrecejo; porque después de la revolución de Masaniello, no podía oír tranquilamente la palabra pescador. No obstante, como en la cavatina de Pórpora el pescator felice concluye por naufragar, este desenlace, más sin duda que el modo con que yo canté, causaron tanto placer a mi tío, que exclamó:

—»¡Bravo! ¡bravo! ¡Pide lo que quieras, te lo concedo por el día que celebramos!

»Yo me arrojé a sus pies y le supliqué que hiciese traer y educar en el castillo al pequeño Carlos, que era de mi edad, próximamente. Esperando su contestación, Gerardo no respiraba; y yo, pálida y conmovida, temblaba de pies a cabeza.

»Agradablemente sorprendido, sin duda, mi tío contestó con una dulzura poco acostumbrada en él:

—»Un noble español no tiene más que una palabra; sostendré la que te he dado. En lo sucesivo, Carlos será de la casa; será un paje que estará a tu servicio.

»Me es imposible pintar a ustedes la alegría y el reconocimiento del pobre Gerardo. Partió dichoso y tranquilo, y durante tres años nos dio noticias suyas con bastante frecuencia. Tuvo su viaje un resultado feliz y alcanzó gran éxito en la corte de Rusia. La esposa de Pedro el Grande, la emperatriz Catalina, le nombró su maestro de capilla. Al cuarto año cesó de escribirnos. ¿Había sucumbido al rigor del clima? ¿El amor que por todas partes seguía su fortuna le había hecho robar alguna princesa rusa? No lo pudimos averiguar, y hasta mucho tiempo después no tuvimos noticias suyas, ni oímos hablar más del pobre Gerardo, de mi maestro de música.

«Durante este tiempo, Carlos, su hijo, se criaba y educaba en la casa de mi tío; yo estaba encantada de mi joven paje. Su salud delicada se había robustecido, su cuerpo habíase desarrollado; y aunque demasiado joven todavía, sus facciones ofrecían tanta nobleza y regularidad, que mi maestro de dibujo, el señor Lasca, pintor de talento, le tomaba por modelo de todas las figuras de ángeles y querubines con que decoraba el salón de mi tío; y el pobre joven se veía obligado a pasar horas enteras delante del artista, en vez de ir a jugar o correr por el parque.

»Por lo demás, desde el duque de Arcos hasta el último criado del castillo, todos, excepto yo, lo hacían rudamente sentir la posición en que se encontraba. Modesto y resignado, guardaba silencio, no se quejaba nunca... ni aun a mí, y no derramaba una lágrima; pero con frecuencia había en sus negros ojos, cuando los levantaba hacia el cielo, una expresión de dolor y de dulzura indefinibles.

»Habitaba otra persona en el castillo, de la que necesito hablar a ustedes. Esta era el secretario de mi tío, Teobaldo Cuchi, un joven de corazón y de mérito, digno desde entonces del elevado puesto que llegó a ocupar más tarde. Hijo de un paisano calabrés, las escasas lecciones de teología que había recibido del cura de su aldea despertaron en él el deseo de instruirse. Dotado de una voluntad firme e inalterable, religioso por carácter, y confiando en la Providencia, dejó la cabaña de su madre, yéndose a pie a Nápoles, donde se hizo lazzaroni y bracero; y el dinero que ganaba durante el día en esta ocupación, lo empleaba por la noche en pagar a los maestros que le educaban. Pasaba la noche inclinado sobre sus libros, abusando así de sus fuerzas y de su salud.

»Pálido, delgado, la tez morena, la frente arrugada, Teobaldo, que apenas contaba veinte años, parecía rayar ya en los cuarenta; pero en cambio era de los hombres más instruidos de Italia en historia y en teología, y conocía a la perfección muchas lenguas. A pesar de su grande instrucción, era desconocido en Nápoles, donde apenas ganaba lo suficiente para sus más precisas necesidades, y se vio obligado a aceptar la plaza de secretario del duque de Arcos, que un amigo le había proporcionado. Envió entonces a su madre todos sus ahorros, que ascendían a doscientos ducados, y se sepultó en el viejo castillo, donde no tenía otras ocupaciones que escribir lo que mi tío le dictaba y darme lecciones de francés y alemán: el resto del día lo pasaba estudiando en la biblioteca del castillo.

»Sombrío y severo, pero dotado de una sólida y verdadera piedad, poseía un gran fondo de inteligencia: sólo él hablaba con interés y bondad a Carlos, a quien todos trataban como a un sirviente y cuyas funciones, no obstante, eran las de paje de una gran casa. En la mesa permanecía cerca de mí, me servía de beber, y una vez terminada la comida, me presentaba el aguamanil y el jarro de cristal.

»Por la mañana ordenaba mis libros y mis papeles, y mientras que Teobaldo me daba lección, manteníase a mis espaldas, atento y silencioso, esperando mis órdenes.

»Dulce y tímido, no se atrevía a exponerme su reconocimiento, pero sus acciones me lo manifestaban. Apresurábase a satisfacer mis caprichos, llevaba mis labores, mis libros, mis guantes, mi abanico, y en los grandes días, la cola de mi manto. Gracias a sus cuidados, las más bellas flores del parque adornaban mi chimenea o pendían de mi cintura.

»Mi tío, con sus veinte criados, no estaba tan bien servido como yo por mi lindo y joven paje.

»Sentíame satisfecha y orgullosa; acostumbrada a obedecer, me complacía en ejercer mi poder absoluto sobre Carlos, cuya dureza templaba mi edad, porque frecuentemente le tomaba como compañero en mis juegos; y en las horas de recreo, la señora y el paje olvidaban la distancia que los separaba.

»Un día, me acuerdo perfectamente, en el gran salón del castillo le había mandado que jugase conmigo una partida de volante, y avanzando unas veces y retrocediendo otras, nos encontramos, sin advertirlo, cerca de un gran jarrón de Bohemia de un trabajo admirable, en el que estaban pintadas las armas de la casa de Arcos. Mi tío lo tenía en tal estima, que no nos estaba permitido tocarlo, ni mirarlo siquiera. Pero un golpe del volante, torpemente dado por mí, hizo saltar en menudos pedazos aquella admirable obra, cuyos fragmentos cayeron a nuestros pies.

»Un rayo no me hubiera sobrecogido de tal modo. Dejé caer mi volante y me apoyé en un sillón, mientras Carlos recogía los pedazos del jarrón, como si hubiese tenido el poder de volverlo a su primitivo estado. De pronto, oímos en la pieza inmediata la terrible voz de mi tío, que llegaba a mis oídos como la trompeta del juicio final... No obstante, tuve el valor suficiente para precipitarme hacia una puerta lateral.

—»¡Vete! ¡vete!—grité a Carlos.

»Por mi parte, tuve buen cuidado al entrar en mi estancia de cerrar por dentro y correr cuantos cerrojos tenía la puerta, persuadiéndome que de este modo evitaría el que la cólera de mi tío llegase hasta mí.

»Carlos, menos ágil que yo, no pudo seguirme, y permanecía en el salón cuando, abriendo la puerta, entró el duque de Arcos, de gran uniforme, con el sombrero convenientemente colocado y su bastón de puño de oro en la mano.

»Su vista se fijó en seguida a las pruebas del crimen, que estaban diseminadas por el pavimento. Carlos palideció, pero permaneció inmóvil viendo al Duque dirigirse hacia él.

—»¿Quién ha roto este jarrón?

»Carlos permaneció silencioso.

—»¿Quién ha roto este jarrón?—repitió el Duque con voz imperiosa, levantando el bastón.

—»¡He sido yo!—repuso tímidamente el generoso Carlos.

»Disponíase el Duque a golpearle, cuando apareció Teobaldo. Este corrió a mi tío, queriendo apaciguarle, y, a riesgo de que volviese contra él su cólera, le hizo presente que no debía descargar su rabia contra un niño, y sin razón, probablemente.

»A esta palabra, el furor de mi tío no tuvo ya límites.

—»¿Si te despidiese de mi casa, si te arrojase de ella ahora mismo?—gritó el Duque amenazando a Teobaldo.

—»Entonces sería usted doblemente injusto—replicó éste fríamente.

»Y diciendo estas palabras, tomó respetuosamente el bastón de la temblorosa mano del anciano, y lo arrojó por la ventana.

»La cólera de mí tío había llegado a su colmo. Sobrecogido por aquella sangre fría, cayó sobre un sillón sin poder pronunciar una palabra; pero llamó a su mayordomo y le hizo seña de que se llevase a Carlos. Este, al salir, dirigió a Teobaldo una mirada de gratitud.

»Yo no me atrevía a salir de la habitación; no obstante, fue necesario hacerlo cuando llegó la hora de comer. Mi tío estaba solo en el comedor, sombrío y silencioso. A algunos pasos de él y a su espalda encontrábase Carlos, pálido y sin poder apenas sostenerse; al verme, su fisonomía expresó una gran satisfacción. Creí entonces que todo había pasado del mejor modo posible, y que mi tío nada sabía. ¡Cómo podía yo adivinar que el pobre joven había sido maltratado por el mayordomo, despojado de sus vestidos y azotado hasta hacerle saltar la sangre, sin que el dolor le hubiese arrancado ni una queja, ni una palabra! Cuando lo supe lancé un grito de indignación, y corrí en busca suya queriendo oírlo todo de sus labios.

—»¿Quiere usted excitar de nuevo la cólera del señor Duque, que, gracias al Cielo, ha pasado ya?—dijo Carlos, sonriendo con tristeza.

—» Carlos—le dije:—¿qué podré hacer para recompensarle el servicio que acaba de hacerme?

—»¡Usted, señora! ¡No estoy suficientemente recompensado!...

»A partir de este día, Carlos fue mi protegido, mi favorito, mi más fiel servidor. Nunca afecto alguno fue tan ampliamente recompensado. Su única ocupación era adivinar mis pensamientos para adelantarse a mis órdenes, para satisfacer mis caprichos.

»El día en que ocurrió aquella escena, Teobaldo quiso retirarse de nuestro servicio; pero mi tío, que tenía necesidad de él (porque a la sazón sostenía correspondencia con algunos príncipes alemanes), le mandó imperiosamente que se quedase; y Teobaldo, despreciando sus órdenes, preparábase a dejarnos: afligida por su pérdida, le supliqué que permaneciera con nosotros.

—»¡Ah!—le dije llorando;—¡ya no me queda ningún amigo!

»Teobaldo se quedó.

»Severo y brusco para todo el mundo, Teobaldo tenía para mí una dulzura y bondad infinitas. Aunque las funciones de preceptor tienen algo de enfadosas, nada podía agotar su paciencia, ni aun las rudas pruebas a que le sujetaba mi estudio de las lenguas extranjeras.

»Yo aprendía el francés con alguna facilidad; pero el alemán, aunque era el especial cuidado de mi tío, me disgustaba sobremanera y tenía que violentarme, y ni aun así lograba retener en mi memoria una sola palabra de aquel idioma, que yo calificaba de bárbaro. Por último, rogué a Teobaldo que cesasen las lecciones, consintiendo él en ello, pero a condición de que se lo advertiría a mi tío. Lo prometí, pues, pero no me atreví a cumplir mi promesa.

»Una o dos veces me encontré a solas con el Duque, que me preguntaba:

—»¿Vas comprendiendo la lengua alemana?

»Acordábame entonces que mi tío no comprendía una palabra de ella; esta convicción me daba un gran valor, y contestaba brevemente y en tono resuelto:

—»Sí, mi querido tío; la comprendo perfectamente.

»Pero he aquí que durante una pequeña temporada que Teobaldo estuvo ausente del castillo (había ido a ver a su madre que estaba bastante enferma), recibió mi tío una carta del margrave de Anspach, carta confidencial, tres grandes páginas del alemán más difícil.

—»Veamos lo que contiene—me dijo;—léemela.

»Fácilmente se imaginarán ustedes cuál sería mi situación... No encontré otra excusa que darle, sino que era demasiado larga.

—»Eso no importa; te doy de plazo hasta la tarde.

»La dificultad no estaba en el tiempo. Subí a mi aposento, y pasé algunas horas en llorar y maldecir al margrave. La hora llegó, pues; dejé la carta sobre la mesa y bajé más muerta que viva.

—»¿Has terminado?—me preguntó el Duque.

»Bajé la vista sin contestar, silencio que interpretó como una respuesta afirmativa; después de comer me preguntó:

—»¿Dónde está esa carta?

—»Sobre mi mesa—repuse, encomendando mi alma a Dios.

»Tan grande era el terror que experimentaba al ver acercarse la tempestad, que no acertaba a pronunciar una palabra. Para colmo de humillación, Teobaldo, que acababa de llegar, entró en el salón. Mi tío le informó de lo que se trataba.

—»Hela aquí—dijo, tomando la carta, que Carlos tenía en la mano;—he aquí la discípula de usted, que nos va a leer su traducción. Sígala con el original, y vea si está bien.

»Había dos papeles; me entregó uno y dio el otro a mi profesor, cuya inquietud igualaba a la mía. Teobaldo estaba turbado, pálido. Pero su admiración fue tan grande como la que yo experimenté, cuando fijó su vista en el papel que se me había entregado; la carta del margrave estaba delante de mí legible, la entendía perfectamente.

»Leí en voz alta; y Teobaldo, que atendía, entretanto, al original, no pudo detener más de una vez sus exclamaciones, que mi tío tomaba por muestras de aprobación. Por mi parte, viéndome salvada, y no explicándome este suceso sino por un milagro que mi razón no acertaba a comprender, me preguntaba interiormente:

—»¿Qué ser caritativo, qué hada ha venido en mi auxilio y cuida de mí de esta manera?»

—Pero perdónenme, amigos míos, perdónenme—dijo la Condesa con voz débil.—Estos acontecimientos de mi infancia me han entretenido más de lo que deseaba... y no tengo fuerzas para continuar...

Su hermana, que ya había estado a punto de interrumpirla, le impuso silencio, y alargando su mano a Fernando, le dijo, despidiéndole:

—Hasta mañana.

III

La Condesa continuó su relato, al día siguiente, en estos términos:

»Mi tío había salido del aposento; Teobaldo y yo nos mirábamos aún asombrados del suceso, sin que pudiéramos darnos cuenta de una aventura que creíamos sobrenatural; porque excepto mi preceptor, que acababa de llegar, nadie entendía el alemán en el castillo, incluyéndome a mí, que hacía un año lo estaba aprendiendo.

»Carlos permanecía de pie en un rincón del salón y nos miraba sonriendo; de pronto, dirigiéndose a Teobaldo, dijo:

—»Y bien, querido maestro: ¿no adivina usted que pueda haber aquí otro discípulo, que le debe la dicha de haber sido útil a su bienhechora?

»Teobaldo quedó estupefacto, porque esta frase acababa de ser pronunciada en el más puro alemán. Yo no pude menos de exclamar:

—»¿Cómo, Carlos, esa traducción es de usted? ¿Dónde, pues, ha aprendido?

—»Lo que usted no ha querido estudiar, lo he estudiado yo—nos dijo.

»En efecto, hacía tres años que Carlos asistía asidua y silenciosamente a todas mis lecciones, y las había aprovechado mucho más que yo. Cuando estaba solo y entregado a sí mismo; cuando habían pasado las dos terceras partes del día, empleaba en estudiar los momentos que yo consideraba perdidos en la ociosidad.

»Teniendo entrada a todas horas en mi gabinete de estudio, del que estaba encargado, servíase de mis libros y de mis cuadernos; su aplicación y su constancia le habían hecho un joven mucho más instruido de lo que podía pedirse a sus años.

»El joven, el paje, a quien todos despreciaban en la casa, poseía perfectamente nuestra lengua y varios idiomas extranjeros; conocía la historia y la geografía. No había olvidado la música; y apenas había yo salido, se sentaba al clavicordio; algunas veces, me acuerdo perfectamente, creí, oyendo los sonidos lejanos, que mi maestro se había quedado tocando y que ensayaba todavía.

»Fácilmente comprenderán ustedes, queridos amigos, que después de este descubrimiento, Carlos no tuvo necesidad de ocultarse. Estudiaba con nosotros, en mi compañía. Este acontecimiento había excitado mi emulación, y encontré desde entonces en el estudio un placer que había ignorado hasta entonces.

»Teobaldo sentíase orgulloso de nuestros progresos, de los de Carlos sobre todo, porque su precoz inteligencia concebía con una facilidad asombrosa las cuestiones más difíciles y abstractas. Reunía a una memoria feliz, una concepción rápida, una imaginación ardiente y unos sentimientos nobles y elevados que no nacían en la imaginación, sino en el corazón. Tales eran las cualidades que brillaban en él de una manera notable.

»Teobaldo mirábale con frecuencia sorprendido y me decía en voz baja y con acento profético:

»Créame usted, no será un hombre vulgar; cualquiera que sea el estado o carrera que abrace, llegará a un puesto elevado.

—»Si fuese así—respondía Carlos,—a ustedes lo deberé, amigos míos; y el pobre huérfano no lo olvidará jamás.

»Muy en breve el maestro no tuvo nada que enseñar a su discípulo, que era ya su compañero de estudio. Por mi parte, no podía seguirlos ni llegar a su altura; pero sentíame orgullosa de saber apreciar lo que valían.

»Sus conversaciones eran dulces y amenas: en ellas dejaban ver sus nobles y puros sentimientos; tenían elocuencia fácil, sencilla y persuasiva. En la soledad del viejo castillo, cerca de aquel anciano achacoso y colérico, las horas nos parecían demasiado breves cuando nos encontrábamos en aquel santuario del estudio y de la amistad. A los días indiferentes y tranquilos de la infancia, debía suceder la edad de oro de la juventud, con sus quiméricos encantos, sus grandes ilusiones y su inmenso porvenir. Más sabio que nosotros y ya menos dichoso, Teobaldo era más grave, más reflexivo. Conocía el mundo; es decir, los pesares; nosotros no conocíamos más que nuestro mutuo afecto, la amistad y la dicha.

»Una mañana, brillaba el bello sol de otoño, estábamos los tres en un extremo del parque, hablábamos familiarmente, y Carlos nunca habíase mostrado más gracioso y amable.

—»He soñado esta noche—nos dijo—que yo era gran señor y primer ministro.

—»¿En qué reino?—le interrogué yo.

—»Mi sueño no me lo ha dicho.

—»¿Y qué puesto me daba usted en ese sueño?

—»Usted, señora... era reina.

—»¿Y Teobaldo?

—»¡Confesor del rey!

»A esta broma imprevista lancé una carcajada, y mi alegría excitó la de Carlos. Sólo Teobaldo guardó su compostura, y nos dijo moviendo la cabeza:

—»¡Eso sí que es extraño!

»A estas palabras, nuestra alegría creció de pronto.

—»No se rían ustedes...—nos dijo con gran seriedad y sangre fría.—Debo ser el más razonable de los tres... y soy el más débil y supersticioso... Lo que acaban de decirme me ha impresionado, y a mi pesar no puedo dejar de creerlo.

—»¿Por qué?—le interrogué.

—»Porque he soñado exactamente lo mismo.

»Todos lanzamos un grito de sorpresa.

—»Sí—dijo a Carlos;—yo sacerdote y tú gran señor.

—»¿Y yo?—pregunté a mi vez.

—»Usted, señora, es diferente—me dijo con tristeza;—no estaba con nosotros, nos había dejado, nos había abandonado.

—»¡Ah! Entonces ese sueño no es verdad, no tiene sentido común—exclamé.—Ignoro qué destino nos estará reservado; pero sea el que quiera el mío, juro que nada en el mundo me hará olvidar los amigos de mi infancia.

—»Y nosotros juramos lo mismo—exclamaron los dos a la vez, extendiendo hacia mí sus manos, que tenían estrechamente unidas.

»Hubo un instante de silencio, y Teobaldo volvió lentamente a su tristeza habitual, diciendo:

—»Sí, señora; nuestros presentimientos se cumplirán. Tendrá usted inmensas riquezas, será una gran señora... respetada y adorada de todos. Tú, Carlos, si atiendo a tu mérito más que a tu sueño, debes, a despecho de los obstáculos, a pesar de tu nacimiento, hacer tu camino en el mundo, y llegar a los puestos más elevados.

—»Tanto mejor para ti—dijo en tono de broma Carlos, dando en la espalda de Teobaldo con aire de protección.

—»¡Oh! ¡Yo—prosiguió Teobaldo—tengo el presentimiento de que seré siempre miserable! No seré útil a nadie... Los amaré, velaré por ustedes y les daré mi vida... Vean ahí—continuó sonriendo y dándonos la mano,—que mi parte es la mejor, y que de los tres seré el más dichoso.

»La campana del castillo sonó en aquel momento, y nos separamos renovando el juramento de eterna amistad, que el Cielo oyó, y que nuestros corazones ha mantenido.

»Contra la costumbre, y turbando la tranquilidad de nuestra pacífica morada, una numerosa y brillante sociedad acababa de llegar a ella. Era un número bastante crecido de jóvenes señores de las cercanías que, reunidos desde por la mañana para una partida de caza, habían querido descansar de su fatiga en el castillo del duque de Arcos, su vecino.

»Como castellano, mi tío sentíase lisonjeado con esta visita y recibió alegremente a sus nuevos huéspedes; parecía inquieto, y en su orgullo español se apresuraba para ejercer dignamente los deberes de la hospitalidad. Díjome que bajase al salón para recibir a aquellos señores y hacer los honores de la casa. Obedecí, y, al verme, hubo entre aquella multitud, cuyas miradas todas se dirigieron hacia mí, una especie de rumor, el cual no podía explicarme, y que me turbó extraordinariamente. Recibíamos muy pocas veces, y los nobles señores que nos honraban con su visita eran, por lo general, viejos duques y ancianos señores, amigos y contemporáneos de mi tío. Semejante sociedad fijaba poco la atención en mí, y tenían la costumbre de mirarme como a una niña. Durante este tiempo yo había crecido; contaba quince años; era bien parecida, y por el incidente de tan inesperada visita, me convencí de que llamaba la atención mi persona; mis amigos nada me habían dicho, y el efecto rápido y maravilloso que produje en la concurrencia me sorprendió en extremo... Todo, en aquel día, me decía que era linda; y si hubiese podido dudarlo todavía, las exclamaciones que oía a mi alrededor bastaban para disipar mis dudas.

—»Por San... ¡Qué linda es! ¡qué talle de reina! ¡qué hermosos ojos negros! No hay nada mejor en la corte.

—»Yo lo daría todo por ella—dijo un hombre de pequeña estatura y de bigotes negros.

—»Y yo también—agregó una voz ronca que me causó miedo;—todo, excepto mi jauría y mi caballo árabe.

»Estas y otras exclamaciones semejantes se repetían en el salón por veinte personas a la vez, sin que yo perdiera una sola palabra.

»Poco después llegó mi tío; acababa de vestirse con su gran uniforme y el gran cordón de la Orden de Calatrava, e invitó a sus convidados a pasar al comedor.

»Al oír estas palabras, aquellos señores se olvidaron de mí, pues el apetito que tenían, como buenos cazadores, no les permitía pensar más que en comer; en verdad no tenían otra cosa que hacer.

»A los primeros instantes de silencio, sucedió una conversación animada y ruidosa como en el final de una asamblea. Cada cual refería sus proezas en la caza, y después que el vino circuló en abundancia, no hubo medio de entenderse. ¡Qué discursos, Dios mío! ¡Cuánta ignorancia! ¡cuánta fatuidad! Menos mal, cuando estos nobles señores no son más que tontos o fatuos; pero muchos de ellos se distinguían por su grosería y malos modales.

»Aturdida y disgustada de aquella sociedad, parecíame oír una lengua desconocida, que estaba en un mundo nuevo y extravagante, lejos de mi país, de mis amigos a quienes ansiaba volver a ver; antes de que terminase la comida, las frecuentes libaciones habían acalorado los cerebros de nuestros convidados.

—»¡Por esta hermosa joven!—exclamó uno de ellos apurando un vaso de vino.

—»¡Por nuestro huésped el duque de Arcos!—agregó otro.

—»¡Por los jabalíes de estos dominios!—dijo la voz ronca que había oído antes en el salón.

»Este intrépido cazador, el Nemrod de la partida, era un joven de veinticuatro a veinticinco años, de cabellos y bigotes rojos, cuyas facciones, de expresión dura y altanera, hubieran sido regulares si no hubieran estado surcadas por una enorme herida que se había hecho con la rama de un árbol.

—»¡Por los jabalíes de estos dominios—repitió,—y por el que he muerto esta mañana!

—»Te equivocas, Eduardo—respondió uno de los convidados;—ese jabalí ha sido muerto por mi mano.

—»¡No! Lo mató mi bala; yo lo he visto.

—»¡Sí, cuando lo has tocado estaba ya muerto!

—»¡Mientes!

»Su adversario quiso lanzarse sobre él, pero el duque de Arcos se levantó para separarlos, lo que consiguió después de algunos esfuerzos, logrando que la disputa no pasase de allí. Como medida de precaución, acordose la partida, y mientras los convidados se despedían, llamaron a sus domésticos e hicieron ensillar sus caballos.

»Entonces me encontré sola un momento con el terrible Eduardo, el eterno cazador, y me fue fácil conocer que brillaba menos en el salón que en la mesa. El vino de España, que mi tío les había prodigado, debilitó su cerebro, y costole gran trabajo balbucear algunas excusas sobre la escena que acababa de desarrollarse; poco a poco fuese animando, sus ojos se enrojecieron, su andar era menos vacilante, y me dirigió algunas frases galantes y tan expresivas, que consideré prudente retirarme.

—»No tema usted nada—me dijo;—yo parto; pero, noble castellana, espero que tendrá usted a bien conceder a un animoso caballero el beso de despedida.

«Rehusé... pero en vano; y como él insistiese, quise arrojarme a la puerta; pero adivinando mi pensamiento, se interpuso en mi camino y me rechazó bruscamente.

»Fuese a causa del choque brusco que recibí, o por el terror que aquel hombre me inspiraba, vacilé y caí dando un grito de terror.

»En aquel momento apareció Carlos en la puerta del salón, y lanzándose a Eduardo, le golpeó en la mejilla. Este, furioso, echó mano a un cuchillo de monte que llevaba en la cintura, e hirió a Carlos. Yo vi el acero brillar; vi la sangre correr; después no percibí nada, no sentí nada; había perdido el conocimiento.

»Cuando volví en mí, cuando principié a recordar mis ideas, estaba acostada; me encontraba en un gran aposento apenas iluminado, y a la débil luz de una lámpara distinguí dos hombres: uno de ellos, de pie, levantaba mi cabeza y procuraba hacerme beber un líquido que no sabía lo que era; el otro estaba arrodillado al pie de mi cama y oraba.

—»Dios nos ha oído—murmuró en tono bajo una voz que me era conocida, la de Carlos.—Por fin vuelve en su conocimiento, ya abre los ojos.

»Y los dos amigos se abrazaron. Los veía, y no podía explicarme cómo estaba en aquella estancia, en aquel lecho, sin criados, sin ninguna de mis doncellas y no teniendo otros acompañantes que Teobaldo y Carlos.

»Llamé, y nadie acudió; traté de hablar, y se me impuso silencio; pedí que al menos se me permitiese ver la luz del día: pero esto no se me concedió sino al día siguiente, y sólo entonces supe la verdad.

»Carlos fue herido en el brazo, pero su herida no era grave. Una fiebre ardiente se había apoderado de mí; estuve algunos días delirando y me vi atacada de una enfermedad contagiosa, enfermedad que hacía tiempo azotaba el país, y que hería de muerte a todo el que alcanzaba. Al primer síntoma de la aparición de la viruela, el espanto en el castillo fue grande. Mi tío, egoísta y miedoso como todos los ancianos a quienes lo avanzado de su edad les hace amable la vida y que temen perder los bienes que poseen, no quiso verme, y mandó cerrar todas las puertas que daban a mis habitaciones; me hubiese hecho salir del castillo, pero no se atrevió, temiendo no encontrar quien ejecutase sus órdenes. El ejemplo del amo se comunicó a la servidumbre: un terror pánico se había apoderado de todos los habitantes de la casa. Nadie hubiera osado tocarme ni acercarse a mi habitación: todos se apartaban de mí con horror, y durante doce días, mis dos amigos no me abandonaron un momento, prodigábanme día y noche los más asiduos cuidados, viviendo en aquella atmósphera de muerte; y por premio de todos sus cuidados, de tanta solicitud, no pedían al Cielo más que mi vida. En el instante en que me recobré, sus ojos estaban fijos en los míos con celestial expresión, con la alegría de una madre que acaba de encontrar a su hijo.

»Me pareció que de repente había conmovido sus corazones alguna viva inquietud, pues interrogaban con angustia mis facciones, espiando mis más pequeños movimientos; pero pronto se tranquilizaron y sus miradas brillaron de satisfacción y de contento; los transportes de alegría de aquellos dos seres, consagrados únicamente a mi cuidado, me recompensaron ampliamente de mi aislamiento y de todas las defecciones que había sufrido.

»Ambos estaban arrodillados junto a mi lecho y besaban mis manos, que yo retiré bruscamente y como asustada. ¡Ay de mí! Recobraba la razón, y con ella el conocimiento y una especie de terror. Temía que mis generosos amigos fuesen víctimas de su abnegación, y mis presentimientos se vieron realizados, al menos para Teobaldo, pues algunos días después, enfermo de bastante gravedad, padecía la misma dolencia que me aquejaba; Carlos entonces se alejó de mí, me abandonó; Teobaldo estaba peligrosamente enfermo, y era el amigo a quien amaba más en el mundo. Encontrando nuevas fuerzas en su juventud, a medida que eran necesarios sus cuidados, su cuerpo hízose infatigable como su alma, y Carlos pasaba los días y las noches al lado de su amigo; teníalo en sus brazos, y cuando, por mi parte, le hablaba del riesgo a que se exponía, me contestaba:

—»No, no corro peligro alguno; el Cielo me protege, y Dios no me abandonará.

»Pensando y obrando de este modo, no perdió la confianza y el valor que le animaban ni por un solo instante; sólo él daba alientos a nuestro abatido espíritu, y hacíanos concebir las más halagüeñas esperanzas.

»Algunas veces le veía ceder, a su pesar, a la inquietud, al dolor; pero estos momentos eran pasajeros, y en breve recobraba su serenidad y sonreía ocultando su pena.

—»Los días de peligro han pasado—decía;—Teobaldo se encuentra mejor, la Providencia nos protege.

»Tenía razón. Dios se había compadecido de nosotros.

»Carlos se libró del contagio, y Teobaldo convalecía; pero el mal había dejado impresa en él su terrible huella, y, menos afortunado que yo, quedó desfigurado.

—»No estaré hermoso—me decía sonriendo;—pero por feo que esté, espero que usted no me desconocerá.

»Nuestra amistad no sólo se conservaba, sino que se hizo más íntima y firme, y las pruebas que mutuamente nos habíamos dado nos probaron que siempre sería la misma.

»Volvimos a nuestra existencia tranquila, a nuestros estudios, a nuestras acostumbradas conversaciones; y más felices y dichosos que antes de la tempestad, nos parecíamos a los marineros salvados milagrosamente de un naufragio.

»Carlos estaba cada día más contento, más satisfecho, más decidor; su gracia y su ingenio animaban todas nuestras reuniones, y cuando nos encontraba juntas a las dos personas a quien su solicitud y cuidado había salvado, su rostro tomaba una expresión de alegría y de contento difícil de explicar.

»Sólo pensaba en nosotros, y se ocupaba asiduamente en procurar distracciones al pobre Teobaldo, que desde su enfermedad y durante su convalecencia estaba demasiado triste y abatido.

»En más de una ocasión me hizo notar su estado; cuando le sorprendía en sus paseos por el parque, le encontraba solo, la cabeza baja, y sus ojos contenían con dificultad sus lágrimas; inquietos al verle de este modo, le preguntamos el motivo que tanto le afligía.

—»Mi pobre madre—nos dijo—está en peligro de muerte.

»Compartimos su dolor y procuramos consolarle; pero, ¡ay de mí! bien pronto la perdió, y lloramos con él sin poder calmar su tristeza, que aumentaba cada día. Obligado por nuestras continuas preguntas, nos declaró, por último, que hacía tiempo meditaba un proyecto que nos participaría al día siguiente.

»En efecto: la mañana de dicho día encontrábame en el salón de música, sentada cerca de Carlos, cuyos dedos corrían sobre el clavicordio, sin ocuparnos de la obra que teníamos delante. Yo le hablaba de la herida que había recibido defendiéndome, que sólo él había olvidado, y de que nunca le oí quejarse; le recordaba su entrada en el salón en el momento que Eduardo me rechazaba brutalmente cuando intentaba huir de su lado.

—»¡Ah!—me dijo.—Fue el día más horrible de mi vida; no había experimentado nunca un dolor semejante.

—»¿Cuándo hirió a usted con su cuchillo?

—»No, cuando creí que iba a abrazar a usted.

»Al pronunciar estas palabras, que parecían escapadas de sus labios, había en su voz, en su mirada, una expresión que no había notado nunca en él, y que me causó profundo asombro.

—»¡Carlos!—exclamé inclinándome hacia él.

»Lanzó un grito de dolor y su rostro se cubrió de una palidez intensa. Acababa, sin saberlo, de oprimir con fuerza el brazo en que su herida estaba abierta todavía, y fuera de mí, caí a sus pies para pedirle perdón por el daño que sin querer le había causado; quiso levantarme, y su cabeza tocó la mía, sus labios rozaron ligeramente los míos, y, en aquel momento, apareció Teobaldo. Nos vio, y una palidez mortal invadió su rostro, mientras que Carlos y yo nos sonrojamos al darnos cuenta de su presencia.

»Teobaldo se repuso, y nos sonrió con la tristeza que acostumbraba.

—»Amigos míos—nos dijo, sentándose cerca de nosotros.—Se acordarán ustedes de la sorpresa que me causó, hace algunos meses, el sueño que Carlos nos contó había tenido. Y esa sorpresa fue tanto mayor, cuanto que hacía muchísimo tiempo que esas mismas ideas eran las mías; fueron las primeras que yo concebí, y que el tiempo y mi enfermedad han fortificado. Cuando estaba usted, señora, en peligro de muerte, prometí a Dios que si la salvaba, me consagraría a él, abrazaría el estado eclesiástico.

—»¿Hacerse religioso?—exclamé.

—»¿Y por qué no? ¿Qué destino me espera en el mundo? ¿puedo aspirar acaso a la dicha de tener una familia? ¿qué mujer me aceptaría por esposo? ¿de quién puedo esperar ser amado? La vida religiosa me brinda el reposo y la calma; conviene a mi carácter tranquilo y dado al estudio; ella no nos separará. Dios no prohíbe amar a sus amigos; al contrario, nos manda rogar por ellos, y yo no me ocuparé de otra cosa sino de la felicidad de ustedes.

»Carlos, con toda la efusión y el calor de una verdadera amistad, combatió semejante proyecto; pero Teobaldo rechazaba todas sus objeciones con la calma y sangre fría de un hombre cuya resolución es inquebrantable; pero como nosotros insistiésemos, exclamó:

—»¿Dirán ustedes, acaso, que no tomo ese partido por ambición? Carlos, ¿no soñaste que yo llegaría a las primeras dignidades de la Iglesia? Déjenme que haga mi fortuna, y entonces se manifestarán celosos más bien que opuestos a mi proyecto.

—»¡No lo consentiremos, de ningún modo!

—»Preciso será que consientan ustedes, pues ya está hecho.

»Ambos lanzamos un grito de dolor y de sorpresa.

—»Sí—prosiguió él;—he pronunciado mis votos.

—»¿Cuándo?

—»Hace pocos días. Había previsto lo difícil que me sería resistir a sus instancias, y he querido evitar esta debilidad anteponiéndome a ella. No me compadezcan ustedes, amigos míos: estoy contento, soy dichoso.

»En efecto, a partir de este día la calma sucedió a las inquietudes que agitaban su alma. La serenidad apareció en su frente, la sonrisa en sus labios; su amistad parecía más intensa, más pura. Aislado del mundo, parecía no tener sobre la tierra más objeto que nosotros, y consagraba al Cielo y al estudio todos los instantes en que no lo necesitábamos. Tuve el atrevimiento de pedir para él a mi tío el título de capellán del castillo, que poseía rentas considerables, y el Duque me concedió este favor.

»Logrado este primer deseo, solicité para Carlos la plaza de secretario, que Teobaldo no podía desempeñar, a lo cual accedió también mi tío sin repugnancia y sin objeción alguna. Semejante conducta de su parte dejome profundamente admirada, y mi alegría rayaba en locura, pensando que la edad había cambiado el carácter del Duque.

»En la entrevista que tuve con él, para pedirle ambos favores, me dijo:

—»A mi vez, tengo también alguna cosa que pedirte.

—»Todo lo que quiera usted, querido tío—le contesté,—se lo concedo por anticipado.

—»Está bien—me dijo abrazándome, favor que nunca me había hecho;—no olvides esta palabra, te la recordaré pasadas algunas semanas.

»Una mañana, en efecto, me hizo llamar a su habitación; me puse a sus órdenes, sin saber de lo que se trataba; mi corazón latía con violencia, mis piernas temblaban y tuve necesidad de detenerme algunos instantes antes de entrar en su gabinete, para disimular mi emoción. Mi tío estaba sentado cerca de una mesa y leía; al verme, dejó sus anteojos y su libro.

—»Querida sobrina—comenzó diciéndome;—eres demasiado bella y bien educada; tienes talento, más sin duda de lo que convendría a la familia de los Arcos; pero el mal, si lo es, no tiene remedio. Además, cuentas diez y ocho años, y todos los señores de las cercanías solicitan tu mano.

—»¡Ah!—exclamé;—no he pensado en casarme...

»Mi tío me miró con sorpresa y prosiguió fríamente:

—»Te he hecho venir, no para pedirte consejo, sino para prevenirte que he ofrecido tu mano a uno de mis vecinos.

»Me turbé de tal modo, que creí que iba a perder el conocimiento. Mi tío me mostró con el dedo un sillón, y, sin interrumpirse, continuó diciendo:

—»He elegido el más rico y más noble, el hijo del conde de Pópoli. Vendrá mañana; prepárate a recibirle.

»Quise hablar, suplicar; pero aparentando no comprenderme, mi tío tomó sus anteojos y su libro y me hizo seña con la mano para que me retirase.

»Como fascinada por aquel dedo demacrado que se extendía hacia mí... obedecí, sin despegar mis labios; salí y me encaminé a mi aposento, donde derramé un mar de lágrimas. ¿Por qué? ¿de dónde provenía mi desesperación? Lo ignoraba, nunca me había dado cuenta de lo que podía suceder en mi corazón. Sólo mis amigos eran capaces de consolarme, y fui en su busca.

—»Amigos míos—les dije llorando;—aconséjenme, sálvenme, me quieren casar.

»Teobaldo se estremeció; luego le vi levantar los ojos al cielo y brillar en ellos una lágrima.

»Carlos púsose pálido como la muerte, y nada me contestó. Creí que no me había comprendido.

—»¡Me quieren casar!—repetí;—¡díganme algo! ¡contéstenme!... ¿Qué me aconsejan?

—»No consienta usted—exclamó Carlos con alegría.

—»¡Prefiera usted la muerte!—dijo Teobaldo.

»Carlos quiso proseguir, pero no pudo pronunciar una sola palabra... Permaneció algunos instantes con la cabeza entre las manos, como buscando alguna idea.

—»Si tal es la voluntad del señor Duque—dijo luego,—ni la razón, ni las lágrimas, ni los ruegos conseguirán vencerlo.

»Teobaldo y yo comprendimos que tenía razón, y guardamos silencio. Carlos continuó:

—»Por mi parte, ni aun ensayaría el hacerle cambiar de modo de pensar; sería inútil.

—»¿Qué haría usted?

—»Me dirigiría a un poder superior al suyo. Abandonaría el castillo, e iría a refugiarme en un convento, el della Pietá, donde se encuentra la hermana menor de usted, la señora Isabel.

—»¡Tiene razón!—exclamé;—¡partamos!

—»¡Insensata!—exclamó Teobaldo deteniéndome;—¿Cree usted que la abadesa della Pietá consentiría en recibirla y retenerla contra la voluntad del señor Duque? A su voz todos los monasterios se cierran; ni uno sólo querría excitar su cólera, ni resistiría a sus justas reclamaciones... Porque, sobre todo, él tiene dos derechos sobre usted. Es usted su sobrina... y la ha educado.

»Ni Carlos ni yo encontramos palabras que poder oponer a tan justos razonamientos. Teobaldo inclinó la cabeza y prosiguió, al cabo de un momento:

—»Un solo medio queda, que yo le diré.

—»¿Y cuál es?

—»Lo sabrá usted pasados unos días.

»A pesar de nuestras instancias, no quiso satisfacer la ansiedad que experimentábamos.

IV

»La mañana siguiente, el látigo de un postillón resonó en el patio del castillo, y a poco se vio entrar un magnífico coche precedido y seguido de escuderos y picadores. Mi tío, de pie y rodeado de todos sus criados, recibió en la escalera a un joven a quien abrazó, conduciéndole luego al salón principal. En seguida me envió a decir que me esperaba. Creí que no acabaría nunca de bajar la escalera de piedra que desde mi aposento conducía al salón de ceremonia. Dos veces me vi obligada a apoyarme... En fin, reuniendo todas mis fuerzas, entré con los ojos bajos y sin poder apenas sostenerme.

»Mi tío se me acercó, y tomándome la mano me presentó al conde de Pópoli, que hacía un año había heredado de su padre las más ricas propiedades de la comarca. ¡Imagínense lo que pasó por mí, gran Dios, al reconocer en mi prometido al rudo y feroz Eduardo, el que dos años antes y en aquella misma habitación me había groseramente insultado, el que tan baja y cobardemente había herido a un hombre desarmado e indefenso!

»El conde de Pópoli me saludó con respeto, y después se volvió a mi tío, el cual, continuando la conversación comenzada, le dijo fríamente:

—»Dentro de quince días y en la capilla del castillo, mi capellán celebrará el matrimonio.

»A lo que el Conde contestó inclinándose:

—»Como guste, monseñor.

»Indignada de tanta tiranía; convencida que ante tan firme resolución mi dicha no sería tomada en cuenta para nada, encontré en la convicción de mi inevitable desgracia una energía desconocida hasta entonces, y juré que nunca sería la esposa del conde de Pópoli.

»Carlos, por su parte, mostrábase tranquilo y lleno de esperanza en los medios que había imaginado y sobre los cuales guardaba el más profundo silencio.

»Pero, transcurridos algunos días, toda la confianza de que había hecho alarde le había abandonado; taciturno y silencioso, era presa de una sombría desesperación.

—»No hay salvación para usted—me dijo;—no puedo hacer otra cosa que morir por mi bienhechora. He ido en busca del conde de Pópoli, y sin nombrarla para nada ni comprometerla, lo he recordado el insulto que le había dirigido hace dos años; le he ofrecido y pedido una reparación más completa que la que había obtenido. Contaba con que aceptaría, porque dicen que es valiente, y le hubiese muerto o hubiese dejado mi vida en sus manos. Quería por ese medio impedir la desgracia de usted, o no ser testigo de ella. Esto es, señora, todo lo que podía hacer por usted el pobre Carlos. Pero el Conde ha rehusado altivamente, preguntándome quién era... ¡Quién era, señora!... ¡cuando se trataba de morir!... ¡Huérfano, bastardo tal vez, no tengo derecho a que me mate un noble, un señor!... el conde de Pópoli. Parece que es un crimen aspirar a este honor, porque el señor Duque me hizo azotar.

—»¡A usted, Carlos!

—»Sí, azotado...

»En aquel momento llegó Teobaldo, y ambos nos arrojamos a sus brazos...

—»Sí, son ustedes muy desgraciados—nos dijo, procurando darnos una esperanza que él mismo no tenía, mezclando a los consuelos de la amistad los de la religión.

»Durante dos días le vi ocupado solamente en calmar la desesperación de Carlos, que, en el colmo de su desventura, nada quería escuchar. Su exasperación cesó de repente; pero sombrío y pensativo, guardaba el más profundo silencio con Teobaldo y conmigo. Parecía enteramente ocupado de un siniestro proyecto que absorbía toda su atención y le hacía olvidar a sus amigos.

»Entretanto pasaban los días, y ya estábamos en la víspera del fijado para la realización del funesto enlace.

»Teobaldo se presentó delante de mí, pálido y con el semblante demudado.

—»¡Juanita!—me dijo;—es necesario salvar a Carlos, es preciso salvar su alma. Esta mañana ha venido a mí, no como a un amigo, sino como al ministro del altar; me ha pedido la absolución, que yo le he rehusado, porque está firmemente decidido a cometer un crimen.

—»¡El!—exclamé.

—»Sí... un crimen que lleva consigo la condenación eterna. No le maldiga usted, señora; no le abrume con su cólera... ¡Hoy mismo quiere matarse!

»Yo lancé un grito agudo, y sentí que un frío mortal se apoderaba de mí.

—»¡Matarse!—exclamé;—¿y por qué?

—»¿Por qué?—repitió Teobaldo, estrechando mis manos entre las suyas, frías como el mármol...—No sé cómo decírselo... y no obstante es preciso... es necesario...

»Y al hablar así el sudor corría por su pálida frente.

—»¡Acabe! ¡Acabe!

—»¡Pues bien!—dijo en voz baja y haciendo un esfuerzo sobre sí mismo:—sólo a mí me ha confiado su secreto, y usted no debería saberlo nunca... ¡Ama a usted como un insensato! ¡Vea por lo que se quiere matar! ¡Vea por qué la maldición del Cielo caerá sobre él!

—»¡Ah!—exclamé:—también deberá caer sobre mí, porque sus pensamientos son los míos.

—»¡Usted, Juanita! ¡quiere morir!

»Pero, bajando la vista y sin atreverse a mirarme, continuó con voz temblorosa:

—»¿Le ama usted del modo que él la ama?

»Yo nada contesté; pero caí a sus pies. Teobaldo lanzó un grito y guardó el más profundo silencio; después, fijando sobre mí una mirada llena de bondad, me dijo:

—»Hija mía (era la primera vez que me daba este nombre, autorizado por las santas funciones de su ministerio), hija mía, ¡ojalá pueda alejar de usted y que caiga sobre mí la desgracia que ambos se han preparado! Prométame solamente renunciar a esas ideas de muerte, proyecto culpable que le cerraría las puertas del Cielo, de ese Cielo donde espero volver a encontrarla.

—»Pero entonces, ¿qué partido tomaremos?

—»Uno hay—contestó con emoción;—si ama usted a Carlos, si se siente capaz de arrostrar por él la cólera del señor Duque, el desprecio del mundo, las desgracias, la miseria quizás.

—»Estoy pronta.

—»¡Pues bien! Yo hago mal, sin duda, dándole semejante consejo... Pero, piensa usted en matarse, y es necesario salvar su alma...

»Teobaldo calló por algunos momentos como si le espantase el partido que acababa de tomar.

—»¡Ah! Dios perdonará una falta mejor que un crimen. Cásese con Carlos en secreto y ante el altar.

—»¿Y quién se atreverá a arrostrar la venganza de mi tío, de mi familia? ¿Quién nos desposará?

—»¡Yo!—repuso Teobaldo.

»No encontrando expresiones con que manifestarle mi gratitud, me arrojé en sus brazos.

—»¿De dónde proviene esa sorpresa?—continuó:—¿no le tengo dicho hace algunos años que no sería en balde la protección que me dispensaba?

»No teníamos tiempo que perder. A la mañana siguiente debía celebrarse mi matrimonio con el conde de Pópoli, y decidimos que aquella misma noche Carlos y yo iríamos a la capilla del castillo por caminos diferentes; que Teobaldo bendeciría nuestra unión, y una vez efectuado nuestro enlace, nos resignaríamos a sufrir la cólera del duque de Arcos, que podría sumirnos en una prisión, arrojarnos del castillo y desheredarnos, pero no romper nuestra unión!

»Después de la comida nos trasladamos al salón, cuyas puertas vidrieras daban al parque; el conde de Pópoli, sentado cerca de mí, mostrábase tan galante como se lo permitían sus costumbres de cazador.

»Carlos entró, y en su alegre mirada, llena de dulzura, conocí que Teobaldo le había prevenido. Acababa de despedirse de mi tío, pues debía marchar a una granja a la mañana siguiente. Pasó por delante del Conde, a quien saludó fríamente, y aproximándose a mí para despedirse, tomó mi mano, que llevó respetuosamente a sus labios. Yo le dije en voz baja:

—»Esta noche a las doce.

—»¡A las doce!—repitió estrechando mi mano y dirigiéndome una mirada llena de reconocimiento y de ternura.

»En aquel instante le avisaron que un hombre mal vestido deseaba hablarle y le esperaba en el parque.

»Algunos momentos después, desde las ventanas del salón los vi pasar por una calle de árboles de las más lejanas. No pude distinguir el rostro del extranjero, cuyo porte no me pareció completamente desconocido, agolpándose a mi imaginación ideas y recuerdos confusos.

»Hablaban ambos acaloradamente, y en las gesticulaciones de Carlos, en su paso incierto y vacilante, notaba una agitación y una inquietud que no podía explicarme, y de la que participé cuando pasó una gran parte de la noche sin verle aparecer en el salón; pero bien pronto, me decía yo mirando el reloj, bien pronto sabré lo que significa esa visita imprevista.

»Al fin, cada cual se retiró a su aposento. Yo quedé en mi habitación y púseme a orar; cuando dieron las doce en el reloj del castillo, me encaminé hacia la capilla. Teobaldo me había precedido.

—»¿Eres tú, Carlos?—pregunté.

—»No, hija mía—me contestó una voz temblorosa.

»Era Teobaldo.

»Esperamos inútilmente; permanecimos solos el resto de la noche, y cuando los primeros rayos del día iluminaron las vidrieras de la capilla, Carlos no había aparecido.

»Pasó el día, pasaron también los siguientes y no volvió a presentarse en el castillo.

V

»La ausencia de Carlos—prosiguió la Condesa,—su desaparición misteriosa e imprevista nos habían anonadado. ¿Habría sido víctima de alguna traición? ¿Nuestros proyectos habían sido descubiertos? ¿Su rival, celoso, había pagado asesinos que le matasen? ¿La venganza y el poder del duque de Arcos, le habían privado de su libertad y le habían recluido en alguna prisión de Estado?

»Nos perdíamos en conjeturas, y en vano buscábamos la causa de aquel misterio; toda la solicitud de Teobaldo fue infructuosa y nada pudimos saber. Por otra parte, lo mismo el conde de Pópoli que el duque de Arcos parecían ignorar el suceso; no tenían la menor reserva para con Teobaldo; no nos impedían vernos, y aunque irritados por mi resistencia, atribuían mi obstinación a la repugnancia que sentía al matrimonio más bien que a otra causa extraña. A fuerza de lágrimas y súplicas, había obtenido tres meses de tregua, jurando que cumpliría mi palabra llegado el plazo.

»Cuando transcurrieron los tres meses, pedí de nuevo otra prórroga; pero era necesario ceder a la voluntad del Duque, a mi promesa, a la fe jurada... ¡Ay de mí! ¡no hay poder divino ni humano que pueda cambiar el destino! ¡Mi cabeza estaba trastornada, mi corazón herido; sólo quedaba mi mano, y el duque de Arcos dispuso de ella!

»¡Era ya condesa de Pópoli!

»Como satisfecho de este postrer acto de tiranía que labraba mi eterna desdicha, y como si hubiese concluido su obra sobre la tierra, mi tío murió al año de efectuarse mi matrimonio, dejándonos todos sus bienes. Ningún cambio hubo en mi suerte, ninguna nueva de Carlos. Si, como creíamos, había sido encerrado en alguna prisión a ruegos del duque de Arcos, la muerte de éste debía ponerle en libertad. Pero no pareció, y Teobaldo me dijo, desesperado:

—»Está visto; nuestro amigo no existe.

»Ambos le lloramos, y en las calles de árboles del parque donde solíamos sentarnos los tres en tiempos más felices, colocamos unas piedras en forma de monumento fúnebre, misterioso como su suerte; no inscribimos nombre alguno, ninguna inscripción; y junto a esta tumba sin despojos, pero animada por nuestros recuerdos, nos reuníamos todas las tardes para hablar de él, para rogar por él y pedir a la Providencia que pusiese fin a nuestro dolor y a su ausencia.

»Viví de este modo, cerca de un esposo de pasiones brutales y coléricas, pero cuyo corazón era menos malo de lo que yo creí en un principio. Todos sus defectos provenían de una educación descuidada. Un amor propio excesivo y un orgullo sin límites eran la consecuencia de su absoluta ignorancia; y cuando, con una habilidad y una paciencia infinitas, Teobaldo le hizo comprender poco a poco lo mucho que ignoraba, empezó por confiar menos en sí mismo y más en nosotros. Por mi parte me dediqué a moderar su carácter impetuoso, aunque, con frecuencia, mi dulzura no lograba desarmarle.

»A causa de las escenas violentas a que se entregaba, me compadecían nuestros vecinos. Admiraban mi resignación, que no se debía, seguramente, a la indiferencia. Era demasiado desgraciada para ocuparme de ciertas pequeñeces.

»La tristeza de Teobaldo aumentaba de día en día. La vista del castillo le apenaba profundamente; el aire que respiraba alteraba su salud, y, a no verme sufrir tanto, se hubiese retirado de nuestra morada desde hacía mucho tiempo. Sombrío y taciturno, huía de toda distracción y aun del estudio; entregado a la religión, pasaba día y noche al pie del altar. En los alrededores era tenido por un santo, y hasta mi marido respetaba su virtud.

»Hacía algunos meses que el conde de Pópoli visitaba con frecuencia a los señores de las cercanías, o los recibía en nuestra casa, donde tenían conferencias secretas. En fin, con gran sorpresa mía, llegué a observar que ya no se dedicaba solamente a la caza. Con frecuencia me daba a traducir o escribir cartas para algunos señores de Alemania; estas cartas eran insignificantes en apariencia; pero tenían un sentido diferente y misterioso que deseaba conocer, y que no tardé en adivinar.

»El conde de Pópoli parecía satisfecho de sus proyectos; pero, a pesar de esto, en algunos momentos violentábase para aparecer con un aspecto tranquilo, y, en ocasiones, surcaban su frente imperceptibles arrugas. Contra su costumbre, parecía preocupado por una idea y semejábase a un hombre sumido en profundas meditaciones. Hice notar mis observaciones a Teobaldo, que me trató de visionaria y no quiso darme crédito.

»No obstante, cierto día entró en mi habitación con aire agitado.

—»Juanita—me dijo:—aquí sucede algo extraordinario. Hay una porción de armas en los subterráneos del castillo.

—»¿Armas de caza?—le pregunté.

—»No, deben de ser destinadas para otro fin: esta tarde, cuando volvía del pueblo de suministrar los Sacramentos a una enferma, se me ha aproximado, enmedio del bosque, un hombre envuelto en una capa y me ha dicho en voz baja:

—»Señor capellán; abandone esta misma noche el castillo en compañía de la Condesa; peligra su libertad y su vida; mañana será demasiado tarde.

»En seguida se alejó precipitadamente.

—»Es alguno—le dije,—que ha querido burlarse de usted.

—»No, no—me contestó haciendo la señal de la cruz;—porque me ha parecido oír la voz de Carlos que venía a salvarla.

—»¡Carlos!—exclamé;—es imposible.

—»Sí, eso mismo he pensado yo; pero mi corazón me ha dicho que era él. Cuando se alejaba, después de estrechar mi mano, grité:

—»¡Carlos! ¡Carlos!

»Entonces se detuvo, y creí que se iba a arrojar en mis brazos; pero me equivoqué, pues lanzando un grito de dolor, volvió la cabeza y desapareció velozmente.

»No podré explicar la turbación que me causó esta sencilla relación. ¿Por qué abandonar el castillo donde estábamos seguros, y en el que nuestra numerosa servidumbre podía defendernos? Semejante aviso me pareció absurdo y me hizo dudar de todo.

»Sin embargo, para no tener nada que reprocharme, envié a buscar a mi esposo. A pesar de ser ya más de media noche, el Conde estaba fuera todavía. Ordené que me llamasen a su vuelta. Pero el Conde no regresó al castillo en toda la noche.

»La inquietud se apoderó de mí, y apenas amaneció hice que fueran en su busca. Pero las puertas del castillo estaban bien guardadas por soldados españoles, y no dejaron pasar a mis emisarios. Poco después, presentóseme el oficial que los mandaba, y me dijo respetuosamente:

—»Vengo a cumplir una orden bien sensible para mí. Estoy encargado de prender a usted.

—»A mí, señor oficial?

—»Sí, a la condesa de Pópoli.

—»¿De orden de quién?

—»Del Rey.

»Me vi obligada a obedecer y, un momento después, subía al coche que se me tenía preparado. Llegamos al Castillo-Nuevo, donde fui encerrada. El conde de Pópoli había sido igualmente arrestado aquella misma noche en casa de un caballero vecino nuestro, que estaba complicado con él en la conspiración que se tramaba.

VI

»El conde de Pópoli, dueño de una inmensa fortuna, que aumentó considerablemente al agregársele la del duque de Arcos, mi tío, creía que su nombre y sus riquezas le daban derecho para figurar a la cabeza del gobierno. No había pensado nunca que el talento debe tenerse en cuenta, y habíase indignado de la poca importancia que siempre le concedió la corte de España. Soñando con el virreinato de Nápoles, y no escuchando más que la voz de su orgullo y su amor propio herido, concibió el proyecto de hacerse temer de los que le habían despreciado. Quiso librar a los napolitanos del yugo de los españoles e hizo entrar en el complot a muchos nobles de los alrededores, de los que se creía jefe, y de los que no era más que el instrumento; porque, en caso de triunfo, hubieran recogido el fruto de una sublevación en la que el conde de Pópoli corría todos los peligros.

»¡La conspiración era evidente, las pruebas numerosas y el parecer de los jueces era unánime!... Pero la opinión pública estaba tan pronunciada, era tan poco dudosa en el modo de juzgar del talento y capacidad del conde de Pópoli, que nadie dudaba de que tal proyecto no había sido concebido por él; a causa de esto, se me creyó el alma de aquel complot. Decíase que mis consejos y mi influencia le habían hecho entrar en esta conspiración, cuyo verdadero jefe era yo. En una palabra, se me concedían los honores de la invención. Debo confesar que las cartas escritas por mí y que obraban en poder de los jueces, constituían una prueba más que suficiente en contra mía.

»Supongo que conocerán ustedes los detalles de ese proceso, que tanto ruido hizo en España y en Italia. Sabrán también que fuimos condenados a muerte; pero, escuchen lo que tal vez ignoran.

»Mis jueces, compadecidos de mi juventud, habían solicitado gracia de la corte de Madrid, la que parecía imposible alcanzar porque la población de Nápoles nos miraba como a héroes, como a mártires de la libertad; había querido derribar las puertas de nuestra prisión, y hasta llegó a intentar una sublevación con el fin de salvarnos; la cual no tuvo otro resultado que asegurar nuestra pérdida.

»La ejecución de la sentencia se había fijado para el día de San Javier, y la víspera solicité que se me concediesen dos favores, los que me fueron otorgados. El primero fue ver y abrazar a mi querida hermana, a la que había sacado del convento un año antes y a quien nuestra prisión obligó a entrar de nuevo en él; y la segunda, elegir yo misma mi confesor. Se me dijo que un capellán estaba a las puertas de la prisión y que quería hablarme. Debía de ser Teobaldo; no me había engañado, en efecto.

»Entró con la frente erguida, la mirada llena de expresión; y comprendiendo el santo gozo que le animaba, corrí a él diciéndole:

—»¡Amigo mío! ¡Padre mío! He aquí el día de la libertad: la mirada de usted me lo hace concebir.

—»Aun no—me contestó con una sonrisa triste y expresiva.

»Luego, volviéndose al gobernador de la prisión, que entraba en aquel instante, le entregó una carta, que leyó vivamente, y, sorprendido en extremo por su contenido, la dejó caer sobre la mesa junto a la cual estaba yo sentada. Fijé en ella una mirada investigadora y me estremecí al ver unos caracteres que no me eran desconocidos. Sólo contenía estas palabras:

«Vuestra Majestad me prometió ayer concederme todo lo que le pidiese; pido gracia para la condesa de Pópoli y su esposo.

»Carlos Broschi.»

»Debajo, y escrito por la misma mano del Rey, se leía: «Concedido.

»Fernando.»

»Abriéronse las puertas de la prisión; estábamos libres, pero desterrados para siempre del reino de Nápoles, obligándonos a abandonar el territorio en veinticuatro horas, y confiscados todos nuestros bienes. El Conde se ocupó de nuestro viaje, y yo con el corazón lleno de gozo, de temor y de sorpresa, me encerré con Teobaldo.

—»¡Carlos existe!—exclamé:—¡existe!

—»Sí, señora; le he visto, le he abrazado... porque el escrito que le he entregado en la prisión y que le ha devuelto la libertad, él mismo lo ha traído, porque no ha cesado de velar por la felicidad de usted.

—»¿Dónde se encuentra? ¿Por qué nos ha abandonado? ¿Por qué ese silencio, ese misterio en su destino?

—»Juanita—respondiome con voz conmovida y estrechando mis manos:—no me lo pregunte, no me pida explicaciones; no le podré satisfacer.

—»Así, pues, ¿conoce usted eso secreto?

—»Sí, me lo ha revelado, pero no como al amigo, sino como al ministro del Señor... y bajo el secreto de la confesión.

—»Una sola palabra—le dije:—¿sigue amándome aún?

—»Más que nunca.

—»¿Está libre?

—»Lo estará siempre; no ama, no amará a nadie más que a usted. Esto es lo que tal vez no debería decirle—continuó con voz trémula...—Pero, comprenderá usted que por la dicha de ambos... no debe verla... Le he impuesto esta ley... Me ha jurado acatarla, y confío en que cumplirá su palabra.

—»¡Tiene razón!

»A pesar mío, mis ojos vertían abundantes lágrimas, y una incertidumbre angustiosa agitaba y oprimía mi corazón.

—»¿La noche que debía usted bendecir nuestra unión—le dije,—se alejó de nosotros voluntariamente o se le obligó a dejarnos?

—»No, lo hizo por sí mismo, obligado solamente por el honor, por el deber.

—»Una pregunta más, Teobaldo: ¿en su lugar, hubiera usted hecho lo mismo?

—»Sí, señora.

—»En eso caso, ¿aprueba usted su conducta de entonces y de ahora? ¿aprueba su ausencia, su silencio, y hasta el misterio que le rodea?

—»Sí—repuso con voz firme.

—»¡Ya estoy tranquila!—exclamé tendiéndolo la mano;—como él, Teobaldo, seré digna de usted; como él, permaneceré fiel al deber, aunque sea un sacrificio superior a mis fuerzas.

»En aquel momento se presentó el conde de Pópoli. El buque estaba pronto y era necesario partir; los días del destierro comenzaban para nosotros.

—»¡Adiós, pues, patria mía!—decía llorando.—¡Adiós, hermoso cielo de Nápoles! ¡Adiós todo lo que he amado en el mundo!

»Y, entretanto, el navío nos alejaba para siempre de aquellas queridas playas, pobres, desterrados, sí, ¡desterrados para siempre!... Esta palabra vibraba en mis oídos con una violencia que ni el ruido de las olas, ni los gritos de los marineros podían ahogar; mientras que a lo lejos y de pie en la costa, Teobaldo agitaba todavía en señal de despedida su pañuelo blanco, que no tardó en desaparecer en la obscuridad. Largo tiempo permanecí sobre cubierta obstinada en distinguirlo, y cuando ya no le vi...

—»Todo ha terminado para mí—dije.

»Y me creí sola en el mundo.

»En la adversidad se tiene fácilmente valor para sufrir, cuando vemos junto a nosotros las personas a quienes amamos. Pero el infortunio se hace aún más amargo si nos vemos rodeados tan sólo de seres indiferentes. La desgracia es mucho mayor si no amamos a los seres con quienes vivimos; son dos suplicios, y el primero no es el más cruel comparado con el segundo. Me era necesario sufrir las quejas, el mal humor y hasta los reproches del conde de Pópoli, porque de todo me acusaba, hasta de la miseria que no había conocido, y que en breve llegó a aumentar mis dolores.

»Buscamos un refugio en Inglaterra; habiendo llegado sin recomendación alguna, no teníamos conocimiento en el país, y carecíamos de recursos; nuestros bienes confiscados nos privaban de toda esperanza; juzguen ustedes, pues, de mi situación, cuando nos pidieron el precio de nuestro alojamiento, que las pocas alhajas que me quedaban no bastaban para pagar... Ibamos a ser despedidos vergonzosamente; estábamos próximos a encontrarnos sin pan, sin asilo... cuando llegó para el conde de Pópoli un paquete de Londres y una letra, por la cual un antiguo deudor del duque de Arcos enviaba a la sobrina de éste diez mil libras esterlinas que le debía hacía mucho tiempo.

»El conde recibió este dinero como llovido del cielo; y yo, que no tenía más que un amigo en el mundo, adiviné fácilmente, por los términos en que estaba escrita la carta en que se me enviaba la letra, al que ocultaba una buena acción disfrazándola con el reconocimiento.

»Rehuyendo vivir en la ciudad, resolvimos establecernos en la campiña, cuyo modo de vivir convendría a mi salud, a la sazón bastante quebrantada. El Conde encargó a un individuo que nos proporcionase una residencia modesta y conveniente, y se presentó, por fortuna nuestra, una buena ocasión; estaba en venta una encantadora posesión en los alrededores de Londres, situada admirablemente y amueblada con gusto y elegancia; tenía cristalinas aguas, un parque magnífico, y la obtuvimos por un precio módico.

»Mi esposo sentíase encantado de las bellezas de esta modesta habitación, que yo miraba con indiferencia en un principio, y con algo de extrañeza más adelante, pues encontré un gabinetito amueblado y dispuesto como tenía el mío en el castillo del duque de Arcos. Allí tenía el mismo clavicordio y sobre la mesa mis autores predilectos, los libros que más me complacía en leer, y que una mano generosa había recogido para colocarlos allí a mi disposición; en mi destierro encontraba los recuerdos de mi pasada felicidad y de la patria ausente.

—»Gracias, Carlos, gracias—murmuré interiormente.

VII

»Transcurrieron varias semanas en la mayor tranquilidad, y nuestro aislamiento era completo; tranquilidad y aislamiento que me hacían mucho bien, pero que eran insoportables para mi esposo, que echaba de menos su país y sus partidas de caza. Era valiente, activo; y desterrado para siempre del suelo que le vio nacer, decidió, pues, entrar al servicio de Inglaterra, y presentó al efecto una solicitud a los ministros de Jorge II, que fue desatendida. Pidiome entonces que fuese a hablar a la Reina, la que me recibió con dulzura, pero me manifestó que sentía mucha pena por no poder favorecer a un proscrito por la corte de Madrid.

—»Sería arriesgarse—me dijo,—a recibir las justas reclamaciones del embajador de España.

»En aquel instante anunciaron al Rey, y Jorge II apareció apoyado en el brazo de un joven de buen aspecto y cuidadosamente vestido. Necesité hacer un grande esfuerzo para reprimir un grito de sorpresa al reconocer en aquel joven a Carlos, el cual palideció visiblemente y se vio obligado a apoyarse en un sillón. La Reina le tendió la mano y le dijo con bondad:

—»Siéntese, Carlos.

»Se inclinó cortésmente y permaneció de pie, continuando mirándome, con el más profundo silencio. Yo me despedí de SS. MM. y me retiré de su presencia; poco después llegué a mi casa en un estado difícil de explicar. El conde de Pópoli me aguardaba con impaciencia, y le conté el mal éxito de mis gestiones y la poca esperanza que debía tener; mientras hablaba, entró en el patio un carruaje.

»Las puertas del salón se abrieron, y vi aparecer a Carlos, el cual se presentó en casa de mi marido, sereno y con la mayor dignidad.

—»Señor—dijo al conde de Pópoli,—debo mi fortuna y mi posición al duque de Arcos y a su sobrina, y mi único deseo es poder recompensarles un día el bien que de ellos he recibido. Circunstancias favorables me han hecho tener en la corte y en el ministerio algunos amigos a quienes he hablado en favor de usted, y he conseguido que se le conceda un empleo de cierta categoría en el ejército inglés, cuyos valientes soldados pertenecen a todos los países, como ha dicho el Rey al firmar el despacho; soy dichoso por ser el portador de tan feliz nueva, y suplico a usted olvide lo pasado y disponga de mí incondicionalmente.

»Había en su acento tanta lealtad y franqueza, que el Conde, no pudiendo contener su emoción, le tendió espontáneamente la mano, diciéndole:

—»Soy yo, señor, a quien debe culparse de todo lo pasado. Deme su mano... y su amistad, porque en adelante puede usted contar con la mía.

»Desde este día, Carlos frecuentaba nuestra casa.

—»He jurado a Teobaldo—me dijo,—no hablar a usted de mi amor y sostendré este juramento. Pero había ofrecido también velar por usted, protegerla, dedicarle mi vida entera, y cumplo esta promesa. Soy un amigo... un hermano... que nada pide para sí, sólo desea ver a usted... porque vivir sin verla me es imposible, lo he ensayado y no tengo el suficiente valor para privarme de ello; preferiría morir.

»En efecto, veíamos a Carlos casi diariamente; pero, fiel a su promesa, elegía las horas en que mi esposo estaba en casa; y nadie, excepto yo, podía adivinar lo que sufría su corazón. Nunca me dirigió una palabra, una mirada de amor; pero la intensa emoción que le devoraba poníase de manifiesto en sus ojos, y una mirada mía le decía con frecuencia que comprendía sus sufrimientos y su abnegación.

»Mostrábase grande, pero no tanto como era en realidad. Después de algunas palabras que se le habían escapado involuntariamente, y de lo que Teobaldo me había dicho, comprendí que en el instante en que debíamos unirnos para siempre, un deber imperioso, sagrado, un deber que yo no podía explicarme, le había separado de mí... ¡Volvía a mí, me amaba siempre; era libre, y yo estaba unida a otro hombre, estaba encadenada para siempre! Una o dos veces me encontré sola con él, y entonces todo su valor y su resolución le faltaban; su emoción era tan grande, que apenas podía hablar; y yo, más conmovida que él, procuraba llevar la conversación a la época de nuestra niñez, a los tiempos de nuestra juventud; pero, a pesar mío, e impulsada por una secreta curiosidad, concluía siempre por llegar al día de nuestra separación.

—»¿Aquel hombre—decíale,—aquel extranjero que llegó la misma tarde del día en que nos separamos, y que habló largo tiempo con usted, no fue la causa de su partida?

—»Sí—contestábame en tono sombrío:—él fue la causa de que mi felicidad futura desapareciese... me fue necesario huir de usted... Mi dolor, mi desesperación... no han encontrado consuelo, ni olvido mis males sano con el estudio, con el trabajo. El talento que debo a usted... porque todo se lo debo, me ha abierto una carrera en la cual hasta entonces no había pensado. Ella me ha llevado a la fortuna... ¡fortuna honrada, se lo aseguro! Su amigo es el amigo de Teobaldo, y no ha dejado de ser hombre de bien; si no lo fuese, no estaría en presencia de usted... no se atrevería a fijar los ojos en el ángel que ama, que adora... No, no—repitió bajando la voz:—¡que reverencia, que respeta, y que le han arrebatado para siempre!

»Cuando acabó de pronunciar estas palabras, ocultó el rostro entre sus manos para ocultar su llanto. Pero comprendí su acción.

—»Carlos—le dijo con dulzura:—hay un secreto que pesa sobre la vida de usted.

—»Sí, un secreto que me matará.

—»¿Ese secreto—proseguí,—que ha revelado usted a Teobaldo, no puedo conocerlo?

»Se estremeció y me miró como espantado.

—»¡Ignora usted, pues—continué,—que le estimo tanto como Teobaldo, que le amo tanto como él!... ¡ah! ¡mil veces más!... La proximidad de la muerte, la vista del cadalso no me hicieron palidecer; ¡y cree usted que un secreto del que depende su suerte no me podrá ser confiado! ¡Teobaldo lo guarda por amor a su Dios! Yo lo guardaré por el amor que profeso a usted, y el hierro del verdugo no lograría arrancármelo.

»Carlos me miró algunos instantes con amor y reconocimiento; una radiante mirada brilló en sus ojos y creí que iba a ceder; pero me contestó con tristeza:

—»¡Juanita, no desee usted saber ese secreto!... Ignórelo siempre si me ama; porque no podré decírselo sin morir: ¡el día que lo conozca habré dejado de existir!

»En aquel instante entró mi esposo, y Carlos, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, cambió su tristeza en la conversación viva y mordaz que le caracterizaba.

»Había en la franqueza de sus modales y en la gracia de sus palabras un atractivo que le hacía simpatizar con todo el que le trataba. El Conde cedía con frecuencia a su ascendiente y dejábase arrastrar por él, seducido por lo agradable de la conversación; asombrábase de encontrar un placer que no fuese la caza. Habíase acostumbrado de tal modo a las visitas de Carlos, que el día que éste no iba estaba de mal humor y regañaba con todo el mundo, sin exceptuarme a mí.

»Por esta época, deseó pasar a un regimiento que iba a Hannover, y su instancia fue bien admitida; estaba protegido en la corte por una mano invisible. Pero lo que más me admiraba era que yo había hablado a muchas personas de Londres, de Carlos Broschi, y nadie conocía este nombre ni habían oído hablar de la persona así llamada.

»Cierto día presentose un hombre en mi casa y preguntó a mis criados si el señor Broschi debería ir allá, porque no le había encontrado en su alojamiento, según decía, y le era absolutamente necesario verle. Se me dio cuenta de aquella visita, e hice entrar al desconocido, como éste probablemente esperaba.

»El extranjero era un anciano de buen aspecto, y cuyos cabellos blancos dábanle un aire respetable; su figura estaba llena de bondad y animada por unos ojos vivos y que aun tenían algo de brillo de la juventud.

»Le hablé de Carlos, y repentinamente levantó la cabeza con una alegría y un orgullo difíciles de explicar. Carlos, según pude deducir, era su dios, su ídolo; y el anciano no encontraba sobre la tierra persona a quien compararle. Pero de pronto, y como si temiese que su entusiasmo le llevase demasiado lejos, cesó de prodigarle sus elogios.

—»No puedo hablar más—decía:—si le conociese usted como yo; si supiese todo el bien que hace, el oro que derrama a manos llenas... ¡Es un hombre superior... un hombre tan rico y tan humilde... tan modesto y tan dulce! Es la bondad misma... no causará daño a nadie... exceptuando, tal vez, a una persona.

»El anciano enjugó una lágrima que resbalaba por sus mejillas. En cuanto a mí, escuchábale con atención, porque me parecía que una voz conocida llegaba a mis oídos; el extranjero se preparaba a seguir los elogios de Carlos, cuando éste entró en el salón. Apenas vio al desconocido, Carlos se enrojeció; sus ojos, de ordinario tan dulces, lanzaban miradas ardientes, y un temblor nervioso agitó todo su cuerpo.

—»¿Usted aquí?—exclamó:—¿Quién le ha permitido venir? ¿quién le ha dado permiso para presentarse delante de mí?

—»Sólo he querido verte un instante, Carlos—contestó el anciano temblando.—¡Hace tanto tiempo que no he gozado de esta dicha!...

—»¿Qué desea usted?—continuó Carlos procurando disimular su enojo en mi presencia.—Le he señalado diez mil libras de pensión: ¿quiere quince, quiere más todavía?

—»No, bien lo sabes tú... no es esto lo que yo quiero.

—»¿Quiere veinte? Pero con la condición de que partirá al instante, y de que no le volveré a ver.

—»Todo lo rehúso, si no me permites que te vea al menos una vez al año.

—»¡Sea!—repuso Carlos, dominado por un acceso de cólera.—¡Pero parta... aléjese!

—»Te obedezco, Carlos—dijo el anciano llorando.—¡No eres cruel y malo sino para mí!... ¡No me quejo! ¡tienes razón!... Pero llegará un día en que me hagas justicia... Adiós, pues, hasta el año próximo... ¿no es cierto? Adiós, Carlos, yo pediré a Dios por ti.

»El extranjero salió, y Carlos dejose caer en un sofá conmovido y lleno de ira.

—»¡Ah! ¡Dios mío!—le dije acercándome a él:—¿quién es ese anciano?

—»¡Qué! señora, ¿no le ha conocido usted?—me dijo en tono brusco.

—»¡Ah! No, se lo aseguro.

—»¡Es mi padre!

—»¿Su padre?—exclamé:—¡Mi antiguo maestro de música!... El buen Gerardo Broschi... ¡Ah! ¿De dónde viene, qué ha sido de él? ¡sería muy dichosa en abrazarle!...

»Corrí a la ventana para llamarle, pero Carlos me detuvo: veía atravesar una de las calles de árboles al anciano, que se alejaba en el parque, y reconociéndole en aquel instante, exclamé:

—»¿Es el extranjero que, en el castillo de Arcos, fue preguntando por usted en la tarde del funesto día en que nos separamos?

—»El mismo. Hacía diez años que había partido para San Petersburgo, donde era el maestro de música, o, mejor dicho, el confidente de la emperatriz Catalina; ésta le empleó en intrigas de la corte, lo cual, descubierto por el Czar, a quien no gustaba que se burlasen de él, envió a Gerardo a la Siberia. Allí ha permanecido siete años, sin poder dar noticia alguna de su existencia, y regresó a Nápoles el mismo día en que debía efectuarse nuestro matrimonio.

—»¿Y por qué, Carlos, usted, que es tan bueno para todo el mundo, trata con tanta dureza a su padre?

»Carlos no me contestó.

—»¿Por qué rehúsa verle?

—»¿Por qué?—me dijo con aire sombrío y temblando convulsivamente:—porque cuando le veo me dan ganas de matarle. Esto es horrible, ¿no es verdad? Y como no quiero ser parricida, le he prohibido que se ponga en mi presencia. Hago mal, sin duda, y me acuso de ello; pero quiero evitar una desgracia.

»Carlos inclinó la cabeza sobre el pecho y quedó silencioso.

»Algunos días después recibimos una visita que estábamos muy lejos de esperar. Carlos iba frecuentemente a desayunarse y a pasar el día con nosotros. Un criado entró y dijo en voz baja a Carlos que monseñor el obispo de Nola deseaba verle. Carlos exclamó sorprendido:

—»¡El! ¡en Inglaterra!... ¿Qué le ha traído?... ¿Por qué no entra? ¿Teme volver a ver a sus amigos y encontrarse entre ellos?

»En aquel instante abriose la puerta y apareció Teobaldo. Mi esposo lanzó un grito de sorpresa:

—»¡Es posible! ¡el antiguo capellán del duque de Arcos! ¡El que el año pasado todavía era nuestro capellán! ¡verle en los altos puestos de la Iglesia!

»En seguida, el Conde se acercó a él, y saludándole con respeto le dijo:

—»¿Parece, señor Teobaldo, que ha hecho usted una brillante carrera?

—»Pero, no por mi talento ni por mis méritos—repuso fríamente Teobaldo,—sino por la protección de algunos amigos.

—»¡Han cumplido su promesa!—exclamé vivamente.

—»No por completo...—dijo en tono de reconvención y dirigiendo una severa mirada a Carlos, que estaba sentado a mi lado.

»Luego, aproximándose a él, le dijo:

—»He venido hasta aquí porque es necesario que te hable.

—»Más tarde, monseñor—le contestó Carlos con voz dulce y sonrisa graciosa, que parecía querer desarmar el rigor que demostraba Teobaldo.—Tenemos tiempo.

—»No—repuso Teobaldo con dureza.—Vengo a buscarte, a llevarte; necesitamos partir hoy mismo.

—»¿Y por qué razón?

—»Por una muy importante, que ya te explicaré.

—»No demoren ustedes por nosotros su conferencia, grave sin duda—dijo el conde de Pópoli.—Pasen a mi gabinete, que pongo a su disposición; yo voy a salir, y les ruego obren con toda libertad, pues están en su casa.

»Abrió la puerta del aposento, y los dos amigos entraron en él; en seguida partió el Conde, y yo quedé sola.

»No sé cómo decir a ustedes lo que sentí entonces, y la horrible tentación que se apoderó de mí. Teobaldo y Carlos estaban allí... a dos pasos de mí... hablando sin duda de aquel misterio de que dependía su suerte y por consecuencia la mía.

»Arrastrada por una mano de hierro y tentada por la curiosidad de saber el secreto que me negaban, me acerqué a la puerta, y pálida y anhelante, sin poder respirar apenas, bajé la cabeza y me puse a escuchar lo que decían.

VIII

»Me puse a escuchar—repitió la Condesa;—pero sus palabras no llegaban hasta mí sino a intervalos, y había perdido el principio de la conversación.

—»Sí—decía Teobaldo:—por tu tranquilidad, y sobre todo por la suya, me habías jurado que no volverías a verla.

—»Me es imposible cumplir ese juramento... ¡La amo más que nunca!

—»Por ti entonces, y no por ella... ya que tan poco te importa su reposo; pero te importa que ella pierda el único bien que aun le resta en el mundo, su reputación, que siendo sus deudos, siendo sus amigos, debemos conservar y que sin la menor consideración comprometes a los ojos de todos.

—»Tienes razón... Pero la amo... y no puedes comprender, teniendo el corazón helado, la rabia y la desesperación que en mi pecho se encierran y que mis labios callan.

—»Así, pues—exclamó Teobaldo levantando la voz a impulsos de la cólera,—es por un amor insensato, criminal, por lo que sacrificas el reconocimiento y el deber.

—»¡El deber!

—»Sí, el Rey está enfermo, y te llama... tiene necesidad de tu ciencia. Su vida, que habías salvado, está nuevamente en peligro, y olvidas por una mujer tus juramentos, tus bienhechores.

—»¡Pero esta mujer lo es todo para mí: es mi alma, es mi vida!

—»Te compadezco, Carlos; pero no transijo con el deber: vengo a buscarte y tendrás que seguirme.

—»No puedo abandonar a Juanita.

—»Me seguirás, te digo.

—»Pero al menos, ahora no.

—»Hoy mismo, en seguida.

—»¡Nunca!

—»Yo sabré contenerte.

—»¡Te desafío a que lo hagas!

—»¡Pues bien! Por salvar al menos a uno de vosotros, voy a decírselo todo a Juanita...

»Y observé que Teobaldo se acercaba a la puerta.

»Carlos dio un grito.

—»Te obedezco... marcho... dejo la Inglaterra. Déjame siquiera una hora a su lado.

—»¡Una hora! Sea—contestó Teobaldo.

—»Yo iré a buscarte—dijo Carlos.

—»No, voy a hacer que dispongan el coche, y vendré yo mismo por ti... Esto es más seguro.

»Ambos salieron del gabinete; Teobaldo se ausentó acto continuo, y yo quedé sola con Carlos.

»La conversación que acababa de oír, aunque demasiado vaga para mí, me había hecho conocer, no el amor de Carlos, pues ya lo conocía con exceso, pero sí el origen de su fortuna. Había oído que la vida del Rey estuvo en peligro, y que Carlos, por medio de su ciencia, la había salvado. Carlos no me había dicho que el estudio y el trabajo le habían abierto una carrera, y aunque conocía su aptitud para todas las ciencias, ignoraba que la medicina le hubiese conducido a la fortuna y al merecido renombre de que gozaba. Por este medio llegué a explicarme el crédito y el favor de que gozaba cerca de algunas testas coronadas. ¿Pero por qué ocultarme esos pormenores? ¿Por qué ese cuidado extremoso que ponía en que ignorase acontecimientos que tanto me interesaban y que de tal modo anhelaba conocer? He aquí lo que no podía explicarme y lo que procuré averiguar.

«Estaba frente a mí, y su mirada era triste e incierta, no sabiendo sin duda cómo darme cuenta de su próxima partida. Fui en su auxilio, y tendiéndole la mano le dije:

—«Perdóneme usted, Carlos; perdone una culpable indiscreción de que me acuso. Quería, sin preguntárselo, saber su secreto; lo he escuchado.

»A estas palabras, la palidez de la muerte cubrió su rostro; sus mejillas pusiéronse lívidas y cayó a mis pies inmóvil y como aterrado.

»¡Ah! en aquel espantoso momento lo olvidé todo... Pasmada, fuera de mí, caí de rodillas ante él, sintiéndome dispuesta a seguirle.

—»¡Carlos!—exclamé:—Carlos, ¿me oyes? ¡Vuelve en ti para escuchar que te amo!

»Sentí entonces escaparse de sus labios un tenue suspiro; su corazón no había cesado de latir... Vivía todavía. Abrí las ventanas, y un aire puro refrescó la habitación y logró reanimarle. Le hice respirar un pomo, y por fin abrió los ojos; mi nombre fue la primera palabra que pronunciaron sus labios, y levantó la cabeza, que tenía apoyada sobre mi pecho.

—»¿Dónde estoy?—preguntó.

—»Junto a mí, cerca de tu amiga, que te pide que la perdones.

»En pocas palabras le conté mi falta, mi imprudencia, y le referí todo lo que había escuchado.

»A medida que yo hablaba, la mortal palidez de su rostro desaparecía lentamente. Un ligero carmín lo coloreó; la sangre y la vida circulaban por sus venas... Y, entretanto, sentíase bañado por mis lágrimas, y percibía los latidos de mi corazón, que, a mi pesar, le ponían de manifiesto mi alarma y mi amor.

—»¡Angel del cielo!—exclamó.—¡Eres tú quien me llama y quien busca mi alma!

—»No, no—le dije:—esa alma tan noble y pura debe permanecer aún sobre la tierra; es nuestra, nos pertenece.

—»Sí, tienes razón—me contestó, entusiasmado;—esa alma es tuya, tuya... Porque sólo tú puedes elevarla hasta el cielo o hundirla en los abismos; sólo tú puedes hacerme dichoso o quitarme la vida. ¡Oh, Juanita! Nunca sabrás lo que sufro... ¡Vivir junto a ti, enervarse con tu aliento, sentir consumirse de amor, sin atreverse, sin poder manifestarlo... éste es el tormento que me acibara todos los instantes del día... bien lo ves, no puedo renunciar a él, no puedo separarme de ti sin morir!

»Carlos estaba a mis pies, y cubría mis manos con sus besos... En mi turbación, en la enajenación de mis sentidos, percibí el ruido que hacía una puerta al abrirse. Un momento después, el conde de Pópoli estaba detrás de nosotros, nos miraba. Si hubiesen ustedes conocido lo violento de su carácter, comprenderían el furor que se apoderó de él. Se arrojó sobre nosotros, y repentinamente vi brillar dos espadas. Carlos hizo caer la de su adversario, y bajando la punta de la suya, dijo:

—»Escúcheme usted, escúcheme: su esposa es inocente, lo juro delante de Dios.

—»¡Y bien! ¡pronto vas a justificarte delante de él!—dijo el Conde, que acababa de recoger su arma y comenzaba de nuevo el combate con una rabia que había de serle fatal.

»Al arrojarse sobre Carlos, que no hacía más que defenderse, cayó mortalmente herido. En aquel instante entró una persona en el salón. Era un amigo, un salvador; era Teobaldo.

—»¡Desdichado!—gritó dirigiéndose a Carlos:—¡Vete, vete! ¡Mi coche está a la puerta, huye... Ya que no por ti, por el honor de Juanita!

—»¡Y este honor!—exclamé,—¿quién podrá salvarlo ya?

—»Yo—repuso Teobaldo;—yo, por el deber que tengo de velar sobre usted.

»Y corrió a mi marido que, haciendo un supremo esfuerzo, había logrado llegar hasta el cordón de la campanilla, y tiró de él violentamente. Al oír este modo de llamar, todos los domésticos de la casa se precipitaron en la habitación. Carlos acababa de salir, pero ellos vieron al Conde tendido y bañado en su propia sangre. Teobaldo le sostenía en sus brazos, y yo permanecía arrodillada junto a él, casi desvanecida.

»Toda la servidumbre rodeó al Conde, prodigándole los socorros que aun ellos mismos creían inútiles, dada la gravedad de su herida.

—»Vayan ustedes—dijo con voz desfallecida a los criados;—hagan venir al aldermán[*], a los magistrados, porque quiero hablar delante de ellos...

[*] Oficial municipal de Londres.

—»Sí—dijo Teobaldo:—ejecuten las órdenes del señor; pero—agregó en seguida,—déjennos solos con él.

»Todos salieron del aposento, y Teobaldo se aproximó al lecho donde había sido acostado el moribundo.

—»¿Cuál es su propósito, señor Conde?—le preguntó con voz grave y solemne.

—»El de encargar a la ley mi venganza, entregar a los magistrados la adúltera y sus cómplices... para que, cuando yo muera, y a los ojos de todo el mundo, los que me han engañado y deshonrado sean a la vez deshonrados con un castigo público y deshonroso...

—»¿Y qué dirá usted a Dios cuando comparezca en su presencia?—replicó Teobaldo con voz solemne.—¿Si ha acusado usted y herido al inocente; si ha legado el oprobio y la infamia a su esposa, que nunca fue culpable?

—»En vano espera usted engañarme—dijo el moribundo.

—»Yo, ministro del altar, digo la verdad; la digo delante de este lecho de muerte y delante de Dios que me escucha.

—»Y yo, que no puedo creerle, hablaré en presencia de esos dignos magistrados... Sí, hablaré.

«Efectivamente, en aquel momento el aldermán y sus asesores se presentaron a la puerta del aposento; los criados estaban a espaldas de éstos y llegaban hasta la escalera.

—»¡Ah!—dije a Teobaldo:—¡Estoy perdida!

—»¡No, mientras yo viva!

»Y se arrojó de rodillas al pie del lecho.

—»¡Escúcheme—dijo a mi esposo;—escúcheme en nombre de la salvación de su alma!

»E inclinando su cabeza al oído del Conde, le dijo algunas palabras que no pudimos entender.

»Durante este tiempo el magistrado se acercó lentamente, aunque guardando una respetuosa distancia. De pronto, el Conde, dirigiéndose a los que le rodeaban, dijo:

—«Señores: declaro que he sido herido legalmente por el señor Carlos Broschi en un duelo a que yo le he provocado. Les pido, pues, amigos míos, y a mi esposa, en quien reconozco el amor y la fidelidad en todos sus deberes, que no persigan ni importunen a nadie por mi muerte. ¡Y usted, padre mío, bendígame!»

—»¡Que Dios le reciba en su seno!—dijo el prelado al moribundo.

»Comenzó a recitar las oraciones de la Iglesia, a las que los asistentes contestaban, y después echó sobre su frente el óleo santo.

»Un rayo de alegría brilló en los ojos del Conde, estrechó la mano de Teobaldo, me tendió la otra, y díjome con dulzura:

—»¡Perdóname!...

»Y el cielo abriose para él.

»¡Me sería imposible describir a ustedes todo lo que yo experimenté durante aquel corto período de tiempo, tan largo para mí, tan horrible y extraño! Tantas y tan distintas emociones de amor, de terror y de sorpresa, me habían asaltado al mismo tiempo, que las fuerzas me faltaban, debilitábase mi razón, y algún tiempo después de tan penosos acontecimientos no podía creer todavía en la calma que me rodeaba.

»Fiel al silencio y a la discreción que se me había impuesto, y sin darme explicación alguna acerca de los tristes sucesos de que habíamos sido testigos y actores, Teobaldo separose de mí algunos días después de la muerte del conde de Pópoli.

—»Usted no me necesita—díjome.—La dejo rodeada de la estimación pública y del respeto que merece. Si las desgracias vuelven, yo volveré también. Otro reclama mis cuidados; otro amigo más desdichado que usted... ¡porque él es culpable!

»Y se ausentó Teobaldo.

IX

»Me quedé sola, pues, en aquella casa que tan bella me había parecido siempre y cuya soledad me causaba, a la sazón, una profunda tristeza; los primeros meses de mi viudez los pasé sin recibir noticia alguna de mis amigos; ¿a que se debía este silencio de su parte? Lo ignoraba.

»Me vi atacada entonces de una enfermedad cuyos primeros síntomas había sentido hacía largo tiempo, y que daba entonces bastante cuidado a las personas que me rodeaban; en cuanto a mí, no fijaba mi atención en ella, porque mi pensamiento estaba muy distante de mi persona.

»Por último, cierto día recibí una carta cuya letra me hizo estremecer: ¡era de Carlos!

»Decíame en ella que Teobaldo le había aconsejado que no me escribiese; pero que, al saber que yo estaba enferma, no había podido resistir al deseo de comunicarme sus sentimientos.

»El clima de Inglaterra, decía, no le conviene, aumenta sus padecimientos, necesita usted un clima más templado, más dulce, el bello sol de Nápoles, el aire de nuestra querida patria. Váyase, no al castillo del duque de Arcos, donde encontraría recuerdos demasiado tristes; pero sí a Sorrento, a la orilla del mar, a esa risueña villa que le pertenece y donde la amistad le aguarda.

—»¡Ah!—exclamé.—Has olvidado que todo lo he perdido, que nada me pertenece ya, ni aun el aire de mi país, donde fui reducida a prisión, y del que me vi desterrada...

»Pero, ¡cuál fue mi sorpresa cuando encontré unido a esta carta un decreto del Rey en que me devolvía la facultad de regresar a mi patria y los bienes de mi familia!

»No estaba ya desterrada, era rica y dichosa, y más dichosa aun por deber toda mi felicidad al amigo de mi infancia! ¡Ah! ¡cuán grande es la gratitud, y cuán dulce hace las personas que amamos, y con qué satisfacción recibimos el beneficio que nos obliga a amar más todavía!

»Pocos días después abandoné Inglaterra y me embarqué sufriendo mucho, a causa de mi soledad. ¡Sola! no; llevaba conmigo mis pensamientos, y otros más halagüeños y más dulces me esperaban; iba a ver de nuevo la bella Italia que había creído dejar para siempre! Había salido esclava de aquel país, y volvía libre... ¡libre! ¡Ah! en la situación en que me encontraba, ¡qué de recuerdos se agolpaban a mi imaginación al pronunciar aquella sola palabra! ¡Vanas ilusiones acaso, pero que la imaginación no podía desterrar! ¡Esperanzas insensatas nacidas en el corazón, y que constantemente nos hacen volver la vista hacia nuestra querida patria!

»Pisé, al fin, las playas de Sorrento; veía aquella deliciosa campiña que había pertenecido al duque de Arcos y que nunca había habitado. Carlos me aguardaba; yo corría a él llena de alegría y de satisfacción; sintiéndome dichosa al presente y esperándolo ser en el porvenir; pero quedé sorprendida al ver la tristeza que revelaba su semblante. ¿Qué podía él en aquella ocasión temer o esperar? ¡Yo estaba libre! Pero creí que mi salud era la causa de su pena y de sus inquietudes, y el interés que manifestaba hizo que se aumentase el amor que por él sentía, admirando los cuidados de que me rodeaba.

»Causábame indecible satisfacción deber la salud solamente a él y a su talento!

—»¡Ah!—me dijo:—se equivoca usted al creerme sabio; no lo soy.

—»Así, pues, ¿no es usted un célebre médico?

—»¡Ah! De todas las ciencias, ésa es la sola que yo desearía tener hoy. Pero, ¡ay de mí! no la poseo, y la prueba es que, a pesar de mis anhelos, no la puedo curar y es necesario ceder a otro esa gloria.

»En efecto, hizo ir de Nápoles a un sabio médico y Carlos me suplicó que le obedeciese, atribuyendo a sus conocimientos el cambio favorable que entonces experimenté.

—»Se equivoca usted—le dije:—la mejoría que siento la debo a usted, a su presencia.

»En efecto, no me había sentido tan feliz en ninguna época de mi vida. Segura de mí y de mi corazón, Carlos temía hablarme de sus esperanzas, y mi reserva igualaba a la suya. Yo necesitaba decirle: ¡Este corazón te pertenece! Pero, con un poco de paciencia y de silencio, el período del luto habría pasado; y el amor, que hubiera sido hasta entonces un crimen, sería después un deber.

»Nos comprendíamos sin hablar, y nuestros días pasaban en una dulce tranquilidad, en una dicha sin nombre; mis temores, mis inquietudes, mis antiguas desconfianzas, todo había desaparecido. El porvenir me había hecho olvidar el pasado: no obstante, Carlos nada me había dicho, nada me había confesado; pero parecíame que entre nosotros existía un secreto, un misterio... ¿Qué podía pedirle? ¡El me amaba! ¿Qué me importaba lo demás?

»Como en el tiempo de nuestra niñez, pasábamos el tiempo agradablemente entretenidos y dábamos largos paseos. Su conversación, siempre tan seductora, era entonces más grave y más instructiva. Crecida y educada fuera de la sociedad, apenas la conocía, y Carlos me iniciaba en las grandes cuestiones que entonces agitaban nuestra patria y el mundo entero. Hablábame de los principales soberanos; me describía sus caracteres, su política, como si él hubiese vivido en su intimidad. Me mostraba a la España arrastrada en alianzas y en nuevos lutos, gloriosos tal vez, pero menos útiles para aquella nación que la paz de que tanto necesitaba para cicatrizar sus hondas heridas; y me explicaba que esa nación podía ser más poderosa y respetada sin combatir, que por medio de la guerra.

—»¡Dios mío! Carlos—le dije:—¿de dónde ha sacado usted todos esos conocimientos? ¿Sabe usted que sería un grande y hábil ministro?

»Limitábase a sonreír, y permanecía con aire preocupado.

»Luego, me contestaba:

—»¡El Cielo me preserve de eso! ¡El poder está bien lejos de la dicha! Y la dicha está para mí aquí, cerca de usted.

»Después, oprimiendo mi brazo, que apoyaba en el suyo, y dirigiendo su vista al golfo de Nápoles, en aquel mar cuyas olas espumosas iban a extinguirse a nuestros pies, bajo aquel sol encantador que se ostentaba radiante:

—»¡Aquí—exclamaba,—en estas mismas playas de Sorrento, donde el Tasso vio la luz del día, donde él amó y donde sufrió!...

»Y, dejándose llevar de su entusiasmo, con voz conmovida y tierna me hablaba del Tasso, de su gloria y de sus desdichas; aquellas palabras elocuentes vibraban en mi oído como una dulce armonía, como los versos del poeta que admiraba. Escuchábale... admirábale, satisfecha y orgullosa de él y del amor que por mí sentía.

X

»Pasábamos las veladas en un pabellón elegante situado junto a la orilla del mar, el que hacía para nosotros las veces de biblioteca y de salón de música... Poníame al clavicordio y Carlos me acompañaba. Había adquirido tanta destreza en la música, que me causaba placer el oírle; tocaba el arpa con tal perfección, que, con frecuencia, cuando estaba triste, dejaba yo de tocar y de acompañarle, para no perder una sola de las notas que producía; y con frecuencia también, en aquellos días en que su corazón estaba poseído de pena, hacíanme derramar lágrimas los sonidos que arrancaba a su lira; él mismo, maestro por la inspiración y el sentimiento, experimentaba la emoción que causaba. Veíale, de pronto, inclinar su cabeza sobre el pecho, el arpa escaparse de sus manos, y su rostro inundarse de lágrimas, que procuraba ocultar con una sonrisa; luego, para desechar su melancolía, ejecutaba algún bolero o alguna graciosa barcarola.

»Nada igualaba a la bondad de su corazón, pero encontraba en su carácter contradicciones que me sorprendían y que no podía explicarme. Una mujer del pueblo, de aquellos alrededores, llamada Fiamma, fue cierto día a verme y a darme las gracias de no sé qué favor que le había yo hecho, y me contó que algunos años antes, pobre y miserable, se encontraba rezando en el camino, frente a una Virgen, pidiendo pan para ella y su familia, cuando, de pronto, pesada bolsa cayó a sus pies; levantó los ojos y vio a un joven caballero; era Carlos que le decía:

—»¿No eres tú Fiamma, jardinera en otro tiempo en el castillo del duque de Arcos?

—»Sí, señor—repuso ella;—y me encuentro sin pan y sin asilo desde que nuestra ama fue desterrada y confiscados sus bienes.

—»Ese dinero viene de su parte; tómalo, sé dichosa y ruega a Dios por ella.

—»Y por usted, señor.

»Fiamma, admirada, llevó la felicidad a su familia, y después, gracias a la generosidad de Carlos, se había casado con Bautista, su prometido, cuya fortuna había hecho y que era entonces uno de los hortelanos de Sorrento más diestros y trabajadores.

»A mi vez, quise dar una sorpresa a Carlos, y cedí a Bautista la plaza de jardinero en jefe de mi casa, donde fue a establecerse con su mujer y sus dos hijos. Al día siguiente de su llegada, orienté nuestro paseo hacia la habitación de aquellas buenas gentes, y entré en ella con Carlos, que me daba el brazo. Creía que el aspecto de aquella dichosa casa, de aquel matrimonio que tanto se amaba, le causaría una agradable satisfacción; ¡pero vi, con sorpresa, retratarse en su semblante un profundo dolor que procuraba ocultar!

»Cuando los niños en sus juegos llegaron, dando vueltas, a sus pies, Carlos retrocedió un paso para alejarse de ellos; luego, disgustado de aquel movimiento, se detuvo; pero durante el tiempo que yo los tuve en mi regazo acariciándolos y besándolos, apenas si él les hizo una caricia.

»Siempre que Carlos encontraba a Fiamma o a su marido en el parque separadamente, les hablaba con cariño y amistad alentándolos en sus tareas y no separándose de ellos nunca sin darles una prueba de su generosidad. Cuando los encontraba reunidos, volvía la cabeza y no les dirigía la palabra.

—»Creo que ama usted a Fiamma—le dije un día riendo,—y que tiene celos de Bautista.

»Me miró asombrado, y como si no comprendiese que semejante idea pudiese ocurrírseme; yo me apresuré a explicarle mis palabras.

»Respecto a los niños, cuando los veía en alguna de las calles de árboles echaba por otra. Es cierto que los chicos eran inquietos como todos los de su edad, y Carlos buscaba en sus paseos la soledad y el retiro.

»Al cabo de algún tiempo, su melancolía pareció aumentarse; sorprendíale con frecuencia triste y de mal humor, a pesar de que cada momento que transcurría nos acercaba al término de nuestros votos. ¡Dos meses más, y el tiempo de mi luto habría pasado! ¿Qué podría impedir nuestra dicha? ¿Qué nube podría obscurecer ese hermoso día? Carlos había recibido varias cartas y parecía vivamente preocupado; a pesar de la reserva que me había impuesto, me atreví a interrogarle.

—»¡Ay!—me dijo:—¡tiene usted razón, ha adivinado lo que pasa en mi alma; experimento un gran sentimiento! ¡Es necesario que la deje, Juanita! Que me ausente por un mes. Todo un mes sin verla, ¿comprende ahora mi dolor?

—»¡Sí—le contesté;—yo experimento lo mismo! ¿Y por qué se aleja usted? ¿Qué le obliga a partir?...

»Observé que mi pregunta le había causado una viva impresión, de la que no podía darme cuenta.

—»No quiero saber nada—continué:—nada le pregunto; su amiga no le pide sus secretos... hasta el día en que esos secretos sean los suyos...

»Carlos palideció; yo me apresuré a decirle:

—»Y aun entonces, a usted le tocará preguntar y a mí obedecer. Parta usted, pues que es necesario, y si me ama, vuélvame pronto la dicha que se lleva privándome de su presencia.

»Me juró que volvería antes de un mes... ¡Cuando, al fin, se alejó, lo difícil para mí fue el ocupar mis días, crearme ocupaciones y una nueva existencia; en una palabra, vivir sin él! Aquellos lugares, tan agradables y risueños cuando él los habitaba, no cesaban de recordarme su ausencia, y mi corazón se oprimía a la vista de tantos recuerdos.

»Había debido, hacía mucho tiempo, dar las gracias al Rey por las mercedes que me había concedido, pero la Corte viajaba en aquella época, y debía detenerse algunas semanas en Sevilla. Decidí emprender la marcha; era un viaje poco fatigoso y sobre todo una distracción para mí. Pero antes de mi partida quise, como un propietario cuidadoso de sus intereses, conocer al detalle los bienes que la bondad del Rey me había devuelto. Pasé dos o tres días en un trabajo nuevo para mí, y examinando y poniendo en orden los contratos y títulos que había en el departamento que habitaba Carlos. Entre aquella multitud de papeles encontré uno que hirió mi vista; era el fragmento de una carta desgarrada. Sólo pude ver en él palabras sueltas, frases cortadas; pero la letra era de Teobaldo, y dirigida a Carlos. He aquí su contenido:

—»¿Qué buscas, pues?... ¿Qué esperas?... insensato... Seis meses de dicha... dices, ¡y luego morir!... ¡Morir, ingrato!... ¿Y ella?... porque no te hablo de mí...»

»Cuando acabé de leer aquellas palabras, que no comprendía, temblé porque parecía que me anunciaban algún terrible acontecimiento; y mi alma, propensa a prever las desgracias, daba sin duda una interpretación torcida a frases cuyo sentido ignoraba. Pero, aunque en mi imaginación buscaba las mejores razones para tranquilizarme, me asustaba de mí misma y partí con el secreto presentimiento de que me amenazaba una nueva desdicha. Tuve una travesía feliz, y llegué a Cartagena con un tiempo hermoso.

»El viaje de la Corte había dado a las poblaciones una animación extraordinaria. El rey Fernando estaba en Sevilla, aguardando a la Reina que se le debía reunir, después de haber visitado las provincias vecinas.

»Detúveme en Cartagena, donde había desembarcado, y allí descansé de mi viaje. Mi posada estaba cerca de la iglesia, y mis ventanas, como todas las de la calle, estaban colgadas de tapicerías y adornadas de flores. Iba a pasar suntuosa procesión; era el cardenal Bibbiena, que se trasladaba a la iglesia donde debía celebrar.

—»Véale, véale—me dijeron, mostrándome su dedo adornado magníficamente de oro y pedrería.

»Fijé mi vista sobre el santo ministro que echaba su bendición al pueblo arrodillado ante él.

—»¡Teobaldo!—exclamé.

—»Sí—me contestaron,—Teobaldo Cecci, obispo de Nola, el más joven de los cardenales y el último nombrado por el Papa Benito. La influencia de la Reina le ha hecho alcanzar tan alta dignidad, que merece por su piedad y su talento.

»Yo quedé asombrada. Todo lo que veía, todo lo que oía, teníalo por cosa de magia.

»En la mañana siguiente partí para Sevilla: el camino estaba lleno de viajeros de a pie, de a caballo y en litera. En la última casa de postas no me pudieron proporcionar mulas para mi carruaje; solamente había cuatro y estaban tomadas por un gran personaje que viajaba de incógnito. Fue necesario detenerme.

»Hacía un calor asfixiante, un sol que abrasaba, y, para preservarme del polvo, llevaba corridas las persianas de mi berlina, donde permanecí aguardando que llegasen a la posada las mulas para poder continuar mi camino. Oí el látigo del postillón, anunciándome que un coche acababa de llegar; entreabrí las cortinas, y cuando el polvo se hubo disipado, vi una silla de postas inglesa del gusto más exquisito. ¡Pero cómo se harán ustedes cargo de mi sorpresa y del temblor que se apoderó de mí, cuando reconocí a Carlos al lado de una señora joven y extremadamente bella! Su tocado era sencillo y sus maneras distinguidas. En cuanto a su fisonomía, se grabó en mi memoria para no borrarse de ella nunca. Y, ¡todavía la veo en este momento! Sólo algunos minutos tardaron los viajeros en cambiar de tiro; después siguieron rápidamente su camino. Pocos momentos después llegaron las mulas para mi coche, y pregunté a los mozos de postas si conocían a los viajeros que me precedían.

—»No, señora—repuso uno de ellos;—pero son ricos y me pagan bien: deben de ser marido y mujer.

—»O alguna cosa de otro género—agregó con una maligna sonrisa otro mozo de mulas.

—»¿Por qué cree usted tal cosa?

—»¡Por Nuestra Señora de Atocha! ¡Cuando se viaja así frente a frente! Y además, como la señora tuteó al caballero...

—»¡Es verdad!—le dije, sintiendo que mi corazón desfallecía.

—»Sí—le decía ella:—Carlos, ¿qué piensas de este polvo? ¿Verdad que viajamos como los dioses envueltos en una nube?

—»Basta—les dije,—partamos.

»Llegué a Sevilla sin fuerzas casi para sostenerme. Los mozos me habían conducido a la mejor fonda, a la de Las Armas de España; y al entrar en el lujoso aposento que se me destinó, el primer objeto con que tropezó mi vista fue un retrato ricamente adornado. Juzguen ustedes de mi sorpresa: el retrato era de la desconocida viajera, de la compañera de Carlos, cuyo recuerdo y cuyas facciones parecían seguirme por todas partes.

—»¿Quién es esta señora?—pregunté a mi huésped.

»Me hizo una reverencia y repuso:

—»¿Es posible que la señora no haya reconocido a Su Majestad la Reina?

—»¡La Reina!—exclamé, dominada por el espanto.

—»¡Ah! ¡La fortuna y el crédito de Carlos, el misterio que le rodeaba, su secreto terrible del que dependía su libertad y su vida, todo estaba explicado, hasta su tristeza y sus remordimientos!... Afligida, aniquilada, y sin sentirme con valor ni aun para pensar ni para llorar siquiera, ignoré cuánto tiempo permanecí en aquel estado. Cuando recobré la razón, mi huésped díjome que había estado enferma toda una semana, pero que sus cuidados me habían vuelto la salud; me dijo también que hacía dos días que la Corte había marchado a Madrid. Sin quererlo yo misma, hablé a todo el mundo de la Reina, y todos me decían, con gran sorpresa de mi parte, que la Reina era la piedad y la virtud personificadas; que adoraba a su marido, al que ayudaba a llevar el peso de la corona, y que no se ocupaba, imitándole a él, más que de la prosperidad de sus pueblos. Temiendo descubrir el secreto que sólo yo poseía, arriesgaba temblando y con reserva algunas preguntas sobre Carlos. Su nombre era desconocido; nadie había oído hablar de él; y en España, como en Londres, todo el mundo ignoraba que existiese Carlos Broschi.

XI

»Partí, al fin, cuando me sentí con fuerzas para soportar las fatigas del viaje. Me embarqué para Nápoles, pero no volví a Sorrento, cuyo risueño aspecto y el dichoso porvenir que en él había concebido me lo hacían aborrecible. Corrí a ocultar mi dolor bajo los sombríos muros del castillo de Arcos. Sus antiguas torres, sus murallas ennegrecidas y deterioradas por el tiempo, exhalaban una melancolía que estaba en consonancia con mi tristeza. Una parte del castillo había sido edificada sobre una roca, y al pie de ella corría un torrente con violencia inaudita. ¡En el fondo de aquel abismo estaba la muerte!... ¡Una muerte segura, y con ella el reposo!... Más de una vez me detuve al borde del abismo, que medía con mi vista, y dábanme intenciones de arrojarme a él... Pero, ¡Dios me contuvo! Me parecía oír, mezclado con el ruido de las espumosas aguas, la voz de Teobaldo que me anunciaba el castigo y mi eterna condenación... y, sobrecogida de espanto, me resignaba a sufrir un suplicio más largo y más cruel...

»Hacía un mes que Carlos había partido, y, fiel a su promesa esta vez, regresó a Sorrento para el día indicado; no encontrándome allí, corrió al castillo de Arcos, y si yo hubiese ignorado su traición, su turbación y su tristeza me la habrían hecho conocer. Demasiado franca para ocultarle mi dolor, y excesivamente orgullosa para descender hasta el reproche, le conté fríamente lo que había visto y oído, prometiéndole, no obstante, guardar un secreto del que dependía su vida.

»Dejome hablar sin interrumpirme, y cuando hube terminado, sacó de su bolsillo una carta que me entregó, diciéndome:

—»No hable usted de este escrito a nadie en el mundo... ni aun a mí.

»La letra era de la mano de la Reina, y he aquí el contenido de la carta:

«Nadie más que usted, Carlos, ama al Rey mi esposo: no hay servidor más fiel, ni consejero más inteligente. Por la vida que a usted debe, por el tierno amor que le profeso, por el interés que me tomo en su dicha y en el bienestar de su reino, deseche vanos temores y arrostre los peligros que nosotros desafiamos. ¿Qué importa su nacimiento? ¿Qué importa su estado? Desprecie, en obsequio nuestro, las exclamaciones e insultos de la Corte, y sea nuestro ministro, como es nuestro amigo.

»Le espero el 20 de este mes en Aranjuez.»

—»Hoy es ese día—exclamó Carlos con acento apasionado,—¡y no estoy en Aranjuez!... Estoy aquí... en el castillo de Arcos... cerca de una amiga... que sospecha, que me acusa, y a quien no quiero abandonar.

—»¡Qué! Carlos, ¿se queda usted?

—»Mientras viva—me contestó con aire sombrío;—mientras usted no me diga: «márchese»... porque, ¡mi soberana es usted!

—»¿Y ese elevado puesto que se le ofrece; y ese favor inaudito, inconcebible?...

—»Le he rogado—contestó, entristecido,—y me ha prometido usted no hablar a nadie... ni aun a mí, de ese secreto... Los servicios que he prestado a mi soberano, el secreto favor con que me honra, tienen su origen en sucesos que no le puedo revelar. Es el solo y único secreto que tendré para usted, y que no conocerá, tal vez, sino demasiado tarde... ¿Qué importa esto, si los temores de usted se han disipado?... y espero que así habrá sucedido.

»Tomó la pluma y escribió:

«Señora:

»Las bondades con que mi Señor y Rey, y, a la vez Vuestra Majestad, han concedido al humilde y desconocido Carlos, no han dejado ya de excitar la envidia, aun cuando la alta confianza que me hayan acordado sea un secreto que apenas pueden adivinar. ¿Qué sucedería si me viesen llegar a ministro? Los ultrajes que recibiría no se detendrían en mí, y puede ser que se elevaran más alto. Por el interés y respeto que le profeso, señora, lo mismo que al Rey; por el interés de su gloria y de su reino, le ruego me retire el alto puesto que me quiere confiar: no tengo a él otro derecho que mi celo, y solamente rehusando me haré digno de él; porque rehusándolo creo servir a Su Majestad. Y ahora solicitaré otra gracia: permítanme vivir y morir en el retiro, en la obscuridad, que es lo único que conviene al pobre y modesto Carlos. Escribo la presente desde Arcos: desde el día en que Su Majestad se dignó conceder gracia a la condesa de Pópoli, conoce mis sentimientos para con ella: afección insensata, probablemente, pero que no acabará sino con mi vida, así como mi gratitud y mi respeto para Vuestra Majestad.»

»Cuando me hubo dado a leer esta carta, la cerró, selló y envió por un correo.

—»Y ahora, ¿conservará usted todavía sus dudas?—me dijo.

—»No tengo más que remordimientos—le contesté, tendiéndole la mano;—y confío en que desaparecerán, pasados algunos días.

»En efecto, no tardé en abandonar mis indignas sospechas; no tardé en reconocer los sacrificios que Carlos se había impuesto, impulsado por su amor hacia mí.

»Fiel a un plan que me había propuesto, me decidí a escribirle secretamente a Teobaldo, al obispo de Nola, al cardenal de Bibbiena; y comprendí que debía todos esos títulos a la amistad y protección de Carlos. Sin prevenirle ni darle conocimiento de lo que quería de él, le rogaba que fuese lo más pronto posible, porque tenía que pedirle un servicio de mucha importancia. Estaba segura de verle llegar; en efecto, transcurridos pocos días, el coche de Su Eminencia entraba en el patio del castillo, con gran sorpresa de Carlos, que ignoraba su venida.

»Al cabo de siete años de ausencia, nos volvíamos a encontrar reunidos en el castillo donde habíamos pasado nuestra juventud; en aquellos parajes, mudos testigos de nuestros placeres y de nuestra amistad, de nuestro juramento y de nuestros sueños: juramento que habíamos sostenido, sueños que se habían realizado de un modo que tenía algo de milagroso.

»Cuando los tres entramos en el salón del duque de Arcos, en aquel salón gótico que tantos recuerdos tenía para nosotros, la misma idea sin duda se apoderó de nuestras imaginaciones; porque nos estrechamos las manos y cruzamos nuestras miradas... ¡Qué cambio, Dios mío! En otra ocasión, en aquellos mismos sitios, pobres, desgraciados e inseguros del porvenir, la alegría y la salud brillaba en nuestros semblantes. A la sazón, ricos y poderosos, la inquietud y los sufrimientos marcaban en nosotros sus huellas.

»El mal que me consumía empañaba el color de mi rostro; la frente de Teobaldo estaba surcada de prematuras arrugas, y Carlos, sin que por mi parte pudiera explicarme la causa, aparecía el más triste de todos. Con lágrimas en los ojos, nos abrazamos exclamando:

—»Todo ha cambiado, excepto nuestros corazones.

—»Amigos míos—les dije, luego que tomaron asiento;—recordarán que hace siete años, en igual época, éramos muy desgraciados; era el día que Carlos se separó de nosotros.

—»Sí, sí—exclamó Carlos;—día espantoso, día horrible.

—»Del que la suerte nos debe indemnizar—proseguí diciendo;—porque hasta el presente ha sido muy cruel para conmigo, y yo, Carlos, muy injusta para ti. No tengo más que un medio de reparar mis sospechas y de tranquilizarme: dentro de ocho días termina el plazo de mi luto, y pasado este tiempo, deseo que aquí mismo Teobaldo bendiga nuestro enlace.

»Carlos, fuera de sí, se lanzó a mí para darme las gracias, cuando encontró la mirada imperiosa de Teobaldo.

—»No bendeciré nunca ese matrimonio—dijo en tono colérico.

—»¿Y por qué?—exclamé estupefacta.

—»¡Insensatos! No saben ustedes que esa unión, en otro tiempo permitida, es hoy imposible; que la dama más noble de Nápoles, la sobrina del duque de Arcos, la condesa de Pópoli, no puede contraer matrimonio...

—»¿Con un hombre sin nobleza y sin nacimiento?—exclamé sonriendo.

—»No—replicó Teobaldo, sin apartar la mirada de su amigo, que, con la vista fija en tierra, parecía aterrado.—No, ella no puede casarse ante los ojos de toda la Italia, con el matador de su marido.

»Carlos lanzó un grito de sorpresa y de indignación.

—»Sí—continuó Teobaldo con energía;—esa mano, que ha herido al conde de Pópoli, no puede unirse a la de su viuda sin causar su vergüenza, sin que caiga sobre ella la infamia... Sería proclamar en alta voz su adulterio y la deshonra... Y si tú la amas, Carlos, la debes querer respetada y no infamada.

—»Pero el conde de Pópoli—repliqué,—declaró, al morir, que había sucumbido lealmente, y en un combate donde su honor no había sido empañado.

—»Sí, accediendo a mis súplicas—contestó Teobaldo,—hizo esta declaración para que usted se conservase casta y pura en la estimación pública; y yo separé de su frente el escándalo y el oprobio... ¿sabe usted con qué condición? ¿Sabe si prometí, en su nombre, que la mano de usted jamás se uniría a la de su cómplice?

—»¿Exigió usted eso?—pregunté, con voz temblorosa.

—»No puedo, como ministro del Señor, revelar las palabras de un moribundo, ni el secreto de la confesión; ¡pero le aseguro, y esta palabra debe bastarle, que creería ofender al Cielo si bendijese el matrimonio de ustedes!

»Teobaldo salió, dejándonos consternados.

—»Sí—díjeme interiormente;—no niego que semejante matrimonio puede perderme para siempre en el mundo; ¡pero no puedo explicarme cómo encuentro en Teobaldo tanto rigor y tanta dureza!

»La voz de la amistad pudo haber endulzado lo que el deber de la religión tiene de inflexible y severo; debía habernos aconsejado al menos, ¡y partió... sin consolarnos! ¡Veía que éramos desgraciados, y por la primera vez se alejaba de nosotros sin unir sus lágrimas a las nuestras!

»Carlos, por el contrario, aunque herido por golpe tan terrible, había redoblado sus cuidados y su amor para hacerme olvidar. Ocultábame su dolor, por no aumentar el mío, y nunca me había mostrado tanta pasión ni tan profunda ternura. ¡Demasiado generoso para quejarse y acusarme; demasiado pundonoroso para desear mi posesión a costa de mi honor y del deber, yo notaba con sorpresa los tormentos que resistía en vano!

»En ocasiones, pronto a ceder, huía de mí; o bien enajenado de amor, caía a mis pies exclamando: Yo seré tu esclavo; pasaré mi vida adorándote; ¡hermana mía, amiga mía... no quiero de ti más que tu alma, tu amor!... ¡No exijo nada del destino; soy el más dichoso de los hombres!... ¡La dicha fuera de aquí no equivale a la desgracia a tu lado!...

»Transcurrieron tres meses en el suplicio y en la embriaguez de nuestra pasión, cuyos combates agotaban nuestras fuerzas y nuestro valor. Parecíame que las amenazas de Teobaldo alejaban de mí cada día la felicidad; la voz de la opinión pública y las murmuraciones del mundo resonaban en mi oído haciéndome estremecer; sólo la presencia de Carlos tenía la virtud de impedir que llegasen hasta mí. Pasados algunos días, noté en él una grande exaltación, casi un delirio, y esto me causaba una inquietud profunda; tres meses de lucha continua, presa de una fiebre ardiente, y que agravaba de día en día el clima y los ardores del sol abrasador de Nápoles, eran más que suficientes para abrasar su sangre e inflamar su cerebro.

»Frecuentemente, sus miradas, ardientes y llenas de pasión, expresaban el extravío y una sombría desesperación que me ponía en cuidado.

—»Carlos—le decía,—no me mires de ese modo...

—»Tranquilícese—me contestaba.—¡Mis sufrimientos son de tal naturaleza, que en breve dejaré de existir!... ¡Yo quería acelerar este momento... esto es muy fácil... no temo la muerte... pero temo no volver a verla!

»Mientras hablaba de este modo, las lágrimas y los suspiros ahogaban su voz. ¡Ah! Tenía razón, era sufrir demasiado; y yo, débil mujer, no tenía la fuerza suficiente para luchar con su amor.

»Cierto día, el aire era pesado y cálido, el calor sofocante; formábase en el mar una tempestad; estábamos sentados en el parque, y hacía algunos instantes que hablaba a Carlos, y que éste nada contestaba... Tomé su mano y sentí que abrasaba...

—»¡Tiene usted fiebre—le dije;—una fiebre ardiente!

—»Sí—me contestó;—hace algunas noches que no he dormido, y esto me desconsuela... Este insomnio hace más largos los días... ¡cuánto deseo con toda mi alma acortarlos!

»Había en estas frases tanto dolor y tanta resignación, que todo mi valor me abandonó: no veía en aquel instante más que a Carlos, a quien iba a perder; ¡a Carlos próximo a la muerte!... Y todo mi corazón cedía a esta idea espantosa.

—»Escúcheme—le dije;—¡basta de combate y de tormentos! ¿Quién puede obligarnos a sufrir por más tiempo?... El mundo, la opinión pública que nos herirá—dirá usted acaso.—Si yo le presento a los ojos de todo el mundo diciendo: ¡Ved a mi salvador, a mi amante, a mi esposo!... ¡Y bien! Estas palabras que me será tan grato pronunciar... ¿por qué no decirlas? ¿por qué detenerlas? Si Teobaldo, si nuestro amigo nos abandona, ¿no habrá ningún otro eclesiástico, algún indiferente que a precio de oro se preste a unirnos en secreto?

»Carlos hizo un gesto de sorpresa.

—«Ignoro—proseguí vivamente,—si nuestras leyes condenan o permiten semejante unión... Pero a mis ojos es valedera; porque delante de Dios, que me está escuchando, se celebre, o no, nuestro enlace, yo te miro ya como a mi esposo, como aquel a quien pertenecía... Sí, Carlos; mi honor... es mi vida... y te amo más que a mi vida... porque, ya lo ves, te amo... ¡te pertenezco!

»A esta dicha inesperada para él, Carlos lanzó un grito de alegría, levantó las manos al cielo y cayó a mis pies, presa de un delirio que me hizo temblar por su razón y por su vida. Habituado, hacía mucho tiempo, a luchar con el dolor, su corazón no estaba dispuesto para recibir tan agradable impresión, y, demasiado débil para soportarla, sucumbió al exceso de su felicidad.

»Apoderose de él una intensa fiebre cerebral, y durante ocho días estuvo su vida en inminente peligro; no veía, no reconocía a nadie... ¡ni aun a mí! Al cabo de este período, la fiebre cedió algún tanto.

—»No tardará mucho tiempo en recobrar la razón—díjome, entonces, el doctor;—mucho cuidado, nada de ruido ni de emociones fuertes: he aquí el régimen que le prescribo.

—»Entretanto, el delirio de Carlos no tenía nada de extravagante, no hablaba más que de su próximo matrimonio.

—»Ella me ama—decía;—¡me ama más que a su honor!... ¡Consiente en ser mía!... ¿Pero cuándo se efectuará nuestro enlace?

—»Cuando estés restablecido—le contestaba yo.

—»¡Ah! Esto será bien pronto, porque entonces seré feliz.

»Entonces, dejándose llevar de su brillante imaginación, que dominaba a su razón, me trazaba un bello cuadro de un matrimonio unido por el amor y embellecido por las dulzuras de la familia. Los encantos con que adornaba aquel retrato sobrepujaban casi a lo que hubiera sido la realidad, y semejante locura parecía causar su dicha.

»Apoyado en mi brazo, quiso dar un paseo en el parque, paseo que le hizo mucho bien, y volvimos al castillo; en el vestíbulo se presentó a nosotros un hombre que nos aguardaba... ¡Era Gerardo Broschi... era su padre!

—»Ha pasado un año—le dijo el anciano con voz dulce,—y me autorizaste para verte transcurrido este tiempo.

»Mientras hablaba el anciano, Carlos tenía fija en él la mirada, y escuchaba con atención sus palabras, como buscando un recuerdo en su memoria. Una repentina revolución efectuábase en él; al recobrar su razón, me tendió la mano con ternura.

—»Juanita—me dijo;—amada mía...

»Luego, dándose cuenta de la presencia de Gerardo, exclamó con acento desgarrador, golpeándose la frente, con un movimiento de ira:

—»¡Mi padre!

»Divisó en el vestíbulo una escopeta de caza que habían dejado allí, y apoderándose de ella apuntó a su desgraciado padre. Me puse delante de él diciéndole:

—»¡Márchese, aléjese de aquí!

»Y el anciano desapareció en el parque. Pero el arma fatal había caído de las manos de Carlos.

—»Ya lo ve usted—me dijo;—es más fuerte que yo. Sin usted, ¿qué sería yo en este momento? ¡Un parricida!...—murmuró en voz baja, y temblando con todo su cuerpo, permaneció con la cabeza apoyada entre sus manos.

»Con objeto de que volviesen a su imaginación ideas menos tristes, me aproximé a él y le hablé del proyecto de nuestro matrimonio.

—»¿Cuándo se celebrará?—me preguntó.

—»Mañana, si quiere.

»Estrechó mi mano con una expresión de ternura y de reconocimiento difíciles de explicar.

—»Hasta mañana—me dijo, y separose de mí para entrar en su habitación.

»La mañana siguiente, poco antes de la hora en que debíamos vernos, se presentó Gerardo, pidiendo ver a su hijo.

—»Me matará si quiere—dijo el anciano;—pero debo verle, pues no olvido su promesa.

»No sin grandes trabajos, logré que desistiera de su resolución, y me fue necesario hacerle presente que en el estado de la salud de Carlos, su vista podía hacer que recayese en sus funestos accidentes.

—»Ya que es necesario—dijo suspirando,—su salud antes que todo; que él viva aunque yo muera... Es demasiado cruel para conmigo... No es que yo le acuse; pero le amo tanto, que debiera perdonarme... Me marcho.

»El anciano necesitó mucho tiempo aún para salir del castillo.

»El aposento de Carlos daba sobre el torrente, y los criados habían encontrado por la tarde a Gerardo al otro lado del precipicio, asido a las rocas que daban frente a las ventanas de su hijo, esforzándose para distinguirlo.

»¡Ay de mí! ¡Ni el infeliz anciano ni yo debíamos volver a ver a Carlos! La mañana siguiente Carlos no bajó a la hora del desayuno. Envié en busca suya, y encontraron que su puerta estaba cerrada; llamamos, y nadie contestó. Forzada la cerradura, viose que su estancia estaba desierta. No se había acostado, pero las bujías, casi consumidas y colocadas sobre su escritorio, ponían de manifiesto que había velado la mayor parte de la noche... La ventana que daba sobre el abismo estaba abierta... Sobre el alféizar veíase todavía la huella de un pie... Bajo la ventana, las rocas que formaban el precipicio estaban teñidas de sangre, lo que nos hizo a todos sospechar que las aguas impetuosas del torrente habían arrastrado su cuerpo. Nada quedaba de él... nada más que sus papeles abandonados sobre su escritorio... Había también una cartera que contenía sumas considerables; y su testamento, escrito de su mano... manifestaba en pocas palabras que se daba la muerte por el temor de ser parricida... y dejábame heredera de toda su fortuna.

»Así fue cómo perdí el compañero de mi infancia, el amigo de mi juventud. De esta manera, la suerte, que se burló de nuestros proyectos y de nuestras esperanzas... no quiso que nos uniésemos sobre la tierra. ¡No me compadezcan ustedes, amigos míos, felicítenme, por el contrario! Dios ha convertido mi dolor en piedad; él abrevia el tiempo del destierro, y muy en breve me habré reunido con mi adorado Carlos.»

XII

La condesa de Pópoli habíase interrumpido más de una vez durante su largo relato, y más de una vez abundantes lágrimas corrieron por sus pálidas mejillas, manifestando a sus jóvenes amigos el dolor que experimentaba con tan penosos recuerdos. Carlos, tan singular y generoso a la vez; dotado de un corazón tan elevado y de un origen tan humilde; este personaje misterioso, que había muerto llevándose su secreto, llegó a excitar vivamente la curiosidad de Fernando y más todavía el interés de Isabel. El alma de la joven, fácil de exaltar, concibió sin el menor trabajo el amor y la pena de Juanita; porque, para ella, Carlos había sido su ídolo, su dios. Si ella le hubiese conocido, le hubiera amado con toda la fuerza de su alma; porque las pasiones románticas, las pasiones violentas eran las que su corazón anhelaba, y a cada momento Isabel interrumpía a su hermana, haciéndole repetir los menores detalles de su narración.

—Ya conocen, mis queridos amigos, mi suerte, y pueden explicarse la situación en que me encuentro. Todos los bienes que poseo en el reino de Nápoles pertenecen a mi hermana, yo se los doy anticipadamente; pero los que he adquirido en España constituyen la fortuna de Carlos... no los poseo más que como un depósito. Ignoro lo que ha sido del desgraciado Gerardo Broschi... no le he vuelto a ver después de la muerte de su hijo; pero si entretanto pareciese... aun cuando yo no exista... toda esta fortuna es suya... ¡El sólo es el heredero de su hijo! Fernando, y tú, hermana mía, no lo olvidarán... Me lo han jurado, y gracias a esta promesa, puedo aceptar sin temor todas las condiciones del duque de Carvajal.

Juanita debía, efectivamente, firmar la semana próxima el contrato, tal como el duque lo había dictado, y el mismo día sería colmada la dicha de los dos amantes.

Isabel, al ver el estado de su hermana, opúsose a que hubiera ninguna clase de fiesta ni regocijo; dijo que no firmaría el contrato de su matrimonio hasta que Juanita pudiese asistir; y a pesar de las instancias de Fernando, aplazose el día de la boda.

El único consuelo de Fernando era ver a su prometida, que no abandonaba a su hermana; de este modo ambos jóvenes pasaban los días junto al lecho de la enferma. Isabel había notado que el solo medio de hacer asomar la sonrisa a los labios de Juanita, era hablarle de Carlos, y frecuentemente le hacía preguntas sobre los acontecimientos que más impresión habían hecho en ella.

—No le volveré a ver—decía Juanita.—¡Pero si al menos viera al pobre Gerardo!... moriría contenta, y llevaría a mi amado Carlos la bendición de su anciano padre.

—Ten paciencia—decíale Isabel;—él volverá, estoy convencida de ello; sobre todo, si ignora la muerte de su hijo. ¿No debe verle todos los años? Por lograr este anhelo, vendrá donde tú estás... ¡seguro de encontrarle!...

—¡Vanas ilusiones!—dijo Juanita.—¡Es imposible que vuelva!

—¿Por qué ha de ser imposible? ¿Por qué el Cielo, la Providencia, no ha de hacer un milagro por ti, por ti, mi querida hermana, que eres tan buena?

—¡Ah!—exclamó Juanita.—¡Cállate!

Y mostrando con el dedo la ventana que daba frente a su lecho:

—Mi razón, debilitada, me hace ver fantasmas; porque mientras hablabas... me pareció ver una sombra al través de esta ventana... la sombra de Gerardo. Ha sido él, o su sombra, la que me ha mirado llorando.

Al oír estas palabras, lanzose Isabel a la ventana que daba al jardín y oyó los pasos de un hombre que se alejaba. Hizo seña a Fernando de que se acercase, y éste se apresuró a seguir la dirección que indicole Isabel, logrando alcanzar en un instante al anciano, a quien hizo entrar en el aposento de Juanita, aunque a pesar suyo.

—¡Es usted, Gerardo!—exclamó Juanita;—¡y huía!

—¡El lo quería así—dijo el anciano temblando;—él lo quería! De otro modo, ¡cómo había yo de renunciar a verla! ¡Renunciar a verla, cuando la he educado, cuando usted ha sido la protectora, la amiga de mi pobre Carlos!

—¿Sabe usted, pues, que no existe?

—Sí... sí... lo sé—dijo Gerardo con voz trémula.

—¡Y bien!—exclamaron Fernando e Isabel;—tenemos en nuestro poder fuertes sumas para entregarlas a usted, puesto que le pertenecen.

—Sí—dijo Juanita;—Carlos ha depositado en mis manos su fortuna.

—¡Qué le resta, pues!—replicó el anciano;—lo que ha hecho Carlos está bien hecho. No quiero nada. Nada pido, sólo ruego al Cielo que devuelva a usted la salud.

—Eso es imposible—dijo tristemente Juanita;—se acerca el último instante de mi vida, y de usted depende endulzarlo; quédese conmigo, no me abandone... ¿Me lo promete, no es cierto?

El anciano no se atrevió a contestar.

—¿Rehúsa usted, por ventura?—exclamó la enferma.

—No puedo, señora, no puedo.

—¿Por qué motivo?

—Se me espera en otra parte.

—¿Hoy?

—Esta misma tarde.

—Se lo pido en nombre de su hijo, en nombre de Carlos, que nos espera, que nos escucha tal vez. ¡Dios mío!—exclamó Juanita juntando las manos;—¡por qué no está él aquí para cerrar mis párpados, para recoger mi último suspiro!

Y, arrebatada por su amor y por la intensa amargura que sentía, dirigíale la más tierna despedida, hasta el punto de que Isabel y Fernando prorrumpieron en amargo llanto.

Gerardo parecía presa de un violento combate; lloraba, retorcíase las manos, y en fin, cayendo de rodillas a los pies del lecho de Juanita, exclamó:

—Me ha vencido usted... no le puedo negar nada... ¡Aunque él deba maldecirme todavía; aunque deba matarme esta vez, volverá usted a verle, señora... sí, volverá usted a verle!

—¿Qué dice usted?—preguntó Juanita, que al oír las palabras del anciano, parecía volver a la vida, y cuyos ojos animados y brillantes no se apartaban un momento de los de Gerardo.

—¡Escúcheme usted, escúcheme!—dijo el anciano, cuya emoción no le permitía guardar orden en su relación.—Yo estaba sentado sobre las rocas al borde del agua. La noche era fría; pero yo nada sentía... Yo estaba frente a sus ventanas... él tenía luz en su aposento; y le vi escribir y pasearse con suma agitación, como un hombre dominado por la cólera... ¡Tal vez sea contra mí, decía yo, pero me es igual; le veo, esto me satisface, permaneceré aquí toda la noche. De pronto le vi abrir la ventana que daba sobre el precipicio... treinta pies de altura. ¡Se arrojó! Yo también me había arrojado, sin saber lo que hacía, pues mi único deseo era morir con él. Pero, reflexionando, preferí salvarle, y aunque demasiado débil, esta idea redobló mis fuerzas. Le así, le arrastré sin conocimiento, sobre las rocas; le creía muerto. Se había fracturado un brazo en su caída; su cabeza, que había chocado contra un pico de la roca, sangraba horriblemente. ¿Qué hacer en tan terrible posición? Comenzaba a amanecer y me dirigía apresuradamente al castillo en demanda de auxilio para él, cuando encontré en el camino una berlina, y en ella un gran señor que volvía de casa de usted; era el cardenal Bibbiena. Ayudome a conducir al pobre Carlos a su coche, y entonces recobró el uso de sus sentidos. Cuando supo lo que acababa de hacer, dijo:

—Te debo dos veces la vida; olvidemos la primera, y no pensemos más que en el porvenir.

Tendiome su mano enflaquecida, me perdonaba, no me maldecía ya, me amaba; me amaba, sí; amaba al pobre Gerardo, que ha olvidado todos sus sufrimientos... Pero no es esto, señora, de lo que quiero hablarle, sino de usted... de usted, de quien él se acuerda sin cesar.

—Pues que ella me cree muerto—dijo,—que no salga nunca de su error.

—¡Sí—le contestó el cardenal;—para su tranquilidad y la tuya, que sea siempre así! Dios lo quiere.

Entonces el cardenal le hizo jurar que no turbaría la tranquilidad de usted y que no le haría saber que vive. Me lo hizo jurar a mí también; y Carlos, cuando estuvo restablecido, partió para un país extranjero, para Inglaterra; pero antes de partir me encargó que velara por usted, y, fiel a este encargo, no la he abandonado, me he ocultado para verla, y para escribirle de usted: «La he visto». Pero hace algunas semanas que le escribí: «Está muy enferma»... Entonces lo ha dejado todo y ha vuelto.

—¡El está aquí!—exclamó Juanita.

—Sí, a despecho del cardenal, que ha llegado esta mañana para llevárselo; está en Granada, oculto durante el día; viene todas las noches al jardín de este palacio, se acerca a las ventanas, enviándome antes para ver si alguien nos observa... Por esto he sido sorprendido, y he faltado por usted a mi juramento...

—¡Dios le perdonará esta falta!—exclamó Juanita,—¡y Carlos también! ¡Que venga si quiere verme viva!

Y mientras el anciano apresuraba su marcha vacilante, Juanita, que se creía haber recobrado su alma y su energía, trazó algunas palabras, rápidamente, en un papel que entregó a Fernando, diciéndole:

—Esta carta para el cardenal Bibbiena.

En seguida, púsose lívido el rostro de Juanita... la puerta acababa de abrirse y Carlos apareció. Juanita, sin dirigirle un reproche, tendió hacia él sus manos, como en señal de perdón.

Carlos se precipitó a estrechar aquellas manos, que cubrió de lágrimas y besos.

—¿Por qué lloras, Carlos?—le dijo;—soy muy dichosa... ¡Te vuelvo a ver! Pero tú, que me amas tanto—continuó ella con dulzura,—¿por qué has querido morir? ¿por qué me has abandonado?

—¡Era necesario!—exclamó Carlos, con los ojos arrasados en lágrimas.

—Sí, ya sé que nos separa un secreto terrible; un secreto, me has dicho, que da la muerte... pero ahora me lo debes decir; gracias al Cielo, ya puedo escucharlo... ¡Que todos tus pesares sean los míos, que tu alma me pertenezca por entero, y los últimos instantes de mi vida serán dichosos!

Carlos se aproximó vivamente a Juanita; pero viendo luego a su hermana que permanecía de pie e inmóvil junto al lecho, se acercó al oído de su querida amiga y pronunció algunas palabras en voz baja. Un rayo de alegría brilló en los ojos de Juanita.

—¡Ingrato—le dijo;—sólo en este instante has tenido confianza en tu amiga! ¿Dudabas de su amor y has olvidado los días dichosos que pasamos juntos en las playas de Sorrento?...

Juanita se detuvo al ver aproximarse a Fernando seguido del cardenal Bibbiena.

—Teobaldo—le dijo;—lo sé todo; acusaba a usted de injusto y de riguroso, cuando no hacía otra cosa que cumplir dignamente los severos deberes de una santa amistad. Perdóneme, amigo mío...

Y Juanita le tendió la mano. Hubo entonces un momento en que aquel prelado, de fisonomía impasible, de facciones duras y severas, no pudo contener su emoción, y asomaron a sus ojos abundantes lágrimas.

—Usted vivirá—exclamó;—vivirá, Juanita, para la dicha de sus amigos.

—¡No, siento aproximarse el instante fatal! Por esto le he hecho venir.

Y le miró con la misma ternura que había mirado a Carlos.

—Compañeros de mis primeros días, he querido que también lo fuesen ustedes de mis últimos momentos, para que mi vida se extinga tan dulcemente como empezó; y ahora que lo sé todo, no se opondrá usted a bendecir nuestro enlace... ¡Qué muera siendo suya! ¡Qué en mi hora suprema deba a usted esa dicha, la esperanza y la dicha de toda mi vida!

Teobaldo, enternecido, cruzó sus manos sobre el pecho, y, elevando sus ojos al cielo, dejó ver tal emoción en su rostro, que inspiraba la más profunda piedad. Veíasele tierno y desesperado a la vez.

Asió, temblando, la mano de Carlos, la unió a la pálida y desfallecida de Juanita; y luego, con voz firme pronunció las palabras sagradas y llamó sobre ellos la bendición de Dios. La pálida y moribunda desposada volvió hacia el prelado sus ojos, en los que se reflejaba la gratitud más sincera; después estrechó a Carlos contra su pecho... y como si hubiese esperado su último beso, con la mano le mostró el cielo, diciéndole:

—¡Amado mío... mi esposo! ¡voy a esperarte!...

Al concluir de pronunciar estas palabras, dejó de existir.

Los dos amigos se abrazaron llorando; ambos cayeron de rodillas al pie del lecho, y allí permanecieron toda la noche, rogando a Dios por la que había abandonado la morada de los vivos.

Transcurrieron tres meses. Al cabo de este tiempo, cuando Fernando se atrevió a hablar de matrimonio a su prometida, ésta le contestó:

—No quiero casarme... Deseo entrar en un convento.

Y a todas las instancias que Fernando le hacía, replicaba ella:

—Conozco las brillantes cualidades que te adornan... Conozco tus virtudes... Pero no deseo el matrimonio; sólo puedo encontrar mi dicha en la soledad del claustro.

Buscando el modo de triunfar de la obstinación de Isabel, Fernando quiso ir a Madrid en busca de Carlos y del cardenal Bibbiena, en la seguridad de que sólo ellos podrían vencerla.

XIII

Tenía ya Fernando decidida su marcha, cuando tropezó con un nuevo obstáculo que hacía inútil su viaje. El duque de Carvajal, su padre, hízole saber su resolución de no consentir su matrimonio con Isabel.

—¿Y por qué razón, padre mío?—exclamó afligido Fernando.

—Conoces, tan bien como yo, los motivos que tengo para ello. Un hombre de Estado sólo abriga un pensamiento, sólo persigue un objeto; un noble español no tiene más que su palabra. Mi objeto es que, en defecto de los altos puestos y dignidades de que injustamente nos han despojado, nuestra casa sea notable, al menos, por sus grandes riquezas, y yo consentía en tu unión con la sobrina del duque de Arcos con la condición de que su hermana Juanita no se casaría y le dejaría toda su fortuna.

—Juanita ha legado, al morir, a su hermana todos los bienes de que ella podía disponer; todos los que poseía en el reino de Nápoles, que son de mucha consideración.

—Es probable que así sea, pues no los conozco; sólo sé lo que valen el palacio y los jardines de la Alhambra que había comprado en la ciudad; los inmensos dominios y las ricas granjas que había adquirido en la provincia de Granada, y en la de Valencia.

—Todo eso, padre mío, pertenecía y pertenece aún a su esposo.

—¡Casarse un cuarto de hora antes de morir!... ¡No podía esperar yo semejante cosa!

—¡Un hombre a quien amaba! ¡una unión que la hacía dichosa!

—No se trata de eso; cuando se ha dado una palabra; cuando se tiene una hermana a quien casar... Además, enlazarse con un hombre obscuro... un Carlos Broschi, a quien nadie conoce...

—Tenía, al menos, un mérito, ¡era rico!

—Sí, un mérito que ha conservado para sí. Te juro que Fernando de Carvajal no será nunca el hermano político de Carlos Broschi. No te casarás, pues, con Isabel; te niego mi consentimiento.

—¡Ah! padre mío; ella también me niega su mano.

—Tanto mejor: estamos, pues, de acuerdo.

Y, en efecto, ¿qué esperanza podía conservar el desgraciado joven, colocado entre su padre que se oponía a su enlace, y su prometida que rechazaba esta unión?

Con gran desesperación de Fernando, Isabel redoblaba sus instancias por abrazar la vida religiosa. Había entrado como novicia en el convento de Santa Cruz, y deseaba ardientemente que llegase el momento de pronunciar sus votos.

Una ceremonia de este género, una toma de velo debía celebrarse con gran pompa, dentro de poco, en la ciudad de Granada; e Isabel, que no había cumplido todavía el tiempo de noviciado, deseaba obtener una dispensa en favor suyo. Pero la abadesa de Santa Cruz no tenía facultades para dispensarle esta gracia, y la joven experimentó un gran pesar; pero concibió alguna esperanza cuando supo que el cardenal Bibbiena debía honrar la ceremonia con su presencia y que oficiaría en la misa.

A su llegada, el prelado recibió la visita del desconsolado Fernando, que demandaba su poderosa protección cerca de su padre y de su prometida.

—Tal vez consiga que el Duque ceda en su obstinación—contestó Teobaldo sonriendo,—pues no será la primera vez que ha cambiado de parecer... ¡Pero esa joven!... Es difícil y poco conveniente a mi carácter desviarla de la vida religiosa, mucho más si tiene una verdadera vocación.

—No lo creo: Isabel ha sido educada en un convento y detesta la vida del claustro; hace sólo tres meses que desea tomar el velo.

—¿Por qué causa?

—Lo ignoro.

—¿Ama a usted, a pesar de todo?

—Sí, me ama, así me lo ha dicho; pero no quiere ser mi esposa.

—¿Y la razón?

—¡Sólo Dios la sabe!... ¿Y usted, padre mío, podrá averiguarla?

—¡Ah!—dijo Teobaldo moviendo la cabeza;—Dios no nos revela esos secretos.

El prelado se equivocaba. El Cielo le ayudaría a descubrir aquel secreto, y su instinto y su conocimiento del corazón humano completarían la obra.

La abadesa de Santa Cruz presentole a la mañana siguiente la petición de una de sus novicias para que acelerase la época de profesar, la cual, al mismo tiempo, rogaba al prelado le concediese oír su confesión. El memorial estaba firmado por Isabel de Arcos.

La pobre niña arrodillose a los pies del prelado y le manifestó los sentimientos de su corazón. La novicia deseaba refugiarse en el seno del Señor para salvar su alma, para huir de un amor irresistible y súbito que la obsesionaba.

¡Amaba a Carlos! Sólo con él se hubiera desposado; y como no quería causar tan profunda pena a Fernando, cuyo amor no merecía, veíase obligada a hacerse religiosa. Amaba a Fernando, su prometido, pero con un amor más apacible, más dulce. Con él, sus días habrían sido tranquilos y serenos, y seguramente hubiera sido feliz... Pero a aquella dicha uniforme, a aquella calma de los sentidos, prefería las emociones fuertes, la vida del alma.

Había llegado hasta a envidiar, casi, los sufrimientos de su hermana; y en sus ideas novelescas miraba el claustro como un asilo seguro donde podría ser desgraciada a su gusto.

El cardenal comprendió bien pronto cuán vivas y perjudiciales, pero poco duraderas, debían de ser las resoluciones en aquel carácter vehemente y exaltado, y concibió el remedio para curar aquella imaginación enferma.

—Hija mía—le dijo;—a mí me corresponde salvarla, y lo haré, aunque a pesar suyo, si necesario fuese. No será usted, pues, religiosa, y se casará con Fernando Carvajal, amable y encantador caballero que la hará completamente dichosa.

—¡Nunca!... Es inútil tratar de contrariar mis deseos.

—Será usted quien lo elija y le entregue su mano...

—Imposible; pensaré siempre en Carlos.

—¡Carlos mismo le obligará a que le olvide!

—¡Oh, Dios mío!—exclamó la joven llorando;—pero le desafío a que lo haga, y, ¡a usted también, padre mío!

Teobaldo marchó sin conceder a Isabel la gracia que pedía.

Pero la indignación de ésta llegó al colmo cuando tuvo conocimiento de un acto mucho más injusto y arbitrario.

La camarera mayor de la Reina remitió a la abadesa de Santa Cruz la prohibición de conservar en su convento a Isabel de Arcos, y la orden de partir al instante con ella para Madrid. Ambos mandatos fueron obedecidos al pie de la letra.

El mismo día, el duque de Carvajal recibía del ministro una orden en que se le mandaba presentarse en la corte para dar explicaciones de su conducta.

Esta orden no tenía nada de agradable, porque el Duque, nada circunspecto en sus expresiones, no había guardado la menor reserva acerca del resentimiento que abrigaba contra el primer ministro Ensenada y los principales miembros del Consejo de Castilla, que le habían depuesto de su destino.

No obstante, el Duque partió para la corte acompañado de su hijo, que veía en esta desgracia un feliz acontecimiento que le permitiría vivir en la población donde Isabel se encontraba.

XIV

En aquella época, era España uno de los Estados más florecientes de Europa. Bajo el hábil reinado de Fernando VI, que mereció ser llamado el Prudente, el comercio y la agricultura comenzaban a florecer. Los españoles, tributarios hasta entonces de las otras naciones industriales, veían abundar en su suelo las primeras materias y los productos de las artes. Las ciencias y las letras tomaron nuevo impulso, y, como sucede en todos los reinos ricos y dichosos, la capital era una población llena de placeres, donde se ostentaba el lujo. Las fiestas y diversiones de todas clases se sucedían en la corte sin interrupción, y acababa de fundarse en el palacio del Buen Retiro un teatro italiano, al cual fueron llamados los primeros artistas y los cantores más afamados del mundo.

Desgraciadamente, la débil salud del Rey y las enfermedades cerebrales que continuamente padecía, hacían temer por su vida y por su razón; dominábale una melancolía que no lograban disipar los cuidados y la ternura de su joven esposa la princesa María Teresa de Portugal, de quien era sinceramente amado.

Con objeto de distraer al Monarca, se multiplicaban a su alrededor los bailes y los espectáculos; e inútil es decir que los extranjeros afluían a la capital, en la que aumentaba cada día el esplendor y la riqueza.

A nuestros viajeros les fue difícil encontrar alojamiento proporcionado a su categoría. Al fin, el duque de Carvajal y su hijo lograron un buen aposento en la Puerta del Sol, en una magnífica fonda que sólo era frecuentada por los grandes señores. El mismo día de su llegada, el Duque se presentó en palacio, pero no pudo ver al Rey.

A la mañana siguiente, solicitó una audiencia, y se le contestó que el Rey no recibiría en toda la semana.

Profundamente irritado por esta dilación, que hería vivamente su orgullo español, el Duque, al salir del palacio real, entró para desayunarse en un café, donde se reunían gran número de señores a tomar chocolate y leer los papeles públicos.

De pie, junto al brasero, había colocado un hombre que se quejaba en alta voz del ministro y de los cortesanos. El Duque no se atrevió a iniciar el ataque, pero daba su aprobación con un silencio bastante significativo, y escuchaba la conversación con gran regocijo, sintiendo aliviado su mal humor.

—Sí, señores—decía un hombre de reducida estatura cubierto con una peluca empolvada, y cuyo vestido estaba adornado de cordones;—¡por mi parte, nada temo, y, en consecuencia, hablo muy alto!... ¿Creerán ustedes que yo, grande de España, conde de Fonseca, marqués de Priego, he hecho una antesala de dos horas en el palacio de nuestro Rey?

—Como yo—murmuró en voz baja Carvajal.

—He ido a pedir a Su Majestad la orden de Calatrava, que me ha rehusado, y es la sola que me falta... Esto es una injusticia. El oficial de guardias me dijo que el Rey no recibía a nadie, pues Su Majestad está enfermo. Y grandes y pequeños quedamos asombrados. En aquel instante apareció un hombre de buena presencia, sencillamente vestido y adornado con la orden de Calatrava... En el momento de presentarse todas las puertas se abrieron para él, y entró en los aposentos del Rey sin pronunciar su nombre.

—¿Este será, sin duda, el infante, hermano de Su Majestad?—pregunté yo.

—Es Farinelli—respondiome el oficial de guardias, que tenía todavía el sombrero en la mano.

—¡Quién!—exclamé;—¡Farinelli!... ¡ese músico!... ese cantor italiano... ostenta la orden de Calatrava, que se me ha rehusado... y es recibido en las habitaciones de Su Majestad mientras yo hago antesala, ¡yo, grande de España! ¡conde de Fonseca, marqués de Priego!... ¡Háganse cargo, señores, de los tiempos en que vivimos!

—En un tiempo en que se honra al mérito y al talento—dijo un hombre que vestía una ropilla de terciopelo encarnado, el cual tomaba lentamente y con placer su chocolate.

—Que se le recompense como cantante, concedo—replicó un joven hidalgo, que estaba arreglándose ante un espejo del café los bucles de su cabellera y su chorrera de encaje.—Que se cubra de oro, hay razón para ello, porque posee la voz más melodiosa, la entonación más segura que he oído en mi vida; y cuando canta, lo que sucede pocas veces, no cedería por mil escudos mi asiento en la capilla del Rey; pero que sea el favorito de Sus Majestades; que disponga a su capricho de honores, puestos y pensiones; que tenga, según afirman, voz en el Consejo, ¡eso es inmoral, es absurdo!... ¡Sólo falta ya que se le nombre primer ministro!

—Se le ha propuesto—dijo gravemente el hombre de la ropilla encarnada,—pero ha rehusado... ¡Mozo: otra taza de chocolate!

—¡El, ministro!—exclamó el marqués de Priego en un acceso de ira, al cual el Duque de Carvajal se asoció fríamente por un movimiento de cabeza casi imperceptible;—¡él, ministro!

—Y, ¿por qué no?

¿E perché no?—repitió, en italiano, dirigiéndose a la mesa, un señor ricamente vestido, que llevaba en todos los dedos sortijas de diamantes.—¡El, ministro! Eso es justo, y, ¡es poco aún!... Con una voz semejante debería ser príncipe... ¡o rey! ¡Hay tantos que no lo merecen! He llegado de Brandeburgo, señores, por otro nombre reino de Prusia, en cuyo trono se sienta un hombre que no da dos notas seguras... ¡un hombre que toca la flauta como un principiante!... y le llaman ¡Federico el Grande! ¡Y serán ustedes capaces de indignarse porque el mio amico Farinelli sea ministro!... ¡él! ¡El maestro, el dios de la música sobre la tierra!... ¡él! ¡que debería ser maestro de capilla en el Cielo, que debería cantar con los ángeles si éstos pudiesen comparársele!... ¡El, que ha dicho presentándome a Sus Majestades: Aquí tienen el primer cantante de Europa! A lo que contesté: te has equivocado, el primero eres tú.

Al ver aquel entusiasmo y aquella originalidad, todos los asistentes habían reconocido al famoso Caffarelli, que, a propuesta de Farinelli, había sido llamado a Madrid para cantar en el teatro italiano, con una pensión de cincuenta mil ducados de renta.

—Señor Caffarelli—le dijo el caballero joven;—concibo que un hombre tal como usted sea admirado por los aficionados a la música... Pero ese cantante que no es más que... que un cantante... ese hermoso y encantador caballero por quien todas las señoras enloquecen, sin duda porque es de su sexo más que del nuestro...

—¡Eh! ¡por Nuestra Señora del Pilar!—exclamó indignado el hombre de la ropilla encarnada;—¿mirará usted como un crimen su desgracia? ¿Es culpa suya si, cuando vino al mundo, un padre odioso y criminal le hizo mutilar por mano mercenaria, cimentando su fortuna y su porvenir sobre el oprobio y la vergüenza de su hijo?

—Perdone usted—dijo Caffarelli, interrumpiendo;—perdone, señor, si tomo por mi cuenta la defensa de su padre, que siendo un gran músico, es apasionado por el arte que tan admirablemente profesa; y adorando como adora a su hijo, no existiendo como no existe sino para él, si ha sido odioso y cruel, fue por exceso de amor paternal, creyendo labrar no su fortuna, sino la de su hijo. Lo más extraordinario es que se vio obligado por la miseria a dejar su hijo en manos ajenas; y que ese pobre Farinelli ha ignorado por completo, hasta los diez y ocho años de edad, el gran talento y la magnífica voz que poseía.

Su padre, al regresar de la Siberia donde creyó perecer, se apresuró gozoso a decirle: «Mio caro figlio, debes a mi ternura una inmensa fortuna». ¡Y a pesar de tan dichoso porvenir, su hijo ha querido matarle!... Felizmente no lo ha hecho... En su desesperación se desterró voluntariamente; huyó de Nápoles, su patria, y se marchó a país extranjero, sin dinero, sin ningún medio de subsistencia, y tomando el nombre de Farinelli, que debía hacer célebre para siempre, dedicose al canto para poder vivir...

No tardó en llegar a ser rico y obsequiado, porque todas las cortes, todos los soberanos de Europa se disputaban el honor de darle asilo, de escucharle. Nunca la voz humana había operado maravillas semejantes a las suyas; y renovó e hizo posibles los prodigios del cantor Linus y del tenor Orfeo, que, según dicen, encantaban y amansaban con sus melodías las bestias feroces de las selvas. Farinelli ha hecho más... ha encantado, ha seducido caracteres más feroces aún: a los individuos que tenía en la corte, a sus enemigos, a sus rivales... ¡a mí mismo, señores!... ¡a mí! el famoso Caffarelli... Oigan ustedes lo que con él me sucedió, y del modo que le conocí.

La atención de los circunstantes redobló con las palabras de Caffarelli, y todos se aproximaron para no perder una palabra.

El italiano prosiguió de este modo:

—Me encontraba en Londres, donde Su Majestad el rey Jorge y todos los grandes señores de Inglaterra me fatigaban, si así puede decirse, con honores y guineas; porque hasta entonces no había conocido rival. Hablábase mucho entonces de un joven llamado Farinelli, que gozaba de alguna reputación; el Rey y la Reina deseaban oírnos juntos... Era lógico querer comparar al maestro con el discípulo. Cantamos, reunidos en la corte, en la pieza Arturo de Bretaña, una grandiosa escena musical donde yo representaba un tirano furioso y Farinelli a un joven príncipe que aquél tenía preso y cuya muerte decreta el tirano.

Empecé cantando un aria del tirano... Era magnífica... era un tirano como nunca se había visto. Durante un cuarto de hora fui ensordecido por los aplausos, y decía para mí con alegría:—¡Pobre joven! ¡te veo perdido!...

Comenzó Farinelli... y bien pronto no se aplaudió más... ¡se lloraba! Cuando oí aquella voz tan suave y encantadora, aquellos acentos deliciosos que llegaban al alma... no veía en él más que a un pobre joven que con las manos extendidas hacia mí me suplicaba le dejase ver aún la luz del sol, que era tan brillante y tan bella...

Lasciami ancora verder il sole...

decía él, y yo, imprudente, le escuchaba olvidando mi papel. Corrí hacia él, deshice sus ligaduras... ¡y le abracé llorando!

A partir de aquel momento, y gracias a mí, conquistó una brillante posición. Caffarelli proclamole su vencedor. Pero este vencedor llegó a ser un amigo de corazón y su casa ha estado abierta siempre para mí. Su fortuna no le ha cambiado. Que sea hombre de Estado o embajador, llego hasta su gabinete sin hacerme anunciar, y ese grande hombre interrumpe a menudo su trabajo para cantar un dúo con su antiguo amigo... Digo un dúo... ¡un solo! Porque siempre olvido mi parte, para escucharle.

—¡Bravo, bravo!—exclamó el marqués de Priego con ironía y aplaudiendo como si se encontrase en el teatro;—¡bravo! señor. ¿Pero usted, que todo lo sabe, podrá decirnos cómo Su Alteza el príncipe Arturo de Bretaña, a quien dio usted la vida, se ha encontrado de repente hombre influyente y consejero íntimo del rey de España? ¿Cómo su amigo el cantante ha llegado a ser hombre de Estado y empleado en misiones secretas e importantes cerca de varios soberanos de Europa?

—Tal vez—contestó Caffarelli con aire burlón,—para entretener a los soberanos con sus cantos. Pero ignoro en absoluto la causa de su fortuna política.

—Será, sin duda, debido a algún gran misterio—dijo el marqués de Priego.

—Opino como usted—asintió el duque de Carvajal a media voz y con acento malicioso.

—No, señores—replicó el hombre de la ropilla encarnada, que acababa de apurar su segunda taza de chocolate, y que saboreaba en aquel momento el indispensable vaso de agua;—no, señores; y si quieren conocer la causa de su elevación, yo la puedo decir, porque he sido testigo de ella.

—Es algún gran señor—murmuraron en voz baja.

—Es el presidente del Consejo de Castilla—dijo el joven caballero al Duque y a sus vecinos, dándose aires de importancia;—le conozco bien.

—No, caballerito; no me conoce usted: ¡soy Rodrigo Moncénigo, barbero de Su Majestad!

Al oír estas palabras, el duque de Carvajal púsose el sombrero, que acababa de quitarse.

—Desde el comienzo de su reinado, el Rey, nuestro augusto amo, veíase atormentado de una enfermedad de que nadie había logrado aliviarle; el señor Zúñiga, médico de la corte, llegó a perder la esperanza; y todo lo que había podido descubrir era que esta enfermedad tenía mucha semejanza con una inventada por los ingleses y que ellos llaman spleen. Ya el Rey, en dos ocasiones, y sin motivo alguno, había querido atentar contra su vida, y a pesar de la desesperación de la Reina y de las exhortaciones del padre Anastasio, confesor de Su Majestad, todo hacía temer que nuestro augusto señor no había abandonado la funesta manía que había de consumar su perdición en este mundo y en el otro.

Hacía ya un mes que permanecía encerrado en su gabinete, sin querer ver a nadie, excepto a la Reina; y a pesar de los ruegos y de las lágrimas de ésta, rehusaba los cuidados y hasta los alimentos que se le daban; ¡en tal estado negábase constantemente a mudarse de ropa y afeitarse! No podía verme; me había despedido: ¡a mí, que era su barbero; a mí, padre de cinco hijos y que no tenía otra fortuna que mi destino!

Todos nos sentíamos consternados, y la Reina más que todos: adoraba a su esposo, de quien veía amenazadas la razón y la vida con aquella negra enfermedad, y no sabía de qué medio valerse para librarle de la muerte, cuando pensó en Farinelli, cuya voz, se decía, obraba milagros. La Reina rogó al cantante que viniese a Madrid, y le colocó en una habitación contigua a la del Rey.

A los primeros acentos que hirieron los oídos de Su Majestad, éste se estremeció.

—¡Es la voz de los ángeles!—dijo; y escuchaba atentamente, cayendo de rodillas y llorando, lo que no le había sucedido en toda su enfermedad.

—¡Que siga—decía,—que siga! ¡Que continúe yo oyendo esa voz que me ha aliviado y vuelto la vida!

Cantó de nuevo Farinelli, y el Rey, volviendo en sí, se arrojó en brazos de la Reina; después salió a la estancia vecina y abrazó a Farinelli, diciéndole:

—¡Mi ángel salvador! ¿qué deseas? ¡Pídeme lo que quieras; te lo concederé, sea lo que fuere!

A lo que Farinelli repuso:

—Pido, señor, que Vuestra Majestad cambie de vestido y se haga afeitar...

Desde aquel instante, yo, Rodrigo Moncénigo, barbero del Rey, fui restablecido en mis funciones, así como en los derechos y honores de mi cargo.

Habiéndose hecho llevar la Reina una cruz de Calatrava, con el permiso de su augusto esposo, la puso, con su propia mano, en el pecho de Farinelli. Ahí tiene usted—continuó el barbero mirando al marqués de Priego—cómo fue condecorado el músico.

A partir de aquel momento, Farinelli no abandona al Rey ni a la Reina... Cuando se presentan los primeros síntomas de melancolía, el italiano canta y la indisposición desaparece. Vean ustedes cómo nuestro amo encontró un amigo...

Cuando descubrió que el admirable cantante era uno de los hombres más instruidos de Europa, que conocía casi todas las lenguas, que la riqueza y vivacidad de su imaginación igualaban a la profundidad y solidez de su juicio; que la rapidez de su golpe de vista le hacía abrazar, desarrollar y resolver en un momento las cuestiones más difíciles, se preguntó por qué había de serle prohibido a un artista tener en los negocios talento, habilidad y genio; se preguntó por qué no había de hacer su consejero y su ministro al que ya era su salvador y su amigo...

Al decir su ministro, hablo de las funciones y no del título; porque, modesto y desinteresado, Farinelli sólo deseaba servir a su Rey... Hombre de suerte y a quien la fortuna no le ha vuelto la cara, no echa en olvido quién es y tiene presente su origen.

No hablaré a ustedes de los nobles y grandes señores de la corte de España que se arrastran a sus pies; y de alguno, que no les nombraré, que le ha pedido delante de mí su protección y su favor con tanta bajeza, que yo estaba avergonzado y Farinelli también; pero sí haré mención de que, para colocar a cada uno a su altura, el artista contestaba con dulzura y modestia:

—¡Dios mío! Señor Duque, ¿qué puede hacer por un gran señor como usted un pobre cantante como yo?...

¿Necesitaré también, señores, decirles el poder que tiene en sus manos cómo lo ejerce? El protege las artes, reaviva el comercio y la agricultura, construye fábricas, hace que nuestra patria progrese en el interior y que sea respetada por los extranjeros. Ha colocado al frente del ejército a hombres de mérito y de señalados servicios sin dejar plaza al favor... Yo tenía un hijo, señores, que recibió tres heridas batiéndose con los imperiales; un hijo que en la batalla de Bitondo arrebató de las manos del enemigo una bandera y la entregó al marqués de Montmar, que era nuestro general; y este hijo era capitán hacía diez años, y hubiera continuado siéndolo toda su vida, porque descendía del pueblo, porque su abuelo, Sancho Moncénigo, mi padre, era barbero de una aldea.—Eso no es justo, me dijo Farinelli.—Y aquella tarde, en la habitación del Rey, leía versos franceses de un poeta que principiaba a hacerse célebre, de Voltaire, y que Farinelli recitaba con calor y entusiasmo, sobre todo, cuando llegó a este pasaje:

Qui sert bien son pays n'a pas besoin d'aieux

—Bella máxima—exclamó el Rey.

—Sí, señor—repuso Farinelli;—y es más bella todavía puesta en práctica.

Entonces habló de mi hijo, haciendo presente al Rey que había a la sazón dos regimientos vacantes: el de la Reina y el de Astorga.

—Sea—dijo el Rey;—concedo el mando del último a Rafael Moncénigo.

—Anteayer—prosiguió el barbero con orgullo y satisfacción paternales,—mi hijo recibió su despacho; ¡mi hijo es coronel!...

—¡Por una horrible injusticia y un juego de cubiletes infame!—exclamó un anciano militar que en aquel momento entraba en el café.—Yo, conde de Fuentes, que soy el teniente coronel más antiguo, tenía más derecho que nadie a mandar un regimiento por mi cuna y por los servicios que presté al difunto rey Felipe V, porque me arruiné durante la guerra de sucesión. Pero se me rechaza, se me tiene postergado, y, ¿por qué?... Porque detesto a los favoritos y a los eunucos; porque soy enemigo de Farinelli, y lo proclamo en voz alta; y así lo hice ayer mismo, en su presencia, cuando pasaba por la sala de guardias. Sí, me ha hecho una injusticia, una afrenta; es un infame... Y lo diré a la faz de todo el mundo...

—No delante de mí, al menos—replicó un joven, que había oído las palabras del conde de Fuentes.

Era Rafael Moncénigo, el cual ostentaba con orgullo las insignias de su nuevo empleo.

El barbero trató de contener a su hijo.

—Déjeme usted, padre mío; mientras mi mano pueda sostener una espada, no se ultrajará impunemente a Farinelli en mi presencia, y el señor me dará una satisfacción.

—¡Cuando usted quiera!—exclamó el conde de Fuentes; y ambos adversarios se disponían a salir, entre las aclamaciones de todos los circunstantes, cuando el criado del Conde, que llegaba en aquel momento, le entregó una carta que habían llevado para él, diciéndole que era urgente.

—¡Lea usted, caballero!—dijo Rafael con altivez;—tiempo tenemos.

A medida que el teniente coronel leía el billete, cambiaba de color su rostro; temblaba, presa de una agitación violenta; pero, tomando una doble resolución, se aproximó al joven, que le contemplaba desdeñosamente.

—Caballero—dijo;—¡cuánto deben costar estas palabras a un español!... ¡no tenía razón! Sería un infame si tirase de la espada en semejante combate: lea usted.

El joven leyó en voz alta:

«Señor Conde:

»Es usted mi enemigo, lo sé, y, bajo este título, le debo hacer más cumplida justicia que a ningún otro. He examinado su hoja de servicios, y se lo he hecho presente al Rey, el cual ha tenido a bien conceder a usted el mando del primer regimiento del ejército, del de la Reina... Y como tengo entendido que no es usted rico, le ruego acepte la presente libranza para montar su equipaje con el decoro que corresponde a su nuevo destino. Esto no le quita en nada su independencia, y le deja, en cambio, toda la libertad... ¡hasta la de aborrecerme!

»Farinelli.»

Las acciones nobles y generosas encierran un atractivo simpático, del cual no se libra nadie; cada uno de los circunstantes aplaudía a la vez; ambos adversarios se estrecharon las manos, y el conde de Fuentes salió, acto continuo, para ir a visitar a su generoso enemigo seguramente.

—Ahí tienen ustedes los hombres de carácter—dijo el marqués de Priego;—el menor favor los hace cambiar, y, en lo sucesivo, éste será ahora uno de los más adictos del favorito.

—Esto es enojoso—agregó el duque de Carvajal;—no obtienen más que para ellos.

—No importa; de todos modos, resulta humillante para un hombre de sangre y del nacimiento del conde de Fuentes.

—Tiene usted razón, me sonrojo por la nobleza española.

Y ambos, en testimonio de estimación, se dieron las manos al tiempo de separarse.

Al salir, el marqués de Priego se encontró por casualidad al lado de Rodrigo Moncénigo.

—¿No podría usted, señor barbero—le dijo en voz baja,—hablar por mí a Farinelli?

Entretanto, el duque de Carvajal había asido del brazo a Caffarelli, rogándole a media voz que tratase de obtener, por su mediación, una audiencia del favorito.

—Lo prometo a usted—repuso el artista, con aire protector.

Y aquella misma tarde, el Duque leía en su morada, esta breve epístola:

«Farinelli tendrá el honor de recibir mañana, antes de comer, al señor duque de Carvajal y a don Fernando, su hijo, en el gabinete particular de la Reina.

»Farinelli.»

Huelga añadir que ambos no se hicieron esperar. Fueron introducidos en una habitación elegantemente amueblada que servía de salón de música a la Reina, y experimentaron una profunda sorpresa cuando, un instante después, vieron entrar a la abadesa de Santa Cruz y a Isabel de Arcos.

Fernando no tuvo tiempo para reflexionar sobre aquel extraño acontecimiento, porque, en aquel instante, abriose una puerta dorada, y la camarera mayor de la Reina anuncio a Su Majestad María Teresa, que apareció apoyándose en el brazo del cardenal Bibbiena, confesor del Rey.

—Duque de Carvajal—dijo la Reina;—he querido anunciarle por mí misma que es la ocasión de casar a su hijo con Isabel de Arcos: el Rey devuelve a usted todos los empleos de que le habían privado, y juntamente el gobierno de Granada.

Todos los actores de esta escena quedaron inmóviles y sorprendidos, excepto Fernando, que lanzó un grito de alegría.

El Duque se inclinó en señal de asentimiento, e Isabel, haciendo un esfuerzo para sobreponerse a su turbación, tomó la palabra y dijo con voz trémula:

—Vuestra Majestad ignora... y Su Eminencia el cardenal ha debido de decirlo...

—Que ese matrimonio merece la aprobación de Farinelli—le interrumpió la Reina; e Isabel quedó estupefacta.

Con frecuencia, sobre todo después de su llegada a Madrid, había oído hablar del favorito, de su crédito y de sus aventuras; pero nunca le había visto, y habló ingenuamente a la Reina, cuando le contestó que no le conocía.

—Parece imposible—replicó Su Majestad,—pues Farinelli pretende tener sobre usted el derecho de casarla y entregarle una buena dote, siendo, como es, en la actualidad, su único pariente... Vea usted, y convénzase de lo que le digo—continuó mostrándole un pergamino que había sobre una mesa;—ahí tiene ese contrato por el que le cede una parte de su fortuna.

—Estamos aquí para firmar los contratos matrimoniales, y sólo se espera a Farinelli—dijo el cardenal.

—Ahí está—contestó la Reina, indicando con la mano a una persona que aparecía en aquel momento a la puerta de entrada.

—¡Carlos!—exclamaron simultáneamente Fernando e Isabel.

—Sí, amigos míos, Carlos Broschi... o Farinelli... Y ahora que me conocen ustedes—dijo con emoción y cambiando con Teobaldo una mirada de inteligencia,—mi querida Isabel... hermana mía... ¿rehusará usted la mano de Fernando que la ama... y que tan digno es de usted?

La joven bajó los ojos con una turbación inexplicable... Luego levantó la vista y fijola confusamente sobre Farinelli, a quien tendió su mano.

El matrimonio se verificó la mañana siguiente, en la capilla de los Reyes; una numerosa multitud compacta había acudido a la ceremonia, porque se dijo que Sus Majestades honrarían con su presencia el acto nupcial que debía celebrarse por el cardenal confesor del Rey; pero lo que excitaba más la curiosidad pública era que se daba por seguro que cantaría Farinelli.

Y, en efecto; de una de las tribunas cercanas al órgano, salió de repente una voz pura y melodiosa que parecía bajar del cielo, y la concurrencia guardó un profundo silencio.

Nunca se había expresado aquella prodigiosa voz con más sentimiento ni ternura, ni sus acentos habían sido tan penetrantes. Los melodiosos ecos llenaban el alma del dolor más profundo y hacían verter lágrimas; parecían elevarse a las regiones celestes y dirigirse a seres invisibles que habitaban las mansiones eternas.

«¡Ved—decía Carlos,—ved sobre las nubes el ángel que nos contempla y nos bendice! ¡Angel adorado que habitas en el cielo!... ¡Virgen pura, vuelve a tu patria y dirígenos desde ella tu divina voz, diciendo: ¡Ven!... ¡ven!... ¡ven!...»

En medio del silencio que reinaba en la iglesia, los sublimes ecos de aquella voz vibraban, repitiéndose en las bóvedas del templo, y murmurando a lo lejos: ¡Ven!... ¡ven!... Farinelli sucumbía a la profunda emoción que experimentaba, y, tendiendo sus brazos, cayó desvanecido.

Interrumpiose la ceremonia. Teobaldo corrió en socorro de su amigo, le hizo colocar en su coche, cuyas cortinas bajó, y se alejó lentamente por enmedio de la multitud, mientras que Carlos, volviendo hacia su amigo los ojos bañados en lágrimas, le decía:

—¿Habrá en el mundo nadie más desdichado que yo?

—¡Sí—le contestó Teobaldo oprimiendo su mano;—sí, lo hay! Que esta idea te consuele y te impida acusar a la Providencia.

—¡Cómo! ¡Más que perder lo que se ama, sentirse amado y no poder pertenecer al objeto que se idolatra!

—¡Tú has sido amado, al menos!... Si hubieses visto, por el contrario, que la mujer a quien adorabas amaba a otro; si, más fuerte que la ley de la Naturaleza, los deberes de la religión hubiesen levantado entre ustedes una barrera insuperable; si confidente de su ternura para con tu rival, para un amigo, hubieses velado constantemente por ellos; si, en fin, ¡oh, tormentos del infierno! hubieses unido sus manos, ¿te creerías aún el más desdichado de los hombres?

—¡Cómo!—exclamó Carlos espantado,—esos tormentos de que hablas...

—Los he experimentado yo.

—¡Y los has podido soportar y ocultarlos! ¿Quién te ha dado el sobrehumano valor que necesitabas para ello?

—¡Dios y la amistad!

Y ambos amigos confundiéronse en un cariñoso abrazo, mientras el pueblo repetía, aludiendo a los recién casados:

—«¡Qué felices son!»

EL REY DE OROS

EL REY DE OROS

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Sin preocuparse para nada de las parejas, ni de la magnificencia del salón en que se efectuaba el baile, las dos hablaban cerca de la chimenea. ¡Hablar en vez de bailar, a los quince o diez y seis años!... Forzosamente, la conversación tenía que ser interesantísima, y esta sola idea avivaba en mí el deseo de escucharla. Mal hecho; pero, ¿a quién se ha de permitir ser curioso, si no se le permite a un autor dramático? La curiosidad, que en los demás es un defecto, en él constituye un deber. Debe escuchar, aunque sólo sea por oficio. Por otra parte, ¡aquellas dos jóvenes eran tan lindas, tan elegantes!... En su porte y en sus miradas había tanta gracia y tanta ingenuidad; estaban tan risueñas, y se cuidaban tan poco del porvenir, que hacíase imposible no pensar en el de ellas. Una de las dos, rubia, hablaba con vehemencia y en voz baja; la otra, de hermosos cabellos negros, escuchaba con los ojos bajos y deshojando el ramillete de níveas camelias que tenía en la mano. Indudablemente le preguntaban y no quería responder. Transcurrido un instante, dirigió a su compañera sus ojos azules con una expresión angelical, de los que exhalábase una mirada que decía, sin duda alguna:

—Te juro que no te comprendo.

La contestación fue una carcajada, que traduje de esta manera:

—¿Sí? pues no te creo.

Tenía la seguridad, por mi parte, de que me estaba enterando de la conversación; pero así y todo, hubiera querido, por muchas razones, escucharla desde más cerca. La dueña de la casa me facilitó un medio, ofreciéndome un asiento para jugar al whist. No soy muy fuerte en el whist; lo juego bastante mal, y pierdo casi siempre, siendo causa esto último de que cada día le tenga más afición. Es una pasión desgraciada, o, lo que es lo mismo, es una de las pasiones que duran. Esta vez, sin embargo, tuve suerte; habían colocado la mesa del whist próxima a la chimenea, e hizo la fortuna que mi butaca estuviese a espaldas de las de mis lindas habladoras, que no fijaron su atención en nosotros. Para ellas, y a sus años, un baile se compone de muchachas, aderezos, adornos, polquistas y galanes: los jugadores de whist no son tenidos en cuenta... no existen; son cuatro asientos vacíos en un salón.

—Pero, chica, ¿no has pensado nunca en ello?

—Jamás.

—¿Ni aun en sueños?

—¿En sueños? no tengo tiempo: duermo perfectamente.

—¿Y no te ha indicado nada tu madre?

—Nada.

—Pues yo he dado ya calabazas a dos.

—¿Por qué motivos?

—Porque no eran millonarios. Quiero tener un marido rico. ¿Y tú?

—Yo desearía que el mío fuese joven y tuviera talento.

—¡Bah! Todo el mundo tiene talento. En cuanto a mí, me gustaría que fuese ministro... para que me llevara a palacio.

—¿Y con eso te contentas?

—Ya lo creo. Cada día estrenaría un nuevo traje, a cual más precioso.

—Así, pues, ¿te preocuparás de trajes después de casada?

—Siempre.

—¿Y de tu esposo?

—Señor—exclamó de pronto mi compañero,—¿no tiene usted bastos?

—¡Vaya si tengo!

—¿Por qué, pues, no los ha echado usted?

—Dispénseme, estaba escuchando... mejor dicho, combinando... y contaba las cartas ya jugadas.

Este incidente fue causa de que perdiera algunos párrafos de la conversación que tenía lugar a mis espaldas, y que no había concluido todavía.

—¡Amarle!... ¿por qué no?... si es posible... si una se enamora...

—¡Oh! eso es lo primero.

—¿Lo crees así?

—Por eso deseo que tengamos casi la misma edad, casi los mismos gustos, casi iguales defectos... Esto le hará indulgente con los míos, y, respecto a los suyos, todos se los perdono desde ahora con tal de que me quiera mucho y de que no ame a nadie más que a mí.

—Mi tía dice que eso no es posible.

—¿Por qué no lo ha de ser? ¡Le amaré yo tanto!

—¿Pero estás loca?

—Es mi deber... y me parece que será un deber muy dulce.

—¿Y si él deja de amarte?

—No importa: seguiré amándole yo. Es mi deber.

—¿Y si te engaña?

—¡Ah! me moriré. Pero, a pesar de todo, no dejaré de amarle.

—Hemos perdido tres bazas—gritó mi compañero.—Estoy fallo a copas; lo indico claramente, y ni una sola vez lo ha tenido usted en cuenta.

—¿Y qué importa?

—¡Ahí es nada!... Yo tenía una porción de triunfillos que usted ha inutilizado jugando otros mayores.

—No hemos perdido gran cosa.

—Hemos perdido diez tantos, que han ganado estos señores.

—Dispénseme usted si pierde por mi culpa: soy un mal aficionado.

Al pronunciar estas palabras, me decía a mi mismo que él me había hecho perder mucho más, impidiéndome oír el resto de la conversación, porque las dos jóvenes acababan de levantar el campo. Seguí con la mirada a una de ellas, que ya me tenía cautivado. Sentía grandes, deseos de saber su nombre, y no me atrevía a preguntarlo.

—Cecilia—dijo una señora de edad madura, mirada altiva y de formas enjutas y angulosas;—Cecilia, ponte el abrigo, y vámonos.

—En seguida, mamá. Pero acabo de comprometerme para una contradanza, y voy antes a disculparme.

—De ninguna manera—exclamó la dueña de la casa.—La señora D'Ortlies nos concederá un cuarto de hora...

Y, como en aquel momento se diese cuenta de mi presencia, me dijo estrechándome la mano:

—La Vizcondesa deseaba conocer a usted y me había pedido que se la presentase.

Nada hay para mí tan empalagoso como una presentación; pero comprendía que ésta daba a Cecilia tiempo para bailar su contradanza, y me regocijó la idea de empezar mis relaciones con ella por un sacrificio. Lo era y no flojo. Mujer de antiguo abolengo, la señora vizcondesa D'Ortlies valía por sus pretensiones tanto, cuando menos, como por su ilustre prosapia. Escribía libros que encontraban más admiradores que lectores. Era moneda tan corriente entre éstos que sus obras debían estar impregnadas de religión, monarquismo y sublimidad, que cada cual, sin conocerlas, las aplaudía de antemano, con admirable aplomo desde que el editor anunciaba que estaban en prensa.

El que ha tenido más éxito de sus libros, y, según dicen, ha contribuido más a extender y cimentar su reputación, es su novela de*** que nadie ha leído todavía.

Sería inútil redundancia alegar que, dados sus principios, su devoción y su ilustre apellido, la señora Vizcondesa firma sus obras con un seudónimo: es un buen recurso para asegurar aplausos.

Hizo el gasto de la conversación hablando casi sola, y no pudo hacer nada más de mi gusto, porque me agradan las mujeres de talento cuando no hay que tenerlo con ellas y cuando al placer de oírlas puedo unir el de permanecer silencioso. En esto me parezco a un sujeto que decía:

—Voy a darme prisa a escribir un libro que rebose ingenio, para tener después el derecho de ser un bruto el resto de mi vida.—¿He escrito ese libro? Lo ignoro: supongamos que sí, y adelante.

La Vizcondesa me habló de mis obras: yo de las suyas... de su hija. Evidentemente era ésta la mejor, y, sin embargo, me pareció que a ninguna daba menos importancia. Siembre sucede lo mismo: por regla general, los autores son los peores jueces de sus engendros.

Prolongose tanto la conversación, que Cecilia tuvo tiempo de bailar dos contradanzas. La pobre no sabía cómo agradecérmelo, y sin que ella lo sospechara, ya estábamos en paz, porque me había pagado con la sonrisa más amable y graciosa del mundo. Recordando las palabras que le había oído, exclamé, viéndola alejarse:

—¡Feliz el hombre que logre agradarle! ¡Feliz el esposo que ella elija!...

Pasó aquel año y el invierno siguiente sin que volviera a ver a Cecilia, pues no voy casi nunca a las reuniones.

Al comenzar la primavera de 1833 me aburría soberanamente. ¿Por qué? Esto no le importa al lector, y, con su permiso, paso por alto los motivos. Recurrí a lo que yo considero como el remedio de todos los males: tomé la diligencia, y en busca de un argumento para una comedia, con la cual podría regocijarme y distraerme, visité la Auvernia y los Pirineos.

Estos dos países son muy poco conocidos.

No hay negociante retirado, no hay jubilado, ni procurador o abogado en vacaciones que no se considere en el deber de viajar por Suiza para poder decir a su mujer y a sus hijos:

—«He visto el valle de Lauterbrunnen, el lago de Brienz y el Grindelwald», camino trillado y recorrido por todo el mundo, itinerario tan común en la actualidad, como el de París a Saint-Cloud.

¡Y, entretanto, nadie piensa en visitar la Auvernia y los Pirineos! ¡Oh, viajeros parisienses, viajeros de imitación; ignoran ustedes que sin salir de Francia encontrarán cascadas, aludes y picos escarpados; ignoran que esos Pirineos, que les pertenecen, que son algo así como la propia casa de ustedes, ofrecen vistas tan graciosas, escenas tan sublimes, espectáculos tan grandiosos como los mismos Alpes! Sí: apelo a todos los que han viajado verdaderamente, y no por los libros: el circo de Gavarni, las Torres de Marboré, el boquete de Roland, ¿no son, en su género, tan admirables, tan incomprensibles, tan grandiosos como el manoseado Mont-Blanc, la caída del Rin o la del Aar? ¿En qué país lograrán ustedes encontrar, en la cima de una montaña, un lago en el cráter de un volcán? Sí, señores, sí, abonados del café Tortoni y de la Opera... sí, un verdadero lago y un verdadero volcán: ahí tienen ustedes todavía el cráter con su forma dilatada y una abertura circular de media legua; vean ustedes las capas de lava, y en el sitio donde hervían el azufre y el salitre, contemplen ahora un lago límpido que se eleva hasta la mitad de ese gran embudo, mientras la otra mitad, cubierta de árboles y musgo, forma una verde muralla de ciento cincuenta pies de altura que baja casi a pico hasta los bordes del lago misterioso, cuyo fondo no se ha encontrado, y sobre el cual nadie se atrevería a lanzarse, porque el remolino de las aguas haría zozobrar en seguida la barca, y el atrevido navegante, precipitado al fondo del abismo, en los fuegos subterráneos, hubiera comenzado como La Pérouse y concluido como Empédocles.

Y todas estas maravillas, que semejan un cuento de Las mil y una noches... ese lago que se extiende sobre un volcán, y ese volcán que amenaza recobrar su plaza, ¿dónde piensan ustedes que se encuentra? ¿En los Alpes? ¿En las cordilleras de los Andes?... No, ciertamente. En la Auvernia, a dos o tres leguas de Mont-Doré, y este lago es el lago de Pavin, adonde llegarán ustedes en dos o tres horas de camino, llevando de conductor al señor Miguel Garnier, mi guía, que sólo exige dos francos de jornal, y que les confundirá con un príncipe extranjero si llegan a darle tres.

Encontrábame yo, con mi guía, cerca del lago Pavin, recostado en la hierba al borde del cráter y contemplando a mis pies las aguas puras y transparentes que a cada instante creía ver en ebullición, lo que me hubiera divertido y espantado, cuando sentí pasos a mi espalda: eran otros viajeros. Un anciano, apoyado en el brazo de una joven, gritaba con tono de mal humor:—No andes tan de prisa... no puedo seguirte.—Levanté los ojos y me pareció reconocer en la joven el porte elegante y gracioso, la fisonomía encantadora de mi linda bailarina, de la señorita Cecilia D'Ortlies: mis dudas se convirtieron en certeza cuando divisé, algunos pasos detrás de ella, a una mujer que, provista de un álbum y del indispensable lápiz, escribía al mismo tiempo que andaba. Era la señora Vizcondesa, engolfada en hacer una descripción del lago Pavin, que yo debí imitar, porque indudablemente valía más que la mía. Grandes exclamaciones de sorpresa por una y otra parte: las obligadas frases de admiración sobre el magnífico cuadro que se desarrollaba ante nuestros ojos... y luego, cumplidas las reglas de urbanidad, pensé en mi conveniencia, e hice conocer mis deseos de ser presentado a la señorita Cecilia.

—¡Señorita!...—repitió la Vizcondesa con asombro:—Cecilia está casada.

—¿Cómo así?—repuse.

Y miré en torno mío, buscando al joven esposo, extrañándome de que no acompañase a su mujer.

—Mi yerno—dijo la D'Ortlies presentándome al anciano, cuyo nombre, que no viene a cuento, pronunció con gravedad olímpica.

Era un vástago de rancia nobleza, general en tiempo del Imperio, y duque y Par durante la Restauración. Conservaba todavía un mando militar importante, una fortuna colosal y una porción de buenas cualidades. Pero, desgraciadamente, hacía ya mucho tiempo que le adornaban estas buenas cualidades... porque tenía 67 años, con un aditamento de varias heridas y reumatismo, a lo que había que agregar la gota con todas sus prerrogativas, es decir, la impaciencia, la acritud y un humor endiablado: fuera de esto, era extremadamente amable siempre que no estaba enfermo... y solía estarlo diez meses al año.

¡Este era el marido de Cecilia!

Rememoré entonces la conversación del baile, el gentil compañero que ella había soñado, sus proyectos de dicha para el porvenir. Si no adivinó la pobre niña el interés y la piedad con que yo la miraba, me lo agradeció sin saberlo, porque, apenas transcurrieron algunos minutos, éramos los mejores amigos del mundo.

Mientras nosotros conversábamos, su rancio esposo reposaba sentado; su madre escribía a destajo. Todo lo que Cecilia decía era sencillo y natural; pero estaba impregnado de una dulzura y una melancolía realmente exquisitas. La hablé de su marido, y le tributó los mayores elogios, recordando con gratitud los títulos, la posición y la fortuna de que le era deudora. De su felicidad, que le había robado, no dijo una palabra. ¡Alma noble y virtuosa, en que todo era resignación, abnegación y fidelidad a sus deberes! Pero ¿quién hubiera reconocido en su lenguaje grave y melancólico a la joven que yo había visto, dos años antes, tan soñadora, tan candorosa y tan alegre?

¡Qué juicio al presente! ¡qué tacto! ¡qué criterio! Se me ocurrió que, para haberlos adquirido en tan breve plazo, debía de haber sido muy desgraciada.

Nos encontrábamos al borde del lago, puro, límpido y transparente... imagen de su alma. Así se lo dije; me miró, sonriendo con esa sonrisa triste que hace llorar, y repuso:

—Sí; la calma en la superficie...

—Y tal vez en el fondo...—agregué, mostrándole el lago.

No terminé la frase, pero la adivinó, porque dijo en seguida:

—No, señor, no: ¡jamás!...

Y dirigió al cielo su mirada, ignoro si para tomarlo por testigo o para implorar su protección.

En aquel instante se oyó una voz avinagrada: era la de la Vizcondesa. El general tenía frío: las emanaciones del lago le sentaban mal y era necesario partir. De buena gana hubiera dado el brazo a Cecilia; pero ella ofreció el suyo a su esposo, y sólo quedaba la Vizcondesa. ¡Valiente compensación!... Me vi obligado a hablar de literatura y a enterarme de que la señora componía una nueva novela que deseaba leerme tan pronto como estuviese terminada. ¡A mí, que viajaba para divertirme!

—Creo, Vizcondesa, que no podré gozar tanta ventura, porque me voy a los Pirineos—le dije.

—Allí vamos todos: han recomendado al general las aguas de Barèges, que son milagrosas para las heridas.

—Parecíame que el general se quedaba en Mont-Doré.

—Estamos aquí por casualidad; pues, de paso, ha querido experimentar estos manantiales que el año pasado dieron resultados excelentes al mariscal Soult; pero después de algunos baños, que no le han servido de nada, ha renunciado a ellos y saldremos dentro de pocos días para los Pirineos. Confío que usted se vendrá con nosotros.

Me incliné respetuosamente.

—¿Dónde se hospeda usted en Mont-Doré?

—En el hotel Chabaury, señora.

—Nosotros también. ¿Nos dispensará usted esta noche el honor de que cenemos juntos?

Saludé de nuevo. Decididamente era el comensal, el compañero de viaje y el amigo de la familia.

Viajando, y particularmente en los baños, la amistad se entabla con una rapidez asombrosa; me aproveché de mi nuevo título, y de los derechos que me daba, para hablar de Cecilia. Indiqué a la Vizcondesa que aquel matrimonio, tan ventajoso por otra parte, me inspiraba serios temores respecto a la dicha futura de su hija.

—No conoce usted a Cecilia, caballero, ni sabe usted qué clase de educación ha recibido. Ha estado en el Sagrado Corazón, como todas las señoritas de la nobleza a quienes conozco. Ha leído todas mis obras: las lee diariamente, y los principios que en ellas se sostiene...

—Son inmejorables, señora; pero su hija de usted es muy joven, y si su corazón llega a despertarse...

—No se despertará nunca. En mi familia no se despiertan los corazones.

—No lo dudo—dije mirándola,—en cuanto al pasado; pero en el futuro...

—¡Caballero!...—repuso, examinándome de pies a cabeza:—no hay circunstancias que obliguen a olvidar sus deberes a las personas religiosas y bien educadas. Con religión y principios, no existen matrimonios desproporcionados ni peligros de ninguna clase; esté usted seguro de ello.

—Opino como usted, señora.

Llegamos al hotel.

El general sentíase de mal temple, y su mal humor se acrecentó al encontrarse con varias cartas, que tenía forzosamente que contestar: también había que expedir algunas órdenes.

—Si estuviera aquí Enrique—dijo a su esposa,—me ayudaría y se encargaría de eso; pero tú te opusiste a que viniese con nosotros.

—Ya sabes que éramos tres en el coche, y que no podía prescindir de mi doncella.

—Haces honor a tu sexo... ¡la doncella! ¡Vaya un motivo para que me prives de un sobrino a quien quiero, y de un ayudante de campo que es mis pies y mis manos!

—Echas en olvido que mi mamá y yo estamos aquí para cuidarte, y que, además, tu sobrino Enrique de Castelnau hace falta en París, pues lo exigen tus intereses.

—Di mejor tus caprichos... porque tienes ojeriza a ese pobre Enrique... a quien no puedes tragar.

—¡Yo!

—¡Tú! como lo oyes. Apenas le hablas... apenas le haces caso. Te aseguro que necesita valor para pisar mi casa, después del recibimiento que le haces cuando entra en ella.

—Me acusas sin motivo; el sobrino de mi esposo tendrá siempre derecho a mis deferencias.

—¡Sí, ya sé a qué atenerme al respecto!... Y ¡vive Dios! que tengo ganas de ver que se le trata con desprecio. Claro es que, si alguno de los dos debía aborrecer al otro, indudablemente ese alguno es él... él, que era mi único heredero, y a quien mi matrimonio ha despojado de la fortuna que le correspondía.

—Confío en que no sucederá lo que dices—se apresuró a decir Cecilia.

—Cuando menos, perderá una parte de ella. Y, ¿qué ocurre, en cambio? Que en vez de quejarse de su tía, no tiene boca para alabarla. Es la delicadeza personificada, contigo y con tu madre. Correría todo París por darte gusto, y reventaría sus caballos por proporcionarte un billete de baile o un palco en la Opera.

—Verdad—dijo la Vizcondesa;—y aunque sólo fuera por complacer a tu esposo, tú, Cecilia, debías ser más amable con Enrique.

—Cumplo mi deber, mamá—respondió Cecilia en tono frío y resuelto.

—¡Por vida de!...—gritó colérico el general.—¿Habrá cabeza más dura? Dulce en ocasiones, como un ángel, cuando se rebela parece de granito. ¡A los diez y siete años! La cosa promete. Ignoro, señora Vizcondesa, cómo la ha educado usted, pero afirmo que lo que sucede no tiene sentido común.

—¡Señor!... Cecilia ha leído mis obras.

—Eso quería yo decir.

—¡General!... Olvida usted...

—Dice usted bien. Olvido que la cena nos aguarda. Dispense usted, caballero—dijo dirigiéndose a mí,—que le hagamos testigo de estas pequeñeces: confío en que nos guardará el secreto y no nos sacará a relucir en alguna comedia.

Tomó mi brazo, hizo que me sentara en la mesa a su lado y durante la comida estuvo grosero con todos menos conmigo. No obstante, debo advertir que sus inconveniencias tenían por principal blanco a su suegra.

A los postres llegó una nueva carta, y el general exclamó, dando en la mesa un puñetazo que lo echó a rodar todo:

—¡Sólo esto faltaba!... Enrique está herido.

Cecilia palideció, y observé que temblaban sus labios.

—Sí, herido; le han dado una estocada...—prosiguió el general.—¡Torpe! Tranquilícese usted—dijo a su suegra, que saboreaba impasible una taza de café.—No corre peligro; han transcurrido ocho días y va bien la cura. Pero el módico le ha recetado las aguas de Barèges, y llegará aquí mañana.

—¡Mañana!—dijo la Vizcondesa alegremente.

—¡Mañana!—dijo con frialdad Cecilia, cuyo semblante había vuelto a recobrar su acostumbrada calma.

En cuanto a mí, aguardé el día siguiente con impaciencia.

La llegada de una silla de posta es siempre un acontecimiento en todas las poblaciones de poca importancia, y con más motivo en Mont-Doré, donde el único placer de los vecinos es ver llegar o partir los viajeros. Cuando a las diez de la mañana se oyó el ruido de un carruaje, todo el mundo se asomó a las ventanas.

Pocos minutos después, el señor de Castelnau entró en el salón, abrazó afectuosamente a su tío y saludó a las dos señoras con respeto.

Aparentaba unos veinticinco años. Era alto, bien formado, de porte distinguido; en una palabra, un gallardo mozo; y, lo que vale más, parecía ignorarlo, porque se ocupaba siempre de los demás y nunca de sí mismo. Su rostro, franco y expresivo, tenía impresas las huellas del sufrimiento. La fatiga del viaje, o tal vez otras causas, habían empeorado su herida.

Yo, entretanto, observaba a Cecilia: no vi en sus facciones ni sombra de emoción; recibió a Enrique con afectuosa cortesía, y le interrogó acerca de su salud con un marcado interés... pero no tanto como el que yo esperaba.

Enrique estaba visiblemente conmovido. Casi no acertaba a expresarse, y creo que le hice un gran servicio hablándole del camino y del tiempo, que eran pésimos. La displicencia de la conversación le fue serenando poco a poco, y acabó por respirar más a su gusto. Hay momentos en que los extraños y los importunos no son del todo inútiles.

Aquel día visitamos la cascada de Queureiels y la de Vernière. Enrique se aproximó con frecuencia a Cecilia, que daba siempre el brazo a su esposo o a su madre, y cuando hablaba se dirigía a mí.

Por la noche leyó al general los periódicos, le despachó el correo oficial y estuvo escuchando, con una atención digna de mejor suerte, dos largas disertaciones de la Vizcondesa. Sólo alguna que otra vez, y a hurtadillas, sus grandes ojos negros se volvían, como a pesar suyo, hacia el lado de Cecilia, que trabajaba sin mirarle y sin hacer de él más caso que de los demás concurrentes.

Me convencí de que me había equivocado, y mis conjeturas eran falsas. El pobre joven podía amar a Cecilia, pero Cecilia no pensaba en él.

La mañana del siguiente día, víspera de nuestra partida, la Vizcondesa encontrábase escribiendo junto a Cecilia, que tocaba el piano: y era aquella música tan alegre y juguetona, que acabó de disipar mis últimas dudas.

—No es posible—pensaba yo entretanto,—estar bajo el peso de una pasión cuando se ejecutan semejantes variaciones, y, sobre todo, cuando se ejecutan con tanta perfección.

En aquel instante entró en el salón un médico joven, conocido mío, que venía de París asistiendo a un personaje a quien acompañaba a las aguas de Mont-Doré. Los militares hablan de sus campañas, los escritores de sus obras, y los médicos de sus enfermos: es inevitable. Mi joven doctor, a riesgo de molestar a aquellas damas, empezó a relatarnos las curas maravillosas y singulares que había hecho, sazonando la relación con anécdotas más o menos picantes, a las que sólo yo prestaba atención, porque, como he dicho anteriormente, yo escucho siempre por oficio.

Entre otras cosas, nos contó que recientemente había asistido a un joven que tenía una estocada, cuya herida, de bastante gravedad, no se parecía a ninguna otra. No era recta ni hecha de abajo arriba; todo lo contrario: daba también la circunstancia de que el enfermo tenía gran estatura y hacíase preciso, en consecuencia, que para herirle así en el pecho de arriba abajo, su adversario fuese mucho más alto que él, es decir, un hombre de ocho a diez pies de estatura. Contó asimismo que, obligado por sus preguntas y argumentos, el herido acabó por confesarle que la estocada se la había dado él mismo.

—¿Qué móvil dirá usted que le impulsó?—continuó diciendo.—Nunca adivinaría usted semejante extravagancia. Quería tener un pretexto para ir a las aguas de Barèges, y me rogó que se las recetara... lo que hice en el acto. ¡Pobre chico!... Me pagó espléndidamente la receta... recomendándome su secreto.

—Y, según veo, cumple usted su recomendación al pie de la letra—exclamé sonriendo.

—Puedo franquearme con usted, sin peligro de que lo cuente.

En aquel momento abriose la puerta, y se presentó el general, apoyado en el brazo de su ayudante de campo. Enrique, al ver al médico, corrió hacia él y tendiéndole la mano, dijo:

—Doctor, ¿usted por aquí?...

En seguida, agregó, presentándonosle:

—Señoras y señores, es mi Esculapio... el que me ha curado la herida, el que me ha recetado las aguas de Barèges. ¿No es cierto?

El médico balbuceó algunas palabras y se despidió, porque le aguardaba su enfermo. El general se sentó tranquilamente en su cómodo sillón; Enrique, con la sonrisa en los labios, permaneció de pie junto a la chimenea; la Vizcondesa, entre sorprendida e indignada, quería hablar y no se atrevía a hacerlo. Cecilia, pálida, con la frente apoyada en una mano, reflexionaba en silencio, y yo, mirándolos a todos, calculaba que la situación era admirable, y esperaba con inquietud el rumbo que tomaría, y, sobre todo, el desenlace que llegaría a tener.

El general fue el primero que rompió el silencio, tarareando una canción que le había entusiasmado. Era una música que estaba de moda y que su autor no habría conocido, seguramente: de tal manera se la había asimilado y la había hecho propia el general, por la manera de interpretarla.

—Y digan ustedes, señoras—exclamó después de esta especie de ritornelo, ¿nos vamos, por último, mañana a los Pirineos para pasar un mes en Barèges?

Nadie respondió: todos guardaron silencio, y en los ojos de Enrique brilló un relámpago de alegría.

—¿Han pensado ya en los equipajes mi mujer y mi suegra? ¿Han guardado en las cajas sus gorros y sombreros? ¿Está todo dispuesto para la marcha?

—Para la tuya, sí—dijo Cecilia, esforzándose por demostrar un valor que no sentía.

—¿Cómo para la mía? ¿Pues no partiremos juntos?

—No.

—¿Por qué motivo? ¿Puedo saberse?

—Mi madre y yo queremos acompañarte hasta Pau, donde tienes una posesión con un magnífico castillo que no conocemos, y habíamos proyectado permanecer en él hasta tu regreso.

—¿Y dejarme ir solo a Barèges? Está bien.

—No; si eso fuera así, estaría mal. La prueba es que nosotras estábamos decididas a acompañarte, a no separarnos de ti; pero ahora, que irá contigo tu sobrino Enrique, no tienes necesidad de nuestros cuidados.

—¿Qué pretendes darme a entender con esas palabras?

—Te confieso que, para mí, pasar todo un mes en esas horribles montañas, sería lo más triste, lo más penoso, lo más fastidioso del mundo, si he de juzgar por los tres días que llevamos aquí.

Mientras tenía lugar este diálogo, el general saltaba en el sillón; oprimía la tabaquera entre sus dedos, y yo preveía la tempestad que iba a estallar. Pero lo que no pude observar sin compadecerme fue el rostro de Enrique, que, pálido y sin poder apenas sostenerse, se apoyaba en la chimenea. La desesperación reflejábase en todas sus facciones, dejándome adivinar lo que pasaba en el alma de aquel desventurado joven. ¡Haberse herido por ella, por pasar un mes cerca de ella, y perder tanta ventura por un capricho!

—¡Vive Dios!—exclamó el general levantándose colérico y rechazando con el pie el sillón, que fue rodando al centro de la sala;—¿me has tomado por un recluta? ¿Crees que voy a dejarme manejar por una mujer, por una muñeca? Usted vendrá, señora; usted vendrá, porque yo se lo ordeno.

—He dicho que no.

—¿Y por qué? ¡voto a!... ¿por qué?

Cecilia no temblaba ya: había tomado su resolución, y, resignada a todo, sin tener en cuenta otra cosa que su deber, contestó a media voz, pero con firmeza:

—Porque no quiero.

El general, lleno de ira, dio un paso hacia ella y se oyó al mismo tiempo un gemido sordo: era que Enrique, sintiéndose peor de su herida, se desmayaba, y hubiera caído sobre el pavimento si no lo hubiese yo sostenido en mis brazos. La cólera del general, cambiando súbitamente de dirección, descargó sobre su sobrino.

—¡Imprudente! ¡imbécil!... hace una hora que está de pie, y es lo peor que puede hacer... La herida se abrirá de nuevo: siempre se lo estoy diciendo; pero aquí nadie me hace caso, nadie me obedece... ¡Que el diablo se los lleve a todos!... ¡oh!... ¿no vuelve en sí?

—Va recobrando el conocimiento—respondió Cecilia, que, habiéndose lanzado hacia Enrique, le hacía respirar un pomo de sales y le prodigaba los más tiernos cuidados.

—¡Ah!—exclamó el general;—ya abre los ojos.

Cecilia se retiró apresuradamente; entró en su aposento seguida de su madre, y algunos momentos después el general fue a buscarlas. Sus súplicas y sus amenazas debieron de ser inútiles, porque aquella noche nos dijo:

—Ese angelito tiene muy dura la cabeza.

—¿Se niega a ir a Barèges?—preguntó Enrique.

—Así parece. Iremos tú y yo, y nos esperará en mi castillo de Lescar, en los alrededores de Pau.

—¡Cómo!... tío, ¿ha cedido usted?—exclamó Enrique en tono de reproche.

—¿Qué quieres que hiciera?... a no matarla... No quedaba otro remedio: así se lo he dicho ¡voto a!...

—¿Y qué ha respondido?

—Esto: «Si me matas, tanto mejor. No iré a Barèges.» El razonamiento no puede ser más lógico. Es una testaruda, lo repito; una cabeza de hierro. Hay que confesar, sin embargo, que sin ese defecto sería la mejor de las mujeres.

En la madrugada del siguiente día había dos coches preparados para la marcha.

—Todo el equipaje lo ha arreglado la señorita—díjome su doncella.—No se ha acostado en toda la noche.

Apenas estuvieron enganchados los caballos, Cecilia montó precipitadamente en la berlina. Cuando ofrecía la mano a la Vizcondesa para ayudarla a subir, me dijo ésta:

—¿Ve usted, señor, cómo con la religión y los buenos principios no hay matrimonios desproporcionados y rodeados de peligros?

—Por lo menos, hay luchas y amarguras—me dije a mí mismo, al ver el pálido rostro de Cecilia y sus ojos preñados de lágrimas, que sin duda quería ocultar a todos; porque, al divisar de lejos a su marido que se dirigía a la berlina, apoyado en el brazo de Enrique, exclamó repentinamente:

—Cochero, a escape, a escape.

Restalló la fusta, los caballos salieron al galope y el coche desapareció de nuestra vista, mientras gritaba el anciano:

—¡Bien! ¡perfectamente!... ¡Loca! Se va sin despedirse, sin abrazarnos. A fe mía, caballero, que aquí tiene usted el asunto que busca para una comedia.

—¿No será drama?—murmuré entre dientes, contemplando la cara de Enrique, que, incapaz de ver, de oír y de responder, dejose colocar por mí en el otro coche al lado de su tío.—No pensó siquiera en darme las gracias ni en decirme «adiós». ¡Pobre hombre! Esto le matará—dije para mí.

Pocas horas después salí yo también para los Pirineos. No temas, lector, pues no pienso llevarte a los picos del Mont-Perdu, tan curioso y acaso más accesible que el Mont-Blanc; no te conduciré a Luz ni a Saint-Sauveur, que tienen fisonomía alegre y pintoresca; cruzaremos a escape el Chaos, esa lluvia de enormes rocas caídas del cielo o vomitadas por el infierno; no penetraremos en el recinto del circo de Gavarnie: aturdido ante tanta magnificencia, deslumbrado por tanta maravilla, no querrías salir de él. Te mostraré solamente las torres de Marboré, rocas inmensas coronadas de almenas, ciudadela encantada donde nieves perpetuas, heridas por el sol, parecen antemuros de diamante. Te indicaré de lejos el portillo de Roland, esa muralla de granito que separa a Francia de España, y que Roland abrió con un golpe de su tajante espada... Ven, acércate. El hizo para ti ese boquete de doscientos o trescientos pies, desde donde puedes divisar Aragón y recorrerlo en toda su extensión. Aquí es, al pie de estas grandiosas torres, donde antiguamente pelearon Agramante y Ferragus contra los parciales de Carlomagno. No estás solo en este desierto: te rodean todos los héroes de Ariosto, y podrías elevarte a las nubes con el poeta, si es que el frío, que penetra hasta los tuétanos, no te obliga a bajar a la tierra. Si sucede tal cosa, ven a calentarte al fuego de algún habitante de la montaña, y volvamos a la aldea de Gèdres, mitad francesa, mitad española, donde seguramente almorzaremos con algún contrabandista. Luego, cruzando el Baztan y salvando el Tourmalet, bajaremos al delicioso valle de Campan, paraíso terrenal que nos conducirá a Bagnères de Bigorre, donde, si estás fatigado y deseas encontrar la tranquilidad y la dicha, es preciso que te detengas y te entregues al descanso.

Esto es lo que yo hice.

Caminando por las ásperas montañas, encontré en una de las fábulas de La Fontaine el asunto para una comedia en cinco actos, que nuestros últimos acontecimientos políticos podían hacer bastante intencionada. Detúveme en Bagnères para escribirla. En un lugar verdaderamente delicioso, al lado de la hermosa casa de M. Lugo, alquilé una casita que daba a las alamedas de Maintenon.

Allí pasé los quince días más tranquilos y más felices de mi vida, trabajando por la mañana, muy temprano, y a primera hora de la noche, y recorriendo durante el día el mágico país que me rodeaba, los valles de Campan y de Lesponne, el convento de Medous y el Elysée Saint Paul. Un día efectué una ascensión al Camp de César o a la Penne de l'Héris; otro día proyectaba excursiones al Pic du Midi, desde donde se dominan las llanuras del Bigorre y del Béarn. ¡Cuánto regocijo y cuánta salud dan el aire puro de las montañas, esos valles risueños y ese hermoso sol! Devuelven la juventud y la dicha; porque aquí, en estas cimas, se olvidan lo mismo los padecimientos del cuerpo que las amarguras del alma. Desgraciadamente, al bajar volvemos a encontrarlos en la llanura y en la ciudad, donde nos esperan.

Cuando terminé mis cinco actos, hízose necesario marchar y alejarse de tan hermoso país. Atravesé el alegro valle de Argelés y la ciudad de Lourdes; admiré la deliciosa capilla de Nuestra Señora de Bétharram, y me dirigí a Pau, que me atraía por más de un concepto. Tenía, en primer lugar, un amigo, un amable y excelente joven, antiguo capitán de la guardia, que habitaba con su familia en el Real Palacio de Pau, y no quise dejar el Mediodía sin abrazarle; por otra parte, en los alrededores de esta ciudad estaba el señorío de Lescar, donde la vizcondesa D'Ortlies y el general me habían comprometido para que me detuviese algunos días. Sentía vivos deseos de volver a ver a Cecilia, y llegué al castillo. Era un edificio hermosísimo, admirablemente situado: el parque extendíase hasta las orillas del Gave; desde las ventanas del salón se descubrían los ribazos del Jurançon, y en el horizonte, a una distancia de quince leguas, las montañas azuladas y las cimas blancas de los Pirineos.

Al apearme del coche, fui recibido por la Vizcondesa y su hija, que me dispensaron la más amable acogida. Esperaban al general, que continuaba en Bigorre; pero ¡cuál fue mi sorpresa cuando, al entrar en el salón, vi a Enrique de Castelnau reclinado en un canapé y leyendo un periódico!...

—Le ha enviado el general—díjome a media voz la Vizcondesa—para traer unos despachos al gobernador de Pau y adquirir noticias de la salud de Cecilia, que ha estado muy enferma.

—¿De veras?—exclamé consternado.

—Ya pasó. Está mucho mejor; y, mientras viene el general, nos acompaña Enrique. ¿Dónde ha de vivir sino en el castillo de su tío? Así lo ha ordenado mi yerno, que, desde hace una semana, nos anuncia su llegada diariamente.

—Así, pues, ¿hace una semana que vive aquí el señor de Castelnau?—pregunté a la Vizcondesa, la cual, adivinando la idea que me preocupaba, se apresuró a contestarme:

—Tranquilícese usted. Ya conoce usted a mi hija. Por otra parte, puedo asegurar que en todo este tiempo no se ha separado ni un momento de mí durante el día.

Y no mentía. Cecilia trabajaba en el gabinete de costura al lado de su madre, y hasta en los paseos que solía dar por el parque jamás Enrique se encontraba a solas con ella. Conste, además, que él no buscaba ocasión para acercarse.

Tenía elegancia y sus modales eran en extremo distinguidos. Todo en él respiraba la delicadeza más escogida, los cuidados más solícitos; pero ni una palabra, ni una mirada que pusiera de manifiesto a los ojos de un extraño el secreto de su alma. Hasta había recobrado la alegría y la jovialidad; estaba menos distraído, y tomaba parte en las conversaciones. Sólo entonces pude observar que estaba dotado de una amabilidad exquisita y de una vasta instrucción, y que, a una excesiva modestia, se unían en él un ingenio fino y sumamente delicado, un carácter noble, pensamientos elevados y generosos... en una palabra, una multitud de buenas cualidades, que habían permanecido ocultas, y que ahora brillaban en todo su esplendor.

La Vizcondesa nos leyó en un periódico un artículo que trataba de un suicidio.

—¡Desventurado!...—exclamó Cecilia, de un modo que casi parecía una aprobación.

—¡Insensato!—dijo Enrique, casi despreciativamente.

—¿No se explica usted el suicidio?—le pregunté con viveza.

—¡Nunca! Suicidarse es privarse de una dicha inmensa.

—¿Cuál?

—La de morir por los que se ama.

—¡Vaya!—pensé,—la quiere siempre, pero ha tomado su partido, y se ha resignado valerosamente. Habrá tenido fuerzas para combatir y vencer.

La Vizcondesa me ofreció leerme su última novela. Acepté, y entré con ella en su gabinete de trabajo, pensando que en aquel momento su amor propio de autor la hacía olvidar su vigilancia de madre, e iba a dejar a Enrique algunos momentos de libertad.

Me equivoqué, pues él no los aprovechó. Me siento orgulloso de haber soportado con un valor heroico la lectura, que fue bastante larga. Entretanto, Cecilia tocaba al piano unas melodías tristes y melancólicas; pero estaba sola, pues yo había visto a lo lejos a Enrique paseando por una de las alamedas del parque, y, cuando volví al salón, continuaba sola, sentada en un gran sillón, con la frente apoyada en una mano y en los ojos una mirada febril. Se levantó vivamente y se acercó a mí con la sonrisa en los labios. Al ponerse de pie dejó caer su pañuelo. Me apresuré a recogerlo, y noté que estaba mojado. La joven se dio cuenta de ello, y me dijo, mostrándome un libro que había sobre la chimenea:

—Soy en extremo ridícula, ¿no es cierto? Esa novela me ha hecho llorar.

Miré el libro, y vi que era una novela de su madre. No necesitaba esta prueba para convencerme de que me engañaba.

Por la tarde hubo mucha gente en el castillo: toda la buena sociedad de Pau y sus alrededores. Cecilia hacía los honores de la casa con una gracia y una naturalidad admirables; se ocupaba de todos, excepto de Enrique, a quien sólo de vez en cuando daba algunas órdenes para que arreglara las mesas de juego.

Hiciéronme jugar al whist con tres personajes de la comarca. Los viejos jugaban al piqué; las viejas al boston, presididas por la Vizcondesa. El recaudador de contribuciones jugaba al billar con el alcalde, y Cecilia, agrupando en torno suyo a los jóvenes, propuso pasar el tiempo en juegos de prendas, lo que se aceptó con entusiasmo. Los juegos de prendas están aún de moda en las provincias, sobre todo en la de los Bajos Pirineos.

Entretanto, hacía yo tales chambonadas, que mí compañero debió de formar pésima idea de los jugadores de la capital; pero estaba escrito que Cecilia me había de hacer perder siempre al whist, porque también esta vez, como cuando la conocí, pensaba en ella más que en el juego, y mis ojos se dirigían constantemente hacia el alegre círculo que dirigía.

Enrique se había alejado, y distraíase viendo jugar al billar; varios jóvenes llamaron al gentil ayudante de campo, y, de grado o por fuerza, no tuvo más remedio que acudir al llamamiento. Sentose lejos de Cecilia, y en las prendas que él sentenció evitaba toda ocasión de aproximarse a ella. En una ocasión, sin embargo, cumpliendo las leyes rigurosas del juego, sentenciaron a Cecilia a dar un beso al joven Castelnau. La joven se puso de pie... ¡En aquel instante, yo fallaba a mi compañero un ocho de copas que era rey!... Hizo un ademán de impaciencia; ¿qué me importaba? Mi atención estaba por completo fija en Cecilia, que se acercó tranquilamente a Enrique presentándole sus frescas y sonrosadas mejillas.

El joven apenas las rozó con sus labios. No se ruborizó, no palideció, no perdió el conocimiento, como yo esperaba: estuvo tranquilo y sereno. Decididamente, me dije, es un héroe. Le admiraba y le compadecía, y, sin quererlo, me sorprendí haciendo votos por él y por su amor sin esperanza.

Todas las prendas estaban sentenciadas: las señoritas y algunos jóvenes sentáronse alrededor de una gran mesa redonda que había en el centro del salón, y se pusieron a hojear álbums, revistas y grabados. Unos tomaban un lápiz y dibujaban; otros pintaban a la sepia algunos paisajes de los alrededores, y Enrique, por complacer a una niña que tenía al lado, esculpía, valiéndose para ello de un cortaplumas inglés, un pedazo de madera, al cual iba dando la forma de una ermita, labor que ejecutan con éxito los pastores de los Alpes o de los Pirineos. La madera era dura, el cortaplumas estaba muy afilado, y, en un movimiento un poco brusco, la hoja resbaló sobre la materia que cortaba y produjo a Enrique una cortadura bastante grande en un dedo de la mano izquierda. Cecilia lanzó un grito y se puso intensamente pálida. Un momento después se echó a reír. La herida era insignificante, aunque sangraba en abundancia. Todos los pañuelos de mano de las señoras se pusieron a disposición del herido; todos los neceseres se abrieron. Buscose tafetán inglés, que fue cortado acto continuo, y veinte manecitas tan blancas como bien formadas se ofrecieron a aplicarlo sobre la herida. Todos reían, y la cura adelantaba poco: la operación era difícil. La cortadura estaba en la segunda falange del dedo, y el tafetán no podía sujetarse. Se le colocaba de nuevo, tratando de darle consistencia, y al menor movimiento se desprendía otra vez.

—Pero, caballero, estése usted quieto, y sobre todo no doble usted el dedo.

—Pero, señoras, eso es fácil de decir... hacerlo ya es diferente.

—Tiene razón este señor—intervine yo,—y para que su dedo permanezca inmóvil, habrá que hacer lo que en cirugía se llama... se llama...

—¿Entablillar?—interrumpió Enrique,—¿como si se tratara, de un brazo o una pierna?

—Justamente.

—¿Y dónde encontrar el aparato?—gritaron todos riendo.

—Helo aquí.

Y tomé una carta de la mesa donde acababa de jugar al whist; creo que era un rey de oros. Lo enrollé alrededor del dedo herido; las señoras sujetáronlo con una hebra de seda, y sostenido de este modo por la cartulina, ya no era de temer que el dedo se doblara y la herida volviera a abrirse. Terminó, al fin, la cura, entre los gritos alborozados y los aplausos de todos los circunstantes, que me felicitaron por mis conocimientos quirúrgicos. Enrique me rogó que le presentara la cuenta de mis honorarios, y Cecilia me prometió acudir a mí para que le curase todos los pinchazos de agujas y alfileres.

Poco después dieron las once, y cada uno tomó su palmatoria.

Yo entré en mi alcoba, desde donde oía aún las carcajadas y las alegres carreras que daba en los comedores aquella juventud bulliciosa.

La mañana siguiente, a eso de las diez, bajé al salón y estaba hablando con la Vizcondesa, cuando, con gran sorpresa nuestra, vimos entrar al general, que nos dijo con la mayor alegría:

—Buenos días, queridos amigos.

—¡Cómo!... ¡Dios mío!... ¿De dónde sale mi yerno? ¿Por dónde ha llegado?... No hemos oído entrar el carruaje en el patio.

—Es que llegué esta madrugada, a las cinco, cuando todos ustedes estaban entregados al sueño.

—¿De veras?

—No quise despertar a nadie y me fui derecho a la alcoba de mi mujer que, por cierto, al pronto, no quería abrirme. Tanto miedo sentía.

—¡Ya lo creo!... El que despierta sobresaltado...

—Imaginábase que los españoles o los contrabandistas se apoderaban del castillo. ¡Pobrecilla!... Por fortuna no tardé en tranquilizarla... ¿Y qué tal va su salud, y la de usted?

—Envidiables.

—¿Se han aburrido ustedes mucho en mi ausencia?... ¿qué han hecho aquí, entretanto?

—Ayer tuvimos reunión, y jugamos al whist y al boston.

—¡Perfectamente! Y, a propósito, tengo que reprender a usted. Ha hecho usted jugadora a su hija.

—¡Yo!

—Usted; jugadora como las mismas cartas. A lo que parece, no piensa en otra cosa ni de día ni de noche. He aquí una prueba—continuó riendo a carcajadas:—aquí tiene usted un naipe, un rey de oros, que he encontrado enrollado debajo de su almohada. Esto es una picardía, ¿verdad?

Traté de reír, para que el general no reparase en la turbación de la Vizcondesa, que parecía herida por un rayo.

—Mire usted, mire usted—prosiguió el general dando nuevamente libre acceso a su risa.—La Vizcondesa no ríe... está desconcertada... y es que se reconoce culpable.

—¡Oh! muy culpable—murmuré interiormente.

En aquel instante bajó Enrique, y poco después Cecilia.

En seguida nos sentamos a la mesa y almorzamos en familia.

Nos encontrábamos solos y, como la víspera, los vi reservados e indiferentes; pero, mejor enterado ahora, ¡cuánto amor sorprendí en aquellos ojos que se evitaban constantemente, en aquella fingida frialdad, en aquella silenciosa unión de voluntades, fiel regulador de todos sus pensamientos!

Concluido el almuerzo, abandonamos la mesa y nos dirigimos al parque. Me quedé algo atrás con la Vizcondesa y le dije:

—Dígame, señora: ¿sigue usted creyendo que con la religión y los buenos principios no existen peligros para un matrimonio desproporcionado?

—Calle usted—replicó,—que se acerca el general.

Se aproximó, efectivamente, a nosotros, y me dijo riendo:

—¿Encontró usted, por último, en los Pirineos el argumento que buscaba?

—Sí, encontré varios... y por cierto uno de ellos es picante como una guindilla.

—¿Le servirá a usted de asunto para una comedia?—me preguntó.

—No, general: para una novela—repuse.

EL PRECIO DE LA VIDA

EL PRECIO DE LA VIDA

——————

Abriose la puerta del salón, y nuestro criado José presentose para anunciarnos que estaba dispuesta la silla de posta.

Mi madre y mis hermanas se arrojaron en mis brazos.

—Todavía tienes tiempo para arrepentirte—dijéronme,—renuncia a tu viaje... quédate con nosotras.

—Madre mía—repuse,—soy noble, tengo veinte años, y deseo que se hable de mí y hacer carrera, sea en el ejército o en la corte.

—Pero, ¿no piensas en el dolor que me causas con tu partida?

—Estará usted contenta y orgullosa al saber los adelantos de su hijo.

—¿Y si mueres en alguna batalla?

—No importa. ¿Para qué es la vida? Además, ¿quién piensa en semejante cosa? Cuando se tienen veinte años, el que es noble sólo debe pensar en la gloria. Ya me verá usted, madre mía, volver a su lado dentro de algunos años, hecho todo un coronel, mariscal de campo o con un brillante empleo en Versalles.

—¿Y qué tendremos con eso?

—Que seré aquí respetado y considerado.

—¿Nada más?

—Y que todo el mundo me saludará, quitándose el sombrero al pasar por mi lado.

—¿Y luego?

—Que me casaré con mi prima Enriqueta, que conseguiré un matrimonio ventajoso para mis hermanas, y que todos viviremos tranquilos y felices en mis tierras de Bretaña.

—¿Y quién te impide comenzar desde ahora? ¿No nos ha dejado tu padre la mayor fortuna del país? ¿Existe en diez leguas a la redonda un dominio más rico ni más hermoso castillo que el de la Roche-Bernard? ¿No eres considerado y querido de nuestros vasallos? ¿Deja alguno de saludarte, quitándose el sombrero, como dices, cuando atraviesas el pueblo? No te separes de nosotros, hijo mío; quédate al lado de tus amigos, de tus hermanas y de tu anciana madre, a quien tal vez no encontrarás a tu regreso. No vayas a consumir por un vano anhelo de gloria, o abreviar con sinsabores y sufrimientos de todo género los días de existencia que con tanta rapidez se deslizan. La vida, hijo mío, es una gran cosa, y el sol de Bretaña es muy hermoso.

Al decir esto, me señalaba por las ventanas del salón las hermosas alamedas de nuestro parque, los viejos castaños en flor, las lilas y las madreselvas cuyo aroma embalsamaba el ambiente.

En la antesala encontré al jardinero y su familia, todos tristes y silenciosos, y mirándome como si quisieran decirme:

—No se marche usted, señorito; no nos abandone.

Hortensia, mi hermana mayor, me estrechaba entre sus brazos.

Y Amelia, mi hermana menor, que se encontraba en un extremo de la sala entretenida en ver los grabados de una obra de La Fontaine, acercose a mí con el libro en la mano.

—Lee, hermano mío, lee—me dijo, con lágrimas en los ojos.

Era la fábula de Las dos palomas.

Al fin, me levanté bruscamente, y respondí a todos:

—Tengo veinte años, soy noble, y necesito alcanzar gloria y honores. Déjenme, pues, que parta.

Y acto seguido me lancé al patio.

Iba a montar en la silla de posta cuando apareció en el descanso de la escalera una joven.

Era Enriqueta.

No lloraba, no pronunciaba una palabra. Pero estaba pálida y temblorosa, y apenas podía sostenerse.

Con el pañuelo blanco que tenía en la mano me hizo una señal de despedida, y cayó sin conocimiento.

Corrí a ella, la levanté en mis brazos, la estreché contra mi corazón jurándole amor eterno, y antes que recobrara el sentido, la confié al cuidado de mi madre y mis hermanas y me dirigí a donde estaba el carruaje sin detenerme ni volver la cabeza.

Si la miraba otra vez, estaba seguro de que no tendría valor para marcharme.

Pocos minutos después, la silla de posta rodaba por la carretera.

En los primeros momentos, sólo pensé en mis hermanas, en Enriqueta, en mi madre y en la dicha que acababa de abandonar.

Pero estas ideas se fueron disipando a medida que desaparecían de mi vista las torres de la Roche-Bernard.

Los sueños de ambición y gloria no tardaron en apoderarse completamente de mi cerebro.

¡Cuántos proyectos y castillos en el aire formé recostado en los almohadones de mi carruaje!

Riquezas, honores, dignidades, brillantes éxitos de todas clases... Todo lo ambicionaba. A mi juicio, lo merecía todo, y todo me lo concedía, elevándome más y más, conforme avanzaba en el camino.

Veíame ya gobernador de provincia, duque, par... Y, al detenerme por la noche en una posada había llegado a mariscal de Francia.

La voz de un criado, que me llamó sencillamente caballero, me obligó a salir de mi éxtasis y volver a la realidad.

Al día siguiente y en los sucesivos, tuve los mismos sueños, la misma embriaguez.

Mi viaje era largo. Dirigíame a las inmediaciones de Sedán, a casa del duque de C..., antiguo amigo de mi padre y protector de mi familia, el cual habíase ofrecido a acompañarme a París y presentarme en Versalles, con objeto de obtener para mí el mando de una compañía de dragones por influencia de una hermana suya, la marquesa de F..., hermosa joven designada por la opinión pública como sucesora de Mad. Pompadour, a cuyo título aspiraba con tanta mayor justicia, cuanto que hacía mucho tiempo que venía desempeñando sus honrosas funciones.

Llegué a Sedán de noche, y no pudiendo a semejante hora dirigirme al castillo de mi protector, aplacé mi visita para el día siguiente, y busqué hospedaje en el hotel de Las armas de Francia, el mejor de la ciudad, que era el punto de reunión de los oficiales, porque Sedán es plaza fuerte y hay en ella mucha guarnición. Las calles de la ciudad presentan un aspecto guerrero, y hasta los paisanos caminan con aire marcial, como si dijesen a los forasteros: «Somos compatriotas del gran Turena».

Cené en mesa redonda y procuré informarme acerca del camino que debía emprender al día siguiente para llegar al castillo del duque de C..., que distaba tres leguas de la población.

—Cualquiera se lo podrá indicar—me contestaron.—Es muy conocido en el país. En ese castillo ha muerto un militar ilustre, un hombre célebre, el mariscal Fabert.

Y, en seguida, recayó la conversación en este personaje. Esto era natural entre oficiales jóvenes.

Se habló de sus batallas, de sus proezas, de su modestia, que le hizo rehusar los títulos y el collar con que quiso agraciarle Luis XIV, y sobre todo de su extraordinaria suerte. Porque salido de la nada, pues era hijo de un pobre impresor, de simple soldado llegó a la elevada categoría de mariscal.

Este era el único ejemplo que en aquella época podía citarse de semejante fortuna, que, viviendo todavía Fabert, había parecido tan extraordinaria, que el vulgo atribuyó a su elevación causas sobrenaturales.

Decíase que en su juventud se había ocupado de magia, y que había hecho un pacto con el diablo.

El hostelero, con la credulidad propia de nuestros aldeanos bretones, nos aseguró que en el castillo del duque de C..., donde murió Fabert, habían visto entrar a un hombre negro, que nadie conocía, y que este hombre se llevó el alma del mariscal, a quien anteriormente se la había comprado; añadiendo que, todavía, por el mes de mayo, época de la muerte de aquél, se veía aparecer por la noche al negro, con una luz en la mano.

Este relato contribuyó a amenizar el término de nuestra cena, y bebimos una botella de champagne en obsequio al demonio familiar de Fabert, pidiéndole que se dignara tomarnos también bajo su protección y hacernos ganar algunas batallas semejantes a las de Collioure y La Marfée.

Me levanté muy temprano al siguiente día, y acto continuo emprendí el camino que llevaba al castillo del duque de C..., inmensa y gótica mansión en la que no hubiera reparado siquiera, a encontrarme todavía impresionado por la narración de la víspera.

Excitada con ella mi curiosidad, no pude menos de contemplar el edificio atentamente; y confieso que no terminé mi examen sin experimentar cierta emoción.

El criado a quien pregunté me respondió que ignoraba si su amo estaba visible, y sobre todo si me recibiría.

Díjele mi nombre, para que me anunciara, y salió dejándome solo en una especie de sala de armas, cuyas paredes estaban cubiertas de atributos de caza y retratos de familia.

Aguardé un gran rato, sin ver aparecer a nadie.

¡La carrera de gloria y honores, con que yo había soñado, comenzaba por hacer antesala!

Devorábame la impaciencia.

Ya había contado dos o tres veces todos los retratos que adornaban la sala y hasta las vigas del techo, cuando percibí junto a mí un ligero ruido.

Producíalo una puerta mal cerrada que el viento acababa de abrir.

Me acerqué a ella y vi un lindo gabinete, iluminado claramente por dos grandes ventanas y una puerta de cristales, que daban a un jardín espléndido.

Penetré algunos pasos en el interior de aquel alegre aposento y me detuve ante un espectáculo que no descubrí a primera vista.

Dando la espalda a la puerta por donde yo acababa de entrar, vi a un hombre recostado en un canapé.

Levantose, sin darse cuenta de mi presencia, y se dirigió bruscamente a una de las ventanas.

Lloraba silenciosamente, y en sus facciones parecía dibujarse una profunda desesperación.

Por espacio de algunos minutos permaneció inmóvil, con la cabeza oculta entre las manos.

Luego empezó a pasearse precipitadamente por la estancia.

En una de las ocasiones que pasó junto a mí, me vio y se detuvo, estremeciéndose.

Yo, entonces, cortado y pesaroso de mi indiscreción, intenté retirarme, balbuceando algunas frases de disculpa.

Pero él me detuvo por un brazo, diciendo en voz alta:

—¿Quién es usted? ¿Qué desea?

—Soy el caballero de la Roche-Bernard—contesté;—y vengo de Bretaña...

—Ya sé, ya sé—repuso.

Y me abrazó, obligándome luego a que me sentara junto a él.

Hablome de mi padre, de toda mi familia, y demostró conocerla tan bien, que no dudé de que fuese el dueño del castillo.

—¿Es usted el señor de C...?—le dije.

Pero él se levantó, mirándome exaltado, y repuso:

—Lo era, pero ya no lo soy; ya no soy nada.

Y al ver el asombro con que yo le oía, agregó:

—Ni una palabra más, joven; no me interrogue usted...

—A pesar de todo, ya que sin querer he sido testigo de la pena de usted, si mi amistad y mi interés pueden proporcionarle algún consuelo...

—Tiene usted razón. Le es imposible cambiar en nada mi suerte, pero será depositario de mi última voluntad... Este es el único servicio que puede prestarme.

Se levantó a cerrar la puerta y volvió a sentarse a mi lado.

Yo, entretanto, lleno de singular emoción, esperaba sus confidencias.

Su voz tenía algo de grave y solemne.

En su rostro, particularmente, reflejábase una expresión que en nadie había yo observado hasta entonces.

Su frente parecía marcada por el sello de la fatalidad.

Tenía la tez pálida, y sus ojos, negros, despedían un fulgor extraño.

A intervalos, sus facciones, aunque alteradas por el sufrimiento, se contraían por una sonrisa irónica e infernal.

—Lo que voy a revelar a usted—dijo—tal vez ofusque su razón. Dudará... no podrá usted creer... yo mismo dudo muchas veces; es decir, quisiera dudar; pero las pruebas están demasiado claras en todo lo que me rodea...

Interrumpiose un instante, como para coordinar sus ideas. Después, pasándose una mano por la frente, continuó:

—«He nacido en este castillo, teniendo ya dos hermanos, a los cuales debían ir a parar los bienes y los títulos de nuestra familia. No podía esperar, por consiguiente, más que la sotana y el manteo. Y no obstante, en mi cabeza fermentaban las ideas de ambición y de gloria. Descontento de mi obscuridad, ávido de nombradía, sólo pensaba en los medios de adquirirla. Y esta idea me hizo insensible a todos los placeres y dulzuras de la existencia. El presente no era nada para mí: sólo existía para el porvenir; y el porvenir ofrecíase a mis ojos bajo el aspecto más sombrío.

»Contaba treinta años, próximamente, y todavía no era nada.

»Por aquella época se formaban en la capital grandes reputaciones literarias, cuya fama llegaba hasta nuestra provincia.

»¡Ah!—decíame con frecuencia,—¡si yo pudiese al menos alcanzar un nombre en la carrera de las letras! ¡Eso siempre me daría alguna gloria, y tan sólo en la gloria estriba la dicha del hombre!

»Tenía por confidente de mis penas a un antiguo criado, un negro que habitaba en el castillo desde antes de mi nacimiento, y que era, a no dudar, el más anciano de la casa, porque nadie se acordaba de haberle visto entrar en ella; los hombres más viejos del país aseguraban que había conocido al mariscal Fabert y le había asistido en sus últimos momentos...»

Al decir estas palabras, mi interlocutor me vio hacer un gesto de sorpresa, y se detuvo para preguntarme la causa.

—No es nada—respondí.

Pero en aquel momento, recordé, a pesar mío, el hombre negro de que había hablado el hostelero la noche anterior.

El señor de C... prosiguió en esta forma:

«Un día, delante de Yago (tal era el nombre de mi negro) me dejé llevar de la desesperación por la obscuridad en que vivía y la inutilidad de mi existencia, y exclamé:

—»Daría diez años de vida por figurar entre los primeros literatos.

—»¡Diez años—repuso Yago fríamente—es mucho! Es pagar muy cara una cosa tan pequeña. Pero no importa, acepto los diez años. Acuérdese de lo que ha ofrecido, que yo cumpliré mi promesa.

»Inútilmente trataría de pintar a usted mi asombro al oír su contestación. Creí que los años habían debilitado su cerebro, y me encogí de hombros sonriéndome.

»Pocos días después abandoné el castillo para emprender un viaje a París.

»Allí, sin poder explicarme cómo me arreglé para ello, me vi al poco tiempo introducido en los círculos literarios.

»Me animó el ejemplo de muchos escritores y publiqué algunas obras, de cuyo éxito no debo hablar a usted... París entero las aplaudió y los periódicos rivalizaron en elogios hacia mí. El nuevo nombre que yo había adoptado como seudónimo se hizo célebre, y aun ayer, usted mismo lo admiraba, joven...»

Al llegar aquí, un nuevo gesto de sorpresa interrumpió el relato.

—¿No es usted, pues, el duque de C...?

—No—repuso fríamente.

Por mi parte, pensé:

—¡Un hombre de letras célebre!... ¿Será Marmontel? ¿Será Alembert? ¿Será Voltaire?

El desconocido suspiró, plegó sus labios con una sonrisa amarga y desdeñosa, y continuó su narración:

—«Aquel nombre, aquella gloria literaria que tanto había envidiado, en breve llegó a ser insuficiente para mi alma. Aspiraba ya a una fama de mayor prestigio aún, y dije a Yago, el cual me había seguido a París:

—»No existe otro verdadero renombre que el que se adquiere en la carrera de las armas. ¿Qué es un literato, un poeta? Nada. Pero un gran capitán, un general... Este es el destino que ambiciono. Por una gran reputación militar daría diez años de los que me quedan de vida.

—»Aceptado—replicó Yago.—No se olvide usted de que me pertenecen.»

Al pronunciar estas palabras, el desconocido se detuvo otra vez, y viendo la turbación y la duda que se retrataban en mi rostro, dijo:

—«Ya le había anunciado a usted, joven; le cuesta trabajo creerme; todo esto le parece un sueño, una quimera... ¡A mí también!... Y, sin embargo, los grados, los honores que obtuve no eran una ilusión; los soldados que llevé al combate, los reductos tomados, las banderas conquistadas al enemigo, las victorias que tanto asombro causaron a Francia... todo esto fue obra mía, toda esta gloria me pertenece.»

Interin él se expresaba en estos términos, accionando con calor, con entusiasmo, yo, pasmado de sorpresa, me decía:

—¿Quién es, pues, el hombre que tengo delante? ¿Será Coligny, Richelieu, el mariscal Saxe?...

Del estado de exaltación en que se encontraba, cayó el desconocido en un profundo abatimiento, y acercándose a mí, exclamó en tono sombrío:

—«Yago estuvo en lo cierto. Y cuando poco después, disgustado de aquella vana humareda de gloria militar, aspiraba yo a lo único que hay real y positivo en este mundo; cuando a costa de cinco o seis años de vida anhelé poseer grandes riquezas, también me las otorgó. La fortuna colmó mis deseos, y me vi dueño de inmensas tierras, bosques, castillos... Esta mañana conservaba aún todo esto... Si duda usted de lo que le digo, si duda de Yago, aguarde, aguarde un poco... no tardará en venir, y podrá usted convencerse por sí mismo de que, lo que ofusca o confunde su razón y la mía, es, por desgracia, demasiado cierto.»

Al pronunciar estas palabras, se acercó a la chimenea, consultó el reloj, y, haciendo un gesto de espanto, me dijo en voz baja:

—«Esta mañana, al despuntar el día, me sentí tan débil y abatido, que casi no podía levantarme. Llamé a mi ayuda de cámara, y acudió Yago, en lugar de aquél.—¿Qué tengo?—le pregunté.

—»Señor, nada que no sea natural—respondiome,—que la hora se aproxima, que llega el instante...

—»¿Cuál?

—»¿No lo adivina usted? El Cielo le había concedido sesenta años de vida, y tenía usted ya treinta cuando empecé a cumplir sus deseos.

—»¡Yago!—exclamé con terror,—¿hablas formalmente?

—»Sí, señor. En cinco años ha consumido usted en gloria veinticinco de existencia. Me los ofreció usted, y me pertenecen. Este tiempo de que usted será privado se agregará al mío.

—¡Cómo! ¿Era éste el precio de tus servicios?

—»Otros los han pagado más caros. Ejemplo de ello es Fabert, a quien también concedí mi protección.

—»Calla, calla—le dije.—Eso es imposible... mientes... me estás engañando.

—»Crea usted lo que le plazca; pero prepárese, porque no le queda más que media hora de vida.

—»¿Te burlas de mí?

—»De ningún modo. Calcule usted mismo: treinta y cinco años que ha vivido realmente y veinticinco que ha disipado, suman sesenta.

»Y al decir esto se disponía a salir de la estancia.

»Yo sentía disminuirse mis fuerzas, que la vida se extinguía en mí, y exclamé:

—»¡Yago, Yago! concédeme algunas horas, unas cuántas horas aún.

—»No puede ser—me contestó;—sería perjudicarme yo en mi tiempo, y yo conozco mejor que usted el valor de la vida; no hay tesoro con que poder pagar dos horas de existencia.

»Yo apenas me sentía con fuerzas para hablar; mis ojos se cerraban; el frío de la muerte helaba la sangre de mis venas.

—»Pues bien—repliqué trabajosamente;—recupera esos bienes por los que lo he sacrificado todo. Cuatro horas más, y renuncio al oro, a las riquezas que tanto ambicioné.

—»Conforme—dijo entonces Yago.—Has sido un buen amo para mí, y debo hacer algo en tu obsequio. Consiento en lo que pides.

»En aquel momento sentí que recobraba mis fuerzas, y agregué:

—»Cuatro horas es muy poco, Yago; concédeme cuatro más, y renuncio también a la gloria literaria, a mis obras, a lo que me hizo alcanzar un puesto tan elevado en la estimación del mundo.

—»¡Cuatro horas por eso!—murmuró el negro desdeñosamente.—Es mucho; pero no importa, no debo negarte la última gracia.

—»¡Oh! no, la última no—dije, cruzando las manos.—Concédeme hasta la noche, doce horas siquiera, un día entero, y que mis hazañas, mis triunfos, mi reputación militar, se borren para siempre de la memoria de los hombres; que no quede nada de mí sobre la tierra... Un día, Yago, te lo ruego.

—»Abusas de mi bondad—respondiome, haciendo un gesto de burla...—Pero, en fin, te concedo hasta la puesta del sol. Después no me pidas más. Hasta el ocaso, pues. Vendré por ti.»

—Hoy—continuó el desconocido con desesperación,—es el último día de mi vida, el único que me queda!...

Luego, asomándose a una de las ventanas que daban al parque, prosiguió:

—Ya no volveré a ver ese hermoso cielo, esos verdes céspedes, esas bulliciosas aguas; ya no respiraré más este aire embalsamado... ¡Qué insensato he sido! Esos bienes que Dios da a todos, a los que siempre me he mostrado insensible, y cuya dulzura sólo puedo apreciar ahora, los habría disfrutado aún durante veinticinco años. ¡Ah! ¡Y he sacrificado mis días a una quimera; los he perdido por una gloria estéril que no me ha proporcionado la dicha, y que ha muerto antes que yo!... Mire, mire—añadió señalando a unos aldeanos que atravesaban el parque y regresaban, cantando, a sus faenas,—¡qué no daría yo ahora por participar de sus trabajos y de su miseria! Pero ya nada tengo que dar ni que esperar en este mundo, nada... ni la desgracia siquiera.

En aquel instante, un rayo de sol vino a iluminar sus pálidas y descompuestas facciones.

—Vea usted—exclamó asiéndome de un brazo con una especie de delirio,—¡vea qué hermoso es el sol!... ¡Y he de perder todo esto! ¡Ah! deje que aun disfrute de ello, que saboree por completo este alegre y sereno día que para mí no ha de tener un mañana.

Y antes que yo pudiera detenerle, lanzose corriendo al parque, y desapareció por una de las alamedas.

Si he de ser franco, diré que me hubiera sido imposible evitarlo; no tenía fuerzas; me encontraba aturdido, asombrado de cuanto acababa de ver y oír. Apenas si me encontraba aún con energías para levantarme de mi asiento y dar algunos pasos, a fin de convencerme de que no soñaba.

Antes de que lograse darme cuenta exacta de mi situación, se abrió la puerta y apareció un criado, el mismo a quien había interrogado al entrar, diciendo:

—El señor duque de C...

Y un hombre de unos sesenta años y de aspecto distinguido, avanzó a mi encuentro, tendiéndome la mano y excusándose por haberme hecho esperar tanto.

—Cuando llegó usted me encontraba ausente del castillo—me dijo.—Vengo ahora de la ciudad, adonde he ido con objeto de celebrar una consulta sobre el lamentable estado del conde de C..., mi hermano menor.

—¿Está en peligro su vida?—exclamé algo confuso.

—No, por fortuna—replicó el Duque;—pero en su juventud, ciertas ideas de gloria y ambición trastornaron su cabeza, y una grave enfermedad que ha sufrido últimamente, de la que llegamos a creer todos que moriría, ha dejado en su cerebro una especie de delirio por el cual se figura continuamente que sólo le queda un día de vida. En esto consiste su locura.

Entonces, todo se aclaró para mí.

—Pero hablemos de usted—continuó el Duque.—Veamos qué puedo hacer en su favor. A fin de este mes saldremos para Versalles. Le presentaré en la corte, y...

—Conozco las excelentes disposiciones que abriga usted para conmigo, señor Duque, y he venido a darle las gracias por ellas.

—Pues qué, ¿ha renunciado usted al porvenir que podía alcanzar en la corte?

—Sí, señor.

—Recapacite usted en que, por mi influencia, hará rápidamente carrera y podrá llegar en menos de diez años...

—¡Diez años!—exclamé con una especie de terror.

—¡Cómo!—repuso el Duque asombrado.—¿Considera usted que es pagar demasiado caras la gloria y la fortuna? Vamos, joven, decídase, y pronto iremos a Versalles.

—No, señor Duque; regresaré en seguida a la Bretaña, y le suplico nuevamente que acepte la expresión de mi reconocimiento y el de toda mi familia.

—¡Eso es una locura!—murmuró el Duque.

Pero yo, reflexionando en lo que acababa de ver y escuchar, salí diciendo para mí:

—Esto es ser razonable.

Y al día siguiente emprendí el viaje de vuelta a mi casa. ¡Con cuánta alegría contemplé mi hermoso castillo de la Roche-Bernard, los seculares árboles de mi parque y el hermoso sol de mi país! En él me esperaban mis vasallos, mis hermanas, mi madre... y la felicidad, porque ocho días después celebrábase mi matrimonio con mi prima Enriqueta.

JUDIT O EL PALCO DE LA ÓPERA

JUDIT O EL PALCO DE LA ÓPERA

——————

I

Nos encontramos en un gran teatro, el de la Opera de París.

Y conste que no aludo a las maravillas que presenta a nuestra vista, a la gracia aérea de la Taglioni, al encanto delicioso de las Elssler, ni al poderoso talento de Nourrit, Talma de la tragedia lírica; no hablo de los magníficos acordes de Meyerbeer, orgullo de Alemania, ni de los ingeniosos e inagotables cantos de Auber, el primero de nuestros compositores, si no tuviera la desgracia de ser nuestro compatriota. Tampoco me refiero a la magnificencia de las decoraciones, los trajes y los bailes; no se trata del teatro, sino de la sala. En ella tiene lugar un espectáculo muy curioso en otro sentido, pero tan seductor y brillante como el de la escena.

Dirijan ustedes una mirada a su alrededor; y si esta noche tienen tiempo de observar, si se encuentran de buen humor, si no han perdido el dinero en la Bolsa o escuchado un mal discurso en la Cámara, si su amante no les ha hecho traición o su esposa no les ha armado querella, si han comido bien, en compañía de personas de ingenio o, lo que es aún mejor, de verdaderos amigos, tomen asiento en la orquesta de la Opera; dirijan sus gemelos no hacia el escenario sino hacia las galerías, al anfiteatro y sobre todo a los palcos principales. ¡Qué cuadros tan variados, cuántas escenas de comedia y, con frecuencia, hasta de drama! Y adviertan ustedes que no quiero que salgan del observatorio en que acabo de colocarlos; porque, ¿qué sucedería si abandonando su silla de orquesta y tomando el brazo de un amigo se aventurasen en el foyer de la Opera? No podrían dar un paso en él sin tropezar con una ambición o con un ridículo, sin chocar al paso con un diputado, un hombre de Estado del momento, un ministro de ayer, una reputación de la semana, un orgullo de todos los días. Allí, en torno de aquella gran chimenea, hay un caballero de guantes amarillos que refiere sus aventuras de la mañana y sus apuestas en el bosque de Bolonia; un periodista orador que relata en la conversación su folletín del día siguiente; un dandy que vive a expensas de una actriz y la paga con elogios; otro que se arruina por ella y se ve obligado a enumerar sus perfecciones como para justificar ante sus amigos el empleo de su dinero; todo esto, formando una extraña confusión, una amalgama de amor propio y pretensiones, suministraría material suficiente para escribir cien volúmenes, y mi único propósito es referir una historieta.

Una noche—era, si mal no recuerdo, a fines del año 1831,—bailaba la señorita Taglioni. Asistía una inmensa concurrencia. Yo había ido a reunirme a unos amigos que me habían citado, pero que, encontrándose ya demasiado estrechos, no podían proporcionarme asiento. No obstante, levantose un joven y me ofreció el suyo. Como ustedes supondrán, lo rehusé, no queriendo privarle del placer de presenciar cómodamente el espectáculo.

—No me priva usted de nada—dijo,—pues voy a salir.

En vista de ello, acepté, dándole las gracias, y observé que el joven, antes de retirarse, dirigió una última mirada al salón, y apoyándose un instante contra el palco inmediato, pareció buscar a alguien con la vista; luego, cayendo, súbitamente, en una profunda meditación, ya no pensó en marcharse. Tenía razón al decirme que no le privaría del espectáculo, porque, dando la espalda a la escena, sin ver ni oír nada, parecía haberse olvidado por completo del lugar en que se encontraba.

Entonces me puse a examinarle atentamente.

Era imposible encontrar una figura más expresiva, más bella y de más distinción. Vestido con elegante sencillez, todo en sus modales y en sus más insignificantes gestos era noble, de buen gusto y comme il faut. Aparentaba de veinticinco a veintiocho años; sus grandes ojos, negros, estaban constantemente fijos en un palco segundo, situado frente a él, al que miraba con una expresión de tristeza y desesperación indefinible. A pesar mío, volví la cabeza en la misma dirección, y vi que aquel palco estaba vacío.

—Sin duda, pensé, esperaba a alguien que no ha venido; una ella que ha faltado a su palabra... o está enferma, o a quien un marido celoso ha impedido venir... Y él la ama... y la espera... ¡Pobre joven!

Y como él, esperé y le compadecí, y habría dado cualquier cosa por ver abrirse la puerta de aquel palco que seguía obstinadamente cerrado.

El espectáculo iba a terminar, y durante dos o tres escenas en las que ya no bailaban las primeras partes y durante las cuales el público conversaba casi en voz alta, hablose de la ópera Roberto el Diablo, que se estaba ensayando entonces y que debía representarse a los pocos días. Mis amigos hiciéronme algunas preguntas respecto a la música y los bailables, demostrando deseos de asistir a los últimos ensayos. ¡Es una cosa tan curiosa y tan interesante para ciertas gentes un ensayo de la Opera! Les prometí llevarlos, y nos levantamos para salir, porque el telón acababa de caer. Al pasar junto a mi desconocido, que continuaba inmóvil en el mismo lugar, le manifesté mi sentimiento por haber aceptado su oferta y el deseo de poder corresponder a su atención.

—Nada más fácil—me dijo;—acabo de saber que es usted Meyerbeer.

—No tengo ese honor.

—O que es usted uno de los autores del Roberto el Diablo.

—Del libreto nada más.

—Pues bien, caballero, permítame usted asistir al ensayo de mañana.

—Ofrece aún tan poco atractivo, que sólo me atrevo a invitar a mis amigos.

—Razón de más para que yo insista, caballero.

—Y yo me considero muy honrado con que se digne usted hacerme tal petición.

Me estrechó la mano y quedamos citados para el día siguiente. Fue exacto a la cita, y mientras comenzaba el ensayo, nos paseamos algunos momentos por el teatro. Hablaba en un tono grave, y sin embargo, amable y espiritual; pero notábase fácilmente que se esforzaba en sostener la conversación, y que alguna otra idea le preocupaba. Nuestras más lindas cantantes y bailarinas iban llegando sucesivamente. Le vi estremecerse con frecuencia, y llegó un momento en que fue tal su emoción, que tuvo que apoyarse contra un bastidor. Creí entonces adivinar que sentía una pasión desgraciada por alguna de aquellas diosas, pero su edad y su figura hacían poco verosímil semejante suposición. Y en efecto, no tardé en convencerme de que me engañaba; no habló a nadie, a nadie se acercó, y tampoco dio muestras nadie de conocerle.

Cuando comenzó el ensayo, traté de descubrirle en la orquesta, entre los aficionados, y no le encontré allí. Aunque la sala estaba poco alumbrada, me pareció verle en el palco que la víspera había contemplado con tan profunda emoción. Quise asegurarme de ello, y al terminar el ensayo, después del admirable trío del quinto acto, subí al piso segundo. Meyerbeer, que deseaba hablar conmigo, me acompañaba. Llegamos al palco, cuya puerta estaba entreabierta, y vimos al desconocido con la cabeza oculta entre las manos. Al vernos entrar, volviose bruscamente, abandonó su asiento, y pude ver entonces que su rostro estaba cubierto de lágrimas. Meyerbeer se estremeció de alegría, y, sin decirle una palabra, le estrechó la mano con ademán afectuoso, como para darle gracias. El desconocido, procurando reponerse de su turbación, balbuceó algunas frases de elogio de un modo tan vago, que fue evidente para nosotros que no había escuchado la ópera y que, desde hacía dos horas, estaba pensando en otra cosa que en la música. Meyerbeer me dijo en voz baja, desesperado:

—¡El infeliz no ha oído ni una nota!

Los tres bajamos juntos la escalera, y al pasar por el hermoso y espacioso patio que conduce a la calle de la Grange-Bateliere, el desconocido saludó al empleado en aquella portería. Aguijoneado, entonces, por la curiosidad, acerqueme a aquel hombre y le interrogué:

—¿Conoce usted a ese joven que acaba de marcharse?

—Sólo sé que se llama Arturo, que vive en la calle de Helder, núm. 7, y que este invierno se ha abonado a un palco segundo que da frente a la escena.

—¿Y, según parece, está en el palco a todas horas?

—Viene a él solamente por la mañana; pero por la noche no lo ocupa nunca y está siempre cerrado.

Efectivamente, en toda la semana no se abrió la puerta del palco, que permaneció vacío y sin que nadie se presentase en él.

El estreno de Roberto el Diablo estaba muy próximo, y en esos últimos días el pobre autor se ve agobiado con peticiones de localidades y billetes. ¿Se imaginan ustedes que éste tiene tiempo de pensar en su obra, en los cortes y cambios que serían necesarios? De ninguna manera. Necesita contestar a las cartas y reclamaciones que recibe por todas partes; y las señoras, sobre todo, son las más exigentes en ese día.—Debía usted haberme reservado dos palcos, y no he podido obtener más que uno.—Me había usted ofrecido una delantera, y sólo he recibido un asiento de primera fila.—Me dijo usted que podía contar con el número 10, inmediato al palco del general, y me ha enviado usted el número 15, que está junto al de la señora D***, a quien no puedo sufrir, y que está sumamente infatuada con sus diamantes.

En un día de estreno se enfrían muchas veces las relaciones con los mejores amigos, que acceden a perdonarle a uno algunos días después, si se ha obtenido un éxito brillante, pero que continúan enojados durante mucho tiempo cuando es víctima de un fracaso; de modo que queda uno mal con ellos como con el público. Bien dicen que «un mal no viene nunca solo».

La mañana del día fijado para el estreno de Roberto el Diablo, debía yo entregar a unas señoras un palco que les había ofrecido; palco de que el director me había despojado para dárselo a un periodista. Al quejarme de ello, me contestó:

—¡Es para un periodista!... Ya ve usted, un periodista... que la detesta... pero que, gracias a esta atención, consentirá en hablar bien... de la música.

El argumento no admitía réplica, y, por otra parte, el palco estaba ya dado. Pero, ¿dónde colocar a mis lindas señoras, cuyo enojo era para mí, en otro orden, tan temible como el del periodista? Recordé entonces a mi desconocido, y me encaminé a su casa.

Era ésta muy sencilla y modesta, sobre todo tratándose de un hombre que estaba abonado a un palco en la Opera durante todo el año.

—Señor—le dije,—vengo a pedirle un gran favor.

—Usted dirá.

—¿Piensa usted asistir a la representación del Roberto... en su palco?

Pareció turbarse, y me respondió con cierta vacilación:

—Desearía asistir, pero no podré hacerlo.

—¿Ha dispuesto usted de él?

—No, señor.

—Si tuviera usted a bien cedérmelo, me sacaría de un gran apuro.

El suyo era cada vez mayor... no se atrevía a negármelo... Por último, haciendo un visible esfuerzo sobre sí mismo, exclamó:

—Accedo a ello, pero con la condición de que no llevará usted a ese palco más que hombres.

—Precisamente—repuse,—se lo pido para unas señoras...

Quedó silencioso durante un momento, y luego dijo:

—Entre esas señoras, ¿hay alguna a quien usted ama?

—Sin duda—contesté ligeramente.

—Entonces, disponga del palco. De todos modos, hoy mismo salgo de París.

Aguijoneado por el interés y la curiosidad, al oír estas últimas palabras, hice un movimiento, cuyo significado debió de adivinar él sin duda alguna, porque me apretó la mano entre las suyas, diciéndome:

—Ya supondrá usted que ese palco tiene para mí recuerdos muy queridos y crueles... que a nadie puedo confiar... ¿A qué conduce quejarse cuando uno es desdichado sin esperanza... y lo es por su culpa?

Aquella noche tuvo lugar el estreno de Roberto, y mi amigo Meyerbeer alcanzó un éxito inmenso, que se extendió por toda Europa. Más tarde, sucediéronse muchos otros acontecimientos literarios o políticos y otros muchos fracasos. No volví a ver a Arturo, ni a pensar en él: le había olvidado.

Hace pocas noches, me encontraba también en la Opera. Esta vez no se representaba Roberto, sino Los Hugonotes. Habían transcurrido cinco años.

—Llega usted muy tarde—me dijo uno de mis amigos, un profesor de Derecho, abonado de la Opera, que se muestre tan alegre por la noche como erudito por la mañana.

—Y hace usted mal—agregó, dándome un golpecito en la espalda, un hombrecillo vestido de negro, de voz acre y cabeza empolvada.

Volví la cabeza para ver quién me hablaba, y me encontré con el señor Baraton, notario de mi familia.

—¿Usted aquí?—exclamé;—¿y su estudio?

—Lo vendí hace tres meses. Soy rico, viudo, tengo sesenta años, he estado casado por espacio de veinte, y durante treinta he sido notario... Creo que ya es tiempo de que piense en divertirme.

—Y hace ocho días—añadió el profesor de Derecho—que se ha abonado a la orquesta.

—Sí, me gusta reírme, y a eso vengo aquí, donde se ven y se oyen las cosas más extrañas del mundo. Estos señores lo saben todo, todo lo conocen... No hay una sola localidad de la que no me hayan referido una anécdota interesante.

Y al decir esto, miraba al profesor de Derecho, el cual se sonreía con ese aire modesto y reservado que se considera como discreto, y que quiere decir: otras muchas podría contar si quisiera.

—¿De veras?—exclamé.

Y, sin darme cuenta de ello, dirigí mis ojos al palco que algunos años antes había excitado vivamente mi curiosidad. ¡Cuál fue mi sorpresa! también estaba desocupado aquella noche; de cuantos había en el teatro, era el único que se encontraba vacío.

Encantado entonces por tener, a mi vez, una historia que contar, hice saber en pocas palabras a mis oyentes la que acabo de referir a ustedes, acaso con demasiada extensión.

Todos me escucharon atentamente y empezaron a formar conjeturas. El profesor rememoraba sus antiguos recuerdos; el notario se sonreía con malicia.

—Veamos—les dije;—¿quién de estos señores, que todo lo saben, nos dará la clave de este enigma? ¿Quién nos podrá contar la historia de ese palco misterioso?

Todos permanecieron silenciosos, hasta el profesor, el cual, pasándose una mano por la frente como procurando recordar la anécdota, hubiera concluido probablemente por inventar una; pero el notario no le dio tiempo para ello.

—¿Que quién le contará a usted esa historia?—exclamó con aire de triunfo;—yo, que la conozco, sin omitir detalle.

—¿Usted, señor Baraton?

—Yo mismo.

—Hable usted, hable.

Y todas las cabezas fijáronse en el narrador.

—Pues bien—repuso el notario con aire importante y tomando un polvo de rapé.—¿Quién de ustedes ha conocido...?

En aquel instante se dejaron oír los primeros acordes de la orquesta.

Y el señor Baraton, que no quería perder una sola nota de la sinfonía, se detuvo repentinamente, diciendo:

—Comenzaré en el próximo entreacto.

II

Apenas terminó el primer acto de Los Hugonotes, el notario empezó diciendo:

—Tienen que vestirse la reina y todas sus damas de honor; hay que construir también el castillo y los jardines de Chenonceaux, y, de consiguiente, el entreacto será bastante largo para que yo pueda referirles la historia que desean conocer.

Y cuando hubo saboreado lentamente un polvo de rapé, como para tomarse tiempo de reunir sus recuerdos, el señor Baraton prosiguió en esta forma:

—¿Quién de ustedes ha conocido aquí a la pequeña Judit?

Miráronse, y ni los abonados más antiguos de la orquesta pudieron responder.

—La pequeña Judit—agregó el notario,—una jovencita que hace siete u ocho años fue admitida como figuranta en el cuerpo de baile.

—Aguarde usted...—dijo el profesor de Derecho con un tono algo pedante.—¿Una rubita que en La Muda hacía el papel de uno de los pajes del virrey?

—No, era morena—repuso el notario;—en cuanto al empleo que la atribuye, no tengo datos para asegurarlo, y prefiero atenerme a la inmensa erudición de usted.

El profesor de Derecho hizo una cortesía.

—Lo que nadie podría negar es que la pequeña Judit era encantadora. Otro punto que también parece comprobado, es que la señora Bonnivet, su tía, era portera en la calle de Richelieu, de la casa de un solterón, del cual había sido en otra época ama de gobierno, o según decían algunos, cocinera; pero la señora Bonnivet no convenía en esto. Por lo demás, ella tiraba del cordón y hacía recados, mientras su sobrina hacía conquistas; porque no se podía, en modo alguno, pasar frente a la habitación de la portera sin admirar a la pequeña Judit, que entonces tendría apenas doce años. Sus ojos eran ya los más bellos del mundo, sus dientes parecían perlas, tenía un talle delicioso, y con su vestido de indiana ofrecía el aire más distinguido que imaginar se puede. Además, tenía una fisonomía de expresión inocente, cándida, y, en su misma inocencia, expresiva y coqueta; una de esas fisonomías, en fin, a propósito para hacer enloquecer a cualquiera y cambiar, como suele decirse, la faz de los imperios.

Tantos y tan frecuentes parabienes recibía la señora Bonnivet por la belleza de su sobrina, que se decidió a hacer algunos sacrificios, con objeto de educarla: la hizo entrar en una escuela gratuita, donde aprendió a leer y escribir; brillante progreso cuyas ventajas no tardó en apreciar la señora Bonnivet, que en sus funciones de portera difícilmente descifraba los sobres de las cartas y equivocaba constantemente los periódicos que debía entregar a los inquilinos.

Así, pues, todo el mundo se alegró cuando Judit se encargó de este cuidado; y su tía, convencida de que con una figura y una educación tan distinguida debía hacer fortuna sin mucho trabajo, no esperaba más que una ocasión para ello, la cual no tardó en presentarse. El señor Rosambeau, maestro de baile, que vivía en el quinto piso, ofreciose a dar algunas lecciones a la pequeña Judit, y pocos días después la señora Bonnivet participaba a todas las porteras de su conocimiento, que su sobrina acababa de ser admitida en los coros de la Opera; esta noticia difundiose rápidamente de puerta en puerta por toda la calle de Richelieu.

Ya tenemos, pues, a Judit instalada en la Opera, tomando lecciones por la mañana y presentándose por la noche confundida entre los grupos de jóvenes, de ninfas o de pajes, como hace un instante decía nuestro amigo el profesor.

Judit era la inocencia personificada, aunque entonces había cumplido ya catorce años; habíase criado en una casa honrada, cuyos inquilinos eran todos casados; su tía, que era de un rigorismo exagerado, no la perdía de vista casi nunca; la llevaba al teatro por la mañana, la acompañaba al salir por la noche, y hasta tenía la paciencia de permanecer en el saloncillo del baile, haciendo calceta, mientras su sobrina estudiaba y aprendía los bailables.

Tal vez deseen saber ustedes lo que sucedía, entretanto, en la casa de la calle de Richelieu, pero no puedo decírselo. No faltaba quien asegurase que una amiga de la señora Bonnivet se había encargado de substituirla interinamente, hasta el día en que la pequeña Judit hiciera suerte.

Porque ustedes saben, tan bien como yo, que las jóvenes sólo suelen entrar en la Opera para hacer suerte y alcanzar una posición brillante; realizado esto, y cuando llegan a ser ricas, se retiran, se hacen juiciosas y casan a su hija con un agente de Bolsa.

—O con un notario—rectificó el profesor.

—Es cierto—repuso el señor Baraton, haciendo una mueca;—se han dado casos... Pero comprenderán ustedes que ni la señora Bonnivet ni su sobrina pensaban entonces en tales grandezas. Es preciso avanzar en todo de una manera progresiva, y paso a paso.

—¿Y Judit?—pregunté yo, porque veía transcurrir el entreacto.

—De ella me ocupo. La señora Bonnivet, a despecho de su previsora vigilancia, no podía impedir que su sobrina hablase con sus jóvenes compañeras. Por la mañana en el saloncillo del baile, y particularmente por la noche, cuando salían a la escena... formidable límite que la tía no podía franquear y en el que se detenía su vigilante inspección... Judit oía entonces cosas singulares. Una de las ninfas o de las sílfides que con ella bailaba decíala en voz baja:

—Oye, querida: fíjate en la orquesta, a la derecha; ¡observa cómo me mira!

—¿Quién?

—Ese guapo joven que viste chaleco de cachemir.

—¿Y qué significa eso?

—Que está enamorado de mí.

—¡Enamorado!—exclamaba Judit.

—Está claro; ¿de qué te asombras? ¿Acaso tú no tienes algún amorcillo?

—¡Dios mío! yo no.

—¡Tiene gracia! Oigan ustedes, chicas, Judit no tiene ningún pretendiente.

—¡Ya lo creo! como que su tía se opone a ello.

—¡Me gusta! ¡Pues si yo tuviera una tía como esa!...

—Querida, haces mal en censurar a una mujer que tiene miras formales y útiles, como a nosotras nos hubiera convenido, y que, para apartar a su sobrina del peligro de las pasiones, le busca un protector.

—¡Ella! ¡Un protector!... Es demasiado tonta para eso, y no lo encontrará nunca.

Estas conversaciones efectuábanse durante los coros de la Vestal. Judit no había perdido una palabra; pero no se atrevía a pedir a nadie la explicación de lo que era todavía un enigma para ella. No obstante, sentíase humillada, inconscientemente, por el concepto en que la tenían; hubiera querido vengarse, abatir a sus buenas amigas, humillarlas a su vez. En consecuencia, cuando, en cierta ocasión, al retirarse por la noche, la señora Bonnivet tomó un aire grave y solemne para anunciar a su sobrina que se le había presentado un protector muy distinguido, su primer movimiento fue de júbilo... y su tía, que no esperaba tal cosa, pareció encantada de ello y continuó muy satisfecha:

—Sí, mi querida sobrina; una persona muy recomendable por todos conceptos, una persona que asegurará tu fortuna y la suerte de tu tía, cosa muy justa después de los sacrificios que le ha ocasionado tu educación y los cuidados que ha tenido para ti.

Mientras hablaba de este modo, la tía se enjugó algunas lágrimas; Judit, conmovida por aquel enternecimiento, se atrevió entonces a preguntar solamente quién era aquel protector y por qué había merecido ella una distinción tan elevada.

—Ya lo sabrás, hija mía, ya lo sabrás... Por el momento, todas tus compañeras se van a morir de envidia.

Esto era lo único que anhelaba Judit; y, efectivamente, produjo honda impresión esta noticia al día siguiente en el saloncillo del baile.

—¿Pero es de veras?

—Te lo aseguro.

—Parece imposible...

—¡Esa remilgada! ¡Qué suerte tiene!...

—¡Una figuranta, una corista!

—En tanto que yo... ¡una primera parte!

—¡Es irritante!

—Pero es natural—decían otras;—hay que confesar que es muy guapa...

—¡Y muy honrada!... ¡Bien lo merece!...

En resumen, nunca una boda de príncipes, ni aun de reyes, dio lugar a tantas conjeturas; pero aquella misma noche quedaron resueltas todas las dudas al aparecer en el teatro la señora Bonnivet con un chal magnífico.

—¿Quién era aquel protector desconocido? Seguramente se trataría de algún banquero entrado en años o algún respetable gran señor. Esto fue lo primero que preguntaron a Judit, con el propósito de hacerla hablar; pero todo fue en vano: Judit observó una discreción impenetrable, por la sencilla razón de que ella misma lo ignoraba.

Tres o cuatro días después abandonó con su tía el pequeño cuarto de la portería para ir a habitar un piso delicioso de la calle de Provenza, donde tenía una alcoba del gusto más moderno y un gabinete exquisito, tan elegante y tan bien decorado y alfombrado, que la tía no se atrevía a entrar en él, y pasaba el tiempo en el comedor o en la cocina... allí se encontraba ella más a su gusto.

Pero transcurrieron algunos días sin que Judit viera presentarse a nadie, lo cual le parecía muy extraño, porque la joven carecía de instrucción, pero no de talento. Su candor y su sencillez reconocían por causa la ignorancia, no la inocencia; y rememorando lo que había podido comprender, y adivinando una parte de lo que no comprendía, empezó a inquietarse, a estremecerse. Hubiera dado cualquier cosa por tener una amiga a quien pedirle consejo... Pero ella sola, ¿qué protección podría buscar contra un protector que no conocía y que ya le inspiraba miedo? Cierto es que, cuantas ideas ella se forjaba de antemano, estaban relacionadas con las de la fealdad y la vejez, a fuerza de oír decir a sus compañeras que su protector no podía ser más que un viejo gotoso, extravagante y contrahecho. Júzguese, pues, de su sorpresa, cuando al quinto día vio entrar a su tía corriendo y desatalentada, la cual, precediendo a un caballero, abrió la puerta del tocador, diciendo:

—¡Aquí está!

Judit intentó levantarse por cortesía, pero sus piernas flaquearon; y conociendo que iba a desmayarse, se dejó caer sobre el sofá en que estaba sentada.

Cuando, al cabo de un rato, se atrevió a levantar los ojos, vio de pie, frente a ella, a un joven guapo, de unos veinticuatro años próximamente, y de porte noble y distinguido, que la contemplaba con una expresión tan dulce y cariñosa, que fue suficiente para disipar su miedo; imaginose que quien la miraba así debía defenderla, y que nada tenía que temer, por lo tanto.

—Señorita...—le dijo el desconocido en tono grave, pero respetuoso.

Y al ver que la tía aún permanecía allí, le hizo seña de que saliera. Esta obedeció acto continuo, porque precisamente tenía que dar órdenes para la comida.

—Señorita—continuó el joven,—está usted en su casa, y mi deseo es que se encuentre bien en ella y sea dichosa. Perdóneme si tengo pocas veces el honor de ofrecerle mis respetos; mis muchas ocupaciones me privarán de este placer. Por lo cual no reclamo más que un título... el de ser amigo de usted. Y un solo derecho... el de satisfacer sus menores caprichos.

Judit no contestó; pero su corazón latía con tal violencia, que hacía mover el ligero percal de su bata.

—Respecto a su tía...—y pronunció esta palabra en tono despreciativo,—estará, en adelante, a las órdenes de usted, porque usted es aquí el ama, y todos la han de obedecer... empezando por mí.

Luego se acercó a ella, le tomó una mano, que llevó a sus labios, y viendo que aun estaba temblorosa, dijo:

—¿Le da miedo, acaso, mi presencia? Tranquilícese, sólo volveré cuando me necesite... cuando me llame... Adiós, Judit... adiós, hija mía.

Y salió acto seguido, dejando a la pobre joven confusa y presa de una emoción que ella no conocía y que en vano hubiera intentado explicarse.

Durante todo aquel día, tuvo Judit en la imaginación la figura del hermoso desconocido, con sus grandes y expresivos ojos negros, pues aunque, aparentemente, no le había mirado, no por eso dejó de examinar su apostura, sus maneras y hasta su traje. Creía estar oyendo aún aquella voz tan dulce, cuyas palabras habíanse grabado en su memoria. La pobre Judit que, hasta entonces, había dormido perfectamente, aquella noche no pudo conciliar el sueño. ¡Era la primera vez! A la mañana siguiente, levantose con el rostro pálido, los ojos hinchados...

La tía, entretanto, no dejaba de sonreír.

Era imposible hablar del desconocido sin que el lindo rostro de Judit se cubriese de súbito rubor...

Y la tía continuaba sonriendo.

Pero él no parecía, no iba... y Judit no podía decirle que fuese... En efecto, ¿qué podía pedirle?... Casa elegante, mesa bien servida, criados y un coche a su disposición... Nada le faltaba... ¡nada más que él!

Por otra parte, sus compañeras de teatro, al verla en posición tan brillante, rodeada de tanto lujo, vestida de ricas galas, no cesaban de interrogarla... Y sus preguntas enseñaban a Judit más de lo que ella quería saber... De aquí que, sin que acertara a explicarse el motivo, obstinárase en guardar el más profundo silencio con su tía y sus compañeras respecto a lo que había sucedido entre ella y él. Juzgando por lo que oía en torno suyo, parecíale que en la conducta del desconocido había algo extraordinario... algo de humillante para ella, y que por su propia dignidad no debía decir. Hubiera muerto antes que hablar o quejarse...

Al octavo día, que era de gran representación, distinguió en el palco del Rey a su desconocido, que la estaba contemplando. Lanzó un grito de alegría y de sorpresa, que hizo perder el compás a un bailarín que, en aquel instante, comenzaba una pirueta.

—¿Qué es eso?—le preguntó Natalia, una de sus compañeras, que la ayudaba a sostener una guirnalda de flores.

—¡Es él; está allí!...

—¡Cómo! ¡el conde Arturo de V***, uno de los caballeros de la corte de Carlos X, y que además es un buen mozo! Vaya, no puedes quejarte... Pero, ¿qué tienes? ¿Te vas a poner mala por un hombre a quien ves todos los días?

Judit no oía estas palabras; era demasiado feliz. Arturo acababa de inclinarse hacia ella y le dirigía un saludo, con grande escándalo del dorado palco en que se encontraba. Al terminar el baile, cuando se disponía a subir a su cuarto, tropezó entre bastidores con Arturo, el cual, en presencia del gentilhombre que entonces presidía las funciones de la Opera, le dijo:

—¿Me permite usted, señorita, que la acompañe a su casa?

—Será un honor para mí—balbuceó la joven temblando, sin notar que su respuesta excitaba la hilaridad de sus compañeras.

—En ese caso, apresúrese; aquí la aguardo.

Aseguro a ustedes que Judit no tardó mucho en desnudarse; en la precipitación rompió su vestido de gasa y su pantalón de seda, y la señora Bonnivet, que, como todas las madres y tías de teatro, servíala de doncella, apenas si pudo seguirla por la escalera, llevando el abrigo que su sobrina había olvidado. Arturo aguardaba en el escenario, hablando con varios jóvenes y con Lubert, el director, a quien, en aquel instante, estaba recomendando a Judit. Cuando ésta apareció, avanzó él a su encuentro, a la vista de todos, y juntos bajaron por la escalera particular de los artistas. Un elegante carruaje los esperaba a la puerta; y sería inútil tratar de describir a ustedes la turbación y el arrobamiento de la pobre Judit al verse sentada junto a él, en aquel reducido espacio, que hacía la entrevista más íntima y más dulce. El, temiendo que la joven se constipase, levantó los cristales; luego tomó el chal de cachemir que ella tenía en la mano, y se lo echó sobre los hombros. ¡Ah! ¡qué hermosa estaba Judit, qué seductora, embellecida por la felicidad! Pero esta felicidad fue de corta duración. ¡Hay tan poca distancia desde la calle de la Grange-Bateliere a la de Provenza, y además aquellos magníficos caballos marchaban con tanta rapidez!... El carruaje se detuvo por último; apeose Arturo, ofreció la mano a su compañera, subió con ella hasta el primer piso, llamó a la puerta de su habitación, la saludó respetuosamente y desapareció en seguida.

Judit pasó también aquella vez una mala noche. ¡Le parecía tan extraña la conducta del Conde! Porque, en resumen, bien pudo haber entrado, sentarse y hacerle una visita. Verdad que ella no estaba muy al corriente de las conveniencias sociales; pero se imaginaba que esto hubiera sido mejor que despedirse de una manera tan brusca.

Trató de dormir inútilmente; levantose, se paseó por el aposento, y al despuntar el día, deseando refrescarse durante un momento con el aire de la mañana, abrió el balcón... Cuál no sería su sorpresa al ver a la puerta el carruaje del Conde, que, por lo visto, había pasado allí toda la noche... Los caballos piafaban en las piedras, aguijoneados por la impaciencia y el frío, mientras que el cochero dormía en el pescante...

—Ustedes dispensarán, señores—dijo el notario interrumpiendo su narración;—pero el acto va a empezar y no quiero perder un solo pasaje de la ópera, pues para eso me he abonado...

Continuaré en el otro entreacto.

III

Dos días después volvió Judit a abrir su balcón muy de mañana, y vio también a la puerta el carruaje del Conde.

No cabía duda de que lo enviaba casi todas las noches. ¿Pero con qué propósito? Esto era lo que ella no podía adivinar... Jamás se hubiese atrevido a preguntárselo. Por otra parte, no le veía casi nunca, a no ser por la noche, los días de ópera, en un palco segundo de frente a la escena, al que estaba abonado durante todo el año. No había vuelto a entrar en el escenario ni a proponerle acompañarla. ¿Cómo se arreglaría para verle?... ¿Qué hacer?...

Por fortuna para ella, le hicieron una injusticia... fue objeto de una postergación.

Sus compañeras la creyeron desolada; pero ella mostrose, por el contrario, muy alegre, porque aquella circunstancia le proporcionó un motivo para escribir al Conde, diciéndole que necesitaba pedirle un favor y rogábale tuviese a bien pasarse por su casa. Esta carta no era fácil de escribir; en consecuencia, Judit empleó en ella todo un día: la empezó muchas veces e hizo, lo menos, veinte borradores. Llenose de ellos los bolsillos, y es más que probable que dejara caer alguno, que no faltó quien recogiera, porque por la noche, en el teatro, oyó a algunos jóvenes autores y abonados de la orquesta bromear y reírse de una carta que acababan de encontrar y que circulaba de mano en mano. Veíase obligada a escuchar sus alegres exclamaciones, sus comentarios satíricos, sus crueles chanzonetas sobre aquel billete sin firma, cuyo autor no conocían, pero que se proponían insertar al día siguiente en un periódico, como modelo del estilo epistolar de las Sevigné del coro de baile.

¡Cuál no sería el espanto y el suplicio de Judit, no al oírse poner en ridículo, sino a la idea de que también el Conde se burlaría tal vez al leer su carta, que en aquel momento hubiera dado toda su sangre por no haber escrito! De aquí que se sintiese más muerta que viva al día siguiente cuando entró Arturo en su gabinete.

—Aquí me tiene, querida Judit; me he apresurado a venir apenas he recibido la carta de usted.

Y llevaba todavía en la mano la carta fatal y terrible.

—¿Qué desea usted de mí?—acabó diciendo el Conde.

—Lo que deseo... señor Conde... No sé cómo decírselo... pero ese billete... puesto que lo ha leído usted... si es que ha podido leerle...

—Perfectamente, hija mía—contestó el Conde con una ligera sonrisa.

—¡Ah!—exclamó Judit, desesperada;—esa desgraciada carta le prueba que soy una pobre muchacha sin talento, sin educación, que se avergüenza de su ignorancia y que daría cualquier cosa por salir de ella... Pero ¿cómo he de lograrlo, si usted no viene en mi auxilio, si no me ayuda con sus consejos y su apoyo?

—¿Qué quiere usted decir?

—Proporcióneme maestros, y verá si me falta celo; verá si aprovecho sus lecciones... trabajaré tanto de día como de noche.

—¿También de noche?

—Más vale emplearla en estudiar que en no dormir.

—¡Dios mío! ¿Y por qué no duerme usted?

—¿Por qué?—dijo Judit ruborizándose;—porque hay una idea que me atormenta constantemente.

—¿Qué idea es esa?

—La que tendrá usted de mí... sin duda me desprecia, me considera indigna de usted... Y tiene razón—prosiguió vivamente;—yo me veo tal como soy, me conozco... y quisiera, si esto fuera posible, no volver a tener por qué sonrojarme a los ojos de usted y a los míos.

El Conde la contempló un instante con asombro, y le dijo:

—La obedeceré, querida niña; haré lo que desea.

Al día siguiente, Judit tenía un maestro de ortografía, de historia y de geografía. Era digno de ver el ardor con que estudiaba; y su inteligencia, sus facultades naturales, que sólo necesitaban ser cultivadas para agigantarse, se desarrollaron con rapidez increíble.

Comenzó amando el estudio por Arturo y ya le amaba por ella misma. Constituía su más dulce entretenimiento, su consuelo y el olvido de todas sus penas. No volvió a la sala de baile ni a los ensayos; daba lugar a que le impusieran multas por permanecer en su casa trabajando; y sus compañeras decían:

—Judit se dedica por completo al amor; ya no se la ve; pierde su carrera... hace muy mal.

Y Judit decíase, mientras redoblaba sus esfuerzos:

—Pronto seré digna de él; pronto verá que me encuentro en estado de comprenderle, y podrá juzgar de mis adelantos.

¡Vana esperanza! Cuando el Conde estaba a su lado, la pobre joven, cortada y trémula, no tenía memoria, de nada se acordaba. Cuando él le dirigía alguna pregunta sobre sus estudios, solía responder desacertadamente y el Conde murmuraba para sí:

—La pobre chica tiene buen deseo, pero poca disposición. En cambio, había conseguido con su nueva ciencia comprender cuán torpe y ridícula debía de parecer a Arturo. Y esta idea aumentaba su timidez e impedía la efusión de aquella alma tan tierna y tan sencilla.

El Conde sólo iba a verla de tarde en tarde. En ocasiones, pasaba media hora, por la noche, en su compañía; pero poníase de pie para despedirse, apenas daban las doce. Entonces, sin dirigirle un solo reproche, se limitaba Judit a preguntarle con voz dulce y temblorosa:

—¿Cuándo volveré a verle?

—Ya se lo diré mañana, de lejos, en la Opera.

Con este objeto, él solía ir cada dos días a su palco, y cuando le era posible al día siguiente pasar algunos instantes al lado de Judit, apoyaba con cierto descuido su cabeza sobre la mano derecha, lo cual quería decir: Iré a la calle de Provenza.

Cuando esto tenía lugar, Judit permanecía aguardándole todo el día, no recibía a nadie y hasta alejaba a su tía para consagrarse por completo al placer de verle.

A despecho de lo reservado que con ella se mostraba el Conde, la joven había descubierto que algún secreto pesar le atormentaba. ¿Cuál era este pesar? Le era imposible adivinarlo, y, no obstante, ¡se hubiera sentido tan dichosa en poder participar de su aflicción! No se atrevía a esperar tanta dicha, pero en silencio hacía suyas las penas del Conde, aun ignorándolas, así como su tristeza habitual. Con frecuencia le decía Arturo:

—¿Qué tiene usted, Judit? ¿Cuáles son sus pesares?

Si ella se hubiera atrevido, habría contestado:

—Los de usted.

Cierto día le asaltó una idea horrible; se dijo con terror:

—¡Ama a otra! Pero, en ese caso, ¿por qué toma una amante en la Opera? ¿Como capricho... como objeto de moda... como un juguete que ha comprado sin necesitarlo ni conocerlo?... Pero entonces, ¿por qué?

Contemplose después en el espejo, ¡y se vio tan joven, tan fresca, tan linda!... Quedó abismada en sus reflexiones.

De súbito, se abrió bruscamente la puerta del gabinete, y apareció Arturo, con un aire de turbación que nunca había visto en él.

—Señorita—le dijo con viveza,—tenga usted la bondad de vestirse; vengo a buscarla para ir a las Tullerías.

—¿Es posible?

—Sí, hace un tiempo magnífico, un sol espléndido; todo París está allí.

—¿Y desea usted acompañarme a ese sitio?—exclamó Judit sorprendida, porque el Conde jamás había salido con ella, nunca le había dado el brazo en público.

—Sin duda alguna... para que todo el mundo la vea—repuso Arturo paseándose agitado.—Vamos, señora Bonnivet—dijo bruscamente a la tía, que entraba en aquel momento en el gabinete;—ayude usted a vestir a su sobrina; póngala lo que tenga más elegante, más nuevo y más rico.

—Gracias al Cielo y al señor Conde, no le faltan trajes lindísimos.

—Bien, bien; despáchese, que tenemos prisa.

—Ya estás oyendo que el señor Conde tiene prisa—dijo la señora Bonnivet a su sobrina, disponiéndose a desnudarla de la bata.

Judit se ruborizó y le hizo seña de que se encontraba allí Arturo.

—¿Qué importa? ¿Por ventura tenemos que guardar etiqueta con el señor Conde?

Y sin dar tiempo que la joven pudiera oponerse, su tía le desabrochó el corsé.

La pobre chica, avergonzada y fuera de sí, no sabía cómo substraerse a las miradas de Arturo.

Pero ¡ay! tomábase, por pudor, un cuidado completamente inútil: el Conde no la miraba; embebido por entero en una idea que parecía excitar su despecho y su cólera, recorría a grandes pasos el aposento, y acabó por tropezar con un jarrón de porcelana, que saltó hecho pedazos.

—¡Ah, qué desgracia!—exclamó Judit, dando al olvido, instantáneamente, el desorden de su traje.

—¡Del Japón!—dijo la tía con acento desesperado.—¡Y que valía lo menos quinientos francos.

—No tanto—repuso la joven,—pero era realmente japonés.

—Vamos, ¿está usted dispuesta?—dijo Arturo, que ni siquiera había escuchado la observación de Judit.

—En seguida. Tía, mi chal... los guantes...

—Y la capa—observó el Conde;—la olvida usted, y hará frío.

—No lo creo.

—En efecto—rectificó la tía, tocando la mano de Judit,—está abrasando. ¿Será que tienes fiebre? Convendría que no salieras.

—No, tía—se apresuró a contestar la joven;—nunca me he sentido mejor.

El cupé aguardaba a la puerta; subieron a él y atravesaron los bulevares, juntos, en pleno día. Judit no cabía en sí de gozo; hubiera deseado que todo el mundo la viese. Y para colmo de embriaguez, en la calle de la Paz divisó a dos de sus compañeras, a las que saludó con toda la afabilidad que da la dicha. Eran dos primeras partes que aquel día iban a pie.

Al fin, el coche se detuvo junto a la verja de la calle de Rívoli. Judit se asió al brazo del Conde, y ambos se internaron por la alameda de la Primavera. Era día de trabajo; la población rica y ociosa de París parecía haberse dado cita en aquel paseo, y había enorme concurrencia.

Arturo y su compañera no tardaron en ser objeto de la atención general. Eran los dos tan bellos, hacíase forzoso admirarlos. Todo el mundo se volvía al pasar por su lado, y exclamaba:

—¡Qué linda pareja!

—Es el joven conde Arturo de V***.

—¿Se ha casado, por ventura?

Estremeciose Judit al oír esta pregunta, experimentando cierto doloroso placer, de que no pudo darse cuenta.

—No, por cierto—repuso, en tono despreciativo, una señora anciana que llevaba en brazos un perrito de Viena, y la cual iba seguida por dos lacayos de lujosa librea;—el conde Arturo no se ha casado: monseñor su tío no lo consentiría.

—¿Quién es, entonces, esa linda joven?... ¿Su hermana, acaso?

—Nada de eso; es su amante... una bailarina de la Opera, según creo.

Por fortuna, Judit no oyó las últimas palabras; porque en aquel instante el barón de Blangy, que iba detrás de ella, decía a su hermano:

—Ahí va Judit.

—¿La amante de Arturo?

—Está loco por ella, y en camino de arruinarse...

—No lo extraño; yo haría lo mismo en su lugar. ¡Es guapísima!

—¡Qué aire tan distinguido y qué fisonomía tan seductora!

—¿Y qué me dices de ese talle tan elegante y tan gracioso?

—¡Cuidado! no te vayas a enamorar de ella...

—Ya lo estoy. Ven, ven, la veremos más de cerca.

—Si podemos aproximarnos, porque hay mucha gente en torno suyo.

Toda la multitud se expresaba en idéntica forma, y Arturo, a su vez, lo oía todo. Las mujeres, al ver el aire modesto de Judit, le perdonaban que fuese tan bella; y los hombres, contemplando con envidia a Arturo, se decían:

—¡Feliz él!

El Conde, entonces, miró detenidamente por primera vez a Judit, como ella merecía ser mirada, y se asombró de encontrarla tan hermosa. El paseo, el aire, y, particularmente, la satisfacción de verse tan celebrada, habían dado mayor brillo a sus mejillas, y a sus ojos una expresión y un encanto indefinibles. Y, sobre todo esto, tenía diez y seis años; ¡amaba, y creía que era amada!... ¿Qué otras razones necesitaba para estar hermosa? No era, pues, extraño que obtuviera un éxito completo y que la siguiese un inmenso gentío hasta que regresó al carruaje. Ya en él, al ver que Arturo la contemplaba con ternura, dio al olvido todos sus triunfos; no volvió a pensar en los elogios que la multitud le había prodigado, y entró en su casa diciendo:

—¡Qué dichosa soy!

El día siguiente, al levantarse, recibió dos cartas. La primera procedía del barón de Blangy, que, mucho más rico que Arturo, ofrecíale su amor y su fortuna. Pero ni aun se le ocurrió la idea de enseñarla a su tía o al Conde; no creía hacer, quemándola, el sacrificio más insignificante.

La segunda carta contenía una firma que Judit leyó repetidas veces, sin atreverse a dar crédito a sus ojos. Pero le era imposible la duda; el billete estaba firmado por el obispo de ***; y concebido en estos términos:

«Señorita:

»Ayer se presentó usted en público, en las Tullerías, con mi sobrino el conde Arturo, y ha colmado usted la medida de un escándalo cuyas consecuencias son incalculables.

»Aunque, debido a la impiedad de los hombres, haya permitido Dios que todo esté trastornado, aun tenemos medios de castigar la audacia de usted. Le declaro, pues, que si no pone fin a tal escándalo, tengo bastante influencia con el ministro de la casa del Rey para conseguir que sea usted despedida de la Opera. Si, por el contrario, abandona inmediatamente a mi sobrino, como quiera que el fin santifica los medios, le ofrezco dos mil luises y la absolución de sus faltas, etc., etc.»

En un principio, Judit quedó anonadada por la lectura de esta carta. Pero luego, cobrando ánimo, consultó a su corazón, apeló a todas las energías, y contestó lo siguiente:

«Monseñor:

»Me trata usted con mucha crueldad; y, no obstante, podría asegurar ante Dios que nada tengo de qué acusarme. Así es, se lo juro; pero no me atribuiré un mérito que no es mío, y que sólo pertenece a quien me ha respetado.

»Sí, monseñor; el sobrino de usted es inocente de las faltas de que le acusa, y si se ofende al Cielo amando con toda el alma, es un crimen de que me acuso, pero del cual él no es cómplice.

»He aquí la resolución que acabo de tomar.

»Le diré lo que por mí no me hubiera atrevido a decirle; lo haré por monseñor, y el Cielo me dará fuerzas... Le diré:—Arturo, ¿me ama usted?—Y si, como creo, como temo, me contesta:—No, Judit,—obedeceré a usted; me alejaré de él, no volveré a verle jamás; y entonces, así lo espero, me estimará usted lo bastante para no ofrecerme nada y no añadir la humillación al sufrimiento. Lo segundo... bastará para ocasionar mi muerte.

»Pero si el Cielo, si mi ángel bueno, si la felicidad de toda mi vida, hicieran que él me contestase:—¡Sí, amo a usted!...—¡Ah! está mal lo que voy a decirle, y con razón me colmará usted de reproches y maldiciones; pero entonces, monseñor, no habrá poder en el mundo que me impida ser suya y sacrificárselo todo... Todo lo arrostraría, hasta la cólera de usted... Porque, en definitiva, ¿qué podría usted contra mí? ¿Hacerme morir? ¿Y qué me importaría la muerte si había sido amada?

»Perdone, monseñor, si esta carta le ha podido ofender... es de una pobre muchacha que no conoce el mundo ni los deberes que éste impone; pero que tal vez encontrará ante usted alguna gracia en la escasez de su inteligencia, en la franqueza de su corazón, y, particularmente, en el profundo respeto con que tiene el honor, etc.»

Cuando terminó de escribir esta carta, cerrola Judit, y la envió a su destino sin hablar a nadie; decidida desde aquel momento a conocer su suerte, aguardó con impaciencia la próxima visita del Conde.

Aquella noche había función en la Opera y fue al teatro con la esperanza de verle en su palco y de que le hiciera la seña convenida. Arturo fue tarde y parecía estar triste y preocupado. No miró hacia el escenario ni hizo seña alguna a Judit. La pobre niña, presa de la desesperación, tuvo que resignarse a esperar dos días más. Era lunes, y al miércoles siguiente fue más afortunada. El Conde le hizo la seña que tenían convenida para anunciarle su visita, y Judit pensó:

—Mañana le veré, y mañana sabré lo que para mí guarda el destino.

Pero al día siguiente, muy temprano, presentose en su casa el lacayo del Conde, anunciando que su amo no podía disponer de un solo minuto en todo el día, y que sólo iría por la noche, ya tarde, a cenar con la señorita Judit.

Cenar a solas con ella era un acontecimiento extraordinario en quien siempre la dejaba antes de media noche. ¿Qué quería decir aquello? La tía creía encontrarlo muy claro; pero Judit se negaba a comprenderlo.

Cuando dieron las once de la noche, encontrábase ya dispuesta la cena más exquisita y delicada, preparada por los cuidados de la señora Bonnivet. En cuanto a Judit, nada escuchaba ni veía; limitábase a esperar.

¡Esperar! ¡Todas las facultades de su alma se concentraban o resumían en esta idea!...

Pero dieron las once y media, luego las doce, y Arturo no parecía.

Por último, transcurrió toda la noche sin que él llegara; pero ella seguía esperando.

Tampoco se presentó el Conde al otro día... ni en los siguientes.

Judit no recibió ninguna carta; no volvió a verle.

¿Qué significaba aquello? ¿Qué había sucedido?

En aquel instante, interrumpiose el notario, diciendo:

—Señores, vuelve a levantarse el telón; continuaré mi relato en el entreacto próximo.

IV

Cuando hubo terminado el tercer acto de Los Hugonotes, el notario prosiguió en esta forma:

—Señores, adivino que sienten ustedes curiosidad por saber lo que había sucedido a nuestro amigo Arturo, y sobre todo, por saber a ciencia cierta de qué clase de sujeto se trataba.

—¿Por qué no ha empezado usted por ahí?—le dije.

—Me parece—repuso—que soy dueño de colocar la exposición donde me plazca, puesto que soy el narrador.

—Por otra parte, no es aquí, en la Opera, donde hay que mostrarse severo respecto a las exposiciones—agregó el profesor en Derecho,—las cuales no se entienden jamás.

—Lo cual es, con frecuencia, una fortuna para los autores de los libretos—añadió el notario mirándome.

Y, sintiéndose satisfecho de su epigrama, continuó en estos términos:

—El conde Arturo de V*** descendía de una antigua e ilustre familia del Mediodía. Su madre, que se quedó viuda muy joven, no tuvo más hijo que él y carecía de bienes; pero tenía un hermano que era inmensamente rico. Este hermano, monseñor el abate de V***, había sido sucesivamente en la corte de Luis XVIII, y más tarde en la de Carlos X, uno de los prelados que gozaban de más influencia; y sabido es hasta dónde llegaba en aquella época el poder del clero. El abate de V*** tenía un carácter frío y egoísta; era muy severo y orgulloso, y sin embargo, conducíase como buen pariente, porque sentía ambición para él y para los suyos. Se encargó de la educación de su sobrino, hizo devolver a su hermana una parte de los bienes que le fueron confiscados durante la emigración, y la pobre condesa de V*** murió bendiciéndole y encargando a su hijo que le obedeciera ciegamente. Arturo, que adoraba a su madre, prometiole en su lecho de muerte cuanto ella quiso; promesa tanto más fácil de cumplir, cuanto que, desde su infancia, experimentó un miedo horrible hacia su tío y había sido acostumbrado a someterse siempre, sin oponer la menor resistencia, a sus menores indicaciones.

De carácter serio, tímido y dulce, pero dotado de un corazón noble y generoso, Arturo mostró, desde muy niño, profunda inclinación por la carrera de las armas, por el uniforme y la charretera; tal vez debíase esto a que, en el palacio de su tío, no veía más que trajes negros y sobrepellices. Un día, con gran reserva, se atrevió a poner de manifiesto sus intenciones a monseñor, el cual frunció el ceño al oírle y le anunció con tono firme y decidido que abrigaba otras miras respecto a él.

El abate de V*** había sido nombrado obispo, y esperaba algo más; confiaba en alcanzar muy en breve el capelo de cardenal. En tan brillante posición, quería conservar a Arturo a su lado, elevarle a las más altas dignidades de la Iglesia, y, en resumen, hacerle abrazar la única carrera que en aquel tiempo conducía rápidamente al poder y los honores.

Arturo no se atrevía a resistir de una manera resuelta al terrible ascendiente de su tío, pero, en su fuero interno, decidió no ser jamás obispo.

El Rey, a quien se había hablado con tal objeto, acogió la idea con gran benevolencia, y, en su efecto, Arturo debía entrar poco después en el Seminario, únicamente por fórmula, recibir después las órdenes y pasar con rapidez de los grados inferiores a los primeros puestos de su nuevo estado.

El joven no había dado al olvido el juramento hecho a su madre; por otra parte, a los ojos de todo el mundo hubiera sido una enorme ingratitud romper abiertamente con su tío, su único pariente y bienhechor. No osando, pues, declarar la guerra al temible prelado, y oponerse directamente a sus intenciones episcopales, procuraba encontrar algún medio indirecto para obtener el mismo fin y poner a su tío en el caso de que fuese él mismo quien renunciara a su proyecto. El mejor medio era dar un gran escándalo que le hiciera indigno de las santas y respetables funciones que a despecho suyo querían conferirle. Esto no era fácil, porque Arturo, tanto por carácter como por educación, no podía prestarse a nada que afectase a su honradez y severidad de principios. No es libertino todo el que quiere; para ese estado, como para los demás, hace falta vocación, y a nuestro joven costábale tanto trabajo ser calavera como ser obispo. Tenía, no obstante, amigos muy alegres y con las más felices disposiciones, que, por prestarle un servicio, le arrastraban a sus orgías. Arturo iba a ellas por cálculo; pero el desorden le disgustaba tanto como divertía a sus compañeros; su juiciosa frialdad contenía la locura de éstos, y acababa frecuentemente por hacerlos razonables: se le había llegado a considerar como un agua-fiestas, y, por último, había renunciado a tales diversiones.

Desesperado entonces de conseguir lo que se había propuesto, volvió los ojos a las damas de la corte; pero en la corte de aquella época las damas trataban de evitar a todo trance el ruido y el escándalo. Esto no quiere decir que hubiese menos intrigas que en otros tiempos, sino que se ocultaban mejor. Y aunque hubiesen advertido al obispo de las secretas pasiones de su sobrino, había fingido ignorarlo todo, pensando, acaso, como Molière,

class="c">Que pecar en silencio no es pecar.

¿Qué camino, pues, le quedaba al pobre Arturo, que corría en pos del escándalo, como corren otros en pos de la gloria, sin poderlo alcanzar? Uno de sus amigos, libertino recalcitrante, díjole:

—Busca una amante en la Opera; ese teatro está de moda, todo el mundo va a él; se sabrá, hará ruido, y eso es todo lo que te hace falta.

—¡Yo!—murmuró Arturo enrojeciendo de indignación.—¡Mezclarme en una intriga de ese género!

—No necesitarás hacerte mucha violencia; se arregla el asunto con la familia, y una vez hecho el trato, puedes obrar del modo que te plazca; no se trata de que la cosa sea verdaderamente, sino de que se crea y dé que hablar.

—Siendo así...

—Todo se reduce a tener el título; demasiado sabes que en la actualidad hay muchos titulados que no ejercen... Tú podrás ser uno de ellos.

—Bien, me agrada tu idea.

Ya he referido a ustedes los detalles de la presentación y de la primera entrevista de Judit, Arturo y la tía.

Hízose que monseñor el obispo tuviese noticia de ello, pero monseñor se hizo el desentendido.

Se le dio conocimiento de que casi todas las noches el coche de su sobrino se estacionaba en la calle de Provenza, y Arturo aguardaba de un momento a otro una seria explicación y una escena en la que estaba resuelto a mostrarse arrebatado por una ciega pasión que le hacía indigno, en adelante, de las bondades de su tío; pero éste no le dirigió el más leve reproche, y nuestro joven no sabía cómo explicarse tanta calma y una resignación tan evangélica.

Pero esta calma era precursora de la tempestad.

Una mañana, díjole monseñor:

—El Rey está muy enojado contra ti; ignoro por qué causa.

—Creo adivinarla—repuso el joven.

—Pues yo no quiero saberla. Su Majestad, no obstante, te perdona; pero exige que dentro de dos días ingreses en el Seminario.

—¿Yo, tío?...

—El Rey lo ordena, y contra él, en todo caso, tendrías que protestar.

Y le volvió la espalda, sin decir una palabra más. Arturo, furioso, fuera de sí, sin saber qué hacerse, corrió a casa de Judit, la acompañó a las Tullerías, la presentó como su amante a los ojos de todo París, en vísperas de entrar en el Seminario. Esta vez no pudo menos de obtener el resultado que esperaba. Después de semejante escándalo, era imposible pensar, durante mucho tiempo al menos, en hacerle abrazar la carrera de la Iglesia. Y esto era lo que Arturo deseaba. Su tío escribió a Judit la amenazadora carta que ya conocen ustedes, y el Rey comunicó al Conde la orden de abandonar a París en el término de veinticuatro horas. Era forzoso obedecer. Por fortuna, Arturo estaba íntimamente relacionado con uno de los hijos del señor de Bourmont, que partía a la siguiente noche para Argel, donde se preparaba una importante expedición, y le rogó que le admitiese en su compañía como voluntario, pero sin comunicar a nadie su proyecto, ni a su tío ni al Rey.

—Puesto que dejan a mi elección el lugar del destierro—se dijo,—lo elegiré donde pueda encontrar alguna gloria. Iré donde hay peligro que correr y honor que alcanzar. Me haré matar o lograré distinguirme en la campaña. Y cuando regrese con una bandera, veremos si aun hay quien todavía insista en hacerme vestir la sotana y echar bendiciones a los fieles.

Y abandonó París, de noche, con gran misterio, porque todos sus pasos eran espiados y temía que si adivinaban el objeto de su viaje le impidieran la marcha. Momentos antes escribió una carta a Judit diciéndole tan sólo que la dejaba por algunos días; pero esta carta, a pesar de ser insignificante, fue interceptada y no llegó a su destino. El prefecto de policía estaba a las órdenes de monseñor.

Cuando llegó la semana siguiente, encontrábase Arturo en alta mar, y a los veinte días desembarcó en Africa. Figuró entre los primeros en el asalto del fuerte del Emperador, y cayó herido junto a su intrépido amigo el señor de Bourmont, a quien aquella victoria costó la vida. La de Arturo estuvo en peligro durante mucho tiempo; por espacio de dos meses se desesperó de salvarle, y cuando recobró la salud, su fortuna, sus esperanzas, las de su tío, todo se hundió en tres días, al hundirse la monarquía de Carlos X.

El obispo no pudo resistir este desastre; enfermo y apenado, quiso seguir a la corte en su destierro, pero no pudo. La impaciencia, la cólera que constantemente experimentaba, habían exaltado su cerebro e inflamado su sangre, determinando una fiebre maligna, y en el estado de irritación en que se encontraba, no sabiendo en quién descargar su enojo, eligió a su sobrino como víctima y se vengó en él de la revolución de julio.

Apenas estuvo restablecido de su herida, Arturo regresó a París; y aquí es, señores—dijo el notario alzando la voz,—donde comienzo yo a entrar en escena. El señor Conde fue a mi casa para confiarme los asuntos de la herencia, porque no se encontraba en estado de ocuparse de ellos por sí mismos. Yo era, desde hacía mucho tiempo, su notario y el de su familia; así, pues, su encargo me correspondía de derecho. En seguida procedimos a levantar los sellos judiciales. No les hablaré de los detalles del inventario, aunque no deje de haber mérito en un inventario bien hecho y bien dirigido. Al inscribir en su lugar correspondiente los papeles que encerraba el secreter de monseñor, encontré un billete cuidadosamente doblado, el cual contenía esta firma: Judit, bailarina de la Opera. ¡Correspondencia entre una bailarina y un obispo! Cuidando de la buena reputación del clero, tuve intenciones de hacerla desaparecer; pero ya Arturo se había apoderado del billete, y al ver yo su turbación, creí un instante, Dios me perdone tan mal pensamiento, que monseñor y su sobrino habían sido rivales, ignorándolo ambos.

—¡Pobre niña!... ¡Pobre niña!—exclamó Arturo.—¡Qué nobleza, qué generosidad, qué tesoro poseía en ella! Lea usted, señor—añadió presentándome el billete.

Y cuando llegué a esta frase:

Si se ofende al Cielo amando con toda el alma, es un crimen del que me acuso pero del cual él no es cómplice.

—¡Es cierto!—dijo Arturo con lágrimas en los ojos:—me amaba con todo su corazón y yo no me di cuenta de ello, no pensé en corresponderle... ¡Y tenía diez y seis años! ¡Y era encantadora!... No puede usted imaginarse qué linda es... Es la mujer más bella de París.

—No lo dudo, señor Conde... pero si quiere usted que acabemos el inventario...

—Como usted guste...

Y, no obstante, continuó leyendo en voz alta los siguientes párrafos del billete:

«Pero si el Cielo, si mi ángel bueno, si la felicidad de toda mi vida hicieran que me contestase: Sí, amo a usted... ¡Ah! está mal lo que voy a decirle, y con razón me colmará usted de reproches y maldiciones; pero entonces, monseñor, no habrá poder en el mundo que me impida ser suya y sacrificárselo todo... Todo lo arrostraría, hasta la cólera de usted... Porque, en definitiva, ¿qué podría usted contra mí? ¿Hacerme morir? ¿Y qué me importaría la muerte, si había sido amada?»

—¡Y yo he desconocido... he rechazado un amor semejante!—exclamó Arturo.—Yo; yo sólo he sido culpable... pero repararé mis faltas, le consagraré mi vida entera... ¡se lo prometo, se lo juro! ¿Quién podría hoy vituperarme por ello?... ¡Estaré orgulloso de tener una amante como ella! Sí, la amo; lo confesaré a todo el mundo, y todo el mundo me envidiará... empezando por usted, señor notario, que no me escucha... y que tan atentamente examina esos fárragos de papeles.

Los papeles a que se refería eran el testamento de su tío, que yo acababa de encontrar; testamento en el que se le desheredaba, disponiendo de la inmensa fortuna del difunto en favor de los hospicios y para fundaciones piadosas. Así se lo hice saber a Arturo, el cual recibió la noticia con una indiferencia absoluta, y se puso a leer de nuevo la carta de Judit.

—La verá usted—me dijo;—quiero que coma usted hoy con ella.

—Pero estos papeles... este testamento...

—¿Y qué?—replicó, sonriendo;—eso ya no me concierne. Felizmente para mí, Judit me amará sin esas riquezas... Adiós, señor; voy a verla, voy a encontrar a su lado mucho más de lo que he perdido.

Y salió con la mirada radiante de dicha y de esperanza.

—¡He aquí un joven verdaderamente singular—me dije,—a quien una amante consuela la pérdida de una herencia!

Y terminé mi inventario.

Algunas horas después, de vuelta ya en mi casa, vi entrar a Arturo como un loco, fuera de sí.

—¡Ya no está allí!—exclamaba,—¡ya no está! ¡La he perdido! ¡La he perdido por culpa mía!...

—¡Alguna infidelidad!...

—¿Quién se lo ha dicho a usted?—repuso vivamente, asiéndome por el cuello.

—¡Oh! no sé nada.

—Prefiero esto, porque no sobreviviría a semejante golpe. Desde mi partida, desde hace tres meses, ha abandonado la Opera y nadie tiene noticias de ella.

—¿Qué le han dicho sus compañeras?

—¡Barbaridades! Unas pretenden que ha sido robada... otra me aseguraba con la mayor tranquilidad que ella le había manifestado intención de suicidarse.

—¡No sería extraño! Desde la revolución de julio, el suicidio se ha puesto de moda.

—¡No hable usted así... perdería la razón! He corrido a su casa de la calle de Provenza; pero se marchó de allí sin decir a dónde iba.

—¿No ha encontrado algún indicio que pueda servirle para seguir su pista?

—El piso está desalquilado: nadie lo ha habitado después de ella.

—¿Y no ha encontrado usted nada?

—Sólo encontré, en el cuarto de su tía, esto papel que estaba en el suelo, y que es una etiqueta de equipaje en la que hay escrito:

A la señora Bonnivet, en Burdeos.

Tengo entendido que ella era de ese país.

—¿Y qué?

—Que vengo a rogar a usted se encargue aquí de mis asuntos y lo arregle todo en la forma que mejor le plazca.

—¿Qué piensa usted hacer, pues?

—Seguir sus huellas, o las de su tía... buscarla... descubrir su paradero...

—¿Enfermo, como se encuentra, quiere partir mañana para Burdeos?

—¡Mañana! ¡Sería demorarme demasiado!

En efecto, salió de París aquella misma noche.

Al llegar a este punto, dio principio el cuarto acto de Los Hugonotes, y el notario interrumpió su relato.

Nos vimos obligados a esperar hasta el entreacto siguiente, a que el narrador continuara su historia.

V

La Falcón acababa de caer desmayada, después de haber saltado Nourrit por la ventana; el cuarto acto de Los Hugonotes concluía en medio de ruidosos aplausos, y el notario prosiguió su relato en esta forma:

—Arturo permaneció seis meses en Burdeos haciendo pesquisas, preguntando a todo el mundo por la señora Bonnivet, de la que nadie supo darle noticia alguna. Hasta hizo poner anuncios en los periódicos. La pobre mujer se hubiera muerto de alegría al encontrar en ellos su nombre; pero esto no era ya posible. Por último, el propietario de una casita, en la que ella había vivido, proporcionó al Conde los datos que había solicitado. La señora Bonnivet había muerto hacía ya dos meses.

—¿Y qué fue de su sobrina?

—No estaba con ella; pero la tía gozaba cierto bienestar, pues disfrutaba de una renta vitalicia que alcanzaba a cien luises.

—¿De dónde procedía esa renta?

—No se sabe.

—¿Hablaba de su sobrina?

—Pronunciaba su nombre de vez en cuando. Pero en seguida quedaba silenciosa, como si temiese hacer traición a algún secreto.

A pesar de todas sus pesquisas y gestiones, Arturo no logró obtener un dato más, y vivía desesperado. Porque desde que había perdido a Judit, desde que se consideraba separado de ella para siempre, su afecto hacia la linda joven se había convertido en amor, en una verdadera pasión. Esto era entonces el solo pensamiento, la única ocupación de su vida. Recordaba con amargura los breves instantes que había pasado junto a ella; creía verla ante sus ojos, llena de encantos y de cariño hacia él... ¡Y este bien, que le había pertenecido, habíalo él despreciado! No conoció el valor que tenía hasta que lo perdió para siempre. Recorría sin cesar todos los lugares en que la había visto. No abandonaba un momento la Opera.

Quiso habitar el cuarto de la calle de Provenza; pero con gran sentimiento supo que había sido alquilado, durante su ausencia, por un señor extranjero que no lo ocupaba. Intentó volver a verlo, al menos, y el portero no tenía las llaves; las puertas y las persianas de la habitación estaban constantemente cerradas.

Se explicarán ustedes perfectamente que, consagrado por completo a su amor y a sus penas, Arturo apenas se cuidaba de sus asuntos; pero yo me interesaba por él y observaba con pesar que tomaban un sesgo enojoso. Desheredado por su tío, no contaba con más fortuna que la de su madre, que ascendía, próximamente, a unas quince mil libras de renta; y de esto había consumido más de la mitad, primero en las locuras que había hecho por Judit, y más tarde en los gastos que se le habían originado para descubrir su paradero, porque nada escaseaba. Apenas obtenía el indicio más insignificante, enviaba agentes en todas direcciones y derramaba el oro a manos llenas... pero siempre sin resultado. En consecuencia, decíame constantemente:

—¡Ya no existe! ¡Ha muerto, por desgracia!

Cuando me visitaba para tratar de sus negocios, él sólo hablaba de ella; y yo, de la necesidad de vender y liquidar. No sin trabajo le pude decidir a hacerlo; le era muy sensible deshacerse de los bienes de su madre, pero se imponía aquella venta. Debía cerca de doscientos mil francos, y los intereses de esta deuda hubieran absorbido bien pronto el resto de su fortuna. Fijáronse, pues, los edictos, se publicaron anuncios en los periódicos, y la víspera del día en que debía efectuarse la subasta en mi estudio, recibí de uno de mis colegas, una comunicación que me produjo tanto regocijo como sorpresa. La suerte se había cansado, seguramente, de perseguir al pobre Arturo. Un señor de Courval, hombre de reconocida honradez, se confesaba deudor de su madre por una considerable suma, y deseaba devolverla. El capital y los intereses ascendían a cien mil escudos; la deuda estaba justificada, y mi colega guardábame el dinero en buenos billetes de Banco. No era posible dudar de semejante dicha. Corrí a anunciársela a Arturo, el cual recibió la noticia con una displicencia incomprensible. Cuando no se le hablaba de Judit, todo le era indiferente.

Por mi parte, me apresuré a liquidar sus deudas y a desempeñar sus bienes, y, desde entonces, todo marchó admirablemente, hasta que tuvo lugar un caso de difícil explicación.

Arturo se encontró un día con el señor de Courval, el que tan notablemente se había portado con nosotros. Vivía de ordinario en provincias, y se encontraba por casualidad en París. El Conde le estrechó la mano, dándole gracias por su honrado proceder, precisamente en el momento en que aquél se disculpaba, confesándose en extremo apurado, para cumplir los compromisos que tenía pendientes.

—¡Cómo es eso, si el mes pasado me ha pagado usted cien mil escudos!—repuso el Conde.

—¿Yo?

—Evidentemente; ya no tengo ningún pagaré de usted, pues todos han sido satisfechos, y nada me debe.

—Eso es imposible.

—Vea usted a mi notario y él se lo probará.

El deudor, que ya no lo era, fue a verme, en efecto, y no podía salir de su asombro.

—Es una gran suerte para usted—le dije.

—Y más todavía para el señor Conde—repuso él con aire triste y disgustado;—porque yo ya había tomado mi partido... Como no podía pagar, habíame echado la cuenta de que nada debía; y esa extraña circunstancia no me hace ser más rico... ¡Pero él... ya es diferente!... ¡puede alabarse de ser mimado por la fortuna!...

—¿Pero, de veras no sabe usted de dónde procede esa devolución?

—Ni siquiera lo presumo; pero si pudiera pagar de igual modo todas mis deudas...

—¿Debe usted algo más?

—Casi el doble de lo que he pagado, o, mejor dicho, de lo que han pagado por mí. Y si, quienquiera que haya sido, se presentara nuevamente para continuar la liquidación, le ruego que me avise.

—Lo haré con mucho gusto.

Nuestra sorpresa creció de punto, y Arturo se desesperaba por no poder dar con la clave del enigma. Fui a casa de mi colega, un hombre honrado, muy instruido, que no sabía más que yo... en aquel asunto, se entiende... Le habían remitido los fondos, encargándole que recogiese y anulase los pagarés. Me confió la carta que recibió al efecto, y se la llevé a Arturo. Este la examinó atentamente y nada sacó en limpio. Dicha carta estaba fechada en el Havre, donde residía el señor de Courval; la letra, que no era suya, la desconocíamos por completo... pero Arturo lanzó de pronto un grito de sorpresa, y se puso pálido como un muerto, al fijarse en el sello medio roto: era el de Judit.

En la época en que pasaba por su amante, él le había regalado una piedra antigua de gran valor, que tenía grabado un fénix. Lejos de encontrar en aquel regalo una alusión o una alabanza, Judit lo consideró siempre como un emblema de tristeza y había hecho grabar a su alrededor estas palabras: ¡Siempre solo! No se desprendía de este sello ni por un solo momento; aquella divisa, insignificante para otra cualquiera y para ella tan expresiva, no podía pertenecer más que a ella misma.

—¡De Judit procede esta carta!—exclamó Arturo.

Y la dejó escapar de sus temblorosas manos.

—Pues bien, eso implica la seguridad de que existe aún y piensa en usted... Debe, pues, estar satisfecho.

Pero, por el contrario, estaba furioso. Hubiera preferido saber que había muerto. Porque, ¿a qué ocultarse? decía. ¿Por qué, puesto que sabe dónde vivo, teme venir a verme? ¿Es, acaso, que se ha hecho indigna de presentarse ante mí? ¿No me ama ya? ¿Me ha olvidado quizás?

—Esta carta—le dije,—prueba lo contrario.

—¿Y con qué derecho—repuso Arturo fuera de sí,—trata de imponerme sus beneficios? ¿De dónde proceden esas riquezas? ¿Quién la ha autorizado para ofrecérmelas, y desde cuándo me considera capaz de aceptarlas? No las quiero, devuélvalas usted.

—Lo haría de buena gana. Pero, ¿a quién y cómo?

—Poco me importa... No las quiero.

—¿Y cómo puede ser eso, si con ellas se han pagado las deudas de usted y se han liberado sus propiedades?

—Venderá usted lo que sea preciso para realizar los cien mil escudos recibidos, a los que nunca tocaré, y quedarán depositados en su casa hasta que puedan devolverse.

—Tenga usted en cuenta el estado a que se verá entonces reducida su fortuna.

—No me importa. Por más infiel que sea Judit, no me arrepiento de haberme arruinado por ella... Pero ser por ella enriquecido es demasiada humillación para mí.

Y, a pesar de todos mis esfuerzos, de todas mis observaciones, no me fue posible disuadirle de su propósito; enajenáronse los bienes, y muy bien por cierto, gracias al aumento progresivo de la propiedad; fueron depositados en mi estudio los primeros trescientos mil francos, y aun quedó a mi amigo con que comprar seis mil libras de renta en papel del Estado; a esto quedó reducida su fortuna. Atenido a ella vivió dos años, esforzándose por desechar el recuerdo que le perseguía incesantemente. Sombrío y melancólico, esquivando los placeres y las distracciones de todo género, había llegado a hacerse incapaz para el trabajo o el estudio; en cuanto a mí, lamentábame interiormente del dominio que ejercía una pasión tan cruel en un hombre de tan excelentes condiciones. Iba a verme casi diariamente, con objeto de olvidar a Judit, y sin cesar me hablaba de ella.

Asegurábame que no la amaba ya, que la despreciaba, que se iría al fin del mundo antes que volver a verla; y a pesar suyo, dirigíase casi siempre a los lugares que le hablaban de ella y que le traían a la memoria su recuerdo.

Un día, o mejor dicho, una noche, fue a un baile de máscaras a esta sala de la Opera, en la que jamás entraba sin que le latiera el corazón, como si quisiera reventársele en el pecho. Solo, a pesar del gentío... Siempre solo... (porque él, entonces, había adoptado, a su vez, la divisa de Judit), paseábase silencioso en medio del bullicio... en aquel teatro... en aquel lugar donde tantas veces le había visto aparecer... Luego, internándose por los corredores, se dirigió, lentamente a aquel palco segundo que en tiempos más dichosos ocupaba casi todas las noches, y desde el cual le hacía la seña que tenían concertada para avisarla cuando podían celebrar sus inocentes entrevistas.

La puerta del palco estaba abierta, y en él, envuelta en un elegante dominó, veíase a una mujer; estaba sola, y parecía abismada en profundas reflexiones. Al ver a Arturo, la dama se estremeció e hizo un movimiento como para levantarse y salir; pero, sin poder apenas sostenerse, se apoyó en el antepecho del palco y cayó de nuevo sobre su asiento. Esta turbación hizo que Arturo se fijase en ella y que se aproximara para ofrecerle sus servicios.

La dama, sin contestarle, le rechazó con un gesto.

—El calor le habrá hecho a usted daño—le dijo el joven con una emoción que en vano trató de dominar;—y si se quitase un momento el antifaz...

La desconocida rehusó de nuevo, limitándose, para respirar con más desahogo, a echar hacia atrás la capucha de su dominó, que le cubría la frente.

Arturo vio entonces una hermosa cabellera negra, que caía en rizados bucles sobre la espalda. Así era como se peinaba Judit... aquella graciosa postura, aquel talle fino y delicado eran los suyos... allí encontraba su porte, sus maneras, ese invencible y poderoso encanto que se adivina y que no puede definirse!...

Por último, se levantó la desconocida.

Arturo lanzó un grito.

El era entonces quien se sintió morir... pero haciendo un esfuerzo, le dijo a media voz:

—¡Judit!... ¡Es usted, Judit!...

Ella trató de ausentarse.

—¡Quédese, por favor! Déjeme decirle que soy el más desdichado de los hombres por no haber sabido apreciar hasta qué punto merecía usted todo mi amor.

La desconocida se estremeció de nuevo.

—Sí, entonces los merecía usted... entonces era digna de los homenajes y la adoración de todo el mundo... y sin embargo, tan insensato soy que la amo aún, no amo a nadie más que a usted, y la amaré siempre... a pesar de que me ha sido infiel... ¡de que me ha traicionado!

Ella quiso responder, y la palabra expiró en sus labios... pero se llevó una mano al corazón como si tratara de justificarse.

—¿Cómo explicar, si no, su ausencia, y sobre todo sus beneficios... esos beneficios de que me avergüenzo por usted y que he rechazado? Sí, Judit, no los quiero, no quiero más que su amor; y si es verdad que no me ha olvidado, que me ama todavía... ¡venga... sígame!... para seguirme es preciso amarme... porque ahora ya no tengo fortuna que ofrecerle... ¡Qué! duda... no me responde... ¡ah! ¡comprendo su silencio! Adiós, adiós para siempre.

Y se dispuso a abandonarla; pero Judit le detuvo, asiéndole de una mano.

—Hable, Judit; hable por favor—exclamó el pobre joven.

Pero la desgraciada no podía: los sollozos ahogaban su voz.

Arturo cayó de rodillas. Ella no pronunció una palabra, pero lloraba, y el joven creyó que aquellas lágrimas eran su mejor justificación.

—¿Me ama usted, pues, aún?... ¿No ama a nadie más que a mí?...

—Sí—repuso ella, tendiéndole una mano.

—¿Y cómo creerla?... ¿Dónde están las pruebas?... ¿Quién me las dará?...

—El tiempo.

—¿Qué haré, pues?...

—Esperar.

—¿Y no me dará usted alguna prenda de su amor?...

Judit dejó caer el ramo de flores que tenía en la mano, y mientras Arturo se inclinó para tomarlo, ella se lanzó al corredor y desapareció.

El Conde intentó seguirla, la vio de lejos entre la multitud; pero detenido por el oleaje de las máscaras, no tardó en perderla de vista. Después creyó volver a verla... Sí, sí, era ella... y en el momento en que, siguiendo sus pasos, llegó hasta el vestíbulo y creía poder alcanzarla, la vio precipitarse en un carruaje magnífico que dos soberbios caballos arrastraron a todo galope.

—Señores—dijo el notario interrumpiéndose,—ya es muy tarde y yo tengo la costumbre de madrugar; si me lo permiten ustedes, dejaremos para pasado mañana la conclusión de mi relato.

VI

El miércoles siguiente, era día de función en la Opera, y nos encontrábamos todos en la orquesta, exactos a la cita, y el notario no llegaba. Poníase en escena Roberto, y esta obra me recordaba mi primera entrevista con Arturo. Me expliqué entonces su tristeza, su preocupación, y pensé en que el mismo Meyerbeer no podría menos de concederle su perdón por no haber escuchado el sublime trío de Roberto.

Pero, ¿se encontraba, acaso, en aquel momento, mejor dispuesto a apreciar la bella música? ¿Era más dichoso? ¿Había recuperado al fin a su Judit, o la había perdido?

Todavía ignorábamos los obstáculos que los separaban, y nuestra impaciencia por conocer el desenlace de la historia se aumentaba con la ausencia del narrador. Al fin, llegó éste, después del segundo acto, y jamás ningún actor querido del público obtuvo un recibimiento más entusiasta que el que hicimos al notario.

—¡Ya está aquí!

—¡Gracias a Dios!

—¡Vamos, querido, ya era tiempo de que llegase!

—¡Qué tarde viene usted!

—He sido invitado a una comida y he tenido que asistir a un contrato... Digo asistir, porque ya no ejerzo; he vendido mi notaría y, gracias a Dios, no debo nada a nadie.

—Excepto a nosotros.

—Nos debe usted un desenlace.

—El de la historia de Judit...

—Le hemos reservado su puesto... Vaya, siéntese.

Nos estrechamos cuanto fue posible, y el notario terminó su relato en esta forma:

—Judit había dicho: ¡Esperar!... y durante algunos días Arturo tuvo paciencia, confiando en recibir alguna carta, algún aviso...—Volveré a verla, pensaba; ella vendrá, me lo ha ofrecido...—Pero pasaban los días, las semanas, y Judit no iba. Seis meses transcurrieron de este modo, luego un año, después hasta dos. El pobre Arturo me inspiraba lástima, y más de una vez temí que enloqueciera. La escena del baile de máscaras le había impresionado profundamente... Había momentos en que, al acordarse de aquella Judit que había vuelto a encontrar sin verla, que se le había aparecido sin descubrirle sus facciones, se creía víctima de una alucinación. Su imaginación, debilitada por el sufrimiento, hacíale creer que había sido un sueño, una quimera; llegó a dudar de lo que había visto y oído. Enfermó gravemente, y en el delirio de la fiebre se imaginaba ver a Judit apareciéndosele por última vez y dirigiéndole su última despedida; en vano, trataría de repetir a ustedes las tiernas y conmovedoras frases que con tal motivo le dirigió... Judit era su único pensamiento, su idea fija... En esto consistía el mal que le mataba.

Los cuidados que le prodigamos le volvieron a la vida; pero se tornó sombrío y melancólico. No quería ver a nadie, exceptuándome a mí. Se había negado siempre a disponer de la suma de Judit, que tenía en mi poder; y su fortuna, como ya les he dicho, sólo consistía en seis mil libras de renta. Empleó cuatro mil en abonarse por todo el año a un palco segundo de la Opera... aquel palco segundo de frente a la escena, donde había encontrado a Judit la noche del baile de máscaras. Asistía a él todos los días, mientras confió en que la volvería a ver... pero cuando perdió esta esperanza, ya no tuvo valor ni energías para seguir ocupándolo. Se veía allí solo, siempre solo (su constante divisa), y esta idea le hacía padecer mucho. Solamente de vez en cuando, venía a la orquesta, dirigía una mirada dolorosa hacia el palco de Judit y se ausentaba luego murmurando:

—No está.

Esta era su vida; y a excepción de algunas cortas temporadas en que se dedicaba a viajar, siempre con la esperanza de saber algo de Judit, o de obtener algún indicio respecto a su suerte, estaba constantemente en París. Todas las noches, como inconscientemente, sin que en ello interviniese su voluntad, se encaminaba a la Opera. Y para verle más a menudo, fue por lo que me aboné a esta localidad. Ultimamente ya no venía sino de tarde en tarde. Pero la semana pasada estuvo un día. Encontrábase sentado al otro lado de la orquesta. Desanimado ya por completo, sin conservar esperanza alguna, volvía la espalda al salón, y, por completo abismado en sus reflexiones, nada veía ni escuchaba. No obstante, algunas ruidosas exclamaciones le sacaron de su éxtasis. Acababa de entrar en un palco una señora joven, cuya notable hermosura y espléndida toilette excitaron vivamente la admiración de todo el público. Toda la artillería de los gemelos se dirigió hacia aquella parte del teatro.

De todos lados salían estas palabras:

—¡Qué bella es!

—¡Qué frescura!

—¡Qué aire tan gracioso y tan distinguido!

—¿Qué edad calcula usted que debe de tener?

—De veinte a veintidós años.

—¡Ca! Apenas tiene diez y ocho.

—¿La conoce usted?

—No, señor; es la primera vez que viene a la Opera... Soy antiguo abonado y no la he visto hasta hoy.

Los espectadores inmediatos tampoco la conocían. Pero no lejos de ellos, un extranjero, de aspecto distinguido, se inclinó respetuosamente saludando a la hermosa dama. En seguida todos apresuráronse a preguntarle su nombre.

—Es lady Inggerton, la esposa de un opulento par de Inglaterra.

—¡Tan hermosa y tan rica!...

—Pues se asegura que no tenía nada... que era una pobre muchacha que, en un momento de desesperación amorosa, intentó suicidarse, arrojándose al agua, y que fue recogida por el anciano Duque...

—Eso es una verdadera novela.

—No todas tienen tan feliz desenlace, porque el Duque, que se había interesado por la joven y no podía pasar sin ella, decidió, según dicen, hacerla su esposa para dejarle su fortuna... como, en efecto, ha sucedido.

—¡Diablo! Pues siendo viuda... es un partido soberbio.

—Ha transcurrido ya el tiempo del luto, y tanto en Inglaterra como en Francia no faltará quien le haga la corte.

—¡Ya lo creo!—repuso el joven que había interrogado, arreglándose con una mano la corbata y dirigiendo con la otra el lente a lady Inggerton.—¡Eh! me parece, caballero, que mira hacia este lado.

—Se equivoca usted—contestó el extranjero.

—No, por cierto... estoy seguro... me refiero a este joven...

Y, al pronunciar esto, señalaba a Arturo, que nada había oído, y a quien fue preciso explicar lo que sucedía.

El Conde levantó los ojos, y en el palco segundo de frente a la escena... en aquel palco, que era el suyo en otro tiempo, vio... ¡Ah! no se muere de placer ni de sorpresa, puesto que Arturo vive todavía... puesto que tuvo fuerzas y conservó bastante razón para exclamar:

—¡Es ella! ¡Es Judit!...

Pero al mismo tiempo permaneció inmóvil... sin atreverse a respirar... pues temía despertar de un sueño.

—Caballero—le dijo su vecino,—¿la conoce usted, por ventura?

Arturo no respondió, porque en aquel instante la mirada de Judit se había cruzado con la suya... Había visto fulgurar en los ojos de la joven un relámpago de indescriptible satisfacción. ¡Es imposible explicar lo que pasó por él, ni por qué no enloqueció al ver que Judit, levantando una de sus blancas y exquisitas manos, le hacía la seña con que él en otro tiempo le anunciaba sus visitas!

¡Ah! ¡le pareció que iba a volverse loco! Dejó caer la cabeza y permaneció algunos instantes con ella apoyada entre las manos, como para persuadirse a sí mismo de que no era una ilusión, de que Judit vivía aún, y de que ella era la que acababa de ver. Cuando logró convencerse, volvió a levantar la vista hacia el palco... ¡la celestial visión había desaparecido!... ¡Judit ya no estaba allí... se había ausentado!...

Un frío mortal heló la sangre en sus venas... una mano de hierro le oprimió el corazón... Luego, acordándose de lo que acababa de ver... y de oír... porque ella le había hablado... sí, le había hablado por señas, abandonó su asiento de la orquesta y se lanzó a la calle, murmurando:

—Si esta vez también me engaño... si es una nueva alucinación... o me volveré loco... o me mato.

Y, decidido a morir, se encaminó directamente a la calle de Provenza. Llamó a la puerta, que se abrió en seguida... y, preguntó temblando:

—¿La señorita Judit?...

—Está en casa—dijo tranquilamente el portero.

Arturo lanzó un grito y se apoyó en la barandilla de la escalera para no caer.

Subió al piso principal, atravesó todas las habitaciones y abrió la puerta del gabinete, el cual estaba amueblado como en otro tiempo; exactamente igual que hacía seis años.

Hasta la cena que había encargado antes de su repentina marcha, apareció dispuesta ante sus ojos. Vio que en la mesa había dos cubiertos.

Y Judit, reclinada en un diván, le dijo al verle entrar:

—Viene usted muy tarde, amigo mío.

Y le tendió una mano. Arturo se arrodilló ante ella.

Al llegar aquí, se interrumpió el notario.

—¿Y qué?—exclamaron todos;—concluya.

El notario contestó, sonriéndose:

—Arturo no me ha contado más... Por otra parte, va a dar principio el tercer acto de Roberto...

—¿Qué importa? termine.

—¿Qué más he de decir a ustedes? Vengo de comer con ellos y de firmar el contrato.

—Así, pues, ¿se casan?

—Judit lo ha querido.

—Como última sorpresa, sin duda.

—¡Tal vez le tenga reservada alguna otra!

—¿Cuál?—preguntó vivamente el profesor en Derecho.

—Lo ignoro—respondió el notario con una sonrisa;—pero se asegura que el anciano Duque, su difunto esposo, no la llamaba nunca más que: mi hija.

En aquel instante se abrió el consabido palco segundo, y apareció Judit, envuelta en su manto de armiño y apoyada en el brazo de su amante, que ya era su esposo.

Una misma exclamación salió simultáneamente de las butacas de la orquesta:

—¡Qué hermosa es ella! ¡Qué dichoso es él!

FIN